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El Miedo a Tucapel
En febrero de 1982, un grupo operativo de la Dirección de
Inteligencia del Ejército disparó cinco veces en la cabeza
y luego degolló al líder sindical Tucapel Jiménez. El
dirigente –cuyo asesinato se abordó en el octavo capítulo
de Los archivos del cardenal– se había convertido en una
amenaza para el régimen por su capacidad movilizadora,
sus acercamientos al general Gustavo Leigh y sus
poderosos aliados en Estados Unidos.
T
ucapel Jiménez Alfaro era un hombre de rutinas. Todos los
días salía de su casa a la misma hora. Todos los días
volvía a almorzar. Desde su vivienda en la Villa España,
en Renca, a la ANEF en el centro, hacía siempre el mismo
recorrido. Cada domingo se ponía corbata. Seguirlo debe
haber sido cosa fácil. Nunca conducía a más de 40
kilómetros por hora.
Jiménez, elegido presidente de la Asociación Nacional de
Empleados Fiscales en forma ininterrumpida desde 1963,
era un hombre de carácter fuerte y a la vez simpático y
campechano. Un gran articulador, capaz de dialogar con
moros y cristianos. Como dirigente, se peleó con Eduardo
Frei Montalva y con Salvador Allende en sus respectivos
gobiernos. Sus críticas a la Unidad Popular casi le cuestan
la expulsión del Partido Radical. Partió apoyando el golpe
de Estado, pues creyó en las promesas que se le hicieron
de mejorar la condición de los empleados públicos, pero
en cuanto el modelo económico adoptado por el régimen
comenzó a golpear a sus representados se tornó en
contra. Un mes después de la muerte de Frei Montalva,
este hombre que no era ni marxista ni opositor
clandestino fue asesinado. ¿Por qué?
El aliado
En 1974, Tucapel Jiménez aceptó asistir a la asamblea
anual de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)
en Ginebra, junto a los dirigentes Eduardo Ríos, Guillermo
Medina, Federico Mujica y Ernesto Vogel. Los
acompañaron los delegados empresariales y los de
gobierno. En esa oportunidad, Ríos, quien encabezaba la
delegación, dijo, con el consentimiento de los demás
dirigentes, que «el gobierno de Allende (…) interrumpió
más de cuarenta años de vida institucional y democrática
para ahondar la miseria del pueblo chileno».
Vogel, entonces dirigente de los ferroviarios, entrevistado
para este reportaje, rechaza que los dirigentes hayan
defendido a la dictadura ante la OIT: «El ministro del
Trabajo, un general de Carabineros, citó a varios
dirigentes y nos dijo: “La próxima semana parten a
Ginebra”, aunque nadie lo había solicitado. Le
manifestamos que teníamos que consultar con nuestras
directivas. Hubo votaciones y con autorización de
nuestras organizaciones aceptamos. Allá hicimos
declaraciones sobre lo que estaba ocurriendo en Chile:
que se había disuelto la CUT, que había persecuciones.
Incluso después nos detuvieron por no asistir a los actos
de conmemoración del golpe en el Diego Portales».
No obstante, el respaldo inicial de Tucapel Jiménez a las
nuevas autoridades quedó plasmado en una entrevista
que concedió en noviembre de 1974. «Ahora se habla con
claridad y franqueza. Nuestros planteamientos son
analizados y obtenemos respuestas en plazos brevísimos
(…) Existe plena libertad para reuniones y para discutir
los problemas», decía.
Y sobre Ginebra: «Nosotros nos jugamos enteros por que
viniera una comisión a Chile que pudiera ver en el
terreno, objetivamente, la verdadera realidad sindical que
vivimos». Es verdad, decía, que transitoriamente las
elecciones y las negociaciones colectivas se hallaban
suspendidas. «Por el momento, hacer una elección es
volver a la chuchoca política, al chantaje político».
Tucapel Jiménez confiaba en que las demandas de los
empleados públicos serían atendidas, como se le había
prometido. Pero paulatinamente comenzó a caer en
cuenta de que eso no sucedería.
El miedo al boicot
Jiménez empezó a trabajar a los dieciséis años cargando
sacos en lavaderos de oro. En 1944 entró al servicio
público y pronto se convirtió en dirigente. Sin embargo,
nunca dejó de cumplir con sus labores por atender sus
responsabilidades como sindicalista. «Mi papá era
dirigente solo después de las cinco de la tarde y durante
las vacaciones. Nunca en horario de trabajo», recuerda su
hijo, el actual diputado del PPD Tucapel Jiménez Fuentes.
Era un hombre austero a quien su mujer le cosía la ropa.
«En los tiempos de la dictadura debe haber ganado unos
700 u 800 mil pesos de hoy, pero no lucían, porque era
muy desprendido. Recuerdo que un día regaló mi bicicleta
a un niño que no tenía, y cuando protesté me dijo: “Pero,
hijo, si a ti te puedo comprar otra”. “Ya, pero cuándo”, me
quejaba yo».
El sindicalismo chileno había sido duramente castigado
por la represión y las organizaciones subsistentes estaban
divididas, entre otros asuntos, respecto de si aceptar en
ellas la participación de dirigentes comunistas. Sin
declararse derechamente opositor al régimen, Tucapel
Jiménez comenzó por criticar los despidos, las rebajas de
sueldo en el sector público y la indiferencia de las
autoridades a sus planteamientos. En 1975 creó el Grupo
de los Diez, una coordinadora de organizaciones
sindicales que comenzó a demandar cambios en las
políticas económicas y laborales del régimen. Se vinculó
con la poderosa AFL-CIO, organización sindical
estadounidense que era la rival de la entidad patrocinada
por la Unión Soviética, y por esa razón un sector del
sindicalismo lo consideraba un aliado del imperialismo.
Pero Estados Unidos dejó de ser incondicional a la
dictadura, especialmente a partir de 1976, el año en que
Orlando Letelier fue asesinado en Washington DC y en
que el demócrata Jimmy Carter fue electo presidente de
ese país. En 1976 el ministro del Trabajo, general del aire
Nicolás Díaz Estrada, fue reemplazado por Sergio
Fernández y las diferencias de Jiménez con el régimen se
acentuaron.
En 1979, Tucapel Jiménez planeó un boicot a las
exportaciones de productos chilenos, por ser producidos
en una dictadura que no respetaba derechos laborales
mínimos como la sindicalización, la negociación colectiva
y la huelga. El presidente de la multisindical AFL-CIO,
George Meany, quien lo apoyaba, tenía el poder para
instruir a sus asociados para que no descargaran los
productos al llegar a los puertos norteamericanos. Así, los
jerarcas del régimen militar temieron que la protesta
tuviera éxito.
El hijo del sindicalista chileno cuenta que todas las
semanas recibían amenazas telefónicas en su casa. Una
de las que recuerda más nítidamente se refería al boicot:
«Yo tomé el teléfono y una persona me dijo: “Si el boicot
se produce, están todos ustedes condenados a muerte”».
En la sentencia del caso Tucapel, el ministro Sergio Muñoz
relata que el entonces ministro de Hacienda, Sergio de
Castro, viajó a Estados Unidos y se entrevistó con Meany,
«a quien le hizo presente que el gobierno de Chile de la
época estaba dispuesto a impulsar reformas legales que
contemplaran los aspectos enunciados, con lo cual se
obtuvo que se omitiera la implementación del boicot a las
exportaciones de productos de empresas chilenas». Es lo
que el propio De Castro declaró en el proceso.
Tucapel Jiménez fue recibido en la Casa Blanca por el
presidente Carter en enero de 1980. Sin embargo, los
vientos se volverían en su contra porque Carter perdió la
reelección y ese mismo mes asumió Ronald Reagan. La
llegada del republicano significó la intensificación de la
represión en Chile.
Tucapel Jiménez fue recibido en la Casa Blanca por el
presidente Carter en enero de 1980. Sin embargo, los
vientos se volverían en su contra porque Carter perdió la
reelección en noviembre de 1981 frente a Ronald Reagan.
La llegada del republicano significó la intensificación de la
represión en Chile, según afirma el abogado Roberto
Garretón en El libro negro de la justicia chilena.
El Walesa chileno
El 15 de noviembre de 1980, un día sábado, se dictó el
Decreto Ley 3.511, que disponía la reorganización de la
Dirección de Industria y Comercio (DIRINCO), donde
trabajaba Jiménez. Para llevarla a cabo, decía el decreto,
se suspendía la inamovilidad de sus funcionarios, que a
partir de ese momento pasaban a tener calidad de
interinos. El lunes a primera hora, con las firmas de José
Luis Federici y Hernán Büchi, ministro y subsecretario de
Economía respectivamente, se despachó un nuevo
decreto que despidió a Jiménez de su cargo y dio por
terminado el período especial de interinato.
Lo que se pretendía es que la ANEF se viera obligada a
prescindir de Tucapel Jiménez como presidente, pero los
cálculos fallaron: cuando el dirigente presentó la
renuncia, los asociados la rechazaron y optaron por
mantenerlo a la cabeza de la asociación.
Se parecía mucho, le dijeron sus asesores a Augusto
Pinochet, a lo que sucedía en Polonia con el líder
sindicalista Lech Walesa. Walesa había sido despedido de
los astilleros donde trabajaba, pero los trabajadores
organizados exigieron su reincorporación y a partir de ese
incidente se inició una movilización que terminó
desestabilizando al gobierno comunista.
«Tan relevante es este hecho que, aun con posterioridad
a la muerte de Tucapel Jiménez Alfaro, se estimó que el
viaje de Lech Walesa a Chile era contraproducente, pues
sería utilizado políticamente, viajando un agente de la
Central Nacional de Informaciones junto al sacerdote
Rector de la Misión Católica Polaca en Chile, Bruno
Richlowsky, persuadiendo a dicho sindicalista para no
concurrir a nuestro país, aduciendo compromisos
internos», revela la sentencia del juez Sergio Muñoz.
Jorge Mario Saavedra, el abogado que representó a la
familia del sindicalista y que investigó por cuenta propia
durante los años en que la causa judicial no se movía,
dice que «Pinochet estaba obsesionado con el caso
Walesa. El general Jorge Ballerino, su orejero, lo había
convencido de que algo similar podría ocurrirle».
Después de su despido, Jiménez quedó ganando una
pensión de 20 mil pesos. En ese momento una de las AFP
recientemente creadas le ofreció pagarle al contado 600
mil pesos y un sueldo de 200 mil mensuales si accedía a
aparecer en un spot televisivo invitando a los
trabajadores a retirarse del viejo sistema de pensiones y
ficharse en esa AFP. Le hubiera arreglado la vida, pero
Jiménez lo rechazó. «Dijo que hubiera sido engañar a los
trabajadores», relata su hijo. Otro de los dirigentes con
que viajó a Ginebra, Guillermo Medina, no pensó lo mismo
y aceptó convertirse en rostro de una AFP.
En los primeros días de septiembre de 1980 hubo un acto
en la ANEF que se conoció como «el Caupolicanazo
chico», porque se realizó pocos días después del
Caupolicanazo, el primer acto político en dictadura, con
Eduardo Frei Montalva como orador princial. El
Caupolicanazo chico fue el primer acto público y masivo
en la sede sindical. Tucapel fue uno de los oradores. El
otro, Frei Montalva. El exmandatario no quería ir, pero
Jiménez fue a buscarlo. Le reclamó que debía asumir su
responsabilidad histórica. Si había cualquier cambio
político, le dijo, él tendría que encabezarlo.
El 17 de febrero de 1982, Jiménez volvió a la carga
haciendo un llamado a todas las organizaciones sindicales
para que se unieran en un solo frente para luchar contra
el modelo económico. Creía que «esta idea fructificaría y
que la unidad sindical nacional sería una realidad de aquí
a fines de marzo», según la cita recogida en el fallo del
juez Muñoz. La prensa de la época tachó el llamado de
Jiménez como un intento de revivir la CUT. «Detrás del
llamado de unidad gremial está la mano comunista»,
decía La Nación.
El propio Pinochet hizo pública su molestia. El 21 de
febrero de 1982, apenas unos días antes del crimen, dijo
en Calbuco: «Lógicamente, cuando hay estas pequeñas
acciones negativas momentáneas, aparecen los de
siempre. Aparecen los negativos de siempre y a ellos les
mando hoy este mensaje: el Gobierno tolera muchas
cosas, pero jamás va a tolerar volver atrás. Jamás va a
tolerar que algunos enquistados estén actuando en forma
negativa y tratando de sembrar la cizaña en las mentes
de los trabajadores. Por ello, me atrevo a decir a aquellos
que están en estos momentos realizando acciones
contrarias al Gobierno: mucho cuidado, señores, porque
también ustedes pueden salir fuera del país».
Tucapel Jiménez Alfaro no se amilanó y siguió trabajando,
no solo en la unificación de las organizaciones sindicales,
sino que en la organización de un paro nacional, que
debía concretarse en marzo de 1983.
Un amigo peligroso
El 23 de febrero de 1982, Jiménez acudió a cenar a la
casa de Jorge Ovalle, un abogado radical amigo suyo y, al
mismo tiempo, asesor del excomandante en jefe de la
Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, otro de los invitados a la
comida.
Leigh había caído en desgracia en 1978, luego de una
larga pugna de poder con Pinochet y de un fallido plan del
aviador para derrocarlo. Cuando fue destituido de la
jefatura de la FACH y obligado a abandonar la Junta
Militar, el cuerpo completo de generales del aire renunció
con él, a excepción de Fernando Matthei, quien lo sucedió
como comandante en jefe. Esa fue una victoria esencial
para que Pinochet tomara el control total del régimen, sin
contrapesos.
«La idea de mi papá era sumar a Leigh al movimiento
social opositor, porque ya había salido de la Junta. Cuando
terminaron la cena, y salieron a la calle, Leigh apuntó a
unos autos que había estacionados allí y le dijo a mi papá:
“Tucapel, te están siguiendo”», relata el diputado
Jiménez. Entrevistado en marzo de 1982, a propósito de
sus encuentros con el sindicalista, Leigh afirmó al
vespertino La Segunda que siempre estuvieron bajo la
vigilancia de la CNI.
Jorge Mario Saavedra, quien entonces era amigo y asesor
del sindicalista, relata que la relación del «Tuca» –como le
decían cariñosamente sus amigos– con el exintegrante de
la Junta se urdía con dificultad. Había quienes, como el
propio Saavedra, se oponían a esos contactos: «Yo
dudaba de la verdadera vocación democrática de Leigh y,
además, en términos prácticos, me parecía inconducente
buscar acuerdos con alguien que estaba fuera del poder.
Leigh se había comprometido a impulsar ciertos proyectos
en favor de los empleados fiscales, cuando en realidad no
tenía ninguna posibilidad de llevarlos a cabo».
Pese a las reticencias de sus amigos, Tucapel Jiménez
había tenido más de un encuentro con Leigh. En la
víspera del crimen, acudió a la cena en la casa de Ovalle
acompañado del vicepresidente de la ANEF, Hernol Flores.
En el libro Chile, la memoria prohibida se sostiene que la
sintonía que inicialmente tuvo la dictadura con el
movimiento sindical se debía a la influencia de Leigh y de
algunos de sus hombres, como el general Nicolás Díaz
Estrada, uno de los primeros ministros del Trabajo del
régimen, quien fue dado de baja tras la renuncia de Leigh:
«Era la reanimación de esa sintonía, ahora con un Leigh
despechado, la que Ovalle facilitaba. A Leigh podía
interesarle la fuerza y el ascendiente sindical de Jiménez.
En cambio de Leigh podía interesarle a Jiménez un cierto
crédito militar, a pesar de que el general se hallase por
entonces en retiro, como respaldo a una iniciativa que
acababa de lanzar prominentemente al ruedo: la
reunificación del movimiento sindical, un desafío y una
amenaza indudable para el régimen».
En el mismo libro se relata que esa noche los comensales
hablaron de política y criticaron el sistema económico,
aquejado de síntomas de recesión. «Se habló de la
necesidad de que las autoridades de gobierno
enmendaran rumbos».
Un automóvil que había seguido a Jiménez permaneció
durante toda la cena esperando a que saliera, y sus
ocupantes no se intimidaron al saberse descubiertos por
los comensales. Hernol Flores se ofreció a acompañar a
Jiménez de regreso a casa, alarmado por el seguimiento
tan ostensible, pero el dirigente declinó el ofrecimiento.
«Son mis guardaespaldas», le dijo.
En la sede de la hoy Central Unitaria de Trabajadores hay
quienes sostienen que el asesinato de Jiménez fue en
realidad un mensaje para Leigh. El abogado Saavedra no
comparte esta opinión y cree que la cercanía de Jiménez y
Leigh fue una gota más en un vaso ya repleto.
Últimas horas
En el verano de 1982, Jiménez conducía un taxi que había
adquirido apenas meses antes, con el pago de la
indemnización tras ser despedido de la DIRINCO.
«Nosotros sabíamos que lo seguían. Recibíamos
amenazas en la casa todas las semanas. Mi mamá vivía
desvelada. Escuchaba un ruido y pensaba que nos habían
puesto una bomba», relata el diputado Jiménez. «Cuando
mi papá llegaba y nos veía asustados, le bajaba el perfil.
“Quién los va a querer matar a ustedes”, nos decía, y yo
me tranquilizaba».
En el proceso por el caso Tucapel quedó establecido que
el régimen militar creó, entre otros, un servicio destinado
a regular la actividad gremial y sindical, que llamó la
Secretaría Nacional de los Gremios. Como la Secretaría
Nacional de la Mujer y la Secretaría Nacional de la
Juventud, era uno de los departamentos de la Dirección
de Organizaciones Civiles, dependiente en ese momento
del subsecretario general de Gobierno, Jovino Novoa.
«Dicha repartición tenía entre sus funciones formar
dirigentes sindicales que representaran las ideas del
gobierno, como, además, tenía vinculaciones con
diferentes instituciones o grupos que sustentaban
posiciones proclives al régimen, de los cuales formaban
parte algunos de sus funcionarios, entre ellos, el
Movimiento Revolucionario Nacional Sindicalista (M. R. N.
S.)», dice el fallo del ministro Muñoz.
El MRNS era en realidad un grupo paramilitar, organizado
jerárquicamente, cuyos integrantes vestían tenidas
especiales e insignias, y practicaban ejercicios con armas
y explosivos. Ellos canalizaban a la CNI la información que
se reunía sobre los sindicalistas opositores.
Misael Galleguillos, el encargado de la Secretaría Nacional
de los Gremios, quien había ayudado a crear el MRNS,
recopilaba información sobre Tucapel Jiménez, entre otros
dirigentes, y se los pasaba a la Brigada Laboral de la CNI,
a cargo de Álvaro Corbalán. Más tarde, la CNI compartía
los datos que reunía con los demás servicios de
inteligencia, entre ellos la DINE, en las reuniones
periódicas que se sostenían en la llamada Comunidad de
Inteligencia.
Según los antecedentes recopilados por el juez Muñoz, la
prominencia y el riesgo que se le atribuía a las conductas
de Jiménez llevaron a la CNI a registrar todos sus
movimientos, «levantándosele y acostándosele». De esta
manera determinaron dónde vivía, los lugares que
visitaba y los recorridos que hacía. Confeccionaron una
carpeta con sus principales antecedentes, incluyendo a su
grupo familiar y a las personas que frecuentaba,
interceptaron los aparatos de teléfono en su casa y en la
ANEF, y grabaron y analizaron sus conversaciones.
Además, la CNI reclutó a Julio Oliva, el junior de la ANEF,
para que informara sobre todas los planes, actividades y
reuniones de Jiménez. En una ocasión, Valericio Orrego,
un dirigente del Ministerio de Obras Públicas que
participaba en la Secretaría Nacional de los Gremios, se
infiltró en una reunion del Grupo de los Diez con una
grabadora adosada al cuerpo, pero la máquina empezó a
hacer ruido, lo delató y tuvo que huir.
Tucapel era seguido tan abierta y ostentosamente que
cuando llegaba a su casa se acercaba al auto de sus
celadores y se despedía: «Muchas gracias por venir a
dejarme».
Pocos días antes del asesinato, el hijo del dirigente,
entonces de diecinueve años, y el único de los tres
hermanos que vivía aún con sus padres, se fue a pasar las
vacaciones con unos primos en Algarrobo, confiado en
que su padre estaba seguro. Cuando conversaban en
casa, lo que más temían era que un día Tucapel Jiménez
fuera expulsado del país, posibilidad que no desagradaba
a Tucapel hijo y a su madre. «Estábamos agotados de
vivir en esa tensión y nos imaginábamos que iríamos a
vivir a Los Angeles, Estados Unidos».
Lo que ignoraba la familia era que la posibilidad de
expulsión había sido desaconsejada, entre otros, por el
abogado Ambrosio Rodríguez, asesor jurídico de la CNI,
quien era de la opinión de que la expulsión sería
«contraproducente». También su desaparición, pues por
el prestigio internacional del dirigente esas medidas
aumentarían «la campaña externa contra el Gobierno».
En el menú de posibilidades quedó solo la eliminación.
«Mi papá me fue a dejar al terminal. Me preguntó si mi
mamá me había dado plata para el viaje y yo le dije que
no. Él sabía que yo le mentía, porque mi mamá no me iba
a mandar con los bolsillos vacíos. Sonrió y me dio plata
también. Me pidió que lo llamara al llegar y se despidió»,
relata el diputado. No recordó en ese momento que en
1981 su padre le había pasado un casete para que lo
escuchara junto a su madre, «si un día me pasa algo». «Ni
siquiera lo escuchamos. Lo guardamos pensando que
jamás tendríamos que oírlo».
El contenido de la grabación quedó transcrito en el
proceso:
«Quiero enviar este mensaje como última instancia en
esta vida. Para mi mujer Haydeé Fuentes Salinas, mujer
que sufrió mucho por mí, muchísimo, y que ahora en este
minuto le pido perdón. (…) A mis hijos queridos, si algo
me pasa, sea para ustedes mi palabra de aliento. Tengan
resignación, tengan tranquilidad para vivir. (…) Adiós,
seres queridos. Adiós…, estimada…, vieja…, chao. Por
último, quiero decirles a los trabajadores de Chile, a los
trabajadores de mi país, a los trabajadores fiscales, a la
Agrupación Nacional de Empleados Fiscales, mi querida
ANEF, que los problemas que afectan a los trabajadores,
especialmente al sector público, se resuelvan ojalá a la
brevedad posible. ¡Viva Chile!».
El crimen
El 25 de febrero de 1982, a las 9:30 de la mañana,
Tucapel Jiménez salió de su casa como todos los días
rumbo a la ANEF. Manuel Bustos, entonces presidente de
la Coordinadora Nacional Sindical, lo esperaba para una
reunión en que se trataría el tema de la reunificación del
movimiento. Tucapel se sentía optimista porque estaba
seguro de que conseguiría reunir en una misma
organización desde democratacristianos a comunistas.
Myriam Verdugo, viuda de Bustos, en entrevista para este
reportaje recuerda haber presenciado reuniones previas
de Jiménez con Bustos, cuando este permanecía en la
Cárcel Pública.
«En esos diálogos conversaron sobre la necesidad de
lograr la unidad entre las organizaciones sindicales.
Manuel entendía que él no podía hacer ese llamado, pues,
dada la conformación de la Coordinadora Nacional
Sindical que él dirigía, donde se reunían DC, socialistas,
comunistas, radicales, Mapus OC y otros de izquierda sin
militancia reconocida, sería más fácil que el Gobierno, la
derecha en general, y los medios lo atacaran y
denostaran. Él aceptaba que la convocatoria a la unidad,
primer paso para convocar a un paro general, debía venir
de personas menos fáciles de atacar. A Bustos se le
sindicaba, incluso al interior de la DC, como filocomunista.
Tucapel no tendría esos problemas y estaba dispuesto a
asumir el liderazgo», relata.
La reunión de esa mañana con Bustos en la sede de la
ANEF, entonces, era crucial.
«Mi papá era muy ordenado y muy puntual. Nunca se
hubiera detenido a recoger pasajeros sabiendo que
Bustos lo esperaba. Si lo hizo fue porque vio a alguien
conocido», dice el diputado Jiménez.
Ese alguien era el carabinero en retiro Luis Pino Moreno,
casado con una prima suya. «Él fue despedido de la
institución porque tuvo un desliz sentimental y su amante
se quitó al vida en el cerro Santa Lucía. Lo habían llamado
a retiro en diciembre. Desde entonces, iba todos los días
a la casa, a pedir ayuda. Hasta que llegó febrero y no fue
más. Después de la muerte de mi papá, en una fiesta
familiar, se emborrachó y le pidió perdón a mi madre, le
dijo que lo que había hecho lo hizo por su mujer y su
hija».
Gracias al servicio prestado por Pino, tres hombres que
descendieron de otro taxi se subieron al vehículo de
Tucapel Jiménez y lo obligaron a conducir a punta de
cañón hasta un sector apartado camino a Lampa. Uno de
ellos le dio cinco disparos en la nuca y otro le cercenó el
cuello para rematarlo. Los hombres esperaron a que
exhalara el último aliento de vida, sacaron el taxímetro y
una peineta verde para simular un robo, subieron los
vidrios del vehículo para acelerar la descomposición del
cuerpo y se marcharon.
De inmediato la información oficial habló de un asalto
común. Así también lo consignó parte de la prensa de la
época. «Pienso que no es un asesinato político. Creo que
es delictual, pero la verdad es que no voy a hacer ninguna
declaración», decía el director de la CNI, general de
Ejército Humberto Gordon, a La Tercera del 27 de febrero.
Esa era justamente la tesis que la DINE quería que se
implantara. Carlos Herrera Jiménez, uno de los autores
materiales del crimen y conocido en los cuarteles como
«Bocaccio», consignó ante el juez Muñoz que así le
pidieron que fuera la operación. «La misión consistía en
que yo me debía parar y esperar que pasara este señor,
hacerlo parar, porque este señor salía de su casa
taxeando. Esa información ya se tenía y se sabía.
Conversé con la gente que tenía que operar, vi los medios
que se me asignaron. ¡Ah!, otra cosa muy importante (…)
era que la muerte de este señor debía ocurrir como si
fuese hecho por delincuentes habituales», explicó el
agente diecisiete años después.
De hecho, un año y casi cinco meses después, el 11 de
julio de 1983, un comando de la CNI –al que se integró
Carlos Herrera Jiménez– secuestró y mató al carpintero
Juan Alegría Mundaca, un hombre solitario y sin
vinculaciones políticas, para encubrir el crimen del
dirigente: lo obligaron a escribir una carta inculpándose
por el asesinato del sindicalista e hicieron aparecer su
muerte como un suicidio.
En el momento, sin embargo, las sospechas de la familia
y de toda la dirigencia sindical cayeron de inmediato
sobre los servicios secretos. No obstante, el ministro en
visita nombrado para investigar, Sergio Valenzuela Patiño,
llegó a la conclusión de que no era posible encontrar a los
culpables y sobreseyó el caso.
Tucapel Jiménez hijo, su madre y su hermana mayor se
mudaron a Suecia, donde vivía su hermana menor. El
primero regresó a Chile en 1995 a pesar de que tenía una
vida armada en Suecia, y de que su esposa y sus hijos no
tenían deseos de vivir en el país. Pero el deseo de hacer
justicia fue más fuerte.
«Fuimos a ver al magistrado con nuestro abogado, Jorge
Mario Saavedra. Valenzuela Patiño se tocó la frente
diciéndome: “El caso de su papá me tiene hasta aquí”».
De esa reunión, Tucapel hijo salió convencido de que la
única manera de hacer justicia era cambiar al magistrado
y comenzó a mandar cartas a la Corte Suprema, algunas
escritas a mano, las que eran indefectiblemente
rechazadas. Su cruzada solo tuvo efecto en 1998, tras el
arresto de Pinochet en Londres.
«La aprobación de su extradición [de Pinochet] a España
fue anulada porque se dijo que el voto de uno de los lores
estaba comprometido, porque era casado con una
activista de Amnistía Internacional. Entonces yo pregunté:
“¿Y cómo puede ser que se piense que un magistrado que
tiene un hijo en la CNI pueda ser imparcial en el caso de
mi padre?”».
Esta vez la Corte Suprema lo escuchó y el caso fue
asignado al juez Sergio Muñoz, quien en tres años logró
esclarecer los hechos. El asesinato no fue cometido, como
se pensaba, por la CNI, sino por la Dirección de
Inteligencia del Ejército, DINE. La acción recibió el nombre
nada eufemístico de «Operación especial de inteligencia
destinada a la eliminación física de Tucapel Jiménez
Alfaro», y fue encargada al mayor de Ejército Carlos
Herrera Jiménez, el autor de los disparos. Lo acompañaron
Manuel Contreras Donaire, quien remató al dirigente
degollándolo, y Miguel Letelier. Las armas usadas las
proporcionó el Ejército.
Las órdenes las dio el director de la DINE, Ramsés
Alvarez. El comandante del Cuerpo de Inteligencia del
Ejército, Víctor Pinto, supervisó la operación y proporcionó
el apoyo logístico.
El magistrado comprobó que un primer intento había
fracasado, pues el primer grupo de la DINE que recibió el
encargo demostró «falta de compromiso» con la misión.
Entonces hubo que convocar a personal militar que
estaba adscrito a la CNI: Francisco Ferrer Lima y Carlos
Herrera Jiménez.
«Concluida la denominada operación especial de
inteligencia de eliminación física de Tucapel Jiménez
Alfaro, las personas que participaron en su ejecución
material se trasladaron hasta el cuartel militar ubicado en
calle García Reyes N° 12 de la Comuna de Santiago, en
donde el oficial se presentó ante el Comandante del
Cuerpo de Inteligencia del Ejército, y su superior directo le
expresó haber ejecutado el hecho planificado, esto es la
eliminación física de Tucapel Jiménez Alfaro, y le hizo
entrega de las armas de fuego y cortante que le
proporcionara para realizar la acción, como, además, de
las especies y documentos retirados al perpetrar el
delito».
El personal involucrado recibió anotaciones de mérito en
sus hojas de vida y recompensas económicas.
En la sentencia final, en 2002, Muñoz condenó a doce
personas, entre las que incluyó, además de a los autores
materiales y a sus superiores, a los cómplices y al general
en servicio activo Hernán Ramírez Hald, al exfiscal
Fernando Torres Silva y a su mano derecha, el coronel
Enrique Ibarra, como encubridores, por sus incansables
esfuerzos por estropear la investigación judicial.
Cabos sueltos
Tucapel Jiménez Fuentes siente que en el caso de su
padre se hizo «media verdad y media justicia». Las
condenas le parecieron ridículamente bajas. Torres e
Ibarra recibieron 800 y 540 días de pena remitida,
respectivamente. Contreras Donaire, el hombre que
cercenó el cuello de Tucapel Jiménez, obtuvo un beneficio
carcelario durante el Gobierno de Ricardo Lagos tras
completar poco más de dos años de una condena de seis.
Miguel Letelier también está libre tras cumplir su
sentencia. Solo Herrera Jiménez, el autor de los disparos,
continúa cumpliendo su pena de presidio perpetuo.
«Una de las revelaciones más dolorosas para nosotros
como familia fue saber que el junior de la ANEF, Julio
Olivares, entregaba información a la CNI sobre mi padre.
Él era hijo de una amiga y vecina de mi mamá, que vino a
pedir ayuda para su hijo cesante. En 1974 lo contrataron
en la ANEF, pero como no había plata para pagarle mi
papá ponía una parte de su sueldo, e hizo que otros
dirigentes hicieran lo mismo para hacerle un salario».
Julio Olivares estuvo procesado, pero no fue condenado.
En la causa quedó establecido que fue reclutado por la
CNI en 1976 y que siguió prestando servicios por lo
menos hasta 1984, mucho después de la muerte del
sindicalista.
En el proceso quedó sin aclarar el asesinato de René
Bazoa Alarcón, un exmilitante comunista que se convirtió
en colaborador de los servicios de seguridad y que era
informante del agente del Comando Conjunto Roberto
Fuentes Morrison, «el Wally». Bazoa trabajaba en la
armería desde donde se incautó el arma no inscrita que
se usó para asesinar a Tucapel Jiménez, y reconoció a dos
de los sujetos que lo hicieron. Sabía que pertenecían a la
DINE. Fue asesinado a tiros en la calle, en marzo de 1982.
Sin culpables quedó también la detención de la familia
completa de una mujer que había tenido un hijo del
sindicalista, detención ordenada por el ministro del
Interior, Sergio Fernández. Los hermanos y el padre de la
mujer fueron torturados intentando que confesaran que
habían asesinado a Tucapel Jiménez para vengar el honor
de su hermana. Fueron liberados sin cargos.
Saavedra asevera que quizás el aspecto más relevante
que quedó al margen de la sentencia final fue establecer
la responsabilidad de Pinochet en dar la orden de eliminar
a Tucapel Jiménez al director de la DINE. Antecedentes
abundan en el proceso, pero Saavedra revela que él,
como abogado, por un criterio práctico, consideró
necesario conseguir primero las condenas contra los
demás involucrados, pues los juicios que habían incluido
el nombre del dictador se entrampaban en recursos en los
tribunales superiores y en recusaciones a los jueces que
lo intentaron.
El diputado Jiménez no duda de que Pinochet en persona
dio la orden a la DINE: «No es casualidad que a Frei lo
mataran un mes antes que a mi padre. En un mes,
Pinochet se deshizo de los dos actores principales de la
oposición».