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LA MALA SANGRE
Gabriel Goldberg
LA MALA SANGRE
©
©
Goldberg, GabrielLa mala sangre. - 1a ed. - Buenos Aires : Interzona Editora, 2014.368 p. ; 21x13 cm.
ISBN 978-987-1920-84-6
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. TítuloCDD A863
Gabriel Goldberg, 2014
interZona editora, 2014Pasaje Rivarola 115(1015) Buenos Aires, Argentinawww.interzonaeditora.cominfo@interzonaeditora.com
Coordinación: Victoria VillalbaDiseño de maqueta: Gustavo J. IbarraComposición de interior: Hugo PérezComposición de tapa: Victoria VillalbaFotografía de tapa: Shutter Stock
ISBN 978-987-1920-84-6
Impreso en la Argentina. Printed in Argentina
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y es-crito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
A mi adorada madre y a mis amados hermanos,
gracias a quienes este libro ha sido posible.
Advertencia:
cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
—¿Y entonces?
—¿Y entonces qué?
—¿Y entonces, qué hay que hacer?
—…
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1La taquicardia me retumba sorda en la yugular.
Hace eco sobre el lado izquierdo de mi pecho. Un frío seco, he-
lado, corre lento hasta la punta de mi nariz. Empiezo a disfrutar. El
hormigueo en las mucosas se impone, vence a esa molesta aprensión
que me mantenía tensionados los dedos de las manos y de los pies.
Miro hacia la ventana. El cielo está más que azul; las nubes blancas
lo vuelven perfecto. Si esto fuera la muerte, la elegiría así, dulce y
viciosa. Y este sería el cielo al que me entregaría el día de mi partida.
Un hilo de saliva me cae desde el labio adormecido. Sonrío por la
sensación. Suelto toda la espalda contra el respaldo y me dejo abrazar
por esas nubes esponjosas que vienen a mi encuentro. Justo cuando
me voy elevando, descubro a la luna que, disimulada por los restos
de luz, aparece en uno de los ángulos de la ventana. Está llena, como
ayer, cuando a punto de sumergirme en el agua tibia, la alcancé a ver
reflejada sobre la superficie turquesa de la piscina.
2 Sesiones tortuosas e interminables.
Así es la historia con mis dientes. Como un cáncer crónico. Todo
se remonta a los trece años. Más exactamente, al comenzar los prepa-
rativos para la celebración de mi Bar Mitzvá. Decía mi madre que yo
debía estar más que espléndido para la fiesta y, como no le gustaba
ni la forma ni el color de mis dientes, dio la orden para que me los
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reconstruyeran en la clínica odontológica que mi papá le había rega-
lado. Debí someterme a largas y dolorosas sesiones, en las cuales me
hacían varios tratamientos de conducto al mismo tiempo, de manera
de quitarles vitalidad a mis piezas dentarias. Los odontólogos asigna-
dos a mi caso debían turnarse para cubrir los extensos horarios. Per-
foraban, escarbaban, capturaban y extirpaban uno a uno los filamen-
tos nerviosos que llegaban hasta las raíces. El nombre de esa práctica
dio lugar a un equívoco de mi parte, ya que entendí que me la hacían
como consecuencia de supuestos problemas serios en mi conducta
social y familiar. Una tarde, regresando de la clínica, reventado de
dolor y de cansancio, torpe y con los labios todavía dormidos, le far-
fullé a mi madre, por qué no me dejaba ser un chico normal, con los
dientes como los tenía. Ella no estuvo de acuerdo y me lo hizo saber
con un cachetazo. Luego, me miró fijo, se acercó hasta que sus pesta-
ñas tocaron mis mejillas y con una sonrisa me dijo que yo no entendía
nada, que en unos meses ya sería un hombrecito y que debía estar
espléndido, que la consigna era ser mejor que una familia normal.
Luego, una vez que los especialistas anularon la sensibilidad de mi
dentadura, pasaron días enteros tallando mis muelas y dientes; por
último, y después de muchas pruebas y contrapruebas para satisfacer
los gustos exigentes de mi madre, me colocaron esas porcelanas que a
ella tanto la deleitaban. Pero antes debí quedarme encerrado en casa
sin poder ver a nadie, pues mis dientes eran pequeños postes de den-
tina y metal sin ningún tipo de presentación estética provisoria. Por
ellos falté al colegio durante más de dos meses, y perdí la regularidad
escolar. Para no repetir el año, en cuanto terminó la fiesta, en la que
estrené mi flamante sonrisa vistiendo un frac de terciopelo azul, tuve
que estudiar día y noche para rendir exámenes de todas las materias
ante un tribunal examinador.
Pero la peor parte fue, sin duda, la del dolor: no importaba cuántas
ampollas me inyectaran, no me hacían efecto. Años más tarde, descu-
brí que la clínica de mi madre compraba lidocaína vencida o rebajada
con agua destilada.
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3Había comenzado a levantar temperatura.
Sospechaba que debía haber algún problema con los implantes
que sostienen el puente. Ojalá hubieran estado flojos los tornillos,
porque entonces sólo se hubiera tratado de ajustarlos. Igualmente no
me hice demasiadas ilusiones; eso hubiera explicado la movilidad y el
mal gusto en la boca, pero no el intenso malestar, mucho menos la fie-
bre. Era como si me estuvieran pellizcando el hueso. También podría
haberme engañado con una gripe pasajera, pero tenía casi la certeza
de que había un proceso infeccioso calando bien hondo en mi maxilar
inferior. El mecánico de bicicletas con aires de entrenador olímpico,
venía insistiendo con su preocupación: las infecciones en la boca pue-
den ser letales para los corredores de larga distancia. Me explicó que
el corazón debe trabajar exigido para enviar mucho volumen de san-
gre a los músculos y, al estar tan cerca del foco infeccioso, el proceso
puede terminar en una peligrosa miocarditis. Por eso y más que nada
por el dolor, me hice revisar por un odontólogo general. Me sacó una
panorámica y una buena cantidad de placas comunes. Como parece
ser habitual, no se molestó en darme un diagnóstico concreto, pero, al
menos, me recetó antibióticos y arregló él mismo desde su consulto-
rio una cita urgente con un cirujano maxilofacial: el doctor McClane,
según él, de lo mejor que puedo encontrar en estas latitudes.
4Son las dos y cinco de la tarde.
Hipnotizado por la impaciencia, miro fijo el reloj que cuelga de
una de las paredes del consultorio. El sillón está demasiado horizon-
tal; tensando el vientre y haciendo extraños malabares con las pier-
nas trato de permanecer lo más erguido posible. Cerca del reloj se
despliega un ventanal. Afuera hay un sol enceguecedor. Parece que el
tiempo mejora, hoy amaneció más tibio, y tal vez ya no regresen los
frentes fríos. En dos semanas comienza la primavera. Este invierno
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fue demasiado largo, incluso para los que vivimos en este pantano.
Una asistente de uniforme rosado apenas me pide permiso y, sin
sonreír ni saludar, me levanta los brazos uno por vez y me cubre con
una sábana descartable verde clarito, la cual me tapa por completo
desde el cuello hasta debajo de las rodillas. La asistente tiene una
cabellera exuberante, pelirroja, llena de rulos pequeños. Su cara revo-
cada de blanco, los ojos delineados con un violeta exagerado. Luego,
abre y cierra histéricamente varios cajones hasta encontrar lo que
busca; lo acomoda dentro de una de las bandejitas llenas de instru-
mentos de metal. Espío de reojo, alcanzo a ver una jeringa y varias
hojas de bisturí. Sonrío buscando su complicidad, pero ella esquiva
mi mirada. Algún comentario me ayudaría a relajarme. La noto tensa.
No puedo controlar mi compulsión y le miro directo a la entrepierna.
La imagino totalmente depilada. Llena un vasito con agua y le agrega
un chorrito de Listerine turquesa. Tiene las manos marchitas, los de-
dos largos y flacos, el esmalte de las uñas saltado, las cutículas arran-
cadas. Sabe que la miro. Deja el vaso sobre la bandeja alta que está a
mi costado; mirando a lo lejos por la ventana, me avisa que el doctor
estará conmigo en cualquier momento. Creo que sale del consultorio,
pero cuando volteo a mirar para asegurarme de que me he quedé
solo, la veo cruzada de brazos, estudiándose los dedos de una mano,
con la cintura apoyada sobre la mesada del consultorio. Respiro hon-
do y exhalo de manera exagerada. Me siento incómodo. Relajo los
músculos del abdomen y me dejo caer hasta casi recostarme. Escucho
pisadas de goma que se aproximan por el corredor. Giro la cabeza
hacia la asistente. De inmediato, descruza los brazos y se acomoda
el pelo. Se aleja del mueble sobre el que se apoyaba y se para ergui-
da, con los pies paralelos y las rodillas pegadas, casi una cadeta en
posición de saludo militar. Los pasos que se acercan ahora entran al
consultorio. Me incorporo sobre el sillón forzando mis abdominales.
Viene hacia mí un tipo grandote con ropa verde de cirugía, se quita
el barbijo y con una sonrisa de película, que brilla estratégica en los
colmillos, me extiende la mano derecha.
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—Mucho gusto, soy el doctor McClane, el cirujano.
Le estrecho la mano y me presento. Con voz de comandante de un
cuerpo de ingenieros, le pide mis placas a la pelirroja. Sumisa, ella le
alcanza un sobre manila. McClane debe estar en los sesenta, tiene la
piel bronceada y el aspecto de disfrutar de un muy buen pasar.
—Estoy perfectamente al tanto de su caso, esta mañana hablé un
largo rato con el odontólogo general —me dice, mientras con atención
observa la placa panorámica contra la luz que entra por la ventana. Y
agrega—: No va a ser fácil, vamos a intentar entrar por arriba, perfo-
rando el puente justo donde sospecho que están los tornillos, pero no
tengo idea de con qué nos vamos a encontrar cuando lleguemos aba-
jo. Lástima que estemos a ciegas, no hay manera de rastrear la cabeza
de esos tornillos; son de los viejos, de cuando todavía no les ponían
marcadores. Pero no se preocupe, el primer implante lo coloqué en el
año 67, cuando estuve en Vietnam con el cuerpo de cirujanos de la ma-
rina. Ahora mi hijo hace lo mismo, pero en otro infierno: Irak —una
mueca mezcla de orgullo y espanto lo hace callar por un instante—.
Hace catorce meses lo despacharon para la recaptura de Fallujah.
Frunzo la frente y lo miro extrañado. Al ver mi expresión, McClane
continúa:
—Sí, operábamos todo lo que estuviera por arriba del cuello. Los
muchachos venían despedazados y había que hacer lo que se pudiera.
Pero respecto a su caso…, todas las semanas tengo que lidiar con este
tipo de implantes. Se usaron hace muchos años, les ponían un poco de
teflón para darles flexibilidad. Después descubrieron que los postes
se partían adentro del implante, justo a la altura del tramo de plástico.
McClane le devuelve las placas a la asistente, me mira atento y
sonríe mientras se frota las manos. Yo no digo nada.
—A ver, déjeme que lo revise. Por favor, recuéstese y abra bien gran-
de la boca —McClane se me acerca, se coloca los guantes de látex y
enciende la luz halógena. Con una mano me agarra el mentón y con la
otra mueve el puente que sostiene apenas entre dos dedos. Siento un
dolor agudo y forcejeo tratando de retirar la cara. Maldice y murmura
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algo casi sin separar los labios. Retira los dedos de mi boca y hace una
seña pidiendo que apaguen la lámpara. Rezonga y se aleja de la butaca
para poder hablarme—. Lamentablemente es peor de lo que me ima-
ginaba y el protocolo cambia; la zona está toda infectada, voy a tener
que operarlo de inmediato. Necesito su consentimiento en algunos
papeles adicionales. Si no logro dar con los tornillos, tendré que volar
el puente por completo y cortar la encía para retirar los implantes;
deberemos trabajar dentro del hueso.
Un frío me recorre la espalda. Lo miro y asiento con la cabeza. No
esperaba un diagnóstico mejor.
—¿Va a preferir que le demos un sedante inyectable? —me pregunta.
McClane habla un inglés tan cerrado que a duras penas logro en-
tenderle. Digo que no con la cabeza. Entra al consultorio otra asisten-
te. Me sonríe dulcemente. Tiene los dientes blancos y la piel de la cara
color chocolate. Me alcanza unos formularios y un bolígrafo, me pide
que por favor firme donde vea mis iniciales. Me habla en español, es
amable. Le pregunto de dónde es y me cuenta que de Puerto Rico.
Le entrego los papeles firmados y le confirmo que no quiero ningún
sedante endovenoso. Me dice que me quede tranquilo, que ella va a
estar presente durante la cirugía. La asistente pelirroja entra con el
carro de paro y sale del consultorio preparando más instrumentos.
Antes había colgado algunas bolsitas con soluciones parenterales.
Ahora estaciona un tubo de oxígeno a mi lado. Me río por adentro; da
gracia el teatro que montan.
—Todo listo, vamos a comenzar —dice McClane con voz firme, mi-
rando a las instrumentadoras, que asienten con sus caras protegidas
detrás de máscaras transparentes.
Yo me acomodo en el sillón y trato de relajar las piernas. Abro la
boca lo más grande que puedo. McClane pide luz y succión perma-
nente. Luego abre una mano a la altura de mis ojos y la puertorrique-
ña le calza una jeringa. La precisión fue quirúrgica, hasta se escuchó
un golpe seco. Veo la aguja avanzando dentro de mi boca. Me pongo
bizco por el esfuerzo. La puertorriqueña me agarra una mano. El co-
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razón se larga a galopar. Respiro hondo por la nariz y cierro los ojos.
McClane pide que abra más grande. Hago lo que me dice, sé que vie-
ne la maldita troncular, la que se clava en el fondo de la boca justo en
la articulación. Aprieto fuerte los dedos de los pies y me preparo para
la patada eléctrica. Ni más ni menos, la sensación de meter la lengua
en un enchufe. Abro bien grandes los ojos, cierro las manos con todas
mis fuerzas. Trato de no respirar para permanecer inmóvil. Ahora
me separa el labio para entrar en el piso de la boca y luego pincha
en las dos caras de las encías que rodean el puente. Forcejea con la
jeringa para que entre más anestesia. Los tejidos se resisten, rechazan
el líquido que llega, amargo, hasta mi garganta. Los capilares están
saturados.
—Okay —dice McClane, mientras retira la jeringa y la deja caer
sobre una bandeja de acero—, con esto será suficiente.
Los ojos se me mojan de dolor e impotencia. La puertorriqueña me
pregunta si estoy bien. Digo que sí con la cabeza, pero evito su mira-
da. Estoy indignado. Siento el ardor de los pinchazos. Con la certeza
de un comando, McClane aplastó la rebelión.
5La clausura de la tragedia.
El efecto fue maravilloso. Me olvidé de Brad, el coach de natación,
y de sus instrucciones; me perdí nadando en el borde entre el día y la
noche, como ahora, que floto en el límite de la vigilia y la anestesia.
Creo escuchar la voz sintetizada de la puertorriqueña, que me dice
que ellos se retirarán por unos minutos hasta que la anestesia me
tome del todo. Levanto una mano prestando consentimiento y, por el
rabillo del ojo, veo que McClane y sus asistentes salen del consulto-
rio. Me dejan solo.
No podés hacer nada para evitarlo; tu presión sigue bajando y vos
te seguís elevando, al igual que el ascensor en el que van subiendo
ellos. Quisieras no reconocerlos, pero sabés que son tus hermanos
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mayores, Analía y Sergio. Quisieras decirles que se detengan, pero no
te escuchan. Tu voz no sale de la garganta, o si sale, sólo alcanza a ser
un suspiro imperceptible. Visten de negro y se observan en el espejo.
Ella fuma un cigarrillo y se alisa las patas de gallo. Él acomoda un ala
del sombrero y se estudia las entradas de la frente. Lleva puesto un
traje hecho a medida, con chaleco de cuatro botones y zapatos abo-
tinados. Ella usa botas altas hasta las rodillas, pantalón de montar y
una polera de lana que le marca el cuello. En la pantalla del ascensor
parpadea el número 20 al costado de una flecha que apunta hacia
arriba. Sólo faltan diez pisos. Sergio saca de uno de los bolsillos un
frasco anaranjado de medicamentos, lo abre, vacía tres o cuatro pasti-
llas sobre la mano y, de un sólo golpe, se las hecha dentro de la boca.
Con las pupilas dilatadas, mira fijamente al espejo para enseguida
cabecear hacia atrás y tragar con el envión. Analía observa el visor de
números rojos y al ver que indica el número 35, aplasta el resto del
cigarrillo contra el cartel de prohibido fumar. El cubículo comienza a
frenar y una voz de locutora de FM anuncia el arribo al piso 37. Las
puertas de acero se abren. Salen del ascensor. Caminan uno al lado
del otro por el amplio palier. Con pasos largos, y levantando exage-
radamente los talones, se mueven con la convicción y la seguridad de
un frente de liberación. Avanzan como dos vengadores y se detienen
delante de las puertas blindadas. Una pareja de poseídos hermana-
dos por el odio y el resentimiento.
Analía presiona el botón del intercom un par de veces y carraspea.
Él golpetea ansiosamente los tacos de sus zapatos entre sí. Se miran
en silencio. Él le hace una seña y ella vuelve a tocar el timbre, esta vez
de manera insistente. Creés escuchar pasos que se acercan del otro
lado de la puerta. Ahora Analía se impacienta, y sin pedir aprobación,
golpea la puerta con los nudillos. Escuchás entonces el inconfundible
alarido histérico de tu madre que por el parlante del intercom les
ordena que se retiren de su casa. Tu hermana insiste, esta vez descar-
gando patadas y golpes de puños contra las dos hojas de la puerta.
Y grita:
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—¡Abrinos, hija de puta!
Sergio ve que la situación comienza a descontrolarse. Le pide que
lo deje a él. Mira al piso de mármol, toma aire, y grita con voz ame-
nazante:
—¡Mamá, dejanos entrar a verlo o esta vez te vas a arrepentir por el
resto de tus días! —Y vuelve a esperar. En el intercom se escucha que
mi madre le contesta, su voz es más calma, pero con la dicción traba-
da por los efectos de la mezcla de alcohol y psicotrópicos:
—Váyanse, les digo, le están haciendo mucho daño, así lo van a
terminar matando —su voz se desvanece al terminar la frase.
En cuanto escuchás la frase de tu madre, sentís un cortocircuito en
la sensibilidad; sospechás que el rumor del arma sea cierto. Temés
que cometa otra locura, ahogada en tanta desesperación. Sergio se
aleja de la puerta y, volviendo sobre sus pasos, se apoya contra una
de las paredes del palier. Mira el reloj y mete la mano en el bolsillo
interior del saco. Abre el teléfono celular y sus dedos se desplazan
rápidamente sobre el teclado.
—Mandá a todo el mundo arriba; que suban con el equipo completo
—ordena secamente. Sergio corta la comunicación y vacía en su boca
lo que queda del frasco anaranjado. Analía enciende otro cigarrillo.
McClane te habla, pero casi no lo escuchás. Retirás la vista de la
ventana y lo mirás desorientado. Todo se ve más pálido y sin contras-
tes. Los sonidos te llegan chatos, sin nitidez. No hay colores. Sólo ves
los cráteres en su nariz, luego los surcos profundos y gruesos que le
nacen a los costados de la boca. Él te pregunta gesticulando exagera-
damente, se toca el labio y luego hace lo mismo con el tuyo. Ignorás
sus dedos, pero entendés que quiere saber si ya sentís toda la zona
dormida. Y no lo sabés o no te importa y por eso le contestás con un
“no” ausente, moviendo tímidamente la cabeza de lado a lado, ya que
lo único que querés es más anestesia. Porque querés seguir subiendo
y estar allí, exactamente donde no pudiste estar seis años atrás. Que-
rés poder contar con McClane y luchar para evitar lo que le sucederá
a tus padres. Sentís bronca por la necedad, más por la tuya que por
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la de ningún otro. Lo único que podés hacer es observar, repetir la
parálisis de tus sueños; podés mirar, pero no hacer.
Alcanzás a ver la mano de McClane que tiembla levemente al empu-
jar con vehemencia el émbolo de otra jeringa que hunde en tus encías.
Esta vez no espera a que la anestesia te haga efecto. Pide una fresa de
diamante a estrenar, la coloca en el cabezal de la turbina, y comienza a
perforar la porcelana del puente. El polvo que vuela y la vibración del
metal al que ya ha llegado McClane se confunden con la mecha que
se abre paso por la capa de laca y que comienza a encontrar severa
resistencia en el acero de la puerta blindada, que intentan franquear los
hombres que responden a las órdenes de tus hermanos mayores. Tan-
to McClane como el operador del taladro deben cambiar varias veces
las puntas de sus equipos para vencer la tenacidad de los materiales a
los que se enfrentan. Vos sabés bien que están por entrar, que ya casi
no quedan focos de resistencia. La cerradura de la puerta del piso 37
queda liberada y cuando tu hermano la abre de una patada, vos saltás
asustado en el sillón. McClane derriba el último tramo del puente que
cubría tu encía; pide una herramienta que inserta en la pieza implanta-
da y luego de un chasquido comienza a desatornillar la parte superior.
El poste parece girar en falso. Todo se mueve en bloque. McClane hace
palanca dentro del hueso. Te estremecés de dolor, él rezonga y decide
administrarte la intraósea sin advertirte siquiera. Te clava una aguja lar-
guísima hasta el corazón del hueso y ejerciendo toda su fuerza descarga
el líquido de una ampolla completa hasta que el tejido te cruje en el
esternón. Ya no sentís más nada, sabés que están entrando. Se colocan
máscaras antigases y arrojan granadas que al revotar contra el suelo
largan densas humaredas verdes y amarillas. Vos tosés atragantado con
tu sangre. McClane da instrucciones para que despejen el área y man-
tengan limpia la herida. Tu hermano da la orden a los camilleros para
que inmovilicen a tu madre y se la lleven de inmediato.
Te cuesta reconocerte, llorás por dentro, gemís, estás paralizado.
Tu madre sale corriendo mientras se ahoga en sus arcadas e intenta
arrancarse la piel del rostro. Cae rendida sobre la alfombra golpeando
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el suelo con impotencia. Se encoje sobre un costado y vomita. Gime
a carcajadas que la quiebran en espasmos. Grita. Ves que tu hermano
esconde en un bolsillo algo que le arrancó de las manos. A pocos me-
tros de tu madre los haces de las linternas dejan ver de manera inter-
mitente a tu padre sentado en su escritorio, solo, con una manguera
de oxígeno que le silba sobre los orificios de la nariz. Mira ausente
hacia los libros de su enorme biblioteca, con los ojos empapados, los
pómulos pálidos y consumidos.
Y todos entran, y sospechás que se inicia la clausura —absurda,
irracional— de la tragedia de los Steimberg.
6Che.
¿Vos sos el que se fue hasta Boston por un día porque no creías lo
que habías escuchado por teléfono? Fue cuando llamaste a Harvard
para saber si te habían aceptado, siempre han sido los últimos en
responder. Necesitabas ese dato para decidir entre los que te habían
admitido. Cuando llamaste, lo hiciste más como un ritual, ya que es-
tabas seguro de que no te aceptarían. Guildenstern se había encar-
gado de convencerte de ello. Pero llamaste, y a pesar de que creiste
escuchar mal, sí, te habían aceptado. Lo primero que hiciste después
de preguntarle varias veces a la mujer de vocecita finita y refinada si
había entendido bien tu pregunta, fue gritar como un sacado y correr
por toda la casa de arriba abajo, alternando gritos con puteadas des-
aforadas; era el gol que te hacía ganar el mundial al desempatar en el
minuto noventa. La señora que trabajaba en tu casa se asustó, pensó
lo peor y telefoneó a Lucía para contarle. Luego llamaste a Guildens-
tern para decirle que lamentablemente no ibas a poder ir a Columbia
o a NYU, su universidad preferida y recomendada, en la que él ense-
ñaba. Te preguntó con curiosidad el porqué, y le contestaste orgulloso
con esa voz tan tuya, tan despreocupada, tan irónica: “Lamentable-
mente, Tomás, me han aceptado en Harvard Law School.”
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7La invención de la memoria.
La invención del pasado, la invención de la historia. Son inventos
perfectos para que la culpa, el reproche y la melancolía puedan con-
trolar nuestras vidas. Qué mejor para alguien que vive con culpa. Qué
mejor para alguien que tiene parentesco con el Alzheimer, en cuyo
universo no existen ni la memoria, ni el pasado, ni la historia.
Qué pasaría si jugáramos con ese universo y lo lleváramos a un
mundo sin la existencia de la idea del futuro, porque sin futuro tam-
poco habría pasado. ¿Cómo serían nuestras vidas? ¡La culpa perdería
sentido!
8Fue profanada la tumba de mi padre.
Recibí unas fotos horrendas. Esas imágenes lo evidencian. El már-
mol de la cabecera partido al medio y su foto tachada por la svástica
roja que le pintaron con aerosol. Mis fantasmas siempre terminan
siendo reales; lo que no se sabe es cuándo pegarán el zarpazo.
9De eso se trataba el Alzheimer en su caso personal.
De tantas trompadas que recibió en la cabeza, mi viejo terminó
knock out.
10Soy un enano anormal.
Y eso que no vieron mi lengua geográfica. Todos me miran con
desprecio. Todos son más altos que yo. Tengo panza y zapatillas de
color rojo. Las valijas son tres veces más grandes que yo... (Supongo
que me refiero a las Samsonite con las que viajo.)
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11Hacía años que no la veía.
Pienso en la cantidad de veces que soñé con ella y con las cosas que
soñé: que la extrañaba, que la necesitaba; también con sus episodios
terribles. Ahora la miro, está igual, pero cambiada. Más grande, pero
no todavía una anciana. No puedo decirle que la quiero. No me sale.
No me emociono. Está enfrente de mí. Me mira. (Supongo que me
refiero a mi madre.)
12Es pleno verano en Buenos Aires.
Las cigarras chillan. O chicharras, no sé. No es la foto, es el gemido
de las cigarras. En cuanto las oí, me transporté al colegio judío al que
fui desde muy chico, y a las angustias en ese country tan lejos de mi
casa. Las idas y venidas, los cambios de humor y de ver el mundo
según, en silencio, escuchaba a las cigarras. Un viernes de tarde era
optimista y todo lo podía. Un lunes de mañana, desde el banco en el
aula y con espasmos en la panza, todo me daba miedo y desconfianza
13La sensación de estar solo en Buenos Aires.
La ciudad que siento extraña, que ya no es mía. Sin nadie a quien
llamar, sin nadie con quien compartir un cafecito. Yo sin familia, sin
hermanos, sin abuela.
14Charla de la mesa de al lado en el bar.
Son médicos, de mi misma edad. Uno de ellos dice que se va a vivir
a Estados Unidos, y el otro —divorciado, con novia y que corre en
una motocicleta BMW, cuyo casco lo espera en la silla de al lado— no
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lo entiende, no comprende cómo le funciona el cerebro para llegar
a tomar una decisión así. El que se va no sabe cómo justificarse, es
inseguro, se parece a mí. Dice tener hijos, ser cagón, y que por eso
no anda en moto. Pero añade que como los chicos tienen seis y ocho
años, entonces todavía está a tiempo de ir y volver.
El de la moto se parece a Agustín, el marido de Pilar, una de las
hermanas de Lucía. El otro soy yo, justificándome con el mundo ente-
ro. No puede sostener su idea, su decisión. No me gustó verme desde
afuera, me pareció patético, me incitaba a la violencia contra ese tipo,
contra mí mismo. El loop, la repelencia que genero hacia los otros.
15La cobardía moral.
Es un término que usan los lacanianos. Con eso quieren denomi-
nar la renuncia al deseo. En mi caso vendría a explicar lo que siento
como una bruta depresión de la que, sin éxito, trato de escapar desde
que regresé de Buenos Aires.
En la sesión con Restrepo —mi actual psicoanalista y con el que
estoy construyendo una relación terapéutica desde hace ya más de un
par de años—, nombré este fenómeno como la renuncia al derecho.
Es, sin duda, un fallido que en mí retumba con un eco especial, sobre
todo, porque deseo y derecho no me suenan en términos amistosos
sino espantosamente disonantes. Es un mambo del que no lograré
liberarme hasta que no le encuentre algún sentido.
Cuando cometí el fallido, rápidamente miré la cara de Restrepo y
pude percibir su sonrisa al descubrir cómo este acto cambiaba el tono
de mi cara. Odio darle gusto. A él, a mí mismo, a mi otro yo.
Mientras tanto, intentaré escribir.
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16Ordenas obsesivamente los objetos.
No pueden faltar, en lo que escribas, tus rituales obsesivos. Desde
bien chico te acompañan, vos lo sabés, como cuando a la noche revi-
sabas una y otra vez si el velador estaba bien enchufado, hasta que
una de las patitas de cobre te pateaba. Y, sí, qué querés, tu hermano
se meaba de la risa de vos.
17Último día en Buenos Aires, últimas horas.
Estuve evitando aquel momento durante varios días, tanto que lo
dejé para el final. No tenía ganas de hacer ese llamado, mucho me-
nos de ir a la reunión, pero sabía que nunca me perdonaría el no
haber aprovechado esa oportunidad. No me pregunten exactamente
el porqué. Así lo sentía. Creo que la idea de una audiencia cara a
cara con alguien como el embajador, después de lo que hicieron mis
hermanos con mis padres, me sugería un quiebre, un evento o hito
desde donde algo debía cambiar o tal vez terminar para siempre, que
es lo que más me dio vueltas en este viaje. El embajador era la única
persona con capacidad para decidir sobre la repatriación del dinero
depositado en los bancos de Israel. Y hacerlo en este viaje era la única
manera de llegar antes que mis hermanos mayores, de lo contrario se
fumarían nuestra última esperanza. Nada de perdón ni de amnistía,
todo lo contrario, pero poniéndole fin a esta historia. Al menos como
viene dándose en mi vida: una especie de renuncia. O tal vez no una
especie, sino, toda una renuncia. Y no puedo negar que esto agota mi
energía libre, lo siento como un sobrepeso imposible de seguir car-
gando. Cualquier imbécil diría que ando deprimido. Cortemos ya con
los rótulos sin sentido. Por eso trato de seguir escribiendo.
La cuestión es que marqué más de una vez el teléfono de la resi-
dencia donde está internada mi madre. Siempre equivocaba algún
número y debía volver a llamar. Si el trámite ya era pesado, yo lo
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hacía más engorroso todavía. Al final escuché el tono de llamado y
la grabación de rutina. A pesar de los años, nunca me he aprendido
el número de interno, así que tuve que esperar por la operadora, a
quien le pedí por mi madre usando su apellido de soltera. Con de-
masiada amabilidad que no es la de costumbre, la mujer me dijo que
me comunicaría de inmediato. Mi madre tardaba en atender. La voz
de la operadora volvió a sonar, me pidió que por favor esperara, que
la estaba tratando de localizar. Finalmente, ella atendió. Me dijo algo
que quise no entender. Sentí que me quemaba la boca del estómago.
Sentí el olor a pintura fresca que me rompía la cabeza cada vez que
comenzaban las clases. La ventana estaba abierta, las chicharras ge-
mían hasta reventar. Atravesé ráfagas de momentos, de sensaciones.
Me mordí los labios con rabia y, sabiendo que era sobre llovido mo-
jado, le respondí:
—Mamá, soy yo —sospeché, pero no quise saberlo, y por eso volví
a insistir y ella también hizo lo mismo. Cuando terminé de repetirle:
“Mamá, soy yo” y le agregué un amable: “¿Cómo estás?”, me pegó un
sopapo con la lengua, como tantas otras veces, impunemente.
—¡¿Qué querés, para qué mierda me llamás?! —ese fue su saludo, esa
fue su recompensa. Me contuve y le insistí con otras fórmulas de sa-
ludos cordiales, impostando una calma que no sentía en ningún poro.
—Mamá, ¿qué te pasa?, te llamo para que vayamos juntos a la reu-
nión —le dije yo comiéndome los mocos y terminando de tragar otro
sapo crudo.
—¡Qué reunión ni qué reunión! —me contestó ella con tono grave y
extraviado, arrastrando todas y cada una de las erres—. ¡Vos ya no sos
mi hijo! —gritó histéricamente.
—Pero, mamá, ¿qué pasa? ¿Te acordás que vine al país porque me
pediste que te acompañara a esta reunión?
—¡Vos sos la misma mierda que todos los demás! —la escuché la-
drar a modo de introducción para seguir con una catarata de insultos
y maldiciones que me sonaban familiares, pero que ingenuamente
había creído enterrados en el pasado.