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Historia de las Artes Audiovisuales II Tecnicatura en Artes Audiovisuales
Universidad Nacional de La Matanza
Clase 9 - Postneorrealismo italiano
Es tiempo de hacer un sano ejercicio: bucear en la memoria histórica
y colectiva. Realizar una retrospectiva informal del impresionante
patrimonio cinematográfico italiano, desde los años ‘40 hasta fines de los
‘70s, confeccionar una lista de películas para que, si no las han visto, les
hagan un hueco en su mente, en su corazón y en el disco duro de la
computadora.
En tiempos de tik tok, aceleración a 2x y ansiedad vertiginosa de
consumir cuatro historias distintas al mismo tiempo, en donde un
“videominuto” empieza a durar una eternidad, es urgente y necesario,
darle oxígeno y tiempo a lo que fue, sin duda, uno de los mejores
momentos de la historia del cine hasta la actualidad. Porque piensen,
además, que no en sesenta, sino en dos horas pueden ver cualquiera de
estas obras maestras, cerraditas, completas, perfectas y en italiano, esa
embriagadora lengua musical de fonemas y dialectos lanzados al viento.
Echemos entonces, un vistazo a ese pozo casi inagotable de grandes
películas y demás intocables obras de museo que Italia produjo en varias
décadas gloriosas y que, en menor medida, sigue produciendo a día de hoy,
en ocasiones, con destellos de genialidad indiscutible. Son muchas de ellas,
películas bien conocidas, pero no por eso vistas por una gran parte de la
generación nacida en los ´70s y los ‘80s.
La generación anterior en cambio sabe bien que hubo un tiempo en
que el cine italiano ejercía de metrónomo de buena parte de la
cinematografía europea y mundial, copaba los festivales internacionales, y
vio nacer a un plantel de estrellas, todo un star system alternativo y
contraofensivo al consagrado hollywoodense.
Entre los ‘70s y 80s, la industria entró en crisis y su luz empezó a
apagarse; aunque, desde entonces surgen ocasionalmente los esporádicos
brochazos de talento tan habituales en un país acostumbrado a parir
artistas geniales entre el caos desde hacía siglos, sin demasiado esfuerzo y
sin despeinarse. Es parte de la facilidad congénita de Italia, esa tierra que
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ejerce una atracción irresistible al evocar a un tiempo la belleza y el
desconcierto, lo sublime y lo bizarro, la inteligencia y la viveza, la tragedia
y la alegría.
El peso (y el paso) de los siglos, manifestado en plazas, pueblitos,
iglesias, rutas, estaciones o “trattorias”, puede llevarlo a uno allí a un éxtasis
trascendente mientras la televisión escupe bailarinas semidesnudas que
intentan cantar canciones banales. Es parte del encanto, y no merece ser
tomado a broma ni a la ligera: es el permanente juego de los italianos con
el mundo, ese intercambio por el que, mientras el afuera pierde tiempo
riéndose de la última excentricidad de Berlusconi, ellos conciben otra idea
brillante para venderle a todo el planeta.
Hablemos, por tanto, un poco de esas películas y de los directores
que hicieron historia.
Recordemos, como antecedente, que en 1937, Benito
Mussolini inauguraba Cinecittà, los míticos estudios de Roma, en pleno
arrebato megalómano fascista: el Duce no escatimó en metros cuadrados,
ni medios técnicos, ni personal cualificado. Pero la primera “gran
promoción” de talento del cine italiano no surgiría de los estudios, sino de
sus ruinas: el saqueo al que fue sometida Cinecittà por las tropas nazis,
unido a los daños causados por los bombardeos aliados, obligaría a todo un
grupo de directores a sacar sus cámaras a la calle, donde no encontrarían
ni mucho menos material para la comedia: miles de civiles muertos de
hambre se arrastraban por las devastadas ciudades italianas. De la
necesidad y falta de medios surge un movimiento revolucionario. Nace el
neorrealismo: actores no profesionales escogidos entre los desolados
ciudadanos y conflictos dramáticos directamente extraídos de la cruda vida
real perfilan un nuevo cine radicalmente opuesto al de Hollywood, donde
muchos asisten entonces asombrados a lo que llega de Italia.
Roma, ciudad abierta/Roma città aperta (Roberto Rossellini 1945) la
crónica a pie de calle de los padecimientos de los habitantes de Roma
durante la guerra, suele considerarse la piedra fundacional del movimiento
neorrealista, aunque este venía de algo antes. Sea como sea, fue la película
que puso al cine italiano en el mapa.
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Las obras maestras del propio Rossellini (Paisà, en 1946, o Alemania
año cero, en 1948), Luchino Visconti (Ossessione, en 1943, La terra
trema, en 1948) o Vittorio de Sica, con Sciuscià (1946) y, sobre todo, con su
deslumbrante y terrible Ladrón de bicicletas (1948) se agolparían en esos
años. Basta ver un fotograma de esta última para comprender la carga
emocional y la potencia expresiva de estas películas: el padre pobre, la
piedad del hijo, la ausencia total de esperanza.
Rossellini, Visconti y De Sica no fueron los únicos directores del
movimiento, pero sí los que configuran el primer tridente de tótems
intocables del cine italiano. Entre otros motivos, porque ninguno de ellos
confinó su obra a los limitados márgenes del neorrealismo, sino que, con el
transcurso de los años, los tres exploraron nuevas vías entre feroces
acusaciones de crítica y colegas de profesión de haber olvidado los
principios del género que habían contribuido a crear.
Los estudios de Cinecittà sobrevivirían a la posguerra, y con los años
se convertirían en indiscutible pilar de referencia para la fecunda
cinematografía italiana (tres mil películas allí rodadas lo avalan), acogiendo
también grandes superproducciones de Hollywood hasta fechas bien
recientes (Gangs of New York, de Martin Scorsese, está rodada ahí, sin ir
más lejos). Por desgracia hoy día Cinecittà languidece al borde del cierre y
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apenas se mantiene económicamente haciendo cosas como custodiar entre
sus muros la casa de Gran Hermano versión romana, programas de
concursos de tv en vivo, y ese estilo de conglomerados televisivos.
Pero volvamos a recrearnos en la eclosión del neorrealismo y el
llamado “Post Neorrealismo” y exploremos el camino que va del polvo de
las bombardeadas calles de Roma al descubrimiento de un inagotable
mundo interior, fantasioso, elevado y de inspiración circense y onírica. Es
un camino tortuoso, y tiene un protagonista absoluto de merecida fama
mundial.
Signore e signori, il grande Federico Fellini.
Federico Fellini
Roberto Rossellini tuvo como coguionista y ayudante de dirección
durante el rodaje de Roma città aperta a un joven oriundo de Rímini, de
apenas 25 años, que tomó buena nota de la técnica del maestro. Se
llamaba Federico Fellini y, en 1950, haría su debut como director. La
década del ‘50 constituye –para muchos- quizás el mejor período de la
carrera del maestro Fellini, si bien no es ciertamente al que debe su mayor
fama: es una etapa totalmente deudora del neorrealismo, con pilares del
cine italiano e internacional como dos de sus colaboraciones con su
esposa Giulietta Masina: La strada (1954) y Las noches de Cabiria (1957),
que contiene sin discusión uno de los más intensos y emocionantes finales
de la historia del cine. Pero, si vamos a destacar a “la más personal de las
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obras de Fellini”, sin duda, debemos mencionar a Los inútiles (I vitelloni,
1953), crónica melancólica y autobiográfica de su propia juventud en
Rímini, un período vivido entre amigos desorientados que vagan sin rumbo,
esperanza, oficio ni beneficio, pero en la que surgen brillantes brotes de
humor. Un ejemplo: el personaje interpretado por el gran Alberto Sordi,
vago sagaz que se burla de los currantes (lavoratori) del pueblo.
En 1960 llegaría el bombazo planetario de Fellini con la obra-bisagra
de su filmografía: La dolce vita (1960), que, 50 años después, el gran Paolo
Sorrentino la homenajea haciendo una nueva obra maestra de la historia
del cine italiano: La grande belleza (2013), con una locación excluyente,
que es, sin duda, el epicentro de la mayor parte de toda la filmografía
italiana: la ciudad de Roma.
Nace también, en ese año, un mito llamado Marcello Mastroianni,
actor fetiche de Federico, quien desmenuzó con desgarro las frivolidades y
banalidades de la fama, convirtiendo paradójicamente a Fellini en una
celebridad mundial. Es su filme-bisagra porque su escena final, con esa
especie de monstruo surgido de las profundidades marinas, anticipa al
segundo Fellini, el más famoso, el brillante filmador de sueños borracho de
fantasía y el menos interesante. La segunda etapa de la carrera del director
contiene por lo menos, eso sí, una incontestable obra maestra, 8 1/2 (1963)
o cómo convertir un bloqueo creativo en oro artístico: desbordado por el
éxito de La dolce vita y con todos los medios a su disposición para rodar lo
que quisiera, Fellini entró en colapso nervioso. Sufrió una crisis creativa tan
profunda e insuperable que no tuvo más remedio que convertirla en objeto
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narrativo de su siguiente película: eso es 8 1/2, filme que por no tener en
mente, no tenía ni título (Fellini había hecho siete películas y media antes,
simplemente) y que cuenta la historia de un artista deprimido y
abandonado por la inspiración con un estilo que se mantiene
absolutamente especial y moderno casi 60 años después.
Es inevitable destacar también a Amarcord (1973), por más que sea
la versión amable, onírica, episódica, desenfadada y algo floja de Los
inútiles. La escena del loco subido al árbol que grita, sin descanso, “…Voglio
una donna…!!!” es de lo mejor que le ha pasado jamás a un proyector y
una sala oscura.
Mencionados cuatro de los pilares del cine italiano: Rossellini, De
Sica, Visconti y Fellini, hay que recordar, siempre, que nada es intocable, y
en Italia menos... Existe otra saga de comedias de consumo interno,
afortunadamente más estimable que el cinepanettone, protagonizadas por
el inefable Ugo Fantozzi, que bien vale traer brevemente a colación porque
una de ellas contiene aquella magnífica escena que viene muy bien para
relajar un poco, cambiar el chip y recordarnos que nuestro criterio ante las
obras maestras nos viene impuesto en ocasiones, y olvidamos que “nos
corresponde a nosotros apreciarlas libremente basándonos en nuestro
propio juicio”. Aquí Fantozzi asiste en un cinefórum a una proyección de El
acorazado Potemkim, tras la cual se levanta para decir a todos los
intelectuales presentes lo que piensa, y no lo que debe pensar, sobre la obra
maestra de Eisenstein. Y en cierto modo libera catárticamente a la
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audiencia, sacándola de su forzada prisión mental: “…é una cagata
pazzesca…”
La commedia all’italiana
Hablemos de comedias. De algunas de las mejores de la historia del
cine, de hecho. La segunda gran revolución del cine italiano tras el
neorrealismo (y deudora de éste) es la que llega a finales de los años ‘50
con la llamada commedia all’italiana. Analicemos el término: comedia, sí,
pero a la italiana… es decir que hay risas, inevitablemente, y de las buenas.
Pero subyace una “atmósfera trágica” de la Italia de posguerra, terreno
abonado para la sátira brutal, la farsa grotesca y las decenas de carcajadas
al servicio de la crítica social.
El género tuvo un éxito arrollador (también en España, donde tuvo
espejo en las obras maestras de Berlanga y Azcona) y entregó joyas
tragicómicas como La Escapada (Dino Risi, 1962) con un Vittorio
Gassman superlativo, la brutal y cruel Divorzio alla italiana/Divorcio a la
italiana (Pietro Germi, 1961), con un Mastroianni en su plenitud actoral, o
esa brillante parodia del caótico 8 de septiembre de 1943, cuando el mando
militar italiano anunció súbitamente su petición de armisticio a los aliados,
dejando en varios casos a sus nada informadas tropas abandonadas a su
suerte ante el fuego del ahora enemigo ejército alemán: Tutti a casa (Luigi
Comencini, 1960).
Pero si hay un nombre que destaca sobre todas las grandes firmas de
la commedia all’italiana es el del indiscutible maestro Mario Monicelli.
Mario Monicelli
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Autor, por ejemplo, de la película de referencia del género: Los
desconocidos de siempre/ I soliti ignoti (1958), titulada Rufufú en España,
crónica de un atraco imperfecto a cargo de una entrañable banda de
cretinos y desopilante de principio a fin. También una gozosa reunión de
estrellas: Monicelli juntó a todo un dream team capitaneado por Marcello
Mastroianni, Vittorio Gassman, Claudia Cardinale o el gran Totó.
Un año después Monicelli entregaría otra obra maestra: La gran
guerra, o la crónica del particular patriotismo de los soldados italianos en
la Primera Guerra Mundial. Siguió a buen ritmo provocando lágrimas y
carcajadas por igual con Los compañeros/ I compagni (1963), donde
contaba los avatares de un grupo de sindicalistas idealistas y las internas en
una fábrica entrando a una huelga. O con la saga sinvergüenza de Amici
Miei, esos amigos que curan el aburrimiento vital haciéndole bromas a
cualquiera que se cruce en su camino. La última obra importante de
Monicelli es probablemente Il marchese del Grillo (1981), auténtica
apoteosis de lo romano con un divertidísimo Alberto Sordi en el papel de
un aristócrata del siglo XIX déspota, cruel con los pobres, miserable y
repulsivo. Sirva como ejemplo la gran escena en la que el marqués es
arrestado junto a varios miembros del populacho, para ser inmediatamente
puesto en libertad (solo él) por el mero hecho de ser quien es. Una escena
“universal”, que no pierde vigencia con el paso del tiempo.
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“…mi dispiace, ma io sono io e voi non siete un cazzo…” traducido en algo
así como “…lo siento, pero yo soy yo y ustedes no son una mierda…”
Se puede intuir el carácter del maestro Monicelli por las múltiples
entrevistas que concedió en vida: era sorprendentemente, a pesar de su
cine, un hombre tremendamente serio, poco amigo de la estupidez ajena;
también severo, exigente consigo mismo y ante todo, muy honesto. No
miraba la realidad por encima del hombro, sino que la afrontaba de frente,
con melancolía, pero con realismo, sin artificios ni adornos, y con una
lucidez total que conservaba plenamente a su muerte a los 95 años. Quizá
ese carácter contribuyó a impulsarle, el 29 de noviembre de 2010, a
suicidarse saltando por la ventana del hospital en el que se trataba de un
cáncer ya incurable. Ya hemos dicho que en esto de la commedia
all’italiana subyace algo inevitablemente trágico.
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Pier Paolo Pasolini
Italia nunca supo muy bien qué hacer con Pier Paolo Pasolini, artista
ingobernable, poeta genial y brillante director de cine. De hecho sigue sin
saberlo: su macabro asesinato nunca se ha aclarado del todo y cualquier
acercamiento a su figura supone en Italia la reapertura de cicatrices no
cerradas de su más dolorosa historia reciente. Es considerado un personaje
controvertido en Italia debido a su estilo contundente y la temática sexual
de algunos de sus trabajos, considerados tabú, pero que lo establecieron
como una destacada figura de la literatura y las artes cinematográficas
europeas.
Pasolini abrió su inclasificable filmografía con Accattone (1961),
acercamiento en carne viva a los suburbios marginales de una Roma
olvidada. En el medio de su filmografía, transgrede límites de todo tipo con
obras como El Evangelio según San Mateo (1964), Edipo Rey (1967), El
Decameron (1971) y Las mil y una noches (1974), para cerrar su filmografía
con una película dolorosa en el sentido literal del término: la brutal (aunque
brutal es un término demasiado suave) Saló o los 120 días de
Sodoma (1975). La gente salía corriendo despavorida de la sala durante su
proyección al momento de su estreno.
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En Saló, Pasolini se lanzó a describir cuánto aborrecía el fascismo con
el mismo convencimiento y odio que impregnó Bertolucci en Novecento,
pero con mucho más tino: la película es tenebrosa, abrumadora, agobiante
hasta la náusea y terriblemente audaz en su descripción de los abismos de
la maldad humana. Una trompada en medio de la frente al público, sobre
todo al incrédulo. Y también, una proyección tortuosa que muchos no
supieron aún digerir al sentarse a verla.
Al príncipe (un poema de Pier Paolo Pasolini)
Si vuelve el sol, si desciende la tarde,
si la noche tiene un sabor de noches futuras,
si una tarde de lluvia parece volver
de tiempos tan amados y nunca del todo poseídos,
ya no soy feliz de gozarlos o sufrirlos:
no siento ya, frente a mí, toda la vida…
Para ser poetas se necesita mucho tiempo:
horas y horas de soledad son necesarias
para formar algo que es fuerza, abandono,
vicio, libertad, para darle forma al caos.
Poco tiempo me queda: por culpa de la muerte
que me viene al encuentro en mi marchita juventud.
Mas por culpa también de nuestro mundo humano
que le quita el pan a los hombres, y a los poetas la paz.
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Michelangelo Antonioni
Uno de los más grandes directores, no sólo del cine italiano, sino
de los imprescindibles de la historia, un verdadero maestro del cine
moderno. Gracias a él llegaron a la gran pantalla las problemáticas más
duras y difundidas del mundo contemporáneo, como la incomunicación
y la angustia.
No se puede hablar de Antonioni sin citar a su musa: Monica Vitti,
esa mujer y actriz capaz de ejercer una presencia tan totémica en sus
películas que conserva todo su magnetismo incluso en los momentos más
aleatorios.
Más allá de la trilogía de la incomunicación debemos citar una de las
películas más accesibles de Antonioni: El reportero (1975), curioso e
interesantísimo film sobre la imposibilidad de dejar de ser uno mismo, en
el que Jack Nicholson se embarca en un largo viaje a través de la geografía
española. Antonioni tendrá cierta fama de aburrido, pero si uno rasca un
poco le sale un genio de adentro de la lámpara. De hecho, su impacto en
buena parte del cine posterior también se puede medir por el hecho de
que La conversación (1974), la menos conocida de las obras maestras
de Francis Ford Coppola, es deudora de la discutible Blow Up (1966) que
Antonioni realizó a partir de un relato de Julio Cortázar.
Antonioni irrumpió en la cinematografía italiana con una forma
original de hacer películas con su ópera prima Diario de un amor
robado/ Cronaca di un amore (1950), en 1956 dirigió El grito, con la
que se consolidó, y en 1959 rodó La aventura (1959), que recibió el
Premio de la Crítica del Festival de Cannes.
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Con Mónica Vitti además, estuvo casado varios años. Protagonista de La
aventura, La noche (1960) y El eclipse (1962). Después siguieron, El
desierto rojo (1964), y su periodo “internacional” con Blow up (1966),
la futurista y rupturista Zabriskie Point (1970) –con una memorable
banda de sonido de Pink Floyd- y El reportero (1974).
El uso innovador del lenguaje cinematográfico y la lucidez laica de
su mirada identifican su obra. Y bajo la apariencia de historias policíacas
atípicas, sus protagonistas describen la pérdida, la derrota, el
desasosiego; en resumen, todo aquello que Antonioni definía como la
"incomunicación" uno de los elementos claves de su filmografía.
Aburrido para algunos, genio indiscutido para muchos otros.
Michelangelo Antonioni.
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Lina Wertmüller
Hay muchas razones para conocer y honrar a Lina Wertmüller,
realizadora italiana, la primera mujer que fue nominada a los Oscar en 1976,
con Pasqualino Settebellezze. No la tenía fácil, al ser película extranjera de
mirada crítica que desafiaba al capitalismo y al
patriarcado. Lina Wertmüller aportó su mirada particular a lo largo de su
carrera. De ascendencia suiza y linaje aristocrático, logró dirigir cine siendo
mujer y rodando historias poco complacientes, sobre la lucha de clases y la
injusticia de género.
El cine de esta imprescindible directora, tiene una poética que
siempre se ha caracterizado por una vena irónica y grotesca,
inequívocamente popular, capaz de imponerse dentro de la tradición
cinematográfica nacional gracias a una mirada completamente original y
personal.
La cineasta, que comenzó como asistente de Federico Fellini en La
dolce vita y 8 1/2, rápidamente encontró su camino retratando la vida de
los habitantes del sur de Italia a partir de su ópera prima I Basilischi (1963).
Se dio a conocer a principio de los años ‘70 con dos títulos: Film de
amor y de anarquía y Mimí metalúrgico herido en su honor, celebrados en
su momento por su divertida desinhibición ideológica.
Desde entonces, su filmografía retrata el empoderamiento femenino
a través de personajes feministas o anarquistas.
En general, las películas de Wertmüller reflejan sus propios
compromisos políticos, siendo sus principales protagonistas o
bien anarquistas o bien feministas (o ambos), y la acción principal se centra
en conflictos de naturaleza política o socio-económica. A pesar de ello, las
películas de Wertmüller raramente son didácticas, y a menudo reflejan sus
propias sensibilidades iconoclastas.
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El “nuovo cinema italiano”
Tras la reseña mencionada hasta acá, el destino de los estudios
Cinecittá, la referencia obligatoria a Fellini, y la comedia alla italiana, nos
queda aún recorrer y mencionar un listado de cineastas que, a primera
vista, abruma. Bernardo Bertolucci, Ettore Scola, Sergio Leone, Dario
Argento y… toda la camada de discípulos.
Nostalgia del “splendor”
Cinecittà. Año 2021. Los míticos estudios cinematográficos de la Vía
Tuscolana. El lugar transmite, sí, una cierta melancolía de esplendor
olvidado, de marchitez, de foto fija de un sueño perdido, de relativo
abandono, todo lo cual provoca la inevitable autocrítica y pasada de factura
a cuenta de los irrecuperables grandes tiempos del cine italiano. Y sumado
a todo eso, en plena pandemia Covid 19, los estudios se convirtieron en un
gran vacunatorio…
Tras esa desolación, uno vuelve en tranvía al centro de Roma y
comprueba que el gran cine italiano puede haber muerto para el celuloide,
pero sobrevive en las calles. Roma es una película dentro de otra película.
Las calles, las colinas, los barrios periféricos, Termini, las plazas (todas). No
existe rincón romano donde el cine no haya plantado una cámara.
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Basta, también, con encender la tele y poner cualquier canal de la Rai
para tener acceso directo a una fábrica de ideas: no solo por el permanente
juego grotesco, cómico y trágico de la inigualable política italiana, sino
también por increíbles sucesos de crónica negra que parecen salidos de una
novela o por tristes noticias recurrentes como los derrumbes parciales en
el yacimiento de Pompeya, donde una nueva modalidad de desidia saca al
lugar de la trágica rutina: la escasa vigilancia del yacimiento contribuyó a
que hace unas semanas alguien robara un trozo de un fresco en la Domus
de Neptuno.
En resumen: Italia está lista para que cualquier día un heredero
de Dino Risi ruede otra versión de I mostri (1963), aquella comedia cínica y
cruel que repasaba los pecados nacionales en 20 episodios
independientes, algunos de ellos memorables. Hay que ser optimistas por
tanto: Cinecittà languidece, pero el material temático sobrevive. Y las
generaciones de directores se renuevan. También el escenario (esa Italia
incorregible, frívola, caótica, genial, resplandeciente y maravillosa)
conserva su apabullante belleza artística y monumental y su inagotable
capacidad de fascinación. Y por supuesto, como nos recuerda la reciente La
Grande Bellezza, no se concibe que Roma pierda algún día el trono de la
ciudad más esplendorosa del planeta.
Spaghetti western
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A los géneros y subgéneros que hemos mencionado, cabe destacar la
invención de uno, de la mano del director Sergio Leone: “el spaghetti
western”.
Leone, hijo de un director y una actriz de cine, curtido como director
de la segunda unidad en varias superproducciones de Hollywood rodadas
en Cinecittà, conoció el oficio de cineasta desde temprana edad. Tras
hacerse notar colaborando en varias películas de consagrados directores
romanos, decidió que lo suyo era desmitificar los códigos de su
adorado western americano, inyectándole una gota de surrealismo, otra de
broma y un toque de comedia, a través de personajes astutos e invencibles
y ladrones con la moral de acero, que siempre se salían con la suya. Nada
más coherente con el género que Leone estaba a punto de fundar que
tomar prestada, sin permiso, una historia ajena (Yojimbo, de Akira
Kurosawa) trasladándola del Japón medieval al desierto de Almería: Por un
puñado de dólares (1964) le valió a Leone una demanda judicial del
maestro japonés, pero pese a perder en los tribunales el director italiano
también se salió con la suya: el spaghetti western, éxito mundial y apoteosis
de la farsa, nació coherentemente como pura farsa.
El público se dio cuenta y respondió por ello de manera entusiasta,
celebrando también el advenimiento de un mito llamado Clint Eastwood.
Leone cerraría su célebre trilogía del dólar con dos películas universales, La
muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966), gozosos
delirios de primerísimos planos, duelos estridentes, medios tiempos
extendidos hasta el infinito y bandas sonoras inolvidables: si Fellini tuvo
a Nino Rota, Leone nunca se separó del extraordinario Ennio Morricone.
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En su segunda trilogía Leone quiso confesar al mundo que, en esa
curiosa balanza en la que era difícil discernir si su cine era una parodia o un
homenaje al western, primaba su pasión por el cine americano. Por eso,
concibió Hasta que llegó su hora (1968) como una batidora en la que
cabían referencias a Centauros del desierto, Solo ante el peligro, Johnny
Guitar o Raíces profundas pasadas por el filtro de su inclasificable estilo
personal, para culmirar su carrera con la monumental Érase una vez en
América (1984), filme concebido como un gran homenaje a las películas
de gangsters y realizado a modo de epopeya por un grupo de profesionales
italianos (Leone en la dirección, Tonino Delli Colli en la fotografía,
Morricone en la música y con todo un equipo técnico transalpino) y
convenientemente condimentado con ingredientes de tragedia clásica.
“¿Qué has hecho todos estos años?” “Acostarme temprano”,
respondía Robert De Niro en una frase memorable prestada de En busca
del tiempo perdido de Proust. Entre ambas películas, es menos conocida
pero igualmente interesante ¡Agáchate, maldito! (1971), curiosa obra a
medio camino entre el drama y el cachondeo puro con dos actores excelsos
(Rod Steiger y el experto en explosivos que borda James Coburn) y con una
maravillosa banda sonora de Morricone en medio de las bombas.
Los guionistas
Es un verdadero acto de justicia dedicarle unas líneas al inmenso
talento de los nunca suficientemente reconocidos (y en algunos casos
ignorados en su propio país, olvido imperdonable) maestros italianos del
guión. Los Cecchi d’Amico, Tonino Guerra, Furio Scarpelli (en brillante dupla
con Agenore Incrocci) Tullio Pinelli, Ennio Flaiano y varios otros demás.
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Busquen los CV de cada uno de estos guionistas, y entiendan que la carrera
de un cineasta se construye muchas veces en soledad, y a un ritmo
intermitente. En las películas italianas se sorprende también uno en
ocasiones al observar a los guionistas y hallar nombres ilustres. Hasta que
llegó su hora es un ejemplo: firman la historia junto a Sergio Leone unos
tales Dario Argento y Bernardo Bertolucci.
Dario Argento
Argento es “el John Carpenter italiano”, aunque la afirmación
contraria (“Carpenter es el Argento americano”) también nos vale. Ambos
han cultivado un tipo de cine mal llamado de “Clase B”, término este que
conlleva un tono despectivo que no viene al caso. Bueno, en ocasiones sí
(las últimas películas de Argento se lo han ganado con creces) pero no
aplicaba cuando Argento o Carpenter rodaban con la pasión del enfermo de
celuloide que solo concibe el mundo a través de su cámara.
La década del ‘70 constituye el mejor período de la carrera de
Argento, cuando obras como Suspiria y sobre todo su película más
conocida (Profondo Rosso) destilaban el frenesí creador de un cineasta
obsesionado por el subgénero giallo, el terror gótico, De Quincey, la
Hammer y lo que ustedes quieran.
Bernardo Bertolucci
Si bien su carrera se inicia en los ´70s, con una obra maestra llamada
El conformista (1970), sin duda su fama internacional llega con El último
emperador (1987) y sus nueve premios Oscar. Pero mucho antes, con El
último tango en París (1972), tratado de maestría y genialidad a cargo de
un actor en posesión de todos los recursos de su eminente arte: Marlon
Brando. La sombra de Brando es tan alargada que se ha llegado a decir que
la película es suya, y no de Bertolucci. Aunque en ocasiones esto parece
cierto (es un hecho que, a Bertolucci, el film se le va por el desagüe cada
vez que Brando desaparece de la pantalla) es también bastante injusto: la
mano de Bertolucci está ahí, y también la de un colaborador suyo esencial:
el inmenso director de fotografía Vittorio Storaro, uno de los grandes
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talentos del cine italiano con un currículum ejemplar (de Apocalypse
Now para adelante) que baña el apartamento parisino con sus tonos
cálidos, anaranjados e inconfundibles.
El enorme éxito vestido de controversia de El último tango en
París proporcionó a Bertolucci los medios para rodar la película de su
vida: Novecento (1976), nada menos que cinco horas y pico de epopeya que
cuenta la primera mitad del siglo XX en Italia con un reparto espectacular
(Robert de Niro, Gérard Depardieu, Sterling Hayden, Burt Lancaster, Donald
Sutherland…) y con todos los medios técnicos posibles a disposición del
director, lo cual por desgracia provocó un efecto adverso: tras una
apabullante hora y media inicial que constituye, por sí misma, uno de los
pedazos de cine más bellos de la historia de este arte, Bertolucci se entrega
por desgracia en las horas siguientes a una burda exaltación del comunismo
–del que Bertolucci era ferviente partidario- que termina por caer en el
ridículo, transformando lo que eran grandes personajes en pobres
arquetipos limitados por sus prejuicios y, lo que es casi peor, rozando la
parodia involuntaria en su descripción de los fascistas, aquí pintados como
malvados directamente salidos de El mago de Oz y no como tenebrosos
hombres reales.
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Conviene en este punto hacer un inciso y hablar de una de las cosas
más grandes que han salido de Italia en los últimos veinte años:
si Novecento se acercaba de modo irregular a la primera mitad del siglo XX
italiano, Marco Tullio Giordana relataba la segunda mitad del siglo con
magnífico pulso y precisión geométrica disfrazados de sencillez en una
película ejemplar: La mejor juventud (2003) es la crónica de una familia
romana a lo largo del siempre convulso escenario histórico italiano. Nada
menos que seis horas y pico de película que pasan como un suspiro y se
viven con un permanente nudo en la garganta. Un tratado sobre cómo
implicar emocionalmente al público en una historia, un sentimiento terrible
de pérdida al fin de la proyección por lo que nunca podrá volver a ser visto
por primera vez, y sobre todo una de las mejores recomendaciones que uno
puede hacer a los amigos. Inolvidable.
Hay que volver a Bertolucci, porque lo hemos puesto a parir y no
hemos dicho que dio muestra de su innegable talento en una de sus
primeras películas: la sensacional El conformista (1970) es un acercamiento
mucho más preciso al fascismo y a su capacidad de absorber y anular la
personalidad del individuo, y también un tratado visual apabullante en el
que es seguramente el mejor trabajo de Vittorio Storaro tras la cámara. El
talento temprano de Bertolucci se debe también en parte a que tuvo en su
juventud a un maestro inmejorable, también comunista y figura trágica e
incómoda de la historia reciente italiana: Nanni Moretti
Nanni Moretti, otro director imprescindible, comprendió muy bien
que todas las reacciones italianas ante el asesinato de Pasolini (ocurrido en
1975, cuando acababa de terminar de rodar Saló) transitaban entre el
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silencio y la vergüenza. Lo representó extraordinariamente en una
secuencia sencilla, despojada de todo adorno, la esencial y estupenda Caro
Diario (1993): son cinco minutos de cine puro inesperados, sorprendentes
e hipnóticos (a ello contribuye la excelente música de Keith Jarrett) en los
que la cámara se limita simplemente a seguir a Moretti en su motito Vespa
hasta que llega al rincón de la playa de Ostia donde el cuerpo del poeta
quedó masacrado tras varios atropellos con su propio coche. Una vez allí
solo cabe el silencio ante el abandonado, triste y vergonzoso monumento
(posteriormente restaurado) que apenas recuerda su incómoda e
insustituible figura.
La escena es muy significativa del tipo de cine que propone Moretti,
experto en acercarse al todo, al absoluto, con los mínimos elementos y de
vestir de sencillez y ligereza profundas reflexiones sobre su propio lugar en
el mundo. Habrá quien solo vea en Caro Diario y su prima hermana Aprile
(1998) a un hedonista imperdonable que nos aburre con acontecimientos
de su propia existencia, pero si se consigue entrar en ellas se descubre que
la Vespa de Moretti puede ser también el barco de Ulises que nos lleva a
todos por la vida. Cannes consagraría al director en 2001 otorgándole la
Palma de Oro por La habitación del hijo, un excelente drama de ficción,
muy disímil de lo que habitualmente ofrece Moretti, que es ese cine en tono
autobiográfico, irónico, divertido, aparentemente errático y semi-
documental.
El cine político
El asesinato de Pasolini es otro de los muchos episodios de los
terribles “años de plomo” italianos, ese crudo período de finales de los ‘60s
a principios de los ‘80s marcado por niveles intolerables de agitación
política, tensión nacional y terrorismo salvaje que proporcionó a la
cinematografía nacional varias obras maestras del cine comprometido,
social y de denuncia. Por decirlo claramente: en Italia el gran cine político
está sencillamente a otro nivel y convierte los esfuerzos de los Oliver
Stone de turno en meros trabajos de un director aficionado. Por suerte, es
un cine que sigue vivo y dos grandes obras recientes así lo atestiguan: Il
Divo (2008) de Paolo Sorrentino se acerca a la inabarcable figura de Giulio
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Andreotti (interpretado por un Toni Servillo más allá del elogio) del único
modo posible: como farsa grotesca. En cuanto a Gomorra (Matteo Garrone,
2008) es el más crudo, devastador y desmitificador acercamiento del cine
al más conocido problema de Italia.
Ambas películas son herederas de una tradición que tiene su apogeo
en los ‘60s y ‘70s con los peliculones de directores como Francesco
Rosi (con Salvatore Giuliano y El caso Mattei a la cabeza) o Elio Petri, autor
del más insólito, extravagante e incómodo relato sobre el Poder, con
mayúsculas: la indefinible Investigación sobre un ciudadano libre de toda
sospecha (1970).
En algunas de estas y otras obras maestras del período emerge la
figura de un actor enérgico, volcánico, arrollador e imprescindible: el
gran Gian Maria Volonté. Hasta qué punto el cine político italiano gozaría
de prestigio por entonces (copando premios en los grandes festivales de la
época) que cuando el recientemente constituido gobierno de Argelia
decidió financiar una película semidocumental sobre su independencia de
Francia tiró de agenda y llamó a varios directores italianos porque eran
sencillamente los mejores. Finalmente, fue Gillo Pontecorvo el encargado
de llevar a la pantalla con el mayor realismo y veracidad posibles la
descarnada violencia de La batalla de Argel (1966).
Toni Servillo en Il Divo (2008)
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El cine político italiano, cuando es bueno, resulta también
devastador: nada tiene sentido y todo es un desastre. Pero hay otro tipo de
acercamientos al sinsentido contemporáneo más reflexivos, intelectuales y
pedantes si quieren. Como el del último gran nombre que trataremos en
este repaso: el más aplicado indagador de la soledad, la incomunicación y
la alienación del ser humano.
Los descendientes
Considerando que al hablar de “cine histórico” nos tenemos que
limitar hasta fines de la década del ‘70, y que, a partir de 1981, ya es
considerado (por ahora) cine contemporáneo, mencionaremos al menos a
varios directores de “los descendientes del post neorrealismo”: los
hermanos Taviani, Marco Bellocchio, Giuseppe De Santis. Tampoco hemos
buceado en ese pozo inagotable de la “serie B” italiana del que sobresale
por méritos propios Mario Bava entre otros directores más discutibles
como Lucio Fulci o Sergio Corbucci, y todos ellos venerados
incondicionalmente por Quentin Tarantino.
Y ya en las últimas décadas, Italia nos regaló obras maestras de la
mano de grandes y nuevos directores, tales como Cinema
Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), Mediterráneo (Gabriele Salvatores,
1991) La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), El último beso (Gabriele
Muchino, 2001), La prima cosa bella (Paolo Virzi, 2008), Gomorra (Matteo
Garrone, 2008) o La grande Bellezza (Paolo Sorrentino, 2014).
Sin duda alguna, el cine italiano fue, es, y seguirá siendo un referente
en la historia misma del séptimo arte.
Plano final de La aventura (1960) de Michelangelo Antonioni