Post on 23-Mar-2016
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PREGÓN SANTA CRUZ DE EL BUITRÓN
2006
PREGONERO: JUAN MIGUEL DE LOS SANTOS
QUINTERO
A mi padre, que está en lo gloria.
Muy buenas tardes a todos y a todas.
Sra. Mayordomo de la Cruz, Mayordomos de lo Bandera, señores
miembros de la Comisión de Festejo, Autoridades, amigos, señoras y
señores.
Quiero agradecer a esta mayordomo la oportunidad que me brindó este
día de poder ensalzar con mis sentimientos o nuestra Santa Cruz. Día que
tengo por seguro que será uno de los más señalados de mi vida y que
nunca olvidaré.
Gracias por haberme elegido, Ana Mª cuando me lo propusiste, aún me
sentí más Aldeano.
Gracias presentador, gracias por tan hermosas palabras. Tú bien sabes lo
que quiero a esta tierra. Nuestras vivencias junto a la Cruz han constituido
un hecho decisivo para estar hoy aquí. Gracias Manolo.
Antes que nada, debo confesarles que para mí estar aquí en estos
momentos representa un enorme orgullo y una íntima satisfacción.
Porque si de alguna cosa me siento orgulloso es de saber que el árbol
familiar del que soy fruto hunde sus raíces, en esta tierra que hoy
pregono, y que mi modesta voz no es más que el eco de una voz más
grande, la vuestra.
Soy, y me siento, un aldeano de hecho y de derecho; y aquí vengo hoy a
dejar profesión de mi fe aldeana hasta mis últimos días.
De un aldeano convicto y confeso como yo no se puede esperar menos.
Cuando me propusieron dar este pregón sentí, ya digo, orgullo y
satisfacción, pero también otros sentimientos que refrenaban mi deseo de
hacerlo. Soy una persona más inclinada a los números que a las letras; las
ciencias exactas me han atraído más que la escritura: ajustar una cuenta,
resolver una ecuación, demostrar un teorema satisfacía más mi intelecto
que poner una palabra detrás de otra para explicar un concepto o exponer
una idea.
Sentí miedo, lo verdad, ante el reto, y más de una vez estuve a punto de
declinar la invitación.
En estas incertidumbres estaba, cuando una noche, peleándome con el
insomnio que me producía la decisión, en un duermevela bendito, me
pareció oír las voces de mi padre, de mi hermano y de mi abuela, que al
unísono, me decían:
"Niño, Juan Miguel, no dejes pasar esta oportunidad de gritar a los cuatro
viento, desde El Empalme hasta El Castillo y desde la Soharba hasta la
Cerca de la Cumbre, que eres aldeano de cepa pura. No te aflijas porque a
lo peor no sepas escribirlo. Tú deja que el corazón y el alma guíen tu
pluma; y si tienes miedo, nosotros te infundiremos valor; si dudas, te
daremos certezas, y si tiemblas, te serenaremos."
Si aún quedaba en mí algún resquicio de duda la alegría de mi mujer y mis
hijos me dieron el último empujón.
Así, con estos ángeles protectores, me puse a escribirlo. Y una cosa sí es
cierta, que está escrito poniendo el corazón y el alma en cada palabra y en
cada frase. El corazón y el alma que he heredado de ustedes.
Permítanme que parte de este pregón lo dedique a mi padre, pues creo
que es la persona por la que me encuentro en esta tribuna para dirigirme
a ustedes.
Pero antes que nada, hago mías las palabras del presentador con respecto
a este magnífico local que habéis construido y que la casualidad ha
querido que de alguna manera yo lo inaugure con este acto. Si estoy
vinculado o este lugar por los motivos que luego oiréis, añado ahora uno
más que me llena de alegría infinita. Los grupos humanos necesitan
lugares donde reunirse para hablar de sus proyectos, para celebrar sus
fiestas y para hacer una vida de hermandad y colectiva. Vosotros tenéis
uno espléndido. Os felicito. Que sirva este lugar como primer indicio de
que el futuro os sea tan magnífico y espléndido como el local es. Y ahora
es el momento de entrar en mi pregón.
Señoras y señores: pregono con rotundidad, con la cabeza alta y el pecho
henchido, que yo soy hijo de Antonio de los Santos Carranza, nacido por la
gracia de Dios en esta aldea, y de Ana Quintero Arroyo, que vino al mundo
en Valverde del Camino. No es mala pues lo mezcla que mi sangre lleva, y
de ambas me siento muy orgulloso.
Tuvo por padres mi padre a Tomás de los Santos, un oriundo de Portugal
que recaló por estos pagos y que la muerte se llevó en la flor de la vida, y a
Miguela Carranza, una aldeana bondadosísima de cara redonda y un
corazón tan grande como el Risco de la Peña Alta, matriarca que sería de
una vasta familia al correr del tiempo; y por hermanas naturales y
legítimas tuvo a tres aldeanas más, que recibieron las gracias bautismales
de Ana, Francisca y Otilia. Todos los hermanos llevaron siempre muy en
honra tener su origen en la aldea del Buitrón; tanto que en Valverde eran
conocidos con el apelativo de El aldeano o Las aldeanas, sobrenombre que
llevaron siempre muy a gala.
Mi padre era un hombre afable, entrañable y cariñoso que rezumaba
bondad al primer golpe de vista. Era sencillo como un jarrillo de Iata y
tenía un sentido del humor rápido y preciso. Le gustaba contar cosas y
sucedidos, y lo hacía con tanta gracia y desenvoltura que era inevitable la
carcajada.
Cierto día me contó lo que le pasó a mi abuelo Tomás cuando conducía el
camión que llamaban "la caja de cerillos", por su exigua presencia y
tamaño, cuando iba acompañado del cura D. Luis Arrayás. Al llegar a su
destino el cura le dijo a mi abuelo:
- Tomás, ya llegamos por la gracia de Dios.
A lo que mi abuelo, que debía de ser un poco descreído, o poseedor de
una retranca imponente, sin andarse con remilgos, le contestó:
- ¡Por la gracia de Dios...! ¿Suelto el volante Padre?
Entonces el cura, entrando en la lógica de lo rozón, le contestó:
- "Y con la de usted Tomás. y con la de usted".
Ya se sabe que razón y fe no han ido nunca de la mano.
Si ese era mi abuelo, ese era mi padre. Tal para cual. Bendita la rama que
al tronco sale. Fíjense, si no.
Esta anécdota me la contó mi primo Manolo, el de la Tía Otilia, un día que
fue con mi padre y con el Tío Chincho, su padre, a ver un partido de fútbol
de los que la Olímpica organiza por la feria. Eran tiempos en que las
próstatas, las artrosis, los bronquios y los cánceres ya andaban
enseñoreados con sus cuerpos y habían perdido la "jiribilla" de mejores
épocas. Resulta que al terminar el partido se fueron atravesando el
césped, y el tío Chincho le dijo a mi padre:
- Antonio, vámonos de aquí, que nos pueden reñir si nos ven.
A lo que mi padre respondió:
- No te preocupes, Chincho; si nos ven con este estilo son capaces de
ficharnos.
Antonio el aldeano era amigo de la caza del perdigón; pero como nunca
tuvo buenas piernas para andar por cecas y mecas y trochas y barrancos,
se dedicaba a practicar el aguardo con jaula. Era un jaulero, como se dice
en el argot. De esta afición suya, y de acompañarle muchas veces, tengo
en la memoria los nombres de los parajes que frecuentaba. El Espejito, El
Pocillo Ramírez, La Cerca de los Pinos, Casas Viejas, La Cerca Tarugo, El
Buitroncillo, donde tantas y tantas veces puse las trampas, mientras mi
padre esperaba pacientemente que Gonsito, su perdigón, atrajera algún
congénere que llevarse colgado de la canana. El Buitroncillo es para mí un
lugar inolvidable, idílico, un lugar sagrado e iniciático, donde pasé, si se
puede decir, de niño a hombre, por mor de los celtas largos que compraba
en lo tienda de Honorio, y que me fumaba, a escondida, mientras armaba
una trampa y otra trampa… La Cruz del Calvario, gastada de besos por la fe
aldeana, La Soharba, El Cabezo de Basta, donde, según me contaba, se
refugió con su familia cuando en la guerra civil tomaron El Buitrón; La
Cerca Hornito, y así desde Hollín hasta el Charco del Portugués…
¡Ah, el Charco del Portugués! Los primeros calores del verano traían
prendidos la esperanza de bañarme en sus aguas de tumbarme a la
sombra de los chopos y las adelfas. En lo alto de la pendiente donde el
charco se oculta a la vista de los que vuelven, le decía, como si de un ser
humano se tratase, "hasta la vista". Todos esos lugares que he citado
forman parte de mi cultura, y gran parte de la persona que soy a ellos se
los debo. Si hoy me gusta el campo abierto fue porque mis ojos no vieron
otra cosa que grandes extensiones de terrenos cubiertos de una
vegetación rica y variada; si amo a los animales fue debido a que en ellos
vi en libertad casi todas las especies que aquí se crían, y aún resuenan en
mis oídos las esquilas de las cabras y los cencerros de las vacas que por
aquí pastaban. Si amo la pureza de las cosas, libertad por ejemplo, es
porque en estos campos no había nada corrompido ni contaminado entre
las estrellas y yo: ni personas, ni árboles, ni cielo.
Como cazador, mi padre no era ni bueno ni malo, sino todo lo contrario. A
veces pienso, que no era tanto el cobrar la pieza por lo que se echaba la
jaula o la espalda y la escopeta al hombro; a veces pienso que era más
bien el sentirse plenamente identificado con la tierra y con la naturaleza
que le rodeaba, formar parte de ello y sentirse ella. Pues entonces no
entiendo por qué algunas veces se le olvidaba el pájaro y tenía que pedirle
uno prestado al Maestro Pollo para poder hacer el aguardo cuando aquí
venía a cazar. A ningún cazador racial le ocurre nada parecido. O aquellas
otras veces que se le pasaba la hora del aguardo porque se le iba el
tiempo sin sentir hablando con los miembros de su familia que iba a visitar
o se encontraba por la calle. Yo creo, que en estos últimos casos, el
aguardo de El Buitrón no era más que una excusa para ver a la familia y
contarse cosas interminables, de las que se empieza y no se acaban a
propósito, porque es necesario dejarlas sin terminar para la próxima
ocasión que se vieran. Este es el secreto de la amistad, y mi padre lo
practicaba a las mil maravillas.
Sin embargo, hay fandanguillos por ahí que hablan de la pericia de él
como cazador, y que él solía cantar por lo bajini unos veces, y componer
las más, en los ratos de aguardo y espera por esas cercas de Dios. Las
veces que lo acompañé, así lo hacía, mientras pegaba el oído al canto de
su perdiz y los ojos le bailaban sobre todo lo que se movía. Esta es la letra
de algunos de ellos:
Buitrón
Quien quiera comer perdices
Que se venga pal el Buitrón
Que Antoñillo el Aldeano
Las mata de dos en dos
Por la mañana y temprano.
Algunas veces tenía la fortuna de cara y lograba cazar más de un pájaro.
¡Qué alegría en la cara! ¡Qué gozo inmenso en el cuerpo!
- ¡Niño! Cuando lleguemos a Valverde, se los tiro al tío Limón en la
cara.
Me decía exultante de felicidad y orgullo, porque el tío Limón era su
cuñado, su amigo y su rival en las lides cinegéticas. Desde aquí le mando
un fuerte beso.
A grandes rasgos, este era mi padre. Un aldeano purísimo, amigo de sus
amigos, amante de su tierra de El Buitrón y un hombre cabal y bueno
como pocos. Tras su muerte, mi hermano Tomás decía que le costaba
venir a la aldea porque imaginaba encontrar a su padre en cada esquina,
en cada casa, junto a cada persona con la que se paraba, porque los
recuerdos estaban intactos y eran imperecederos. Bendito sean los dos,
que ahora estarán cazando perdices a su gusto por los campos eternos del
cielo.
Una de mis tías solía decir, con gran conocimiento de causa, supongo, que
los aires de la Cerca de la Cumbre curaban la tos ferina, que antiguamente
conocíamos como tos mala, y cualquier enfermedad bronquial y
pulmonar, dejando el fuelle de la respiración limpio como una patena. Y
después añadía que los salchichones de la tía Virtudes o de la tía Dimas,
curar no curaban, pero que eran el mejor remedio para no contraer
enfermedades de ningún tipo, pues te inmunizaban contra ellas de forma
inmediata.
Sobre las bondades curativas de los aires de la Cerca de la Cumbre bien
poco puedo decir, pues eso es un misterio que la experiencia de mis tías
debió enseñarles, y que nunca, ¡es una lástima!, fueron más explícitas en
sus arcanos. Pero sí es verdad que cuando en aquellos tiempos algún crío
valverdeño adolecía de la prestancia de la edad y se criaba enclenque y
enfermizo, la receta de mis tías era siempre lo misma:
- "Mire usted, señora, lo lleva unos diítas a El Buitrón, lo pasea por la
Cerca de la Cumbre, que le dé el viento en la cara, y después le
mete entre pecho y espalda un par de salchichones de los de allí, y
verá como el niño, criaturita, coge mejor color de cara, que está que
da penita verlo".
Si la buena señora seguía el consejo, a los pocos días el querubín se
mostraba rollizo y con un color de cara que daba gloria verlo. Se había
obrado el milagro de los aires y de la chacina de El Buitrón.
Pero si amo y quiero esta tierra de El Buitrón es porque he recibido
lecciones magistrales sobre vuestra forma de vida, vuestros anhelos,
vuestros trabajos, vuestras penas y vuestras alegrías. Y digo lecciones
magistrales porque ellos, mi padre y mis tías, eran como vosotros. Vuestra
forma de vida, era la suya; y por lo tanto, también la mía. Vuestros
anhelos, los suyos; y ahora los míos. Si vosotros teníais penas, eran sus
penas y a mi me las trasmitían. Pero si de vuestras alegrías hablamos,
hablemos de la Santa Cruz, que es el mayor motivo de alegría para todos
los que aquí estamos.
Una de las partes más interesantes y genuinas de estas Fiestas es El
Romerito. ¡A mí es la que más me gusta! Y puede que esto sea así porque
de niño veía que mi padre sentía gran pasión por ella. Yo he heredado la
misma, y espero que mis hijos sepan gozar, como goza su padre y gozó su
abuelo.
Empiezo a disfrutar desde el momento en que salimos del porche de la
iglesia, antes con el tamboril y ahora con la Randa de El Tirachino, a los
sones del tema El Romerito propiamente dicho. ¡Se me ponen los pelos de
punta cuando lo escucho! Y así vamos, casi de la mano, juntos y revueltos,
con los ojos brillantes por las lágrimas, hasta la Cruz del Calvario. Y
mientras esperamos a que lleguen con el romero (Romero verde, verde
romero, la Cruz de El Buitrón, es lo que más quiero), que después se le
ofrecerá a la Santísima Cruz, vemos bailar a los muchachas (El romero
tarda, guapa aldeana, el romero tarda, y yo lo quiero esperar, bailando
por sevillanas). Y luego volvemos, con el mismo brillo en los ojos y la
misma alegría en la garganta, a la casa del cura. Qué bien suena el cantar
que dice: Bendita la Santa Cruz, bendita quien la compone, y bendita
también sea la que las flores le pone. No podían ser otras que las mujeres
de esta aldea.
Y en la calle, las carreras de caballerías se suceden. Y si alguien piensa que
eso es un peligro, es porque no sabe la poesía que aquí se dice. Una parte
es así:
Calle arriba, calle abajo,
Las piedras despiden ascuas.
Gritan las madres:
¡Qué lo tira! ¡Qué lo mata!
Deje usted que corra,
Que no lo tira la jaca,
Que no quiere la Cruz bendita,
En su fiesta una desgracia.
Yo recuerdo una vez, hace ya algunos años, cuando fui jinete en
borriquillo con dos amigos más, los clásicos tres en un burro (espero que
el refrán de no veo tres en un burro no viniera de aquí).
Pero a pesar de todo, la calma llega. Cuando el romero está depositado en
la casa del cura, la Cruz engalanada, los caballos cansados, y el sol va ya
camino de su morada portuguesa, es el momento, por fin, de las copitas,
del abrazo con los amigos y la familia, de comerse unas rositas, o un
alfajor, o un piñonate, para seguir con el gusto dulce en la boca, para
despedirse hasta mañana... Y yo me voy para Valverde; y hasta El Alto de
la Contienda por lo menos no se me secan les lágrimas. Y pienso: Un año
más, Cruz Bendita; un año más de experiencia para contarlo a mis hijos.
Y yo me voy, sí; pero vuelvo luego. Porque luego es el momento del baile y
no se puede faltar.
Uno ya no está para muchos bailes, para que nos vamos a engañar; uno,
mientras otros lo hacen, prefiere pegarse a la barra y tomar unas copas
hablando con este o aquel primo o conocido, hablando de esto o de
aquello o de lo de más allá, porque aquí, afortunadamente, siempre tiene
uno un familiar o un amigo a mano con quien continuar la conversación
interrumpida la última vez que nos vimos. De modo que, en estos bailes
modernos de la Cruz, cuando uno yo peina canas, prefiere mejor que
bailen la lengua y los ojos que el cuerpo; pero con todo y con eso, cuando
el ritmo de la canción se ajusta al reposo y al sosiego, uno no duda en
agarrarse al talle de su mujer y marcarse un bolero, o un pasodoble… Y si
se tercia, solicita que le acompañe aquella señora o señorita, más por
mera cortesía que por ardor guerrero, para mostrarle que uno sigue
conservando, aunque no lo parezca, todo su "sex appeal”.
Sin embargo, los nuevos tiempos han hecho desaparecer algo de los bailes
del sábado que en mi primera juventud, casi un niño era, me llamaba
poderosísimamente la atención: las madres de las muchachas sentadas
alrededor de la pista de baile. El porqué me lo explicaron más tarde:
salvaguardar el buen nombre del fruto de su vientre, asintiendo o
negando sutilmente con la cabeza a quien se acercara a ellas para bailar;
de modo que si el pollo era del agrado de la reina, esta la movía
afirmativamente, dando la venia a la infanta de que podía bailar con
tranquilidad. Pero si la reina detectaba las intenciones de un miura en el
pretendiente, el movimiento de la cabeza era negativo, y ya se podía
poner el figura de rodillas, que la infanta no accedía a compartir con él ni
siquiera un compás del baile. Ahora entiendo por qué en las bodas de las
infantas, estas pedían permiso al rey para que éste pudiera dar el sí. Aquí
las madres eran reinas y las hijas infantas.
Bromas aparte, los bailes a que asistí siendo joven fueron inolvidables
para mí. Recuerdo ahora uno de los primeros.
Llegada que era la hora, me peinaba y repeinaba con tal cuidado que no
había un solo pelo que quedara fuera de su sitio; me ponía el mejor de mis
jerséis, me lustraba los zapatos, y procuraba, mirándome al espejo, que
nada de mis aditamentos desmereciera mi figura. Y antes de salir me
rociaba de "varón dandy” para que el olor me diera la prestancia por si
algo me faltara. Había que causar buena impresión. Y de esa forma
entraba en aquel salón de la escuela, donde ya sonaban las maracas del
Wica, la música en un tocadiscos o el grupo The los Valientes. Y allí estaba
la muchacha a la que había echado el ojo para compartir la velada. Me
acerqué a ella, más nervioso que estoy ahora, seguro.
- ¿Quieres bailar?
Le pregunté; o tal vez fue:
- ¿Bailamos?
Mientras la muchacha se decidía (supongo que esperando el permiso de la
reina), cerré los ojos para poder soportar, y que no se me notara mucho,
la frustración de una negativa Pero no fue así; noté que me ponía las
manos en el hombro, y sólo escuché:
- "Bueno"
No me atrevía a mirarla a los ojos, pues estaba tan concentrado en no
perder el paso, que mentalmente iba diciendo izquierdo, izquierdo,
derecho;… y miraba mis pies y los de ella. ¡Mira que mirar los pies de la
criatura más guapa que había en el baile!
- Me llamo Juan Miguel
Le dije cuando pasó un tiempo prudencial
- y aunque no soy de aquí es como si lo fuera.
Aquella criatura, que olía a todas las fragancias de flores que adornan
estos campos, a brezos, a lilas, a violetas, a lirios, incluso a bellota dulce y
a hojuela de palmito, me dejó seco. Casi pierdo el paso.
- Ya lo sé. Tu padre se llama Antonio, y estás parando en casa de la
Sampedrito.
Tranquilo, Juan Miguel. Y bailamos toda la noche, hasta que se retiraron
las estrellas. Y yo me retiré también porque me sentía una de ellas.
Así fue, más o menos, el recuerdo de unos de mis primeros bailes. De la
memoria de aquella criatura solo me ha quedado la impronta de los
aromas naturales que exhalaba: a brezos, a violetas, a lilas, a lirios y sobre
todo romero, pero eso no es extraño, porque todas las aldeanas huelen a
romero por La Cruz. A romero y a miel; así son de dulces.
Cuando era pequeño y mis padres decían: "Vamos a El Buitrón", era para
mí más que un día de fiesta porque iba al lugar donde me sentía más o
gusto. Venía o mi tierra.
Todo lo que tenía en Valverde lo encontraba aquí con creces amigos,
juegos... Aquí todo estaba cerca, a la mano, aquí te respetaban, y no había
esos grandullones que te avasallaban por el simple hecho de ser mayor en
edad y cuerpo, y no te dejaban jugar al fútbol, o te quitaban los bolinches,
o te birlaban la trompa de púa de acero, lo más “carabullenta” del barrio.
Quiero humildemente homenajear a los amigos que aquí encontré y que
compartieron conmigo su tiempo, sus juegos y sus palabras. Gracias por
vuestra inquebrantable amistad; gracias por no hacerme sentir un extraño
en mi tierra.
Desde aquí quiero también dar las gracias, por su labor incansable, a esas
mujeres y hombres, que por tradición y años tras años vienen realizando,
en la sombra el trabajo de elaborar esa máxima exquisita variedad de
dulces: Rosas, Piñonates, Alfajores, etc. ¡Un aplauso para ellas!
El Buitrón me atraía, y me atrae, con un fuerte magnetismo familiar y
social. Aquí me siento feliz, con mayúsculas, porque para ser feliz, solo El
Buitrón me bastaba, como para El Buitrón “solo Dios basta” como puede
leerse en una de las puertas de la Iglesia. A propósito:
Hoy Madre Santa María de Jesús
Me arrodillo en tu presencia
Para decirte
Que me han pedido que haga este año
El pregón de tus fiestas.
***
Sé que al escucharme decir esto
Te asaltará una duda,
Ya que tú sabes Madre
Que yo he nacido valverdeño y
Que mi devoción mariana es valverdeña.
***
Sin embargo, son muchos los años
Viniendo a tu tierra
Contagiándome de tus vivencias buitronejas.
En mi cuello dos medallas.
Una la que tú representas.
Por eso Madre te digo
¡Que no tengas dudas siquiera!
Que Madre no hay más que una
Y esta noche la mía es, buitroneja.
Muchas cosas se me quedan en el tintero, porque no es conveniente que
este acto se alargue demasiado; pero sabed que las guardo en lo más
profundo de mi corazón y que, como dije al principio, siempre hago
profesión de mi aldeanismo por donde quiera que vaya, y que hago oír
vuestra voz, que es la mía, donde quiera que haya que hacerla oír.
Porque, como dijo el poeta portugués Saramago "si mi voz os sirve de
algo, mi voz es vuestra". Disponed de ello cuando y cuanto queráis.
Compruebo con satisfacción como en Internet los aldeanos errantes
pueden enjuagar la nostalgia de la aldea. ¡Qué páginas más bonitas están
colgadas en la red! ¡Qué gozo más grande leer la Espadaña allí donde te
encuentres! Así se hace futuro, pues el futuro de un lugar depende de sus
gentes. Será lo que ellos quieran que sea. Pero por favor, no perdamos
nuestras esencias; no sacrifiquemos lo que somos (oro) por el plato de
lenteja de lo que seremos (oropel). El pasado y el futuro pueden ir
perfectamente combinados. A los aldeanos jóvenes les digo: El Buitrón
que hoy tenéis, no es uno herencia de vuestros padres, sino un legado
para vuestros hijos.
Ya acabo, ya pronto nos podremos tomar las copitas fraternalmente, pero
no quiero desaprovechar lo oportunidad de este pregón para homenajear
a todas las personas del Buitrón que ya no están con nosotros. A todos
ellos, desde aquí, y hasta el palco celestial donde están sentados les envío
el más amoroso de los besos. Permítanme desde aquí, un recuerdo muy
especial para la persona que más me hubiera gustado que se encontrara
compartiendo conmigo estos momentos. Sé Tomás que, gozando de la
presencia de nuestros padres, me estarás escuchando emocionado igual
que lo hice yo, en tantos momentos de mi vida junto a ti. Un abrazo
Hermano.
Y termino con el deseo de haber estado a la altura que esta ocasión
requiere; que haya acertado a expresar las vivencias que aquí experimenté
y que haya usado las palabras precisas y exactas para hacerlas entender.
Muchas gracias por vuestra paciencia en escucharme.
¡Viva la Cruz Bendita de El Buitrón!