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CAPÍTULO 4. Segunda Parte Las medidas de prevención orientadas a la comunidad
Una de las críticas más frecuentes a las estrategias preventivas orientadas a personas
individuales es que, por su enfoque individualista no logran ocuparse del contexto
comunitario o social más amplio en el que ocurren y se sostiene la comisión de delitos.
La investigación criminológica ha mostrado repetidas veces que los índices de
criminalidad en una zona – o comunidad determinada – puede ser el resultado de algo
más que la mera suma total de las tendencias delictivas individuales. Esto sugiere que la
“comunidad” tiene algo que moldea e incide en los índices de criminalidad. Esto ha
hecho que se centre la atención a nivel “de la comunidad”, como un vehículo
potencialmente apropiado para la prevención del delito.
Weiss (1987), al analizar las suposiciones latentes sobre la “comunidad” plasmadas en
distintos tipos de seguridad comunitaria y programas de prevención del delito
orientados a la comunidad, 1 señaló la importancia de dos ideas: en primer lugar, la idea
de que a los miembros de la comunidad se les dé un “interés en el cumplimiento de las
normas” y, en segundo lugar, la construcción del “control informal”. En un sentido algo
distinto Graham y Bennett (1995) identifican tres enfoques bien claros a la prevención
comunitaria: la organización comunitaria, la defensa comunitaria y el desarrollo
comunitario. Sin embargo, es difícil desentrañar la primera de la última. La
“organización comunitaria” y el “desarrollo comunitario”, como veremos, se usan
indistintamente y se basan en suposiciones similares. Hope (1995.a), en cambio,
sugiere que con el correr del tiempo el concepto de “comunidad” en la prevención del
delito se ha alimentado con tres paradigmas distintos con raíces en distintas épocas del
desarrollo urbano: la “comunidad desorganizada” de la primera mitad de este siglo; la
“comunidad desaventajada” de las décadas de 1960 y 1970; y la “comunidad asustada”
de las décadas de 1980 y 1990. Tomando algo de todas ellas, voy a repasar los enfoques
de la prevención comunitaria bajo los siguientes títulos:
• la movilización de las personas y de los recursos.
• la organización comunitaria.
• la defensa comunitaria.
• la participación de los vecinos.
• las instituciones intermedias.
• la economía política de la comunidad.
Sin embargo, vale la pena hacer una advertencia. Mucho de lo que se muestra como
prevención comunitaria no tiene fundamentos teóricos, no se considera adecuadamente
y es inconsistente. Por lo tanto, como señala Hope, hay muchas formas de prevención
comunitaria que necesitan ser interpretadas “no sólo como aplicaciones de la teoría
criminológica sino como complejas piezas de la acción socio-política que también
tienen un carácter ideológico y ético que las define” (1995.a:22). En consecuencia, al
presentar seis títulos distintos existe el peligro de darle una claridad y definición falsas a
la realidad de la práctica, que muchas veces es borrosa y confusa.
1 La referencia al término “prevención comunitaria del delito” será utilizada para abarcar tanto las
estrategias de “gestión comunitaria” como los programas “de prevención del delito orientadas a la
comunidad”, teniendo en cuenta los conceptos discutidos en el Capítulo 1.
La movilización de las personas y de los recursos
Mucho de lo que se hace pasar por prevención comunitaria ha tenido muy poco que ver
con las comunidades como entidades colectivas, sino que más bien tiene que ver con
agregados de individuos u hogares. Este tipo de estrategia comunitaria es realmente una
forma de “individualismo colectivo”, que a menudo implica la implementación de
intervenciones o iniciativas orientadas a personas, a las que se les da el barniz de la
retórica “comunitaria”. Hope y Shaw señalan con razón que aunque “no hay nada
intrínsicamente comunal” en gran parte de la prevención del delito, “su implementación
frecuentemente exige que se ponga énfasis en las comunidades residenciales”
(1988.b:8) A continuación sugieren que, con la finalidad de implementar la prevención
del delito, el concepto de “comunidad” desempeña un papel dual. En primer lugar,
puede utilizarse para identificar zonas en las que se percibe que los riesgos colectivos
son altos, facilitando así la acción dirigida. En segundo lugar, es un sitio apropiado en el
que puede alentarse la participación individual. “La participación comunitaria”,
sugieren, ( Hope y Shaw 1988.a ) “también parece una forma prometedora de llegar a
gente común y alentarlas a adoptar medidas de protección”. Los tipos de consejo que se
ofrecen pueden tener que ver con la protección del individuo de la victimización o con
la protección de la familia del robo o del daño. Como tal, tienen como finalidad incidir
en el comportamiento individual o adecurar alteraciones específicas a la propiedad, pero
no se ocupan en primera instancia de transformar las relaciones sociales o grupales. La
referencia a las intervenciones a nivel comunitario no implica necesariamente una
perspectiva macrosociológica ( Sampson 1987: 97). Por ejemplo, el programa
“Communities that Care” ( “Las comunidades a quienes les importa”) que ha sido
recientemente importado de los Estados Unidos por el Reino Unido con el apoyo de la
fundación Joseph Rowntree es en esencia un “programa centrado en el riesgo y la
protección” individual que busca ocuparse del riesgo agregado en un barrio dado (ver
Farrington 1996).
En realidad, por lo tanto, la “comunidad” a menudo significa poco más que la suma
total de las personas que viven en una localidad determinada. Influida por la ideología
neoliberal, la “comunidad” está vista frecuentemente como el mero resultado de los
procesos de mercado, por los que las personas toman decisiones razonadas sobre si
participar o no, basándose en sus intereses personales. En consecuencia, la unidad de
análisis apropiada aquí no es la “comunidad” como entidad en sí misma, sino más bien
actores individuales y sus elecciones racionales. Este modelo nos conduce nuevamente a
los fundamentos ideológicos de la prevención situacional del delito como se vio en el
capítulo anterior.
Las estrategias de prevención comunitaria del delito también pueden ocuparse de
explotar los recursos económicos y materiales de un barrio determinado. La lógica aquí
se contecta con las críticas neoliberales del estado. Esta perspectiva parte de la premisa
de que los gobiernos se han propuesto más de lo que pueden abarcar en cuanto a lo que
es posible o deseable, a través de programas de ingeniería social. El estado, se sostiene,
no sólo constituye una pesada carga económica sobre los contribuyentes sino que es
también una herramienta de intervención ineficiente e insensible. El estado moderno de
bienestar social ha destruido las condiciones para el ejercicio de la responsabilidad
indiviual, mientras que, simultáneamente, se socava la iniciativa y el espíritu de
empresa. También ha destruido formas más viejas de apoyo social, tales como
asociaciones voluntarias, obras de caridad, iglesias, comunidades y hasta familias (
Dennis y Erdos 1992). En su lugar, el estado ha creado una “cultura de la dependencia”
moralmente dañina ( Murray 1990) que ha alentado valores de pasividad y de
irresponsabilidad, así como negado la posibilidad de elección. La solución, según los
autores neoliberales, radica en el abandono de programas de bienestar social que
pretenden abarcar demasiado, en la transferencia de mayor responabilidad individual y
colectiva respecto de servicios tradicionalmente prestados por el estado y en la
liberación de las fuerzas del mercado a fin de permitir a los grupos y a los individuos a
ejercer su responsabilidad.
Por lo tanto, para los neoliberales la “comunidad” se ha convertido en una metáfora para
“achicar” el estado y “liberar” el voluntarismo colectivo y el espíritu de empresa
(Herrnstein y Murray 1994:536-40). A medida en que se liberan las normas sociales
hacia los mercados y formas de “empresa”, se supone que la “autonomía”, la
“autoayuda” y la “elección” pasan a ocupar los espacios dejados vacantes por el estado.
La “comunidad” constituye un imaginario colectivo aceptable para activar y
responsabilizar a las personas. Las estrategias que se ajustan a este tipo de análisis se
conocen en la doctrina de Estados Unidos como un delito de prevención “ciudadana”,
pero podrían describirse más correctamente como prevención “de consumo”.
La organización comunitaria
La idea que subyace a las iniciativas políticas en la prevención del delito es la idea
predominante de que el delito resulta de una falla o quiebre en la vida comunitaria. Esta
generación se asocia tradicionalmente a un fracaso de la socialización comunal y del
control social informal. Los fundamentos teóricos de este enfoque le deben mucho a las
ideas de los sociólogos de la escuela de Chicago sobre la “desorganización social”, en
particular en la forma desarrollada por Clifford Shaw y Henry McKay. Basándose en
los interesantes datos empíricos (cuantitativos y cualitativos) de Chicago en la década
de 1930, Shaw y McKay (1942) hicieron un mapeo de las relaciones espaciales y
temporales de las personas dentro de la ciudad, así como la residencia de delincuentes
identificados. El desarrollo urbano –sostenían- responde a patrones sociales. Para
explicar esto se basaron en la “teoría zonal” de Burgess (1928), en la que se había
sugerido que las ciudades tendían a expandirse en forma radial desde un centro, de
manera tal que una ciudad típica consistiría en una serie de círculos concéntricos que
delimitan cinco zonas. En el centro estaría el distrito financiero ( o “lazo”), una zona
básicamente no residencial. Esta zona estaría rodeada de una “zona de transición” que a
su vez predecería a una “zona de hogares de clase trabajadora”; luego habría una “zona
residencial” y por último una “zona de personas que se transladan”. Para Shaw y
McKay este cuadro estaba confirmado por los resultados de sus investigaciones que
arrojaron que los índices de criminalidad -que siguen a groso modo patrones uniformes-
son más elevados en las zonas adyacentes al distrito financiero del centro de la ciudad y
decrecen progresivamente en las zonas que se acercan a la periferia. Se encontraron
altos índices de criminalidad en las mismas zonas durante largos períodos de tiempo, a
pesar de que la población se había renovado. Esto los llevó a creer que los factores
criminógenos debían estar localizados en el medio y no en las personas, dado que a
medida que los habitantes se mudaban a zonas más suburbanas, los índices de
criminalidad decrecían. Esto llevó a Shaw y a McKay a preguntarse: ¿qué es lo que
ocurre con ciertas zonas – principalmente la “zona de transición” – que genera
delincuencia y permite que sea “transmitida culturalmente” de una generación de
habitantes a otra?
Shaw y McKay se volcaron a las teorías ecológicas en busca de una explicación. Es en
la “zona de transición” donde se hacen evidentes los procesos de “invasión, dominio y
sucesión”, cuando los nuevos inmigrantes se mudan a las zonas residenciales más
baratas de la ciudad, adjacentes al distrito financiero. A medida que ocurre esto, los
habitantes más antiguos y mejor establecidos desde el punto de vista económico migran
hacia las afueras. El proceso se asemeja a las ondas que se forman en el agua de una
laguna cuando se arroja una piedra en ella. Cuanto más lejos del centro, menos se
sienten los efectos de este proceso de transición y más duraderas son las relaciones
estables. La gran renovación de habitantes en la “zona de transición”, en particular en
una ciudad que se expande rápidamente como el Chicago de la década de 1920 y 1930,
produce mobilidad económica, movimientos de población constantes y, en
consencuencia, inestabilidad. El recambio constante de habitantes limitaba las
posibilidades de los vecinos de ejercer un control social informal sobre las otras
personas en la zona.
Lo que aquí se entiende por control social es la capacidad de la comunidad de concretar
valores comunes, cuya falta es la causa subyacente de la delincuencia. La
desorganización social como explicación de la delincuencia señala las debilidades
dentro de la estructura y la cultura de una comunidad, de manera tal que la comunidad y
las instituciones de control social aliadas no son eficaces como “agentes socializadores”.
De este modo, la heterogeneidad cultural y el movimiento poblacional constantes son
vistos como procesos que debilitan los vínculos familiares y comunales que mantienen
unida a las personas y que tienen como consecuencia la desorganización social. El
debilitamiento de los controles sociales facilita las carreras criminales, puesto que los
delincuentes pueden actuar con cierto nivel de impunidad. De este modo, la
desorganización social es la ausencia o la debilidad de los controles sociales “normales”
en las comunidades “naturales”. Por lo tanto, Kornhauser ( 1978) llega a la conclusión
de que la teoría de Shaw y McKay es básicamente una teoría de “control” a nivel
comunitario.
Para Shaw y McKay lo que implica la “desorganización social” es que las soluciones
radican en la renovación física de las instituciones comunitarias y en la regeneración de
un “sentido de comunidad”. La reorganización de la comunidad, desde este punto de
vista, contrarresta los procesos que generan desorganización, presuponiendo que la
movilización de sus propios recursos de control social es una característica inherente a
las comunidades. Al fortalecer las instituciones comunitarias, se previó que se afirmaría
la preeminencia del consenso legalista de la comunidad. Esta fue la finalidad de los
Proyectos Zonales de Chicago ( Chicago Area Projects o CAP), creados en 1931 que
nacieron directamente del trabajo de Shaw y McKay. Comenzado por Shaw en varias
zonas de Chicago, el CAP buscó trabajar con los habitantes para crear un sentimiento de
orgullo y pertenencia a la comunidad y alentar de esta manera a las personas a
permanecer en las zonas y a ejercer control sobre los demás habitantes, en particular
sobre los jóvenes. El CAP utilizó una diversidad de métodos que incluyeron actividades
recreativas para niños, proyectos educativos, trabajo asistencial con miembros de
bandas de delincuentes jóvenes y, en un sentido más amplio, la generación de apoyo
comunitario por medio de voluntarios y de instituciones barriales existentes
(Schlossman y Sedlak 1983). El CAP ha sido el modelo y la inspiración de muchos de
los programas de “organización comunitaria” y de “desarrollo comunitario” desde
entonces.
Las críticas a la escuela de Chicago, en particular a Shaw y McKay, han sido variadas y
han abarcado distintos aspectos ( ver Baldwin 1979; Heathcote 1981; Vold y Bernard
1986; Lilly et al 1995). Los “estudios zonales” en Gran Bretaña mostraron que las
ciudades británicas no corresponden a la imagen de Chicago de zonas concéntricas
(Bottoms 1994). Las críticas más importantes se han centrado en la “falacia ecológica”,
de que está mal suponer que exista alguna correspondencia entre las propiedades de las
zonas y las propiedades de los individuos y de los grupos que viven en una zona. Esto
plantea la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto son las zonas pobres y marginales las
que generan delincuentes y hasta qué punto son los delincuentes los que gravitan hacia
esas zonas? La influencia de la teoría ecológica generó un prejuicio determinista que no
sólo pareció sugerir que ciertas zonas generan delito ( un antecesor del determinismo
arquitectural que cuestionamos en el Capítulo 3) sino que además parecería predecir que
ocurren más delitos de los que ocurren realmente. Otra crítica se relaciona con el hecho
de que Shaw y McKay no habrían considerado significativamente el rol de fuerzas
externas poderosas que moldean y/o socavan el poder de las comunidades,
principalmente los grandes intereses económicos de quienes poseen propiedades
(Snodgrass 1976) y el rol de las políticas de asignación de viviendas ( de la autoridad
local) ( Bottoms y Wiles 1986). Estas relaciones de poder, políticas y económicas más
amplias pueden generar zonas pobres y permitir su perpetuación. Las críticas también se
han orientado al hecho de que sus cifras se basaban en estadísticas oficiales y en índices
de criminalidad ( es decir, la cantidad de delitos conocidos cometidos en la zona). A
persar de los cincuenta años de la existencia de los CAPs, éstos han dado pocas
muestras de “éxito” (Schlossman y Sedlak 1983).
Sin embargo, el problema más preocupante y persistente con las teorías de la
desorganización social de la escuela de Chicago es la forma en que construyó y
perpetuó la idea de la “comunidad patológica”. En términos criminológicos, representó
un cambio de la patología individual ( asociada con el individualismo analítico de las
primeras teorías positivistas) a la patología comunal o grupal. Permaneció atrapada en la
fórmula de Durkheim de separar la forma “normal” de la “patológica”, lo que implica
que las comunidades desorganizadas están habitadas por residentes inmigrantes que no
habían podido acomodarse a los valores urbanos. Como consecuencia, roza
inevitablemente la cuestión de la familia y la raza. Quienes no se trasladaron, por
razones económicas, de la “zona de transición” a la periferia más estable ( y más rica),
se vieron atrapados en su propia inadaptación cultural.
Se supone que lo que las “comunidades desorganizadas” necesitan es más “comunidad”.
Dicho de otra manera, existe una relación entre la falta de “comunidad” y la existencia
de índices de criminalidad elevados. Sin embargo, existe mucha evidencia
criminológica que sugiere que las “comunidades organizadas” son criminógenas, tales
como la mafia ( notoriamente ausente en la teoría de la escuela de Chicago, a pesar de
su mayor actividad, causada por la prohibición en Chicago en las décadas de 1920 y
1930), las bandas criminales, las barras bravas del fútbol y las subculturas de la
desviación. Sin embargo, más de medio siglo más tarde, las teorías de la
desorganización social de la escuela de Chicago siguen tieniendo un gran peso, tanto
implícito como explícito, en la prevención comunitaria del delito (Sampson y Groves
1989).
Lo que es más, como señala correctamente Hope (1995.a:22), cualquier evaluación del
desarrollo de la prevención comunitaria del delito necesita comprender la naturaleza
cambiante del problema del delito en el medio urbano. El proceso que prevalece hoy en
las ciudades, tanto en los Estados Unidos como en Gran Bretaña, no es de urbanización
y crecimiento, como ocurrió en Chicago en la década de 1930, pero es un proceso
fundamentalmente diferente de “deurbanizción” o “contraurbanización”, por medio del
cual las ciudades están perdiendo habitantes que se transladan a zonas más suburbanas y
más rurales. Se estima que entre 1981 y 1994, abandonaron las zonas metropolitanas de
Gran Bretañas 1.250.000 personas más de las que llegaron, lo que equivale a una
pérdida migratoria neta de 90.000 por año. Por ejemplo, en el centro de Londres, entre
1990 y 1991, la población se redujo en 31.000 o 1,24 por ciento debido a la migración
(Champion et al. 1996). Los cambios en los paradigmas de la prevención del delito
reflejan cambios hacia, y percepciones acerca de, los problemas del delito en las zonas
urbanas. La desurbanización ha tendido a subrayar el problema de la fragmentación y la
desintegración de la ciudad, más que la idea de la ciudad como un “superorganismo” en
pleno crecimiento, sobre las que se basaban las ideas sobre organización comunitaria de
la escuela de Chicago.
La defensa de la comunidad: la tesis de las “ventanas rotas” Con el renacimiento del interés por la relación entre las zonas geográficas y las tasas de
delitos elevadas más que con los altos índices de delincuentes, que había sido la
preocupación de la escuela de Chicago, la atención comenzó a centrarse en lugares que
parecían atraer una gran cantidad de delitos, en particular los “barrios de viviendas
municipales problemáticos” y las “zonas peligrosas”. Además de hacer preguntas sobre
la arquitectura y el diseño ambiental, como se vio en el capítulo 3, los criminólogos
empezaron a preguntarse: ¿qué es lo que hay en las relaciones sociales en ciertas zonas
que alienta la comisión de delitos? ¿ Por qué es que algunas zonas son más
criminógenas que otras? ¿Existe algo intrínseco en ciertas comunidades o zonas que
atraiga la criminalidad o que, al menos, le permita florecer? Esto llevó a la formulación
de más interrogantes sobre las comunidades en términos de su percepción y uso por
parte de las personas. ¿Por qué ciertas zonas o barrios de viviendas tienen la reputación
de tener gran cantidad de delitos? ¿Tiene esta reputación un efecto “amplificador” sobre
los índices de criminalidad? ¿Cuáles son los “procesos de deslizamiento” que ocurren
en la producción de zonas o barrios de viviendas municipales con altos índices de
delitos?
Al intentar responder este tipo de interrogantes, Wilson y Kelling (1982) desarrollaron
su tesis de las “ventanas rotas”, que implícitamente reformula ciertas suposiciones
acerca de la desorganización social. El documento de Wilson y Kelling que delinea su
teoría ha sido una de las contribuciones más influyentes y extensamente citadas en los
debates sobre las comunidades, el control social informal y la prevención del delito. En
él argumentan que los actos antisociales de menor importancia - tales como el
vandalismo, los graffitti, los gritos y ruidos molestos, el alcolismo y la mendicidad - si
no se controlan ni se detienen, desencadenarán una serie de respuestas sociales
vinculadas, como consecuencia de las cuales, los barrios “decentes” y “agradables”
pueden “deslizarse” hacia la delincuencia, convirtiéndose en temibles ghettos de
criminalidad. Las conductas y las propiedades “no cuidadas”, sostienen, producen un
quiebre de los controles comunitarios por medio de un proceso en forma de espiral que
se alimenta y refuerza a sí mismo, por el que las conductas antisociales conducen al
miedo que lleva al escape, al retiro y a la huida de residentes locales. Esto a su vez
conduce a un control social informal reducido que tiene a su vez como consecuencia
delitos más graves, que llevan a mayor miedo, etc. A medida que el barrio decae, el
desorden, el miedo y el delito aumentan progresivamente. Como consecuencia,
“(un) barrio estable de familias que se ocupan de sus hogares, se ocupan de los hijos de los demás, y con
confianza ponen mala cara a los intrusos que no son bienvenidos, puede cambiar en unos pocos años o
incluso en unos pocos meses y convertirse en una selva hostil. Un inmueble queda abandonado; crecen
malezas; se rompe una ventana. Los adultos dejan de llamarle la atención a los chicos ruidosos; los
chicos, envalentonados, se vuelven más ruidosos. Las familias abandonan el barrio, los adultos que no
tienen cargas de familia vienen a vivir en él. Los adolescentes se reúnen delante del negocio de la
esquina. El dueño del local les pide que se vayan; ellos se niegan a hacerlo. Comienzan las peleas. Se
acumula basura. Las personas empiezan a consumir alcohol en la puerta del almacén; con el tiempo, un
borracho se acuesta en la vereda y se le permite dormir ahí hasta que pasen los efectos de la bebida.”
(Wilson y Kelling 1982: 31-2)
Aquí, Wilson y Kelling describen gráficamente los comienzos importantes del proceso
de “deslizamiento”. El indicador preeminente de la decadencia, por lo tanto, es el
crecimiento de las conductas antisociales más que el delito en sí mismo. Son las
conductas inadaptadas las que actúan como catalizador crucial. Representan los signos
de desorden y quieren decir que “a nadie le importa”, que el medio es “un descontrol y
nadie puede controlarlo” y que “cualquiera puede invadirlo para causar cualquier daño y
conducta antisocial que se le ocurra” (1982: 33). El desorden, sostiene Kelling, viola las
expectativas de la comunidad acerca de lo que constituye un comportamiento social
apropiado (Kelling 1987:90).
La solución de Wilson y Kelling es detener y revertir el “ciclo de decadencia” en sus
etapas iniciales, haciendo hincapié en la policía como medio para “mantener el orden” y
la intervención policial agresiva para detener las conductas antisociales y otros “signos
de delincuencia”. Lo que se considera necesario, por lo tanto, es que la comunidad
reafirme sus “fuerzas naturales” de autoridad y control, para mostrar que “le importa”,
por medio de intervenciones tempranas respecto de conductas inadaptadas. En apoyo de
esto, lo que se necesita es devolver a la policía la tarea primaria de mantener el orden
más que la de “aplicar la ley” reactivamente. Por lo tanto, la policía no debiera ser
juzgada puramente por su capacidad para “combatir el delito”, sino que debiera
priorizarse su rol en el mantenimiento del orden.
La esencia del rol de la policía en el mantenimiento del orden es reforzar los mecanismos de control
social de la comunidad misma. La policía no puede convertirse, sin compormeter recursos
extraordinarios, en un sustituto del control informal.
( Wilson y Kelling 1982:34 )
El rol de la policía, por lo tanto, es apoyar la autoridad moral y política de la
comunidad. Para ello, sin embargo, la policía debe acomodar esas “fuerzas morales”.
Esto debería permitir a los residentes locales tener menos miedo, a medida que se
eliminan las conductas antisociales y los signos de criminalidad, y se permite a la
comunidad resafirmar su orden moral y su control social.
El control social se entiende aquí tanto como formas de vigilancia por parte de los
residentes sobre su medio, que pueden conducir a su propia intervención o a que
reclame la intervención de otros, así como también la idea de que la comunidad regule a
sus miembros y sostenga sus propias normas de conducta. El foco de preocupación
alienta una concentración de esfuerzo en las comunidades y en las zonas que son más
propensas al “deslizamiento” hacia espirales de desorden, en los que “el orden público
se deteriora pero no es irrecuperable”. Donde se necesita más acción, parece, es donde
existe una antisociabilidad creciente pero donde no se llega todavía a tener altos índices
de criminalidad. Esto implica que las zonas que tienen altos índices de criminalidad
representan comunidades “irredimibles” que pueden ser consideradas como fuera de
toda posibilidad de salvación.
El principal punto de la tesis de las “ventanas rotas” tiene que ver con la identificación
del problema de la decadencia urbana, el temor al delito y a la criminalidad. Sin
embargo, la tesis de Wilson y Kelling también recibió simpatías por parte de los
activistas los “comunitarios” como Etzioni (1993, 1997), cuyo trabajo ha tenido gran
influencia en los líderes del Partido Laborista Británico ( ver Crawford 1996). El
segundo punto se refiere a la necesidad de articular los sistemas formales e informales
de control en forma más coherente, de manera tal que los primeros sirvan de apoyo y
asistencia a los segundos, con énfasis en el mantenimiento del orden, puede “significar
una diferencia”. Como tal, la tesis ha recibido apoyo de oficiales de la policía y de
algunos administradores policiales (police managers) en busca de una “solución para la
policía”, en particular en la era moderna en la que la incapacidad de la policía para
resolver los problemas del delito ha sido afirmada continuamente a medida que se ha
alentado a la policía a formar “asociaciones” con otros organismos ( ver Capítulo 5).
Por último, la tesis tiene un atractivo claro de sentido común: se dirige a las
experiencias y las preocupaciones reales sobre el delito, en particular de quienes viven
en las zonas del centro de las ciudades, y que lo toman seriamente. También se conecta
con la demanda aparentemente insaciable de las personas - según el resultado de varias
encuestas- por que exista mayor presencia policial visible ( Skogan 1996.a).
La tesis de Wilson y Kelling es escencialmente una tesis de “defensa comunitaria” en la
que se considera que la comunidad - su autoridad moral tradicional - está siendo atacada
desde distintos frentes. En primer lugar, está siendo atacada desde los valores de
“desorden” que amenazan con empujarla hacia un decadencia cada vez mayor. En
segundo lugar, se considera que está explícitamente bajo el ataque de los “de afuera”:
En su artículo, Wilson y Kelling distinguen deliberadamente entre los “habituales” y los
“extraños”, siendo éstos últimos quienes presentan peligros específicos. Donde los
desórdenes están representados por personas que viven en la comunidad, se los presenta
como “extraños internos”, principalmente jóvenes rebeldes y personas marginadas que
necesitan ser separados de los lugares públicos. Por lo tanto, la restauración del orden
está asociada en gran medida a la defensa de la comunidad de la invasión externa, lo
que presupone una definición de comunidad tanto como un lugar físico compartido - en
un sentido puramente territorial - y una preocupación compartida o “sentido de
comunidad”. Se parte de la premisa de que la mera proximidad genera - o debiera
generar - una preocupación compartida y se propone a continuación que la combinación
de las acciones y comportamientos individuales, junto con los procesos sociales
informales de control a que estos actos dan lugar, ayudarían a reconstituir y recrear un
“sentido de comunidad”. Y sin embargo la buena vecindad no incluye necesariamente
suficientes mecanismos de control para prevenir el delito en las actividades antisociales.
A pesar de sus atractivos, es debatible si las tesis de las “ventanas rotas” funciona
empíricamente. La tesis supone una relación causal entre los actos antisociales, el
miedo, el quiebre del control social informal - en otras palabras, la falta de
“comunidad” - y la existencia de altos niveles de delitos. Sin embargo, la existencia de
cualquiera de los distintos vínculos es dudosa desde el punto de vista empírico. Por
ejemplo, las cifras obtenidas por Taylor (1997) de Minneapolis-St. Paul pone en duda la
suposición de que los signos de antisociabilidad ( en particular los signos físicos)
influyen sobre el delito y el temor al delito en forma simple. Las “ventanas rotas” y las
conductas antisociales no tienen necesariamente los mismos efectos en barrios distintos.
Contrariamente a lo que ocurre con el modelo de Wilson y Kelling, el delito no tiene un
impacto uniforme en la vida comunitaria. La forma en que las comunidades perciben el
delito y otros problemas sociales estará a menudo mediada por los recursos sociales y
políticos disponibles para esa comunidad ( Lewis y Salem 1989). Gran parte de la
investigación también sugiere que la victimización criminal es un mejor predictor del
miedo al delito que las conductas antisociales no delictivas (Maxfield 1987; Crawford et
al. 1990)
La investigación sobre la relación entre el delito, el miedo al delito y la inversa de
degeneración urbana, principalmente el retorno de la clase media al centro de las
ciudades, ofrece un panorama más complejo. La tesis de la “ventana abierta” sugeriría
que la migración de personas de mayor poder adquisitivo a una localidad debiera ocurrir
en zonas con bajos niveles de comportamiento antisocial y que los altos niveles de este
tipo de conductas deberían obstaculizar este proceso. Sin embargo, la investigación
parece contradecir esta suposición. Por ejemplo, Taylor y Covington (1988),
descubrieron que las zonas más pobres que comienzan a ser pobladas por personas de
clase media presentan mayor violencia durante el proceso de cambio. Parecería que los
altos niveles de comportamiento antisocial y de delitos no constituyen un obstáculo para
la migración en este sentido.
Dentro de la teoría de las “ventanas rotas”, el desorden y la degeneración de la
comunidad son identificadas además como la causa social y el efecto de delito y del
miedo al delito. El delito es el producto de comunidades donde ocurren desórdenes y, al
mismo tiempo, son éstas comunidades las que crean las condiciones para que el delito
prospere. El “mantenimiento del orden” es tanto un medio para la consecusión de un fin
como un fin en sí mismo. Este proceso en espiral puede parecer muy seductor pero, por
lo mismo, medios y fines, así como causas y efectos, se confunden mucho. En esta
confusión, la “comunidad patológica” se reinventa en una forma más cruel. Las
comunidades que se permiten “deslizarse” hacia la decadencia urbana al no mostrar que
“a alguien le importa” no tienen a quién culpar más que a sí mismas. Los autores de los
desórdenes - los jóvenes marginados, mendigos, vagos, drogadictos y prostitutas - son
identificados como los arquitectos del cambio en el barrio y de la decadencia
económica, más que como sus víctimas.
El “mantenimiento del orden” es una cuestión controvertida un punto que Kelling
reconoce (1987:94-5) precisamente porque no existen definiciones claras y consistentes
acerca de lo que constituye desorden y porque la justificación legal para que intervenga
la policía no es clara. Muchos de los comportamientos que pueden generar desordenes
no son ilegales y, en cambio, algunos otros actos antisociales están contemplados por la
legislación penal. Por lo tanto, el “mantenimiento del orden”, como Kinsey et al
(1986:85) sostienen es “una categoría ideológica”. Lo que esto implica, en la opinión de
estos autores, es que:
Al crear una falsa distinción, Wilson y Kelling le quitan peso a las críticas a la policía
en la resolución de delitos menores, al mismo tiempo que justifican la extensión del
control policial en cualquier área de comportamiento que el policía que pasa por el lugar
considere “desviado”.
(1986:86)
Wilson y Kelling también omiten reconocer la ausencia de consenso sobre qué es
exactamente lo que significa “desorden”. Esto a su vez plantea el siguiente interrogante:
¿a qué definición de “orden” debiera dársele prioridad? ¿A la de la policía o a la de la
comunidad? Y en éste último caso, ¿a la de qué comunidad o a la de quién? Como
señala Matthews (1992.c:35), muchas de las comunidades en las que es común que
existen conductas antisociales se caracterizan por una falta general de consenso, y en
este contexto, la policía puede no tener un mandato claro o inequívoco. Más bien, puede
ser que sea vista como actuando en el interés de un sector de la comunidad y en contra
de otros.
En lo que respecta a Wilson y Kelling el argumento moral - de que las expectativas de
la comunidad del orden son más importantes que el énfasis liberal en el debido proceso
y los derechos individuales - debiera triunfar siempre. Además de plantear serios
interrogantes acerca de las libertades civiles, esto también plantea preocupaciones
fundamentales sobre la posible eficacia de la actuación agresiva de la policía en el
mantenimiento del orden. El peligro es que aislará precisamente a las secciones de la
comunidad que más probabilidades tienen de proporcionar un “flujo de información” a
la policía sobre actividades ilegales. Paradójicamente, como concluyen Kinsey et al, “la
receta (de Wilson y Kelling) para que exista orden aumentaría, en realidad, el desorden
y el desapego al derecho” (1986:85).
Con todo, las aseveraciones de Wilson y Kelling sobre “el vínculo existente entre el
mantenimiento del orden y la prevención del delito” (1982:34) ha tenido gran influencia
en la prevención comunitaria del delito en la actualidad. Al hacerlo, han logrado revivir
con éxito el interés en la “comunidad” como unidad específica de análisis y, más
específicamente, en su rol clave de ejercer autoridad moral. Por lo tanto, han ayudado a
reorientar el debate y a alejarlo del foco único de los sistemas de control hacia, en
primer lugar, el poder y el dinamismo intrínsecos del control social informal, y, en
segundo lugar, las relaciones entre las fuerzas de autoridad formales e informales.
Los procomunitarios como Etzioni han desarrollado las ideas de Wilson y Kelling,
argumentando a favor de la necesidad de recibir la autoridad moral de las comunidades
y señalando la necesidad de que se ponga mayor énfasis en las responsabilidades
sociales más que en los derechos individuales. Un aspecto clave de la “comunidad”
como forma de control social informal, sostiene Etzioni, es su capacidad para transmitir
normas y regular conductas, en otras palabras, es obtener el cumplimiento de las normas
a través de la persuasión.
Las comunidades nos hablan con voces morales. Exigen derechos sobre sus miembros. En realidad, son la
fuente permanente más importante de voces morales después de la conciencia individual misma.
(Etzioni 1993:31)
Se sostiene que las comunidades fuertes pueden hablarnos con voces morales. El control
social consiste aquí en formas de persuasión sutiles y algunas veces directas (algunos
las denominarían “coerción”), que implican un sistema de premios y castigos para
fomentar el acatamiento de los valores y normas de conducta dominantes. De este
modo, las comunidades fuertes permiten a las comunidades ejercer la función policial,
más que el ejercicio de funciones policiales por parte de las fuerzas de seguridad sobre
la comunidad. Así, “cuanto más viables son las comunidades, menor es la necesidad de
ejercer funciones policiales” (Etzioni 1993:ix-x, la cursiva es del original). Hay aquí un
círculo virtuoso, inverso al círculo vicioso de Wilson y Kelling, por el que “más
'comunidad' equivale a menos delincuencia” (Crawford 1997.a: 152). Sin embargo, el
problema que tienen los procomunitarios es que la capacidad de la comunidad de ejercer
presiones sobre sus miembros es, simultáneamente, su atracción permanente y su
peligro constante. Pero ¿cómo sabemos si la 'persuasión comunitaria' está siendo
utilizada para fines positivos o negativos? Y, en éste último caso, ¿con qué criterio lo
juzgamos y buscamos regularlo?
La participación de los vecinos
La participación de los vecinos vincula aspectos de organización social con aspectos de
“ventanas rotas”. Existe una lógica “organizadora” cada vez mayor, generada por las
estructuras de la “participación”. También existe preocupación respecto de asegurar un
punto de contacto armónico entre los sistemas de control formales e informales, así
como respecto de resolver los espirales de decadencia. Sin embargo, el argumento que
se propone aquí es que “la mala fama” y los “procesos de deslizamiento” pueden y
deben encararse ofreciendo a los vecinos un “interés en el acatamiento de las normas” a
través de su participación en las decisiones sobre el barrio en el que viven e invirtiendo
en el “capital humano” de la localidad o del barrio de viviendas municipales de la zona.
El “sentido de comunidad” puede construirse al ofrecer a los vecinos algún elemento de
poder o influencia sobre su comunidad. El problema, empero, es ¿cuánto poder? La
noción misma de “tener un interés” en la comunidad, en este contexto, sugiere algún
tipo de intercambio, un nuevo contrato social en el que poderosos organismos e
instituciones cedan cierta cantidad de control a los vecinos.
La participación de los vecinos también tiene que ver con los enfoques preventivos de
policía y de seguridad ciudadana orientados a la resolución de problemas. A fin de
prestar un servicio genuinamente orientado a la resolución de problemas más que
basado en fines, estructuras y esquemas organizacionales existentes, es necesario que se
maneje buena información sobre la naturaleza del problema (Goldstein 1979, 1990);
Wilson y Kelling 1989). La participación de los vecinos puede ser una forma útil de
obtener información sobre el delito y otros problemas sociales relacionados, que de otra
manera les sería difícil obtener a las instituciones y una forma de cambiar la manera de
pensar de las instituciones sobre ciertos problemas. En este sentido, se argumenta que
las estrategias dirigidas requieren una mejor comprensión de las necesidades y de los
problemas locales. La información, como ocurre en el caso de la actuación policial,
puede ser un aspecto crucial de la prestación eficaz de servicios y puede estar
directamente vinculada a la confianza pública, que la “participación de los vecinos” se
propone mejorar. De este modo, la participación de los vecinos debería conducir a la
obtención de mayor información por parte del público, que es un componente esencial
de una actuación policial eficiente, lo que a su vez debería generar mayor confianza, etc.
Por lo tanto, una parte importante de la participación comunitaria tiene que ver, muchas
veces, con mejorar las relaciones y la comunicación eficaz entre los vecinos y las
instituciones formales, especialmente la policía. En general, los enfoques “dirigidos”
están vinculados o asociados con la descentralización de la toma de decisiones y la
prestación de servicios. El argumento es que los problemas sociales, tales como el
delito, son en gran medida cuestiones locales y, por lo tanto, los organismos necesitan
tener cierta sensibilidad frente a esta dimensión local, mediante estructuras basadas en
la comunidad.
La participación de los vecinos puede funcionar como un modo de conectar los sistemas
formales de control con el control social informal, de manera que se apoyen entre sí, en
vez de entrar en conflicto unos con otros. En Gran Bretaña, se ha puesto mucho
esfuerzo en la participación de los residentes en barrios de vivienda municipales y las
autoridades locales, propietarias de las viviendas. Esto se ha debido a la gran cantidad
de barrios de viviendas construidas por el estado en el período de posguerra y por el
hecho de que algunos barrios de viviendas tienen altas tasas de criminalidad. No ha
contribuido mucho la idea, cada vez más generalizada, de que estos barrios son
“residuales”, idea desarrollada especialmente después de la sanción de la legislación de
la década de 1980 que respalda el “derecho a adquirir vivienda”, que condujo a la venta
del veinticinco por ciento de las acciones nacionales y que concentró a parte de los
grupos menos aventajados desde el punto social en viviendas estatales.
Los acontecimientos más innovadores en este aspecto fueron posibles gracias a
NACRO, la Unidad para Barrios más Seguros (Safe Neighbourhoods Unit, SNU) y el
Proyecto de Barrios de Vivienda Prioritarios (Priority Estates Project, PEP). Se cree
que la conexión esencial que existe entre la participación de los vecinos en la
administración de los barrios de viviendas y la prevención del delito es que el delito y
las conductas antisociales se ven afectadas por la capacidad de los residentes de ejercer
un control social informal sobre su comportamiento en el barrio. Se piensa que la
capacidad de los vecinos de hacerlo depende de la confianza de la sociedad en sí misma,
obtenida gracias a un mayor compromiso con el barrio y, consiguientemente, un mayor
interés por las condiciones y las normas de comportamiento en el barrio.
Sin embargo, la “participación de los vecinos” puede adoptar distintas formas, desde la
participación activa y el nuevo poder de la comunidad en el proceso de toma de
decisiones, en un extremo, hasta formas débiles de consulta y ejercicios de relaciones
públicas, en el otro. En realidad, éstas son a menudo iniciativas verticalistas que se
ocupan de movilizar al “público” para que apoye a los organismos formales existentes.
Estas iniciativas representan una forma de “estrategia de responsabilización”, por la que
la “participación” se limita a los organismos formales de justicia criminal, tales como la
policía, y a educar a la comunidad en sus responsabilidades y sus expectativas legítimas.
Hasta cierto punto, esta ha sido la experiencia de muchos de los Grupos Consultativos
Comunitarios de la Policía (Police Community Consultative Groups o PCCGs), creados
como respuesta a las recomendaciones del Informe Scarman a principios de la década
de 1980 y con algún amparo legislativo limitado en la sección 106 de la Ley de Pruebas
Penales y Policía de 1984, contenida ahora en la sección 96 de la Ley de Policía de
1996. La legitimación es un componente clave del ejercicio con respecto a los
organismos formales de justicia penal (Morgan 1989). Aquí, la responsabilidad se
dispersa pero el poder queda claramente en las manos de cuerpos profesionales ya
creados.
Resulta interesante que las personas que participan en estas iniciativas a menudo tengan
expectativas mayores y una apreciación diferente de su participación que los
organismos formales. Ellas ven su relación con las instituciones formales como entes
que les proporcionan un vínculo directo con la policía y con otras instituciones de
justicia criminal, así como un medio para influir en ellas. Es posible que esto explique el
hecho de que la asistencia y participación en estas instancias de consulta tienda a ser
esporádica y difícil de mantener. Por lo tanto, este tipo de iniciativas frecuentemente
plantean cuestiones problemáticas sobre la naturaleza y extensión de la participación, la
representación y la rendición de cuentas, que consideraremos en el capítulo siguiente.
Las instituciones intermedias
Recientemente se ha reavivado el interés en el rol de las instituciones intermedias en la
regulación de la conducta. Esto ha llevado a la implementación de planes de prevención
comunitarios cuya función es la creación de instituciones intermedias entre las
estructuras formales de ejercicio de la función policial, de control y autoridad y las
instituciones informales de la sociedad civil tales como la familia, la escuela, los grupos
de personas de la misma edad y las asociaciones comunitarias. Shaw y McKay pusieron
un énfasis considerable en la construcción de las instituciones sociales en el seno de la
comunidad. Para ellos el rol primario de estas instituciones fue el de agentes
socializadores. El nuevo énfasis en las “instituciones intermedias” difiere del análisis de
la escuela de Chicago en que ve a estas instituciones, en primer lugar, como organismos
de regulación en sí mismos. El objetivo es la creación y la reconstrucción de estratos de
cuerpos intermedios, dentro de la sociedad civil, que se interponen entre el estado y el
individuo y que tienen la capacidad de ejercer la autoridad suficiente como para
funcionar como agentes de control social. En otras palabras, se ocupan de la
autorregulación del delito y del comportamiento antisocial en la comunidad. Desde un
punto de vista ideal, estas instituciones deberían poder hacerlo sin invocar la
intervención directa de instituciones formales y estaduales con autoridad. Sin embargo,
operan bajo la “sombra del estado” y, por lo tanto, cumplen una función secundaria, en
los casos en los que la autorregulación fracasa o es insuficiente, lo que significa actuar
como conducto hacia los organismos formales de control. Algunos ejemplos de
instituciones intermedias son los planes de mediación comunitaria, los encargados o
consorcios de los barrios de viviendas municipales y distintas formas de “policía
privada”, incluyendo guardias de seguridad, patrullas de vecinos y grupos de vigilancia.
Irónicamente, el resurgimiento de este interés se ha manifestado en un momento en el
que muchas instituciones intermedias han entrado en decadencia. Muchas instituciones
regulatorias, tales como los guardianes de plazas, guardias de ómnibus y de estaciones,
que alguna vez fue común encontrar en lugares públicos, han prácticamente
desaparecido.
Las instituciones intermedias, por lo tanto, actúan en primera instancia como
organismos informales de policía y/o mecanismos informales de resolución de
conflictos pero pueden también funcionar como organismos de referencia que recurren
al sistema formal cuando lo consideran necesario. Sin embargo, no debe darse por
sentado que existirán relaciones entre las instituciones intermedias y las instituciones
formales. Si bien en general cooperan y se complementan - en particular cuando son
creadas o parcialmente fundadas por el estado - pueden resultar conflictivas y hostiles.
Esto se ha vuelto más confuso por el increíble crecimiento de un “mercado de servicios
de seguridad” y la participación expansiva del sector privado en las tareas de la policía.
La investigación de las formas de policía privada ha puesto en evidencia un complejo
conjunto de interconexiones y relaciones sociales entre el estado y la sociedad civil, por
el que las instituciones intermedias no son siempre los “socios menores” del estado ni
parte de “una gran red disciplinaria”, sino que constituyen nuevas esferas “híbridas” con
su compleja lógica propia (Shearing y Stenning 1987.b; Johnston 1992; Shearing 1992).
La forma en que se despliega esta lógica depende de distintas relaciones sociales,
sectoriales e ideológicas.
Existe una división ideológica importante entre los argumentos a favor de las
instituciones intermedias y las implicancias políticas. Desde una perspectiva neoliberal,
el rol de las instituciones intermedias se relaciona con la reducción del estado y la
liberación de los emprendimientos grupales e individuales. Esto es parte de la ideología
de la privatización, en la que el alcance de la acción voluntaria se expande y avanza a
medida que el rol del estado se contrae. El Instituto de Asuntos Económicos -un equipo
influyente de intelectuales de derecha- ha sugerido el establecimiento de incentivos
impositivos para alentar a las personas y a las comunidades para contratar policía
privada (Pyle 1995:61). Desde una perspectiva más radical, las instituciones
comunitarias son vistas como la fuente del activismo popular y como un desafío a un
estado injusto. Ellas representan un espacio para desafiar las estructuras de desigualdad
de sexo, raza y clase, así como para apoyar la reciprocidad y el nuevo poder de las
comunidades. Una línea intermedia, que toma algo de estas dos posiciones, es el
programa comunitario, que sostiene que:
más que depender de la policía para que resuelva nuestros problemas con respecto al delito, la sociedad
debe asumir más responsabilidades sobre sí misma. Pero esto significa crear instituciones intermedias
eficaces en la sociedad civil así como vínculos con la policía que permitirían el ejercicio de tareas
policiales de prevención por la sociedad misma. Uno de los roles principales de la policía debería ser el
fortalecimiento de las fuentes de autoridad en la sociedad, para fortalecer la capacidad de la sociedad para
hacer de su propia policía.
(Leadbeater 1996:25)
Hay interrogantes no resueltos sobre si las “instituciones intermedias” de este tipo
realmente reducen o aumentan el trabajo de los organismos formales por medio de un
proceso de “ampliación de redes” (Cohen 1985), por el que el sistema formal
meramente se expande por medio de instituciones informales. También existen
preocupaciones reales acerca de los intereses y los propósitos adelantados por estas
“instituciones intermedias”. Puesto que si no son organismos “públicos”, sino
“híbridos” o “privados”, ¿hasta qué punto podrían los intereses “privados” o
“comunitarios” entrar en conflicto con la idea de lograr la consecución de “objetivos
públicos”? Esto plantea serios interrogantes sobre la justicia social - más que la local o
privada - a la que me volveré a referir en el Capítulo 8.
La política económica de la comunidad
Como señala Hope, la paradoja central de gran parte de la prevención comunitaria del
delito, surge “del problema de intentar construir instituciones comunitarias que
controlan el delito frente a su falta de poder para soportar las presiones en la comunidad
respecto de la criminalidad, cuya fuente, o las fuerzas que la sostienen, derivan de una
estructura social más amplia” (1995.a:24). Mientras que el enfoque comunitario del
CAP fue diseñado para contrarrestar los problemas creados por el crecimiento dinámico,
investigaciones más recientes han buscado destacar la importancia de los cambios en la
dinámica de los mercados urbanos más amplios, estimulados por las políticas y
decisiones del sector privado o público (Taub et al. 1984: Bottoms et al. 1992). La
importancia de la política de vivienda plantea el siguiente interrogante: ¿qué procesos
sociales y económicos permiten y alientan la movilidad en los mercados de vivienda?
La política de vivienda puede influir y estructurar el deseo y/o la capacidad de los
vecinos de mudarse a otros barrios de viviendas municipales. Puede también tener
influencia en la forma en que se crea y mantiene la mala reputación de algunas zonas y
barrios de viviendas por medio de procesos de estigmatización.
Una de las formas en que las ideas de prevención comunitaria han sido desarrolladas
productivamente en los últimos años por los criminólogos británicos y estadounidenses
es a través del concepto de las “carreras criminales comunitarias” (Bottoms y Wiles
1986; Reiss 1986). Este concepto aleja la atención de un foco más o menos
“comunitario” como clave de la criminalidad y la acerca a una comprensión de los
patrones delictivos del barrio como un todo complejo. Una “carrera criminal
comunitaria” es la totalidad de las consecuencias, intencionales o no, de la forma en que
una cantidad de actores interactúan en un proceso histórico (Bottoms y Wiles 1992:25):
a fin de comprender y explicar el comportamiento criminal de los vecinos de zonas determinadas, resulta
vital considerar quién vive en esas zonas; por qué fue que se instalaron allí en primer lugar; qué tipo de
vida social han creado los residentes; cómo reaccionan los demás (incluyendo los organismos oficiales);
por qué siguen viviendo en esas zonas y por qué no se han ido.
(Bottoms et al. 1992:122)
La idea de “carreras criminales comunitarias” señala la importancia de comprender las
relaciones sociales dentro de la zona. Lo que es más importante, en particular a la luz de
las críticas a la escuela de Chicago, es que también busca mostrar cómo el medio
socioeconómico, principalmente el mercado urbano, moldea esas relaciones. En
consecuencia, la prevención comunitaria del delito eficaz necesita basarse en una
comprensión de los procesos interactivos descriptos más arriba, dentro de una zona
determinada.
Esto ha hecho que los comentaristas consideraran la economía política de la prevención
comunitaria, que se centra tanto en las relaciones de poder internas como externas y en
la forma en que éstas últimas se interrelacionan o entran en conflicto con las primeras.
Hope (1995.a) traza una distinción útil entre las dimensiones de poder horizontales y
verticales. La dimensión horizontal incluye “las relaciones sociales entre individuos y
grupos que comparten un espacio residencial común” y se refiere a “las expresiones de
afecto, lealtad, reciprocidad o dominio, a menudo complejas” (Hope 1995.a:24). La
medida en que las personas en una comunidad pueden relacionarse entre sí en este
sentido influirá considerablemente en la eficacia de cualquier programa de prevención.
La dimensión vertical, en cambio, se refiere a “las relaciones que conectan las
instituciones locales a las fuentes de poder y los recursos en la sociedad civil más
amplia de la que se reconoce que el barrio forma parte”. Es esta dimensión vertical la
que ha sido descuidada por gran parte de la prevención comunitaria del delito, y, sin
embargo, ambas dimensiones necesitan apoyarse mutuamente para que la prevención
del delito sea eficaz:
Mientras que los principales mecanismos para el mantenimiento del orden pueden expresarse en primer
lugar a través de la dimensión horizontal, la fuerza de esta expresión - y, por lo tanto, su eficacia en el
control del delito - deriva, en gran medida, de las conexiones verticales que los residentes de los barrios
tienen con los recursos extracomunitarios.
( Hope 1995.a: 24, la cursiva es del original)
Hope (1995.a:72) señala luego que gran parte de la prevención comunitaria se ha
concentrado en los “valores de uso” de las zonas residenciales - incluyendo los
beneficios que surgen de la convivencia entre vecinos, las redes informales de apoyo, y
la sensación de identidad, seguridad y confianza - pero han ignorado la dinámica del
“valor de intercambio” del barrio - cómo valoran las propiedades los vecinos, inversores
y propietarios futuros. Lo importante es que esto último puede servir para socavar o
perjudicar lo primero. Mientras que poner énfasis en el uso de valores tiende a dirigir la
atención hacia las cualidades intrínsecas de determinados barrios, con consecuencias en
su patologización, los valores de intercambio dirigen la atención a la posición que una
comunidad tiene en el marco urbano más amplio. Es hacia el poder vertical de las
comunidades locales y la forma en que ésta surte efectos en las dinámicas horizontales
que se orienta la investigación sobre la prevención del delito de la “economía política de
la comunidad”
Casos de estudio de la prevención comunitaria del delito A la luz de las explicaciones expuestas anteriormente sobre la relación entre la
“comunidad” y la prevención del delito, consideremos ahora algunos casos de estudio
que han buscado institucionalizar algunos aspectos de estos enfoques.
La administración basada en barrios de viviendas municipales - el Proyecto de
Barrios de Viviendas Prioritarios (Priority Estates Project)
El Proyecto de Barrios de Viviendas Prioritarios (PEP) fue creado en 1979 como un
DoE conjunto y un experimento de la autoridad local en un intento por mejorar los
barrios de viviendas de mala reputación. El PEP es una consultora que trabaja con las
autoridades locales y los residentes (inquilinos) para generar cambios en la prestación
de servicios de vivienda locales y su gerenciamiento y para consultar a los residentes
sobre la administración de sus barrios. Los objetivos esenciales fueron (Power 1984):
1. crear una oficina de administración local
2. hacer responsables a los propietarios por el alquiler de sus viviendas y las
reparaciones en ellas y por la supervisión del estado del medio ambiente del barrio
3. darle a los inquilinos la oportunidad de ejercer el máximo de control posible de sus
hogares y barrios.
Esta asociación entre quienes administran las viviendas y los inquilinos se ha traducido
en un modelo establecido, con los siguientes diez elementos clave: oficina local,
reparaciones locales; arrendamientos localizados; control local del pago de alquileres
atrazados; presupuesto del barrio; encargados con residencia en el barrio; participación
de los inquilinos; coordinación y vinculación con otros servicios y organismos;
supervisión del rendimiento y de la capacitación. Este modelo pone mucho énfasis en la
consulta regular a los inquilinos, así como en su participación en grupos de
asesoramiento y administración. Sin embargo, debería tenerse en cuenta que el modelo
constituye un “plan de acción” que depende en gran medida de cómo se lleva adelante y
de cómo se adapta en cada situación local.
Aunque el PEP no tuvo originalmente la intención de causar una disminución del delito,
parece haber tenido consecuencias reales en los índices de criminalidad. Por ejemplo,
entre 1983 y 1985 en el barrio Broadwater Farm en Haringey, un barrio extenso con una
población de alrededor de 3500 personas, los índices de robo en vivienda cayeron en un
78 por ciento, los delitos relacionados con automotores disminuyeron en un 61 por
ciento y los delitos más graves, un 49 por ciento. A pesar de los disturbios en el barrio,
ocurridos en 1985, el delito siguió disminuyendo. En 1987 el barrio fue descripto por
un oficial superior de policía como “probablemente, el lugar más seguro de Tottenham”
( SNU: 1993: 57). El barrio representaba el 1 por ciento del delito de la zona, a pesar de
albergar al 3,5 por ciento de los habitantes del lugar. Además del modelo PEP, el
proyecto incluyó un plan de creación de empleos en el barrio que generó 120 empleos
para 1989. En 1995, se llevó adelante la idea de la “administración conjunta”, con la
firma de un “acuerdo barrial” entre los habitantes y el consejo local, según el cual los
representantes de los residentes se reúnen con funcionarios municipales jerárquicos una
vez cada dos semanas para discutir aspectos del progreso del programa que prevé gastos
por 33 millones de libras, a implementarse entre 1993 y 2001. En el barrio ya no es
“difícil alquilar” y hay pocas viviendas desocupadas por vez ( Power 1997).
En un sentido más amplio, se estimó que, de 20 barrios PEP -con altos índices de
criminalidad- el vandalismo y los niveles de inseguridad disminuyeron en 15, después
de la introducción del sistema de administración de los barrios por sus propios
habitantes (Power 1987). Después de casi 15 años, a pesar de que el delito siguió siendo
una cuestión importante en los barrios PEP, muchos de los problemas se han reducido o
están siendo contenidos, a pesar de que la polarización de los barrios ha aumentado
considerablemente. Como resultado de la encuesta llevada a cabo en 1994, tanto los
administradores como los residentes de la mayoría de los barrios pensaron que el
problema del delito se habían reducido o, al menos, no había empeorado en los seis años
anteriores a la encuesta ( Power y Tunstall 1995:57).
Hope y Foster (1992) llevaron a cabo un estudio detallado de dos barrios PEP en Hull y
Londres, utilizando encuestas para los residentes del tipo “antes y después” así como
métodos de investigación etnográfica. Estos autores encontraron una cantidad de
ejemplos de reducción del delito en ambos barrios, contrariamente a lo que ocurrió en
dos barrios “de control” comparables. Los robos en vivienda en uno de los barrios se
redujeron en el período en el que se realizó el estudio, mientras que aumentaron en la
zona “de control”. Hope y Foster llegaron a la conclusión de que “estos ejemplos
sugieren que el modelo PEP tiene un potencial real para reducir el delito” ( Foster y
Hope 1993:x). Sin embargo, advierten que los resultados exitosos fueron sólo parciales,
en el sentido de que ocurrieron en alguno de los barrios experimentales, o sólo para en
algunas zonas o para algunos grupos de habitantes específicos dentro de cada barrio.
También descubrieron que el efecto de los cambios en la administración, junto con
modificaciones ambientales y cambios en la asignación de habitantes al barrio y el
recambio de habitantes, sirvieron para alterar la cultura interna de los barrios. En uno de
los barrios, esto produjo una intensificación tanto del control social como de la
criminalidad - que se manifestaba en la existencia de redes criminales y en una cultura
de apoyo que sostenía esas redes. Estas “fuerzas antagónicas” hallaron expresión en
conflictos entre distintos grupos de residentes. En este sentido, un elemento esencial
fueron las políticas de asignación de viviendas: había habido un influjo de jóvenes
pobres hacia el barrio durante el período experimental. Foster y Hope (1993:88) señalan
la dificultad para quienes administran las viviendas de intentar utilizar la asignación de
viviendas para evitar la concentración de problemas sociales, puesto que existe la
necesidad de implementar varias políticas al mismo tiempo, de igualar la provisión de
viviendas en un barrio determinado a la demanda de inquilinos potenciales existente, y
de intentar mantener todas las viviendas ocupadas.
Planes de portería en monoblocks
El rol del encargado del edificio y de quienes realizan trabajos afines sigue siendo
considerablemente vago. En cierto sentido, se supone que cumplen la función de un
oficial de policía informal o de una institución intermedia que combina el control físico
sobre la entrada, la supervisión (más o menos confiable que un circuito cerrado de
televisión) y una presencia humana simbólica, con la capacidad de intervenir en
situaciones conflictivas. En otro sentido, pueden ser vistos como negociadores de
conflictos que resuelven disputas internas, rol que se extiende potencialmente a una
función menor de “asistencia ciudadana”. Esta falta de claridad en sus roles es también
uno de los aspectos positivos del papel que desempeña el encargado, dado que es
probable que altere ciertas diferencias en circunstancias locales, así como que cambie
con el transcurso del tiempo para cumplir con expectativas nuevas y diferentes.
En 1992, el DoE le encargó al SNU llevar a cabo la evaluación de una serie de planes
que incluían la contratación de encargados o el ingreso controlado en una serie de
edificios (Farr y Osborne 1997). Este caso de estudio destaca la interesante interrelación
que existe entre intervenciones tecnológicas y humanas. Los quince planes del estudio
de evaluación fueron divididos en tres tipos:
• los planes “basados en tecnología”, que dependían de ella - sobre todo de circuitos
de televisión cerrados - más que de la presencia de personal que cumpliera las
funciones de encargado del edificio;
• los planes de “supervisión intensiva”, que preveían que el personal (encargado)
residiera en cada uno de los edificios.
• Los proyectos de “supervisión dispersa”, en los que el personal residía en una
unidad de un complejo de edificios vinculados por circuitos de televisión cerrados.
El estudio de investigación, llevado a cabo entre 1992 y 1995, buscó evaluar el impacto
de las intervenciones sobre los niveles de delincuencia y la preocupación por el delito,
así como la posibilidad de alquilar de las viviendas, el desempeño de la administración
y la eficiencia en los arreglos, los niveles de satisfacción de los vecinos y la
participación de los residentes en “asuntos comunitarios”. Los resultados de la encuesta
señalan que los planes que se basan en la tecnología más que en la presencia de personal
pueden simplemente proporcionar una respuesta satisfactoria en aquellos lugares en los
que la población es relativamente estable, en la que los vecinos son, en general,
personas maduras o mayores y donde hay pocos niños. Cuando se este equilibrio se ve
dañado, se ponen en evidencia las limitaciones de las invenciones tecnológicas. Por el
contrario, los planes de “supervisión intensiva” parecían ser consistentemente los más
eficaces tanto respecto de las mejoras en materia de seguridad, administración y
satisfacción de los vecinos en circunstancias razonablemente difíciles como de la
contención de problemas en circunstancias difíciles. Sin embargo, los planes de
“supervisión intensiva” resultaron los más caros de los tres.
Los planes de “supervisión dispersa” parecieron correr distintas suertes. La realización
de mejoras fue mayor en el edificio de “control”, donde residía el encargado, que en los
edificios “periféricos”. Los planes más eficaces tendían a emplear mucho personal y su
funcionamiento era, por lo tanto, más oneroso. Esto parecería poner en duda la idea de
que los proyectos de “supervisión dispersa” pueden funcionar como versiones más
económicas de los planes de “supervisión intensiva”.
En consonancia con otros resultados de investigaciones (Bottoms et al. 1992), Farr y
Osborne señalaron que los planes más exitosos eran aquellos en los que la contratación
del encargado estaba acompañada por cambios en las políticas de asignación de
viviendas. Los planes de portería, argumentan los autores, no parecen resolver por sí
mismos los problemas creados por el mal desempeño de la administración o por la
implementación de políticas de asignación inadecuadas. Sin embargo, sí parecen crear
las condiciones para que la administración y las asignaciones de viviendas puedan ser
eficaces. Dado el amplio papel otorgado a los encargados, o lo mucho que se espera de
ellos, los autores recomiendan prestar mayor atención a las necesidades de
capacitación, tanto en cuanto a recursos humanos como tecnológicos, en particular,
cuando los encargados sean responsables por el manejo de sistemas de televisión
cerrados. El papel de la tecnología y su relación con la función del encargado sigue
siendo una cuestión muy debatible. Los autores concluyen que:
Es necesario cuestionar la finalidad del soporte tecnológico. Por ejemplo, la finalidad de instalar las
cámaras de circuitos de televisión cerrados para monitorear halls de entrada y ascensores parece ser claro
cuando los encargados o de personal afín residen en el edificio en cuestión. En estas circunstancias, los
sistemas constituyen claramente un apoyo administrativo aunque el plan no se basa en su funcionamiento.
Sin embargo, cuando estos sistemas se usan para extender el alcance de las funciones del personal que
reside en un edificio determinado, se convierten en sustitutos de la presencia de personal y el plan, tal
como fue concebido, no puede funcionar si el equipo falla. Desgraciadamente, como demuestran los casos
estudiados, el equipo tiende a fallar por problemas de diseño, mal mantenimiento o vandalismo.
(Farr y Osborne 1997)
Un proyecto que toma a la víctima como eje Como consecuencia del interés que despierta la victimización múltiple, ha habido una
mayor conscientización acerca del potencial de los proyectos comunitarios que buscan
prevenir el delito desde la perspectiva de la víctima. En consecuencia, algunos
proyectos han buscado utilizar la victimización como medio de dirigirse a las redes de
apoyo comunitarias, a fin de reducir el impacto de la victimización, reducir la
victimización múltiple y el miedo al delito y estimular la autoayuda y la creación de
redes entre vecinos.
Uno de estos proyectos fue creado por la Unidad de Prevención del Delito y de Apoyo a
la Víctima en un barrio de vecinos de pocos recursos, de alrededor de mil viviendas, en
centro de una ciudad. Una gran proporción de los vecinos sufría amenazas y hechos de
violencia interpersonal. Una encuesta había mostrado un elevado nivel de miedo al
delito en el barrio, particularmente entre las mujeres, y un bajo nivel de interacción
social formal entre los residentes. Un tercio de los vecinos no tenía amigos que vivieran
en el barrio. Por lo tanto, el objetivo del proyecto fue “desarrollar la comunidad” por
medio de cuatro estrategias prácticas (Sampson y Farrell 1990):
• reuniendo un grupo de trabajo entre diversos organismos;
• estableciendo sistemas de vigilancia - similares a los sistemas tipo “capullo”
utilizados en el proyecto del barrio Kirkholt, en el que se les pidió a los vecinos que
“envolvieran” una víctima para protegerla y evitar que fuera victimizada
nuevamente;
• Creando un grupo de madres y niños de corta edad;
• Creando un esquema de mediación comunitaria.
Se contrataron dos trabajadores part-time para la implementación de estas estrategias y,
más adelante, el proyecto agregó una quinta estrategia para la “vigilancia de cuadras”.
Los trabajadores se propusieron estimular la comunicación de la producción de estos
delitos por parte de las víctimas o de sus vecinos a fin de proporcionar apoyo a todas las
víctimas independientemente de si el hecho había sido denunciado a la policía.
El proyecto es un buen ejemplo de algunos de los problemas asociados con la
implementación de planes de prevención comunitaria. El delito y el miedo al delito no
se vieron afectados significativamente, aunque se ofreció ayuda práctica a las víctimas
para asistirlas en la resolución de sus dificultades emocionales. El grupo intersectorial
se empantanó con conflictos sobre autonomía, poder y control ( ver Capítulo 5). Los
“sistemas de vigilancia” nunca fueron implementados, sea porque resultaron
inaceptables para los residentes, especialmente por el alto nivel de desconfianza, o
porque los trabajadores del proyecto no fueron capaces de “vender” la idea y convencer
a los vecinos a participar. La “vigilancia de cuadras” tuvo problemas similares. Los
vecinos tendieron a sentirse seguros sólo en sus propios departamentos y fueron reacios
a participar en intercambios con otros en zonas comunes. La experiencia de intentar
establecer un sistema de vigilancia fue que supervisar los departamentos de los vecinos
no generó en sí mismo un sentimiento de “solidaridad vecinal” o de espíritu
comunitario. El autor del informe de la investigación concluyó que: “Estos resultados
sugieren que la seguridad comunitaria puede ser un prerrequisito para la existencia de
mayor solidaridad entre vecinos puesto que esto daría a los residentes un lugar seguro y
común en el barrio en el que podrían interactuar” ( Sampson 1991:24). El grupo de
madres y menores de corta edad tenía como finalidad actuar precisamente como un
lugar de este tipo, en el que los residentes podrían reunirse en un contexto colectivo. Sin
embargo, el grupo tuvo “una vida corta y llena de conflictos”. Hubo problemas entre las
madres y los trabajadores del proyecto y dentro de la asociación de vecinos ( cuyo
departamento fue utilizado por el grupo). La historia del grupo demostró “cómo los
planes de prevención del delito pueden servir para aumentar los conflictos sociales y
proporcionar un lugar para el despliegue de luchas por el poder” ( Sampson 1991:30).
Por último, la mediación comunitaria fue aceptada como medio valioso con el potencial
de reducir los conflictos locales y las hostilidades concomitantes que generan los
problemas con los vecinos. La mediación comunitaria recibió el apoyo de un servicio de
mediación local. Sin embargo, pocas de las remisiones de casos al plan fueron hechas
por el propio barrio.
A pesar del poco éxito del proyecto existen lecciones importantes que pueden
aprenderse de él. El plan demostró el dilema esencial de la “implementación” de un
proyecto de prevención del delito en una comunidad desde fuera. También ilustró el
hecho de que la falta de cualquier infraestructura comunitaria formal dificulta el
desarrollo de instituciones comunitarias. Por otra parte, mostró que los conflictos
intracomunales pueden servir para perjudicar los proyectos de prevención del delito. En
este barrio, algunos de estos conflictos reflejaron divisiones de género, raza y edad,
mientras que otros se relacionaban con distintos estilos de vida, valores dispares y
discusiones sobre el uso del espacio en el barrio. Por último, el proyecto puso en
evidencia la dificultad de trabajar en prevención del delito en un barrio con problemas
múltiples (no había un problema común, a diferencia de lo que ocurrió en el barrio de
Kirkholt), con recursos limitados e insuficientes.
La cámara comunitaria de San Francisco La mediación comunitaria ha sido vista por sus defensores como un medio de devolver
el control de los conflictos locales a las comunidades mismas. Se basa en la creencia de
que los sistemas jurídicos profesionalizados le han “robado” los conflictos a las propias
partes interesadas que son relegadas al rol de observadores pasivos en el procesamiento
de su conflicto (Christie 1977). Este “robo” quita a las partes su participación en lo que
se ve como un proceso socialmente constructivo: el de resolución de conflictos. La
mediación comunitaria, entonces, constituye una institución intermedia preeminente,
diseñada para posibilitar y facilitar la autorregulación, fundada en una crítica de los
sistemas de regulación formales. Se considera que los planes tienen como función
devolver a la comunidad la capacidad de resolver sus propios conflictos y de esa manera
fortalecer los lazos informales de la comunidad. Como consecuencia, se conectan con
una ideología más amplia de asignación de poder a la comunidad y de “transformación
social” (Harrington 1993).
La cámara comunitaria de San Francisco (SFCB) ha sido el ejemplo más destacado de
los programas de mediación comunitaria, y el que ha contado con mejor financiación y
se ha basado en mejor información. Fue creado en 1977 por Raymond Shonholtz, su
carismático fundador, que se retiró en 1987. Tal como ocurrió con otros planes, buscó
aplicar procedimientos conciliatorios a una gran variedad de problemas barriales como
alternativa a los tribunales. Estos “problemas” podían no implicar violaciones a la ley
penal desde un punto de vista técnico pero es posible que tuvieran el potencial de
convertirse en problemas más graves. Así, una de sus finalidades centrales fue la
intervención temprana y la reducción del malestar y de las hostilidades entre personas
que se conocían (Shonholtz 1993). Como en el caso de otros planes, utilizó voluntarios
de la comunidad como mediadores para que actuaran como terceros para facilitar la
comunicación entre dos (o más) partes en conflicto. El SFCB fue fundado en un
entendimiento de comunicación en la que los conflictos de intereses y derechos se
transformaban en cuestiones de sentimientos y relaciones. El SFCB adoptó una relación
particularmente antagónica frente al sistema jurídico formal del estado, en una medida
mayor que muchos planes de mediación comunitaria (Shonholtz 1987).2
Resulta difícil evaluar el impacto de planes de este tipo en las tasas de criminalidad
locales, particularmente porque muchas veces tienen que ver con relaciones existentes
desde hace mucho tiempo que pueden o no haberse agravado. Estos son frecuentemente
el tipo de conflictos que no suelen denunciarse a la policía. Sin embargo, existen
pruebas de investigación de que los planes como el del SFCB presentan altas tasas de
satisfacción en términos de la experiencia de las partes en el proceso de mediación
mismo. Los acuerdos a los que llegan las partes en la mediación comunitaria tienden a
2 Más recientemente, el SFCB ha adoptado una visión más estricta de su finalidad, más orientada a prestar
servicios de resolución de conflictos y menos orientada a reformar las comunidades.
ser más duraderos y respetados por las partes que los acuerdos logrados en el sistema de
justicia formal (DuBow y McEwen 1993). Sin embargo, la investigación también ha
señalado la incongruencia entre la retórica y la práctica de la mediación comunitaria. El
volumen de casos que pasan por la mediación comunitaria sigue siendo muy pequeño y
su impacto en la comunidad más amplia es marginal. La conclusión algo pesimista a la
que llegó Yngvesson, en relación al SFCB, fue que “un mayor poder en la comunidad es
posible sólo para algunos voluntarios privilegiados de la “comunidad interna”, más que
para la “comunidad de vecinos” externa” (1993: 381). A pesar de la crítica ideológica
de los sistemas de justicia formal, la mediación comunitaria tiende a reproducir muchos
de los símbolos, rituales y procedimientos que derivan de la ley del estado. Tiende a
operar en “las sombras de los tribunales de justicia”, dependiendo a menudo de
organismos formales para la remisión de casos o para su financiación. La experiencia de
la mediación comunitaria ha tendido a ser de grandes ideales, dificultades prácticas de
financiación y aspiraciones truncas. Sin embargo, muchos planes de mediación
comunitaria, inspirados en la labor del SFCB, han sido creados en el Reino Unido, tales
como el Southwark Mediation Centre, el Newham Conflict and Change Project y en
Sandwell Mediation Scheme, que existen bajo una organización madre: Mediation UK.
La policía comunitaria
Muchos planes organizacionales han sido denominados “policía comunitaria” pero
existe poco acuerdo respecto de lo que esto significa. En un extremo, la “policía
comunitaria” puede ser simplemente cualquier cosa que mejore las relaciones y la
confianza entre la policía y la comunidad local. Esencialmente, es una filosofía acerca
de la función de la policía que intenta definir un nuevo tipo de relación entre la ésta y el
público, aunque sólo sea a nivel retórico. Como tal, encarna una crítica implícita de la
función tradicional de esta fuerza. Es posible que esto explique por qué muchos de los
experimentos sobre la policía comunitaria tanto en el Reino Unido como en los Estados
Unidos nunca han sido implementados debido a la resistencia pasiva que existe por
parte de los policías mismos, en particular, entre los agentes de bajo rango, y los
obstáculos institucionales (Rosenbaum 1994). En Gran Bretaña, Fielding (1995) ha
señalado los obstáculos institucionales que existen en la policía que tienden a detener
los experimentos sobre policía comunitaria en las primeras etapas de su desarrollo. De
este modo, traducir los ideales a la práctica ha demostrado ser problemático y a pesar de
las abundantes referencias a la “policía comunitaria”, existe poco acuerdo y pocas
pruebas de lo que se hace en realidad.
Al repasar la experiencia británica Weatheritt (1993:126) distingue tres características
que definen en gran parte lo que pasa por “policía comunitaria”:
• el mayor uso de policía a pie y la asignación de oficiales a ciertas zonas geográficas
sobre las que tienen responsabilidad permanente
• el desarrollo de las asociaciones para la prevención del delito
• el establecimiento de estructuras y procesos para la consulta de comunidades locales
sobre las prioridades y problemas que presenta su comunidad
Con seguridad, la estrategia organizacional más popular para lograr estos tres elementos
de la policía comunitaria es la “descentralización”, que en Gran Bretaña ha sido
denominada “sectorialización” o “vigilancia por sectores” (Dixton y Stanko 1995) y “la
policía para la resolución de conflictos” ( Leigh et al. 1996)
Existen algunas pruebas de que el mayor uso de policía a pie y el mayor número de
oficiales comunitarios asignados a una zona en particular tiene gran aceptación en la
sociedad. Sin embargo, existen pocas pruebas acerca del impacto que tienen sobre los
niveles de criminalidad o incluso sobre el miedo al delito. Un estudio de Wycoff y
Skogan (1994) sobre policía comunitaria en Madison mostró que las tasas de robo en
vivienda disminuyeron y que los índices de robos no variaron después de la
introducción del programa, mientras que un estudio sobre policía comunitaria en San
Diego reveló que el plan de policía comunitaria no produjo reducciones en los niveles
de delincuencia (Capowich y Roehl 1994). Una investigación más extensiva en los
Estados Unidos mostró que la policía comunitaria tuvo incidencia en la reducción del
miedo al delito en cinco de cada seis sitios de investigación sin que tuviera ninguna
consecuencia significativa sobre el delito (Skogan 1994). Sin embargo, Bennett (1994)
ha mostrado que este efecto se da con menor coherencia en Gran Bretaña.
Los problemas esenciales respecto de la evaluación de la eficacia de la policía
comunitaria son dos. El primero se relaciona con la falta de claridad acerca de los
mecanismos específicos que implican la policía comunitaria y la forma en la que se
presume reducen el delito. El segundo tiene que ver con el fracaso de muchas
estrategias de policía comunitaria incluso al ser implementadas cuando son objeto de la
investigación de evaluación. Como consecuencia, muchos autores son escépticos
respecto de gran parte de lo que se conoce como “policía comunitaria”, y lo ven como
poco más que un mecanismo retórico ( Bayley 1986; Weatheritt 1988). Como concluye
Buerger:
A pesar de la retórica existente acerca de el poder de la comunidad…cuando se trata de la asignación de
casos, el establishment de la policía le otorga a la comunidad un rol que simplemente aumenta la
respuesta policial al delito y al desorden.
(1994.b:271)
Neighbourhood Watch
Neighbourhood Watch (NW) ha sido íntimamente asociado a la filosofía de la policía
comunitaria, y para algunos representa su expresión más exitosa. Los primeros planes
de NW fueron creados en 1982 en Gran Bretaña, aunque los primeros planes en
América del Norte aparecieron en los últimos años de la década de 1960. Fueron muy
promocionados por altos oficiales de la policía, y muy especialmente por Sir Kenneth
Newman, el Jefe de la Policía Metropolitana a principios y mediados de la década de
1980. Entre 1988 y 1992, la proporción de hogares en los que se había implementado un
plan de este tipo aumentó de 18 a 28 por ciento ( Home Office 1994.a). Ahora se dice
que hay más de 140.000 planes NW, que cubren 6 millones de hogares en Inglaterra y
Gales. Sea cual fuere la cifra exacta, el crecimiento y la expansión cuantitativa de NW
han sido extraordinariamente rápidos. NW fue concebido desde sus comienzos por Sir
Kenneth Newman como una forma de hacer participar a la comunidad al alentar a los
vecinos a unirse en grupos barriales con la asistencia y el asesoramiento de la policía.
La finalidad primaria de NW es la reducción del delito, principalmente del “delito
oportunista” y de los robos en vivienda, aunque los delitos relacionados con
automotores y el delito de daño fueron considerados delitos de los que NW también
podía ocuparse. Un segundo conjunto de objetivos se relacionaba con la reducción del
miedo al delito, alentar la conscientización sobre la prevención del delito y mejoras en
la seguridad interna, facilitar un mayor contacto entre los vecinos y mejorar los vínculos
entre la policía y la comunidad. El mecanismo principal para lograr estos objetivos fue
que los miembros de NW buscaron activamente comportamientos sospechosos:
convertirse en los “ojos y oídos” de la policía.
La investigación de Bennett (1989, 1990) en dos zonas experimentales de Londres a
mediados de la década de 1980 - en Acton y Wimbledon - constituye la evaluación más
rigurosa hasta la fecha sobre la eficacia de NW en Inglaterra. La zonas experimentales
fueron complementadas con la investigación por zonas en las que no había planes de
NW, adyacentes a las zonas experimentales, a fin de evaluar el efecto del
desplazamiento del delito, y por una zona en la que no había planes de NW, a una cierta
distancia de donde se habían implementado los planes, para que funcionara como zona
de “control”. Los resultados de la investigación de Bennett mostró que NW no había
tenido efectos en la reducción del delito. De hecho, la prevalencia de las victimizaciones
de hogares aumentó en ambas zonas experimentales, así como en las zonas en las que
hubo desplazamiento del delito. Sólo en la zona de control decreció la victimización de
hogares. Bennett logró, no obstante, identificar una reducción en el miedo a la
victimización en hogares, a pesar de que la reducción fue significativa desde el punto de
vista estadístico en una de las zonas. También hubo una mayor satisfacción y un mayor
sentido de cohesión social en la misma zona. Sin embargo, la evaluación de los vecinos
sobre la actuación de la policía fue mixta, las tasas de denuncia a la policía se mantuvo
estable en general y no hubo pruebas de que NW hubiera mejorado los niveles de
detección de delitos de la policía. Bennett llegó a la conclusión de que la eficacia de la
vigilancia comunitaria es probablemente muy limitada, puesto que muchos hogares
permanecen vacíos durante gran parte del día y muchas viviendas están mal ubicadas a
los efectos de realizar una vigilancia eficaz. En los casos en los que existe un gran
recambio de residentes, se vuelve también muy difícil saber quiénes son extraños en el
barrio.
Las pruebas en Estados Unidos tienden a confirmar estos resultados pesimistas
(Rosenbaum 1988.b; Skogan 1990.b). Existe algún tipo de pruebas de los Estados
Unidos que sugieren que, más que reducir el delito, NW puede en realidad aumentar el
miedo de los vecinos al delito al proporcionarles mayor información sobre las
experiencias de victimización locales. Como señala Rosenbaum, “las discusiones de los
grupos pequeños pueden incluso servir como una experiencia “conscientizadora” por la
que los participantes se van sintiéndose más ( en vez de menos) indefensos frente a
fuerzas sociales y políticas incontrolables” (1988b: 136, la cursiva es del original).
Existen dudas respecto de si establecer planes de NW realmente aumenta la carga de
trabajo de la policía, en vez de reducirla. Una de las dificultades con las que la policía
ha debido enfrentarse es la tarea de tener que prestar servicios en el cada vez más
número de planes de NW, a menudo sin mayores recursos ni personal. Sin embargo, las
investigaciones han demostrado que la asistencia y el apoyo que presta la policía
resultan cruciales para la supervivencia de estos planes. (Hussain 1988). A pesar de ello,
o quizás justamente por ello, los investigadores han notado que el nivel de activismo se
restringe a menudo a poner una calcomanía en la ventana. Por lo tanto, McConville y
Shepard concluyeron su investigación declarando que la mayoría de los planes se
caracterizaban por presentar “poca penetración en la comunidad y por ser planes
inestables, estáticos y con problemas insalvables desde sus comienzos” (1992:115). Las
investigaciones que se han llevado a cabo sobre el efecto de otros planes de “vigilancia”
que se han multiplicado por la expansión de NW, tales como la “vigilancia de
automotores”, no han mostrado tener un impacto concluyente sobre las tasas de
criminalidad ( Honess y Maguire 1993).
Al utilizar datos de la British Crime Survey, Hope (1988) ha mostrado que existe apoyo
para NW en los casos en que se considera que el riesgo de criminalidad es elevado pero
existe satisfacción aún en la comunidad. En cambio, NW tiene poco apoyo en las zonas
en las que el riesgo de criminalidad es elevado pero existe poco sentido de comunidad y
en las zonas en las que el riesgo de que se cometan delitos es bajo aunque existe un
fuerte sentido de comunidad. Las investigaciones llevadas a cabo en América del Norte
confirman el hecho de que NW es más fácil de implementar en zonas suburbanas, de
buen nivel económico y bajas tasas de criminalidad, por personas que tienen actitudes
positivas hacia la policía, más que en zonas céntricas, de viviendas públicas subsidiadas
por el estado, en las que la población es heterogénea (Skogan 1990b).
Si NW no tiene un efecto preventivo directo para los residentes, ¿por qué estos planes
siguen floreciendo? Una posible respuesta puede ser que, cada vez más, las compañías
de seguros otorgan incentivos económicos al establecimiento y participación en planes
NW y ofrecen “descuentos” a quienes participan en ellos. En otro sentido, NW puede
actuar como una especie de póliza de seguros, en el sentido que sus miembros
pertenecen a un mismo “club” con la policía, “club” que tiene una constitución no
escrita que la policía interpreta como “llámennos si nos necesitan”. Esto se ve
corroborado por investigaciones que sugieren que quienes participan en los planes NW
tienen más probabilidades que quienes no denuncian hechos sospechosos a la policía
(Dowds y Mayhew 1994). Como consecuencia, NW funciona como un tipo de vínculo
formal con la policía local, y dado que la policía sigue siendo, en general, una fuerza
reactiva, responderá normalmente a los pedidos que se le hagan. Por lo tanto, en dos
formas distintas, NW orienta los recursos de la policía hacia aquellas zonas en las que se
implementan los planes NW: en primer lugar, en términos de tiempo y recursos
invertidos al establecer y mantener un plan NW, y en segundo lugar, al responder al
mayor número de denuncias que NW produce indirectamente. El problema que esto
pone en evidencia es que, dada la paradoja de que NW tiende a existir donde menos se
lo necesita, un efecto secundario de NW puede ser la distorsión de los recursos
policiales hacia aquellas zonas y personas que son más capaces y que menos los
necesitan. NW puede, entonces, ser más un “buen club” que beneficia a sus miembros,
que un “bien social” que beneficie a la comunidad en general (Hope 1995.a).
La vigilancia en las calles y las patrullas de vecinos
Algunos planes NW han establecido “vigilancia en las calles” en las que participan
patrullas integradas por vecinos. En septiembre de 1994, fueron impulsados por el
entonces Secretario del Interior Michael Howard, cuando sugirió que los planes NW
debieran incluir patrullas de ciudadanos activos, quienes “caminarían con un propósito”
en sus barrios. Sin embargo, estos planes siguen siendo muy discutidos por su potencial
de “vigilantismo” y la hostilidad de la policía que puede verlos como un “abaratamiento
de la función policial”. Un buen ejemplo de “vigilancia en las calles” fue el plan
implementado en la zona de Balsall Heath en Birmingham para contrarrestar problemas
asociados con la prostitución y las drogas. Las patrullas de las calles incluyen vecinos
que toman nota de información que consideran, puede resultar de utilidad a la policía,
especialmente el registro de números de patentes de vehículos de personas sospechadas
de ser “clientes” por conducir a baja velocidad, cerca de la acera. Se ha sostenido que la
prostitución se redujo radicalmente durante este período y que también se habían
registrado disminuciones en el número de delitos violentos y robos en viviendas. Los
que apoyan estos planes sostienen que como resultado de ellos, mejoraron las relaciones
entre los vecinos, la policía y las autoridades municipales (Atkinson 1996). Sin
embargo, sus oponentes han dicho que estos planes han conducido a la intimidación y
hostigamiento de prostitutas y de mujeres a quienes se las confundía con prostitutas
(O'Kane 1994). En los casos en que los planes de este tipo tienen éxito en la reducción
de un problema, puede ocurrir que el problema se haya sencillamente desplazado hacia
otras zonas.
Un ejemplo notable de “patrullas de vecinos” en Estados Unidos ( y en menor medida,
en el Reino Unido) han sido los Angeles Guardianes. Pennell y sus colegas (1989)
descubrieron que la presencia de los Angeles Guardianes en San Diego no redujo la
comisión de delitos violentos, para lo que habían sido creados en primer lugar; estos
delitos se redujeron en un 22 por ciento en la zona experimental pero decrecieron en un
42 por ciento en la zona de control no patrullada por los Angeles Guardianes (Pennell
et al. 1989:388). Sin embargo, una encuesta en el barrio mostró que los vecinos creían
que los Angeles Guardianes eran eficaces al desalentar la comisión de delitos y el 60
por ciento de los encuestados que sabían que los Angeles Guardianes patrullaban su
barrio dijeron que se sentían más seguros como consecuencia de ello.
Uno de los problemas principales con las patrullas de vecinos y los planes de vigilancia
en las calles se relaciona con la rendición de cuentas por sus acciones. ¿Ante quiénes
responden y de dónde deriva su legitimidad? A diferencia de los órganos policiales
formales, sus facultades no están reconocidas jurídicamente con tanta claridad, ni se
selecciona debidamente a sus miembros ni se les ofrece suficiente capacitación. Aquí, la
cuestión respecto de la relación entre la patrulla y la policía tiene implicancias
suficientes, sea que se vea como una alternativa o como un complemento de las fuerzas
policiales ya establecidas. Es interesante notar que las investigaciones de Marx (1989)
en los Estados Unidos sugieren que la actitud de un grupo hacia la policía no determina
necesariamente las actitudes de la policía hacia el grupo. Por lo tanto, necesitamos
examinar tanto la medida en la que un grupo se considera “opuesto” o
“complementario” respecto del rol de la policía, así como la forma en que la policía, y
otras organizaciones relevantes (tales como las autoridades locales) interpretan esta
relación. Dado lo que ya hemos señalado acerca de la dificultad de sostener la
participación de los ciudadanos en relación a las cuestiones criminales, la expectativa de
vida de las patrullas es generalmente limitada ( Yin et al. 1977). A fin de sobrevivir,
necesitan desarrollar relaciones cordiales con la policía y con otros organismos así como
una formalización cada vez mayor de sus prácticas de trabajo, por medio de directivas y
de capacitación, a fin de lograr credibilidad y legitimación.
Patrullas comunitarias en Sedgefield
Las patrullas comunitarias se diferencian de las patrullas de ciudadanos o de vigilancia
en su conexión y en su relación con organismos estatales formales. El ejemplo más
claro de patrullas comunitarias es el de Sedgefield, en el condado de Durham, en donde
el Consejo de Distrito creó su propia “Fuerza Comunitaria” para patrullar las calles las
veinticuatro horas del día ( a un costo inicial de 180.000 libras esterlinas). La fuerza
empezó a funcionar en enero de 1994. Cubre una zona geográfica (el distrito) de 136
kilómetros cuadrados y una población de más de 90.000 personas. Aunque es similar a
la patrulla de seguridad comercial, la fuerza es un departamento del consejo y no una
sociedad comercial. Tiene su propia oficina de control y diez policías de patrulla que
utilizan teléfonos celulares, radios de doble dirección y patrulleros con marcas
distintivas. Sus objetivos son:
• proporcionar una patrulla comunitaria que aumente la seguridad pública y
tranquilice a la sociedad;
• consultar con residentes locales sobre problemas relacionados con conductas
antisociales en su zona;
• consultar con la policía local sobre tendencias y problemas delictivos y sobre cómo
la Fuerza Comunitaria puede prestar ayuda para combatirlos;
• prestar asesoramiento e información a los vecinos sobre prevención del delito;
• adoptar una política de no confrontación de “observar y denunciar” (I'Anson y
Wiles 1995:3).
De esta manera la Fuerza existe principalmente para pasar información a la policía más
que para actuar y para regular comportamientos por sí misma. Los agentes no tienen
facultades policiales de detención y trabajan sobre la suposición de que no van a
utilizar las facultades de arresto que tienen los ciudadanos.
En su primer año de operaciones, la Fuerza recibió 1284 llamadas de los ciudadanos y
se registró una reducción del delito. Sin embargo, no se sabe si la Fuerza tuvo alguna
relación con esta reducción en el número de delitos registrados. Luego de seis meses de
operaciones, los investigadores notaron altos niveles de conscientización en el plan;
siete de cada diez personas encuestadas de una muestra randomizada de la población
dijeron que habían visto vehículos pertenecientes a la Fuerza. El 83% de los
encuestados dijeron que estaban contentos de contar con las patrullas de la Fuerza
Comunitaria empleadas por el consejo, a pesar de que una cifra mayor, el 91 por ciento,
dijo que les gustaría tener police specials o un nuevo tipo de “patrullas policiales”
(I'Anson y Wiles 1995). Una encuesta posterior realizada a los vecinos que habían
pedido asistencia arrojó que apreciaban mucho el servicio que habían recibido. Al
comparar los resultados de la encuesta con los de la British Crime Survey de 1994, el
informe concluyó que, “la satisfacción de las personas que tienen contacto directo con la
Fuerza Comunitaria de Sedgefield es por lo menos tan buena como la que tiene la
sociedad en su contacto con la policía a nivel nacional, y quizás incluso mejor” (Wiles
1996:4-5).
La encuesta también mostró que la mayoría de los llamados relacionados con el
vandalismo ( el 39,4%), comportamiento antisocial (33,7%) y disturbios generales
(39,4%), y que sólo un quinto (21,2%) de los llamados tenían relación directa con la
comisión de delitos ( las cifras suman más de un 100% porque cada llamado puede
haber estado relacionado con más de un tipo de problema ). Mientras que hubo un alto
nivel de satisfacción con la respuesta que tuvo la Fuerza frente a los problemas, el nivel
de satisfacción con su modo de resolverlos fue bajo. Esto fue posiblemente
consecuencia de las limitadas facultades otorgadas a la Fuerza, que algunos de los
encuestados consideraron una fuente de problemas. Al menos uno de los encuestados
comentó que sería preferible que hubiera “un par más de agentes de policía regulares”
(Wiles 1996:9). Sin embargo, la encuesta no proporciona demasiada información
respecto de la forma exacta en que los agentes de la Fuerza resuelven los conflictos. Por
lo tanto, el rol informal que tiene la Fuerza en la resolución de conflictos, si es que tiene
alguno, no es explícito ni conocido.
A pesar de la actitud cautelosa de la policía de Durham frente a la Fuerza Comunitaria,
como “institución intermedia”, ésta parecería cumplir el rol de un “socio joven”
cooperador en su relación con el servicio de policía formal. Parecería que la Fuerza está
prestando un servicio precisamente en esas áreas - actos antisociales, vandalismo y
bajos niveles de delincuencia - que normalmente preocupan a la sociedad y, en las que
la policía, sin embargo, es frecuentemente criticada por ser ineficiente o inactiva. Sin
embargo, no queda claro en qué medida la Fuerza duplica, complementa o entra en
conflicto con las funciones establecidas de las fuerzas establecidas.
La práctica policial de la “tolerancia cero” en Nueva York
En los últimos tiempos, las ideas de Wilson y Kelling han tenido un impacto
considerable sobre los debates acerca de las prácticas policiales, más especialmente por
medio de la promoción de las estrategias de “tolerancia cero” como resultado de la
experiencia en Nueva York. Mientras que la hipótesis de las “ventanas rotas” se
ocupaba en primer lugar de la identificación de la naturaleza de un fenómeno complejo -
el papel del delito y del miedo al delito en la degeneración y la declinación urbanas -, la
“tolerancia cero” se ocupa exclusivamente de ofrecer una solución a este problema. Al
hacerlo, se centra en sólo un elemento de ese proceso. Mientras que la “tolerancia cero”
representa un intento de hacer operativos ciertos aspectos de la hipótesis de las
“ventanas rotas”, se trata de hipótesis ligeramente diferentes. La “tolerancia cero”
promueve un estilo de policía que hace frente al desorden y a los “signos de desorden”,
principalmente a las “conductas antisociales” tales como la presencia de jóvenes de
deambulan por las esquinas del barrio, a veces borrachos.
La experiencia de Nueva York fue presentada por el ex Jefe del Departamento de
Policía de Nueva York, William Bratton, quien, entre 1994 y 1996, mientras estuvo a
cargo de su departamento, presenció una baja notable en los delitos registrados. Las
cifras son impresionantes. Entre 1990 y fines de 1996, la cantidad de homicidios en la
ciudad de Nueva York descendió drásticamente de 2245 a 983, una baja del 56 %. Las
disminuciones más notables ocurrieron en 1994 y 1995 (20% y 25%, respectivamente).
La cifra de 1996 fue la primera desde 1968 en reflejar una caída del número de
homicidios en la ciudad a menos de 1000. Los robos en viviendas disminuyeron en dos
años en un 25% y los robos en un 40%, mientras que la tasa de criminalidad general
cayó un 37% en los años 1994, 1995 y 1996 (Bratton 1997). El plan ha sido presentado
como un éxito sobresaliente, aunque ( y quizás precisamente porque) condujo a un
aumento radical en la cantidad de detenidos como consecuencia de su política agresiva.
La ciudad que una vez fue sinónimo de delito violento apareció recientemente en el
puesto 144 en un ranking sobre la peligrosidad de las 189 ciudades más grandes de
Estados Unidos. A pesar de que no existen pruebas de investigación significativas que
sugieran alguna vinculación entre el control de faltas contravencionales y la
disminución del delito grave, Bratton (1997), con algo de ironía, insistió en que el
mérito era de la estrategia policial de la “tolerancia cero”: “El delito disminuyó en
Nueva York, ¡échele la culpa a la policía!”
Sin embargo, existen otros factores a tener en cuenta al evaluar la experiencia de Nueva
York. El delito ha disminuido en todas las ciudades de Estados Unidos, aunque en
menor grado, como en San Diego, donde se han utilizado distintos métodos. La baja
ocurrió justo después de que se diera un período de tasas de criminalidad increíblemente
altas, en particular de homicidios, en los últimos años de la década de 1980 y principios
de la década de 1990. En esta época también se diluyó la epidemia de la cocaína crack
que había impulsado este aumento en el delito y un envejecimiento general de la
población que tuvo como consecuencia la existencia de una cantidad menor de varones
en la última etapa de la adolescencia (un grupo etario con una participación en delitos
desproporcionadamente alta en comparación con los demás). En consecuencia, como
sugiere Bowling: “Para la época en que Bratton asumió su cargo y dio una mayor
libertad a los policías, la mayor parte de la guerra contra las drogas ya había sido ganada
y perdida, y los homicidios estaban disminuyendo” (1996:11).
La fuerte caída puede haber estado influida por reorganizaciones internas en la policía,
tales como la introducción de sistemas innovadores de monitoreo del delito, y nuevas
formas de rendición de cuentas, por las que los jefes de seccionales son considerados
responsables por los estallidos de criminalidad de su zona y se les exigen explicaciones
sobre éstos en las reuniones estratégicas que tienen con sus superiores. Estas reuniones,
que se llevan a cabo dos veces por semana (Bratton 1997:38), introdujeron sistemas de
rendición de cuentas confrontacionales. Esto se combinó con una descentralización de
poder y de responsabilidad por la función policial que llegaba hasta el jefe de seccional.
También se contrataron 7.000 oficiales de policía adicionales en Nueva York en 1990,
donde la proporción de policías por habitante ya era relativamente alta. Parece ser, por
lo tanto, que Bratton pudo mejorar considerablemente los ánimos deprimidos que había
en la fuerza y pudo devolverle un sentido de su utilidad y de importancia de su función.
Lo que es más problemático es la relación entre el bajo nivel de contravenciones y los
delitos graves y violentos. Aquí la experiencia de Nueva York no es de utilidad, dado
que el control policial de las contravenciones asociado con la “tolerancia cero” se vio
también acompañado de un esfuerzo considerable para solucionar el problema de las
armas de fuego y de un intento de sacarlas de circulación en las calles. Por lo tanto, es
posible que el control agresivo de las armas de fuego ( más que el bajo nivel de
contravenciones) haya sido el responsable de la disminución de los delitos graves y
violentos. De ser así, es menos lo que Gran Bretaña puede aprender, ya que en el Reino
Unido la proporción de delitos cometidos con armas de fuego está lejos de tener las
dimensiones que tiene en los Estados Unidos.3
El modelo de “tolerancia cero” de Nueva York es muy confrontacional, y es muy
posible que termine siendo contraproducente en el contexto del Reino Unido. Después
de todo, fue la aplicación de una estrategia policial similar, la Swamp '81, la que
desembocó en los disturbios de Brixton en 1981 y es de este tipo de modelos que ha
buscado alejarse la actuación policial sensible. Los agentes de policía que tuvieron
intenciones de aprender de las relaciones entre la policía y la comunidad en los años
siguientes lograron apreciar que la base de una policía eficaz es contar con un flujo de
información sostenido de la comunidad a la policía, que depende del apoyo y de la
3 En 1990, la cantidad de homicidios cometidos en Nueva York fue doce veces superior a la cantidad de
homicidios cometidos en Londres. Incluso después de la considerable disminución subsiguiente de la tasa
de homicidios en Nueva York, para 1995, la cantidad de delitos de este tipo cometidos en Nueva York era
ocho veces mayor que en Londres.
confianza de la sociedad, incluyendo a esos grupos de la población con los que la
policía tiene mayor contacto. Todo esto se pone en riesgo si se recurre a un tipo de
policía selectivo y agresivo. Lejos de resolver el problema de los delitos graves en Gran
Bretaña, el mantenimiento agresivo del orden del modelo de “tolerancia cero” de Nueva
York puede servir para perjudicar la confianza de la sociedad y la eficacia de la policía,
una consecuencia de la que algunos oficiales de policía ( Pollard 1997), aunque no los
políticos, son conscientes. Sin embargo, se han implementado planes similares en
distintos lugares en Gran Bretaña, especialmente en West Hartlepool, Middlesborough,
Kings Cross y Strathclyde (Chesshyre 1997; Dennis 1997). El concepto de “tolerancia
cero” ha sido publicitado y defendido por políticos de los dos partidos políticos
mayoritarios y el gobierno laborista le ha dado todo su apoyo a la “tolerancia cero” y
está decidido a promoverla (Partido Laborista 1997).
Sin embargo, la “tolerancia cero” puede tener más bien que ver con la supervisión por
parte de la policía de divisiones en la sociedad cada vez más marcadas. La intención
implícita es alejarse, y de esta manera ocultar ciertas zonas simbólicas de desposeídos
sociales. Se ha convertido en una “solución mágica”, desplegada por la policía como un
ejercicio de relaciones públicas para dar la impresión de estar haciendo algo nuevo y
diferente. Cada vez se subsumen más estrategias de prevención en esta frase, lejos de las
ideas de Wilson y Kelling sobre la tesis de las “ventanas rotas”, pero esta es a menudo
la consecuencia de procesos complejos por medio de los cuales las políticas se traducen
en práctica. Existe un peligro real de que las estrategias de “tolerancia cero”, al
representar nuevas ideas en la actividad policial, pongan realmente en peligro algunas
de las lecciones de las décadas de 1980 y 1990. Como dijo Bratton acerca de la
experiencia de Nueva York: “ Hemos mostrado en la ciudad de Nueva York que la
policía puede cambiar su comportamiento, puede controlar su conducta y, lo que es más
importante, puede prevenir la comisión de delitos con sus acciones - con independencia
de otros factores” (1997:41). Esta es una imagen de policía independiente y segura de sí
misma, apreciada por muchos oficiales de bajo rango que consideran que las
“asociaciones” limitan la autonomía de la policía. Sin embargo, creer que sólo la policía
puede resolver el problema del delito puede servir para socavar la noción de que la
policía necesita del apoyo y de la confianza de la comunidad local y de otros
organismos. La retórica y el discurso emocional que subyacen a la “tolerancia cero” son
confrontacionales y agresivas. Esto tiene consecuencias problemáticas para las
libertades civiles, y los derechos de algunos grupos marginales de personas.
El concepto de la “tolerancia cero” como estrategia policial es equívoco. No implica la
aplicación rigurosa de todas las leyes, lo que sería no sólo imposible sino intolerable,
sino que se trata de la aplicación de la ley en forma muy discriminatoria contra grupos
específicos de personas en ciertas zonas simbólicas. ¿Dónde está la “tolerancia cero” de
los delitos de cuello blanco, de las estafas comerciales, de la contaminación ambiental
ilegal y de las violaciones a las normas que protegen la salud y la seguridad? En
realidad, la forma de conducción de la actividad policial denominada “tolerancia cero”
sería descripta más acertadamente como estrategia de “intolerancia selectiva”.
Sin embargo, como instrumento retórico, la “tolerancia cero” tiene una textura
suficientemente abierta. Se ha extendido y utilizado como un eslogan con el que se
afirma la conveniencia de la inclusión, en una agenda de prevención, de algunos
aspectos del problema del delito, que muchas veces se dejan de lado. Las campañas de
conscientización sobre violencia familiar relacionadas con el tema de la “tolerancia
cero”, tales como las llevadas a cabo en Canadá y Edimburgo, constituyen un ejemplo
de este tipo. La idea de la “tolerancia cero” como metáfora, plantea interrogantes
importantes sobre qué debería ser tolerado, sobre la calidad de vida y el medio local en
el que tienen que vivir algunas personas y, en consecuencia, sobre la realidad de la
privación relativa.
Una crítica de la prevención comunitaria del delito
A pesar de la energía y de los esfuerzos vertidos en la prevención comunitaria del delito,
no ha habido muchos resultados sostenibles. Esto se debió parcialmente a las
dificultades pragmáticas asociadas a la participación comunitaria en programas de
prevención del delito, de lo que hablaremos en el capítulo siguiente. Sin embargo,
también surge de muchas de las suposiciones contradictorias y no suficientemente
consideradas sobre las que se fundan las políticas de prevención comunitaria del delito.
Contrariamente a lo que suponen muchas teorías de prevención comunitaria del delito
que asocian el delito con una falta de control informal, la investigación de Foster y
Hope sobre zonas peligrosas en dos barrios de viviendas municipales en Inglaterra
(Foster 1995; Hope y Foster, 1992) puso en evidencia que los mecanismos de control
social informal no estaban ausentes en todas las zonas con altas tasas de delitos. En
oposición a la tesis de Wilson y Kelling, observaron que, en uno de los barrios, el
impacto del delito fue contenido en gran medida por redes de apoyo mutuo. El delito,
concluye Foster, no es siempre dañino en sí mismo, siempre y cuando existan factores
que amortigüen su impacto (1995; 580). Investigaciones más recientes en Gran Bretaña
sugieren que las zonas con altas tasas de criminalidad pueden ser tanto desorganizadas
como “organizadas de forma diferente” (Evans et al. 1996).
La idea de la “comunidad patológica” heredada de la escuela de Chicago sugiere que a
fin de “curar” a las comunidades con altos índices de delincuencia, éstas necesitan que
“expertos externos” les prescriban una dosis de medicina. Sin embargo, existe una
paradoja central en la idea de la regeneración de las comunidades por “fuerzas
externas”. Si las comunidades no son lo suficientemente fuertes en su interior, ¿ será
suficiente alguna vez cualquier dosis de intervención externa para crear cohesión en la
comunidad? Cuando esa intervención externa sea retirada, ¿volverá la comunidad a los
niveles de sociabilización existentes con anterioridad a la intervención? Esto también
plantea el problema que enfrentan muchos trabajadores de campo que implementan
medidas de prevención: cómo ganar la confianza de una comunidad que ya tiene altos
niveles de delincuencia y baja sociabilización, en la que es probable que la desconfianza
sea mucha. La suposición central aquí es lo que Rosenbaum denomina la “hipótesis de
implante”: la idea de que “el control social informal y los procesos relacionados pueden
ser 'implantados' por la acción ciudadana colectiva en barrios en los que ésta es
naturalmente débil o no existe” (1988.a: 327) y que esto puede ser iniciado o conducido
por agentes externos.
Las sociedades occidentales contemporáneas parecen mostrar cambios que se apartan de
la situación de las comunidades geográficas cohesionadas. Más bien, parecemos estar
presenciando la erosión de los vínculos y de las interacciones sociales que sostienen la
comunidad. Las relaciones sociales modernas se están “desencajando” cada vez más de
los contextos locales y se están dispersando a lo largo del tiempo y del espacio (
Giddens 1990). Al poner énfasis casi exclusivamente en las comunidades territoriales,
los teóricos han tendido a ignorar la importancia de las redes no territoriales y de las
relaciones que las han reemplazado.”4 Las tendencias sociales y las progresiones
demográficas en las ciudades también sugieren que existen y seguirán existiendo
oportunidades cada vez menores de participación en “organizaciones comunitarias”.
Esto se combina con un crecimiento que Lasch denominaba “privatismo” (1980:25) -
una preocupación introspectiva por el cuidado y el desarrollo del ser - que encuentra
expresión en la separación, la privacidad, la apatía política, el consumismo
desenfrenado y el narcisismo y lleva a formas de abstención social y espacial.
Las zonas con bajos niveles de criminalidad - especialmente las zonas suburbanas de
clase media- no muestran las características tradicionalmente asociadas con la
comunidad: intimidad, conexión y apoyo mutuo. No dependen de los tipos de
mecanismos de control social informal tan preciados por los teóricos de la
desorganización. Es más probable que requieran rápidamente la intervención de los
mecanismos de control formal. Los suburbios de clase media son a la vez
desorganizados y ordenados (Bottoms y Wiles 1996). En vez de resucitar las
comunidades “naturales”, lo que quizás no sea posible, podríamos observar de qué
forma se mantiene el orden en las zonas de clase media y de qué forma los residentes de
estos barrios pueden movilizar mecanismos regulatorios cuando sea necesario.
El concepto de “comunidad” El concepto de “comunidad”, tal como se utiliza en gran parte de la literatura, a menudo
oscurece tanto como clarifica los variables procesos sociales implícitos en la dinámica
de la prevención del delito. Una suposición dominante que existe acerca de la
“comunidad” es que representa un conjunto de actitudes compartidas. En consecuencia,
se hace referencia a la importancia de “un sentido de comunidad” o de “un sentido de
pertenencia”. La “comunidad”,entonces , está considerada desde un punto de vista
geográfico, como un lugar en el que los residentes sienten que están unidos por una
identidad o intereses compartidos. Las comunidades, definidas de esta manera, toman
gran parte de su carácter de la forma en que sus miembros piensan y se “ven” a sí
mismos. Por lo tanto, la “comunidad” existe “en la mente de las personas” y la
(re)construcción de la “comunidad” simplemente implica un cambio en las actitudes de
los vecinos. Sin embargo, esta definición de identidad social como estado mental, a
pesar de constituir un aspecto importante de la “comunidad”, fracasa, en gran medida, al
no poder explicar la naturaleza de la capacidad de control social informal de una
comunidad o su capacidad para encarar y organizarse entorno de cuestiones relativas al
delito y a su prevención.
A fin de ilustrar las limitaciones de esta definición de comunidad, Currie (1988) destaca
dos fases de prevención comunitaria del delito basadas en el desarrollo, cada una con su
propia visión de lo que significa la comunidad, así como su relación con los
“delincuentes”. En la fase 1, la “comunidad” es entendida en términos simbólicos como
un conjunto de actitudes colectivas:
4 Una excepción notable es el trabajo de Braithwaite (1989, 1993), cuyo concepto de "comunidades
solidarias" trasciende específicamente las fronteras espaciales.
En consecuencia, si se desea mejorar las condiciones de la comunidad, estamos
esencialmente en el negocio del cambio de actitudes, o en la alteración de símbolos de
la comunidad, en la esperanza de que se logrará una mejora en las relaciones
comunitarias. Lo ideal sería que se pudiera hacer comenzar un ciclo benigno: mejores
actitudes conducen a mejores conductas, que, a su vez, mejoran la concepción que
tienen las personas acerca de la comunidad.
(1988:280-1)
La fase 1 está tipificada con más claridad en el modelo de las “ventanas rotas” de
Wilson y Kelling y en gran parte de la prevención situacional del delito, en particular en
lo que se refieren al “espacio defendible”.
Currie sugiere que este “sentido de identidad” representa sólo una parte de lo que es una
comunidad (1988:281). Lo que es más importante aún, no constituye en sí mismo el
elemento más significativo a los fines del control del delito. Carece de lo que Currie
denomina “consciencia estructural”. Currie ilustra esto al contrastarlo con la fase 2.
Aquí, la “comunidad” está vista en “términos mucho más estructurales o institucionales,
no sólo como una serie de actitudes que se puedan “implantar” o transportar, sino como
un conjunto de instituciones íntimamente interrelacionadas que han perdurado mucho
tiempo que se ven a su vez afectadas por fuerzas sociales y económicas mayores”.
(1988:282-3). Las instituciones a las que se refiere Currie incluyen el trabajo, la familia
y las asociaciones religiosas y comunitarias afines, mientras que las “fuerzas sociales y
económicas mayores” incluyen la política de vivienda, los mercados urbanos y las
oportunidades de empleo. Esta visión de la fase 2 se acerca a lo que he descripto como
una “economía política de la comunidad”.
Currie sugiere que el razonamiento de la fase 1 no explica bien la relación que existe
entre los delincuentes y la comunidad. Los delincuentes están vistos en primer lugar
como “extraños” de quienes la comunidad necesita defenderse. Por lo tanto, esta visión
tiende a suponer una actitud del tipo “nosotros contra ellos”. Este es el arquetipo del
modelo de “defensa comunitaria” para el cual el delito y los delincuentes son “otros”
que vienen de afuera. Como señala Currie: “No existe la sensación de que estos
delincuentes que actúan contra la ley y la civilidad sean miembros de la comunidad - de
alguna comunidad - como el resto de nosotros” (1988:281, la cursiva es del original).
Esta forma de pensar está explícita en la idea de Neighbourhood Watch, donde se espera
que los miembros de la comunidad identifiquen a “personas extrañas”. Dado el fracaso
del razonamiento de la fase 1 que no tiene en cuenta esta realidad, no resulta muy
sorprendente que los planes de prevención comunitaria del delito basados en ella - tales
como NW- sean más difíciles de establecer en zonas en las que el delito proviene del
mismo barrio - es decir, en las zonas urbanas carenciadas - y más fácil de establecer en
aquellas zonas en las que la amenaza aparente proviene de “extraños” - es decir, en
zonas suburbanas heterogéneas y en los pueblos chicos. Lo que es más importante aún
es que esta suposición tiende a hacer que la prevención comunitaria del delito no se
ocupe de ciertas formas de criminalidad que son verdaderamente intracomunales, o más
específicamente, intrafamiliares. Por lo tanto, este tipo de prevención comunitaria del
delito mantiene un silencio virtual respecto de cuestiones de violencia familiar, abuso
infantil y delitos cometidos en el lugar de trabajo. Así, la forma de pensar que domina la
fase 1, y la “fortificación” de barrios, en realidad omiten ocuparse de la naturaleza de
ciertos tipos de conducta criminal particularmente importantes, en especial los que se
dan dentro de la familia y la comunidad.
Sigue sin quedar claro qué se entiende exactamente por “comunidad”. Como hemos
visto, los programas de prevención del delito se basan en ideas confusas sobre la
“comunidad”. Esta se ve simultáneamente como un medio para la consecusión de un
fin, como una forma de reducir el delito en la que “más comunidad equivale a menos
delitos”, y como una finalidad en sí misma, en el hecho de que la comunidad está vista
como un bien innegable. La “buena sociedad” equivale a las comunidades fuertes con
opiniones morales, y el medio de lograr la “buena sociedad” es fortalecer las
comunidades.
Las comunidades están a menudo consideradas la antítesis de la violencia y del delito.
Por el contrario, sin embargo, los valores colectivos de una comunidad pueden servir
para alentar y sostener la comisión de delitos. Es por esta razón que el concepto de
“carreras delictivas comunitarias” resulta tan útil: destruye deliberadamente la
suposición criminológica mantenida hasta ahora de que la comunidad previene el delito
en todas las situaciones: las investigaciones sobre las subculturas criminales sugerirían
lo contrario. Más aún, se presupone que la autorrregulación y la autoridad de la
comunidad son refugios frente al control opresivo. El orden en la comunidad no es
necesariamente pacífico ni armonioso. Una afirmación de la identidad “comunitaria” a
nivel local puede ser maravillosamente conciliadora y socialmente constructiva pero
también puede ser limitada ideológicamente, intolerante y punitiva. También es un error
suponer que la pertenencia a una comunidad es libremente elegida o que el ideal de
ingreso y salida de una comunidad dada no presenta inconvenientes. Algunos pueden
sentirse atrapados e incómodos en su comunidad más amplia. La compulsión a cumplir
con las normas puede ser particularmente poderosa.
Esto en parte surge de una supuesta conexión entre ciertas concepciones de la
comunidad y del consenso. Las ideas sobre la “comunidad” están a menudo basadas en
la imagen mítica del grupo homogéneo y armonioso con valores compartidos - la
pequeña aldea. Sin embargo, la realidad en muchas zonas urbanas es una mezcla
cosmopolita de grupos etarios, culturas, etnias e identidades mixtas. De aquí el peligro
que significa el “autoritarismo moral”, por el que un grupo o interés dominante busca
imponer sus valores a los demás y lo hace mostrando poca consideración por los
derechos individuales. La realidad empírica, en lo que respecta a la composición interna
de las comunidades existentes, es que no constituyen las Utopías del egalitarismo que
algunos podrían desear, sino que se trata de formaciones jerárquicas, estructuradas en
base a relaciones diferenciales de poder, especialmente, como sostienen las feministas,
en base a diferencias de género, pero también en base a diferencias de raza, de edad o de
clase social y de otras características personales. Entonces, la “voz moral de una
comunidad” puede estar dominada y controlada por elites que no son representativas de
la sociedad.
La reconstrucción de las comunidades como un grupo de creencias compartidas no
equivale, por lo tanto, a la creación de un orden social. Más que unir a las comunidades,
el delito puede socavar la capacidad de las comunidades para organizarse
colectivamente en zonas con altos niveles de delincuencia y puede dividir a las personas
en vez de unirlas. El delito puede ser el tema menos apropiado para regenerar a las
comunidades, en particular si estamos buscando comunidades abiertas, tolerantes e
inclusivas, en vez de comunidades que se solidifican alrededor de una “exclusividad
defensiva”, que se encuentra en la raíz del enfoque de prevención del delito de la
“defensa de la comunidad”.
Sin embargo, la paradoja central puesta en evidencia por un siglo de investigación sobre
la prevención del delito sigue siendo el hecho de que las respuestas de la comunidad
frente al delito son más fáciles de generar precisamente en esas zonas en las que menos
se necesitan y más difíciles de lograr en aquellas en las que la necesidad es mayor.
Como señala Buerger (1994.a: 411), parecería indispensable para que funcionen
organizaciones comunitarias la preexistencia de una comunidad ya organizada, mientras
que la condición indispensable para la prevención del delito es la existencia de una zona
que no sufra altos niveles de criminalidad.
En la conclusión a su crítica sobre la doctrina de América del Norte respecto de la
prevención comunitaria del delito, Rosenbaum sugiere que:
Nos estamos engañando si pensamos que la inversión de pequeñas cantidades de dinero durante cortos
períodos de tiempo son suficientes para marcar una diferencia en barrios peligrosos en los que el
problema del delito es complejo y tiene raíces profundas…También es necesario que los políticos se
desengañen respecto de la idea de que la “autoayuda” comunitaria y el “voluntarismo” son libres.
(1988b:379)
Más que exagerar e idealizar desmedidamente el rol de la “comunidad” en la prevención
del delito, necesitamos enfrentar la verdadera cuestión de qué es una “comunidad” y de
qué puede hacer dentro de las limitaciones que le son impuestas por fuerzas económicas
y sociales más amplias.
Conclusiones
El desarrollo de la prevención social del delito en Gran Bretaña se ha quedado muy
atrás respecto de la prevención situacional del delito. La inversión a largo plazo que
requieren este tipo de estrategias entra en conflicto con la naturaleza cortoplacista de
gran parte del pensamiento político que tiende a darle prioridad a la “inmediatez de la
cuestión del poder”. Sin embargo, parece haber recibido un nuevo ímpetu con la
elaboración de estrategias gubernamentales orientadas a alentar la intervención
temprana respecto de jóvenes en riesgo de cometer delitos y programas de seguridad
para la comunidad más amplia. No obstante ello, la contribución de programas sociales
específicos para la reducción del delito sigue sin estar bien definida ni bien evaluada. En
este contexto, las lecciones que deben aprenderse de los programas, se vuelven menos
evidentes y los problemas asociados a las consecuencias no queridas de ciertas
estrategias siguen constituyendo una cuestión importante.
La prevención social del delito es tema de intenso debate político. La naturaleza de la
relación entre el delito y la política social, así como la relación entre la seguridad
comunitaria y la justicia social, permanece en gran medida sin respuesta. Existe el
peligro de que en el cambio a un paradigma preventivo, podamos llegar a esperar
demasiado de las políticas sociales en general o de las comunidades en particular.
Ambas pueden ser finalidades en sí mismas que pueden distorsionarse si se vinculan a
temas relacionados con el delito y las contravenciones. En sí mismas, pueden resultar
más importantes aún que la prevención del delito.