Post on 20-Jan-2016
Antropología trascendental
Dualidades
Intentaremos exponer el tema de las dualidades –en el hombre, el dos es un
cuasi trascendental- evitando o eludiendo la deriva hacia los dualismos, pero
también hacia los dúos –dinámicos o no-. Lo que nos interesa poner de manifiesto
es que, no detrás ni debajo, sino dentro de expresiones como el alma es en cierto
modo todas las cosas, hay una –o más- dualidades. Dentro de la prosecución e
inagotabilidad de las praxis perfectas hay una dualidad: se ve, se tiene lo visto, se
sigue viendo. Del mismo modo, el resurgir y redundar de la formulación aristotélica
vita in motu, contiene dualidad. Lo inagotable no es sólo la operatividad intelectual
infinita, sino también la facultad reforzada de un modo habitual por la operación
ejercida: ahí hay dualidades.
El hombre, respecto del universo, es el otro a su vez dual: se sale del
universo y, a la vez, lo incluye, además de dualizar operativamente su relación con
él –lo que evita la extrañeza y la yuxtaposición-.
Así, impremeditadamente, le hemos metido más de una dualidad a la
presencia mental, haciéndola proseguir de manera inagotable –como operación- y
reforzando la facultad por ejercicio inagotable –como hábito-.
En suma: pretendemos contener o controlar el poderío –cuasi trascendental-
del dos, no repetir la historia de fascinación por la presencia, de la que todavía
estamos aprendiendo a salir con el método del abandono. Hay que empujar las
dualidades, ponerlas a rodar de inmediato y no utilizarlas para construir una
escalera ni un edificio: la escalera no está en los peldaños, sino, en todo caso, en
subirla y, más propiamente, en estar arriba.
Empezaremos de manera ortodoxa:
Una característica del ser humano es la dualidad: el hombre es una realidad
compleja que se organiza en dualidades.
La dualidad es doble: en cada hombre la persona se dobla con su esencia,
que no le replica, de modo que tiene que buscar la réplica en otra persona.
La dualidad se puede pensar o tematizar de diversos modos. La dualidad
tiene el sentido de resurgir y redundar: el alma es en cierto modo todas las cosas:
es en cierto modo todas las cosas -en dualidad-, porque no hay confusión –unicidad-
entre el hombre y las cosas.
El sentido de resurgir y redundar, es decir, de inagotabilidad, ya está en la
interpretación aristotélica de la vida-: la actividad no sólo como dinamismo, y lo
óntico-estructural no sólo como óntico: vita in motu es la formulación aristotélica.
La inagotabilidad es ya una indicación bastante neta de la dualidad de la
operación inmanente: las praxis perfectas prosiguen en su término -se tiene lo visto
y se sigue viendo-.
Si en la unidad de la operación cognoscitiva sigue vigente la dualidad, la
operación sigue a la facultad como acto ejercido y, además, tiene para ella el valor
de insistencia y refuerzo: se dualiza con el hábito reforzando la facultad: lo
inagotable no es sólo la operatividad intelectual infinita, sino la facultad reforzada
de un modo habitual por la operación ejercida. La objetivación prosigue en tanto
que operación posesiva, pero también redunda en su principio.
Un modo adecuado para tratar la dualidad es advertir que se activa en lo
dinámico o verbal: el martillo es, en dualidad, el martillear; la lengua, el hablar; la
vista, el ver.
El hombre es dual respecto del universo, pero no es sólo el otro del universo,
sino otro a su vez dual: se sale del universo y, a la vez, lo incluye: es dual desde sí.
El hombre no es la réplica del universo, tampoco de sí mismo.
El hombre dualiza su repetición del universo operativamente: no como copia
recibida, sino con una repetición dual, lo que excluye la extrañeza -el hombre como
completamente ajeno al mundo– o la simple yuxtaposición –el conocimiento como
yuxtapuesto al mundo y no una operación inmanente–.
La vinculación de las dimensiones de la coexistencia es neta: el
perfeccionamiento del universo se endereza al perfeccionamiento social de la
esencia humana.
¿Y si existiera una dualidad última y pudiéramos tematizarla? Podríamos
trascender al hombre en términos de identidad y formular la noción de absoluto
desde la antropología.
Ahora la dualidad juega como un hilo conductor que prohíbe la
determinación del absoluto desde una dualidad que no sea la más radical. Si se
puede apreciar la dualidad en el hombre en distintos niveles, será ilegítima la
absolutización de la identidad desde cualquiera que no sea la radical.
¿Cual es la dualidad radical que no es superada por otra y que abre todas las
demás? La distinción real essentia-esse, que alcanza mayor nitidez en el hombre
que en cualquier otra criatura.
Las dos formulaciones filosóficas del absoluto –la griega, como ente, y la
moderna, como causa sui– son apresuradas e incorrectas: parten de dualidades no
radicales: el ente es la identidad correspondiente a la coactualidad, y la causa sui la
correspondiente a la autoconstitución, a la absolutización de la simetría. La noción
de hábito va más allá y además se dualiza con la libertad.
El acto de ser humano es dual con el disponer habitual.
El hábito no es la perfección superior del hombre. La virtud es lo más
elevado que se pueda tener en el orden de la esencia, pero en el hombre, el tener
es dual respecto del ser, que es personal –don creado–. Por eso, en el hombre, el
tener es un disponer que no se consuma en sí. La esencia del hombre es, en
dualidad con su ser–libre–donal, disponer en orden a una destinación, a un
otorgamiento.
Si el hombre no vehicula su esencia a través de la donación, a la espera de
una aceptación que sea su auténtica réplica personal, se frustra su libertad.
La iniciativa donante primordial arranca de Dios y al hombre corresponde
devolvérsela de acuerdo con el resurgir inagotable que es la intimidad de su
persona.
El hombre no es libre en cuanto que posee libertad, sino en cuanto que
posee libremente: en cuanto que es capaz de asumir en forma de destinación y
otorgamiento su esencia.
La libertad –el esse– es la condición trascendental de la esencia humana. La
libertad humana no es un principio, sino el dominio sobre principios.
La esencia humana
El método del abandono del límite permite aprovechar la distinción real
entre el acto de ser de la persona humana y su esencia.
La inteligencia se desaferra del límite mental para alcanzar el ser personal;
la esencia es la vuelta de la inteligencia al límite según una demora creciente:
asciende sin dejarlo atrás y evitando que se reintroduzca.
La distinción real hace que la persona y su esencia sean inidénticas.
Como manifestación de la persona, la esencia ilumina, aporta y dispone.
La libertad trascendental de la persona se hace búsqueda de réplica
convirtiéndose con el intelecto y con el amar donal, y también se extiende a la
esencia, activándola.
La búsqueda de réplica es inaccesible al intelecto, que es superado por su
tema, sin que, por ello, carezca de orientación: suspende la búsqueda de réplica
para iluminar otros temas que constituyan don.
La iluminación del ser extramental es el hábito de los primeros principios,
que se deben a la generosidad de la persona, pero sus temas sólo se advierten y
nunca de forma plena, porque son superiores al habito, que es incapaz de constituir
don.
La suspensión de la búsqueda es sustituida por mirar –iluminar, aportar,
disponer-; la persona puede mirar hacia abajo: su luz iluminante puede descender y
redundar en la sindéresis.
Con todo, la búsqueda intelectual no requiere completarse en la esencia: lo
que se busca no admite iluminación: en tanto que se encuentra, no se busca –sin
que la omisión sea excluyente, ya que buscar y encontrar son compatibles-. Aunque
no requiera completarse, la búsqueda intelectual puede iluminar y aportar para
constituir don, esperando aceptación.
La extensión de la actividad a la esencia, atravesada por la libertad, es la
vida del viviente, la vida añadida, la manifestación del viviente: pero la distinción
real es la del quién y su manifestación, que no agota ni limita al viviente: por eso la
relación entre la coexistencia y la esencia no es fácil: la esencia es vida del viviente;
la vida procede de la libertad de acuerdo con la sindéresis.
La actividad de la coexistencia es más que vida, pero se manifiesta como
vida añadida que refuerza a la recibida.
La libertad coincide, en parte, con el método del abandono: si no se acepta
la dependencia del abandono de la libertad trascendental, el método se detiene y la
libertad se hace independiente o autónoma: llega a su término: la libertad de la
esencia se detiene en seco.
La libertad sólo puede entenderse como un camino de ida y vuelta: nativa y
de destinación, en la que se distinguen cuatro fases:
la primera, pre-temática en esta vida, es el don creado premoviente;
la segunda, el valor dispositivo de los actos;
la tercera, no pasar del dar: es la generosidad de la persona;
la cuarta, el no contentarse con el disponer: es la metalógica transparencial
de la búsqueda del tema trascendente.
En suma, la secuencia don-aceptar-dar-buscar es propia de la libertad
trascendental.
En esta estructura no aparece la libertad de la esencia, pero la exige: la co-
existencia no carece de esencia en tanto que carece de réplica.
La vuelta desde el don creado premoviente a la metalógica transparencial de
la búsqueda del tema trascendente sólo es posible si la estructura queda
temporalmente interrumpida y la libertad desciende a la esencia.
Si la búsqueda se omite, la libertad se retira hasta el dar y de ahí procede el
hábito de los primeros principios. Si se omite también el dar, procede la esencia
humana, es decir, la constitución del don.
El sentido primario de la libertad esencial es la constitución del don -que el
amar donal ofrecerá con la esperanza de que sea aceptado-.
La libertad personal es la persona: dependencia libre que ha de ser
reconocida y asumida, cuyo sentido es la constitución del don que ella misma será.
Son necesarios, para que la estructura donal sea completa, primero, la
omisión de la búsqueda y, segundo, la omisión del dar. La esencia está dispuesta de
acuerdo con el querer-yo para sustituir al hábito de los primeros principios: esta
sustitución es posible por el crecimiento de la extensión de la libertad.
La esencia aparece como manifestación, y también como disposición de la
persona que admite diversas modalidades que se dualizan en ver-yo y querer yo:
hábitos adquiridos, operaciones de la potencia intelectual y actos de la voluntad.
Para iluminar y disponer es preciso dejar de buscar: la esencia goza, por
tanto, de cierta autonomía.
Ver-yo es dual con lo iluminado, según la fórmula: ver-yo suscita ver
inteligido –no cabe yo sin ver, el yo no produce el ver-. La sencillez hace difícil la
fórmula: método y tema coinciden pero no se tocan: coincidir es separación e
inmaterialidad. Ver-yo une verbo y pronombre impidiendo que cuaje el sujeto, que
se desvanece: sólo luz iluminante, extensión de la actividad libre personal, que
encuentra suscitando.
La persona busca, pero carece de réplica: de forma literal: en cuanto que
carece de réplica, no carece de esencia: es la distinción real.
La actividad libre se vuelve hacia el límite y suscita en cascada hasta el
límite, que salvaguarda la esencia. Tal actividad se designa como yo, que depende
de la persona. El yo sólo aparece cuando el conocimiento es superior a su tema.
Si se plantea la cuestión de si la esencia procede de la persona, la respuesta
es la extensión de la libertad, y no es pertinente preguntar por qué a la libertad. La
vuelta al límite es un acto libre, no rémora ni omisión. En suma, no puede decirse
que la persona busque mirar o que buscar y mirar no se excluyan.
La dependencia de la esencia del carácter de además, se manifiesta en los
sueños y en la experiencia intelectual. Sin la iluminación de los fantasmas, la
inteligencia se presta a soñar: se manifiesta así su dependencia de la sindéresis, y,
por otra parte, su inclusión en la vida recibida. Los sueños son susceptibles de
interpretación porque no se da coincidencia de método y tema.
Los hábitos innatos redundan en ver-yo, dando lugar a la experiencia
intelectual de la inmaterialidad, la perennidad y la eternidad, que se manifiesta en
las ideas –inobjetivas- o símbolos reales de conciencia, axioma lógico y deidad.
Las ideas son iluminaciones habituales de las operaciones, y simbolizan
temas superiores a los suscitables: conciencia, símbolo de ver-yo; physis, verdad y
ente, símbolos de la distinción real esencia-ser; los axiomas lógicos, símbolos de la
vigencia o distinción de los primeros principios; y deidad simboliza la Identidad
Originaria.
Todas son, pues, símbolos de los temas de los hábitos superiores -sindéresis,
sabiduría y primeros principios-, barruntos de lo que puede conocerse si se
abandona el límite. La filosofía ha tratado siempre de descifrar estos símbolos -
aunque no se abandone el límite, la búsqueda intelectual se hace presente,
simbólicamente, en la esencia humana-.
En relación con querer-yo, el punto central es la discusión, presente siglo
tras siglo, sobre la racionalidad de la libertad y la libertad de la razón.
La propuesta que hacemos es que la voluntad es pura relación trascendental
respecto del bien; pura potencia pasiva que ha de ser activada -su relación con el
bien no es causal, ni eficiente ni final-. La voluntad depende de otra instancia
superior: los actos voluntarios han de ser constituidos, porque, en tales actos, el yo
se implica y se hace responsable de ellos.
Querer-yo es superior a ver-yo porque depende del amar donal personal, que
busca constituir el don que ha de ser aceptado. La voluntad es una potencia de la
esencia que sólo pasa al acto cuando es iluminada por la sindéresis. Cuando lo
iluminado no son los fantasmas, sino la potencia esencial, se hace patente que la
esencia, por la voluntad, tiene que ver con el bien trascendental.
El primer acto voluntario no hace referencia a ningún bien concreto, ni
ausente ni presente, sino a la voluntad consigo misma: su verdad es su coherencia,
sin la que no es posible querer nada. La extensión de la libertad a la voluntad tiene
lugar en todos sus actos porque está en la constitución de la voluntad en acto.
Cuando la razón práctica presenta los medios, el acto voluntario, sin dejar de
ser una tendencia, ha de ser constituido por la sindéresis, lo que explica su
curvatura: querer-querer-más: si el querer se detiene el acto voluntario se
desvanece.
La voluntad -potencia puramente pasiva- ha de ser iluminada por querer-yo,
lo que se explica con el acto voluntario llamado uso. Corrigiendo la teoría clásica –
que lo consideraba el acto por el que la voluntad actúa sobre otras potencias-, el
uso es disponer libremente de temas, haciendo reales –extrapolando- los objetos
pensados.
La dualidad del ápice de la esencia es la solución drástica del problema de la
oscuridad de la voluntad: si es directamente iluminada no puede ser oscura. Esta
solución se vislumbra a través del alma, que es la esencialización del acto de ser
del universo, de la persistencia: a través de la acción se perfecciona la esencia
física y se refuerza la vida recibida. Querer-yo constituye actos con los que
esencializa el ser del universo, que puede ser constituido también como don.
La relación entre el acto de ser y la esencia se manifiesta también en la
redundancia de los hábitos innatos sobre el querer-yo. Querer-querer-más puede
ser más alto que la generosidad de la persona y no ser inferior al hábito de
sabiduría.
Según su índole, la tendencia voluntaria no es un proceso al infinito, sino
algo así como el regreso de la esencia a la persona: no mira a una identificación de
la esencia con el co-ser, sino a la integración del amor esencial en la estructura
donal de la persona.
La esencia está dispuesta de acuerdo con el querer-yo para sustituir al
hábito de los primeros principios: lo que no acarrea pérdida si la búsqueda es
colmada; más aún, la solidaridad sapiencial puede ser alcanzada por la esencia.
Aunque hablar de este alcanzar es conjeturar, la esencia humana llegará a ser
solidaria con la persona.
El método propuesto es un crecimiento de la libertad: darse cuenta
libremente de todos los hábitos: innatos y adquiridos. Propiamente: según las
cuatro dimensiones, aceptar, dar y buscar remontándose al don -el carácter de
además-, que alcanza la libertad trascendental.
La advertencia de los primeros principios es posible por la generosidad de la
persona: el hábito se pliega a los temas: ni el método deriva del tema ni al revés; el
tema se advierte sin derivarse. De ahí que el hábito de los primeros principios no
pueda constituir el don.
La redundancia de este hábito sobre ver-yo y querer-yo da la experiencia
intelectual y moral: que la búsqueda del intelecto se continúe en las potencias
esenciales. La libertad no se agota en el nivel situacional, pero el don tiene que ser
esencial: no puede ser otro que la vida del viviente, que se extiende también al
hacer factivo y al mundo humano.
Así llegamos al tema del cuerpo: distinguiendo entre el mundo humano y el
trasmundo. El cuerpo aparece en la segunda dimensión como el cuarto sentido del
hecho, según el cual sin hecho no hay.
Con la cuarta dimensión, la comprensión es más ajustada: sin hecho no hay
indica que el límite no se extiende al cuerpo, pero también que el límite se debe al
cuerpo, puesto que el hecho no puede faltar.
En la segunda dimensión el cuerpo es enigmático: no aparece y no falta.
Más: su falta -la muerte-, desvanece la posesión de objeto -lo que manifiesta que es
un castigo-.
La cuarta dimensión permite descifrar el enigma. Si la esencia es, desde un
punto de vista, una iluminación hacia abajo, y desde otro, una iluminación
ascendente, es claro que la sindéresis, sin el hábito de los primeros principios, sería
inviable. La concentración de la atención redunda en la sindéresis para que vigile y
organice, para que suscite y constituya.
Sin el cuerpo, la esencia no es completa: la potencia intelectual comienza
por la abstracción de los fantasmas. Como la vida corpórea es reforzada por la vida
del espíritu, el cuerpo deja de depender del fin del universo: su fin es el alma, la
cual, inspirándose en él, lo organiza de modo global.
La hiperformalización se advierte en todas las dimensiones de la vida
corpórea, especialmente en la sensibilidad interna: las imágenes, aunque no llegan
nunca a articular el tiempo, pueden ser retenidas, lo que permite la representación.
El cuerpo es el conato no fracasado de ser algo más que una sustancia
intracósmica: es el esbozo del alma, el modo de vencer el retraso [temporal] sin ser
un espíritu.
Se dice que es la orientación del antes hacia el presente, y el alma lo es
desde el presente hacia el futuro. Esta temporalidad del cuerpo se llama sincronía,
que se manifiesta en la organización del cuerpo: parti-unitiva o re-unitiva, de modo
que ni el uno es anterior a las partes, ni las partes anteriores al uno, sino que las
partes son la potencia dinámica del uno. La sincronía no es la presencia sino un
conato no fracasado de presencialización.
Es el cuarto sentido del hecho: el cuerpo no puede ser analizado en la
segunda dimensión -no pertenece al universo-, pero tampoco alcanza la presencia
mental -aunque se orienta a ella-. Además, en cuanto recibido es antes que la
presencia: sin formar parte de ella, no puede faltar.
La muerte se debe al límite porque el cuerpo nunca alcanza la presencia; de
lo contrario no moriría. Por eso se dice que el límite salvaguarda la esencia: es lo
que impide que se confunda con la esencia del universo.
Lo alcanzado por el abandono hay que traducirlo al pensar objetivo para
expresarlo lingüísticamente. El abandono se ejerce desde la esencia humana -desde
ver-yo-, y no desde la índole trascendental de la persona: Si la sindéresis vigila, el
abandono debe ser un darse cuenta de la actividad de los hábitos innatos.