Post on 15-Mar-2016
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“Unos vecinos muy raros…” Por: María I. Frías Viilo
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La señora Orejaslargas, que era muy rápida y la primera en enterarse de
todo lo que ocurría, llegó corriendo, casi sin aliento, al riachuelo donde cada
mañana se reunían los habitantes del bosque para intercambiar víveres,
saludos y noticias…
“¿Los han visto, los han visto? ¡Los nuevos vecinos ya se han mudado a
la madriguera de la encina!” – exclamó. Enseguida todos se arremolinaron a
su alrededor, curiosos. “¿Cómo son? ¿Son simpáticos? ¿Tienen crías?”
“No os lo vais a creer… ¡Son feísimos!” – respondió agitada la liebre.
“Tienen un aspecto horrible… ¡Su cuerpo está lleno de pinchos!”
Un murmullo de asombro se extendió entre los animales. “¿Serán
peligrosos…?” – Bigotitos, el ratón de campo, dijo en alto lo que todos estaban
pensando.
“A mí me pareció muy sospechoso…” – dijo Orejaslargas. “¿Por qué
querrá alguien ir así, todo cubierto de picos? Será mejor no tener mucha
relación con ellos, no son de fiar.”
Los habitantes del bosque se dispersaron, comentando unos con otros la
noticia, y decididos a advertir al resto acerca del peligro. Las mamás
prohibieron tajantemente a sus crías jugar con los nuevos vecinos, bajo pena
de quedarse castigados durante toda la primavera.
La familia Pincho, que así se llamaban los recién llegados, se extrañaron
del comportamiento huraño y esquivo de todos hacia ellos. Mamá Pincho
intentaba tranquilizar a sus tres hijos – Pico, Espino y Púa – que no
comprendían porqué nadie les hablaba y porqué todos daban un rodeo para no
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tropezarse con ellos. “Ya veréis cómo pronto tendréis muchos amiguitos” – les
consolaba. “Tenemos que darles tiempo para que nos conozcan.” Pero
pasaban los días, y las semanas, y nadie quería acercarse a los Pincho.
Don Tejón y Doña Urraca decidieron que era necesario convocar una
asamblea urgente para poner fin al asunto, así que los animales del bosque se
reunieron bajo el Gran Roble – exceptuando a Doña Concha, la anciana
tortuga, a la que dejaron en el claro vigilando a las crías de todos.
El ambiente estaba caldeado. “Yo pienso que es extraño que pasen
tanto tiempo en su madriguera” – dijo Don Trino, el jilguero. “Únicamente salen
al anochecer…”
“¡Y ese aspecto que tienen…!” – comentó Doña Bellota, la ardilla. “Se ve
claramente que son peligrosos.”
“¡Debemos exigirles que se vayan a vivir a otro sitio! ¡Éste es un lugar de
prestigio, y no nos conviene tener a unos vecinos indeseables entre nosotros!”
– exclamó Don Castor.
La lechuza, doña Ulula, que había estado callada todo ese tiempo,
observando atentamente a todos con sus grandes ojos y escuchando los
comentarios de unos y otros, dijo entonces: “En realidad ninguno de nosotros
se ha molestado siquiera en preguntarles de dónde son o a qué se dedican…
No les conocemos en absoluto. Así es que no deberíamos juzgarles tan sólo
por su aspecto. ¿No creen?”
Por un momento se hizo el silencio en la asamblea. Pero entonces todos
comenzaron a hablar a la vez, alguien propuso que se votara, y finalmente se
decidió por mayoría que los Pincho debían ser expulsados del bosque.
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Entretanto, ajena a todo lo que estaba ocurriendo bajo el Gran Roble, la
señora Pincho llamaba a sus hijos a merendar. Pero éstos no estaban en la
casa, tampoco los vio junto al riachuelo, ni en la huerta, ni detrás de los
zarzales.
“¿Dónde se habrán metido…?” – se preguntó. Entonces recordó haber
oído a la pequeña Púa mencionar algo sobre el claro, adonde iban a jugar
normalmente todos los niños del bosque. “Pobrecitos míos…” – suspiró,
“seguramente habrán ido allí para ver si alguien quiere jugar con ellos; y ahora
estarán desconsolados, viendo desde algún rincón cómo los demás se lo están
pasando bien…”
En efecto, en una esquina del claro donde jugaban los pequeños,
estaban Pico, Espino y Púa mirando tristemente a los otros, sin comprender por
qué éstos no querían ser sus amigos.
Pero de pronto las risas y los juegos se convirtieron en gritos de terror y
llanto. Los pequeños corrían de acá para allá despavoridos, algunos intentaban
esconderse, otros lloraban llamando a sus madres.
Una malvada culebra se había acercado sigilosamente al claro, y
aprovechando la ausencia de los adultos y la lentitud de Doña Concha, ¡estaba
atacando a los pequeños! Pero por suerte, justo en ese instante Mamá Pincho
llegaba al lugar, y viendo lo que pasaba, sin pensárselo dos veces se hizo un
ovillo, rodando hasta interponerse entre la culebra y los asustados animalitos.
La culebra se llevó un buen susto, y cada vez que intentaba encontrar un
hueco para esquivar a Mamá Pincho y llevarse a alguna cría, las afiladas púas
de erizo se le clavaban en la piel.
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Saltarina, la hija de Orejaslargas, había conseguido escapar y había
avisado a los mayores, que seguían reunidos en la asamblea. Todos vinieron
deprisa, justo a tiempo para ver la heroica hazaña de Mamá Pincho, y a la
culebra huyendo para no regresar nunca más, avergonzada y dolorida.
Cuando finalmente todos se calmaron, la señora Orejaslargas se acercó
tímidamente a los Pincho. “Creo que hablo en nombre de todos, y quiero
decirles que les debemos una disculpa…” – dijo. “Hemos sido muy injustos,
juzgándoles sin conocerles, y rechazándoles por ser diferentes. Pedimos
perdón de todo corazón, y les damos la bienvenida al bosque.”
Todos asintieron, y se acercaron uno por uno a la familia de erizos para
presentarse y darles las gracias. Los Pincho se sentían felices de haber sido
por fin aceptados entre sus vecinos. Mamá Pincho invitó a todos a su casa,
para conocerse mejor tomando un delicioso té de frambuesa. Y cuando
entraron por la puerta, se llevaron una gran sorpresa…
La señora Pincho resultó ser una excelente costurera, que manejaba con
destreza y arte la aguja y el dedal. No había alfiler que se le resistiera, y su
madriguera estaba llena de hermosas telas de colores, hilos, lanas y labores.
“Me paso aquí todo el día, cosiendo encargos y haciendo remiendos” –
explicó a sus sorprendidos vecinos, que observaban admirados las colchas que
colgaban de las paredes. “Me manejo bastante bien con las agujas y los
alfileres. Es que me gustan las cosas que pinchan… ¡son un poco como yo!”
Todos rieron con ganas, y desde ese día, los Pincho vivieron felices en
el bosque, con muchos amigos nuevos.
FIN