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CIUDAD LÍQUIDA, CIUDAD INTERRUMPIDA MANUEL DELGADO RUIZ Universitat de Barcelona Institut Català d´Antropologia Apuntes para el seminario en la Biblioteca Pública Piloto, organizada por el Posgrado de Estética de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Medellín, 4-6 de agosto de 1997. 1. HIDROSTÁTICAS URBANAS : PODER Y POTENCIA 1.1. SOCIEDAD VERSUS ESTADO : EL PENSAMIENTO DE PIERRE CLASTRES. Todas las sociedades con Estado están divididas en dominadores y dominados, mientras que las sociedades sin Estado ignoran este desglose, es decir son sociedades políticamente indivisas : el poder no está separado de la sociedad. No existen un órgano separado de las sociedad destinado a ejercer el poder. El pensamiento político de Occidente ha querido descubrir en lo político, es decir en la división entre dominados y dominadores, la esencia misma del hombre : el hombre político de Aristóteles. No existe sociedad, se sostiene, si no es bajo la égida de reyes o gobernantes. Allí donde no aparece 1

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CIUDAD LÍQUIDA, CIUDAD INTERRUMPIDA

MANUEL DELGADO RUIZUniversitat de BarcelonaInstitut Català d´Antropologia

Apuntes para el seminario en la Biblioteca Pública Piloto, organizada por el Posgrado de Estética de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.Medellín, 4-6 de agosto de 1997.

1. HIDROSTÁTICAS URBANAS : PODER Y POTENCIA

1.1. SOCIEDAD VERSUS ESTADO : EL PENSAMIENTO DE PIERRE CLASTRES.

Todas las sociedades con Estado están divididas en dominadores y dominados, mientras que las sociedades sin Estado ignoran este desglose, es decir son sociedades políticamente indivisas : el poder no está separado de la sociedad. No existen un órgano separado de las sociedad destinado a ejercer el poder. El pensamiento político de Occidente ha querido descubrir en lo político, es decir en la división entre dominados y dominadores, la esencia misma del hombre : el hombre político de Aristóteles. No existe sociedad, se sostiene, si no es bajo la égida de reyes o gobernantes. Allí donde no aparece

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la división entre los que mandan y los que obedecen no existe sociedad, sino infrasociedad.774

Cuando los conquistadores llegaron a América y comprobaron el extraño status de jefes que no mandan, proclamaron que aquellas gentes no eran civilizadas, que no se trataba de auténticas sociedades : eran salvajes “sin fe, sin ley, sin rey”. Los indios se movían o en la anarquía o bajo el imperialismo totalitario de los incas o los aztecas, es decir parecían ser incapaces de vivir si no era en el caos o bajo el despotismo.

No se dan rasgos de estratificación política en Sudamérica soino en el caso de los tainos del Caribe, los caqueitos, los jirajiras o los otomac (casi todos arawak), todos situados en el noroeste de Sudamérica, seguramente como consecuencia de su relación con la civilización chibcha y el área andina. Sólo vemos reaparecer este esquema de poser entre los gaycurú y los guana del Chaco.

Suele jerarquizarse las sociedades en función de su mayor o menor cantidad de poder político, de Estado, colocando las sociedades estatalizadas como la punta de landa de un presunto proceso civilizador.El poder, a partir de Nietzsche y de Weber, se concibe además como fundamentado en el principio de la violencia. La violencia es, por definición, el predicado del poder.

En cualquier caso, la política de los salvajes se opone constantemente a la aparición de un órgano de poder segregado, impide el encuentro fatal entre la institución de la jefatura y el ejercicio del poder. Repitámoslo : no existe un órgano de poder separado de la sociedad, porque es ella quien lo detenta como totalidad. Todo lo que hacen parece destinado a mantener bajo control estas fuerzas subterráneas que son el deseo de poder y el deseo de obediencia. Impedir a toda costa la aparición de la dominación y la servidumbre, sobre todo en el sentido de impedir que el deseo de sumisión se realice : el poder no ser recorta del cuerpo social.

Lo político existe. Hay un poder. Pero este poder se determina como un campo fuera de toda coerción y de toda violencia, dejando de lado cualquier subordinación jerárquica, sin ninguna relación orden-obediencia. Esto no quiere decir que las sociedades indias no hubieran conocido el poder político, como uno más de los signos de su inmadurez : sociedades sin Estado, es decir

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sociedades afectadas por una carencia, por la ausencia de algo que debiendo estar no está.

La historia y la etnografía demuestran que existieron frecuentes contac-tos con sociedades con jerarquía y estratificación. Su conjunta del Estado es así pues consciente y voluntaria. Si los amazónicos rechazan el Estado no es tampoco como consecuencia de algun rasgo de personalidad cultural que se reproduce a nivel individual, sino el resultado de una acción y una decisión colectivas.

Entre las sociedades de cazadores-recolectores la jefatura se instituye exteriormente al ejercicio del ejercicio del poder político. Funcionalmente esto parece un absurdo : ¿que quiere decir eso de un jefe sin poder ? La respuesta a tal enigma es que a este jefe ser le ha otorgado la tarea de ocuparse y asumir la voluntad de la sociedad de aparecer como una totalidad única, es decir, el esfuerzo concertado, deliberado, de la comunidad de afirmar su especificidad, su autonomía, su independencia en relación a los demás grupos humanos. La vida del grupo, como proyecto colectivo, se mantienen por la via del control social inmediato.

En este contexto, ¿ en qué consiste el poder y lo político ?

Premisas :

1. El poder político es universal, immanente a lo social, pero puede expresarse de dos formas muy distintas : poder coercitivo y poder no coercitivo.

2. El poder coercitivo no es “el auténtico” poder político sino un caso particular del mismo.

3. No se puede pensar lo social sin lo polìtico, pero si que puede pensarse lo político sin la violencia.

La función del jefe es la de encarnar el poder coercitivo, pero, paradóji-camente, su poder no puede. La del jefe es una figura sin autoridad. Es un poder impotente, y su función funciona en el vacio.

Sus tareas:

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A) El jefe es un mediador, una instancia moderadora. La base para tal función no puede ser de ninguna manera la fuerza, sino únicamente su prestigio y su habilidad.

B) Le corresponde ser generoso con sus bienes y no pouede permitirse defraudar la solicitudes sus “súbditos”. El liderazo tiene más de servidumbre que de privilegio. La obligación del jefe de dar es experimentada como una prerrogativa de sus “subordinados” para someterle a un constante pillaje. El lider, de hecho, es quién más trabaja. El único privilegio que disfruta es el de la poligamia.

C) Sólo un buen orador puede acceder al liderazo. ¿Qué es pues lo que hace el jefe ? : el jefe habla. Los indios aprecian su virtud y le obligan a ejercerla todo el tiempo, muchas veces sin hacerle el mínimo caso. No es tanto que el jefe habla, sino que aqué que habla es el jefe.

Las funciones del jefe son permanentemente controladas por la opinión pública. Nada escapa a esta fiscalización. El jefe depende exclusivamente de la buena voluntad de su grupo. El jefe es de este modo sometido a un constante chantaje. Si no se hace lo que se espera de él, se le abandona o se le mata.

Si hay algo ajeno a la mentalidad de un indio no estatalizado es la idea de obedecer órdenes. Casi tanto como darlas. Excepción hecha de situaciones muy particulares, como expediciones guerreras. Por lo que hace a las relaciones del grupo consigo mismo, las órdenes son sencillamente inconcebibles. Si hi ha alguna cosa aliena a la mentalitat d´un amazònic és la idea d´obeir, o la de donar-les, tret de situacions molt excepcionals, com ara una expedició guerrera. Pel que fa a les relacions del grup amb si mateix, a soles, les ordres són inconcebibles.

El caso iroqués (Lowie) no es una excepción, puesto que la famosa liga iroquesa era una asociacón con funciones religiosas, que agrupaba cinco tribus distintas, y resulta comparable con ligas parecidas entre los tupi-guaraníes.

El poder aparece relacionado con tres niveles estructurales esenciales de la sociedad, es decir con lo que resulta ser el centro mismo del universo de la comunicación, allí donde se entrecuzan el intercambio de mujeres, de bienes y de signos. El cargo de jefe consiste en constituirse en expresión física y concreta de un punto en que coinciden todas las funciones sociales más

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estratégicas, pero con el ejercicio de autoridad. Se trata, por así decirlo, de un cargo destinado a no ser ejercido.

Haciendo de su papel un papel vacio, haciendo de él un punto que escamáticamente es nada, el grupo proclama un rechazo frontal a la autoridad centralizada. El poder existe, pero no es nada.

La cultura desmiente así una presencia que admite como una amenaza de la naturaleza, porque el poder remite plenamente a las relaciones naturales no a las relaciones sociales entre humanos.

La cultura percibe el poder como una resurgencia de la naturaleza.La función política se ejerciría, por ello, no a partir de la estructura de la

sociedad, y en conformidad con ella, sino como concesión a un más allà de ella que es incontrolable y amenazador. La naturaleza del poder es una coartada que esconde el poder de la naturaleza. La autoridad política es la negación de la cultura, com expresión cosmológica de una sociedad humana construida por humanos.

De ahí el lugar fundamental que ocupa el jefe, que es el de la anomalía y la interrupción de la buena circulación de bienes, de mujeres y de palabras. Se llama jefe a aquél en que se rompe y se niega el intercambio, un monstruo que encarna la antisociedad animal.

Se le concede la palabra, pero porque la palabra es lo contrario de la violencia. Además, es una palabra que no espera respuesta. La palabra no es tanto el privilegio del jefe como el medio con que cuenta el grupo para mantener la violencia al margen de la representación del poder. El aislamiento de la palabra del jefe se corresponde con el testimonio de su mansedumbre.

También la poliginia es una falso privilegio. Por medio de las mujeres que el grupo le concede acaba deviniendo prisionero del grup.

La cultura afirma la prevalencia de aquello que la fundamenta -el intercambio- precisamente enfocando en el poder la negación de tal fundamento. El ejemplo de las sociedades amazónica tal y como fueron mostradas por Clastres nos muestra que la división entre dominadores y dominantes no es inherente al ser social humano.

Parafraseando Foucault, el Estado tiene en todo sitios una fecha de aparición. La averiguación de las causas de su irrupción en escena es una de las tareas principales de la antropología política.

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La solución de este misterio permitirá un dia aclarar las condiciones de posibilidad (realizables o no) de su muerte.

Bibliografía.

CLASTRES, P. 1986. Crónica de los indios guayaquis, Altafulla, Barcelona. 1979. “La voluntad de ser siervo”, El Viejo Topo, 32 (mayo).1981. Le grand parler. Mythes et chants sacrés des Indies Guaranies, Seuil, París.1987. Investigaciones en antropología política, Gedisa, Barcelona.1978. La sociedad contra el Estado, Monte Ávila, Caracas.ABENSOUR, M. (comp.) 1987. L´esprit des lois sauvages, Seuil, París.

1.2. TRANCE Y COMMUNITAS.

Communitas

La noción de communitas remite al estado liminal de los ritos de paso (Van Genep), aquéllos en los que quien los atraviesa “no es ni una cosa ni otra”. Los momentos y los lugares liminales son espacios fuera del tiempo y de la estructura social.

Esta negación no es una impugnació global del orden social existente, sino que implica un reconocimiento del vínculo social generalizado, que ha dejado de existir provisionalmente, al haber quedado “entre paréntesis”.

Resulta como si existieran dos modelos de interacción humana, que se sobreponen. Uno de ellos presenta la sociedad como un orden estructurado, diferenciado, jerarquizado, estratificado, etc. La sociedad es entendida entonces como ordenación de posiciones o status, institucionalización y persistencia de grupos y relaciones.

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El segundo surge en el momento liminal y implica una suerte de grado 0 de sociedad, sociedad entendida como comunidad esencial, como comunión. Se trata de una sociedad sin estructurar todavía, acabada de nacer, pura, todavía no contaminada por la acción humana ni por el paso del tiempo.La communitas -al contrario de lo que pensaban Marx o Rousseau- no es un estadio primitivo al que hay que regresar, sino una dimensión presente o potencialmente presente en todas las sociedades.

La diferenciación communitas/estructura social es parecida a la de sagrado/profana. La communitas es una sociedad sagrada, aquel vínculo fundamental sin el que no podría existir sociedad alguna.Hay otras distinciones que serían igualmente pertinentes. Así.

transición / estadototalidad / parcialidadhomogeneidad / hetergoneidadigualdad / desigualdadausencia de status / estatuacióndesnudez o uniformidad / distinciones en el vestirgenerosidad / egoismosencillez / complejidadaceptación del dolor / negación del dolorlocura sagrada / cordura

La communitas es una sociedad abierta, versus la sociedad estructurada que es una sociedad cerrada.

La fiesta se corresponde con lo que Turner llama la communitas existencial o espontánea : performance, instante fugaz. Surge en los intervalos en el desarrollo de la estructura, en momentos en que ha quedado en suspenso el sistema de roles.

La communitas tiene un aspecto existencial : implica a los humanos en su totalidad en su relación con los otros, considerados a su vez también como una totalidad.

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Trance.

El caracter marginal de las religiones extáticas, más que indicar un lugar social en el que el cuerpo se libera de los constreñimientos de la centralitzación social, indica que els sus ocupantes no tienen otra cosa más que el cuerpo para entender el mundo y para aquéllos para los cuáles el mundo es poca cosa que su cuerpo.

Los cultos extáticos son religiones cuerpo a cuerpo : el sentido está inscrito ya en la carne, no como daño o como enfermedad, sino como aparato conceptual.

Los trances son un instrumento de control conceptual y social del mundo en los cuales los contenidos discursivos son desplazados como principios explicativos en beneficio de la explotación sistemática y pautada del cuerpo.

1.3. INTRODUCCIÓN A LA ANTROPOLOGÍA URBANA.

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Los rasgos al mismo tiempo epistemológicos y deontológicos de la antropología podrían resumirse en estos tres puntos :

1. Sensibilidad a la diversidad cultural.2. Proximidad a la vida diaria, asociada a la observación participante como

método principal de trabajo.3. Disponibilidad para definir los problemas de manera amplia,

holísticamente.

Los antropólogos urbanos pueden ser considerados como urbanólogos con un tipo particular de instrumentos epistemológicos, o como antropólogos que analizan un tipo particular de ordenamiento. La contribución especial de lo urbano a la antropología consiste en una gama de conocimientos sobre

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fenómenos que se dan con menor frecuencia o nunca en otros contextos, es decir en sus aportaciones singulares a la variación humana en general.

El método comparativista le permite aplicar instrumentos conceptuales que hen demostrado su capacidad explicativa en otros contextos : oposición complementaria o ciclos de desarrollo en grupos domésticos. La antropología está bien prreparada para analizar episodios de interacción, dispositivos micropolíticos, interdependencias, etc., elementos de la vida social que se contemplan bajo un prisma relacional.

El producto más característico de la antropología es la etnografía, es decir los métodos cualitativos, concretos y contextualizados de trabajo -el trabajo a mano-. La antropología es, ante todo, una disciplina empírica, que atiende configuraciones sociales y culturales particulares. La etnografía es la manera como el antropólogo se aproxima a su objeto, y también la fuente de donde extrae y refina sus especulaciones teóricas.

En virtud de que es tradició explorar lo nuevo, lo desconocido, puede cultivar en la ciudad su sensibilidad a lo inesperado : hechos nuevos y también nuevas relaciones entre hechos.

A un nivel moral, la impotancia de la Antropología reside también en su potencial para hacer reflexionar sobre qué significa la diversidad cultural y acerca de la propia situación de cada cual en relación con los demás :La posibilidad de comprenderse a uno mismo en base a comprender a los demás.

La antropología es un instrumento al servicio de que los urbanitas puedan pensar de una forma nueva acerca de lo que les rodea.

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Tenían razón quienes hicieran notar, en un sentido no necesariamente crítico, que las bases teóricas sentadas por la Escuela de Chicago para unas ciencias sociales de la ciudad no habían sido en realidad sino las del estudio

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del proceso de modernización en general -industrialización, burocratización, politización, etc.. O, lo que es lo mismo, del proceso de homogeneización cultural en que consistía la dinámica mundializadora, tal y como podía -y puede todavía ahora mismo, por supuesto- ser contemplada sucediendo en ese nicho ecológico particular que son las metrópolis contemporáneas.

La tendencia que encabezaron Park, Burguess y Wirth en el Chicago de los años treinta, que implicaba por vez primera la incorporación de métodos cualitativos y comparatistas típicamente antropológicos a objetos de conocimiento no exóticos, elaboraba sus propuestas analíticas precisamente desde la constatación de que el rasgo definitorio de la cultura urbana era justamente su inexistencia en tanto que sustancia dotada de uniformidad. Si esa cultura urbana a conocer por el científico social era en realidad alguna cosa, ésta no podía consistir sino en una tupida red de relaciones crónicamente precarias, una proliferación infinita de centralidades -muchas veces invisibles-, una trama de trenazamientos sociales fragmentarios y efímeros y un conglomerado escasamente cohesionado de componentes grupales e individuales.

¿Cómo definir lo urbano? Cuando los chicaguianos conectaron su idea de ciudad a la de un sistema vivo, un ecosistema, cuando plantearon su funcionamiento como el de una expresión más de la naturaleza animada, regida por mecanismos de cooperación automática (es decir cooperación impersonal y no planificada entre elementos en función de su posición ecológica), vinieron a definir lo urbano como una mecanismo biótico y subsocial. Al hacerlo, al pensar la ciudad como un sistema vivo, preparon el camino para entender la ciudad como una expresión más de lo que, mucho más tarde, los teóricos de la complejidad lejos del equilibrio definirían como caos autorganizado.

¿Pero lo urbano y la ciudad son una misma cosa? En una ciudad en efecto, vemos estructuras, articulaciones, instituciones, familias, iglesias, monumentos, centros, estaciones, palacios, mercados. En cambio, ninguna de esas cosas corresponde propiamente a lo urbano, como lo demuestra el hecho de que todo ello, si hace o no hace, haya estado antes, de hecho siempre, en todos los sitios. Al mismo tiempo, y en sentido contrario, la ciudad siempre está en la ciudad, mientras que lo urbano trasciende sus fronteras físicas, como

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nos hiciera notar Henri Lefebvre, se ha generalizado y lo encuentra uno por doquier.

De lo urbano cabría decir más bien que su ser otra cosa consiste en reconocerse como una labor, un trabajo de lo social sobre sí, como la sociedad urbana “manos a la obra”, haciéndose y luego deshaciéndose una y otra vez, hilvanándose con materiales que son instantes, momentos, circunstancias, situaciones, todo aquello de lo que la expresión máxima y más delirante es justamente la fiesta. Siendo materia, lo urbano estaría más cerca de la forma que no de la substancia. O cuanto menos podría decirse, en otras palabras, que lo urbano está constituído por todo lo que se opone a no importa qué estructura solidificada, puesto que es fluctuante, efímero, escenario de metamorfosis constantes, por todo lo que hace posible la vida social, pero antes de que haya cerrado del todo tal tarea, justo cuando está ejecutándola, como si hubiéramos sorprendido a la materia prima de lo social en estado todavía crudo y desorganizado, en un proceso, que nunca nos sería dado ver concluído, de cristalización.

Lo mismo podría aplicarse a la distinción entre la historia de la ciudad y las historia urbana. La primera remite (Castex) a la historia de una materialidad, la segunda a la de sus utilizadores, es decir sus usuarios. La primera habla de la forma, la segunda de la vida que tiene lugar en su interior, pero que la trasciende. La primera atiende a lo estable, lo segundo se refiere a las transformaciones o a las mutaciones, o, todavía mejor, lo que la escuela de Chicago cifraba como la característica principal de la urbanidad : el exceso, la errancia, el merodeo.

Si una antropología urbana no sería exactamente lo mismo que una antropología de la ciudad, lo mismo podría decirse con respecto a la antropología urbana considerada a la manera de una subdivisión de la antropología del espacio.

En cierto modo la antropología de lo urbano se colocaría en la misma tesitura que pretende ocupar la antropología del espacio : una visión cualitativa del espacio, de sus texturas, de sus accidentes y regularidades, de las energías que en él actúan, de sus problemáticas, de sus lógicas organizativas... Un objeto de conocimiento que puede ser considerado, con respecto de las prácticas sociales que alberga y que en su seno se despliegan como una presencia pasiva (decorado, telón de fondo, marco...) pero también

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como un agente activo, ámbito de acción de dispositivos que las determina y las orienta, a la que los contenidos de la vida social se pliega dócilmente. El espacio : algo que las sociedades organizan o algo que las somete.

Pero en todos los casos, casi, la antropología del espacio es una antropología del espacio construído, es decir del espacio habitado.

He ahí otro nivel en que se pone de manifiesto que, a diferencia de lo que sucede con la ciudad, lo urbano no es un espacio que pueda ser morado. La ciudad tiene habitantes, lo urbano no. Lo urbano está constituído por usuarios. Sin duda así es : el ámbito de lo urbano por antonomasia, su lugar, es, no tanto la ciudad en sí misma como su espacio público. Es el espacio público donde se produce la epifanía de lo que es específicamente urbano : lo inopinado, lo imprevisto, lo sorprendente, lo absurdo... La urbanidad consiste en esa reunión de extraños, unidos por aquéllo mismo que les separa : la distancia, la indiferencia, el anonimato y otras películas protectoras.

La antropología urbana se presenta entonces más bien como una antropología de lo que define la urbanidad, Una vez más, Lefebvre lo había sugerido con claridad : lo urbano está hecho de disoluciones, de socialidades minimalistas, frías, de vínculos débiles y precarios conectados entre sí hasta el infinito, pero también constantemente interrumpidos, de simultaneidades y dispersiones

Si la antropología urbana era concebida como, preferentemente, una antropología del espacio público, de las superficies hipersensibles a la visibilidad, a los deslizamientos, a escenificiaciones que bien podríamos calificar de coreográficas, entonces el objeto de esa antropología urbana era el de un dominio de la dispersión y la heterogeneidad sobre el que el control político directo era difícil o imposible, y donde multitud de subculturas autónomas hacían frente a la integración a que se las intentaba someter sin apenas éxito. La ciudad era percibida entonces como un mosaico -o mejor un calidoscopio- de microsociedades copresentes, el tránsito entre las cuales era abrupto y daba pie a multitud de intersicios e intervalos que eran inmediatamente habitados por todo tipo de marginados y desertores.

“Hay pocas posibilidades de que el individuo llegue a tener una concepción de la ciudad como conjunto o considere su posición en el esquema común”, escribía Louis Wirth.

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No podía ser de otro modo, puesto que, como él mismo nos hacía notar, una ciudad es siempre algo así como una “sociedad anónima”, y sus ventajas, como sus inconvenientes, se deben precisamente a que, por definición, una sociedad anónima “no tiene alma”. La ciudad pasaba a ser entendida de este modo como un organismo dotado de vida pero carente de espíritu, es decir sin aquel campo representacional en que Durkheim quería ver proyectándose en términos sagrados los principios axiomáticos y morales que debían sustentar todo pacto societario. Lo urbano quedaba así reducido a un marco medioambiental en que se aglomeraban intereses e identidades incompatibles entre sí, a los que con frecuencia mantenía unidos aquello mismo que los separaba, es decir la hostilidad o la indiferencia.

Si Lévi-Strauss había querido una antropología entendida como una astronomía, atenta a las constelaciones culturales y sociales, la antropología urbana había escogido como objeto de conocimiento las estrellas fugaces.

La antropología urbana tampoco era en sí una antropología del territorio.

El espacio público es un espacio diferenciado, pero las técnicas prácticas y simbólicas que lo organizan espacial o temporamente, que lo nombran, que lo recuerdan, que lo someten a oposiciones, yuxtaposiciones, complentariedades, que los gradúan, que lo jerarquizan, etc., son poco menos que innumerables, proliferan hasta el infinito, son microscópicos, infinisetimales, y se renuevan a cada instante. No tienen tiempo para cristalizar, ni para ajustar configuración espacial alguna.

Si el referente humano de esa antropología urbana fuera el habitante, el morador o el consumidor, sí que tendríamos motivos para plantearnos diferentes niveles de territorialización, como las relativas a los territorios fragmentarios, discontinuos, que fuerzan al sujeto a multiplicar sus identidades circunstanciales o contextuales, como ha planteado Clifford Geertz en Conocimiento Local.

Pero está claro que no es así. El usuario del espacio urbano es un transeunte, alguién que no está allí sino de paso. La calle y el espacio público llevan al paroxismo lo que Bachelard llamaba la epistemología no cartesiana, es decir la extrema complejidad de las articulaciones espacio-temporales, a las antípodas de cualquier distribución en unidades espaciales claramente delimitables.

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Tampoco se dejan domeñar fácilmente. En contra de lo que daba por supuesto Foucault en Vigilar y castigar, en una visión en última instancia reductora y en absoluto dialéctica, el espacio público no está a merced de dispositivos a través de los cuáles los “poderes” ( ?) ejercerían su despotismo, aplicándose a un público pasivo, maleable y dócil, que a devenido de pronto totalmente transparente. Los dispositivos existen, sin duda, pero su éxito nunca está asegurado.

¿Cuáles serían, en ese concepto, las fronteras simbólicas de ese objeto que es el espacio público? ¿Qué fija los límites y las vulneraciones, sino miradas y voces?

El esquema de la calle, la naturaleza puramente diagrámatica de lo que sucede en espacio público puede asimilarse a la noción de no-lugar, debida a De Certau y popularizada por Augé. La calle, mucho más que el aeropuerto, las salas de espera o la gran superficie comercial, como Augé pretendía, es el paradigma mismo de los no-lugares.

Lugar. Configuración instantánea de posiciones.Espacio. Se aplica a una extensión o una distancia entre dos puntos. Es la práctica de los lugares.Lugar antropológico. La marca social del suelo. Dispositivo espacial que expresa la identidad del grupo, lo que el grupo debe defender contra las amenazas externas e internas. El espacio como fundado y constantemente refundado. Se trata de puntos identificadorios, relacionales e históricos. El plano, el barrio o cualquier otro enclave, los límites del pueblo, la plaza pública con su iglesia, el santuario o el castillo, los monumentos históricos. Se asocia a un conjunto de potencialidades, de normativas y de interdicciones sociales que tienen como tema común el espacio. El lugar tiene, o suele tener casi siempre, un nombre, mediante el cual el punto en el espacio recibe desde fuera el mandato de significar, de tener sentido. De hecho, en la práctica se asocia con la ideas de territorio y de territorialización. Son generadores de organicidad.No-lugar. Implica una cualidad negativa, una ausencia. Es un punto de pasaje, un desplazamiento de líneas, atraviesa los lugares, por lo que, por definición, produce itinerarios, negocaciones constantes entre miradas y paisajes. El no-lugar es el espacio del viajero y, en la ciudad, del transeunte, del usuario de los

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transportes públicos, del consumidor extraviado en el supermercado, en los grandes almaces o en el centro comercial. Como hemos añadido, sobre todo es el espacio que la calle impone..

Por cuanto es escenario predilecto de nuevas socializaciones es lo contrario de la utopía : en primer lugar, porque existe. En segundo, porque no postula, ante bien niega, toda sociedad orgánica.

Es una heterotopía.Un lugar existe al mismo tiempo que un no-lugar. Se trata de una falsa

dicotomía. El lugar no es nunca borrado del todo, de igual modo que el no-lugar tampoco nunca llega a ejecutarse del todo. Augé propone aquí la imagen del palimpsesto.

Tambien lo urbano reclama una consideración de nociones frecuentadas por las ciencias sociales de la ciudad . La topografía se antoja inaceptable-mente simple en su preocupación por los sitios y los monumentos. La morfogénesis es el estudio de los procesos de formación y de transformación del espacio edificado o urbanizado, pero no suele atender el papel de ese individuo urbano al que la escuela de Chicago reclamaba una etnología. Una etnología que, por fuerza, debía ser mucho más de las relaciones que de las estructuras, de las discordancias y las integraciones precarias y provisionales que de las funciones de una sociedad orgánica. Lo mismo podría decirse del análisis tipo-morfológico del tejido domesticado de la ciudad, pero no atiende para nada las alteraciones y turbulencias que tienen lugar en su seno, cuyo actor central es siempre el usuario, esto es aquél que usa los lugares y los trayectos, los espacios y los esquemas concretos confeccionados, como señalaba Lefebvre en La revolución urbana, de “gestos, palabras y memorias, símbolos y sentidos”.

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La delineación viaria no es tan sólo el aspecto de la projección urbana que fija la imagen más permanente y, por tanto, más memorable de una ciudad. Tampoco es únicamente el esquema allí donde la ciudad encuentra compendiada su forma, así como el sistema de jerarquías pautas y relaciones espaciales que determinará muchas de sus transformaciones futuras. Como la arquitecutra misma, todo proyecto viario constituye un ensayo en orden a domesticar el espacio urbano. La organitzación de las vías y cruces urbanos es, por encima de todo, el entramado por el que oscilan los aspectos más intranquilos del sistema de la ciudad, el escenario de esta estructura hecha más de instantes y de encuentros que no de instituciones que singulariza la sociabilidad urbana.

El espacio viario, como en definitiva el conjunto de los otros sistemas urbanos, resulta inteligible a partir de su codificación, es decir desde su ubicación en un orden de signos. La calle y la plaza son, en este sentido, objetos de un doble discurso. Uno es resultado de un diseño urbanístico y arquitectónico políticamente determinado, la voluntad del cual es orientar la percepción, ofrecer sentidos prácticos, distribuir valores simbólicos y, al fin y al cabo, influenciar sobre las estructuras relacionales de lo usuarios del espacio. Un segundo discurso es el de la sociedad misma, que es quien tiene siempre la última palabra acerca de cómo y en qué sentido moverse físicamente en el seno de la trama propuesta por lo diseñadores. Es la acción social lo que, como a fuerza conformante que es, acaba por impregnar los espacios con sus cualidades y atributos.

Tenía razón Lefebvre cuando en La revolución urbana caracterizaba lo urbano como escenario de una curiosa independencia relativa entre la “lógica de la forma” y la “dialéctica de los contenidos”. La calle sería, en efecto, una muestra de esa autonomía inercial de lo formal y de lo social, por mucho que ambas escalas sean protagonistas de frecuentes vínculos y solidaridades.

Decididamente una antropología urbana no podía, por ello, sino aparecer condenada a atender estructuras líquidas, ejes que organizan la vida social en torno suyo, pero que no son casi nunca instituciones estables, sino una pauta de instantes, ondas, situaciones, ritmos, confluencias, encontronazos, fluctuaciones...

Hay una espacialidad en el espacio público..., pero esa espacialidad sólo relativamente funciona a la manera de una lógica espacial entendida como

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modelación y estructuración estable, sino una lógica totalmente abierta, cuyos objetos son atómicos, como querían los chicaguianos.

Una lógica que obliga a topografías móviles, que se corresponde con un tipo específico de lugar : el no-lugar de Augé o el lugar-movimiento de Joseph.

Henri Lefebvre lo han planteado con una claridad inmejorable, a la hora de sentar las bases de ese ritmoanálisis que el reclamaba para el estudio del espacio social : “Los espacios sociales se compenetran y/o se superponen. No son cosas, limitadas las unas por las otras, colisionando por su contorno o por el resultado de inercias... Estos espacios no son ya medios vacíos, continentes separables de su contenido. Producidos en el corazón del tiempo, distintos pero no disociables, no se los puede comparar ni a los espacios locales de ciertos astrónomos, ni a sedimentos, por mucho que esta metáfora resulte más razonable que una comparación matemática. ¿No sería a la dinámica de fluídos a lo que cabría recurrir? El principio de superposición de los pequeños movimientos nos enseña que la escala, la dimensión, el ritmo desempeñan un papel importante. Los grandes movimientos se compenetran ; cada lugar social sólo se puede comprender a partir de una doble determinación : arrastrado, arrebatado, a veces interrumpido por los grandes movimientos -aquellos que provocan interferencias- pero en cambio atravesado, penetrado por los pequeños movimientos, los de redes y ramificaciones”. Y más adelante : “Los lugares no se yuxtaponen tan solo en el espacio social, en contraste con lo que ocurre en el espacio-naturaleza. Se interponen ; se componen ; se superponen, y en ocaciones se cortan... El espacio social comienza a aparecer en su hiper-complejidad : unidades individuales y particulares, fijaciones relativas, movimientos, flujos, ondas, compenetrándose unas, las otras enfrentándose” (La production de l´espace).

Digámoslo de otro modo, el etnólogo urbano no ha escogido para ejercer su profesión un territorio estático, sino más bien una extensión sin límites fijos, “permeable, que se hinfla y se retrae al hilo de los días, al hilo del tiempo. La tarea del etnólogo pasa a ser entonces la de mostrar de qué está compuesta una sociedad aparentemente “de masas”, cuáles son los elementos constitutivos que se ocultan tras esa indiferenciación que es, en realidad, un recurso adaptativo con que los distintos hacen frente a la integración forzosa

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que les amenaza, una artimaña de mimetización que le sirve a la variedad de las especies culturales para burlar el acecho de sus depredadores.

Pues bien. Todo ese dinamismo hecho de fragmentos en contacto que el etnólogo urbano observa sucede de espaldas a un orden político que lleva acaso siglos intentando que la ciudad renuncie a su condición intrínsecamente turbulenta y contradictoria, deje desentrañar sus oposiciones y acabe por acatar su autoridad fiscalizadora.

La ciudad es anterior a lo político, ya está dada”: “La urbanidad designa más el trabajo de la sociedad urbana sobre sí misma que el resultado de una legislación o de una administración, como si la irrupción de lo urbano... estuviera marcada por una resistencia a lo político.” (Joseph)

Frente a esa realidad que hace de la metrópolis una organización societaria en que el anonimato deviene estructura y lo diferente se reproduce, la aspiración del proceso modernizador -ésto es, repitámoslo, el proceso de homogeneización cultural- aspira a construir una cierta unidad de espíritu que haga -ahora sí- viable una experiencia de lo urbano como cultura exenta más o menos unificada, susceptible de generar o movilizar afectos identitarios específicamente ciudadanos. Para ello se intenta una y otra vez convertir la urbanización en politización, es decir en asunción del arbitrio del Estado sobre la confusión y los esquemas paradójicos que organizan la ciudad.

En esa dirección, la concepción política de la ciudad sabe que resulta indispensable el establecimiento de centros que desempeñen una tarea de integración tanto instrumental como expresiva, tan atractiva para el ciudadano en el plano de lo utilitario como en el de lo simbólico. Manuel Castells establecía como tras la idea de “centro urbano” lo que hay es la voluntad de hacer posible una “comunidad urbana”, es decir “un sistema específico, jerarquizado, diferenciado e integrado de relaciones sociales y de valores culturales”. Lo que se procurará en la exposición que ahora sigue es mostrar como ese trabajo de centralización no es confiado sólo a enclaves propiamente funcionales sino también a otros puntos de centro cuya misión es ante todo de orden semántico.

Veremos entonces cómo es que se produce en el campo de la producción significante esa labor de forjamiento de una “cultura urbana” en la que se encuentran comprometidos los gobiernos de muchas ciudades del mundo. Su objetivo es reeditar parecidos mecanismos a los que posibilitaron

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la irrupción de los nacionalismos de base territorial e histórica en el siglo pasado.

De hecho, la tarea que se le impone a los nuevos nacionalismos urbanos es la misma que un día afrontaron sus precursores del XIX: hacer posible la modernización, entendida como proceso de control y centralización, bien sobre una multitud de subgrupos fluidos y efímeros, bien sobre no menos numerosos segmentos corporativos autosuficientes. Y ésto mediante la obtención por parte de todos ellos de un sentimiento de adscripción a una sola cultura “nacional” políticamente santificada, susceptible de trascender la tendencia a la inconexión entre fragmentos, a la plurijerarquización, al mantenimiento del anonimato y a la atomización que caracterizaban la manera débil de vincularse entre sí las unidades particulares en las sociedades premodernas.

Esta voluntad pedagógica y de refuerzo de la identidad es uno de los vectores centrales de la política de ritualización del espacio urbano en que las autoridades públicas se encuentran comprometidas en un buen número de ciudades del mundo. En general, la dirección que toma la ordenación simbólica del medio ambiente urbano adopta como objetivo disminuir los dinteles de ruido semántico y funciona, como toda ritualización, en orden a desatascar el exceso de información que una ciudad siempre genera. Mucho más si se trata de urbes extremadamente sobrecodificadas y escenario de mutaciones constantes, factores éstos que se añaden a la exuberancia perceptiva a que suerle tender la tradición vernacular en numerosas sociedades. Se trata, al fin, de esquematizar y hacer diáfanos al máximo los índices cognitivos y de colocar los resultados de esta reducción en un código elemental al servicio de focalizaciones de identidad.

Bibliografía.

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1.4. POTENCIA Y PODER.

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Toda la obra de Spinoza, desde el racionalismo y el materialismo absolutos, está tensada por una dinámica de transformación, una ontología constitutiva, fundamentada en la capacidad organizativa de la espontaneidad de las necesidades y de la imaginación colectiva. Las proposiciones XXXIV y XXXV de la primera parte de la Ética plantean la diferencia entre potentia y potestas, esto es entre potencia y poder.

La potencia de Dios es su esencia misma. Mediante la identificación de la potencia de dios con la necesidad interna de su esencia, Spinoza quería demostrar la falsedad de las ideas aberrantes que la teología había puesto en circulación con respecto del ejercicio de su poder.

La potestas se da como capacidad de producir las cosas, la potentia como fuerza que las produce. La potestas no puede ser entendida más que

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como subordinada de la potentia, de la potencia del ser. Su lugar está subordinado a los desplazamientos y actualizaciones del Ser potencial.

La demostración apodíptica que la potentia hace su exhibición de sí misma. La idea de potentia le sirve a Spinoza para criticar la idea de la transferencia trascendental del derecho natural, es decir de la génesis jurídica del poder.

En la retórica iusnaturalista se consolida el contrato como la forma de mediación entre el ciudadano individual y el Estado. Spinoza niega el prin-cipio del pasaje de lo individual a lo general, del ciudadano al Estado, puesto que tal pasaje se produce en términos de colectividad. Los derechos no se transfieren, sino que se constituyen colectivamente.

En Spinoza Estado y sociedad civil se intersecan. Uno no es concebible si el otro. La libertad, en ese contexto, es libertad del cuerpo social, de la multitudo, sociedad que constantamente reclama ver satisfecha su necesidad de expansividad, de conservación y de reproducción.

La multitudo se identifica con el sujeto colectivo, que no puede apre-ciarse más que en tanto que física de los comportamientos colectivos, y cuyo dinamismo es a la vez productivo y constitutivo.

Es ese dinamismo el que permite el paso del Poder a la Potencia. La constitución política de la multitudo es siempre una física de oposición al poder. El poder es contingencia. El proceso del ser, el cada vez más complejo afirmarse la potencia, es decir la construcción necesaria del ser, excavan en la base del poder para demolerlo.

El poder es superstición, organización del miedo ⇒ NO SER (Baudrillard y la no existencia del poder, como el gran secreto que guarda celosamente la clave de su eficacia).

En los cinco primeros capítulos del Tractatus Spinoza determina tres elementos fundamentales.

1. Una concepción de Estado que niega radicalmente toda trascendencia ⇒ negación absoluta de la autonomía de lo político. Negación la idea moderna de que el Estado absoluto es trascendente con respecto de la sociedad.

2. Una determinación del poder como función subordinada a la potencia de la multitudo. En el contexto de las crisis del siglo XVII, Spinoza se pone de

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lado de las reinvidicaciones sociales contra el Estado, afirmando la hegemonía de las fuerzas productivas, del asociacionismo, del realismo jurídico..., contra el mando.

3. Una concepción de la organización constitucional de la sociedad movida por el antagonismo de los sujetos. Con ello Spinoza se pone del lado de quienes afirman que la mejor constitución la que se basa en el derecho a la resistencia y la oposición al poder.

En resumen : destrucción de toda autonomía de lo político y afirmación de la hegemonía y la autonomía de las necesidad colectivas de las masas.

Defensa también de la multiplicidad y la versatilidad del ser, de la heterogeneidad de lo uno, contra el finalismo temporal del desarrollo del ser.

La ontología paradójica y radical de Spinoza concluye en que la hipóstasis, la única hipóstasis posible, es la del mundo y la realización práctica y física de su necesidad de ser.

La Potencia se identifica com la noción del sefirot en la mística judía, el conjunto de la potencias o emanaciones de la divinidad en que se funda todo lo real, la dinámica de la naturaleza.

Derivaciones de la noción spinoziana de Potencia.

La potencia se transforma en lo “divino social” en Durkheim : esa fuerza agregativa que se halla en la base de toda formas de asociación.La efervescencia social como la base misma de la institución social de la religión.

En La división del trabajo social Durkheim habla de la “fuente de vida sui generis, del que se desprende un calor que calienta o reanima los corazones, que los abre a la simpatía”.

La noción se expande a lo largo y ancho de la escuela sociológica francesa. En Halbwachs (1986) es la memoria colectiva, y también la sociedad silenciosa, cuya materia prima son las vivencias o las “corrientes de experiencia”.

Es también la noción de mana en Marcel Mauss (1992).Mana : fuerza mágica, energía que se desencadena a raíz de la ejecución

de actos mágicos. Al mismo tiempo natural y sobrenatural.

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No és únicamente una fuerza o un ser, com se habia sostenido desde el evolucionismo. Es una acción, una cualidad o un estado. Al mismo tiempo un substantivo, un adjetivo y un verbo. Es a la vez calidad, substancia y actividad. Se trata de la capacidad de producir efectos místicos y portentosos. La idea también se emparenta com la de aura en Walter Benjamin (1987), que puede encontrarse en lo que el mismo Benjamin llama lo “concreto más extremo”, es decir lo cotidiano.

La noción también aparece en el interaccionismo simbólico, particular-mente en Goffman, y bajo el concepto de vida subterránea.

El concepto es igualmente análogo a lo que Simmel llamaba “el comportamiento secreto del grupo respecto del exterior”.

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La Potencia en Maffesoli y otros.

La relación entre Poder y Potencia es secante. Una parte del Estado permanece opaca a la Sociedad, pero una parte no menos estratégica -acaso la más estratégica- permanece también opaca al poder.

La organización de la socialidad se conforma a la manera de red, aquello que los sociológos americanos han identificado con un conjunto inorganizado y no obstante sólido, osamenta de cualquier tipo de conjunto. Una red los nudos de la cual serían esas áreas a las que Maffessoli (El tiempo de las tribus) llama “tribus”.

Maffesoli contrasta lo social (modernidad, organización político-social, individuo, funciones, contractualidad grupal) con la socialidad (posmodernidad, masas, personas, roles, “tribus afectuales).

Se trata de un regreso, en la ciudad, a la solidaridad orgánica, versus la solidaridad mecánica de las sociedades modernas.

Hay una vida casi animal que recorre en profundidad las diversas manifestaciones de la socialidad, es decir de la dimensión informal de lo

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social, un vitalismo que Maffesoli (sin citar a Spinoza) designa como la Potencia o, bien, la centralidad subterránea. Mediante la Potencia, muchas veces ejercida en términos de abstención, de silencio y de astucia, la socialidad se opone al Poder, identificado como la institucionalización de los intereses de lo económico-político.

Potencia → pulsión comunitaria, impulso o propensión mística de la organicidad social.

Una Potencia intrínseca -fuerza no finalizada- que se opone a un Poder extrínseco. Una autoridad que no procede de arriba sino que está ahí.

La Potencia se concreta en encarnaciones esenciales, cuyo contenido es afectual. Esa afectualidad corresponde a una comunalización abierta y se constituye a la manera de un cemento lo suficientemente poderoso como para garantizar vínculos sólidos, al mismo tiempo permanentes e inestables.La idea estaba ya anticipada en La división del trabajo social, donde Durkheim hablaba de cómo la gente buscaba la compañía de quiénes pensaban y sentían como ella. La afectualidad funda una estética del “nosotros”, que es una mezcla de indiferencia y de energía puntual.

La emoción o afectualidad es la substancia que organiza la organicidad característica de las sociedades contemporáneas.

La noción se corresponde con la de comunidad emocional en Weber (Economía y sociedad). Weber sugería que esas comunidades emocionales no podían tener existencia que en praesentia, es decir era de naturaleza efímera. Su composición era inestable, se inscribían localmente, no tenían estructura organizativa estable y se desplegaban en lo cotidiano.

Solían aparecer en todas las religiones, al lado -con frecuencia al margen- de las rigidificaciones institucionales.

La noción también aparece anticipada en Karl Manheim, cuando habla de lo orgiástico-dionisicaco.

La comunidad se conforma, según esa idea de afectualidad, menos por un proyecto común, orientado hacia el futuro, que por la pulsión el resultado de la cual es el estar juntos.

Tampoco tiene porqué tener un fundamento moralizante.

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Su realización se corresponde con los principios proxémicos. Es decir, darse calor, gritar a coro, hablar en voz baja pero provocando un murmullo, darse codazos o empujarse, rozarse... Maffesoli habla de viscosidad para referirse a esa promiscuidad en que se confunden quienes comparten un mismo territorio, ya sea real o simbólico.

La sensibilidad colectiva surgida de lo que es una vivencia esencial-mente ética da pie a una relación ética.

Las comunidades afectuales y los neonacionalismos urbanos.

A la colectividad identitaria clásica provista por el nacionalismo decimonónico, que depositaba su fortaleza y su solidez en saber construir una comunidad de las conciencias, le viene a sustituir ahora otra forma de indentificación basada en una comunidad que es ahora de experiencias y de sensaciones. A la invención de tradiciones “antropológicas” y raíces históricas seculares, le suplanta hoy, con idéntica intención, la escenificación de paralenguajes persistentes y la ritualización dirigida del territorio y el espacio urbanos.

Son estas algunas de las bazas más fundamentales mediante las que los miniestados ciudadanos procuran suscitar la adhesión emotiva de sus súbditos y proveer de una unidad moral capaz de vencer la contumaz resistencia de las sociedades civiles urbanas a cualquier intento de centralización simbólica. Es mediante un ferreo control político sobre los signos que las ciudades están siendo exaltadas hoy a la categoría de patrias. Maffesoli recupera la idea de “secreto social” en Simmel, para referirse a “la conspicua actitud de reserva respecto de cualquier poder establecido”.

La Potencia se expresa constantemente en la creatividad de las masas.Si el Poder -lo moral-político- se ocupa de lo lejano, del proyecto, de lo

perfecto, la masa -la Potencia al fin- se ocupa de lo cotidiano, lo estructuralmente heteróclito.

La muchedumbre se halla en hueco, en un estado permanente de vacuidad. Por ello rechaza toda identidad que la reduzca a la unidad : el proletariado, el pueblo, la chusma, etc.

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Su abigarramiento, su efervescencia, su aspecto desordenado y “estocástico” es lo que más inquietante resulta de ella.

Para evitar su sometimiento actua en vaivén, se mueve en un zig-zag aparentemente irracional, que pueden dar la impresión que lo que pretenden en “despistar”.

“A imagen y semejanza de los combatientes en el campo de batalla, sus zigzags le permiten esquivar las balas de los poderes” (Maffesoli, 1990, p. 101).

Sobre la irracionalidad de las “turbas”.

La masa es una realidad polimorfa, policelular (Durkheim), calidoscópica, camaleónica, una entidad hormigueante, monstruosa, dislocada, ámbito en el que cabe todo, hasta el infinito, que es rica en posibilidades.

La masa, que pertenece al orden de lo molecular, puede ser sedimentada representacionalmente, y pasar a ser pensada en términos de sociedad o de pueblo, categorías que se alinean plenamente del lado de lo molar. Vemos así, como, las movilizaciones de grandes masas que conoció España en julio de 1997, en las que se expresaba el rechazo a la violencia de ETA, las exégesis de los políticos y los comentaristas políticos requerían fijar, atrapar de algún modo la multitud (metamorfosis, espasmos, circulación) en una personalidad estática en cuya voz poder escuchar un discruso inteligible. “Hay que escuchar la voz de la sociedad”, proclamaron los representantes políticos y los terturlianos mediáticos.

Según Maffesoli en ella no hay final, ni politización... vive en el torbellino de los afectos y de sus múltiples expresiones.. Es lo dionisiaco, lo confusional.

Esta perspectiva irracionalista se conecta con los peores tópicos de la llamada "psicología de masas" y las expresiones más vulgarizadas de la sociología y la psicosociología del conductismo de las multitudes, así como al estilo que los historiadores políticos han atribuido a la violencia de las turbas contra el culto eclesial, muy parecido al que Burke o Taine, por dar un ejemplo, aplicaban hace un siglo al protagonismo de la masa en la Revolución Francesa, entendido como un desbordamiento psicótico del populacho.

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La actuación de masa ha sido exiliada, a partir de ahí, a los dominios de la alteridad, donde había de encontrarse y confundirse con sus otras expresiones: la animalidad, lo primitivo, lo prehumano, la alucinación, la lascivia, el crimen, la homosexualidad, la emoción, la femineidad, la demen-cia...

Frente a ese vitalismo irracionalista de la masa, cabe dar por buena la perspectiva que ha supuesto un lógica secreta actuando tras o bajo la apariencia espasmódica de sus acciones.

Vuelta a Maquiavelo y a su “pensamiento de la plaza pública”.Gramsci sugería que la acción de las masas no sólo no correspondía a

un oscurecimiento enloquecido de la razón, sino todo lo contrario, a "un senti-do de la responsabilidad social que se despierta lúcidamente por la percepción inmediata del peligro común, y el porvenir se presenta como más importante que el presente."

Una idea de clarividencia que antes ya había presentido Mauss al hablar de aquella sensación de certidumbre que se genera en el momoento en que la turba inicia su "movimiento rítmico, uniforme y contínuo".

Las tendencias más aceptables en psicología social sobre el estudio con-ductista de la multitud no han tenido en consideración para nada el problema. Así, Wallace : "Es de esperar la acción de las turbas, cuando se cree posible lograr un objetivo importante, pero parece impedirlo la acción o la inacción de determinado grupo social que no se muestra favorable a él..., y la disparadidad entre el presente y el futuro sólo se puede resolver dañando a ciertos grupos o personas".

Las masas, parafraseando a Lévi-Strauss, han pensado siempre bien.Ese vitalismo -hecho no sólo de emociones y sentimientos, sino de una

inteligencia secreta, que siempre piensa bien- es la argamasa que permite ajustar identidades e intereses muchas veces incompatibles en el seno de las sociedades urbano-industriales, que han renunciado a la comunidad de consciencias para cohesionarse y que no caban nunca de fiarse de la eficacia final del orden político para mantener ajustados los segmentos copresentes en el espacio social urbano.

Pero, sobre todo, es de esa energia vital de la que depende el “querer vivir” social. Es la energía que irriga el cuerpo social.

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Bibliografía.

BENJAMIN, W. 1987. L´obra d´art en l´època de la seva reproductibilitat tècnica, Ed. 62, Barcelona.DURKHEIM, M. 1984. Les formes elementals de la vida religiosa, Ed. 62, Barcelona.HALBWACHS, M. 1986. La Memoire collective, PUF, París.MAUSS, M. 1992. Sociología y antropología, Tecnos, Madrid.MAFFESOLI, M. 1992. El tiempo de las tribus, Icaria, Barcelona.NEGRI, A. 1993. La anomalía salvaje, Anthropos, Barcelona.SPINOZA, B. 1966. Tratado teológico-político, Tecnos, Madrid.- 1977. Ética, Ayuso, Madrid.WEBER, M. 1983. Economía y sociedad, FCE, México DF.

2. DESBORDAMIENTOS : LA SOCIEDAD POSEÍDA POR SÍ MISMA

2.1. FIESTA.

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La Potencia puede concretarse en dos tipos de masas :

a) la masa efervescente.b) la masa corriente.

La masa efervescente encuentra en la fiesta uno de sus dipositivos más recurrentes, objeto de institucionalización en la práctica mayoría de sociedades conocidas (Durkheim), y también en marcos urbanos.

La fiesta es un dispositivo de representación la misión del cual es la de espectacularizar una determinada comunidad humana, mostrándola, a si misma y a las otras, como dotada de unos límites simbólicos específicos y otorgándole a sus miembros la posibilidad de experimentar un determinado sentido de la identidad compartida.

En todos los casos, la fiesta es un recurso mediante el cual una comunidad cualquiera (de la pareja de enamorados a la humanidad entera, pasando por la familia, el grupo de amigos, los trabajadores de una misma empresa, el patio de vecindad, el barrio, la ciudad, la nación...) se brinda la posibilidad de hacer real su ficción colectiva de unidad. Para ello opera una manipulación del tiempo y del espacio sociales de la que el resultado es una definición capaz de identificar, es decir de proveer de identidad.

La fiesta, en tanto que institución y mecanismo de autoproclamación de la comunidad, es el marco en que se producen formas de ocupación ritual del espacio público de la ciudad.

Puede adoptar dos modalidades :

A) Fiesta segmentaria.B) Fiesta para todos.

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Tipo A

En en el primero de los modelos la fiesta sirve para indicar la naturaleza multiforme del componente sociohumano de la ciudad, de manera que sus segmentos -territoriales, asociativos, ideológicos, genéricos, generacionales, culturales, ideológico-religiosos, étnicos, etc.- pueden usar simbólicamente el espacio urbano como plataforma para recordar y hacer recordar su condición diferenciada.

Estancándose o tránsitando juntas, y como tales, las comunidades humanas ponen de manifiesto en la fiesta como su integración en la sociedad urbana global es la de un conglomerado que quiere verse atendido y respetado. La fiesta es una oportunidad, también, para que el cuerpo social recuerde, de algún modo, que es una mezcla inextricable de elementos contradictorios.

Tipo BEn el caso de las fiestas del tipo B (o para todos) es el conjunto de la

sociedad ciudadana la que celebra su propia existencia, y en ellas los sectores diferenciados puede poner temporamente entre paréntesis sus marcas de ideosincracia, para diluirse en la totalidad que se pone en escena.

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¿Qué explicaría cómo ha sido que las sacramentalizaciones del tiempo, del espacio y del grupo que la fiesta opera, no sólo no se hayan visto erradicadas por el proceso de secularización, ni por el individualismo, ni por la masificación, sino que parezcan haber arreciado en la frecuencia y la intensidad de sus manifestaciones?

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Cabe advertir, de entrada, que "la fiesta" son demasiadas cosas distintas como para que tal reducción a la unidad no acabe diluyendo su explicación en lo puramente conjetural y abstracto. No obstante, entre lo poco que podría decirse de la fiesta como objeto teórico general estaría que la lógica que despliega no es distinta de la del ritual, del que no deja de ser una versión exacerbada y amplificada. Lo que hace la fiesta es, básicamente, lo que hace el rito: crear una prolongación de la realidad.

La fiesta es una esfera protésica en el seno de la cual, y a la manera de una especie de acelerador de partículas, podemos contemplar los efectos de aplicar una energía especial sobre la comunidad que se aviene a participar. En ese apéndice de que la realidad se ha dotado se verifican los rasgos que definen el estado de excepción festivo: condición colectiva, lindes espaciales y temporales precisos, alteración de las conductas, usos inhabituales del espacio público, acciones prescritas, una determinada gestualidad, narraciones que justifican la instauración del acto festivo, repetitividad cíclica o periódica.

Entre los principales objetivos que esa realidad complementaria quiere cubrir, el principal acaso sea el de efectuar divisiones en el universo social. Corta un espacio social de los demás, puesto que la ocupación festiva provoca un accidente geográfico efímero en el paisaje social. Es, así pues, una estrategia de territorialización. Corta un tiempo de la globalidad del tiempo social, ya que toda fiesta funciona a la manera de un signo de puntuación en el devenir de la comunidad que lo celebra. Toda unidad social se pasa la vida bien celebrando fiestas, bien esperándolas.

La fiesta secciona la sociedad en dos: quiénes celebran la fiesta y quiénes no la celebran. La fiesta tiene que ver, en efecto, con la segmentación de una sociedad global en subgrupos más restringidos, que se revisten de un cierto sentido de la identidad del que la fiesta es uno de los principales garantes. En ese orden de cosas, es obvio que las comunidades humanas actuales parecen no haber desistido de ponerse en escena a ellas mismas, en esa liturgia en que una grupo humano cualquiera hace su propia apoteosis. La fiesta marca, de este modo, unos límites entre los invitados o participantes en la misma -nosotros y nuestros asimilados- y los que se excluyen o son excluidos de ella -ellos, los no asimilables-. Une a unos, al tiempo que separa a estos unos de los que no son ellos mismos, es decir de los otros.

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De este modo, la fiesta contribuye de manera estratégica a producir, y legitimar luego, una fragmentación de la sociedad marco en identidades singularizadas, y lo hace proclamando la distinción que permite resistir la presión centrípeta, homogeneizadora y disolvente que ejerce la sociedad de masas sobre sus componentes. Habrá, por consiguiente, tanta y más fiesta en la medida en que más compleja sea la sociedad global, puesto que la fiesta explicita esa condición compuesta y heterogénea que la caracteriza. Sea cual sea el look que escoja para sus contenidos -"tradicional" o "moderno"-, la función de la fiesta es, hoy más que nunca, la de ayudar a los segmentos que se quieren diferenciados a mantener una cierta distancia con respecto de aquellos otros con los que debe compartir un mismo espacio social.

¿En qué consiste toda fiesta, sino en detener el curso de la vida ordinaria, en la que las instituciones políticas y el mercado producen la ilusión de una sociedad armonizada? En el transcurso de esa interrupción, individuos ocupados habitualmente en tareas distintas, físicamente distantes entre sí, interrumpen sus inconexas y atomizadas existencias para coincidir con otros con los que se homologan, y, acto seguido, hacer una misma cosa, en un mismo momento, en un mismo sitio, exhibiendo una identidad entre ellos que muchas veces sólo tiene en su exaltación festiva la posibilidad de reconocerse y ser reconocida.

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El medio ambiente en cuyo seno la fiesta lleva a cabo su trabajo de fragmentación es la sociedad civil. Cabe entender por sociedad civil ese conjunto agregado de instituciones autoorganizadas relativamente al margen del control directo de la administración estatal y que abarca, casi siempre interseccionándolas, instancias interdependientes como puedan ser el parentesco y la familia, las etnicidades, las adscripciones ideológicas, las clases sociales, los grupos de interés, etc.

Se considera que las fracciones en que toda sociedad compleja se secciona permanecen unidas por sus diferencias y someten a continua

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negociación los términos de su copresencia. Dichos sectores nunca aparecen plenamente ajustados, por lo que se mantienen en tensión. La fiesta permitiría, así, que los componentes singularizados de una sociedad mayor puedan expresar las condiciones de su agregación.

En la fiesta, un grupo autoidentificado por su etnicidad, su ideología, su religión, sus lealtades musicales o deportivas o cualquier otra modalidad de afiliación, opera una especie de secesión. Al mismo tiempo que lleva a la máxima efervescencia la sociabilidad entre los que han sido invitados o aceptados -nosotros-, se lleva a cabo una suerte de movimiento separatista, mediante el cual la colectividad que la fiesta segrega se aparta del resto de ciudadanos, que, por su no inclusión en el acto festivo, asumen su estatuto de ajenos, extraños o incluso hostiles.

Los que no participan de la fiesta no son de aquí, no son de los nuestros o no son como nosotros, y es en contraste con ellos que la propia identidad puede dotarse de significado. Eso explica por qué en la fiestas suele ocupar un lugar tan importante la violencia, el enfrentamiento, la competición. También da cuenta de las razones que han llevado a teóricos como Caillois o Bataille, a establecer una analogía entre la guerra y la fiesta. La fiesta, en efecto, sirve para recordar la disponibilidad de la violencia como recurso que permitiría, en última instancia, resolver los contenciosos intrasociales. En ese diálogo crispado que los componentes sociales mantienen entre sí, afirmándose a sí mismos en su particularidad, negando a los otros simbólicamente, enfrentándose a ellos o sencillamente expulsándolos del territorio que la fiesta define, se cumplen dos trabajos en apariencia contradictorios, pero indispensables en realidad el uno para el otro. Al fijar en la repetición festiva los contenciosos, las divisiones, las fricciones y los choques de que toda sociedad compleja está hecha, estos elementos conflictivos se ritualizan, se transforman en protocolos simbólicos y, en consecuencia, se evita que afecten la estructura social.

Pero, ese mismo enfrentamiento entre partes de la sociedad que la fiesta logra soslayar, queda, también por la fiesta, fijado en el sistema de las prácticas sociales, justamente para que no se olvide lo provisional y lo frágil de los acuerdos que hacen posible la convivencia. La fiesta evita la guerra civil, al mismo tiempo que la institucionaliza.

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En un contexto general marcado por el proceso de mundialización y por todo tipo de interdependencias e intersecciones entre grupos, cuando se revela cada vez más imposible la lealtad de los individuos a una sola identidad, la fiesta permite por unos momentos hacer realidad el espejismo de una comunidad a la que es dado vivir a solas consigo misma, sin interferencias, sin concesiones, sin tener que compartir con las demás comunidades el tiempo y el espacio. El paréntesis festivo crea la ilusión de una sociedad homogénea y uniformizada -la de los propios-, que por unos momentos desmiente la pluralidad y la contradictoria complejidad de la sociedad real, una sociedad real en la que el grupo de que se autocelebra en la fiesta volverá a subsumirse dócilmente una vez haya ésta concluído.

Ahora bien, no se trata tanto de que la identidad utilice la fiesta para escenificarse. Al contrario, la identidad no es el alimento de la fiesta, sino su resultado. La identidad sólo puede vivirse como una realidad exenta y autónoma en el discurso que la fiesta enuncia, esto es en su propio simulacro, fuera del cual la identidad se desvanece o se mantiene como una latencia sentimental, siempre expectante a que la próxima fiesta le conceda el deseo de ser.

Las fiestas permiten contemplar hasta qué punto la identidad se reduce a una entidad espectral que no puede ser representada, puesto que no es otra cosa que su representación, superficie sin fondo, reverberancia de una realidad que no existe, ni ha existido, ni existiría sino fuera precisamente por las periódicas performances en que se muestra. La identidad es, así, un puro valor teatral, que, si no fuera por los actos de enunciación de que depende, mostraría crudamente su verdadera condición de coartada que los intereses encuentran para legitimarse y traducirse en emociones.

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Establecer que la fiesta ejecuta su eficacia simbólica en el marco de la sociedad civil implica algunas cosas. Entre ellas, y sobre todo, implica que la dinámica de empalmes y desempalmes a que se abandona, y cuyo producto

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final es el sentido de la identidad, se desarrolla esencialmente de espaldas o al margen de la autoridad del Estado.

En realidad, el poder político apenas si logra merecer una relación de parasitamiento con la lógica festiva. Puede intentar aprovecharse de su capacidad de generar sentimientos de adhesión para obtener alguna legitimidad, y eso lo consigue a base de brindarse a sí mismo como espectáculo, como vemos que ocurre en las monarquías tradicionales, en la pomposidad política barroca o en esa preocupación por la imagen que funda la teatrocracia en vigor. Para ganarse la simpatía de sus subditos o administrados, el Estado puede subvencionar las fiestas; puede intentar monitorizarlas con sus "especialistas", sus "animadores socio-culturales". Muchas adminstraciones cuentan incluso con auténticos equipos de "ingenieros en fiestas", cuya misión es inventarse nuevas celebraciones, capaces de generar identidades afectas a sus intereses políticos.

Pero, a pesar de sus esfuerzos por llamar la atención, el poder político suele desaparecer de escena o relegarse a un rincón en cuanto la fiesta popular se inicia. Sabe que, de algún modo, "está de más", que no ha sido invitado o que lo ha sido, por así decirlo, "por compromiso", o por ser el pagador.

El repliegue de lo político no se limita sólo a sus representantes y representaciones simbólicos, sino que incluye también a las fuerzas de orden público, a pesar de que la fiesta, consistente casi siempre en una ocupación tumultuosa y con frecuencia violenta del espacio público, implica un desacato frontal del monopolio estatal sobre el control de la calle y el recurso a la fuerza.

¿Qué es lo que sucede, una vez el espacio público ha quedado completamente en manos de sus usuarios? Quienes celebran se ven concitados a cumplir con ciertos actos obligatorios, de los que es muy difícil sustraerse, como lo demuestra que todos los participantes parezcan absortos en cumplirlos. En la fiesta, todos los concentrados se conducen como si hubiesen sido hipnotizados o como si fueran víctimas de una poderosa sugestión colectiva que les hubiera arrebatado la voluntad. Hasta cuando se comportan de manera en apariencia caótica, los celebrantes están obedeciendo órdenes, aunque sean tan paradójicas como las que ordenan desobedecer. Los participantes en la fiesta son víctimas de algo así como un espasmo colectivo,

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una convulsión que responde a un mandato que les obliga oscuramente a actuar de una forma excepcional.

De hecho, la catarsis en que la fiesta subsume a sus participantes, y que supone una alteración radical de la vida ordinaria, funciona a la manera de una posesión. Todos y cada uno de quiénes se dejan arrastrar por el delirio festivo es víctima de un trance en que la personalidad ordinaria ha sido suplantada por otra. En semejante estado de trance, individuos ordinarios y grupos sin poder toman al asalto los escenarios grises de la vida cotidiana, las calles, los parques públicos, las plazas, y levantan en ellos efímeramente la utopía de una comunidad humana dueña de su propio tiempo y de su propio espacio. Pero, ¿con qué fin?

Se ha repetido demasiadas veces que la fiesta es una concesión del poder instituido, un truco mediante el que que los poderosos transigen una pseudoinsurreción controlada, una distracción para los de abajo, un método para que los soliviantados, los inconformes y los perjudicados se desfoguen y renuncien a rebelarse de verdad. La fiesta sería, según ese punto de vista, un servomecanismo de retroalimentación negativa, un dispositivo homeostático, con la función de, a la manera de un termostato, asegurar que el descontento social encuentre siempre un ámbito fiscalizado en dónde aliviarse.

O, dicho de otro modo, la fiesta funcionaría a la manera de una vacuna, que inyecta en la vida social una dosis controlada e inofensiva de insumisión, precisamente para evitar los efectos que se producirían si ésta se generalizase y se viera alcanzado el plano de lo real.

Pero, ¿y si no fuese tanto así, como lo contrario? ¿Y si la fiesta no fuera una concesión del Estado a la sociedad, permitiéndole hacer creer que puede revelarse, sino, al revés, una forma que adopta la sociedad civil de hacerle ver al Estado, que es la autoridad que cree ejercer lo que constituye una concesión?

No es, contra lo que se supone, el poder político quién le consiente a la comunidad que celebre fiestas. Es a la inversa. Las fiestas le advierten al poder político que el consentido es él, que si puede ejercer su tarea de arbitraje es porque la sociedad se beneficia de ello, y le deja, con esa finalidad, que goce del ingenuo sueño de que quién manda es él. Pero si el poder político está donde está y puede llevar a cabo las funciones que la sociedad le confía, es porque ésta transige en no hacer el resto de días y noches lo que en los de

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fiesta demuestra que puede hacer en cuanto lo crea preciso o le plazca: expulsarlo de escena, tomar las riendas de su propia vida, reclamar el recurso a la violencia física, usar a su antojo el espacio público, imponer su propio orden por la fuerza.

En la fiesta la sociedad civil demuestra que, por así decirlo, "puede apañárselas sola". La sociedad levanta un plano de su propia composición y explicita condensadamente la naturaleza pactada de la convivencia entre las secciones que la conforman. Eventualmente, puede insinuar que la violencia esta ahí, como un recurso siempre a punto para garantizar que el socius no se disolverá, aunque sea a costa de confiarle a la lucha la tarea de mantener soldadas las identidades y los intereses incompatibles.

Pero esa tarea es precisamente la que todo Estado presume desempeñar, con lo que la fiesta implica siempre la insinuación de que el poder político es prescindible. La sociedad cuenta con mecanismos -la fiesta, en un caso extremo la guerra civil- que permitirían suplir al poder político, en caso de que este se mostrase ineficaz en sus tareas de mantener unidas las secciones antagónicas que la conforman.

En cada fiesta la sociedad civil pone en escena enérgicamente su existencia y sus poderes. Ordena bajar a la calle, hacer ésto o lo otro, acudir a este o aquél otro punto..., y vamos como hipnotizados a cumplir nuestro cometido de actores y, al tiempo, espectadores anónimos de la representación. Allí descubrimos lo que necesitábamos saber: que nunca acabamos en nostros mismos. Nos es dado contemplar, entonces, como la comunidad a la que pertenecemos, entre convulsiones, contorsionándose, es violentamente poseída por sí misma.

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3. AFLUENCIAS : DESPLAZAMIENTOS SUPERNUMERARIOS.

Las fiestas son una de esas oportunitades en que el papel protagonista del transeunte obtiene la posibilidad de alcanzar unos niveles excepcionales de acelaración y de intensidad, como si, periódicamente, recibiese una exaltación, en reconocimiento de su condición de materia prima de toda experiencia urbana. Se trata de episodios en los que ciertas vías e intersecciones, por las que en la vida ordinaria puede contemplarse correr o coagularse los flujos que posibilitan la ciudad, ven modificada de manera radical su función cotidiana para convertirse en marcos en los que el conjunto de la sociedad o alguno de sus segmentos escenifican su propia epifania.

En estos acontecimientos excepcionales -cíclicos o no- son peatones quiénes circulan o se detienen, pero ahora lo hacen de una forma protocolizada, congestionando un conducto habitualmente destinado al tráfico rodado, llenándolo con un fluido excepcional de ciudadanos que marchan o hacen un alto de manera compacta y ostentando un deseo compartido de exhibirse en tanto que comunidad movilizada.

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La ciudad y su entramado se convierte así, en el sentido literal, en un “lugar para la acción social”, de igual modo que el espacio social lo es igualmente “al pie de la letra”, puesto que la sociedad ha transformado el entorno urbano en un soporte para corporeizarse, se ha objetivado, convirtiéndose en una realidad espacio-temporal explícita, no latente.Es en la fiesta -y en esas aceleraciones e intensificaciones que la convierten eventualmente en insurrección o revuelta- que cobra sentido último la idea de “bajar a la calle”, es decir el principio que suprime la distinción público-privado en la ciudad. No sólo porque el ciudadano deje la casa para incporarse a la liturgia festiva -aunque sea sólo asomándose a la puerta, a la ventana o al balcón-, sino porque es la fiesta la que recibe el encargo también de subir a la casa e instalarse en los espacios de la vida privada.

La fiesta transforma el espacio urbano convirtiéndolo en mapas, redes y escenarios rituales, panorama trascendente en que la comunidad o una de sus fracciones proyecta e inscribe en términos místicos su propio ser.Como resultado de ello, el paisaje urbano deviene, de pronto, por la eficacia simbólica de la fiesta, también un paisaje moral.

La condensación festiva establece entonces una malla sobre el espacio público, sobre la cual se representa el drama de lo social, todo él hecho de solidaridades y de encontronazos entre quiénes siendo incompatibles se necesitan. El resultado es una topografia de inclusiones y exclusiones y en el que se irisan todas las identidades y todos los intereses copresentes en la sociedad.

La fiesta, en efecto, no sólo visibiliza la sociedad, sino que revela en gran medida sus tramas, sus ajustes y el sistema de negociaciones que hace posible la articulación entre los segmentos que la conforman.Para ello, las calles y las plazas son el objeto de una cartografía simbólica, que delimita fronteras imnperceptibles de ordinario, dentro del cuál existen y dominan los propios -nosotros- y más allá de las cuales habitan todas las modalides del vosotros cercano y del ellos, en toda su gama de antagonismos, de los relativos a los absolutos.

La impotancia de la reconversión simbólica que la fiesta opera con respecto a los espacios cotidianos es lo que justifica la resistencia popular a crear territorios festivales exentos, a la manera de “festiómetros” o, para el caso de las demostraciones reivindicativas civiles, de “manifestódromos”.

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Tenemos así que los espacios circulatorios pueden ser empleados para finalidades de orden no sólo instrumental -canalizar y constituirse en desembocaduras de los mensajes y los viajeros que trazan infinidad de trayectos en todos los sentidos de la topografía urbana-, sino también simbólico-expresivo. Lo que estas prácticas de estasis o de deambulación operan es una especie de sacralización -en el sentido de dotación de un sentido especial y superior al ordinario, es decir de “puesta en valor”- de ciertos puntos o de ciertos trayectos entre puntos de la ciudad.

Las expresiones festivales comportan, en todos los casos, una suerte de desplazamientos o estacionamientos supernumerarios, en el curso de los cuales un cierto itinerario o un cierto cruce del espacio viario reciben una calidad especial y superior, que, entre otras cosas, comporta una alteración en el uso diferencial que recibe habitualmente. Éste, de pronto, pasa a servir para una sola cosa.

Por otra parte, resulta como si la presencia masiva de ciudadanos quietos en un lugar o en movimiento en una sola dirección, juntos, siguiendo el mismo ritmo, quisiese proclamar la plusvalia en el valor simbólico de los espacios en los que se aglutina o por los que transita.

En estas actividades la distribución de los actores y de los repertorios simbólicos no es nunca arbitraria. La disposición de cada uno de los elementos concurrentes -público, autoridades, imágenes, emblemas o símbolos, protagonistas principales- es el resultado de una tarea discriminatoria de la que la fuente es una determinada organización de las posiciones, una morfología, que remite no a lo que ocurre dentro de la concentración estática o ambulatoria, sino fuera de ella, en el plano de las relaciones sociales reales o ideales, en ese contexto en que se ubica y del que es, a un tiempo, emanación y modelo maquetado.

Todos y cada uno de los participantes, cada objeto, cada lugar específico por el que se transcurre..., son protocolizados, es decir sometidos a una clasificación que los jerarquiza de acuerdo con criterios que se inspiran en cómo són o cómo deberían ser las relaciones entre ellos.

El uso extraodinario que recibe la calle o la plaza es una expresión más de como una comunidad socializa el espacio para convertirlo en soporte para la creación y la evocación de significados, territorio en que amontonar de una manera que nunca es arbitraria signos : gigantes y cabezudos, eslogán

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Esquema 2

Esquema 1

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reividicativo, imagen religiosa sacada en procesión, banderas y pancartas, himnos políticos o religiosos, gritos desordenados del carnaval, música alegre de los pasacalles..., empleos específicos del espacio público por parte de una colectividad que, inmóvil o itinerante, nunca escoge en vano sus preferencias especiales.

En esas circunstancias el espacio público es objeto de una transformación no sólo por los cambios en la intensidad y la calidad del flujo que por él se arremolina o se mueve, sino también por todo tipo de manipulaciones acústicas y ornamentales, que dan idea de la naturaleza que los actos festivos tienen de auténticas performances (Noyes), de las que las aceras, las calzadas, las esquinas, los balcones, los quicios, las esquinas, los comercios y todos los demás elementos escénicos de la vida ordinaria de la ciudad, son al mismo tiempo decorado y, por la súbita revitalización, parte misma del cuadro de actores.

Existen diferentes modalidades de usos del espacio público, mediante los que se pretende la autoproclamación de una determinada unidad societaria :

A) Cúmulos, en los que la comunidad reunida y proclamada se mantiene concentrada en un único punto del espacio urbano.

B) Transcursos, en los que el grupo se desplaza por un recorrido más o menos preestablecido de la red viaria.

Cada uno de estos dos tipos de empleos del espacio público puede ser a su vez subdividido en sendas submodalidades.

1. Cósmicos, en los que la comunidad se comporta de manera ordenada, reproduciendo dramáticamente los términos ideales de la distribución de posiciones en el seno de la estructura social.

2. Caóticos, en los que la colectividad reunidad escenifica las condiciones caóticas que se imaginan definiendo el principio o el final del tiempo social. Estas conductas se corresponderían con los rituales en los que infinidad de

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Esquema 2

Esquema 1

Esquema 2bis

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sociedades representan su propia nocturnidad o su “reverso oscuro” : ritos de rebelión, rituales de inversión, pseudoinsurreciones rituales, etc.

A. CÚMULOS

A1. Cósmicos.

Mediante un movimiento centrípeto, un grupo autoidentificado se hace presente en un punto considerado elocuente del espacio urbano. Permanece agrupada en él sin desplazarse y de manera más bien ordenada. Este modelo suele ser empleado para liturugías en que el polo de atracción simbólica es fijo, y o bien estaba ya en el punto de reunión (edificios, monumentos, lugares tradicionales de reunión) o bien ha sido trasladado hasta allí para la ocasión (podiums, altares, estrados).

El punto de reunión puede estar situado en el interior de la retícula urbana o fuera de ella, en las afueras (romerias, peregrinaciones, fiestas campestres, reuniones en zonas periféricas). En este caso el esquema es éste :

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Esquema 2

Esquema 1

Esquema 3

Esquema 2bis

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A2. Caóticos

El esquema es idéntico al de los cúmulos cósmicos, sólo que la comunidad concentrada se abandona a una escenificación del caos de la inauguración o muerte de lo social.

Puede darse que el grupo exprese su vitalidad y deje constancia de su existencia mediante una disolución en todas direcciones, que pretende que no quede un solo punto del espacio sin proclamar como propio. Actua a la manera de una metástasis que, sin orden ni dirección específica alguna, inunda la totalidad de la retícula urbana, a través de circulaciones en todos los sentidos que, al provocar un efecto de madeja, provocan una concentración que ha renunciado a circunscribirse a un único punto del espacio urbano.

Las grandes fiestas tradicionales, que complican a la totalidad o una mayoría de ciudadanos, o las celebraciones políticas o deportivas en que el grupo vencedor quiere hacer patente su hegemonía sobre la totalidad del grupo social actúan en ese sentido.

El esquema podria ser éste :

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Esquema 3

Esquema 2bis

Esquema 4

Esquema 5

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B. TRANSCURSOS

B1. Cósmicos.

Desde un punto considerado significativo del espacio urbano, en tanto se le considera contenedor de los símbolos de la vitalidad colectiva (Potencia, urbs) el grupo se reune para desplazarse por un itinerario preestablecido, cuya significación queda enaltecida. Se trata de un movimiento colectivo, sincronizado en un tiempo y en un espacio prescritos de antemano. El itinerario suele ser cicular y recorre habitualmente, anundándolos, los lugares más importantes, representativos o cargados de significado de la retícula : procesiones, cabalgatas, paradas, rúas, pasacalles, desfiles populares, sequitos, carreras populares...

La función simbólica que estos desplazamientos ejerce consiste en renovar la legitimidad de las instituciones y de la ideología que orienta y otorga contenidos a la performance. También clausuran simbólicamente el espacio al tiempo físico y social que se ha “bendecido” mediante el circuito ritual.

El esquema es éste :

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Esquema 6

Esquema 3

Esquema 4

Esquema 5

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El mismo esquema puede repetirse, como ocurre en las fiestas oficiales (desfiles, comitivas oficiales, exhibiciones políticas oficiales, fiestas barrocas) como paradigma), teniendo como punto de partida lugares que albergan o simbolizan las instituciones políticas, la polis, el Poder

El esquema resultante podría ser éste :

El grupo puede hacer que su desplazamiento explicite la relación de desajuste y eventualmente de hostilidad que existe entre la sociedad (Potencia, urbs) y el poder administrativo (Poder, polis), cuyos “lugares” suelen aparecer como solidarios o interseccionándose en condiciones ordinarias.

Este tipo de traslaciones rituales funcionan a la manera de una incursión, en la que la llegada al punto de llegada que el grupo que se mueve

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Esquema 7

Esquema 6

Esquema 4

Esquema 5

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se había propuesto alcanzar se experimenta como una victoria simbólica (Marín).

En estos casos, el desplazamiento se produce entre el punto que representa la polis y el que encarna los valores sociales. Es el caso de las manifestaciones civiles reivindicativas.

En todos estos casos es la comunidad o una de sus fracciones la que ocupa el espacio público para proclamarse, y lo hace estancándose o discurriendo por ese sistema hidrográfico -cauces, circulaciones, ramblas, afluentes, atascos-, cuyo destino cotidiano es el de garantizar la buena irrigación de una ciudad.

Hemos visto como el trazado de las calles y los espacios abiertos de la ciudad permite, en condiciones ordinarias, las trayectorias y las intersecciones que hacen posible el conjunto de correspondencias que configuran la sociedad ciudadana ha recibido una utilización excepcional, en las que el caudal habitual ha conocido una alteración de medida o de contenidos, provocando movimentos espasmódicos de dilatación o de oclusión de esas vías por las que se agita la ciudad transeunte.

Sucede en otras ocasiones en que esos mecanismos festivales que inflan y desinflan los tejidos urbanos intensifican su ritmo, luego de haber detectado como por sus vías corren cantidades o cualidades anómalas, están relacionados con dialécticas del tipo dentro-fuera o exterior-interior.

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Esquema 6

Esquema 8

Esquema 9

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Ante esa situación excepcional, motivada por una presencia que se representa como extraña o extrañada, la ciudad (de la que el poder gubernamental ha replegado o ha desertado -real o simuladamente-, como corresponde al estado de excepción festiva) elige entre dos opciones.

A) Puede abrirse, permitiendo el paso de las efusiones anormales procedentes del exterior, incluso dejándose inundar por ellas.

B) Pero también puede cerrarse, estableciendo muros que interrumpen el tránsito y cortocircuitan la comunicación entre puntos.

Estos mecanismos de sístole y diástole se desencadenan automáticamente cada vez que se percibe que un elemento inhabitual se ha introducido, procedente del exterior, en un tramo de la red viaria y se desplaza por ella. La opción adoptada estará determinada por la estatuación positiva o negativa de que sea objeto dicho elemento.

Si el elemento ha sido percibido simbólicamente como positivo y deseable su presencia motiva una dilatación del entramado.

Conocido su intinerario, ha conseguido movilizar una parte de la comunidad, que se hace presente en la vía pública justamente para abrir un pasillo. Se ponen en escena dos instancias. La primera es la que avanza de manera solemne ocupando la totalidad de la calzada, una substancia significativa que penetra del exterior al interior de la ciudad o del interior al exterior, y a la que se depara una bienvenida o una despedida afectuosa. La segunda instancia que es escenifica es el propio público que se acumula en las aceras, y que está allí para encarnar el conjunto de la comunidad social.

Una de las variables posibles de estas modalidades de movimiento dentro-fuera o fuera-dentro, serían el de las despedidas triunfales, y su esquema sería el siguiente :

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Esquema 7

Esquema 8

Esquema 10

Esquema 9

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En caso de que el movimiento se produzca en forma de la penetración de una entidad procedente del exterior, ésta puede ser ajena a la comunidad, pero encarnación de valores y simbolismos apreciados como deseables y benefactores, traduciéndose en desplazamientos “de orden”. Es el caso de las recepciones triunfales. Su gráfico es el siguiente :

Las instancias procedentes del exterior pueden ser también propias que están de regreso. El dibujo sería éste :

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Esquema 8

Esquema 10

Esquema 9

Esquema 11

Esquema 12

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B2. Caóticos.

En otras ocasiones, pero, el drama representado es distinto. Se trata, también en este caso, de potencias percibidas como anómalas, pero hostiles, negativas, maléficas, muchas veces imaginadas como acechando, a la espera del momento de atacar la ciudad desde un exterior caótico o desde el submundo, y que protagonizan una maniobra de penetración que consigue alcanzar el corazón mismo del espacio público.

En esta farsa, tan frecuente en las dinámicas festivas urbanas, el enemigo social que se imagina irrumpiendo en el espacio social y venciendo momentáneamente los principios establecidos, es víctima de una trampa que se la tendido, para ser posteriormente eliminado o expulsado simbólicamente, con lo que queda restablecido el orden social falsamente agredido.

La potencia antisocial puede ser traída al centro del espacio público por un destacamento del orden social, que ha salido al exterior para atraerlo o capturarlo.

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Esquema 10

Esquema 11

Esquema 12

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El elemento extraño y hostil que se ha percibido como circulando por la red puede no proceder del exterior literal, sino de una lugar interior que, sin embargo, es pensado como representado lo externo y ajeno, una presencia de la naturaleza en el seno de la sociedad.

En tanto este es el status de la polis en relación con la urbs, es decir del Estado en relación con la sociedad, el elemento extraño puede salir de esa exterioridad interior que son los lugares del poder político.

El esquema sería entonces :

Bibliografia.

BROMBERGER, Ch. 1993. “L´âne et les feux d´artifice. Essai sur l´imaginaire de Naples à travers son football”, a C. Pétonnet y Y. Delaporte

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Esquema 11

Esquema 12

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4. CUERPOS EXTRAÑOS : DEL CAOS CREADOR AL COSMOS CREADO.

4.1. LA MEMORIA BESTIAL

1.

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Las festivalizaciones que conoce periódicamente la ciudad son dispositivos sociales al mismo tiempo de agenciamiento, de cocción y de digestión. A través suyo los materiales crudos que hacen posible la urbanidad (es decir la socialidad específicamente urbana), y que son su alimento, su combustible, lo que le da vida, son capturados del medio pre-social, desterritorializado, sin código y caótico en que se hallan (medio representado como afuera o debajo, pero siempre ajeno al orden diurno de la ciudad), para ser conducidos al centro mismo de la atención comunitaria. El proceso funciona a la manera de un procedimiento de domesticación, que culmina en el sacrificio, en la eliminación y posterior manducación colectiva del principio salvaje atrapado por la pinza social que la fiesta escenifica. Los métodos de captación pueden ser variados, y combinarse entre si:

1. Captura de aquello que estaba afuera y es traído, mediante una expedición, hasta dentro, a la manera de un secuestro o rapto por la violencia. Ej. King-Kong. El afuera puede ser el más allá, el infierno, otros planetas, países exóticos y primitivos, la naturaleza...

2. Atracción de lo que estaba también fuera hasta dentro, mediante la provocación o alguna estrategia de fascinación, que capte la atención de lo exterior-caótico hasta obsesionarlo y lo arrastre -por su propia voluntad- hasta el lugar del sacrificio. Ej. Drácula.

3. Excitación de algo peligroso que estaba “dormido”, “escondido a la espera de su momento” dentro, “aquí”, pero debajo, oculto, inadvertido. Ej. Pesadilla en Elm Streat. El debajo puede ser el mundo de los sueños, el subsuelo, las zonas “peligrosas” de la ciudad, ciertas casas singulares...

Una vez sometido y sacrificado por la acción colectiva o de sus vicarios (héroes culturales, defensores del orden de la ciudad), el principio salvaje y caótico es objeto de episodios más o menos tumultuosos de diasparagmos (despedazamiento) y cocción u omofagia (devoración de sus carnes crudas) por parte de la comunidad victoriosa. El elemento inquietante que ha irrumpido de forma en apariencia inopinada en el orden social con la intención de disolverlo (es una farsa : ha sido convocado), ha sido asimilado y convertido en forma y sustancia del cosmos organizado.

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La idea de que la ciudad actua a la manera de un dispositivo alimenticio ya había sido denunciada por los orfeotelestes en la Grecia clásica. En efecto, para el orfismo, “el regimen de la ciudad generaliza el canibalismo, en tanto fueron los Titanes, ancestros de la humanidad, quiénes la fundaron devorando al pequeño Dionisos” (M. Detienne).

2.

Cómo se planteó la sesión anterior, la noción de fiesta (entendida como performance) debe emparentarse con la enunciada por Victor Turner (El proceso ritual, Taurus) como communitas, estado liminal en que se reconstruye tempo-espacialmente un grado 0 de lo social : estado pristino, no jerquizado, no estratificado, pendiente de estructurar..., despliegue o constelación de la materia prima no organizada de que lo social está hecho, y que toda sociedad evoca periódicamente como una posibilidad latente siempre disponible y como la premisa misma de su viabilidad.

La división entre communitas y estructura puede ser emparentada con la división diádica que se ha aplicado a una multiplicidad cualquiera :

Estructura/Communitas (Turner)Multiplicidades discretas/multiplicidades continuas (Riemann). Multiplicidades de magnitud o de divisibilidad (extensivas) / mutiplicidades de distancia (intensivas) (Meinong y Rusell).Multiplicidades de masa, cuyos componentes son divisibles e iguales, mantienen entre si vínculos muchas veces jerárquicos de sociabilidad, emiten signos y se organizan territorialmente. Multiplicidad de manada implica dimensiones más reducidas, dispersión , distancias indescomponibles, mutaciones cualitativas, los saltos, las desigualdades y asimetrías, la inviabilidad de toda jerarquización estable, la imposibilidad de una totalización, los movimientos brownianos a que se entrega, la desterritorialización (Canetti, Masa y poder, Alianza).

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Multiplicidades arborescentes. Macromultiplicidades. Multiplicidades extensivas, divisibles y molares, que puede unificarse, totalizarse y organizarse. Multiplicidades arborescentes. Macromultiplicidades. Multiplicidades “libidinales, inconscientes, moleculares, intensivas, constituidas por partículas que al dividirse cambian de naturaleza, por distancias que al variar entran en otra multiplicidad, que no cesan de hacerse y deshacerse al comunicar, al pasar las unas a las otras dentro de un umbral, antes o después.” Estas multiplicidades rizomáticas están conformadas por partículas, que se relacionan en términos de distancia, siguiendo movimientos brownianos y de las que su cantidad se mide en intensidades y en diferencias de intensidad (Deleuze y Guattari).

Las multiplicidades rizomáticas están asociadas a lo que Deleuze y Guattari (Mil mesetas, Pre-textos) llaman el cuerpo sin órganos o también plano de consistencia, o Tierra absolutamente desterritorializada : cuerpo elástico y no formado, preorganizado, constituido por materias inestables y por formar, submoléculas y subátomos que discurrían en flujos abandonados a movinentos impredectibles, singularidades libre dedicadas a un nomadeo constante y sin sentido, partículas sin estructurar que parecían agitarse enloquecidas.

Ese cuerpo sin órganos o plan de consistencia está atravesado por partículas cien por cien heterogéneas : palabras, interacciones químicas, electrones, agujeros negros, mensajes genéticos, pasiones..., que se mueven en una “danza muda”. No existe diferencias, grados, niveles ni distancias, a la manera de la unidad del mundo añorada de la que hablaron los románticos y los surrealistas, y a la que constantemente han interpelado todas las modalides de arte, de magia, así como otras expresiones de lo que Lévi-Strauss llamara el pensamiento salvaje. En el plan de consistencia nada es “como si...”, todo es. La metáfora ha sido abolida en favor de una metomización generalizada. No obstante, ese fragor que se vive en el plan de consistencia no es caótico, no es absolutamente desordenado, sino que esta regido por una planificación que trabaja, conjugando los elementos del plan de consistencia, en términos de diagrama : la máquina abstracta.

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Son estas materias las que eran objeto de estratificación, es decir de tratamiento por parte de dispositivos molares cuya tarea era aprisionar los materiales caóticos, fijar territorialmente todas las intensidades, rasar todas y cada una de las singularidades y someterlas a un mismo código de redundancias y recurrencias.

A pesar esa absorción constante de que era objeto por parte de los sistemas de territorialización y codificación, el cuerpo sin órganos no dejaba de escabullirse por cualquier fisura de la máquina molar para volver a su inicial estado de desterritorialización y decodificación.

El mecanismo fundamental que le servía al sistema de estratificación (territorialización, codificación) para captar -para agenciar- materia del plano de consistencia o del cuerpo sin órganos, con el fin de espesarlo y compactarlo primeros y molarlo luego, era las agencias maquínicas. El proceso del agenciamiento consistía de una doble articulación, que evocaba el doble vínculo o double bind de Bateson :

A) Sedimentación, o selección de unidades moleculares extraidas de los flujos desordenados que constituían el cuerpo sin órganos o plano de consistencia, con el fin de imponerles un orden estadístico de formas (uniones y sucesiones).

B) Plegamiento (en geología, paso del sedimento a la roca sedimentaria), que consistiría en la estructuración estable, centrada, finalista, unificada, totalizada y funcional de los materiales sedimentados.

Ese proceso podría compararse con el registrado por la glosemática de Hjelmslev (de raíz netamente spninoziana). El cuerpo sin órganos era comparable a la materia glosemática. Definido el signo como aquello que está en lugar de cualquier otra cosa, la materia es justamente esa “cualquier otra cosa”. Se trata de el magma inorganizado y anterior cuyos elementos escogidos, contraían funciones con el principio estructural de la lengua. La materia es, en sí misma, amorga y indifenciada, y su estudío no corresponde a la lingüística, sino a la física o la psicología (Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos).

Esta realidad anterior al signo es idéntica a aquella que Lévi-Strauss coloca en el antes de que el mundo empezara a significar “de golpe”

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(“Introducción a la obra de Marcel Mauss”, Sociología y antropología, Tecnos).

En la mística hebrea, la acción del Sefirot no se aplica sobre la nada. La creación no es nunca un acto ex-nihilo. El acto de creación consistió en dar orden al caos : el abismo acuático turbulento y espontáneo, el tehom, donde Dios ubicara luego a Leviatán.

Deleuze y Guattari hacen decir a Challenger, el conferenciante enfrebrecido y solo de su capítulo dos -Dios como bogavante-, y justamente para referirse a los espasmos diagramatizados del animal o máquina abstracta : “Las cosas progresan y los signos proliferan únicamente en desbandada. El pánico es la creación”.

Es en el contexto de su explicación del trabajo molar que territorializaba y codificaba el cuerpo sin órganos (communitas, Potencia spninoziana, efervescencia en Durkheim, superabundancia o exceso de energía súbitamente desencadenada (Bataille, Caillois, cf. Duvignaud, El sacrificio inútil, FCE)..., que Deleuze y Guattari reivindican el lugar de Geoffroy en su polémica con Cuvier.

Según Geoffroy, la materia, entendida en términos de su máxima divisibilidad, estaba conformada por partículas sin identidad, arrastradas por fluídos desordenados que se desplegaban caóticamente en el espacio. Es lo que él mismo designaba como combustión, valor que es fácil relacionar con la efervescencia durkheimniana. Lo contrario -idéntico al proceso de estratificación en Deleuze y Guatteri- era la electrificación, que organizaba las partículas inestables en átomos y moléculas.

Esa ganga sólo puede ser pensada teratológicamente, es decir como si fuera un monstruo.

3.

La fiesta se conduce, precisamente por su parentesco con la posesión o el trance chamánico o con la fase liminal y a-estructural de los ritos de paso, como un regreso a ese lugar anterior al lenguaje, del que éste toma sus

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elementos moleculares para someterlos a territorialización, estructuración, articulación, codificación... Sus protagonistas (poblaciones, habitantes...) pueden “teratorizar”, “monstruosizar” o “hibridizar” efimeramente las condiciones de lo real social (los estratos), en base ya sea a una desterritorialización, que puede adoptar la forma de una desarticulación absoluta de las partículas, o bien de una hiperarticulación, de una hiperterritorialización que, por la vía de una perfección absoluta de lo dado, conduzca a una exageración o exceso de los principios de la estructuración social. Es el caso, respectivamente, de las fiestas (cúmulos o transcursos) que hemos calificado cósmicas o “de orden” (performances apolíneas) y caóticas “o de desorden” (performances dionisiacas).

Sea bajo la forma de apoteosis desmesurada del orden, sea bajo la forma de mueca y distorsión, se trata, en ambos casos, de una vuelta a la situación imaginada como anterior a la vida, prevital, prefísica, preestructurada -la communitas de Turner-, previa a la distribución de papeles culturales definidos e institucionalizados. Una regresión o vuelta a la infancia de la sociedad, o mejor a los estados que preceden a la infancia de la sociedad, reconstrucción de un cuadro de indefiniciones en los que sea posible, cuanto menos en tanto que potencia siempre latente, una reorganización de las relaciones entre lo real y lo imaginario. Una advertencia de que en cualquier momento se podría romper la baraja, para posibilitar a continuación un nuevo barajado y una nueva distribución de las cartas.

Se cumple así el principio durkheimniano según el cual la fiesta es uno de los dispositivos de mediación socialmente habilitados que permiten ajustar dos niveles de lo Real nunca plenamente adaptados entre sí : sagrado / profano ; sistemas de representación y conceptualización / morfología social ; imaginario / real ; invisible / visible... Sólo que el lugar al que se llega en ese desplazamiento/reconstrucción a las fuentes mismas de lo social (lo que había antes de la aparición del signo en Lévi-Strauss, y que ahora descubrimos siempre debajo) no es el orden estático y luminoso en que brillan las hipóstasis divinizadas de lo social, sino un monstruo, un ser amorfo y salvaje, una abominación a cuyos lomos duerme el orden cotidiano de las calles y de las plazas, de los mercados y de los parques públicos.

Lejos de reproducir, y mucho menos celebrar, los esquemas explícitos de la cultura y la sociedad, la fiesta implica su negación, su desquiciamiento,

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por la via ya sea del delirio dionisiaco de la fiesta caótica o de la irrisión y la parodía de la fiesta de orden. La fiesta, en cualquiera de sus modalides, pone entre paréntesis la ciudad, impone una situación “entre dos”, una zona de sombra que es al mismo tiempo un estado indefinido pero específico. En tal estado las partículas que constituyen lo social recuperan momentáneamente su situación -no tanto prevía, como latente- de desorganización, o mejor dicho de a-organización, a-estructura. El grupo se enfrenta así a aquello de lo que está hecho, una bestia -monstruo, híbrido, ser perfecto-. Lo hace ahora colectivamente, coralmente, igual que también se ocupa de hacerlo a través de mediaciones individuales vicarias -el poseso, el chamán, el artista...-

Parece como si la imaginación colectiva estuviera en condiciones no sólo de reconocer, sino de representar dramáticamente, su consciencia de estar hecha de desorden, de depender de movimientos no-lineales parecidos a los que la física moderna, a través de las teorias del caos y de los sistemas complejos, situa en la base de la vida de todos los sistemas. En efecto, el ruido y las perturbaciones pueden ser -son, de hecho- una fuente recurrente de orden. Definitivamente, la estados estacionarios son cualquier cosa menos estables, aparecen afectados por todo tipo de flujos disipativos, que determinan a su vez todo tipo de crisis e inestabilidades (Prigogine y Stengers).

En la ciudad, la fiesta, impone lo salvaje, lo indomesticado, lo asilvestrado de una comunidad... Monstruo que es pensado como objeto procedente de fuera o de debajo de lo socializado, pero que está (ha estado siempre) dentro. Es el instinto, la naturaleza, lo que la psicología profunda ha llamado “el lado oscuro”, sólo que se trata del instinto social, la naturaleza auténtica y oculta de la sociedad, construída por los mismos materiales que en cualquier momento la destruirían para volver a recomponerla más tarde, todo aquello que la ciudad acata reproduciéndolo periódicamente y que no es sino una reflexión en torno al desorden y la desorganización social hecha “desde dentro” del propio sistema que lo enuncia.

El caos (el monstruo, la abominación) no es algo que a través de la fiesta el cosmos niegue, para reafirmar su perennidad contra la imprevisto y la incertidumbre, sino lo que el cosmos proclama como lo que, antojándose el anuncio de su inminente final, es en realidad su principal recurso vital, su requisito, su posibilidad misma.

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BibliografiaCANETTI, E. 1995. Masa y poder, Alianza, Madrid.DETIENNE, M. 1980. La cuisine du sacrifice en Grece ancienne, Gallimard, París.DELEUZE, G. y F. GUATTARI, 1994. Mil mesetas, Pre-textos, València.DUVIGNAUD, J. 1979. El sacrificio inútil, FCE, México DF.HJELMSLEV, L. 1971. Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos, Madrid.LÉVI-STRAUSS, C. 1991. “Introducción a la obra de Marcel Mauss”, en M. Mauss, Sociología y antropología, Tecnos, Madrid.PRIGOGINE, I. y STENGERS, I. 1994. La nueva alianza, Alianza, Madrid.

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5. NAUFRAGIOS. ¿CÓMO SE PUEDE SER EXTRANGERO EN LA CIUDAD?

5.1. LA CIUDAD ANTERIOR.

1

Recapitulación

lantear el estudio de las ciudades como, sobre todo, el de sus elementos inestables e intranquilos es, de algún modo, continuar dándole la razón a no pocas de las intuiciones que la Escuela de Chicago fue capaz de organizar teóricamente allá por los años 20, 30 y 40, sobre todo a la hora de plantear la ciudad como un sistema ecológico cada uno de cuyos elementos exitía abandonado a tareas nunca interrumpidas de adaptación.

La gran virtud de la Escuela fue contemplar la ciudad como un espacio por el que podía verse circular, sobreponerse, interseccionarse y ser objecto de intercambio, con libertad, intensamente y en todas direcciones, todo tipo de contenidos étnicos, ideológicos y religiosos, con el resultado de hibridaciones, mixturas y préstamos muchas veces sorprendentes. Con ello se proclamaba que lo caracteritzaba las ciudades era su condición heterogenética, es decir la de haber sido consecuencia de procesos basados en la pluralidad. Dicho de otro modo, podía decirse que la diversificación en marcos urbanos no es que fuera posible a causa de la tendencia al relativismo, la tolerancia y hasta la indiferencia mutua que imponía la yuxtaposición de formas sociales típicas de la ciudad, sino que resultaba estructuralmente necesaria para que se llevasen a cabo los aspectos fundamentales de la función urbana, el combustible fundamental del cual era lo que Louis Wirth había llamado heterogeneidad generalizada. No es que la ciudad “tolere” la diversidad, es que la estimula y la premia. A la ciudad, en efecto, le era indispensable reclutar diversidad si quería ver cumplido aquel requisito, enunciado ya por Darwin y por

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Durkheim, según el cual la diferenciación y la especialización eran requisitos que toda sociedad demográficamente densa exigía para que quedara garantizada su propia supervivencia.

Se trata, al fin y al cabo, de la definición misma de lo urbano, sociedad heterogénea de sociedades ellas mismas heterogeneizadas, que adopta como escenario un espacio diferenciado.

Tenemos con ello que la etnodiversidad no haría otra cosa que desplazar al campo de la cooperación social el principio mismo de la biodiversidad, según el cual las especies animales y vegetales dependen de ese mismo proceso de diferenciación y especialización que habrá de adaptarlas ventajosamente a condiciones ambientales extrínsecas, a las que han de integrarse estableciendo con las demás formas de vida presentes relaciones de interdependencia.

Lo urbano está determinado por esa heterogeneidad de formas de pensar, de decir, de hacer, al mismo tiempo que por la pluralidad de espacios morales. En su esfera sólo podría encontrar, evocando el texto de Deleuze sobre Nietzsche, “diferencias que producen diferencias”

Ese concepto de ciudad, nos obstante, todavía mantenía la ilusión de un espacio urbano compartimentable en barrios poco permeables, en algunos casos constituidos a la manera de guetos en que un grupo singularizado podía quedarse a solas consigo mismo, aislándose del resto de la trama ciudadana. En esa tesitura, los Wirth, Burguess, Park, Thomas y demás chicaguianos todavía entendían la ciudad en términos organicistas, es decir como un todo integrado, en que cada uno de los elementos sociales intervinentes en el juego de las estrategias de socialidad urbanas tendía a formas de equilibrio y de estabilidad. Salvo, claro está, en el caso de aquellos que, fracasados en su intento, se veían abocados a una u otra forma de marginalidad.

Las revisiones posteriores de los paradigmas de la Escuela de Chicago han sabido matizar este pragmatismo funcionalista inicial, y lo han hecho por la vía de advertir que las ciencias sociales de la ciudad difícilmente podían aspirar a encontrar objetos estáticos que trabajar, estructuras cristalizadas como las que podían caracterizar las sociedades tradicionales, sino más bien constitución que sólo efímeramente llegaban a estructurarse y que parecían condenadas a un vaivén continúo. Tampoco resultaba viable lo que la Escuela

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de Chicago quería que fuera un estudio que tomara el enclave “étnico” (barrio singularizado, ghetto) como su tema de estudio.

El objeto de estudio tiende a comportase como una entidad resbaladiza, que nunca se deja atrapar, que siempre se escapa, se escabulle, muchas veces ante nuestras propias narices.

Por supuesto que era posible elegir un grupo humano y contemplarlo aisladamente, pero eso no podía ser viable sino con la contrapartida de renunciar a ese espacio urbano sobre el que era recortado y que acaba esfumándose o apareciendo “a ratos”, como un transfondo que cobraba mayor o menos realce. Ahora bien, a la hora de inscribir ese supuesto grupo en un territorio delimitado al que considerar como “el suyo” resultaba que tal territorio nunca era del todo suyo, sino que debía ser compartido con otros grupos, que llevaban a cabo otras oscilaciones en su seno a la hora de habitar, trabajar o divertirse. No era factible entonces otra cosa que hacer, en el caso de los antropólogos, una especie de antropología en la ciudad, una antropología que hiciera abstracción del nicho ecológico en que el grupo era observado, que lo ignorase, que renunciase al conocimiento de la red de interrelaciones que la comunidad estudiada establecía con su medio que no debaja de ser “natural”, pero que estaba hecho todo él de interacciones ininterrumpidas y persistentes con otras colectividades.

Poca cosa de orgánico podríamos encontra en lo urbano, paradigma del cuerpo sin órganos del que hablaban Deleuze y Guattari en Mil mesetas.El error de la Escuela de Chicago consistió en ese modelo organicista que les hacía buscar los dispositivos de adaptación de cada presunta comunidad -imaginada como entidad homogénea y contorneable- a su medio ambiente.Frente a esa visión estática de las comunidades luchando entre ellas y con el medio por la adaptación ventajosa, lo que cabría es ver la manera como la relación entre las colectividades y el espacio se basa en la tensión, la puesta a distancia y, eventualmente, el conflicto y hasta la lucha.

Por supuesto que no era viable antropología de la ciudad alguna, es decir de una antropología de comunidades a las que se quería aisladas no podía surgir una antropología que hiciera de la ciudad su objeto específico de conocimiento. En cambio, si lo que se primaba era la atención por el contexto físico y medioambiental y por las determinaciones que de él partían, a lo que había que renunciar entonces era a la ilusión de comunidades exentas a las que

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estudiar, puesto que era entonces el grupo humano el que era con ello soslayado en favor de otro objeto, la ciudad misma, en la que era éste el que tendía a confundirse, justamente por la obligación que los mecanismos urbanos imponían a los elementos sociales a un movimiento continúo que no podía producir, al buscador de estructuras estables, mucho más que instantáneas “movidas”.

Tampoco se trata de una innovación extraordinaria. Estamos ante ese traspaso del interés por la estructura social (propio de la tradiciòn durkheimniana) al interés por el vínculo social, sobre todo cuando este vínculo adopta todo tipo de formas, desdoblamientos y despliegues, como ocurre en el caso de las macrosociedades urbanas. El primer interaccionismo (G.H. Mead) y la sociología de las socialidades de Simmel serían los fundamentos de esa atención preferente por las tecnologías vinculativas.

Ya dijimos que si la antropología urbana quiere serlo de veras, debe admitir que ninguno de sus objetos potenciales está nunca solo. Todo están sumergidos en esa red de fluidos que se fusionan y licuan o que se fisionan y se escinden. La ciudad, por definición, tenía que ser considerada como un espacio de las disoluciones, de las dispersiones y de los encabalgamientos entre identidades que tenía incluso su escenario en cada sujeto psicofísico particular, ejemplo también el de la necesidad de estar constantemente, en s propio interior, negociando y cambiando de apariencia.

No en vano nos vemos obligados, para referirnos a lo que ocurre en la ciudad, a hablar constantamente de confluencias, avenidas, ramblas, congestiones, mareas humanas, públicos que inundan, circulación, embotellamientos, caudales de tráfico que son canalizados, flujos, islas, arterias, evacuaciones..., y otras muchas locuciones asociadas a lo líquido : la sangre, el agua.

Esta misma exaltación de lo líquido es la consecuencia de la definición propuesta acerca de lo qué era la ciudad, estructura inestable entre espacios diferenciados y sociedades heterogéneas, en que las continuas fragmentaciones, discontinuidades, intervalos, cavidades e intersecciones obligaban al urbanita a pasarse el día circulando, transitando, dando saltos entre espacio y espacio, entre orden ritual y orden ritual, entre región y región, entre microsociedad y microsociedad. Por ello la antropología urbana debía atender las movilidades, porque es en ellas, por ellas y a través suyo que el

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habitante urbano podía hilvanar su propia personalidad, todo ella hecha de trasbordos y correspondencias (Augé), pero también de traspiés y de interferencias.

Dicho de otro modo, si la antropología urbana no quiere perder de vista la singularidad, la esencia misma del objeto que ha escogido (las sociedades humanas en marcos urbanos), debe aceptar que ese objeto son secuencias, momentos, “hechos sociales” que no remiten a una sociedad (como Mauss habría querido) sino a muchas microsociedades que llegan a coincidir, como ondas, en el objeto, en el sitio o en el acontecimiento observado : colas del cine, bares, centros comerciales...

La ciudad, por ello, es un territorio desterritorializado, que se pasa el tiempo siendo reterritorializado y vuelto a desterritorializar después. La ciudad es un espacio que está marcado por la sucesión y el amontonamiento de poblaciones, en que se pasa de la concentración y el desplazamiento de las fuerzas sociales que convoca o desencadena, y que está crónicamente condenado a sufrir todo tipo de composiciones y recomposiciones morales. Es desterritorializado también porque en su seno lo único de veras consensuado es la indiferencia y la prohibición explícita de tocar, y porque constituye un espacio en que nada de lo que concurre y ocurre es homogéneo.

La imagen que más se adecua es la de la esponja, que al mismo tiempo absorve y expulsa los líquidos que atrapa.

El antropólogo urbano, colocado, sea cual sea el punto que escoja, en su observatorio, se sitúa en un auténtico centro del cuarto de los ecos y las reverberaciones.

Se entiende, en tal contexto, que es el anonimato lo que posibilita la vida urbana. El anonimato, con sus grados distintos de intensidad, se conforma de este modo como una forma -la única posible-, al mismo tiempo de protección de las individualidades identitarias y de estructuración de esa misma diversidad. La calle es de todo el mundo y nadie reclama la exclusividad sobre ese ámbito en que el espacio pública alcanza su propia literalidad.

Se reconoce además a ese transeunte, auténtico protagonista de la sociedad urbana, el derecho a protegerse de los malentendidos, de las malas interpretaciones, de las suspicacias, al tiempo que se le otorga el derecho a administrar a su conveniencia su capacidad de intercomunicarse con los demás

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y a negarse a interaccionar cuando es emplazado a ello y prefiere la reserva. Ante la predominancia abusiva de las socialidades, el derecho a la individuación, el aislamiento, por la vía, si es preciso, de la insociabilidad, el derecho a permanecer antipático.

Por ello, lo que Lefebvre llama “el derecho a la ciudad”, el derecho a la ciudadanidad, pasa por ver reconocido el derecho a la invisibilidad, a la protección que presta la indiferencia. En una ciudad que produce en cantidades enormes diferencia, la única tabla de salvación para el self no puede ser más que la indiferencia. Porque la urbanización no niega completamente la individualidad y la privacidad, la ciudadanidad garantiza el ejercicio de los dobles lenguajes y las retiradas a tiempo, es decir el paso de la urbanidad a la ciudadanidad, de la civilidad al civismo.

Ese derecho a autoconstituirse en “minoría cultural”, sometida a todo tipo de yuxtaposiciones y articulacones, no tiene porqué ser, como ha recordado Joseph, ningún problema, es, sencillamente, un hecho, lo que resulta ser “la tarea de la ciudad y el recurso político de la urbanidad”.

De hecho, lo que llamamos “exclusión” social no es sino la negativa de que ciertos elementos del sistema pueden ser víctimas de gozar de ese pleno acceso al espacio público, al anonimato y a la indiferencia y la imposición de todo tipo de servilismos en forma de “peajes” o de “controles”, la negación del derecho a circular, a moverse, a discurrir pasando desapercibido.

Estamos ante lo que la sociología llama paso del grupo primario al grupo secundario, o, si se prefiere, siguiendo lo que ha postulado Wiewioka (1993), entre grupos o individuos in o out.

2.

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Quizás sea cierto lo que plantea Sennet, en relación con la relación entre el descubrimientos relativos a la circulación de la sangre y los mecanismos de la respitación de Willian Harvey en 1628.

En ese mismo plano de la correspondencia entre paradigmas científicos y concepcionas de la ciudad, la que aquí se propone podría ser una nueva reedición de ese misma aplicación de principios analógicos entre ciudad y naturaleza.

En el momento actual, la física de los sistemas complejos y los teóricos del caos nos advierten de que también la sociedad -ni que decir tiene que especialmente la sociedad urbana- podría ser un sistema abandonado a procesos irreversibles de disipación de energía, dinámicas entrópicas que darían la razón a Lévi-Strauss cuando llamaba a la antropologia entropologìa, dándole más la razón a Carnot que a Darwin. Las sociedades urbanas, las ciudades serían ejemplos de escenarios en que se producen procesos lejos del equilibrio, en los que la estabilidad no existe, en que ninguna de las conductas del sistema es apenas predecible y en los que el desorden es la fuente más segura de orden. De un orden que es el resultado de la constante autoorganización de elementos moleculares sometidos a todo tipo de convulsiones y de movimientos desordenados.

Frente a la vieja ilusión de un mundo estable, inmune al desorden, en que los atractores centrales funcionan eficazmente ante toda desviación y la reconducen a la estabilidad, que la sociología funcionalista había querido reconocer inspirándose en los sistemas orgánicos en equilibrio, lo que se percibía era la irrupción de fluidos u ondas que, lejos de amortiguarse, se amplificaban y podían acabar invadiendo la totalidad del sistema, forzándole a buscar estados y comportamientos cualitativamente distintos, en los que tampoco sería posible la paz.

Se trata, al fin, de un regreso a la física lucreciana, aquella que era una ciencia de las turbulencias.

El máximo divulgador de ese tipo de preocupaciones por la inestabilidad y la irreversibilidad, Prigogine, ha reconocido la analogía entre el desacato a las leyes de la termodinámica del equilibrio que podemos encontrar en las células y el que podemos hallar en las ciudades.

Detengámos en esta cita :

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“...Así pues, si examinamos una célula o una ciudad, la misma constatación se impone : no es solamente que estos sistemas esten abiertos, sino que viven de ese hecho, se nutren del flujo de materia y energía que les llega del mundo exterior. Queda excluido el que una ciudad o una célula viva evolucione hacia una compensación mutua, un equilibrio entre los flujos entrante y saliente. Si lo deseamos, podemos aislar un cristal, pero la ciudad y la célula, apartadas de su medio ambiente, mueren rápidamente ; son parte integrante del medio que las nutre, constituyen una especie de encarnación, local y singular, de los flujos que no cesan de transformar” (Prigogine y Stengers, La nueva alianza)

3.

Es en este contexto, definido por la dependencia de las ciudades de “olas” y “flujos” procedentes en gran medida del exterior de sí misma, aportes, por plantearlo como hubieran hecho Deleuze y Guattari, la urbe “se agencia” del medio magmático desordenado y sin forma que trabajan sus membranas y de las que depende su organización en estratos, que vemos aparecer la figura del inmigrante, ese personaje del que dependen las ciudades por su crónica tendencia al déficit demográfico y que, por ello, son garantes últimos de su vitalidad y de su misma continuidad y renovación.Es evidente que, por mucho que ciertas leyendas político-mediáticas insistan en lo contrario, si el inmigrante ha llegado hasta la ciudad no es tanto por las condiciones de vida que sufría en su país, ni por catástrofes demográficas o sociales, sino sobre todo por requerimientos asociados al mercado de trabajo, sobre todo, por la necesidad de los países desarrollados -sobre todo en periodos de expansión económica- de mano de obra no cualificada, que esté dispuesta a ocupar lugares laborales que los trabajadores ya asentados rechazarían y a la que con frecuencia le van a ser negados los derechos que éstos merecen. Dicho de otra manera, si el inmigrante ha acudido es porque de alguna forma ha sido apelado a hacerlo. Tiene, por tanto, siguiendo a Lefebvre, derecho a la ciudad.

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La ciudad podía ser, entonces, pensable en términos de un colosal mecanismo caníbal, cuyo sustento fundamental eran esos inmigrantes que atrae masivamente, pero que nunca acaban de satisfacer su apetito. Este presupuesto chicagiano le anticipaba la razón a lo que proclamaban las manifestaciones antixenófobas recientes en numerosas ciudades europeas: en la ciudad todos somos inmigrantes, todos vinimos de fuera alguna vez. Definida por la condición heteróclita e inestable de los materiales humanos que la conforman, consciente como es, a su manera, de la naturaleza permanentemente alterada de las estructuras que la hacen viable, la ciudad sólo debería de percibir como extranjeros a los recién llegados, aquellos que justamente acaban de arribar luego de haber cambiado de territorio. El inmigrante es, por ello, una figura efímera, destinada a ser reconocida, examinada y, más tarde o más temprano, digerida por un orden urbano del que constituye el alimento básico, al tiempo que una garantía de renovación y continuidad.

Ahora bien. Si es así, si las ciudades dependen en tantos sentidos de éstos aportes humanos que la nutren, ¿qué justifica encontes la aparición de un discurso que, contradiciendo toda las evidencias, se empeña en plantear la presencia de inmigrantes en las ciudades de Europa como una fuente de inquietud, como una amenaza o como un grave problema que hay que solventar? En paralelo a ello, si todo urbanita debería reconocerse a sí mismo como resultado más o menos directo de la inmigración, ¿qué es lo que nos permite llamarle a alguién "inmigrante", mientras que se dispensa a otros de tal calificativo, mereciéndolo por igual?. ¿Quién, en la ciudad, merece ser designado como inmigrante? Y, ¿por cuanto tiempo?

La idea de que los immigrantes pueden ser considerados como protagonistas de una “avenida”, que luego de su llegada pasan a encerrarse en nichos más o menos estancos, configurando unidades sociales más bien homogéneas es algo que la realidad no llegaría a certificar. Los movimientos migratorios no funcionan tanto como “una oleada”, sino como una continuación secuenciada de oleadas diferenciadas, que no llegan de hecho nunca a constituir comunidades plenamente cristalizadas, sino que dan lugar a segmentaciones, jerarquizaciones, fragmentaciones que afectan al interior de cada uno de esas presuntas comunidades de “paisanos”. Si los immigrantes son una de las grandes contribuciones a la heterogeneidad de las ciudades es

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en gran medida porque ellos mismos ya son heterogéneos en su composición y en las conductas que adoptan para adaptarse a su nuevo nicho vital.

En realidad, el immigrante lo es en tanto culmina el proceso que va a poner en relación el hecho migratorio en sí -la llegada- y su ocupación del espacio. Esa ocupación es la que se va a resolver, en una primera instancia del proceso de inserción.

De hecho, el ghetto en el que la escuela de Chicago ubicaba naturalmente al inmigrante supondría una secuencia de ese proceso, una secuencia que serviría, al igual que su encuadramiento en una “minoría étnica” específica, para facilitar, paradójicamente si se quiere, el amoldamiento a los nuevos escenarios vitales que el inmigrante encuentra. La segregación espacial, social y cultura serviría al mismo tiempo como puente de acceso, a la vez que también como castigo por su ilegitimidad, a la manera de tributo que debe pagarse para ser plenamente aceptado en el estatu de ciudadanidad al que aspira el llamado inmigrante.

Papel parecido juega la declinación de que el immigrante hace objeto a su idea de identidad, también como fórmula que le permite -a pesar del efecto ghettizante que puede presentar- reclamar su derecho a verse reconocido como sujeto.

Pero todo ello se adapta bien sobre todo a la imagen chicagiana del “mosaico”, mediante el cual la ciudad puede antojarse como un conglomerado de espacios específicos estancados en los que cada grupo se hace fuerte o se acuartela. Pero si, frente a la idea de mosaico, nos quedamos con esa otra imagen mucho más adecuada del caleidoscopio, para definir las composiciones cambiantes que produce el trabajo de la ciudad sobre sí misma, la cuestión se desplaza más bien al estudio de una realidad de los inmigrantes mucho más dinámica e inestable. Se trata ahora de los esfuerzos de los trabajadores inmigrantes por incorporarse al sistema laboral, un esfuerzo en que las negociaciones, la lucha por obtener confianzas y por acumular méritos fuerza las estrategias y las negociaciones, y es resultado de las redes interactivas en que el inmigrante se ve inmiscuido y cuyas canchas e interlocutores se encuentran por fuerza más allá de los límites de su propia comunidad de origen.

Algo parecido ocurre con la pretensión de que el estudio de la inmigración puede ser el de sus enclaves. Se sabe perfectamente que los

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barrios de inmigrante no son homogéneos ni social ni culturalmente, y que, más incluso que los vínculos de vecindad, el inmigrante tiende a trabajar redes de apoyo mutuo que se despliegan a lo largo y ancho del espacio social de la ciudad, lo que, lejos de condenarle al encierro en su ghetto, le obliga a pasarse el tiempo trasladándose de un barrio a otro, de una ciudad a otra. El inmigrante en efecto es un “visitador” nato.

Toda respuesta al enigma de la conflictivización de los flujos migratorios que confluyen en la ciudad -es decir de esa manera de mostrar como problema lo que de hecho constituye una solución-, debe pasar por reconocer que el que llamamos inmigrante -y que, por tanto, hacemos resaltar sobre un plano homogéneo formado por presuntos "no-inmigrates" o "auctótonos"- no es una figura objetiva, sino más bien un personaje imaginario, lo que no desmiente, antes al contrario, sino que intensifica su realidad. Lo que hace de alguien un inmigrante no es una cualidad, sino un atributo, y un atributo que le es aplicado desde fuera, a la manera de un estigma y un principio denegatorio. El inmigrante es aquél que, como todos, ha recalado en la ciudad luego de un viaje, pero que, al hacerlo, no ha perdido su condición de viajero en tránsito, sino que es obligado a conservarla a perpetuidad. Y no sólo él, sino incluso sus descendientes, que deberán arrastrar como una condena la marca de desterrados heredada de sus padres y que hará de ellos eso que, contra toda lógica, se acuerda llamar "inmigrantes de segunda o tercera generación".

Lejos de la objetividad que las cifras estadísticas le presumen, el inmigrante es una producción social, una denominación de origen que se aplica no a los inmigrantes reales -lo que complicaría a la casi totalidad de urbanitas europeos-, sino sólo a algunos. A la hora de establecer con claridad qué es lo que debe entenderse que es un "inmigrante", lo primero que se aprecia es que tal atributo no se aplica a todo aquél que vino en un momento dado de fuera. Ni siquiera a todos aquellos que acaban de llegar. En el imaginario social en vigor "inmigrante" es un atributo que se aplica a individuos percibidos como investidos de determinadas características negativas. El inmigrante, en efecto, ha de ser considerado, de entrada, extranjero, esto es "de otro sitio", "de fuera", y, más en particular, de algún modo intruso, puesto que se entiende que su presencia no responde a invitación alguna. El inmigrante debe ser, por lo demás, pobre.

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El calificativo inmigrante no se aplica en casi ningún caso a empleados cualificados procedentes de países ricos, tanto si son de la propia CEE como si proceden de Norteamerica o de Japón. Inmigrante lo es únicamente aquél el destino es ocupar los peores lugares del sistema social que lo acoge. Además de ser inferior por el sitio que ocupa en el sistema de estratificación social, lo es también en el plano cultural, puesto que procede de una sociedad menos modernizada -el campo, las regiones pobres del propio Estado, el Sur, el llamado Tercer Mundo...-. Es por tanto un atrasado en lo civilizatorio. Por último, es numéricamente excesivo, por lo que su percepción es la de alguién que está de más, que sobra, que constituye un excedente del que hay que librarse.

Es así que los inmigrantes pueden ser pensados como una masa indeseable que ha conseguido infiltrarse hasta el corazón mismo de la polis, y que se ha instalado allí como un cuerpo mórbido y en continuo crecimiento, un tumor maligno o una infección de los que hay que interrumpir el avance. La condición civilizatoria inferior del llamado inmigrante se ve compensada inquietantemente por su capacidad de proliferar y reproducirse, pero también por lo escasamente escrupuloso de sus comportamientos y la facilidad con que recurre a la brutalidad. Se trata, al fin, de una reedición de la imagen legendaria del bárbaro: el extraño que se ve llegar a las playas de la ciudad y en el que se han reconocido los perfiles intercambiables del naúfrago y del invasor, que, en principio, se caracteriza por su condición pre-, semi- o extra-humana.

Todo lo expuesto nos permitiría contemplar la noción de "inmigrante" como útil no para para designar una determinada situación objetiva -la de aquél que ha llegado de otro sitio-, sino más bien para operar una discriminación semántica, que, aplicada exclusivamente a los sectores subalternos de la sociedad, serviría para dividir a éstos en dos grandes grupos, que mantendrían entre sí unas relaciones al mismo tiempo de oposición y de complementariedad: de un lado el llamado "inmigrante", del otro el autodenominado "autóctono", que no sería otra cosa en realidad que un inmigrante más veterano. Esta dualización de la sociedad -que es la que funda la distinción ya señalada entre grupos o personas out versus grupos o personas in- no se conforma con marcar a una minoría muy pequeña a la que sobreexplotar y hacer culpable de los males sociales. En muchos lugares

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(Catalunya, por ejemplo) la raya que divide puede estar situada muy cerca de la mitad misma de la población, de manera que los espacios taxonómicos que separan a los "inmigrantes" de los "autóctomos" pueden cortar la sociedad en dos grandes grupos casi equivalentes, de los cuáles el de los primeros será siempre el situado más abajo. A su vez, los inmigrantes, una vez instalados en su mitad podría ser segmentados a su vez a partir de su orden de llegada, de un modo no muy diferente al que estudiara Jean Pouillon constituyendo la base de la sociedad hardjerai del Chad. Tal dispositivo de jerarquización encontraría un buen número de ejemplos. En Francia, italianos, españoles, portugueses y magrebíes son objeto de una estratificación moral fundada en la fecha de su incorporación a los suburvios de las grandes ciudades. En Israel, un país todo él formado por inmigrantes, ha sido el turno de llegada lo que le ha permitido a los sefarditas procedentes del Oriente europeo y el Norte de Africa atribuirse un estatuto en tanto que autóctonos mayor que el que le corresponde a los askenasitas venidos de Europa central, o los originarios de Estados Unidos o Australia. Naturalmente, a quién le toca llevar la peor parte son a los falashas que han ido llegando a Israel desde principios de los años 80, o a los que en los últimos años lo han hecho procedentes de Rusia, Georgia, Uzbekistán o Kirguizistán.

Esta operación taxonómica que el valor inmigrante permite llevar a cabo puede trascender los elementos más llamativos de la “inmigritis”, entendiendo por tal el grado de extrañeidad que puede afectar a un determinado colectivo. Así, si en Europa el aspecto fenotípico es un rasgo definitorio, que permite localizar de una forma rápida el inmigrante absoluto, y distinguirlo del inmigrante relativo : el magrebí, la filipina o el senegambés -inmigrantes totales, afectados de un nivel escandaloso de extrañeidad- pueden distinguirse del charnego, el maketo o el terroni, inmigrantes “relativos” o de baja intensidad. En cambio, hay ejemplos en que el fenotípicamente “exótico” puede ocupar un lugar preferente en la jerarquía socio-moral que la noción de inmigrante propicia, mientras que comunidades menos marcadas físicamente pueden ser consideradas como mucho más afectadas de inmigración. Es el caso del status que merecen los originarios de Italia, Japón o China en Sao Paulo, que son considerados paulistas, mientras que las personas procedentes del Norte o del interior del Brasil en las últimas dos décadas merecen la consideración de “inmigrantes” e incluso de “extrangeros” (Silva).

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Además, el señalado como inmigrante desarrolla otra función que es de orden esencialmente lógico-simbólico. Como muy bien ha hecho notar Isaac Joseph, el inmigrante ha sido marcado como tal para se mostrado sobre un pedestal, constituirse en un personaje público, cuya función es la de pasarse el tiempo dando explicaciones acerca de su conducta y de su presencia. Para ello se le niega el derecho fundamental que todo ciudano moderno ve reconocido para devenir tal, que es el de poder distinguir con claridad entre los ámbitos privado y público, de manera que en este último pueda recibir el amparo de esa película protectora que es el anonimato. Con ello se logra que el inmigrante resulte ideal para hacer de su experiencia la de "la propia desorganización social vista desde dentro".

En efecto, el inmigrante vive la urbanidad y la civilidad, pero se le niega la ciudadanidad y el civismo, justamente porque se le niega el derecho a la plena accesibilidad. Para él, la circulación es complicada, cuando no imposible, está llena de obstáculos y de impedimentos.

Porque, ¿qué es la accesibilidad del espacio público sino la clave misma de la sociabilidad ciudadana, de la urbanidad, la prueba de fuego de todo sistema auténticamente democrático?

Si puede llevar a cabo esta tarea de operador simbólico es porque el llamado inmigrante representa un puente entre instancias irreconciliables e incomunicadas, pero que él permite reconocer como haciendo contacto y, al hacerlo, provocando una suerte de cortocircuito en el sistema social.

En efecto, el llamado inmigrante representa ante todo una figura imposible, una anomalía que el pensamiento se resiste a admitir. Simmel lo expresó inmejorablemente en su célebre "Disgresión sobre el extranjero": "(El extranjero) se ha fijado dentro de un determinado círculo espacial; pero su posición dentro de él depende esencialmente de que no pertenece a él desde siempre, de que trae al círculo cualidades que no proceden ni pueden proceder del círculo. La unión entre la proximidad y el alejamiento, que se contiene en todas las relaciones humanas, ha tomado aquí una forma qune pudiera sintetizarse de este modo: la distancia, dentro de la relación, significa que el próximo está lejano, pero el ser extranjero significa que el lejano está próximo".

La ambigüedad y la indefinición del inmigrante son idóneas para dar a pensar todo lo que la sociedad pueda percibir como ajeno, pero instalado en su

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propio interior. Está dentro, pero algo o mucho de él -depende- permanece aún afuera. Está aquí, pero de algún modo permanece todavía allí, en otro sitio. O, mejor, no está de hecho en ninguno de los dos lugares, sino como atrapado en el trayecto entre ambos, como si una maldición sobrenatural le hubiera dejado vagando sin solución de continuidad entre su origen y su destino, como si nunca hubiera acabado de irse del todo y como si todavía no hubiera llegado del todo tampoco. El inmigrante es condenado a habitar perpetuamente la fase liminal de un rito de paso, ese espacio que, como escribía Victor Turner refiriéndose a la liminalidad, hace de quien lo atraviesa alguién que no es ni una cosa, ni otra, pero que puede ser simultáneamente las dos condiciones entre las que transita -de aquí, de fuera-, aunque nunca de una manera integral. Ha perdido sus señas de identidad, pero todavía no ha recibido plenamente las del iniciado. La figura del inmigrante, puesta de este modo "entre comillas", encarna una contradicción estructural, en que dos posiciones sociales antagónicas -cercano-lejano; vecino-extraño- se confunden. Conceptualmente, aparece emparentado con las imágenes análogas del traidor, del espía o, en la metáfora organicista, del virus, el germen nocivo, la lesión cancerígena. Por ello el inmigrante no sólo es considerado él mismo sucio, sino vehículo de representación de todo lo contaminante y peligroso.

Es por eso que no sorprende el uso paradójico de un participo activo o de presente -inmigrante- para designar a alguien que no está desplazándose -y por tanto inmigrando-, sino que se ha vuelto o va a volverse sedentario, y al que por tanto debería aplicársele un participio pasado o pasivo -inmigrado-. También eso explica que el inmigrante pueda serlo de "segunda generación", puesto que la condición taxonómicamente monstruosa de sus padres se ha heredado y, a la manera de una especie de pecado original, ha impregnado a generaciones posteriores. Esa condición clasificatoriamente anormal del llamado inmigrante haría de él un ejemplo de lo que Mary Douglas había analizado sobre la relación entre las irregularidades taxonómicas y la percepción social de los riesgos morales, así como las dilucinaciones consecuentes a propósito de la contaminación y la impureza. Más allá, al inmigrante podría aplicársele también mucho de lo que, alrededor de las tesis de Douglas, Dan Sperber había conceptualizado sobre los animales monstruosos, híbridos y perfectos. Lo que éstos resultan ser para el esquema clasificatorio zoológico no sería muy distinto de lo que la representación

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conceptual del inmigrante supondría para el orden que organiza la heterogeneidad de las ciudades.

El "inmigrante" sólo podría ver resuelva la paradoja lógica que implica -algo de fuera que está dentro- a la luz de una representación normativa ideal del que, en el fondo, él resultaría ser el garante último. Su existencia es entonces las de un error, un accidente de la historia que no corrige el sistema social en vigor, constituído por los autodeminados "autóctonos", sino que, negándolo, le brinda la posibilidad de confirmarse. Lo hace operando como un mecanismo mnemotético, que evoca la verdad velada y anterior de la sociedad, lo que era y es en realidad, ejemplarmente, en una normalidad que la intrusión del extraño revalida, aunque imposibilite provisionalmente su emergencia. En resumen, el inmigrante le permite a la ciudad pensar los desarreglos de su presente -fragmentaciones, desórdenes, desalientos, descomposiciones- como el resultado contingente de una presencia monstruosa que hay que erradicar: la suya.

Bibliografía

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5.2. INDENTIDADES-INTÉRVALO

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William Isaac Thomas y Robert Ezra Park inauguraron la Escuela de Chicago a partir de su familiaridad con Spengler y con Simmel y con sus ideas sobre la ciudad como fuerza capaz de formar la naturaleza de una manera distinta, marcada por la emancipación y la libertad. La vida social consiste en deslizarse o patinar sobre realidades superficiales en las que la apariencia, la negociación vis-à-vis, los protocolos formales consistuían el núcleo fundamental.

La Escuela de Chicago concibió la metrópolis como subdivida en áreas o mundos morales, una noción que permitía adaptarse a la

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desterritorialización que afectaba a los espacios ciudadanos y a la dificultad de trabajar con enclaves sociales estables.

En su clásico “La urbanidad como forma de vida”, Louis Wirth escribía : “Los procesos de segregación establecen distancias morales que convierten la ciudad en un mosaíco de pequeños mundos que se tocan pero no se compenetran. Esto hace posible que los individuos pasen rápida y fàcilmente de un medio moral a otro, y estimula el fascinante pero peligroso experimento de vivr al mismo tiempo en varios mundos diferentes y contiguos, pero lo demás muy alejados entre sí”

Es en este contexto teórico que nace la noción de sociedad intersiccial, acuñada por Frederik Trasher en The gang, una obra de 1929 en que se estudiaban las 1.313 bandes juveniles que podían localizarse en Chicago. Se trata de lo que Trasher llamaba grupos intersiciales, microsociedades que se habían podido formar espontáneamente y que luego pasaban a integrarse a través del conflicto. El resultado de este comportamiento colectivo era el del desarrollo de una tradición y una estructura interna irreflexiva, espíritu de cuerpo, solidaridad moral, consciencia de grupo y vinculación a un territorio.

Las streer gangs eran características de las grandes aglomeraciones urbanas y se atribuían a la anomia reinante en un marco socio-cultural como era el urbano, afectado por la desestructuración cultural, la desorganización social y la desaparición del control social informal. “En la naturaleza las materias extrañas tienden a reunirse y apelmazarse en todas las grietas, hendiduras y resquebrajaduras : los intersicions. También hay fisura y fallas en la estructura de la organización social. La pandilla se puede considerar como un elemento intersicial en el marco de la sociedad, y el territorio pandilleresco como una región intersicial en el trazado de la ciudad”.El concepto de grupos intersiciales cobraba en este caso su valor más preciso para describir conceptualmente fórmulas de asociacionismo informal, cuyo destino era permitir superar las carencias estructuradoras de la familia, la escuela y las demás instituciones sociales orgánicas. Nos referimos así pues a microsociedades cuya función es organizar transiciones culturales, a través de una reinterpretación culturalmente pautada de las situaciones en las que se ven envueltas.

Por mucho que el modelo teórico de la intersicialidad fuera concebido en relación con los grupos juveniles, su valor explicativo podría verse

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reconocido en otras estrategias, la función de las cuales es la de llenar los vacios, las discontinuidades y las fragmentaciones a qué da lugar la insuficiencia de las instituciones sociales en orden a cubrir la totalidad de las macrosociedades urbanas. Uno de los ejemplos de ello podría ser el de las denominadas “culturas inmigrantes”.

El «inmigrante» es un explorador, un naturalista que analiza la conducta de los que toma por indígenas y a quienes intenta imitar para que le acepten como uno más sin renunciar del todo a ser quien era. De alguna manera, se deja colonizar por aquellos que pueden darle asilo. Ahora bien, como explorador de comarcas que desconoce, también es un colonizador, una especie de contrabandista de productos culturales con el destino indefectible de modificar las condiciones que ha encontrado al llegar. El inmigrante, que se presenta como aculturado por antonomasia, es también un culturizador. Cuando dos comunidades, una anfitriona y la otra recién llegada, deciden negociar los términos de su cohabitación, los repertorios simbólicos respectivos son alterados por la acción de una energía que vuelve a mezclar los elementos para producir una nueva configuración.

¿Pero acaso lo que encuentra el inmigrante al llegar a una ciudad es realmente «una cultura»? ¿Es la ciudad un espacio cultural cohesionado que acepta o no al que llega? ¿No es más exacto decir que el llamado inmigrante tiene que amoldarse a un embrollo de estilos de actuar y pensar? La adaptación del inmigrante al medio ambiente cultural de la ciudad que le recibe se produce como una nueva aportación sedimentaria a un delta, donde ya se acumulaban los residuos que habían dejado al pasar toda clase de avenidas humanas. Referirse a la ciudad en términos de «interculturalidad» o de «mestizaje cultural» es por tanto incurrir en una cierta redundancia, ya que una ciudad sólo puede reconocerse culturalmente como un amontonamiento de legados, testimonios, tránsitos, presencias..., un sistema inmenso de nudos que trenzan los que han venido a confluir en el espacio ciudadano.

La diferenciación cultural sólo es un obstáculo aparente para la integración de los inmigrantes en una sociedad. Los microclimas culturales que los inmigrantes tienden a crear allí donde se establecen, reorganizando elementos más o menos distorsionados de su tradición de origen, no son un inconveniente para la urbanización de los recién llegados, sino que una vez

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consiguen compatibilizar la nueva distribución de papeles con su modo de hacer, a menudo se convierten en instrumentos de adaptación.

En un plano psicológico, los sentimientos de diferenciación permiten estratégicamente que las personas y los grupos puedan neutralizar las tendencias desestructuradoras propias de las sociedades urbano-industriales. En el plano sociológico, el mantenimiento -e incluso el endurecimiento- de una cierta fidelidad a formas determinadas de sociabilidad y a unas pautas culturales que los inmigrantes se llevan allí donde van y que pueden formular de muchas maneras- les permite controlar mejor las nuevas situaciones sociales a las que tienen que adaptarse. Por otra parte, mantener conductas culturales singularizadas ha sido esencial para que los inmigrantes lograran enfrentarse a los cuadros de explotación y marginación que tan a menudo han tenido que sufrir. Así, los mecanismos de reconocimiento mutuo entre los inmigrantes de una misma procedencia siempre les ha dado la posibilidad de activar una red de ayuda mutua y de solidaridad muy útil.

Además, la transferencia de costumbres públicas -fiestas religiosas o laicas, reuniones periódicas, etc.-, o privadas -desde los cuentos que los adultos cuentan a los niños hasta la elaboración de platos tradicionales- actúa como mecanismo paradójico, que permite a los inmigrantes mantener los vínculos con las raíces culturales de origen, pero también les facilita la ruptura definitiva con esas raíces. Gracias a esa astucia puede producirse en el plano simbólico una ruptura que ya es irreversible en el plano vital, ya que la reconstrucción de ambientes culturales de origen realiza mediante un simulacro la utopía de un retorno definitivo, que ya no se producirá nunca en el plano de la realidad.

Así pues, la diferenciación de una ciudad cosmopolita en diversas áreas es un fenómeno positivo, ya que puede favorecer entre sus habitantes un sentimiento de seguridad en unos marcos urbanos a menudo despersonalizados y masificados. El barrio culturalmente diferenciado deviene el marco de unas redes de solidaridad entre iguales y permite la recreación de los microclimas culturales. Los núcleos especializados donde tienden a concentrarse voluntariamente grupos étnicos inmigrados -polacos, italianos, chinos, eslavos...- les ofrecen la posibilidad de crear espacios de vida en común y les otorga un lugar y un rol en la organización global de la ciudad. No obstante, hay que señalar que estas redes de solidaridad funcionan por

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encima de marcos territoriales específicos y tienden a extender a lo largo y ancho de los marcos urbanos. Es ésto lo que hace del inmigrante un “visitador” constante, ya que la comunidad étnica o parentiva en la que encuentra soporte no acepta la lógica del enclave. En efecto, en contra de lo que la Escuela de Chicago había creído reconocer bajo la forma de guettos “étnicos”, la gran mayoría de estos barrios de reagrupamiento étnico o religioso no son nunca exclusivos de un solo grupo, sino que acogen a minorías o mayorías relativas, que cohabitan con miembros de otras comunidades.

Así pues, vemos que una cierta heterogeneidad cultural puede revelarse como un dispositivo para garantizar que los aspectos más estratégicos de su integración tengan un coste psicológico y social mucho más bajo que si se aplicaran sobre una masa informe de seres humanos desestructurados y sumidos en la desesperación y el desconcierto, resultado frecuente del cambio traumático de sociedad y del proceso de urbanización en general.

2.

1. La identidad en escena.

Todas las adscripciones étnicas que coinciden en la ciudad, ya sean «tradicionales» o nuevas, adoptan estrategias de visibilización. Así, cualquier grupo humano con cierta conciencia de su particularidad necesita espectacularizarse, es decir, poner en escena periódica o permanentemente lo que cree que le distingue. El carácter multicolor de la experiencia cosmopolita es el resultado de la afirmación de la voluntad de diferenciarse por parte de los grupos humanos que comparten el espacio urbano.

Algunas comunidades exhiben permanentemente los signos de su condición diferenciada. En algunos casos, porque su singularidad tiene una base fenotípica que contrasta con la de la mayoría -negros, orientales,

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amerindios, etc.- En otros casos, son los rasgos del vestuario los que reciben el encargo de marcar la distancia perceptiva con los demás: vestuario exótico de los inmigrados asiáticos, árabes o negro-africanos, uniformes profesionales, señales confesionales -kipás judías, turbantes sijs, chador y velo musulmanes, crucifijo y medallas católicas...-, hábitos religiosos -monjes cristianos o devotos de Hare Krishna-, indumentarias juveniles -rockeros, punkies, skins, rappers, mods...-, detalles de adscripción sexual, como el pendiente en la oreja derecha de los gays... Los idiomas, las jergas y los acentos son variantes de esa misma voluntad de expresar la diferencia, y su multiplicidad es el componente sonoro de la exuberancia perceptiva que caracteriza la vida en las ciudades diversificadas.

Frente a estas señalizaciones activadas de modo permanente, otras identidades colectivas prefieren escenificaciones públicas cíclicas o periódicas. Se trata de reuniones en las que un grupo reclama y obtiene el derecho al espacio público para encarnarse en él como colectivo. Puede tratarse, en el caso de las etnicidades tradicionales, de ocupaciones festivas de plazas o parques para hacer demostraciones folclóricas que remiten a la tradición cultural considerada autóctona del país o de la región de origen, como la Feria de Abril andaluza que se celebra cada año en Can Zam, Santa Coloma de Gramanet. También pueden ser desfiles, procesiones, rúas, etc.: El Año Nuevo chino en San Francisco; el desfile del Día de Colón en Nueva York o el de San Patricio en Boston; el carnaval de Nothing Hill en Londres; el Día del León en París, etc. Las escenificaciones que tienen el paisaje urbano como plataforma pueden implicar una manipulación de amplias zonas de la geografía urbana, como pasa en los «barrios étnicos» de las grandes urbes, o en las zonas colonizadas por minorías religiosas -judíos, amish, hutteritas, etc.- o juveniles: squatters de Berlín, o, en otras épocas, hippies de San Francisco y provos de Amsterdam.

Las nuevas etnicidades que, en paralelo a las “culturas inmigrantes”, resultan de procesos urbanos endógenos, participan plenamente de esta necesidad de autocelebración. Es el caso de los conciertos de música, que permiten a las sociedades juveniles ofrecerse su propio espectáculo. Los éxitos deportivos también favorecen efusiones públicas donde se reúnen los que tienen un equipo de fútbol o de baloncesto como elemento de cohesión identitaria. Lo mismo puede aplicarse a las concentraciones en que la

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adscripción religiosa o política suscita un sentimiento de comunidad. Esta voluntad de visibilizarse no afecta sólo a comunidades. De la misma manera que cualquier etnia se comporta como un individuo colectivo, una especie de macropersonalidad, cualquier individuo se comporta como una etnicidad reducida a su expresión más elemental, es decir, una especie de microetnicidad. Y así, los individuos actúan según las mismas estrategias de distinción que permiten diferenciarse a una comunidad étnica o etnificada: un estilo personal de hacer en público -vestir, peinarse, hablar, expresar los afectos, moverse, perfumarse...-, a fin de contrastar y ser reconocidos como diferentes, dotados de un estilo propio e irrepetible, considerado mejor o preferible que los demás.

Por tanto, los grupos y los individuos interiorizan -y a la vez intentan evidenciarlo-, un conjunto de rasgos que les permiten considerarse distintos: su identidad. Estas proclamaciones recurrentes sobre la identidad contrastan con la fragilidad frecuente de todo lo que la soporta y la hace posible. En efecto, un grupo humano no se diferencia de los demás porque tenga unos rasgos culturales particulares, sino que adopta unos rasgos culturales singulares porque previamente ha optado por diferenciarse. Las culturas distintas no producen la diversidad, sino que los mecanismos de diversificación provocan la búsqueda de unos marcajes capaces de dar contenido a la exigencia de diferenciación de un grupo humano. A partir de ahí, el contenido de esta diferenciación es arbitrario, y utiliza materiales disponibles -o sencillamente, inventados (Hobsbawn)- que acaban ofreciendo el efecto óptico de una sustancia compacta y acabada. Se trata de un espejismo identitario, pero capaz de invocar toda clase de coartadas para legitimarse y hacerse incontestable: coartadas históricas, religiosas, económicas, mitológicas, vindicativas, lingüísticas, etc.

La identidad étnica no se forma con la posesión compartida de unos rasgos objetivos, sino por una dinámica de interrelacions y correlaciones, donde en última instancia, sólo la conciencia subjetiva de ser diferente es un elemento insustituible. Aunque esta conciencia no corresponde a ningún contenido, sino a un conjunto de ilusiones sancionadas socialmente como verdades incuestionables al ser legitimidadas por la autoridad de los antepasados o de la historia. No es que no haya diferencias «objetivas» entre grupos humanos diferenciados, sino que estas diferencias han resultado

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significativas para alimentar la dicotomía nosotros-ellos. En síntesis, sólo hay grupos étnicos o identitarios en situaciones de contraste con otras comunidades (Barth) y como resultado adaptativo de su inmersión en circunstancias ecológicas, políticas o socioeconómicas concretas (Glazer).

Territorio conceptual de perfiles imprecisos, el campo de las identidades sólo puede ser, por tanto, un centro vacío, donde tiene lugar una serie ininterrumpida de yunciones y disyunciones, un nudo incierto entre instancias, cada una de ellas irreal e inencontrable por su lado. Así pues, la identidad se produce en un plano puramente relacional. Por tanto, no es un contenido, sino una forma. La identidad es indispensable, todo el mundo necesita tenerla, pero presenta un inconveniente grave: en sí misma, no existe.

Y precisamente porque resultan de la interrelación entre grupos humanos autoidentificados, las culturas no pueden ser -como a menudo se pretende- totalidades que puedan vivir en la quietud. Sometidas a toda clase de sacudidas e inestabilidades, las identidades modifican su naturaleza, cambian de aspecto y de estrategia tantas veces como haga falta. Su evolución sufre oscilaciones muchas veces caóticas e impredecibles. En definitiva, las identidades no sólo deben negociar constantemente las relaciones que mantienen, sino que son esas relaciones. No son la base de un contraste, sino su fruto.

2. Fronteras movedizas

La condición intranquila de los segmentos étnicos y corporativos que la componen es lo que convierte la ciudad en un tejido inmenso de campos identitarios poco o mal definidos, ambiguos, que se interseccionan con otros y que al final, acaban por hacer literalmente imposible cualquier tipo de mayoría cultural clara. Hay que percibir la urbe como un calidoscopio, donde cada movimiento del observador suscita una configuración inédita de los fragmentos existentes. En efecto, uno de los aspectos que caracterizan la diversificación cultural actual es que no está constituida por compartimentos estancos, donde un grupo humano puede sobrevivir aislado de todos los

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demás. Ciertamente, esto nunca había sido así. Un intercambio a distintos niveles había facilitado, en todo momento y en todo lugar, unas relaciones de intersección entre los grupos humanos diferenciados que no permitían hablar de las culturas humanas como entidades incomunicadas entre sí. Pero nunca se había producido una aceleración de las interrelaciones culturales como la que viven las ciudades actuales, donde las fronteras se multiplican, pero son tan lábiles y movedizas que es completamente imposible no traspasarlas continuamente.

Ninguno de los espacios sociales que, por ahora, definen la ciudad puede separarse de los demás, porque está unido a ellos en una densa red de relaciones de mutua dependencia. Igualmente, las identidades grupales no pueden ser, en ningún caso, segregadas claramente unas de otras, ni tienen umbrales precisos. Formas de concebir la vida absolutamente dispares se mezclan en unos territorios cuya definición es imposible, o por lo menos, complicada, por su condición irregular e inestable. Ninguna identidad colectiva puede reclamar la exclusividad total respecto a la identidad de sus miembros, ni cuenta con la posibilidad -ni siquiera en el caso de las comunidades que quieren cerrarse más- de atrincherarse.

El urbanita no puede limitarse en su vida diaria a una única red de fidelidades, o a una adscripción personal exclusiva. Como resultado de esta pluridentidad, obligado a moverse constantemente entre los diversos términos de su existencia social, el individuo urbano es una especie de nómada en movimiento perpetuo, obligado a pasar el tiempo haciendo transbordos y correspondencias entre los componentes de un mosaico de universos pequeños que se tocan o se penetran mutuamente.

Los ciudadanos no sólo tienen la diversidad cultural a su alrededor, sino también en su interior. Viven sumergidos en la diferencia, a la vez que se dejan poseer por esa diferencia. De momento, hay unos principios de adscripción que, para muchos, tienen un valor superior a lo estrictamente étnico. La inclusión en un género sexual, en una generación o en una clase social son algunos ejemplos. Los apellidos hacen que cada uno sea pariente; el lugar de nacimiento le hace paisano; las ideas políticas o religiosas, correligionario; el barrio donde vive, vecino; la edad, coetáneo. Los gustos musicales o literarios, el estilo vestimentario, las aficiones deportivas, el lugar

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donde estudia o estudió de joven, los temas de interés, las preferencias gastronómicas o sexuales...

Cada uno de estos elementos instala a cada individuo en el seno de un conglomerado humano constituido por todos los que lo comparten y que a partir de él pueden reconocerse y sentirse vinculados por sentimientos, orígenes, orientaciones o experiencias comunes. En algunos casos, esta dinámica taxonómica puede asumir su propia autoparodia, una caricatura que admitiría el carácter aleatorio y caprichoso de los contenidos que toda identidad reclama para justificarse. Es el caso del sistema del zodíaco, una organización identitaria mediante la cual los individuos pueden jugar a clasificarse en una especie de pseudoetnicidad imposible, donde el determinismo biológico o cultural que suele utilizarse para naturalizar las diferencias humanas ha sido sustituido por un condicionante puramente mágico.

Gracias a todos estos mecanismos de diferenciación, si aplicáramos una plantilla sobre la masa de los ciudadanos de cualquier ciudad, que los clasificara con los criterios para establecer cualquier nosotros -género, clase social, edad, gustos, intereses, etnicidad, ideología, credo, signo del zodíaco, aficiones, lazos familiares, barrio donde vive, lugar de nacimiento, inclinaciones sexuales- el resultado ofrecería una serie de configuraciones polimórficas que, dibujadas como los mapas políticos en función de cada opción identitaria escogida, producirían una extensa gama de coloraciones y contornos no coincidentes.

¿Cómo se explica esta tendencia a la diferenciación cultural, si le negamos la base objetiva que pretende tener y la reducimos a una argamasa arbitraria de marcajes, que no son la causa sino la consecuencia de la segregación operada?

En primer lugar, está la necesidad propia de cualquier individuo de formar con otros una comunidad más restringida que las grandes concentraciones humanas de un Estado o incluso de una gran ciudad. Se trata del requerimiento del individuo de pertenecer a un colectivo de iguales, o bien de sentir la certeza de que, en cierto modo, no acaba en sí mismo. Esta necesidad de constituir un nosotros se agudiza cuando las interconexiones y los roces con otros grupos se hacen más frecuentes, más intensos y en el marco de unos territorios cada vez más reducidos, de forma que la voluntad de

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diferenciarse, contrariamente a lo que solemos pensar, no procede de un exceso de aislamiento, sino de lo que se vive como un exceso de contacto entre los grupos. En estas circunstancias, la dialéctica del nosotros-ellos exige la aceleración de los procesos de selección o de invención de los símbolos que fundamentan les autodefiniciones, y lo hace con una finalidad: asegurar un mínimo de segmentación, que mantenga a raya la tendencia de las sociedades urbanas hacia una hibridación excesiva de sus componentes.

Por otra parte, la diferenciación se produce al distribuir unos atributos que implican la adscripción de cada grupo a unas actividades u otras, de forma que a menudo la pluralidad cultural -sobre todo, si es impuesta desde fuera del grupo como descalificación o estigma- puede ocultar lo que es de hecho una organización social. Esto, al margen de todas las oportunidades en que la adscripción étnica sólo oculta la existencia de auténticos grupos de interés (Glazer, Cohen), que utilizan la etnicidad para justificar la autoorganización y satisfacer necesidades instrumentales y adaptativas comunes.

3. Diferencia e información

Además de subrayar la condición compuesta de la sociedad urbana, las diversas retículas identitarias que pueden cubrir la población urbana y de las que resultarían segmentaciones siempre distintas asumen otra tarea: clasificar por la propia necesidad de clasificar, es decir, por la exigencia inconsciente de imponer a una masa humana que antes era informe e indiferenciada un sistema de distinciones, oposiciones y complementariedades con cualquier contenido.

Por otra parte, esta exigencia de segregaciones diferenciales no es más que el reflejo de un principio análogo que actúa en la naturaleza en general y rige todos los fenómenos de la vida, desde las formas más elementales de la organización biológica hasta los sistemas de comunicación más complejos. Toda percepción es posible por la recepción de una novedad relativa a una diferencia, es decir, de un contraste, una discontinuidad, un cambio. Los órganos sensoriales sólo pueden percibir diferencias. No vemos un color, sino la disimilitud entre -por lo menos- dos colores. Si la gama de colores no existiera, no veríamos un color único: no veríamos ninguno. Gracias al

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temblor constante del globo ocular -el «micronistagma»-, no analizamos objetos, sino contornos.

El ejemplo de la visión binocular es muy elocuente. Lo que ve una retina y lo que ve la otra no es el mismo, pero la diferencia entre la información suministrada por cada retina produce otra clase de información: la profundidad. El tacto nos informa de las desigualdades que hay en las superficies que tocamos, como un olor sólo puede percibirse en función de otro, con el cual podamos compararlo. El oído no aísla los sonidos, sino los caracteres distintivos entre los sonidos. La lingüística nos ha explicado hace tiempo que todas las unidades del lenguaje -empezando por su mínima expresión: los fonemas- cobran sentido estructural por el valor que tienen unas en función de otras, es decir, por sus relaciones de oposición recíproca en el seno de un sistema.

Así pues, en las sociedades humanas, la diferenciación (étnica, religiosa, genérica o de cualquier otro tipo) cumple la misma función que en cualquier expresión de la vida en el universo: garantizar la organización y la comunicación. El psicólogo soviético A.R. Luria nos enseñó que las complejas moléculas de albúmina, cuya existencia fue una de las premisas de la aparición de la vida sobre la tierra, se integran en un proceso metabólico por su capacidad de distinguir, de reaccionar ante ciertos influjos y de mantenerse indiferentes ante otros. Además, los seres vivos son sensibles a estímulos no bióticos y «neutrales»: aquellos que les permiten orientarse y reaccionar ante cualquier diferencia que se produzca en su medio circundante. Este fenómeno es ostensible en la actividad ganglionar, retinal o cerebral de los mamíferos, pero también en los organismos más elementales -moléculas, células, átomos...-, donde también se puede hallar una capacidad idéntica de dar respuesta sólo a una cierta clase de estímulos, como por ejemplo, los que se derivan de la oposición movimiento-reposo. Toda comunicación, si entendemos por comunicación la actividad que posibilita la vida, depende de una buena circulación de informaciones, es decir, de noticias sobre diferencias.

No percibimos cosas diferenciadas entre sí, sino que percibimos la relación entre las cosas después de someterlas a una diferenciación previa. Sin diferencia no hay información. Las cosas indiferenciadas no pueden ser objeto de percepción sensorial, y por tanto, tampoco pueden ser procesadas por el

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entendimiento, pensadas. El funcionamiento de la naturaleza, de las sociedades y del intelecto humano sólo puede ser holístico, es decir, basado en la interacción entre las partes y las fases previamente diferenciadas. Necesitamos la diferencia para relacionarnos entre nosotros, pero también con el mundo.

Ahora bien, la diferencia no niega una cierta homogeneidad: es su condición. El mundo adopta una multitud de formas, pero siempre es el mundo. Es verdad que no puede existir percepción ni pensamiento sin diferencia, pero la diferencia tampoco podría existir si no se recortara sobre una unidad, una totalidad que integra la globalidad de maneras de existir y que solemos llamar naturaleza, universo, o simplemente vida.

O todavía más. Nada nos impide sospechar que, más allá de ese trabajo de subrayar la condición compuesta de la sociedad urbana, la malla étnica con que la población urbana es cubierta permitiría, además, otro tipo de labor: la de simplemente clasificar por clasificar, es decir imponerle a lo que sí no sería una masa humana informe e indiferenciada un sistema de distinciones, oposiciones y complementariedades, a la que en realidad podrían corresponderle contenidos cualesquiera. Si fuera así, sucedería con muchas de estas proclamaciones étnico-urbanas lo mismo que con aquel sistema taxonómico -el zodiacal chino- que tanto intrigara en su célebre ensayo sobre las clasificaciones primitivas a Durkheim y Mauss (1996), puesto que no parecía responder a morfología social alguna, sino más bien a una especie de impulso intelectual que exigía en todo momento ver realizado un orden -cualquier orden- categorial. La etnicidad urbana -tanto la importada como la de producción propia- sería entonces, en una última instancia, resultado de lo que los fundadores de la escuela sociológica francesa habían presentado como la función clasificatoria, la tarea de la cual sería, para el caso, asegurar un mínimo de segmentación, manteniendo a raya la tendencia que las sociedades urbanas experimentan constantemente hacia una hibridación excesiva. Podríamos aplicar entonces lo que de nuevo Pouillon apreciaba en otro lugar: "Unidades superpuestas definibles por y en ellas mismas, (las etnias) no alimentan la base de una clasificación, sino que, al contrario, constituyen su producto. No se clasifica porque hay cosas que clasificar; es porque se clasifica que se las descubre."

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El análisis de la manera como los inmigrantes o sus descendientes construyen su personalidad diferenciada hace manifiestas, en cualquier caso, las dificultades que entraña trabajar con conceptos confusos, tales como el de identidad. Territorio conceptual de perfiles imprecisos, el campo de las identidades no puede ser otra cosa que un centro vacío, un espacio-tiempo hueco en que tienen lugar los ininterrumpidos empalmes y desempalmes de no importa qué nosotros. Desde la antropología posmoderna James Clifford ha afirmado que la cultura y la identidad de hoy en dia "no necesitan hundir sus raíces en tramas ancestrales; viven por polinización, por trasplante" .

La presunción teórica según la cual al sentimiento de identidad étnica le correspondía una concepción del mundo determinada -la idea romántica de cultura que la antropología americana asumió adoptándola del idealismo alemán- y de que tal cosmovisión resultaba alterada por fenómenos de contaminación o degeneración hace tiempo que aparece desautorizada. La teoría de la aculturación, característica de la escuela culturalista norteamericana (Redfield, Linton, Herkovits, Lewis), ya recibió una severa descalificación en los años sesenta por parte de la antropología y la sociología neomarxista (Balandier, Ribeiro). Las discusiones suscitadas en el seminario que organizara Jean-Marie Benoist a mediados de los 70 (cf. Lévi-Strauss, 1981) tuvieron la virtud de desligitimar en gran medida las pretensiones de sustantivizar el concepto de identidad, otorgándole la posibilidad de darse como conjunto de hechos objetivables, más allá de su valor real como incierto nudo entre instancias, irreales en sí, inencontrables cada una de ellas por separado. La escuela nórdica de Barth sostuvo por aquel entonces que la diferenciación étnica era más el resultado, en forma de categoría adscriptiva, de la interacción de un grupo humano con otros, que una instancia inmanente dotada de contenidos objetivables. En una última etapa de reflexión, autores como Taguieff o Wieviorka han esgrimido ese mismo escepticismo conceptual para denunciar los intentos por absolutizar la diferenciación étnica y sustituir el viejo racismo biológico por otro que naturaliza las peculiaridades culturales.

Negado su derecho a la reificación, la identidad se reduce, si llevamos a sus últimas consecuencias todas estas declaraciones de agnosticismo axiológico en relación con lo "étnico", a una entidad espectral que no puede ser representada puesto que no es otra cosa que su representación, superficie

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sin fondo, reverberancia de una realidad que no existe, ni ha existido, ni existiría sino fuera precisamente por sus periódicas escenificaciones. De la identidad podría afirmarse, de hecho, lo que García Canclini anotaba a propósito de "lo popular": "valor ambiguo de una noción teatral", "efecto de ciertos actos de enunciación". Y ello para que -al contrario de lo que pensaba Lévi-Strauss- las cosas de que la identidad de un colectivo humano está hecha sí que puedan darse en algún sitio.

El ejemplo de los Hare-Krisna. Sociedad religiosa absolutamente basada en el exilio y la inmigración, puesto que lo conforman individuos que han decidido “convertirse” en inmigrantes, en este caso evocadores de un pasado inexistente en la India. Su esquema recuerda al de los judios (pueblo por definición en peregrinaje perpetuo), pero también al de las sectas introspeccionistas, como los amish o los hutteritas.

¿Qué es lo que ofrece la imagen del harinama, prédica de los Hare-Krisna por las calles ? Lo que estos “desertores” del espacio público que vuelven a él para brindar el espectáculo de sí mismos ?

duración vs. efimereidadestructura vs. desordenmúsica / ruidotrascendencia / superificialidaduniformidad / indisciplinaclaridad / confusiónheterogeneidad / homgeneidadproyecto / derivaUTOPIA / HETEROTOPIANostalgía de los cristales, nostalgia de lo orgánico.

Como los ciudadanos de origen inmigrante nos demuestran en sus autocelebraciones, las fiestas en que se exalta la autoconciencia étnica de un grupo sirven precisamente para que está pueda realizarse de verdad en alguna oportunidad, en algún lugar, aunque sea momentáneamente, para brindarle al deseo y la necesidad de identidad la posibilidad efímera de encarnarse. Sueño de ser, por fin, una sola cosa.

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6. TRÁNSITOS : DEAMBULACIONES JUVENILES.

6.1. LAS CULTURAS PARÓDICAS.

1.

Las llamadas tribus urbanas son un ejemplo bien claro de ese paradójico fenómeno podía encontrarse en aquellas microsociedades a las que la misma escuela de Chicago había designado como las street gangs a las que se aludió en la clase anterior.

Se hace referencia con esos conceptos a las culturas menores que podían registrarse subdiviendo el nuevo continente juvenil, cuyo nivel de autonomía no parecía dejar de aumentar en las sociedades modernizadas, han sido un recurrente objeto de estudio por parte de los antropólogos, sobre todo para poner de manifiesto como las condiciones de su existencia expresaban en términos morales y resolvían en el plano simbólico tránsitos entre esferas incompatibles o contradictorias de la macrosociedad urbano-industrial en que se integraban. Su función es la de todo grupo intersicial : aliviar psicológicamente sentimientos de sumisión, incerteza, precariedad, así como contradicciones como, por ejemplo, la que enfrentaba tiempo de trabajo/tiempo de ocio, paro/empleo, aspiraciones sociales/recursos reales, etc.

Este tipo de subsociedades juveniles de nuevo cuño no se limitaban a reproducir los esquemas organizativos ni las funciones iniciáticas o de socialización de los grupos de edad conocidos en otras sociedades -los grupos

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de mocedad de nuestra propia tradición, por ejemplo-, ni tampoco eran propiamente una nueva edición de las "cofradías del descontento" de otras épocas. Se trataba ahora más bien de verdaderas nuevas formas de etnicidad, ya no basadas, como hasta entonces, en vínculos religiosos, idiomáticos, territoriales o histórico-tradicionales, sino mucho más en parámetros estéticos y escenográficos compartidos, en redes comunicacionales en común y en la apropiación del tiempo y del espacio por medio de un conjunto de estrategias de ritualización permanentemente activadas. Se estaba ante grupos humanos integrados cuyo criterio de reconocimiento intersubjetivo no se fundaba en un concierto entre conciencias sino entre experiencias, y en cuyo seno la codificación de las apariencias parecía desempeñar un papel nodal.

Su papel, tal y como la Escuela de Chicago había advertido, es esencialmente de territorialización, es decir de creación, control y protección de territorios que han quedado al margen de la acción tanto de la instrumentalización económica como de las políticas urbanas.

Son pues zonificadores, colonizadores de territorios inhóspitos y asilvestrados de la ciudad, marcados por la indefinición de los valores y los códigos, que han sido abandonados -a tiempo completo o sólo a ciertas horas- del caos autorganizado en que consiste la calle y que su presencia libera parcialmente de su naturaleza discontinua, inestable y fragmentaria.Gentes de la frontera entre lo urbano y lo político, entre lo desestructurado y lo estructurado, cuya labor es la de devenir pioneros, exploradores o expedicionarios, levantadores de puentes entre espacios inorgánicos y orgánicos, responsables de todo tipo de ajustes y reagrupamientos.

La existencia de “tribus” permite al sociólogo y al antropólogo urbano regresar a la utopía ya imposible de una sociología y una antropología de los enclaves, el barrio, el guetto, por mucho que ese barrio y ese guetto sean móviles e itinerantes, y jueguen al nomadeo.

Ese proceso de diversificación cultural que afectaba a las metrópolis planteaba otra cuestión relativa a la naturaleza de sus contenidos simbólicos específicos: la de si las nuevas etnicidades articulaban alternativas reales al sistema de mundo al que parecían dar la espalda o contestar, o si, por el contrario, constituían versiones más o menos alteradas de la cultura hegemónica. O, dicho de otro modo, si las subculturas juveniles debían ser

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consideradas, con respecto de la cultura dominante global, en términos de disonancia o de resonancia.

Para algunas tendencias, como la escuela de Birmingham en los años 60 o la formalizada por los antropólogos neogramscianos en Italia, las subculturas juveniles desacataban el orden cultural hegemónico en vigor y esbozaban opciones culturales de recambio posibles o cuanto menos deseables. En cierto modo ello no era del todo incompatible con todas aquellas estrategias analíticas que habían venido trabajando desde la presunción, ya formulada por Margared Mead, de que los jóvenes encarnaban a la perfección la naturaleza prefigurativa de la sociedad occidental y se constituían no ya, como en otros sitios o épocas, en herederos del pasado sino del futuro. Tal presupuesto permitía percibir las culturas de los jóvenes como una especie de bancos de prueba en que eran ensayados modelos y prototipos sociales emergentes, todavía en periodo de experimentación pero que presagiaban algunos de los rasgos culturales destinados a definir el porvenir de la sociedad en su conjunto.

Sin cuestionar frontalmente lo que de pertinente pudiera haber en esos supuestos, otras perspectivas han matizado su valor cultivando la premisa teórica según la cual las subculturas juveniles, a pesar de estar instaladas en la periferia del sistema, vendrían a ser algo así como firmamentos especulares en que los valores de la sociedad capitalista -hedonismo, egolatría, culto a lo superficial, consumismo, vanidad narcicista- se reproducirían en clave de caricatura, como si los axiomas respecto de los cuales ocupaban una situación marginal o subalterna se mirasen en un espejo cóncavo en que se reflejaran desfigurados sus propios rictus. Cabría hablar entonces de auténticos modelos culturales paródicos, configuraciones simbólicas que imitaban -involuntaria e inconscientemente- los lenguajes y paralenguajes en activo en la sociedad general, deformándolos y llevando su lógica a una irrisión por desmesura.

Algunas aplicaciones concretas de ese tipo de presupuestos han sido provistos desde la antropología para ciertos grupos que se conducen a la manera de microculturas urbanas marginales o subalternas. En unas se muestra, pongamos por caso, como los jóvenes consumidores de heroína, los yonquis, se comportan justamente como eso, es decir como "consumidores", que obedecen una suerte de monstruosización de los principios racionalizadores que orientan la conducta consumista en la sociedad

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contemporánea (Gamella). En otras se destaca la manera como el modelo norteamericano de comunidad de homosexuales varones se moldea como una caricatura de una sociedad utópicamente hipermachista, basada en la exaltación de la virilidad y un estado de permante e insaciable agitación erótica, que puede ser inmediata aunque nunca totalmente satisfecha (Guasch).

Es eso lo que justifica la búsqueda de elementos conductuales, vestimentarios, protocolarios, escénicos, estilísticos, lingüísticos que resultan deliberadamente nuevos, exóticos, futuristas, rupturistas, revolucionarios, que aparentemente rompen con la tradición. También pertenecen a este orden de cosa la localización de puntos arrebatados al anonimato, y por ello rebosantes de posibilidades y de significados.El resultado es el sentimiento exhibido de superioridad en la presentación del yo, la arrogancia en las exhibiciones de que son una sola cosa. Utopía del encuadramiento, de la movilización general.

De ahí la extrema ambigüedad del status simbólico de los jóvenes : al mismo tiempo completamente integrados y completamente marginados, insertos y excluidos, peligros y futuro de la humanidad, envidiados y temidos, elogiados y estigmatizados. Su labor no es denunciar los mecanismos institucionalizados que pretenden hacer de las sociedades metropolitanas algo parecido a un organismo integrado, sino, al contrario, poner de manifiesto la insuficiencia crónica de los mecanismos de integración que pretenden, reparándolos por la via de modalidades experimentales -en apariencia alternativas- a los espacios y los tiempos de la sociedad y de la política. Estos ámbitos del orden social y político son puestos a prueba, sometidos a todo tipo de forzamientos y presiones.Son así pues, mecanismos de agenciamiento, de estratificación y de sedimentación, provisionales y en periodo de prueba, en los que se ensayan nuevos códigos de significación y nuevos diseños para el cambio social.

La lucidez de algunos, ajenos a la ciencias de la sociedad y la cultura, ya percibió el sentido último de tal intuición. Como Pier Paolo Pasolini, cuando aludía a "las máscaras repulsivas que los jóvenes se han puesto sobre la cara, afeándolos como a viejas putas de una injusta iconografía", que "reproducen objetivamente en sus fisonomías lo que ellos, sólo con palabras, han condenado para siempre". Algo así ya había sido anticipado -por la manera como el estructural-funcionalismo sociológico norteamericano había

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abordado la cuestión. El tan citado estudio sobre los barjots franceses, que desde una perspectiva estructuralista llevara a cabo Jean Monod, también recogía cómo los movimientos culturales de los jóvenes urbanos actuaba a modo de una superficie en la que la sociedad-marco no siempre estaba dispuesta a reconocer su propia imagen distorsionada.

En una dirección parecida, hace no mucho que Patrice Bollon proponía conceptualizar los estilismos de las subculturas juveniles como el último de los episodios de una larga tradición europea de caricaturización de las estéticas dominantes, iniciada por los petrimetres de la corte francesa de finales del XVII, lo que, por cierto, permitía percibir el dandismo de las actuales microculturas juveniles como una apoteosis del tono neobarroco -o, mejor, neorococó- de nuestro fin de siglo.

Renuncia al anonimato, ganas de “llamar la atención”.En relación con este tipo de microsociedades juveniles, la prensa y las

autoridades policiales y políticas recrean una curiosa taxonomía, inventada por ellos mismos, que compartimenta los jóvenes en subgrupos jerarquizados en función de su peligrosidad para la ciudadanía en general. Es esa pseudociencia la que permite asignar responsabilidades "tribales" a todo tipo de crímenes, agresiones, peleas multitudinarias, saqueos o destrucciones.

En las investigaciones periodístico-policiales los jóvenes son clasficicados como motoras, skinheads, siniestros, psychobillys, punkis, heavies, rockers, mods, hooligans, maquineros, b-boys, hardcores y okupas, con una ficha que recogía sus rasgos distintivos: edad de sus componentes; actividades -"ocio y nomadismo", "música y conciertos", "ropa", "baile", "pintadas", "marginalidad", "normales"-; niveles de conflictividad -"elevado", "contenido", "escaso"...-; ideología -en la mayoría de casos "contradictoria"-, etc .

2.

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El caso de la cultura hip-hop.

Digamos, de entrada y para recapitular cosas dichas por otros en otros sitios, que la pintada es una fórmula de comunicación perteneciente al grupo de las llamadas de audiencia diferida, que se caracteriza por la condición momentáneamente inexistente del receptor del mensaje. Los graffitis hechos en la calle a la manera tradicional vienen respondiendo a una voluntad de radicalidad expresiva asociable al concepto de propaganda y emplean para ello el formato consigna con el fin de manifestar voluntades o vindicaciones. Este modelo de pintada "para todos los ojos" funciona, todavía ahora, como una variante comunicativa empleada por grupos o individuos que no pueden o no quieren acceder a las vías de reclamo institucionalizadas y que emplean este vehículo para divulgar sus puntos de vista. Ni que decir tiene que las paredes desnudas de nuestras ciudades continuan ostentando mensajes de este tipo, que pueden manifestar reclamaciones socio-políticas pero que últimamente también suelen ser soporte para el anuncio de acontecimientos sociales importantes -EN JORDI ES CASA- o estados de ánimo particulares -MONTSE, T'ESTIMO-.

Los tipos de graffiti que hoy por hoy pueden contemplarse por doquier en las grandes ciudades se corresponden, pero, cada vez más con otro estilo comunicativo. Ya no se trata tanto del acto de difusión en que alguién le dice a todo el mundo alguna cosa, convirtiendo una superficie dada en un cartel o en una valla publicitaria. Lo que sucede ahora es que el activismo de los actuales grupos de mocedad urbana se apodera sígnicamente del paisaje urbano para emplearlo en una praxis puramente autoreferencial, y lo hacen adoptando un concepto de la rotulación que parece emparentarse más bien con la idea del tatuaje, señal con vocación de indelebilidad hecha sobre la epidermis por aquellos que precisamente -como los presos o los marineros de antes- tienen dificultades en orden a definir su propia identidad. En un medio percibido como hostil -la propia vida, en realidad-, emplean la única cosa que les brinda un mínimo dintel de estabilidad: la piel del propio cuerpo, o, en este caso, la piel de la ciudad.

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El delirio señalizador de las modernas microculturas juveniles urbanas no pretende, en efecto, decirnos nada a nosotros, habitantes del centro invisible y móvil de la ciudad, sino que aspira a comunicarse diferidamente con otros miembros de sociedades subterráneas que desarrollan su discurso vital en los márgenes de lo que convencionalmente habríamos llamado la "normalidad ciudadana". Su virtualidad comunicadora busca la mirada -eventualmente, no siempre, la respuesta- de uno de los suyos o del grupo contrario, constituyendo entre todos un circuito de intercambio de signos gráficos paralelo al que componen los mass media. Muchas veces, el contenido del mensaje es indescifrable para quien no pertenezca al sistema social del emisor -heavy, skin, afterpunk...- o a la comunidad rival, igualmente capaz de orientarse en una ciudad codificada simbólicamente de manera críptica para todos los demás. En muchos casos, el acto sémico de la pintada puede haber renunciado, como los haikús de la poesía budista, incluso a significar, para convertirse en una pura gestualidad fática, acción comunicativa que no informa de nada sino que sólo establece que el canal está abierto y en condiciones de ser utilizado, o que simplemente aspira a ser reconocido como huella o rastro.

“La catedral no vale más que el decorado cutre de una manzana de viviendas obreras, pues los graffiti o las pintadas urbanas son perfectamente comparables a las pinturas de las grutas prehistóricas. En cada uno de estos casos hay un grupo que expresa, que delimita su territorio y, de esta guisa, conforma su existencia” (Maffesoli).

El caso más extremo de esa forma de comunicación microcultural basada en los graffiti es, sin duda, la que encarna la cultura hip-hop. Como se sabe este movimiento se originó en los barrios afroamericanos e hispanos de Nueva York -Harlem, South Bronx, Brooklyn- como un vehículo sincrético de expresión y protesta de su población joven. Los elementos centrales de su autoidentificación son de orden artístico: las pintadas en espacios así apropiados, como los del Metro; el rap -una especie de cruce entre el funky y los viejos blues hablados-; el scratching -ritmos que trasladan el protagonismo creativo a los pinchadiscos-, al igual que estilos de danza como el break-dance o el electric-boogie. El uso del monopatín para desplazarse por la ciudad o para ejecutar ejercicios acrobáticos suele ser asociado también al movimiento. Esta corriente cultural reivindica ascendentes políticos radicales -Malcom X,

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por ejemplo, cuyo look suelen imitar- y adopta una ideología internacionalista centrada en el International Hip-hop y en la ya aludida espiritualidad Zulú.

Lo que singulariza el movimiento hip-hop es sobre todo -y como veíamos- que quienes en él se integran -los B-Boys y las B-Girls- quedan convertidos en auténticos obsesos gráficos, abocados a un vértigo expresivo -una suerte de horror vacu- que convierte cualquier espacio disponible, por pequeño que sea, en una tentación irresistible para la rotulación inmediata, casi cabría decir espasmódica. No es casual que el mismo término identitario, hip-hop, aluda justamente a la naturaleza ultraminimalista de sus acciones semánticas: rapidez en el lenguaje, imagen gráfica que aparece de pronto, de un trazo fulminante llevado a cabo en fracciones de segundo, cuya equivalencia sonora son las modulaciones sincopadas del rap o el scratching. Podría hablarse incluso de una especie de signoadicción, es decir, una dependencia casi total a la textualización del espacio urbano, que hace del autor del grafito lo que ellos mismos autodesignan como un writer, "escritor".

Aquí ya no hay prácticamente voluntad comunicadora que trascienda los límites de la red constituida por los propios. De hecho esos mismos signos en la pared son los mojones, las señalizaciones que indican pistas, recorridos, los puntos y los trayectos que los unen, la trama urbana particular que se sobrepone a aquella otra que los gestores municipales establecen. Su barroquismo escritural no puede entenderse fuera de una frenética e insaciable intención nominadora que tiene como objeto no decir la ciudad, sino obligar a que sea la ciudad misma la que les diga, en el sentido de una usurpación que hace de no importa qué superficie urbana un espejo de comunicación narcicista. Este es, en última instancia, el valor del tag, simple firma, pero también grito gráfico de "¡EXISTO!", señal personal indicativa del tránsito de su autor por un lugar determinado, que pasa a ser lugar -es decir nicho de memoria y sentido- a partir de esa misma apropiación celebrativa y ritual que es estampar la propia firma sobre la textura en blanco de un punto elemental de la metrópolis.

El graffiti actual hace propios distintos soportes que con frecuencia prescinden de la pared -la vieja predilección de los usuarios de la pintada como mass media-, a no ser para la ejecución de grandes murales cuya belleza y exuberancia los hacen dignos de consideración como "arte" por los especialistas. Indiferentes a esa estatuación que podría dignificarles ante la

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polis, los graffiteros optan sobre todo por los espacios micro para su compulsiva tarea de señalización: cabinas telefónicas, contenedores de basura, papeleras, indicadores de tráfico... El delirio semantizador de estos grupos sociales juveniles ha de entenderse, en cualquier caso, como parte de un dispositivo semiotizante -de poetización, si se prefiere-, inherente a una determinada liturgia del territorio urbano, puesta en escena que le impone una forma a la sustancia hasta entonces muda de que estaba hecha la ciudad. Lo urbano es amoldado por tales operaciones a una pauta simbólico-relacional específica. El resultado es bien conocido: vagones de Metro o piezas de mobiliario urbano "ensuciados" con mensajes inteligibles; ruido visual que enturbia la inspirada armonía sugerida por nuestros príncipes del diseño urbano; monumentos erigidos en honor de los padres o momentos estelares de la patria víctimas de intolerables sacrilegios...

Los Ayuntamientos de las grandes ciudades suelen ocuparse, en tanto que culpables de incivilidad, de acosar a estos disidentes estéticos del rotulador y del esprai -el objeto que en el argot hip-hop llama bomba-, cultivadores de una insubordinación sígnica en que la retórica gráfica es el arma con que se estropea la imagen de una capital como Barcelona, enloquecida por los proyectos de estetización generalizada. En cambio, la relación que las autoridades municipales mantienen con los escritores del hip-hop es en extremo ambivalente: son al mismo tiempo perseguidos y subvencionados. En febrero de 1992 moría un joven que realizaba tags al ser atropellado por un convoy del Metro en la estación de Marina, cuando huía de los vigilantes jurados que le habían sorprendido firmando. En cambio los activistas gráficos más celebrados de la corriente -escritores o diseñadores de plantillas- han recibido apoyos institucionales para llevar a cabo sus creaciones.

La clave que hace comprensible semejante paradoja tal vez hay que buscarla más allá de una voluntad gubernamental por domesticar el movimiento. La pista correcta partiría más bien de constatar que, lejos de contrariar frontalmente la idea que las autoridades políticas tienen de lo que debe ser la ciudad, estos muchachos lo que hacen es conducirla hasta sus últimas consecuencias lógico-prácticas. La sedición que ejercen y les hace acreedores del asedio policial de que son objeto se debe a lo singular de sus criterios estéticos, no a la intención profunda que intentan hacer realidad.

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Al contrario de lo que Baudrillard anunciaba, el graffito estos significantes vacíos no hacen irrupción en el seno de los signos plenos de la ciudad para disolverlos, sino para completar su labor de semiologización. Baudrillard, establecía que el graffitti desacata la denominación simbólica que impone a cada cual su nombre propio, puesto que se proclama la propia individalidad frente al anonimato. En cambio tenía razón cuando proclamaba que “los graffiti son del orden del territorio. Territorializan el espacio urbano descifrado”. Es un guetto sígnico, que, en tanto que tal, devuelve al estudioso de los enclaves el sueño de ver hecho realidad su objeto.

Dicho de otro modo, el gran plan municipal de monumentalizar la cotidianeidad queda plasmado en un modelo blando que podríamos llamar modelo maquillaje, mientras que ese mismo dispositivo de cartografiamiento simbólico-estético adopta en los sectores del activismo gráfico juvenil la forma más expeditiva e irreversible de ese mismo principio de embelleciemto y señalización, esto es el modelo tatuaje. Los jóvenes practicantes de la insumisión sígnica no contradicen la voluntad cosmetizadora de nuestros dirigentes municipales. Antes al contrario, toda su actividad consiste precisamente en obedecer radicalmente las consignas oficiales por su cuenta y según sus gustos, librándose con todo su entusiasmo a contribuir al gran proyecto de la etapa Serra-Maragall de gobierno barcelonés de hacer de la capital catalana un centro de experimentación en la producción de significado en marcos urbanos.

Son ellos quienes mejor han entedido y con mayor beligerancia han respondido a obsesión oficial por dotar a la ciudad de una infraestructura, hecha en este caso de signos, que estimule determinados sentimientos de autoidentificación y facilite la tarea de mantener a raya el embrollamiento cognitivo a que siempre tiende la urdimbre metropolitana. Lo que las autoridades políticas barcelonesas pretenden es dotar de significación práctico-normativa el espacio urbano a base de someterlo a una proliferación simbólica absoluta, haciendo de la escenografía urbana un sistema de referencia coherente y lógico que explicite al máximo los elementos gramaticales que hacen posible su comprensión y, por tanto, su habitabilidad intelectual. Esta formalización semántica se despliega como una operación cuyo objetivo no es otro que estructurar la experiencia urbana, generando una cierta noción de homogeneidad de lo real en el transeunte, tanto más que en el

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vecino. Esto se resuelve en este cuidado que el municipio parece tener en todo aquello que contribuya a subrayar la idea de ciudad como macrosistema de representación y que se hace patente en una clara voluntad de -con frecuencia sin renunciar a modalidaes ciertamente vehementes de expresividad- hacer pensable Barcelona en términos de un determinado imaginario que se pretende hacer compartible.

Pues bien, esa misma preocupación por la producción significante que los ayuntamientos intentan llevar a cabo es idéntica a la que parece poseer a esa sociedad aparentemente periférica y marginal que es la constituida por los hip-hop o, por extensión, por cualquiera de las otras "tribus urbanas". En última instancia, tanto unos como otros son comprensibles a la luz de un orden de mundo dominado por la voluntad narcisa de convertir la ciudad en un espejo que refleje un determinado universo simbólico, capaz de determinar a aquél que se mira en él, y no al revés. Colocados en lugares en apariencia antagónicos -el centro y su reverso moral- los ayuntamientos Ayuntamiento y las microsociedades urbanas presuntamente indisciplinadas pugnan -empleando tácticas policiales y de guerrilla respectivamente- por ocupar significadoramente un mismo terreno en que cada cual procura imponer sus marcas, y al mismo tiempo, ignorar, suprimir o deteriorar las del contrario. Las estrategias que la polis y los segmentos jóvenes de la urbs -las temibles "tribus urbanas"- emplean para hacer imborrables sus rastros se parecen demasiado y compiten por las mismas superficies: su incompatiblidad es, así pués, inevitable.

El campo de batalla en esta guerra entre escrituras es, en cualquier caso, una ciudad, que se entiende no solamente como un conjunto de ciudadanos, instituciones, casas, plazas y calles, sinó sobre todo como una colosal superficie en que múltiples textualides dialogan, se entrecruzan indiferentes o que, de vez en cuando, se interfieren o interrumpen. Una polifonía, al fin, de voces secretamente armónicas, que a veces puede antojarse música, a veces ruido.

Bibliografia

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7. DERIVAS : ... Y OTROS NOMADEOS.

7.1. ¿QUÉ HA PASADO?

1.

La cuestión a plantearse si tal acción de la sociedad sobre la red viaria conforma un espacio codificado o territorializado o si es más bien lo producido un embrollo, una hibridación generalizada y una incongruencia crónica. Si el modelo de la ciudad polítizada es el de una ciudad pristina y

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esplendorosa, la ciudad soñada, la ciudad utópica, comprensible, tranquila, lisa, ordenada, dividida en comarcas fàciles pero no por fuerza accesibles, el de la ciudad socializada se parecería a lo que Foucault llama una heterotopía, es decir una ciudad caótica, pero autorganizada, saturada de signos flotantes, ilegible, rebosante de una multitud anónima y plural, similar a aquel magma que veíamos agitarse, turbulento y espontáneo, por las calles de la abominable ciudad de Blade Runner, pesadilla de la polis, dimisión del control sobre lo incontrolable : una masa caótica de estranjeros, que hablan una lengua imposible. Desorden inaceptable, que sólo el retorno de los exiliados hubiera podido conjurar.

Esa sería al menos la convicción a la que podría llegarse observando sencillamente la actividad cotidiana de cualquier calle, de cualquier ciudad, a cualquier hora, en la que se constataría que el espacio público urbano (espacio de las intermediaciones, de las casualidades, de los tránsitos, en el doble sentido de los trances y las transferencias) es el espacio de la vulnerabilidad de las experiencias, de los malentendidos, de las indiferencias, de los secretos y las confidencias, de los dobles lenguajes... Es el ámbito en que se da aquello que Starobinski definía como “el entrecruzamiento virtualmente infinito de los destinos, de los actos, de los pensamientos, de las reminiscencias...”. Acaso tan sólo un bajo continuo, sobre el que la vida cotidiana puntua sus polifonías. La calle es, o debería ser espacio de la emancipación y de la libertad total, pero también de las desprotecciones, de las intemperies más absolutas, lugares en los que es posible cualquier cosa : del amor a primera vista a la irrupción en escena de lo horrible, del terror.

La calle y los demás espacios urbanos del tránsito son escenarios de esa disposinibilidad total, abierta al “ver venir”, en la que un número infinito de potencialidades se despliega alrededor del transeunte, de tal manera que en cualquier momento pueden hacer erupción, en forma de pequeños o grandes estremecimientos, espasmos, turbulencias, incidentes o accidentes en los que se expresa lo aleatorio de un ámbito abiero, predispuesto para cualquier cosa, incluyendo los prodigios y las catástrofes.

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2.

El incidente o el accidente urbanos puede hacer comprensible su naturaleza al ser comparados con la noción artística de performance. Las acciones, en efecto, se caracterizan precisamente por su naturaleza improductiva, es decir son actuaciones mediante las cuales pretende obtener un mínimo o un nulo resultado. Programáticamente, la acción no tiene nada que ver con el drama social, tal y como ha sido tratado desde la antropología de las emergencias, momentos privilegiados en los que la estructura social produce una catarsis que le permite mostrar y eventualmente curar sus fragmentaciones y crisis, sus “heridas” al fin. Al contrario, por definición, y como John Cage reconocía, “la performance no es espectáculo, no produce catarsis ni tiene moralidad”.

La ausencia de motivación es justamente lo que hace inintelibigle de entrada y sorprendente la acción artística y lo que la diferencia de cualquier otra modalidad de acción, en el sentido habitual de la palabra. Es más, la acción se postula sólo en términos de negatividad. Lo que proclama es la negativa a crear, como plantea Guillermo de Torre en relación con los surrealistas y dadá, la “negativa a engendrar”. Es “no-significado, no-sentido, no-poesía, no-expresión, no-comunicación, no-estética, no-artisticidad” (Hac Mor y Xargay). Dicho de una forma aún más clara, la acción es sobre todo una no-acción

Como recuerda Ricoeur en El discurso de la acción, refiriéndose al valor común de la idea de acción en relación a la premisa que hace de su teleología requisito no sólo de su comprensibilidad, sino incluso de su dimensión ética : “La acción no es acontecimiento, es decir una cosa que sucede, entre hacer y suceder existe la diferencia de dos juegos de lenguaje.”

Es más, la acción artística o performance :

No es veredictiva, esto es no aprueba, ni aprecia, ni juzga, ni desaprueba. No es ejercitiva, no ejerce poder, ni fuerza, ni influencia, ni advierte de

nada.

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No es promisiva, no hace promesas, ni declaraciones de intención, no abraza una causa.

No es conductiva, es decir no adopta ninguna actitud regulada. No es expositiva, no argumenta, ni concede, ni responde. No es declarativa, en tanto que no proclama nada en absoluto. No es iusiva, en la medida que no ordena nada.

icho de otro modo, la performance no es performativa, en la medida en que las cualidades que se han repasado en negativo son aquellas que Austin o Benveniste, desde punto de vistas bien distintos, han atribuido a lo performativo para distinguirlo de lo constativo, siguiendo la división aristotélica clásica entre práctica y teoría.

A las antípodas de la acción de la que hablan los analistas del lenguaje, la acción no sólo no dice nada, ni pretende conformarse en modelo de nada, sino que, de hecho, bien podríamos decir de ella que tampoco hace nada. Cuando se acuña el término mismo de happening -es decir “acontecimiento”-, cuando Cage habla de las performances como un “suceder instruyendo”, o cuando George Brecht designa sus montajes o los de Fluxus como event, lo que se nos explicita es que la acción no actua, ni hace, ni produce, sino que acontece, aparece como una cosa relativamente imprevista que pasa como si dijéramos de pronto, un sobresalto. La imagen más precisa sería la de una turbulencia, un susto, algo que nos invite o nos obligue a exclamar “¿qué ha pasado?”. Su máxima pretensión : suceder. Por todo ello, podemos decir que la acción funciona como una auténtica epifanía o manifestación “de algo”, de cualquier cosa que no conocemos. La acción ho hace, es.

El parentesco entre la performance artística y el incidente o el accidente que han tenido lugar en espacio público. Para el espectador casual, el microacontecimiento urbano es una emergencia de la que no conocemos nunca toda la génesis o todas las consecuencias. Es lo que convoca automáticamente la atención -acaso sólo una mirada- de aquél personaje tan central en las escenografía urbanas : el que pasaba por allí. Reunidos, se habla de ellos como las nubes de curiosos. Este tipo de excepcionalidades se parecen a lo que Goffman señala como “rupturas de la burocratización que sufre el espíritu”, aquellos momentos en que alguién ha sido incapaz de continuar

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ofreciendo una actuación homogénea de nuestro papel social, cuando sobre el escenario de la vida cotidiana protagonizan voluntariamente o no secuencias equívocas, alteraciones, episodios desconcertandes, en los que sucede algo imprevisto, un accidente, pero también un bostezo o una flatulencia incontrolado, lo que Goffman llama una “cuña desconcertante entre la proyección oficial y la realidad”. Goffman lo llama embarazo : confusión, turbación, desorientación.. que experimentan los implicados cuando aparece una nota falsa en la interacción.

Es por todo ello que el espacio público, el espacio de las superficies y los deslizamientos, es el espacio de los merodeadores, de los paseantes, de los mirones desocupados a la espera de ver cumplirse la naturaleza glaúquica de lo urbano, hecha de brillos, de puntos de focalización efímera : luces de neón, escaparates, pero sobre todo acontecimientos inopinados, como una pelea, cualquier hecho extraño, el objeto llamativo encontrado por azar, un encuentro o reencuentro casual, acaso un accidente, todo aquéllo de lo que se pueda luego relatar en términos de “de pronto...”. Pequeños o grandes seísmos ¿Y quién acude al resplandor? ¿Quién es quién “pasaba por allí”, quien se suma a la “nube de curiosos” ? Pues aquél que Benjamin, y antes que él Baudelaire, Poe y Engels, había convertido en la gran esperanza de la ciudad, el último reducto frente a la burguesía, el paseante, el merodedor, el transeunte desocupado, el flaneur. Es a ese 0personaje a quién vemos surgir, como una fantasmagoría, de entre la multitud en la que había ido a buscar refugio, como a través de un velo.

Y es a él a quien lo urbano ha logrado, por un breve instante, rescatar de su ensimismamiento, de su abstracción connatural. Hasta el momentáneo centelleo del incidente o de su pariente mayor, el accidente, ¿qué era ese personaje protagonista de lo urbano, sino alguién “abstraído”, alguién “distraído”, alguién que “andaba pensando en otras cosas”, alguién que, por definición, nunca estaba “allí”, sino en otro sitio?.

Bibliografía :

AUSTIN, J.L. 1981. Lenguaje y percepción, Tecnos, Madrid.

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7.2. LA CIUDAD NO ES LO URBANO

1.

Como ha quedado dicho más atrás, la ciudad tiene habitantes, en cambio lo urbano no. Lo urbano tiene actores, al menos si tuviéramos que dar por buena la presunción interaccionista, propuesta desde Goffman y su recuperación de la vieja metáfora teatral, de que el espacio público es un espacio dramático, un escenario sobre el que los sujetos desarrollan roles predeterminados.

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Pero, ¿realmente es una pieza dramática lo que los transeuntes protagonizan en su uso del espacio público? Si es así, ¿cuál es el argumento? ¿Qué guión están siguiendo? O no sería cosa de reconocer que no existe argumento, ni guión, sino más bien un sinsentido, una gesticulación que no dice en realidad nada en concreto. O quizás sí, pero siendo ese papel que se representa algo demasiado vulnerable a los accidentes y los imprevistos como para que a cualquier presunto espectador le fuera posible reconoce algo parecido a la distribución clara de los lugares dramáticos que debería corresponder a una pieza dramática bien estructurada. Los límites de la metráfora teatral del interaccionismo simbólico ya habían sido percibidos por Sennet en su clásico El declive del hombre público : “... Goffman no muestra ningún interés hacia las fuerzas del desorden, separación y cambio que podrían intervenir en estos arreglos. He ahí una estampa de la sociedad en la cual hay escenas, pero no hay argumento” (p. 50).

Quizás fuera mejor cambiar la figura de la experiencia urbana como una experiencia de teatralidad por otra más adecuada : la performance artística. Nada que ver entre la espontaneidad del transeunte y la impostación teatral. El merodeador, el paseante o el hombre-tráfico nunca declaman, ni actúan, ni simulan nada..., sencillamente hacen. No se olvide que en el arte de la performance el ejecutante nunca es un “actor”, sino un actuante. Por ello el parentesco debería establecerse más bien entre lo que acontece en la calle y lo que sería una modalidad de creación singularizada por sus cualidades vivas y efímeras, consistentes en desplazarse deslizándose, literalmente danzando, a la manera de lo que sucede el music-hall o en los filmes musicales americanos o de Jacques Demy. El otro parentesco debería establecerse con el circo, arte-espectáculo de las contorsiones, los absurdos paradójicos, las pirutetas...

Acaso sólo cabría aceptar una analogía entre el teatro y las gesticulacio-nes del transeunte en su espacio natural : la que implicaría la dramaturgia de Bertold Brecht, en concreto lo que llamaba teatro dramático, que, com advertía Barthes, debía consistir en una sismología o producción de shock de la que la base era el extrañamiento violento ante aquéllo que antes se había presumido cotidiano. En el cine, la analogía con este tipo de perspectivas aparece reconocible en el kino-pravda de Dziga Vertov, con su trabajo por captar “la vida de improviso”, así como en películas aisladas como El cameraman, de Buster Keaton.

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Porque, ¿y si toda antropología urbana no pudiera ser otra cosa que una variante de la teoría de las catástrofes, en tanto que sus objetos siempre fuera seísmos, deslizamientos, hundimientos, incendios, erupciones volcánicas..., catclismos tan pequeños a veces que apenas un sólo corazón llega a percibirlos, porque es sólo él quien los sufre. Existirían otros precedentes de esa concepción de lo urbano como autoorganizándose lejos de cualquier polo unificado, recurriendo a una diletancia absoluta hecha de todo tipo de ocasiones, experiencias y situaciones y cuyo resultado son reagrupamientos de afinidad muchas veces instantáneos. En todos los casos, fue cosa de gentes que no quisieron resignarse al arte, aquello que tan acertadamente Lévi-Strauss definía como la reserva natural en la que el pensamiento salvaje había quedado recluída y que implica una ruptura con vocación positiva, constructiva, salvajidad-buena chica. O, por plantearlo como quisieran Deleuze y Guettari : voluntad de devenir otra cosa, y hacerlo no en el arte, de no refugiarse en el arte, de no reterritorializarse en el arte, sino de huir de verdad, “hacia el terreno de lo asignificante, de lo asubjetivo y de lo sin-rostro”.1

Nociones dadaístas y surrealistas como “amor loco” o “azar objetivo” se basaban en idéntica preocupación por localizar los momentos privilegiados en los que era posible dar con pasarelas o trampillas por los que dialogar con los mundos escondidos, ausentes pero posibles, paralelos al nuestro, que se pasaban el día haciéndonos señas por entre lo ordinario. Se trataba de los “encuentros fortuitos”, aquellos momentos en los que se hacia verdad la aseveración bretoniana de que el examen de lo arbitrario tendía a negar violentamente su arbitrariedad, exposiciones al espacio público en los que la sensación podía sentirse extrañada, cuando el paso casual por determinadas coordenadas accionaba automáticamente resortes secretos de la inteligencia. Eran esos momentos los que permitían dar con los “objetos encontrados”, lo que Duchamp llamaba ready-made o Kurt Schwitters merz, “cosas” gratuítas halladas o construídas a partir de comportamientos experimentales.

La lucidez de las intuiciones de dadá y de los surrealistas a propósito de la experiencia del espacio público encontraron un desarrollo -al tiempo que una explicitación de su valor como reflexiones sobre lo urbano- de la mano de algunas de las corrientes de especulación formal más apasionantes de los años 1 Mil mesetas, p. 191.

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50 y 60. Se trata de los letristas, el movimiento Cobra y, en especial, de los situacionistas. Todas estas corrientes coincidieron en entender que el espacio urbano debía ser al tiempo receptáculo y motor de la creatividad humana. La calle pasaba a ser, de su mano, un lugar plástico en el que la paradoja, el sueño, el deseo, el humor, el juego y la poesía se enfrentaban, a través de todo tipo de procesos azarosos y aleatorios, a la burocratización, el utilitarismo y la falsa espectacularización de la ciudad. Precisamente, desde un principio su propuesta alternativa en orden a modular y articular el espacio urbano de otra manera pasó por considerar a éste no sólo como un escenario para el movimiento sino como un escenario de por sí móvil : el placer de circular, una topofobia. En cierto sentido, este debía ser un escenario lleno, incluso lleno a rebosar, puesto que la creatividad invocada era colectiva y sólo viable de la mano de la aglomeración. Dicho de otro modo, se trata de que el espacio social lo fuera de veras, que se convirtiera ciertamente en la espacialidad de lo social, el escenario de los encuentros y los acuerdos (o los conflictos) sociales.

Pero un escenario también vacío, única posibilidad de llenarlo de cualquier cosa, en cualquier momento, o al menos para dejar que en él sucedieran todo tipo de flujos, corrientes que sortearan, atravesaran o se estrellaran contra los accidentes del terreno (encuentros, sacudidas, estupefacciones, atracciones ineluctables), remolinos en forma de espantos, revelaciones, fulgores, sustos, experiencias, posesiones, etc. Lo que Vaneigen (1970, pp. 70-1) llamaba “redes no materializadas (relaciones directas, episódicas, contactos no opresivos, desarrollo de vagas relaciones de simpatía y comprensión).

Como es conocido, una de las nociones-clave de los situacionistas y sus precursores letristas fue la de deriva, en el sentido tanto de desorientación como de desviación. Para los situacionistas la deriva era una forma radical de distracción, desplazamiento sin finalidad abandonado a los requerimientos y sorpresas de los espacios por los que transita. La otra categoría fundamental del movimiento es la de situación, entendida, según la Declaración de Amsterdam, de 1958, como “la creación de un microambiente transitorio y de un juego de acontecimientos para un momento único de la vida de algunas personas” (Constand y Debord, 1958 ; en Costa y Andreotti, 1996, 80).

La idea de situación está emparentada como la de Henri Lefebvre de momentos, instantes únicos, pasajeros, irrepetibles, fugitivos, azarosos,

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sometidos a constantes metamorfosis, intensificaciones vitales de los circuitos de comunicación e información de que está hecha la vida cotidiana, revoluciones y rupturas de lo ordinario, sin dejar por ello de constituir su misma posibilidad, al mismo tiempo proclamación de lo absoluto y toma de consciencia de lo efímero. La consecuencia, como es conocido, fueron proyectos como New Babylon, la antiutopía situacionista diseñada por Constant, en la que unos mínimos (eso si, muy rigurosos) de organización macro eran compatibles con una complejidad infinita en todo lo micro, en los que quedaba garantizaba una plena accesibilidad de todo el mundo a todos sitios y en los que el planeta entero quedaba abierto a todas las experiencias, a los ambientes más sorprendentes, a los juegos más increibles con el entorno, a los encuentros más inverosímiles.

Apoteósis total de la autorganización: “En New Babylon no se respeta ningún orden, la vida comunitaria se configura en la dinámica de las situaciones que cambian constantemente”. O : “La movilidad, y la desorientación que provoca, facilitan los contactos entre los seres. Los vínculos se hacen y se deshacen sin dificultad, y ésto aporta a las relaciones sociales una perfecta apertura” (Constant, en Costa y Andreotti, pp. 166-7). Es decir, la anarquía que ya reina en la calles y en todos los espacios públicos abiertos en los que reina la anarquía. Cosa que ya sabían perfectamente los situacionistas, que habían reclamado el modelo que les prestaba “la animación de una calle cualquiera” (Constant, en Costa y Andreotti, 62). Vaneigen (p. 17) lo proclamó con claridad : NUESTRAS IDEAS ESTÁN EN TODAS LAS MENTES.

Hay que hacer notar la afinidad de los presupuestos situacionistas y de los de la escuela de Chicago, al menos por lo que hace a la percepción de que un paseante o transeunte cualesquiera debían (según los primeros) y no podían hacer sino (según los segundos) que ir atravesando todo tipo ambientes y microclimas, ya fueran las “áreas morales” de los chicaguianos o los “barrios-estados de ánimo” situacionistas, es decir todo aquéllo que permitía la confección de los que Debord, Constand, etc. llamarían psicogeografías, forma de cartografía capaz de reconocer y esquematizar los laberintos y los territorios pasionales por los que transcurrían las derivas. Los propios situacionistas reconocieron su deuda para con la noción de áreas urbanas concéntricas debida a Burguess. Una diferencia fundamental los separa : allí

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donde la escuela de Chicago había insistido en ver todavía enclaves, justificando una concepción de la ciudad “en mosaico”, los situacionistas ya percibían la naturaleza calidoscópica de lo urbano, definida por los cambios imprevisibles y súbitos en las líneas diagramáticas y reconociendo cambios en la visión de cada transeunte en función de la relación dinámica que estableciera con cada uno de los lugares desde los se enfrentase al paisaje del espacio público.

2.

La ciudad, dicen, es también un texto que, dicen, puede ser leído. Venturi y Gandelsonas han hablado de un texto urbano. En todos los casos se ha intentado contemplar el paisaje urbano como un todo coherente, portador de un discurso, espacio para lo que se da en llamar una cultura urbana. En cambio, la calle es un también un texto, pero un texto ilegible, sin significado, sin sentido, que no dice nada, puesto que la suma de todas las voces produce un murmullo, un rumor, a veces un clamor, que es un sonido ininteligible, que no puede ser traducido puesto que no es propiamente un orden de palabras, sino un ruido sin codificar, parecido a un zumbido o, si se quiere, a un grito inhumano, monstruoso. La ciudad se puede interpretar, lo urbano no. Una vez más, Lefebvre lo había sugerido con claridad : lejos de aparecer estructurada a la manera de un lenguaje, la ciudad presenta una disposición lacustre, hecha de disoluciones, de socialidades minimalistas, frías, de vínculos débiles y precarios conectados entre sí hasta el infinito, pero también constantemente interrumpidos.

En el espacio público no hay asimilación, ni integración, ni paz, a no ser acuerdos provisionales entre seres y grupos con identidades o/e intereses antagónicos. La calle es el espacio de la alteridad generalizada. Todos las

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comunidades y todos los individuos han de renunciar, en un momento u otro, a sus enclaves, a sus guetos, a sus guaridas, a sus trincheras, y salir a campo abierto, quedar a la intemperie, a la plena exposición, allí donde cabe esperar el perdón, en forma de indiferencia, de tus enemigos más irreconciliables. Necesidad de negociar sin palabras, sin miradas, de repartirse un espacio que en teoría lo es de la comunicación y de la absoluta visibilidad : la urbanidad. Lo contrario es el “a por él”, el “ha sido ese”, el “que no escape”, el “¡la documentación!”

La calle, en efecto, hace lo que hace el Estado : mantener cohesionado lo incompatible. Es por ello que la calle encarna, hace realidad, la ilusión que el comunismo libertario diseñara para toda la sociedad : la sociedad espontánea, reducida a un haz de pautas integradoras mínimas, sin apenas control, autoadministrada, distribuyendo automáticamente sus elementos moleculares..., la autoorganización de la que hablan los teóricos de los sistemas complejos y del caos. No es casual que fuera un estudioso del espacio, Eliseo Réclus, quien definiera el anarquismo “como la más alta expresión del orden”. A un nivel macro, esa situación en la que la autorganización de la sociedad había sido el sistema dominante, en que se demostraba la prescindibilidad del Estado, se había dado en situaciones puntuales. Una de ellas fue la Comuna de 1871 en París, tal y como reflejaron Marx y Engels en La guerra civil en Francia. La otra podría ser la Barcelona de julio de 1936, cuando el fracaso de la insurrección militar franquista deja la ciudad en manos de los anarconsindicalistas, algo que supo ver Andreu Nin cuando, sentado en la terraza de un café, contemplaba la ebullición de una Ramblas ya recuperadas para la cotidianeidad, pero sin Estado : “¡Funciona!” En ambos casos, la toma de consciencia se adopta desde la visión de la calle, una calle que siempre es así, ésto es una confusión autordenada, en que los elementos negocían su cohabitación y reafirman constantemente sus pactos de colaboración o cuanto menos de no agresión. Cualquier vagón de metro, de cualquier ciudad, a una hora punta cualquiera, es la realización del proyecto anarquista de sociedad, un mundo en que las relaciones sociales se basan en la solidaridad y en el libre acuerdo : una apología instantánea de la autogestión.

Benjamin comparaba la ciudad a una máquina, que había que engrasar permanentemente. A partir de esa idea, Isaac Joseph ha sugerido que en realidad de lo que se trata es de una máquina loca, toda ella conformada a base

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de engranajes. El espacio público, el lugar por definición de lo urbano, pasa entonces a ser, en efecto, contemplado como el de la proliferación y el entrecruzamiento de relatos, y de relatos que, por lo demás, no pueden ser más que fragmentos de relatos, relatos permantemente interrumpidos y retomados en otro sitio, por otros interlocutores.

Ámbito de los pasajes, de los tránsitos, justamente por lo cual reconoce como su máximo valor el de la accesibilidad.

Al espacio público en las ciudades se le puede aplicar casi todo lo que Deleuze y Guettari describen en relación con el cuerpo sin órganos. Tampoco sabemos exactamente qué es en sí lo que sucede en todo momento en la calle, pero de ella podemos decir, como del CsO, que de pronto cada uno de nosotros puede descubrirse en ella “arrastrándose como un gusano, tanteado como un ciego o corriendo como un loco”, viajero y nómada, espacio en el que velamos, combatimos, vencemos y somos vencidos, buscamos, entramos e inmediatamente volvemos a perder nuestro sitio, conocemos nuestras dichas más inauditas y nuestras más fabulosas caídas, penetramos y somos penetrados, amamos... El espacio público urbano es, en efecto, la negación de la utopía, apoteosis que quisiese ser de lo orgánico, de lo significativo, de lo sedimentado, lo coagulado, lo cristalizado, lo estratificado, lo subjetivado... La calle es lo inorgánico, lo no significativo, lo desarticulado, lo desorganizado..., un cuerpo “sólo huesos, sólo piel”... una entidad que sólo puede ser habitado por intensidades que transitan por ella, que lo atraviesan en todas direcciones.

¿Qué es la calle, en tanto que dominio? Espacio todo él hecho de

FLUIDOS, ONDAS, MIGRACIONES, VIBRACIONES, GRADIENTES, UMBRALES, CONEXIONES CORRESPONDENCIAS, DISTRIBUCIONES, PASOS, INTENSIDADES, CONJUGACIONES...

No hay límites del espacio público, puesto que, como el CsO, la calle siempre es un límite. Deleuze y Guettari dicen, subrayándolo : “El cuerpo es el cuerpo. Está solo. Y no tiene necesidad de órganos. El cuerpo nunca es un organismo. Los organismos son los enemigos del cuerpo”. A ello nosotros añadimos, parafraseándolo : “La urbs es la urbs. Está sola. Y no tiene

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necesidad de polis. La urbs nunca es una polis. La polis es la enemiga de la urbs”.

La calle, como el CsO, es un mecanismo agenciador que se alimenta de todo sin deshechar nada: vehículos, fragmentos de vida, miradas, accidentes, sorpresas, naufragios, deseos, complicidades, peligros, niños, huellas, risas, pájaros, ratas... De ahí la naturaleza colectiva de lo que ocurre en la calle, ámbito en la que es imposible estar de verdad sólo. En efecto, la apropiación del espacio público, es y debe continuar siendo coral. Y de ahí también la guerra a muerte que el espacio público tiene declarada contra todo aquello que pueda suponer tejido celular : particularismos, enclaves, elementos identificadores de barrio, de familia, de etnia...

PASEOS, MERODEOS, VAGABUNDEO. Lo que caracteriza la estética de la afectualidad en Maffesoli no es la vivencia “interior”, si no, al contrario, una apertura al otro, que connota el espacio lo local, la proxemia.Es lo que permite un vínculo entre el aura estética y la experiencia ética.“Las playas superpobladas, los grandes almacenes agitados por la furia consumidora, por las grandes convocatorías, por las grandes convocatorias dominadas por inquietantes frenesís o por las muchedumbres anodinas que callejean sin una finalidad concreta” (Maffesoli, 1990, p. 67). Horror vacui que se manifiesta en las música non-stop de las playas y de los centros comerciales, que tanto recuerda el ruido y la agitación constantes de las ciudades mediterráneas y orientales. Espontaneidad vital que significa “estar juntos sin ocupación”.

Henri Lefebvre lo definía bien en el último párrafo de La production de l´espace : “Una orientación. Nada más y nada menos. Lo que se nombra : un sentido. A saber : un órgano que percibe, una dirección que se concibe, un movimiento que abre su camino hacia el horizonte. Nada que se parezca a un sistema”.

Todo lo orgánico, toda formación tiene siempre presente, en estado de latencia, predispuesto a proliferar en cualquier momento, un cuerpo sin orgános. La calle, y su desorden autorganizado, sus turbulencias, sus inestabilidades constitucionales, también están en condiciones de escapar de la vigilancia constante al que se le somete, para invadirlo todo, para hacerse con el conjunto del cuerpo social y convertirlo en lo que es en realidad.

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Bibliografía.

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8. INUNDACIONES : LA CIUDAD OPACA.

8.1. LA CIUDAD, EN GUERRA CONSIGO MISMA.

1.

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Puesto que el espacio social urbano es el espacio de las socialidades lo es, por definición, al mismo tiempo de esas modalidades crispadas de relación social que son los conflictos y las luchas. Situaciones de violencia urbana concretada o generalizada, como en los casos recientes de Belfast, Beiruth, Los Angeles, etc., tienden a se presentadas como consecuencia de algún tipo de cataclismo ocasionado por la invasión de un mal extrasocial y hasta extrahumano. En cambio, lejos de ser ajenas al orden de lo urbano, las violencias pueden ser su requisito, al ser estrategias mediante las cuales una comunidad fuertemente basada en la interacción cara-a-cara puede mantenerse unida a pesar de sus antagonismos. La calle, en tanto que conglomerado de artificios de comunicación entre las unidades que conforman la ciudad , esencia misma de lo urbano, es escenario privilegiado, por así decirlo, de situaciones en que las unidades copresentes renuncian a la película protectora que supone para ellos el anonimato y la mutua indiferencia, así como al pacto de no agresión que soslayaba, o mejor dicho aplazaba siempre provisional-mente, la naturaleza incompatible de sus identidades e intereses. Se rompe el principio mismo de la libre accesibilidad y uno de los segmentos de lo social decide limitar o impedir el derecho al espacio público a otro, con el que mantiene una relación de antagonismo.

Nada de extraño hay en que las ciudades conozcan de tanto en cuanto la violencia. De hecho todos y cada uno de los segmentos que la conforman está siempre presto al ataque y cuenta con oportunidades para explicitar su enemistad para con sus vecinos. No hay nada de extraño. Ya hemos reconocido que la ciudad es un sistema vivo, y al hacerlo hemos pasado a otorgarle el status de un sistema predispuesto a todo tipo de procesos de colisión y descomposición, recorrido en todas direcciones por particular inestables, conformado por lo que los físicos de la complejidad llamarían interacciones disipativas. Lejos de la paz y la estabilidad que han supuesto todas las modalides funcionalistas y positivistas de sociología, la sociedad urbana está hecha de choques, roces, competencias, rivalidades, rupturas, reajustes.

Hemos dicho sociedades urbanas, pero es bien cierto que hubiéramos podido decir sociedad a secas. Todas, en efecto, existen en base a un equilibrio

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inestable entre las fracciones que las conforman. La antropología no ha hecho sino aportar prueba tras prueba de que, como señalaba Mary Douglas en Pureza y peligro, "acaso todos los sistemas sociales se fundan en la contradicción y, en cierto sentido, se encuentran en estado de guerra consigo mismos." (1992, p. 164). En efecto, toda sociedad está configurada por sectores que nunca están del todo ajustados, que se mantienen en tensión unos frente a otros y que conviven con la permanente amenaza de una disolución de su más o menos sólidos lazos que, en último extremo, sólo lograría ser evitada por el recurso a la violencia física. Esa constante tarea de ensamblaje de lo heterogéneo y opuesto en que consiste cualquier dinámica societaria se puede llevar a cabo porque tal antagonismo nunca queda sorteado del todo, porque recibe la oportunidad de existir de veras en algún sitio, en algún momento, sin que ello afecte a unos mínimos de estabilidad en el sistema que permiten que no explote definitivamente. El cúmulo de rencores que no puede dejar de exudar el funcionamiento de la máquina de convivir que es todo socius tiene a su disposición escenarios en que explicitarse, haciéndolo además de la única forma que acepta: mediante la violencia. Se trata, pero, de una violencia virtual, exhibida en batallas rituales en que los sectores enfrentados se conforman con metáforas de victoria de unos sobre otros y cuyas expresiones mínimas serían las relaciones burlescas o las competiciones de canciones o poemas que encontramos en numerosas culturas muy distantes entre sí.

Debe añadirse que tales ámbitos de violencia controlada no son sólo reservorios de agresividad en estado bruto, sino que instruyen a los elementos sociales una auténtica pedagogía de los estilos de violencia culturalmente disponibles. Lo que se escenifica en los ritos en que se daña simbólicamente no son catarsis de desinhibición psicológica de tensiones, sino auténticos modelos de y para la violencia, tal y como Clifford Geertz certificaba en "Deep Play", su conocido artículo sobre las peleas de gallos en Balí -"cada pueblo ama su propia forma de violencia"- (cf. 1987 [1972]).

Así pues, todas las sociedades tienen a su disposición tecnologías ordinarias de regulación de desavenencias, mediante las que los vínculos societarios pacíficos se imponen a la lógica del enfrentamiento traumático, aunque sin perderla nunca del todo de vista. Su misión es de la misma naturaleza que la que la mediación del Estado o la guerra civil urbana se encargaban de garantizar: el soldamiento de antagonismos sociales. En las

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sociedades estatalizadas esos resortes están en primera instancia organizados alrededor de los aparatos judiciales, mientras que en las sociedades políticamente poco o nada centralizadas se confía el arbitraje a personalidades rituales. Pero, por encima o al margen de tales mecanismos de regulación, las sociedades se dotan de ámbitos en los que la violencia está permitida y puede ejercerse de forma planificada. Los ritos festivos -de los que el espectáculo deportivo no deja de ser una versión moderna- suponen esa misma democratizaón o trivialización inofensiva del derecho a la agresión, cuya dimensión instrumental el poder político se arroga en monopolio.

A su vez, la guerra implica que cosas que de modo alguno serían aceptables en condiciones de normalidad -el homicidio, la violación, el saqueo- resulten no sólo permitidas sino hasta obligatorias, lo que reproduce esa misma inversión generalizada de los valores de la vida cotidiana que constituye la fiesta, con una diferencia que también aquí es de grado. Pero, lo más importante es que la fiesta, como la guerra, permite que el recurso a la violencia esté de algún modo presente en la comunicación entre grupos sociales e individuos contrapuestos que conviven bajo un mismo techo social. En ese sentido, la fiesta encontraría su paralelo en el papel que en la interacción cara a cara desempeñan el humor, las bromas o determinados juegos basados en el enfrentamiento paródico, fórmulas de pseudoagresión institucionalmente previstas en las que se tolera la exposición pública de ciertas hostilidades persona-persona más o menos veladas.

2.

El razonamiento que aquí se propone no pretende contestar la presunción teórica según la cual las guerras civiles en contextos urbanos, tal y como ahora se habla de ellas, consistirían en una generalización de la agresión armada que desborda la división weberiana entre violencia legal y violencia ilegal y que tiene como objeto la conquista de un control estatal sobre la

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agresiá¢án que ha quedado vacante. Es evidente que, al menos en sus fases iniciales, las guerras interiores en las sociedades estatalizadas implican el que personas ordinarias empleen la violencia física en un marco en que la administración que de ella ejerce en monopolio el Estado es objeto de un amplio desacato. Esa desautorización generalizada de la prerrogativa sobre la fuerza implica, por descontado, un malogramiento de lo que desde Hobbes se viene entendiendo como la razón última del Estado, es decir precisamente el evitamiento de la guerra entre conciudadanos. El estallido de una guerra civil urbana sólo puede producirse en una sociedad que, de pronto, ha pasado a ser acéfala y, por decirlo como se suele, se encuentra "arrastrada a la anarquía". La naturaleza de la guerra civil urbana coincide así con la que Pierre Clastres, en su arqueología de la violencia, atribuía a la situaciá¢án de guerra permanente como un instrumento mediante el que los pueblos amazá¢ánicos podían permanecer a salvo de la hegemonía del poder político coercitivo sobre la sociedad (Clastres, 1987). Por lo demàs, la guerra civil urbana y el Estado, como prótesis política de la sociedad, comparten un mismo valor operativo: el de constituirse ambos en último recurso de que una comunidad se vale para unificar lo antagá¢ánico en su seno. La presencia de una de las dos instancias excluye, por tanto, la otra.

Más allá esa constatación, lo que tenemos es que las modificaciones de la realidad que el uso de la violencia lesiva en las guerras civiles en contextos urbanos contemporáneas aspira a provocar supera con mucho los límites estrictos de la competencia del poder político en materia de represión, puesto que interesa parcelas extrapolíticas de la organización social. El marco de estudio delas guerras civiles en contextos urbanos se desplaza entonces del Estado a, y tal como el propio término explicita, la sociedad civil, es decir ese conjunto agregado de instituciones autoorganizadas relativamente al margen del control directo de la administración estatal y que abarca, casi siempre interseccionándolas, instancias interdependientes como puedan ser el parentesco y la familia, las etnicidades, los ámbitos de la economía, la propiedad y el trabajo -y por tanto la división en clases sociales-, la política y la religión, e incluso el propio individuo, que entre nosotros recibe la calidad de auténtica institución cultural. Todo ello junto con las respectivas ideologías y con los sentimientos identitarios que esos distintos niveles suscitan. Ese es el territorio en el que se produce el enfrentamiento civil, un enfrentamiento en el

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que se ha prescindido de la autoridad del Estado ante su incompetencia en mantener el mínimum arbitral entre fracciones sociales que, por parcial que fuera, podía justificar su existencia.

El marco teórico base para abordar la cuestión de las guerras civiles en contextos urbanos desde tal presupuesto convoca el concurso de aquellas perspectivas que han resuelto el problema hobessiano de por qué los hombres no viven permanentemente en lucha unos contra otros en términos no de Estado, sino de coacción social.

En concreto, hay dos grandes contribuciones teóricas al estudio de la sociedad en estado de guerra permante consigo misma. A George Simmel se le debe una sociología de las socialidades que inaugura el conocimiento de las expresiones minimales de vínculo social -la conversación, el lenguaje corporal, la comunicación no verbal, las puestas en escena de la cotidianeidad-, que incorporan con frecuencia la violencia física en sus concreciones. Su idea previa considera que las fracciones que someten a continua negociación los términos de su copresencia en el marco de una misma sociedad o, en el plano mínimo, los individuos que discuten un asunto en privado, están unidos por sus diferencias. Estas unidades constitutivas de lo social, con frecuencia hostiles e inasimilables entre sí no dejan en ningún momento de generar tensiones que podrían provocar la ruptura irreversible de sus lazos. El conflicto violento entre porciones del socius se produce precisamente para que tal eventualidad extrema no pueda darse. Una lectura ésta que coincidiría a su vez con la marxista, por lo que hace a la idea de guerra interior como vehículo de resolución de contradicciones en el seno de la sociedad, en este caso de superación definitiva de la lucha de clases. Diciéndolo en otros términos, por mucho que la violencia y la guerra se planteen como un “problema” lo cierto es que son justamente lo contrario, una solución. No implican una patología, sino un tratamiento. Por plantearlo en palabras de Simmel sobre la naturaleza fisiológica del combate, "las manifestaciones más enérgicas de la enfermedad representan con asiduidad los esfuerzos del organismo para liberarse de las perturbaciones y de estados perjudiciales" (1988, p. 41).

Algo parecido podría decirse de George Tardé, que polemizó con Durkheim y supo contemplar lo social como intrínsecamente inestable y quien

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opuso una visión vulcaniana, que reconocía “erupciones igneas”, allí donde el neptuniano Durkheim no sabíen encontrar sino “formaciones sedimentarias”.

Esa modalidad extrema de sociabilidad que es la agresión mútua es convocada cuando se intuye que las partes acopladas de un todo social autoidentificado corren peligro grave de ver rotas sus costuras. Incluso en las guerras secesionistas -en las que el enemigo es o un renegado o el colaborador de una potencia impostora de soberanía-, lo que se busca es intensificar hasta su máximo punto los mecanismos de integración, aunque sea a costa de renunciar moral o físicamente a una parte del todo social para con ello reforzar la organización resultante. En realidad, la violencia mortal no se dirije nunca contra los propios, sino siempre contra extraños que un dia pasaron engañosamente como de los nuestros. La voluntad de causar daño irreparable sólo puede dirigirse contra enemigos totales, es decir contra quienes no merecen existir, contra los bárbaros, los extremadamente pérfidos o los demonios, contra, en definitiva, quienes por ser enemigos nuestros lo son también de la humanidad entera. La guerra civil urbana es consecuencia de que alguno o varios de los enclasamientos sociales ha llegado a la conclusión de que hay quienes de ninguna de las formas pueden ya continuar perteneciendo a su misma unidad de convivencia, al menos en las condiciones existentes.

En efecto, como veíamos antes, es en el seno de una misma trama estructurada de relaciones individuales y colectivas donde se ha producido el enfrentamiento, al tiempo que son identidades o intereses dentro de una misma unidad social lo que ha encontrado en la agresión mutua generalizada el único modo de dirimir sus contenciosos. En ese sentido, las beligerancias armadas entre sectores ideológicos, religiosos, étnicos o de clase en el seno de las sociedades complejas actuales, por mucho que sean lazos funcionales y no orgánicos lo que los mantengan dependientes unos con otros, se corresponden bastante con aquellas que, bajo el capítulo de guerras segmentarias, los etnólogos llevan tiempo estudiando en las sociedades que la antropología política denomina tribales. La noción acuñada por los africanistas de "guerra segmentaria" nos advierte de que lo que conoce todo conflicto civil es la puesta en marcha de un resorte que hace que quienes en apariencia eran "de los nuestros" pasen a convertirse en extraños absolutos a los que es legítimo, necesario y apremiante dañar, acaso hasta la aniquilación.

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La guerra civil urbana sería entonces la proyección a su máxima escala de cualquier eventualidad de violencia física que enfrente de manera local a parientes, amigos, vecinos, conciudadanos o compatriotas que se consideraron tales, e implica una interrupción del consenso social y el fracaso de los instrumentos culturales institucionalizados -incluyendo el propio aparato estatal- que inhiben el recurso a la violencia lesiva. Una microfísica de este tipo de episodios debería incluir hasta sus mínimas expresiones, aquellas en las que su condición de contingentes no las hace merecer el calificativo de acontecimiento sino el de anécdota o el de incidente. Ese sería el "grado cero" de conflicto violento interior a un grupo y podría ser tipificado como una modalidad dañina de interacción social vis-à-vis, entendiendo por ésta, según Goffman, "aquella que se da exclusivamente en situaciones sociales..., en las que dos individuos se hallan en presencia de sus respuestas físicas respectivas" (1991, p. 173).

Se trata entonces de la riña doméstica, la bronca tabernaria o la pelea de tráfico, en la que quienes se manifiestan en desacuerdo -y sin que importe en realidad "quien empezó primero"- optan por considerar insuficientes las modalides no lesivas de violencia -verbales o simbólicas- y deciden, como suele decirse, "pasar a las manos", atacarse uno a otro inflingiendo heridas personales o daño a sus posesiones, es decir ejerciendo la violencia contra los cuerpos y las cosas, por mucho que sean poco habituales les resultados irreversibles en esas microcontiendas consuetudinarias. Los actores, que han percibido una cierta relación como asimétrica y creen que es posible repararla, podrían haber optado por la indiferencia, pero han preferido practicar una modalidad de sociabilidad consistente en la máxima expresión de lo que Goffman, de nuevo, hubiera llamado el "cuerpo a cuerpo" interactivo, aquella en la que se renuncia a mantener las apariencias y se prescinde de esos parachoques que son las reglas de cortesía para las tensiones derivadas de toda copresencia.

Conviene hacer notar aquí que esa puesta en relación entre las rupturas violentas del consenso a nivel microsocial -de las que los casos extremos acaban siendo recogidos en las páginas de sucesos de la prensa- y de esos conflictos a la máxima escala que llamamos guerras civiles en contextos urbanos es de equivalencia a escala, pero tambiénién pueden ser de contigüidad lineal. De hecho, la historia de los acontecimientos registra

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abundantes confirmaciones de lo que los actuales teóricos del caos designan como "efecto mariposa", en las que un incidente concreto, a pequeño nivel, desencadena una dinámica en cadena que puede desembocar en grandes cataclismos en la convivencia social.

Esto no puede ser separado del hecho de que las grandes explosiones de violencia urbana que sacuden periódicamente las ciudades occidentales, y que son manifestaciones mayores de una violencia cotidiana cronificada, constituyen ya formas embrionarias de guerra civil urbana. Los sucesos en Vaulx-en-Velin, en el extrarradio de París, en octubre de 1990, los de Bristol, Manchester o Birminghan en el verano de 1992, y, sobre todo, los disturbios que conoció Los Angeles en la primavera de aquel año, suelen ser citadas como ejemplo de ello. Es más, las referencias que llegan del último libro de Enzensberger, Perspectivas de guerra civil, se sitúan en esa dirección. Su ambiciosa tesis establece que nos encontraríamos en el momento actual ante una forma no tradicional de guerra civil urbana, que él llama “molecular”, y que se traduce en el apunte: "Todo vagón de metro es ya una Bosnia en miniatura" (en El País, 28 de noviembre de 1993).

3. .

La consensuación de las divergencias que exige la paz civil puede quedar interrumpida por la irrupción de la violencia lesiva como mecanismo con que solucionar contenciosos entre individuos o colectivos enfrentados en el seno de una sociedad, casi siempre como resultado del fracaso de este servomecanismo de retroalimentación negativa que, basado en la violencia alegórica y no lesiva, permitía ir drenando las tensiones y mantener estable el precario concierto societario. El uso de este recurso cultural que es la violencia dañosa, vivido por los actores en tanto que inevitable, lleva la interrelación social a un nivel de paroxismo insuperable, en el que los tá‚árminos del pacto civilizatorio son cancelados y el control central del Estado desobedecido, y ello hasta que ciertos desacuerdos graves queden

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solventados por la victoria -eliminación, expulsión o sumisión de alguno de los bandos en conflicto-, la renegociación o la reconciliación.

La relación entre guerra y fiesta ha sido subrayada con insistencia, sobre todo desde los teóricos que sucedieron inmediatamente a Durkheim y Mauss en la propia tradición socio-etnológica francesa. Fue Roger Caillois quien explicitá¢con mayor claridad ese vínculo entre dos formas de exceso, dedicando la conclusión de su teoría de la fiesta en El hombre y lo sagrado la intercambiabilidad entre el exacerbamiento de lo social propio de la dimensiá¢án festiva y el que conoce la experiencia colectiva de la guerra. Caillois afirmaba de la fiesta -"se vive recordando una y esperando otra" (1983 [1950], p. 306)- lo que George Simmel de la guerra: "En todo estado de paz se configuran las condiciones para el combate futuro y en todo combate se configuran las condiciones para la paz futura" (op. cit., p.307).

Tanto la historia cultural como la antropología han brindado múltiples ejemplos de cómo las grandes celebraciones festivas simulan con frecuencia auténticas guerras civiles en contextos urbanos incruentas. Los africanistas han corroborado la presencia en las sociedades tradicionales por ellos estudiadas de mecanismos festivales consistentes en simulacros de violencia entre bandos de una misma sociedad, y cuya tarea parecía ser la de mantener bajo control el ciclo de agresiones y contraagresiones, proveer de compensaciones y reducir los efectos anomizadores de los antagonismos.

Lefébvre se preguntaba: “Pero, acaso no hay un lado cruel, desenfrenado, violento en todas las fiestas?" (1984 [1968], p. 51). Por otro lado tenemos la frecuencia con que las fiestas desembocan como naturalmente en actos de violencia real. La coincidencia histórica y etnográficamente demostrada entre periodos de carnaval e insurrecciones negras en América iría en esta dirección, de igual modo que contamos con todo un clásico de la nueva historia que se centra precisamente en uno de esos episodios: Le Carnaval de Romans, donde Le Roy Ladurie relata la manera como, en febrero de 1580, los habitantes de aquella ciudad del Delfinado transitaron de la teatralización pseudoviolenta de sus contenciosos a una gran explosión de violencia sangrienta entre fuerzas sociales contradictorias. También la manera como las celebraciones populares de ahora mismo -sobre todo en las que participa un público mayoritariamente juvenil- suelen acabar en actos de violencia lesiva y

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de destrucción real, lo que tambiéniá‚án incluiría aquellas reuniones de inspiraciá¢án deportiva que han conllevado trágicos acontecimientos en las gradas o en la calle.

Como pasaba con las expresiones microfísicas de violenciapersonal, también en estos casos la relación entre la violencia real derivada de una intensificación imprevista de la falsa violencia festiva puede ser directa y explícita. Es cosa de recordar aquí que el primer episodio de la guerra civil urbana en la antigua Yugoslavia se produjo el domingo 13 de mayo de 1990, cuando los seguidores del Dinamo, croata, y los del Estrella Roja, serbios, se enfrentaron violentamente en el estadio de Maksmis y, luego, por la calles de Zagreb. Una prueba local de como es cuando se percibe la insuficiencia de esas estrategias de daño falso o limitado para mantener la cohesión que se pasa al nivel supremo de energia socializadora, es decir la violencia armada generalizada, la guerra civil urbana. Como escribía Claude Laforet: "La comunión humana presentida es proclamada con frenesí; por poco que una amenaza aparezca, sólo la matanza puede evitar el fracaso." (1988 [de un artículo de 1951], p. 26).

Hay que remarcar que estamos hablando de violencia lesiva para referirnos a esta fractura del consenso y esa aceleración al máximo de la interacción social de la que la guerra civil urbana constituye la expresión más duradera y generalizada. Lo hacemos, siguiendo el desglose que propone David Riches en el importante primer capítulo de su compilación El fenòmeno de la violencia (1988), para distinguir esa violencia de la violencia simbólica desplegada en todo los sucedáneos de lucha con finalidad de daño que la vida colectiva emplea para, precisamente, evitar las catastróficas consecuencias que se producirían en el caso de las tensiones intrasociales que exorcizan consiguiesen interesar el plano de la realidad.

Así, podemos decir que la violencia lesiva añade a su función propiamente metonímica e instrumental -la de procurar la supresión o el sometimiento del contrario, no sólo simbólicamente sino en la propia estructura social-, la de constituirse en vehículo de una determinada expresividad. Todo ello para conducir a una apreciación importante, ya implícita en lo dicho hasta aquí: la violencia y la guerra -y la guerra civil urbana como una de sus variantes- no son la consecuencia de que los enfrentados hayan dimitido de su capacidad para comunicarse, sino que han

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decidido intensificar al máximo la eficacia de sus mensajes. Al contrario de lo que los periodistas suponen, los conflictos armados no son consecuencia del "fracaso del diálogo", sino de su exacerbación.

Las gestiones por la paz no pasan, en realidad, por hacer que los contendientes "mantengan conversaciones" sino precisamente por conseguir que dejen de hacerlo en ese tono. A igual título, la paz civil no implica una dimisión definitiva de la violencia en sí, sino una renuncia provisional a su alcance instrumental, que continúa siempre presente como un recurso disponible en potencia en la comunicación entre seres y grupos humanos.

Bibliografía

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9. DRENAJES : ABRIENDO EN CANAL LA CIUDAD.

1.

Es cierto que la ciudad es el lugar de residencia de los dioses, pero también lo es de los demonios. En la ciudad se aloja el poder, pero la ciudad es también el escenario privilegiado de las luchas y las deserciones en masa. Porque, ¿qué es en definitiva una ciudad y más en concreto sus espacios públicos? : una clase en concreto de implantación colectiva, que pone en contacto a extraños, un lugar impreciso en el que todo el mundo, incluso los indígenas, pueden sentirse aunque sólo sea ligeramente apátridas y donde hasta el último en llegar puede sentirse como en su casa. Un punto intensísimo del territorio en el que los individuos y las colectividades se entrecruzan constantemente, empeñándose en reencontrarse una y otra vez.

La urbs, lo urbano en la ciudad se conduce así como un conglomerado mutante, crónicamente alterado, constituído por elementos inestables , fundamentado casi exclusivamente en los azares, en un maremagnum de coyunturas, en un despliegue ingobernable de microiniciativas espontáneas que aceptan sólo someterse a formas precarias y provisionales de autoregularción. Un sitio en el que en cualquier momento le puede suceder

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cualquier cosa a cualquiera. He ahí la aspiración nunca plenamente satisfecha de todo orden político de hacerse con el control de esa calle ante la que no puede sino dimitir de ejercer ya no su autoridad, sino sencillamente su vocación fiscalizadora. Esa opacidad, ese carácter persistentemente aleatorio de lo urbano es irreductible a la polítización, que no consiste en otra cosa que en el acatamiento por parte de la los transeuntes de lo que se espera que sea homogéneo y transparente. Hecha de una multitud de nichos, lo urbano es un baluarte de resistencia o, simplemente, de indiferencia ante lo político. Todo orden político soñaría, si es que quería satisfacer sus objetivos de disciplinamiento, administración y legislación, con la extensión de los principios del Panóptico de Bentham más allá de la carcel o de la fábrica, al conjunto de las calles y de las plazas, de los mercados públicos, de los vestíbulos de las estaciones, de los corredores de correspondencia en los metros. ¿Qué es lo que ambicionan esas prácticas y los discursos que las soportan? : sumisión a lo Uno, exhibición absoluta ante la mirada del Uno, aquel principio reductor que los indios amazónicos de los que hablara Clastres identificaran con el Mal y contra el que se mantenían en estado de guerra perpétuo. Fue en tiempos de Platón cuando, tal y como Detienne nos ha mostrado, cuando puede verse aparecer la mitología, justamente como resultado de una voluntad de fiscalizar los rumores y las historias extrañas que los ancianos explican a los niños, con el fin de garantizar la unanimidad de los ciudadanos en el acatamiento de las primeras formas de racionalidad política.

Eso es, al menos, lo que ha percibido Paul Virilio, cuando plantea el proyecto político que se esconde tras las propuestas de una mayor vigilancia en los espacios públicos, a través de la presencia de más policia, de la proliferación de guardas jurados o la instalación de detectores o de video-cámaras : la ciudad sobre-expuesta, vitrina catódica inspirada en las salas de espera de los aeoropuertos. Las películas de ciencia-ficción han dibujado con frecuencia esa ciudad sometida a una Estado hipervigilante, que ha tomado literalmente la calle y la ha llenado de agentes y confidentes : Desafío total o en Brazil. Y todo para hacer frente a ese horror que para cualquier proyecto político supone esa excitación máxima que vemos agitarse desordenadamente por las calle de Los Ángeles en Blade Runner, o esa niebla generaliza que invade el suelo y hace inaccesible la calle a la policía en El quinto elemento.

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Frente a ese Uno (normalidad, regularidad, homogeneización) el espacio público, lo urbano, se despliega en forma de un número asombroso de irregularidades, nomadeos, proliferación hasta el infinito de pequeños mundos, multiplicación de círculos y diagramas, trepidaciones, excentricidades... Todo lo que hace que las socialidades urbanas se mantengan en gran medida ajenas a su propia gran historia, indiferentes a las convulsiones de lo político.

Esa voluntad fiscalizadora ejercida por los procesos de politización de las ciudades ha sido la que ingeniara, a mediados del siglo XIX, un saber estadístico, que se concreta en la elaboración de inventarios tipológicos y de censos y cuya determinación es la de saber quién compone realmente la ciudad, cuáles esos ingredientes humanos de lo urbano que hasta entonces constituían un enigma. El destino de esta formas de conocimiento que adoptan la ciudad como su objeto es, sin duda, la de racionalizar y “normalizar” la ciudad, o lo que es lo mismo, la de clarificar tanto física como conceptual-mente lo que hasta entonces había sido una ciudad desconocida e intranquilizante, en la que había encontrado refugio la marginalidad, la delincuencia, pero también desde la que conspiraban y se agitaban las “clases peligrosas”, así como todo tipo de sectas y sociedades secretas. Y, ante todo, la ciudad pasa a ser el lugar de las grandes movilizaciones populares.

Se trata, en definitiva, de organizar lo urbano según una relación perdurable entre un espacio público y un espacio privado que hasta entonces habían permanecido poco menos que indesligables. Es eso lo que guía las grandes reformas materiales que conocen ciudades como París a partir del Segundo Imperio : trazado de grandes ejes, destrucción de islotes llamados malsanos, iluminación nocturna. El objetivo : requisar la ciudad, tomarla.

2.

La ocupación de el espacio público por la polis, que se produce o se puede producir a todos los niveles, del semántico al militar, busca alcanzar la utopía de la ciudad ordenada y tranquila que el orden político ha venido soñando desde Platón. En todos los casos (San Agustín, Campanella, Moro,

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Fichte, Fourier...), la utopía urbana se contempla a sí misma como un sistema arquitectónico cerrado. Dicho de otra manera, la utopía (que es casi siempre, repitámoslo, una utopía urbana) es, sobre todo, una constitución social entendida como constitución arquitectónica. Al mismo tiempo, la geometrización de las retículas urbanas y la preocupación de los diseñadores de espacios por los equilibrios y las estabilidades perceptuales se plantean, al igual que las retóricas arquitecturales, a la manera de máquinas de hacer frente a la segmentariedad excesiva, al desbarajuste de todas las líneas difusas que los elementos moleculares trazan al desplazarse sin sentido, al ruido de fondo que lo urbano suscita constantemente. Sedantes que intentan paliar las taquicardias y las arritmias de la autogestión urbana. También el Estado ideal, en su equivalencia con la Ciudad Ideal, requiere para realizarse una fantasía arquitectónica y urbanística. Frente a eso, una sociedad sin Estado sería probablemente una sociedad sin arquitectura.

Estos enfrentamientos pueden producirse entre la sociedad y el Estado, cuando la urbs decide desbaratar el simulacro de su sumisión y deja de inhibirse de los grandes propósitos arquitecturales y urbanísticos para pasar a exhibir su hostilidad hacia ellos y hacia las instancias políticas y socio-económicas que los patrocinan, articulando por su cuenta modalidades específicas de acción sobre la forma urbana. Se trata de convulsiones sociales en que, de pronto y llevando hasta las últimas consecuencias una lógica que se ensaya en cada fiesta, el poder político es expulsado o marginado del escenario urbano por la ocupación tumultuosa de usuarios del espacio público, transeuntes, paseantes, merodeadores que pasan a convertirse en amos del lugar. Se trata de revueltas, insurrecciones, de las que el modelo histórico seguramente sería el de la Comuna de París, de 1871, pero que ha tenido multitud de ejemplos posteriores.

En todos los casos, se pone de manifiesto todo lo que puede un viandante.

Uno de estos casos se produjo entre el 26 y el 31 de julio de 1909, periodo en el curso del cual la ciudad vivió el alzamiento popular conocido como la Semana Trágica. Desencadenada como a rechazo contra la leva de reservistas para la guerra de Marruecos, la protesta abandonó en seguida sus objetivos iniciales, para abandonarse a un comportamiento colectivo que, a

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pesar de las condiciones irracionales que se la atribuido, respondía a una manera secretamente racional de concebir la forma urbana.

En efecto, el proletariado barcelonés puso en práctica en aquellos momentos estrategias urbanas abundantemente probadas, antes y despúes, en muchas otras luchas urbanas en todo el mundo. La principal de estas intervenciones de ingeniería efímera consistió en interrumpir la ciudad, yugulando los circuitos por lo que se agitan los flujos urbanos. Los ataques contra los transportes públicos, con el fin de inmovilizarlos, y, por encima de todo, la instalación generalizada de barricadas respondieron a un proyecto de control sobre el espacio urbano que implicaba el acuertalamiento de los vecinos en los barrios obreros, al mismo tiempo que imposibilitaba la penetración de fuerzas percibidas como un flujo anómalo y mórbido, contra el avance del cual era preciso levantar todo tipo de diques y compuertas. El emplazamiento de obstáculos actuaba como resultado de una vieja tecnología territorial, destinada a retener o desviar afluencias entendidas como amenazadoras y que se configuraba a la manera de un sistema de presas que hacía intransitable la ciudad a las presencias intrusas que habían sido detectadas moviéndose por la trama de los canales urbanos.

Al mismo tiempo que se verificaba esta instrumentalización insurrecional de la forma urbana, y como una más de sus estratagemas de territorialización, se desplegó la en apariencia absurda obsesión popular para destruir los edificios religiosos. Tras una actuación tal, que con tanta frecuencia ha estado atribuida a una condición demente de las turbas, en que se ocultaba era un secreta lógica urbanística, el destino de la cual era la eliminación, percibida como prioritaria des de la inteligencia de las masas, de los elementos del paisaje ciudadano que eran consideradas encarnación del mal social, y por tanto del deterioro de las condiciones de vida del proletariado barcelonés. La violencia iconoclasta implicaba una voluntad, a veces explícita, de liberar el espacio urbano de lo que era imaginado como un foco de contaminación moral de los lugares desde los que actuaban, más allá de la política y la economía, los responsables de los niveles más profundos y determinantes del sistema de mundo que se sufría. Las multitudes urbanas ponían de manifiesto que tenían su propia idea alternativa de lo que iba a ser la reforma interior y la higienización del territorio urbano, que consistía en un

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aceleramiento violento del proceso iniciado el siglo anterior con la desamortización de los bienes inmuebles de la Iglesia y su reutilización civil.

La ciudad se convertía así en escenario de la circulación en todas direcciones de otra sustancia, la finalidad esencial de la cual era también la de ser objeto de intercambio : la violencia. Las instancias de gobierno que habían sido desalojadas del control sobre el espacio urbano, y que ahora pasaban a ser contempladas como intrínsecamente ajenas, procuraron recuperar la hegemonía territorial perdida a manos de la misma sociedad urbana. Durante las jornadas de la Semana Trágica este enfrentamiento entre polis y urbs -en violenta competencia por preponderar sobre el territorio urbano- fue entendido por parte del orden polírico en términos de desobturación, es decir de liberación de los obstáculos que impedían la circulación de sus agentes de fuerza. La victoria del poder estatal -y de los sectores sociales que representaba- sobre un amplio sector de la población que había conseguido por unos momentos hacerse con el dominio total de su propio espacio de vida, se produjo bajo la forma de un desatascamiento y de un drenaje. A través suyo, una ciudad ocupada por sus usuarios retornaba bajo el control de sus propietarios.

Todo ésto sucedía en aquel momento del proceso de urbanización en que la realización de proyectos como el Plan Jaussely y el Plan Baixeras consagraban la ilusión político-urbanística de una Barcelona transparente y dócil. Decepcionando esta expectativa, desacatando frontalmente, una muchedumbre de ciudadanos inamistosas fue capaz de convertir la metrópolis en un embrollo intransitable, fortaleza de una sociedad que, de pronto, había devenido hostil y sorda ante el discurso político.

3.

Las prácticas festivas suelen repitir la historia de una victoria dramática sobre las fuerzas antisociales que conspiran desde el debajo o el afuera de la

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comunidad. Las ritualizaciones correspondientes adoptan todo tipo de formas y escenificaciones, y consisten siempre en mostrar esa energía negativa y sus personificaciones como acechando, a la espera de atacar la ciudad. En un momento dado vemos a esas entidades abominables protagonizando una maniobra de penetración y consiguiendo alcanzar el corazón mismo penetrando en el espacio social. Pueden ser dragones, vaquillas, toros, personajes demoniacos, reyes de carnaval... Esas dinámicas festivas que dialogan con el espacio público y lo convierten en escenario del simulacro de invasión, nos muestran a los monstruos o a los diablos logrando alcanzar el corazón de lo social, los vemos recorrer las calles sembrando el desorden más absoluto, desembocando por fin en las plazas centrales. Las encarnaciones del enemigo social abstracto son mostradas venciendo momentáneamente sobre la normalidad cotidiana y haciéndose con el control del espacio público, hasta que, de pronto, vemos que en realidad se trataba de una trampa, una ratonera. La entidad malévola es finalmente eliminada ritualmente o expulsada, enviada de nuevo al mundo exterior o al subsuelo del que procedía, con lo que queda restaurado el cosmos social que había resultado agraviado. ¿Cuál es el objetivo de semejantes prácticas festivas, sino recordar la precariedad y la vulnerabilidad de las fronteras de lo social ?

Ahora bien, a veces el drama representado puede remitir también a potencias anómalas, pero en este caso éstas no son ninguna simulación, sino que son del todo reales. La fantasía de una invasión del espacio social por parte de instancias rádicalmente ajenas y alarmantes ha tenido oportunidades, en efecto, de demostrar una eficacia que no era solo expresiva, sino también instrumental. Se trata de situaciones en que potencias percibidas como enemigas -ya no simbólicas, sino del todo empíricas- pretenden apoderarse de ciertos puntos considerados estratégicas del territorio urbano, y que ven frustrado su objetivo la obturación casi automática de los corredores viarios por parte de sus propios usuarios habituales.

La madrugada del 19 de julio de 1936 Barcelona fue un laboratorio en que esta mecánica de defensa civil, representada y puesta a prueba periódicamente en los simulacros festivos, demostró sus propiedades en el palno de la praxis histórica. En efecto, el intento de ocupar el centro de la ciudad de las tropas insurrectas contra el gobierno de la República, consistió en un movimiento simultáneo que, partiendo de los cuarteles situadas en la

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periferia de la ciudad, hiciera confluir diferentes columnas militares en el centro de la ciudad. Ante este desplazamiento centrípeto de un flujo percibido como extraño y peligroso, se desencadenó un dispositivo de oclusión de los conductos viarios parecido al que Barcelona ha había ensayado en 1909. Y fue así que las tropas que avanzaban por las arterias principales de la ciudad toparon con la presencia de grupos de civiles armados que les impedían el paso con barricadas. Un espasmo violento había cerrado la ciudad sobre sí misma hasta hacerla interpretadas como extrasociales y extraurbanas. Este dispositivo resultó insuperable y el ejército fue incapaz de apoderarse de una forma urbana que una súbita vitalización había convertido en inextricable y mortal.

Una vez derrotadas estas instancias consideradas intrusas y agresora, desalojado momentáneamente el poder político de su hegemonía sobre el espacio urbano, la sociedad urbana protagonizó dos intervenciones. En una de ellas, el sector más impaciente de las fuerzas sociales triunfantes se entregaron a una depuración ambiental, consistente en la eliminación traumática de los puntos del paisaje urbano que la institución religiosa de la cultura había sacralizado. Las violencias iconoclasta representaron en Barcelona -como antes en 1835 y 1909- un movimiento cuyo objetivo era la depuración del espacio público, una actuación higienizadora que pretendía desligar la topografía de la ciudad de los reductor de un enemigo interior homologado con el peligro exterior que se acababa de neutralizar.

En la segunda de estas intervenciones, la forma urbana fue testimonio y escenario de una agitación inversa a la que acabab de protagonizar apenas hacía unos días. Si el intento de penetración militar, concebido como constituyéndose un flujo extraño que intentaba introducirse -es decir un movimiento de fuera a dentro-, había provocado una contracción, la salida masiva de columnas de milicianos hacia los frentes implicaba una inversión del impulso obtenido, que ahora era de una dilatación y la eyección de una sustancia propia : movimiento de dentro a fuera.

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4.

Exorcizados los peligros internos y externos, y hasta el momento en que la polis fue restablecida y reemprendió sus funciones, la comunidad urbana quedó a merced de sus propias energías desatadas. Luego de desactivado todo poder político y en manos de las masas, Barcelona instaura una nueva normalidad y se reemprenden las funciones urbanas. Esta situación se modificó cuando segmentos internos en conflictos explicitaron la guerra civil larvada que toda comunidad vive permanentemente consigo misma. Las luchas en las calles de Barcelona durante el mes de mayo de 1937 demostraron como, una vez expulsado el poder político del lugar de control en que la sociedad civil lo había instalado, ésta podía recurrir a la violencia para dirimir a cuál de sus fracciones en competencia le correspondía establecer el sentido urbano y la manera de administrarlo. Finalmente, el triunfo de uno de estos segmentos en competencia por la ciudad implicó la renaudación de la centralidad política.

En otro orden de cosas, los terribles bombardeos que sufrió Barcelona a partir de 1937 y hasta el final de la guerra implicaron otra variedad de actuación radical de limpieza del territorio urbano. A diferencia del criterio selectivo que orientó la destrucción sistemática de los espacios y monumentos del culto religioso, la arbitrariedad de las desolaciones provocadas por las bombas de la marina y de la aviación franquista (además de los cientos de víctimas, 1.500 edificios destruídos, gran parte de las vías y de los servicios inutilizados- hacía patente que su propia lógica consideraba la ciudad toda ella impura por causa de sus propios ciudadanos. La naturaleza de los ataques indiscriminados contra la población urbana es la de un castigo de que el espacio urbano se ha hecho merecedora por una culpa cometida por la sociedad que la usa. Más allá de los destrozos humanos, materiales o psicológicos que provoca, la función de las agresiones masivas y generalizadas contra una ciudad es la interpelarla simbólicamente, para hacerle saber que había sido sentenciada por ser lo que es, o mejor, por ser lo que sus habitantes han hecho de ella. Un colosal mecanismo destructor era

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aplicado desde fuera, con un objetivo principal : abrir en canal la forma urbana.

La derrota de la causa republicana implicó dos nuevos movimientos opuestos que, de hecho, se colocaban en relación de simetría inversa respecto de los que Barcelona había conocido en los primeros momentos de la guerra.

Uno de estos movimientos se produce del interior al exterior, y funciona a la manera de un pérdida de sustancia propia. Amenazada y agotada, una parte de la sociedad se siente en peligro y huye de la ciudad camino del exilio. A lo largo del mes de enero de 1939 largas colas de personas y vehículos emprenden la huída hacia la frontera francesa, usando las salidas al norte de la ciudad. El otro movimiento vuelve a ser del exterior al interior. La entrada del ejército franquista suposo el triunfo de un movimiento de penetración y requisamiento militar del núcleo urbano, muy similar a aquél que las barricadas frustraron en 1936. La irrupción se produjo en este caso desde el Sur y desde el Este. Las demostraciones populares de entusiasmo que se produjeron implicaron a su vez, que aquel sector de la sociedad urbana que había sido derrotado en un primer momento estaba en condiciones, a partir de entonces, de arrogarse en exclusiva el usufructo del espacio público. Antes, y a lo largo de los tres años y medio de guerra, el territorio urbano había sido objeto de un litigio violento. En él de lo que se trató fue de resolver dos cuestiones fundamentales : la primera, “¿de quién es?”, y la segunda, de la que la respuesta depende de la anterior, “¿qué es y qué significa?”

5.

A lo largo del largo periodo franquista, las utilizaciones civiles del espacio público de Barcelona quedó restringido a aquéllas cuyo significado fuera aceptable para la ideología dominante y sólo respondiendo a convocatorias oficiales : desfiles militares, actos religiosos al aire libre, recepciones multitudinarias al Caudillo, demostraciones patrióticas, actos de desagravio, etc. Incluso muchas expresiones puramente festivas fueron

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víctima de la obsesión autoritaria por mantener los espacios abiertos de la ciudad bajo control.

En alguna opotunidad, pero, la ciudadanía encontró los medios para vencer la terminante prohibición de ocupar el espacio público para finalidades no autorizadas. Una de estas ocasiones fue la huelga de usuarios del tranvía que conoció Barcelona a partir del 1 de marzo de 1951, inicio de un proceso que culminó en la huelga general del 12 de ese mismo mes. Un aumento en el precio del billete fue considerado incaptable para la inmensa mayoría de la sociedad urbana, que optó, siguiendo consignas apócrifas, para boicotear los tranvías y hacer los desplazamientos a pie.

La protesta consistió en primer lugar en agresiones contra los vehículos de la Compañía de Tranvías, sigiendo así una vieja tradición que había hecho de ellos un objetivo prioritario a batir en los enfrentamientos urbanos, puesto que su neutralización era capital en orden a conseguir interrumpir la ciudad. Pero, sobre todo la respuesta de una sociedad civil a la que se había negado la posibilidad de encarnarse por medio del uso dramático del espacio público, fue la de sencillamente poner a todos sus miembros a caminar, es decir conducir a un nivel de máxima exacerbación la forma más elemental de fluidez urbana : aquella que ejercita el simple viandante. El vulgar chino-chano, el paseo, el ejercicio de la simple condición de transeunte camino del trabajo, pasaban a ser instrumentos de desacato y modalidades de insumisión pacífica. Fue la imagen de una muchedumbre de ciudadanos tan solo marchando a pie lo que la memoria colectiva retendría como la marca de un episodio irrepetible de épica urbana. El escenario tanto de la protesta pacífica como de las escaramuzas : los entornos que definía el propio tratazado de los raíles y de las líneas eléctricas, las mismas líneas que seguía el tranvía, que pasaban a ser, por un aceleramiento en la acción social, las líneas por las que circulaba el conflicto.

Las figuras hidrográficas de la riada o de la crecida serían aquí las más adecuadas. Ambas constatan esta intensificación del usufructo del espacio público por parte de sus propios destinatarios. Fueron ello quienes, en marzo de 1951, trascendieron el sentido consuetudinario, puramente instrumental, de ir “de un lado para el otro”, de transitar a pie entre puntos, para hacer de esta forma elemental de desplazamiento urbano una expresión de rebeldía y una vindiciación del derecho a la calle.

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6.

En los sistema políticos democráticos, las instancias de gobierno saben ceder su monopolio administrativo sobre el espacio a sectores sociales en conflicto, con el fin de que éstos lo convierten en escenario de sus expresiones. En condiciones no democráticas, pero, el Estado impide cualquier manipulación no consentida del espacio público, en la medida en que se arroga la exclusividad de su control práctico y simbólico e interpreta como una usurpación toda utilización civil no controlada de la ciudad.

Este fue el caso que conoció Barcelona a lo largo de las casi cuatro décadas en que estuvo sometida al régimen autoritario del general Franco. La preocupación por mantener una vigilancia asfixiante sobre el espacio público se tradujo, a lo largo de ese periodo, en dos tipos singulares de actuación a cargo de las fuerzas de seguridad, cuyo destino era garantizar el descongestionamiento automático y expeditivo de todo tráfico no autorizado. Estas formas de desatascamiento, derivada de una fobia a los condenasamiento humanos como fuente potencial de peligros políticos, se tradujeron en órdenes verbales que la policía solía repetir con finalidades disuasorias y como paso inmediatamente anterior al recurso a la violencia. En ambos casos se explicitaba como la red viaria podia ser pensada en términos hidrostáticos. La primera era la orden “¡Circulen !”, que indicaba la terminante prohibición de hacer reuniones que obturasen o espesasen el tránsito. La segunda era la orden “¡Disuélvanse!”, con la que se hacía patente la convicción de que toda tendencia a el engrudamiento que un flujo urbano experimentase fuera de control debía ser corregida por medio de una operación de drenaje y desatascamiento.

La obsesión gubernamental por diluir cualquier aglomerado y por mantener en estado de perfecta liquidez los materiales movedizos del sistema ciudadano, hacía imposible cualquier concentración o séquito de contenidos

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desafectos al régimen. La única alternativa de que disponían las fuerzas sociales de oposición para hacer un uso expresivo del espacio público era la de ocuparlo de forma imprevisible y por poco tiempo. En estos casos de lo que se trataba era de llevar a cabo un rápido itinerario por una parte muy breve de la red viaria, interrumpiendo el tráfico rodado y desapareciendo por las calles adyacentes antes de que llegase la fuerza pública. Esto último obligaba a escoger para este tipo de acciones instantáneas vías centrales de zonas lo bastante tupidas y porosas como para permitir una rápida absorción de las personas congregas a la hora de huir y dificultar el acceso de la policía. Las manifestaciones-relámpago no solían reunir a mucho más de algunos centenares de personas, que conocían el punto exacto del inicio de la manifestación por medio de consignas clandestinas. Transcurridos unos minutos y después de cubrir un trayecto de algunos centenares de metros coreando consignas, una señal indicaba el momento de la dispersión de los reunidos.

Estas actuaciones casi convulsas, consistente en la invasión fugaz de un fragmento mínimo de ciudad con finalidades propagandísticas, implicaban una concepción en extremo dinámica del drama urbano. De lo que se trataba era de una suerte de gestualidad basada en un espasmo : estar “de pronto”, recorrer un corto tramo y desaparecer, como diluyéndose. Lo que se provocaba era una irrupción fantásmática -“visto y no visto”-, que no en vano podría recurrir al símil metereológico del relámpago : una iluminación instantánea que enciende un trayecto breve y que después va difuminándose hasta apagarse del todo. Lógica entonces del resplandor que deslumbra en un momento la vida cotidiana, y del que la analogía con la performance artística es evidente. Todo debía desarrollarse de tal manera que nadie tuviese oportunidad de reaccionar, una turbulencia, un movimiento frenético, una alternación en los ritmos que rigen la fluctuación urbana, versión adulta y peligrosa de juegos infantiles como del escondite o el de tocar y parar.

La idea es ahora, en primer lugar -y para la irrupción inopinada de una pequeña multitud en un punto del circuito-, la del torrente, riada provocada acaso por un inesperado aguacero estival. En segundo lugar, en relación a la maniobra de dispersión por el entramado de vasos contiguos, la imagen sería la de un líquido que ha encontrado para verterse un terreno sumamente

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permeable, capaz de filtrar rápidamente, y como en complicidad, la breve avenida que se ha producido sin que nadie se lo esperase.

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