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NORMA MARÍA JIMENO PÉREZ
OLVIDO Y VIDA BUENA EN SAN AGUSTÍN: UNA LECTURA DEL LIBRO 10 DE LAS CONFESIONES
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía
Bogotá, 12 de diciembre de 2019
OLVIDO Y VIDA BUENA EN SAN AGUSTÍN: UNA LECTURA DEL LIBRO 10 DE LAS CONFESIONES
Trabajo de grado presentado por Norma María Jimeno Pérez bajo la dirección del profesor Ricardo Alfonso Flórez Flórez,
como requisito parcial para optar al título de Filósofa
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía
Bogotá, 12 de diciembre de 2019
TABLA DE CONTENIDO TABLA DE CONTENIDO 3 CARTA DEL DIRECTOR 4 INTRODUCCIÓN 5 1. EL ALMA 10
1.1 Los ascensos de Milán y de Ostia 11 1.2 El libro 10, el libro del presente 18 1.3 Entre la dispersión y la unidad 23
2. EL MODO DE SER DE LAS COSAS EN LA MEMORIA 27 2.1 Los contenidos de la memoria 28 2.2 La memoria como potencia que recuerda 34 2.3 Presencia–ausencia de la memoria 37
3. EL OLVIDO 43 3.1 El problema del límite 44 3.2 Quomodo: el modo de ser del olvido 46 3.3 El lugar del olvido en la vida práctica 54
CONCLUSIONES 60 BIBLIOGRAFÍA 63
CARTA DEL DIRECTOR 12 de diciembre de 2019 Profesor Luis Fernando Cardona Suárez Decano Apreciado señor Decano: Reciba un cordial saludo. Me permito presentar a la Facultad el trabajo titulado “Olvido y vida buena en San Agustín: una lectura del libro 10 de las Confesiones”, con el que la alumna Norma María Jimeno Pérez completa una de las condiciones para optar al título de Filósofa. Con un gran compromiso lector y una atenta actitud interpretativa, Norma ofrece aquí una propuesta comprehensiva de una de las cuestiones más difíciles de la magna obra Confesiones de San Agustín de Hipona. De un modo inteligente, la autora relaciona el fundamental tema de la memoria del libro 10 con los ascensos de los libros 7 y 9, con lo que logra discernir una nueva vía hacia el recuerdo agustiniano. Así, el olvido se hace presente en su enlace con la memoria y presta una contribución decisiva para la recta orientación de la vida humana. Se trata, en su conjunto, de una investigación cuidadosa, comprometida y esclarecedora. Juzgo, en consecuencia, que esta monografía cumple a cabalidad con las condiciones que la Facultad ha establecido para este tipo de trabajos. Atentamente, Alfonso Flórez Profesor Titular
INTRODUCCIÓN
Acojo la sugerencia de Phillip Cary de imaginarnos al formidable obispo de Hipona
escribiendo sus Confesiones. Lo imagino con los libros platónicos a un lado y la Escritura
al otro –abierto en Primera de Corintios, con un separador en los Salmos y otro en el
Evangelio de san Lucas–. Si imaginar se acepta, propongo una copia del Hortensio que lo
libera de señalar que se trata de un libro desaparecido; alguna carta a Celestino, y el folio
donde comenta el Salmo 41. Como si fuera poco, en la búsqueda de la vida buena lo
acompaña su memoria, selectiva y entrenada por la retórica, en la cual reposa un arsenal
de conceptos. Son dos los temas que le preocupan en esta escena al santo, Dios y el alma.
No la memoria, quizá menos el olvido.
Junto a la imagen de los grandes vitrales de la Catedral de Colonia, donde se representa al
doctor de la Iglesia, sin ningún drama, y que solo llama nuestra atención en tanto la luz
que ilumina el interior del templo ilumina el texto que escribe san Agustín; tengo en el
escritorio los mismos libros que tendría él, sin el Hortensio, claro, con la bibliografía que
nos deja el último siglo de estudios y la carta en la que Nietzsche 1 habla sobre las
Confesiones, comentando lo divertido que le parecieron los recuerdos del robo de las peras,
y la forma en que san Agustín asume la muerte de su amigo. Me pregunto, entonces, por
qué evoca el obispo ese robo de las peras que el inocente Aurelio Agustín cometió hace
tantos años, qué lugar ocupa el olvido en la búsqueda a la que hemos asistido durante diez
libros, y qué papel tiene cuando, sí, se intenta encontrar la vida buena.
1 El comentario de Nietzsche está en la carta que el filósofo le dirige a Overbeck, desde Niza, el 31 de marzo de 1885. (Nietzsche 2011, Pág. 56).
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Leer las Confesiones tras el rastro de una noción, o de una idea, supone una suerte de
desplazamiento entre diferentes relatos o peregrinaciones. El biográfico, que podría
agotarse en escasos capítulos; el del itinerario filosófico, en el cual va de la Biblia leída
literalmente o sin una guía convincente, a Cicerón, de allí a los escépticos, se detiene en
los maniqueos, para encontrarse luego con los platónicos. Vuelve entonces a la Biblia, a
san Pablo, y en este nuevo camino se llena de los conceptos y de las preguntas que lo
conducen a comprender su mundo, su realidad, su fe: ¿Qué amo cuando te amo? ¿Qué
naturaleza soy? ¿Y qué cuando nombro el olvido? Estas tres preguntas se abordan en el
libro 10, que es el ámbito de este trabajo, pero este resultaría incomprensible sin hacer
referencia a algunos de esos relatos previos.
En el primer capítulo de este trabajo revisamos cuatro pasajes en los cuales el obispo de
Hipona se vale de la figura del ascenso. En los dos primeros, en el libro 7, se muestran los
atributos divinos que puede conocer un alma que juzga a partir de las cosas creadas; luego,
en el ascenso de Ostia, en el libro 9, el alma logra adherirse a la verdad eterna. Con
independencia de que los ascensos sean testimonios de una experiencia vital, o una forma
de exposición de sus conceptos, nuestro cometido es establecer a partir de las afirmaciones,
de los hallazgos que allí se enuncian, los elementos de la metafísica agustiniana que están
a la base de la pregunta por el olvido. En el ascenso final, en el libro 10, cuando el obispo
de Hipona insiste, con nuevos argumentos, en la búsqueda de Dios, indaga también por
las condiciones del alma, y de la memoria, para conocer la verdad. Este nuevo ascenso
aclara los conceptos esbozados en los otros intentos; en este sentido, seguimos a Vaught2
cuando afirma que en el libro 10, se descubre la memoria como la condición ontológica
de los recuerdos presentados en las Confesiones.
2 En el prefacio al tomo 3, dice Vaught: “Al principio del libro 10, Agustín hace una transición desde la muerte de su madre en el 386 D.C, al tiempo en el cual escribe las Confesiones diez o trece años después. Esta transición del pasado al presente le permite moverse desde los episodios que el registra en los libros 1 a 9 a la memoria como condición ontológica que hace estos recuerdos posibles” (Vaught 2005, pág. 27).
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En el segundo capítulo es necesario recorrer los amplios salones de la memoria. Hay que
precisar que aquí ‘memoria’ no es un término unívoco. Por ‘memoria’ entiende san
Agustín el alma toda y el hombre interior que puede buscar a Dios. Memoria es también
la facultad del alma que recuerda, trae al presente lo ausente, y es capaz de convocar a las
otras potencias del alma que ponen en evidencia la semejanza del hombre a Dios. Memoria,
además, es el amplio almacén donde habita el enorme catálogo de imágenes y cosas
mismas que dan cuenta de la realidad. Finalmente, la memoria es un modo de ser las cosas
en el alma; y es en esta acepción en la que el olvido se opone a la memoria, un modo de
ser las cosas en el alma: un presente–ausente que se convierte en la condición del
conocimiento de Dios.
El tercer capítulo recorre las Confesiones con la pregunta sobre el olvido. Ante todo, debo
resaltar la notable coherencia con la que el obispo de Hipona se refiere al asunto a lo largo
de toda la obra; sorprende que no haya sido tema específico de más trabajos académicos.
El acercamiento aquí propuesto es complejo en tanto intenta mostrar que el olvido es el
modo en que la realidad inmutable –una, eterna y deseable– por tanto, anterior no en
tiempo sino en realidad al alma–, puede permanecer en la memoria. De ser esto así, con
el olvido se configura una aproximación a la búsqueda de la vida buena, que desde luego
no modifica la comprensión ya clásica sobre la ética en san Agustín, pero sí advierte que
el olvido es una sutil, a veces inadvertida condición que determina esa búsqueda.
Es enorme la bibliografía sobre san Agustín. Al estudiar un clásico, la cantidad de
publicaciones especializadas genera una tensión entre aclarar los temas y hacerlos más
difíciles. Sobre la bibliografía consultada o estudiada, son relevantes para este texto final
el estudio de Vaught, que permite inscribir las Confesiones en el pensamiento de san
Agustín y aclarar los elementos de su metafísica, deudor él, como yo y todos, de los
escritos de Étienne Gilson que apoyan también este trabajo. Para la comprensión de la
memoria como interioridad y como potencia me baso en los estudios de Cary y de Wetzel;
y para una serie de discusiones rigurosas e importantes resultó imprescindible la consulta
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de O’Donnell. De otra parte, cuando fue necesario citar textualmente a estos y otros
autores cuyos libros no tienen edición en español, la traducción, apenas literal, ha sido
realizada por mí. Muchas omisiones, pues trabajos importantes se quedan sin
reconocimiento: señalo el texto de Pamela Chávez, una investigación en español,
latinoamericano, cuyo propósito es poner en diálogo a san Agustín con la reflexión moral
contemporánea. Leo el texto final y no contiene cita alguna de este trabajo, y me preocupa
que aquí o allá existiese una frase textual de ella, pues ha sido guía permanente en la
comprensión del pensamiento agustiniano. Tanto los nombres de los profesores y filósofos
que cito puntualmente, como la bibliografía que se menciona al final del trabajo deben ser
leídos en clave de agradecimiento.
Si la bibliografía es amplia, las traducciones al español son varias, destacables y,
nuevamente, se deben agradecer: cada una con su lectura y con su esfuerzo. Contar con la
traducción bilingüe del padre Vega es un privilegio, y es la base de la lectura y de las citas.
Mi ejemplar, editado en el año 1932, acusa unos pocos errores más que excusables; sin su
soporte y el de sus notas habría sido imposible trabajar la obra de san Agustín escrita en
una lengua que desconozco. Cuando la traducción, de acuerdo con los argumentos de los
académicos, definitivamente no se ajusta al original, seguiré la traducción de Uña Juárez
que es buena por sí misma, y que por supuesto se levanta sobre la traducción de Vega y
sobre las condiciones editoriales contemporáneas: en los casos necesarios se señalará su
uso. Dos traducciones más, ambas elogiables, me han servido para comprender la obra de
san Agustín.
Con el objetivo de facilitar la redacción, y espero la lectura, he escogido utilizar para
mencionar al joven Agustín y en general para el personaje del que se ocupan las
Confesiones, su nombre propio: Aurelio Agustín. Para hacer referencia al escritor, al
narrador, con independencia del tiempo de escritura de los libros, utilizo el obispo de
Hipona. Reservo el nombre de ‘san Agustín’ para alguna frase o discusión esporádica en
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la que se da cuenta de lo que hoy conocemos como la filosofía agustiniana; y respeto el
tratamiento original en las citas.
Treinta años después son muchos los agradecimientos para quienes me han respaldado a
la hora de realizar este trabajo. A la fabulosa Eulalia que habita el tiempo de otro modo, a
mi profesor Alfonso Flórez por su generosidad en el cariño, la sabiduría y el tiempo; a
toda una Facultad que me recibió como a su hija pródiga; a Gustavo y a Roberto que nunca
me vieron partir. A mis padres por su presencia; a mis hermanos por su fe inquebrantable.
Como siempre, a Martha y a Frank por su amistad. Y a mi amado Guillermo que, como el
mensajero de Maratón, siempre llega a la meta, alegre, cansado o con el cuerpo
destrozado; pero allí, con su alma invicta; consigue darme ese abrazo que aleja todos mis
miedos.
1. EL ALMA
Busca san Agustín a Dios con la determinación con la que busca una mujer una moneda,
con la inquietud que produce su pérdida, con la certeza de que lo ama y de que lo
encontrará. El camino que recorre para encontrar a Dios, más la posterior comprensión de
ese recorrido, será celebrado y divulgado en las Confesiones, alabando a Dios y
compartiendo esta verdad y ese gozo con quienes ama, amigos y conocidos, como cuenta
el evangelio que lo hacen los pecadores, el pastor que encuentra sus ovejas, la mujer que
encuentra su dracma, el hijo que vuelve a la casa del padre (Lucas 15).
La búsqueda va definiendo un camino ascendente a través de los niveles del ser, de menor
a mayor, elevándose desde el cambiante y contingente mundo externo, hasta el ser
inmutable, necesario y eterno de Dios. Los ascensos que describe san Agustín en su obra
son ejercicios en los que se examinan las potencias del alma, así como su capacidad y
condiciones para conocer todo lo real.
La tradición se ha encargado de identificar y estudiar los diferentes ascensos que se
presentan en las Confesiones. Lo cierto es que es fácil descubrir una forma común en todos
ellos, a saber, una búsqueda que parte de la indagación por la presencia de Dios en el
mundo, luego se vuelve hacia el hombre interior intentando establecer la relación entre
Dios y el alma, y por último se da un nuevo movimiento, un mirar hacia arriba y ver a
Dios por encima del alma. Desde una perspectiva narrativa, los ascensos también tienen
rasgos comunes, cada discurso se estructura con base en preguntas que examinan los
niveles de lo real, hasta lograr un enunciado sobre la verdad. Primero se establece el
contexto, un tema desde el cual surge la duda o idea que se discutirá; luego se anuncia el
ascenso, en ocasiones de forma evidente con el uso de palabras como subir, traspasar y,
desde luego, ascender; así mismo se asocia el ascenso con otra señal del alma que se
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pregunta, confiesa su inquietud, admite sus límites o se convierte en una gran pregunta
para sí misma; al final se registra una conclusión, en forma de reiteración, reflexión o
anhelo sobre lo acontecido.
1.1 Los ascensos de Milán y de Ostia
Durante los años que lo separan de su lectura del Hortensio3, Aurelio Agustín ha ganado
una serie de certezas sobre Dios: que Dios es el creador de todo cuanto existe, que es el
Dios verdadero. En el contexto del libro 7, ya sabe que Dios es una substancia y aunque
acepta que no tiene la figura de un cuerpo humano, aún no puede concebir una substancia
que no sea corpórea, es decir, no puede concebir una substancia espiritual. Adicionalmente,
aunque cree con toda su alma que Dios es incorruptible, inviolable e inmutable (7.1.1); no
puede justificar dicha inmutabilidad: en otras palabras, aunque Aurelio Agustín acepta
que lo inmutable es superior a lo mutable, lo incorruptible mejor que lo que se corrompe,
este argumento lógico que conduce al concepto de lo supremo no le da respuestas sobre
Dios y la verdad: “pues ignorando por qué ni cómo, veía claro y cierto que todo cuanto
puede corromperse es peor que lo que no puede hacerlo, y que lo inviolable lo anteponía
sin vacilación a lo violable, y lo inmutable es mejor que lo mutable” (7.1.1). Esta trama
de conceptos expuestos al principio del libro 7, se traducen en que Aurelio Agustín aún
no concibe una explicación para el mal que sea compatible con la inmutabilidad de Dios,
un Dios perfecto y eterno, que no podría ser afectado por el mal. Refiere que esta inquietud
lo tortura y pasa a ocuparse de la idea de Dios tal como la mantienen los platónicos, como
3 En el libro 3 san Agustín narra que leyó el Hortensio y cómo tras su lectura nace en él el deseo por la sabiduría y por la filosofía: “¡Cómo ardía, Dios mío, como ardía en deseos de remontar el vuelo de las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas” (3.4.8).
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luz verdadera que ilumina a todos los hombres, con muchas semejanzas, pero también
importantes diferencias con su fe.
En el primer ascenso, amonestado4 por los libros platónicos, Aurelio Agustín abandona la
observación del mundo externo, es decir, de las cosas que se perciben o de las que se tiene
experiencia por los sentidos; todas esas cosas que son múltiples, que cambian de lugar y
que cambian en el tiempo. El hombre que busca a Dios mueve la dirección de sus
preguntas, se dirige hacia su propia alma, reconoce que su mente es la potencia capaz de
comprender la verdad y que por encima de esta potencia se encuentra la luz inmutable de
la verdad. En unos pocos párrafos resuelve, concreta la presencia de la verdad para el
alma; lo que puede ser resultado de mucho estudio y reflexión se relata ahora ágilmente:
“Quien conozca la verdad conoce esa luz, y quien conozca esa luz, conoce la eternidad”
(7.10.16).
Con el apoyo de los platónicos logra situarse en el ámbito de lo inteligible mediante la
comprensión de una sustancia incorpórea que le permite concebir a Dios como lo que
verdaderamente es, y desde luego, disolver la relación entre Dios y el mal. La luz a la que
se refiere el obispo no es una luz corriente sino una luz incorpórea, una verdad que no es
conforme al mundo externo, que no está en el espacio ni en el tiempo, por infinitos que
puedan plantearse, e incluso la forma en que esa luz está sobre su inteligencia no
corresponde con las dimensiones y posiciones que se refieren a lugares en el mundo
externo, se trata de una luz inmutable y eterna, una verdad inmutable: “Ni estaba sobre mi
mente como el aceite está sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino estaba sobre mí, por
haberme hecho, y yo debajo, por ser hechura suya” (7.10.16).
4 La palabra Admonitus ha pasado al español con los significados de advertencia, consejo, aviso, exhortación y desde luego amonestación. Sin embargo, es notable el significado de recuerdo/ recordar que también se presenta en los diferentes diccionarios.
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De las metáforas del ver, el obispo de Hipona pasa a las metáforas del escuchar; de los
neoplatónicos, a las palabras del Éxodo que le dicen a un cristiano que Dios existe y es la
verdad: “Y dije: ¿Acaso es nada la verdad porque no se extiende por espacios finitos o
infinitos de lugares? Y tú me gritaste de lejos: Más bien, yo soy el que soy. Y oí esto como
se oye en la interioridad del corazón” (7.10.16). En la reflexión posterior al ascenso, que
se produce cuando ya está de vuelta en el mundo de las cosas cambiantes y creadas, se
expresan las implicaciones de afirmar a un Dios creador, independiente y necesario: “Y
miré las demás cosas que están por debajo de ti, y vi que ni son en absoluto ni
absolutamente no son. Son ciertamente porque proceden de ti; mas no son porque no son
lo que eres tú, y solo es verdaderamente lo que permanece inconmutable” (7.11.17). Las
palabras de MacDonald muestran claramente que de este primer ascenso se desprende el
estatus ontológico de un Dios creador:
En los pasajes de la visión en Confesiones 7, el reconocimiento de que Dios es el ser verdadero está acompañado de la conciencia de que los otros seres, diferentes de Dios, son distintos de Dios y dependen de Él para ser. Lo que verdaderamente es posee su ser por propio derecho e independientemente de otras cosas, por lo tanto, no puede dejar de ser. Otras cosas existentes tienen que estar en cierto modo, como lo demuestra el hecho de que existen, pero en cierto modo carecen de ser: su existencia es contingente y dependiente. (MacDonald 2001, Pág. 83).
En este primer ascenso se reconocen los atributos que de acuerdo con Gilson prueban la
existencia de Dios: “Necesidad, inmutabilidad, eternidad, tales son los caracteres
distintivos de toda verdad. Agreguemos que estas características no pertenecen menos a
las verdades morales que a las verdades especulativas” (Gilson 1949, Pág. 17). El obispo
de Hipona dice que aquí conoció a Dios por primera vez: “cuando por vez primera te
conocí, tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver” (7.10.16). Luego, en
otros ascensos, lo recordará, pero aquí, en esta primera visión, lo conoce por primera vez.
Al finalizar, al mismo tiempo que afirma que existe la verdad, avanza algo sobre la
naturaleza del alma; no parece que vuelva sobre sí mismo para detenerse en la naturaleza
de la interioridad, pero sí afirma la capacidad de su inteligencia para comprender la verdad
y la forma en que la inteligencia puede llegar a hacerlo: “sin quedarme lugar a duda, antes
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más fácilmente dudaría de que vivo, que no de que no existe la verdad, que se percibe por
la inteligencia de las cosas creadas” (7.10.16).
El contexto del segundo ascenso se vincula directamente con los hallazgos del primero,
Aurelio Agustín ya no cree en un fantasma, y aunque no puede sostenerse en el goce de
Dios, lo ama y lo tiene en la memoria. Lo más importante es que tiene la certeza de que la
verdad se percibe por la inteligencia de las cosas creadas, lo que convierte el texto de
Romanos 1, 20 en una respuesta a las preguntas del obispo5. En este nuevo ascenso lo
retoma íntegramente: “Asimismo, estaba certísimo de que tus cosas invisibles se perciben,
desde la constitución del mundo, por la inteligencia de las cosas que has creado, incluso
tu virtud sempiterna y tu divinidad” (7.17.23). Nuevamente presenta san Agustín una
tensión entre sus fuentes, los libros platónicos y la Escritura, se indaga ahora por las
condiciones del alma para juzgar, tal como lo afirma Romanos. En principio, se pregunta
por su capacidad para conocer las cosas mudables del mundo exterior y para ello introduce
los juicios éticos, los que el alma realiza atendiendo a la luz inmutable que ha descrito
atendiendo el ascenso anterior “Esto debe ser así, aquello no debe ser así” (7.17.23). Sus
conclusiones son más explícitas en lo que tiene que ver con el alma misma ya que ésta no
goza de la inmutabilidad divina: “buscando, digo, de dónde juzgaba yo cuando así juzgaba,
hallé que estaba la inconmutable y verdadera eternidad de la verdad, sobre mi mente
mudable”. (7.17.23). Con esos antecedentes se inicia el ascenso.
Este pasaje transita por todos los niveles del conocimiento, intentando responder por qué
el alma mudable puede conocer la verdad, cuáles son las condiciones que le dan el
privilegio, sobre todos los demás seres de la creación, de juzgar a partir de las reglas
inmutables del ser. Una vez la potencia raciocinante gira y se juzga a sí misma al igual
que juzga a las demás cosas mudables, se pregunta por su capacidad para conocer lo
5 “Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja a ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables” (Romanos 1, 20).
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inconmutable y de alguna forma llegar a la verdad, todo ello sobre la base de que lo
inconmutable es mejor que lo mutable, argumento que pertenece a la lógica de las cosas
creadas: “y de dónde conocía yo lo inconmutable, ya que si no lo conociera de algún modo,
de ningún modo lo antepondría a lo mudable con tanta certeza. Y, finalmente, llegué a «lo
que es» en un golpe de vista trepidante” (7.17.23). Por un instante, se acerca a la verdad,
ya no se trata solo de juzgar lo mudable, sino de ver lo invisible, a partir de las cosas
creadas.
Con este segundo ascenso se comprende que el alma no puede juzgar ella sola o en forma
absoluta, pues en ella no radica el ser de la verdad. Pero se descubre que el alma es aquella
criatura que está en capacidad de acercarse al ser, pues en la medida en que puede juzgar
y en que puede hacerse la pregunta por la verdad misma, tiene muchas condiciones para
conocerla. Pero no todavía. No puede fijar su vista en la verdad por lo que se devuelve al
mundo de la desemejanza con un recuerdo de Dios y el deseo de conocerlo. En la reflexión
posterior al ascenso, se dice que Aurelio Agustín busca la forma de sobreponerse a esa
debilidad que le impide permanecer en el gozo de la Verdad. Sabe el obispo de Hipona
que el problema radica en que aún no acepta la Encarnación, en que no ha recibido a
Jesucristo como el mediador.
En el verano del 387, una vez bautizado, tiene lugar el tercer ascenso, el célebre ascenso
de Ostia. Las interpretaciones del capítulo 10 del libro 9 de las Confesiones son muchas y
merecen una monografía. Que es un acontecimiento histórico; que es un ascenso cristiano
y no platónico; que es místico; que si el silencio –sileat– que se propone es neoplatónico;
que se debe hablar de la escucha y no de la visión de Ostia; que reproduce la clásica escena
padre e hijo de la Eneida. También está la discusión sobre el esquema de los ascensos
como visión intelectual, y espiritual, consignando a Ostia a esta última; discusiones
importantes todas pero que desbordan y desvían el objetivo de esta lectura. A continuación,
revisamos el ascenso, focalizados en comprender lo que aporta a la relación del alma con
Dios y con ello, para alcanzar la verdad y la felicidad.
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La escena del jardín de Ostia Tiberina tiene un contexto amplio de viaje, pues Aurelio
Agustín y su madre están en el puerto de Roma de regreso a África; se siente la atmósfera
de transición a situaciones definitivas como la inminente muerte de Mónica y el silencio
del rétor. La pregunta se formula con claridad: “Inquiríamos los dos delante de la verdad
presente que eres tú, cuál sería la vida eterna de los santos” (9.10.23). No se trata de una
indagación por la forma de buscar a Dios, o por qué se le ama, ni en general preguntas que
en el texto conducen a definir la naturaleza divina. Ahora la pregunta se dirige a la vida
eterna, al gozo eterno, a la felicidad.
La conversación que transcribe el obispo de Hipona, ajustándose a la estructura ya
conocida, se refiere a las etapas del ascenso en términos de amor, gozo y eternidad,
términos que expresan el conocimiento de Dios resultado tanto de la investigación como
de la conversión y el bautismo; unos conceptos sólidos que arrojan coherencia entre
inteligencia y fe, entre filosofía y Escritura. Así, al inicio se afirma que ningún deleite
producto de los sentidos es comparable con el gozo de la vida eterna; sube por el camino
que lo conduce “con ardiente afecto hacia aquel que es siempre el mismo” (9.10.24) y tras
admirar y pensar en todas las obras de Dios, se produce rápidamente el giro, el ingreso y
el traspaso del alma. Se llega entonces, sin mencionar elevación alguna, a la Sabiduría, la
cual se distingue de los otros seres encontrados en el camino en virtud de su eternidad: “y
es la vida la Sabiduría, por quien todas las cosas existen, así las ya creadas como las que
han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre,
o más bien sin que haya en ella fue ni será, sino sólo es, por ser eterna” (9.10.24).
La reflexión con la que se concluye el ascenso es incluida dentro de la misma escena, es
una especie de recreación del ascenso con algunos énfasis. Es un ascenso de supuestos, el
primero de los cuales es la existencia de alguien para quien fuese posible que callase la
carne y el mundo externo; luego, un giro también en silencio: “que el alma misma callase
y se remontara sobre sí, no pensando en sí” (9.10.25); el camino sigue proponiendo que
ese silencio cubra todas las cosas que se dan en el tiempo y deje escuchar directamente la
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palabra del creador de tal manera que se pudiese escuchar a Dios mismo, sin necesidad de
las cosas creadas, con lo cual es posible que el pensamiento alcance, por un instante, la
eterna Sabiduría. Bien, si dicho instante se pudiese prolongar, no en el tiempo, sino a la
eternidad, se lograría la felicidad. Agrega el obispo de Hipona una conclusión que
conserva la forma provisional: si este instante de conocimiento se mantuviese en forma
continua, siguiendo a Mateo 25, 21“¿no sería esto el Entra en el gozo de tu Señor?”.
El cometido no es muy ambicioso, en el sentido de que no pretende ver la luz divina con
la frustración que esto ocasionó en ascensos anteriores, se limita a decir “Abríamos
anhelosos la boca de nuestro corazón […] para que rociados según nuestra capacidad, nos
formásemos de algún modo idea de cosa tan grande” (9.10.23). El mismo tono prudente
se aprecia en la forma de abordar el gozo; no se afirma, se pregunta: “Mas ¿cuándo será
esto? ¿Acaso cuando todos resucitemos?” (9.10.25). Un momento de intuición, dirá el
obispo de Hipona en su intento de narrar el gozo de la verdad, eso que lo desborda y para
lo cual no halla una aproximación racional.
A diferencia de los dos ascensos de 7, los ascensos de Milán, en este nuevo ascenso no se
relata un momento fugaz, se postula una permanencia que permita de alguna manera
comprender, no de forma racional ni propia del lenguaje humano lo que sería la vida buena.
Ya no se trata de un ascenso por la inteligencia de las cosas creadas, sino que se vislumbra
la eterna sabiduría. Al terminar con las palabras bíblicas, en forma de pregunta, ya no
siente la frustración de quien solo ve la verdad por un instante, sino que habla, en el
lenguaje humano, con el tono que corresponde a la humildad propia de alguien que ha
conocido la verdad y entiende sus propias limitaciones.
Se sabe por 7.9.14 que los libros platónicos no hablan de la Encarnación. Y en 7.18.24,
después del segundo ascenso, se pregunta por la mediación de Cristo para llegar al gozo.
Aurelio Agustín en Ostia, bautizado y cierto de los hallazgos recolectados en los ascensos
previos, presenta un cambio: la luz de la verdad con la cual el alma puede juzgar y
acercarse a la sabiduría tiene que ver con el Verbo y con la mediación de Jesucristo.
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Demostrar cuál es la naturaleza de la experiencia compartida de Aurelio Agustín y su
madre, o mostrar que se trata de una experiencia mística cristiana, es algo, si no imposible,
cuando menos muy difícil; no obstante, sí podemos afirmar, de la mano de O’Donnell,
que el ascenso de Ostia narrado por el obispo de Hipona, introduce el elemento cristiano
en esta búsqueda de la verdad.
Es poco creíble que después de mostrar cómo sus dificultades en el libro 7 fueron el resultado de un conocimiento inadecuado y de la no aceptación de Cristo; y después de mostrar en el libro 8 cómo adquirió ese conocimiento y aceptación; y después de mostrar a principios de libro 9 esa nueva vida en acción, que luego describiera un evento como el de Ostia en términos que no mostraran signos de progreso o desarrollo sobre lo que describió en el libro 7. (O’Donnell 1992, Pág. 669).
La posibilidad de que el alma conozca la verdad o juzgue con verdad reside en hacerlo a
la luz de la verdad misma, y eso, trasladado a un alma creada que intenta permanecer de
manera estable en esa verdad, es aceptar la mediación de Jesucristo, esa figura de la que
no se encuentra nada en los libros neoplatónicos.
1.2 El libro 10, el libro del presente
Con una afirmación contundente inicia el obispo de Hipona el cuarto ascenso en el libro
10: “No con conciencia dudosa, sino cierta, Señor, te amo yo” (10.6.8). En este nuevo
ascenso ya no lo impulsa el deseo de conocer a Dios, pues ya lo conoce. Los recorridos
de Milán le han dejado un ‘recuerdo amoroso’, pero sólo en Ostia el amor de Dios es
manifiesto como parte del cambio entre el converso y el bautizado. Junto con la
Encarnación, entonces, el amor de Dios es una de las condiciones del alma que comprende
a Dios; pues no se ama lo que no se conoce, como afirma Gilson (Gilson 1949, Pág. 132).
Así que cuando se emprende otra vez el camino en pos de la vida buena, ya no se busca
conocer la verdad, verla o aceptarla por primera vez, lo que se persigue es adherirse a ella
o, por lo menos, comprender la estabilidad que lo inmutable le brinda a un yo disperso.
En la introducción al ascenso, que es la misma introducción del libro 10, se recrea la
reflexión que hace el obispo sobre su objetivo al escribir las Confesiones: “Médico mío
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íntimo, hazme ver claro con qué fruto hago yo esto. Porque las confesiones de mis males
pretéritos –que tu perdonaste ya y cubriste, para hacerme feliz en ti, cambiando mi alma
con tu fe y tu sacramento–”. Así que a continuación, cuando se fija el propósito del ascenso,
lo que aquí se ha llamado el contexto, el obispo le da respuesta a su deliberación: “Este es
el fruto de mis confesiones, no de lo que he sido, sino de lo que soy” (10.4.6). Se entiende
que, al retomar la escritura de sus confesiones, el relato no se ocupará de su pasado de
niño o de maniqueo, sino de la vida actual del obispo de Hipona. Sin embargo, en la lectura
que aquí se propone, ocuparse de lo que soy, del ser, no se agota en el relato histórico que,
hay que decirlo, ya no se emprende más; el estudio del ser tampoco se reduce a la
confesión de sus actuales pecados, reflexión que es sumamente importante en cuanto
conduce al tema de la continencia. En esta lectura se postula que el objetivo principal del
libro 10, el libro del presente, es ocuparse del ser del alma; al decir ‘lo que soy’ el obispo
hace referencia al ser del alma que se pregunta por sí misma, que se confiesa.
Confesará lo que sabe, y advierte además que hay muchas cosas de sí mismo que no
conoce, de las que solo podrá dar cuenta cuando se reúna con Dios, lo cual ratifica que la
indagación emprendida conduce a un conocimiento de la relación: “Confiese pues lo que
sé de mí; confiese también lo que de mí ignoro; porque lo que sé de mí lo sé porque tú me
iluminas, y lo que de mí ignoro no lo sabré hasta tanto que mis tinieblas se conviertan en
mediodía en tu presencia” (10.5.7). La búsqueda de san Agustín tiene como fines conocer,
encontrar al Dios que anhela, y conocer, descubrir la naturaleza de su propia alma –el otro
término de la relación que se devela en las Confesiones– es decir, descubrir la naturaleza
de una substancia mutable que en cuanto reconoce sus vínculos con la substancia
inmutable se conoce a sí misma, sin abandonar su mutabilidad.
Un itinerario de preguntas, respuestas y certezas sobre la naturaleza de Dios, y sobre la
naturaleza del alma, va construyendo el camino ascendente. Entre las diferentes
inquietudes hay una que se convierte en la pregunta fundametal, justamente por que se
desprende de la certeza sobre el amor de Dios: “Y ¿qué es lo que amo cuando yo te amo?”
20
(10.6.8). Lo que se busca, en este ascenso que no es propiamente lineal, es conocer la
esencia de Dios, comprender la naturaleza divina.
La pregunta por lo que se ama cuando se ama a Dios se dirige inicialmente al mundo que
se conoce por medio de los sentidos. Al contemplar el mundo externo, intentando
comprender la esencia de Dios, la belleza y el orden de la tierra y todo lo que hay en ella,
entiende Aurelio Agustín que el mundo es una creación de Dios, que las cosas, de hermosa
apariencia, son sus criaturas (10.6.9). Si bien la afirmación de que Dios es creador no es
menor, en este punto es preciso destacar la siguiente afirmación: “mi pregunta era mi
mirada y su respuesta, su apariencia” (10.6.9). Pero, por lo pronto, y como siempre, no es
el mundo externo lo que permite conocer a Dios.
A continuación, como en todo ascenso, el camino señala el giro, un giro complejo que no
se enuncia en esta ocasión como un simple cambio de dirección del mundo exterior al
alma; no se agota el giro en mirar a otro lado, sino que insiste en ocuparse del alma misma.
El giro ahora es casi una espiral que se eleva, iterativamente, por los grados de
conocimiento. En una primera iteración, la pregunta devela la naturaleza del hombre, el
compuesto de alma y cuerpo. “Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: ‘Tú quién eres’,
y respondí, ‘Un hombre’” (10.6.9). El alma es descrita como aquella potencia que vivifica
el cuerpo y que también se relaciona con el mundo por medio de los sentidos del cuerpo.
Como esta última virtud es una característica común con los animales, es necesario volver
a ascender, a preguntarse por la esencia de Dios: “Traspasaré aún esta virtud mía, porque
también la poseen el caballo y el mulo” (10.7.11).
En una segunda iteración del giro, el diálogo debe establecerse con el alma que está en
capacidad de juzgar. Por medio del ascenso el obispo deja atrás las virtudes que vivifican
y sensifican el cuerpo y se enfoca en la virtud que permite comprender que la belleza del
mundo es una respuesta a la pregunta por Dios. La posibilidad de conocer a Dios a partir
de las cosas creadas está en un alma que no solo interroga, sino que juzga, “porque no
responden éstas a los que interrogan sino a los que juzgan” (10.6.10). Cuando se confirme
21
este nuevo ascenso, “traspasaré, pues, aún esta virtud de mi naturaleza, ascendiendo por
grados hacia aquél que me hizo” (10.8.12), se inaugurará una tercera iteración del giro, la
búsqueda se instalará en la memoria. Así pues, la intención de examinar al alma que juzga,
conduce directamente a la virtud de la memoria.
En el libro 10 la técnica del retórico se despliega completamente, la memoria se aborda
con todas las figuras espaciales disponibles, se define como un aula inmensa en la que se
guarda todo lo que el alma pueda percibir, conocer, recordar, y también olvidar. Aquí se
inaugura un nuevo recorrido, ascendente, amplio y asombroso, que no solo devela la
infinitud y complejidad de la memoria, sino que pone de presente el desconocimiento que
tienen los hombres sobre la naturaleza del alma. “Todo eso lo hago yo interiormente en el
aula inmensa de la memoria” (10.8.14).
La percepción de las cosas creadas a través de imágenes, la forma en que la inmensa
memoria es la llamada a dar cuenta del también inmenso mundo externo produce
admiración y estupor. Antes de abandonar este nivel de conocimiento el obispo de Hipona
inaugura el concepto de interioridad:
Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar [… ]y se olvidan de sí mismos, ni se admiran de que todas estas cosas, que al nombrarlas no las veo con los ojos, no podría nombrarlas, si interiormente no viese en mi memoria los montes, y las olas, y los ríos, y los astros, percibidos ocularmente, y el océano, sólo creído, con dimensiones tan grandes como si las viese fuera. (10.8.15).
Una nueva, cuarta, iteración puede identificarse cuando el alma que juzga se ocupa de los
objetos que se conocen directamente en la memoria. Es a partir del estudio de la memoria
que el obispo de Hipona resuelve la forma en que el alma aprende, conoce, genera
discusiones sobre las nociones aprendidas en las artes liberales, y realiza operaciones con
los números. A todas estas cosas que no entran en el alma a través de los sentidos, se les
reconoce mayor realidad al no ser las imágenes, sino las ‘cosas mismas’ las que habitan
en la memoria, lo cual es así como resultado de las funciones del (cogitare) y el
22
aprendizaje. Este importante avance establece el fundamento para la presencia del ser en
el alma humana.
Hasta este momento el riguroso estudio de la memoria ha develado su potencia para
contener y dar cuenta de las ideas y las funciones del pensamiento, pero inmediatamente
se aproxima al conocimiento del ser, se pasa a la pregunta por la naturaleza del alma
humana y sus condiciones para acercarse a la verdad. En una quinta iteración se ocupa el
obispo de la memoria que da cuenta del alma a través de las afecciones, de la memoria y
del olvido. El ascenso por la jerarquía del ser es también el camino para comprender la
naturaleza del alma. La exposición, como se verá en el siguiente capítulo, es amplia y
compleja, pero en este nivel de la discusión el obispo confiesa que la memoria tiene un
poder que no puede controlar: “Y he aquí que no puedo controlar el poder de mi memoria,
sin la cual no sería siquiera capaz de decir mi propio nombre” (10.16.25). Tras preguntarse
por el olvido, san Agustín se enfrenta una vez más a una magna quaestio para sí mismo
(10.16.25).
Con la certeza de que el olvido puede comportarse como memoria del olvido, confiando
en la capacidad que tiene el alma para recordar sus propias experiencias interiores, así las
mismas puedan ser olvidadas, se progresa en la búsqueda que ahora hace explícita la
pregunta sobre la naturaleza del alma: “Grande es el poder de la memoria (vis) un no sé
qué horroroso (nescio quid horrendum), Dios mío, una multiplicidad profunda e infinita.
Y esto es el alma (animus), esto soy. ¿Qué soy yo, pues, Dios mío? ¿Cuál es mi naturaleza?
Vida varia y multiforme y sobremanera inmensa (inmensa vehementer)” 6 (10.17.26). De
6 Se cita según la traducción de Uña Juárez. En la traducción de Vega, el uso de los dos puntos después de “algo que me causa horror. Dios mío:” parece indicar que Dios es una multiplicidad infinita y profunda. La posibilidad de atribuirle multiplicidad a Dios resulta controversial en cualquier argumento sobre san Agustín, más en este trabajo. No obstante, dicha posibilidad es contemplada por O’Donnell que, en el comentario correspondiente, hace una entrada para explicar la palabra multiplicitas y explica que es un uso poco usual pero no único de la multiplicad de Dios en la obra de san Agustín, y que se encuentra también en de Trinitate (6.4.6). Anota, que por el contrario y lo más típico, es la simplicidad de Dios en contraste con la multiplicidad de las criaturas. (O’Donnell 1992, Pág. 729).
23
esta manera se concluye que por amplio que sea el almacén de la memoria, en tanto
potencia que contiene lo real, no le ha permitido al alma comprender la verdad, pues su
ilimitada multiplicidad se opone a la unidad propia de la verdad. La pregunta por la
naturaleza múltiple e infinita de la memoria produce la sexta iteración, una pregunta que
lo afecta y lo obliga a ascender, se da paso a los escalones definitivos del ascenso de 10.
“¿Qué hare, pues, oh tú, vida mía verdadera, Dios mío? ¿Traspasaré también esta virtud
mía que se llama memoria? ¿La traspasaré para llegar a ti luz dulcísima? ¿Qué dices?”
(10.17.26).
Traspasar la memoria para encontrar la verdad es mucho más que cambiar la clase de
objeto que se recuerda o insistir en excavar los ilimitados antros de la memoria; la
posibilidad de recordar la verdad exige que esta potencia muestre su capacidad de alojar
algo uno, exterior y anterior al alma. Con el traspasar la memoria está la intención de
adherirse a Dios: “He aquí que, ascendiendo por el alma hacia ti, que estás encima de mí,
traspasaré también esta facultad mía que se llama memoria, queriendo tocarte por donde
puedes ser tocado y adherirme a ti por donde puedes ser adherido” (10.17.26). En la
medida en que el alma se adhiera a Dios, podrá conseguir su unidad y evitar la dispersión.
Dios es Unidad y cuando el alma lo busca, lo que pretende es adherirse a él en pos de la
unidad propia del ser. En este punto culmina el giro al interior y el alma debe dirigirse
hacia arriba, hacia un mayor nivel de realidad, y un mayor y diferente nivel de
conocimiento que, en los ascensos previos, se narra como una experiencia de comunión
con lo uno.
1.3 Entre la dispersión y la unidad
San Agustín no abandona la intención de encontrar a Dios dentro del alma. En el libro 10
de las Confesiones, el obispo debe mostrar cómo la memoria múltiple e infinita está en
capacidad de dar cuenta de Dios, de la verdad una e inmutable. Esto equivaldría, en el
lenguaje de los ascensos de Milán, a comprender cómo puede el alma inferir la verdad
desde las cosas creadas.
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Las preguntas evolucionan a lo largo del texto, el obispo que busca a Dios pasa de
preguntarse por el ser de Dios, sus atributos, su naturaleza, a preguntarse por la forma en
que puede realizar la búsqueda: “Y a ti, Señor de qué modo te puedo buscar?” (10.20.29).
Con ello, la pregunta del fílósofo pasa de la pregunta por el ser de Dios a la pregunta por
la condición de la búsqueda. Ahora bien, hay algo seguro, una garantía en todo este camino,
esta es una búsqueda con respuesta, la respuesta ya está dada. Efectivamente, cuando se
emprende una búsqueda, el supuesto es que habrá una respuesta, es que el objeto de la
búsqueda será reconocido en la memoria, es decir, que no se trata de descubrir una cosa
nueva7. Ciertamente, de forma inmediata se trae una respuesta, si se quiere provisional, a
aquella pregunta original de qué amo cuando te amo: el alma que ama a Dios tiene una
razón para buscarlo y ésta es, sin duda, la vida bienaventurada: “Porque cuando te busco
a ti, Dios mio, la vida bienaventurada busco” (10.20.29). Utilizando la vida
bienaventurada y posteriormente, la verdad cómo guías en el camino, se puede
comprender la búsqueda del alma cuando intenta traer al presente el recuerdo de Dios.
Para todos los contenidos de la memoria el obispo ha establecido, con mayor o menor
claridad, la vía de acceso de esta realidad en el alma. No es así con el recuerdo de Dios.
Una lectura literal podría afirmar que tras un éxtasis en Ostia o debido a muchos otros
esfuerzos de Mónica, Aurelio Agustín conoció a Dios, como consecuencia de lo cual tiene
un recuerdo en la memoria. Aquí en 10, el obispo problematiza este asunto con la siguiente
pregunta: “¿No es esa misma vida dichosa la que todos desean y nadie en absoluto hay
que no anhele? ¿Dónde la conocieron puesto que tanto la desean? ¿Dónde la vieron para
amarla? La poseemos, sin duda, no sé de qué modo” 8 (10.20.29).
7 Entre las opciones de recordar las cosas olvidadas que se presentan en las Confesiones, se define la cosa nueva como aquella que no se conoce o, lo que es lo mismo, que por algún motivo no se tiene en la memoria. Cf. 10.20.29. 8 Cita de acuerdo con la traducción de Uña Juárez, pues en la traducción de Vega se introduce la palabra imagen para referirse al contenido de la memoria, palabra que no está en el original, y que se convierte en una interpretación que, además, modificaría la lectura presentada en este trabajo.
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Es necesario enunciar el momento en el cual se confirma el objeto que se busca, la
naturaleza de la vida feliz como gozo de la verdad. “La vida feliz es, pues, gozo de la
verdad, porque este gozo de ti, que eres la verdad, ¡oh Dios, luz mía, salud de mi rostro,
Dios mío! Todos desean esta vida feliz; todos quieren esta vida, la sola feliz; todos quieren
el gozo de la verdad” (10.23.33). Así que para empezar a responder cómo o dónde vieron
la vida buena para amarla, el obispo de Hipona vincula la vida bienaventurada con la
verdad y con el gozo. Luego insiste en la pregunta por la impronta de Dios en la memoria,
por la condición del alma que permite dar cuenta de Dios: “Dónde conocieron pues esta
vida feliz sino alli donde conocieron la verdad […] y cuando aman la vida feliz, que no es
otra cosa que gozo de la verdad, ciertamente aman la verdad: mas no la amaran si no
hubiera en su memoria noticia alguna de ella” (10.23.33). Al identificar el recuerdo de
Dios en el alma como un gozo, el obispo lo asimila a una afección del alma. La experiencia
interior cuyo recuerdo guarda en la memoria Aurelio Agustín es la experiencia de la
unidad anhelada por un alma que habita una existencia fragmentaria, siempre en búsqueda
de la vida, o con la esperanza de ella ¿Cómo es posible que el alma ame eso que ama?
¿Cómo es posible que ame la unidad si no la tiene? ¿cómo la puede concebir?
Al final de los ascensos siempre se va un poco más allá de la memoria, un poco más allá
de los recuerdos, y así sucede en 10, casi al final del camino: “Pues ¿dónde te hallé para
conocerte –porque, ciertamente, no estabas en mi memoria antes que te conociese–, dónde
te hallé, pues, para conocerte, sino en ti sobre mí?” (10.26.37). No está hablando de llegar
a otro lugar, lo que consigue es descubrir la condición de la memoria que le permite
dirigirse hacia lo inmutable, hacia un mayor grado de realidad que solo puede expresarse
con la figura de una luz indeficiente que ilumina el alma del hombre. La búsqueda de la
verdad en san Agustín tiene que ver con la unidad que le brinda lo inmutable a un alma
cuya lábil existencia es la de un ser creado, nacido de Dios y de la nada, de lo cual se
desprende que el alma no es divina, no es el ser verdadero, ni el fundamento de la verdad
ni de la felicidad; eso sí, el alma con la potencia de la memoria, su capacidad infinita, su
relación con otras facultades, y con la gracia de Dios, puede concebir y anhelar la unidad
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que calma su inquietud: “Cuando yo me adhiriere a ti con todo mi ser, ya no habrá más
dolor ni trabajo para mí, y mi vida será viva, llena toda de ti” (10.28. 39). Ahora bien, las
cosas del mundo, la costumbre y la voluntad, alejan al hombre de Dios, como si lo olvidara.
Sin embargo, en su alma persiste el deseo de adherirse a Dios, de conseguir la unidad:
“Mas en ninguna de estas cosas que recorro, consultándote a ti, hallo lugar seguro para mi
alma sino en ti, en quien se recogen todas mis cosas dispersas” (10.40.65).
2. EL MODO DE SER DE LAS COSAS EN LA MEMORIA
Muy pronto se pregunta san Agustín si hay algún lugar dentro del hombre, pequeña parte
de la creación, que pueda alojar a Dios o, mejor, a la verdad. “¿Y qué lugar hay en mí a
donde venga mi Dios a mí? […] ¿Es verdad, Señor, que hay algo en mí que pueda
abarcarte?” (1.2.2). Pocos párrafos después se contesta y dice que ese lugar es el alma, por
estrecho y precario que aparezca ahora que inicia su viaje: “Angosta es la casa de mi alma
para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala” (1.5.6).
Sería válido referirse a las Confesiones como la obra en la cual san Agustín establece la
relación entre Dios y el alma; si por relación se entiende, aunque nos deje perplejos, el
lugar en que se hace posible el vínculo entre estas dos substancias, manteniendo su
semejanza y asegurando su diferencia, en tanto se descubre el camino de la vida buena.
También es válido decir, siguiendo el excurso que O’Donnell le dedica a la memoria, que
el libro 10 de las mismas Confesiones se ocupa de la memoria para descubrir la naturaleza
de los términos de esa relación:
Agustín ingresa en esta discusión con un propósito fijo –descubrir la verdad sobre sí mismo y sobre Dios– y él continúa esta discusión con tanta extensión porque cree que la memoria tiene mucho que contarle tanto sobre él mismo (cf. 10.17.26, donde finalmente está listo para preguntar, ‘quid ergo sum, deus meus? quae natura sum?’, y en el mismo párrafo está listo para transitar incluso la memoria en la búsqueda) como sobre Dios (solo en la memoria: también en 10.17. 26) La intersección de las entidades aparentemente estáticas ‘yo’ y ‘Dios’ es lo que A. llama beata vita (10.20.29–10.23.34), y es allí donde la meditación de A. llega a su conclusión. (O’Donnell 1992, Pág. 715).
Comprendida la inmaterialidad de Dios y la del alma, el obispo de Hipona postula la figura
del hombre interior. No hace falta avanzar mucho en el camino para encontrarlo, lo
presenta en el libro 10, cuando enuncia, de forma que puede pasar desapercibida, la
pregunta que guía el ascenso de 10: ¿Qué amo cuando te amo? En la descripción que el
obispo de Hipona hace del amor de Dios, le confiere estabilidad a los efímeros atributos
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con los que se ha calificado la belleza propia del gozo de los sentidos. Esa eternidad y esa
inmutabilidad, así enunciadas, transmiten la certeza que Dios le otorga al hombre interior;
la posibilidad que tiene el alma de dar cuenta de la verdad y, con ello, como con un abrazo,
brindarle la confianza para sobrellevar su fragilidad.
Y, sin embargo, amo una cierta luz y cierta voz y cierta fragancia y cierto manjar y cierto abrazo cuando amo a mi Dios: luz, voz, olor, manjar, abrazo de mi hombre interior, donde para mi alma fulgura lo que ningún lugar abarca, y donde suena lo que ningún tiempo arrebata, y donde huele lo que el aura no dispersa, y donde se saborea lo que la voracidad no consume, y donde queda adherido lo que ninguna hartura aborrece. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios. (10.6.8).
Con la interioridad, ese nuevo recurso espacial, se consigue dirigir la pesquisa hacia el
alma misma, y abandonar la indagación a la que se somete al mundo externo. Girar y
encontrarse con el amplio salón de la memoria le permite al obispo de Hipona dar cuenta
de su realidad a través de las imágenes de los sentidos, de diversas nociones, y de todo
tipo de entidades con mucha mayor entidad. No se trata solo de girar, y encontrar la verdad
dentro de sí mismo o en la mente; llegar al interior le permite a san Agustín resolver el
problema de situar a Dios dentro del alma sin otorgarle a ella una naturaleza divina.
2.1 Los contenidos de la memoria
En un pasaje casi al final del extenso recorrido por la memoria, justo antes de responder
de manera definitiva sus preguntas y abrazar a la verdad, el obispo de Hipona se deshace
explícitamente de la figura del lugar: “Mas ¿por qué busco el lugar de ella en que habitas,
como si hubiera lugares allí?” (10.25.36). En ese mismo pasaje se afirma que el alma no
es Dios, conclusión a la que se llega en virtud del modo en que las diferentes entidades
habitan en la memoria. Parece un momento oportuno para clasificar las innumerables
cosas que alberga el depósito de la memoria en dos grandes grupos, lo mudable y lo
inmutable.
Porque, así como no eres imagen corporal ni afección vital, como es la que se siente cuando nos alegramos, entristecemos, deseamos, tememos, recordamos, olvidamos y demás cosas por el estilo, así tampoco eres alma, porque tú eres el Señor Dios del alma, y todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces inconmutable sobre todas las cosas, habiéndote dignado habitar en mi memoria desde que te conocí. (10.25.36).
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En el primer nivel del grupo de las cosas mudables se encuentran las imágenes: “Mas
heme antes los campos y anchos senos de la memoria, donde están los tesoros de
innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos” (10.8.12).
Desde el principio el obispo de Hipona expresa su admiración por la memoria y su tamaño,
enumerando aquí y allá, la inmensidad del océano, el giro de los astros, las corrientes de
los ríos.
Al identificar los contenidos de la memoria como imágenes resulta muy claro para una
lectura contemporánea que lo que está depositado en la memoria no sean las cosas en sí
mismas, sino la impronta que dejan en la memoria: “No son las mismas cosas las que
entran, sino las imágenes de las cosas sentidas” (10.8.13). Si bien se plantea el problema
de cómo fueron formadas estas imágenes en el alma, no se pone en duda la existencia de
las cosas del mundo exterior, pues se da por cierto que el mundo ha sido creado por Dios:
“Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él. Y exclamaron
todas con grande voz: Él nos ha hecho” (10.6.9).
Las imágenes del mundo exterior no solo responden a las cosas corpóreas y cambiantes,
sino a las experiencias y pensamientos, también mudables, que surgen de los sentidos. En
la memoria son custodiados en un depósito amplio e infinito todos los productos de las
sensaciones, los pensamientos que surgen de los sentidos, la propia imagen, las
experiencias y creencias; así como las circunstancias de tiempo y lugar a través de sus
correspondientes imágenes.
En el nivel más bajo, el punto de partida de ascenso al ser, se encuentra, entonces, el ser
propio de las imágenes. ¿Qué tienen de especial estas imágenes o qué nos dicen sobre el
ser? El obispo de Hipona se ocupa de aclarar que al no ser las cosas en sí mismas, esas
cosas en sí no están presentes en la memoria cuando el alma se ocupa de ellas: “nombro
la piedra, nombro el sol, y no estando estas cosas presentes a mis sentidos, están
ciertamente presentes en mi memoria sus imágenes” (10.15.23). Para los recuerdos del
mundo sensible es manifiesto que la presencia de la imagen en la memoria contrasta con
30
su ausencia como realidad del mundo exterior al alma 9. Es esa presencia en la memoria la
que le permite reconocer el significado de las cosas mudables cuando se nombran, y es
esa presencia de algo ausente, pero que se experimentó previamente en el tiempo, lo que
muestra el modo de ser de tales entidades en la memoria que recuerda.
Más adelante, la memoria alberga un segundo tipo de recuerdos que surgen de las
afecciones del alma: deseo, alegría, miedo y tristeza. En estos casos la impronta en la
memoria no es consecuencia de la experiencia externa, es decir no se originan en la
percepción de los sentidos, sino que son experiencias del alma misma que las padece como
una perturbación: “nociones10 de las cosas mismas, las cuales no hemos recibido por
ninguna puerta de la carne, sino que la misma alma, sintiéndolas por la experiencia de sus
pasiones, las encomendó a la memoria” (10.14.22). En cualquier caso, estas experiencias
interiores comparten con las experiencias exteriores la temporalidad que las define como
mudables. No es menor este problema de recordar las experiencias del alma, pues este
tema suscita la discusión sobre la relación entre alma y memoria. Si la memoria, como se
ha dicho, es parte del alma, los recuerdos de la memoria tendrían que estar en el alma, y
posiblemente afectarla; pero si los recuerdos de las afecciones afectasen a su vez el alma,
no se podría establecer la diferencia entre el recuerdo de la afección y la afección misma.
El obispo disuelve el tema explicando que cuando las afecciones están en la memoria ya
el alma no las padece, únicamente las recuerda: “Cuando digo que son cuatro las
perturbaciones del alma: deseo, alegría, miedo y tristeza, de la memoria lo saco […] sin
9 Para la lectura de los contenidos de la memoria en términos de presencia–ausencia, seguimos la
exposición de Vaught: “La interacción entre presencia y ausencia comienza en un lugar singular: cuando Agustín se vuelve hacia adentro, no solo recuerda objetos externos, sino que también se encuentra a sí mismo. Sin embargo, el contenido de lo que sabe sobre sí mismo depende de lo que hace y de cómo se siente en ocasiones anteriores. Esto sugiere que, si bien los recuerdos que median el autoconocimiento están presentes, su contenido apunta a lo que está ausente” (Vaught 2005, Pág. 47). 10 En el libro 10, cuando Agustín se refiere a las afecciones, sus rastros en la memoria son nombrados por nociones (notiones), notaciones (notationes), noticia (notitia); palabras que también usa para referirse al conocimiento que se tiene de otras entidades como los números, e incluso a la impronta que deja un rostro en la memoria.
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que cuando las conmemoro recordándolas sea perturbado con ninguna de dichas
perturbaciones” (10.14.22). Se hace necesario demostrar cómo es posible la presencia en
la memoria de un contenido y al mismo tiempo la ausencia de esa realidad en el alma
misma.
La dinámica presencia–ausencia se hace más compleja en la medida en que se evalúan los
contenidos de la memoria. La relación entre la presencia del recuerdo y la ausencia del
objeto, que es evidente en el recuerdo de las experiencias exteriores, genera algo más de
problemas cuando se aplica a las experiencias interiores. Para estos últimos contenidos de
la memoria, la relación presencia–ausencia ocurre dentro del alma misma, presente en el
alma, ausente en el alma. Se debe señalar una situación adicional derivada justamente del
carácter mudable de las afecciones, su presencia en el alma puede aparecer y desaparecer
por cualquier razón; llega a darse el caso de un presente–presente, presente en la memoria,
presente en el alma, como cuando se habla de la tristeza estando triste. La afección está
presente como realidad, y la impronta en la memoria también. Pero lo que importa aquí es
evaluar la simultaneidad en el alma de dos improntas en el alma: Presencia en la memoria
de un objeto que también está presente como realidad en el alma, pero, se reitera, no está
presente en la memoria como cosa misma, y por tanto es resultado de una afección anterior
en el tiempo.
En la memoria se encuentra un segundo grupo de contenidos que de acuerdo con la
división planteada corresponde al gran salón de las cosas inmutables, lleno de las cosas
mismas que no están allí como imágenes, sino que son entidades que existen en la
memoria como cosas en sí. Son los contenidos de la mente que tienen mayor realidad.
Aquí se sitúan, en primer nivel, los conceptos y las nociones de las artes liberarles. El
obispo de Hipona las define como las ‘cosas mismas’, entidades que contrastan con
aquellas que han entrado en su memoria a través de la experiencia. Ahora bien, no se sabe
cómo han entrado estas cosas en la memoria, pero estaban allí desde antes de aprenderlas,
en lugares muy apartados, en grutas muy profundas donde las cosas están como sepultadas.
32
Estas cosas se recogen de emplazamientos en los que están antes de aprenderlas o de los
sitios que ocupan cuando, sin saber cómo, caen en apartados lugares: “Pero las cosas
mismas significadas por estos sonidos ni las he tocado jamás con ningún sentido del
cuerpo, ni las he visto en ninguna parte fuera de mi alma, ni lo que he depositado en mi
memoria son sus imágenes sino las cosas mismas. Las cuales digan, si pueden, por dónde
entraron en mí” (10.10.17). Los números y los principios matemáticos también están
presentes de esta manera en la memoria, ciertamente no son imágenes ya que no están allí
como resultado de la percepción de los sentidos, ni se originan en los sonidos de las
palabras que los nombran; tampoco son imágenes las que se emplean al enumerar o las
que intervienen en demostraciones matemáticas: “Nombro los números con que contamos,
y he aquí que ya están en mi memoria, no sus imágenes, sino ellos mismos” (10.15.23).
Lo que distingue a los números de lo que se recibe del mundo exterior es que se reconocen
interiormente como números matemáticos, inteligibles, que distan mucho de ser imágenes
y, más bien, “tienen un ser más excelente” (10.12.19).
Para todos estos contenidos inmutables no hay algo como un objeto o una realidad que se
ha quedado afuera; por el contrario, es la realidad en sí la que se tiene en la memoria. Sin
que en el libro 10, ni en general en las Confesiones, se profundice en el fundamento o la
razón de tal situación, con el supuesto de que la mente puede contener cosas en sí, puede
afirmarse que están siempre presentes en el alma; para ellas no funciona algo como la
situación presencia–ausencia. Es importante anotar que, como cosas en sí, las cuestiones
aprendidas son guardadas en la memoria en calidad de inmutables, pero esto no implica
que su presencia no tenga límites: “Estas mismas cosas, si las dejo de recordar de tiempo
en tiempo, de tal modo vuelven a sumergirse y sepultarse en sus más oscuros penetrales,
que es preciso, como si fueran nuevas, excogitarlas segunda vez en este lugar” (10.16.18);
pero eso no significa que sean imágenes, finitas o corruptibles, mudables o carentes de ser.
Después de un extenso y difícil recorrido se impone el recuerdo de la vida bienaventurada.
A la pregunta sobre si Dios está en la memoria, hay una primera respuesta según la cual
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Dios sería una experiencia interior que, como se ha dicho, no viene del mundo externo.
Cuando el obispo analiza la forma en que el recuerdo de Dios está en la memoria concluye
que este contenido se comporta como un gozo, que como tal no tiene origen en el mundo
externo: “Por ningún sentido del cuerpo he visto, ni oído, ni olfateado, ni gustado, ni
tocado jamás el gozo, sino que lo he experimentado en mi alma cuando he estado alegre,
y se adhirió su noticia a mi memoria para que pudiera recordarle, unas veces con desprecio,
otras con deseo, según los diferentes objetos del mismo de que recuerdo haberme gozado”
(10.21.30).
Ahora bien, la presencia en la memoria de este recuerdo que en tanto anhelo gozoso se
asemeja a las afecciones del alma es una experiencia interior a la que no precede cosa
alguna en el orden temporal, no puede identificarse ningún tipo de situación contingente
en que la cosa haya sido previamente experimentada o aprendida; si hay algo previo a la
noticia de Dios en la memoria es la eternidad propia de la naturaleza divina. La pregunta
por el origen o el fundamento de este recuerdo no tiene una respuesta en el tiempo, ni en
la facultad u operación del alma que lo origina, tampoco resiste comparación alguna con
los contenidos expuestos, ya se trate de Cartago, los números, las artes liberales, o incluso
las emociones. Dios está en la memoria porque es anterior al alma, no en el orden del
acontecer sino en el orden del ser. Al igual que lo hace Vaught, en esta lectura de las
Confesiones se acoge la interpretación de Gilson:
Acepto la sugerencia de Gilson de que los recuerdos de Agustín de Dios son recuerdos del presente en lugar de recuerdos de un modo de existencia anterior. Esto implica que la relación primaria entre Dios y el alma es ontológica más que temporal y que nuestra condición original creada no ha sido borrada por la caída. (Vaught 2005, Pág. 71).
El problema que ahora se debe resolver es que en la narración de los ascensos el recuerdo
de Dios que conserva Aurelio Agustín es precedido de cierto tipo de conocimiento. Es
fácil y falaz realizar una inferencia según la cual el conocimiento de Dios, que se da en
los ascensos de Milán, produce el recuerdo de Dios que se guarda en la memoria. A
continuación, también es plausible afirmar que una vez el alma se devuelve, Dios no está
en el alma y solo queda el recuerdo presente de una ausencia. Pero no hay tal, el obispo
34
mostrará que en la memoria hay un recuerdo en presente de Dios. La presencia del
recuerdo de Dios en el alma surge de algo anterior no en el tiempo sino en el ser, una cosa
en sí que vive en un presente eterno y que por ello está siempre presente. Si el alma, para
calmar su inquietud, lograse conservar la unidad, estaría ante la presencia plena de Dios.
Parece que aquí se establece la diferencia entre tener la idea o el concepto de Dios
comprendido en los ascensos del libro 7 y encontrar a Dios mismo; seguimos a Gilson
cuando afirma: “No se trata de tener la idea de la existencia de Dios, sino la cuestión es
mucho más difícil, al contrario, se trata de comprender dentro de la memoria a Dios mismo,
y no simplemente el recuerdo de nuestra idea de Dios” (Gilson 1949, Pág. 138).
2.2 La memoria como potencia que recuerda
La potencia de la memoria no se agota en su inmensa capacidad de registro y
almacenamiento, a ella se le suma la posibilidad de poner sus contenidos a disposición de
la mente toda. La descripción inicial de la memoria realizada en el parágrafo 10.8.12
concede tanta importancia a la dimensiones de la memoria, a sus anchos campos y tesoros,
como a la función de recordar, cuya presentación inicial nos dice que las cosas se guardan
para ser recordadas, para que se hagan presentes cuando se las solicita, lo cual sucede con
variaciones de tiempo, dificultad y orden: “Cuando estoy allí pido que se me presente lo
que quiero, y algunas cosas preséntanse al momento; pero otras hay que buscarlas con
más tiempo […] otras, en cambio, irrumpen en tropel […] Otras cosas hay que fácilmente
y por su orden riguroso se presentan según son llamadas” (10.8.12).
La mente no daría cuenta del mundo, no podría hablar de las admirables cosas que sabe
que existen fuera de él, si no las viera interiormente, pudiendo relatar al mismo tiempo a
través de qué sentido del cuerpo fueron aprehendidas. Sin problematizar que la realidad
correspondiente a esas imágenes sea una realidad ajena, si tales imágenes no estuvieran
en la memoria, no existiría una relación de la mente con el mundo exterior, ni siquiera
podría ser nombrado.
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Cuando el contenido de la memoria no es una imagen, sino que es la cosa misma con su
realidad la que se encuentra en la memoria, como es el caso de los números y de lo
aprendido en las artes liberales, el recuerdo participa de la unidad e inmutabilidad propia
del ser. Si bien en el catálogo de contenidos se afirma que la memoria conserva las cosas
mismas cuando éstas han sido aprendidas, al revisar el proceso de aprendizaje se encuentra
que para acercarse a la verdad es necesaria la colaboración entre la memoria y otras
facultades de la mente: “Aprender estas cosas […] no es otra cosa sino como un recoger
con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y allí y confusamente, y
cuidar con la atención […] para que, donde antes se ocultaban dispersas y descuidadas, se
presenten ya fácilmente a una atención familiar” (10.11.18). El proceso de cogitare,
recoger en el alma, se da en la memoria y consiste en tomar cosas dispersas y reunirlas
con el pensamiento, y dejarlas en la memoria a disposición de todas las facultades; y se
reitera, se pueden recordar como cosas en sí, pero si se dejasen de recordar, habría que
volver a sacarlas con el pensamiento y reunirlas de nuevo.
Sin importar el tipo de contenido, es decir, la jerarquía del recuerdo en el orden del ser,
cada recuerdo es evocado con la participación de la voluntad. No se produce, entonces,
una aparición espontánea del ser o de las imágenes en la memoria, sino que el recuerdo se
enuncia como un acto de la voluntad. Durante la exposición de las imágenes, su recuerdo
se vincula permanentemente a voliciones, los contenidos son mencionados en el texto del
obispo junto con verbos que sugieren deseo o sentimientos agradables: “Porque cuando
estoy en silencio y en tinieblas, represéntome, si quiero, los colores, y distingo el blanco
y el negro, y todo lo demás que quiero […] Porque también a ellos los llamo, si me place
[…] Del mismo modo recuerdo, según me place” (10.8.13). Sucede lo mismo cuando se
refiere el obispo a las nociones de las artes liberales, al referirse a ella indica que están a
disposición de la voluntad: “¿y por qué parte han entrado a mi memoria? No lo sé. Porque
cuando las aprendí, ni fue dando crédito a otros, sino que las reconocí en mi alma y las
aprobé por verdaderas y se las encomendé a ésta, como en depósito, para sacarlas cuando
quisiera” (10.10.17).
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La detallada revisión de la memoria la muestra como una potencia grande sobremanera,
inmensa, capaz de alojar gran variedad de contenidos, pero que en sí misma no contiene
ni da respuesta sobre lo que se ama cuando se ama a Dios, en otras palabras; la potencia
de la memoria no podría por sí sola dar cuenta sobre el ser de Dios. El recuerdo de Dios
en la memoria, el amoroso recuerdo de Dios, se comporta de alguna manera como el
recuerdo de los gozos pasados cuya noticia se adhiere a la memoria para que pueda
recordárselo, y se lo haga con deseo, en algunos casos. La diferencia radica en que el
recuerdo de Dios que pide que se lo traiga al presente, incluye el deseo de adherirse a él,
es una verdad que se desea y que se quiere alcanzar, en esto se diferencia de la verdad de
los números. Así, solo un alma, con tres facultades relacionadas, puede traer al presente
la verdad de la vida buena: “¿dónde y cuándo he experimentado yo mi vida bienaventurada,
para que la recuerde, la ame y la desee?” (10.21.31). La memoria recuerda a Dios, y con
ello faculta al alma para entenderlo y desearlo.
Una vez que se realiza el giro que permite encontrar y poner en consideración la potencia
de la memoria, el obispo descubre los salones inmensos y también la facultad de recordar
que expresa la semejanza del alma con la Divina Trinidad. Así, la memoria es la condición
de la relación entre Dios y el alma.
La memoria para A. es una bodega de imágenes; una facultad pasiva en la que el intelecto y la voluntad ejercitan sus fuerzas. Cuando memoria, intelecto y voluntad son hipostasiadas como una imagen de la Trinidad en la humanidad (esp. in trin. 11: cf. du Roy 439–443), la memoria corresponde a la primera persona de la Trinidad (cf. esp. trin. 11.8.14), y es el lugar del sí mismo. (O’Donnell 1992. Pág. 716).
Recordar es traer al presente, dar cuenta de algo a través de un contenido depositado en la
memoria. Este recordar con realidad es la condición de la mente para inspeccionar una
vida como la que se narra en las Confesiones, o mejor para darle validez al recorrido
filosófico que se realiza en ellas. El obispo de Hipona trae al presente el recuerdo de Dios,
el recuerdo amoroso que le ha quedado del Jardín de Milán o de Ostia precisamente en el
libro 10, éste, en el que tiene por cometido hablar de su presente, hablar de aquello que
puede decir con certeza sobre su alma. Comprender la fuerza de la memoria, y con ella la
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semejanza del alma con Dios le permite comprender las condiciones que tiene para la
felicidad. Así comprendida, el alma que de acuerdo con el libro 7 habita la desemejanza,
es una criatura semejante a Dios, que vive en el tiempo, en lo múltiple, pero que desde ahí
anhela y busca la unidad.
2.3 Presencia–ausencia de la memoria
Habiendo culminado el análisis de la memoria como potencia del alma, tanto en su
capacidad de almacenamiento como en su función de recordar, es preciso volver al
catálogo de las cosas mudables en la memoria, a un tercer nivel que en este trabajo aún no
ha sido explorado. Se pregunta el obispo de Hipona sobre cómo y dónde están presentes
los diversos contenidos cuando se los nombra, y en este contexto indaga por la memoria
misma como contenido en los amplios senos de la memoria como potencia.
Esta disertación no se mantiene en el mismo ámbito descriptivo que ha servido para
enunciar los contenidos previos; se hace necesario un avance, podría ser un ascenso, en la
comprensión del funcionamiento de la memoria. En este nuevo nivel se intenta identificar
lo que hay en la memoria cuando se nombra algo. El pasaje ya ha sido utilizado en este
trabajo: “Nombro la piedra, nombro el sol […] Nombro el dolor del cuerpo, que no se
halla presente en mí, porque no me duele nada, y, sin embargo, si su imagen no estuviera
en mi memoria, no sabría lo que decía, ni en las disputas sabría distinguirle del deleite”
(10.15.23).
Si bien es muy importante toda la reflexión que sobre la naturaleza del lenguaje propone
este pasaje, en la lectura que aquí se realiza se hace énfasis en el modo como está en la
memoria lo que se nombra, lo que se intenta recordar: si es imagen o cosa en sí el correlato
de aquello que se recuerda, si es imagen, cosa misma, o algún otro tipo de noticia lo que
se hace presente cuando se nombra, cuando se reconoce lo que se nombra.
La pregunta específica por la memoria surge cuando el obispo se pregunta por lo que está
presente en la memoria cuando se nombra la memoria: “Nombro la memoria y conozco
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lo que nombro; pero ¿dónde lo conozco si no es en la memoria misma? ¿Acaso también
ella está presente a sí misma por medio de su imagen y no por sí misma?” (10.15.23).
Esperando no simplificar, es posible decir que la pregunta involucra dos aspectos de la
memoria; de un lado, la memoria como potencia que recuerda, del otro, la memoria como
contenido de los salones de la memoria –contenido sí, al igual que son contenidos, de
diverso orden, el cielo, los números, Dios–.
De acuerdo con el recorrido que se hace de la memoria en el libro 10 de las Confesiones,
se encuentra una primera referencia al alma como una de las cosas guardadas en la
memoria. Sin embargo, en este punto no se hace un explícito análisis de la memoria,
parece que solo se hace referencia a un yo empírico que percibe el mundo externo y da
cuenta de él con base en las imágenes resultantes. Ahora bien, nada contradice las
afirmaciones que hará después: “Allí me encuentro con mí mismo y me acuerdo de mí y
de lo que hice, y en qué tiempo y en qué lugar, y de qué modo y cómo estaba afectado
cuando lo hacía. Allí están todas las cosas que yo recuerdo haber experimentado o creído”
(10.8.14).
Posteriormente, ya con una serie de elementos conquistados en esta peregrinación, se hace
una alusión a la memoria, como contenido, en el estudio sobre las afecciones del alma.
Para explicar el modo en que están las afecciones del alma en la memoria, el obispo de
Hipona se basa en el modo como está la memoria misma como contenido en la memoria:
“Igualmente se hallan las afecciones de mi alma en la memoria, no del modo como están
en el alma cuando las padece, sino de otro modo muy distinto, como se tiene la virtud de
la memoria respecto de sí” (10.14.21).
Si bien en un principio, de acuerdo con la tradición, las afecciones del alma son cuatro, en
el ya citado, y muy importante parágrafo 36, el obispo de Hipona dice que las afecciones
vitales son más:
Porque cuando te recordaba, por no hallarte entre las imágenes de las cosas corpóreas […] llegué a aquellas otras partes suyas en donde tengo depositadas las afecciones del alma –porque también
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el alma se acuerda de sí misma–, y ni aún aquí estabas tú; porque así como no eres imagen corporal ni afección vital, como es la que se siente cuando nos alegramos, entristecemos, deseamos, tememos, recordamos, olvidamos, y demás cosas por el estilo. (10.25.36).
Con esta nueva aproximación es interesante repasar la forma en que las afecciones del
alma están en la memoria. Cuando se recuerda una afección, se hace presente algo, una
noticia que no afecta el alma misma, y esta “apatía” obedece a que la experiencia original
está ausente, ya ha abandonado al alma; comprendida la dinámica presencia–ausencia, se
observa que el obispo avanza y afirma que las afecciones del alma pueden estar presentes
en el alma, o ausentes de ella, cuando se recuerdan como presentes en la memoria. Se
entiende que es posible recordar la tristeza pasada con independencia de que la tristeza
misma esté siendo experimentada, esté presente o ausente en el momento actual del alma
que recuerda.
Pero cuando se recuerda la memoria, entendida esta como la afección del alma, producto
del alma que recuerda, se supone que ese recuerdo está siempre presente como contenido
en la memoria misma: “Cuando, pues, me acuerdo de la memoria, la misma memoria es
la que se me presenta y a sí por sí misma” (10.16.24). Si la memoria es la potencia que
recuerda y trae al presente, al hacerlo deja la noticia del acto de recordar como contenido.
No resulta claro de todas formas cómo está la memoria almacenada a sí por sí misma, si
al nombrarla se presenta una imagen o una cosa con toda su realidad.
Discernir si la memoria está en el alma como imagen o como cosa misma puede resultar
muy difícil y se sabe que es una preocupación de las Confesiones. Sin duda este tema debe
tener una o varias salidas, pero por lo pronto, es una discusión abierta. A favor de que sea
una cosa misma acude el propio texto cuando dice que está presente a sí por si misma en
10.16.24, tal argumento, en términos de la dinámica presencia–ausencia, supondría negar
cualquier ausencia y entender que la memoria se afirma en una especie de presente–
presente; pero se ha mostrado que el presente–presente de la memoria implica la
temporalidad. Esto hace que se vuelva a pensar que la memoria se comporta como
afección del alma, con lo cual la memoria como contenido correspondería a una imagen.
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La metáfora del vientre será la encargada de ilustrar esta situación, en un intento de
mostrar que un solo organismo puede procesar una experiencia de dos maneras diferentes.
No obstante, y a pesar de que se insiste en ella, la referencia al vientre tiene varios reparos,
planteados desde el texto mismo. En el análisis de la figura del vientre es interesarse
detenerse en la lectura realizada por O’Daly, autor que tras evaluar la metáfora propone
como la mejor solución considerar que las afecciones están presentes en el alma como
imágenes: “A pesar de los problemas involucrados, por lo tanto, al hacer su retención
similar a la de, por ejemplo, imágenes de objetos corporales percibidos, Agustín se siente
obligado a acomodar su teoría de almacenamiento de imágenes al fenómeno de las
emociones recordadas” (O’Daly 1987, Pág. 146). La explicación de O’Daly no permite
avanzar o inferir que el obispo tenga alguna intuición sobre otras facultades de la mente
ni da una respuesta definitiva sobre la realidad de las facultades en el alma, pero sí es un
cuidadoso intento de comprender el modo de ser de las afecciones en la memoria.
A esta segunda interpretación, la de las afecciones como imágenes, se suma que las cosas
que están presentes en la memoria como cosas mismas, hasta ahora corresponden, aunque
no ha sido dicho, a cosas inmutables, lo que ciertamente no es la memoria que es parte del
alma. Para san Agustín el alma es mudable, así lo ha dicho en el célebre y ya citado párrafo
36 del libro 10: “así tampoco eres alma, porque tú eres el Señor Dios del alma, y todas
estas cosas se mudan mientras tu permaneces inconmutable” (10.25.36), y así lo consigna
en la Carta a Celestino datada en el 390/391:
Puesto que te conozco, conténtate con esto, grande y breve al mismo tiempo: hay una naturaleza que cambia en el espacio y en el tiempo, como es el cuerpo; hay otra naturaleza que no cambia en el espacio, pero sí en el tiempo, como es el alma; y hay otra naturaleza, finalmente, que no puede cambiar ni en el espacio ni en el tiempo: ella es Dios. Lo que aquí señalo como mudable en cualquier modo, se llama criatura; y lo que designo como inmutable, Creador. (Carta 18).
Como esta discusión excede el objetivo y el ámbito de este trabajo, se acude a Cary en
busca de apoyo, para afirmar que el alma es mudable:
En contraste con Plotino, el Agustín maduro viene a mostrar el mundo interior como algo diferente del mundo inteligible. Y ese ser diferente está marcado por la diferencia entre mutabilidad e
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inmutabilidad. En contraste con la inmutabilidad de la verdad, el alma mudable está sujeta a la corrupción y es vulnerable al mal y a la muerte. (Cary 2000, Pág. 106).
Sin dar por cerrada la inquietud sobre la memoria, el obispo, justamente para darle mayor
sustento al dilema ocasionado por la memoria, se pregunta por el modo de ser del olvido,
ese que nos permite nombrarlo y reconocerlo cuando se nombra. Considerar el olvido
como afección del alma conduce a varias conclusiones: se sabe que las afecciones pueden
estar presentes en la memoria y a la vez pueden estar presentes o ausentes en el alma al
momento en que se recuerdan, pero en el olvido, en lo olvidado, la afección está ausente
en el momento de recordarla; no es posible, por el motivo que sea, ya por los límites de la
memoria misma, ya por la incapacidad de aprenderla o ya por la desviación de la voluntad,
traerla al presente.
Esta lectura toma distancia de la interpretación de Vaught sobre la memoria en san Agustín.
Si bien él realiza una lectura basada en la presencia–ausencia de los modos de ser de las
entidades en la memoria y de la potencia de la memoria para traerlas al presente, sus
conclusiones no coinciden con las aquí encontradas:
Cuando la memoria se recuerda a sí misma, está presente y ausente al mismo tiempo. La memoria está presente como contenido porque “se contiene” a sí misma, pero también se trasciende a sí misma como un acto de recordar. En este caso, el contenido recordado y el acto de recordar son dimensiones del mismo complejo; y como consecuencia, presencia y ausencia están presentes juntas. Los críticos que afirman que Agustín no distingue entre los actos de recordar y la naturaleza de la memoria no prestan suficiente atención al carácter auto–trascendente de la memoria que motiva su investigación. La auto–trascendencia en el contexto del autoconocimiento es una condición que hace posible el viaje de Agustín hacia Dios, y apunta a la estructura (finita–infinita) de la memoria que refleja el viaje en sí. (Vaught 2005, pág. 57).
A la autoridad de Vaught solo puede oponerse algo tan grande como el texto mismo de
san Agustín: “Cuando, pues, me acuerdo de la memoria, la misma memoria es la que se
me presenta y a sí por sí misma”. Se lee y en verdad parece evidente que, de acuerdo con
el texto, la memoria como contenido está siempre presente cuando se la recuerda, un
presente de algo que está presente. Es el olvido, descrito a continuación y cuyo estudio ha
sido necesario para comprender el modo como la memoria es presente para sí misma, el
que lleva a sus mayores consecuencias, exprime, fuerza, se sirve la dinámica presencia–
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ausencia para explicarse su modo de estar como contenido en el alma: “Mas cuando
recuerdo el olvido, preséntanseme la memoria y el olvido: la memoria con que me acuerdo
y el olvido de que me acuerdo” (10.16.24); la memoria siempre presente en el acto de
recordar, y el olvido, el contenido cuya impronta no se reconoce espontáneamente en la
memoria. Así las cosas, si bien se ha seguido a lo largo de todo este trabajo la
interpretación de Vaught, para quien el éxito en la búsqueda de Dios radica en la
posibilidad del alma de concebir la presencia–ausencia, la conclusión que surge de este
trabajo va en sentido contrario: no sería la memoria, sino el olvido, como modo de ser de
un contenido de la memoria lo que explica la forma en que Dios se encuentra allí para ser
recordado. De acuerdo con la lectura que aquí se presenta, siguiendo estrictamente el texto
de las Confesiones, no es la auto–trascendencia, sino la potencia de recordar, lo que le
permite al alma dar cuenta de la presencia de Dios en su interior.
3. EL OLVIDO
Siempre es preciso volver a la conversación entre Aurelio Agustín y su madre en Ostia:
“Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en
lo porvenir, inquiríamos los dos delante de la verdad presente que eres tú, cuál sería la
vida eterna de los santos” (9.10.23). Según este texto, olvidar, olvidar lo pasado, no solo
lo reprobable del pasado, se convierte en uno de los requisitos, o de las etapas previas,
para acercarse a la vida buena. Se olvida de lo pasado y se mira hacia adelante hacia ganar
el premio a que Dios llama desde lo alto por Jesucristo. Esto es san Pablo de camino a
Cristo que es la meta de su contemplación en Filipenses 3,14.
No obstante, en la introducción al segundo evento de Milán, tras lamentar que su peso no
le permite sostenerse en el goce de Dios, afirma Aurelio Agustín que tiene el recuerdo de
Dios en la memoria: “Mas conmigo era tu memoria, ni en modo alguno dudaba ya de que
existía un ser a quien debía yo adherirme” (7.18.23). En la reflexión final tras el ascenso,
dice que volvió a las cosas ordinarias, “no llevando conmigo sino un recuerdo amoroso”
(7.18.24). La explicación puede ser tan simple como se quiera, el alma feliz se olvida de
todas las cosas pasadas, menos del recuerdo de Dios. Otra cosa será mostrar, o eso se
intenta hacer en este capítulo, cómo es eso posible.
Si el análisis de la memoria no es en las Confesiones una investigación sobre la potencia
de la memoria como facultad cognitiva, sino que es tratada por su pertinencia para develar
la relación entre el alma y Dios, el olvido no es desde luego un capítulo más de esa
presunta investigación. La preocupación de san Agustín por el olvido está enmarcada en
la necesidad de comprender la memoria como una condición del alma para la vida buena,
que de la misma manera que permite el ejercicio de la confesión, también le permita
confiar en que las búsquedas de la vida práctica/buena tienen una respuesta.
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Primero, el olvido entendido como límite, muestra a su vez el límite de la memoria para
dar cuenta de lo real. Segundo, el olvido, como memoria del olvido, es el modo en el que
residen en la mente los principios que tienen sustento en lo inmutable y que le dan orden
a la vida y esperanza a la felicidad. Una conclusión será que la presencia de Dios en la
memoria, memoria del olvido, es un modo de ser resultado del alma a la que no le
pertenece la unidad, la eternidad, el ser. Con estos dos elementos, el olvido redefine la
pregunta por el pasado; no solo es posible dejar atrás el pasado, ese cúmulo de cosas
temporales carentes de importancia; también es válido retomarlo, pues no se trata de
arrepentirse o negar el pasado, del remordimiento; se trata de cómo y para qué volver al
pasado cuando se indaga por la vida buena. Esto conduce a una nueva conclusión, el alma
que indaga por la vida buena, que tiene en su memoria la idea o el recuerdo de verdad, es
un alma que vive en la desemejanza, y desde allí por algún motivo, quizá el hábito, se
aleja de Dios.
3.1 El problema del límite
Antes de convertirlo en objeto de indagación, el obispo ha mencionado el olvido en varias
ocasiones. En la primera parte de la búsqueda, cuando gira y entra en la memoria, el
catálogo de los contenidos de la memoria ha sido presentado de una forma estructurada,
y el olvido ha sido sutilmente presentado, como un límite o como una posibilidad de que
algo desaparezca del todo de la memoria. Así, solo con enunciarlo, el olvido se configura
en una amenaza para lo que está depositado en la memoria. Y en cada una de las etapas o
salones del almacén de la memoria se va mostrando cómo el olvido puede eliminar
contenidos. En las diferentes categorías nombradas se enuncia el límite, se dice que las
imágenes de las cosas adquiridas por los sentidos, todo lo mudable y por tanto carente de
ser, se encuentra allí depositado siempre y cuando no haya “sido aún absorbido y
sepultado por el olvido” (10.8.12). En lo que se refiere a las cosas que tienen mayor
realidad, como las nociones de las artes liberales, sostiene que: “Aquí están como en un
lugar interior remoto, que no es lugar, todas aquellas nociones aprendidas de las artes
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liberales, que todavía no se han olvidado” (10.9.16). El olvido existe, la relación que el
alma mantiene con la realidad se puede olvidar.
Esta función del olvido como frontera de la memoria tiene otras implicaciones en la
búsqueda de la verdad y de la vida bienaventurada. Cuando se avanza en el camino y se
profundiza en la pregunta por la naturaleza del alma, llega la confusión: “¿Qué soy, pues,
Dios mío? ¿Qué naturaleza soy?” (10.17.26). En el orden del libro 10, a continuación, en
el mismo pasaje, se anuncia un nuevo ascenso, lo cual significa un grado superior de
comprensión de la realidad en términos metafísicos. Pero existe el temor de que el olvido
sea el límite de la memoria:
Traspasaré, pues, aun la memoria para llegar a aquel que me separó de los cuadrúpedos y me hizo más sabio que las aves del cielo; traspasaré, sí, la memoria. Pero ¿dónde te hallaré, ¡oh, tú, verdaderamente bueno y suavidad segura!, ¿dónde te hallaré? Porque si te hallo fuera de mi memoria, olvidado me he de ti, y si no me acuerdo de ti, ¿cómo ya te podré hallar? (10.17.26).
Según lo anterior, si al traspasar la memoria se entra en los campos del olvido, el problema
sería que Dios, y con ello la verdad, estarían fuera de la memoria. No podría el alma luego
devolverse y dar cuenta de lo que encuentre, en otras palabras, encontrar la verdad, no
conduciría a amarla, a entenderla, a recordarla. Si se trasciende el alma en busca de la
verdad y la memoria no está en capacidad de retener el ser de la verdad, entonces la verdad
no acompañaría la relación del alma con el mundo y mucho menos habría razones para
que el alma anhele la unidad que el encuentro con Dios le promete. Efectivamente, si se
afirma que el olvido es privación de la memoria se sigue que la búsqueda de Dios no
podría darse para un alma caída, un hijo pródigo o un Aurelio Agustín pecador que haya
olvidado a Dios. La intención de traer al presente la verdad, no solo sería falible, sino que
podría no darse, pues no habría motivos para buscar o preguntar.
Adicionalmente, si retomamos la diferencia entre acceder a Dios y luego intentar
recordarlo mientras llega la vida buena, esa diferencia debe vincularse con el olvido como
límite, pues una cosa es haber conocido el bien y otra, el riesgo de perderlo o no poder
recordarlo. Así, el olvido como límite permite establecer una pregunta para la vida
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práctica: si el olvido es una amenaza, ¿cómo se vive la vida con esta incertidumbre, con
esta inquietud, con la falta de certezas? En otras palabras, si Dios no se olvida, si es
anterior en el orden del ser, ¿cómo es posible que en algún momento lo haya olvidado y
qué pasa si lo vuelo a olvidar? A propósito de este temor, es interesante escuchar lo que
ya en el año 1929 decía Hannah Arendt:
La cosa que conocemos y deseamos es un «bien (bonum); no la desearíamos por sí misma si no lo fuese… El rasgo distintivo de este bien que deseamos es que no lo tenemos. Una vez que tenemos el objeto, nuestro deseo cesa, a no ser que estemos amenazados por su pérdida […] La felicidad (beatitudo) consiste en la posesión, en tener y conservar (habere et tenere) nuestro bien, y aún más en estar seguros de no perderlo. El pesar (tristitia) consiste en haber perdido nuestro bien y en conllevar esta pérdida. Para san Agustín, con todo, la felicidad de tener no se contrasta con el pesar sino con el temor de perder; el problema de la felicidad humana estriba en que constantemente la asedia el temor. Lo que está en juego no es que falte la posesión, sino la seguridad de la posesión. (Arendt 1929. Págs. 25 – 26.)
3.2 Quomodo: el modo de ser del olvido
De vuelta al orden del libro 10, el tema del olvido aparece en el momento en que el obispo
se pregunta por la realidad de las cosas que nombra. Tal como se ha visto en el capítulo
anterior, el recuerdo de la memoria y el recuerdo del olvido son contenidos en la potencia
de la memoria que recuerda ya como presente, ya como ausente. A continuación, se insiste
en el olvido con una famosa pregunta: “Pero ¿qué es el olvido sino privación de memoria?”
(10.16.24). Ahora bien, preguntar si el olvido es privación de la memoria, es una pregunta,
no una respuesta, su objetivo es precisamente inspeccionar el tema del olvido más allá de
la función límite que se ha explicado.
Para comprender la privación que el olvido ocasionaría en la memoria, la relación de la
memoria con las cosas que de una u otra forma ha perdido, esto es, la imposibilidad de
reconocerlas y recordarlas, se indican tres posibilidades. La primera es que la cosa se
comporta en la memoria al igual que una cosa nueva, ignorada, que nunca se ha conocido
y que quizá sea susceptible de aprender; luego está lo que se ha borrado plenamente del
alma, lo absolutamente olvidado hasta el punto de que el alma se olvida de haberlo
olvidado. Finalmente, está lo que sí es susceptible de búsqueda, aquello de lo que nos
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acordamos, o cuando menos nos acordamos de habernos olvidado. El obispo señala como
cierta la última posibilidad, declarando que en algunos casos se logra recordar aquello que
se ha olvidado: Pero solo tras comparar lo que sucede cuando algo que se pierde de la
vista, con lo que acontece cuando algo se pierde de la memoria, lo puede explicar.
Cuando la memoria intenta recordar algo que ha olvidado, que se le ha perdido a ella, no
a los sentidos, cuando tiene la certeza de que esa entidad es susceptible de búsqueda, es
porque se enfrenta con un olvido del que tiene recuerdo, es porque postula la memoria del
olvido: recordamos lo que se ha olvidado, tenemos memoria del olvido: “No se puede,
pues, decir que nos olvidamos totalmente, puesto que nos acordamos al menos de
habernos olvidado y de ningún modo podríamos buscar lo perdido que absolutamente
hemos olvidado” (10.19.28).
Antes de seguir adelante es preciso detenerse en el final del pasaje correspondiente y
señalar que para recordar algo que está olvidado, es necesaria la intervención de otra
potencia, o la mediación de algo exterior: “Mas éste, ¿de dónde se me presenta sino de la
memoria misma? Porque si alguno nos lo advierte, el reconocerlo de aquí viene. Porque
no lo aceptamos como cosa nueva, sino que, recordándolo, aprobamos ser lo que se nos
ha dicho, ya que, si se borrase plenamente del alma, ni aún advertidos lo recordaríamos”
(10.19.28).
Aceptado que entre los contenidos de la memoria puede haber algo que se comporta como
memoria del olvido, la pregunta fundamental de las Confesiones cambia “¿Y a ti, Señor,
de qué modo11 te puedo buscar?” (10.20.29). A continuación, la búsqueda de Dios se
11 Aquí la pregunta por el quomodo aparece como una variación o una novedad sobre la pregunta por el recuerdo de Dios, sin embargo, lo cierto es que ya en 1.1.1 el obispo de Hipona ha utilizado esa formulación. La coincidencia temática es señalada por O’Donnell: “quomodo ergo te quaero, domine?: Nosotros estamos de vuelta en el tema de 1.1.1 de nuevo: el cual va aquí, en el Libro 10 en una menor escala de que lo va en el texto completo” (O’Donnell 1992, Pág. 731).
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modifica; en adelante no pretende descubrir quién es Dios, sino mostrar cómo se llega a
Él, cómo lo conoce el alma. Una cosa es lo que tiene y otra cómo lo busca.
En tanto se enuncia la pregunta sobre cómo buscar a Dios, se establecen varios criterios
de búsqueda. El primero y más claramente enunciado es que el alma solo llegará a la vida
buena cuando esté en capacidad de decir «basta», esto es, hasta que se calme la inquietud:
“Cómo pues busco la vida bienaventurada –porque no la poseeré hasta que diga «Basta»
allí donde conviene que lo diga–” (10.20.29). Así que el alma requiere acceder a la verdad
que le permita detenerse, ponerle fin a la búsqueda de la verdad; por eso debe revisar si la
memoria, con su capacidad infinita, llena de cosas dispersas, conduce al final del camino,
provee vida al alma. Si bien la verdad que preside los juicios verdaderos se manifiesta en
la forma de reglas inmutables, ésta es diferente de las verdades matemáticas y de otras
verdades inteligibles en la medida en que la condición de los conceptos y los números es
que calman las dudas en cuanto se conocen. De esta manera, la condición del «basta»
como guía de la búsqueda, apunta a que el alma se relaciona con el objeto que busca, a
través de un incesante y exclusivo deseo, el anhelo de Dios.
El segundo, recoge el reciente hallazgo de la memoria como memoria del olvido, y apunta
a que la vida bienaventurada debe ajustarse a esa descripción. Es por esto que retoma las
formas en que el olvido está en la memoria, acude, casi textualmente a las tres opciones
que, según se ha visto, pueden resolver el recuerdo de esta ausencia: “¿Acaso por medio
de la reminiscencia12, como si la hubiera olvidado, pero conservando el recuerdo del
olvido? ¿O tal vez por el deseo de saber una cosa ignorada?”, lo que a su vez tiene dos
12 La traducción de Vega de recordationem por reminiscencia en este párrafo, cosa que no hace en las otras citas del texto, puede conducirnos a creer que la memoria del olvido está relacionada con la reminiscencia platónica. Al respecto debemos decir que Agustín postula la iluminación en vez la reminiscencia. De esta manera, al tratar el tema del olvido, san Agustín no estaría discutiendo la teoría platónica.
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variantes: “sea por no haberla conocido, sea por haberla olvidado hasta el punto de
olvidarme de haberla olvidado” (10.20.29).
El tercer criterio determina que lo que se busca es algo que todos quieren, sea que lo
posean en realidad, en esperanza, o incluso, que no lo posean, de quienes se afirma que
“con todo son mejores que aquellos otros que ni en realidad ni en esperanza son felices;
los cuales, sin embargo, no desearían tanto ser felices sino la poseyeran de algún modo y
que lo desean es certísimo” (10.20.29). Con base en la condición ontológica de la relación
entre Dios y el alma, en el capítulo 1 de este trabajo se ha ofrecido una explicación de esta
añoranza universal: “Luego es de todos conocida aquella; y si pudiesen ser interrogados
«si querían ser felices», todos a una responderán sin vacilaciones que querían serlo. Lo
cual no podría ser si la cosa misma, cuyo nombre es éste, no estuviese en su memoria”
(10.20.29).
Como cuarto criterio se establece que lo que se busca es la cosa misma. Este pasaje parece
un complemento de la enumeración de realidades que se nombran, hecha en 10.15.23, y
que se interrumpió con la pregunta por lo que sucede cuando se nombra la memoria y
cuando se nombra el olvido. Ahora el obispo afirma claramente que un criterio de
búsqueda cuando se nombra la vida bienaventurada es que lo que se presenta es la cosa
misma: “Oímos este nombre y todos confesamos que apetecemos la cosa misma; porque
no es el sonido lo que nos deleita. […] Lo cual no podría ser si la cosa misma, cuyo nombre
es éste, no estuviese en su memoria” (10.20.29).
Pero hay un quinto criterio de búsqueda que producirá otra lectura, otra interpretación del
Quomodo. Ante todo, es necesario formularlo tal como aparece en el texto: “¿No es esa
misma vida dichosa la que todos desean y nadie en absoluto hay que no anhele? ¿Dónde
la conocieron puesto que tanto la desean? ¿Dónde la vieron para amarla? La poseemos,
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sin duda, no sé de qué modo” 13 (10.20.29). Una interpretación del Quomodo que sobrepasa
la explicación de los criterios de búsqueda más evidentes y que, en cambio, subraya la
intención del obispo de comprender el modo de ser de la idea de Dios en la memoria, es
instaurada por Heidegger en su lectura del libro 10 de las Confesiones:
Cierto que el modo de tener es distinto. Unos son beati cuando la poseen plenamente (cuando la ‘tienen’ realmente), otros lo son ya en la esperanza, la poseen esperando […] ya quedó claro arriba que por enteramente distintos que puedan ser los modos en que se posee la beata vita, todos volunt (“extendida de modo general”, “todos” la tienen), y la queremos porque la amamos […] Por diferentes que puedan ser las expresiones para la beata vita, todos comprenden, más allá de esta diversidad, un sentido idéntico y reconocen que la desean. Tal cosa no sería posible si esto a lo que se aspira no estuviera de algún modo en la memoria. (Comprensión de la palabra, del habla. Sentido existencial. Qué está ahí de modo general, y cómo está ahí.) (Heidegger 2014, Pág. 47).
Cuando el obispo se pregunta por el modo de la búsqueda de la vida buena, además de
establecer unas guías para esa importante búsqueda, también se estaría preguntando por
el modo de ser de la cosa en la memoria, por aquello que se hace presente cuando se
nombra la vida bienaventurada ¿Cuál es el modo de ser en la memoria de una entidad que
se puede olvidar conservando la memoria del olvido?
La respuesta de Heidegger tiene coincidencia con el planteamiento aquí esbozado, en el
cual se trata de comprender los contenidos de la memoria a partir de la dinámica
presencia–ausencia. Por un pasaje que tiene la forma de un diálogo entre el obispo y el
alma en 10.21.30, se sabe que el modo de ser de una realidad olvidada en la memoria no
es la imagen, como sería la imagen de Cartago, pues las imágenes están presentes en la
memoria, pero corresponden a una realidad que está ausente del alma. En el mismo sentido
anota Heidegger: “Es tenida la beata vita como presente al modo como la ciudad de
Cartago está presente cuando la recuerda alguien que una vez la vio con los ojos de su
cuerpo? Evidentemente no” (Heidegger 2014, Pág. 47).
13 Se cita de acuerdo con la traducción de Uña Juárez. La traducción de Vega dice que el recuerdo de Dios es una imagen. La palabra imagen no aparece en el original, pero además le resta coherencia a la lectura que se presenta en este trabajo.
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A continuación, en el mismo pasaje, se ocupa el obispo de Hipona de la elocuencia tal
como es recordada por aquellos que aún no son elocuentes. Pero como estos solo se
relacionan con la elocuencia porque han oído de ella, el obispo le concede a ese recuerdo
de la elocuencia el modo de presente–ausente. No podemos, sin embargo, hacer caso
omiso de la reflexión sobre la elocuencia como una de las artes liberales, en la que éstas
han sido identificadas como presencias en la memoria que estaban como en cuevas ocultas
y que, si alguien no las hubiera suscitado, no se podrían pensar. Pero, aunque las artes
liberales estén en la memoria como cosas mismas, éstas se pueden olvidar y volver a sus
oscuros penetrales; si dejan de recordarse, debe el pensamiento volver a recogerlas y unir
lo que queda disperso.
Termina el diálogo entre Dios y alma de 10.21.30 examinando el modo de ser del gozo en
la memoria con el objetivo de establecer si corresponde al modo en que allí se encuentra
Dios. El recuerdo del gozo tiene en común con el recuerdo de Dios que ambos son
experiencias interiores cuyas respectivas noticias se adhieren a la memoria para que ésta
pueda recordarles; con la diferencia de que el gozo puede recordarse con desprecio o con
anhelo dependiendo del caso. Además, es posible comparar la vida buena con una afección
del alma, pues se trata de una presencia–ausencia en la misma alma: la memoria puede
acordarse de las afecciones del alma estando la cosa misma ausente.
Se debe inspeccionar también, según con los criterios de búsqueda, el modo de ser de los
números. De acuerdo con la lectura que se ha hecho de 10.15.23, cuando se nombran los
números, son las cosas mismas las que están en la memoria, con lo cual son siempre
presentes. Pero no se asimilan a la vida buena, pues en cuanto el alma los conoce ya no
los anhela.
Si el alma se dedica, casi se obstina, en la búsqueda de Dios, es porque de alguna manera
ya lo conoce, y esto es así porque lo desea, como todos lo desean. Cuando se recuerda la
vida buena, la memoria tendría presente la ausencia de una pasada experiencia del alma,
la experiencia de la verdad; por tanto, su objeto, el conocimiento mismo del ser, se adhiere
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a la memoria de tal forma que siempre será recordado, siempre será presente: “Porque allí
donde hallé la verdad, allí hallé a mi Dios, la misma verdad, la cual no he olvidado desde
que la aprendí” (10.24.35). El recuerdo de Dios está en la memoria como el recuerdo de
una cosa anterior y fundante, que deja una impronta que no se olvida: “Desde un punto de
vista temporal no podemos recordar lo que es presente a menos que tengamos una
experiencia previa: pero desde el punto de vista de la eternidad coinciden, nuestro pasado
y el modo presente de acceder al presente eterno” (Vaught 2005, Pág. 70). Ahora bien, el
objeto se adhiere a la memoria para que se lo desee, por tanto, es el deseo de lo ausente lo
que funda la búsqueda del gozo de la verdad. Concluye el obispo de Hipona: “lejos de mí
juzgarme feliz por cualquier gozo que disfrute. Porque hay gozo que no se da a los impíos,
sino a los que generosamente te sirven, cuyo gozo eres tú mismo” (10.22.32).
Un punto adicional, al igual que sucede con otros recuerdos, el recuerdo de Dios requiere
de la intervención ya de otras facultades, ya de la mediación del Hijo Encarnado. Hay una
alusión al olvido en las Confesiones, sobre la que el mismo Agustín se declara sorprendido.
Sin saber cómo ni por qué, recuerda a los mártires: “Entonces fue cuando por medio de
una visión descubriste al susodicho Obispo el lugar en que yacían ocultos los cuerpos de
San Gervasio y san Protasio, que tu habías conservado incorruptos […] ¡Gracias te sean
dadas, Dios mío! Pero ¿de dónde y por dónde has traído a mi memoria para que también
te confiese estas cosas que, aunque grandes, las había olvidado, pasándolas de largo?”
(9.7.16). No parece un recuerdo inocente para un retórico que está a punto de preguntarse
por la vida de los santos. Pero aún así, se impone la admiración por el recuerdo inusitado
de una cosa grande, olvidada, que resulta tan significativa en la obra, todo lo cual confirma
la participación de Dios para traerla al presente.
Cuando se enfrenta con la pregunta por el olvido, el alma se reconoce tierra de dificultad:
“Ciertamente, Señor, trabajo en ello y trabajo en mí mismo, y me he hecho a mí mismo
tierra de dificultad […] porque no exploramos ahora las regiones del cielo […] ni
buscamos los cimientos de la tierra; soy yo el que recuerdo, yo el alma” (10.16.25). Un
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nuevo ascenso ha sido necesario para comprender el modo de ser de las cosas inmutables
en el alma: esto es, el olvido, el modo de ser de la verdad ausente en el alma, una ausencia
que no se debe al carácter temporal de la experiencia sensible, ni al límite que impone la
incapacidad de recordar; el olvido remite a una ausencia que obedece a la diferencia de
naturaleza entre el alma y su objeto, y que le impide tener el concepto de Dios uno,
absolutamente presente. “Y, sin embargo, de cualquier modo que ello sea –aunque este
modo sea incomprensible o inefable–, yo estoy cierto que recuerdo el olvido mismo con
que se sepulta lo que recordamos” (10.16.25).
El análisis del olvido como memoria del olvido contribuye a develar la naturaleza del alma.
El alma está en capacidad de ser afectada por la eterna verdad, afección que solo se
produce a través del ascenso, en el orden del ser, tras un encuentro con la interioridad.
Ahora bien, en virtud de la impronta que esta experiencia deja en el alma, en el orden
temporal, puede recordar esa verdad como una presencia interior de lo que se busca y se
anhela por su ausencia. En otras palabras, la memoria le permite al alma comprender la
presencia de un Dios creador al que se ama, se recuerda y se desea, en su ausencia.
Comprender la verdad a partir de su modo de ser en la memoria podría resolverse al igual
que la presencia de otras cosas inmutables en el alma, pero la presencia, siempre presente,
de esas cosas inmutables en el alma acarrea el problema de hacer inmutable al alma misma.
Desde el otro lado, si no puede tener la experiencia de lo inmutable, no tiene el alma la
esperanza de unirse a la verdad y cesar la inquietud. Se requiere entonces que la verdad
sea concebible con el modo de ser de las cosas mismas, siempre presentes, y que al mismo
tiempo se comporte al modo de las afecciones del alma, haciendo posible una ausencia
que explica el deseo de adherirse a ella. Tras este recorrido es válido afirmar que sólo el
modo de ser del olvido permite que el alma sea el lugar en que se encuentra Dios.
Ahora bien, conceder o descubrir que el modo de ser del olvido es básico para comprender
la presencia de Dios en el alma, no significa que el olvido sea una potencia activa; el
olvido sigue siendo solo un modo de ser en los amplios salones de la memoria. Es por
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tanto la memoria, la gran virtud de la memoria, la condición que le permite al alma juzgar
a la luz de la verdad; la que explica el encuentro del alma con Dios, pero sin que el alma
sea Dios. En la memoria y su capacidad de relacionarse con las otras facultades del alma
reside la posibilidad de que el alma desee adherirse a lo inmutable, superando así sus cosas
dispersas. “La memoria es el concepto perfecto para articular la presencia interior de lo
que no está presente. Algo íntimamente familiar pero perdido y anhelado, haciendo que
su presencia se sienta precisamente en su ausencia –como el conocimiento que hemos
perdido, pero que esperamos recordar” (Cary 2000, Pág. 126). Dentro de este marco de
comprensión, resulta elocuente la descripción de los atributos divinos que se hace en el
primer libro de las Confesiones: “Sumo, óptimo, poderosísimo, omnipotentísimo,
misericordísimo y justísimo, secretísimo y presentísimo, hermosísimo y fortísimo” (1.1.4).
3.3 El lugar del olvido en la vida práctica
Durante la inspección a la que somete el obispo de Hipona su propia educación, se detiene
en la obra de Virgilio; recuerda que en su juventud optó por ocuparse de Eneas en vez de
dedicarse a las letras griegas que ahora tanto le reportan, ese mismo ahora del que
confiesa: “Más ahora Dios mío, grite en mi alma tu verdad y diga, no es así, no es así; […]
yo preferiría olvidar antes todas las aventuras de Eneas y demás fábulas por el estilo que
no saber leer ni escribir” (1.13.22). La elección va más allá de una preferencia académica,
en realidad apunta a dos importantes consideraciones sobre lo que es sujeto de olvido:
primero, y en esto es explícito, olvidar puede tener consecuencias en la vida práctica: “Si
les preguntase qué sería más perjudicial para la vida humana: olvidársele a uno saber leer
y escribir o todas las ficciones de los poetas, ¿quién no ve lo que responderían, de no estar
fuera de sí? Luego pecaba yo, Dios mío, en aquella edad al anteponer aquellas cosas vanas
a estas provechosas” (1.13.22). Segundo, que lo recomendable en la formación habría sido
aprender a volver sobre los propios errores: “se me obligaba a retener los errores de no sé
qué Eneas, olvidado de los míos, y a llorar a Dido muerta, […] mientras yo, miserabilísimo,
me sufría a mí mismo con ojos enjutos, muriendo para ti con tales cosas” (1.13.20). Esta
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digresión a propósito de lo que se debe olvidar en función de lo provechoso es a simple
vista conveniente, más si parece orientar al hombre a no olvidar sus errores y ocuparse de
sí mismo. Un tercer punto refuerza el nexo del olvido con la vida buena: “¿Quién me dará
descansar en ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón para que olvide mis maldades
y me abrace contigo, único bien mío?” (1.5.5). No sobra señalar que la preocupación por
el pasado solo tiene relevancia si los acontecimientos se conservan en la memoria; en estos
mismos pasajes introductorios el obispo de Hipona ha señalado con ocasión de los sucesos
en torno a su concepción: “¿A qué ya ocuparme de él, cuando no conservo de él vestigio
alguno?” (1.7.12).
Hay que empezar por elogiar un pensamiento que dice que el olvido es posible. Pero a
continuación hay que mostrar en detalle la tensión entre las diferentes afirmaciones: ¿Se
deben establecer diferencias entre los recuerdos, y tomar la decisión de conservar algunos
recuerdos propios de lo temporal, con base en una valoración también temporal?, ¿Se debe
insistir en los recuerdo del sí mismo, errores o no?, ¿Cómo conciliar estas posiciones con
la promesa de que la vida buena implica el olvido de las cosas pasadas? La posición del
obispo de Hipona sobre el olvido de las cosas pasadas se va modificando en la medida en
que se avanza por el camino. Desde el principio del texto, olvidar lo inútil, lo difícil y las
maldades es deseable, es constitutivo de la vida nueva, y esto es así todavía al comienzo
del libro 9, mientras recuerda que en Milán se despidió de la retórica y de una vida llena
de vanidad y mentiras: “Tú eres en sumo grado el mismo, porque no te mudas y en ti se
halla el descanso que pone olvido de todos los trabajos” (9.4.11). Sin embargo, al finalizar
el libro 9, como ya ha sido varias veces mencionado, ya en Ostia, olvidar no solo los
errores sino todas las cosas pasadas prepara al alma para acogerse a la vida buena. Es
como si la búsqueda de la verdad debiera desalojar todos los otros contenidos,
fragmentarios, que residen de cualquier modo en la memoria, construyendo un espacio en
que el ser ausente y olvidado pueda desplegarse, brindándole seguridad al alma. Esta
relación con el olvido según la cual, el olvido es posible y recomendable, evoluciona y
queda totalmente asociada al logro ‘hacia adelante’ de la vida buena. La posición se
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confirma en 11: “y siguiendo al Uno sea recogido de mis días viejos, olvidado de las cosas
pasadas, y no distraído en las cosas futuras y transitorias […] más ahora mis años se pasan
en gemidos” (11.29.39). Para el libro final la muy esquiva posibilidad de adherirse a Dios,
y conseguir la vida buena, se recrea con base en la difícil búsqueda de san Pablo: “ni aún
aquel mismo juzga haber alcanzado el término, y, olvidado de lo que queda atrás, se alarga
hacia las cosas que tiene delante, y gime agobiado y tiene su alma sed de Dios vivo”
(13.13.14).
Si el olvido de las cosas pasadas es para san Agustín requisito de la vida buena, el asunto
que inquieta en este trabajo es qué se hace con el pasado, ese peso que impide extenderse
hacia delante, mientras la vida pasa como un gemido. No es una pregunta puntual sobre
cómo se acepta o se olvida una anécdota en la que un niño estudia letras o llora por la
muerte de un amigo. El punto es acerca de la relevancia que tiene lo que ya se ha hecho,
y que por tanto se tiene en la memoria, para la búsqueda de la vida buena. ¿Acaso se debe
olvidar la historia personal, en qué casos y por qué merecen o son sujetos de olvido? El
mismo ejercicio de las Confesiones parece que se pone a favor de la memoria, del esfuerzo
por salvar del olvido. ¿Por qué no olvida el robo de las peras? ¿Por qué ha querido
recordarlas?
Para san Agustín no solo es posible, también es provechoso y, lo más importante,
imprescindible, olvidar el pasado cuando se tiene el objetivo de alcanzar la vida buena.
Ahora bien, si buscar la vida buena consiste en buscar la unidad y adherirse a Dios, volver
al pasado e inspeccionarlo solo tiene sentido si permite progresar en ese camino. Cuando
el alma toda en vez de olvidar lo que queda atrás se esfuerza en recordar las cosas pasadas,
y por pasadas se entiende no solamente las que son anteriores en el tiempo, sino todas las
que son en el tiempo, se está desviando del camino de la unidad y ha tomado la ruta de la
dispersión. No es entonces para san Agustín una meta recordar el pasado, no hay un
premio por ello; no hay un elogio del resentimiento o del arrepentimiento, tampoco se
trata de una exhortación a no volver a cometer errores por sus consecuencias inmediatas
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en la vida cotidiana; lo único que justifica rescatar del olvido alguna cosa pasada es
reconocer en ella lo que separa al alma de la unidad, alguna suerte de incontinencia como
la que se identifica en el robo infantil.
Es muy importante señalar que esta recomendación de olvidar el pasado no conduce en
san Agustín a una especie de dispersión de la interioridad, sino que está incluida en el
esfuerzo por alcanzar al Dios que se anhela, en el deseo de adherirse a lo inmutable. Se
olvida y se debe olvidar todo lo mudable, así como lo inmutable que se conoce, pero no
se desea; mientras tanto, amar a ese Dios a quien tanto se demora en amar, reconocer que
habita dentro de sí mismo, muestra la posibilidad que tiene el alma de afirmarse en su
propio ser:
Porque conocemos la felicidad es por lo que queremos ser felices, y dado que nada hay más cierto que nuestro querer ser felices (beatum esse velle), nuestra noción de felicidad nos guía en la determinación de los bienes que a ella corresponden, que se convierten entonces en objetos de nuestros deseos. El anhelo o amor es la posibilidad del ser humano de tomar posesión del bien que le hará feliz, o sea, de tomar posesión de aquello que es lo más propio suyo. (Arendt 1929, Pág. 25).
La búsqueda de la verdad como vida buena sitúa esta deliberación en el ámbito de lo ético:
es oportuno señalar, de la mano de Bonnie Kent, que el pensamiento de san Agustín al
igual que las filosofías clásicas de la tradición occidental, considera la ética como una
investigación por el sumo bien que provee la felicidad que buscan todos los seres
humanos14. Cuando en las Confesiones el obispo de Hipona indaga por la naturaleza de su
alma, cuando de camino a Dios se convierte en una gran pregunta para sí mismo, no se
limita al alma de Aurelio Agustín, sino que, es la naturaleza del alma humana y el sentido
de la vida de esa alma lo que le preocupa. En apoyo de esta lectura conviene leer un pasaje
14 “Agustín considera la ética como una indagación en el Summum Bonum: el bien supremo, que proporciona la felicidad que buscan todos los seres humanos. En este sentido, su pensamiento moral se acerca más a la ética de la virtud eudaimonística de la tradición clásica occidental que a la ética del deber y la ley asociada con el cristianismo en el período moderno. Pero a pesar de que Agustín aborda muchos de los mismos problemas que los filósofos paganos, a menudo defiende respuestas muy diferentes. Para él, la felicidad consiste en el disfrute de Dios, una recompensa otorgada en el más allá por la virtud en esta vida” (Kent 2001, Pág. 205).
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que ya ha sido citado: “Luego es de todos conocida aquella; y si pudiesen ser interrogados
«si querían ser felices», todos a una responderán sin vacilaciones que querían serlo”
(10.20.29). Todos los hombres quieren ser felices. Es cierto que el alma no puede
permanecer en forma estable contemplando la idea de Dios, pero es cierto también que
llegará a la vida buena cuando se adhiera a Él; mientras tanto es carga para sí mismo.
En el primer ascenso del libro 7, el alma pudo ver, así fuera por un instante, la luz de la
verdad; después de estremecerse de amor y de horror, advierte que está situada en la región
de la desemejanza (7.10.16). Puede estar haciendo referencia a los libros platónicos15,
puede estar haciendo referencia a Lucas16, el mismo Lucas de la mujer que encuentra la
dracma. El obispo de Hipona utiliza la referencia a esa región para expresar la distancia
entre la memoria que esta dentro del alma y una luz indeficiente que está fuera de ella.
Pero vivir en la región de la desemejanza, no es solo reconocer que esa distancia existe,
es poner en evidencia que Dios y el alma tienen naturalezas diferentes, tan diferentes como
el uno y lo múltiple.
Por ello, por su naturaleza, el alma es una criatura que habita en la creación junto con
innumerables cosas temporales como ella, y depende tanto de la memoria como de la
voluntad para traer al presente lo que está ausente y la dirige hacia la unidad. Pero mientras
la memoria, con el olvido como memoria del olvido, impide que el alma renuncie a su
esperanza, a su deseo de unidad y verdad; el alma cede ante el hábito, ante la costumbre
que la inclina a lo fragmentario, que la induce a desviar el objeto de su amor, así conserve
de algún modo el recuerdo de la idea de Dios, pues ha dicho el obispo de Hipona que a
Dios no se olvida: “pues desde que te conocí no me he olvidado de ti” (10.24.35).
15 Anota el padre Vega en su traducción que san Agustín sigue a Plotino al utilizar la expresión ‘Región de la desemejanza’ en el libro 7. (San Agustín 1971, Pág. 305). 16 De acuerdo con el estudio de Margaret Ferguson: “La crítica ha anotado que la descripción de un ‘lejano país’ en la parábola del Hijo Pródigo en Lucas en 15:3 probablemente tenga, en forma oblicua, ecos en la frase del libro 7” (Ferguson 1992, Pág. 77).
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Por la fuerza de la costumbre el alma se aleja de Dios, como si girase en sentido contrario
le da la espalda a su salvación.
Después de la caída, el infinito deseo de cosas finitas desplaza nuestro anhelo de Dios y nos conduce al olvido de Dios que se manifiesta en dos niveles. Desde un punto de vista epistémico, el alma caída retiene solamente un débil recuerdo de Dios, y desde una perspectiva volitiva, se aleja de Dios para abrazar un mundo propio […] los dos tipos de olvido presuponen que nosotros recordamos a Dios en el sentido en que recordamos lo que hemos olvidado. (Vaught 2005, Pág. 76).
Es la voluntad, potencia imprescindible en el esfuerzo de traer al presente lo que está
ausente, la llamada a producir un movimiento que rompa con la costumbre y genere en el
alma la transformación que la ponga en el camino de la verdad. Para esto hace el obispo
un angustioso llamado a elegir la continencia y a escapar de la multiplicidad a la que lo
arrastra la costumbre: “Con el peso de mis miserias vuelvo a caer en estas cosas terrenas
y a ser reabsorbido por las cosas acostumbradas, quedando cautivo en ellas. Mucho lloro,
pero mucho más soy detenido por ellas. ¡Tanto es el poder de la costumbre! Aquí puedo
estar y no quiero; allí quiero y no puedo. Infeliz en ambos casos” (10.40.65).
Pero sucumbir a la costumbre no es igual a permanecer en la región de la desemejanza.
La posibilidad que tiene el alma de liberarse del pasado, con la ayuda de Dios, pero a
diferencia de Dios que no olvida, y la capacidad que tiene esa misma alma de comprender
la eterna verdad como una ausencia que se puede hacer presente porque se la ama,
determinan la naturaleza de un alma que no es divina, pero que tiene razones para desear
su realización. Si bien con los ascensos el obispo de Hipona postula el encuentro con el
ser uno y verdadero, también en ellos se muestra la diferencia entre Dios y el alma, entre
Dios y cualquiera de sus criaturas que habitan en el tiempo, incluida la luz. La región de
la desemejanza no es un sitio reprobable e inhabitable, es el lugar en que el alma puede
existir de acuerdo con su naturaleza y al mismo tiempo conservar la esperanza de la vida
buena, es la distancia que el Hijo Pródigo puede recorrer. En este último argumento
seguimos a Wetzel cuando afirma: “Los ascensos son sobre la unificación, sobre dejar
atrás las diferencias. Agustín no está tratando de superar la diferencia que lo aleja de Dios;
está tratando de llegar a la diferencia con la que puede vivir” (Wetzel 2006, Pág.10).
CONCLUSIONES
“Eso que se llama posteridad es la posteridad de la obra. Es menester que la obra de arte […] cree ella misma su posteridad. Y si la obra se guardase en reserva y sólo la posteridad la conociese, ésta ya no sería para dicha obra la verdadera posteridad, sino sencillamente una reunión de contemporáneos que vive cincuenta años más tarde”
Marcel Proust, A la sombra de las muchachas en flor
Estudiar a san Agustín mil seiscientos años después de su vida se convierte en un viaje a
través del pensamiento occidental y cristiano que se hereda, que se habita. Cada idea del
santo africano está como custodiada por las discusiones que sobre ella han generado los
estudiosos del autor o de la época, sitiada por las críticas de sus contradictores y asimilada
a la historia de la cultura que él fundamenta. Todo lo cual, en mi opinión, no menoscaba
sino que incrementa la potencia de los textos agustinianos, como si los conceptos acuñados
en las Confesiones hubieran conseguido ser más robustos a partir de las disertaciones y
análisis a los que han sido sometidos.
La preocupación de Marcel Proust por la relación entre la obra de arte y el tiempo surge
de su anotación sobre la sonata de Vinteuil, con la que nos enseña que la música, así como
la vida, existe de forma sucesiva, en el tiempo, razón por la cual no se puede aprender toda
de una sola vez. Luego reflexiona sobre el destino de una obra en la posteridad, sobre las
condiciones de su recepción –preocupación que también embarga al obispo de Hipona– y
extiende esta postura estética a toda la obra de arte, incluso la suya. Ahora, cuando se
termina por fin este trabajo de grado, a uno se le antoja que Proust en realidad también
está preocupado por el tiempo en su propia obra de arte: es posible que anticipe el lejano
y esquivo momento de terminar su novela, agobiado el poeta tanto por el tamaño de su
empresa como por el tiempo que tiene para terminarla.
61
Un trabajo de grado se debe desarrollar en un tiempo límite, y me atrevo a decir que un
texto filosófico también. Este trabajo presenta desequilibrios de rigor, de calidad en la
escritura y profundidad de las discusiones; desequilibrios entre unas y otras partes del
texto, que obedecen a muchos factores y en especial al tiempo; a la necesidad de detenerse
y abandonar una reflexión porque conduce muy lejos en el pensamiento del autor, lo cual
cambiaría el nivel de la pregunta; a descartar una afirmación porque abre una puerta que
conduce a un libro que está fuera del ámbito acordado. El tiempo también interviene en la
segmentación que se hace sobre la obra del autor: cuestionarse si la pregunta sobre el alma
debe llevar al de Trinitate, a la Ciudad de Dios, a los Comentarios a los Salmos, abrirlos
y quedarse con un anhelo, con un recuerdo amoroso. Se escribe en un tiempo, para un
objetivo, eso distancia un trabajo de grado de una reflexión más libre, o quizá, no. La
escritura tiene una relación con el tiempo, no solo en su ejecución sino en su relación con
un afuera de circunstancias prácticas y de discusiones teóricas.
Resulta más que atractivo proponerse revisar, y llegar a comprender, la obra de filósofos
importantes de todas las épocas que se relacionan con san Agustín de una u otra manera,
pensadores que fue muy difícil estudiar a cabalidad en esta ocasión. Es notable aquí,
porque confirma un tiempo que ya no fue, el ensayo de Jean–François Lyotard, La
Confesión de Agustín, que se pronuncia sobre el mismo tema de este trabajo: “El olvido
es la gran cuestión de las Confesiones si es que confesar significa no callar nada, sacar a
la luz lo que permanecía agazapado en la noche de la vida” (Lyotard 2002, Pág. 54). Es
un libro póstumo, fragmentario, inacabado, pero que según su esposa y editora es una
muestra del proyecto que concebía (Lyotard 2002, Pág. 15). Imposible, aunque parezca
imprescindible, incluirlo en la formulación de la pregunta. De las Confesiones, y del libro
10 en particular, se ocupa Martin Heidegger en un texto que por sí mismo exige un gran
trabajo, texto a partir del cual se advierte una senda cuyo objetivo sería comprender la
relación o la deuda de algún concepto heideggeriano con la obra del obispo de Hipona.
Con esta misma intención se puede perseguir la presencia del filósofo cristiano, en forma
explícita o no, en la obra Hannah Arendt. Con una intención equivalente, se podría trabajar
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sobre la obra de Martha Nussbaum y comprender por qué evoluciona su interpretación de
Agustín. Es tentador rastrear el hilo que de san Agustín conduce a Kierkegard y alcanza
hasta el Foucault de las tecnologías del yo. Se establece una resonancia al entablar un
diálogo con Marcel Proust, claro. Y, sin duda, sería apasionante hablar con Friedrich
Nietzsche y sacar a la luz si el sacerdote cristiano que no olvida, ese al que le atribuye en
la Genealogía de la moral la mala conciencia, le debe algo a la confesión de San Agustín.
Sería agradable, también, aventurar un poco más e imitar a Hannah Arendt en eso que su
editora ha llamado su entusiasmo por el reciclaje17, y acudir a los conceptos de memoria y
olvido para que apoyen la imperiosa reflexión sobre la verdad y el olvido en la historia
conflictiva de un país. Exigirle a la facultad descrita por el santo, a la descripción del modo
como se encuentran en ella los contenidos mentales, que intervenga en un acercamiento
ético a la identidad de aquellos que han olvidado gran parte de su pasado, como mi padre.
Él, al igual que yo, al igual que el obispo de Hipona18 somos como Dido cuyas lágrimas
ya no le piden a Eneas más amor sino más tiempo.
17 La idea de reciclaje de conceptos en Arendt, es acuñada por su editora Mary McCarthy en “Saying Good–by to Hannah Arendt” (McCarthy 2000, Pag.43). 18 Esta referencia a Virgilio se basa en Confesiones (1.13.20), y en un bonito comentario que realiza James Wetzel a propósito del llanto de Aurelio Agustín cuando muere Dido en la Eneida. (Wetzel 2006, Pág. 4).
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