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Propuesta didáctica del profesor Rafael del Moral, Doctor en filología 24 de abril de 2001
Curso de formación del Profesorado, Comunidad de Madrid. Primera Sesión: EL PLACER ESTÉTICO DE LA LECTURA 1. El placer de la lectura 2. La dificultad de la elección 3. La materia artística: la palabra 4. El concepto de narrador 5. La estética del arte de la narrativa: el interés propio, la emoción, la aproxima‐
ción a los genios, la posesión del universo narrativo 6. Breves consideraciones sobre la extensión de los textos narrativos y sobre los clásicos Segunda Sesión: PROPUESTA DIDÁCTICA 1. Medios para la selección de obras literarias íntegras. 2. Las previsiones. 3. El profesor como guía. 4. Seguimiento. 5. Control. 6. Evaluación.
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Primera Sesión: EL PLACER DE LA LECTURA Leemos porque nos produce placer. También produce placer comer, hablar, via‐jar, contemplar un paisaje... pero a ninguno de éstos se parece el placer de la lectura. Si hubiera que compararlo con alguno de los goces del hombre creo que se parece mucho a ese mundo mágico que proporciona el estado de enamora‐dos, tal vez el único que puede superar, en algún momento, el placer y la emo‐ción de una buena lectura.
Y digo que el estado de la mujer o del hombre que se ha imbuido en un libro es muy parecido al del hombre o la mujer atrapados por el amor porque se despierta el lector o el enamorado pensando en él o en ella, que son sus perso‐najes, o donde dejó el día anterior la conversación con él o con ella. Goza pen‐sando en sus argumentos, o en él o en ella, mientras lleva a cabo los quehaceres automáticos del día, y a la vez evita el triste pleito y pesadilla que desde hace días tiene con el compañero de trabajo. El lector se recrea en los personajes de su obra como el enamorado en el recuerdo de él o de ella mientras va hacia el autobús. Y en cuanto encuentra un momento abre el libro, o la foto de ella o de él, y sigue leyendo. Y cuando descubre, por ejemplo, lo ininteresante que es la reunión a que ha sido convocado, busca la manera de oír hablar a los otros sin hacer más caso que a él o a ella, que está en su pensamiento casi como si estu‐viera en carne y hueso, concentrado en lo que acaba de leer. Todo lo llena, todo lo abarca. Y se complace en la idea de volver a casa, o de acudir a la cita, o de sentarse en el sillón y volar de nuevo con su enamorada o lectora imaginación sin importarle su dependencia de nada ni de nadie. Se asocia con los actos del día en estado de embeleso, de hechizo o de abstracción según los casos. Reduce su dieta alimenticia porque la carencia la suple su amor o su lectura y disminuye las horas de sueño, que menguan hasta las mínimas para alargar hasta el máxi‐mo los momentos en que se recrea el pensamiento pensando en él, en ella o en la lectura. Y se ha sentido feliz todos los minutos del día gracias a ese mundo interior, que es donde está la felicidad, ese mundo ajeno a presiones, tensiones, humillaciones, arrogancias, despechos y demandas, ajeno a las estúpidas exi‐gencias de la vida diaria.
La gran diferencia entre el lector y el enamorado es que el estado del se‐gundo está, según dicen los psicólogos, limitado por los veinte meses que dura y según dicen las estadísticas por el par de veces que se produce en la vida.
Los libros, a diferencia del amor, pueden durar más. Digamos que tam‐bién duran más si se recuerdan con cariño. Si se recuerdan con rencor o si se olvidan, no sirven de nada.
Creo que, salvo en algunos casos, ese placer de que hablo solo se consi‐gue con una obra literaria plena, y aunque hay excelentes colecciones de poesí‐as como el Libro de Buen Amor por poner solo un ejemplo o densas y excelentes obras de teatro de gran interés, el género narrativo que más facilita este placer estético son las novelas. Los libros, los buenos libros, las novelas, las grandes novelas, quedan en la memoria, entran en nosotros como entra el oxígeno, los respiramos aunque no sepamos que existen, aunque no sepamos lo que son.
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Flotan en el aire, en el ambiente, en el sentir colectivo ajustados a nuestra ma‐nera de ser, incluso a nuestra ideología. Y aunque no nos demos cuenta, esta‐mos rodeados de gente que, aún fuera del ámbito de la enseñanza, se recrea en una novela de Unamuno o Pérez de Ayala o se complace en repetir los versos de Bécquer.
Si no se experimenta esto que acabo de describir o algo parecido, la lec‐tura no sirve de nada. Y tampoco nosotros, como profesores tenemos la mágica facultad de convencer a nadie de que disfrute de sus lecturas como nosotros sabemos gozarlas. No tenemos armas para la seducción o muy pocas porque el acto de la lectura debe ser suave, placentero y adaptarse al tiempo y al espacio como el crecimiento de los árboles o las flores, o el paso de las estaciones, y nadie puede hacer crecer un árbol a la fuerza o violentar el melódico aunque caprichoso ritmo de las estaciones.
Cuando redacté el libro que me ha traído aquí me vi obligado a recordar y revisar las lecturas de toda mi vida. Y las tuve que actualizar reconstruyendo esos asuntillos destacados para conseguir mi mejor comentario, que no es, claro está, el mejor comentario. Y me pasó como a aquella señora casquivana que había perdido su juventud, y su primera madurez, y su segunda edad y la tersura de su piel, y las formas, y la apostura y casi todo lo que ahora tanto se pondera en la nueva sociedad que adora los veinte años y la talla 36 como se adora a un dios provisional. Y la señora se complacía en reuniones y tertulias en contar una y mil veces y hasta la saciedad sus aventuras amorosas juveniles, y solo por re‐codarlas sentía ella que las estaba viviendo de nuevo.
Ese es el placer que producen los libros, el del regusto de recordarlos, de hablar de ellos. No sólo los libros de ficción, sino cualquier libro. La lectura y de‐leite de un libro nos eleva ante el mundo. Cualquier cosa que veamos o experi‐mentemos tiene más sentido para quienes se muestran capacitados en sondeos y peripecias por ese mundo mágico interior de la lectura. Alcanzamos ese esta‐do gracias a la facilidad para erigirnos en intérpretes únicos de lo leído y para adaptarlo a nuestro modo de ser o a lo que nos venga en gana, que eso, al fin y al cabo, a nadie le importa. Con la lectura mitigamos la soledad y evitamos oír a esa persona que ya no tiene nada que decirnos, y reparamos en nuestro mundo interior que, bien manipulado, puede elevamos a un podium de optimismo, de refinamiento, de reafirmación, de estabilidad, un mundo del que somos dueños y señores absolutos y que permanece libre a todo atentado exterior, y también interior porque el lector clásico, el lector permanente, no está entre los indivi‐duos de riesgo depresivo.
Por eso, por ese mundo interior que proporciona la lectura, y por otros asuntos, nada ni nadie puede superar al crítico que todos, profesores y alum‐nos, llevamos dentro, nada ni nadie puede colocarse por encima de nuestra condición de lector, nada ni nadie puede superarnos como críticos de nosotros mismos. El respecto de la individualidad, de la elevación de la postura crítica del alumno como soberana, debe estar por encima de todo, de la misma manera
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que nadie puede imponernos que amemos el atardecer que otros aman o el cuadro que alguien tiene por favorito.
LA DIFICULTAD DE LA ELECCIÓN Pero todas estas cosas las sabemos. Y si las recuerdo aquí al principio es porque a veces las olvidamos en su uso en clase, concentrados mucho más en los fines pedagógicos y ajenos a los estéticos, que al fin y al cabo son los principales.
Nos vemos obligados por la programación a elegir libros, a ponerlos en nuestras programaciones, a incluirlos en nuestros comentarios y a sacar de ellos la oportuna valoración literaria. Pero ¿qué sugerir?
La pregunta tiene algunas variantes: ¿Qué leen nuestros estudiantes? .... ¿Leen lo que les dicen que lean...? ¿Es su mejor consejero el profesor...? ¿Nos dejamos llevar los profesores por lo que dice la propaganda o los periódicos...? Encuentro que la manera de elegir nuestras lecturas tiene los siguientes
inconvenientes: Primero Antes o después acabamos por aceptar lo que vemos en las librerías o en la pu‐blicidad más o menos explícita, o nos dejamos influir por los comentarios de los críticos. Están éstos casi siempre sometidos a mil y un condicionantes como cir‐cunstancias de aparición, editorial, amistad con el autor, consideración que el libro hace de la propia obra del crítico, publicación en que aparece, etcétera. Visto todo ello de manera global al final siempre nos dejamos aconsejar por los mismos y acabamos por buscar la novela que ellos dicen que está bien.
Actuando así no leemos literatura, sino marketing, técnicas de mercado. Y si no, veamos lo fácil que es sacar a un novelista de la nada con el poder de la prensa:
Se busca un tipo que redacte, aunque sea más escribiente que escritor, que tenga ideas para crear argumentos, que sea buen comunicador y un poco atractivo, un poco elegante, no demasiado. Que caiga bien o, como se dice aho‐ra, que tenga tirón. Que sea más humilde que orgulloso, aunque lo segundo tie‐ne cura, y también un poco altivo. Que sus novelas se entiendan a la primera, pero después de hacer superar al lector medio una pequeña dificultad que hala‐gue su capacidad, que glorifique su ego, que satisfaga su descubrimiento y al mismo tiempo que quede encantado de haberse conocido... Luego hay que hablar constantemente del autor en las páginas de crítica de los periódicos, que son muchas y variadas, con dos tipos de publicidad: la pagada, con foto, y la gra‐tuita, con el comentario de los que dicen estar preparados para tal fin... Y ya tenemos novelista... Y ya se puede vender el libro a granel en los grandes alma‐
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cenes... Al fin y al cabo muchos lectores están deseando que se le indique lo que sea porque a todo le sacan partido, porque están ansiosos de lectura. Son los lectores compulsivos, los que necesitan un refugio constante para meter la ca‐beza entre las páginas y se dejan aconsejar por las novedades, porque creen que lo clásico, lo antiguo, ya no puede decirles nada.
Segundo Creo que aunque no se debe ceder a las modas, tampoco hay manera digna de desbrozar la avalancha de publicaciones. Casi todos los libros que han tenido un éxito inmediato al poco tiempo han desaparecido de las librerías. Muchos que han nacido sin la devoción de las masas, sin embargo, han echado raíces des‐pués y se han convertido en clásicos.
Por poner un ejemplo, que de éstos hay muchos, en el año 1962 apareció un libro llamado Cuando Alfonso era rey. El autor era un tal Alejandro Núñez Alonso y el libro fue un éxito comercial, el nº 1 de aquel año, y también un ladri‐llo insufrible, para entonces y para ahora. Pocos fijaron su atención en una no‐vela de aquel mismo año que hoy es clásica: Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. Tercero Muchos lectores creen que hay pocas diferencias entre dos tomos de hojas en‐cuadernadas, y se consideran fracasados si no terminan un libro que por conse‐jo, al azar o por error han empezado, incluso hay grandes lectores que actúan así, con una infundada estética o ética enormemente respetuosa con los blo‐ques de hojas.
Habría que reivindicar, con la debida prudencia, aunque también con las exigencias de una actividad que es meramente estética, una serie de derechos para el lector:
‐ el derecho a alimentar el fuego de la chimenea con los libros que nos han hecho caer en la trampa
‐ el derecho a jugar al lanzamiento de hojas encuadernadas por la venta‐na con el propósito de hacerlas llegar hasta el cubo de la basura,
‐ el derecho a abandonar en cuanto sentimos que nos están tomando el pelo
‐ el derecho a saltar las páginas, ‐ el derecho a decirle a la gente a voz en grito que aquello es una estupi‐
dez aunque los lectores, que somos muy mirados, demasiado respetuosos con la letra impresa, muchas veces hayamos considerado lo contrario;
‐ el derecho a ofender mentalmente o en voz alta al escritor o a la escri‐tora y a la editorial,
‐ y el derecho a compensar el engaño con una sonora ofensa al responsa‐ble del libro, algo así como “qué Dios lo confunda” pero con el énfasis que cual‐quiera de nosotros sabría ponerle al relacionarlo, por ejemplo, con la fidelidad conyugal.
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Tenemos la necesidad de armarnos de valor ante los ataques publicita‐rios de editoriales, de periódicos, de críticos estirados, de amigos pedantes y de gente que acostumbra a aconsejar lo que más ennoblece su ego, y de otros de‐rroteros y vericuetos que pueden llevarnos por los pobres y miserables caminos de la literatura, que también los tiene. De esa amenaza nadie está libre.
Creo humildemente que de esa amenaza debemos liberar también a nuestros alumnos.
Hay gente que para saber cuándo está ante un buen libro procura no emocionarse, aunque sí dejarse llevar y esperar, esperar a ver cómo soporta la segunda lectura. Los que superan esa segunda prueba se convierten en los grandes libros amigos. Y la soportan muchos menos libros de los que aparentan. Dicen de los buenos escritores que siempre leían los mismos libros. Y aunque esto caiga fuera de toda norma pedagógica es necesario decir que la mejor no‐vela es la que se lee dos veces, y la segunda vez produce más placer estético que la primera. Cuanto más se sabe de un libro, más se sabe apreciar.
Lo fantástico, lo mágico, lo extraordinario es que no sabemos por qué unas novelas funcionan, encajan en el lector y otras no. Por mucho que nos em‐peñemos es imposible establecer criterio alguno porque los criterios del arte son tan etéreos y mágicos como el propio oficio del artista. No lo sabemos ni lo sabremos mientras el arte sea arte.
"La novela – dice Baroja en sus memorias ‐ es un saco donde cabe todo y en el que lo único importante es acertar a dar el tono que cada obra requiere. Puestos a reflexionar ‐ es decir, en teoría ‐ muy pocas cosas son indispensables en una buena novela; pero, de hecho, conseguir una buena novela es dificilísimo." Para mucha gente estas palabras del gran novelista son indispensables
para entender el concepto de novela, sus artes seductivas. Pero que nadie se tome tan en serio esto de la narrativa... Todo es tan
verdad y mentira como la vida misma, y tampoco nos podemos tomar en serio la vida... es tan sutil... Y también lo es todo estudio demasiado riguroso y formal de las obras.
LA MATERIA ARTÍSTICA: LA PALABRA Las cosas que están muy cerca son las que con más dificultad se encuentran. Y están tan pegados a nuestra piel algunos de nuestros más apreciados bienes que no los vemos, quedan eclipsados por una rara ceguera. Menospreciamos el bienestar cuando invade la vida diaria, desvaloramos a muchos de nuestros amigos hasta que se alejan de nosotros, y desdeñamos el aire elemental de nuestras vidas hasta que nos falta, y es también común quitarle importancia a uno de los grandes bienes del hombre, a la palabra, que forma parte tan íntegra de uno mismo, que está tan sumergida en las repetidas fórmulas de todos los días que acabamos por considerarlas parte de nosotros mismos. Decía el rey Alfonso X el Sabio, que tanto hizo por las palabras de nuestra lengua:
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“Así como el cántaro quebrado se conoce por su sonido, así el seso del hombre es conocido por su palabra.”
La palabra es el alma de la humanidad, y también puede ser misil más destructivo. De su uso depende la consideración que concedemos íntimamente a las personas, y la valoración que hacemos de ellas. Son las palabras el delicado hilo del pensamiento, nos sirven para medrar, para persuadir, para agradar, pa‐ra disfrutar, para entendernos y desentendernos y para clasificar todo lo que de noble e innoble hay en el hombre y su entorno. Y tienen un poder tan inmenso que si la frente, los ojos o el rostro, que son tan transparentes, engañan muchas veces, con las palabras, engañamos muchísimo más. A veces nos traicionan por‐que no tenemos un poder absoluto sobre ellas. Al fin y al cabo una vez que salen de nosotros ya no son nuestras. Son muchas las veces que pensamos después y nos arrepentimos de lo que hubiéramos querido decir y no dijimos antes, y có‐mo hubiéramos querido decirlo y no fuimos capaces de expresar.
Y mientras tanto la mayor parte de nuestras disensiones y antagonismos, y también de nuestros acercamientos y solidaridades, se originan en la interpre‐tación que damos a las palabras. Una palabra, solo una palabra puede torcer un destino. Habría que ser prudentes. Pero si la gente hablara solo cuando tiene algo que decir... si realmente habláramos solo cuando tenemos algo que decir... la raza humana perdería la facultad de hablar.
Sí. Las palabras son eso, parte de nosotros mismos. También es parte de nosotros mismos la estética de la elegancia personal, la estética de los gestos, la elección de nuestros modos de comportamiento... las palabras y su uso son par‐te de nuestra más profunda personalidad, van con nosotros unidas a nuestro temperamento. Lo demás, lo que nos dice la gramática, lo ponen los manuales escolares y sus rudimentarios medios para hacernos entender, malentender, apreciar o despreciar la lengua, su uso y desuso, y su estudio.
Ese extraordinario poder de la palabra y la ausencia de normas para ex‐plicarlo exige que seamos poco severos en los principios científicos, y mucho más prácticos en la interpretación de cuatro o cinco reglas profundamente arraigadas en la sensibilidad de los individuos.
Diré con ello, simplificando un poco, que son dos los usos principales que el hombre ha hecho de las palabras, de la lengua, su principal instrumento de comunicación.
a) El primero es el dedicado a satisfacer sus necesidades básicas de su‐pervivencia: tengo hambre, estoy en peligro, estoy cansado, ¡socorro... ! Así piensan los lingüistas que nacieron las lenguas, desde esa necesidad inmediata de comunicación.
b) Y la otra, la que parece secundaria, pero la que nos ocupa, es la que no pretende sino proporcionar el placer estético de hablar y de oír, de expresarnos y de oírnos, que no es poco, aunque el contenido de la información no tenga más finalidad práctica que la de divertirnos, o la meramente estética.
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El ocio de la civilización actual reposa en el uso gratuito de la palabra, en la capacidad de charlar, de comunicarse, de oír, de contar historias, de escuchar historias o de leer historias, es decir, en el gran arte de la palabra. Colmamos nuestro ocio en una reunión de amigos de la que esperamos graciosas interven‐ciones, chascarrillos, bromas, ocurrencias... Nos relajamos, quienes son capaces de hacerlo, frente a la pantalla del televisor y, aunque esto es discutible, mucho más con la palabra que con la imagen. La prueba es que también podemos complacernos con la radio, y con mayor dificultad con una televisión encendida y sin sonido. Nos divertimos también con el teatro y el cine, y pocas veces con‐cebimos un acto festivo o de ocio en ausencia de la palabra, a la cabeza de ellos (me refiero al ocio), la íntima y emocionante relación del hombre con la mujer o de la mujer con el hombre en una conversación amiga (al fin y al cabo contar historias) o con la lectura (sea del tipo que sea).
Pero también cada vez que experimentamos un placer sin palabras como la contemplación de un paisaje, un paseo por el campo, unas vacaciones en la playa, un viaje a.... pongamos por caso, Turquía, una mejora en la vivienda, la compra de un objeto deseado, un ascenso laboral, y también otros basados en la palabra como una cena con amigos, una reunión familiar o el inesperado en‐cuentro con un antigua amistad u otra que acaba de nacer. Cuando sucede algo de esto, digo, de esto que nos proporciona placer, sentimos el deseo de tras‐formarlo en palabras, de contárselo a alguien. Y al hacerlo modificamos algún punto complejo, saltamos otros más o menos escabrosos y nos recreamos en los más placenteros. Es lo que se llama en literatura el estilo, el estilo de un es‐critor, el estilo de cada cual. Eso es lo que hace también el autor de historias, seleccionar, elegir, insistir, silenciar, destacar, profundizar... Ahí está el arte, en la elección, en la selección, ahí está el arte y la estética que todos llevamos de‐ntro, en nuestra exposición, énfasis, tono...
Mucha gente cuando oye hablar de arte tiende a pensar en el Museo del Prado, en la Catedral de León o en cualquiera de las esculturas que adorna nuestras ciudades, y muchas menos veces pensamos en el jardinero del parque de la esquina, o en las comidas que prepara el ama de casa o en el encanto de otras labores domésticas. Y tampoco pensamos, y esto es lo que aquí nos inter‐esa, en cómo cuenta las historias la tía Antonia, que apenas ha salido una o dos veces de su aldea natal, Villanueva del Condado, y que tiene una gracia, una disposición y habilidad para la selección, énfasis, tono y difusión de otras emo‐ciones muy capaces de fascinar a propios y extraños. Pero sus historias no apa‐recen en las listas de éxitos porque son muy pocos los que descubren la gracia y el estilo, la naturalidad y buen decir de las historias de la tía Antonia, la de Villa‐nueva. Ya lo sugirió Cervantes: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala.” Todos sabemos que hay gente que solo se sirve de la pala‐bra para comunicar a sus semejantes lo contentos que están de haberse conoci‐do y la suerte que tienen de carecer de tantos defectos como los que inundan a esos desgraciados seres que tienen el gusto de acercarse a la noble figura del engreído para hablar con él. Ni la tía Antonia existe, auque sí existen muchas
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tías Antonias, ni Villanueva tampoco, es verdad. Ambas pertenecen a mi ficción, pero sí existe, fuera de la ficción, mucha gente encantadora, no necesariamente educada en las bibliotecas, que es capaz de entretenernos regularmente con su manera de hablar, con el buen gusto con que recrea sus frases, o a veces solo esporádicamente, el día que está inspirado, porque el arte de contar historias exige un lugar y un tiempo, una circunstancia y un momento, y cualquiera de ellos puede flaquear, y con ellos la propia historia.
TODOS SOMOS NARRADORES Todos somos, con mayor o menor destreza, artistas de la palabra, y pintamos cuadros mediocres o bellísimos según los momentos. Y unos, como suele suce‐der en la vida, obtienen mejores cotizaciones que otros aunque sólo porque han sido más o menos acompañados de una propaganda eficaz. Muchos de los cua‐dros que han coloreado miles de hablantes, puro aliento, se los ha llevado el aire, y otros fueron recogidos en textos escritos. Por eso ahora cuando se habla de que tal o cual lengua no tiene literatura, que es el arte de la palabra, se aña‐de rápidamente que solo carece de literatura escrita porque todas las lenguas tienen literatura oral, ese arte de contar historias está en el origen del gran arte de los artes que es el del manejo, uso y goce de la Lengua.
Contar historias. .... El arte de contar historias lo ha dominado, estoy se‐guro, muchísima gente. Sabemos de aquellos que con su nombre propio queda‐ron sellados en letras de oro y eternas, pero estoy seguro de que la humanidad ha enterrado a otros muchos en las catástrofes que han ido anulando nuestras culturas: en la quema de la biblioteca más importante de la antigüedad, la de Alejandría, en los desastres naturales, en la desaparición en época de penurias, en la dispersión de manuscritos en monasterios, en la ambición de la propiedad privada, en los cubos de la basura de quienes no han sabido valorar lo que tení‐an... El hombre, que desde nace tantos cientos de miles de años dispone de la palabra, solo sabe escribirla desde hace unos cinco mil, que son muy pocos, y la invención de la imprenta apenas ha cumplido quinientos años. Las imprenta, es verdad, solo la imprenta, ha garantizado, con la amplia publicación de ejempla‐res, la permanencia de los libros.
Pero volvamos a la idea principal. Todos somos artistas de la palabra más o menos anónimos. Todos llevamos una vena de artista que hemos de ser capa‐ces de despertar. El que nadie lo sepa no debe desanimarnos. El anonimato no frenó el desarrollo literario del ingenio popular en los excelentes romances me‐dievales. Aquellas historias eran obra de unos autores como nosotros que sin duda sabían contar, narrar, aunque nunca se preguntaran por la estética, por los cánones que presiden y modelan el arte de contarlas.
Esta es la gran cuestión, la de los cánones. Afortunadamente ningún ca‐non es sistemáticamente respetado. Si existe el arte es porque no hay cánones. El canon, las normas, pertenecen a nuestros propios principios y ese es el pri‐mer principio del arte, el de la individualidad, el de la particularidad en la apre‐ciación.
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Todo nuestro sistema comunicativo descansa en esas historias más o
menos breves, más o menos noveladas, más o menos enriquecidas en la reali‐dad, más o menos adornadas con la ficción que nos contamos. Historias que nos cuentan nuestros allegados, que oímos brevemente en la radio o las que nos dan en las noticias de televisión, todas ellas matizadas con el énfasis que quie‐nes las cuentas quieren poner en ellas, que es lo mismo que sucede en la nove‐la. Estas historias son cada vez más breves porque en esta vida de locos que lle‐vamos nos interesa que las historietas empiecen y terminen y no queden a me‐dias. Por eso nos gusta más como narran las noticias en una cadena de televi‐sión o en la otra, aunque sean las mismas, según nuestras preferencias y gustos.
Todos somos un poco narradores cuando nos dedicamos a hablar de lo que hemos visto u oído, de lo que hemos soñado o imaginado y algunas veces también de lo que nos ha sucedido, y lo hacemos con una pasión que es tan in‐tensa en la mujer que cuenta a la vecina lo sucedido en la pescadería a la vuelta del mercado como en el último cuento de Gabriel García Márquez. Algo pareci‐do sucede también, aunque el contenido sea distinto, en el tono y pasión con que un hincha del atlético de Madrid le cuenta a otro con énfasis cómo se ha lesionado el zaguero, tan esencial en el esquema del equipo.
Somos narradores por naturaleza, somos recreadores de peripecias con tantos estilos como personas cuentan sus cosas. En gran medida todos pertene‐cemos al mismo oficio, al de contar, al de oírnos. Y que nadie diga que contamos fielmente los hechos, porque es imposible: nadie sabe exactamente cómo son los hechos, porque es ilusorio no inventar, como hace el novelista, o añadir algo, o modificar, aunque solo sea con palabras, lo que creíamos real. Incluso cuando vivimos un episodio lo revivimos casi al mismo tiempo pensando en cómo o cuándo lo vamos a contar, y cuando lo contamos de nuevo, dueños ya de la his‐toria, nos adueñamos también de los hechos, los organizamos en nuestra mente e impulsados por el natural instinto de libertad que tiene el hombre lo conta‐mos con nuestro estilo deseosos de que así hubiese ocurrido.
Visto así, que es una buena manera de ver las cosas, hemos de saber que llevamos un narrador dentro, que todos somos artistas de la palabra, que sa‐bemos que en el uso de ese arte nos gusta más oír a un tipo de gente que a otra, y, con menor exigencia, contar las cosas a un tipo de gente y no a otras. Vivimos un hecho, propio o ajeno, porque nos lo han contado. Lo recordamos y lo organizamos en nuestra mente, que es otra forma de narración, y luego lo contamos, y si tenemos que repetirlo, nos adaptamos al oído de quien lo oye añadiendo o evitando los episodios más o menos secundarios. Eso es lo que hace también Goya cuando capta la realidad en sus escenas, elige los momentos que le interesan para colmarlos de mensaje. Y también lo que hace Cervantes al recoger la vida misma en dos personajes con un oficio que ya no tiene que ver con la vida misma. Y con nuestro diario oficio de narradores nosotros debemos ser nuestros propios críticos porque bien mirado la vida misma es un cuento, un largo cuento.
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LA ESTÉTICA DEL ARTE DE LA NARRATIVA Creo que es primordial en el placer de la lectura que sea controvertido, que ca‐da cual interprete la estética a su gusto, que aprecie su mundo, su entorno, que goce la observación de un cuadro como de la contemplación de una motocicle‐ta, o de unos zapatos, o de un sombrero, si es que estas cosas le atraen, de la conversación con un amigo, de la visita a un estadio de fútbol o un paseo por una calle de un pueblo perdido. Tampoco importa que nos entusiasme la letra de una canción y no le saquemos el correspondiente duende al Quijote, porque nadie tiene derecho a decirnos, ni a nosotros ni a nuestros alumnos, de qué manera tenemos que proporcionarnos placer, ni cómo debemos gozar la vida, ni cómo debemos apreciar el arte. Cada cual tiene su doctrina y sus secretos, y esos son tan respetables como la intimidad, como las señas de identidad de las personas.
Pero si estoy aquí invitado esta tarde hablando de lectura y motivación es porque he seleccionado en un libro una amplia colección de novelas y, lo que es más arriesgado, las he clasificado y luego las he criticado con enorme osadía, lo sé, una a una, con la atrevida vanidad de dedicar varias páginas a algunas, mu‐chas menos a otras, solo unas líneas a algunas más y, lo que es peor, el silencio a otras muchas. Y me he divertido con ello, con la subjetividad de mi particular criterio.
Por eso sé que seleccionar implica elegir, y elegir desechar. Hacemos to‐do ello en busca de la piedra filosofal, de la magia de la lectura, que es algo así como la eterna búsqueda alquimista de la transformación de cualquier metal en oro. Pretendo demostrar, y eso sí que es claro que, contando con algunas condi‐ciones, somos, en efecto, capaces de transformar en oro, como el alquimista, esas hojas encuadernadas que son los libros, siempre que dispongamos del me‐tal adecuado (que no quiere decir el que recomiendan los periódicos) y de un natural y espontáneo espíritu interior que transforma en oro las páginas escri‐tas. Y todo eso se produce, al igual que el trabajo del alquimista, en íntimo se‐creto.
Por eso, porque hay que describir una estética, y porque me he visto obligado a manejarla, quiero hablar y exponer aquí mi estética del arte de con‐tar historias, la estética que me ha llevado a elegir 700 títulos y silenciar tantos otros inequívocamente admirados por lectores, por comentaristas y a veces por ambos.
¿Cómo describir la estética del arte de contar historias? Si alguien pretendiera definirla dejaría de ser estética, pero podemos ju‐
gar con los principios, hablar de ellos, comentarlos y entrar en ese difícil y mis‐terioso campo.
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Con gran atrevimiento me voy a permitir enumerar los puntos de partida que yo considero esenciales en el arte de contar historias. Y debo empezar di‐ciendo que no existe una teoría, sino una práctica. Creo que la crítica literaria no debería ser teórica, sino empírica y pragmática. Me uno así, antes de entrar en la materia polémica, a Virginia Woolf cuando decía que “el único consejo que una persona puede darle a otra sobre la lectura es que no acepte consejos.” Y añadió con mucha gracia: “Siempre hay en nosotros un demonio que susurra amo esto, odio aquello y es imposible acallarlo.”
No quiero, ni debo, dar consejos a nadie acerca del tipo de ficción, de his‐torias, al que debe acercarse, nada más lejos de mi intención, pero sí quiero po‐ner de manifiesto, porque es necesario estudiarlo y porque hemos de conside‐rarlo en el arte pedagógico de la motivación de la lectura, lo que a mi parecer son los cuatro principios generales del placer estético del arte de contar histo‐rias:
1. el interés propio 2. la emoción 3. la aproximación a los genios 4. la posesión del universo narrativo.
1. Hablemos del interés propio. Digamos en primer lugar que nos gusta oír o leer historias, sin distinguir entre profesores y alumnos, por interés propio, para pasar el rato o por la necesidad de evadirnos. Las historias, las lecturas, fortalecen nuestra personalidad y nos ayudan a descubrir cuáles son nuestros auténticos intereses. Este proceso de maduración y aprendizaje nos hace sentir placer, un placer sin duda más indivi‐dual que colectivo.
El placer que se busca al leer es el placer de pensar, de recrearse en una idea agradable, en el recuerdo de unos momentos de emoción, de personas o personajes, de un pasajes emocionantes. Y solo esas son las ideas agradables. Hay otras muchas que no lo son.
Por eso es tan difícil enseñar a apreciar historias desde los centros de en‐señanza donde la lectura apenas se enseña como placer en ninguno de los sen‐tidos profundos de la estética del placer.
Leemos a Dante, Dickens, a Galdós, a Stendhal y a Tolstoi y demás escri‐tores de su categoría (no cito a los españoles para no confundir) porque la vida que describen es, por sorpresa para nuestra limitada visión del mundo, de ta‐maño mayor que el natural. Leemos de manera personal por razones variadas: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos, porque necesitamos observar el mundo con perspectiva más amplia, porque sentimos la necesidad de conocer cómo somos mirándonos en el espejo de los otros, có‐mo son los demás y como son las cosas. Sin embargo, el motivo más profundo y auténtico para la lectura personal de tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Hay una versión de lo sublime para cada lector, la cual es, en mi
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opinión, la única trascendencia que nos es posible alcanzar en esta vida, si se exceptúa la trascendencia todavía más precaria de lo que comúnmente llama‐mos “enamorarse”.
2. Veamos ahora las emociones En segundo lugar quiero dejar bien sentado que una historia que se precie debe despertar emociones. No es que exija un argumento complejo, no, sino que desate en quien la oye, o la lee, un sentimiento hondo, casi placenteramente hiriente ante lo que pasa por su entendimiento.
Este principio no es selectivo porque todos los textos desatan alguna emoción en algún lector. No me refiero al tema, sino a lo que se desata del te‐ma. Los temas, al fin y al cabo, son muy pocos... apenas unos cuantos... Y no hay más. Los argumentos y solo los argumentos son variados, la manera de contar‐los también. Pero los temas, es decir, los asuntos que mueven y conmueven nuestra lectura se reducen a los que están relacionados con la muerte, que es el gran tema del hombre, a los que se mueven por el poder, que son los argumen‐tos de tipo social, y los que tienen como principio el amor en alguna de sus va‐riedades e interpretaciones, entre ellas la amistad. Lo demás son maneras de abordarlos.
No creo sin embargo que los argumentos sean lo fundamental. Cuenta el director de cine Albert Hitchcock que tuvo que rodearse de escritores especiali‐zados en guiones cinematográficos en busca de mantener la brillantez justa‐mente ganada de sus películas. A mitad de su carrera sus guiones fueron, según él mismo cuenta, un trabajo colectivo en el que participaban con gran empeño y delicadeza varios especialistas. Uno de ellos le dijo una vez que siempre se le ocurrían los mejores argumentos en esos minutos que, al acostarse, preceden al sueño, pero a la mañana siguiente sistemáticamente los olvidaba. Hitchcock le recomendó que los escribiera antes de dormirse. Y así lo hizo. Una noche los anotó en el cuaderno que había previsto para tal fin en la mesita de noche. A la mañana siguiente mientras se estaba afeitando recordó que la noche anterior había anotado su guión, y fue a buscarlo. Allí había resumido su idea que decía así: “Chico conoce chica y se enamora de ella”. ... No había anotado sino el es‐quema de miles de historias.
Así podemos analizar muchos esquemas argumentales: historias de un hombre que va a un pueblo, mata, sufre un agravio, vuelve, lo resuelve, viene de nuevo... muere alguien... Ya no interesan tanto los argumentos como la ma‐nera de contarlos... y sin embargo cuando están bien hechas, estos y otros ar‐gumentos semejantes siguen levantando entusiasmos.
3. En tercer lugar coloco a la genialidad. La genialidad es algo tan complejo y enigmático que carece de explicación. Mu‐chos escritores que tienen una amplia obra solo son geniales en una de ellas y eso nos lleva a pensar que más que hablar de ingenio habría que hablar de mo‐
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mentos de ingenio, de una inspiración capaz de llevar a un escritor en un mo‐mento de su vida a la gran obra universal.
El genio pertenece a un instante y a un cúmulo de circunstancias. Y aun‐que pueda resultar espinoso y polémico sirve decir que hay dos grandes genios entre los grandes en el arte de contar historias, aunque uno sea dramaturgo, y todos los demás narradores a veces destellan en algunas de sus obras, pero no alcanzan la infinita capacidad de los que nos contaron las cosas de tal manera que desde entonces nadie los ha superado. Esa es la clave, la capacidad de sacar de las historias toda su grandeza y miserias a la vez para hacer de ellas princi‐pios universales y eternos.
Shakespeare fue capaz de llegar a todos los rincones de la condición humana y de describirlo como quien no quiere la cosa... Sus personajes son se‐res de carne y hueso, con sus miserias y sus grandezas al descubierto... Y lo in‐creíble es que fue capaz de unir a la naturalidad los más profundos sentimientos del hombre unas situaciones que mantienen en vilo la atención del espectador o del lector. Desde entonces muchos escritores han contado su historia con gran habilidad y maestría, y nos deleitan sus obras, pero nadie ha añadido nada a lo que él hizo. A ese nivel solo encuentro a un contador de historias más, a Miguel de Cervantes, un hombre que cuando pensaba que no podía esperar nada de la vida, cuando se puso a escribir una historia distanciado de los problemas que lo rodeaban, incluso de sí mismo, salió de su pluma una obra que contiene en tono de humor principios tan universales y suavemente expuestos que nadie tampo‐co ha sido capaz desde entonces, de añadir una pizca a lo que él hizo. Todos los demás están, a mi parecer, incomprensiblemente distanciados del modo de hacer de Shakespeare y Cervantes.
Ese es el concepto de genialidad, el de elevación, el de una enorme capa‐cidad para transmitirnos su inteligencia en estado puro. Otros muchos narrado‐res son también geniales en algunos momentos de su obra.
4. Posesión del universo narrativo El cuarto principio, y el que recoge a todos los demás es la posesión, y digo bien la posesión, del universo narrativo. Lo destacaré con un ejemplo. Mucha gente hace un viaje a la ciudad de Praga, lugar muy atractivo durante los últimos años. Si el viajero visita la ciudad durante un par de días, guardará en su memoria una idea de ella: sus calles, sus construcciones, sus gentes, la lengua que ha oído... Si además ha tenido un buen guía, podrá identificar muchos asuntos más: épocas, evolución de la gente, situación económica y política del país... Si su estancia ha sido de dos semanas, podrá haber entrado con mayor profundidad en el tempe‐ramento de la gente. Si además había aprendido un poco de checo, y ya había leído algo sobre la historia del país, su universo se agranda. Pero si su estancia ha sido de más de unas semanas, y también sabía suficientemente la lengua pa‐ra hablar con la gente, y ha conocido amigos del país a los que a partir de ahora les va a escribir, y si además ha conocido a un amigo o amiga con mucha más intensidad e intimidad que le ha presentado a otros amigos, y juntos han salido
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por las tardes, han compartido las experiencias habituales de la vida diaria de la ciudad, y ha oído hablar de sus inquietudes, si todo esto ha sucedido en un gra‐do u otro, la ciudad de Praga entra en la vida del individuo como una dimensión más de su mundo. Está en él. Le gustará hablar de ello, recibir noticias de allí, fijarse en la que los medios de comunicación dan en España, añadir a sus cono‐cimientos los de la historia del país, sus pensadores, sus escritores, el mundo político... habrá creado un universo nuevo que forma parte de su personalidad, de su manera de ser, de sus deseos e inquietudes. Será el universo de Praga a través de la historia o historias que conoce de sus amigos.
Muchos lectores sienten, e invito a que quienes me oyen lo experimen‐ten también, un sentimiento muy parecido con los amigos de, pongamos por caso, la novela de Galdós Fortunata y Jacinta. El universo narrativo los ha lleva‐do a no identificarse con ninguno de los protagonistas, pero con frecuencia se fijan en las calles del centro de Madrid y recuerdan lo que el autor describió en la novela. Conocen a los personajes mejor que a muchos de sus amigos y les congratula saber que, como sucede en la vida misma, allí no hay héroes, sino gente con cualidades y defectos, con modos de ser que atraen y que les gustaría imitar, y con otros comportamientos que detestan. Conocen al personaje Fortu‐nata como al mejor de sus amigos, la descubren por las calles de la ciudad entre gentes como los Arnáiz, o los Santa Cruz; conocen a Maximiliano Rubín y unas veces se apiadan de él, y otras veces ensalzan la vida que le tocó vivir. El univer‐so narrativo de Fortunata y Jacinta, a cuyas páginas tantas veces se han asoma‐do los lectores, es uno de los más bellos que jamás ha proporcionado una nove‐la. A sus lectores les agrada jugar a comparar a la gente que conocen con los personajes de ficción y muchas veces se descubre que se sabe mucho más de los novelescos, construidos como seres reales, que de los que hemos visto en carne y hueso.
Ese universo narrativo que proporciona la novela no se vive con la misma experiencia que el real, pero se instala en nuestro entendimiento como si lo hubiéramos vivido, se instala en nosotros como queda instalada la experiencia real, y nos consideramos poseedores de aquella experiencia como si hubiéra‐mos pasado por ella. Muchos lectores que están en esta sala conocen el Madrid de Fortunata y Jacinta, lo tienen en sí mismo, lo poseen, y han pasado muchos momentos de su vida enormemente gratos gracias a esa parcela tan particular‐mente brillante de su patrimonio cultural.
Difícilmente cualquier otra experiencia artística tiene el mismo poder o goza del semejante privilegio.
‐ ‐ ‐ ‐ ‐ Por eso a los profesores obligados a ser comentaristas de novelas ya no le
interesan los argumentos, sino, como a tantos lectores, que desde las primeras líneas el escritor nos cautive: por mi interés personal, por las emociones, por la genialidad o por el universo narrativo. Necesitamos ser seducidos, ser embau‐cados, y si en las primeras páginas el escritor no nos hechiza, debemos abando‐nar el libro. Creo en los contadores de historias que como Chejov, Calvino,
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Maupassant (una vez más por no concretar con los españoles) nos enseñan que la literatura es una forma del bien.
Se publican tantas historias que no estamos dispuestos a regalar nuestro tiempo a ninguna de ellas, y huimos y hemos de huir y de la misma manera que deseamos irnos cuando llegamos a un lugar inhóspito. Discrepo de lo que decía Umberto Eco en la década de los sesenta acerca de que en todo libro hay algo de interés. Creo que ahora se publican libros sin ningún interés, y que ese caos exige mucha prudencia. Comparto mucho más la opinión del contador de histo‐rias Wenceslao Fernández Flórez cuando decía que él nunca leía a malos escrito‐res, ni siquiera para desdeñarlos porque siempre hay un grumo de tontería que se pega.
Por eso convendría concentrarse solo en aquello que es capaz de cumplir con nuestras exigencias. Decía el filósofo Jaime Balmes que se ha de leer mucho, sí, pero no muchos libros. Esta es una regla excelente. Y añadía: “La lectura es como el alimento: el provecho no está en proporción de lo que se come, sino de lo que se digiere.” La idea se completa muy bien con lo que decía Oscar Wilde: “Si no te causa placer leer un libro una y otra vez, es que no vale la pena ser leí‐do.”
‐‐‐‐ Oír historias. Contar historias. El arte de contar historias es mágico, nos
embauca. Hay personajes de la literatura que conocemos tanto y corren tan po‐co riesgo de que nos enfrentemos con ellos porque cambien su carácter que los recordamos, y pensamos en ellos y los queremos como si fueran reales, como si fueran nuestros. Ahí está Hamlet, y Raskolnikov, o el casi innominado Marcel (solo un par de veces en unas ochocientas páginas) de En busca del tiempo per‐dido y los amigos Naphta y Septembrini de la Montaña mágica de Thomas Mann, y la Ana Ozores de La Regenta, tan capaz de ingresar sin condiciones en nuestro círculo de amistades. Y de otros, también amigos nuestros de alta esto‐pa, nos apiadamos, como de Alonso Quijano y Sancho Panza, de Angel Guerra, del doctor Centeno... de Martín Marco en La Colmena.
Las historias nos cautivan como nos cautiva el amor o la amistad. Desde el pequeño relato del día a día dedicado a describir cómo el tráfico nos ha amargado la tarde, o cómo hemos conseguido un éxito en el trabajo, hasta Cri‐men y Castigo de Dostoievsky son capaces de procurarnos ese placer tan indes‐criptible que tiene los mismos fundamentos.
Los hombres somos puro sentimiento. La concentración en la lectura de un libro se parece mucho al estado del hombre o la mujer enamorados: el pen‐samiento se disipa, se alejan los permanentes ataques de ideas confusas que no hacen sino trastornar la mente, nos alejamos de esos achaques de la cotidianei‐dad, de la concentración en las pequeñas ideas de la convivencia y nos refugia‐mos en un mundo interno que agradablemente nos envuelve. Y nos envuelve primero porque entramos en la historia y analizamos o nos recreamos en lo que vamos leyendo con el mismo placer que esperamos lo que viene después. Ocu‐pamos la mente, como el enamorado, de manera plena, con todas las bellas
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ideas que ofrecen las grandes lecturas. Conocemos a nuestros personajes a la manera que queremos, sin límites. Conocemos su intimidad, entramos en sus dormitorios, en sus armarios, en sus cajones, en sus pensamientos, sabemos cómo y donde tienen guardados sus secretos materiales o inmateriales y nos apropiamos de la deslumbrante profundidad de sus almas, y esa posesión y go‐ce nos produce algo parecido al placer que también acompaña a la mujer o al hombre enamorado.
El libro, un buen libro, nos da acceso a un mundo placentero especial‐mente nuestro con uno de los medios más fáciles y económicos que tenemos a nuestro alcance: solo hay que concentrarse para leer y a veces la concentración llega con el deseo de hacerlo. Y sobre todo debemos procurar que lo que hay frente a nosotros sea un buen libro, o al menos un libro capaz de proporcionar‐nos ese placer deseado que describía anteriormente. Un libro que puede ser o no ser el que nos aconsejan, pero sí el adecuado para despertar ese mundo in‐terno que todas las personas llevamos dentro, y que es el que se muestra más capaz de ennoblecer a los individuos.
La extensión de nuestras lecturas y la pasión con que las leemos se desa‐rrolla tanto en la juventud como en la madurez. Un tanto inconscientemente en la juventud nos identificamos con nuestros personajes favoritos, y ese placer forma parte legítima de la experiencia de la lectura, incluso si en la madurez deja de ser inocente y se convierte en sentimental. Nuestras experiencias están íntimamente relacionadas con nuestras lecturas. Los personajes de nuestras novelas conocen a otros personajes de la misma manera que nosotros conoce‐mos a otras personas y de modo semejante a como debemos aceptar los tras‐tornos que trae consigo ese conocimiento que hemos de estar dispuestos a asumir por aquello que leemos.
Y puestos a elegir, y por esto que vengo diciendo y aún en contra de las exigencias generales de una programación, son más eficaces para estos fines las novelas largas a las cortas.
Hay novelas cortas bellísimas como El viejo y el mar de Heminguay, El perfume de Patrick Süskind o La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela, o Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Son novelas se‐ductoras, fascinantes, de las que hipnotizan. Son historias contadas con tanto gusto y acierto que dejan una gozosa y melancólica sensación, pero lamenta‐blemente breve, y por tanto más propensa a ser efímera. Uno guarda un exce‐lente recuerdo, sí, pero difícil de acariciar porque lo que ha dejado en nosotros está también condicionado por el tiempo dedicado a sumergirnos en sus pági‐nas.
Las novelas largas, por el contrario, aunque estén en contra de la estruc‐tura académica, nos permiten familiarizarnos con ellas, llegar a ellas. Hay nove‐las como En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Clarissa de Samuel Ri‐chardson o El Quijote en las que aunque leamos un poco cada día es difícil se‐guir su argumento. Incluso cuando son algo más breves como El rojo y el negro
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de Stendhal el lector se queda abrumado ante una exigencia tan grande en tiempo y en dedicación.
Creo que estas novelas hay que leerlas por el progresivo desarrollo de los personajes y por los cambios graduales que se van produciendo, y dejar un poco de lado el argumento. Don Quijote y Sancho, Swan y Albertina, de En busca del tiempo perdido o Amadís y Oriana en Amadís de Gaula acaban siendo seres tan íntimos, y en el fondo tan enigmáticos como nuestros mejores amigos. Y si es un placer muy puro leer por primera vez una gran novela, la experiencia de la se‐gunda lectura es distinta, pero mucho mejor aún. Solo entonces, en la segunda lectura, se accede a la perspectiva, antes inaccesible, y los placeres pueden ser más variados e ilustrativos que los de la primera. Se conoce lo que va a ocurrir, y se va viendo el cómo y el porqué desde perspectivas que la primera lectura no permitía adoptar. Lamento que este principio esté tan en contra de las leyes de la distribución pedagógica del tiempo, y en contra, incluso de los principios de las programaciones.
Cuando leemos por primera vez una historia llena de arte, una de esas enormes obras completas en arte narrativo, debemos abordarla sin condescen‐dencia y sin miedo. Solo así podremos gozar de ella. Cuando en ese momento placentero del principio de un libro abrimos las primeras páginas y empezamos a llenar nuestro entendimiento, ávido de recoger la historia, esponja seca de‐seosa de ser humedecida, debemos reducir al mínimo nuestras ansias, dejarnos balancear sin esfuerzo por lo que vamos viendo. Debemos sumergirnos en las páginas y conceder a quien las tiñe de letras, que es el artista de la palabra, to‐das las posibilidades para que se apodere de nuestra atención. Rendirnos ante él. Hay muchas maneras de concentrarse en la historia, y en todas está implica‐da nuestra atenta receptividad, nuestra sabia y sosegada pasividad que permite que nos empapemos de lo que vamos leyendo.
¿Y qué debe leerse?.... Voy a contestar de manera inequívoca: si quere‐mos saborear el arte de contar historias debemos rebuscar en lo que el tiempo ya ha teñido de gloria. La literatura clásica siempre es nueva. Voy a ser un poco exagerado con esta idea: me parece que mientras uno no haya bebido en abun‐dancia en la fuente de los consagrados, no tiene ninguna razón para acercarse a quienes aún no han recibido los beneplácitos. Decía Descartes que la lectura es una conversación con los hombres más ilustres de los siglos pasados. A todos nos agrada hablar con amigotes interesantes cuando son realmente ilustres, no cuando alguien les ha puesto una etiqueta para hacernos creer que lo son.
Y añadimos algo más: solo desde un estado de felicidad se puede abordar la lectura de un libro. Decía Montesquieu que amar la lectura es trocar horas de hastío por horas deliciosas, y añadió: “El estudio siempre ha sido para mí el so‐berano remedio contra los disgustos de la vida. Nunca he tenido ni un momento de pesar que una hora de lectura no me haya disipado.”
Es más dulce leer, oír historias narradas con arte, que muchos otros apa‐rentes placeres de la existencia. Los árboles no deben impedirnos ver el bosque y dejarnos suavemente descubrir el placer de la lectura.
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Así, individualmente, como entendemos el amor o la amistad defende‐
mos nuestro mundo, el mundo de la narrativa, el mágico mundo de la lectura, sus ilimitados placeres y su arte.
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Segunda sesión: PROPUESTA DIDÁCTICA 1. MEDIOS PARA LA SELECCIÓN DE OBRAS LITERARIAS ÍNTEGRAS. Si mantengo en este apartado práctico las normas estéticas de la primera parte de esta sesión, debo señalar que en la selección de obras literarias íntegras de‐be prevalecer la opinión del lector, que es el alumno.
¿Cómo acceder a la opinión del alumno? En primer lugar ponemos encontrarnos, a veces en más proporción de la
que esperábamos, con alumnos que ni siquiera desean tener opinión, les trae sin cuidado la clase de literatura y dentro de ella la posibilidad o no de leer.
Este es uno de los asuntos más difíciles de respetar. ¿Qué haríamos?
Podemos establecer un diálogo con estos principios:
‐ Respetar su opinión sin mostrar que muchas veces no estamos de acuerdo.
‐ Intentar persuadirlo de que debe cambiar de opinión. ‐ Negociar su trabajo como lector con la recompensa de la calificación ‐ Contar con él dejando bien claro que respetamos su decisión, y que con‐
tamos con él para otras actividades de clase.
La programación general o la programación del centro nos impone las lecturas. No debemos considerar que eso sea un inconveniente. El primer traba‐jo queda así resuelto. Por lo general de todas las lecturas que se programen se puede extraer algo bueno.
¿Cómo explicar la necesidad de la lectura? La literatura es un arte como la pintura o como el cine. No se concibe una
clase de pintura sin la observación de cuadros, o de cine sin ver o hacer pelícu‐las.
Leer es a la literatura como la contemplación de un cuadro o el visionado de una película.
Leer, como escribir, pero sobre todo leer que es la actividad previa, es esencial en el hecho literario. Sin lectura no hay literatura. Sin lectura placente‐ra tampoco hay literatura.
¿Cuáles son los comentarios frecuentes de vuestros alumnos? 2. PREVISIONES y PROPUESTAS Recomiendo para quienes quieran ampliar este apartado el capítulo “Dar de leer” del libro de Daniel Pennac “Como una novela.” Allí se imagina el autor a una clase inapetente y a un profesor que tiene que abrirse camino. El capítulo está tratado con mucho humor, y sus sugerencias solo aparecen entre líneas porque el arte de persuasión para “dar de leer” exige ponerse en el lugar del alumno y conocer muy bien las razones de su rechazo.
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Cada vez que hablamos de el placer de la lectura, de los beneficios que obtenemos de ella, de la necesidad absoluta de leer, entramos en un universo mítico y maravilloso que se desmorona en cuanto empezamos a dar títulos. Lo extraordinario de la literatura es que en la mayoría de las veces no sabemos por qué nos gusta una obra.
He aquí una de las guías que se ha utilizado para la ESO en un colegio de nuestra ciudad, elegido al azar, que bien podría ser cualquiera porque al fin y al cabo no existe una lista de lecturas ideal:
Azorín: Doña Inés. Baroja: El árbol de la ciencia. Baroja: La busca. Baroja: Las inquietudes de Shanti Andía. Pardo Bazán: Los pazos de Ulloa. Pereda: Sotileza. Unamuno: San Manuel Bueno Mártir. Valera: Pepita Jiménez. Valle‐Inclán: Sonatas.
Cela: La Colmena. Cela: La familia de Pascual Duarte. Delibes: Cinco horas con Mario. Delibes: Los santos inocentes. Fernández Santos: Los bravos. Goytisolo: Duelo en el paraíso. Laforet, Carmen: Nada. Marsé, Juan: Últimas tardes con Teresa. Martín Gaite: Nubosidad variable. Martín Gaite: Retahílas. Mendoza: La ciudad de los prodigios. Mendoza: La verdad sobre el caso Savolta. Muñoz Molina: Beatus Ille. Sánchez Ferlosio: El Jarama. Sender: Réquiem por un campesino español. Vázquez Montalbán: La rosa de Alejandría. Vázquez Montalbán: Los mares del sur.
Asturias, Miguel Ángel: El señor Presidente. Carpentier, Alejo: El siglo de las luces. Carpentier: El concierto barroco. Fuentes, Carlos: La muerte de Artemio Cruz. García Márquez: Crónica de una muerte anunciada. Sepúlveda: El viejo que leía novelas de amor. Sabato: El Túnel.
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Vargas Llosa: La tía Julia y el escribidor. Vargas Llosa: La ciudad y los perros. La selección de obras para el trabajo de clase ofrece varias posibilidades,
y aunque muchas de ellas están condicionadas por la programación del centro, otras sin embargo facilitan que puedan llevarse a cabo respetando la voluntad del alumno.
Hace unas semanas el diario “El mundo” preguntó a algunos de sus críti‐cos por las que consideraban las diez mejores novelas del siglo XX.
He entregado algunas fotocopias de lo que allí apareció, y también algu‐nas propuestas para la elección de las mejores novelas del siglo. Lo único que muestra el periódico en su interés por seleccionar las mejores, aparte de la orientación comercial de sobra conocida, es la disparidad de criterios.
Nos decepciona la presencia de algunas de ellas y nos sorprende la au‐sencia de otras. Afortunadamente no existen criterios.
¿Qué opinión os merecen la selección de los críticos? ¿Qué podríamos contestarnos nosotros mismos? Todo texto escrito susceptible de ser artístico debe formar parte de las
posibilidades de clase siempre que el alumno tenga un gran interés por el mis‐mo.
Dar preferencia a la literatura española solo debe ser una consideración del profesor que ha de aceptar o no en su caso.
Aparte de estos dos principios, es muy difícil dar consejos acerca de las lecturas que se deben elegir, pero no es difícil señalar los principios esenciales que deben cumplir.
Si las lecturas están previamente programadas por el departamento, este paso queda simplificado en la labor del profesor.
En cualquier caso debe existir un compromiso individualizado que sugiere el alumno y anota el profesor y que debe aceptar desde en absoluto rechazo a la lectura, hasta la aceptación de algo más de lo que exige el programa. Todo es cuestión de “negociar” con el alumno los beneficios que le puede reportar tal o cual actitud frente a la lectura.
Una de las propuestas, que entrego en fotocopia aparte es la de sugerir‐les, como medio para el estudio y la concentración, un pequeño trabajo perso‐nal mediante el cual el profesor se asegura la profundidad de la lectura, y de algo que para nosotros supone una enorme seguridad, la de comprobar que ha sido él quien lo ha hecho.
Utilizo como ejemplos tres obras amplias y no las que habitualmente po‐drían exigirse en clase, que dan mucho más juego en la brevedad del trabajo. Para el ejemplo sirve mejor el tópico.
Considerar la necesidad de hacer o no un trabajo Plantear la idea del coloquio sobre la novela en clase No poner límites Despertar el afán por el texto escrito
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FORMAS DE ESTUDIO DE LA OBRA LITERARIA
LA NOVELA PROPUESTA GUÍA PARA UN TRABAJO PERSONAL
OBJETIVOS: ‐ Asegurar la atención en la lectura. ‐ Desarrollar la capacidad crítica. ‐ Valorar la elaboración propia. ‐ Potenciar el valor creativo del alumno. MEDIO: Dominio de un determinado tema o técnica a través de una narración.
PRINCIPIOS GENERALES PARA EL DESARROLLO:
1. ELECCIÓN DEL TEMA
El alumno elegirá un tema relacionado con algún asunto argumental o técnica narrativa aplicada a una de las novelas propuestas en clase.
La presentación de la obra en clase o la lectura de una parte significativa de la misma debe preceder a la elección del tema.
Si se estudia la técnica literaria, el alumno debe estar familiarizado con esta, tener ejemplos adecuados y saber como abordarla.
El estudio del argumento, de un personaje concreto, del tiempo de ac‐ción (concentración temporal, contrapunto... ) del espacio o lugar de ac‐ción, y de la ambientación son asuntos que planteados de manera senci‐lla pueden ser interesantes.
La perspectiva o punto de vista puede dar lugar a comentarios de gran in‐terés basados en el narrador omnisciente o narrador testigo, o en el uso de la persona gramatical (primera, segunda o tercera persona narrativa), el contrapunto, el orden narrativo y la retrospección o «flash back».
Pueden ser estudiados casi todos los temas: los relacionados con el poder (el dinero, el dominio, la fama, la ambición...) o con el amor (el platonismo, la idealización, los celos, los usos sociales...) o con la propia existencia (creencias, esperanzas, deseos, vida dia‐ria, inmediatez, amistad...) y otros muchos relacionados con la técnica.
Son también ejemplos de posibles trabajos la elección de un grupo de personajes (los que pertenecen a una clase social) o de un solo personaje y el estudio de su perfil, y también los hábitos sociales en las novelas realistas, el uso de la ironía, de la verosimilitud, del paso del tiempo. Los ambientes en las novelas de Madrid, los rui‐dos, la mirada, las expresiones populares, uso de los adjetivos (de color, de tristeza...), el donjuanismo...
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Estos enunciados pueden ser el título definitivo del trabajo, pero corres‐ponde al alumno dar título y forma a lo que quiere hacer, hacerlo responsable de la individualidad de su propuesta. Tal vez el título provisional deba ser adap‐tado al resultado final, una vez deducidas las conclusiones. Comunicar al profe‐sor el tema elegido para que tome nota debe ser paso previo al inicio del traba‐jo. No todos los temas y técnicas son aplicables a todas las obras.
2. LECTURA DETENIDA La lectura detenida debe servir para señalar aquellos fragmentos que servirán de apoyo al trabajo mediante uno de los tres métodos que siguen: a) Subrayar en el libro el texto exacto que puede servir de apoyo. b) Señalar a lápiz con una cruz al borde de la página y a la altura del texto lo‐calizado. c) Para los que nunca escriben en los libros, anotar en una hoja aparte la pá‐gina del fragmento y la altura en que aparece, con una referencia que puede ser dividir la página en cuatro y mentalmente atribuir a cada una de esas partes el espacio a, b, c, d. 3. FICHAS DE TRABAJO. De cada una de las señales del libro debe salir una ficha de trabajo, que está formada por: a) Breve título, de aproximadamente una línea, sobre el contenido del frag‐mento señalado. b) Texto seleccionado. c) Página en que aparece. Cada cita debe figurar en una ficha distinta. Para evitar la copia sistemática del texto se puede suprimir el apartado b). ‐ No importa el tamaño de las fichas. Deben ser pequeñas. ‐ El número de fichas depende del propósito y extensión del trabajo. El principio es el de permitir que sea el alumno quien decida sobre sus intenciones, pero si consigue unas cuantas fichas con las ideas principales ya se ha dado un buen paso. ‐ Las fichas son paso obligado y garantizan el buen desarrollo del trabajo. 4. CLASIFICACIÓN DE LAS FICHAS Y GUIÓN. ‐ Las fichas deben éstas ser agrupadas por afinidades. ‐ Las diversas agrupaciones que se obtengan vendrán a ser las partes que deben tratar. ‐ Un índice previo de lo que se va a redactar se puede formar mediante las coin‐cidencias de las fichas y constituye un guión para el desarrollo de las ideas. ‐ En él deben aparecer las líneas generales del contenido del trabajo bien clasifi‐cadas.
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‐ Este índice o guión ha de ser presentado en limpio con el mayor número de detalles posibles acerca de las líneas generales de la redacción, y con apartados precisos que expliquen lo que se quiere hacer. 5. REDACCIÓN
Completar el índice o guión utilizando en la medida de lo posible las citas para justificar los motivos o conclusiones.
Algunas normas para la redacción: a) Solo es necesario escribir para comunicar algo, no sirve de nada relle‐
nar páginas inútiles. Corresponde al profesor sugerir la extensión máxima y mí‐nima del trabajo de acuerdo con las características de sus alumnos.
b) Lo importante es responder a las propuestas del título y explicarlo en todos los extremos en que aparece en la obra literaria.
c) Las citas deben reflejar solo aquello que se intenta apoyar, y no pro‐longarlas inútilmente. Por eso pueden acortarse hasta el extremo. Pueden, in‐cluso, reflejar sólo algunas palabras.
e) Atención a la corrección sintáctica y estilística así como a la ortografía. 3. EL PROFESOR COMO GUÍA La labor del profesor debe ser allanar las dificultades que los alumnos puedan encontrarse en la lectura.
Aunque la doctrina pedagógica acerca de las ayudas del profesor son muy variadas, algunas actitudes pueden ser más rentables que otras.
Ha aquí algunos principios que podemos debatir: a) No hay que contar el argumento. El lector debe leer por su cuenta con
la agitación de quien descubre emocionado lo que va sucediendo. O bien: Sí hay que contar el argumento porque lo esencial de las lecturas no es el argumento.
b) Hay que advertir a los alumnos de las dificultades que pueden apare‐cer en la novela con principios como:
El argumento no tiene ningún interés. Cuidado con los personajes, son muchos y podéis perderos, o me‐jor no advertir nada sobre los personajes.
Tenéis que tener o mejor no tener un diccionario para las palabras que no se entiendan.
c) Al principio de una clase podemos decir algo como: ¿Quién quiere contar sus impresiones sobre lo que lleva leído? Con la respuesta de algún alumno que se preste a ello debemos ser muy
precavidos. Es importante no quitarle la razón de manera tajante. Todo lector tiene sus propias razones y sus propios sentimientos.
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d) Una novela se valora más cuando el lector ha sido autor alguna vez en su vida.
La creación literaria en clase está recomendada por todos los sistemas de estudio y aunque tiene dificultades para la integración en la cadena académica, resulta muy eficaz en la motivación de la lectura. Sabe escribir quien sabe leer y se aprende a escribir leyendo.
e) Es absolutamente necesario respetar todas las opiniones de los alum‐
nos, aunque estas sean contrarias a la lectura. Si un alumno dice: “es muy aburrido, no hay nada más que descripciones” el profesor debe decir algo así como: “Comprendo que te resulte aburrido, a otros les ha resultado a veces más
interesante.” La lectura es el resultado de una actitud del lector ante el libro, y esta
ofrece múltiples posibilidades. 4. SEGUIMIENTO El profesor que, como quien no quiere la cosa, va recordando día a día algunos puntos de la lectura que los alumnos van haciendo, contribuye al estímulo que a diario debe recibir quien se ha propuesto, una vez convencido, llevar a cabo su programa personal de lecturas. El programa personal de lecturas debe llevar un tratamiento distinto si es el mismo para toda la clase o si por el contrario se ha hecho uno individualizado para cada alumno.
Los estímulos pueden unas veces recordar algún punto del argumento: ¿Habéis leído ya cómo se descubre quién ha sido el autor del robo del examen en La ciudad y los Perros? ¿Tú ya lo sabes, Rodrigo? Más vale que no lo digas, a no ser que un compañero tuyo tenga mucho interés en preguntártelo.
O bien: ¿Ya habéis descubierto por qué sucede tal o cual asunto? ¿Creéis necesario que se lea con rapidez para no olvidar los personajes o puede hacerse por partes? ¿Con cuál de los personajes que han aparecido hasta ahora creéis que puede identificarse el autor?
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5. CONTROL
FICHA PERSONAL DE NOVELA O NARRACIÓN BREVE alumno
clase
A ‐ Ficha bibliográfica
título
autor año
editorial
ciudad año de pu‐blicación
B ‐ Ficha literaria 1.Tipo de narración 2. Movimiento literario 3. Argumento 4. Perfil del personaje o personajes principales 5. Punto de vista narrativo 6. Lugar de acción 7. Tiempo de acción 8. Tono 9. Tema principal C ‐ Ficha personal 1. Valoración del contenido 2. Valoración de la expresión 3. Valoración crítica personal
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Redacción:
* expresión cuidada para facilitar la lectura y comprensión de lo redacta‐
do * aunque no hay límite máximo (los cuadros se pueden ampliar) no es
necesario extenderse inútilmente Ayuda para la ficha de lectura A ‐ Ficha bibliográfica No se debe confundir el año de la publicación de la novela, que es el año en que
aparece por primera vez, con el año de publicación de la edición en que se ha leído.
B – Ficha literaria B‐1. Tipo de narración (novela, cuento) y subgénero (novela de caballerías,
novela picaresca, novela de aventuras, novela policíaca, novela social...) B‐2. Movimiento literario (realismo, generación del 98, realismo social, realis‐
mo mágico, etc.) y razones literarias que lo justifican. B‐3. Argumento pormenorizado y contado con los asuntos que más interesan al
sentido general de la novela (argumento, acción, verosimilitud...) B‐4. Perfil del personaje o personajes principales (personaje, protagonista...) B‐5. Punto de vista narrativo (perspectiva, narrador omnisciente, narrador tes‐
tigo, primera persona narrativa, segunda persona narrativa, tercera per‐sona narrativa...)
B‐6. Lugar de acción (lugar de acción, ambientación): novela urbana y citada
con nombre propio, sin dar el nombre, rural, interior, itinerante... Ambien‐te burgués, provinciano, diferencias sociales...
B‐7. Tiempo de acción (tiempo de acción, contrapunto, desorden cronológico,
retrospección): una o unas horas, un día, dos días, una semana... B‐8. Tono (tono) B‐9. Tema principal (tema).
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C – Ficha personal C‐1. Valoración del contenido. Interpretación personal del contenido: valoración
del mensaje, de su aportación moral y ética, de su aportación social y de todo aquello que se considere específico en el contenido de la obra.
C‐2. Valoración de la forma: Interpretación personal de todos aquellos procedi‐
mientos que el autor utiliza en la exposición de mensaje. Este comentario debe estar fundado en la utilización de las técnicas literarias.
C‐3. Valoración crítica personal: Breve relación de la impresión personal de la
narración que destaque qué se ha aprendido con la lectura de manera jus‐tificada y para qué sirve ese aprendizaje. También deben aparecer aquí to‐das las impresiones personales experimentadas con la lectura.
6. EVALUACIÓN Es mucho más eficaz, como principio, señalar lo que se ha hecho bien y dejar ver lo que se ha hecho mal sin menospreciar las opiniones. El estímulo es mayor.
Los beneficios que espera un alumno que ha llevado a cabo con esmero su trabajo los recibe en la gratificación que se refleja en su boletín (numérica, escrita o ambas a la vez). Es necesario llevar al mismo y en su justa medida lo que el alumno ha hecho, sobre todo para que no pierda el interés de seguir haciéndolo.
El alumno debe notar que los mensajes de su narración se deben a de‐terminado esfuerzo.
Si el profesor le muestra una ficha donde aparece una apreciación escrita sobre el modo en que ha hecho su trabajo, el alumno sentirá probablemente, que en esto son muchas las variantes, una calurosa recompensa a su esfuerzo.
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