Post on 03-Apr-2020
PASOS
Alvaro Arrivillaga
Cuando el lunes por la mañana llegué temprano a mi oficina, y vi en mi escritorio una postal de las Tumbas de Anfushi, creí poder anticiparme a la lamentable noticia. Quizás, si la postal hubiese sido el Templo de Taposiris Magna con la imagen de su pared exterior y el pilón que asemeja lo que debió ser el famoso faro, o una fotografía del Anfiteatro situado en el barrio de Kom elDeka, una construcción del siglo II con sus trece líneas de mármol blanco en forma semicircular hubiera sido diferente, porque me hubiera podido imaginar al Profesor K conociendo por fin esos lugares con los que tanto soñó, y que pacientemente me describió cuando pasábamos tardes enteras en la biblioteca. Él leyendo y yo buscando sus libros.
Aún recuerdo muy bien el primer día que lo vi. Discutía enloquecidamente con Rita, una recepcionista pelirroja, que siempre hablaba empujándose con los dedos su goma de mascar. Insistía en informarse sobre el sistema automatizado de la biblioteca, y preguntaba si ahí contábamos con el sistema SABINA, pero Rita estaba más entretenida con una revista de modas, y no lograba hacerle entender al Profesor K, que el sistema era el ARIADNA. Me acerqué y les expliqué a ambos, que al contrario de sus opiniones la Biblioteca Nacional, recién había adquirido el sistema ALEPH 500, un sistema integrado para bibliotecas, desarrollado con arquitectura cliente y servidor, utilizando la base de datos Oracle, con un sistema multiplataforma para permitir el acceso a los visitantes. Sólo mi intervención logró callar la enfurecida voz del profesor, que aún en voz alta preguntó como una persona de la limpieza podía saber tal información. Estudio Bibliotecología en la universidad por las mañanas, y por las tarde trabajo aquí. Imagínese que más puedo pedir, le dije y reí para suavizar su aún dura expresión.
−Está bien. No haré más escándalo, pero sólo si tú, jovencito, me ayudas con estos libros −dijo mientras se colocaba de nuevo sus lentes−. Ya casi no veo, así que ubícame en un lugar con mucha luz.
Por un momento me pareció como un niño hiperactivo, a pesar que su traje gris, y su pelo escaso y canoso, no reflejaban para nada esa actitud. Su corbatín de mariposa, prácticamente incrustado al cuello lo delataban como un profesor universitario, a pesar que éste era más bien como un pañuelo de seda. Miraba hacia todos lados, como cuando alguien recién llega a su nuevo hogar y quiere disfrutar cada pequeño detalle y parecía que murmuraba palabras en latín.
−Déme usted su lista de libros. Ya Rita me ha autorizado a buscarlos en la sección de libre acceso −le dije amablemente.
−Empieza por estos: Platónicius, Hermes y Erígone Hesiodo, De locis ad medievales, La cronografía, Eratosthenica y Karasterismoi −me dijo al mismo tiempo que limpiaba sus lentes con su pañuelo de seda−. No hace falta que te los apunte, te
será fácil encontrarlos. Todos son de Eratóstenes.
Fue así como el profesor continuó llegando cada tarde durante los siguientes meses. Se sentaba en la mesa junto a la ventana, y leía profundamente como quién tiene una sed insaciable que a pesar de beber y beber no logra satisfacer. Cuando se cansaba, de nuevo se quitaba su pañuelo gris y limpiaba sus diminutas gafas, para continuar. Siempre era el mismo pañuelo, limpio, delicado. Nunca lo vi con otro distinto.
Con el tiempo, se fue ablandando, o quizás su vista ya estaba muy cansada y me pedía que le leyera. Para mí eran libros de difícil lectura ya que hablaban de números primarios, ángulos y ecuaciones. Yo no entendía nada. Así que un día le pregunté porque tanto interés en ese tal Eratóstenes. Ves este reloj me dijo. Marca Skaphe. Lleva ese nombre en honor a él. El inventó el primer reloj solar. Estos jovencitos de hoy no saben nada, arguyó. Si hasta un cráter de la luna rinde homenaje a Eratóstenes, llevando su nombre. Él inventó la palabra geografía. Ustedes, sí, ustedes no hubieran sido descubiertos por Cristóbal Colon, si él no hubiera estimado la circunferencia de la tierra.
Parecía como si hubiera encendido un interruptor en el profesor, pues él con su mirada perdida hacia la ventana, prosiguió diciendo:
−A él habían llegado noticias que indicaban que en Syene, el día del solsticio de verano, el sol de mediodía se reflejaba en la aguas del fondo de un pozo vertical profundo. Y como ya había observado que el mismo día el sol no estaba completamente vertical sobre Alejandría, donde vivía, utilizó los servicios de un contador de pasos, que eran personas que se ganaban la vida midiendo distancias entre dos puntos dados que caminaban con una longitud de marcha muy regular y que iban contando el número de pasos. Así encontró que entre Alejandría y Syene la distancia era de 5000 estadios.
−¿Qué es un estadio? −pregunté.
−Un estadio, equivale a 157.5 metros.
Y así siguió dando más y más explicaciones, ángulos, longitudes del arco y ecuaciones, mientras sus manos se pasaban suavemente por encima de su pañuelo de seda, que se arrugaba con cada movimiento. Parecía estar en otro lugar, idolatrando la vida de Eratóstenes, quien parecía cobraba vida en la boca del profesor.
Los dos siguientes años transcurrieron de la misma forma. Yo seguí mis estudios por las mañanas, aprendiendo sobre el VTLS (Visionary Technology in Library Solutions), y el WALIP (sistema manual de organización del préstamo bibliotecario) y por las tardes le leía al profesor junto a la ventana las obras poéticas de Eratóstenes, Sobre la comedia antigua, Cronografía, (en nueve libros), hasta que
un día sin previo aviso me dijo que se marchaba. Quise convencerlo que era muy peligroso viajar en su estado ya que su visión era cada día menor. Pero sólo logré que me dijera: fue el director de la biblioteca de Alejandría entre el 230 a. C hasta que falleció. Yo debo de ir allá. Es lo único que me queda, ésta no es la misma biblioteca. Se que la de allá tampoco, pero estaré más cerca. Me abrazó, se quitó su inseparable pañuelo de seda y me lo colocó en la mano, cerrándola fuertemente.
Por eso hoy sé que la postal de las tumbas de Anfushi, con la imagen de las paredes de estuco pintadas imitando bloques de mármol y baldosas, me anuncia el último adiós del profesor. Di la vuelta a la postal y empecé a leer: He llegado a viejo. Al final de mi camino, y no se si he vivido mi vida o la de otro. Quise ser el Criba, el Beta, el Pentathlos, como llamaban a Eratóstenes. Hoy ya mis ojos no dan para distinguir entre uno y el otro. Lo único que quedaba de mi, está en tus manos, envuelto en seda.
No pude evitar tras eso ir a leer sobre la muerte de Eratóstenes, y encontré:
Suidas afirma que, tras perder la vista, se dejó morir de hambre a la edad de ochenta años. Así que guardé el pañuelo entre los libros, apagué la luz, y salí a buscar nuevos caminos.
Moebius
por Juan W. Nonel
El profesor Paul Rigby despertó sobresaltado y por unos segundos no supo dónde se encontraba. Tras pestañear varias veces y ajustarse mejor la montura de las gruesas gafas de concha, reconoció la textura suave de la mesa y la rígida comodidad de la silla en la que se había quedado transpuesto. La densa oscuridad circundante le alarmó y trató de distinguir algún elemento familiar en el entorno, pero el vacío y el silencio eran absolutos. Apartó con el antebrazo el grueso volumen sobre numerología en el Egipto helenístico que había estado consultando y trató de orientarse en la enorme sala de lectura de la Biblioteca Central de la Universidad de Edimburgo. Se preguntaba cómo el viejo Sam, siempre tan atento y servicial, había olvidado despertarlo a la hora de cerrar las instalaciones. Se estarían haciendo viejos los dos.
Se dirigió a tientas hacia el centro de la galería, donde se hallaba el mostrador de atención al usuario, guiado por el recuerdo de tantas y tantas visitas, con la esperanza de encontrar un interruptor y activar las luces. Mientras avanzaba con las manos extendidas frente a él y tropezaba con sillas y mesas vacías, hacía cábalas sobre la marcha de su investigación en curso y planes mentales para continuarla, ahora que, tras la ceremonia de su jubilación con honores la pasada semana, tenía el tiempo necesario para llegar a una conclusión definitiva. Sus elucubraciones le permitieron substraerse por un momento de la extraña inquietud que se le iba apoderando, a medida que su mente buscaba alguna explicación razonable a su encierro. Treinta y cinco años continuados de servicio, doce mil setecientos setenta y cinco días como profesor y catedrático de matemáticas, trescientas seis mil seiscientas horas de dedicación a la docencia y a la investigación, y nunca le había sucedido nada semejante. En medio del cálculo de los minutos que había pasado encerrado entre aquellas mismas paredes, un objeto que no logró identificar le hizo trastabillar y dar con sus costillas en el frío mármol. Las gafas salieron despedidas de su nariz y pudo escuchar el sonido de cristales rotos a un par de metros de distancia.
Se incorporó a duras penas, pues su corpulencia y la falta de ejercicio le habían convertido en un ser de movimientos torpes y lentos. Cuando finalmente recuperó el equilibrio, se dio cuenta de que con la caída se había desorientado por completo. Presa del pánico, comenzó a dar giros sobre sí mismo, golpeando con sus doloridas rodillas varios muebles y estanterías. Sudaba copiosamente y la ropa se le pegaba al rollizo cuerpo como una ventosa. Decidió apoyarse en la pared que sus cuidados dedos habían conseguido alcanzar en su aterrorizado ballet y trató de recuperar el resuello, inspirando profundamente varias veces. Sacó su pañuelo de seda, con sus iniciales primorosamente bordadas en el centro, y se secó el sudor de la frente y el cuello. Le llamó la atención el peculiar aroma de la prenda, lo que atribuyó a un probable cambio de detergente de su casera, Mrs. Plumble, y lo guardó de nuevo en el bolsillo.
Desde su nueva ubicación consiguió distinguir en la lejanía el apagado brillo de alguna luz de las salidas de emergencia y, sin dejar de tocar en todo momento la pared, fue avanzando paso a paso hacia ella. Su respiración se tornaba a cada momento más
dificultosa y sentía unos agudos picores en las zonas que se había limpiado con el pañuelo. ¿Alergia? ¿Sería posible que, además de todo, el nuevo producto de la casera le provocase alergia? Comenzaba a marearse, la vista se le nublaba y le costaba cada vez más avanzar. Cuando estaba a punto de desmayarse, percibió que en su zigzagueante devaneo había alcanzado el mostrador central. Con las últimas fuerzas, tanteó desesperadamente en busca de la llave de la luz, pero no dio con ella. El ardor del sarpullido del cuello y la cabeza se hacía insoportable, su respiración era apenas un silbido, pero consiguió introducirse detrás de la barra y sentarse en la silla de Sam. Palpaba con desesperación en todas direcciones, derribando en su agonía botes de lápices y fichas de clasificación.
De repente, algo llamó su atención: junto a la pantalla del ordenador, pegada con celo en el borde de la barra, una postal emitía un mortecino brillo. Paul la asió con ansia, en medio de sus últimas bocanadas de oxigeno. La acercó apenas a cinco centímetros de sus cegatos ojos y pudo leer, escrito con tinta fosforescente, un mensaje que le dejó definitivamente helado: “Estimado profesor: ya me cansé del juego. Descanse usted en paz. Cordialmente, Moebius”. Como no podía ser de otra forma, la bella fotografía del reverso mostraba una vista del puerto de Alejandría.
¡Moebius! ¡Claro! Ahora que estaba tan cerca de desenmascararlo, justo cuando su investigación se aproximaba al fin, que sus cálculos le habían llevado tan cerca, cuando demostraba al mundo que el maldito farsante había inventado los datos de sus descubrimientos sobre los conocimientos matemáticos del antiguo Egipto, ahora que… pero ¿cómo?, ¿cómo había podido planificarlo todo?, ¿cómo podía saber Moebius que él agonizaba en el silencio atronador de la biblioteca?, ¿cómo…? El pañuelo, claro, eso había sido, el pañuelo… cómo no había caído antes… ese olor no era un nuevo detergente, ese letal aroma…
Evening News – The Edinburgh Paper
Necrológicas – 12 de Enero de 2009
Paul James Rigby
Catedrático (retirado) de Matemáticas de la Universidad de Edimburgo
La comunidad científica y académica se vio consternada ayer por la noticia del fallecimiento del prestigioso profesor, una leyenda en la prolongada existencia de la institución por sus investigaciones y premios en el campo de la numerología en las antiguas civilizaciones, del que era un reconocido experto, junto a su colega y amigo el Dr. Moebius Macmillan, con el que comparte la autoría de diversos libros y estudios. El cadáver del profesor fue hallado ayer por la mañana en las dependencias de la Biblioteca de la Universidad, víctima de un infarto, a los pocos días de haberse jubilado con honores. Se investigan las causas por las que el egregio catedrático quedó encerrado en dichas dependencias. El funeral se celebrará esta tarde en el New College (School of Divinity), sito en la propia Universidad. El responso será oficiado por el padre McKenzie y el Dr. Macmillan dirigirá a los asistentes un discurso de homenaje póstumo al finado. Descanse en paz.
EL PAÑUELO Rafael Borrás
Me presenté como antiguo alumno de la facultad, matemático recién jubilado, y añadí que, al enterarme de la próxima demolición del edificio, me había entrado la morriña de repente y deseaba que me permitieran echar un vistazo antes de que desapareciera. Y el bedel que no faltaba más, amigo, y que no era el primero que había pensado lo mismo, aunque sí de los últimos, por lo cual, tras semanas transportando el material que todavía pudiera ser útil, no quedaba prácticamente nada interesante ni de valor. Casi todo había acabado en los contenedores. Y terminó pidiéndome que, puesto que necesitaba marcharse ya, que cuando me cansara y me fuera que le hiciera el favor de cerrar dando un portazo.
La desolación embargaba cada metro de la vetusta facultad de Matemáticas. Semejaba un paisaje lunar con basura en lugar de cráteres o una playa batida por los restos de un naufragio. El silencio de oquedad que se palpaba y el espectáculo que ofrecía, apenas avancé por el vestíbulo, redujo todos mis sentidos a una cárcel de sombras. En una atmósfera fangosa bailaban infinitas moléculas de polvillo en suspensión. La mayor parte de ventanas sin cristales, el suelo lleno de cascotes y desperdicios, gatos merodeando entre restos de bocadillos, las paredes enmohecidas por humedades: abandono y escombros por todas partes. Ascendí por escalinatas de piedra descarnada y escaleras interiores con peldaños rotos.
En el piso superior finalmente desemboqué en la biblioteca, en cuya sala principal y entre largas hileras de estanterías con textos y carpetas alineados, cuatro décadas atrás Carlota y yo coincidimos durante tardes enteras de aplicado estudio. Ahora aparecía completamente desposeída de mesas, con unas vitrinas vacías que seguramente acabarían hechas astillas. Papeles por el suelo aquí y allá, suciedad, cochambre; la miseria del abandono o el abandono miserable. Algunas cajas con las postreras pilas de libros para la nueva facultad. Me reconfortó algo el olor añejo de la madera oscura. Por una puerta lateral pasé al archivo utilizado como almacén de la biblioteca y de documentos de secretaría. Cogí una barra de hierro que encontré por ahí y palanqueé para separar un poco de la pared un armario al fondo. Luego me arrodillé y, con la mejilla a ras del muro y alargando el cuello, extendí un brazo que apenas cabía tras el tablero trasero del armario. Palpando con las yemas de los dedos rastreé la superficie de la madera hasta tropezar con la concavidad, un recoveco entre estantes que en su momento el carpintero tuvo que dejar para acoplar dos de diferente profundidad. Allí estaba. Lo así por la punta y estiré, lentamente, no fuera que con el tiempo la tela se hubiera ajado y se rasgara. El pañuelo de seda de Carlota. La única prenda de todas las que vestía que no le quité.
Aquel día era muy tarde y el otro bedel, con bigote y cara de policía, también tuvo que marcharse, pero porque tenía cita con el médico. La facultad casi desierta y nosotros los últimos resistentes en la sala de estudio. Faltaba poco para los exámenes de junio, los últimos de la carrera. Él también nos pidió que al salir apagáramos luces y cerráramos con un simple portazo. Había confianza. Nos conocía de sobra. Se dan episodios que surgen una vez en la vida y enseguida se tiene la áspera certeza de que no se repetirán. Hace muchos años que me resigné a no volver a poseer en ningún rincón de un oscuro
archivo a una Carlota enredada en mis brazos y apoyada en el armario, ni a sorber entre gemidos el dulce aroma de su pelo enmarañado, ni a besarle cada recodo de su ardiente torso. Cuando ocurrió, deseé que el instante fuera eterno. Pronto supe que fue tan efímero como irrepetible, y que se perdió para siempre como el agua de un cubo arrojada en el mar. Aquella caliginosa tarde los dos fuimos uno por primera y última vez, y lo fuimos con toda la pasión furibunda de los veinte años. Y después Carlota desanudó el pañuelo de su cuello, lo impregnó con el sudor de nuestros cuerpos y con los restos de los flujos de ambos, y, con la sonrisa más fascinante y pecadora que mis ojos han disfrutado nunca, lo escondió en un hueco detrás de un armario archivador que los carpinteros había ensamblado por la mañana, todavía sin atornillar a la pared. La guarida perfecta para el amuleto de un éxtasis.
Me senté en una caja y extraje de mi bolsillo el sobre con la postal. La desplegué: un tríptico con la foto de un bellísimo distrito residencial de Alejandría y un par más con monumentos locales. Junto al matasellos de Egipto, unas líneas escritas con cuidada letra redondilla.
Mi querido Enrique:
Espero que mi postal te llegue; no dispongo más que de tus antiguas señas, las mismas que nos intercambiamos tras la fiesta de despedida de la promoción. ¡Hay que ver, tiemblo al considerar que de eso hace más de cuarenta años! Aunque, si bien lo pienso, a estas alturas me parece que de todos los brillos de mi vida hace ya cuarenta años. Nuestra compañera Sonia me comunica que trasladan la vieja facultad de Matemáticas a la Politécnica y que van a demoler el edificio y construir oficinas o algo parecido. Quizá ya lo sepas. No me importa que lo derriben, pero hay un objeto que quiero que rescates antes de que la piqueta lo sepulte. Te lo pide una vieja amiga como un entrañable favor personal ¿Te acuerdas del pañuelo que oculté en la biblioteca? ¡No te perdonaría que lo hubieras olvidado! Quiero que lo recuperes y lo guardes donde no tengas que darle explicaciones a nadie. Pero no lo tires, por lo que más quieras. Me reconfortará saber que lo conservas tú. Y sólo tú, porque me temo que jamás podrás devolvérmelo. Pero así está bien. Tras mucho deambular resido en Alejandría, donde vivo razonablemente feliz, con la cercanía de mis hijos y nietos, y junto a Karim, mi marido. ¿Recuerdas?, mi novio de entonces. Fíjate, llegó desde aquí para estudiar Medicina y aprender el idioma y volvió a su país con una española en la maleta.
La memoria no me funciona como antaño: aumenta la distorsión de unos recuerdos en los que se entremezclan personas y fechas deformadas por la realidad actual, como los países cuya ubicación confundo constantemente. A pesar de ello, en mi mente han quedado prendidas para siempre algunas imágenes nítidas que te juro que nunca se perderán, y que al cabo de una montaña de años a menudo reaparecen como una placentera reliquia gráfica, sobre todo si mi ánimo decae en los momentos de mayor negrura o soledad. En este caso, ¿fue culpable el más divertido, ingenioso, guapo, y algo temerario, de todos los chicos de la promoción 19631968 de la facultad de Matemáticas?
Mira la foto de la postal, es mi barrio en Alejandría. Y mi casa es la grande de color blanco, a la derecha del minarete. La tuya la tendrás siempre dentro de mí.
Carlota
Clase XXIX Trini Rodríguez
Paciencia
Desde que se jubiló ha cambiado su rutina pero no ha modificado su hábito. En lugar de acudir a la biblioteca de la facultad entre una y otra clase, ahora pasa sus horas libres en la biblioteca pública. Un sillón orejero, de cuero cuarteado y rojizo, que parece conservar la calidez que él mismo ha dejado el día anterior, se ha convertido en compañero inseparable de las tardes en los últimos meses. Le gusta estar rodeado de libros, palparlos, sentir su olor, que le hablen. Sobre todo, le gusta zambullirse en las biografías, curiosear la vida de filósofos, de científicos, de astrónomos. Saber como pensaban, como obraban, como fue su vida y que parte de ella dieron u obtuvieron de las matemáticas, su verdadera pasión. Ha vivido por y para los números desde que los descubrió en la infancia.
Nunca se sintió un hombre solitario, pero lo cierto es que, salvo si encuentra un ex alumno, no tiene con quien compartir sus recuerdos. Justificó su soledad con el poco espacio que queda para el amor en un corazón lleno de fórmulas. Ni siquiera quiso amigos, de carne y hueso, más allá del campus. Viajaba solo, movido siempre por algún interés científico, y se enviaba postales de los lugares que visitaba para tener otra correspondencia que no fuesen facturas o extractos bancarios.
Hace una semana que, un par de horas antes de irse a casa, un aroma fresco de lavanda que no sabe de qué lo recuerda, reclama su atención y sin pretenderlo saca su mente del libro. Su mirada, en una reacción instintiva, se despega con pereza de las letras y se vuelve en dirección a la salida. Alcanza a ver el final de un morado pañuelo de seda, ondeando al viento de la puerta abierta, antes de desaparecer.
Hoy, esta dispuesto a averiguar de quien es el olor y el pañuelo que le quita el sueño las últimas noches. No sabe porqué pero lleva unos días que todo huele a lavanda, que sólo ve luces moradas, que se sueña atado a un pañuelo de seda, recostado a un pañuelo morado de seda. Que cierra los ojos y un brillo morado lo envuelve en lavanda. Por primera vez en su vida pierde la concentración de un libro para fantasear con un pañuelo de seda.
Ha cogido una biografía, por supuesto, aunque sabe que esta tarde no podrá centrarse en su lectura, el único sentido que tiene en alerta es el olfato. El libro se abre al azar por una página en la que, algún extraño lector con sus mismas pasiones, dejó olvidada una vieja postal. Presenta una imagen de la nueva biblioteca de Alejandría. La reconoce al instante por que la visitó en su viaje a Egipto. Quería ver el mismo cielo que había despertado el sentimiento filosófico de Hipatia la hija de Theón, la misma de la que habla el libro que tiene en sus manos, y pasó unos días en Alejandría.
Con curiosidad, casi aburrida, mira el reverso de la postal. Fue enviada desde el Cairo en abril de 1980, casualmente la misma época en la que él anduvo por allá. Va dirigida a una tal María Teresa Gómez Lezcano y a una dirección que reconoce en la ciudad, pero que no existe desde que quisieron suprimir símbolos represivos y cambiaron el nombre de algunas calles; como si borrar la memoria fuera tan fácil.
En el cuerpo de la postal una frase, curiosa y precisamente, de Hipatia: “Defiende tu derecho a pensar, porque incluso pensar de manera errónea es mejor que no pensar”, y una pequeña firma casi ilegible, sin rubrica, Mayte. Sin una despedida, sin un beso, casi una sentencia; como le gustaba despedirse a él.
Una repentina desazón ha invadido su cuerpo, se siente inquieto. No reconoce ese estado de ánimo. El viejo profesor se esta poniendo nervioso, piensa mientras sonríe para sus adentros, un familiar olor a lavanda encamina su mirada a la puerta de salida, y de nuevo el reflejo morado de un pañuelo de seda es todo lo que alcanza a ver. En un impulso inédito se pone en pie. Deja pereza y rutina en el sillón orejero y sale a la calle.
Una mujer madura, en medio del paseo de la entrada, vuelve sobre sus pasos en busca del pañuelo de seda que el viento ha arrancado de su cuello y ha dejado enganchado a uno de los rosales. Ambos llegan al mismo tiempo al rosal. “Permítame alcanzarlo”, dice el profesor, y ella se ruboriza y le da las gracias. Cuando le entrega el pañuelo y mira sus ojos, tan hermosos como el cielo de Alejandría, en un arranque de valor se atreve a decir:
─Lorenzo Martín, para servirle.
─Lo sé ─contesta la dama─, María Teresa Gómez Lezcano, pero puede usted llamarme Mayte.
Rosa, la buenamozaGeyser López
A primera hora de la mañana, sobre mi escritorio, encontré una postal de Alejandría. Al voltearla había una nota escrita: Secuestro en la Biblioteca. Firma. Rosa. Nuestro equipo de trabajo se puso de inmediato en las investigaciones, arrojando que Doña Rosa, al parecer había abandonado el país, y que su esposo, un profesor de matemáticas recién jubilado estaba perdido, o al menos eso parecía como según informaron algunos pacientes del asilo. Cuando se nos permitió, nos dirigimos a la Biblioteca StCatherine, puesto que, hasta donde se sabe, es la única biblioteca del país. Al llegar, en vez de encontrar a Don Gastón atado de pies y manos sobre alguna silla, tal vez golpeado, con un parpado goteando de sangre encontramos al bibliotecario, un viejo decrépito que por un momento se emocionó porque pensó, al ver tanta gente entrando, que la juventud había recapacitado tempranamente pero luego ya puesto al tanto e interrogado, nos entregó otra postal que le había llegado firmada por la desconocida mujer.
La postal decía Pañuelo de Seda. Y nuevamente nos pusimos a trabajar arduamente, transcurriendo dos activas semanas cuando uno de nuestros detectives informó que Doña Rosa había trabajado en una tienda de pañuelos llamada La Buenamoza. Teniendo la dirección física de la tienda, nuestro equipo se trasladó con todo su personal. Nos atendió una hermosa jovencita que luego de mencionar cuatro o cinco situaciones donde la Doña tenía protagónico, recordó, ya de último cuando casi nos marchábamos, que sí detective, por poco se me olvida, Madame Rosa huyó con nuestro échantillon. Nos explicó que el échantillon era un pañuelo de colección, difícil de encontrar, traído especialmente de Siberia, pero que en aquellos momentos no llegaban al país por una cuestión que ya no recuerdo. Le pedí que nos mostrara el pañuelo a lo que nos dio entender que sólo quedaba un modelo en la otra sucursal, la principal, que se encontraba al sur de la calle St Jean, y que si queríamos ella misma llamaba para que de inmediato lo tuvieran sobre vitrina. Y como un rayo, nuestro equipo salió disparado. Al llegar nos mostraron el bendito pañuelo de seda que dijeron costaba seis mil euro, que no lo tocáramos porque el acido de las manos lo dañaba. Yo se lo arrebaté al vendedor, y lo observé a trasluz. El fondo era negro y un delgado relieve crema se dejaba entrever, casi invisible con la forma de la estatua Savoir. Y listo. La pista era tontamente fácil. Nos dirigimos hacia el parque donde estaba la estatua, y cuando llegamos, justo al lado de la estatua, cerca de los árboles… parecía que se enroscaba, tenía no sé, en la punta como pelo, y peor, parecía que se movía hacia nosotros. Nuestros ojos no daban créditos de lo que estábamos viendo.
El pañuelo de seda
Akaki akakievitch
Con sus dedos finos y delicados tocó la postal que recibió semanas antes. La tenía guardada en el bolsillo derecho de su gabardina. Estaba delante de Ricardo, un hombre que quizás conocía demasiado bien.
–Has envejecido, pero te veo igual de espléndida –la sonrió.
–Creo que tú también.
Respondió rápido, quitándole importancia al paso del tiempo. Tras unos momentos de miradas Ricardo levantó levemente la comisura de sus labios miró hacia las estanterías llenas de libros. Comenzaron a andar por el edificio, en el centro había una exposición de artilugios de escritura.
–Me fui a Chile. Allí estuve los primeros años trabajando en algunos periódicos hasta que conseguí un puesto como profesor de matemáticas en la universidad de Santiago. Eso es lo que he hecho en todos estos años, desaparecer de aquí. Me jubilé hace unas semanas.
Ella esbozó una mueca de indiferencia.
–Resulta…enigmático, ¿verdad? – le clavó sus ojos azules–, después de tantos años sin saber nada de ti…desapareciste como si te llevara una tormenta de arena. Sin avisos, mensajes, sin que nadie sepa nada. Un día recibo tu postal, desde el mismo sitio donde nos vimos por última vez y aquí estamos de nuevo, en Alejandría, como si el tiempo no hubiera pasado ante nosotros.
–Sí, el destino parece juntarnos de nuevo.
–¿El destino?, tu nunca creíste en eso Ricardo. Me dejaste aquí sola.
Su cara se endureció y Ricardo desvió la mirada.
–Lo siento.
Después de tantos años, ella lo percibió como un pequeño soplido de aire que pasó de largo sobre su cara. Ricardo volvió a mirarla.
–Necesito tu ayuda.
Se le escapó una sonrisa al instante.
–Vaya, ahora necesitas ayuda. Te acuerdas cuando caminamos por este suelo, o bueno a unos metros de aquí exactamente. Una biblioteca de columnas enormes,
colores radiantes y con figuras armoniosas. Por dentro pasillos largos, repletos de papiros, escritos. Precioso. Me gusta también como es ahora —miró el plano inclinado del tejado y los distintos niveles del edificio— me recuerdan las terrazas de cultivo de arroz, solo que aquí crecen libros. No queda nada de lo que nosotros vimos.
–El proyecto Ácaro acabó hace tiempo.
Ella le miró clavando sus ojos y volvió a sonreír.
–Cierto, nos expulsaron de él, fuimos como cobayas. Qué pena que no nos trajésemos nada, ¿verdad?
Ricardo abrió los ojos. Estaba perdiendo las riendas de la situación y se suponía que era él quien la había citado en Alejandría. Ella estaba demasiado tranquila y eso le inquietaba a Ricardo. Como siempre no había forma de que nunca le sorprendiera.
–Sí, claro. –contestó Ricardo.
Ella paró y le miró a los ojos. Sus cejas estaban my pobladas y alrededor de los ojos empezaban a dibujarse pliegues.
–En realidad era yo quien esperaba que me buscases algún día. Incluso temía que no lo hicieras y estaba empezando a preocuparme. Siempre supe que no dejarías pasar el tiempo sin más y morirte como un viejo más en este mundo. ¿Te creías que no hubiera sido capaz de encontrarte? Te esperaba.
Ricardo se mantuvo serio aunque no pudo evitar el leve movimiento de sus labios. Al final perdió la paciencia.
–¿Por qué?
–Porque siempre supe que un día hallarías la solución al enigma y yo… —sonrió—, sí, es cierto que traje algo conmigo de nuestro viaje.
Titulo: Todo el tiempo del mundo.
Alejandro Cotta de Torres
Patricio Naranjo entró aquella tarde en su casa a las afueras de Sevilla. Se detuvo en la puerta.
Estaba cansado, psicológicamente cansado. Por fin tenía todo el tiempo del mundo ante si, o para ser más exacto, el tiempo que fuera a estar en este mundo. Le quedaba estadísticamente lo que el llamaba una orquilla de entre 8 a 31 años. Eso es lo que se estimaba acertado según sus cálculos de estadísticos como profesor de matemáticas jubilado aquella misma mañana. Todo el maldito tiempo del mundo…
Y estaba solo. Hacía tiempo que lo estaba y ahora la jubilación que le acababan de notificar acentuaba su soledad. La casa en silencio.
—Tal vez necesite un canario o un perro— se dijo para si.
Entró, abrió maquinalmente el buzón, como venía haciendo desde hacía años. Dentro sólo había una carta. El sello era extranjero, egipcio. El sobre estaba escrito a mano, el remite eran unas iniciales y una direccón. Dentro una tarjeta de Alejandría. Único texto: “Te necesito con urgencia. Estoy mal. Ven. “ Firmado: Carmen.
Una oleada de su pasado le envolvió. De alguna forma lo estaba vivificando. Volvieron a él los tiempos anteriores a la soledad. Recordó sin medida las noches y los días con Carmen, cuando habían sido felices, antes de que todo desembocara en el desastre y luego en la lejanía.
Ahora ella lo necesitaba.
Anduvo un poco por la casa, sin rumbo. Fue a sentarse en el rincón de sus libros, donde cada día compartía con ellos su soledad, rodado de personajes, tramas, fantasías y proyecciones de su propia vida. Distraídamente abrió vitrinas y cajones de la biblioteca hasta encontrar el último recuerdo de Carmen: el pañuelo de seda que ella deslizó entre sus manos antes del adiós.
Fue el último asidero de Patricio Naranjo antes de perderse en un viaje feliz y sin retorno hacia una calle ignorada de Alejandría.
Ana Herrera
El Conflicto II
Clase XXIX
Era el último día de clase en la Escuela. Ramón, profesor de matemáticasse despedía de sus alumnos con tristeza. La enseñanza había sido lo más importante en su vida y ahora, prematuramente jubilado, sería difícil llenar el vacío que representaba el contacto con los alumnos. Se dirigió al despacho para recoger sus pertenencias, abrió los cajones de la mesa, pero uno de ellos estaba claveteado y bloqueado, por lo que tuvo que llamar al conserje para que lo forzara. Volcó sobre la mesa todo lo que contenía, llamando su atención un paquete muy bien cerrado. Lo abrió intrigado y encontró fotografías y postales del último viaje de estudios que había hecho a Egipto con sus alumnos. Fatídico viaje, en el que se había quitado la vida un muchacho, ahorcándose con un pañuelo de seda. Su mujer que había viajado con el grupo, como bibliotecaria de la Escuela, había comprado varios pañuelos en un mercadillo y había extraviado uno de ellos.
Ramón empezó a ponerse nervioso al ver en las fotos al muchacho fallecido portando en el cuello un pañuelo similar a los de su mujer. El profesor era un hombre de conducta intachable y ahora se sentía involucrado en algo muy grave. Alguien había ocultado en su mesa objetos que deberían estar en manos de la Policía. No sabía que hacer con el odioso hallazgo. Tampoco podía consultar con su mujer porque se había marchado a cuidar a su madre enferma. Poco a poco, un estado de ansiedad empezó a torturarle y las noches pasaban sin poder dormir. Sentía miedo a las malévolas habladurías. Pensaba que la Policía no le iba a creer y en su estado de casi enajenación, cogió el teléfono:
− Elisa, ven enseguida, ocurre algo grave. − ¿Qué ocurre?− Respondió su mujer. − Ponte en camino inmediatamente.
A las pocas horas, su mujer reconocía el pañuelo de seda, las fotos y las postales de Alejandría. Ella misma las había ocultado en el cajón de la mesa de su marido. Sabía que el muchacho había comprado un pañuelo similar al que ella había extraviado y tal vez era con el que se había suicidado. Se sintió aterrorizada. Tuvo miedo a perder el trabajo si la Policía la acusaba de algo. Esos temores la llevaron a esconder en la mesa de su marido todo lo relacionado con aquel viaje.
− Pero cometiste una insensatez y lo has complicado todo. ¿Qué miedo podías tener aunque el chico se hubiera ahorcado con un pañuelo similar al tuyo?
− No lo sé, solo sentí mucho miedo.− Contestó ella llorando.
El Profesor se levantó con energía de su asiento, agarró a su mujer del brazo y dijo con firmeza: “ Esta situación es absurda. Iremos a la Policía y visitaremos a los padres del muchacho por si nos necesitan”
Camino de la Comisaría, Ramón se iba liberando de su estado de ansiedad pensando como jubilado ya, en como llenar el vacío que dejaban sus clases, y sobre todo, ahora, tendría que ayudar a su mujer a salir de la angustia en que se encontraba.
La postal de Euclides
Andrea Hernández Mingorance
— ¿Liz?
Liz levantó la vista al oír la voz de Matt, su amigo y compañero de facultad. Entonces fue cuando volvió a tomar consciencia de que estaba sentada en un banco del parque.
— ¿Qué tal?— preguntó Matt, sentándose a su lado— ¿Qué es eso?
Ella volvió a posar sus ojos en la postal que había recibido esa misma mañana y luego se la pasó a Matt que la contempló durante un largo rato. La postal mostraba una imagen panorámica de la ciudad de Alejandría, en Egipto, y al dorso estaba escrito lo siguiente:
“Sigue las voces acalladas durante siglos bajo el manto de las sombras.”
Euclides
— ¿Sabes quién te la envió?
Liz negó con la cabeza. Llevaba horas contemplando cada resquicio de la postal, releyendo la frase y mirando la imagen pero no había resuelto nada.
— Parece una pista, o un acertijo— dijo
—Sí, pero ¿por qué Alejandría?
Liz lo miró con el ceño fruncido, no se le había ocurrido hacerse esa pregunta. ¿Y quién es Euclides?, volvió a preguntar Matt
—Eso sí lo sé, Euclides fue un matemático, creo que vivió en Alejandría
Bueno ya hay una conexión, masculló Matt. Yo lo único que sé de Alejandría es que le debe su nombre a su fundador, Alejandro Magno. Y bueno, que fue famosa por su biblioteca.
— La biblioteca de Alejandría…— dijo ella—, me suena ¿sigue existiendo?
— Creo que construyeron otra pero la original desapareció aunque no se sabe exactamente por qué ni cuando
— ¡Eso es!— exclamé— ¡Ya lo tengo!
Liz se puso de pie y arrancó la postal de las manos de Matt que la miraba extrañado. Le dio las gracias antes de dirigirse a la salida del parque.
Las pistas eran un poco vagas pero tenía una intuición. No tardó mucho en acercarse a la facultad de matemáticas. La postal hablaba de una biblioteca que fue destruida, y
estaba firmada por un matemático. La antigua biblioteca de la facultad de matemáticas había sido destruida en un incendio del que nunca se encontró responsable. Después de eso, se construyó la biblioteca en otro lugar y esa sala quedó cerrada al público.
Liz consiguió llegar a la puerta trasera sin llamar la atención de nadie. Se arrastró hacia el interior y caminó entre las ruinas de la biblioteca. Un profundo olor a quemado se extendía por todo el recinto, tenuemente iluminado por las ventanas cubiertas de cenizas.
— ¿Hola?— preguntó al vacio
Una profunda voz le respondió desde el fondo de la biblioteca. “Hola, Liz”. Cuando Liz se aproximó un poco más pudo reconocer una figura cubierta de sombras. “Me alegro de verte” dijo la figura caminando unos pasos hasta que los rayos de sol que se filtraban por las ventanas le alcanzaron. Entonces Liz descubrió su identidad, era su antiguo profesor de matemáticas. El profesor profirió una sonrisa y se acercó más. Liz recordó que le habían dado la jubilación anticipada, los rumores decían que había caído en una depresión y que se había vuelto loco.
El profesor sacó un pañuelo de seda y se lo llevó a la cara para olerlo. Liz se dio cuenta de que el pañuelo era suyo y que había cometido un error al acudir a esa biblioteca. Su mente le chillaba que corriera pero su cuerpo estaba paralizado, contemplando como el profesor olía el pañuelo luego lo acariciaba y lentamente lo dejaba caer al suelo. Liz contempló absorta como el pañuelo descendía suavemente. Antes de tocar el suelo, el profesor se había acercado más hasta quedar a solo un par de metros de ella. Entonces Liz se giró y empezó a correr pero él la alcanzó. Le agarró de la muñeca y la tiró violentamente al suelo. “No huyas Liz, no te voy a hacer daño” dijo el profesor poniéndose sobre ella y acariciando su rostro.
Liz gritó, con todas sus fuerzas pero el profesor tapó su boca con la mano. Luego se agachó más y empezó a besarla delicadamente en el cuello. A sus espaldas se escuchó un ruido. El profesor se incorporó pero antes de voltear la cabeza, el pañuelo de seda ya estaba presionando su cuello. Liz contempló como el hombre se retorcía y una fuerza lo obligaba a retroceder. Cuando pudo sentarse en el suelo, Matt había arrastrado al profesor y, todavía presionando con el pañuelo, le pegó un puñetazo en la cara. El hombre se derrumbó inconsciente y Matt se acercó rápidamente a ella.
— Creo que esto es tuyo— dijo tendiéndole el pañuelo tras ayudarla a levantarse
Liz lo abrazó agradecida sin poder articular ninguna palabra
— Llamemos a la policía y vámonos de aquí, por favor— pidió Matt contemplando los restos de la biblioteca calcinada, todavía estrechando a Liz entre sus brazos.
PROBLEMAS DE MÓVILES
Por Antonio Martín Sosa.
El hombre que hoy martes, el primero del mes, vemos en su Ford Fiesta del 95, que no quiere cambiar por otro ni aunque fuera por un Mercedes clase C regalado, consigue aparcamiento cerca de la Biblioteca de La Orotava. No se lo creerán ustedes: todavía hay gente que llega temprano a las citas y una persona así es Leónidas, el profesor Leónidas (uno cuando se jubila sigue siendo lo que fue en su profesión, maldita), León para sus exalumnos, que nunca entendieron sus problemas de móviles, Leo para su esposa Isadora, que comprendió los problemas de móviles pero jamás el empeño de Leo por no cambiar su Ford Fiesta del 95 ni aunque le dieran un Mercedes clase C regalado (ella hace poco adquirió un Nissan Micra, dato que doy totalmente irrelevante). El tiempo que falta para las seis lo entretiene Léonidas en la plaza del Hierro tomándose un cortadito leche y leche, para no dormir esa noche y molestar a Isadora dando vueltas en la cama como un erizo. Minutos antes , y porque el cielo se ponía feo, entra en la Biblioteca, pide a Negrón Un pañuelo de Seda, se sienta en el sofá más cercano a la ventana en la sala hemeroteca (es la más cómoda y menos visitada), mete la mano en el bolsillo izquierdo de su chaqueta y saca una postal de Alejandría, que ya ni siquiera lee (se la sabe de memoria) pero que es de su hija tonta, Laura, todo es maravilloso, papi, él se porta bien conmigo, ayer ardió la biblioteca más importante de la ciudad. Y luego añadió con una quejumbrosa letra diminuta: “Papi, yo aquí y tú ahí, leeremos juntos una página del primer libro que leímos juntos; a las seis, los martes primeros de cada mes, así estaremos en contacto emocional”. Que ya encontraría una biblioteca y miraría qué hora era aquí cuando ahí en casa las seis. Guarda el profesor la postal entre la página nueve y la diez. Una tontería. Y una tragedia: buscó en casa el libro y no lo encontró, ella se lo había llevado. ¿Ya no era suficiente con llamarla al menos dos veces a la semana o enviarle un mensaje por el telefonillo? Isadora le compró uno, un Samsung, precioso, pero que a Leo le parecía un arma de doble filo barata. Isadora le preguntó qué quería decir con eso, y su esposo empezó a cortar la cebolla y el pimiento todo muy bien picadito. Vale, que él lo usa sí, el telefonillo, digo, está a favor del progreso (ojo, su Ford Fiesta blanco, sin embargo, es intocable), pero practicaba un olvido nada disimulado. Las ostras son una especie de moluscos bivalvos marinos, bueno, pues Un pañuelo de Seda era más aburrido aún, de todas formas, las ostras no me parecen tediosas, así con dos valvas circulares y todo, ¡y si encima pueden producir perlas! (es cierto, y no lo digo como chiste). Leónidas estaba ya un poco harto del pañuelo de seda, la verdad. Resumo brevemente el librito infantil con ilustraciones: Una niña llamada Mari tiene un padre que vive dentro de una botella. Su madre no. Su madre es muy buena y muy suave, como un pañuelo de seda. Sí, de ahí el título. Los amigos de Mari le peguntaban cómo era su papá, ella no sabía qué contarles, hasta que un día mamá pudo sacar a papá de la botella regalándole un pañuelo de seda (de ahí también el título), él se agarró de una punta y de la otra ella tiraba. Ése era el cuento. Hay que ponerle imaginación al tema, los niños la tienen de sobra, incluso algunos no la pierden de mayores, como la hija de Leónidas, aunque en este caso la imaginación se tornó en franca estulticia, mira que largarse con el tipo aquel, cómo se llamaba, Naguib, creo. Como disponía, pensaba el profesor, de todo el tiempo jubiloso a sus sesenta años pues por qué no hacerle caso a la niña grande. Siempre él había sido (confiésalo, Leónidas) de una atroz mal llevada sensiblería y
total, así se daba un paseíto, auscultaba a las jóvenes estudiantes de medicina a las que él se imaginaba en la consulta y después él, luego ella, él baja la, ella le coge el, él lame los, ella se sube a, él la lleva a y ella a él, braguita como sombrero. Bueno. Un exalumno vio a León sentado y esa noche no pudo dormir recordando en séptimo de EGB un coche (un Mercedes de la época) que salía de Madrid a ciento y pico kilómetros por hora y otro (un Mercedes de la época) de Barcelona y ya saben: cuánto tiempo transcurre hasta que se encuentran (en el recreo se reían sus alumnos de este tipo de problemas cambiando la cuestión final por “¿cómo se llaman los conductores?” o “¿cómo se llama el granjero que vieron por Guadalajara?”; sabía el alumnado en la EGB que existía Guadalajara, los que no eran de allí o alrededores, claro. Datos superfluos, ya). Vuelvo con el profesor: también era costumbre leónida pegar una cabezadita tras leer la sedosa página de rigor para su Laura. Esta vez lo último de lo que tuvo conciencia fueron tres letras, la E, la S y la O, fue leer esa sigla en la espalda de una aspirante a cirujana y el sueño le llegó como quien dice agua de mayo, mano de santo, como anillo al dedo, que ni pintado, porque cuando despertó se encontraba tan bien. Sin embargo, se da cuenta de que ya no hay nadie en la hemeroteca, nadie en las otras salas. Solamente Negrón coloca libros en una estantería, se le cae uno. Es Un pañuelo de Seda, de entre sus páginas emerge una esquinita de la postal a la que Leónidas ni caso hizo. Luego Negrón hace puf y se esfuma, adiós Negrón, en el humito blanco en que se convirtió el bibliotecario la y primero y después la z, y antes el alfabeto entero, parpadearon, ellas húmedas y pesadas sobre la agria piel del mundo. En el centro de la sala principal, iluminada por una ya más que quebrada luz natural en la que Leónidas se siente a gusto pese a su miopía, un sibilino goteo desde el techo forma un charco injurioso. Leónidas mira mira al tragaluz. Alguien, que se ha encontrado con él en ese punto, hace descender lentamente pañuelos de seda enlazados. Ese alguien soy yo.
Pequeña nota aclaratoria: la sigla ESO hace referencia al segundo tramo de la enseñanza obligatoria en España en la actualidad. (ESO: enseñanza secundaria obligatoria). EGB es la sigla de Enseñanza General Básica, de un antiguo sistema educativo, anterior, claro, a la ESO. Creo que la aclaración era necesaria. Ah, que en el librito infantil al que hago referencia en el ejercicio sus ilustraciones muestran que el padre era alcohólico, eso es lo simbolizado por la botella.
Clase XXIX
Graciela Astesano.
La postal.
—Que haces tío siempre mirando esa tarjeta, ¿de dónde es? —preguntó su compañero, acercándose a la ventana.
—De Alejandría, del faro—contestó Federico desde su camastro.
—Eso nunca existió. ¿Tanto te gusta? día y noche siempre mirando la vas a gastar.
—Cada uno es libre de tener sus propios iconos, tú tienes a Jesús, tu novia, tu madre, y… yo no digo nada.
—Eso es diferente viejo, es distinto, qué encierra esa postal para qué la contemples tanto, ni siquiera tiene color y es de un dibujo, ya te digo que eso nunca existió, que yo también fui a la escuela, ya sé que no me puedo comparar contigo, pero…
—Tienes razón en una cosa, lo que me trajo aquí nunca existió…
—Todos los que estamos aquí somos inocentes, que vamos a decir…
—Yo soy culpable, porque me he dejado embaucar, culpable de haberme enamorado.
— ¿Por eso, colaboraste con Al qaeda.? Tiene que haber sido una bomba la tía.
—Sí; era un ángel. Esto es lo único que tengo de ella.
—Estas jodido viejo, desembucha, ¿quieres un cigarrillo? –dijo su compañero sentándose en el camastro de en frente, y agregó–: soy tu psicólogo y gratis, con dos oídos.
—No hay nada –contestó Federico con la cabeza baja y los ojos clavados en la postal.
—Si no lo cuentas el mundo se achica, se cierra; a mí me ha pasado, cuando lo largo es como volver a respirar con ambos pulmones. ¡Anda lárgalo!
—Todo comenzó un anochecer en mi salón, estaba yo tirado en el sofá a
oscuras, divagando, era el primer día de mi jubilación; miré hacia un lado distinto y descubrí su reflejo sobre las puertas acristaladas de mi biblioteca; me hipnotizó parecía la virgen María. La imagen iluminada provenía del salón de un departamento contiguo, me arrimé a la ventana para seguir observándola, la vi quitarse el velo, sus cabellos eran largos y negros, era bellísima. ¿Desde cuándo estaba allí?.. Yo llevaba viviendo en ese sitio cinco años, desde mi divorcio y nunca la había visto. A la mañana siguiente la encontré en la calle, lo primero que llamó mi atención fue el pañuelo de seda rosa ajustado estrechamente en torno a su cara, sus ojos café me miraron distraídamente, eso creí, no iba a ser yo un aburrido profesor de matemáticas el depositario de su mirada, lo recuerdo perfectamente porque era el día de mi santo, en ese momento me sonó el móvil, entonces ella volvió a mirarme y mientras hablaba con mi hijo desapareció. Esa tarde fui a la biblioteca de la facultad y la vi pasar. Pensé que era marroquí y me asombró como podía sostener un pañuelo de seda en la cabeza con esa elegancia y que no se caiga, hasta pensé en su marido o novio, sin darme cuenta ya me había empezado a colonizar como un virus.
Esa noche busqué su reflejo, pero no apareció, su departamento estaba a oscuras. Al otro día, fui a colaborar con la biblioteca de mi barrio, y cuando estoy leyendo veo a otra marroquí sentada de espaldas con un pañuelo de seda verde claro con estampados… no es ella, no puede ser me repetía, no es su pañuelo.
— ¿Y era? –preguntó su compañero.
—Sí. Cuando se levantó la seguí, y al salir la abordé con el tema del vecindario, llevaba un libro de Borges, tomamos un café. Sus ojos bellísimos emborronados de kohl, contrastaban con su pañuelo de seda, mi mirada veía a una diosa, sus labios… era diferente, una egipcia estudiando literatura española, se llamaba Samah. Me dio su teléfono, nos hicimos amigos, y me enamoré perdidamente.
Cuando le dije que coleccionaba postales antiguas de Alejandría, la invité a mi casa, le mostré toda mi colección, entonces dijo: te falta una del faro. Esa noche hablamos de todo con un buen vino, sí tomaba vino, no comía jamón, pero eso no me asombró, era muy alegre, una cosa llevó a otra y nos acostamos, pienso en esos momentos y se me acalambra el corazón, por lo menos tengo eso. Hablábamos de su hiyab, me fascinaba ver como se lo ponía, con una habilidad, le insinué que se lo quitara, que igual estaba lejos de su tierra… ¿te avergüenzas de salir conmigo con el pañuelo? Acaso yo te pido que saques esa pata de animal muerto que tienes en tu cocina, es una cuestión cultural; y siempre repetía tengo una premisa en mi vida: laissez faire… Seguimos acostándonos todos los días, las explosiones de fascinación se convirtieron en deleites sexuales cada vez más arrebatadores, en medio de una nube de lujuria, a las dos semanas me dijo que se iba a Alejandría, para el cumpleaños de su padre, que por favor la acompañara, que me mostraría la ciudad. Acepté encantado, entré en una vorágine, saqué mi billete, rejuvenecí veinte años, preparé todo y cuando íbamos a salir me dijo: “podrías llevarme esto en tu maleta, tengo tantas cosas que no entra…” y yo lo guardé sin mirar.
En España no pasó nada, volamos tan contentos, ella llevaba varias maletas de regalos europeos para su familia, ese día su pañuelo era celeste, de seda celeste como la primera vez que vi su reflejo. No recuerdo haber sido tan feliz en mi vida. Cuando llegamos ella se separó, yo pasé por el lado de la aduana para europeos, y me demoré un poco más; al acercarme a la cinta advertí que al otro lado estaba hablando
con un muchacho con un carrito; mi valija salió enseguida, en el mismo instante la policía se acercó a mi lado y me hicieron abrirla, la llamé, no escuchaba, la vi recoger sus maletas y alejarse, justo en ese momento me detenían, grité su nombre, pero no quiso oírme. En un segundo la armadura de la sospecha cayó sobre mí. Cierro los ojos y veo su espalda, su pañuelo…
En la prisión egipcia, a los tres meses, recibí esta postal, la que me faltaba, con la palabra “gracias”.
—Joder tío comerse todo ese marrón por un polvo ¡qué cabrona! si me pasa a mí yo la busco y la mato.
—Cuando salga, no sé si podré andar, lo que sufrí me ha destrozado, no la puedo matar, la amo.
Un silencio atemporal flotaba entre los dos, su compañero insistió:
—Tienes que olvidar, no te tortures, ¿qué estas leyendo? Por suerte te gusta leer, de que va lo que lees.
—Ficciones
— ¿Lo que leía la del pañuelo?
—Sí –dijo con una voz apenas audible, mientras dos lágrimas furtivas surcaban su rostro y seguían por sus costillas como dos gusanos.
—Venga viejo, que tienes un buen abogado y a los de tu edad los largan pronto, tienes a tu hijos…
—Todo lo he perdido, lo peor no es esto, sino la vergüenza… yo era profesor emérito.
El perdón
Por José Luis RodríguezNúñez
La tarde del veintinueve de febrero he recibido, puntual como siempre, la postal de Silvia desde Alejandría. En su caligrafía mínima, me aporta los mismos datos de los anteriores cuatrienios: “El diecinueve de marzo, a las doce del mediodía, en la Biblioteca; Sala Central de Exposiciones.” Esta vez ya no tendré excusa para no acudir.
Hasta ahora, mi actividad docente en el Instituto de Formación Profesional de Mutxamiel me ha permitido escapar a la llamada inexorable del destino sin sentirme del todo mezquino. Los números, las ecuaciones, el álgebra, los alumnos, los exámenes han constituido un muro, un refugio inexpugnable para el mundo exterior. Pero el año pasado me jubilé y sé, desde entonces, que esta vez no fallaré a la cita. Aunque sea lo último que haga.
Me han diagnosticado un cáncer de próstata y según el oncólogo el tratamiento debe comenzar ya, pero tendrá que esperar. En la agencia de viajes más cercana adquiero un billete para el próximo avión hacia El Cairo, mañana a las tres, y su correspondiente conexión a la mítica ciudad del faro. El médico me dice que no debería viajar, que mi estado es bastante grave y, si demoro el comienzo de la quimioterapia, las consecuencias pueden ser fatales. Le doy un par de vagas justificaciones, le pido consejos para el trayecto, y me receta unos calmantes. No tengo nadie más de quien despedirme.
El viaje resulta un auténtico infierno. Los recuerdos del terrible pasado se abren paso entre las nubes de la memoria y se mezclan con mis serios problemas de incontinencia y mi pánico a volar. A la postre, tras varias píldoras que superan con creces la dosis recomendada por el doctor, consigo conciliar un sueño intranquilo, mas despierto aterrado con el golpetazo de la aeronave contra la pista de aterrizaje. Gracias a la confusión caótica del aeropuerto, pierdo mi conexión y debo esperar tres horas más hasta el siguiente vuelo. Malos presagios.
¿Podrá perdonarme? ¿Podré perdonarme? Han pasado tantos años. El engaño de los falsos recuerdos, edulcorados para poder sobrevivir, planea sobre una verdad que mi consciencia se niega aún hoy a acatar. Ella era tan joven, tan inexperta, y yo tenía que protegerla, al fin y al cabo era su padre, tenía que evitar que se equivocara, que se casara con aquel moro, que se convirtiera a aquella religión tan fanática, tan extraña, que mis nietos llevaran esos apellidos extranjeros, malsonantes. Era mi obligación, mi sagrado deber, pero ella no lo comprendió, cómo iba a hacerlo, y como siempre se salió con la suya, así era ella, tan terca, tan obstinada, tan aventurera e independiente como su madre y se fue, sí, se fugó con aquel árabe y durante varios años no supimos de ella. Mi mujer me culpó siempre de su marcha y, cuando decidí repudiar a la niña, también me dejó. Pero Silvia quiso reconciliarse, quiso mantener el contacto, volver a ser familia, y un par de años después empezó con las postales, cada cuatro años, cada veintinueve de febrero, la fecha de mi verdadero cumpleaños, aunque yo la ignoré, las quemé, seis cuatrienios ya, Dios mío.
Por fin llego al hotel de Alejandría, exhausto, enfermo, aunque la esperanza del perdón me mantiene vivo. Pocas cosas me importan ya, salvo que me perdone y yo pueda por fin liberar el corazón de esa jaula de cristal en la que lo encerré. Y que con ello pueda perdonarme a mí mismo, recuperar algo de mi autoestima, volver a sentir algo entre la anestesia del olvido. Contemplo desde la ventana el mar y la imponente mole de la nueva Biblioteca y después trato de purificar mi cuerpo y mi alma con un baño de sales y tristeza. Quiero dormir unas horas, pero no lo consigo.
A la mañana siguiente mi aspecto debe ser lamentable, a juzgar por el espectro ojeroso que me observa desde el otro lado del espejo y por las miradas conmiserativas que me dedican mozos de hotel y taxistas. Desciendo del vehículo en la entrada principal del majestuoso edificio, temblando como un niño encerrado en un sótano, y consigo a duras penas caminar hasta el vestíbulo y el mostrador de información. Un funcionario confundido me pregunta por señas, en un folleto desplegable, la bandera de mi idioma y le indico la de España, con lo que me señala una compañera a dos puestos de distancia que está atendiendo a dos turistas. Aguardo pacientemente, pues apenas son las once, y estimo tener tiempo de sobra. Cuando termina, me acerco despacio hacia el mostrador y la joven muchacha, en perfecto castellano, me pregunta si soy Juan Tordesillas, si soy yo, mi sorpresa es mayúscula, han dejado este paquete para usted, ¿quién?, un señor, egipcio, el señor ibrahim, ¿lo conoce?, sí, gracias, y me entrega un pequeño paquete envuelto en papel de regalo, primorosamente adornado con una rosa de celofán.
Aturdido, me encamino al banco más cercano, y mis manos, a las que siento extrañas, como si no me pertenecieran, rasgan desesperadas el papel que envuelve una cajita de terciopelo azul. Mis dedos alienados y temblorosos abren el estuche, mientras mi mente no está allí, mi memoria contempla a una niña preciosa, sonriéndome hace décadas desde la orilla de una playa, y mis manos extraen un ligero pañuelo de seda, blanquísimo, Silvia, cariño, cuidado con la olas, ven con papá, y una nota, doblada, manuscrita, que me dice el mensaje de la verdad, Silvia, ¿quieres que te enseñe a nadar?, el mensaje del perdón imposible, para que enjuagues todas las lágrimas que no has llorado por mí.
Loli Pérez González
CLASE XXIX, EL CONFLICTO II.
Mala memoria.
Loli Pérez González
Sentado en una esquina de la mesa, limpiaba afanosamente los cristales empañados de sus gafas, intentado disimular su nerviosismo.
Hacía dos semanas que se había jubilado y su vida había cambiado de manera que no se acostumbraba aún.
Para que la desidia no se apoderase de él, se obligaba a ir cada mañana a la biblioteca, después de calzarse unos churros con chocolate en el bar de abajo, mientras su estómago hacía la pesada digestión, se sentaba siempre en el mismo sitio, leía toda la prensa, hacía los sudokus, mataba el tiempo hasta la hora de almorzar.
Desde hacía unos días se sentía observado por un chaval con ojos y uñas pintados de negro, imperdibles en las orejas y pelo graso y largo sobre los ojos, un pañuelo de seda negro anudado alrededor del cuello, parecía querer ocultar algo, el profesor de matemáticas pesó que podía ser algún morado en la yugular.
Buscó en su mente la imagen del chaval con algunos años menos y sin los ornamentos actuales, pero no pudo recordar a ninguno de sus alumnos, así que lo descartó.
Cada mañana el chico parecía estar esperando su llegada para cruzar una mirada, sin decir nada, se había convertido como un juego entre ambos, llegaba el primero y antes de marcharse carraspeaba la garganta y le miraba mientras se marchaba muy despacio, mirando hacia atrás. El no podía evitar seguirle con la vista, con disimulo pero sin quitarle ojo.
Una mañana se inquietó al llegar y no verlo allí sentado esperándole, en su lugar había una postal de Alejandría, era la típica imagen de un hotel, iluminada con luces resaltaba los edificios más emblemáticos en la oscuridad de la noche.
Entonces lo recordó todo, el viaje de estudios de hacía unos años, la borrachera, el chaval que pasó la noche con él en su habitación.
Le dio la vuelta, una dirección y unas palabras: te espero, si no vienes lo lamentarás.
No sabía si era una súplica o una amenaza, si el chaval sería
mayor de edad.
Se levantó, dejó el periódico sobre la mesa, se guardó la postal en el bolsillo de la chaqueta y mientras caminaba, empezó a recordar como aquella noche había perdido el pañuelo de seda negro.
Clase XXIX. CACOFONÍA DE LOS NÚMEROS PRIMOS. Marcos Sola
El Dr. Steven Dupped recibió la llamada en la biblioteca de su casa mientras ordenaba unos libros de Entomología.
–Sí –confirmó al poco a su interlocutor–desde luego es toda una sorpresa.
No, no sabía nada. Muchas gracias por informarme.
–Sí, sí, orgullosísimo, es un honor y una gran satisfacción. Marcus siempre ha sido un joven brillante, por supuesto.
Suspiró aliviado cuando el Decano se despidió alegando tener que atender otra llamada y, en cuanto colgó el auricular, buscó asiento en su butaca de cuero y hundió el rostro entre las manos.
Al alzar la vista se topó con el busto de su venerado Euclides, y entonces, el pañuelo de seda que rodeaba la pétrea cabeza de la escultura le lanzó una estocada envenenada que le traspasó el pecho. El pañuelo se lo había enviado Marcus hacía tres veranos junto con una postal de Alejandría que también se burlaba ahora de él apoyada en la base del busto. Ambas piezas eran parte de una broma privada entre ellos.
Ésta había surgido en una de las primeras reuniones que tuvieron lugar en casa del profesor. Marcus había insistido en que le ayudase con su tesis de final de carrera y Steven había aceptado entre sorprendido y halagado. Poco a poco, fue consolidándose la mutua confianza y una tarde Marcus, acercándose al busto que reposaba en la chimenea, preguntó:
–Supongo que se trata de Euclides, siendo usted doctor en Geometría.
–Bueno, a veces, los geómetras no somos tan cuadriculados como se piensa y guardamos otros ases en la manga–contestó el profesor sin esperanza de que su alumno comprendiese.
Pero Marcus, tras un momento de reflexión, añadió sonriente:
–Entonces quizá su admiración tenga más que ver con el Teorema sobre la Divisibilidad que el alejandrino expuso en su obra “Los elementos”. Me he fijado en que cada vez que usted menciona el tema de los números primos se le ilumina la cara, sin olvidar que siempre pregunta a los números primos de la lista, que su despacho es el número 13 y su matrícula termina en 41. No me extrañaría que su vida estuviese regida también por estos números.
Marcus había dado en el blanco. En ese instante el profesor Steven Dupped lo contempló con ojos fijos, como si acabase de descubrir a un intruso en un armario.
–Es una buena reproducción–añadió el pupilo volviéndose hacia el busto algo turbado por la repentina y fulminante mirada de su maestro sin saber si había dicho una genialidad o una terrible inconveniencia.
–La escultura–confesó el profesor–resultó en su momento una decepción. Se la encargué a un reconocido artista ofreciéndole como muestra una vieja lámina de Euclides. La lámina estaba en un estado lamentable y pensé en darle continuidad transformándola en piedra, le tenía un gran cariño. Pero el chapucero artistilla olvidó uno de los detalles más evidentes del cuadro: el pañuelo de seda que sujetaba los cabellos del sabio.
–Quizá no fue un olvido sino una licencia artística–apuntó Marcus.
–No le pagué para que innovase sino para que reprodujese fielmente la genial imagen del maestro Urbino. Desde entonces, cada vez que lo miro, no veo más que el fatal descuido.
–Es obvio que usted siempre busca la perfección, todavía no le he visto calificar con un diez un examen, no sé si pide lo imposible. A lo mejor, si fuera más transigente, sufriría menos, la vida está llena de imperfecciones.
–No es tanto la perfección como la precisión lo que busco–le rebatió el profesor–y si usted no la busca nunca prosperará en esta profesión.
Fue poco lo que hablaron sobre la tesis de Marcus a partir de entonces. De hecho, cuando éste se licenció, siguió acudiendo regularmente a casa del profesor. Steven, entusiasmado con la idea de tener un pupilo que participara de su larga e inalterable obsesión, se dedicó a enseñarle y explicarle las numerosas notas de trabajo que venía acumulando en su tiempo libre desde hacía años y que pensaba reunir y organizar bajo el título “La sinfonía de los números primos”.
Le reveló también que la pasión no menguaba con el tiempo sino que iba en aumento conforme profundizaba en el misterio de estos esquivos números. Sus últimas averiguaciones le habían encaminado, por ejemplo, hasta el campo de la Entomología y acababa de descubrir que el ciclo vital de cierta cigarra, la Magicicada Septendecim, tenía un ciclo vital de 17 años para evitar el ciclo de vida también largo de algunos parásitos.
El profesor fue más lejos en sus confesiones, y una noche en la que habían bebido algún coñac más del habitual, abrió su corazón y le confió a Marcus el sueño que albergaba para cuando se jubilase:
–Primero visitaré Alejandría, nunca he tenido tiempo para hacerlo y allí alquilaré una casa donde terminaré mi estudio, me causa un placer inexplicable imaginarme cerrando este misterio donde lo empezó el gran Euclides. Luego regresaré y publicaré mi obra.
Marcus se le adelantó en el viaje. Cuando al final de aquel curso le comunicó el destino de sus vacaciones, Steven sintió un latigazo de envidia e indignación, como si el joven le hubiera robado de algún modo su camino, y por tanto, un trozo de su sueño. Cierta amargura lo tuvo azorado durante días, hasta que recibió el paquete con el
pañuelo y la postal de la ciudad en cuyo reverso Marcus había escrito:
“¡Cómo desearía que estuviera conmigo! La emoción de estar aquí no puede explicarse, hay que vivirla. Lo primero que he hecho ha sido buscar un pañuelo de la mejor seda para nuestro viejo amigo. Sé que no quedará perfecto pero será más preciso.”
El detalle lo apaciguó, si no del todo, lo bastante para que su relación no se viera resentida. Se acusó de envidioso y malpensado y enterró el resquemor en lo más profundo de su alma.
Ahora, jubilado y hundido en el sofá de su biblioteca, pensaba en lo acertado que hubiera sido atender a aquella primera señal de alarma, pero ya era demasiado tarde. Buscó el mando en la mesilla y encendió el televisor para distraer su mente atormentada. Estaban emitiendo el telediario de la tarde y Marcus aparecía en la pantalla dando una rueda de prensa. Un titular azul en la parte inferior del televisor rezaba: “Dr. Marcus Patrieri, autor de “La Melodía de los números primos”.
Marcus, el parásito que el profesor no había sabido esquivar, declaraba:
–“…finalmente, si quiere evitar encontrase con su enemigo, la mejor estrategia de la cigarra es darse un ciclo de vida largo que dure un número primo de años. Como nada dividirá el 17, la Magicicada Septendecim raramente se encontrará con él. Si el parásito tiene un ciclo de 2 años, sólo se encontrarán cada 34 años, y si tiene un ciclo vital más largo, de 16 años por ejemplo, sólo coincidirán cada 272 años. ¿No es increíble?”
María Ovalles
La continuidad de los días
La voz de Susan es cantarina. Por lo menos su abuelo la escucha así. El levanta la cara de su libro y se dedica por unos momentos a observar a su nieta. La encuentra hermosa, como su madre, aunque un poco más extrovertida que su hija. Desde la biblioteca, y gracias al gran ventanal, don Ángel domina todo la escena del jardín lateral de su casa, donde ahora su nieta, reunida con una amiga, conversa a viva voz y ríe a carcajadas. “Hablarán de chicos”, piensa, mientras cae en cuenta que la celebración de la fiesta de quince de su nieta será en una semana. Quince años, como si hubiera sido ayer, dice casi entre suspiros.
Mientras observa a su nieta don Ángel siente algo en su pecho que podría ser felicidad, pero que a él se le antoja más parecido al agradecimiento. ¿Pero agradecimiento a quién? ¿Por qué? ¿A su hija, que desapareció un buen día sin dejar rastros y que le dejó esta nieta sin siquiera nunca haberle dicho que estaba embarazada?
Quince años. Ese es el tiempo que ha transcurrido desde aquella tarde en que recibió la postal que le cambió la vida. Y ahora su nieta se prepara para celebrar su gran cumpleaños, su entrada a la sociedad. Y él todavía siente como si hubiera sido ayer.
“En realidad, Ángel”, se dice a si mismo con una voz tan baja que pareciera temer despertar a alguien que duerme muy cerca de él, “el tiempo no ha pasado, todo sigue igual”.
Lo dice a pesar de que sabe que él tiempo sí ha pasado, lo dice a pesar de sus manos arrugadas que anuncian la entrada a la vejez, lo dice a pesar de sus lentes que ya no se quita sino sólo para dormir, lo dice a pesar de su jubilación, su tan anhelada jubilación, lo dice a pesar de que puede ver a su nieta convertida en mujer. Lo dice a pesar de que fue hace 20 años cuando vio a su hija Anna por última vez.
Por entonces él todavía era profesor titular del departamento de matemáticas de la principal universidad del país. Luego vendrían los cargos de director del departamento, decano de la facultad, rector de la universidad, pero eso sería muchos años después, cuando ya el dolor por la perdida de Anna había sido borrado casi en su totalidad por las ocurrencias y la alegría de Susan.
Anna se marchó una tarde sin dejar siquiera una nota. Tenía entonces 20 años. Todos pensaban que se trataba de alguna aventura amorosa y que Anna, la joven tímida, aparecería pronto en casa, risueña, y asegurando que nada malo le había pasado. Pero después de aquella llamada a su madre –de la que Ángel se había divorciado cuando su hija tenía 10 años en la que le contaba que estaba bien y que estaba en algún lugar de África, los nervios, las expectativas de las malas noticias comenzaron a bajar. Entonces sólo hubo dolor. Y de vez en cuando alguna noticia sobre su hija que recibía a través de su ex esposa.
Por eso se sorprendió tanto cuando recibió aquella postal. Le llamó la atención el lugar de donde venía. ¡Alejandría, si no conozco a nadie allá! Pero al leer en su reverso la sorpresa fue mayor.
“Hay tantas cosas que sanar. Estoy en el hotel …, en la habitación … De tu hija Anna”.
Dos días después un avión le llevaba a Alejandría. No tuvo problemas en encontrar el hotel. Preguntó por Anna en la recepción. Un joven flaco, de piel quemada y de movimientos lentos y torpes, le entregó una llave.
No reparó en este detalle sino hasta que estuvo en el ascensor. “Me espera”, se dijo, “sino no hay forma de explicar que el recepcionista me entregara estas llaves”.
Abrió la habitación con manos temblorosas al tiempo que se preguntaba cómo estaría Anna. Ya no era la casi adolescente que se había marchado de casa. Ahora era una mujer de 25 años.
Creyó sentir la habitación vacía. El ruido que producía un abanico de techo era todo el sonido en aquel lugar. Sin mucha dificultad reconoció el olor del incienso favorito de su hija. Sintió pasos detrás suyo y se volteó al tiempo que decía ¡Anna! Pero en su lugar vio a otra mujer, quizás un poco mayor que su hija, que traía un bebé entre los brazos.
¿Supongo que usted es don Ángel? le preguntó la mujer. ¿Dónde está Anna? dijo él.
La mujer le indicó una silla y le pidió que se sentara. Tenemos que hablar, dijo ella, y empezó a llorar.
Ángel y aquella mujer hablaron durante toda la tarde y la noche de aquel día. Aquello que ella le contaba al principio le parecía imposible, difícil de creer. Pero allí estaba la pequeña Susan, allí estaba esa mujer, y Anna ya no estaba.
Decidimos ponerle Susan, dijo la mujer mirando con ternura a la bebé que descansaba en los brazos de don Ángel, por su padre. Sabe, don Ángel, John es un buen muchacho, de buenos sentimientos, por eso lo elegimos, nos pareció la mejor opción.
Aquella forma de usar el plural lo turbaba tanto. ¿Qué había hecho su hija en estos cinco años? Poco sacó en claro de la conversación que tuvo con aquella mujer y poco fue lo que quiso saber.
Tengo algo para usted, la oyó decir, al tiempo que se paraba y se dirigía hacia un pequeño baúl. Anna me pidió que le entregara esto.
Don Ángel reconoció el pañuelo de seda que le compró a Anna en el único viaje al exterior que realizaron juntos. Todavía recuerda la fascinación de su hija al mirar las calles de Estambul.
Abuelo, abuelo. Siente como si lo llamaran desde muy lejos. Abuelo, repite su nieta desde la puerta de la biblioteca. Se voltea despacio, casi como si se dejara la vida en aquel movimiento.
Allí estaba Susan junto a la puerta de la biblioteca. Tan alta, tan rubia, tan fuerte.
¿Si? dice él, mientras cierra el libro que tiene entre las manos.
Durante unos segundos su nieta le sostiene la mirada mientras le sonríe. ¿Por fin compraste mi regalo?, le dice ella con un gesto coqueto.
Te daré la fiesta de quince más espectacular de toda la ciudad. Te daré todos los años
de mi jubilación. ¿Qué más quieres?, dice él entre risas.
Quiero el mundo, grita ella mientras le da la espalda y se pierde por los salones de la casa, y el pañuelo de seda que tanto me has prometido.
Las palabras de su nieta se quedan en su mente durante un momento. Respira profundo una y otra vez, hasta que decide que es tiempo de entregarle el pañuelo de seda –que había guardado como si de diamantes se tratara a su nieta, que es momento de dejarla ir.
Susan, grita con fuerza, Susan, ven, acércate. Mientras oye los pasos de su nieta que se acerca la certeza se acomoda en su corazón. Y sabe que después de este día nada volverá a ser igual. Y agradece que por lo menos esta vez si tendrá tiempo de decir adiós.
Nombre: Miguel Ángel Falasca.
Ejercicio XXIX
Julio murió en su última clase. Explicó las ecuaciones de tercer grado a un grupo de alumnos distraídos y dejó de respirar. Al menos eso hubiese querido el Señor Aguirre, como lo llamaban todos en el instituto. No lo aterraba la jubilación. Lo aterraba la soledad. Desde que Natalia había muerto por un puñetero cáncer de mama (el oncólogo dijo que sus posibilidades de salvarse eran altísimas) sólo tenía a sus números y a esos niñatos distraídos que lo observaban con la extrañeza de quien ve vivo a un animal extinto hace,al menos,un centenar de siglos. Volvió a casa cabizbajo. Lloviznaba, pero Aguirre no atinó a abrir su paraguas. Cuando llegó a casa, calado hasta los huesos, doblegado como un árbol por el peso de la nieve, las gotas de la lluvia camuflaban un llanto que había comenzado cuando traspasó por última vez la puerta del Colegio Salesiano. En la desesperación comenzó a mirar los álbumes de fotos. En la Playa de Palma, verano del setenta y ocho. Rondaban los cuarenta y comenzaban a sentirse viejos, eso dice una nota al pie. Natalia siempre colocaba notas aclaratorias al pie de las fotos. En el Rabal, comprando óleos de artistas callejeros, enero del sesenta y nueve, imitación de nuestra postal de Alejandría. Julio se detuvo, como había podido olvidar la postal de Alejandría. Aquel mensaje secreto que podría, en una situación extrema como esta, salvarle la vida. Hubo de revolver todos los armarios, la guardilla, las cajas de zapatos donde Natalia guardaba las cartas, los diarios, las postales. Encontró una llave envuelta en una nota. Ahora recordaba: Durante un viaje a Alejandría (ella adoraba a Borges y estaba empeñada en conocer la biblioteca) Natalia había escrito una postal, él también, con instrucciones precisas para cuando uno de los dos faltase. Tenían unos veinte años. Las postales estaban en la caja de seguridad de un banco. Julio halló los datos necesarios en la nota que envolvía la llave. Banco Santander, sucursal de Menéndez Pelayo, caja 2876.
Hola Feo
Como quedamos escribo esta postal para salvarte la vida. Espero que tú escribas la tuya y que lo hagas desde el corazón, con toda franqueza. Te quiero y estoy convencida de que siempre te querré. Bueno, supongo que he muerto, estoy segura, tú nunca rompes un pacto. Estoy muerta y aun así te quiero, no lo olvides nunca. Lo que he preparado para ti estará en un libro. Tu aún no has escrito el libro pero lo harás. Para eso has venido a este mundo. Los dos lo sabemos. Será un libro de matemáticas, y será un lugar seguro porqué nadie lo leerá. Dormirá en una biblioteca . No te ofendas, los planes casi nunca salen como uno quiere. Nada más.
Natalia
PD: espero que elijas el pañuelo de seda.
Cuando termino de leer la postal Julio estaba temblando. No acudió la lluvia en su auxilio para disimular sus lágrimas. Lloraba. Lloraba como un niño. Lloraba a moco tendido, diría una madre.
En efecto Julio Aguirre había escrito un libro. Un libro sobre las matemáticas aplicadas al comportamiento humano. El profesor quiso relacionar las derivadas con, por ejemplo, el comportamiento de una mujer cuando un amante le había dado plantón en un cita. El libro era ciertamente complejo y, en muchos casos, naturalmente inexacto. Aguirre ni siquiera presento el borrador a un concurso o a alguna editorial que se ocupará de temas similares. Simplemente renunció. Pero Natalia, empeñada en que el libro merecía la pena, mandó a imprimir un ejemplar y lo encuadernó con unas elegantes tapas duras color burdeos.
No es para ti le dijo con media sonrisa burlona Es para la biblioteca del barrio. Allí dormirá.
Como tú quieras respondió Julio con desinterés.
La biblioteca del barrio era pequeña, lo que en principio facilitaba la búsqueda, y anticuada. Con unos viejos ventiladores oxidados que removían, sin mucho éxito, el bochorno que reinaba en todos los pasillos. Julio pasó horas buscando el libro. Primero
rastreo en ciencias, luego en psicología, viajes, pedagogía y, finalmente, en literatura. No lo encontró. Cuando estaba exhausto y rendido ante la evidencia de que había pasado demasiado tiempo, escuchó la voz de la bibliotecaria.
Aquí lo tiene dijo sonriente la joven.
El profesor Aguirre pudo ver entonces el libro, su título improvisado, las tapas burdeos, el seudónimo que contenía los nombres que a él le hubiese gustado tener. Cogió el libro sin mirar a la mujer. Lo aferró con fuerza y juntó el valor necesario para abrirlo. En la página cien había un pequeño paquete, similar a esos que contienen medicinas efervescentes. Escrita al dorso podía leerse la palabra cianuro. Julio guardó el veneno en el bolsillo de la chaqueta, dejó caer el libro al suelo y, sin mediar palabra con la bibliotecaria, a paso firme, se dirigió a su casa. Mientras caminaba, ayudado por un fuerte viento de cola, pensó que aquella era la solución perfecta, que Natalia lo conocía mejor que nadie y que lo había amado como nadie podía haberlo amado jamas. No podía estar equivocada. Todo estaba claro.
Señor Aguirre. Señor Aguirre. gritó la bibliotecaria con el libro en la mano.
Julio, que estaba detenido en un semáforo, se giró de inmediato pero no pude ver quién lo llamaba porque un pañuelo de seda, en ese preciso momento, cubrió su rostro por completo. Aguirre estaba petrificado. Inmóvil. Drogado por el aroma a mujer que desprendía aquel pañuelo. No hizo nada.
Le cambio el pañuelo por el libro dijo Mariela sonriendo.
Mariela cogió el pañuelo y puso el libro en manos de su autor. Julio permaneció mudo, extasiado por la belleza de aquella joven. Intento decir algo pero no pudo o no supo el qué.
Le invito a un café ¿Qué le parece? propuso Mariela.
Aguirre recordó de nuevo la postal de Alejandría. Sólo quedaba elegir. No era una tarea fácil. De ello dependía su vida.
Paolo Chávez Cueto – Clase XXIX – Enero 2009
Desde Alejandría
Es el segundo lunes por la noche que vengo a este lugar por costumbre y ya no por necesidad. Tantos años siguiendo la misma rutina que me resulta difícil interrumpirla. Los estantes adornados con miles de libros, me dan una vez más, una cálida y familiar bienvenida. La gente recorre sigilosamente los pasillos, subiendo y bajando escaleras en un infinito desfile de cultura. En casa, carezco de horarios y deambulo rebotando entre cuatro paredes. Ya no hay exámenes que corregir ni clases que preparar. En noches como hoy, solía reunirme con los demás profesores para discutir las actividades de la escuela, pero ahora ya no es necesario. En mi portafolio, sólo cargo algunas páginas de una novela. Recién tengo tiempo para releerla con la tranquilidad y paciencia que merece.
Es el tercer lunes por la noche que vengo a este lugar por costumbre y ya no por necesidad. Hoy, siento que hay más gente. El aroma del café llega desde el primer piso con absoluta frescura. Decido ir a su encuentro. Las elecciones al consejo estudiantil son en pocos días, coloridas pancartas e inmensos letreros adornan las usualmente pálidas paredes del lugar. Mientras ordeno un café con leche, siento una amable palmada en el hombre. Alejandro Aspillaga, profesor de literatura, me saluda con la efusividad de los viejos amigos. Le pido que me acompañe con la bebida negra, pero me dice que va tarde a la reunión. Que bueno que te encontré, hoy llegó esta carta para ti, me dice con seriedad de cirujano, mientras va extrayendo un sobre blanco del maletín de cuero. Enseguida, se pierde entre el tumulto. Desde el otro lado del mostrador, un muchacho de camiseta verde me llama por mi nombre, extendiéndome el café. Lo sujeto con cuidado a la vez que descubro con asombro el remitente: Carla Merino. Una ráfaga de imágenes desfila por mi mente, adelantándose a la cafeína. Subo las escaleras con prisa y regreso a mi silla. Antes de abrir el sobre, miro hacia los lados. Adentro descansa una postal que ha viajado desde Alejandría.
Es el cuarto lunes por la noche que vengo a este lugar por costumbre y ya no por necesidad. Continúo leyendo, o mejor dicho revisando la novela que por tanto tiempo tenía olvidada. He decidido cambiar el final… Carla no morirá, sino que más bien, Julio ira a su encuentro. Una noche de lunes, él recibió noticias de ella, una postal que mostraba una hermosa playa de costas muy lejanas. Ella le pide que vuelva a su lado, que a pesar de los treinta años de separación, no lo ha podido olvidar… Te esperare en la playa de la foto, en el hotel de tres pisos color azul. Por si temes que el tiempo te impida reconocerme, llevare colgado el pañuelo de seda blanca que me regalaste, aunque no lo creas, aún lo conservo en su caja original… este será sin duda un mejor final para mi novela, y también, y por qué no, para nosotros dos.
Lección XXIX
Marisabel
(Fragmento. Sin título)
El catedrático de Exactas había vuelto a la Universidad para recoger algunos libros que aún tenía en el despacho. Oyó dos golpes suaves en la puerta:
¿Tiene unos minutos? La joven tenía unos felinos ojos verdes bajo espesas cejas negras.
¿Me busca a mí? El nuevo titular se incorpora el día uno. Yo…estaba recogiendo.
Sí, doctor Guiraúm, lo busco a usted.
Adelante.
El profesor con un gesto la invitó a sentarse mientras se fijaba en el shador de seda en tonos aguas que le resaltaban el color de su iris.
Soy ayudante del doctor Franck Goddio.
¡Ah sí! La exposición de tesoros arqueológicos de Alejandría. ¿Y qué puedo hacer por usted? –le preguntó mostrando una actitud atenta y expectante en su rostro caucásico de ojos claros. Una guedeja de pelo muy fino y rubio caía sobre su frente. Solo contrastaba la nariz aguileña y grande digna de un rabino.
Necesito su ayuda. Sé que usted antes de ser profesor de matemáticas daba clases de semíticas en Alejandría.
¿No entiendo la relación? ¿Y cómo sabe que fui profesor de semíticas?
Disculpe, ya se lo contaré con más tiempo. Intentaré explicarme con más precisión: verá… saqué de la Bahía de Abukir unas teselas que contenían unos cálculos de estructuras firmados por el arquitecto Dinócrates de Rodas. En el margen había una leyenda en escritura cuneiforme Resumiré diciendo que aplicando esas series numéricas que denominaremos A, con otras que denominaremos series B, se obtendría el lugar exacto donde estuvo el Faro de Alejandría.
Es muy extraño lo que me está contando…El lugar donde estuvo el Faro de Alejandría… Precisamente ayer leí una entrevista al doctor Goddio, en ella comunicaba la paralización de las prospecciones geofísicas por estar convencido que no existen tales ruinas. Además sigo sin entender que tengo yo que ver en esta historia.
Tengo poco tiempo para explicarselo. Solo le diré que entregué al doctor Goddio las
teselas después de catalogarlas e indizarlas, pero han desaparecido así como todo rastro de los registros en las bases de datos.
¿Un robo?
El doctor Goddio niega que yo se las entregase, niega ese descubrimiento.
¿No hay fotos tampoco?
Han desaparecido las copias y los CD originales.
¿Y donde se encuentran las otras series numéricas. Las complementarias?
Lo ignoro. Se desconocía su existencia.
El profesor permaneció un momento pensativo.
¿Y por qué tengo que creerle?
La puerta se abrió y fueron interrumpidos por el bedel. La arqueologa se levantó y ciñéndose el pañuelo en un gesto mecánico salió apresuradamente: “Disculpe, se me agotó el tiempo. Aquí tiene un número de teléfono. Si puede ayudarme deje en el contestador automático estas palabras: acepto dirigir su tesis”. “Deme una dirección de correo electrónico” pidió el profesor. “No, no… y por favor si se decide… preferiría que llame desde una cabina”. En el despacho quedó una ligera nube de lilas frescas.
Aquella visita le aumentó la curiosidad sobre la exposición. Se detuvo ante un bajorrelieve funerario con frases laudatorias. Conocía los signos por haber estudiado La Piedra de la Roseta, le pareció que cada dos palabras había un número de dos dígitos. ¿Esos números…? Dudaba. “Realmente no tengo mucho que hacer ahora que estoy jubilado”. Sacó disimuladamente el móvil y realizó unas fotografías. Gracias al ordenador las analizó con más detenimiento. Al cabo de tres días decidió llamar a aquel número de teléfono y dejar la consigna: “Acepto dirigir su tesis”
Recibió una postal sin firma y con matasello de París, La foto era de una vista aérea de la actual Alejandría y en su reverso escrito a máquina la siguiente leyenda “Si quieres conocer la verdad busca entre las hojas de la rosa”, era el final de una casida muy conocida, lo que realmente le interesó fue el remite: Biblioteca de Alejandría, La Corniche nº 20. Una fecha y una hora.
Billete cerrado de ida y vuelta y cuatro noches de hotel. Aprovecharía para recorrer viejos lugares. Allí estaba caminando por el paseo de palmeras con el mar a la izquierda y el fuerte Qaytaby al frente. Tenía muchas preguntas que hacer a la arqueóloga. Esperando la hora de la cita, se acomodó en uno de los cafetines y pidió un té con hierbabuena, mientras el olor dulzón de las pipas de agua le trasportaba a otros tiempos. Observó a los clientes, todos hombres. Bajo los turbantes, las oscuras miradas iban del humeante líquido al inmenso azul y de nuevo al perfumado brebaje. Desde el minarete llegaba la llamada envolvente del muecín.
Entró en la futurista construcción de la Biblioteca buscando a la muchacha de ojos turquesas. Sentado en una mesa esperó pensativo mientras manoseaba la postal. Intentó reconocer en ella las calles por las que había transitado. De pronto se fijó en una pequeña señal, “si tuviese una lupa”. Acercó la postal a la luz. Estrenó sus gafas
de astigmático “Sí, es una minúscula flecha que señala un lugar, una calle, un edificio”. Pidió al bibliotecario varios mapas de la ciudad, abrió en Internet la página de google heart. Cotejó, comparó. En ningún mapa aparecía aquella esquina señalada en su postal. “Yo no he pedido este plano de la mítica Alejandría…” Levantó la vista por encima de sus lentes y encontró la mirada cetrina del archivero escrutándole. “Diría que me espía”. Siguió estudiando el antiguo plano. “Aquí la flecha de la foto aérea coincide con ésta calle del barrio judío…las coordenadas serán…”. De nuevo lee la casida “Si quieres conocer la verdad busca entre las hojas de la rosa.” Habían transcurrido dos horas.
Abandonó la biblioteca en dirección al barrio hebreo. Identificó el lugar y la esquina señalada en la postal. Una casa de una solo planta sin ventanas. La puerta estaba entornada, empujó ligeramente. Esperaba un gran patio y se sorprendió ante el apartamento de una sola pieza funcionalmente amueblada. No tenía señales de haber sido habitado y guardaba impersonal orden. Descorrió el panel que aislaba el escueto aseo, al volverlo a cerrar le cayó sobre la cara un pañuelo que reconoció al instante: el chador de la joven. Estaba rasgado. Aspiró el perfume a lilas que desprendía la suave seda y lo guardó en su bolsillo.
Salió apresuradamente hacia su hotel. Cruzó las callejas del centro de la ciudad que forman un abigarrado mercado. Aligeró la marcha. Atrás quedaron las tiendas de los cobres, las del ámbar y las de caftanes. Conforme avanzaba las calles se veían desiertas y silenciosas. Solo sonaban sus pasos y el eco de sus pasos. Se detuvo, pero las pisadas de alguien reverberaban entre los estrechos callejones. Se acercaban. Miró hacia atrás. La sombra que le acosa casi cubre la suya. Le alcanzaban. Ahora corría. Le faltaba el aire.
ASHA Beatriz Guerra
Sesenta años, y ya era un jubilado, sonaba tan raro, y al mismo tiempo se sentía tan bien. Quien lo iba a pensar, se encontraba en lo mejor, nunca había pensado que llegaría tan sereno y lucido a esa edad. De joven, había pensadose reía ahora con estos pensamientosque llegaría viejo, cansado y hastiado.
Pero tenía claro lo que iba a hacer a partir de ahora, por eso había solicitado antes de tiempo su jubilación en la universidad donde daba matemáticas, exactamente geometría y últimamente se encargaba de la gestión de la nueva biblioteca de ejemplares antiguos.
Era el momento de emprender la búsqueda.
Le había costado mucho tiempo tomar esa decisión, quizás demasiado: tres años, pero, por fin había tenido el valor de emprenderla: descubrir el paradero de Asha, la niña india que tenia apadrinada en Goa. Era su ahijada desde hace 11 años, desde que ella tenía 7 años.
Hacia ya tres años que no sabía nada de ella, justo antes de que Asha cumpliera quince. La organización que mediara para apadrinarla se había disuelto hace dos años, había intentado conocer su dirección, pero no pudo acceder a ella, ni siquiera la nueva organización que se ocupaba de los casos anteriores. Además la chica ya era mayor de edad, y su implicación en esta familia ya había finalizado, según le informaban en la dirección de la organización.
Había revisado todas sus cartas. En la ultima carta ella había decidido estudiar en España, como el le había propuesto, aunque ella no quería que la ayudara económicamente. Se lo había comentado a sus padres y ellos estaban de acuerdo, les parecía una gran oportunidad y así se lo habían expuesto en esta ultima carta.
Conservaba todos sus dibujos, cuentos y cartas, llenas de ilusión infantil al principio, de realidad después y de compromiso con mejorar la situación de su pueblo, las ultimas. Conservaba con ternura la primera carta, que llego el 18 de Marzo, se sonrió al recordarlo, antes del día del Padre, parecía una señal,¿ no? Esa primera carta, traía una foto de ella: le habían cautivado sus ojos verdes, que hacían juego con su pañuelo de seda en la cabeza, esos ojos que resaltaban sobre su piel oscura, que hacían diluir el color rojo de su bindi en la frente. Se adivinaba una melena negra bajo el pañuelo color verde esmeralda, que era demasiado grande para su cabecita infantil.
Cada cuatro meses, recibía una carta, y nunca fallaba, el 18 de Marzo siempre
recibía una carta, el día que oficialmente habían sido padrino e ahijada.
Y, hace tres años, a partir del 18 de Marzo, no llego carta, ni Abril ni Mayo ni Junio ni en todo ese año, y empezó a preocuparse. Había revisado las ultimas cartas y no vio ninguna señal que le indicara algo preocupante, su familia estaba bien y las cosas en su aldea, después de varios conflictos, también. Dio parte en la organización y espero, pero al año la organización se había disuelto.
Y ahí empezó su búsqueda…
Desde hacía un año no se podía concentrar en sus clases ni siquiera en la organización de la nueva biblioteca, que era su gran pasión, y había sido el “instigador” de ella.
Ya no podía mas, tenia que hacer ese viaje a la India, sabia que la niña no era problema suyo, pero se sentía unido a ella por un hilo invisible, ella había compartido su vida a cambio de nada: su vida entera, sus deseos, sus miedos, sus tristezas, sus alegrías…
Todos sus familiares, sus dos hijos y amigos, decían que había perdido la cabeza, que ya la había ayudado bastante( no solo con la cuota que ayudaba a toda su familia ,sino que se había empeñado en que ella siguiera unos estudios, motivando su interés a través de libros en español e ingles, regalos educativos... ), pero su conciencia no estaba tranquila, algo pasaba para que ella no siguiera mandando cartas, justo después de que ella había tomado esa decisión tan importante que iba a hacer que se conocieran en persona.
¿Qué sentido tendría toda su vida si aquella niña, chica, casi hija no estaba bien? Le debía algo a esa niña que no tenía la culpa de haber nacido en el lugar inadecuado.
Metió en su pequeña mochila los recuerdos que le seguirían en su viaje: todas las cartas y dibujos de Asha, fotos de sus hijos y esposa, fallecida hace 11 años y su mayor tesoro, la primera postal de Alejandría que recibió de una alumna de doctorado, hace 7 años que sabia su pasión por la Escuela Matemática de Alejandría.
Cerró la mochila y suspiró profundamente: el corazón le latía muy fuerte, ¿a que se enfrentaría en este viaje. Respiró otra vez profundamente y dio una visual a la habitación para no olvidar nada, y de pronto encima de la mesilla, vio la foto de Asha, , la cogió para meterla en la mochila, ¡no quería que se le olvidará lo mas importante! La miró de nuevo, le dio la vuelta y recordó la escritura de ella con su nombre Asha, y debajo de la foto, su significado indio: HOPE (esperanza).
Y sonrió.
Clase XXIX. El Conflicto II.doc
El pañuelo alejandrino
Sisinio Hernán Aguilar
El profesor Hans Christoph Baumgarten después de ser despedido con todos los honores del gremio de profesores, asistentes tutores y estudiantes de su Universidad se fue a Egipto. Este era y seguiría siendo su país predilecto –decía no sólo por su clima, su paisaje sino por ser una rica e inagotable fuente en papiros y documentos llenos de misterios depositados en la mítica Biblioteca de Alejandría.
Por fin podía consagrar su tiempo a la investigación y al ocio sin las obligaciones administrativas y de docencia obligadas que a veces lo aletargaban en la Universidad.
Su pasión en los últimos años había sido la historia de la matemáticas y seguía con fascinación tras la pista de los documentos que trataban del descubrimiento del concepto del cero atribuí do a los árabes.
Había trabado amistad con numerosas personas ligadas a la dirección de la Biblioteca de Alejandría y tenía acceso a documentos ocultos en los archivos que le apoyaban la hipótesis de que el concepto del cero se introdujo por primera vez en las matemáticas allí en Alejandría.
Andaba fascinado con los fragmentos escritos en griego, en árabe y en otras lenguas orientales que examinaba en el cubículo que le habían asignado para su investigación.
De pronto se enteró de que se habían producido cambios en el personal de la dirección de la biblioteca y que ahora la responsable de la sección de archivos de la biblioteca era una joven especializada en informática, que se había propuesto digitalizar los archivos, lo significaba que le sustraerían muchos de los documentos a los que tenía acceso.
Lo que sería un retraso en su trabajo y el peligro de que otro colega diera la sorpresa antes que él. Tenía que impedir por todos los medios esa iniciativa de la joven bibliotecaria.
Habló con los directores de la Biblioteca, recurrió a la influencia de amigos para retrasar la puesta en marcha de esa decisión, pero sin resultados. La joven y dinámica bibliotecaria había diseñado una proyecto europeo de rondaba la cifra de los diez millones de euros que había sido aprobado.
Buscó entonces con ardid la forma de conocer de cerca a la joven bibliotecaria, averiguó sobre su familia, sus colegas, antiguos profesores y demás círculo de amigos. Dio por fin con una posibilidad de ganarse la buena voluntad de ella. Se enteró que tenía un joven hermano vinculado a una agrupación política semiclandestina y que se encontraba de momento en la cárcel.
El profesor vio allí la posibilidad de hacer uso de sus influencias para liberar al
hermano de la bibliotecaria y demostrarle así su generosidad. Y efectivamente lo logró.
El hermano cuando se enteró de quien era su liberador se extrañó de la actitud benevolente del este investigador de libros de la biblioteca. Se encontraron para charlar y conocerse y al cabo de poco tiempo parecía haberse ganado a confianza del joven alejadrino. El profesor le explicó sobre el objetivo de su permanencia en Egipto, pero parecía no interesarle en lo mínimo al joven las cuestiones de la historia de las matemáticas. Sin embargo, aceptó hacerle el favor de conseguir el regalo especial que le pedía el profesor: un pañuelo de seda egipcio para una joven de unos treinta años.
Al cabo de unos días el profesor recibió una caja con un pañuelo de seda color malva. No abrió la caja porque le parecía presentable como regalo y lo reenvió a AnjeTipahna la bibliotecaria acompañada de una tarjeta postal de papiro expresándole sus mejores deseos y saludos por el día de su cumpleaños.
AnjeTipahna quedó sorprendida de la deferencia del profesor y al encontrarse en la biblioteca le dijo que le agradecía pero que no debería haberse dado esa molestia. Quedaron así en paz ya no hablaron más de temas relacionados con el cierre temporal de la sección de archivos.
A los pocos días leía en el diario que de la casa de una familia importante emparentada con el Gobernador había desaparecido objetos de valor, alhajas, piedras preciosas, collares de perlas y un pañuelo de seda color malva.
Isabel Mayor
El teorema
Me gusta su tacto, su color. Está un poco ajado porque tiene muchos años pero a pesar de los sucesivos lavados, sigue desprendiendo el olor de la biblioteca de mi padre y de sus libros que tapizan el salón de viajes lejanos e historias universales.
- Tengo un regalo para ti me dijo cuando cumplí los 18 años.
Estábamos de nuevo en su biblioteca y ese día empezaríamos la lectura de Justine del Cuarteto de Alejandría. De entre sus páginas, mi padre sacó un pañuelo de seda de color beige rosado cuyos pliegues se habían acartonado por culpa de los años que llevaba atrapado entre los cuatro tomos. Lo desdobló con sumo cuidado y como olvidando mi presencia unos segundos, lo apretujó de repente con apremio y lo olió enérgicamente. Todavía recuerdo las arrugas risueñas que rodearon sus ojos cerrados frente a la ventana y la luz que iluminó su cara a pesar de aquel día nublado. Este pañuelo, me dijo por fin, se lo dejó olvidado tu madre en el café de la estación de Sants. Antes de irse.
Apretujada en la segunda clase de un vuelo lowcost yo también huelo mi pañuelo que en cada destino me acompaña y me permite soñar con aquel tiempo en que los viajes eran todavía largos y románticos y aventureros. Hoy no es un día cualquiera así que espero que logremos alcanzar el retraso anunciado para poder llegar a Barcelona al medio día. Como cada vez que vuelvo de una ciudad u otra, mi padre y yo nos vamos a comer por el Borne recordando anécdotas que él vive por procuración y que siempre, poco importa dónde hayan empezado en realidad, encuentran su desenlace en Alejandría. La una en mi reloj, tenemos menos dos horas de diferencia, deben ser las once en España y faltan tres horas de vuelo; hacia la una salgo del aeropuerto y a las dos estoy en la Puerta del Ángel. También mi ágil cálculo mental proviene de mi padre. ¡El colmo de los colmos!, me decía frente a mis deberes de primaria, que la hija de un profesor de matemáticas no supiera sumar y restar con rapidez. Pero con el paso de los años tampoco a él le salían las cuentas. Quince habían pasado desde el día de la estación de Sants y no podía hacer tantos sin que mi madre diera noticias. Sin que le contara todo lo que había descubierto, sin que preguntara tan sólo una vez por mí. En la soledad de su biblioteca, después de haber corregido formulaciones erróneas del teorema de Pitágoras, se sentaba frente a la ventana para trabajar en su propio teorema. Un cálculo irracional pero infalible que gracias a sumas y restas, divisiones y raciocinios varios, acabó por resultar en un número de precisas decimales. La fecha en la que ella volvería. Que era la de hoy. El día de su jubilación.
En Barcelona el cielo está nublado y hace frío. Ni mi pañuelo ni mi chaqueta de entretiempo me protegen ya del aire húmedo de esta orilla a pesar de que proviene del mismo mar en el que me encontraba hace unas horas. Mientras hago la cola para coger un taxi; enciendo mi móvil con la esperanza, si todo ha salido bien, de tener un mensaje en el contestador. A mi alrededor, un grupo de señores mayores se organiza alegremente para coger un bus. Intento imaginar a mi madre en esa situación. Jubilada a su vez, acompañada quizás de un marido. Va vestida con un chándal de domingo,
los pies enfundados en unas playeras impolutas para caminar por calles y museos hasta ahora desconocidos. Empuñando de nuevo mi pañuelo, buscando en su olor las reminiscencias de su personalidad, la prefiero más bien como en las postales en blanco y negro que he ido comprando en las tiendas de antigüedades de algunas ciudades. Fotografías de las primeras mujeres piloto, sonrientes y robustas al lado de un avión de hélice, vestidas con un trench de corte militar y un pañuelo de seda al viento. Al contestador mi padre no puede disimular su impaciencia. Paola hija, que no llegue tarde tu vuelo esta vez. Tengo algo que enseñarte.
Sus ojos me reciben traviesos como siempre pero hoy no parece tener ganas de inventar historias. Mientras el vino blanco nos calienta entre calle y calle, mientras yo saboreo la comida y su emoción, me cuenta su despedida, los niños dándole las gracias y sus compañeros afectuosos cachetes en la espalda. Los viajes que por fin tiene tiempo de hacer y en cuyos destinos, sorprendentemente, no se encuentra nuestra anhelada cuidad.
Cuando llegamos a casa y sin apenas tiempo de quitarse la chaqueta, mi padre me empuja hacia su biblioteca.
- Paola, hoy hemos recibido noticias de tu madre.
Y de entre el correo, saca una postal de Alejandría.
LA BALADA DEL BORRACHO
José Avila Forero.
Vivía en una lluvia constante de licor y afuera hace frío.
¿Desde cuándo?
Quizás desde hace cinco años. Tal vez seis ¿ o serían siete ?.
El paso del tiempo no lograba entre vapores de alcohol borrar aquellos destellos grabados en su memoria carcomida. Toma el vaso lo aprieta con sus dedos y lo hace estallar, las trizas de vidrio cortan sus manos. Sus contertulios miran la sangre salir a borbotones y callan.
Al fin y al cabo, no es la primera vez que lo hace.
¿A quién le importa esta puta vida de mierda? grita, entre sollozos.
Toma de nuevo otro vaso y se lo lleva a la boca, apurando el líquido como si tuviera sed.
¿A quién le importa?
Sus compañeros perplejos no hablan. Modera su tono y apura otro trago. Siente placer al sentir el licor martirizando su garganta.
¿Qué culo hace un viejo pensionado sin nada que hacer durante el día?
Beber. Sí… beber. Eso es.
Golpea con sus puños la mesa de madera, apura un trago y luego otro. Se levanta dando un traspié, escupe saliva en sus manos sangrantes. Acicala su cabello. Arregla su camisa, levanta la mandíbula y con mirada vidriosa trata de ganarse la atención de la única chica del lugar, que desnuda, con las alas extendidas baila.
Pégate a mí, necesito tu calor.
Si no quieres yo brindo a tu salud balbucea entre dientes.
¿Que cómo llegué hasta aquí? No lo sé, como tampoco recuerdo los caminos andados. Mi última imagen es la búsqueda de algún lugar abierto después de sacarme a patadas de un bar de mala muerte. Luego encuentro una desolada calle en éste maldito pueblo de muertos, observo unas tenues luces y lo que parece un bar.
Así qué estoy aquí y no sé cómo se llama éste antro.
¡Una pocilga de mierda¡. Porque eso es. Un puto bar sin clientes un día viernes a la una de la madrugada. ¡Una mierda. Un mojón de perro!
Pero eso a mí poco me importa. Así he conocido todos los bares del mundo.
Viajaba en un barco mercante, luego en un pequeño petrolero. Todos recalaban en Alejandría. Muchas madrugadas entrando al puerto juraba haber visto el antiguo faro. Entrado en años, se graduó como ingeniero civil y terminó como profesor de matemáticas en una universidad de poca monta. Encontró el sabor añejo y la vida recatada en la moderna Alejandría, jugó al dominó en los cafés y las fumadas de la pipa de agua.
De pronto mira fijamente una postal de Alejandría pegada al lado de una placa con un letrero “A cavafis”. Se tira al piso y comienza a sollozar. Desde el suelo empieza a hablar, lentamente, muy lentamente…
Me encontraba deambulando por la biblioteca el día de su inauguración, se veía tan linda… tan linda para no ignorarla, estaba… estaba más reluciente que las reinas de España, Suecia y Jordania. Me le presenté, la invité a salir, me contestó que sí.
creo que ahora si la estoy viendo…tenía una voz dulce, me envolvía con su pelo enmarañado y sedoso, convirtió mis noches en... Me regaló su sonrisa… su sonrisa…
Tras un profundo silencio, de nuevo se sienta con las manos en la cabeza, escucha unos leves golpes, cruza un montículo de mármol y luego un ángel alado con la mirada apuntando al cielo. Los golpes se agudizan plass… plasss… plassss…
Al amparo de las estrellas, el alba se fue rompiendo entre gritos, insultos y puñetazos. Era el amanecer y el reloj cercano de la iglesia acababa de dar las seis. A lo lejos, una lechuza parada en un frondoso árbol los observa con mirada severa.
Tan solo lluvia y oscuridad.
Habitaba un mundo que se extendía más allá de su vista. Un antinatural cortinaje de monumentos con láminas de mármol y letreros con nombres por todos lados. Era un sitio como cualquier otro o tal vez mejor para evadir la realidad y perder la conciencia cobijada por los vapores etílicos.
Ven cariño que te voy a contar un secreto la frase tirada desde lo alto sonó como un latigazo. La mujer trepada entre los estantes de los libros clasificados como cálculo infinitesimal, olía a cosas viejas, un olor como de cementerio. Lloraba intensamente. Desde abajo él solo podía ver sus labios amoratados.
El secreto es que no existimos, estamos muertos dijo ella
levantó la cara y agudizó la vista para poder contemplarla mejor Su voz sonaba lejana como de ultratumba. Lo invitó a fumar y a reír. Ambos rieron.
dos sonoras carcajadas se escucharon altaneras hasta convertirse en una, asustando a los duendes que habitan en todos los rincones de las bibliotecas del mundo JaJaJajaaaaaaaa.
A un lado del muro se posaba plácidamente una mariposa negra.
Al medio día se encontró solo, desorientado por haberla encontrado, aunque ella de nuevo se había marchado. Salió corriendo en dirección hacia la oscuridad, mientras gritaba como loco pidiendo ayuda hasta confundirse con la oscuridad, para luego ser parte de las sombras.
A la búsqueda de….en busca de…
Era una casona vieja, un poco desértica, oscura, sombría, pero tenía grandes espacios, una playa y el rumor del mar invadía el lugar. Nadie interrumpió el silencio, ninguna luz, ningún indicio de vida. El tiempo continuó pasando y a él lo encontraron muerto. En sus manos apretaba un pañuelo de seda.
Vivía en una constante lluvia de licor y afuera hace frío.
¿Desde cuándo?
Quizás desde hace cinco años. Tal vez seis. ¿O serían siete?
CARTAS SIN ABRIR
Por Laura Luna
La silla de enfrente la ocupaba alguien que había cogido de la estantería un grueso tomo de derecho canónico. Bernardo pensó que si se hubiera convertido en un leguleyo en lugar de haberse dedicado a enseñar álgebra a adolescentes, su recién estrenada jubilación estaría deslizándose por el bienestar blando que propician las remuneraciones que logran esquivar el tamiz de la moralidad.
Más tarde, ya sabiéndose con el alma rota, no supo cuánto tiempo había pasado intentando concentrarse sin éxito en la lectura antes de levantar la cabeza y que su mirada tropezara con el pañuelo de seda. Era de color crema con vetas verde claro, tal y como lo recordaba, y aguardaba indolente el regreso de su dueña descansando sobre el libro.
Sus ojos acariciaron el pañuelo con una ternura nacida en un ayer lejano y apenas sin usar, mientras un alud de recuerdos amenazaba con hacerse presente como si veinte años hubieran transcurrido en un solo mes o en un solo día.
Se puso en pie como si fuera otro quien se movía y apenas tocó el pañuelo con la punta de los dedos. Sin cerciorarse siquiera de si alguien le observaba, cogió la postal que mostraba el enorme cilindro de cemento que alberga la Biblioteca de Alejandría. Al darle la vuelta, la caligrafía redonda y clara en inglés se multiplicó ante sus ojos en los sobres de las decenas de cartas que Molly no se había cansado de enviar en los últimos veinte años y que permanecían sin abrir en el cajón del estudio.
La chica regresó a su mesa mascando chicle con despreocupación de universitaria. En el reverso de la postal alguien había escrito unas palabras:
“Dile a mamá que Bernardo aún la quiere. Aunque ella ya lo sabe.”
La biblioteca
por Miguel Caso Flórez
El último día en la universidad después de treinta y siete años de enseñanza ni siquiera fue emotivo. Los alumnos llegaban y se marchaban curso tras curso, y hacía algún tiempo que era “el viejo profesor apunto de jubilarse”, así que ellos no le dieron importancia. En cuanto a los colegas del departamento de cálculo numérico, hacía mucho tiempo que el ambiente entre ellos estaba podrido.
Julio se había ido llevando sus bártulos desde hacía varias semanas. ¡La de cosas insospechadas que tenía en mi despacho! Libros, apuntes, documentación sobre conferencias, decretos oficiales, reglamentos universitarios, cartas, un telegrama de felicitación de cuando fue nombrado profesor titular… casi todo fue directo al contenedor de sólo papel y cartón del parking de la universidad, de todas formas no tengo dónde ponerlo.
El último día sólo tuvo que recoger la vieja postal de Alejandría.
*
Es extraño levantarse por la mañana, vestir los pantalones de siempre con la raya bien marcada, la misma chaqueta a cuadros… y darse cuenta de que uno no tiene que ir a la universidad, que tiene todo el día, toda la vida, para sí mismo y que no sabe muy bien qué hacer con ella.
La casa le parecía más vacía que de costumbre, aunque hacía años que vivía solo. El segundo día se encontró con la mujer de la limpieza, a la que no veía desde hacía desde hacía una década. Julio siempre estaba en la universidad mientras ella limpiaba, cuando era necesario se hablaban por teléfono, y él solía dejarle el dinero encima de la mesa de la cocina. Al salir del apartamento se dijo, seguro que me ha encontrado tan envejecido como yo a ella.
Se lamentaba de no haber hecho planes concretos para los primeros días de la jubilación, claro que seguiría leyendo sobre integrales divergentes, claro que seguiría en contacto con el medio científico, pero qué sé yo, un viajecito, una visita a mi hermano que vive a quinientos kilómetros… en fin algo determinado y práctico para hacer los primeros días en los que no cogía el autobús hacia la facultad.
Como no tenía nada que hacer decidió pasear por el barrio. Visitó la exposición de pintura de la casa de la cultura, y después de ir al banco “sin cita previa”, decidió entrar en la biblioteca municipal, a la que no iba desde hacía años.
Al igual que la biblioteca de la facultad, la biblioteca del barrio se había
equipado con un centro mediático, donde se podían consultar revistas electrónicas, clases en directo a través de Internet, la disponibilidad de los documentos en otras bibliotecas, buscar un término en más de treinta y tres mil obras catalogadas… y un montón de cosas más que no sé para que les sirve si ni siquiera leen los libros.
Julio procuró entender como estaba organizada la biblioteca, si a eso se le podía llamar organización, y se fue directamente hacia la sección de libros científicos. Al rato cogió un libro sobre problemas matemáticos sin solución.
Era media mañana, y la biblioteca estaba prácticamente vacía. De hecho no sé para qué siguen existiendo las bibliotecas, si ya nadie las usa. Por eso le sorprendió ligeramente que aquella señora se sentara en la misma mesa que él, justo enfrente y le sonriese ligeramente al hacerlo. Quizá llevase tantos años enfrascado en el ambiente del departamento que se le hubiese olvidado que se podía sonreír a desconocidos.
Es cierto que nadie ha resuelto todavía la hipótesis de Riemann: la parte real de cualquier cero no trivial de la función zeta de Riemann es 1/2. Hay que ver con lo que se utiliza esa función, la importancia que tiene, y que todavía nadie haya podido demostrar la hipótesis… Tampoco se ha resulto la conjetura de Goldbach: cada número par mayor que 2 se puede escribir como la suma de dos números primos. Mira que es sencillo el enunciado…
Julio percibió por el rabillo del ojo que la señora que estaba enfrente se levantaba cerrando el libro. La señora dio la vuelta a la mesa, se detuvo en pie, delante de Julio que la miraba con aire interrogativo, y muy lentamente sacó del bolsillo de su chaqueta un pañuelo de seda. Lo colocó con delicadeza, doblado sobre la mesa, junto al libro de los problemas matemáticos sin solución, y tocando sutilmente el hombro de Julio, le dijo:
— He estado pensando en ti.
Julio vio como la señora se marchaba sin mirar hacia atrás hasta empujar la puerta que daba a la calle. No quiso seguirla, y comprendió que no debía devolverle al pañuelo.
Se quedó unos minutos más sentado en la silla, ya sin prestar atención a las matemáticas, sino pensando en el ser humano y en la función de las bibliotecas.
Julio se levantó, se acercó a la salida y sonriendo a la bibliotecaria se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta. Sacó una tarjeta postal y sin decir nada la colocó sobre el mostrador.
Cuando Julio hubo salido a la calle, la bibliotecaria dio la vuelta a la postal de Alejandría y pudo leer “para ti calor de mi alma / Julio”.
Una postal para Irene
La buscó nuevamente en la biblioteca, entre sus libros favoritos. No la encontró. Era como si nunca hubiese existido. Una postal para Irene. Se la prometió apenas partió a ese viaje tan soñado, tan planeado desde siempre. Una postal de Alejandría en donde refulge la ciudad bajo el sol de Egipto, las ruinas de la antigua biblioteca, los muros tallados de historias secretas y graffitis.
Hacía dos años que el ministerio le había aprobado la jubilación, pero ahora, debido a esos juegos que el destino suele tramar, se sentía incompleto sin las preocupaciones propias de la docencia. A veces pensaba en los teoremas, las raíces cuadradas, los polinomios y su relación con la vida; no se explicaba entonces el hecho de que muchos de sus alumnos no entendieran algo tan lógico, tan vital.
Irene volvería mañana a la ciudad, recuperada completamente de la operación. Tendría que visitarla. Aprovecharía la ocasión para entregarle el libro y la postal y comentarle los pormenores del viaje, de lo bien que le había ido. Está seguro de haberla colocado como un marcalectura en el último libro de Méndez Guédez. Pero ahí no está. Se sentó lentamente en su sillón de lectura, de pronto se sintió cansado. Cerró los ojos. Desde afuera llegaban ruidos lejanos, difusos. Ya era tarde. Su familia dormía. Entonces su mente retrocedió en el tiempo: los preparativos del viaje, el Charles de Gaulle, la conexión hacia Egipto, las Pirámides, el Mediterráneo, aquello que no se explica en los folletos turísticos ni en los libros de Historia Universal.
Evocó aquellos encuentros furtivos en que la vida era un oasis en medio del caos de la ciudad y la rutina. Recordó las promesas lanzadas al aire acondicionado de una pieza de motel cualquiera; esa despedida tenue en que prometieron no verse ni hablarse más: Es lo mejor para los dos. Teresa ya está cansada… Luego un beso, un pañuelo de seda que va de una mano a otra, unos pasos que se funden con la noche.
Se incorporó y buscó el pañuelo en una de las gavetas del escritorio. Lo tomó con sutileza. Con dedos lentos y temblorosos quiso revivir su contacto más tierno, la curva exacta de su vientre, la blancura sedosa y húmeda de su espalda…
Al cabo de dos horas de búsqueda infructuosa comprendió que era absurdo continuar. Con el Álgebra de Baldor en las manos, observó por la ventana que daba a la calle a un grupo de jóvenes que charlaba y reía entre humo de cigarrillo y tragos de alcohol. El sueño comenzaba a dominarlo.
De pronto alguien abrió la puerta. Él se hallaba dormido en el sillón de lecturas, con el pañuelo en la mano. Teresa miró el pañuelo fijamente, por unos instantes. Luego lo despertó con cautela para no asustarlo.
Como a las tres horas, Santiago leyó un mensaje de texto: Irene lo esperaba. Se dirigió a la biblioteca. La postal yacía sobre el libro de Neruda que leía su esposa. Entonces no supo qué hacer. Afuera un sol implacable ardía contra el pavimento, a
pesar de que en el noticiero de la mañana habían anunciado día de lluvia.