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Las intenciones de la ficción CARLOS THIEBAUT Universidad Carlos III de Madrid ¿Cómo recuperar la idea de sujeto tras, y en, el giro lingüístico? ¿Es acaso menester hacerlo? Aunque, desde hace ya dos siglos, las primeras versio- nes de la llamada de atención hacia el lenguaje como el lugar en el que debe ser analizado el conocimiento y la moral corrieron parejas a una rei- vindicación del papel central de la subjetividad en la forma de la subjeti- vidad romántica, los desarrollos post-fregeanos de la filosofía del lenguaje desplazaron aquella subjetividad hasta casi desvanecerla. Ese olvido del sujeto aconteció o bien a la más deslumbrante luz del análisis del signifi- cado proposicional o bien bajo la del carácter convencional y social de nuestras hablas y de nuestros juegos del lenguaje. También los otros de- sarrollos, post y antifenomenológicos, del análisis del lenguaje en las tra- diciones alemana y francesa, hicieron opaca esa subjetividad, anegándola en el acontecer del lenguaje y del texto. Ha parecido, en muchos momen- tos, que la idea de sujeto era una de aquellas nociones del lenguaje ordina- rio de la filosofía moderna, si tal oxímoron se me permite, que podríamos almacenar sin menoscabo ni melancolía. Quisiera hoy analizar, y sugerir, * que algo de la reflexión moderna sobre el sujeto puede y debe permanecer tras la acumulación de giros lingüísticos de la filosofía de este siglo que concluye. Eso que puede y debe permanecer tiene muchos nombres y teo- rías que lo intentan aprehender. Por motivos que se verán, acudiré hoy a la idea de intencionalidad para entender qué debe permanecer del sujeto y » cómo debe hacerlo. Pero, el análisis de la intencionalidad es terreno pan- tanoso y elusivo en la filosofía del siglo. (Confesaré que no lo estimaba tan pantanoso ni tan elusivo hasta que comencé a perderme en sus maris- mas). Incluso cabría hacer una cartografía adecuada de casi todas las ten- dencias más relevantes de la filosofía contemporánea viendo cómo la abor- dan, bien sea por acción o por reflexionada omisión. 29 Thiebaut, C; "Las intenciones de la fiición", en Herrera L., M. Teorías de la interpretación, México, UNAM, 1998, 29-57.

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Las intenciones de la ficción

• CARLOS THIEBAUTUniversidad Carlos III de Madrid

¿Cómo recuperar la idea de sujeto tras, y en, el giro lingüístico? ¿Es acaso menester hacerlo? Aunque, desde hace ya dos siglos, las primeras versio­nes de la llamada de atención hacia el lenguaje como el lugar en el que debe ser analizado el conocimiento y la moral corrieron parejas a una rei­vindicación del papel central de la subjetividad en la forma de la subjeti­vidad romántica, los desarrollos post-fregeanos de la filosofía del lenguaje desplazaron aquella subjetividad hasta casi desvanecerla. Ese olvido del sujeto aconteció o bien a la más deslumbrante luz del análisis del signifi­cado proposicional o bien bajo la del carácter convencional y social de nuestras hablas y de nuestros juegos del lenguaje. También los otros de­sarrollos, post y antifenomenológicos, del análisis del lenguaje en las tra­diciones alemana y francesa, hicieron opaca esa subjetividad, anegándola en el acontecer del lenguaje y del texto. Ha parecido, en muchos momen­tos, que la idea de sujeto era una de aquellas nociones del lenguaje ordina­rio de la filosofía moderna, si tal oxímoron se me permite, que podríamos almacenar sin menoscabo ni melancolía. Quisiera hoy analizar, y sugerir, * que algo de la reflexión moderna sobre el sujeto puede y debe permanecer tras la acumulación de giros lingüísticos de la filosofía de este siglo que concluye. Eso que puede y debe permanecer tiene muchos nombres y teo­rías que lo intentan aprehender. Por motivos que se verán, acudiré hoy a la idea de intencionalidad para entender qué debe permanecer del sujeto y » cómo debe hacerlo. Pero, el análisis de la intencionalidad es terreno pan­tanoso y elusivo en la filosofía del siglo. (Confesaré que no lo estimaba tan pantanoso ni tan elusivo hasta que comencé a perderme en sus maris­mas). Incluso cabría hacer una cartografía adecuada de casi todas las ten­dencias más relevantes de la filosofía contemporánea viendo cómo la abor­dan, bien sea por acción o por reflexionada omisión.

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errera L., M. Teorías de la

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ejemplo, nos ayudará a desentrenar alguna mala comprensión de esas no­ciones tal como aparecen en determinados desarrollos de la teoría crítica literaria.

A vueltas con el significado: otro modelo triangular

Acabo de señalar que la teoría y la crítica literaria es un terreno, de entra­da, más difícil para hablar de la intencionalidad. En sus campos se. han formulado las más claras acusaciones de la irrelevancia de la intención del autor para la comprensión, el sentido o el efecto, de su obra. Esas críticas no sólo tienen apoyaturas teóricas (teorías sobre la función y la estructu­ra del significado literario) sino que responden, tal vez, a una idea casi del sentido común (es decir, del sentido que hemos hecho común) de los pro­cesos de lectura: ¿por qué habría de ser relevante para mí, que leo a Eliot, a Proust o a Cervantes lo que ellos hubieran podido pensar, sentir o que­rido decir, si todo eso no está presente en mi acto de lectura? La traza de su subjetividad aparece sólo, para mí, en ese poema, esa novela, ese li­bro; por lo tanto son estos productos, y no aquellas intenciones (siempre hipotéticas, casi siempre proyectadas, sólo accesorias), las que determi­nan los lugares mi experiencia lectora. ¿Para qué, pues, indagar aquella traza, ponerla en el centro de nuestra atención?

Saldré de ese sentido común y eludiré una respuesta directa. Confío regresar a él en algún momento y contestar a sus quizá nada irrelevantes preguntas. En un texto anterior1 he señalado en discusión con Davidson, por un lado, y con la teoría de los actos de habla, por otro, que no era menester contraponer una noción de significado ordinario o literal con la noción de significado literario, en menoscabo semántico del segundo. Pre­tendía señalar que el significado semántico de las palabras del escritor (mo­lino de viento, gigante, etcétera.) quedaba determinado en el texto por un conjunto de modalizaciones. Todo significado lingüístico está modalizado y el análisis de esa modalización, determinante del significado, permitía una cartografía de usos, como los usos intentione recta en el habla ordina-

1 Carlos Thiebaut, “Retórica de la lucidez”, en La Balsa de la Medusa, Madrid, Vi­sor, 1995.

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ria o los usos diferentes (no menos rectos, pero en dirección diversa) gue, en general, llamamos literarios. Esa modalización opera, creo, en base a tres elementos o tres polos que nos permiten entender esa diversidad de usos. En un primer polo del triángulo que proponía estaría el modo de lenguaje empleado. Ese modo puede ser, por ejemplo, el uso constatativo del habla ordinaria, o pueden serlo los diversos géneros literarios que cabe emplear al escribir un texto. Un segundo polo vendría determinado por la forma de referencia de lo que se dice: cómo refiere a aquello que dice refe­rir, cuáles son los criterios que definen ese ajuste de la referencia. Un ter­cer ángulo sería la intención del emisor o autor al emitir su mensaje, in­tención que sólo es relevante en la medida en que es interpretada, como enseguida volveré a acentuar. Quise subrayar, al presentar ese modelo triangular, que no cabe eliminar ninguno de esos elementos, coimplicados y correlacionados, si hemos de entender qué sería y cómo un significado que siempre aparece y opera en forma modal izada

En primer lugar (sin que ello implique prioridad lógica, sino sólo co­modidad metodológica), el modo de lenguaje empleado determina, modaliza, aquello que se dice y su significado. El uso intentione recta de una infor­mación sobre dónde se encuentra una calle en una ciudad o cómo habérselas con unos tortuosos laberintos burocráticos en esa ciudad no deja de ser un modo aunque sea frecuente y cotidiano. Otros modos pudieran serlo la tragedia o la comedia, por acudir a la tópica clásica, o la novela y el ensayo, por referir a géneros de más cercano origen en el tiempo. Qué se esté diciendo y haciendo en cada caso viene determinado por el modo del lenguaje empleado, y conocer éste parece crucial para saber qué se nos está diciendo para entender su significado. Cuando he dicho “modo de lenguaje” he practicado una determinada (e intencionada) ambigüedad: he hablado del lenguaje ordinario y de los géneros literarios. Se me pudiera preguntar si no hay una jerarquía en esos modos, y señalar que, al igual que hemos de saber antes el significado literal de las palabras para enten­der qué se nos quiere decir al construir con ellas una metáfora, tal vez habría modos originarios sobre los que se desarrollarían otros diversos (como los géneros literarios, que serían complejos productos ulteriores de una categoría modal más amplia, el modo “ficcional”, por ejemplo). Sería • tentador, así, dividir en dos los modos de lenguaje, los ordinarios y los Acciónales, y proseguir mostrando cómo los segundos dependen y son

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Una manera obvia de entender esa sugerencia sería volver la mirada hacia el giro mentalista más reciente con el que, por ejemplo, Searle ha dado contramarcha a algunos planteamientos pragmáticos de la teoría de los actos de habla de Austin. La primacía que el último Searle le atribuye a la intencionalidad de representación sobre la intencionalidad de la comunicación, pudiera así ser vista como una contraofensiva del sujeto epistémico, en condiciones mudadas, a los muchos ataques que desde fren­tes diversos le están acosando. No toda traza del sujeto cartesiano necesi­taría, no obstante, adoptar esa forma. Existirían también otras maneras de hacerlo, escarbando en la primacía del concepto (del noema husserliano, aunque también mudado) a la hora de definir la intencionalidad de lamen­te y poner a ésta, y a la filosofía que de ella trata, en un lugar epistémica- mente prioritario. Asistimos, de nuevo, a un giro mentalista que quiere reinterpretar el giro lingüístico y que quiere hacer de la intencionalidad, ante todo, una categoría de los procesos (ya que no de los objetos) men­tales. En términos filosóficos, pudiera parecer que es urgente la confron­tación entre este giro mentalista y la más amplia herencia del lingüístico (cómo aquél estaba en los comienzos fregeanos de éste; cómo la más ta­jante heterodoxia del segundo Wittgenstein y de Austin buscaron otro co­mienzo que bloqueara ese incipiente nuevo mentalismo).

No seguiré aquí esa posible disputa, que arrecia de manera creciente, sino que emplearé otro camino, en sesgado. Sugeriré que incluso en los modelos más acendrados del giro lingüístico (aquellos giros que permiten un acercamiento más fructífero a los textos literarios) ha de permanecer una traza del sujeto, ya tornado en sujeto en y por el lenguaje, y que ese sujeto no es tanto condición epistémica de inteligibilidad, aunque tam­bién, cuanto resultado de determinados ejercicios del lenguaje. Se me ocu- *• rre que el lugar más adecuado para hacerlo es, precisamente, el de la intencionalidad, no de la mente, sino aquella que acontece en el lenguaje cuando tiablamos o cuando escribimos (más lo segundo que lo primero, por inmunizarme a la crítica desconstruccionista). Interpretaré, al final, que esta intencionalidad es la traza del sujeto que subsiste cuando centra­mos nuestra atención en el significado que comportan nuestros lenguajes y nos fijamos en nuestra comunicación sobre el mundo. En el borroso estatuto de la intencionalidad se debate, por un lado, el lugar del que ha­bla o escribe y del que escucha o lee, y, por otro, el que esos agentes,

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emisores o comunicantes, puedan ponerse de acuerdo o puedan mostrar su desacuerdo sobre un estado de cosas dado, sobre el mundo. Al hacerlo, esos agentes, actores o sujetos aprenderán no sólo que hablan del mundo sino lo que hablar del mundo quiere decir: sabrán que los nombres que al mundo damos acontecen en el lenguaje y que no son ellos mismos el mundo que, no obstante, nos los reclama. Pero, aunque mi vista esté puesta en la búsqueda de esa traza del sujeto en el lenguaje (y, en concreto, aunque mi macrohipótesis, que aquí no aparecerá sino levemente hacia el final, sea que los sujetos se construyen en y por el lenguaje), me centraré en la discusión del concepto de intención en algunas teorías y análisis de la literatura. Hay, pues, una cierta marginalidad en mi foco de atención; * pero, los márgenes siempre iluminaron los centros y una lectura dificilior es mejor terreno para confrontar las hipótesis. Un primer motivo para la búsqueda de ese terreno más difícil puede resultar, más bien, una ventajo­sa excusa. Al marginar de mi atención preferente la discusión de la intencionalidad filosófica (y, de su mano, los nada irrelevantes análisis de su relación con los planteamientos intensionalistas, buceando en cuyos orígenes podemos encontrar parentesco entre Husserl y Frege y, con ello, recomprender los avatares ulteriores de la contemporánea reflexión sobre el lenguaje) y al ubicarme en el espacio de la intencionalidad literaria pu­diera parecer que escapo de tomar partido en aquellas discusiones filosó­ficas más acuciantes del presente. Mi propia posición, como se verá, toma más de las corrientes menos mentalistas (o más antimentalistas) del giro lingüístico; huye de una concepción proposicional u objetual de la intencionalidad para situarse en el terreno de qué nos acontece, cómo nos hacemos, cuando empleamos determinados usos del lenguaje; qué les acontece, cómo se hacen aquellos que participan de esos usos. En este punto, la aparente ventaja o excusa de no centrar la atención en la intencionalidad filosófica se vuelve en mi contra y se muestra como obs­táculo mayor. Como diré, no sólo encuentra en el análisis de la literatura especiales dificultades sino que también puede que herede o que refleje parte de los problemas de fondo sobre los que centran su atención los debates de lo que he llamado la intencionalidad filosófica. Pero, de mane- • ra nada sorprendente, heredar problemas puede ser también heredar ins­trumentos para tratarlos, ya que no para solventarlos. La relación entre significado (literario) e intención (comunicativa) en la teoría de Grice, por

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parasitarios de los primeros. Como se sabe, tal ha sido alguna interpreta­ción reciente, la de las teorías de los actos de habla; pero habría otras teorías, como la davidsoniana que irían en el mismo sentido. No quiero ahora discutir ese argumento y sólo señalaré que la prioridad lógica o tem­poral, en el aprendizaje y el uso, de un modo sobre otros no se opone a lo que mi propuesta sugiere. Aunque determinados aprendizajes prece­dieran temporal o lógicamente a otros, ello no negaría que las formas de

- todos los mensajes o usos son modos que determinan contextos de signi­ficación. Sólo una tesis fuerte que afirmara la irrelevancia sistemática de los contextos lingüísticos y no lingüísticos para la determinación del sig­nificado de un mensaje podría oponerse a lo que estoy sugiriendo. Y, que yo sepa, no hay ninguna a la mano: siempre estará, al menos, el trasfondo como condición de inteligibilidad (lo estaba en Husserl, en Frege; lo está en Davidson o en Searle).

Ciertamente, y no obstante, no todos los modos son iguales ni, consi­guientemente, tampoco lo serían sus diferenciales aportaciones a las modalizaciones del significado. Corresponde a otro análisis teórico distin­to, que ahora no emprenderé, el tratamiento de esas diferencias, a las que dediqué alguna idea en el texto antes mencionado. Sí hemos de indicar ahora las relaciones entre este polo de nuestro triángulo con los otros dos mo­mentos que lo constituyen. Si de modalización del significado hablamos, es menester relacionar, en primer lugar, el modo del lenguaje con la forma de ajuste de referencia que el mensaje contiene. El polo de ajuste de la referencia se refiere, como decía, a los criterios ínsitos al mensaje o al texto que determinan su manera de decir del mundo. Que este puede ser dicho de maneras diversas es lo que, desde los tiempos clásicos, analizó la poética y, en tiempos más modernos, no pocas filosofías del lenguaje, algunas de las cuales (como sucede con Wittgenstein y con Austin) par­ten, precisamente, de señalar que referir al mundo y a la vida no es, sólo ni prioritariamente, el describirlo o el representarlo. Así, estos y otros debates sobre el carácter de representación de un mensaje o un texto (en los usos descriptivos y en los usos no descriptivos) han sido un lugar privilegiado para el tratamiento de la cuestión de la referencia. Pero no sólo. Tras la adopción de una visión representacionista o no representa- cionista extremas yacen concepciones muy diversas del lenguaje. Por de­cirlo con una reflexión reciente de Stanley Cavell, un autor al que haré

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especial referencia aquí, yacerían o bien una concepción etiquetadora del lenguaje según la cual, y acentuando la ¡dea de significado como depen­diente de la semántica, las palabras y los mensajes se le colgarían o pega­rían al mundo u otra concepción distinta, centrada pragmáticamente en el uso, en la que el lenguaje vendría solicitado por el mundo vivido, suscita­do por él, y en la que el nombrar no empaquetaría nítidamente el mundo, sino que lo ¡ría conformando con mayores o menores altibajos, con for­mas más o menos extremas de ambigüedad.

Me interesa, no obstante, una idea distinta para analizar este polo del ajuste de referencia. Su supuesto es que todo mensaje o texto con signifi­cación refiere de alguna manera al mundo. Ciertamente, y más allá de ejer­cicios y contra ejemplos, cabe pensar en mensajes o textos cuya referen­cia al mundo está sesgada de tal manera que difícilmente podemos decir que el mundo referido sea nuestro mundo cotidiano. En general, los mo­dos Acciónales son ejemplo adelantado de ello. ¿Cómo decir que es rele­vante el polo del ajuste de la referencia en esos modos? Se me ocurren dos líneas de respuesta a esa pregunta: en primer lugar, y por volver de nuevo a algún debate de la poética, no es irrelevante que un género litera­rio mayor, nacido en las circunstancias históricas de la modernidad, la no­vela, haya puesto en primer plano lo que conocemos como el criterio de la verosimilitud, modificando y cualificando la temática clásica de la mi­mesis. Que algo sea verosímil -parecido a la verdad-, y el cómo y el poi­qué lo sea, difícilmente puede entenderse fuera del contexto del ajuste de referencia: en un relato verosímil hablo del mundo como si, bajo la espe­cie de, etc., aunque no lo etiquete ni lo nombre en las formas de los usos rectos del lenguaje, sino sólo en forma parecida a ellos. En ese parecido no desaparece, sino que se modaliza, la manera de hablar y de referir al mundo. Pero ¿a qué mundo? La noción de ajuste de referencia no sólo refiere a que hablamos del mundo, sino que parecería requerir que hablá­ramos del mismo (o de parecido) mundo. Una segunda línea de respuesta a la pregunta por la relevancia de la referencia para el significado podría, entonces, partir de la cuestión de si el mundo al que mensajes y textos diversos se refieren, o dicen referirse, es el mismo en el contexto de emi­sión o de escritura y en el contexto de recepción o de lectura. No creo que sea posible hacer una tesis fuerte de identidad entre el mundo referi­do en un contexto y el supuesto en otro, pero cabe formular tentativamente

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una teoría indirecta que se apoya sobre la posibilidad del significado en contextos no simétricos sugiriendo que la vigencia de determinados tex­tos, como los poemas de Safo de Lesbos, por ejemplo, se prueba porque algo nos dicen de nuestro mundo al referir al suyo. Cabría plantear, ulterior­mente, que por eso los leemos quienes no tenemos intereses filológicos o arqueológicos. Pudiéramos acudir a alguna hipótesis de interpretación (como la constancia de las pasiones humanas, etc.) para explicamos esa relevancia que parece hablar de una constancia del mundo referido (en este caso, del mundo de nuestras pasiones), pero ni siquiera es menester ha­cerlo desde una más estricta economía conceptual. Bastaría con señalar que en algo ha de mantenerse esa constancia del significado y su referen­cia si es que el mensaje o el texto ha de mantener su relevancia, su signifi­cación en contextos no simétricos o no idénticos, como son los que dife­rencian al poeta de sus poemas ahora leídos. No es que no sea posible la pérdida de esta relevancia ni que no existan textos que nos son referencialmente opacos (y saco de su contexto un viejo término analíti­co), que no los lleguemos a entender (ya o, ¿por qué no? todavía), sino que en la medida en que tal relevancia se conserve parece requerir una semejante o verosímil conservación del ajuste de referencia. Esta forma de respuesta hace ver que la pregunta por la manera en que este ajuste deter­mina el significado sólo puede comprenderse como una pregunta pertene­ciente al ámbito de la interpretación, quiebro éste sobre el que iré regre­sando en lo que sigue.

Los dos polos hasta ahora mencionados, el modo del lenguaje emplea­do y el tipo de ajuste de la referencia, apuntan, pues, a ámbitos de pro­blemas en los que encontramos un amplio abanico de posiciones y posi­bilidades: apuntan a una sistemática de los modos y a un espectro de ma­neras de referir al mundo. Sabemos que hay modos que practican formas específicas de ajustes de referencia, o maneras de nombrar el mundo y la vida humana que han encontrado especial acomodo cultural en determina­dos modos que han configurado géneros literarios y tradiciones discursivas con mayor o menor potencia. En el nivel de abstracción que me muevo no puedo entrar ahora en los debates y teorías que han analizado esas rela­ciones. No obstante, quizá convendría recordar que es en ese ámbito don­de se han movido, con mayor soltura y eficacia, las teorías del significado literario; piénsese, por ejemplo, en la poética de géneros como ejemplo

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paradigmático de ello, o piénsese, también, en las teorías fenomenológicas de la lectura de la estética de la recepción. Una manera de hablar del mun­do y de escribir textos sobre él (la de la historia o la de la tragedia, por ejemplo) se correlaciona con los criterios y los aspectos que son subra­yados y puestos en práctica en esos textos ~a universalidad o la particu­laridad; la descripción de las cosas o el movimiento que suscita las emo­ciones).

Si las teorías críticas de la literatura han deambulado con soltura alre­dedor de los dos polos hasta ahora mencionados, no ha sucedido lo mis­mo con el tercer elemento de nuestra triangulación, sobre el que nos cen­traremos en estas páginas: de la intencionalidad presente en el mensaje o en el texto. La pregunta desde el sentido común del lector, de la que par­tía en esta intervención, sobre por qué y cómo habría de ser relevante lo que el autor quiso decir para lo que yo encuentro en la lectura de lo que dijo, ha recibido en la crítica literaria diversas formulaciones que la han convertido en postulados teóricos que hoy quisiera discutir. En mi pri­mera presentación del modelo triangular señalaba, al respecto, dos ideas centrales: en primer lugar, la intencionalidad presente en el texto es rele­vante para la modalización de su significado sólo si se entiende que la misma no refiere a la intención o al conjunto de intenciones psicológicas del autor. La intención particular (histórica, social y psicológicamente de­terminada) de Eliot, Proust o Cervantes nos será siempre opaca y, en cual­quier caso, y si aconteciese que la pudiéramos conocer por otro texto de esos autores donde la refirieran, sería siempre susceptible de un ulterior cuestionamiento, pues sería siempre algo que un texto nos dice sobre la intención que gobernó la producción de otros textos, y podríamos dudar y encontrar sistemáticamente opacas esas o ulteriores explicaciones. Así, si no es la intención psicológica del autor, será otro tipo de intencionalidad lo que buscamos y el motivo por el que la buscamos será, también, de orden diverso. La segunda idea que avancé es, precisamente, que esa intencionalidad es una intencionalidad presente y ejercitada en el texto en la medida en que éste es interpretado en el acto de lectura. Apoyándome en un modelo comunicativo de este proceso o acto de lectura, sugería que la intencionalidad conforma, junto a los otros dos polos del modo y de la referencia, un supuesto mínimo imprescindible de la inteligibilidad de los textos si es que éstos han de entenderse articulando algún significado. Que

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algo se nos quiere decir al hablar de una manera de algo es, precisamente, ese supuesto mínimo.

Las dos ideas apuntadas son, no obstante, insuficientes para encon­trar aquella traza del sujeto en el texto que yo decía buscar. La primera es sólo negativa y la segunda es excesivamente borrosa. Para superar esas insuficiencias —y consiguientemente, para convalidar las posibles venta­jas del modelo sugerido— será menester desentrenar algo más la madeja entrando algo más en nuestra materia.

Cuatro falacias sobre la intencionalidad

La crítica y el análisis del lenguaje literario ha formulado en los últimos decenios cuatro falacias que tienen que ver con la intencionalidad y su traza en el texto. Dos de ellas marcan la primacía de lo escrito, del texto, desligándolas de su origen autorial y de sus posibles efectos: las llamadas falacias intencional y afectiva (ya veremos cómo esas mismas etiquetas reducen el problema) que hoy rechazaré como pseudo-falacias pues ope­ran sobre concepciones del lenguaje, de sus usos y sus efectos, que cabe estimar reductivas. Otras dos, sobre las que me apoyaré dándoles un cierto giro interpretativo— y, al hacerlo, explicaré qué quiero decir por tal giro en mi búsqueda de la traza del sujeto— , surgen de un campo diverso: la falacia descriptiva de Austin, con la que comenzaba su How lo do Things with Words, y la falacia del lenguaje poético, en terminología de Mary Louise Pratt. No debiera sorprender, tras lo que antes dije, que la formulación de estas dos (buenas) falacias procedan de la teoría de los actos de habla.

La reflexión sobre la irrelevancia de la intención del autor en el signifi­cado de un texto literario recibió una especial atención en el movimiento de la Nueva Crítica desarrollado en la estela de la poética de Eliot o Pound. Un lugar tópico donde se elevaron las críticas de esa irrelevancia fue la formulación de la llamada falacia intencional en los años cincuenta.2 Con esa rúbrica se quería desmontar lo que se consideraba una torpeza de los

2 Cf., por ejemplo, R. W. Stallman, “Intention”, en Prínceton Encyclopaedici o f Poetry and Poetics. Universidad de Princeton, 1950.

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planteamientos románticos: se argüía que las condiciones psicológicas de la producción de un texto (y, en concreto, de un poema) nada podría de­cir de su mecanismo significador. (Y el término mecanismo es importante, pues el artefacto opera al margen de sus condiciones de origen, y al ha­blar de un poema como un mecanismo se nos cuela toda una concepción del lenguaje). La razón de la denuncia de esta falacia intencional tenía que ver no sólo con una concepción de los textos -como mecanismos o arte­factos autónomos en su requerimiento de la crítica- sino, sobre todo, con una cierta imagen de la crítica misma, que se pretendía crítica objetiva, y cuyas dificultades y tareas no podrían solventarse acudiendo a la voz pri­vilegiada del autor oráculo cuando interpreta o parafrasea su obra. Como W imsatty Beardsley señalaban, el juicio de los poemas es distinto del arte de producirlos.3 Al desligar las condiciones y mecanismos de la crea­ción de las condiciones y mecanismos del juicio crítico parecería que el significado poético habría, más bien de depender de las condiciones de su recepción. Pero, nuestros críticos vedan, con la acusación paralela de la falacia afectiva ese camino. La falacia afectiva confundiría el significado del poema con sus resultados psicológicos sobre los lectores. Ambas falacias enmarcarían, pues, la idea de que el poema mismo, como objeto de un juicio específicamente crítico, tendería a desaparecer. Desaparecería el poema de la misma manera que el significado de las palabras y sus re­ferencias desaparecerían bajo el emotivismo que, con tonos y temas deu­dores del clima que marcaron las filosofías del lenguaje de aquellos años cincuenta, como la de Stevenson, nuestros desveladores de falacias re­chazan. De entrada es fácil y obvio aceptar la letra en la que las dos falacias mencionadas se expresan. Esa letra menosprecia el papel psico­lógico del autor, reclamando la autoridad de su texto. Pero, cabe contra­ponerle dos cosas a esa denuncia: en primer lugar, tal vez la denuncia de estas dos falacias opere con los mismos criterios reductores del len­guaje a los que quiere oponerse: entender metafóricamente el poema como un mecanismo o artefacto parece sustraerlo del ámbito de las prácticas humanas ante las cuales la pregunta por su por qué no puede sólo respon­derse, de manera convincente, con argumentos funcionales u operativos. En segundo lugar, cabe pensar que la relevancia de la intención para la

-1 “The Intentional Fallacy”, en The Sewanee Review, num. 54,1946. pp. 3-23.

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comprensión de un mensaje no se basa tanto en un núcleo psicológico o mental, duro e irreductible, anterior a la escritura que posteriormente se desarrolla en ella. Esa imagen de la intencionalidad (lastrada del mismo psicologismo o mentalismo que se rechaza, como ha señalado Cavell) tam­poco nos diría nada de la traza del sujeto que buscamos en el texto. (Nos diría, a lo sumo, de las condiciones históricas y psicológicas de su pro­ducción, lo que puede ser un conocimiento auxiliar interesante, pero nun­ca determinante). No es el psicologismo de la intención ni el emotivismo de los efectos lo que andábamos buscando con el modelo que se propuso porque la idea de significado modalizado por la intencionalidad persigue un objeto distinto: persigue, como dije, la traza del sujeto en el texto, no fuera (antes o después) de él. Al menos eso — el dónde, el lugar— se lo debemos a la Nueva Crítica y, añadiré, al giro lingüístico todo. Si el sujeto aparece en texto, cabría señalar que la indagación por su traza, en forma de intención, no nos remite fuera del texto, sino que nos habría de introducir más en él. Y nos introduciría en ese texto más porque nos permitiría inda­gar qué se buscaba al escribirse y qué podemos nosotros encontrar al leerlo.

¿Por qué llamar intención a eso que se encuentra al escribir y a eso que se halla al leer? No sólo se encuentran intenciones, sino también, como dije, cosas dichas sobre el mundo y maneras de decirlas. Pero también se encuentran maneras deshacerse el autor que ayudan a las maneras de ha­cerse del lector. A esas maneras de hacerse del sujeto, difícilmente aprehen- sibles desde modelos funcionales, les estoy llamando intención: a eso apun­ta, en último término, el ejercicio literario, y a eso refieren la preguntas, que la respuesta psicológica y su negación banalizan, de qué quiso decir Eliot, Proust o Cervantes en sus obras y de qué tiene eso que ver con nosotros.

Pero, si ese psicologismo del origen o de los efectos de las dos falacias, intencional y emotiva, marran y quedan por debajo de nuestra pregunta, las denuncias que comportan pueden ser dotadas de una carga mayor que las haga relevantes para nuestro tema. Cabe, en efecto, argumentar, de la mano de Paul de Man y de Derrida, que incluso una noción no psicológi­ca, sino sólo textual, de la intencionalidad es todavía deudora y prisionera de planteamientos románticos y de concepciones representacionistas to­davía cartesianas del sujeto. Habría, pues, reformulaciones de nuestras dos falacias que reiterarían que centrarnos en la intencionalidad atribuida al

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autor en los textos hace opacos sus mecanismos de significación porque proyecta sobre ellos cegadoras categorías filosóficas externas a los mis­mos. IgualmeijtefSi entendiéramos su significado centrando nuestra aten­ción sobre su recepción, anularíamos también, desde esos planteamien­tos, lo que los textos dicen pues también proyectaríamos algo externo (nuestras expectativas, nuestras teorías de lo que los textos son y hacen) que en ellos no está y que nos cegaría a su sentido. Esta reformulación desconstruccionista de la falacia intencional y de la falacia emotiva me parece de mayor alcance, al menos filosófico, pues pone en cuestión no sólo ya una forma (romántica) de la crítica literaria, sino también una for­ma (moderna) de filosofía. Pone en cuestión, en concreto, la manera como las categorías de la filosofía moderna son inadecuadas para la compren­sión de los procesos textuales de significación. Esas categorías (y, en con­creto, la de significado) “proposicionaliza” los textos o sus fragmentos al entender siempre que el texto literario, sus tropos o sus ambigüedades, es sólo un ejemplo derivado y perturbado de aquellas relaciones del sujeto con el mundo que podríamos analizar mejor en términos de lo que las proposiciones dicen de la relación que el sujeto mantiene con un estado de cosas dado. Esta proposicionalización del significado ha de atribuirle, pues, a otra entidad distinta (como “la fuerza”) la especificidad que hace a esos textos literarios y reduce el papel de la intencionalidad a esa intencionalidad que pueda operar en el significado de las proposiciones. El desconstruccionismo, pues, propone la elisión de ese tipo de sujeto y de su intencionalidad para centrarse en los textos olvidados, aboga por la desaparición del autor en la obra, y lo hace porque rechaza, precisa­mente, ese tipo de supuestos fuertes de la filosofía contemporánea. Más en concreto, el desconstruccionismo repudia la formulación básicamente cognitiva de la tradición fenomenológica del sujeto de conocimiento y, tanto en Derrida como en de Man, articula ese rechazo dándole una vuelta de tuerca a la intencionalidad que gobierna a ese sujeto.

Los planteamientos de de Man, ya desde los años cincuenta, antes de su encuentro con el desconstruccionismo de Derrida, son claros al res­pecto: suponer que la intencionalidad del autor puede ser foco de signi­ficado de sus textos es olvidar, argumenta de Man, la estructura aporética y contradictoria del sujeto mismo, una estructura que se materializa en el texto que quiere decir algo (que el autor supone que quiere decir algo y el

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lector así lo acepta) y que, no obstante, dice cosa distinta. Esa tensión en el texto entre su mensaje pretendido y su decir material nace, en esos planteamientos demanianos, de la misma aporética del sujeto, una apoda que olvida y malentiende la noción filosófica de intencionalidad. La idea de la aporética del sujeto le permite a de Man articular una doble tesis: en primer lugar, le lleva a entenderla como la raíz y la causa de la estructura contradictoria del propio texto (que dice cosa distinta a lo que se intenta­ba con él). En segundo lugar, le permite rechazar todos los intentos de domar esa contradicción, de superarla, por medio de teorías (estéticas, filosóficas) que entienden como recto lo que es aporético, que interpretan como lineal y vectorial, lo que es figural y tropológico. Así, sólo una aten­ción fijada en el texto mismo, una atención que desande su supuesta ter­sura a la luz de las contradicciones del sujeto, captará ese movimiento de contradanza, de decir y desdecir, que constituye la literatura toda.

Pero, cabe pensar que la aporética del texto, el foco del análisis de de Man, no radica sólo en ese único polo del sujeto que, se nos indica, quie­re decir (y decirse) algo y dice lo distinto. Ciertamente, sería torpe olvi­dar o ser ciego a las aporías y ambigüedades de las obras literarias, pero tal vez no deban ser atribuidas al sujeto en solitario ni prioritariamente: obedecen también, y más bien, a la dificultad del decir algo del mundo (del decirse algo en el mundo significativamente) y a la dificultad de en­contrar el modo de hacerlo. La intención del autor, en los términos en la que la planteábamos, no tiene por qué ser eliminada aunque hubiera trans­ferido su potencial aporético a lo que nos dice, sino que debiera ser, precisamente, recuperada si esa aporía, o esa ambigüedad, hubiera de for­mar parte de lo que el texto transmite. Reconocer ese hecho ni anula las ambigüedades ni palia las aporías; conforma, más bien, la razón y el moti­vo de la seriedad de la lectura a la que el mismo de Man nos incita. En lo que sí podríamos coincidir con de Man es que proyectar sobre esas dificul­tades del decir la tersura de los modelos vectoriales (un sujeto que indica un estado de cosas) puede achatar lo que en los textos literarios acontece y lo que acontece, también, en su lectura. Pero esa coincidencia, insisto, no tiene por qué conllevar que neguemos que alguien, en un texto, dice algo del mundo y que, al hacerlo, “dice” también, practica, o pone en ejer­cicio, una manera de entender cómo aquel decir se relaciona con eso en el mundo.

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Algo similar encontramos en Derrida. La manera en que Derrida criticó a Austin parece indicar que quiere negar el papel de la intencionalidad porque ésta parece revestida de un cierto papel redentor. Una sólida idea filosófica de intencionalidad anclaría el significado del texto más allá de las ambigüedades que la práctica desconstructiva pone en evidencia. Derrida encuentra los motivos de esa ansiedad por el anclaje en todas las ansiedades filosóficas que, en su teoría, marcan nuestra tradición. Pero, podemos insistir en nuestro argumento de que el supuesto de la intencionalidad como elemento que modaliza el significado de los textos literarios nada tiene de anclaje firme fuera del texto mismo. Añadiré ahora que lo que esa noción aporta es la posibilidad misma del interés por la escritura (y no sólo la voz hablada) y por la lectura (y no sólo de la escu­cha). Cuando nos preguntamos por la intención del autor en el texto, cuan­do buscamos la traza del sujeto en la obra, lo que indagamos es por el motivo mismo de nuestra lectura y de su escritura. La pregunta ¿qué bus­ca el autor al escribir y nosotros al leerlo? no sería irrelevante para la interrogación por lo que los textos dicen. Entre las muchas posibles respuestas que podemos imaginar a esa pregunta (buscaba ganar algún di­nero o reconocimiento; aspiraba a divertimos y a divertirse; quería trans­mitir alguna noción de la vida humana, etc.), hay una que me parece re­vestir un cierto carácter énglobador y que, tentativam ente, podríamos resumir diciendo: tal vez él buscaba, y tal vez nosotros podemos encon­trar, una manera de entenderse o entender algo del mundo, una forma de entender su/ nuestra relación con el mundo en el lenguaje, por el lenguaje, con el lenguaje. Pero, la misma ambigüedad de esta respuesta produce de­sazón teórica y consuelo práctico. Desazón, porque esa idea de finalidad del texto es en exceso imprecisa: no sabemos qué entendimiento se busca­ba, ni sabemos si se halló (si es que, como sucede con frecuencia, no se halló, más bien, desencuentro y turbación), ni sabemos tampoco si lo ha­llado en la lectura es algo que estaba allí, en el texto, o ha sido reflejo de nuestras propias ansias o producto de nuestras reticencias. Pero, aquella ambigüedad produce también consuelo para nuestra experiencia lectora: al cabo, la atracción que nos encadena a ese acto de leer encuentra una de sus razones en que no sabemos qué se halló o qué hallaremos nosotros. Sólo después (a veces mucho después) de concluir la lectura del poema o del libro, y tras el silencio o la carcajada, podremos parafrasear, en otras

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hablas, lo que inferimos o ¿prendimos de aquel texto. Desde la experien­cia lectora, la ambigüedad nos reconforta, porque todo lo deja abierto, y la desazón teórica coadyuva a esa posibilidad. Desde la filosofía, no obs­tante, alguna respuesta más será de menester.

Si la intención del autor no es, por lo tanto, la intención psicológica, ni la tersa intención vectorial que lleva tanto a olvidar las aporías del tex­to como a anclar y fijar sus ambigüedades, podemos seguir preguntándo­nos de qué intencionalidad podemos hablar con sentido. El camino que quiero sugerir, fuera de los terrenos de la psicología y el mentalismo filo­sófico, es el marcado por el giro de la filosofía del lenguaje ordinario en una de sus versiones, giro que, no obstante, no nos pone tampoco las cosas fáciles, por las razones que se dirán. Tanto Paul de Man como Derrida son aguerridos críticos de la teoría de los actos de habla y de sus malcomprensiones hacia el significado literario. Dado lo que ha venido a configurarse como teoría estándar de los actos de habla, no es menester excesiva sensibilidad literaria para sentirse incómodo con una distinción tajante entre el significado ordinario y literal de las palabras y los mensa­jes y lo que esa teoría estándar denomina el carácter parasitario del signi­ficado literario de esas palabras y mensajes en el contexto de una obra. Inspirado, de nuevo, por Caveil, quisiera avanzar hacia una concepción que extrae fuerzas de aquellas flaquezas de la teoría estándar. Lo haré ana­lizando la otra pareja de nuestras cuatro falacias, la del “lenguaje poéti­co”, con la que Pratt rechaza las diferencias formalistas y estructuralistas entre lenguaje poético y no poético, y la “falacia descriptiva o constatativa” de cuya denuncia partía Austin en su propuesta del carácter performativo (de algunos usos) del lenguaje.

Estas dos falacias que extraigo del giro pragmático apuntan, en primer lugar, a un punto común bajo cuya perspectiva las analizaré conjunta­mente. Ese punto común reza que si la condición del análisis de la espe­cificidad del lenguaje literario es una concepción básicamente descriptiva o constatativa del lenguaje ordinario, anunciador del mundo, nos topare­mos con problemas tanto al analizar aquel uso del lenguaje como, en ge­neral, al pensar cualquier otro uso del lenguaje, pues las funciones o usos descriptivos o constatativos son sólo unos entre los varios que el lengua­je practica. La tentación reductora que nos lleva a subrayar o a poner en primer plano la capacidad constatativa del lenguaje puede tener, como tiene,

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fuertes razones filosóficas de su parte. Pero, quizá no responda a las inquietudes postwittgensteinianas que interrogan qué hacemos cuando decimos constatar algo y de qué maneras lo hacemos. Este tipo aproxima­ción (¿qué hacemos cuando hacemos x?) tiene la virtud de darle igual importancia — lo que es decir seriedad máxima— a interrogantes parale­los respecto a otros usos del lenguaje: ¿qué hacemos y cómo cuando decimos que narramos algo o leemos un poema? La falacia del lenguaje poético y la falacia descriptiva transfieren al habla constatativa los duros interrogantes por el sentido que parecemos, más cómodamente, dirigirle al lenguaje literario. Cartografiar las diferencias entre unos u otros usos -tarea cuya importancia quise ubicar en otro momento del modelo, antes comentado- no anula esa dureza del interrogatorio ni la seriedad que el mismo nos reclama para todo uso dd lenguaje.

Pero, entonces ¿de dónde aquella necesidad de Austin y de la teoría que adjetiva como “no serio” o como “parásito” el tipo de usos de len­guaje que se distancian de los usos comunicativos directos a los que pres­tó especial atención, una necesidad que ha conducido a los lodos del re­chazo del lenguaje literario en la teoría habermasiana, por ejemplo, y en cuya denuncia tan fácilmente pueden refocilarse los desconstruccionistas? (Cavell ha propuesto una compleja hermenéutica de Austin que intenta responder a esa pregunta mostrando lo “serio” de los llamados usos pará­sitos y Pratt, entre otros, ha querido saltar —creo que con torpeza— por encima de la distancia de lo “serio” y lo “no serio” mostrando que tam ­bién los textos literarios muestran estructuras comunicativas similares a nuestras comunicaciones cotidianas.) La pregunta, no obstante, no tiene fácil respuesta, pero puede pensarse que tiene que ver con la idea de inten­ción. Para hacerlo, tendré que desandar una noción de intención tradicio­nalmente atribuida a la teoría de los actos de habla y que me conducirá a un punto de equilibrio inestable, a saber, me llevará a que el rechazo de esa idea de intención es lo que nos permite pensar la traza del sujeto que buscamos. (Si consigo recuperar ese término al final será cuestión menos importante).

Tal vez la crítica fundamental que Derrida le formuló a Austin es la negación de la idea de intención que aquél consideraba central en la teoría de éste, centralidad que otros desarrollos searleanos de la teoría se encar­gaban de acentuar. (Con ello, sugiero que Derrida se enfrenta más a Searle

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que a Austin, o que se enfrenta más al Austin de Searle que a Austin mismo). La intención viene a ser considerada en la crítica de Derrida como el “centro organizador” del contexto de la emisión en la teoría de Austin, sacándole punta filosófica a los análisis austinianos de la intención comunicativa directa que nos permiten entender que, en determinados contextos, decimos lo que decimos o hacemos determinadas cosas al de­cirlo. El que queramos hacer determinadas cosas con las palabras expli­caría, así, que esas palabras las hicieran. Pero, como el análisis de los performativos bien pronto le dejó ver a Austin, la duda surge ensegui­da: ¿podemos prometer la Constitución, sin decir “prometo”? ¿No será, precisamente, la emisión, convencionalmente reglada de esa palabra, ‘prometo”, lo que nos hace haber prometido? Pero, el que existen falsas promesas, o promesas fingidas, es cuestión cotidiana; y una falsa pro­mesa parece no ser realmente una promesa, sino su contrario. Así, aun­que se requiera la convencionalidad de una institución para realizar un acto, parecería que esa convención no lo garantiza plenamente y la in­tención parecería un requisito del resultado feliz de ese acto. Pero, por otra parte, sólo la obediencia a determinadas convenciones hace posible que la intención actúe, pues no se entiende que haya promesa si, de alguna forma, no se ponen enjuego las convenciones que regulan esa institución. Así, la intención se encuentra efectuando una doble, y a veces contradictoria, tarea, una si está presente y otra si está ausente: por un lado, es un requisito no contrastable de determinados actos; por otra parte, se da por compulsada en el cumplimiento de las reglas que materializan ese acto si éste ha de tener un resultado, feliz o fracasado. ¿Qué garantiza su presencia y qué no garantiza esa ausencia? Precisa­mente, el cumplimiento del acto. Si hubo intención de prometer, y se efectuaron sólo gestos que contextualmente resultaron indicativos, no mentiríamos diciendo “prometió”. Si no hubo intención de prometer, y el contexto no modificaba el gesto, es decir, entendíamos que prometía, diremos “prometió falsamente”, es decir, prometió quebrando el acto institucional y contextual que practicó, y no diremos sólo “mintió” o “quiso engañar”. Por presencia, pues, la intención no supera, aunque con laxitud, el contexto y las convenciones; pero, por ausencia tampo­co. Cavell lo dice económicamente:

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Para Austin, como para Wittgenstein, la intención será cualquier cosa menos algo interno que compensa algo externo; lo marca (lo forra). La intención puede guiar la variación de unas banderas de señalización en una secuencia dada, pero no puede —es decir, esa intención no pue­de— determinar qué banderas son, cuáles son sus posiciones, qué sig­nifican éstas, etc. Sin esa institución, no cabe formular ninguna varia­ción. Puede ayudar el decir: un contexto es lo que permite que algo como una intención consiga tanto y sea tan poco.4

Entonces ¿para qué la intención? Si ésta no es el centro organizador que la fobia hacia la subjetividad prepositiva (que se propone y que pro­pone) de Derrida reclama, sino que es “tan poco” a la vista de las con­venciones en las que opera (y que requiere para operar), ¿para qué la in­tención? Responaamos que, precisamente, por lo mucho que hace: por­que guía el mensaje, aunque no sea su condición material de posibilidad (que lo es el lenguaje en ese uso en ese contexto).

(Fácilmente podríamos, también responder: no es la condición de po­sibilidad lingüística, o ccntextual, pero lo es en lo que al contenido prepo­sicional de lo que se dice. Así ha respondido el último Searle; pero, en­tonces, cabe decir que no entenderemos qué es ese contenido a diferencia de su continente, a no ser que nos salgamos del lenguaje ordinario y de la literatura y empleemos el mentalés, una lengua con la que tengo dificultad para familiarizarme. Diré, de otra manera, la razón de esa dificultad: nos alejaría no ya tentadoramente del lenguaje ordinario, sino radicalmente de la literatura. Asumir esa dificultad es, pues, la otra cara de nuestro intento dificilior con el que me quiero acercar a la búsqueda del sujeto en el texto).

Tal vez, entre lo mucho que consigue eso que es tan poco esté la ex­plicación de la diferencia entre los usos serios y los no serios del lengua­je. Acentuar la convencionalidad, en menoscabo de la intención, tiene la ventaja de remitir, como nuestro modelo hacía anteriormente, la diferen­ciación de usos del lenguaje a una teoría de los modos del mismo. Pero esa sugerencia, ese movimiento a la defensiva, tiene el riesgo de habernos dejado tan adelgazada aquella intención que ya ni traza del sujeto puede

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4 S. Cavell, A Pitch o f Philosophy. Cambridge, Mass., Universidad de Harvard, 1994,p. 111.

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vehicular. ¿O no es así? Tal vez, en efecto, no sea así, pues lo mucho que la intención hace, por poco que ella misma sea, indica a lo central de nuestra indagación: lo mucho que hace tiene que ver con la producción y el ejerci­cio de una manera de relación de aquello que sí hace, es decir, el lenguaje, y el mundo. Y la traza del sujeto que queda y encontramos en el texto quizá sea, precisamente, una forma de esa relación.

Así, si esa traza aparece en la manera en que una manera de lenguaje se refiere al mundo, no sólo no necesitamos una idea vectorial de inten­ción (previa, en mentales) como centro articulador, sino que ésta podría ser un grave obstáculo en nuestro proyecto. Para evitar, pues, ese obstá­culo y para tratar de indagar aquella traza, podemos intentar esbozar una idea de intención que bloquee los riesgos del mentalismo y nos abra la posibilidad de entenderla como aquello que establece una forma de rela­ción entre un modo del lenguaje y la referencia al mundo. Para ello, trata­ré de acentuar ahora, aunque sea brevemente, el carácter de interpretación que esa idea de intención tiene en nuestro modelo.

Cuando hemos dicho que el significado, lo que se nos quiere decir, en un texto viene determinado por ese triángulo marcado por un modo, una forma de referencia y una intención hemos ¡do, también, diciendo, que todos esos polos lo son en cuanto interpretados. Interpretación quiere decir, aquí, que lo que se dice, la manera en que se dice, y el para qué se dice sólo puede comprenderse en cuanto está dicho a y para alguien (aun­que sea al “otro que siempre va conmigo”). El modo es resultado de una interpretación (son convenciones, usos y géneros), y lo es, también, el ajuste de la referencia, como señalaba anteriormente. Igual acontece, y de manera especialmente determinante, con la intención. En este caso, inclu­so, la interpretación debe redoblar sus esfuerzos para aprehender la in­tención. Formularé, incluso, que la intención, como supuesto de inteligibi­lidad del significado de un texto lo es sólo en la medida en que ese texto es interrogado en forma interpretativa. Pudiera parecer, no obstante, que nos topamos de nuevo con la falacia intencional y podemos preguntamos para qué necesitamos ese supuesto si, al cabo, la intención lo es sólo in­tención para-el-lector.

Demos otra vuelta de tuerca antimentalista (y también antipsicológica o anticonductista), una vuelta de tuerca comunicativa, a nuestra idea de intención. Debiera haber empleado, quizá, antes la teoría de Grice para

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reivindicar la intención como elemento modaiizador del significado. (Otra manera sería, por ejemplo, emplear modelos comunicativos filosóficos con­tra el mentalismo, como los que desarrolla Apel en su crítica a Searle). Pero no es difícil solventar ahora esa carencia. Los análisis de Grice apuntan, precisamente, al nexo entre significado, intención e interpretación. La teoría de Grice se apoya sobre tres elementos: que el emisor de un mensaje ope­ra en un contexto de comunicación; que quiere decir, tiene la intención de decir, algo en forma de un efecto sobre un oyente; que la condición del significado alcanzado está en que el oyente reconozca esa intención en ese contexto para que ese efecto ¡se realice. Lo que me parece más signifi­cativo de esa aportación para nuestro análisis es, precisamente, esto últi­mo, lo más nuclear de las ideas de Grice: el reconocimiento por parte del oyente, un reconocimiento de una intención que viene situado como con­dición de posibilidad de que exista comunicación (efecto) de lo que el emisor quiere significar, quiere efectuar. (Dejo de lado ahora la manera como el último Grice reinterpreta y recupera la noción de verdad como condición de esa comunicación y acentúo el carácter comunicativo que liga la inten­ción con el significado. Dejo, pues, de lado la manera como pudieran re­cuperarse desde el acento en el análisis del lenguaje ordinario las cuestio­nes que también se plantean en las versiones mentalistas). Reconocer una intención en un contexto dado es, por lo tanto, responder a una forma de requerimiento que configura qué se quiere decir o qué se quiere conseguir con lo que se dice. Reconocer o aceptar en un contexto dado una inten­ción puede ser visto desde dos perspectivas distintas como el reconoci­miento de aquella intención que se pretendía por el emisor, o como la reconstrucción que el oyente hace de lo que cree que se pretendía. Lo primero vendría garantizado en contextos comunicativos directos -los que Grice analiza- y es su condición de felicidad. Pero, eso es precisamente lo que puede ser puesto en duda cuando, como sucede en los procesos de lectura, el contexto no es inmediato. En estos otros casos parecería que el modelo griceano chirría y nos vemos forzados a entender que el recono­cimiento de la intención significativa (M-intention) es, más bien, una re­construcción por parte del lector de lo que éste creía que se pretendía cuando se escribieron determinadas cosas.

Estimo, no obstante, que eso no es poco y que su fragilidad no le res­ta importancia a lo que, incluso en estos casos, estamos suponiendo. Para

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que lo que se lee se perciba con significado, parece que el lector ha de reconstruir, en un contexto dado, algo que supone se le dice. La condición de inteligibilidad que la intención aporta se toma, así, en el conjunto de procesos interpretativos que han de ponerse en marcha para que el mis­mo proceso de lectura se realice. No es sólo ya que la estructura de los textos reclame la cooperación del lector, y que lo haga precisamente por­que es una estructura no cerrada, sino articulada en torno a quiebras y vacíos que requieren esa interpretación, como apunta Iser y la estética de la recepción. Más bien, lo que estoy sugiriendo es que esa cooperación del lector opera en la reconstrucción de una intencionalidad siempre nece­sariamente supuesta.

Pero mi sugerencia parece susceptible de recibir, de nuevo, la sospe­cha desconstruccionista. ¿Podemos proyectar sobre la lectura ese nexo en­tre intención e interpretación que el modelo de Grice, con todas las escue­las pragmáticas del lenguaje ordinario, descubre en la comunicación direc­ta? ¿Es leer interpretar un decir? Ese es, precisamente, mi supuesto (para confirmación de las sospechas de los desconstruccionistas); pero, añada­mos a continuación que la analogía entre la voz en el decir directo y co­municativo y la voz en el texto es sólo, y precisamente, una analogía o un símil y habrá que precisar de qué manera puede decirse la expresión “la voz en el texto” o entenderse que “ leer es que alguien interprete un decir (de alguien)”.

Avancemos, pues, en nuestro hilo argumenta!. ¿Qué hacemos cuando reconocemos y reconstruimos esa intencionalidad? ¿Qué intención recons­truimos? Al igual que nos sucedía con los dos otros polos del modelo triangular, nos topamos con toda una amplia gama de intenciones recons­truidas. Podemos reír con el autor y su sátira, sonreímos con su ironía, conmovemos con su relato trágico. Podemos lamentar su humor o reír su patetismo. Podemos, incluso, equivocamos cuando hacemos cualquiera de esas cosas, o, sencillamente, pervertir las intenciones patentes del texto. La amplia gama de intenciones reconstruidas puede ser puesta en relación con la amplia gama de modos del lenguaje y de formas de ajuste de refe­rencia, y unas y otras se codeterminan y están culturalmente codificadas. Reconstruir intenciones se vincula a participar en modos y a entender cómo lo dicho se refiere al mundo y a nosotros en él. Esperamos que lo que reconstruimos como lo que se nos quiere decir tenga que ver con el

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modo empleado para hacerlo (buscamos en Eliot o en Proust determina­das cosas), y no esperamos que determinados enunciados sobre el mundo quieran decir otras cosas (no buscamos en los Ensayos de Montaigne otra serie de cosas).

¿Y que es lo que buscamos y reconstruimos cuando, estrictamente ha­blando, realizamos una lectura de Eliot, de Proust o de Cervantes? Cierta­mente, muchas cosas diversas, pero sugeriré que, ante todo, algo que cabe llamar una especial forma de aprendizaje. Buscamos y reconstruimos un saber que refiere a cómo se relaciona el lenguaje con el mundo, y eso es lo que aprendemos. Se me objetará que al decir esto he dado un salto inde­bido desde una reconstrucción de cómo opera el lenguaje, la escritura y la lectura, en nuestro modelo triangular a una tesis sustantiva sobre lo que realiza uno de los usos posibles del lenguaje, el literario. Ni ese tránsito de nivel ni esa tesis parecen deducirse fácilmente. Responderé que nues­tra lectura dificilior nos exige, y nos permite, nada menos que ese tránsito y esa tesis y lo haré, ya que la literatura es el terreno elegido, comentan­do un texto de Proust al que me llamó la atención Santiago González Noriega.

Un saber sobre el lenguaje y el mundo

Cuando el narrador de Le temps retrouvé mira hacia su presente y descu­bre, al hacerlo, el sentido de su relato, nos da una teoría (nos avanza una tesis) sobre la relación entre el mundo vivido y la forma de ese relatar. En ese momento nos dice también cómo entiende el arte y de qué manera el arte determina una forma de vida En el texto de Proust leemos:

La verdadera vida, la vida por fin descubierta y esclarecida, la única vida por consiguiente vivida realmente, es la literatura; esta vida que. en cierto sentido, habita en cada instante en todos los hombres tanto como en el artista. Pero ellos no la ven, porque no buscan esclarecer­la Y así su pasado está trabado por innumerables clichés que perma­necen inservibles porque la inteligencia no los ha "desarrollado". Nues- tra vida y también la vida de los otros, pues el estilo para el escritor, al igual que el color para el pintor, es cuestión no de técnica, sino de

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visión. Es la revelación, que sería imposible por medios directos y conscientes, de la diferencia cualitativa que existe entre la manera como el mundo se nos aparece, una d iferencia que si no hubiera arte permanecería como el secreto eterno de cada uno. Sólo por el arte po­demos salir de nosotros mismos, saber lo que ve otro de este univer­so que no es el mismo que el nuestro y cuyos paisajes nos serían tan desconocidos como los que pudiera haber en la luna. Gracias al arte, en lugar de ver un único mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse.Y. así. mientras haya artistas originales, mientras tengamos mundos a nuestra disposición, más diferentes entre si que los que ruedan por el infinito, incluso siglos después de que se extinguiera la lumbre de la que emanaba. llamémosla Rembrandt o Vermeer. nos siguen enviando su especial rayo.

Podemos entender esta cita sólo por lo que en ella se nos dice, pero argumentaré que, al hacerlo, perderíamos algo de lo que esa cita hace en la novela. En efecto, creo que sería corta y estéril la lectura de este texto CG¿r.o si sólo ncs expusiera una teoría estética, una teoría sobre la función iluminadora del arte. Esa teoría, aunque se expresa en la cita, ejercita otro papel interno a la novela misma, como una explicación de su práctica, del ejercicio de su escritura y de su lectura. Este texto, en ese último libro de La búsqueda del tiempo perdido, es especialmente reflexivo: nos habla no sólo del porqué y el cómo de una forma de vida, que podríamos llamar “óptima” o “mejor”, sino también del porqué de la novela que hemos leí­do. Pero, esta reflexión de Proust nos incita también a entender qué he­mos estado haciendo cuando hemos asistido y participado en el acto de lectura porque parece decirnos, en ese momento, qué es lo que Proust mismo ha estado haciendo al escribir su obra. De esa manera, la cita nos remite, por una parte, al texto leído, nos incita a recorrerlo de nue­vo, a volver a comenzar la lectura percibiendo más nítidamente los per­files de las cosas narradas bajo la luz esclarecedora que, ahora se nos dice, todo ejercicio de arte comporta, bajo la llamada de su lucidez. Pero, también nos remite, por esa misma lucidez, fuera del texto porque nos da su sentido en un proyecto de vida “óptima” que tiene que ver con nuestra propia vida al incitarla al esclarecimiento. El texto de Proust es consustancial a esa vida— es la forma de su esclarecimiento— y, se nos dice, no ya esta novela sino “la literatura” toda es la forma de ese esclare­

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cimiento. Es, pues, lo que la literatura hace, el esclarecer, lo que define nquel óptimo. ¿Cómo entender esa doble remisión, al texto y a una mane­ra de vivir?

Una capa del texto nos remite a sí mismo, es parte de la novela: otra, nos incita fuera de él. La primera nos dice que la conciencia esclarecida es interna a lo que leimos; la segunda, más bien, a que existen otros mundos, infinitos mundos, que ejemplifican esa manera de vivir iluminada. La pri­mera nos incita a la relectura, da cuenta de esa experiencia de seducción total —como la que, en otros momentos de la vida, quisiera hacer eterna la pasión amorosa, el disfrute gozoso de los encuentros— que nos enca­dena (librándonos de la vida no esclarecida) al texto que no queremos ya abandonar. La segunda postula, por el contrario, que quien quiera vivir esclarecidamente el presente —como el narrador vive, con sorpresa y ha­llazgo ya siempre sabido, ese baile en esa matineé— habrá de aprender a recordar su propia vida, porque el presente esclarecido remite siempre a una forma de recuerdo y porque no hay esclarecimiento sin redención de lo pasado en la memoria. En la primera capa del texto Proust nos remi­te a Proust; en la segunda nos incita a remitirnos a nosotros mismos al decirnos que vivir esclarecidamente el presente es como recordar (literariamente) el pasado acontecido. Y, cuando Proust se remite a Proust, B su novela, nos marca la pauta de cómo podemos nosotros remitimos a nosotros mismos: nos dice de qué manera una forma de lenguaje (un juego de lenguaje absolutamente serio) se articula, refiere, marca, un mundo. Esta circularidad ejemplar de Proust se funda en la tesis de una similar circularidad entre la vida y la literatura. Pero, esa tesis, tomada por sí sola, desnuda en la cita que comentamos, puede no resultar tan obvia como iluminador parecía su papel en la novela que leemos. Se nos dice que la literatura, y el lenguaje todo, forma parte del mundo vivido de determina­da manera, y así lo constituye como ese mundo vivido. También se im­plica ahí que ese lenguaje no es el mundo ni la vida, sino una forma (es­clarecida) de ellos. La vida, el mundo, nos reclaman, como antes señalaba con Cavell, una forma de lenguaje, una forma de respuesta: esa es, preci­samente, la lección de la literatura, un saberse dependiendo de los recla­mos de la vida a los que respondemos con una forma de esclarecimiento que ni nos arranca fuera de esa vida ni nos permite, tampoco, a fuer de inútil, que proyectemos sobre ella aquello que su reclamo no solicitaba.

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Pero, entonces, ¿cabe concluir, seducidos como estamos por la lectura de la novela, por la manera en que responde al reclamo de la vida, que una forma de vida óptima requiere necesariamente del arte y de la literatura, de esta forma de literatura? O, de otra manera ¿podrá esa seducción del texto justificar una tesis fuerte sobre la necesidad del arte para vivir una vida superior? La seducción del texto, lo que en el texto hemos aprendi­do, no justifica cabalmente esa tesis. La especial y exigente forma de re­clamo que la vida le formula al lenguaje y que requiere las medidas preci­sas que encontramos paradigmáticamente en el gran arte parece poder ex­tenderse, sin esas extgencias supremas, a otros momentos y formas de vida. En efecto, el reclamo que la vida le hace al lenguaje para ser esclareci­da, si quiere esclarecerse, sitúa las relaciones entre lenguaje y mundo vivi­do en un ámbito de tornasoladas implicaciones éticas. Ciertamente, Proust parece decirnos que una vida esclarecida es criterio de bondad moral y que la gran obra sería un criterio casi supremo. (Si no Proust, otros ejem­plos pudieran sacar esa conclusión, tal vez excesiva.) Pero, incluso esa misma bondad mora! necesitaría ser argumentada y sostenida también fuera del texto literario. No es necesario negar que el ejemplo de la literatura practica un estilo de esas razones morales para señalar, no obstante, que — como acontece con todas las razones morales— las mismas ni se ago­tan en ese ejercicio ni tampoco son definitivas por muy deslumbrantes que ahí nos resulten. Si el reclamo que la vida le hace al lenguaje, al relato, para esclarecerse tiene tonalidad moral, habrá de teñirse de la misma fra­gilidad que la moral comporta, aunque recibirá también junto a esa fragili­dad un motivo añadido para su absoluta seriedad.

Una primera capa del texto, decía, nos remite a sí mismo. Otra una manera de vivir la vida entre otras muchas posibles, al ideal de esclareci­miento. Las dos capas del texto, no obstante, parecen estar en tensión: la remisión a la novela nos ilumina nuestra lectura: la remisión a nuestra vida no tiene porqué concederle en exclusiva al arte el privilegio del esclareci­miento moral, sino que tal vez, y por el contrario, lo tiña de fragilidad, lo ancle en las contingencias de nuestra condición humana. No quiero desha­cer esa tensión banalizándola, pero cabe pensar que opera en una estruc­tura distinta a la que salta a primera vista. Tal vez no sea que la cita, y su teoría del arte, iluminen la novela; tal vez acontezca, por el contrario, que la cita diga o teorice algo de lo que la novela ha sido ejemplo. La primera

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capa, la remisión de Proust a Proust, es, en efecto, ejemplo de la segunda de una forma peculiar: aunque podamos, como la cita de Proust hace, dar una teoría de esa manera de vivir esclarecidamente, su sentido sólo puede comprenderse si nos remitimos al ejemplo que nos da La búsqueda del tiempo perdido que estamos acabando de leer. Como si Proust nos dijera: “Esta es mi novela, que puede entenderse desde esta teoría, que aquí for­mulo asf’. O, como si nos dijera, “esto que has estado leyendo significa, en mi vida, aquello que esta obra pudiera enseñarte de una manera de vi­vir la tuya”. Esa manera lleva |a huella del sujeto que la vivió y que se nos presenta, para decirlo, como ejemplo de esa manera de vivir, al igual que hay otras maneras torpes o cegadas que Proust tantas veces nos re­trata. Así vistas, las relaciones entre ejemplo y teoría son, en efecto, pe­culiares. Lo que la teoría dice, el ejemplo lo ha hecho. Pero, lo que aquella dice, además, es que sólo puede comprenderse lo que dice cuando ya se ha hecho lo que el ejemplo ha practicado. De ahí que el ejemplo sea la condición de la teoría, y no a la inversa. O, dicho de otra forma, aprende­mos no tanto en la teoría, sino en el ejemplo, de la que aquella es sólo un momento, una parada en el camino.

Lo que aprendemos no es, por lo tanto, lo que la posible intención explícita, en forma de teoría, nos dice haber querido hacer, sino lo que la intención reconstruida nos hace ver como haciéndose. La intención re­construida no lo es del arte, sino de este texto; no del artista, sino de este autor que escribe este texto, este individuo en este poema, en esta novela. Lo aprendido lo es por ese ejemplo, aunque no obstante, de alguna mane­ra, lo trascienda si no se agota en él. Eso aprendido, que como conclusión podemos encapsular en alguna intención expresa, puede recibir la formu­lación que la cita de Proust u otras teorías le suministren. Cabría, sin em­bargo, insistir que lo aprendido en y por ese acto de lectura no se agota ni ha de resumirse en esas teorías, y que permite otras, presentes y futuras, que intenten responder a cómo una experiencia particular nos deja posos y aprendizajes que transferimos a otras experiencias. Hay cabida, así, para otras teorías que expliquen o interpreten cómo el lenguaje y otras institu­ciones humanas permiten pensar constancias o diferencias entre cosas di­versas, las relevancias de algo para otra cosa distinta. Cualquier teoría, como cualquier declaración expresa de intenciones, nos ayudará a enten­der que aprendimos; pero no nos enseñará aquello que aprendimos.

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Sea cual sea la teoría que empleemos, el terreno en el que vamos si­tuándonos vuelve a insinuar que aunque la intención explícita del autor pueda tener borrosos perfiles, aunque pudiéramos dudar de su ejercicio, o aunque pudiéramos entender a su luz el camino recorrido, es la intención reconstruida lo que hace posible la particularidad de nuestra experiencia lectora y sus aprendizajes. Creo que cabe ir más allá, pues puede pensar­se que sería esa intención reconstruida en la lectura la que es el equivalen­te, lo simétrico, lo que viene requerido por la intención en ejercicio del escritor, papel que no jugaría, por el contrario, la intención explícita, mas o menos teorizada, que (puede que) el escritor nos haya suministrado. Esa intención en ejercicio apunta al proceso mismo de escritura del texto y muestra o indica las formas de construcción del sujeto en ese texto. Es, por consiguiente, más la voz que en el texto aparece que el autorretrato que puede emblematizarlo como su portada o su resumen. Al decir “voz” he vuelto a emplear, intencionalmente, una metáfora hiriente para oídos desconstruccionistas, pero pudiéramos llamarla, no menos metafóricamente, la traza del sujeto. La metáfora de la traza tiene, quizá, una ventaja añadi­da: sugiere que lo que permanece no es lo que allí aconteció, como la tra­za de una partícula que una vez surgió y se desintegró en unos rñicrosegundos. El sujeto que permanece en el texto, esa intención recons­truida que se refiere a la practicada en el texto, es una traza de aquel suje­to que, en algún momento, lo escribió es él, el individuo concreto que pasó frío en prisiones o cultivaba con precisión su neurastenia; pero, ya no es él, sólo su voz callada en el texto. No son sus experiencias ni sus estados, sólo su marca.5

Esa voz, esa traza, esa marca no da todo el significado de la obra, como sabemos; pero, creo que puede ya aceptarse como plausible que ese sig­nificado está modalizado también por ella Está modalizado en la interpreta­ción que al leer hacemos de la obra porque podemos descubrir en el ejem-

5 Paradójicamente, esa marca no pudo ser eliminada del pensamiento desconstruc- cionista. Paul de Man, hablando de Proust, concluirá que “el sujeto permanece dotado de una función que no es gramatical, sino retórica; da voz, por así decirlo, a un sintagma gramatical. El término voz es, obviamente, una metáfora que infiere, por analogía, la in­tención del sujeto de la estructura del predicado” (P. de Man Allegories o f Reading. New Haven, Universidad de Yale, 1979, pp 6 y ss.).

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pío que nos suministra una manera de entender la vida y el mundo (esclarecidamente dice Proust; lúcidamente diría yo). Y también podemos descubrir en ese ejemplo que una manera de entender la vida está ligada a la manera como entendemos la relación entre lenguaje y vida, entre modos del lenguaje y formas de referencia al mundo. Por eso, tal vez, nos ilu­mine, nos haga ver lo que no sabíamos; y por eso, tal vez, leamos, en un continuado proceso de aprendizaje de cómo el lenguaje se relaciona con el mundo, responde a su reclamo intentando esclarecerlo.

Que esa traza del sujeto modaliza la obra y su significado es lo que pretendíamos explorar, moviéndonos entre la tesis mentalista de la intencionalidad filosófica y la irrelevancia que gran parte de las teorías literarias le atribuyen a las intenciones del autor. Se podría argumentar que no todas las teorías literarias practican ese borrar al sujeto (podemos mencionar, por ejemplo, a Hirsch)6 por eludir lo que ya consideramos insostenibles supuestos románticos. En esa línea podríamos recuperar, tal vez, el papel de las intenciones explícitas de los autores, un papel no siempre tan borroso o tan ineficaz como las denuncias de las falacias an­tes comentadas suponen. Pero, no he estimado que ese camino nos llevara a donde nosotros hemos llegado. Moviéndome en tierra de nadie entre campos diversos, la filosofía y la literatura, el rechazo del autor en aras del texto y su reivindicación como sola articulación de su sentido, he que­rido no partir de supuestos intencionalistas fuertes para, no obstante, argumentar en guisa de filósofo in altera parte, que algo de la reflexión sobre el sujeto debe permanecer y permanece cuando fijamos la atención en el lenguaje literario, en la practica de su escritura y en la de su lectura. El parentesco de este sujeto que sólo conocemos por sus trazas con aquel otro sujeto de la filosofía moderna — ese que hemos tendido, con exceso, a escribir con mayúscula— es, no obstante, cuestión distinta que pode­mos dejar para otra ocasión.

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6 Hirsch, Validity in ¡nterpretation. New Haven, Londres, Universidad de Yale, 1967.

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la retórica

• CARLOS PEREDAInstituto de Investigaciones Filosóficas, unam

este trabajo se tratará de distinguir entre una retórica virtuosa y una viciosa. Para ello se atenderán los vínculos entre la retórica y la

por un lado, y aquellos entre la retórica, la argumentación y la política, por otro.

I

Apenas se recuerda que el arte de la retórica surge como una necesidad del convivir político de la democracia ateniense, se esboza ya la conexión entre retórica y vida pública no condicionada de antemano, no determina­da por la autoridad absoluta de una tradición. Como Nietzsche señaló, la retórica es un “arte republicano” (otros tal vez elijan defender: la retórica es un “vicio republicano”).

Esta primera conexión sugiere una más general entre retórica y vida pública o privada no condicionada de antemano, sino que busca orientar­se por el poder de los buenos argumentos: entre retórica y sabiduría ilus­trada. Tales conexiones no son difíciles de articular: si el poder público y privado, si la capacidad de orientar y de orientarse no son más propieda­des de cierta tradición, sino propiedades que dependen del convencimiento producido por los buenos argumentos, el arte de la retórica en tanto arte de presentar argumentos para convencer contribuye a construir la autono­mía personal. Disponemos, pues, de una primera propuesta sobre lo que es la retórica, o si se prefiere, de un primer uso de la palabra “retórica”:

1. La retórica es el arte de presentar los argumentos de manera tal que,convenciendo, produzcan asentimiento.

Pereda, C.; "Sobre la retórica", en H

errera L., M. Teorías de la interpretación, M

éxico, U

NA

M, 1998, 29-57.

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I

Frevisiblemente, pronto se querrá el poder de ios buenos argumentos, incluso cuando se carece de ellos. En relación con esta demanda, Platón nos cuenta que surgió la oferta de los sofistas, maestros viajeros que iban de ciudad en ciudad, enseñando por cierta paga, el arte de adornar las pa­labras con el fin de producir convencimiento (¿labor que han heredado nuestros periodistas y demás “comunicólogos”?). Topamos, entonces, con una segunda propuesta sobre lo que es la retórica, o si se prefiere, con un segundo uso de la palabra “retórica”:

2. La retórica es el arte del adorno verbal.

En ambas propuestas, lá retórica se constituye como el arte que traba­ja con una dimensión de todo lenguaje: la dimensión expresiva en relación con el interlocutor, el ajustarse del lenguaje para producir efectos en cier­to auditorio. O, como algunos tal vez preferirán decir: se opera con la dimensión pragmática o con el aspecto “fuerza” del signo lingüístico.

Hay que considerar ya una objeción: si el adorno verbal es un instru­mento formal, neutral a los diversos contenidos, entonces, la retórica se convierte en un método indiferente a los conceptos de verdad y de bien. De este modo, cualquiera que se encuentre entrenado en tal método podrá inducir aquellas creencias que mejor convengan a sus intereses o pasio­nes, independientemente de que se trate de creencias verdaderas o de in­tereses y pasiones legítimas. Esa retórica, según el Gorgias: “es en lo concerniente al alma lo que la culinaria en lo referente al cuerpo”.1

De inmediato Platón aclara esa afirmación en el siguiente fragmento de diálogo: “Polo, Bien. ¿Qué es lo que dices?, ¿que la retórica es la adula­ción? Sócrates. He dicho que es una parte de la adulación”.2

A esta retórica fraudulenta, engañosa, aduladora, Platón le opone en el Fedro, otra retórica en tanto: “arte de guiar el alma por el camino de los razonamientos, no sólo en los tribunales y en las asambleas populares sino también en las conversaciones privadas”.3

1 Platón, "Gorgias", Diálogos, Introd. de E. Lledó; Trad. y notas de J. Calonge Ruiz. Madrid, Gredos, 1982, par. 465 c.

2 Ibid., par. 466 a.3 Platón, “Fedro”, en op. cit., par. 261 a.

104 • Sobre la retórica

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Es necesario, entonces, distinguir ya dos modalidades de tratar la di­mensión expresiva del lenguaje y, con ello, de dirigirse a un auditorio: la retórica como arte de convencer y la retórica como método de seducir. Quien efectivamente se apoya en el poder de los buenos argumentos pro­duce asentimiento, convenciendo. En cambio, produce asentimiento, se­duciendo, quien sólo se respalda en los argumentos que le convienen, sean estos buenos, regulares o malos, sean pseudo-buenos argumentos o falacias, esto es, argumentos malos pero que parecen buenos.

Sin embargo, ¿existe realmente un contraste tan claro entre convencer y seducir?. La respuesta sofista (de Grecia a los pos-modernos) fue —como en tantas ocasiones en que nos queremos defender— un ataque: se atacaron los conceptos de verdad y de bien en tanto conceptos objeti­vos o, al menos, en tanto conceptos con pretensión de validez intersub­jetiva y capaces de ser respaldados argumentativamente. En relación con la verdad, se afirmó: ninguna creencia es verdadera o falsa en sí misma, puesto que no hay verdades independientes de alguna subjetividad; toda creencia en verdadera o falsa en relación con ciertos intereses o pasiones. Algo similar se indicó también de los otros valores, específicamente se propusieron los valores morales como un asunto de convención. La pala­bra “convención” se contrasta en este contexto con la palabra “naturale­za”. Si las normas morales son asunto de convención y no de naturaleza, podríamos sacar como posible conclusión: dejemos tales convenciones a un lado y vivamos persiguiendo los propios intereses y pasiones, sin in­hibiciones morales, propias de los débiles y los ineptos.

Sin embargo, ¿no nos conduce ese invitar al relativismo y hasta el es­cepticismo tanto empistémico como práctico? He aquí una tercera pro­puesta sobre lo que es la retórica, o si se prefiere, un tercer uso de la palabra “retórica”:

3. La retórica es el método de producir asentimiento, seduciendo y, como tal, presupone un relativismo o incluso un escepticismo epistémico y/o práctico.

En los debates sobre la retórica con frecuencia se confunden y hasta se funden estas propuestas como formando un entramado indisoluble. Sin embargo, creo que hay algunas interpretaciones de las propuestas 1 y 2

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— la retórica como el arte de presentar con eficacia los argumentos en re­lación con un auditorio y la retórica como el arte del adorno verbal— que no implican, al menos que no implican de manera inevitable, la propuesta 3 — la retórica como el método de producir asentimiento a partir de cier­tos intereses e independientemente de los conceptos de verdad y de bien— . Más todavía, sospecho que se puede defender cierta manera de interpre­tar positivamente los usos 1 y 2 de la palabra “retórica” y atacar el uso 3.

n

Atendamos rápidamente a la propuesta 2, o al uso 2 de la palabra “re­tórica”:

2.1. La retórica es el arte del adorno verbal.

O dicho de manera tal vez más apropiada: la retórica es el arte de usar las palabras de un modo bello, aptamente, con fuerza. Este uso de la pala­bra “retórica” anuncia ya sus efectos sobre la literatura. La influencia ha sido vasta y diversa. Se conoce que la decadencia de la oratoria pública en Roma hizo que el interés de los retóricos se dirigiera a la educación; así, el primer grupo de disciplinas que se debía cursar en la Edad Media estaba formado por el trivium de la retórica, la gramática y la lógica. En las clases de retórica, los alumnos analizaban y componían varios tipos de discursos siguiendo un orden que Cicerón resume como sigue:

el orador primero debe dirigirse a lo que quiere decir; luego conducir y organizar sus descubrimientos no meramente de una forma ordenada sino con ojo discriminador para sopesar ...cada argumento; enseguida continua adornándolos con estilo; después tiene que memorizarlos; y finalmente, expresarlos en público con efecto y encanto4

Así, las “partes” del proceso retórico son: inventio o lo que se quiere decir, dispositivo o arreglo de las partes elocutio o estilo, memoria y

4 Cicerón, De oratore. Trad. al inglés de E.W. Sutton. Boston, Universidad de Harvard, 1959,1 142.

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Carlos Pereda • 107

ronuntiatio o exposición oral. Junto a estás partes se codificó una se- e de figuras del lenguaje (con nombres casi tan altisonantes como los el vocabulario de cierta lingüística contemporánea): catacresis, hipálage, inécdoque, metonimia... que el alumno, y también el poeta, debían do- inar para llevar a cabo sus trabajos. De esta manera, la retórica clásica

tenía un fuerte componente normativo; era una preceptiva y se centra­ba en la composición de discursos. Ambas pretensiones fueron ataca­das y hasta eliminadas en los tiempos modernos y, específicamente, con el advenimiento de esa “escuela” de la imaginación centrífuga que fue el Romanticismo.

Con respecto a la primera pretensión, la normatmdad, sospecho que el concepto de preceptiva juega en la tradición retórica un papel funcio­nalmente equivalente o casi, al concepto de metodología en la tradición científica moderna. En ambos casos, aparece una y otra vez la vana tenta­ción del método — la metodolatría— en tanto búsqueda de criterios preci­sos, fijos y generales.

En relación con la segunda pretensión, la de constituir la retórica una metodología de la composición de discursos, en el Romanticismo se co­menzó por razonar que lo que permitía al genio crear, permitía también al lector, al crítico, evaluar; muy pronto se acabó señalando que el genio no usa reglas para crear, sólo el lector, sólo el crítico necesita de ellas para analizar, para juzgar. La retórica se convierte, entonces, en algo así como una teoría de la eficacia literaria y hasta en una región de la crítica.

Sin'embargo, la actitud romántica se extendió, a su vez, a la retórica en tanto recepción de la literatura, eliminando también allí toda normatividad en la composición; así, por ejemplo, de las cinco “partes” del proceso retórico sólo se conservarán las tres primeras — inventio, dispositio, elocuíio— y ello, sin demasiadas pretensiones, simplemente como esque­mas para describir y razonar la eficacia literaria, vagos marcos para orga­nizar los itinerarios de la libertad: de la imaginación centrífuga.

Entonces ¿qué hacer hoy con la retórica en relación con la literatura y, en general con las artes?. Por ejemplo, quien elogia hoy a un poeta o a un narrador porque posee una “buena retórica” (si es que se trata de un elo­gio), no implica con su afirmación que ese poeta o narrador cumple con cierto método, con ciertas reglas y figuras. Lo que se afirma es que ese poeta o narrador maneja eficazmente la dimensión expresiva del lenguaje,

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108 • Sobre la retórica

que es eficaz estéticamente para provocar estados de ánimo, pasiones, pensamiento, recuerdos, posibilidades del mundo y de la vida... A su vez, a partir del Romaticismo, el teórico de la literatura, el crítico, no tendrá ni que disponer de una metodología, ni necesariamente examinar si se cumple o no con ciertas reglas, o se usan o no ciertas figuras; podrá hacerlo o no, pero en el caso en que lo haga, se tratará de una tarea subordinada a la libre, a la imaginativa evaluación de si el texto en cuestión posee eficacia estética.

El inicial uso 2 de la palabra “retórica” puede, entonces, creo, comen­zar a vertirse de manera más compartible como:

2.1. La retórica es el arte de producir y evaluar la eficacia estética.

mVayamos a la propuesta 1, o al uso 1 de la palabra “retórica”:

1.1. La retórica es el arte de presentar los argumentos de manera tal que, convenciendo, piouuzcan asentimiento.

Probablemente esta propuesta despierte mayores enconos que la ante­rior; en cualquier caso, éstos provienen de una actitud diferente. En el caso de la conjunción “literatura y retórica” la resistencias pertenecían a la tradi­ción romántica; en cambio, con respecto a la conjunción “argumentación y retórica” las resistencias son parte de la tradición ilustrada

Así, a partir de esa tradición muchos se han formulado dos clases de preguntas: ¿por qué necesitamos del arte de la retórica para producir asen­timiento con buenos argumentos?, ¿acaso en nuestros convencimientos ra­cionales intervienen también las pasiones? Y, por otra parte, ¿no basta acaso para convencer con disponer simplemente de buenos argumentos, “buenos argumentos” en el sentido de argumentos lógicamente válidos y con premisas verdaderas, esto es, “buenos argumentos” en lo que llamaré el sentido restringido de esa expresión?

Quién pregunta de la primera manera presupone una oposición radical entre la razón y las pasiones. Quien pregunta de la segunda manera de­fiende un concepto austero de razón, una razón fuerte, unitaria, casi diría,

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'Ulnerable, aunque limitada tanto teórica como prácticamente. Sin em- [0, ¿es la razón humana esa razón?

■para comenzar a discutir estas dudas daré un rodeo a través de dos cultades: la vieja perplejidad de la akrasía o debilidad de la voluntad problema de la subdeterminación de muchos argumentos. El hecho de

■e ambas dificultades existan, si es que existen, parece contradecir algu- 1S de las propuestas más queridas de la tradición ilustrada, al menos,

ntradice lo que llamaré la “propuesta socrática” y la “propuesta "esiana”. Pero, aunque estas propuestas son propuestas ilustradas, no tan sin duda todo lo que se puede entender por Ilustración.

? a) La “propuestasocrática”.y

Sócrates respondió la pregunta acerca de si basta para convencer con OS “buenos argumentos” con una afirmativa enfática: quien conoce el bien ,6 realiza, quien hace el mal demuestra que está en el error; la razón prác­tica no es, así, más que una aplicación inevitable de la razón teórica. Aristóteles discute esta propuesta a lo largo del Libro VII de su Ética nicomaquea. Señala Aristóteles:

Cosa sorprendente sería, como pensaba Sócrates, que algún otro prin­cipio domine el conocimiento existente en el sujeto y que lo arrastre en tomo de sí como a un esclavo. Sócrates combatía esta idea, soste­niendo por su parte que la incontinencia no existe, ya que nadie a sabiendas puede apartarse en su conducta de lo mejor, sino por igno­rancia. Esta teoría, sin embargo, está manifiestamente en desacuerdo con los hechos observados.5

“Hechos observados”: con frecuencia un agente actúa intencionalmente en contra de su propio buen juicio, sosteniendo que una acción es la me­jor —por una razón— y, no obstante, actuando de otra manera —tam­bién por alguna razón, aunque de menor fuerza que la razón anterior— . Este agente es un incontinente: un akratés. Así, una persona que posee,

5 Aristóteles, Etica nicomaquea. Versión de Antonio Gómez Robledo. México, u n a m . 1983.

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110 • Sobre la retórica

como se dice, “debilidad de la voluntad” : a) actúa intencionalmente, b) juzga que sería mejor hacer x que y y c) hace y. Ejemplo 1:

El jefe de una oficina procura actuar con justicia; en relación con una vacante que se ha producido; se presentan dos candidatos, un desco­nocido y un amigo suyo que posee menos méritos para ocupar su car­go que el desconocido. El jefe piensa que, en justicia, le debería dar el cargo al desconocido; sin embargo, se lo da a su amigo.

Los ejemplos más relevantes de “debilidad de la voluntad” son aque­llos que, como este primer ejemplo, poseen una dimensión moral: una per­sona cree que cierta acción es moralmente la mejor, lo que debe hacer y, no obstante, actúa de otro modo. A pesar de la familiaridad de las accio­nes de esta clase, de conocer lo que se debe hacer y de no hacerlo, hay una amplia “resistencia socrática” que no admite estos “hechos”. Pues ¿cómo una persona puede actuar contra su propio juicio? La respuesta de Aristóteles es la siguiente:

Es claro, por tanto, que de los incontinentes debe decirse que están en una disposición análoga a la del dormido, el loco, o el borracho. El que tales hombres puedan hablar el lenguaje del conocimiento moral, no prueba que lo posean, pues aun los que están en los estados men­cionados dan demostraciones científicas y recitan versos de Empédocles y los que empiezan a aprender una ciencia encadenan bien sus propo­siciones, pero no la saben aún, pues para ésto hay que haberse conna­turalizado con ella, y esto pide tiempo.6

Para Aristóteles, la pasión, el deseo o el placer interfieren en nuestra capacidad de conocer y evaluar como lo hacen el sueño, la locura o la ebriedad... produciendo un pseudo-conocer, un pseudo-evaluar que es el conocer y el evaluar del incontinente. ¿Cómo suprimir la interferencia en­tre el evaluar moral del jefe en nuestro ejemplo 1 y su actuar? En general: ¿cómo eliminar la fragmentación entre teoría y praxis?, ¿cómo recuperar la unidad perdida entre razón teórica y razón práctica?. O, más en parti­cular, ¿cómo hacer que el incontinente “escuche” su buen juicio?

6 Ibid., 1147 20.

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Carlos Pereda * 1 1 1

Para responder a preguntas como éstas, la tradición aristotélica invita a estudiar las emociones, las pasiones, como parte decisiva del entrena­miento retórico. En este sentido, Aristóteles aceptó de la teoría retórica como una autorizada “base de datos” y hasta de elucidaciones sobre las emociones que permaneció válida en toda la tradición (hasta que Descar­tes propuso un acercamiento “científico” al asunto, pero cambiando sólo de retórica; sustantivamente el tratamiento permanece más o menos el mis­mo). Cicerón forma parte todavía de la tradición aristotélica cuando seña­la quizá no sin exageración: f

No hay nada que sea tan potente sobre las emociones humanas como un discurso bien ordenado y embellecido.7

Tenemos, entonces, que las mejores razones que posee el débil, el in­continente no !o motivan suficientemente; sus verdades y valores no se le presentan a su voluntad de la manera correcta, eficaz. Diremos, pues, que el discurso que el incontinente se dirige a sí mismo o que eventualmente otros le dirigen (maestros, políticos, sacerdotes, psicoterapeutas, perio­distas, locutores de televisión...), no posee la retórica adecuada, la fuerza requerida.

Así, el discurso de la razón le resulta al incontinente, demasiado pá­lido en él sentido de “demasiado inconvicente” en relación con las vo­ces de la pasión, del deseo, del placer. Por eso, en ese juego de voces que es cada persona, el discurso de la razón tiene que articularse con una retórica tan apropiada en relación con el interlocutor a que se dirige como las que articulan a la pasión, al deseo o al placer. Por ejemplo, el jefe de nuestro ejemplo 1 debería aprender que las razones morales le resulten tan fuertes como el deseo que su amigo progrese o el placer de tenerlo cerca. Hace falta un discurso de la razón práctica eficaz, capaz de “mover” la voluntad, conmoviendo, a la vez, la imaginación, las emo­ciones, el entendimiento.

Pero para ello no hay ningún método, en el sentido de un conjunto de reglas precisas y generales; más bien, se necesita disponer de habilidades

7 Cicerón, Bruto 193. lntrod., versión y nota de Juan Antonio Ayala. México, u n am ,

1966.

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• Sobre la retórica

retóricas, conformadores de la “imaginación ética”, de nuestra “educación sentimental”, del discernimiento moral.

Por supuesto, aceptar que la retórica en muchos casos posee fuerza motivacional y que con frecuencia aumenta la fuerza motivacional de los juicios y evaluaciones morales no implica sucumbir en el vértigo simplificador de afirmar que, por ejemplo, el problema de la debilidad de la voluntad se reduce a un problema de astucia retórica. Casos extremos de debilidad de la voluntad —si es que todavía lo son— , como un adicto a las drogas o un glotón cumpulsivo que, sin embargo, en sus momentos de lucidez reconocen lo negativo de sus respectivos haceres, probablemente serán, en gran parte al menos, sordos a la mejor retórica. Sin embargo, si en estos casos se entiende por “mejor retórica” la “retórica terapéuticamente más apropiada”, fuera de la retórica ¿disponemos acaso de muchas otras posibilidades?.

Aceptando estas consideraciones, o al menos, algunas de ellas como la necesidad de ajustar retóricamente nuestros argumentos en relación con el auditoria a quien se dirigen, es posible indicarque la fundación de la retó­rica no se reduce al arte de la producción y evaluación de la eficacia esté­tica. Podemos, pues, especificar la formulación 1.0, señalando:

1.1 La retórica es el arte de la eficacia argumental práctica en relación con cierto auditorio.

Con respecto a la argumentación práctica, la dimensión retórica del len­guaje establece, entonces, un “mediación” entre mucha teoría y mucha praxis: es un modo en que la teoría se vuelve actuante. Después de todo, para cumplir parte de esta función surgió el arte de la retórica en la demo­cracia ateniense. No obstante, ni siquiera con ella se agota el ámbito de la retórica. ¿Qué es lo que nos falta?

b) La “propuesta cartesiana".

Una y otra vez, Descartes aconsejó — en el Discurso del Método, en la Primera Meditación— tener por falso todo lo que no fuese necesariamen­te verdadero y, por lo tanto, tener por falso incluso aquello que fuese probable o verosímilmente verdadero. De ahí que por argumentar Desear-

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B ) entienda la acción de respaldar cierto enunciado en otros enunciados, Hiduciendo el concepto de respaldo a un “respaldo deductivo”, a un “res­a lid o determinado”. Pero ¿qué otras clases de respaldos hay — si es que

hay— fuera del respaldo determinado?Por ejemplo, en la vida cotidiana y en el razonar científico, dispone­

os de respaldos inductivos. La expresión “respaldos inductivos” o sim- lemente, la palabra “inducción” suelen usarse tanto en un sentido am- lio como en uno restringido. En su sentido amplio, se parte de que dos los argumentos son deductivos o inductivos, por lo tanto,

inductivo” es otra palabra para no-deductivo. En cambio, en su senti- o restringido, las palabras “deductivo” e “ inductivo” son predicados ontrarios, no contradictorios como en su sentido amplio y, así, la in- ucción en sentido restringido o inducción enumerativa se convierte en

uno de los muchos respaldos no deductivos, a saber, aquel respaldo que forma parte de un argumento: a) cuyas premisas y conclusión son enun­ciados empíricos, b) la conclusión no está deductivamente contenida en las premisas, c) se presupone que continuarán Jas regularidades presen­tadas o implícitas en las premisas. Cualquier respaldo inductivo se en­cuentra, pues, “subdeterminado”; estamos ante un argumento que da un salto: la razonabilidad de este respaldo depende de la razonabilidad del salto. Por eso, a diferencia de un respaldo deductivo que es válido o inválido, una inducción y, en general, cualquier respaldo no deductivo tendrá diferentes grados de validez, o lo que es lo mismo, un argumento no deductivo puede ser más o menos malo, más o menos regular, más o menos bueno. Compárese estos ejemplos:

2a) Según la historia, todos los días hasta hoy ha salido el sol.

Por lo tanto,b) Mañana saldrá el sol.

3a) Conocí una vez a un mexicano muy haragán.

Por lo tanto,b) En México sólo habita gente muy haragana.

Carlos Pereda • 113

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114 • Sobre la retórica

Los ejemplos 2 y 3 son inducciones enumerativas. El ejemplo 2 — ¿pese a Hume?— es un buen argumento ya que los respaldos enunci»« dos en a) son extensos. En cambio, el ejemplo 3 es malísimo, pues no si puede generalizar a un todo país una experiencia casualmente personal.

Cuidado, la comparación entre los ejemplos 2 y 3 puede hacernos su* cumbir a un vértigo simplificador: creer que hay algún método cuantitati­vo para medir sin más los grados de validez de un argumento inductivo, creer que la diferencia entre una buena y una mala inducción depende eX" elusivamente de la cantidad de individuos examinados. Este no es el caso, Por ejemplo, si se consideran dos o tres tigres, podrá concluirse, muy razonablemente, generalidades acerca de la anatomía del tigre; por el con­trario, si se estudia la historia de dos o tres ciudades españolas, sería in­sensato querer sacar alguna conclusión general acerca de la historia de las ciudades españolas. Con la palabra “tigre” designamos una clase natural y, por lo tanto, homogénea, por eso, se presumen ciertas uniformidades entre los ejemplares de esa clase. En cambio, la expresión “ciudades es­pañolas” no designa ninguna clase natural, sino una “clalse cultural”, his­tóricamente constituida y muy heterogénea.

Así, en cada inducción enumerativa hay que discernir en qué medida los casos examinados representan los no examinados con respecto a la propiedad que se considera; al respecto, es particularmente difícil apren­der a estar alerta en contra de ciertos vértigos arguméntales, cuyo resulta­do es la eliminación de casos que hablan en contra de la inducción pro­puesta. Estas varias tareas no son fáciles puesto que no se dispone de un método estricto. Lo que se exige son frecuentes balances de diversas con­sideraciones para evaluar la subdeterminación en cuestión; se pide la in­tervención interna de la capacidad de juzgar.

Sospecho que la situación es general para todo argumento no deducti­vo. Consideremos todavía otro caso, los argumentos por analogía: se trata de argumentos que sacan una conclusión sobre un fenómeno, el analogado, comparándolo con otro real o ficticio, el análogo. Toda analogía se basa en la regla de consistencia: hay que tratar en los casos similares de mane­ra similar. Por ejemplo, consideremos el siguiente pasaje:

El alcohólico es tan culpable como quien ha contraido paperas o sufri­do un infarto, en ambos casos, se trata de enfermos. Por lo tanto, si

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en el segundo caso nos se persigue a la persona enferma, tampoco debe hacérselo en el primer caso.

La analogía, de la cual depende este argumento, puede ser reconstruida mo sigue. Ejemplo 4:

a) AnálogoNadie es responsable de contraer paperas o de sufrir infartos.Las paperas y los infartos son enfermedades.No se persigue a gente que posee una enfermedad que no estabaen su responsabilidad evitar.

b) AnalogadoNadie es responsable de volverse alcohólico.El alcoholismo es una enfermedad.No se persigue a gente que posee una enfermedad que no estabaen su responsabilidad evitar.

c) ConclusiónNo se debe perseguir a los alcohólicos.

Independientemente de que estemos de acuerdo con la conclusión ¿de qué manera podemos juzgar este cuarto ejemplo? En parte al menos, de­pende del interés que se tenga. Como en cualquier argumento por analo­gía, la dificultad radica en hacer un balance de consideraciones sobre la verdad de las afirmaciones explícitas o implícitas y sobre las semejan­zas y diferencias relevantes entre el análogo y el analogado. Por ejem­plo, ¿hasta dónde es verdad la afirmación “nadie es responsable de vol­verse alcohólico”? Defender tal cosa ¿no es quizá usar la palabra “res­ponsabilidad” de manera un tanto extravagante? En cualquier casos, al contraer paperas o sufrir un infarto se es responsable —si se es res­ponsable en algún sentido— de muy diferente modo a como se lo es en relación con el alcoholismo. Por otra parte, quien contrae paperas o su­fre un infarto está enfermo, también en un sentido diferente al sentido en que lo está el alcohólico.

Con respecto a este cuarto ejemplo hay que balancear estas y otras consideraciones similares y, como en cualquier argumento por analogía, es importante discernir hasta dónde la consistencia obliga a asentir a la analogía trazada. Entonces, como en relación a los argumentos 2 y 3, tam­

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1 1 6 # Sobre la retórica

bién el argumento 4 está subdeterminado y para sopesarlo hay que apelar a'la intervención interna de la capacidad de juzgar.

Pero ¿qué es eso de “intervención interna de la capacidad de juzgar”?Entiendo por “intervención externa de la capacidad de juzgar” cuando

el juicio interviene con respecto al marco en que se lleva a cabo la argu­mentación y no en relación a la argumentación misma, ya que esta se en­cuentra determinada. Por ejemplo, se puede juzgar si es correcto acep­tar la regla “los autos deben circular por la derecha”; no obstante, una vez aceptada esta regla, frente a cualquier situación concreta, digamos, un policía, tendrá que hacer un uso elemental del esquema regla-caso y deducir; y, claro, su capacidad de juzgar no tendrá nada que hacer en el interior de esta deducción, pues nos encontramos frente a un argumen­to determinado. Por el contrario, entiendo por “intervención interna de la capacidad de juzgar” cuando el juicio, a la vez, examina el marco de la discusión e interviene en la argumentación misma, sopesando, llevando a cabo un balance de consideraciones, puesto que el argumento está subdeterminado, como es el casa.de los argumentos en los ejemplos 2, 3 y 4 y, en general, en cualquier argumento no deductivo. En este senti­do, toda.intervención interna de la capacidad de juzgar posee una di­mensión retórica: el resultado de cualquier baiance de consideraciones dependerá también, en alguna medida, de cómo se presenten estas con­sideraciones. Lo que es otra manera de decir: el resultado de cualquier balance de consideraciones a que obliga la subdeterminación de todos los argumentos no deductivos, depende también, en alguna medida, de la habilidad retórica.

Sin embargo las “resistencias cartesianas”, no son menores que las “re­sistencias socráticas” : ¿es realmente necesario aceptar los peligros de la argumentación subdeterminada y con ello, la importancia teórica, epistémica de la dimensión retórica del argumentar? Lo es. Recuérdese, por ejemplo, que en derecho y en moral la mayoría de nuestras argumen­taciones se encuentran subdeterminadas. Al respecto, retomemos el argu­mento 4, que posee tanto una dimensión jurídica como una moral. ¿Qué decir de esa analogía desde ambas dimensiones? Por lo pronto, desde el punto de vista jurídico habrá muchas situaciones en que la analogía resul­te inaceptable. Lo habitual y lo justo es que un juez no trate de la misma manera a un conductor que provoca un accidente de tránsito porque maneja

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Ó estado de ebriedad que a un conductor que provoca un accidente de nsito porque sufrió un infarto. Sin embargo, habrá otras situaciones las que un juez podrá señalar que el alcoholismo es también una en-

rmedad, análoga a otras enfermedades. Cualquiera sea la posición sel ez, la fuerza de su analogía dependerá, en alguna medida, de su capa-

Idad retórica.Sin embargo, se insistirá “cartesianemente” : ¿tiene un juez que co-

er las aventuras que acechan en cualquier analogía? Sin duda, la analo- ía, o como se suele decir en dérecho, el argumentum a simili o a parí, s uno de los medios para resolver uno de los problemas más decisivos

del derecho: mediante el recurso a la analogía se adecúa un sistema de normas fijas a un medio social impredecible y en constante transforma­ción. En el párrafo anterior, el verbo “adecuar” creo que no es lo sufi­cientemente abarcador: un argumentum a simili puede también extender el ámbito de vigencia de una norma jurídica a casos no previstos en la

I misma y hasta puede reinterpretarla a la luz de observaciones en torno d analogado. Más todavía, en general, hay un componente analógico en la mayoría de las aplicaciones que llevamos a cabo de un gran número de nuestras reglas, y ello no sólo vale con respecto a las reglas de dere­cho o de moral, sino en relación con todas las reglas. Se conoce: las situaciones no se repiten con exactitud; incluso las situaciones más tipificadas poseen variaciones y una regla tiene que, por definición, re­gular situacioness con cierto grado de variación, a veces, como en el caso de las reglas morales, con un grado muy grande de variación. Res­ponder con consistencia a estas variaciones, lo que en muchos casos, como en la moral y el derecho, implica, responder con justicia, exige a menudo un laborioso trabajo analógico, con sus inevitables dimensiones retóricas. Consideraciones paralelas pueden realizarse en relación con la mayoría de los argumentos no deductivos, ésto es, con la mayoría de los argumentos subdeterminados en donde la capacidad de juzgar inter­viene de manera interna.

Si se aceptan, por lo menos algunas de estas consideraciones hay, pues, que ampliar de nuevo el ámbito de la retórica, no se trata sólo de un instrumento de eficacia argumental práctica, también:

12 La retórica es el arte de la eficacia argumental teórica, epistémica.

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1 1 8 # Sobre la retórica

V

Examinemos, finalmente, la propuesta 3, o el uso 3 de la palabra “retó* rica”:

La retórica es el método de producir asentimiento, seduciendo y, como tal. presupone un relativismo o incluso un escepticismo epistémico y/ o práctico.

Tal vez se proteste: ¿por qué no se empezó por discutir esta pro­puesta, en lugar de dar un “rodeo de tibieza” por las propuestas I y 2? En efecto, la propuesta 3 retoma de lleno la vieja polémica de Platón con los sofistas, la retórica como “mera” retórica, como “arte del engaño”, como propaganda irresponsable. Hasta el momento, ¿no parece la discu­sión haberse “escapado por la tangente”?, ¿no se ha defendido una idea inocua de retórica, el arte de la eficacia estética o argumenta!, el modo estético o argumenta! de tratar la dimensión expresiva del lenguaje? Así — se agregará— se evita confrontamos con la retórica como La Pérfida, La Confundente y hasta l o Meretriz, la disciplina perversa del trmum de la retórica, la gramática y la lógica.

No nos alarmemos demasiado por tales propuestas; más bien, vaya­mos paso a paso. Por lo pronto, en la propuesta 3 quiero

discutir tres dificultades: la primera en tomo a la palabra “método”, la segunda sobre el alarmante verbo “seducir”, la tercera en relación con las no menos alarmantes palabras “relativismo” y “escepticismo”.

En primer lugar, empiezo atendiendo la sustitución en la propuesta 3 de la palabra “método” por la palabra “arte” usada en las propuestas 1 y 2, y en sus especificaciones 1.1,1.2 y 2.1. En la discusión de estas pro­puestas se reconoce la presencia de la dimensión expresiva del lenguaje y del arte de operar con esa dimensión de manera tanto estética como argumental. Pero es muy distinto: a) reconocer la existencia de la dimen­sión expresiva del lenguaje y de las artes que tratan esa dimensión, que b) afirmar que hay algo así como una preceptiva retórica, que la retórica es un método que se puede aprender y usar independientemente del asunto en cuestión.

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I Carlos Pereda • 119

|¡ Al contraponer a) a b) resulta la oposición “arte de la retórica’' versus ipiétodo de la retórica”. ¿Qué decir de esta oposición? p El concepto de arte remite a un saber práctico, al arte de hacer bien fina cosa, al “saber cómo” (al knowing how) en relación con la materia loncreta que se trabaja; y no hay un saber hacer en general, sólo uno rela­tivo a la materia trabajada. Además, estamos ante una indisoluble unidad fentre forma y contenido, tanto en lo que se refiere al arte del artesano lomo al del artista. Por otra parte, el sujeto de un arte es la primera per- pona: en todo arte se articula un/saber hacer personal, e incluso, como en Si caso del artista, hasta idiosincrático, que maneja, a la vez, formas y contenidos.

Por el contrario, el concepto de método implica, cierto saber teórico, un saber en qué consiste el método. También exige la distinción radical entre forma y contenido: poseer un método es disponer de una herramienta formal, de un conjunto de criterios precisos, fijos y generales, indepen­dientes de los contenidos a que se aplican. Por eso, el sujeto que dispone de un método es la tercera persona.

En relación con la retórica, como en tantos otros contextos de debate, gran parte de lo que implica la idea de métodos, específicamente, la dis­tinción entre forma y contenido y la postulación de un sujeto impersonal, conducen por mal camino.

Respecto de la literatura, la propuesta de una preceptiva de escribir bien, la codificación de cierto conjunto de pasos y de reglas para producir un texto admirable, ésto es, estéticamente eficaz, descansa en una ilusión, o más bien, en varias ilusiones. Por un lado, no existe el texto admirable,

I no existe la eficacia estética; un texto puede ser estéticamente eficaz def muchas maneras y por diferentes razones, a veces incluso de maneras con­

tradictorias y por razones contradictorias. No sorprenderá, entonces, que las técnicas para lograr eficacia estética también sean múltiples y hasta contradictorias. Por ejemplo, se aconseja escribir con oraciones cortas, lo que no impide que un texto que maneje con elegancia oraciones largas suela resultar infinitamente preferible a una prosa estilo telegrama. Esta obser­vación trivial es generalizable: no hay regla de estilo más o menos válida, cuya regla opuesta y hasta contradictoria no sea también válida en algún contexto; el estilo es un asunto personal. Por eso, sigue vigente la vieja lección escolar de que no hay otro “método” para aprender a escribir que

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120 • Sobre la retórica

leer lo que está bien escrito y probar uno mismo escribir; no hay 0; “método” para escribir bien que el “socializarse en la buena escritui Algo similar hay que decir de la lectura y la crítica literaria: pensar que las reglas y figuras de alguna tradición retórica pudiéramos encontrar método a aplicar más o menos mecánicamente para producir lecturas críticas es, de nuevo, ilusorio. Después del Romanticismo, lo que encoil* tramos en las tradiciones retóricas, cuando lo encontramos, son materia* les .y técnicas a tener en cuenta por nuestro juicio para alimentar, organi* zar, provocar, articular... las lecturas o críticas. Nada más, nada menos.

Consideraciones paralelas deben hacerse con respecto a la eficacia argumental. Argumentar con eficacia práctica es un arte tan sutil, tan es* quivo, tan poco codificable como producir o evaluar eficacia estética. En ambos casos se trata, ante todo, de un saber práctico personal, de un sa­ber hacer que de caso en caso se apoya en diferentes y variables saberes proposicionales, a menudo no explícitos.

La situación es todavía más clara con la eficacia argumental teórica, epistémica, con el poder teórico de los buenos argumentos. No es posi­ble presentar ningún argumento de manera tal que, convenciendo, pro­duzca asentimiento, si se ignora el asunto de que trata ese argumento; sin embargo, dicha consideración es particularmente válida en relación con la eficacia argumental teórica. Más todavía, tiendo a pensar que en relación con la eficacia argumental teórica la “propuesta socrática” po­see en alguna medida, parte de razón. Nadie duda que tenderá a argu­mentar teóricamente mejor sobre un problema quien más sepa acerca de ese problema. Por ejemplo, sólo un buen biólogo o un buen jurista po­drá hacer buenas inducciones o buenas analogías en biología o en dere­cho. Incluso me inclinaría a pensar que forma parte del concepto de ser un buen biólogo o un buen jurista tener la capacidad de formular, entre otras argumentaciones, buenas inducciones y buenas analogías en sus respectivos campos.

Entonces, la palabra “retórica”, después del Romanticismo, no puede, no debe designar un método sino varias técnicas, un saber hacer personal que hay que aprender en relación con cada asunto específico; en ningún casos, se puede defender la existencia de una preceptiva formal aplicable por doquier de manera más o menos mecánica e independientemente del asunto que se está debatiendo.

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■ E n segundo lugar, quiero discutir en relación con la propuesta 3 la di- Jcultad que expresa la frase “la retórica como seducción’'. El verbo “se- fflpir” se usa en el sentido de: cautivar, encantar, fascinar, embelesar, ...y Mo ello, con un toque negativo, sugiriéndose que se trata de un hechi- | r , embaucar, embobar. Por eso, cuando hablamos de una seducción, ©Jemos pensar en un engaño con maña, un empujar sutil, un persuadir ¡Uavemente al mal. De ahí la vieja sospecha platónica en contra de la fctórica: la retórica como un mover el ánimo sin razones para imponer (jertos intereses o pasiones. ¿Qué decir de este ataque?

Sin duda, la dimensión expresiva del lenguaje es peligrosa, aunque no ás peligrosa que la dimensión informativa. Además, en ese sentido casi

‘todo” es peligroso: también son peligrosas las cacerolas, pues con una cacerola se puede cocinar sopa o partirla a un amigo la cabeza y, no por ello, nos apartamos de las cacerolas, incluso “corremos el peligro” de te­nerlas a nuestro alrededor. Por otra parte, en el caso de la dimensión ex­presiva se trata de un aspecto inevitable de cualquier lenguaje; entonces, ¿qué hacer?. Como es inútil combatir la dimensión expresiva hay

que, más bien, usar con legitimidad el arte de su eficacia, tanto estética como argumental, tal como se propone en nuestra discusión de las pro­puestas 1.1,2.1 y 2.2. Se trata, pues, de presentar los buenos argumen­tos de manera tal que, convenciendo, produzcan asentimiento —eficacia argumental— o de usar las palabras con fuerza, con imaginación centrífu­ga — eficacia estética—.

No obstante, con facilidad sucumbe al vértigo de lo sublime8— pone “los ojos en blanco” e ignora las dificultades más a la vista— quien no toma en serio la provocación que conllevan palabras como “seducción” en la propuesta 3. De esta manera, se descuida la ambigüedad de todo arte retórico: se descuida la ambigüedad de todo cautivar, encantar, fasci­nar, embelesar ...Así, en lo que respecta a la eficacia argumental, hay que subrayar la inseguridad extremadamente comprometedora de muchos ar­gumentos subdeterminados. Por ejemplo, de la mano de inducciones enumerativas como los argumentos del tipo C —“conocí a un mexicano muy haragán, por lo tanto, en México...”— con retórica inspiradora, con

8 C f Carlos Pereda, Vértigos arguméntales. Una ética de la disputa. Barcelona, Anthropos, 1994, pp. 225-260.

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122 • Sobre la retórica

propaganda bien dirigida podrían encenderse los ánimos en contra de cier­to grupo o de cierto país hasta provocar actos de crueldad y hasta una abierta violencia. De ahí los riesgos de los argumentos tipo C o “argu­mentos anecdóticos” como fuente de esquemas cognitivos distorsionadores, como matriz de estereotipos y prejuicios sociales: argumentos que, a partir de una situación particularísima, pretenden describir un estado de cosas general,

y sólo hechizan, embaucan, emboban..., entregando creencias falsas, resultado de información incompleta y juicios de valor injustificados. En general, he aquí algunos riesgos de cualquier retórica.

En tercer lugar, consideremos todavía en relación con la propuesta 3, la dificultad aludida con palabras como “relativismo” y “escepticismo”. Tal vez algunas doctrinas defendidas por los sofistas, o al menos, por la tradición retórica, presuponen la idea de un “método de la retórica” y conducen a una relativismo epistémico y/o práctico. Sin embargo, lo que en esta discusión interesa preguntar es: ¿lo dicho para defender nuestra interpretación de las propuestas I y 2 sobre la retórica posee también tales consecuencias? Es probable que la retórica en tanto arte de la efi­cacia literaria sea indiferente tanto al problema del relativismo como al del escepticismo, salvo cuando, como en el caso de una tradición retó­rica a la manera del deconstruccionismo, se elimina toda tipología de textos y de lecturas y se propone un tipo de lectura, la lectura literaria, como la lectura en general. Para quien se incline por esta decisión, las lecturas resultantes, y ello sucede con frecuencia cuando no se quiere dis­tinguir, tenderán a la monotonía o simplemente, al tedio. ¿Alguien en­tiende mejor la Crítica de la razón pura teniendo en cuenta sus pobres metáforas? Sucumbir al vértigo simplificador9 y reducir un texto con ambición directa de verdad argumentada como la Crítica a sus expresio­nes laterales, más que signo de escepticismo, es signo de incompren­sión. O si se prefiere, de ceguera; por aquello de que un ojo que no distingue es un ojo que no ve.

Más complicado es el caso en relación con la propuesta 1 en torno al poder de los buenos argumentos. Tanto con respecto a la eficacia argumental práctica como en relación con la eficacia argumental teórica

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Carlos Pereda • 123

parecería que es necesario introducir una variable de relatividad como es el contexto argumental, con todo lo que ello implica. En lo que atañe a la eficacia argumental práctica este contexto puede ser incluso tan concreto como cuando una persona incontinente presenta su conflicto a un tera­peuta. Sin embargo ¿qué tiene que ver con el relativismo, y mucho menos con el escepticismo, el hecho de que existan situaciones particulares? Algo similar podría preguntarse en relación con la eficacia argumental teórica: el hecho de que haya que razonar de caso en caso si una inducción enumerativa o una analogía son correctas, no hace de esos argumentos res­paldos al relativismo.

VI

¿Qué queda, Hues,de la retórica, después de la Ilustración y el Roman­ticismo? En primera lugar, reconstructivamente, debemos preservar el estudio de las tradiciones retóricas del pasado, de sus logros y de sus ilusiones y, de manera más constructiva, es prometedor entrenarse en el arte de ocuparse con la eficacia estética y la eficacia argumental de la dimensión expresiva de todo lenguaje, tanto para producir esas efica­cias en relación con un interlocutor, como para evaluarlas. En segundo lugar, hay que reconocer que la dimensión expresiva del lenguaje y las artes de tratarla son, como ya lo advirtió Platón, ambiguas: método para adular, o arte para guiar el alma. Por lo tanto, estamos frente a dimensiosnes turbulentas, frente a disciplinas peligrosas, que incluyen desde la retórica cautivadora de un Dante o de un Wittgenstein hasta las propagandas — religiosas, políticas, comerciales...— más hechiceras, más engañosas y que tienden a confundir incluso a los más auditorios más lúcidos. Pero como es inútil combatir en general la dimensión ex­presiva del lenguaje — es una dimensión inevitable— , de lo que se trata es de usar con legitimidad las artes de su eficacia: hay que hacer de la retórica un arte de la sabiduría ilustrada, no un “vicio republicano”, sino un genuino “arte republicano”. De ahí que, específicamente con respec­to a la eficacia argumental, más que de una retórica,- o quizá, junto a una retórica, se necesita una ética de la argumentación, una ética que, entre otras funciones, oriente para examinar y juzgar el poder de las palabras

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en relación con la autonomía personal y social: cuándo la dimensión ex­presiva de nuestros argumentos convence con legitimidad, y cuándo, sólo seduce al juicio.

124 • Sobre la retórica

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Filosofía moral y uso argumentativo de la literatura

í• M. TERESA LÓPEZ DE LA VIEJA DE LA TORRE

Facultad de Filosofía/Universidad de Salamanca

t"Si miráis los cuadros holandeses y hacéis cuenta de sus blondas,

sabed que están tejidas en lo oscuro y húmedo de lóbregas estancias, porque la luz no debía de dar sobre el hilo ni la tela, aunque la oscuridad

se comía mientras tanto los ojos de las muchachas que tejían. "

(Jiménez Lozano, J.: T eorema de Pitágoras)

En los años ochenta, las Ciencias sociales y la Filosofía se han hecho eco de diferentes giros, más o menos radicales (lingüístico, hermenéutico, pragmático). El “giro retórico” 1 ha afectado de forma muy directa a las pretensiones fuertes sobre la objetividad y la universalidad del conoci­miento. Este último cambio ha dejado su impronta en una mayor atención hacia los contextos, los elementos temporales y espaciales, lo contingen­te, así como sobre el nuevo protagonismo de las formas. En cierto modo, las restricciones epistemológicas del pensamiento moderno abrían ya una puerta al giro retórico en las Ciencias Sociales. La otra vía de entrada ha tenido su oportunidad a raíz de las críticas al universalismo y al modelo cognitivo más estricto. Ante tal situación, el regreso de la contingencia y el contextualismo se debe a las demandas de flexibilidad; e incluso al ca­rácter de “impronosticabilidad” — la expresión es de O. Neurath— cada vez más presentes en las disciplinas que se ocupan de la acción humana. En este mismo contexto teórico — sensibilidad hacia aspectos menos sis­temáticos, revisión interna de la teoría y de sus métodos, primacía de los

1 H.W. Simons, “ Introduction. The R hetoric o f Inquiry as an lntellectual Movement”, en H.W. Simons, The Rhetorical Turn. Chicago, Universidad de Chicago, 1990, pp. 1-31; O. Ballweg, “Phronesis Versus Practical Philosophy”, en ARSP, núm. 53,1994, pp. 63-64.

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