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INVIERNO 2015
El valor de lo inútil
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Nuestro conocimiento puede clasificarse en tres grandes grupos cuyas características han sido dotadas de mayor o menor importancia dependiendo de los diversos contextos históricos. Así, podemos hablar de saberes exactos o formales, empíricos o fácticos y aquellos que son entendidos simplemente como el ámbito de lo ‘humano’.
En cuanto a los primeros, la rigurosidad de tal o cual regla utilizada ha permitido resultados concretos y necesarios que muchas veces sirvieron de fundamento para la exploración, aprendizaje y descubrimiento de la naturaleza: cómo podríamos desconocer el valor de la matemática o la lógica en la fundamentación de elementos tales como la ciencia, la técnica y la investigación.
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En relación a los segundos, la continua y objetiva observación de los eventos permitió una comprensión clara y distinta de los sucesos que acaecen y en medio de los cuales nos desenvolvemos, además de toda nuestra tecnología y variedad de elementos que por ejemplo han curado enfermedades o nos han dado el dominio de la naturaleza y en sí, una mejora en la calidad de vida de hombres y mujeres a lo largo de la historia.
Pero es probablemente el tercer grupo el que resulta de mayor interés para quiénes hemos decidido dedicarnos a la filosofía. El saber humano, no en un sentido general sino específico -las humanidades- tiene la curiosa particularidad de carecer de una producción concreta, o una falta de ‘utilidad’, si quisiéramos decirlo de esa manera. Ya los
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antiguos griegos situaban el origen de esta forma de saber en el ocio (skolé), ese tiempo sagrado y privilegiado que el hombre podía dedicar a la contemplación y la reflexión. Contrario a lo esperable, el saber teórico era el más apreciado y deseado por los antiguos a pesar de su “inutilidad”, puesto que era considerado imprescindible en el proceso de aprendizaje.
Si estamos de acuerdo en que no podemos esperar una producción material de este tipo de conocimiento, ¿Cuál es, entonces, el valor del saber teórico? Dicho de otra forma, si entendemos que en el ámbito de lo humano no habrá como resultado por ejemplo la cura a una enfermedad o la construcción de una vivienda, ¿cuál sería el verdadero aporte de este tipo de saber para nuestra
Pedagogía en filosofía
Este boletín reúne textos producidos y seleccionados por alumnos de Pedagogía en Filosofía de la Universidad de Santiago de Chile, que guardan relación con los tópicos de Filosofía y Educación.
USACH
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comunidad?
Difícil pregunta, especialmente considerando la situación epistemológica de nuestra sociedad. La búsqueda de lo eficiente y funcional parece ser hoy el a priori cultural. La necesidad de un conocimiento concreto, inmediato y facilitador es ahora lo deseable. La complejidad de nuestras comunidades y el aumento exponencial de las diversas variables que convergen en la determinación de nuestras interacciones han cambiado radicalmente el escenario en donde el aprendizaje se genera. La velocidad de lo actualmente cotidiano demanda la existencia de datos inmediatos, relegando la reflexión y el pensamiento crítico a un segundo plano, o acaso, a un reducto intelectual protegido dentro de muros universitarios. En este contexto el conocimiento puede transformarse en un producto de consumo más, ajeno al pensamiento y la reflexividad que tanto llegó a valorar el hombre antiguo. Quizás la simplicidad de la sociedad de este hombre nunca lo obligó a alejarse de lo teórico. En contraposición, nuestra veloz realidad nos fuerza a la identificación de datos instantáneamente útiles y a la conformación de un conocimiento eminentemente práctico.
¿Será esta, entonces, la respuesta a nuestra interrogante anterior? De ningún modo. Señalemos de inmediato que nuestro saber
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teórico, el pensamiento reflexivo y los distintos análisis críticos son inútiles, y es precisamente ese su valor. En efecto, la imposibilidad de considerar a estos elementos como algo útil nos obliga a señalar que: no son prácticos, no producen obras cuantificables, ni tampoco solucionan un problema específico. Su aporte consiste entonces –si es que es correcto usar tal término en este caso-, en situarnos en la esfera de lo estrictamente conceptual, ahí donde el diálogo se desarrolla. El objeto de nuestro saber “inútil y ocioso” o escolástico, es devolvernos a lo esencialmente humano. La ausencia de la obra específica queda ampliamente superada por el desarrollo de la discusión pluralista que por medio de un pensamiento reflexivo se produce. Siendo así, el ámbito de lo humano tiene un valor innegable, acaso el más elevado de todos, y que, sin querer, resulta ser anterior a cualquier otra producción intelectual: la creación de las sociedades humanas por medio del diálogo, en el sentido más estricto de esta palabra, a través del lenguaje y la razón.
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En “Sobre el porvenir de nuestras
escuelas”, un texto de juventud, el pensador alemán de la segunda mitad del s. XIX nos presenta una propuesta tan válida en ese momento como hoy: En la sociedad actual, el Estado se atribuye la capacidad de aglutinar las voluntades hacia un proyecto único de cultura, que sirve a sus propios fines, pues propone desarrollar lo que limita, al ampliar la cultura por medio de una educación que busca restringir y debilitar la cultura; una educación que “desculturiza”.
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¡Ampliar la cultura! Para Nietzsche, ésta parte del proyecto moderno, impulsado por el Estado, forma parte de los dogmas de la economía política, en donde se busca aumentar el conocimiento y la cultura, en la medida que aumenta la producción y las necesidades, y con ello -por supuesto- la felicidad. En ésta lógica, el proyecto moderno pretende otorgarle como objeto último a la cultura, la utilidad, la ganancia, un beneficio en dinero que sea el mayor posible. “[…] habría que definir la cultura como la habilidad con-que-se mantiene uno “a la altura de nuestro tiempo”, con que se conocen todos los caminos que permitan enriquecerse del modo más fácil, con que se dominan todos los medios útiles al comercio entre hombres y entre pueblos.” (Nietzsche, Primera conferencia) Así, la finalidad de la escuela será afianzar la “alianza” entre inteligencia y posesión, llegando a presentarse
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incluso como una exigencia moral que busca “hacer progresar a cada individuo en la medida en que su naturaleza le permite llegar a ser “corriente”, desarrollar a todos los individuos de tal modo, que a partir de su cantidad de conocimiento y de saber obtengan la mayor cantidad posible de felicidad y de ganancia. Todo el mundo deberá estar en condiciones de valorarse con precisión a sí mismo, deberá saber cuánto puede pretender de la vida.” (Nietzsche, Primera conferencia) Reducción de la cultura Nietzsche centra su argumentación sobre la “otra mano” del proyecto moderno en lo que podemos reconocer como el concepto sociológico de la especialización del trabajo, con él, pretende esclarecer como en un mismo proyecto se puede pretender “ni lo uno ni lo otro, sino, todo lo contrario”. Esto se observa en tanto la especialización obliga a
Cultura y educación: Una mirada desde Friedrich
Nietzsche
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desconocer todo el resto de cuestiones de las cuales no se es especialista. Esto también tiene repercusiones en la práctica moral, permitiendo que se considere como señal de sobriedad el no opinar sobre cuestiones en las que no nos hemos especializado, elevando la figura del experto como algo más que un mero participante de la división del trabajo, sino que como un conocedor de verdades. ¡El Estado como estrella polar de la cultura! El Estado se muestra como impulsador de la programática moderna. En él, el ser humano pierde toda capacidad de representación político-estética individual (apreciación de la propia forma de vida) y sus energías, que en principios estaban destinadas para tal fin, ahora son utilizadas para los fines del Estado, quien recompensa a la voluntad esclava del individuo, con los beneficios de la falsa cultura. Por ello, el ser humano se sacrifica a favor del proyecto moderno, que acaba con su vida, pero no tan sólo en el sentido de su muerte, sino que a través de la represión de las diversas formas de vivir que no benefician al Estado. El deber de la educación
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Una educación cuyo fin sea la utilidad económica, no es en absoluto educación sino que un acondicionamiento que busca convencer estéticamente de la importancia de salvarse y defenderse en esa lucha por la existencia que es la vida, o lo que es igual, que busca afianzar la forma de vida que es útil al Estado haciendo insegura cualquier otra. Cuanto más peligrosa sea “la vida”, tanto más debe aprender el joven y tanto más debe rendirse ante el proyecto moderno. Esa educación que promete entregar herramientas para la vida puede formar empleados, comerciantes, oficiales, agricultores, médicos, técnicos, profesores, etc., pero no puede hacerse cargo de las diversas formas de vida que escapan al proyecto moderno y por tanto, no puede hacerse cargo de cultura alguna. La educación de ese ser humano falsamente culturizado debe llevarlo por la supresión de todo intento de experiencia político-estética, denigrándose a un principio educativo demasiado básico para ser digno de enseñanza, es decir, la sobrevivencia. No sólo el educar para vivir no tiene sentido, sino que además le quita sentido a la vida misma y es prueba evidente de la falta de sentido en sí, pues la
enseñanza del mundo como la
enseñanza del vivir, olvida que el
mundo no es vivir en el sentido de
una determinada forma de vida,
sino que es formar parte de
experiencias, ya sean político-
estéticas, que permitan
experimentar diversas formas de
vida. Por tanto, ¿Cuál es el deber
de la educación para Nietzsche?
Pues “liberar al hombre moderno de la
maldición de la modernidad”.
Para una revisión de la obra aquí tratada (“Sobre el porvenir de nuestras escuelas”) y el resto de la producción intelectual de Friedrich Nietzsche: http://holismoplanetario.com/2015/03/22/obra-completa-de-friedrich- nietzsche-en-espanol-41-pdfs-ordenados-cronologicamente-descarga-gratuita/
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en algún lugar existen hombres semejantes, lo será a pesar de la escuela.
Se sofoca violentamente nuestro buen fondo de rebeldía y, con él, el desarrollo del saber hacia la libre voluntad.
El resultado al que lleva la vida escolar no es entonces otra cosa que el filisteismo. Así como de niños nos
habituamos a las cosas que se nos presentan, así también nos familiarizamos y adaptamos posteriormente a la vida
positiva y a la época, convirtiéndonos en sus esclavos y en lo que se ha dado en llamar ciudadanos honrados.
¿Dónde se fortalece el espíritu de la oposición, en lugar de la servidumbre que se ha ido alimentando hasta
nuestros días? ¿Dónde se educa al hombre creador, en lugar del hombre estudioso? ¿Dónde el maestro se
convierte en colaborador? ¿Y dónde se asume el saber en el momento en que se transforma en voluntad? ¿Dónde
se erige como objetivo al hombre libre, en lugar de hacerlo con el hombre educado? Desgraciadamente eso sólo
sucede en contados lugares. Y no obstante, debe generalizarse la idea de que la tarea más elevada de la
humanidad no consiste en la formación, no consiste en civilizar sino en la auto-realización. ¿Se perjudicará con
ello la formación? Todo lo contrario: de la misma manera que tampoco renunciamos al libre pensamiento por
incorporarlo a la libre voluntad. Cuando el hombre funda su dignidad en el sentimiento, el conocimiento y la
realización de sí mismo, es decir en su sentimiento de sí, en su auto-consciencia y su libertad, entonces tiende
por sí mismo a proscribir la ignorancia que convierte al objeto extraño y desconocido en un obstáculo y un límite
de su auto-conocimiento. Si, por el contrario, se lo forma, podrá adaptarse siempre y de la manera más sutil y
formada a las circunstancias, pero sólo para convertirse en almas serviles. ¿Qué son en su mayor parte nuestros
espirituales y educados sujetos? Nada más que ridículos propietarios de esclavos, cuando no simples esclavos.
EL FALSO PRINCIPIO DE NUESTRA
EDUCACIÓN (extracto)
Max StIrner
Si el impulso que guía nuestro tiempo, una vez conquistada la libertad del
pensamiento, es su consecución hasta aquella plenitud en la que ella se convierte en
libertad de la voluntad, el objetivo último de nuestra educación ya no puede ser,
para cumplir esta libre voluntad, el simple saber, sino el querer que se engendra del
saber; y la expresión explícita de aquello a lo que esta educación debe aspirar es: el
hombre libre. La verdad no consiste en otra cosa que en la revelación de sí mismo y
a ello le corresponde, precisamente, la búsqueda de sí mismo, la liberación de todo
lo ajeno, la más radical abstracción o descargo de toda autoridad, el renacer de la
ingenuidad. Y este tipo de hombre auténtico no es el que proporciona la escuela; si
en algún lugar existen hombres semejantes, lo será a pesar de la escuela.
La «educación para la vida práctica» no forma más que personas de principios, incapaces de pensar y actuar sino
en función de máximas, pero no forma hombres principales. Tan sólo forja espíritus legales, pero no libres. ¡Que
distintos son aquellos hombres en los que la totalidad de su pensamiento y de su acción se mece en un constante
movimiento y rejuvenecimiento! ¡Que diferentes de aquellos que se mantienen fieles a sus convicciones! Pues las
convicciones son inalterables, no pulsan más que la misma sangre renovada a través del corazón, acaban
petrificándose en cuerpos rígidos y tienen algo, por mucho que hayan sido adquiridos y no meramente
aprendidos, de positividad y dignidad sagradas. De ahí que la educación realista sea capaz de formar carácteres
firmes, aplicados y saludables, hombres inamovibles, fieles corazones, cosa que para nuestra degenerada raza no
deja de ser un bien inapreciable. Pero carácteres eternos, aquellos cuya firmeza no reside más que en el incesante
raudal de su auto-creación y sólo son eternos porque a cada instante se crean nuevamente a sí mismos, haciendo
brotar sus manifestaciones temporales a partir de la fuerza, perennemente fresca y joven, de su eterno espíritu,
esos carácteres no los formará nunca semejante educación. Lo que se suele llamar un carácter sano no es, en el
mejor de los casos, más que una personalidad petrificada para llegar a su plenitud de sí misma, tiene que llegar a
ser, a su vez, sufriente, tiene que contracturarse y estremecerse en la radiante pasión de un incesante rejuvenecer
y renacer.
Es así como las líneas radiales de toda educación convergen en un punto central que recibe el nombre de
personalidad. El saber, por muy erudito o profundo, amplio y fundamental que pueda ser, sigue perseverando en
su carácter de posesión, de propiedad, hasta que no llega a disolverse en el punto imperceptible del Yo,
emanando omnipotentemente a partir de él como voluntad, como espíritu supra sensible e ilimitado. Y el saber
experimenta esta transformación cuando deja de depender de los objetos, cuando aparece como un saber de sí, o
bien, si eso parece más inteligible, cuando se convierte en un saber de la idea, en una auto-consciencia del
espíritu. Entonces se trueca, por así decirlo, en impulso, en instinto del espíritu, en un saber subconciente del
que todos podemos hacernos al menos una imagen comparándolo con tantas y tan amplias experiencias que se
subliman en uno mismo en un sentimiento simple que llamamos tacto: todo el amplio saber que se ha
desprendido de aquellas experiencias se concentra en un saber instantáneo que decide nuestros actos en un abrir
y cerrar de ojos. Y es justamente a esa inmaterialidad a la que debe tender el saber, sacrificando sus partes
mortales y convirtiéndose en inmortal voluntad. En esa cuestión, en el hecho de que el saber no se purifique en
la voluntad, en la afirmación de sí, en la pura praxis, reside gran parte de la miseria de nuestra educación.
La educación debe ser exactamente lo contrario, debe convertirse en personas y, aun partiendo del saber, debe
tener siempre presente su esencia, es decir, que el saber nunca ha de ser una propiedad, un tener, sino el Yo
mismo. En una palabra, no es el saber el que debe constituir el centro de la educación, sino la persona que
alcanza el despliegue de sí misma; la pedagogía no ha de pretender civilizar a los hombres, sino formar personas
libres, caracteres soberanos, y la voluntad, tan duramente oprimida hasta ahora, no debe debilitarse más. ¿Si no
se atenúa el impulso del saber, por qué ha de reducirse el impulso de la voluntad? Y si se estimula aquél, con la
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se atenúa el impulso del saber, por qué ha de reducirse el impulso de la voluntad? Y si se estimula aquél, con la
misma razón debe estimularse éste.
La arbitrariedad y la indisciplina del niño tienen los mismos derechos que su afán de saber. A éste se lo alimenta
esmeradamente. ¡También debe fomentarse la fuerza natural de la voluntad, la oposición! Que el niño no
aprenda a sentirse a sí mismo, significa que no aprende lo más esencial. ¡Que no se sofoque su orgullo, su
libertad! Frente a su insolencia, ni propia libertad siempre queda a salvo. Pues si su orgullo se trueca en
terquedad, si el niño pretende doblegarme, yo, que soy tan libre como pueda serlo el niño, tampoco tengo por
qué tolerarlo. ¿Pero significa eso que deberé defenderme utilizando el fácil instrumento de la autoridad? ¡De
ningún modo! Pero le opondré la fuerza de mi libertad hasta que la terquedad del niño se rinda por sí misma. Un
hombre entero no necesita ser una autoridad. Y cuando la libertad se convierte en descaro pierde precisamente
esa fuerza que caracteriza, por ejemplo, el dulce poder de una auténtica mujer, de su maternidad, o de un
hombre firme. Se ha de ser muy débil para acudir en auxilio de la autoridad, y muy perverso para creer que el
descaro puede corregirse por convertirlo en temor. Exigir el temor y el respeto son cosas que pertenecen a la
época pasada del Rococó.
¿De qué nos lamentamos, pues, cuando nos referimos a los defectos de nuestra actual formación escolar? De que
nuestras escuelas se asienten todavía sobre el viejo principio del saber sin voluntad. El nuevo principio, por el
contrario, es el de la voluntad en tanto que purificación del saber. Por eso rechazamos todo tipo de «concordato
entre la escuela y la vida», pues la escuela misma es la vida, y la auto-revelación de la persona su tarea, tanto
dentro como fuera de ella. La educación universal de la escuela debe ser una formación para la libertad, y no para
la servidumbre. ¡Ser libres, esa es la verdadera vida! La educación práctica está muy por detrás de la formación
personal y libre, y si aquella proporciona la habilidad para abrirse paso en la vida, ésta confiere la fuerza, los
fogosos destellos de una vida que se abre a partir de sí misma; si aquella prepara para que nos encontremos en el
mundo de lo dado como en nuestra propia casa, ésta enseña a encontrarse consigo mismo como en su morada.
No somos todo cuando nos desplegamos como miembros útiles de la sociedad, pues únicamente podemos
alcanzar esta plenitud cuando somos hombres libres, personas auto-creadoras.
El hombre libre es aquel que supera lo dado e integra nuevamente todo lo que se ha extrañado de él en la unidad
de su Yo.
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