Post on 27-May-2018
“Ninguno puede servir á dos señores; porque ó aborrecerá al uno y amará al otro, ó se llegará al uno y menospreciará al otro: no podéis servir á Dios y á Mammón” (Mateo 6:24 RV1909)
Jesús, nuestro Creador y Redentor, nos impele a decidir entre dos formas de vivir: servir a Dios, o servir a las riquezas (Mammón).
Para poder tomar una decisión correcta, debemos conocer bien a nuestros dos posibles amos, y las consecuencias de servir a uno o a otro.
“Porque por él [Jesús] fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, las visibles y las invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él” (Colosenses 1:16)
Toda la Deidad estuvo involucrada en la Creación (Génesis 1:1; Isaías 45:11-12; Juan 1:3), siendo Jesús el principal originador.
Él creo todas las riquezas de la Tierra para que la humanidad pudiera disfrutarlas (Génesis 1:28-29; 2:8-13), incluso después del pecado (Deuteronomio 26:15).
No obstante, el hombre ha pervertido las cosas naturales –que no son malas en sí mismas–, usándolos para el mal en lugar de glorificar a Dios con ellas (Eclesiastés 7:29; 1ª de Crónicas 29:14).
DIOS ENCARNADO“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16)
El amor de Dios se muestra en que Él mismo (en la Persona del Hijo, Jesús) fusionó su naturaleza divina con la naturaleza humana.
Nació como un niño. Creció como cualquier otra persona. Nos reveló, por su ejemplo y su enseñanza, el verdadero carácter de nuestro Padre celestial.
Dios hizo todo lo posible para que comprendiéramos su preocupación y amor por nosotros.
No obstante, nos deja la libertad para que escojamos estar con Él o, como el joven rico (Mat. 19:16-22), permitir que el amor por las cosas materiales nos separe de Dios.
“para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:6-7)
Al tomar lo que no le pertenecía (el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal), la humanidad contrajo una deuda que jamás podría pagar (Sal. 49:7-8).
De la maldición de la ley (Gál. 3:13). De la potestad de las tinieblas (Col. 1:13). De la ira venidera (1Ts. 1:10). Del diablo (Heb. 2:14). Del temor de la muerte (Heb. 2:14). De nuestra vana manera de vivir (1Pe.1:18). De nuestros pecados (Apo. 1:5).
Jesús nos redimió de esa deuda pagando completamente su precio en la cruz (Juan 19:30). ¿De qué más nos libró?
“para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de
pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:6-7)
Al morir en la cruz, la misión de Jesús estaba cumplida y nuestra deuda pagada en su totalidad. Con la justicia divina saldada, Él dirige su atención a nuestra respuesta a su sacrificio.
“No puede haber glorificación de sí mismo,
ni arrogantes pretensiones de estar libre de
pecado, por parte de aquellos que andan a
la sombra de la cruz del Calvario. Harta
cuenta se dan de que fueron sus pecados los
que causaron la agonía del Hijo de Dios y
destrozaron su corazón; y este pensamiento
les inspira profunda humildad. Los que
viven más cerca de Jesús son también los
que mejor ven la fragilidad y culpabilidad
de la humanidad, y su sola esperanza se
cifra en los méritos de un Salvador
crucificado y resucitado”
E.G.W. (El conflicto de los siglos, p. 464)
“Dios no es hombre” (Núm. 23:19). Su naturaleza y sus pensamientos son incomprensibles para nosotros (Isa. 55:9). Él es el Creador, nosotros sus criaturas (Sal. 100:3). También es “Dios celoso” (Deu. 4:24), que no tolera la competencia.
Él nos pide: “Dame, hijo mío, tu corazón, Y miren tus ojos por mis caminos” (Proverbios 23:26). No quiere un corazón dividido, ni una porción de él. Desea una respuesta de amor y una entrega completa. No se conforma con menos. ¿Por qué?
Porque el que nos creó y sustenta nuestra vida y la vida de cada ser creado, quiere lo mejor para nosotros. Y no encontraremos nada mejor que vivir a su servicio.
Dado que ni siquiera somos dueños de nosotros mismos (1Co. 6:20), ¿qué podemos hacer para protegernos de dar a los dones materiales de Dios el afecto que solo Dios
debiera recibir?
“Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis
servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24)
Antes de poner tu corazón en tus posesiones, deberías preguntarte: ¿Soy realmente el dueño de lo que poseo?
“He aquí, de Jehová tu Dios son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra,
y todas las cosas que hay en ella” (Deuteronomio
10:14)
“Porque mía es toda
bestia del bosque, Y los
millares de animales en los collados”
(Salmo 50:10)
“Sabed que todas las vidas me
pertenecen, tanto la del padre como la del hijo” (Ezequiel 18:4 NVI)
“Mía es la plata, y mío
es el oro, dice Jehová
de los ejércitos”
(Hageo 2:8)
“Al consagrarnos a Dios, debemos
necesariamente abandonar todo aquello que nos
separaría de Él. Por esto dice el Salvador: “Así,
pues, cada uno de vosotros que no renuncia a
todo cuanto posee, no puede ser mi discípulo.”
Debemos renunciar a todo lo que aleje de Dios
nuestro corazón. Las riquezas son el ídolo de
muchos. El amor al dinero y el deseo de
acumular fortunas constituyen la cadena de oro
que los tiene sujetos a Satanás. Otros adoran la
reputación y los honores del mundo. Una vida de
comodidad egoísta, libre de responsabilidad, es
el ídolo de otros. Pero estos lazos de servidumbre
deben romperse. No podemos consagrar una
parte de nuestro corazón al Señor, y la otra al
mundo. No somos hijos de Dios a menos que lo
seamos enteramente” E.G.W. (El camino a Cristo, p. 44)