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RAREZAS DEL SER
Irene
RELATOS
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Rarezas del ser
Irene Mariñas
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4
Gracias por
estar aquí.
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RUIDO
Un día descubrí que todos aquellos ruidos tan molestos que
hacían los demás y que ponían mis nervios de punta, pasaban a ser
divertidos si quien los hacía era yo. Primero imité el recuerdo de
un antiguo profesor y su odioso tic, y mi lapicero comenzó a dar
obsesivos golpecitos contra cualquier superficie sólida. Aquel
ritual estereotipado tan tonto, pasó de ser motivo de
encrespamiento a ser incluso relajante. Dejé de hacerlo cuando
una tarde en el autobús, la señora de mi lado me lanzó una mirada
furibunda y me dijo en un tono muy desagradable que dejase ya
el dichoso ruidito.
Entonces, mis dientes comenzaron a chirriar, igual que hacía
mi padre cuando dormitaba en el sillón. Para mi sorpresa me
resultó placentero y aquel sonido que días antes me empujaba al
borde del parricidio, ahora me ayudaba a conciliar el sueño.
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Un domingo por la mañana me despertó un vecino con unos
estruendos horribles, me empezaba a enfurecer cuando pensé
que mi terapia también podría funcionar en este caso. Me vestí y
después de desayunar y seguir todos los rituales necesarios para
impedir que se me cayesen los dientes, me armé con el taladro
que encontré en la caja de herramientas, arrastré el mueble del
comedor, que apoyado en la pared me estorbaba, y me inicié en la
ardua labor de hacer agujeros. Al principio me salían temblones y
no demasiado parejos, pero al cabo de un rato conseguí incluso
disfrutar de aquel tembleque ruidoso.
Mi padre, mirándome de reojo masculló algo sobre la locura
y se fue al bar, como siempre. Mi madre me miraba desde la
cocina enjuagándose las lágrimas en un pañuelo, o quizás era una
servilleta, no sé. Últimamente lloraba más de lo normal, debería
sentarme a charlar con ella. Pero ahora tenía hambre, después de
hacer exactamente 454 agujeros (qué gran número) me sentía
satisfecho y cansado. Me senté en la cocina y mi madre sirvió la
comida.
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Creo que la primavera la tenía loca con las alergias, porque
tenía los ojos hinchados y rojos. Tras masticar el primer bocado,
busqué mi seda dental en el lado derecho del plato, donde
debería estar y no la encontré, mi garganta se iba abriendo a la
vez que se me aceleraba el corazón, los chillidos desesperados
salían de mi estómago, mi madre se precipitó al lavabo, y antes de
que me llegase a colapsar, puso en mi mano el hilo odontológico
salvador de mis dientes.
Después de comer, miré durante un rato mi labor de aquella
mañana y me gustó de tal manera, que sintiéndome inspirado
decidí emular a la vecina del quinto mientras limpia las ventanas.
Así que busqué en el portátil mi carpeta de coplas. Cantaba a
todo pulmón, mientras seguía contemplando mi gran obra y a mi
madre que barría una montaña de polvo naranja (no me explico de
dónde habría salido).
Creo recordar que ya era de noche cuando me pidió llorando
que lo dejase, me callé para intentar soltar lágrimas como ella y
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hacer aquel ruidito tan molesto que produce cuando hipa, no
pude. Apagué el ordenador y le pregunté cómo lo conseguía ella
con tanta facilidad y me explicó algo muy tonto sobre la tristeza
y la desesperación que yo no entendí. Pasé días intentado que mis
ojos destilaran algún líquido, pero nada funcionaba, así que, en
plena rabieta de frustración dejé de respirar, después de un
rato aparecieron dos gotitas por el lagrimal derecho,
seguramente debido al esfuerzo. Pero aquello no era suficiente.
No sé durante cuánto tiempo conseguí parar mis pulmones,
pero desperté en un hospital de paredes blancas, sábanas
blancas, enfermeras de uniformes blancos… La habitación parecía
un paisaje nevado, casi fantasmal.
A un costado de la cama había una máquina que con su luz
verde rutilante. Desentonaba en gran manera con la albura del
cuarto, pero no me desagradó pues hacía unos ruiditos muy
curiosos.
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Aquel aparato pretendía comunicarse conmigo y yo deseaba
encontrar el camino que nos condujera a un buen entendimiento.
Cuando descubrí que si me aguantaba la respiración durante el
tiempo suficiente, los pitidos cambiaban, pensé, y no sin razón,
que aquella debía ser la mejor manera de conseguir una respuesta
por su parte, así que me dediqué en cuerpo y alma a intentar
trazar una base sólida en nuestra recién iniciada conversación.
A partir de aquel día, no necesité moverme de la cama blanca,
impoluta y sin una sola arruga. Aquellas enfermeras blancas y mi
madre, que ya no lloraba, se encargaban de todas mis
necesidades: me lavaban, peinaban y hasta me afeitaban. Ya no
me hacía falta la seda dental, pues me alimentaba por unos tubos
muy prácticos.
Pasado un tiempo, mi padre me hizo una visita acompañado
de mi hermana mayor, oí algo sobre un caso de coma muy raro,
por un momento estuve tentado de preguntarles de quién
hablaban, pero tampoco soy tan curioso, así que decidí que mi
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charla con la máquina era mucho más interesante y me enfrasqué
de nuevo en nuestra relación.
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CAMBIO DE ESTACIÓN, CAMBIO DE VESTUARIO,
CAMBIO DE IDENTIDAD
Comenzaba a hacer frío y pensé que debía comprarme un abrigo.
Así que, al salir del trabajo me fui a la tienda donde normalmente
me proveo de mi vestuario para todas las estaciones del año.
Después de mirar mucho y probarme varios abrigos, un
impermeable, una capa española y hasta un poncho mexicano, me
decidí por una gabardina color camel, bastante larga, de esas que
Humphrey Bogart llevaba con el cuello alzado y atada con un
cinturón.
La dependienta, me miraba de reojo cuando creía que yo no
la veía, pero era muy amable y metió la gabardina en una bolsa de
papel con mucho cuidado de no arrugarla, mientras me miraba con
extrañeza. Sé detectar esas miradas entre curiosas y burlonas,
estoy acostumbrado a encontrarme con ellas. ¡La gente es muy
rara!
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Pagué los trescientos noventa y nueve euros que costaba la
gabardina, en monedas de cincuenta céntimos. Me gusta llevar
suelto, porque nunca se sabe si en las tiendas tendrán cambio.
Al día siguiente amaneció lloviendo, así que, pensé que era
una mañana perfecta para estrenar mi gabardina nueva. Tiré a la
basura la ropa ligera que había llevado hasta entonces, camisa
floreada y multicolor, pantalón corto estilo safari, salacot y
collar de flores. Creo que ya le había sacado provecho y estaba
en unas condiciones un poco nefastas, después de llevarla desde
finales de junio hasta mediados de noviembre, y es que me
gustaba ir por la vida de hawaiano, era como alargar las
vacaciones y el buen rollito estival, a pesar de estar ya casi en
invierno.
Salí con la gabardina nueva, me miré en el espejo del
ascensor y me gustó la imagen que vi reflejada, el cuello
levantado me daba un aire algo chulesco, como de hombre duro,
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algo que en realidad no soy, pero me sedujo el poder aparentarlo.
Me fui mirando en todos los escaparates que me encontré en el
camino y a pesar de que cada vez me sentía más a gusto con
aquella pinta, había algo que no acababa de encajar. No me di
cuenta hasta llegar a la fábrica, estaba guardando la gabardina
en la taquilla, cuando caí en la cuenta de que me faltaba un
complemento indispensable para ser el sumun de la elegancia. Me
faltaba un buen sombrero a juego, claro.
Por la tarde a la salida del trabajo fui a la sombrerería de
la calle Zurbarán. Esa tienda es muy antigua y su dueño
probablemente más. Es un señor encorvado y algo huraño, pero
jamás ha demostrado impaciencia cuando tardo horas en
decidirme por un sombrero y tampoco me mira con mala cara
cuando tiene que contar las monedas con que le pago.
Bueno, el caso es que me pasé allí el resto de la tarde,
buscando el complemento ideal para mi nueva identidad. Me
probé un bombín inglés, unas cuantas boinas, una chistera muy
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distinguida que hacía juego con un bastón de estilo
aristocrático... Pensé que si algún día me decidía y me compraba
un esmoquin vendría para comprarme la chistera y el bastón, para
ir totalmente compuesto y elegantísimo a la ópera o tomar el té
con los condes o a eventos por el estilo.
Al final me decidí por un sombrero negro a modo de los que
salen en las películas americanas, de los que llevan los mafiosos o
los grandes hombres de negocios, que deben de ser los mismos.
Puse mi mochila llena de monedas encima del mostrador y el
serio sombrerero las fue contando una a una pacientemente
hasta llegar a los setenta y cinco euros que costaba el sombrero.
No quise bolsa pues me lo puse de inmediato para salir a la calle.
Pero antes de irme eché un vistazo a los sombreros de mujer, lo
cierto es que son maravillosos, mucho más imaginativos que los de
los hombres. Otro día tendría que regresar a mirarlos con más
detenimiento pues había un par de ellos estilo Mata Hari
increíblemente maravillosos.
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De vuelta a casa me fui mirando de nuevo en los
escaparates y ahora me sentía más a gusto con mi atuendo, ya
estaba completo, parecía un autentico gánster o detective
privado.
Durante el recorrido de cinco horas a pie que hay desde la
calle Zurbarán hasta mi barrio (me gusta hacer algo de ejercicio
antes de cenar), estuve imaginando que realmente era un
investigador que seguía la pista de un asesino que había matado a
su amante y a su gato con alevosía y premeditación. Miraba a
todos los hombres detenidamente para comprobar que ninguno de
ellos llevara arañazos en la cara, pues era indudable que el gato y
la desafortunada amante se habían defendido con uñas y garras.
Pero no vi a nadie que correspondiera a esa descripción. Lo que sí
vi fue un coche oscuro que pasó muy lento junto a mí y que me
hizo sospechar de él. Aunque el conductor, al que no llegué a ver,
para disimular, me gritó al pasar: “Muévete imbécil, que estás en
todo el medio”.
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Llegué a casa muy cansado y me acosté sin cenar.
Al día siguiente, no escuché el despertador y cuando
desperté ya era algo tarde. Me levanté corriendo, sin tiempo de
desayunar y menos de afeitarme. Al mirarme en el espejo del
ascensor vi con agrado que la barba de un par de días me daba un
aspecto aún más rudo y me gustó. Me quedaba bien con el
sombrero y la gabardina.
Cogí el autobús en lugar de caminar hasta la fábrica, para
no llegar tarde. Así que no me pude contemplar en los
escaparates, pero aproveché el trayecto para seguir con mis
indagaciones sobre el asesinato del gato y la amante. Pensé que
tal vez necesitaría llevar un revolver, porque quizás el criminal
quisiera deshacerse de mí, recordé lo que me había pasado con el
coche oscuro la noche anterior y un escalofrío me recorrió la
espalda. Saqué mi libreta de la mochila y apunté: “Buscar una
armería en las páginas amarillas”.
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A la hora de salir, un compañero del trabajo me dijo: “Pero
chico, vaya pinta, pareces Humphrey Bogart, solo te falta un
cigarrillo en la boca” y se echó a reír y a pesar de que él que es
muy guasón y que lo dijo en tono de broma, tenía razón. Me fui al
estanco con idea de comprarme una cajetilla de tabaco y un
encendedor.
¡Qué difícil es eso de ser fumador! Primero no sabía qué
marca comprar, resulta que hay algo así como ocho mil
diferentes, después descubrí que no me gusta el sabor del humo,
además de que, cada vez que pegaba una calada, me ahogaba con
un ataque de tos furibunda. Pero al cabo de unas semanas de
practicar, lo conseguí, es que cuando quiero puedo ser muy tenaz.
Iba por la calle con mi gabardina color camel, mi sombrero negro
y fumando unos cigarros americanos que soltaban mucho humo.
Me sentía muy feliz en mi nueva faceta de detective
privado, aunque para disimular seguía conservando mi puesto en la
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fábrica. La única pega era que al final no había conseguido la
pistola. Había ido a comprarla, pero el vendedor, muy legal él, me
dijo que necesitaba una licencia de armas. Me fui a solicitarla.
Rellené un montón de papelotes y al final me la denegaron con no
sé qué patraña de excusa sobre una prueba psicológica que no
había superado. Supongo que deben tener mucha faena y poco
personal y claro, no dan abasto.
La única solución era acudir al mercado ilegal de armas,
pero me pareció que no era ético que un investigador privado
hiciera nada fuera de la ley. Así que voy por ahí desarmado, pero
con mucho valor y además tomo muchas precauciones.
El invierno ya había pasado, no había conseguido las pistas
suficientes para encontrar al asesino, aunque sospechaba de un
par de vecinos, pero ya estaba un poco harto de la vida tan dura
de agente secreto y la verdad es que comenzaba a sentir algo de
calor con la gabardina y el sombrero, pero no me decidía a
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abandonarlos, hasta una tarde que en el vestuario, el mismo
guasón de siempre me dijo: “Pero tío, no te pongas la gabardina
que estamos a treinta grados, vas a criar pollos.”
Esa noche decidí que me tenía que comprar ropa nueva, pero
pensé que esta vez comenzaría por el sombrero y una vez
escogido, buscaría la indumentaria adecuada.
El sábado por la mañana, vestido de Humphrey Bogart en
uno de sus mejores papeles como investigador privado, me fui a la
sombrerería de la calle Zurbarán, llegué un poco sudoroso
después de las cinco horas de caminata, la gente por la calle me
miraba, pero es lógico, pocas veces verán a un hombre joven tan
elegantemente vestido a pesar del calor.
Me puse a mirar los sombreros de mujer, eran tan bonitos y
atrayentes que me probé alguno, una pamela demasiado grande
pero perfecta para ir de boda real, unos cuantos tocados
adornados con flores, un gorrito de lana finísimo, un par de
boinas Coco Chanel y una cofia. Al final me decidí por un
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sombrerito de estilo ingles, un borsalino de piel, adornado con un
par de pequeñas plumas tornasoladas, entre azul y verde, de una
belleza singular, era muy elegante y discreto a pesar de que
estaba seguro de que atraería todas las miradas. Sería perfecto
para combinar con unos zapatos altísimos, de tacón de aguja y
una falda de tubo que naturalmente tendría que llevar una raja
que mostrase mis piernas al caminar. Por cierto, me tendría que
depilar, porque tanta pelambrera no iba a quedar muy bien con las
medias de seda.
Me parecía que era un atuendo perfecto para llevar con el
sombrerito tan mono que me había comprado y además podría
seguir fumando, pues las mujeres que visten así se pueden
permitir el lujo de fumar sin perder la elegancia. Eso sí, me
tendría que comprar una boquilla de plata y nácar de aquellas
extra largas, tan distinguidas y refinadas.
Ese verano vestido de Mata Hari atraje muchísimas
miradas.
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SILENCIO
En el hilo musical del supermercado sonaba una canción que decía
algo así: “Un nuevo día nacerá, se llevará la soledad”.
Pero no era cierto, cada noche se dormía con esa esperanza,
con esas palabras pegadas a su corazón. Pero la mañana, solo
traía el nuevo día y la soledad continuaba allí y ni tan siquiera de
una manera tímida, no intentaba disimular, ni se escondía tras las
cortinas, ¡qué va! La soledad la miraba fijamente a los ojos, era lo
primero que veía al despertar y después la acompañaba con paso
aplastante durante los quehaceres de la jornada.
Solo escuchaba silencio, solo veía quietud, ni las sombras
se movían. Nada a su alrededor parecía tener vida. Ya pasó el
tiempo en que los suspiros se le amontonaban en el pecho y
explotaba en lágrimas.
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Sus manos se movían mecánicamente. Cada mañana lo
mismo, la misma invariable rutina. Se levantaba ya cansada, pero
no se dejaba aletargar, tenía mucho que hacer.
Pasaba por el aseo, donde hasta el agua de la ducha era
silenciosa. Todo el baño era blanco, blanco sin brillo, nada de
color, todo igual, monocorde como su vida. Ya limpia, lavada y bien
restregada hasta por detrás de las orejas y con su habitual bata
de guata, color gris como su ánimo, bajaba a la cocina. Blanca
impoluta, todo en orden, demasiado ordenada, demasiado limpia,
demasiado impersonal. Solamente el hule de la mesa redonda
parece tener algo que decir con sus flores y sus mariposas. Pero
hace ya tiempo que no las escucha, que no las ve. Pasa la bayeta
para limpiarlo, aunque no hace ninguna falta, es la costumbre.
Prepara el desayuno, siempre igual, siempre lo mismo. Es
importante desayunar bien, lo sabe, lo tiene grabado a fuego en
su memoria, su madre se lo repetía cada mañana y ella,
aferradora de costumbres, mantiene el hábito de preparar un
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desayuno contundente. Pero el zumo de naranja hace tiempo que
no le sabe a nada, no tiene color. Los cereales ya no crujen al
masticarlos, perdieron el sonido, porque el silencio la rodea.
Se agacha, le pone el cuenco de comida a la gata, no la
mira, no lo necesita, sabe que está allí a sus pies, esperando su
ración matutina, como siempre. Se levanta tras ella, es la primera
en despertarse, tras ella vendrá su marido y los tres hijos.
Pondrá los labios para recibir el beso insípido, sin fuego, de su
marido, más tarde se agachará a la altura exacta para recibir en
la mejilla un beso de cada uno de los niños. Besos por costumbre,
rutinarios, besos que se dan con la misma mecánica con que uno
se lava los dientes, o se ata los cordones de los zapatos.
Sirve el desayuno, sin ver, sin mirar, no le hace falta, los
conoce de sobras. Sabe de memoria cada gesto, cada movimiento.
Tiempo atrás participaba del buen humor de las mañanas
de domingo. Charlaban, jugaban con las galletas hasta verlas
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hundidas en la leche. También regañaba un poco si se alborotaban
mucho o se reía con sus ocurrencias.
Hubo un tiempo en que cada beso de buenos días resonaba
alegremente y los maullidos de Mina reclamaban su atención.
Hubo un tiempo, no recuerda cuándo, en que la casa estaba
llena de ruido, de voces, de carreras y juegos. Un tiempo en que
las flores del hule brillaban, por las ventanas entraba el sol y su
marido la amaba con alegría, con ganas y caricias.
Pero, no recuerda qué es lo que pasó, no sabe en qué
momento se quedó sorda y ciega para los colores.
Para ellos nada ha cambiado, sus manos no han dejado de
trabajar un solo momento, sigue siendo la madre y esposa
solícita, la perfecta ama de casa de mirada sumisa que todos
esperan. Limpia, lava, cose, cocina, compra, llena el cuenco de la
gata y vuelve a lavar, a limpiar y así hasta que todo está
concienzudamente pulcro y ordenado.
Nadie le pregunta qué le pasa, o cómo está.
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Todo sigue en silencio para ella, se van a la escuela, al
trabajo y sigue sola, nada ha cambiado. Amanece un nuevo día,
pero no se llevó la soledad.
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PAZ INTERIOR
Desde hace un tiempo, los sábados por la tarde dedico un rato a
dejar mi vida en pausa y asomar la nariz en las realidades de
otras personas. No es que yo sea un voyeur que espía con unos
potentes prismáticos a las vecinitas de enfrente o un ladrón de
identidades, ¡qué va! Es algo más… Yo diría que mejor, muchísimo
mejor, más increíble, más fantástico y casi casi imposible de
creer.
Mejor empezaré por explicar cómo comenzó todo.
Mi vida, hasta hace unas semanas, era rutinaria y hasta se
podría decir que un poco autodestructiva. Me pasaba de lunes a
viernes casi diez horas encerrado en una sala abarrotada de
gente que, como yo, trabaja delante de un ordenador, con un
teléfono permanentemente colgado de la oreja. Soy empleado de
una multinacional que se dedica a dar el “coñazo” a la gente, para
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ofrecer, sin descanso, sus maravillosos planes de jubilación y
seguros de vida.
Me levantaba a las siete, normalmente con un humor de
perros, para entrar a trabajar a las siete y media, es decir, me
vestía, me lavaba la cara y poco más, con el tiempo justo de salir
escopeteado al bar de la esquina para tomarme un café, bastante
malo, por cierto, y llegar a fichar a la empresa en el último
minuto. Lo digo en pasado porque desde hace unos días mis ritos
mañaneros han variado sustancialmente.
En la parada del mediodía para comer nos juntábamos tres
o cuatro compañeros y nos zampábamos un bocata de cualquier
cosa grasienta y unas patatas bravas, siempre con prisas,
engullendo sin masticar para que nos diera tiempo de fumarnos,
por lo menos, tres o cuatro cigarrillos antes de regresar a la
faena, y es que, una vez dentro, ya no podíamos fumar durante
unas cuantas horas, así que, en el rato de la comida teníamos que
meternos para el cuerpo toda la nicotina posible. La conversación
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durante ese rato siempre era la misma, hablábamos
invariablemente de futbol o del “cabrón” del jefe y de lo buena
que está su mujer.
Por la tarde ya en casa me dedicaba a tragar tele, sin
prestar mucha atención a nada. Cansado del día de trabajo, con
la espalda y el cuello molidos de tantas horas sentado en una silla
de madera incomodísima, lo único que me apetecía era estar
tirado en el sofá. ¿Cenar? Mi nevera se reía cada vez que la abría
buscando algo que llevarme al estómago, además desconocía el
manejo del horno y de la vitro-cerámica… ¿Cenar? Con suerte, de
camino a casa, habría entrado en algún súper, y dejándome llevar
por mi glotonería y mi gusto por la bollería industrial, me habría
comprado un “bollicao”, un “tigretón” o cualquier pasta del estilo
y esa sería mi cena, seguramente acompañaría el “exquisito
manjar” con un par de cervezas y unos cuantos cigarrillos.
Los fines de semana las cosas no mejoraban mucho, eso sí,
los horarios cambiaban ya desde el viernes por la noche, que salía
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con mis colegas a tomar unas copas. El sábado me levantaba a las
tantas y después de una ducha para espabilarme un poco y tener
un mínimo de aspecto de ser humano, bajaba al bar de la esquina
y me tomaba un par de cervezas con una tapa de callos bien
grasientos y picantes. Por la noche, otra vez de juerga con los
colegas y el domingo hacía todo lo humanamente posible por
levantarme a tiempo de ir a comer a casa de mis padres, con mi
hermana, el pesado de su marido y sus tres “encantadores” hijos.
Pero no siempre conseguía salir de la cama a una hora razonable
y más de un domingo lo pasaba dormitando, resacoso y tomando
aspirinas para el dolor de cabeza.
Esa, más o menos, era mi vida, hasta que un día vi en la tele
un programa de esos místicos, que hablaba de cómo recargarte
de energía obteniéndola del universo, de cómo desaparecer
durante unos instantes del estrés diario, de cómo conseguir paz
interior y salir del bucle de las aburridas rutinas donde nos
encontramos casi todos sumergidos. Hablaban de la meditación.
Me interesó, no sé muy bien por qué, pero me interesó y se me
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quedaron grabadas algunas de las cosas que dijeron. Así que, un
sábado por la tarde, antes de la hora de salir de copas y ya casi
recuperado de la resaca de la noche anterior, decidí probar. Me
senté en la alfombra con las piernas cruzadas, en plan indio, posé
mis manos sobre las rodillas, con las palmas mirando hacia arriba,
abiertas, dispuestas a recibir todo lo que me llegara.
La verdad es que, para mi sorpresa, no tardé mucho en
alcanzar un estado de tranquilidad y sosiego increíbles. Mientras
contaba cada inspiración y exhalación de aire, intentaba respirar
con todo el cuerpo, imaginaba que mis pulmones, mi vientre, mis
piernas y brazos, se llenaban de oxígeno con cada respiración y al
sacar el aire, mi espalda se relajaba cada vez más, hasta llegar a
un punto en que hasta la postura me pareció cómoda. Los
pensamientos machacones se desvanecieron y solo me quedó la
sensación de paz, sí, sé que suena un poco como si estuviese
borracho o colocado, pero ¡qué va!, en mi vida he estado más
sereno y ebrio como desde ese día.
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La experiencia me entusiasmó y al sábado siguiente la
repetí. De nuevo me coloqué en la alfombra como Toro Sentado,
cerré los ojos y, casi de inmediato, mis respiraciones se hicieron
más profundas. Estuve casi una hora como en trance y al
levantarme me sentí estupendamente, como más ligero y fuerte a
la vez. Estaba muerto de hambre. Cené en un restaurante
vegetariano que hay cerca de mi calle. ¿Cuántas veces había
pasado por delante pensando que es imposible comer bien sin
comerse un buen filete o una hamburguesa? De hecho, mis
pensamientos eran bastante más desdeñosos: “Pero qué peña más
rara, seguro que son unos amargados come-lechuga”. Esa noche,
cené una pizza de verduras, que estaba de muerte, súper buena y
eso que no llevaba ni salami, ni bacón, ni siquiera unas migajas de
atún.
Mis hábitos alimenticios comenzaron a cambiar según iban
aumentando las horas que dedicaba a meditar. No tengo una
explicación, pero es así, igual que coincidiendo con las
meditaciones, he dejado de fumar y mis juergas con los colegas
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han pasado a ser mañanas de domingo montado en la bici,
haciendo rutas con los compañeros de antes, he retomado la
amistad con los colegas de la peña ciclista del pueblo y vuelvo a
estar en forma, aunque lo mío me ha costado. Eso sí, después de
la excursión, nos pegamos unos almuerzos de campeonato y
aunque sin alcohol, sigo disfrutando del placer de las cervecitas
frescas y espumeantes.
Pero no todo se ha quedado ahí, desde hace unas semanas,
he descubierto que cuando medito llego a flotar sobre mi cuerpo
y que además puedo viajar a donde quiero, bueno, la verdad es
que de momento no puedo alejarme mucho, pero quién sabe, a lo
mejor con la práctica podría llegar a Japón o a las Islas
Barbados. Ahora, de momento, puedo moverme más o menos por
mi barrio. Prefiero no alejarme mucho porque la técnica de
vuelta a casa no la tengo muy perfeccionada y no quisiera
quedarme para siempre en cualquier lugar desconocido.
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Hace cuatro sábados, mientras meditaba, me vino al
pensamiento un compañero de trabajo que hace poco perdió a su
mujer, el pobre hombre lo está pasando bastante mal. Pues
resulta que, de golpe, me vi en su casa, flotando como por encima
de él y de su hijo, por supuesto ellos no me veían, estaban
sentados en la mesa del comedor, parecía que le estaba ayudando
a hacer los deberes, los dos estaban muy tristes y yo pensé:
“Sonreír un poco, estáis juntos y os queréis, sonreír.”
Increíblemente, ambos sonrieron justo en ese momento y
comenzaron a charlar más animadamente. Claro que pensé que
había sido una casualidad y regresé a mi propio comedor de la
misma manera que había ido al salón de mi compañero de curro,
es decir, sin saber cómo lo había hecho.
Hace tres sábados estaba meditando cuando me vino mi
madre a la mente, aquella tarde me había llamado llorando, como
siempre, quejándose de su soledad y de que nunca iba a verla.
Entonces, mientras pensaba en ella, me vi en casa de mis padres,
estaban jugando a las cartas con los vecinos de enfrente, parecía
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que se lo estaban pasando muy bien y pensé: “Me alegro mamá,
me alegra ver que no estás tan sola, ¡ah! por cierto, Manuela se
ha guardado una carta debajo de la taza del café con leche.”
Automáticamente mi madre recriminó a Manuela, su vecina, que
ya estaba haciendo trampas otra vez y que sacara el as de oros
de debajo de la taza.
Al sábado siguiente intenté dirigir mi vuelo espiritual o lo
que sea que hago cuando levito y voy a casa de los demás. Quería
tener más control sobre lo que sucedía durante esos instantes,
poder decidir a dónde ir y en qué momento regresar.
Al poco rato de estar meditando, cuando ya mi respiración
era relajada y sentía que mi cuerpo no tenía peso, me concentré
en flotar sobre el suelo, pero nada, no sucedía nada, seguía
sentado en la misma posición, entonces me concentré en un lugar
concreto para trasladarme hasta allí, pero tampoco sucedió nada.
Mi intención había sido entrar en casa de las estudiantes del piso
de enfrente, no tenía malas intenciones, solo me habría gustado
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verlas un ratito en la ducha o cambiándose de ropa, pero nada, no
me moví del suelo.
Parecía que cuanto más me empeñaba en levitar y salir
volando más pesado me volvía y más amarrado estaba al suelo.
Decepcionado, abrí los ojos dispuesto a levantarme y dar
por terminada la meditación. Por poco me da un “pasmo”, al abrir
los ojos me vi volando por encima de una de las estudiantes que
estaba sentada en el banco que hay junto a la encina del parque,
estaba charlando con una amiga, hasta ese momento no me había
dado cuenta de que en realidad durante todo el tiempo había
estado pensando en ella, de las cuatro chicas que viven juntas,
ella me atrae de una forma especial. No me atreví a decir ni
hacer nada, solo la contemplé un rato y sin saber cómo lo había
hecho, regresé al comedor de mi piso. Esa noche soñé con ella y
con una voz que me decía que la cobardía no lleva a ningún sitio,
que tuviera un par de c… y le hablara de una vez.
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¿Quién sabe? Quizás un día de estos me anime y la invite a
salir.
El sábado pasado, me fui durante la meditación a visitar a
mis colegas que estaban en el tugurio de siempre y Javi que es un
“cagao” estaba mirando, mientras babeaba, a Carmen, la
despampanante camarera, que no le hace ni caso, así que decidí
echarle una mano a mi amigo y me puse justo encima de ella que
no advirtió mi presencia, y eso que casi la estaba rozando, le dije
telepáticamente: “Vamos chiquilla, no te hagas la dura que en
realidad te mueres por Javi, dale un motivo para ser feliz.”
Dicho y hecho, Carmen se giró hacia mi colega, le miró a los ojos
y le dijo, sonriendo, algo al oído, algo que solo él pudo oír, pero
que debió ser estupendo porque Javi la miraba con cara de haber
conseguido el cielo. Antes de que pudiera ver cómo terminaba
aquel juego de miradas y sonrisas bobaliconas, producto del amor
de bar, regresé, sin quererlo y sin saber cómo, a la alfombra de
mi comedor.
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Creo que ya domino mejor la técnica, así que este sábado
pienso visitar a mi jefe, no vive muy lejos. Le quiero sugerir que
nos conceda el puente del Pilar, y de paso, que me suba el sueldo.
Esto de meditar para sentir paz interior está realmente
muy bien.
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LA LEVEDAD DEL SUEÑO
Tengo el sueño ligero. A las once o doce horas de estar
durmiendo, a pata suelta, comienzo a despertarme por cualquier
nimiedad, un ruido, un poco de luz… y después me cuesta un rato
volver a coger el sueño. Durante esos instantes, que a veces
llegan a ser hasta de cinco minutos, intento no despejarme
demasiado y me concentro para seguir sintiéndome parte
integrante de la cama. Me envuelvo en las sábanas como si fuera
mi segunda piel, estiro los brazos y las piernas para que el
máximo de mi cuerpo esté en contacto con la superficie del
colchón, no puede quedar ni un mínimo espacio entre mi cuerpo y
la sábana bajera, entonces comienzo a relajarme y, por fin, caigo
de nuevo en los brazos de Morfeo.
Tengo el sueño tan ligero que el otro día Doro se dejó, sin
querer claro está, la persiana del cuarto subida hasta arriba y
hacia el mediodía el sol me daba en los ojos, y por ese detalle
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minúsculo, el sol cegándome, ya me desperté y no pude seguir
roncando hasta que no deslicé la cabeza bajo la almohada.
Ayer mi amada Doro, que siempre está pensando en mi
bienestar, sobre las cuatro de la tarde más o menos y sin
recordar que me despierto con muchísima facilidad, entró en la
habitación para preguntarme si me apetecía comer alguna cosa.
¡Pobrecita! ¡Es tan buena! Pero no sé por qué extraña razón,
desde hace un tiempo, cree que me estoy quedando sordo y me
habla levantando bastante la voz, así que sobre las cuatro me
desperté porque ella me decía amorosamente desde el dintel de
la puerta: “PIENSAS LEVANTARTE A COMER, PEDAZO DE…”
Estuvo un rato diciéndome más cosas, estoy convencido de que lo
de gandul y cacho de neurótico me lo decía desde el amor que me
profesa. El caso es que otra vez me costó un rato dormirme y eso
que me tapé los oídos con unos tapones que siempre tengo a
mano, para casos como éste.
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Doro, que en realidad se llama Adoración y como su propio
nombre indica, me adora, siempre hace lo posible para que yo
esté a gusto y cómodo, por eso hoy no la he escuchado hacer ni
un solo ruido en todo el día, seguro que ha sido para no
molestarme. Lo raro es una nota que me he encontrado pegada en
el espejo del baño. Me he levantado a mear y la he visto, pone:
¿Mi tía? ¿Qué tía?
Estás como un cencerro.
No puedo más, me voy.
Que te aguante tu tía.
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LA VIDA SE ACABA CUANDO UNO QUIERE
Manuel estaba convencido de que Dios, su dios, el dios de todos,
el dios de las cosas grandes y de las cosas pequeñas, regresaría
un día y creía que a su regreso le complacería encontrar todo en
su sitio, tal y como él lo había creado.
Así que Manuel guardaba, cuidadosamente, en unos
cuencos de madera de olivo, todos los tonos de color verde que él
conocía, para que no se mezclasen con otros. Estaba el verde
mar, el verde olivo, el verde musgo, el verde botella y hasta el
verde esmeralda, aunque nunca había visto ninguna de cerca.
El color azul era tan o más importante que el verde, así que
también lo tenía pulcramente ordenado y preservado de las
posibles contaminaciones, dentro de vasitos de vidrio azulado.
Tenía recopilado el azul marino, azul cielo, azul noche, el tono
agua-marina, alguna tonalidad de azules-lilosos, el azul rey de los
escudos de armas y el turquesa.
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Llevaba tiempo recogiendo estos dos colores y
guardándolos en sus recipientes correspondientes. No siempre
había sido fácil porque, ¿dónde guardar el color del mar?, a veces
tan verde, otras de un azul intenso y que en muchas ocasiones
lucía un color verdeazulado, o el fantástico azul verdoso. Al final,
después de consultar a sus amigos en la taberna, a su mujer y a
todo el que le quería escuchar, decidió que el color del mar
merecía estar en ambos sitios.
Hacía un par de años que había comenzado a guardar el
color amarillo dentro de unas latitas de caramelos.
Y ahora, a sus 80 años, se encontraba sumido en las dudas,
ya tenía guardado el amarillo limón, el amarillo del cálido sol, del
trigo maduro… Pero no sabía qué hacer con el dorado de su anillo
de boda. ¿Era el dorado una tonalidad de amarillo? No lo tenía
claro. ¿Qué hacer? Estaba encima de la mesa de la cocina y lo
miraba y remiraba sin decidirse a comenzar una colección nueva,
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a abrir una posibilidad para el dorado o por el contrario guardarlo
como un tono de amarillo en una latita de caramelos.
Habría ido a la taberna a echar una partida y consultar a
sus amigos, pero la taberna estaba vacía y abandonada.
Le habría preguntado a su mujer, pero hacía años que
había muerto.
No podía pedir opinión a nadie, estaba solo, completamente
solo. En el pueblo solo quedaba él. Poco a poco se fueron
marchando todos, primero los jóvenes y más tarde los viejos,
algunos se fueron a vivir a los asilos de la ciudad, otros se habían
ido al cementerio, a reposar para siempre.
Únicamente él se había quedado en el pueblo, a pesar de
que todos, antes de partir, le aconsejaban que se fuera también,
pues allí ya no quedaba ni Dios. Le insistían para que se marchara
y le recordaban que Dios hacía tiempo que los había abandonado
en aquella tierra reseca, que solo producía polvo y sed.
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Pero Manuel sabía que algún día su Dios, el dios de todos,
el dios de las cosas grandes y de las cosas pequeñas, regresaría a
buscarlo y deseaba que a su vuelta lo encontrara todo en orden,
tal y como lo había creado.