Post on 29-Dec-2015
Nelson Tepedino
El poder desnudoUna lectura de Génesis 2-3
Introducción
E l relato de la creación del hom
bre y de su “caída” que aparece
en Génesis 2, 4a-3, siempre me
resultó sumamente oscuro y enigmático.
Es sin duda alguna uno de esos textos que
más claramente testifican las inmensas
distancias culturales que nos separan del
mundo en el que los escritos de la Biblia
fueron concebidos. Una primera lectura,
hecha inevitablemente desde nuestras ca-
tegorías, y aun cuando se asuma la postu-
ra de quien comprende y aun simpatiza
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con los valores del lenguaje mítico, puede resultar cho-
cante para nuestra sensibilidad. La imagen de Dios que
aparentemente muestra es la de un Dios caprichoso y
arbitrario, que impone al hombre que ha creado una
prohibición que parece no tener otra finalidad que la
de mantenerlo por debajo de sus mejores posibilidades
(conocer el bien y el mal), y evitar así que la criatura
compita con su creador. Asimismo, el hecho de prohi-
bir comer del fruto del árbol del conocimiento es ya
una primera tentación para el inocente Adán, como si
Dios se complaciese en jugar con su natural curiosi-
dad. Y como si esto fuera poco, el hecho consumado es
castigado con la expulsión del Paraíso y con una
desproporcionada “maldición” que estaría en la raíz de
todo el sufrimiento que conlleva la vida humana. Para
no hablar, finalmente, del acento discriminatorio hacia
la mujer, quien aparece como supeditada al varón y
como supuesta protagonista de la “culpa original”.
Obviamente, tal lectura del texto no se compagi-
na con la fe cristiana ni con nuestra sensibilidad mo-
derna y emancipada. Si eso es lo que el texto realmen-
te transmite, sería mejor olvidarlo y mandarlo al mu-
seo de los legados literarios de la humanidad, como
testimonio de una arcaica cultura patriarcal del medio
oriente y su única utilidad sería la de ser un invalorable
documento histórico. Precisamente esa aparente in-
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coherencia tan grande entre el corazón de la fe bíblica
y este importante fragmento me hizo siempre sospe-
char que no era ese el mensaje que el texto vehiculaba
y que el problema lo tiene el lector moderno, al care-
cer de las llaves interpretativas que permiten abrir el
misterio de tan enigmáticos capítulos.
Sin embargo, una lectura más cuidadosa, hecha
a la luz de los mejores aportes de los modernos méto-
dos de crítica histórica y literaria, nos puede ofrecer
esas claves. Se puede descubrir con ellas la infinita ri-
queza que se esconde en su condensadísima brevedad.
Como los buenos poemas, estos dos capítulos del Gé-
nesis no expresan su mensaje explayándolo en longi-
tud y en claridad expositiva, sino más bien en la bre-
vedad propia de la dimensión simbólica, que invita a
sumergirse en la profundidad y a abrirse a la poliva-
lencia de lo primordial.
El texto, más que limitarse a narrar la historia de
un “pecado original”, es un magnífico tratado de antro-
pología teológica, que muestra, además, que el uso del
lenguaje simbólico no implica un nivel menor de re-
flexión racional que el de nuestro discurso moderno,
más abstracto y conceptual. El lenguaje icónico del
Génesis, una vez que el lector se arma de las claves
hermenéuticas necesarias, revela una rigurosidad tal
en sus redactores que llega a cuestionar el aparente
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carácter “mítico” de la narración, para incluso desple-
gar ante nosotros un auténtico ejercicio de desmiti-
ficación de algunos de los materiales de origen meso-
potámico que se adoptan y con cuyos presupuestos
teológicos se polemiza. Así, por poner sólo un ejemplo,
la serpiente de Gen 3 no es una divinidad (cosa usual
en el entorno cultural de la época) sino una criatura de
Dios que es hábilmente manejada como símbolo que
denota algo más propio de la insondable ambigüedad
y fragilidad humanas que del mundo de los “dioses”.1
Esta es una de las cosas más fascinantes de este
fragmento: su brevedad es engañosa, lo mismo que su
aparente carácter mítico y “arcaico”. Es una rigurosa
reflexión teológica, cuyo programa es pensar al hom-
bre desde sus orígenes. No tanto en un sentido
“cronológico”, como si de lo que se tratara es de narrar
algo que ocurrió alguna vez en el pasado y que, cómo
no, nos “determina” en sus consecuencias, pero que se
ha quedado irremisiblemente atrás, en la lejanía in-
sondable del tiempo; sino más bien en el sentido de
expresar lo más primordial de lo humano como algo
actual en nosotros mismos y que es respuesta a las pre-
guntas últimas de nuestra propia condición.2
Eso hace que la amplitud de las posibilidades in-
terpretativas de este breve fragmento del Génesis sea
muy grande. En realidad, el texto más bien funciona
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como una fuente de luz para iluminar la totalidad de
las dimensiones humanas. Es una narración en la que
en cierta forma la creación del hombre no “termina” en
Gen 2, 7, cuando Dios moldea al hombre con el polvo
del suelo, ni en Gen 2, 21-22, cuando crea a la mujer de
su costilla, sino más bien al concluir el capítulo 3,
cuando, expulsados del Paraíso, Dios los viste y los
envía al horizonte de su propia historia y de su propia
libertad. Así, todo el texto completo sigue siendo rela-
to de la creación del hombre, no como un hecho pun-
tual, sino como un proceso, en el cual Dios va como
modelando, si bien ya no desde el barro físico, la com-
pleja multidimensionalidad de la realidad humana.
En virtud precisamente esa profundidad y poli-
valencia del texto, creo que es lícito centrarse en un
sólo aspecto parcial de lo humano, sobre todo en orden
a escribir un ensayo de las modestísimas dimensiones
de éste. Quizá influenciado por el hecho de que los
venezolanos nos hemos visto en los últimos años con-
frontados con el “rostro feo” del poder y sus peligros,
me ha parecido bien indagar en este sabio fragmento
del Génesis acerca de esa realidad irrenunciable de lo
humano que es el poder. En este sentido, lo que quie-
ro en estas páginas es indagar qué podemos aprender
de esta narración primordial sobre este tema tan difí-
cil, para tratar de darle luz a lo que estamos viviendo
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con tanta angustia y oscuridad. La elección del tema,
como veremos, no es casual. Contrariamente a lo que
siempre se ha pensado, el “pecado” del origen no está
tan relacionado con el “sexo” como con la problemá-
tica de las relaciones humanas (tanto “verticales” –con
Dios–, como “horizontales” –con los otros hombres–).
Y donde hay relaciones humanas, hay también, nece-
sariamente, relaciones de poder, como bien ha visto la
filosofía contemporánea3. Obviamente, con esto no
pretendo decir que éste sea el tema principal del frag-
mento, ni aún la clave de lectura más adecuada para
abordarlo y estructurar su análisis teológico. Pero,
como veremos, no está dicho aspecto ausente de la
narración misma, ni es marginal su significado. Por
ello, lo que haré será resaltarlo, a fin de ver qué pode-
mos aprender acerca de su papel en el ámbito de los
orígenes de lo humano y, por otra parte, de cómo es su
carácter original y originario en el fondo de nuestra
más íntima condición.
Debo advertir, sin embargo, que no soy exegeta ni
mucho menos. Así que me apoyaré en los comentarios
exegéticos de los especialistas que he podido consultar.
Mi interés, además, no es exegético-literario, sino de
interpretación. Lo que trato de hacer aquí es un ejerci-
cio de aplicación del texto bíblico, a partir de lo que éste
puede dar de sí mismo según lo que los especialistas
han establecido como su sentido original y propio.
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Voy a centrarme, especialmente, en el Cap. 3. Allí
es dónde se ve con mayor evidencia las referencias al
poder como dimensión propia pero problemática de lo
humano. Obviamente, tendré que remitirme constan-
temente al Cap. 2, ya que, como indiqué, todo el rela-
to debe considerarse como la narración condensada de
un proceso, a saber, el proceso de creación, no sólo del
hombre como un ser físico y material –como una cosa
que se “modela” y ya se da por “terminado”–, sino sobre
todo de la condición humana. Es decir, como la crea-
ción de una manera de ser y de estar en el mundo, a la
que Dios tiene que ir capacitando para que asuma su
propia especificidad frente al resto de la Creación (la
libertad) y que, a su vez, tiene que ir aprendiendo a
asumirse como tal. Así que me remitiré a Gen 2 para ir
ofreciendo las claves que permiten entender de dón-
de viene el proceso que alcanza su culminación dra-
mática en Gen 3.
1. El poder de Dios y el primer hombre
1.1 La finalidad política de Gen 2-3: argumentos
desde la crítica histórica
Que el fragmento en cuestión puede tener que
ver, en efecto, con el tema que me he planteado explo-
rar, es algo que puede sospecharse desde la cuestión de
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la datación y la intención de la redacción final del Gé-
nesis y, más allá de él, de todo el Pentateuco. Con res-
pecto a éste último, parece ser que el mayor consenso
apunta en la dirección de considerarlo un libro de
“compromiso”, en el cual se recogen innumerables tra-
diciones y códigos legales y cultuales, en orden a la
reconstrucción de la comunidad postexílica de Israel.
El Pentateuco es un documento fundacional, algo así
como una “constitución”, que busca, por una parte,
sentar las bases de la nación, pero que lo hace, por la
otra, a través de una honda reflexión acerca las causas
que condujeron a la ruina del primer proyecto nacio-
nal del pueblo judío, cuyas expresiones más claras fue-
ron el fracaso de la monarquía, la posterior división en
dos reinos de la unidad nacional y el posterior drama
de la ocupación y el destierro a manos de las grandes
potencias de la región.4
En cuanto a nuestro texto en particular (Gen 2-3),
se trata de una tradición muy antigua, anterior en va-
rios siglos a Gen 1, que es un documento sacerdotal,
probablemente del período del exilio5. Estamos muy
probablemente ante un relato del siglo IX a. C., prove-
niente de un autor (o tradición) conocido como el
yahvista ( J), cuya intención parece ser la crítica pro-
funda a la monarquía davídico-salomónica. Esto no
quiere decir que la forma actual del texto sea de esa
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misma época, pero es muy interesante que el redactor
final del Génesis lo haya incluido muchos siglos des-
pués, justamente para dar cuenta de lo que está en la
base de todo lo grande, pero también de toda la mise-
ria de Israel y su historia. El texto parece ser una re-
flexión que remonta a los orígenes, es decir, a lo que es
más nuclear de la condición humana, las “causas” del
fracaso del proyecto nacional del pueblo elegido. Esto
se refleja en el hecho de que parece asumir la forma de
un “relato de apropiación”, que son historias muy crí-
ticas acerca de lo que lleva a un rey o a una persona
poderosa a apropiarse injustamente de lo que es del
más débil o del que le es leal, al abusar de su poder y
no respetar los límites que éste le impone para ser un
gobernante justo. Así, el relato parece tener la misma
estructura de narraciones como la de David y Betsabé
(2 Sam 11-12, 24)6. Si esto es así, el relato de Gen 2-3
sería una indagación teológica acerca de las razones
últimas y profundas de aquello que reside en el fondo
del hombre y lo lleva a torcer el destino de una nación
entera. Obviamente, al situarse en el contexto de los
orígenes, esto que brota del corazón humano será sus-
ceptible de contaminar todos los ámbitos posibles de
relación humana. Pero la realidad política, como espa-
cio común que hace posible la felicidad individual de
las personas, ha cobrado una significación especial a
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los ojos de los redactores y compiladores del Génesis,
lo que hace que la indagación sobre las fuentes del
“mal” se haya hecho con los ojos dirigidos al ámbito
del poder del gobernante y su eventual corrupción.
Esto, por cierto, contrasta con la lectura más “metafí-
sica” que se ha hecho de esta narración durante siglos.
Dicho esto, tratemos de ver entonces cómo se nos
muestra esta realidad última del mal en el hombre y su
relación con el problema del poder.
1.2 El poder de Dios
Lo primero que hay que hacer, entonces, es ver
cómo aparece esbozado el poder propio de Dios en
esta narración. La razón de esto es que en ella el hom-
bre está siempre como supeditado a la acción de Dios,
quien aparece generalmente como sujeto de todas las
acciones. Es decir, que quien tiene el poder es siempre
Dios. Pero, por otra parte, en la narración se va dando
un movimiento en el cual Dios parece irse “retirando”
en su papel ejecutor y el hombre, por su parte, va poco
a poco asumiendo su rol como sujeto. Es decir, va asu-
miendo poder sobre sí mismo y sobre la alteridad de lo
creado.7 Es justo en ese proceso donde se produce la
“desviación” que complica las cosas para el ser humano.
¿Cómo ejerce, pues, Dios su poder? En primer lu-
gar, como un artesano que amorosamente moldea al
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hombre con el polvo de la tierra y con el agua que la
riega8. Por eso el hombre es adam, una criatura
terrena, “terrosa”, constituida de la más pura
horizontalidad material del mundo. Pero es un ser al
que Dios le da un regalo muy especial: comparte con
él su mismo aliento de vida. Según la bellísima imagen
del relato, “insufló en sus narices el aliento de vida, y
resultó el hombre un ser viviente”. Cuando Yahvé cree
los animales en 2, 19, éstos serán “vivientes”, pero no
habrán recibido el mismo aliento de Dios. La vida del
hombre es así, en su esencia más íntima, materia ani-
mada por el “espíritu” de Dios, el único ser con el cual
Yahvé ha decidido libremente compartir su vida divi-
na. Es una manera muy plástica de decir lo que Gen
1,26 expresa de manera más abstracta del hombre, al
designarlo como “imagen y semejanza” de Dios. La ri-
quísima imaginería del versículo apunta en varias di-
recciones. En primer lugar, el hombre es esencialmen-
te apertura. El papel de los “huecos”, como los llama
Mercedes Navarro9, es indicar esa relacionalidad que
nace de la dependencia del hombre como ser creado
cuya vida es donada por Dios. La mujer nacerá de su
propia carne y dejará en él un “vacío”, que Dios tam-
bién llenará (Gen 2, 21). Ambos ejemplos nos dan una
imagen del hombre como esencialmente relacional y
remitido a la alteridad: religado a la tierra de la que está
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hecho, a la vida de su Creador y a la de sus semejantes,
sin los cuales no puede ser en plenitud. Para nuestro
asunto, lo importante es que hemos ganado un primer
rasgo de la manera en que Dios ejerce su poder: cons-
truyendo, creando vida y, sobre todo, donándola gra-
tuitamente al ser humano. El poder de Dios es cons-
tructivo por la vía de la donación de sí mismo.
Asimismo, es un poder solícito, que se ejerce en
función de hacer posible la vida plena del ser humano.
Ya desde el inicio del capítulo 2, el carácter “vacío” del
mundo recién creado se expresa desde el horizonte de
la ausencia del hombre: “...no había hombre que labra-
ra el suelo”, indicando que el designio profundo de
Dios es la creación de un ser semejante a él, co-crea-
dor, al cual se le dará en herencia ese mundo material
que Dios ha hecho con sus manos. Una vez animado,
Yahvé planta un jardín y pone al hombre en él, para
que lo “labrase y cuidase”. En el jardín hay abundancia
de frutos y todo lo necesario para la vida. A mi modo
de ver, es significativo que no hay prohibición de co-
mer del árbol de la vida, que es el árbol de la vida eter-
na, común a la mitología de la época y que, como ya
vimos, podríamos interpretar como otra figura de la
“vida divina”, de la cual el hombre es pleno partícipe10.
Esta solicitud de Dios se ve, igualmente, en la creación
de los vivientes, como “ayudas” para el hombre en or-
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den a que no esté solo (Gen 2, 18 y ss.), ya que, como
vimos, éste consiste en apertura y relacionalidad. Esta
solicitud llega a su colmo cuando crea a la mujer. Que,
como bien apunta Mercedes Navarro, no es tanto el
momento de creación de la mujer en cuanto tal, sino
el preciso instante en el cual Dios completa al ser hu-
mano al crear la diferencia sexual como expresión mis-
teriosa de la necesidad radical de alteridad que está
inscrita en el hombre. Hasta ese momento, el hombre
era un ser asexuado, genérico (hâ âdâm) y solitario,
pero ahora es varón (´îsh) y mujer (´îsshâh)11. Un ras-
go incluso de ternura divina puede verse reflejado en
el hecho de que Dios envía un sueño profundo al hom-
bre mientras, como un cirujano, extrae a la mujer de su
propio costado, quizás para protegerlo de la irrupción
de su propio poder sobre su frágil carne. Una bella
imagen, por cierto, del dolor que va inmerso en toda
diferenciación y en todo crecimiento, que siempre tie-
ne algo de pérdida y de muerte a lo anterior.
1.3. El designio de Dios sobre el hombre: el límite
como posibilitación de la vida
Hasta ahora hemos visto un Dios que libremente
se dona a sí mismo para constituir la realidad del hom-
bre y del mundo como fuente de posibilidades de vida
para él. Hay, sin embargo, otra forma de poder que
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Dios ejerce en la narración, a saber, la de imponerle un
“mandamiento”, una Ley. Que el hombre necesite leyes
y normas es un asunto antropológicamente muy pro-
fundo y muy rico, en el que no voy a entrar aquí, por
razones de brevedad. Pero si la vida que el hombre
comparte es la vida divina, que no es otra cosa que el
amor, y el amor necesita constitucionalmente de la li-
bertad, es fácil deducir que el hombre en cuanto ima-
gen de Dios tiene que ser libre. Eso es quizás lo que
quiere decir que los animales no comparten el aliento
divino: ellos no aman, no eligen, su vida está clausu-
rada en su instinto.
No olvidemos, sin embargo, que el hombre va a ir
adquiriendo su carácter de sujeto gradualmente. La li-
bertad presupone otra cosa: que tiene forzosamente
que aprenderse, que sólo en la medida que la ejerzo
voy haciéndome libre. Dios no hubiese creado un ser
verdaderamente libre si lo hubiese hecho sabio y per-
fecto desde el principio. Tuvo que hacerlo radicalmen-
te indigente, radicalmente vacío de plenitud, porque
ésta sólo se alcanza a través de la apropiación cons-
ciente de sí mismo. Por eso, el primer hombre está des-
nudo y no siente vergüenza12. Quizás sería mejor de-
cir que no se da cuenta, como lo indica la pregunta que
le dirigirá Dios después de haber comido el fruto pro-
hibido: “¿Quién te ha hecho ver que estabas desnu-
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do?”13. La desnudez del primer hombre es un podero-
so símbolo, que, a mi modo de ver, habla de esa caren-
cia radical que nos constituye: para que podamos ser
verdaderos creadores, Dios ha tenido que hacernos sin
forma de ser previa y programada, a fin de que poda-
mos crearnos a nosotros mismos. Pero, como todo ar-
tista sabe, y el Dios alfarero es la metáfora inicial de
esta narración, no hay obra de arte sin forma. Y la for-
ma se funda en el límite. El límite tiene una vertiente
negativa: es algo que coarta la expansión indefinida.
Pero la vertiente positiva es la más importante: el lími-
te posibilita que la materia cobre forma y tenga senti-
do y se constituye en la base a partir de la cual es po-
sible transformar y ordenar algo. Así que el Dios alfa-
rero no abandona el hombre a la desnudez de su in-
consciencia primigenia: le da una Ley, y se la da, en
primer lugar, como un mandamiento positivo, orien-
tado a hacer posible su vida. Lo pone en el jardín, como
vimos, para que lo labre y cuide. Y le manda que coma
de todos los árboles del jardín. Sólo en un segundo
momento aparece la Ley-límite, la prohibición: “más del
árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, por-
que el día que comieres de él morirás sin remedio”.14
¿Es arbitraria la prohibición de Dios, como pare-
ce a primera vista? No, si pensamos en el significado de
este misterioso árbol. Conocer el bien y el mal es una
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expresión hebrea que no denota exactamente lo que
nos suena a nosotros. No se trata del discernimiento
moral propio del ser humano. De ser así, Dios nos es-
taría negando justamente lo que él mismo nos dio para
constituirnos como tales: la posibilidad de ser libres.
Es una forma de hablar que designa más bien algo así
como lo que en castellano se manifiesta con la expre-
sión “estar más allá del bien y del mal”, es decir, un
conocimiento individual que se pretende absoluto y
por encima de cualquier límite ético o cognitivo15. En
realidad, es una expresión que designa el ponerse en
lugar de Dios, desconociendo el carácter esencialmen-
te relacional –religado– del hombre a su Creador, a la
tierra de la que proviene y a los semejantes de cuya
carne procede y cuyo futuro depende de sus decisio-
nes. Como bien señala J. V. Niclós, es un conocer “po-
lítico”, que tiene implícita la pretensión de arrogarse el
poder absoluto, que no respeta límite alguno al haber
roto todo carácter relativo, relacional16. De allí que la
advertencia divina acerca de la muerte que le sobre-
vendrá al hombre que coma de ese fruto no es tanto el
anuncio de un castigo como el anuncio de las conse-
cuencias propias de una tal acción: des-ligarse, des-
conocer los límites, la relatividad, la fragilidad y la
dependencia que nos hace humanos es algo que trae
muerte y desgracia, porque es ruptura de lo esencial:
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nuestro carácter relacional, nuestra apertura al amor
y la consideración hacia el otro. La “prohibición” es,
vista desde esa perspectiva, otra cara de la solicitud de
Dios, que va preparando así al hombre para que asu-
ma el riesgo de su libertad.
2. La hybris del principio:
el poder humano como perversión del poder de Dios
El mandamiento negativo, la prohibición de Dios,
como hemos visto, está lejos de ser una arbitrariedad.
Es más bien la comunicación que hace Dios al hombre
de las justas dimensiones de su realidad y de su llama-
do a ser co-creador con él. En el episodio de la serpien-
te y la mujer, el ser humano va a confrontarse
experiencialmente con esa realidad humana. Hay qui-
zás una profunda sabiduría en el pregón pascual cuan-
do se habla de este momento crucial como una felix
culpa. Porque el ser humano no aprende a vivir teóri-
camente, ni a ejercer su libertad aprendiendo “manda-
mientos” de memoria, sino en el fragor de sus propias
decisiones y en el juego de espejismos de su propio
ego, que va ajustando su propia estatura a medida que
va recibiendo los embates inexorables de la realidad.
El hombre tiene que saborear su fragilidad para apren-
der a lidiar con ella. Tiene que comer ese fruto y beber
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ese cáliz hasta el fondo. Veremos a continuación cómo
se da este importante paso en el proceso de huma-
nización y cómo aparece el poder no ya cuando lo ejer-
ce Dios, sino cuando lo manipula el hombre.
2.1 Los elementos del poder: engaño y media
verdad, la tentación del poder total
En este sentido, Mercedes Navarro apunta que el
papel de la serpiente es ambiguo y no del todo divor-
ciado de la iniciativa divina. No olvidemos que en el
pensamiento bíblico siempre se afirmará la soberanía
divina a través del recurso, entre otros, de mostrar a
Dios como “permitiendo” que el “mal” acontezca, mu-
chas veces con una finalidad pedagógica. No olvide-
mos a Dios autorizando a Satán a probar a Job (Job 1,
12). La serpiente, como bien apunta Navarro, más bien
“ayuda a Dios en su tarea de diferenciación del ser
humano”.17
¿Cómo lo hace? En la fina tentación de la ser-
piente escucharemos la voz no de una entidad metafí-
sica del mal, sino algo muy humano, algo “animal”: la
serpiente es un viviente, pero recordemos que lo ani-
mal es lo que está vivo sin compartir el espíritu de Dios,
su vida más íntima, esa que consiste precisamente en
donarse y autocomunicarse. Por allí va la tentación de
la serpiente. En esa tentación, y en lo que viene luego,
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veremos el cumplimiento de lo dicho por Dios en
cuanto a las consecuencias de desconocer el límite. Y
veremos también cómo se despliega el poder en el hom-
bre a la luz de la palabra tentadora de la serpiente.
En primer lugar, es muy importante ver cómo se
da la tentación de la serpiente. Hasta ahora, la palabra
que se ha dirigido al hombre ha sido una palabra ver-
dadera, confiable, que cumple lo que dice y que se
ajusta a los límites de la realidad. Dios es fiable. La ser-
piente entra en escena con una pregunta capciosa que,
además, deforma la verdad de la palabra de Dios con
una media mentira: “¿Cómo es que Dios os ha dicho:
No coman de ninguno de los árboles del jardín?18 La
actitud de la serpiente es muy interesante: es la mur-
muración, un elemento muy importante en los relatos
de apropiación que ya hemos mencionado19, lo que en
criollo llamamos “meter casquillo”. Esto es, sembrar la
desconfianza frente al otro, rompiendo así la diafani-
dad de una relación, contaminando lo que era clara
confianza con oscuras dudas imposibles de probar. El
germen de la duda es introducido de manera muy su-
til por la serpiente: no está tanto en el “contenido” de
la pregunta, a todas luces falso, como en lo que hace
resaltar. Si Dios había dado un mandamiento positivo
(comer de todos los árboles), dentro del cual se hacía
una restricción que apuntaba en orden a advertir de las
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consecuencias de transgredir una limitación secunda-
ria (no comer del árbol del conocimiento del bien y el
mal), la serpiente hace relucir tan sólo el aspecto ne-
gativo del mandamiento. Con ello, ha operado en el
hombre la sospecha de que la relación de Dios con él
es una relación de coacción arbitraria. Primer elemen-
to: el rumor, la manipulación de la verdad del otro, en
orden a socavar la confianza, elemento básico de las
relaciones humanas.
El ser humano responde también deformando la
palabra divina. Si bien Eva “corrige” a la serpiente al
decirle que está equivocada, le dice también que Dios
le ha prohibido “tocar” el árbol, cosa que nunca dijo.
Pero el detalle más importante está en el hecho de que
termina comprando el discurso de la serpiente cuan-
do afirma que no pueden comer el fruto “so pena de
muerte”. Es decir, lo que era una advertencia amorosa
y solícita de Dios sobre los propios límites y la propia
fragilidad se ha convertido en una coacción restricti-
va y vertical, por no decir arbitraria, situando así la
mujer el discurso de Dios en el mismo terreno en el que
lo pone la serpiente: el del mandamiento negativo.
La serpiente entra aquí con toda su astucia pro-
fundizando la murmuración, esta vez ya con la menti-
ra descarada y con una frase que terminará por des-
truir la confianza en Dios, culminando así la labor de
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zapa que había comenzado al introducir sutilmente la
duda en el versículo anterior. La mentira, que acusa a
Dios de mentiroso, es decirles que no morirán si co-
men del fruto prohibido. El colmo de la murmuración
es la asignación de una intención oculta y doble en
Dios: él les prohíbe comer del fruto porque no quiere
competencia, “sabe muy bien que el día en que coman
de él se les abrirán los ojos y serán como dioses, cono-
cedores del bien y del mal”.20 Esta mentira, además,
lleva en sí misma el núcleo de la tentación: comer del
fruto los va a poner por encima del bien y del mal, los
va a librar de su limitación, les va a dar el poder abso-
luto del que disfrutan los dioses. El contenido real de
la tentación, el núcleo del “mal”, no es una entidad me-
tafísica, ni la trasgresión de un mandamiento arbitra-
rio, sino una pretensión “política”: romper con el ca-
rácter relativo del poder que Dios le da al hombre
como misión y del cual no dispone, sino que participa,
y pretenderse absoluto. Eso, naturalmente, es sencilla-
mente imposible, porque el hombre no puede eliminar
voluntariamente su carácter creatural. Y eso es justa-
mente lo que se va a constatar en lo que sucede des-
pués de comer el fruto, en las consecuencias que la
pareja humana se va a ver obligada a enfrentar y que
corroboran con la patencia dura de la realidad: que la
serpiente mentía en lo que prometía.
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Pero antes de que se revele la mentira, la mujer
cae en la tentación. Y lo que la tienta no es tanto que
el fruto sea “bueno para comer y apetecible a la vis-
ta”,21 calidad que ya en Gen 2, 9 se mostraba como
buena en tanto que compartida por los frutos de todos
los árboles del jardín, sino sobre todo porque aparece
como “excelente para obtener sabiduría”.22 Ya sabe-
mos de qué sabiduría se trata: el conocimiento total,
que pondría al hombre más allá de su contingencia y
le permitiría, teóricamente, hacer lo que quisiese, aún
por encima de los límites que Dios le ha señalado. Eso
es lo que tienta, y a eso es a lo que cede la mujer. Nó-
tese que la sospecha que veladamente sugiere la ser-
piente tiene implícita la idea de un Dios que oculta lo
que sabe por razones interesadas. Un Dios mentiroso,
que no es sino el reflejo de lo que en realidad consti-
tuye la verdad propia no de Dios, sino precisamente de
la serpiente. Se introduce una noción de Dios donde su
poder es el de un “saber total” que oculta y miente para
salvaguardar sus intereses de dominio, un Dios cuyo
ejercicio del poder es autocentrado y puesto en servi-
cio de sí mismo. Obviamente, todo lo contrario de lo
que hemos visto como dinamismo autodonante y des-
centrado del poder de Dios.
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2.1 La vergüenza del poder desnudo
Consumada la desobediencia, se revela la verdad
íntima del poder prometido por la serpiente, que no es
otra cosa que su propia mentira. Lejos de hacerse como
dioses, de adquirir un saber total, la pareja primordial
“abre sus ojos” y descubre que está desnuda. El espejis-
mo de la inflación de sí mismos muestra su imposibili-
dad y lo único que queda desvelado es la carencia radi-
cal de la que está hecho el hombre, su propia desnudez.
Esto no sucede en virtud de algún carácter mágico en la
fruta, sino porque la omnipotencia prometida no se
hace realidad y queda desvelada la fragilidad de lo hu-
mano, despojado ahora de la confianza básica en la pa-
labra de Dios que lo mantenía íntimamente ligado a él
y que ha sido intercambiada por las promesas de la ser-
piente, que se muestran ahora como nulas baratijas. La
serpiente logró convencer al hombre de que Dios lo
engañaba y era su adversario, haciéndole centrar su
atención sólo en lo que había de negación en su manda-
to, pero llevándolo a olvidar que lo más importante era
que había puesto ante él todo el resto del jardín como po-
sibilidad de libre apropiación en orden a su propio goce
y crecimiento. Eso es lo que produce la vergüenza, que
no es vergüenza del otro, sino vergüenza de sí mismo.
Otra emoción que aparece ahora es el miedo, que
testifica el hondo carácter de la ruptura que ha provo-
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cado la caída de la confianza en Dios. Adán le dice a
Dios que se esconde porque está desnudo: ha cobrado
conciencia dolorosamente de su propia pequeñez y
relatividad frente a lo absoluto de Dios. La confianza
se ha trastocado en miedo y el miedo hace que la pa-
reja humana sea incapaz de asumir su responsabili-
dad: Adán le echará la culpa a la mujer y ésta, a su vez,
a la serpiente. Eso, además, es una dramática muestra
de que no sólo se rompió la confianza fundante entre
Dios y el hombre, sino entre los dos miembros de la
primera comunidad humana.
Así se ha revelado, paradójicamente a través de la
mentira, la verdad del hombre: de la promesa de ser lo
que no se es, de pretenderse más allá de todo límite y
del respeto a la confianza que supone el carácter
relacional del hombre, se ha pasado a una muy dolo-
rosa toma de conciencia de los propios límites. Es en
estos términos que podemos leer los versículos si-
guientes: las palabras de Dios no son un “castigo”, sino
una descripción de la experiencia que el hombre ha
hecho ahora de la verdad íntima de su propia condi-
ción. Por eso coincido con Mercedes Navarro, cuando
ve en todo este episodio una imagen del proceso con
el que Dios mismo va llevando pedagógicamente al
hombre a asumirse a sí mismo y a hacer consciente su
propia realidad y los riesgos propios de su libertad. Las
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“maldiciones” que aparecen en Gen 3, 14-19 son más
bien una descripción irónica de aquello que el hombre
hizo consciente al constatar la falsedad de la promesa
de pretenderse absoluto: lejos de estar por encima del
bien y del mal, el hombre tiene que lidiar con una exis-
tencia llena de dolor y limitación, arraigado a la tierra
y luchando agónicamente por realizarse a sí mismo a
pesar de su propia fragilidad. Dios, sin embargo, sigue
donando vida: a pesar de todo, los equipa básicamen-
te para la expulsión que seguirá y los viste con túnicas
confeccionadas por él mismo. Con ello, es él quien da
el primer paso para la recuperación de la confianza,
suavizando la dureza de la desnudez humana.
III. Conclusión: poder de Dios y poder del hombre
Este apretado recorrido nos muestra las dos ca-
ras del poder, tal como las ha experimentado y descri-
to el narrador. Por un lado, el poder de Dios, que es una
dinámica de autocomunicación y autodonación que
consiste en donar realidad y compartir su vida más
íntima con el hombre. Para hacer del hombre un crea-
dor, le da todo lo que necesita: tierra para cultivar, ár-
boles para comer, animales para domesticar, e inclu-
so el regalo de la alteridad para que pueda compartir
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lo más propio de Dios, que es el amor y la comunión.
Dios no se reserva nada. Ni siquiera el árbol del cono-
cimiento del bien y del mal, que no es algo que él ne-
cesite, porque ya lo tiene. Pero es un árbol que está
plantado en el jardín desde el momento en que Dios
hace al hombre libre, porque la libertad consiste pre-
cisamente en ese misterioso carácter del hombre de
poder imaginarse a sí mismo más allá de sus propios
límites. Sin ese árbol como posibilidad real, la libertad
sería sólo una ilusión. Dios, así, ni siquiera se reserva
eso: no tutelará al hombre, porque sólo así podrá tener
una relación realmente consistente con él, una en la
que el hombre se relacione con él a través de la libre
elección. El poder de Dios es así un poder cuya esen-
cia no es la coacción ni el tutelaje, sino la donación y
la capacitación del otro para que responda libremen-
te al amor.
El poder del que el hombre dispone no tendría
por qué ser diferente: está llamado a ser creador, den-
tro de los límites que impone su propio carácter
creatural, ligado al mundo y a los otros y religado en
ellos a Dios. Es muy interesante que la primera tenta-
ción del hombre, y por consiguiente su primer pecado,
es la de querer ser como Dios, pero no en lo que es
esencial de Dios (su carácter de absoluta donación de
sí), sino en lo parcial de la mera omnipotencia. Si hubo
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un “pecado original”, éste fue el de querer detentar el
poder absoluto, sin respetar el límite que la realidad
me impone y que me imponen los otros en tanto igua-
les que yo. Un pecado que se basa, como magistral-
mente muestra la tentación de la serpiente, en la ma-
nipulación de la verdad, ocultando lo que me interesa
y revelando el resto tan sólo como me interesa y me
conviene, para garantizar así un plus de conocimien-
to que me pone por encima del otro y me permite ma-
nejarlo y manejar la relación con él a mi antojo. Este
poder que no respeta límite alguno y que mediatiza al
otro en función de mis intereses, objetivándolo y des-
pojándolo así de la dignidad divina de la libertad, im-
plica la asunción ficticia de mi propia realidad limita-
da como si fuese absoluta y como si pudiese erigirse en
totalidad de lo real. Eso es imposible y significa vivir en
la mentira para quien lo ejerce y en hacer que los otros
vivan bajo el poder de esa falsedad, con todas las con-
secuencias destructivas que tiene. La primera de ellas,
es, naturalmente, la corrosión de la confianza básica
que hace posible las relaciones humanas sanas, equi-
libradas y libres.
No hay que ser muy agudo para concluir que el
redactor del Génesis tuvo buenas razones para incluir
este texto: en él refleja la noción fundamental del fra-
caso de Israel como nación. Si el poder político, en este
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caso la monarquía, se erige como absoluto, si basa su
dominio en la manipulación de la verdad y si en lugar
de servir a la nación actúa desde sus intereses, las con-
secuencias serán la ruptura de la confianza básica en-
tre los ciudadanos y la posterior ruina del país. Esta
crítica tan aguda, sin embargo, no se ha hecho de cara
al pasado, sino de cara al futuro. Lo que nos dice es que
la tentación y el pecado que llevaron a la ruina a una
nación, están presentes en la condición humana mis-
ma. En esto coincide con la gran intuición de los grie-
gos: la ruina del hombre es su hybris, su desmesura, su
incapacidad para conformarse con los límites de su
propia condición, a la par que para reconocer lo que
son sus mejores y más hondas posibilidades.
Paradójicamente, el texto parece también recal-
car que el Dios que es Señor de la Historia se sirvió de
esa misma “caída” para hacer posible la incorporación,
a través de la experiencia dura y dolorosa de la ruptu-
ra primordial, de la conciencia de la propia condición,
como punto de partida de un ejercicio realista y adul-
to de la propia libertad. En otras palabras, la caída, por
más traumática que sea, es oportunidad de aprendiza-
je, y Dios siempre está allí para revestir la desnudez
frágil del hombre y ponerlo otra vez en camino. El re-
dactor, entonces, estaría abriendo un espacio a la es-
peranza: podemos aprender a ser sensatos y a mane-
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jar nuestras relaciones conforme a nuestra justa medi-
da humana. Si tomamos conciencia, y hacemos carne
propia esa experiencia dolorosa, podemos reconstruir
nuestras relaciones humanas, como personas y como
nación, de una manera distinta, que no nos convoque
de nuevo fatalmente a vivir bajo el signo de la mentira
y de la tentación totalitaria. Porque el poder, siempre que
se pretenda absoluto, es siempre un poder desnudo.
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NOTAS
1 Quesnel, Michel y Gruson, Philippe (Dirs): La Biblia y su cultura.
Antiguo Testamento, Santander: Editorial Sal Terrae, 2002, p. 52;
Navarro, Mercedes: Barro y aliento. Exégesis y antropología
teológica de Génesis 2-3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993, p. 186.
2 Ricoeur, Paul: Pensar la creación, en LaCoque, André y Ricoeur,
Paul: Pensar la Biblia. Estudios exegéticos y hermenéuticos, Bar-
celona: Editorial Herder, 2001, pp. 51-53.
3. Foucault, Michel: Das Subjekt und die Macht, en Dreyfus,
Hubert y Rabinow, Paul (Eds.): Michel Foucault. Jenseits von
Strukturalismus und Hermeneutik, Weinheim: Beltz Athenäum
Verlag, 1942, pp. 241-261.
4. Ska, Jean Louis: Introducción a la lectura del Pentateuco. Cla-
ves para la interpretación de los cinco primeros libros de la Bi-
blia, Estella (Navarra): Editorial Verbo Divino, 2001, p. 313.
5. Quesnel, Michel y Gruson, Philippe (Dirs): La Biblia y su cultura.
Antiguo Testamento, Santander: Editorial Sal Terrae, 2002, p. 41.
6 Niclós, José Vicente: Génesis 3 como relato de apropiación, en
Estudios Bíblicos, N° 53, 1995, pp. 181-200.
7 Debo esta idea del carácter procesual del texto a Navarro, Mer-
cedes: Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica de Gé-
nesis 2-3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993.
8 Gen 2, 7.
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9 Navarro, Mercedes: Barro y aliento. Exégesis y antropología teoló-
gica de Génesis 2-3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993, p. 113-117.
10 Quesnel, Michel y Gruson, Philippe (Dirs): La Biblia y su cultura.
Antiguo Testamento, Santander: Editorial Sal Terrae, 2002, p. 48.
11 Navarro, Mercedes: Barro y aliento. Exégesis y antropología teoló-
gica de Génesis 2-3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993, pp. 131 y ss.
12 Gen 2, 25.
13 Gen 3, 11.
14 Gen 2, 17.
15 Quesnel, Michel y Gruson, Philippe (Dirs): La Biblia y su cultura.
Antiguo Testamento, Santander: Editorial Sal Terrae, 2002, p. 49.
16 Niclós, José Vicente: Génesis 3 como relato de apropiación, en
Estudios Bíblicos, N° 53, 1995, pp. 194-195.
17 Navarro, Mercedes: Barro y aliento. Exégesis y antropología teo-
lógica de Génesis 2-3, Madrid: Ediciones Paulinas, 1993, p. 185.
18 Gen 3, 1.
19 Niclós, José Vicente: Génesis 3 como relato de apropiación, en
Estudios Bíblicos, N° 53, 1995, pág. 199.
20 Gen 3, 5.
21 Gen 3, 6.
22 Idem.