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Pontificia Universidad Católica del Ecuador
Facultad de Comunicación, Lingüística y Literatura
Escuela de Lengua y Literatura.
Nombre: Diego Ayala
Materia: Historia Universal
Fecha: 29 de diciembre de 2018
El espejo enterrado de Carlos Fuentes (ensayo)
El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón desembarcó en una pequeña isla del
hemisferio occidental. La hazaña fue un triunfo de la hipótesis sobre los hechos: la
evidencia (de la época) indicaba que la Tierra era plana; la hipótesis, sostenida por el
explorador decía que era redonda. Colón apostó por la hipótesis: la Tierra es redonda,
por ende se puede llegar al Oriente navegando hacia el Occidente. El genovés se
equivocó. Creyó que había llegado a Asia. Su deseo era alcanzar las fabulosas tierras de
Cipango (Japón) y Catay (China), reduciendo la ruta europea alrededor de la costa de
África.
Después de este accidentado viaje Colón estableció las primeras poblaciones europeas
en el Nuevo Mundo. Implantó la cultura que la corona que patrocinó su viaje profesaba
y construyó las primeras iglesias; sedes neurálgicas del poder español en el nuevo
mundo, en estos lugares se celebraron las primeras misas cristianas, mismas que
empezaron a cambiar la visión de los lugareños, la conquista cultural empezó bajo el
amparo de la cruz.
Colón, más que oro, le ofreció a Europa utopía. Colón había descubierto el paraíso
terrenal y al buen salvaje que lo habitaba. Pieza que habría de convertirse en una
moneda de cambio entre el viejo y el nuevo mundo, además de la plata (que abunda en
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Potosí, Bolivia) el abundante oro y los cientos de tesoros agrícolas, los españoles
descubrieron una nueva mina de mano de obra dispuesta a ser explotada.
Desde entonces, el continente americano ha vivido entre el sueño y la realidad, en varios
momentos históricos pasó de ser la tierra prometida (el dorado, el país de canela, etc.) a
ser el infierno verde, la tierra de las naciones bananeras, las guerras fratricidas y las
crueles dictaduras militares. Quinientos años después de Colón, se nos pidió celebrar el
quinto centenario de su viaje, sin duda uno de los grandes acontecimientos de la historia
humana, un hecho que en sí mismo anunció el advenimiento de la Edad Moderna y la
unidad geográfica del planeta, pero nos encontramos con una realidad que dejaba pocas
ganas de celebrar.
Pocas culturas del mundo poseen una riqueza y continuidad comparables, como las que
poblaron nuestro continente antes del momento en el que la historia de nuestra especie
cambio para siempre. Los hispanoamericanos podemos identificarnos en cualquier
rostro que habita las hermanas naciones de nuestro continente, por ello resulta
dramático cuán incapaces somos para establecer una identidad política, cultural y
económica que no se fundamente en la idea de pisotearnos los unos a los otros y
cosechar odios que superan las barreras generacionales.
A través del tiempo, la historia nos ha mostrado que con la llegada de Colón se inicia un
encuentro entre españoles e indígenas. Los indígenas trataron de preservar y defender su
existencia; mientras que los españoles traían la idea de convertir al indígena en un
cristiano sumiso, presto para obedecer y agachar la cabeza, mediante un proceso de
evangelización. Pero la acción civilizadora de los conquistadores y colonos españoles,
se construyó sobre las cenizas de los pueblos destruidos.
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En América Latina, el camino para la dominación arrancó con la destrucción de los
pueblos autóctonos y culmino con la dominación cultural, este proceso llamado
transculturación consiguió lo que la espada y el azote no consiguieron, hacer de nuestro
continente un espacio donde las divisiones políticas y la mentalidad quedó fraccionada
(en algunos casos, ver el conflicto Argentina- Chile). La forma más representativa de
aculturación ha sido el mestizaje. En la base ocurrió un mestizaje biológico, producto de
la intensa mezcla entre europeos, amerindios, negros africanos y, en menor medida,
asiáticos.
Dos instancias transcendentales marcan el proceso de aculturación:
1. El mestizaje biológico empezó siendo un proceso extremadamente violento.
2. El mestizaje cultural operó en múltiples direcciones, en procesos a menudo
caóticos, y no tuvo límites como sucede en el mestizaje biológico. En
Hispanoamérica: los indios adoptan (a su manera) la religión católica, las
instituciones españolas, la autoridad y la supremacía de la lengua castellana, la
escritura, así como el manejo de animales, cultivos, etc.; los españoles, por su
parte, incorporan los productos americanos, ciertas costumbres indígenas,
nuevas maneras de ver y de sentir, etc., y se transforman en americanos y, más
tarde, en criollos.
América no fue una simple invención europea. Tampoco una creación artificial de Euro-
pa. Europa necesitaba que América existiese, por eso la buscó hasta que la encontró. A
diferencia de lo que se nos ha indicado, el descubrimiento de América no fue un
inesperado tropezón.
España y Portugal desempeñaron el motor expansivo de los poderes dominantes de ese
momento. Así se produce el fenómeno de transculturización. La colonización española
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traslada a América las instituciones, formas y potencialidades de la primera Europa
moderna. A tal hecho responden la creación de universidades, con ello surge toda una
voluntad incorporadora de este nuevo mundo.
A la hora de abordar el tema de la huella cultural que dejó España en América y
viceversa, hay que plantearse la visión que tenían los peninsulares en aquella época de
sí mismos. Así como también la imagen de los pueblos aborígenes de América. Estos
tenían conciencia del valor de sus antepasados, sus orígenes y su historia, como lo
evidencia la rica mitología amerindia y las crónicas europeas. Esos testimonios se han
guardado en la memoria oral de estos pueblos, en el arte y en la literatura.
En lo que respecta a los españoles se veían a sí mismos provenientes de
diferentes culturas, hijos del catolicismo, el bagaje cultural dejado por los moros y las
herencias judías que quedaron en su territorio. Por lo regular los viajeros españoles no
pensaban que iban a encontrar seres superiores, tampoco se atrevían a pensar que con
quienes se iban a encontrar no eran propiamente hombres, como algunos cronistas
dirían en su momento, sino con seres completamente desconocidos, seres que no eran
católicos.
Los españoles salieron en busca de contactos comerciales con otros pueblos y una
potencial expansión colonizadora. El objetivo central de las empresas económicas era
alimentar la maquinaria esclavista. La corona buscaba hombres distintos, capaces de
llevar a cabo el trabajo pesado, cuando encontraron lo que vinieron a buscar, la
cristianización se desarrolló a la par de la explotación.
El descubrimiento del Nuevo Mundo, jugó un papel decisivo en el desarrollo de la
sociedad burguesa y las relaciones capitalistas de producción al dar forma al nuevo
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mercado mundial. El descubrimiento de América continuó y continúa latente en la
cultura de nuestros días. No se produjo una sola vez. Los americanos nos hemos ido
formando durante estos cinco siglos de dominación colonial y neocolonial.
En ese proceso los americanos nos hemos ido haciendo en la misma medida que los
españoles se fueron formando. A pesar de que en la actualidad algunos peninsulares no
desean ser calificados como españoles y algunos latinoamericanos prefieran ser
porteños o ticos, la línea que nos conecta sigue presente. En la vida se puede elegir el
lugar de residencia, la lengua que usamos para expresarnos, tenemos la libertad de
escoger nuestro cónyuge, pero como sucede con nuestros padres, tampoco podemos
cambiar la cultura madre que gestó nuestro modo de ver el mundo.
Por supuesto que en la Europa anterior al siglo XV se produjeron innumerables
procesos de transculturación y en la península ibérica, celtas, romanos y árabes fueron
moldeando el mundo hispano. En una época no muy lejana en el continente americano
se produjeron innumerables procesos de transculturación internos. Sin embargo,
ninguno de esos procesos alcanzó la magnitud y la repercusión mundial que tuvo para la
modernidad la transculturación entre España y América.
El proceso de transculturación entre España y América no ha sido unidireccional. Se ha
producido en ambos sentidos. La existencia de pueblos amerindios con concepciones
muy distintas de la prevaleciente por lo regular entre los peninsulares sobre la
correlación hombre-naturaleza y hombre-hombre, así como hombre-Dios, puso a
pensar a teólogos y filósofos españoles de la época en las razones de aquella extraña
racionalidad. En la actualidad continúa siendo permanente motivo de interés.
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La huella de América en España se hizo sentir desde los primeros momentos de la
conquista y la colonización también en hábitos y costumbres que marineros, soldados,
sacerdotes, comerciantes, funcionarios, etc., quienes trajeron consigo a su regreso a la
península no solo riquezas y bellos recuerdos de amoríos, sino algo que es más
significativo un enriquecimiento en su concepción de lo humano y lo vital.
Desde aquellos momentos hasta hoy se percataron de que aquellos hombres que iban
germinando en América como crisol de tantas culturas aborígenes, españolas, africanas,
etc. poseían conceptos de la felicidad, la amistad, la alegría, el valor, el amor, algo
distintos de los prevalecientes en Europa y debían ser tomados en consideración.
Es comprensible que algunos españoles hayan deseado trasladar a la península mucho
antes de "la revolución sexual de los sesenta" la ancestral vida prematrimonial de los
novios en el mundo incaico, quienes con el consenso de sus respectivas familias
probaban durante algún tiempo debidamente si debían o no definitivamente casarse.
Es necesario superar el folklorismo aun prevaleciente que llega a identificar dicha
huella en manifestaciones simples como las casas de indianos -lujosas mansiones
frecuentes en el paisaje español, construidas por aquellos que regresaban enriquecidos
de América, caracterizadas por su clásica palmera como expresión de exotismo y de su
correspondiente carga nostálgica. La tarea consiste en determinar en qué medida el
mundo americano contribuyó a cambios en la psicología social de los pueblos españoles
y europeos y al enriquecimiento de su concepción de lo humano y de lo culto.
Si en la América de la época del XVIII o el XIX se consideraba culto a quien
conociese la obra de Benito Jerónimo Feijóo o Gaspar Melchor Jovellanos, no era
común que en España se reconociese en esa misma etapa que para serlo había que
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conocer a la poesía de José María Heredia, o los ensayos de Juan Montalvo o de Andres
Bello.
Los tiempos han cambiado algo, aunque nunca lo deseado. En la actualidad un hombre
culto en América, como en cualquier parte, debe conocer la obra de Unamuno, Ortega
y Gasset, Azorín, Valle Inclán, Picasso, Dalí, etc., etc. De igual modo un hombre culto
en España y en Europa debe conocer la obra de Rodó, Martí, Rivera, Borges,
Carpentier, y estar al tanto de la próxima novela de García Márquez o Vargas Llosa, y
no precisamente porque la escriban en Madrid o Barcelona.
En otros tiempos América fue tierra de utopías y riquezas donde con afán se buscaba la
mina principal de donde extraía el oro con el cual se cubría su cuerpo Guatavita y otros
caciques que engendraron el "mito de El Dorado", para saquearla inmediatamente y
llevar toda su riqueza a España.
Por tanto, para medir la huella de España en América y de América en España hay que
seguir las huellas que han quedado marcadas en la arena del tiempo. Estas huellas se
manifestaron en la incorporación recíproca de hábitos, costumbres, dietas, instrumentos
de trabajo, animales, e incluso la conversión de algunas deidades precolombinas en
vírgenes cristianas. En simultáneo el autor nos habla de la implantación de nuevas
formas de subordinación política, la mentalidad de los españoles de esa época no
estaba cultivada en el sentido de la tolerancia y de la tolerancia religiosa propia de las
culturas amerindias.
Los incas y aztecas no destruían las deidades de los pueblos conquistados por ellos.
Simplemente los incorporaban a sus respectivos panteones y aseguraban una mejor
convivencia entre vencidos y vencedores.
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Resulta difícil diferenciar donde estaban los verdaderos bárbaros si entre
aborígenes americanos o entre conquistadores. La polémica desatada en el siglo XVI
sobre la condición humana puso de manifiesto que en el seno de los propios españoles
hubo quienes se opusieron a la justificación de aquel genocidio, en todo el sentido de la
palabra. Lo que podía haber sido desde un inicio considerado como una huella cultural
favorable, desde la perspectiva española y europea en general, se tradujo en una página
negra en la historia de la población aborigen americana.
Si en la actualidad jamás se convoca a latinoamericanos para que fiscalicen los procesos
democráticos en Europa o Norteamérica, porque se considera que son químicamente
puros, mucho menos se podía esperar que durante el proceso de la colonización los
europeos les pidiesen criterio a los aborígenes americanos sobre cómo gobernarse
mejor, esta noción de separar a los conquistadores de los conquistados forjó la ideología
racista que habría de hacer mella en nuestro continente hasta el sol de hoy.
La cuestión de la posible huella de América en España, así como en el resto de Europa y
del mundo, no es una simple cuestión étnica. Es algo más complejo: hasta qué punto la
opinión pública española y la opinión pública europea la reconoce. El problema no es
que ignoren la procedencia americana de alimentos como la papa, el maíz o el tomate, u
otros productos como el tabaco, sino algo más profundo que nos consideren ciudadanos
de segundo orden, y que esa idea separatista prevalezca en las sociedades actuales.
Seguramente los hombres de Cortés quedaron impresionados al observar Tenochtitlan,
considerada por algunos analistas la ciudad más populosa del mundo en esa época, y
los de Pizarro cuando apreciaron las ciudades incaicas, y junto con esa sorpresa no
dudaron de la capacidad y la fortaleza humana de los pueblos a los que iban a dominar.
Su conciencia de dominadores analizó la posibilidad de controlar tanta riqueza. Más que
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evangelizadores se sintieron gobernantes, lideres capaces de someter a poblaciones
enteras.
La conciencia del victorioso conquistador reconocía el potencial de los pobladores del
nuevo mundo, con ese reconocimiento su empresa no se limitó a una victoria miliar, su
ambición dictaba que podían derrotar a un poderoso enemigo y vencerlo hasta
dominarlo por completo, entiéndase por esta dominación como la destrucción absoluta
de dichos pueblos.
La imagen que se trasladó a España de los aborígenes era la de fieros antropófagos que
practicaban sacrificios humanos. La manipulación ideológica se ejercitó desde temprano
en la conquista de América. Centrada en ocultar los valores de aquellas culturas, hasta
hacerlos desaparecer, ejemplos de esta destrucción ideológica lo evidencia el ejemplo de
lo sucedido con la pirámide de Cholula, que fue cubierta de tierra para construir una
iglesia. Habría que esperar el efecto del reconocimiento de los valores de las culturas
indígenas a partir de los testimonios de los primeros cronistas indigenistas, cronistas
como Las Casas, Bernardino de Sahagún y Bernal Díaz del Castillo y posteriormente
por los análisis del Inca Garcilaso de la Vega y los jesuitas José de Acosta y Francisco
Javier Clavijero, que en Perú y México respectivamente revelaron la grandeza de las
culturas originarias, reconocido por muchos de los representantes del pensamiento
filosófico y teológico latinoamericano de la época colonial.
Investigaciones especificas demuestran que además de plantas y animales, la huella de
América en España se cristalizó en instrumentos de trabajo y prácticas productivas, en
figuras jurídicas extraídas del Código de Indias, que luego se incorporaron a la
legislación europea, expresiones arquitectónicas y muestras artísticas. El impacto
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americano en la cultura de España se ha plasmado en estos cinco siglos en otras
modalidades artísticas y literarias.
Pero más importante que los aspectos materiales, fácilmente apreciables, habrá en algún
momento que prestar atención a las transformaciones paulatinas que se fueron
produciendo en las masas. Medio milenio de transculturación produjo el proceso de
gestación de criollos americanos y mestizaje diferenciado por las distintas formas de
colonización hispano-lusitana. También produjo una paulatina evolución en las
concepciones sobre América en general, ya no solo como tierra de riquezas, embrujo y
mano de obra, sino en las concepciones sobre el hombre americano con sus
particularidades culturales.
Muchos españoles vieron a los criollos americanos como sus mejores hijos y con alguna
justificada añoranza se resistieron a que abandonaran el hogar materno, en tanto otros
consideraron que la mayoría de edad alcanzada exigía que se les ayudase a vivir
independientes y por eso participaron en sus luchas independentistas. Esa evolución de
criterios se puede apreciar en el estudio de lo que concebimos como proceso humanista
en el pensamiento latinoamericano, especialmente en el filosófico y político, pero con
sus imprescindibles formas de expresión teológica, literaria, jurídica, etc.
Un simple recorrido histórico de reconstrucción de dicho pensamiento evidencia ese
fermento humanista en la Iglesia, desde el célebre discurso de Fray Alonso de
Montesinos en La Española de 1510, en el que de manera muy temprana cuestionaba
las razones de la conquista y el maltrato al que sometieron a la población aborigen.
Otro campo de batalla fue el ambiente escolástico de Fray Alonso de la Veracruz y Juan
de Zumárraga y el saber científico de Sor Juana Inés de la Cruz. Además de los
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reivindicadores del valor de las culturas amerindias, los jesuitas impresionaron con la
nueva gama de conocimientos extraídos de esta tierra nueva. No se puede entender el
proceso independentista y liberador latinoamericano hasta nuestros días sin reivindicar
el apoyo de ciertas esferas europeas, clericales y demás. En el plano político se
desempeñaron sacerdotes americanos como Miguel Hidalgo y José María Morelos en
México o Félix Varela en Cuba, también hay que mencionar a Camilo Torres en
Colombia, a los hermanos Cardenal en Nicaragua y el padre Ignacio Ellacuría en el
Salvador.
La teología de la liberación es una de las creaciones americanas más recientes.
Pero con la llegada de esa teoría también sería negligente mencionar una de las páginas
más oscuras de la historia de nuestro continente.
Mientras, al otro lado del Pacífico, gran parte de Europa vivió como espectador la
Guerra Fría librada entre EEUU y la Unión Soviética, en Latinoamérica Hugo Bánzer
(Bolivia), Augusto Pinochet (Chile), Alfredo Stroessner (Paraguay), João Baptista
Figueiredo (Brasil), Jorge Rafael Videla (Argentina) y Juan María Bodaberry
(Urugay) participaron activamente en el conflicto. La Agencia Nacional de Seguridad
de Estados Unidos (NSA) menciona de manera explícita en sus documentos
desclasificados que la Operación Cóndor es el nombre en clave de un acuerdo “de
cooperación entre servicios de inteligencia de América del Sur para eliminar actividades
terroristas marxistas en el área”.
Dos años más tarde de la caída de Salvador Allende en Chile, y una vez instaurada la
dictadura de Augusto Pinochet, en 1975, Manuel Contreras –que entonces era jefe de la
Inteligencia chilena– fue invitado a las instalaciones de la CIA en Langley, a una visita
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que se extendió hasta durar 15 días. Tras esto, el 25 de noviembre del mismo año,
Contreras y demás altos mandos de la Dirección de la Inteligencia Nacional (DINA)
chilena se reunieron con sus homólogos de Paraguay, Uruguay, Argentina y Bolivia. Al
ser Contreras el que inició las conversaciones, terminó siendo señalado como el artífice
del plan.
Concretamente, los asistentes fueron Benito Guanes Serrano, coronel de Ejército
paraguayo; el coronel del Ejército de Uruguay José Fons; Jorge Casas, capitán de navío
de la SIDE argentina, y el mayor del Ejército de Bolivia Carlos Mena. En este encuentro
denominado "reunión de Trabajo de Inteligencia Nacional", según el acta de fundación
del operativo encontrado a posteriori, se acordó que cada país llevaría acciones de
"prevención" contra elementos "subversivos". Brasil fue el siguiente país que se adhirió
a la lista, seguido de Perú y Ecuador en 1978.
El acuerdo clandestino funcionó desde mediados de la década de los setenta hasta bien
entrados los años ochenta, y su meticulosa coordinación sirvió para perseguir y eliminar
a militantes políticos, sociales, sindicales y estudiantiles. Además, los países integrantes
del plan, gozaron de unas fronteras abiertas entre sí, que les permitía libertad de
movimiento para facilitar el intercambio de prisioneros o llevar a cabo los secuestros,
torturas y asesinatos.
Una de las principales localizaciones donde el grupo de países operaba era Automotores
Orletti (el nombre que aparecía a la entrada, aunque los militares implicados lo
llamaban El Jardín), un centro clandestino situado en Buenos Aires donde secuestraron
y torturaron al menos a 300 personas.
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A pesar de que la mayoría de impulsores del Plan Cóndor ya ha muerto, la justicia
todavía tiene cuentas pendientes con el último dictador argentino, Reynaldo Bignone; el
general Santiago Riveros; el coronel uruguayo Manuel Cordero o el exagente de los
servicios de inteligencia Miguel Ángel Furci, los que se enfrentan a una condena de 25
años de prisión.
En Brasil reina la impunidad, pues tiene una ley de amnistía que impide llevar a los
tribunales a aquellos que cometiesen delitos durante su dictadura, que se prolongó desde
1964 hasta 1985. Por otro lado, 30 exmilitares y civiles de Chile, Perú, Uruguay y
Bolivia acusados de la muerte y desaparición de 43 opositores están siendo procesados
en un juicio en Roma, ya que entre las víctimas hay varias de origen italiano.
Sigue siendo una incógnita el papel concreto que cumplió Estados Unidos, aunque lo
que sí está claro es que, independientemente de su participación, tenía conocimiento con
todo detalle de lo que ocurría, y se fue alejando conforme el plan se les empezó a ir de
las manos a las distintas dictaduras.
El paralelismo de estas abyectas dictaduras con lo que sucedió en España durante la
dictadura Franquista es más que evidente, y es que si bien el Guernica de Picasso nos
cuenta la historia de la destrucción de la localidad vasca de Guernica, esta historia de
dolor local se vuelve universal cuando vemos la grotesca cicatriz que el odio y la
irracionalidad dejan en todos los pueblos de nuestra América, los gritos agobiados de la
mujer que sostiene a su hijo tranquilamente puede ser el retrato de las abuelas de la
plaza de mayo, abrazando a un hijo que no volvieron a ver, abrazando al mismo tiempo
la esperanza de volver a ver a sus nietos; el hombre triturado en la parte inferior
izquierda de la pintura pueden ser los cientos de vidas perdidas en el Nacional de
Santiago durante la dictadura pinochetista; y el hombre que levanta las manos en señal
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de ayuda en el extremo derecho de la pintura bien pueden ser los cientos de prisioneros
que perecieron en las grotescas cárceles uruguayas.
Esta cicatriz sigue latente en la memoria colectiva de nuestro continente a pesar de los
múltiples intentos de borrar el pasado, haciéndonos creer que ese horror estaba
justificado. Pero sería miope creer que esta página negra de nuestra historia nos define,
nuestro deber es mirar al futuro sin olvidar el pasado.
Y es que en la actualidad algunos audaces empresarios intentan ejecutar utopías más
concretas y desafían la hegemonía norteamericana al desear trasladar desde América
para España y Europa, algo más útil que huellas culturales o signos de identidad. Pero
indiscutiblemente la internacionalización ha contribuido en los últimos tiempos al
fortalecimiento de los nexos entre los países iberoamericanos, no simplemente por
declaraciones cumbres de mandatarios, sino por el hecho real del incremento de todo
tipo de relaciones y sobre todo por el mejor conocimiento recíproco de nuestras
fortalezas y debilidades.
Los pueblos de España, Europa y América hoy se aprecian más porque se conocen
más. Unos y otros han incrementado y enriquecido sus respectivas culturas porque
saben valorar mejor de qué modo se ha ido constituyendo lo humano de formas
diferentes. El hombre no es un producto terminado, es un constante proceso de
humanización y perfeccionamiento de sus valores, a la vez que de represión de los
instintos que lo empequeñecen en muchas ocasiones.
Los pueblos de todo el orbe se conocen mejor, se admiran en lo valioso y se repugnan
de lo despreciable. Aprenden a ser mejores al tomar referencias de contextos culturales
muy lejanos y diferentes. Hoy en día España no solo muestra sus huellas en América en
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las réplicas de ciudades, catedrales, vírgenes, chorizos y jamones, sino que la deja en lo
más profundo de concebir la vida y el mundo y en algo tan sustancial como el lenguaje.
El castellano, que la mayor parte de los latinoamericanos denomina español, más allá
que el controvertido catolicismo constituye una de las principales huellas de España en
América. Hace mucho que la Real Academia de la Lengua Española tuvo que reconocer
las diversas formas de enriquecimiento que ha tenido esta lengua en tierras americanas.
Ya no constituye una gran disputa dónde se habla mejor ese idioma, si en la península o
en los distintos países latinoamericanos, porque los especialistas han llegado al
consenso de que en todas partes se habla bien y punto. Algo más importante es que en la
comunidad científica, filosófica, artística, etc., internacional, hasta nuestros días se
hereda la hegemonía de una lengua sobre la otra.
La huella de la cultura española en América se mantiene vital a pesar del
afrancesamiento de algunas élites intelectuales de algunas capitales latinoamericanas y
de la norteamericanización de la vida. Esta última ha ido tomando cada vez mayor
fuerza producto del poderío de la influencia de los medios de comunicación masivos
que imponen el "American way of live".
Nuevos fenómenos impiden la realización de culturas más auténticas que idénticas. En
definitiva será siempre muy aburrido parecerse demasiado a alguien. Por lo que
resultará mucho más valedero cultivar la autenticidad cultural tanto en España y en
Europa como en América, en lugar de la tan añorada "identidad cultural". A grosso
modo la autenticidad ha de concebirse como el grado de correspondencia de los valores
creados por un pueblo con las exigencias de toda índole en una epóca determinada.
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Los pueblos cuando se conocen mejor saben en qué se diferencian y qué los identifica.
En ambos momentos: diferenciación e identificación, deben radicar las claves de la
autenticidad.
Y es que ser latino es ser alegre y positivo para enfrentar las incidencias de la vida;
siempre con una sonrisa, picardía y fogosidad. Ser latino representa tener remedios
caseros para todo tipo de males; ser latino es sentirse identificado con el sufrimiento de
los países vecinos y alegrarse por sus dichas.
Como lo apuntó Gabriel García Márquez en su discurso de aceptación del Premio Nobel
1982: “América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada
de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una
inspiración occidental”.
Por otra parte, es importante destacar que a pesar del tiempo se han conservado pilares
culturales de generación en generación, estos pilares son manifestaciones mágicas
religiosas como por ejemplo: La llorona, el silbón, los duendes, los Chamanes en los
pueblos indígenas entre otras. En cuanto a manifestaciones folclóricas y religiosas se
encuentran: El baile de las Turas en Mapararí, Estado Falcón, San Benito en el Estado
Zulia, los Diablos Danzantes de Yare en el Estado Miranda y otras. A través de estas
expresiones se unieron las creencias indígenas y africanas; incluyendo la religión
católica; conllevando a un proceso de transculturación.
Hoy América indiscutiblemente revela a su vez su huella en España y en Europa no solo
en las patatas y el maíz o en la música y en la literatura, sino en algo más importante;
en la reconsideración de la condición de lo humano. Y la rememoración del Quinto
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Centenario del proclamado “Descubrimiento de América” sirvió de algún modo a esa
empresa.
Durante la conquista algunos sacerdotes españoles argumentaban a encomenderos por
qué indios y negros eran tan humanos como ellos, pero la fuerza de la argumentación
racional parecía débil ante el poder de la riqueza. Hoy la historia perece repetirse, no ya
como comedia, sino como nueva tragedia. El racismo intenta levantar nuevos muros
entre los pueblos cuando se derrumbaron otros.
Sin embargo, los españoles han sabido sobreponerse a las ideologías racistas, porque
ellos mismos han sido víctimas de ellas, y en el logro de esa superación la articulación
orgánica con la historia de los pueblos de América ha sido esencial. Nuevas migraciones
españolas a América después de la independencia, así como regresos de emigrados a la
península han ido conformando lazos de imbricación cultural y de recíproco recono-
cimiento de los valores humanos entre estos pueblos que resulta imposible desarticular.
El mundo actual vive procesos de transculturación multilaterales que hacen posible que
los intercambios culturales no sean bilaterales. Tampoco el de España y América fue
exclusivamente bilateral, tanto por la diversidad de pueblos que hay en la península,
como por la que existe en este continente, que en ocasiones llega a regionalismos
obsesivos.
Sorprende que en Nicaragua vean como españoles y hasta denominen así los habitantes
de la Zona Atlántica a los de la Zona del Pacífico. De igual modo califican los collas
del altiplano boliviano a los cambas de Santa Cruz, los costeños colombianos a los
cachacos bogotanos, o los porteños bonaerenses a los cordobeses argentinos.
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Pero si en plena época del monopolio económico y político de España sobre América
resultó imposible frenar intercambios con otras potencias coloniales y con la admirable
naciente república norteamericana, por lo que el efecto sensible de sus influencias
culturales se hizo cada vez más significativo, en estos dos siglos de vida republicana
resulta mucho más iluso limitar las huellas a las relaciones bilaterales, aunque
lógicamente sea necesario destacar la influencia mayor de unas sobre otras como el caso
que nos ocupa.
La cultura iberoamericana, es el producto de múltiples efectos que las han producido.
En tanto los pueblos de España, Europa y de América conozcan mejor las
potencialidades y los productos de sus respectivas identidades y diferencias culturales,
no solo podrán rastrear mejor sus huellas, sino que se expresará mejor su autenticidad y
su superable condición humana, la cual aquella siempre presupone, pero no siempre
resulta fácil identificar sus huellas cuando se trata de mirar la historia con atención.
Bibliografía
Fuentes, C. (2018). El espejo enterrado. México: DeBolsillo.