Post on 06-Jul-2020
ENSAYO 1
Del hablar pronto o tardío
Miguel de Montaigne
No a todos fueron concedidos todos los dones; así vemos que entre los que poseen el de la
elocuencia, unos tienen la prontitud, facilidad y réplica tan oportunas, que en cualquiera ocasión están prestos
a la respuesta; otros, menos vivos, nunca hablan nada que antes no hayan bien meditado y reflexionado.
Así como se recomienda a las damas los juegos y ejercicios corporales que contribuyen al
acrecentamiento de su belleza, si yo tuviese que aconsejar qué género de elocuencia de las dos citadas
conviene más al predicador y al abogado, entiendo que el que no sea improvisador es más apto para orador
sagrado, y que, al que por el contrario, lo es, conviene la abogacía. El orador sagrado dispone siempre del
tiempo necesario para preparar sus oraciones, y sus discursos no son nunca interrumpidos; el abogado tiene
por necesidad que improvisar y ser apto para la polémica. Sin embargo en la entrevista del papa Clemente con
el rey de Francia ocurrió que el señor Poyet, hombre adiestrado en el foro y tenido en gran reputación como
abogado, recibió -27- la comisión de pronunciar una arenga ante el papa, y habiéndola bien premeditado de
antemano algunos dicen que ya la traía redactada de París), el mismo día que tenía que pronunciarla, el
pontífice temió que el orador no estuviese todo lo prudente que era menester y que pudiera ofender a los
embajadores de los demás príncipes que le rodeaban; en esta creencia el papa mandó al rey el argumento del
discurso que le parecía más apropiado a las circunstancias, y que era en todo contrario al del discurso
preparado por el señor Poyet; de modo que la arenga de éste fue ya inútil y le era necesario pronunciar la otra,
de lo cual, sintiéndose incapaz el abogado fue precisó que el cardenal del Bellay hiciese de orador en la
ceremonia. La labor del abogado es menos viable que la del predicador, sin embargo de lo cual, tal es al menos
mi opinión, encontramos mejores abogados que predicadores, a lo menos en Francia. Parece que es más
adecuada labor del espíritu la improvisación y el repentizar, y tarea más apta del juicio la lentitud y el reposo.
Quien permanece mudo si carece de tiempo para preparar su discurso y aquel a quien el tiempo no procura
ventajas de hablar mejor se encuentran en igual caso.
Cuéntase que Severo Casio hablaba mejor sin preparación alguna; que debía más a la fortuna
que a la actividad y diligencia de su espíritu, y que sacaba gran partido cuando le interrumpían. Temían sus
adversarios mortificarle de miedo que la cólera no duplicara la fuerza de su elocuencia. Esta cualidad de
algunos hombres la conozco yo por experiencia propia; acompaña siempre a aquellos que no pueden sostener
una meditación continuada, y en tales naturalezas lo que libremente y como jugando no se produce, tampoco
se alcanza por ningún otro medio. De algunos otros decimos que denuncian el aceite y la lámpara, por cierta
aridez y rudeza que la labor imprime en las partes laboriosas del ingenio. Además de esto, el deseo de trabajar
con acierto y el recogimiento del espíritu, demasiado en tensión y circunscrito en su empresa, hácenle
encontrar dificultades, como acontece cuando el agua pugna por salir de un depósito que rebasa y no es
bastante grande el boquete de desagüe. A los que poseen aquella cualidad ocúrreles a veces que no han
menester estar conmovidos ni mortificados por sus pasiones para llegar a la elocuencia, como acontecía a
Casio, pues tal estado sería demasiado tirante; tal género de elocuencia necesita que el orador no sea agitado,
sino más bien solicitado; precisa el calor y que las facultades se despierten por las ocasiones inesperadas y
fortuitas. Esta elocuencia, abandonada a sí misma se arrastra y languidece; la agitación constituye su vida y su
encanto. En la natural disposición de mi espíritu no me encuentro en mi elemento; lo imprevisto tiene más -
28- fuerza que yo; la ocasión, la compañía, el tono mismo de mi voz sacan más partido de mi espíritu que el
que yo encuentro cuando a solas lo sondeo y ejercito. De modo que en mí las palabras aventajan a los escritos,
si es que puede haber elección ni comparación posibles en cosas de tan poca monta. Suele acontecerme
también que la inspiración me favorece más que el raciocinio. En ocasiones escribiendo se me escapa alguna
sutileza (bien se me alcanza: insignificante al entender de otro, puntiaguda para el mío; dejemos tales
distingos, cada cual habla del ingenio, según la fuerza del suyo), y luego no sé lo que con ella quise decir; a
veces cualquiera otro descubre su sentido antes que yo. Si suprimiera todas las frases en que tal me acontece,
apenas si dejaría ninguna transcrita. La casualidad me hará ver luego claramente su alcance, generalmente
más claro que la luz del mediodía, y contribuirá a que yo mismo me asombre de mi incertidumbre.
ENSAYO 2
La rebelión de las masas.
El hecho de las aglomeraciones.
José Ortega y Gasset
Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora presente.
Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben
ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la
más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de una vez en
la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la
rebelión de las masas. Para la inteligencia del formidable hecho conviene que se evite dar desde luego a las
palabras "rebelión", "masas", "poderío social", etc., un significado exclusiva o primariamente político. La vida
pública no es sólo política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los
usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar.
Tal vez la mejor manera de acercarse a este fenómeno histórico consista en referirnos a una experiencia visual,
subrayando una facción de nuestra época que es visible con los ojos de la cara.
Sencillísima de enunciar, aunque no de analizar, yo la denomino el hecho de la aglomeración, del "lleno". Las
ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes,
llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los
médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de
espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema empieza a serlo casi de
continuo: encontrar sitio. Nada más. ¿Cabe hecho más simple, más notorio, más constante, en la vida actual?
Vamos ahora a punzar el cuerpo trivial de esta observación, y nos sorprenderá ver cómo de él brota un
surtidor inesperado, donde la blanca luz del día, de este día, del presente, se descompone en todo su rico
cromatismo interior.
¿Qué es lo que vemos, y al verlo nos sorprende tanto? Vemos la muchedumbre, como tal, posesionada de los
locales y utensilios creados por la civilización. Apenas reflexionamos un poco, nos sorprendemos de nuestra
sorpresa. Pues qué, ¿no es el ideal? El teatro tiene sus localidades para que se ocupen; por lo tanto, para que
la sala esté llena. Y lo mismo los asientos del ferrocarril, y sus cuartos el hotel. Sí; no tiene duda. Pero el hecho
es que antes ninguno de estos establecimientos y vehículos solían estar llenos, y ahora rebosan, queda fuera
gente afanosa de usufructuarlos. Aunque el hecho sea lógico, natural, no puede desconocerse que antes no
acontecía y ahora sí; por lo tanto, que ha habido un cambio, una innovación, la cual justifica, por lo menos en
el primer momento, nuestra sorpresa.
Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual. Por eso su
gesto gremial consiste en mirar al mundo con los ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el mundo es extraño
y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto, maravillarse, es la delicia vedada al futbolista, y que, en
cambio, lleva al intelectual por el mundo en perpetua embriaguez de visionario. Su atributo son los ojos en
pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los ojos siempre deslumbrados.
La aglomeración, el lleno, no era antes frecuente. ¿Por qué lo es ahora?
Los componentes de esas muchedumbres no han surgido de la nada. Aproximadamente, el mismo número de
personas existía hace quince años. Después de la guerra parecería natural que ese número fuese menor. Aquí
topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que integran estas muchedumbres
preexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeños grupos, o solitarios, llevaban
una vida, por lo visto, divergente, disociada, distante. Cada cual — individuo o pequeño grupo — ocupaba un
sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad.
Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres.
¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugares mejores, creación relativamente refinada de la cultura
humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías.
La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad.
Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las
baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro.
El concepto de muchedumbre es cuantitativo y visual. Traduzcámoslo, sin alterarlo, a la terminología
sociológica. Entonces hallamos la idea de masa social. La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos
factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La
masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas, sólo ni
principalmente "las masas obreras". Masa es el "hombre medio". De este modo se convierte lo que era
meramente cantidad — la muchedumbre — en una determinación cualitativa: es la cualidad común, es lo
mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo
genérico.
ENSAYO 3
El casarse pronto y mal
Mariano José de Larra
Así como tengo aquel sobrino de quien he hablado en mi artículo de empeños y desempeños, tenía otro no
hace mucho tiempo, que en esto suele venir a parar el tener hermanos. Éste era hijo de una mi hermana, la
cual había recibido aquella educación que se daba en España no hace ningún siglo: es decir, que en casa se
rezaba diariamente el rosario, se leía la vida del santo, se oía misa todos los días, se trabajaba los de labor, se
paseaba las tardes de los de guardar, se velaba hasta las diez, se estrenaba vestido el domingo de Ramos, y
andaba siempre señor padre, que entonces no se llamaba «papá», con la mano más besada que reliquia vieja,
y registrando los rincones de la casa, temeroso de que las muchachas, ayudadas de su cuyo, hubiesen a las
manos algún libro de los prohibidos, ni menos aquellas novelas que, como solía decir, a pretexto de inclinar a
la virtud, enseñan desnudo el vicio. No diremos que esta educación fuese mejor ni peor que la del día, sólo
sabemos que vinieron los franceses, y como aquella buena o mala educación no estribaba en mi hermana en
principios ciertos, sino en la rutina y en la opresión doméstica de aquellos terribles padres del siglo pasado, no
fue necesaria mucha comunicación con algunos oficiales de la guardia imperial para echar de ver que si aquel
modo de vivir era sencillo y arreglado, no era sin embargo el más divertido. ¿Qué motivo habrá,
efectivamente, que nos persuada que debemos en esta corta vida pasarlo mal, pudiendo pasarlo mejor?
Aficionose mi hermana de las costumbres francesas, y ya no fue el pan pan, ni el vino vino: casose, y siguiendo
en la famosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto Pepe Botellas, que tenía dos ojos muy hermosos y nunca
bebía vino, emigró a Francia.
Excusado es decir que adoptó mi hermana las ideas del siglo; pero como esta segunda educación tenía tan
malos cimientos como la primera, y como quiera que esta débil humanidad nunca supo detenerse en el justo
medio, pasó del Año Cristiano a Pigault Lebrun, y se dejó de misas y devociones, sin saber más ahora por qué
las dejaba que antes por qué las tenía. Dijo que el muchacho se había de educar como convenía; que podría
leer sin orden ni método cuanto libro le viniese a las manos, y qué sé yo qué más cosas decía de la ignorancia y
del fanatismo, de las luces y de la ilustración, añadiendo que la religión era un convenio social en que sólo los
tontos entraban de buena fe, y del cual el muchacho no necesitaba para mantenerse bueno; que «padre» y
«madre» eran cosa de brutos, y que a «papá» y «mamá» se les debía tratar de tú, porque no hay amistad que
iguale a la que une a los padres con los hijos (salvo algunos secretos que guardarán siempre los segundos de
los primeros, y algunos soplamocos que darán siempre los primeros a los segundos): verdades todas que
respeto tanto o más que las del siglo pasado, porque cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene
su cara.
No es necesario decir que el muchacho, que se llamaba Augusto, porque ya han caducado los nombres de
nuestro calendario, salió despreocupado, puesto que la despreocupación es la primera preocupación de este
siglo.
Leyó, hacinó, confundió; fue superficial, vano, presumido, orgulloso, terco, y no dejó de tomarse más rienda
de la que se le había dado. Murió, no sé a qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó a España con mi
hermana, toda aturdida de ver lo brutos que estamos por acá todavía los que no hemos tenido como ella la
dicha de emigrar; y trayéndonos entre otras cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso se sabe
en Francia de muy buena tinta. Por supuesto que no tenía el muchacho quince años y ya galleaba en las
sociedades, y citaba, y se metía en cuestiones, y era hablador y raciocinador como todo muchacho bien
educado; y fue el caso que oía hablar todos los días de aventuras escandalosas, y de los amores de Fulanito
con la Menganita, y le pareció en resumidas cuentas cosa precisa para hombrear enamorarse.
Por su desgracia acertó a gustar a una joven, personita muy bien educada también, la cual es verdad que no
sabía gobernar una casa, pero se embaulaba en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eran para ella todos los
días, una novela sentimental, con la más desatinada afición que en el mundo jamás se ha visto; tocaba su poco
de piano y cantaba su poco de aria de vez en cuando, porque tenía una bonita voz de contralto. Hubo guiños y
apretones desesperados de pies y manos, y varias epístolas recíprocamente copiadas de la Nueva Eloísa; y no
hay más que decir sino que a los cuatro días se veían los dos inocentes por la ventanilla de la puerta y
escurrían su correspondencia por las rendijas, sobornaban con el mejor fin del mundo a los criados, y por
último, un su amigo, que debía de quererle muy mal, presentó al señorito en la casa. Para colmo de desgracia,
él y ella, que habían dado principio a sus amores porque no se dijese que vivían sin su trapillo, se llegaron a
imaginar primero, y a creer después a pies juntillas, como se suele muy mal decir, que estaban verdadera y
terriblemente enamorados. ¡Fatal credulidad! Los parientes, que previeron en qué podía venir a parar aquella
inocente afición ya conocida, pusieron de su parte todos los esfuerzos para cortar el mal, pero ya era tarde. Mi
hermana, en medio de su despreocupación y de sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta
afición a sus ejecutorias y blasones, porque hay que advertir dos cosas: Primera, que hay despreocupados por
este estilo; y segunda, que somos nobles, lo que equivale a decir que desde la más remota antigüedad
nuestros abuelos no han trabajado para comer. Conservaba mi hermana este apego a la nobleza, aunque no
conservaba bienes; y esta es una de las razones porque estaba mi sobrinito destinado a morirse de hambre si
no se le hacía meter la cabeza en alguna parte, porque eso de que hubiera aprendido un oficio, ¡oh!, ¿qué
hubieran dicho los parientes y la nación entera? Averiguose, pues, que no tenía la niña un origen tan preclaro,
ni más dote que su instrucción novelesca y sus duettos, fincas que no bastan para sostener el boato de unas
personas de su clase. Averiguó también la parte contraria que el niño no tenía empleo, y dándosele un bledo
de su nobleza, hubo aquello de decirle:
-Caballerito, ¿con qué objeto entra usted en mi casa?
-Quiero a Elenita -respondió mi sobrino.
-¿Y con qué fin, caballerito?
-Para casarme con ella.
-Pero no tiene usted empleo ni carrera...
-Eso es cuenta mía.
-Sus padres de usted no consentirán...
-Sí, señor; usted no conoce a mis papás.
-Perfectamente; mi hija será de usted en cuanto me traiga una prueba de que puede mantenerla, y el permiso
de sus padres; pero en el ínterin, si usted la quiere tanto, excuse por su mismo decoro sus visitas...
-Entiendo.
-Me alegro, caballerito.
Y quedó nuestro Orlando hecho una estatua, pero bien decidido a romper por todos los inconvenientes.
Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor cortada, se atreviese a trasladar al papel la escena de la niña con
la mamá; pero diremos, en suma, que hubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, y de corresponder al
mancebo; a todo lo cual la malva respondió con cuatro desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad
de la hija para escoger marido, y no fueron bastantes a disuadirle las reflexiones acerca de la ninguna fortuna
de su elegido: todo era para ella tiranía y envidia que los papás tenían de sus amores y de su felicidad;
concluyendo que en los matrimonios era lo primero el amor, y que en cuanto a comer, ni eso hacía falta a los
enamorados, porque en ninguna novela se dice que coman las Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían
de faltar unas sopas de ajo.
Poco más o menos fue la escena de Augusto con mi hermana, porque aunque no sea legítima consecuencia,
también concluía que los Padres no deben tiranizar a los hijos, que los hijos no deben obedecer a los padres:
insistía en que era independiente; que en cuanto a haberle criado y educado, nada le debía, pues lo había
hecho por una obligación imprescindible; y a lo del ser que le había dado, menos, pues no se lo había dado por
él, sino por las razones que dice nuestro Cadalso, entre otras lindezas sutilísimas de este jaez.
Pero insistieron también los padres, y después de haber intentado infructuosamente varios medios de
seducción y rapto, no dudó nuestro paladín, vista la obstinación de las familias, en recurrir al medio en boga de
sacar a la niña por el vicario. Púsose el plan en ejecución, y a los quince días mi sobrino había reñido ya
decididamente con su madre; había sido arrojado de su casa, privado de sus cortos alimentos, y Elena
depositada en poder de una potencia neutral; pero se entiende, de esta especie de neutralidad que se usa en
el día; de suerte que nuestra Angélica y Medoro se veían más cada día, y se amaban más cada noche. Por fin
amaneció el día feliz; otorgose la demanda; un amigo prestó a mi sobrino algún dinero, uniéronse con el lazo
conyugal, estableciéronse en su casa, y nunca hubo felicidad igual a la que aquellos buenos hijos disfrutaron
mientras duraron los pesos duros del amigo. Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar
a Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro no sabía más que disputar. Ello sin
embargo, el amor no alimenta, y era indispensable buscar recursos.
Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero, cosa más difícil de encontrar de lo que parece, y la vergüenza de
no poder llevar a su casa con qué dar de comer a su mujer, le detenía hasta la noche. Pasemos un velo sobre
las escenas horribles de tan amarga posición. Mientras que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir
humillaciones, la infeliz consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren; pero en casa
donde no hay harina todo es mohína; las más inocentes expresiones se interpretan en la lengua del mal humor
como ofensas mortales; el amor propio ofendido es el más seguro antídoto del amor, y las injurias acaban de
apagar un resto de la antigua llama que amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden unos a otros los
reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujer que le ha sacrificado su familia y su suerte, echándole en cara
aquella desobediencia a la cual no ha mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuos reproches se sigue,
en fin, el odio.
¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero un resto de honor mal entendido que bulle en el pecho de mi
sobrino, y que le impide prestarse para sustentar a su familia a ocupaciones groseras, no le impide precipitarse
en el juego, y en todos los vicios y bajezas, en todos los peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo,
corramos un velo sobre el cuadro a que dio la locura la primera pincelada, y apresurémonos a dar nosotros la
última.
En este miserable estado pasan tres años, y ya tres hijos más rollizos que sus padres alborotan la casa con sus
juegos infantiles. Ya el himeneo y las privaciones han roto la venda que ofuscaba la vista de los infelices:
aquella amabilidad de Elena es coquetería a los ojos de su esposo; su noble orgullo, insufrible altanería; su
garrulidad divertida y graciosa, locuacidad insolente y cáustica; sus ojos brillantes se han marchitado, sus
encantos están ajados, su talle perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce que sus pies son grandes y sus
manos feas; ninguna amabilidad, pues, para ella, ninguna consideración. Augusto no es a los ojos de su esposa
aquel hombre amable y seductor, flexible y condescendiente; es un holgazán, un hombre sin ninguna
habilidad, sin talento alguno, celoso y soberbio, déspota y no marido... en fin, ¡cuánto más vale el amigo
generoso de su esposo, que les presta dinero y les promete aun protección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué
actividad! ¡Qué heroísmo! ¡Qué amabilidad! ¡Qué adivinar los pensamientos y prevenir los deseos! ¡Qué no
permitir que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asiduidad y qué delicadeza en acompañarla los días enteros
que Augusto la deja sola! ¡Qué interés, en fin, el que se toma cuando le descubre, por su bien, que su marido
se distrae con otra...!
¡Oh poder de la calumnia y de la miseria! Aquella mujer que, si hubiera escogido un compañero que la hubiera
podido sostener, hubiera sido acaso una Lucrecia, sucumbe por fin a la seducción y a la falaz esperanza de
mejor suerte.
Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus hijos están solos.
-¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?
Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid? ¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela a la policía, se
informa. Una joven de tales y tales señas con un supuesto hermano han salido en la diligencia para Cádiz.
Reúne mi sobrino sus pocos muebles, los vende, toma un asiento en el primer carruaje y hétele persiguiendo a
los fugitivos. Pero le llevan mucha ventaja y no es posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega: son las diez
de la noche, corre a la fonda que le indican, pregunta, sube precipitadamente la escalera, le señalan un cuarto
cerrado por dentro; llama; la voz que le responde le es harto conocida y resuena en su corazón; redobla los
golpes; una persona desnuda levanta el pestillo. Augusto ya no es un hombre, es un rayo que cae en la
habitación; un chillido agudo le convence de que le han conocido; asesta una pistola, de dos que trae, al seno
de su amigo, y el seductor cae revolcándose en su sangre; persigue a su miserable esposa, pero una ventana
inmediata se abre y la adúltera, poseída del terror y de la culpa, se arroja, sin reflexionar, de una altura de más
de sesenta varas. El grito de la agonía le anuncia su última desgracia y la venganza más completa; sale
precipitado del teatro del crimen, y encerrándose, antes de que le sorprendan, en su habitación, coge
aceleradamente la pluma y apenas tiene tiempo para dictar a su madre la carta siguiente:
Madre mía: Dentro de media hora no existiré; cuidad de mis hijos, y si queréis hacerlos verdaderamente
despreocupados, empezad por instruirlos... Que aprendan en el ejemplo de su padre a respetar lo que es
peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no les podéis dar otra cosa mejor, no les quitéis una
religión consoladora. Que aprendan a domar sus pasiones y a respetar a aquellos a quienes lo deben todo.
Perdonadme mis faltas: harto castigado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto cara pago mi falsa
preocupación. Perdonadme las lágrimas que os hago derramar. Adiós para siempre.
Acabada esta carta, se oyó otra detonación que resonó en toda la fonda, y la catástrofe que le sucedió me
privó para siempre de un sobrino, que, con el más bello corazón, se ha hecho desgraciado a sí y a cuantos le
rodean.
No hace dos horas que mi desgraciada hermana, después de haber leído aquella carta, y llamándome para
mostrármela, postrada en su lecho, y entregada al más funesto delirio, ha sido desahuciada por los médicos.
«Hijo... despreocupación... boda... religión... infeliz...», son las palabras que vagan errantes sobre sus labios
moribundos. Y esta funesta impresión, que domina en mis sentidos tristemente, me ha impedido dar hoy a mis
lectores otros artículos más joviales que para mejor ocasión les tengo reservados.
ENSAYO 4
Tolstoy y el culto a la sencillez
G.K.CHESTERTON
El mundo entero está destinado a una gran simplicidad y sencillez, no deliberada, sino antes bien
inevitablemente. No es una simple moda de inocencia falsa, como la de los aristócratas franceses de antes de
la Revolución, que erigieron un altar a Pan e impusieron tributos a los campesinos para pagar los enormes
gastos que les suponía hacer la vida sencilla de los campesinos. La simplicidad a la que el mundo está abocado
es el resultado necesario de todos nuestros sistemas y especulaciones, y de nuestra contemplación profunda y
constante de las cosas. Pues el universo es como todo lo que contiene; hemos de mirarlo una y otra vez antes
de poder verlo. Solo cuando lo hemos visto cien veces, lo vemos por vez primera. Cuanto más contemplamos
las cosas, más tienden a unificarse y por lo tanto a simplificarse. La simplificación de algo es siempre
impresionante. Y la más impresionante de las simplificaciones es el monoteísmo: es como si observáramos
largo rato un dibujo hecho con mil objetos inconexos que, de pronto, con un estremecimiento de asombro,
viéramos unirse para formar un gran rostro que nos mira. Poca gente discutirá el hecho de que los
movimientos de nuestro tiempo tienden todos a la simplificación. Cada sistema quiere ser más fundamental
que el resto; quiere, literalmente, socavar los fundamentos del resto. En el arte, por ejemplo, la vieja
concepción del hombre, clásica como el Apolo de Belvedere, fue primero recusada por los realistas, que
piensan que el hombre, como realidad de la historia natural, es una criatura de pelo incoloro y cara pecosa. A
estos siguen los impresionistas, que van más allá y afirman que, a sus ojos físicos, que son lo único fidedigno,
el hombre es una criatura con el pelo rojo y la cara gris. Vienen luego los simbolistas, y dicen que, para su
alma, que es lo único fidedigno, el hombre es una criatura con el pelo verde y la cara azul. Y todos los grandes
escritores de nuestro tiempo intentan también, cada cual a su manera, restablecer esa comunicación con lo
elemental o, como a veces se dice más vaga y engañosamente, volver a la naturaleza. Unos piensan que volver
a la naturaleza consiste en no beber vino; otros, que en beber mucho más del que conviene. Unos creen que
volver a la naturaleza es convertir las espadas en rejas de arado; otros, que convertir las rejas de arado en
bayonetas del ministerio de la guerra británico que no sirvan para nada.° Según los patriotas radicales, es
natural que un hombre mate a otros con pólvora y se mate a sí mismo con ginebra. Según los pacifistas
radicales, es natural matar a otros con dinamita y matarse uno mismo con vegetarianismo. Si consideramos la
ingente cantidad de argumentos paradójicos que necesitan unos y otros para convencerse a sí mismos y
convencer a los demás de la verdad de sus conclusiones, sería ciertamente filisteo creer que su pretensión de
obedecer a la llamada de la naturaleza merece interés. Pero no cabe duda de que los grandes hombres de
nuestro tiempo tiene en común el sostener por muy diferentes vías esta idea del regreso a la simplicidad.
Ibsen vuelve a la naturaleza por la descarnada exterioridad de los hechos, Maeterlinck, por la eterna tendencia
a la fábula. Whitman vuelve a la naturaleza queriendo ver cuánto puede aceptar, Tolstoi queriendo ver cuánto
puede rechazar. Ahora bien, este heroico deseo de volver a la naturaleza es, en algunos aspectos, como el
heroico deseo de un gato de alcanzar su rabo. Un rabo es un objeto simple y bonito, de forma ondulada y
textura acariciante; y, aunque secundario, es sin duda un atributo característico el que cuelgue detrás. No se
puede negar que perdería parte de su identidad si estuviera pegado a cualquier otra parte del cuerpo. Pues
bien, la naturaleza se parece a un rabo en que es de vital importancia que esté siempre detrás para que
desempeñe su verdadera función. Suponer que podemos ver la naturaleza, sobre todo la nuestra, cara a cara,
es una locura, incluso una blasfemia. Es como el gato de algún cuento fantástico que se recorriera el mundo
con la firme convicción de encontrar su rabo en medio de un prado, como si fuera un árbol. Y la impresión que
causan los viajes de los filósofos en busca de la naturaleza se parece mucho a las vueltas de un gato
buscándose el rabo, con mucho entusiasmo pero poca dignidad, con mucho ruido y poquísimo rabo. La
grandeza de la naturaleza estriba en que es omnipotente e invisible, en que quizá nos gobierna más cuando
menos atención pensamos que nos presta. «Eres un Dios que se oculta», dijo el poeta judío.° Con toda
reverencia puede decirse que el espíritu de la naturaleza se esconde en la espalda del hombre. Es esta
consideración la que da cierto aire de futilidad incluso a las inspiradas simplicidades y veracidades estentóreas
de Tolstoi. Nosotros creemos que nadie puede hacerse más sencillo meramente por luchar contra la
complejidad; es más, creemos, en nuestros momentos de mayor cordura, que nadie puede hacerse más
sencillo de ningún modo. Una sencillez forzada puede muy bien ser mucho más artificial que el mismísimo lujo.
Como que gran parte de la pompa y suntuosidad de la historia era sencilla en el verdadero sentido de la
palabra. Era fruto de una receptividad casi infantil; era el lujo de hombres que tenían ojos para asombrarse y
oídos para oír. El rey Salomón trajo mercaderes porque deseaba pavos reales, abejas y marfil, de Tarsis a Tiro.°
Pero esta actitud no era parte de la sabiduría de Salomón; era parte de su locura... casi iba a decir de su
inocencia. Tolstoi, creemos, no se contentaría con reprobar y denunciar «toda la gloria de Salomón», sino que,
con lógica impecable y feroz, daría un paso más y se pasaría noches y días despojando a los lirios del campo de
su impúdica corola carmesí.° La nueva colección de Cuentos de Tolstoi, traducidos y editados por el señor R.
Nisbet Bain, está pensada para llamar la atención sobre este aspecto ético y ascético de la obra de Tolstoi. En
un sentido, en el más profundo, la obra de Tolstoi es, por supuesto, un llamamiento a la sencillez noble y
genuino. La idea estrecha de que un artista no debe enseñar está hoy día prácticamente desacreditada. Pero la
verdad es que un artista enseña mucho más por su solo ambiente y carácter, su paisaje, sus costumbres, su
idioma y su técnica, toda esa parte, en fin, de su obra de la que seguramente no es consciente, que por las
sentencias morales grandilocuentes y redichas que toma con agrado por sus opiniones. La diferencia entre la
ética del gran arte y la ética del arte artificioso y didáctico reside en el simple hecho de que la mala fábula
tiene una moral y la buena es una moral. Y la verdadera moral de Tolstoi recorre estos relatos, la gran moral
que late en toda su obra, de la que sin duda él no es consciente y muy probablemente renegaría con
vehemencia. La curiosa luz matinal blanca y fría que ilumina todos los relatos, la folclórica sencillez con la que
habla de «un hombre» o «una mujer» sin mayor especificación, el amor, casi se diría la voluptuosidad, que
siente por las calidades de la materia bruta, la dureza de la madera, la blandura del barro, la creencia
inveterada en la bondad prístina del hombre, todo esto es influencia moral pura. Cuando lo comparamos con
el vocinglero, furioso y absurdo Tolstoi didáctico, que clama por una obscena pureza, por una paz inhumana,
que reduce la vida a mil pecados, que desprecia a hombres, mujeres y niños por amor a la humanidad, que
combina, en un caos de contradicciones, al puritano pusilánime y al bárbaro beato, apenas sabemos entonces
dónde hemos perdido a Tolstoi. No sabemos qué hacer con ese moralista diminuto y ruidoso que vivía en un
rincón de un hombre grande y bueno. Cuesta en cualquier caso reconciliar al gran artista que fue Tolstoi con el
reformador casi ponzoñoso que fue también. Cuesta creer que un hombre que dibuja con trazos tan nobles la
dignidad de la vida cotidiana del hombre considere un mal el divino acto de procreación por el cual esa
dignidad se renueva de generación en generación. Cuesta creer que un hombre que pinta con tan terrible
crudeza el sobrecogedor vacío de la vida del pobre, le escatime todos y cada uno de sus placeres humildes,
desde el cortejo al tabaco. Cuesta creer que un poeta en prosa que describe con tanta elocuencia el carácter
telúrico del hombre, los íntimos lazos que lo unen al suelo en el que vive, niegue una virtud tan elemental
como es el amor a sus antepasados y a su tierra. Cuesta creer que el hombre que padece tanto por la soberbia
odiosa del opresor, no lo derribe, si pudiera, de un puñetazo. Pues bien, a esto lleva la búsqueda de una
sencillez falsa, el querer ser, si se me permite decirlo así, más natural de lo que es natural ser. No solo sería
más humano, sino más humilde, conformarnos con ser complejos. El verdadero amor a la humanidad es hacer
lo que la humanidad ha hecho siempre, aceptar con deportividad la condición que nos ha sido dada, la estrella
de nuestra felicidad y la suerte de la tierra en la que nacimos. La obra de Tolstoi tiene un segundo y más
particular significado. Constituye la reafirmación de cierto sentido común tremendo que es característico de
las enseñanzas más extremas de Cristo. Es verdad que no podemos ofrecer la mejilla al que nos abofetea; es
verdad que no podemos dar la capa al que nos roba; el hombre civilizado es demasiado complejo, demasiado
orgulloso, demasiado emotivo. El que nos roba se jactaría; nosotros nos ruborizaríamos. Es decir, que tanto el
que nos roba como nosotros somos unos sentimentales. El mandamiento de Cristo es imposible, pero no es
demencial; más bien es predicar cordura en un planeta de locos. Si el sentido del humor se apoderase de
pronto del mundo, cumpliríamos el Sermón de la Montaña de una manera mecánica. No son las realidades
sencillas de la vida las que nos impiden cumplirlo, sino pasiones como la vanidad, la autosuficiencia, la
sensibilidad enfermiza. Si no podemos ofrecer la mejilla al que nos abofetea, es por la pura y simple razón de
que no nos atrevemos. Tolstoi y sus seguidores han demostrado que sí se atreven, y aunque pensemos que se
equivocan, por esta señal conquistan.° Esta doctrina tiene la fuerza de lo absolutamente coherente. Promueve
esa mansedumbre y esa no resistencia que son la última y más valiente forma de resistencia a cualquier poder.
La gran huelga de los cuáqueros es más eficaz que muchas revoluciones sanguinarias. Si los seres humanos
fueran algún día capaces de una resistencia realmente pasiva, serían fuertes con la formidable fuerza de los
seres inanimados, tendrían la calma exasperante del roble y del hierro, conquistarían sin violencia y serían
conquistados sin humillación. La teoría del deber cristiano que los tolstoianos predican es que nunca debemos
conquistar con la fuerza, sino siempre, si podemos, con la persuasión. En su mitología, san Jorge no conquistó
al dragón: le ató al cuello una cinta rosa y le puso un platito de leche. Según ellos, fuertes dosis de amabilidad
habrían convertido a Nerón en algo a lo que solo remotamente se parecería Alfredo el Grande.° Y la política
que esta escuela recomienda para tratar con la bovina estupidez y la bovina crueldad del mundo la resumen
perfectamente estos famosos versos del señor Edward Lear: Hubo un viejo que así se preguntaba: ¿Cómo
escapar de esta terrible vaca? Y sentado en la cerca se quedaba sonriendo para ablandar a la vaca. Su fe en la
naturaleza humana es honrosa y magnífica; reviste la forma del rechazo a creer a la inmensa mayoría de los
hombres, incluso cuando están dispuestos a explicar sus motivos. Pero aunque casi todos tendamos en un
primer momento a considerar esta nueva secta cristiana menos escandalosa que algunas alborotadoras sectas
de la Reforma, caeríamos en un singular error si así lo hiciéramos. El cristianismo de Tolstoi es, bien
considerado, uno de los acontecimientos más perturbadores y dramáticos de la civilización moderna. Es un
tributo a la religión cristiana más sensacional que la rotura de los sellos y la caída de las estrellas. Desde el
punto de vista racionalista, el mundo se ha vuelto más irracional desde que existe el socialismo cristiano. Este
fenómeno pone el universo científico patas arriba y hace esencialmente posible que la clave de la evolución
social pueda hallarse en el polvoriento ataúd de alguna creencia desacreditada. No estará de más examinar
este fenómeno tal y como es. La religión de Cristo, como muchas otras cosas verdaderas, ha sido refutada
numerosísimas veces. La refutaron los filósofos neoplatónicos ya cuando iniciaba su asombrosa y universal
carrera. La refutaron muchos escépticos del Renacimiento solo unos años antes de que su segunda y
espectacular encarnación, el protestantismo, triunfara sobre muchos reyes y conquistara continentes.
Convendremos en que estas escuelas de negación no fueron sino interludios en su historia; pero la de nuestros
días, convendremos también natural e inevitablemente, es una auténtica subversión del cosmos teológico, un
Armagedón, un Ragnorak, el crepúsculo de los dioses.° El hombre del siglo diecinueve, como un colegial del
dieciséis, cree que sus dudas y sus traumas son símbolos del fin del mundo. Los grandes ateos que destronaron
a Dios y pusieron a los ángeles a sus pies, han sido hoy día superados y convertidos en monótonos ortodoxos.
Una nueva raza de escépticos ha encontrado algo infinitamente más excitante que hacer que clavar la tapa de
millones de ataúdes y un cuerpo en una sola cruz. Han cuestionado no solo las creencias elementales, sino
también las leyes elementales de la humanidad, la propiedad, el patriotismo, la obediencia civil. Han
encausado a la civilización tan abiertamente como los materialistas a la teología; han rebajado a los filósofos
incluso más que a los santos. Miles de hombres modernos se mueven tranquila y convencionalmente entre sus
prójimos con ideas sobre los límites de la nación y la propiedad de la tierra que harían sobrecogerse a Voltaire
como a una monja una sarta de blasfemias. Y el último y más brutal episodio de esta orgía de escepticismo, la
escuela que va más allá que ninguna de las que han ido muy lejos, la escuela que niega la validez moral de esos
ideales de valor y obediencia que hasta los piratas reconocen, esa escuela se basa en palabras literales de
Cristo, como el doctor Watts y los señores Moody y Sankey. Nunca en la historia del mundo se había hecho tan
grande homenaje a la vitalidad de un antiguo credo. Comparado con esto, sería poca cosa que las aguas del
mar Rojo se separasen o el sol quedase inmóvil en su cenit. Nos hallamos ante el fenómeno de una serie de
revolucionarios cuyo desprecio por los ideales de familia y nación provocaría horror entre delincuentes,
revolucionarios que pueden prescindir de aquellos instintos elementales del hombre y del caballero que
nuestra civilización lleva en la masa de la sangre, pero no de la influencia de dos o tres remotas anécdotas
ocurridas en oriente y escritas en griego corrupto. La cosa tiene, si bien se mira, algo alucinante e hipnótico.
Ante este fenómeno, el más convencido racionalista se ve asaltado por una visión extraña y antigua; ve las
grandes cosmogonías escépticas de nuestra época como sueños que siguen las huellas de mil olvidadas
herejías y cree por un momento que los oscuros mensajes transmitidos a lo largo de dieciocho siglos pueden
contener la semilla de revoluciones con las que apenas hemos empezado a soñar. A esta escuela pertenecen
sin duda los tolstoianos, a quienes, a grandes rasgos, podemos describir como nuevos cuáqueros. Con su
extraño optimismo y su casi terrible valentía lógica, honran al cristianismo como ninguna ortodoxia lo honra.
No puede menos de llamar la atención una revolución en la que gobernantes y rebeldes marchan bajo la
misma bandera. Sin embargo, la teoría de la no resistencia, con todas sus teorías anejas, no se caracteriza,
creo, por esa evidencia y necesidad intelectuales que sus partidarios le suponen. A la vista tenemos un folleto
en el que figuran mil afirmaciones sobre el Nuevo Testamento cuya veracidad no es en absoluto tan llamativa
como su seguridad. Para empezar, debemos protestar contra la costumbre de citar y parafrasear al mismo
tiempo. Cuando un hombre habla de lo que Jesús quiso decir, pidámosle que primero diga lo que Jesús dijo, no
lo que los hombres creen que habría dicho si se hubiera expresado con más claridad. He aquí el ejemplo de
una pregunta y una respuesta: Pregunta. ¿Cómo resumió nuestro Maestro la ley en unas palabras? Respuesta.
Sed misericordiosos, sed perfectos como vuestro Padre; vuestro Padre en el mundo de los espíritus es
misericordioso y es perfecto. A excepción de la abominable expresión moderna «el mundo de los espíritus»,
quizá no haya nada en esas palabras que Cristo no hubiese podido decir; pero afirmar que hay constancia de
que lo dijo es como decir que la hay de que prefería las palmeras a los sicomoros. Es pura y simplemente
mentira. El autor debería saber que esas palabras han significado mil cosas para miles de personas, y que si
sectas más antiguas las hubieran parafraseado tan alegremente como él, nunca habría dispuesto del texto en
el que funda su teoría. En un folleto en el que no pueden figurar solas palabras claras y directas, no sorprende
que haya falsedades o equivocaciones en temas de mayor amplitud. He aquí una afirmación clara y
filosóficamente enunciada que no podemos sino negar con rotundidad: «El quinto mandamiento de nuestro
Señor dice que debemos esforzarnos de manera muy particular por cultivar hacia las gentes de países
extranjeros y en general hacia quienes no son de los nuestros o incluso nos son hostiles, los mismos
sentimientos que tenemos hacia nuestra propia gente y hacia quienes nos son afines». Me gustaría muchísimo
saber en qué parte del Nuevo Testamento ha encontrado el autor esta quimérica e inmoral proposición. Cristo
no sentía lo mismo por todo el mundo. Específicamente se nos dice que había ciertas personas a las él amaba
de manera especial. Es más que improbable que sintiera por otras naciones lo que sentía por la suya. El
recuerdo de su país natal lo emocionaba, y su mayor elogio fue: «He aquí a un verdadero israelita».° El autor
ha confundido dos cosas enteramente distintas. Cristo nos mandaba amar a todos los hombres, pero aun
amándolos por igual, decir que debemos amarlos con el mismo amor es decir un disparate y querer confundir
las cosas. La impresión que nos causará una persona a la que de verdad amemos diferirá radicalmente de la
que nos causará otra a la que también amemos. Decir que debemos sentir lo mismo por ambas es tan sensato
como preguntar a un hombre si prefiere la velocidad o el tocino. Cristo no amaba a la humanidad, nunca dijo
que la amara: amó a hombres. Ni él ni nadie puede amar a la humanidad: es como amar a un ciempiés gigante.
La razón de que los tolstoianos conciban siquiera la posibilidad de un sentimiento equitativamente repartido,
es que su amor a la humanidad es un amor lógico, un amor que les mandan sus teorías, un amor que sería un
insulto hasta para un gato macho. Pero el mayor error de todos consiste en reducir las enseñanzas del Nuevo
Testamento a cinco mandamientos. Tan genial idea olvida la característica principal de la enseñanza: su
absoluta espontaneidad. El abismo entre Cristo y todos sus modernos exégetas es que él, que nos conste,
nunca escribió una sola palabra, excepto con su dedo en la arena. Lo demás es la historia de una continua y
sublime conversación. Miles de mandamientos se han deducido de ella antes de que los tolstoianos dedujeran
los suyos, y mil más se deducirán después. No por proclamaciones grandilocuentes, no por tiradas de
rebuscados volúmenes impresos, sino por unas cuantas palabras espléndidas y sencillas, se erigió la cruz en el
Calvario, se abrió la tierra y el sol se oscureció al mediodía.