cuentos8°2015

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EL PADREEL PRECEPTOR BIZCOLA DESGRACIA

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LA DESGRACIA

Jos Casas era un nio muy delgado, jiboso y corto de vista. Sus pmulos sobresalan como dos aletas en su cara y sus manos eran de nudos pronunciados y brillantes. Tena un color cetrino, amarillento, algo enfermizo, para ciertas personas repugnante, y una voz pastosa, que pocas veces se dejaba or. Era uno de los ltimos alumnos de la clase, a pesar de su muy buena conducta. Siempre sus cuadernos estaban manchados, doblados en las esquinas, llenos de faltas de ortografa e innumerables borrones.Jos Casas tenia la costumbre de indicar en clase y de salir en seguida con un enredo que no entenda ni l mismo. Se confundan sus ideas, una niebla espesa le oscureca la mente y su nerviosa tartamudez terminaba por llevarlo todo al diablo. Jos Casas pestaeaba frente a los estallidos de impaciencia de sus profesores y se volva a sentar en el banco, ms jiboso que nunca, oyendo un conjunto de risas sofocadas.La vida de Jos Casas en el colegio era relativamente extraa. Despertaba, casi siempre, antes que sus compaeros y ya estaba listo cuando se daban las seales de comenzar a vestirse. Segn algunos, haca esto para que no lo vieran en las duchas, con su cuerpo demasiado dbil. Comulgaba casi todos los das, como los dems, pero su confesor no era ninguno de los escogidos por la mayora del alumnado. Al contrario, era un padre muy viejo y un poquito sordo, que pareca dormitar en su confesionario, all en el rincn de la iglesia, ya que reciba muy escasos visitantes; Jos Casas y dos o tres ancianas, arrugadas hasta los mismos huesos, constituan su reducida clientela. Despus, Jos Casas tomaba desayuno, como todo el mundo, pero participando muy poco en el bullicio general. Se inclinaba sobre su caf, sorbiendo ruidosamente y mirando hacia todos lados desde el fondo de sus anteojos, desde sus ojos dbiles y como sin color. A veces hablaba y se rea l mismo de lo que haba dicho, sin que su risa encontrara eco. Despus venan las clases, con sus dolorosas intervenciones, el almuerzo, las clases de la tarde, en las cuales l languideca, y las horas de estudio y recreo anteriores a la comida. Estas eran las ms duras, ya que en ellas el ocio se ahincaba en los alumnos, los cuales, entre otros medios de hacerlo llevadero, haban descubierto el empleo de la crueldad con Jos Casas. La gama de los suplicios iba de la simple burla a los insultos, golpes y empujones. Esa era la hora de recurrir al escondite. El escondite quedaba debajo de una escala. Desde ah podan orse, casi constantemente, los pasos de los reverendos padres subiendo con mucha parsimonia, a veces corriendo en la punta de los pies, con la sotana arremangada. Entonces, crujan los peldaos y llegaba al escondite un rumor de vestiduras monacales. Debajo de la escala tenia una silla de slo tres patas, llena de polvo, donde poder sentarse, y varios retratos semidestruidos de santos jesuitas. Estos, aunque carcomidos por el tiempo, no dejaban de mirarlo, fijando en l sus caras exaltadas y descoloridas.Por ese tiempo, al conjunto de las penurias padecidas por Jos Casas vino a agregarse una nueva, la cual hizo recrudecer las burlas de sus compaeros. Fu una debilidad crnica al estmago, contra la cual el hermano enfermero, adicto slo al salofeno y al yodo, no encontraba remedio adecuado. Jos tuvo que ocupar, a partir de entonces, buena parte de su tiempo en las "casitas".Un da tocaba concurso de matemticas. Se decida la nota del bimestre y el premio. Ambas cosas preocupaban a Jos, que soaba con alguna distincin que provocara el respeto de sus compaeros.Era invierno y hacia bastante fro. A pesar de ser las diez de la maana, la helada no se derreta en las baldosas del patio. Dentro de la clase estaba tibio, la atmsfera era densa, gracias a que las puertas y ventanas fueron cerradas hermticamente. Se oa el ruido montono de las lapiceras rasgando el papel. Un hacinamiento de multiplicaciones y divisiones, ordenadas segn su dificultad, llenaba la pizarra. Los alumnos miraban las hojas, mordiendo nerviosamente la punta de las lapiceras, o levantaban la vista hacia el pizarrn para copiar las operaciones con toda rapidez. El padre Gutirrez tena las amarillas manos cruzadas sobre el escritorio. Lea atentamente un libro y de cuando en cuando diriga su mirada severa a los alumnos. Todos teman demasiado su voz imperativa y ronca y su aspecto grave como para pretender copiar la prueba.

Jos Casas estaba con los dedos helados; apenas poda escribir. No tuvo tropiezos, sin embargo, en hacer la primera y la segunda operacin. Se dispona a iniciar la tercera cuando se presentaron los sntomas de su debilidad. Quiso prescindir de ello pero le fu imposible. Comenz a ponerse cada vez ms nervioso y los nervios le impidieron solucionar su multiplicacin. Entonces, Jos trag saliva e indic con el dedo. El padre Gutirrez haba advertido, al comenzar la clase, que no admitira consultas de ninguna especie transcurridos los primeros cinco minutos. Por lo tanto, cuando vi que Jos Casas indicaba, movi la cabeza negativamente. Jos Casas se mordi los dedos. Intent concentrarse de nuevo en su problema. Era intil. Mir por la ventana hacia fuera, reuni todas sus fuerzas y volvi a indicar. El padre Gutirrez, sin mover la cabeza, que permaneca inclinada sobre el libro, lo mir fijamente:Qu quiere? dijo. Jos Casas se acerc y le habl en voz baja. Si quiere seguir el concurso dijo el padre Gutirrez se queda aqu. Si sale, antes tendr que devolverme su hoja. Jos volvi a su puesto. Necesitaba hacer por lo menos unas seis operaciones ms. Mir a sus compaeros, que estaban inclinados sobre las hojas, escribiendo apresuradamente, y tom su lapicera. La tercera operacin, en la cual se haba detenido, pudo resolverla. Entonces, levant la vista y comenz a copiar la cuarta. Era considerablemente ms difcil que las anteriores. Mientras el padre Gutirrez miraba, severamente inmvil, y sus compaeros rasgaban el papel con las lapiceras, o miraban al techo, o copiaban las multiplicaciones y divisiones de la pizarra, l trataba de hacer la cuarta operacin y senta los sntomas de su enfermedad agudizarse a cada momento. Los nervios volvieron a impedirle solucionar su problema, se le nubl la vista, comenz a morder la punta de su lapicera, y sucedi una gran desgracia, cuyo conocimiento hubiera desencadenado las ms crueles burlas de sus compaeros. Jos Casas entreg rpidamente su hoja y sali al patio. Nadie advirti nada. Cruz el patio helado, donde no se divisaba un alma, y se encerr en una de las "casitas". Como lo principal era impedir que nadie supiera su desgracia, se sac los calzoncillos inmundos, marcados con sus iniciales en rojo, y haciendo un atado muy chico, lo empuj con la mano dentro del excusado. En seguida, tir la cadena tres o cuatro veces, sali de la "casita" y se lav las manos en un agua helada y con un penetrante olor a cloro. Se sinti aliviado y feliz y cruz el patio tranquilamente, respirando a pleno pulmn. La sala de clase le pareci bien clida despus de su salida y ya no se preocup de su concurso. Pens que alguna vez tendra ocasin de mejorar su nota. Sac de su escritorio el libro de lectura y alegremente se puso a leer.Cuando pasaron tres das, uno de los internos fu a quejarse al hermano que cuidaba la divisin, de que un excusado estaba tapado y no poda usarse. El hermano fu a mirar el excusado y vi un montn de papeles y excremento, flotando en un agua negra y pestilente. Di aviso al padre encargado de la divisin. El padre fu a ver el excusado y vi ese hacinamiento pestilente. Di aviso al prefecto del colegio, el cual mir el excusado y dijo que seria preciso avisarle al rector, quien fu oportunamente avisado. El padre rector di orden de que nadie usara el excusado, orden a todas luces intil, y llam a unos operarios que un sacerdote de la compaa le recomend.Al da siguiente, la maana estaba hmeda y neblinosa, como todas las maanas de invierno. Jos Casas no se senta con el mejor de los nimos. Miraba la neblina escurrindose por los vetustos pilares del patio, deslizndose por los corredores, a ras de suelo, hacindose espesa junto al tejado, y una sensacin de angustia le retorca el estmago. Oy ruido de voces. Un grupo de operarios con sus maletines de trabajo apareci por una galera. Jos los vio dirigirse a la "casita" que l haba utilizado das antes. El corazn le dio un vuelco y tuvo miedo. Ese miedo no lo dej en todo el da: reviva cada vez que resonaba el golpe seco y deprimente de los martillazos de los operarios.Desde su pupitre, Jos divis al rector que pasaba por el patio, con sus pasos lentos y balanceados. Tena las manos en los bolsillos, como siempre, y miraba despaciosamente para todas partes. Estuvo conversando un rato con los operarios. Ellos le mostraron el montn de baldosas que haban sacado y la parte de la caera que iba quedando al descubierto. Faltaran cinco minutos para la campana. Jos mir a sus compaeros de clase. Estaban todos inclinados sobre los cuadernos. De nuevo oa el ruido de las lapiceras rasgando el papel. Se mordi las uas y mir hacia fuera. Nadie estaba pendiente de lo que l haca: ni el padre Gutirrez, ni los operarios, ni sus compaeros. Quera hundirse debajo de la tierra, para que siempre fuera as.Son la campana y comenz a sentirse un rumor general de pupitres que se abren, de movimientos inquietos, de bancos crujiendo, de voces entremezcladas y bajas. El padre Gutirrez dijo que la clase no haba terminado. Sigui dictando durante unos segundos. Despus se acerc a su mesa, cerr un libro que estaba encima, se volvi a los alumnos y mirando seriamente al muro que quedaba al frente suyo, se persign:En el nombre del Padre, del Hijo y del Espritu Santo. La clase contest apresuradamente, para salir ms luego, las mismas palabras. Despus, se oy un ruido de pasos rpidos y un estallido de conversaciones contenidas. Jos se qued un rato en el banco, mientras sus compaeros corran; sus gritos resonaban afuera. En seguida sali y, como quien no se dirige a ningn lugar determinado, fue a observar la labor de los operarios. Haba algunos alumnos que hacan crculo alrededor de ellos, quienes trabajaban sin mirarlos. Tambin se encontraba un sacerdote que miraba impvidamente, con los brazos cruzados. Un olor fuerte y pegajoso emanaba de la caera, que iban destapando, y del excusado. Jos sinti que su malestar aumentaba al sentir ese olor, que se asociaba con su enfermedad. Pasado un rato, se di cuenta de que lo haban dejado solo, ya que los dems alumnos se haban puesto a jugar y el padre no se divisaba por ninguna parte. Temeroso de que sospecharan cualquier cosa, fu a sentarse en una de las gradas de piedra que tenia el patio, para dejar pasar las horas.Las clases terminaban a las cuatro. Ya en la ltima clase, la impaciencia de todos era mayor que nunca; los rumores de la sala se multiplicaban, se volvan ms rpidos y ms inquietos. Muchos estaban distrados; otros ponan una atencin furiosa, sabiendo que pronto quedaran libres. Jos, que hasta cierto punto no haba pensado en los operarios durante las horas anteriores, se obsesionaba de nuevo con el trabajo que hacan. Lo mismo que pocas horas antes, una sensacin de angustia le oprima el estmago. Ahora el montn de baldosas era mucho mayor y los martillazos dejaron de orse. El sonido rtmico de los martillazos inquietaba menos a Jos que el silencio que comenz a reinar. Ese silencio se le hunda con violencia y lo llenaba de miedo. Todos los rumores de la clase desaparecan en l, que los absorba, que pareca desvirtuarlos. Jos esperaba, mientras miraba hacia fuera, deslumbrado por el patio, que estaba desierto y silencioso y como dominado por esas casuchas malolientes.Cuando son la campana, Jos sinti unas violentas palpitaciones. Recogi sus libros y cuadernos temblando un poco, tratando de disimular su temblor. Los alumnos formaron filas y se dirigieron a la divisin. All se sacaran el overol los externos, los internos y medio-pupilos dejaran sus libros para ir a tomar t, y el padre prefecto de divisin leera las listas de los castigados. Los alumnos mostraban los efectos de un da completo de clase tanto en las manchas y arrugas del overol, como en las manchas de las manos y la cara, llenas de tinta y suciedad. Marchaban balanceando los brazos, apoyndose contra las murallas o deshaciendo las filas. En cambio, Jos caminaba rectamente, con los mismos pasos seguros con que algunos presos caminan al cadalso. Iba un poco ms jiboso que de costumbre.Cuando los externos terminaron de quitarse los overoles y slo quedaban en el aire las partculas de polvo que les haban sacudido, el padre Valverde, de pie, y apoyado desde abajo de la tarima contra su escritorio, comenz a leer las listas de los castigados. Primero ley la de los atrasados, despus la de los de mala conducta. Terminadas las listas las guard en su bolsillo y tom un papelito que tena sobre el escritorio.El seor Jos Casas dijo se quedar sin salida el domingo.La divisin se di vuelta para mirar a Jos, que tenia la vista fija en su pupitre, lvido e inmvil. Sus manos estaban cruzadas sobre el banco y los anteojos le brillaban, reflejando la luminosidad que entraba por una ventana. Mientras sus dedos se movan levemente, el resto de su cuerpo permaneca quieto, muy inclinado sobre el escritorio, recibiendo las miradas de unos cien pequeos alumnos, que no saban a que atribuir el castigo. El padre Valverde toc su campanilla y los externos comenzaron a salir. Despus formaron fila los internos y medio-pupilos y se retiraron ordenadamente. Cruzaron una galera, pasando al lado de la sala de clase de Jos, y salieron al patio. Pasaron en seguida frente a las "casitas" y siguieron por el centro del patio. Iban encaminndose a los comedores, cuando Jos vi que todos sus compaeros miraban hacia arriba, mientras se oa un murmullo general. Jos a su vez mir hacia arriba. Divis un objeto que colgaba de un alambre. El objeto colgaba muy alto, lnguidamente mecido por el viento, que tambin hacia oscilar el alambrado. Pronto se descubra su forma y una observacin ms detenida hubiera permitido distinguir, grabados en buen hilo rojo, un par de iniciales y un nmero.

EL PRECEPTOR BIZCOEN LA ESCUELA fue donde conoc, por primera vez, el aspectobrutal de la vida.La escuela parroquial funcionaba en una fesima y vieja casa,compuesta de grandes salas yertas. El patio, aunque extenso, por estarencerrado entre altos muros, era ms fro y extrao que las salas.Adems estaba como aplastado por la sombra de la iglesia contigua. Lafisonoma de ese patio estar siempre fija en mi memoria.De entonces slo conservo recuerdos de imgenes. Tal vez nosenseaban alguna cosa... Era el profesor un sujeto rubio, bizco, depequea estatura, glido completamente. Pisaba con la punta de suspies y gritaba sin cesar. No sonrea ni por broma. Qu excelentecarcelero hubiera sido!Apenas la campana sonaba, el torturador apareca en el patiofrotndose las manos. Nos formbamos apresuradamente y nos bamosa la sala temblando por lo que poda suceder.Le odibamos con entusiasmo y ejercitbamos nuestros espritusen desearle las ms abominables desgracias; pero el brbaro estabasiempre en pie, sonrosado, elstico, con una salud desafiante.Reinaba en la sala silencio lgubre... Nos mirbamos con miradapiadosa y despus estticos y con el corazn convulso, esperbamos eltemido minuto.El bizco se alisaba su cabellera roja y miraba con detenimiento.Luego comenzaba a tomar la leccin con la cabeza inclinada sobre sucuaderno de notas. Sola toser algo; pero nunca tanto como para que sele comprometiesen los pulmones._Desventurado era el chiquillo que no haba resuelto su tarea. Elbizco sin poner mala cara, pero sin or tampoco ninguna disculpa, leordenaba colocarse frente al pizarrn, empezaba a modular todos lostonos del sollozo. Y nosotros nos sentamos embargados por la msintolerable de las angustias.Nuestro torturador abra su escritorio y buscaba. Revolva lospapeles con el abandono del que se encuentra solo; pero cuandohallaba al guante, en su rostro se proyectaba una sombra de agrado.El penitente, mientras duraba la bsqueda, gema con ciertomtodo. Cuando el tono decreca y pareca extinguirse, era seguro queen su alma creca la esperanza de salvarse.Desde nuestros bancos podamos seguir con precisin absolutalos movimientos del profesor. Nuestra unidad psicolgica eramaravillosa. Si sus ademanes eran medidos, el gemido de la vctimaoscilaba en la nota menor y el ritmo de nuestros corazones senormalizaba. Pero, si la mano se estiraba con vehemencia hasta elfondo del cajn, el gemido dilataba el pecho del colegial y ganabaespacio sin respeto a ninguna nota intermedia, y nosotros dejbamosde respirar.Para el bizco era motivo de bochorno, despus del precipitadoadelantamiento de sus dedos, no dar con el instrumento. Es cierto queterminaba por imponerse, pero el titubeo le contrariaba.No s si por distraccin o espritu de farsa exclamaba en voz alta:-En fin... el guante ha desaparecido.Y quedaba pensativo.El alumno imploraba a su vez:-Seor.. Perdneme... le juro que...Regresaba el bizco de su abstraccin dndose con la punta de losdedos en la frente:-Ah... pero si ayer lo guard en el otro cajn!Cuando se acercaba con el guante, el discpulo chillaba, cerrabalos ojos, se retorca. Daba gritos que heran las entraas. Ocultaba susmanos en la espalda, se hincaba, peda perdn, se entregaba a todas lasmanifestaciones de la impotencia. Por desgracia, intilmente. El bizco,inmutable y fro, le ordenaba presentar la mano abierta.Y el guante se alzaba y golpeaba...Los gritos vibraban en los vidrios, repercutan en los muros delpatio y se iban muriendo por las calles desiertas.

El PadreAnciano afligido, de Vincent Van GoghPor Olegario Lazo BaezaUn viejecito de barba larga y blanca, bigotes enrubiecidos por lanicotina, manta roja, zapatos de taco alto, sombrero de pita y uncanasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volva tmidamente a lapuerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado lecort la palabra en la boca, con el grito:-Cabo de guardia !El suboficial apareci de un salto en la puerta, como si hubieraestado en acecho. Interrogado con la vista y con un movimiento de lacabeza hacia arriba, el desconocido habl:-Estar mi hijo?El cabo solt la risa. El centinela permaneci impasible, fro comouna estatua de sal .-El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre delsuyo repuso el suboficial.-Manuel Manuel Zapata, seor.El cabo arrug la frente y repiti, registrando su memoria:-Manuel Zapata? Manuel Zapata?Y con tono seguro:-No conozco ningn soldado de ese nombre.El paisano se irgui orgulloso sobre las gruesas suelas de suszapatos, y sonriendo irnicamente:-Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial, oficial de lneaEl trompeta, que desde el cuerpo de guardia oa la conversacin,se acerc, code al cabo, dicindole por lo bajo: -Es el nuevo, el recinsalido de la Escuela.-Diablos! El que nos palabrea tantoEl cabo envolvi al hombre en una mirada investigadora y, comolo encontr pobre, no se atrevi a invitarlo al casino de oficiales. Lohizo pasar al cuerpo de guardia.El viejecito se sent sobre un banco de madera y dej su canastoal lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendomiradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canastochico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lonaempez a picotear, primero, y a asomar la cabeza despus, una gallinade cresta roja y pico negro abierto por el calor.Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como nios:-Cazuela! Cazuela!El paisano, nervioso por la idea de ver a su hijo, agitado con lavista de tantas armas, rea sin motivo y lanzaba atropelladamente suspensamientos.-Ja, ja, ja! S, Cazuela, pero para mi nio.Y con su cara sombreada por una rfaga de pesar, agreg:-Cinco aos sin verlo!Ms alegre rascndose detrs de la oreja:-No quera venirse a este pueblo. Mi patrn lo hizo militar. Ja, ja,ja!Uno de guardia, pesado y tieso por la bandolera, el cinturn y elsable, fue a llamar al teniente.Estaba en el picadero, frente a las tropas en descanso, entre ungrupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto. Elsoldado se cuadr, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos desus botas, y dijo:-Lo buscan, mi teniente.No s por qu fenmeno del pensamiento, la encogida figura desu padre relampague en su mente.Alz la cabeza y habl fuerte, con tono despectivo, de modo queoyeran sus camaradas:-En este pueblo, no conozco a nadieEl soldado dio detalles no pedidos:-Es un hombrecito arrugado, con manta Viene de lejos. Trae uncanastitoRojo, mareado por el orgullo, llev la mano a la visera:-Est bien Retrese!La malicia brill en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata Ycomo ste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajla cabeza, tosi, encendi un cigarrillo, y empez a rayar el suelo con lacontera de su sable.A los cinco minutos vino otro de guardia. Un conscripto muysencillo, muy recluta, que pareca caricatura de la posicin de firmes.A cuatro pasos de distancia le grit, aleteando con los brazoscomo un pollo:-Lo buscan, mi teniente! Un hombrecito del campo dice que es elpadre de su mercSin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arroj el cigarro,lo pis con furia, y repuso:- Vyase! Ya voy.Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistenciaque el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata.Mientras tanto, el padre, a quien los aos haban tornado el corazn dehombre en el de nio, cada vez ms nervioso, qued con el odo atento.Al menor ruido, miraba afuera y estiraba el cuello, arrugado y rojocomo cuello de pavo. Todo paso lo haca temblar de emocin, creyendoque su hijo vena a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle susarmas, sus arreos, sus caballosEl oficial de guardia encontr a Zapata simulando inspeccionar lascaballerizas. Le dijo, secamente, sin prembulos:-Te buscan Dicen que es tu padre.Zapata, desviando la mirada, no contest.-Est en el cuerpo de guardia No quiere moverse.Zapata golpe el suelo con el pie, se mordi los labios con furia, y fueall. Al entrar, un soldado grit:-Atencioon!La tropa se levant rpida como un resorte. Y la sala se llen conruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco. El viejecito,deslumbrado con los honores que le hacan a su hijo, sin acordarse delcanasto y de la gallina, con los brazos extendidos, sali a su encuentro.Sonrea con su cara de piel quebrada como corteza de rbol viejo.

Temblando de placer, grit:-Maungo!, Maunguito!El oficial lo salud framente. Al campesino se le cayeron los brazos.Le palpitaban los msculos de la cara.El teniente lo sac con disimulo del cuartel. En la calle le sopl alodo:-Qu ocurrencia la suya! Venir a verme! Tengo servicio Nopuedo salir.Y se entr bruscamente. El campesino volvi a la guardia,desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sac la gallina delcanasto y se la dio al sargento.-Tome: para ustedes, para ustedes solos.Dijo adis y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengao.Pero desde la puerta se volvi para agregar, con lgrimas en los ojos:-Al nio le gusta mucho la pechuga. Denle un pedacito!