Post on 22-Jun-2015
¿Cuál es la sed del hombre?
¡Bang! Pudo ser un ruido cualquiera. El pequeño, que yace sobre el suelo retorciéndose y jalándose las
ropas de dolor, prefiere distraer su mente pensando en que se ha tratado de algún compasivo cazador de
soles, de un hombre a cuyo rifle le falta poco para escupir el tiro perfecto. En cualquier momento, solía
soñar, el cielo se vería eclipsado por una gran pantera y sobre su madre, las mujeres y los niños que
corrían a sus espaldas, el sol que llevaban a cuestas se resquebrajaría cual vasija de barro y los bañaría
a todos en el agua fría y cristalina que, para sorpresa de todos a excepción suya, había llevado en su
vientre de fuego desde el principio de los tiempos. Sobra decir que entonces nada de esto sucedió. Nada
además de los buitres, que como balas perdidas y desesperanzadas de su noble e inalcanzable fin,
siempre le indicaban la ubicación de su aldea desde lejos.
Detrás de un paupérrimo grifo oxidado, se extendía una fila de unas treinta y cinco mujeres a la espera;
era un día más bien calmado. La madre del pequeño, como éste, había transgredido todo límite de
fatiga y para su cuerpo la sensación de vértigo, por estar al borde del colapso, ya era más que normal.
La imposibilidad de contar en su aldea con una fuente medianamente limpia de agua, la convertía a
diario en una vértebra de aquella melancólica y sedienta serpiente de personas. Para ella y su hijo, la
expresión vivir un día a la vez, se padecía al pie de la letra. Lo que no logró el cansancio que le
destrozaba las rodillas ni la sarna que le carcomía, de nuevo, las plantas de los pies desde hacía ya un
par de semanas, sí lo pudo hacer la imagen de su hijo gravemente enfermo, ante la cual dejó el
aparatoso recipiente en el suelo y se apresuró a darle un trago del agua babosa y hedionda de la aldea
para que al menos tuviera qué vomitar mientras llegaba su turno y podían marcharse.
Después de haber expulsado toda el agua hasta el punto de sentir las entrañas tan arrugadas como el
cuero reseco de sus pequeñas manos, miró a su madre y trató de componerse rápidamente para no
preocuparla. Su cuerpo frágil y dolido, era como una ruina abandonada por la vida a su corta edad de
cinco años y sus ojos, brillantes del dolor, parecían ser la única morada que aún ocupaba el agua en
todo su ser. Tanto calor, tanta aridez, tanto escozor dentro del vientre, lo llevaban a prolongados delirios
en los cuales sus recuerdos se distinguían difícilmente de cualquier sueño momentáneo. No sabía si era
un niño o un cazador de soles, si de sus mejores amigos, que eran hermanos, el que había muerto la
semana pasada era el mayor o el menor, si no ambos.
Una vez de regreso, todo parecía encausarse de nuevo a la rutina en aquel precipicio sin fronteras. El
sopor de la tarde era digno de un lugar, al cual la ley y el aclamado progreso del hombre, le dan la
espalda mientras la muerte es una vieja conocida en los alrededores. Allí, junto a una pila exorbitante
de bolsas plásticas con excrementos humanos, donde niños y adultos viven con sed, hay un tubo roto
cuyo líquido color ceniza es la mezcla de los coloridos matices del Trachoma, la Shistosomiasis y el
Gusano de Guinea, fantasmas que para la gente del lugar se reconocen por los males que causan más
que por sus nombres castizos debido la falta de atención médica que los ha perpetuado en el anonimato.
Allí, a unos pocos metros, muere otro niño más pagando una pena que no es suya, una cuenta de cobro
a un plazo más corto que largo. La causa parece no cesar, la consecuencia esta vez, ha sido la cólera de
la naturaleza desatada sin distinción alguna en las entrañas de un infante; literalmente.
¡Bang! Pudo ser un ruido cualquiera. Esta vez un corcho de champaña. El hombre, que flota en la
piscina como una esponja de carne envuelta en seda, olvidó que el caviar también puede ayudar a que
vengan los calambres y que el trago no le ayuda con lo aprendido en las lecciones de buceo que tomó
en Río de janeiro. Tampoco recordó que incluso su muerte, al igual que lo que parecía una de las
comodidades más cotidianas de su vida, pudo ser algo igualmente envidiable y ¿por qué no? justo.