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Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009
Crónica III
Asuntos de las tropas: Vino y diarreas
3-1 La Cosecha de vino de 1833
En diciembre de 1833, recién comenzada la guerra carlista de los siete años, el cirujano
romancista del ejército liberal Cayetano Garviso, estuvo 37 días sin conocimiento, en
coma superficial, como consecuencia de una grave enfermedad: el tifus. Al despertar de
su letargo en una fría mañana de enero, lo primero que pidió fue un vaso de vino;
seguramente habría recordado la opinión de sus maestros, los sabios Médicos de Toga,
que consideraban al vino como la bebida más higiénica que existía.
El vino junto al agua y la leche eran las bebidas más antiguas que se conocían. En
España el cultivo de vino era anterior a Jesucristo; en el siglo XII la producción de vino
en Rioja y Navarra era ya importante; las tierras calizas, el clima tipo mediterráneo y las
lluvias suficientes, eran apropiados para garnachas y tempranillos. El vino que se bebía
era siempre del año; después de cada vendimia se tiraba el sobrante del año anterior.
Algunos aspectos de su elaboración resultan ahora chocantes. La recogida se iniciaba
cuando pájaros y furtivos empezaban a destrozar los racimos. El prensado de la uva
dependía de los saltos y pateos de caseros y vendimiadores. El mosto se fermentaba en
depósitos de piedra hundidos en el suelo y después se pasaba a tinajas de barro.
Podríamos afirmar que el vino que se consumía en las guerras carlistas era fuerte,
avinagrado, un “tintorro” recio que rascaba la garganta al tragar.
El efecto euforizante y estimulante del vino, era según la mitología griega, un regalo
del Dios Baco a la humanidad, para compensarle de las amarguras de la vida; el mismo
Dios Baco lo había extraído del interior de la tierra, junto a la vid, para ayudar a mitigar
las preocupaciones del ser humano.
El vino, en dosis apropiadas, según los sabios doctores de la época, era beneficioso para
la salud, constituía un alimento estimulante; una pequeña cantidad del mismo podía
aumentar en un 15% el vigor de la máquina humana. El preciado elemento era
importante en momentos determinados de acciones de guerra, también necesario en las
campañas con frío; los soldados llevaban siempre, una pinta de vino por individuo y
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día. En dosis mayores producía inhibiciones, confusión, trastornos de comportamiento,
en definitiva borrachera.
El gran Zumalacárregui, el genio militar más importante del siglo XIX, siempre tuvo
soldados incondicionales y disciplinados que le seguían sin pestañear y descalzos si era
menester. Durante los años de peleas, solo tuvo una protesta o pequeño motín de la
tropa. Lo cuenta en sus memorias el historiador Henningsen; la pequeña
insubordinación fue por haber fallado el suministro de vino, tres días consecutivos. En
el otro bando la protesta fue diferente: se quejaban de que los oficiales bebieran vino de
la ribera de Navarra o de la Rioja y la tropa, de “no se sabe donde”.
Durante las largas caminatas y travesías, sobretodo con elevadas temperaturas, se
recomendaba a los soldados, beber vino mezclado con agua a partes iguales, porque se
calmaba la sed mucho antes. Beber agua en gran cantidad de cualquier ribazo o acequia
les hacía candidatos a diarreas y tifus.
Nadie se planteaba entonces, que el hígado de los bebedores podía resentirse por
consumo repetido, ni que existiera peligro de que se crearan hábitos perniciosos de
dependencia; el riesgo tóxico y de adición se conoció mucho más tarde; situación que
aprovecharon en su beneficio, grandes empresas multinacionales que fabricaban bebidas
diferentes.
En el siglo XIX se consideraba al vino, en primer lugar como alimento natural de
procedencia agrícola y de elaboración humana como pudiera ser el pan, uno derivado
del trigo y el otro de la uva; inclusive llegaron a llamar al vino -pan líquido-. No era
alimento imprescindible, porque se podía vivir sin él, pero sí era importante y constituía
para los individuos, una parte estimable de la ingesta total de cada día; el pan se untaba
en vino, las frutas de comían con vino, el asado se podía hacer con vino... Además
ayudaba a la digestión de la comida, porque provocaba un aumento de la producción de
jugos gástricos.
No habían sido analizados la mayoría de sus componentes, pero no había ninguna duda
de su poder alimenticio. El tiempo les ha dado la razón; el vino tenía vitaminas diversas,
trece minerales (hierro, fósforo, calcio, magnesio etc.) agua, azúcar y un sinfín de
productos beneficiosos, más de mil, alguno todavía sin identificar.
En el Talmud se decía:-El vino está a la cabeza de todas las medicinas-, y lo mismo
acontecía en las guerras carlistas; en el siglo XIX había pocos medicamentos y los más
utilizados tenían el vino entre uno de sus componentes. Empezaremos por mencionar
los denominados antiguamente “tónicos difusibles”, que se llamaban así, porque
tomados por la boca, después de llegar al estómago se difundían por todo el cuerpo. Era
el mejor reconstituyente del momento y estaba formado por miel, membrillo, quinina y
sobretodo vino, que era el producto que le otorgaba ese poder de difusión. Se empleó
con el médico liberal Garviso para recuperarlo del tifus, con el general carlista Cabrera
para hacerle reaccionar después de su doble proceso de neumonía y depresión.
La miel, especialmente la miel de flores, era otro alimento y medicamento estrella, sola
o mezclada. Según la mitología antigua, el Dios Zeus, de niño, había sido alimentado
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en exclusiva con miel y había sido la envidia de otros dioses menores. También se
empleaba la miel como ayuda a la cicatrización de las heridas.
En tiempos de escasez, hambre y falta de medicamentos, era muy lógico que los buenos
alimentos, se mezclaran y fueran consideradas las mejores medicinas. Entre las
asociaciones más populares y energéticas, destacamos el vino quinado, la mezcla de
vino con la quinina, la medicina de las medicinas, importada por los jesuitas desde el
Perú. La quinina, activa contra la fiebre, paludismo y malaria, era de sabor amargo, por
eso se mezclaba con vino dulce elaborado a partir de la uva moscatel. Dicha asociación
constituía una bebida medicinal muy valorada, que ha llegado a nuestros días. Su mayor
utilidad era contra la inapetencia y en la convalecencia, ya que tenía la cualidad de abrir
el apetito; elixir demasiado exquisito para los sufridos combatientes, más propio de los
adolescentes de familias de postín.
No todas las asociaciones del vino eran “medicinas estimulantes o curativas”, también
las había perjudiciales y perniciosas, ese era el caso de la mezcla del vino con el opio, o
lo que es lo mismo el alcohol y el opio; podía afectar al cerebro y producir confusión,
atontamiento, aturdimiento, lo que llamaban “cabeza perturbada”. En los tiempos
actuales esa acción indeseable se ha estudiado ente el wkisky y el valium.
.Al comienzo de la guerra carlista ocurrió un caso demostrativo de lo que acabamos de
decir: el general Santos Ladrón, uno de los primeros en proclamar a don Carlos, Rey de
España, sufrió los efectos indeseables de la suma de las acciones del opio junto al vino.
Al general le administraron el potingue, para aliviarle de unas calenturas, en un
momento crucial, cuando las tropas carlistas necesitaban de su dirección y arrojo; esa
mezcla le hundió en la miseria, le dejó aletargado encima de su caballo, incapaz de dar
órdenes a sus correligionarios, y sin “chispa” para escabullirse. Perdieron la batalla en el
pueblo de Los Arcos; Santos Ladrón fue hecho prisionero y fusilado.
Otra mezcla peligrosa era la que se empleaba para mejorar la potencia sexual de los
varones. El vino asociado a polvo de escarabajo verde desecado, producía una fuerte
congestión de las zonas varoniles, unos efectos parecidos a los de la viagra; lo malo es
que si se pasaban de rosca, si tomaban más de la cuenta, se congestionaba el cuerpo
entero. Algunos hombres ilustres sucumbieron en el empeño; y es que el polvo
desecado del escarabajo, contenía un producto, la cantaridita, estimulante sexual y
general que junto al vino eran capaces de hazañas y descalabros. Fernando VII tuvo de
joven problemas de erección y fue tratado con éxito con el vino y la cantaridita, más
adelante se hizo mujeriego y se casó cuatro veces; aunque hay quien opina que el éxito
fue debido a las buenas artes de Pepita “La malagueña”, la más famosa prostituta del
lugar.
Los cirujanos del siglo XIX le dieron al vino otras aplicaciones. En primer lugar como
desinfectante de heridas gracias al alcohol, aunque su utilización venía de muy atrás. La
famosa cura samaritana de la Biblia, era una mezcla de vino y aceite, que se aplicaba
sobre las heridas para limpiarlas y todavía al llegar a los tiempos de la guerra carlista,
tenía un sitio importante en los heridos de guerra; muchos practicantes no se planteaban
otra opción. La cura samaritana competía con los aguardientes, a los que se
consideraban desinfectantes más potentes y más caros.
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Los cirujanos más cultivados y modernos empleaban la denominada -cura de Malatz-,
una mezcla de aceite, flor de romero, manzanilla y bálsamo de Perú, como
desinfectante, pero sobretodo como cicatrizante. Los médicos reales de don Carlos, eran
muy partidarios de la cura de Malatz y se la aplicaron al propio general Zumalacárregui,
con ocasión del infausto acontecimiento de su herida de arma de fuego. También el
vinagre tuvo un sitio en la limpieza de las heridas; lo usaban especialmente los
curanderos y entre ellos por Petriquillo, el más famoso de todos, tristemente famoso,
por haber intervenido con poca fortuna, en el proceso del gran general.
El vino era un arma auxiliar en algunas operaciones concretas. El hidrocele es un bulto
que se forma junto al testículo y está formado por un líquido parecido a la orina. Los
primeros cirujanos lo trataban pinchando y vaciando dicho bulto, pero
desafortunadamente en poco tiempo se volvía a formar. Eso fue así, hasta que a alguien
se le ocurrió, después del vaciado, inyectar en la cavidad residual, una cantidad de vino
equivalente, a la quinta parte de lo extraído. El resultado fue en muchos casos positivo,
no se volvía a formar nuevo líquido; la inflamación que se producía en la cavidad por el
vino, evitaba la formación de nuevo líquido.
Una función tan delicada, la de esclerosar (destruir-anular) el tejido productor del
líquido del hidrocele, no se podía encomendar a un vino cualquiera; debería ser un vino
fuerte de muchos grados y con mucha acidez. Se hicieron varias pruebas y aunque no
llegaron a ponerse de acuerdo, en Navarra, los galenos del bisturí habían decidido que el
más apropiado era, el vino tinto de Ezcaba.
Los cirujanos también otorgaron al vino, el valor de una prueba funcional médica, para
averiguar la capacidad de respuesta del organismo ante la adversidad. Servía la toma de
vino, para valorar el pronóstico de un operado o de un herido: si el vino era capaz de
generar una reacción clara y positiva de réplica, era señal de buen pronóstico; quería
decir, que por mal que estuviera el personaje, todavía podía superarse y salir delante de
la operación o de la enfermedad que tuviera. Por el contrario, si el vino ingerido no
provocaba reacción alguna, la prueba se consideraba negativa, el pronóstico más
sombrío, y las posibilidades de recuperación mínimas, había que esperar lo peor. El
cirujano Wilkinson de la legión extranjera británica, al servicio del ejército
gubernamental, hace referencia al asunto: propone tomar un vaso pequeño de vino cada
cuatro horas, y después analizar la respuesta.
Pero quizás lo más importante del vino, su faceta más valorada por los galenos, era su
poder estabilizador del aparato digestivo, en referencia a la mayor facilidad de
evacuación digestiva, mejorando el estreñimiento y así mismo previniendo las diarreas.
Años más tarde se atribuirían estos beneficios, al tanino de los hollejos de las uvas de
acción astringente, y al pequeño contenido en glicerina que facilitaba la defecación.
El poder desinfectante del vino, no solo servía para el exterior del cuerpo, también para
el interior; su contenido en alcohol le daba esa propiedad para limpiar el aparato
digestivo, especialmente para eliminar las lombrices intestinales de los soldados; unos
bichitos, gusanos, parásitos, grandes (áscaris) o pequeños (oxiuros), que se encontraban
con demasiada frecuencia en sus intestinos y que se acompañaban de picor de ano y a
veces urticaria. Se decía que los bichitos se ahogaban con el alcohol y que la ingesta de
vino los arrastraba hacia fuera. El remedio no era infalible, había quien se atiborraba de
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vino y seguía con picores y lombrices. A estos les administraban después pepitas de
calabaza, y si no era suficiente, cocimientos de hojas de nogal. El galeno liberal De
Carpio argumentaba, que debajo de los nogales nunca había lombrices de tierra.
Una última curiosidad de las aplicaciones del preciado elemento, la hemos recibido del
mundo de la construcción. El vino sobrante de la cosecha se solía tirar al llegar la nueva
vendimia. Algunos no, y en vez de tirarlo, lo utilizaban en la construcción, para hacer la
masa de unión, en lugar del agua. El brigadier Sancho, en la vida normal, obrero
cualificado en “chapuzas y edificaciones”, argumentaba al respecto: que el vino le daba
una categoría especial a ciertas zonas; ellos eran partidarios de aplicarlo en suelos de
ermitas y cementerios.
El gran competidor con el vino, en temas de salud en aquellos tiempos, era el aceite y
ello merece una explicación previa. En España, en todas las épocas se ha tenido en gran
consideración al aceite, desde que los fenicios trajeron los primeros olivos.
Principalmente nos referimos al jugo fresco de las olivas maduras y en menor grado a
los aceites de grasas animales, que han sido muy utilizados desde entonces. El aceite ha
sido un gran condimento que ha dado sabor a las comidas y también un alimento básico,
con vitaminas y grasas saludables buenas para la salud, que se no se destruían a pesar de
su manipulación. También era un buen conservante de alimentos (pescados, carnes,
quesos) que se mantenían mejor sumergidos en su interior.
El aceite lo trasportaba el ejército liberal de Mina, por consejo del cirujano Cayetano
Garviso, relacionado con la prevención del cólera morbo, que podía producir más
estragos que cualquier batalla. Cayetano conoció a un médico fancés Hubert Rodrigues
de Montpellier, con el que hizo muy buenas migas y le puso al corriente de los avances
médicos de su país.
Durante uno de sus paseos, Hubert le contó algo importante que influiría en su
quehacer: -No conozco ningún vendedor de aceite que haya padecido el cólera-, le dijo.
-En Montpellier trabajan más de 500 y es el único colectivo que no ha sufrido ni un
solo caso. Yo aconsejo a todos mis clientes que tomen tres vasos de aceite separados en
tres horas y no ha habido ningún enfermo desde entonces-.
¿Y qué tiene el aceite de particular?
-No le podría decir, pero algo seguro, no es una casualidad lo que he observado, y ya lo
he comunicado a la mi asociación médica para su difusión-.
Los galenos liberales estaban demasiado sensibilizados hacia la temible enfermedad, la
tenían encima, había focos epidémicos en Madrid en la zona de Vallecas, en el sur de
Francia y casos aislados en Pamplona; la propia mujer del general Mina la había
padecido. El asunto era muy feo y no podían olvidar su conversación con Hubert, así
que siempre cargaban con todo el aceite que podían.
Mina se quejaba: -Estamos mal de dinero y no podemos gastar tanto en aceite-, pero
luego se callaba y dejaba hacer.
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Nadie nunca supo si la “cura de aceite” disminuía la incidencia de cólera, la toma era
voluntaria, unos lo ingerían, por si acaso y a veces repetían, pesaba en su ánimo la
buena reputación del “matasanos” que lo mismo atendía una mordedura de víbora, que
el parto de una señora durante la marcha de la tropa por algún pueblo; otros no querían
saber nada del asunto. También el aceite servía para expulsar las lombrices, al menos
eso decía el brigadier Sancho, recordando a su madre, que les obligaba de pequeños a
tomarlo con ese fin.
Los que estaban en contra del aceite, se apoyaban en casos en que habiendo seguido
instrucciones habían contraído el mal; por eso solicitaban pasarse a la manzanilla o al
vino, sobretodo al vino. Algunos mandos aseguraban, que ninguno de los soldados que
bebían exclusivamente vino, enfermaba de cólera. Añadían una coletilla posterior: -
Efectivamente, es cierto que hay menos casos de cólera, pero es igualmente cierto que
hay muchas más caídas de caballo-.
Comenzamos estas consideraciones sobre el vino en la antigüedad, contando el proceso
tífico del cirujano romancista Cayetano Garviso, natural de Sumbilla y es hora de ir
cerrándolo. Garviso superaría le enfermedad gracias a tener un organismo joven y
vigoroso, su recuperación sería espectacular debida principalmente a las tomas repetidas
del “tónico difusible” con vino, quinina, miel y membrillo. Por cierto que a Cayetano le
costó entender, que garnacha y tempranillo, eran tipos de uva, siempre creyó que
garnacha era nombre de fulana y el otro de su acompañante.
Por un motivo o por otro, por deber o por placer, tenemos la impresión que en las
guerras carlistas se bebía mucho vino, es muy posible que entonces se bebiera más que
ahora. Era vino del año poco elaborado, no conocían crianzas ni reservas, nadie se
planteaba que los caldos almacenados en barricas de roble, pudieran mejorar el aroma,
el sabor y hasta el color.
El inconveniente de la cosecha de 1833 era que no conocían las posibilidades del
producto que elaboraban. Mezclaban demasiado el vino con cualquier otro elemento; lo
utilizaban de estimulante, alimento o medicina, pero no lo saboreaban, quizás por no
haber entrado en la cultura de la mejora de los caldos.
Nos queda todavía, un último grupo de bebedores. Muchos combatientes de las guerras
carlistas sabían por qué luchaban, otros no podían decir lo mismo, eran reclutados a la
fuerza; el vino era su principal consuelo.
Seguramente dedicado a ellos, en la pared de una de las bodegas de Navarra, había una
inscripción del poeta Omar Khayyam del siglo XI que rezaba:
-Bebe vino porque ignoras de donde vienes; vive feliz porque no sabes a donde irás-.
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3-2 diarreas banales
Las grandes caminatas de las tropas, la sed intensa, hacían consumir muchos líquidos,
sin orden ni control, aguas de cualquier ribazo o acequia, el resultado era la diarrea, por
eso muchos preferían beber vino.
Ya ha quedado bien aclarado que las diarreas sin filiación era la afección más frecuente
de la tropa. Empezaban con bastante brusquedad, varias deposiciones al día, con mayor
cantidad de heces y menor consistencia, duraban dos a tres días, se acompañaban de
dolores de tripas y fiebre. Como diría el general Espartero: -La diarrea leve es una
contrariedad de una magnitud insospechada, y molesta demasiado a los combatientes.
Parece no tener importancia pero deja a los afectados muy mermados-.
El médico liberal Codorniú, una referencia en estas enfermedades, insistiría en que no
se debían fiar de la aparente benignidad de las diarreas simples, porque -todos los años
nos ha producido más de una muerte-, por eso había que tratarlas todas con rigor. Y
advertía a los sanitarios:- Los términos genéricos de diarrea, gastroenteritis, disentería,
colitis, dice poco sobre la gravedad del proceso; la mayoría son banales, pero en
ocasiones se hacían más abundantes y continuadas, pudiendo dar disgustos-.
En medicina se ha acuñado el término de la “diarrea del viajero” en referencia a las
personas que se mueven de un lado a otro; que se encuentran con nuevos alimentos y
bebidas a los que no estaban acostumbrados; que realizan comidas en circunstancias
especiales, generalmente con prisas, y beben desordenadamente aguas diferentes; estas
se presentan con mayor frecuencia si el viajero pasa de un país rico a uno pobre. En
Sudamérica, a las diarreas que solían padecer los soldados españoles y colonos, se le
conoció con el nombre de las “diarreas de los soldados” y también como la “venganza
de Moctezuma”, un rey azteca que luchó contra Hernán Cortés.
En la guerra carlista pasaba lo mismo, se daban las circunstancias para que este
padecimiento torturase a los soldados, se bebía de cualquier sitio, se comían alimentos
crudos o en mal estado, el pobrerío y la falta de limpieza estaban en todos los lados. Y
todo ello a pesar de las normas y recomendaciones para que no se estropeasen los
alimentos, como: recogerlos convenientemente para que no los ensuciaran moscas e
insectos, limpieza de manos etc. No se había puesto en marcha el concepto de higiene
en general, e higiene de los alimentos en particular, pero eran los primeros pasos. Hoy
conocemos que la mayoría de estas diarreas benignas eran infecciones bacterianas
producidas por un germen que muchas veces convive con el hombre, eschericha coli.
La base del tratamiento de las diarreas era dejar en reposo el aparato digestivo, dieta
preventiva, pero sin olvidar una pequeña ingesta de líquidos para reposición. Debían los
afectados, beber con moderación, pequeñas tomas repetidas de líquidos templados. El
vino era uno de ellos, pero se utilizaba más como preventivo de diarreas que como
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reposición. El agua de sitio conocido y de buena calidad era la mejor medicina, por eso
los sanitarios la trasportaban en toneles; si se le añadía azúcar y zumo de limón la
recuperación era más rápida; también se recomendaba agua de cocer arroz o verduras e
infusiones de manzanilla y melisa; aunque en la guerra no existían las condiciones para
servir a la carta al doliente.
Acompañaba a la bebida unas gotas de láudano; “el láudano opiato” una medicación
con opio, ideal para los dolores de tripa con diarrea, mejorando enseguida la situación
de incomodidad y la frecuencia de evacuaciones.
Si la diarrea no mejoraba con el láudano, añadían medicación antiespasmódica; la más
utilizada era la infusión con belladona, que hacía más lento el tránsito intestinal,
mejorando los espasmos y dolores. La belladona era una hierba solanácea bien conocida
desde hacía tiempo; más recientemente se extraería de ella un alcaloide importante- la
atropina- muy utilizada en la medicina moderna.
3-3 El tifus
¿Cuál era la enfermedad más frecuente de la soldadesca, a parte de la diarrea simple?
Sin duda ninguna el tifus, una forma grave de diarrea que se acompañaba de calenturas
continuadas altas, estupor y confusión mental. Precisamente esta forma de afectación de
la conciencia: atontamiento, aturdimiento, sopor, delirio, obnubilación… define y
caracteriza la enfermedad; que se presenta en cualquier momento, pero de preferencia
cuando existen aglomeraciones de muchas personas que conviven con falta de higiene.
Tifus, estado tífico, significa solo estupor y fiebre alta continuada; los síntomas que
acompañan a las diarreas. Con su nombre se identifican hoy varias enfermedades
confundidas hasta finales de siglo XIX. Las más conocidas eran las fiebres tifoideas,
que en el transcurso de las narraciones de la época se han denominado también fiebres
abdominales, pútridas, gástricas e intestinales, calenturas malignas y algún otro nombre
más. Una enfermedad producida por una bacteria procedente de la contaminación de
aguas y alimentos, del género salmonera, que puede llegar a producir estragos y entre
los más conocidos el aniquilamiento, junto con el frío, del gran ejército de Francia de
Napoleón en las campañas de Rusia.
La confusión principal, en nomenclatura, la tiene con el tifus exantemático, un
síndrome tífico (diarrea, fiebre alta y sopor) de aparición brusca, acompañado de
manchas por el cuerpo (exantemas), y dolores de cabeza y articulaciones, llamada
también fiebre punticular y más vulgarmente tabardillo; enfermedad transmitida
principalmente por piojos, de las tres variedades, cabeza, cuerpo y pubis; en menor
medida por pulgas y garrapatas. Enfermedad producida por rickettsias, en zonas de frío,
pobrerío, aglomeración de gentes y falta de higiene; apodada también como la- fiebre de
las cárceles-.
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Estas enfermedades van a permanecer formando una misma entidad clínica, hasta
finales del silo XIX y además para mayor confusión se van a presentar al mismo
tiempo, en epidemias mixtas de las tropas y poblaciones. En menor medida, algunos
también las confundirán con la fiebre amarilla, una especie de gripe maligna, que se
complica con hematomas, diarreas pestilenciales, ictericia, causante de epidemias muy
graves, de procedencia de Sudamérica, la plaga americana, trasportada por el ejército
colonial; está producida por un virus que se trasmite a través de un mosquito.
Exponemos a continuación una historia verídica de un episodio de tifus de las guerras
carlistas
3-3a
El 15 de octubre de 1836 la Junta Carlista tomó la decisión de volver a cercar la ciudad
de Bilbao; la primera vez le había costado la muerte de su mejor líder Zumalacárregui,
pero había intereses para intentarlo otra vez; las mentes palaciegas del pretendiente,
pensaban que la conquista de Bilbao les iba a proporcionar importantes beneficios en
prestigio y apoyos internacionales. Un par de meses después, el cerco carlista era
asfixiante, estaba perfectamente organizado y no había forma de superarlo; los soldados
liberales permanecían hacinados, los alimentos escaseaban y el tifus empezó a
adueñarse de la situación.
En las navidades de 1836 el general Baldomero Espartero, al frente de las tropas
liberales de Vizcaya, cercado en Bilbao sus 30.000 hombres, llamó al médico Manuel
Codorniú, experto en epidemias, que se encontraba trabajando en el Hospital Santiago
Apóstol de Vitoria. Buscaba la ayuda de un científico y amigo; el motivo era
importante: su flamante ejército se estaba diezmando por culpa del tifus, cientos de
bajas por unas diarreas con alta mortalidad, uno de cada tres afectados fallecía ante la
impotencia de los médicos. Era una llamada desesperada de un general, que pedía
auxilio a la ciencia
Manuel Codorniú no dudó en acudir a su encuentro, a pesar de las dificultades
consiguió eludir el cerco y presentarse en el cuartel general de Espartero, para organizar
y minimizar los efectos de la epidemia. Nada más verlo Espartero muy preocupado le
dijo:-Estamos en presencia de unas fiebres descontroladas, las fiebres de Bilbao, que
son mucho peores que las balas carlistas-.
Codorniú intentó tranquilizarlo y poner orden en el proceso: - Uno de los compañeros
más fieles que han tenido las tropas de todo el mundo, han sido las diarreas en general y
el tifus en particular, en cada localidad le han puesto al episodio el nombre del lugar. A
las de aquí las llamáis fiebres de Bilbao, pero yo ya había oído hablar de ellas como las
“fiebres de Hungría”, en recuerdo del padecimiento de los combatientes austriacos en
1566 y en la retirada de Napoleón de Rusia la llamaron fiebres gástricas-, le dijo al
general.
-¿Y ahora, qué podemos hacer para evitar este desastre? Mi ejército se está
desmoronando a pasos agigantados, comentaba preocupado Espartero.
Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009
-Lo primero es evitar que se contagien más, pero mientras no se levante el cerco, no
conseguiremos dominar el brote-.
-Levantar el cerco, eso quisiera yo-, afirmaba pesimista Espartero. Solo Dios sabe
cuando será posible, los rebeldes nos tienen totalmente controlados y no nos dejan
movernos-.
El galeno se puso a dar órdenes: -Poner a los enfermos en zonas espaciosas bien
ventiladas… Que sean atendidos por personas que hayan padecido la enfermedad y por
los mayores de 35 años… Cal viva debajo de cada cama para la limpieza de suelos…
Hay que hacerse con abundante ropa de cama, Las camas y ropas de los que mueren hay
que purificarlas, mejor hervirlas… Hay que dejar de beber aguas estancadas o de pozos
de dudosa salubridad, hay que traer aguas de sitios limpios…No se pueden tomar
alimentos crudos, ni huevos ni carnes… Los soldados deben tener lugares
acondicionados para echar sus excrementos… Poco a poco con las medidas llevadas con
rigurosidad, los casos nuevos empezaron a remitir…
En la Nochebuena del 36, cuando peor estaban las cosas, el general encontrándose
enfermo en cama, con calenturas, como gran parte de su tropa y también con diarreas,
molestias urinarias, le decían cistitis y también dolores lumbares, fue informado de la
debilitación de un flanco carlista, cerca del puente de Luchana; creyó el general liberal
que era el momento de hacer desaparecer el asedio. Se levantó de la cama y se puso al
frente, arengando a sus hombres con energía. Al final de la batalla, comentaría que se
sentía mejor, que la excitabilidad de la pelea y el fragor de la batalla le habían ayudado
a recuperase de sus males: -No hay como la guerra hacer para olvidad tus propias
calamidades-, serían sus palabras.
Consiguieron el propósito de superar el asedio y enseguida empezaron a superar la
epidemia de tifus. Codorniú tenía razón, con la liberación mejoraría la situación
sanitaria de su ejército.
-Baldomero Espartero.
Por esa victoria a Espartero le concedieron el título de Conde de Luchana y su
popularidad empezó a dispararse. Siempre reconocería la importancia que había tenido
Manuel Codorniú en la superación del cerco
Terminada la guerra carlista Baldomero Espartero ocuparía los puestos más relevantes
de la nación, Presidente del Consejo de Ministros, Regente y Manuel Codorniú sería un
profesional prestigiado que conseguiría llevar a buen puerto muchos de sus objetivos,
ente ellos organizar y fundar la Sanidad Militar. Su labor sería reconocida también en
otros países, entrando a formar parte de las principales Academias Médicas Europeas.
Una vez mencionado a Baldomero Espartero, aprovecharemos para dar unas pinceladas
sobre la extraordinaria salud del laureado general, que moriría a los 85 años en su
residencia de Logroño de un problema de los viejos, un proceso cerebral, de hemorragia
o trombosis.
Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009
Su longevidad parece inapropiada a la vida que llevó. Participó en la guerra de la
Independencia y después en la guerra colonial en Sudamérica donde fue herido. Su fama
la fue adquiriendo a pulso, pero donde mejor la cimentó fue durante la guerra carlista,
considerado el vencedor. Herido en nueve ocasiones, siempre en vanguardia de sus
ejércitos, en primera fila con sus soldados, no escatimó esfuerzos y uno de ellos fue el
ponerse al frente de sus tropas, enfermo, pero sabía que sino era capaz de terminar con
el cerco, el tifus habría terminado con su ejército.
3-3b A vueltas con el tifus, fiebre tifoidea
Ya mencionamos que uno de los primeros afectados de fiebres graves en la contienda
contra los carlistas fue el propio cirujano liberal Garviso, que estaba trabajando en el
hospital de sangre de Elizondo. De un día para otro se puso muy enfermo y temieron
por su vida. Le diagnosticaron el tifus.
Garviso contaría más adelante sus impresiones: -Empecé con un malestar repentino,
abatimiento, tristeza general, dolor de riñones; no sabía lo que me pasaba pero no me
encontraba bien. Me metí en la cama, pensando que al día siguiente mejoraría, pero no
fue así, amanecí con fuertes dolores de cabeza, escalofríos intensos y casi de seguido
calentura alta que no me abandonaría en muchos días y diarreas profusas y malolientes.
En la cama, sin poder sujetarme de pie, atontado, aturdido, confundido debía ser la
imagen típica del enfermo con tifus, cada día que pasaba mi estupor iba a más; así
estuve 37 días.
Tiphus es palabra procedente del griego que significa fiebre y confusión, que era lo que
me acontecía, aunque debo confesar que mi constante sonambulismo tenía un punto
agradable; después de ese largo período, la enfermedad aflojó, primero comencé a tener
conciencia de mi mismo, aunque nada veía ni oía y detrás volvió la curación de forma
progresiva; apareció hambre canina, deseo de beber vino y solo quedó de secuela una
sordera parcial del oído izquierdo-.
Las fiebres tifoideas, el tifus, era una enfermedad grave temible y muchas veces mortal
(uno de cada tres); el estupor y la disminución de las facultades intelectuales, la
delataban junto a la calentura, diarrea y manchas por el cuerpo. Era el tifus castrense, el
de la tropa, más grave que el de la población civil.
A Garviso le aplicaron todos los remedios conocidos: desde las consabidas sanguijuelas
para expulsar el humor pecante, que por cierto escaseaban en el botiquín, teniendo que
acudir a las sangrías con lanceta; enemas de agua y vinagre para limpiarle los intestinos,
extracto de quina para bajarle la fiebre, tónicos difusibles para mejorar el tono vital,
emplastos de estoraque, energéticos (vino suave 4 cucharadas 4 veces al día),
cocimiento antiséptico, agua y zumos. Cuando la enfermedad empezó a hacer crisis, le
alimentaron con pan, arroz, suero, leche, caldos tenues y fruta cocida.
Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009
Afortunadamente todo se resolvió bien, a pesar de que pasaron sus apuros, porque
aparecieron diarreas descontroladas con incontinencia, que se consideraban de mal
pronóstico. Una vez curado vino muy bien contar con él, porque podía atender a los
enfermos sin riesgo de recaída y pudo completamente restablecido acudir a la cita de
Cambó con el Capitán General Espoz y Mina.
¿Cuál era el origen de le enfermedad?
Todavía había personas que creían que era castigo de los dioses, males del espíritu,
debidas a condiciones telúricas o siderales o golpes del destino, aunque poco a poco
iban cuajando las ideas del contagio. Se especulaba con la posibilidad de la introducción
de miasmas en los cuerpos animados, sobre los que ejercerían una acción deletérea.
Algunos estaban en la creencia que las miasmas estaban en pequeñas partículas en el
hedor y por eso quemaban incienso, ámbar o ponían romero. También consideraban
culpables a las exhalaciones provenientes de grandes reuniones de hombres sanos o
enfermos y el contacto con animales muertos y corrompidos.
Un personaje fundamental de la época será el galeno Manuel Codorniú Ferreras, desde
el Hospital Santiago de Vitoria dirigirá la lucha contra la enfermedad. Tenía opiniones
avanzadas con respecto a su origen y ya había adelantado, sin llegar a demostrar, que las
aguas estancadas y sucias estaban en el centro de la contaminación
Era una autoridad nacional e internacional en contacto directo con los centros europeos
más avanzados. En su hospital dedicó varias salas al tratamiento del tifus y llegó a tener
100 enfermos que controlaba personalmente; enviaba encuestas y normas a todos los
hospitales de su jurisdicción; recibía visitas de médicos que querían especializarse; los
últimos asistentes, pertenecían al hospital Hotel Dieu de Paris.
Manuel Codorniú era catalán, estudió medicina en Barcelona, licenciatura y doctorado.
Después trabajó en Méjico donde tomó experiencia en enfermedades tropicales,
empezando a trabajar el entonces novedoso tema del contagio de las enfermedades. Ya
en España, estudió una epidemia de fiebre amarilla de los ejércitos españoles de
Andalucía y tuvo la intuición de considerar el traslado de la tropa de terrenos cálidos al
nivel del mar a zona montañosa; no llegó a averiguar que había un mosquito culpable de
contagio, productor de la fiebre con ictericia y diarrea, denominada también vómito
negro y fiebre amarilla, pero minimizó y abortó la epidemia con el simple traslado.
Profesional estudioso e inquieto hizo importantes aportaciones en el contagio del tifus,
intuyó que el contagio era fundamentalmente oral, debido a alimentos corrompidos. Su
labor como Inspector de hospitales en las guerras carlistas fue reconocida y apoyada,
amigo del general Espartero, colaboró con él en muchas fases de la vida.
Garviso y De Carpio, decidieron aprovechar la coyuntura de la presencia cercana de
Codorniú para asistir a su hospital y empaparse de su ciencia, habida cuenta que tenía
más enfermos con problemas que heridos de guerra. Codorniú tenía divididos los
soldados con diarrea en grupos diferentes según la gravedad.
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El primer día les enseñó las diarreas benignas, que también las llamaban enterocolitis y
disenterías castrenses, en esas salas estaban los que solo tenían expulsiones de
mucosidades con retorcijones. Las trataban a base de dieta con agua de arroz y láudano.
-La disentería castrense, produjo el año pasado 74 muertes entre la tropa; la llaman
diarrea simple, pero si no se tiene cuidado produce muchas complicaciones y además
hay tantos afectados que alguno se descuida y lo pasa mal, advertía Codorniú-.
--La verdad, que entre marchas y comidas a destiempo, los soldados van cagándose por
encima de las patas del caballo-, le dijo de Carpio intentando ser simpático.
-Lo que me parece más importante, es que se haga bien y pronto el diagnóstico de las
disenterías, en graves y leves y que no se fíe en principio de ninguna. Le añadiré otra
cosa: -Va a perder más soldados por enfermedades, que por las balas-, así que tómese el
tema con dedicación-, le aconsejaba Codorniú.
Las salas de tifus eran las siguientes en gravedad, en ellas se fijaron menos, porque con
la propia experiencia tenían suficientes conocimientos. Se veía limpieza en las salas y
nada de hacinamiento. Había otra sala especial para el cólera y casos más graves, que
comentaremos enseguida.
Aprovecharon los pocos ratos tranquilos de Codorniú para preguntarle su opinión sobre
las calenturas como concepto general.
Este con la amabilidad y tranquilidad que le caracterizaba, les contestaba: -No se
consideraban como una enfermedad propiamente dicha, sino como manifestación de
otras muchas enfermedades diferentes-.
También les comentó el papel de las sangraciones con lanceta y las sanguijuelas: -Son
necesarias para la mayoría de las calenturas; es la única manera de expulsar el humor
interno envenenado o pecante. El momento bueno para aplicarlas es al comienzo de la
enfermedad. Hoy se discute su valor, por llevar funcionando así demasiados años, desde
Hipócrates el padre de la medicina griega, pero mientras no se inventara algo mejor
segurán siendo insustituibles. El gran progreso para las calenturas había sido las plantas
de quina, que complementaba la acción de las sangrías-.
3-4 El cólera, una amenaza
El denominado cólera morbo era una de las afecciones más temidas por la población, un
mal que había asolado países en distintas épocas, produciendo una mortalidad muy alta
de las poblaciones donde aparecía. Los médicos también le tenían miedo, ya que no
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estaban protegidos y que muchas veces se veían contagiados. Por eso era frecuente, que
cuando la epidemia se presentaba, algunos médicos abandonaban despavoridos la zona
afectada
La enfermedad tenía en el momento de las guerras carlistas una incidencia importante
en Europa con brotes en España, especialmente en Vallecas en Madrid y cerca de la
frontera con Francia en Marsella. En la zona de guerra se presentaron casos aislados,
tanto en las ciudades Vitoria y Pamplona y a las orillas del Ebro; en Bilbao hubo 850
casos durante el conflicto y en el pueblo de Requena padecieron la enfermedad uno de
cada siete habitantes. En el ejército liberal sufrieron la enfermedad, personajes
importantes, el propio Inspector Extraordinario de los Ejércitos del Norte Seoane y la
mujer del general Mina, y ambos la superaron la enfermedad, cosa no habitual.
Las diferencias entre el cólera y el tifus eran claras, el tifus aparecía siempre que había
aglomeraciones, y era grave, el cólera aparecía por rachas y era mucho peor. Para
Codorniú, la diferencia entre el cólera y el tifus estaba en que en el cólera las diarreas
eran mucho más intensas, deshidrataban enseguida a los afectados, eran de contenido
como de agua de arroz y echaban litros y litros a gran velocidad. En el tifus lo que
dominaba era el estupor o desorientación o disminución de la lucidez, estando las
diarreas en un segundo plano. En la fase de descompensación también había diferencias
y era más corriente la presencia de hemorragias digestivas en el tifus.
Los galenos Cayetano y de Carpio tenían pavor al cólera, consideraban que más que una
diarrea dolorosa era como una vida que se escapaba por el culo a marchas aceleradas,
como si el ano se convirtiera en un surtidor, expulsando diarreas de aspecto como agua
de arroz.
Los hospitales con coléricos eran peor que el infierno, ese sí que era un olor pestilente
de verdad. Era tal el miedo a la enfermedad, que muchas veces exageraban en los
diagnósticos y le ponían el apellido de cólera, a cualquier diarrea que debutase con
fuerza; después si el proceso no seguía con la intensidad esperada o mejoraba
rápidamente, le cambiaban el nombre de cólera a colerina.
La colerina podría se el comienzo de la enfermedad, que daría lugar al paso a la gran
enfermedad. Las características de la colerina eran: el dolor de cabeza, la sudoración
profusa, náuseas y abatimiento a la que acompañan una diarrea serosa. Pasado un
tiempo, a veces horas, en otras ocasiones días, se presentaba la famosa reacción
violenta, la de la gran diarrea y deshidratación, la de la muerte y desolación.
Según la evolución, recibía nombres diferentes: colerina si se quedaba en ello sin
empeorar; cólera morbo o verdadero si comenzaban las diarreas violentas
descontroladas entre 24-72 horas; y “cólera vehemente” o asfixia colérica si todo
aparecía casi repentinamente, en menos de 6 horas, llevando el sello de muerte desde el
primer momento.
En el cólera morbo o verdadero, la enfermedad debutaba bruscamente, a las primeras
horas de la mañana o al anochecer y en tres o cuatro días, podía deshacer al organismo
viviente, colocándolo en una situación dramática: Fuerzas vitales apagadas, sofocación
del pulso, calambres por las piernas, desfallecimiento y una apariencia externa de haber
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abandonado la vida, con cara descompuesta, frialdad y color azulado en labios, dedos y
si no había una rápida reacción fallecían enseguida.
En opinión de un comité de expertos presidido por el catedrático del Colegio de
Medicina de Pamplona, Jaime Salvá, todo este cuadro era debido, a una afección
catarral y constipación de los intestinos, seguida de un debilitamiento general de la
inervación de los mismos.
No se conocían los mecanismos de contagio de tan temible enfermedad y muchos
seguían creyendo en el castigo de los Dioses. Había también hipótesis de contagio.
Seguramente se producía a través de la atmósfera, existirían unos miasmas o partículas
infectantes, que atacarían a los más débiles: pobres, enfermos, prostitutas, pero luego
podía hasta con los más fuertes.
En la epidemia de cólera de Vallecas se corrió el rumor que los curas habían
envenenado el agua del río Manzanares y la chusma anticlerical se dedicó a asesinar a
frailes de manera indiscriminada y a quemar conventos. Otro mecanismo de contagio
era el de cuerpo a cuerpo, de enfermo con cólera a sano; este se consideraba posible,
pero menos importante y se dudaba del valor de los cordones de aislamiento que se
aplicaban cerca de los enfermos
Había en el ejército liberal un protocolo, con las normas del médico de la Reina
Gobernadora, Pedro Castelló Ginesta, para tratar a los coléricos; este tratamiento
procedía de Francia, donde un grupo de galenos, enviados por el propio Castelló, había
estudiado conjuntamente con los franceses la enfermedad:
En primer lugar había que ocuparse de calentar el cuerpo frío del enfermo. Se empleaba
en ese menester el baño caliente de agua jabonosa y secado con bayeta caliente; la
hipotermia era una característica fija del cólera y era la medida principal, para lo que
también tenía utilidad, las friegas o frotaciones en el vientre de una mezcla de aceite y
aguardiente. Para el interior se empleaban varias medicaciones: los denominados
estimulantes difusibles a base de láudano líquido y esencia de menta en cucharadas
repetidas cada poco tiempo (alcoholate-de-mentha), también bebidas para reponer
líquidos a base de infusiones de manzanilla, agua templada y agua de linaza (medio
pozuelo cada dos horas).
Otras medicaciones acompañantes era la sangría a practicar en los primeros momentos
de la enfermedad antes de la debilitación del organismo, ya que más tarde apenas salía
sangre. Se recomendaba medicación revulsiva con tira de cantáridas (polvo desecado de
escarabajo verde) a lo largo del espinazo, que provocaba la aparición de vesículas en la
piel, que en opinión de expertos contenían el humor corrompido de la enfermedad. De
más dudosa eficacia (hoy sabemos que ninguna) eran el óxido de bismuto, los polvos de
calomelano, y enemas de aceite de almendras.
Protocolo que se cumplía a medias, la mayoría de los físicos trabajaba según arte. Para
elevar la temperatura del cuerpo, Iriate, un médico de Pamplona, empleaba frotaciones
con aguardiente caliente mezclado con jabón y luego rodeaba los cuerpos con mantas
calientes, dejando solo sitio para respirar; si respondía bien después añadía dotas de
aguardiente en la ingesta de tisanas.
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Como ya se ha adelantado, Codorniú tenía una sala especial en el Hospital de Vitoria
aislada, para tratar los casos de cólera que se presentasen durante la campaña y evitar
brotes epidémicos, sala que denominaban de las diarreas pestilenciales, es decir
aquellas de olor pestilente, que echaba para atrás. La mortalidad total de todos los casos
graves fue considerada por encima del 50%
En esta sala se trataban enfermos mucho más graves que los del tifus, con mayor
número de deposiciones, hasta el extremo que algunos les hacían un agujero en el
jergón para que la expulsión continua y maloliente cayese a unos recipientes con cal
viva. Era un equivalente a una sala de cuidados intensivos para diarreas. Allí estaban los
enfermos de cólera y también los de otros procesos parecidos que comentaremos más
adelante.
En esta sala se quemaba de continuo incienso, gomarresina aromática procedente de
incisiones de varios árboles, en la creencia que purificaba el olor pestilencial cargado de
miasmas y protegía de nuevas infecciones.
El médico liberal Codorniú, era una autoridad en la materia, tanto en ámbitos locales
como internacionales; tenía tendencia a considerar a todos los pacientes de diarreas,
como si se tratase de una misma enfermedad con grados diferentes de gravedad. Así con
frecuencia le oyeron hablar de cinco grupos de diarreas. Los dos primeros se han
comentado suficientemente, las enterocolitis banales, los típicos dolores de tripas y el
tifus propiamente dicho, también denominado fiebres tifoideas, en donde predominaba
el estupor.
Apéndice. Las diarreas pestilenciales
Se llamaban así, por el olor insoportable, eran siempre procesos muy graves. Las salas
donde se ubicaban se aplicaba el incienso, para mejorar el olor, y en la creencia que el
propio hedor ayudaba a trasmitir la enfermedad. En este grupo estaban por derecho
propio las ya mencionadas del cólera, pero había para Codorniú otros procesos que
merecían estar en el grupo, sobretodo porque le daba uniformidad al tratamiento y
cuidado de los pacientes. Incluía a dos procesos calamitosos, que poco tenían que ver
entre si: las fiebres de las Antillas o tifus exantemático (fiebres amarillas), y a las fiebres
bubónicas de Oriente (la peste negra). Dominaba más la alta fiebre, el mal estado
general. En estos casos el olor pestilencial, nauseabundo era más por la descomposición
del cuerpo humano, que por las propias diarreas tóxicas.
Era una clasificación un tanto errónea, estas últimas son enfermedades mal ubicadas que
no tienen nada en común salvo el pronóstico; el origen de las mismas está fuera del
aparato digestivo (ratas, pulgas, moscas y mosquitos).
Sin embargo esta clasificación tenía sus ventajas. El mérito de esta graduación de las
diarreas en grupos de mayor a menor gravedad, era cómoda y positiva a la hora de
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aplicar tratamientos progresivos; más intensos para los que estaban peor y más suaves
para los que tenían menos problemas.
Codorniú insistía en las medidas de protección de los sanos, en los cuidados de la
alimentación, nada de comer tocinos o carnes podridos o en mal estado, ni beber aguas
de zonas estancadas. -Los tratamientos que empleamos-, decía, - serán más eficaces
cuando hayamos averiguado la esencia íntima del contagio. Llegará un día que
olvidaremos las sanguijuelas y las sangraciones-. Era una opinión muy valorada y
minoritaria, en un entorno en que todavía había mucha gente que creía que eran males
del destino o castigo de los dioses.
En las tropas había muchos más problemas, como la sífilis o la sarna, muy frecuentes,
pero serán objeto de otras crónicas posteriores.
3-5 Enfermedades de rechazo social
Las enfermedades mentales. En esos tiempos se tenía la idea que las enfermedades
mentales, eran castigo de los Dioses por pecadores. Unas se comportaban de forma
agresiva y otras de forma abúlica, Los pacientes estaban marginados y encerrados en
cárceles y mazmorras, sobretodo las formas agresivas. La medicina tradicional no se
había asomado al mundo de la locura y no le prestaba la más mínima atención.
Los frailes religiosos tenían mucho que ver en su tratamiento, unas veces de forma
indirecta a través de los rezos (estaban más cerca de Dios y podían interceder) y otra de
forma más directa con sus remedios, conjuros, o colaborando con brujos y curanderos
mentirosos. Todavía se hablaba y actuaba contra la piedra de la locura, que se
encontraba en el cerebro y que había que extraer para liberar al paciente de su mal, o los
rituales del fuego de San Antón para evitar gangrenas.
Se creía que la locura se producía por unas excrecencias a nivel del cerebro, como si
fueran unas piedras que había que extirpar. Los más avispados se ofrecían a hacer la
operación en comandita con los rezos y a veces la connivencia de los frailes. La realidad
era una estafa, lo más habitual era abrir con un escalpelo la piel de la cabeza, y sin llegar
al hueso del cráneo, inventar que se sacaba la piedra, que llevaba el “mentiroso” en su
bolsillo.
La lepra. No ha habido hasta ahora ocasión y hay que dejar constancia de ella en el
tiempo de la guerra carlista. Una enfermedad crónica sin curación, deformante,
mutilante, “enfermedad de las escamas” Producían en la sociedad rechazo y
persecución. Eran hombres-muertos. Se les recluía en lazaretos, leproserías. Se creía
que se producía por ofensas a la divinidad.
Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009
Las únicas cosas positivas de la enfermedad eran que su incidencia no era excesiva y
que hacia 1840 se empezó a utilizar la única medicación que servía para algo: el aceite
de Chaulmoogra. También por esas fechas nacería Hansen, el científico que llegaría a
descubrir el bacilo productor de la enfermedad.
3-6 La Rabia
Una enfermedad que no se debe ignorar del siglo XIX era la rabia. La palabra venía del
sánscrito, (rabhas significaba agredir), también llamada, la rabia canina y callejera,
bastante corriente en Europa, mortal de necesidad, producida por mordedura de perro
rabioso y también de murciélago. Desde Aristóteles se sabía que estaba trasmitida por la
saliva del perro, a través de pequeñas erosiones de la piel, ya en 1800, se había
conseguido reproducir la enfermedad inoculando saliva de perro. No hacía falta ser
mordido por el animal, bastaba con que hubieran entrado en contacto.
El animal rabioso moría pronto y la persona mordida tardaba unos meses. Por esa razón
y sabiendo que no existía remedio, muchos se suicidaban otros eran sentenciados y
siempre aislados en cárceles o lugares inmunes en espera de la muerte. Los griegos
había intentado su curación, cauterizando la zona de mordedura y encomendándose a la
Diosa Artemisa, también se intentó curar a base de baños en el mar, limpiando la herida
de la mordedura de perro, antes de que se presentaran los síntomas cerebrales, pero
desde entonces no había ningún remedio. El mordido por un perro rabioso estaba
sentenciado a muerte.
La rabia era una infección del cerebro producida por un virus, en aquellos tiempos no
tenía solución, los afectados morían inexorablemente entre convulsiones, espasmos
violentos, temblores, dificultades respiratorias, una forma muy dramática de muerte,
algo parecido al tétanos. Hemos encontrado alguna descripción de la enfermedad en
directo. –Dificultad para tomar líquidos,”fobia hídrica”, balanceándose entre la sed
intensa y el horror y rechazo del agua. Acompañado de calvario de convulsiones---
A finales del siglo XIX Pasteur descubrirá la vacuna a los perros y el suero antirrábico
para los afectados. A pesar de esos avances tan precoces, la Enfermedad no está
erradicada en la actualidad, se calcula que un 8% de los murciélagos son portadores del
virus de la rabia y la pueden trasmitir.
Una anécdota curiosa: La denuncia del cirujano de Biescas
Presentamos un caso que hemos leído, demostrativo de las angustias de la gente, antes
de incorporarse a la tropa.
Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009
Antonio Franco era un muchacho de 20 años, que vivía en casa de sus padres y que
ayudaba a las faenas de la casa, campo y ganadería, en un pueblo del norte de Huesca.
Un día acudió a la consulta del cirujano de Biescas, Pedro García, con una herida en el
dedo índice de la mano derecha, el primero después del pulgar, con el dedo colgando,
solo sujeto por un trozo de piel. El citado cirujano, se las vio y deseó, para poder
recomponer el dedo, que además sangraba profusamente. De su buen hacer quedó
constancia, pues poco tiempo después el dedo estaba en su sitio y la función y
movimientos del mismo eran suficientes.
El agradecimiento del muchacho y de sus padres hacia el cirujano que había
recompuesto la mano, era enorme y no sabían que hacer para demostrarlo.
En esas estaban, cuando un día apareció en la casa del muchacho, la autoridad
competente, para interrogarlo y detenerlo. El cirujano había denunciado que la herida se
había producido de forma voluntaria, para no cumplir con sus obligaciones con la patria
y la guerra.
Como en cualquier época de la vida, había muchos jóvenes que intentaban liberarse de
la guerra, porque no les decía nada ni los blancos ni los negros, que así se llamaban en
lenguaje coloquial, carlistas y liberales; cualquier estratagema era válida, para intentar
eludirla, máxime si había negocios familiares que atender.
Lo curioso de este caso, es que la suposición del cirujano era errónea y la herida del
chico había sido producida de forma accidental con un apero de labranza.
Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009
Casas F. 1832 Memoria sobre el cólera morbo padecido en Filipinas. Romo, Madrid
Codorniú Ferreras M. 1838 El Tifus castrense. Madrid
Codorniú Ferreras M 1845 Observaciones sobre las enfermedades más frecuentes
del ejército español. Madrid
Ferrán J, Viñas F, Grau R. 1907 La peste bubónica. Sucesor de F. Sanchez. Barcelona
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Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009