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LA EXPERIENCIA LÍMITE. 1936
La conspiración contra el Frente Popular, dirigida desde Pamplona por el
general republicano Emilio Mola, estalló en Marruecos el 17 de julio. La idea del
golpe militar era, en principio, la de implantar en el país el estado de guerra
para acabar con la anarquía. (Y también, muy en el principio, los planes de Mola
no contemplaban la intervención de civiles en la rebelión.)
En Madrid, al mando del general Fanjul, se subleva parte de la guarnición.
Encerrado en el Cuartel de la Montaña, el golpe fracasa. En la tarde del 18 se
había iniciado el reparto de armas y los incendios de iglesias. El día 21, la
Guardia Civil y las milicias irrumpen en el cuartel. Tras una sangrienta matanza,
Fanjul es hecho prisionero. Las diversas milicias, eufóricas, son las dueñas de la
situación.
El poder está desbordado. Los asesinatos en el día 20, según recoge el
estudio de Rafael Casas de la Vega, fueron de 400 a 500. «Del 21 al 31 de julio,
tengo los nombres, apellidos y profesión de 207 personas asesinadas [...].» (En
M. Alonso Baquer y otros, La Guerra Civil Española, ACTAS, Madrid, 1999, págs.
64-66.)
En esas horas inciertas, Ramón Serrano se encuentra en Madrid. Su padre
ha fallecido poco antes. Madrid es una ciudad peligrosa para quien no tenga
documentación acreditativa de su pertenencia al Frente Popular. Su condición
de diputado de derechas y de cuñado del general Franco le coloca en situación
de riesgo grave. Con su mujer y sus dos hijos, se refugia en una pensión de la
calle de Velásquez. Hay patrullas de milicianos que recorren la ciudad
deteniendo a quienes consideran partidarios de los rebeldes. Las ejecuciones se
han puesto en marcha tras la caída del Cuartel de la Montaña. «Estando en esa
casa de la calle de Velásquez, un día oí por Unión Radio, de Madrid, una
alocución de Indalecio Prieto en la que se refería a los desmanes y a los
crímenes que se estaban enseñoreando de la capital» (cfr. Memorias, cap. VI).
Como esa pensión no le ofrece seguridad, coloca a su esposa y los niños
en otra, situada en la Gran Vía, y el se refugia en la casa de un viejo amigo, el ex
ministro de la República, Ramón Feced, que le ha ofrecido refugio en la calle de
Villanueva. Feced era muy amigo de don Felipe Sánchez Román, el ilustre
civilista y político republicano, que, en las horas de la sublevación, le había
propuesto a Azaña una solución pactada con los sublevados. La amistad de
Feced con Serrano le venia de años atrás, de colaboraciones profesionales como
abogados en Zaragoza.
El amparo de Feced duró veinticuatro horas. A la noche siguiente, un
miliciano y un guardia de asalto se presentaron en la casa y, tras de interrogarle
sobre Franco y sus propósitos, sobre Alfonso XIII y Gil Robles, le detuvieron y le
llevaron a casa de sus hermanos, la cual registraron. Luego, en coche, salieron
hacia la Gran Vía y llegaron al parque del Oeste, se adentraron, se detuvieron y
volvieron a interrogarle. Serrano insistía en que no tenía información alguna que
ofrecerles. Entonces, este «hombre joven, más bien delgado, y que iba vestido
con pulcritud» le dice que él necesita «llevar datos importantes y usted tiene
que dármelos. No quisiera perjudicarle». Al reiterar Ramón Serrano su respuesta,
le llevan junto a un árbol. «Yo en ese momento, ante lo irremediable, recé, pero
enseguida me di cuenta de que pasaban unos segundos, y vi que aquel hombre
volvía al árbol y me llevó de nuevo adonde estaba el guardia de asalto, me
repitió que quería salvar mi Vida, que él también era un burócrata.» Volvió a
interrogarle y, por segunda vez, le llevó al árbol para otro simulacro de
fusilamiento. Pero le dice: No quiero matarle. (Este hombre se llamaba Luis
Mena y, después de la guerra, Serrano no logró localizarle.)
Desde el parque del Oeste, Serrano es conducido a Alfonso XI, al edificio
de la Editorial Católica convertido en Radio Comunista. Allí le descubrió el
periodista Ángel Laborda, el cual informó de la detención a un amigo y paisano,
el diputado por Zaragoza Honorato de Castro, de Izquierda Republicana. De
Castro, adversario político, es muy probable que se interesara por Serrano en
esas horas. Posteriormente, «en un acto generoso» -dice Serrano- le visitó
estando presa en la clínica de donde se fugaría (Memorias, pág. 251).
A la mañana siguiente, Serrano es trasladado a los calabozos atestados
de la Dirección General de Seguridad. Allí se encuentra con un conocido, el
profesor Carlos Ruiz del Castillo. «Sobre las diez y media de la noche nos
metieron a unas pocas personas en un coche celular» y los depositaron en la
cárcel Modelo, en la galería de los políticos.
Tres meses en la cárcel Modelo. Las matanzas
Los detenidos en la galería de presos políticos se sienten aliviados
porque la Modelo está controlada por el Gobierno, con funcionarios de
prisiones y guardias de asalto. «La cárcel Modelo era, en alguna medida, el
sueño de los perseguidos», nos dice. Allí se encontraban detenidos políticos de
diferente signo: don Melquíades Álvarez, Martínez de Velasco, ex ministros
como Álvarez Valdés, Rico Abelló o el almirante Salas; falangistas como
Fernando Primo de Rivera, Ruiz de Alda o Fernández-Cuesta. En galería
diferente, Serrano conoce y dialoga con presos militares, dos de ellos de
prestigio innegable: el general Capaz y el teniente coronel Agustín Muñoz
Grandes. Capaz, a principios de 1934, había ocupado pacíficamente para España
el territorio de Ifni. Muñoz Grandes había sido el jefe de los guardias de asalto
creados por la República. Capaz fue asesinado en la matanza del 22 de agosto.
Muñoz Grandes logró huir y se refugió en una embajada.
A primeros de agosto, el diario azañista Política inicia una «Galería de
traidores» señalando a personajes fascistas o confabulados con el fascismo que
se encontraban en la Modelo. El día 15 se presentaron en la cárcel milicianos y
agentes de la policía que registraron y robaron a los políticos allí detenidos. El
22, recluyeron a los políticos en un patio y en sus celdas y dejaron en libertad -
dentro de la cárcel- a los presos comunes. Estos produjeron un incendio que se
atribuyó a los «fascistas» y en los alrededores se concentraron milicianos que
dispararon al interior.
«Los milicianos y chequistas -escribe Pío Moa-, dueños de la cárcel,
echaron a los funcionarios y mataron, en dos fases, a unas setenta personas
seleccionadas.» Cayeron Melquíades Álvarez; el general Capaz; Fernando Primo
de Rivera -hermano de Cose Antonio-; Ruiz de Alda; Martínez de Velasco... Los
hechos del 22 y 23 de agosto en la Modelo fueron un baldón para el Gobierno.
En las memorias de Azaña (Obras, Oasis, México, 1968, t. IV, pág. 625), éste
escribe sobre «los espantosos sucesos de la cárcel Modelo», y manifiesta su
abatimiento y horror ante los mismos.
Ramón Serrano es testigo de la matanza y del horror. Vive el terror y el
espanto a la muerte afrentosa mezclado con el rezo y la desesperación. «Pasada
toda entera la noche alucinante, rotos los nervios de todos los que nos
salvamos por mero azar, ya entrada la mañana nos encerraron en celdas de la
galería; a cuatro o cinco en cada una aunque eran unipersonales [...] al tercer día
las abrieron y pudimos hablarnos sobre el mismo suelo de la tragedia […]
vivimos unos días monótonos y como insensibilizados […]. De nuevo volvimos a
las tensiones de antes pues empezaron "las sacas" de prisioneros casi todas las
noches.» (Memorias, pág. 138.)
Las «sacas» consistían en arrancar a un grupo de presos para llevarlos,
todos juntos, al lugar del exterminio. Se pusieron en marcha en octubre. De la
cárcel Modelo salieron ochenta presos hacia la muerte. Entonces, Ramón
Serrano decide arriesgarlo todo y proyectar su salida. Como su hermana
Carmen consigue visitarle en alguna ocasión, sabe por ella que sus hermanos
José y Fernando trabajan en conseguir su traslado a una clínica alegando la
ulcera de estomago que Serrano venia sufriendo. Su mujer consigue hablar con
Prieto para que les ayude y éste le informa de que no puede hacer nada.
Traslado a la Clínica España
Pero sus hermanos logran conectar con Jerónimo Bugeda, abogado del
Estado como Serrano, diputado izquierdista y, en ese momento, subsecretario
en el Ministerio de Hacienda que regenta Negrín. Bugeda y Serrano han tenido
una buena relación. Bugeda, con gran nobleza, toma cartas en el asunto y
consigue la autorización para que el preso sea trasladado a la Clínica España, en
la calle de Covarrubias, en el barrio de Argüelles. Será un factor decisivo para el
inmediato futuro. Allí queda en el segundo piso, con una guardia permanente
en el principal. Ramón Serrano estudia la rutina diaria y concibe como conseguir
la libertad; teme ser localizado y «paseado» por incontrolados. Su contacto
diario es su hermana Carmen. En esos días le visita un capitán de aviación que le
promete que volverá para sacarle; pero no vuelve a aparecer. Serrano,
desesperado, idea descolgarse desde el retrete, a lo que tiene que renunciar
porque el correspondiente patio está al alcance de milicianos.
Otro día, le visita Honorato de Castro, el diputado de Izquierda
Republicana por Zaragoza que fue informado de su detención en la noche de
los simulacros de fusilamiento. «Enterado de mi situación, por mi amigo y
bienhechor Jerónimo Bugeda, se presentó allí para saludarme [...] era el suyo un
acto generoso, de una caballerosidad casi inimaginable en aquellas
circunstancias [...]. Se me ofreció por si en algún momento le necesitaba,
lamentándose de no poderme sacar de Madrid.» (Memorias, pág. 251.)
Honorato de Castro le ofrece ayuda económica para pagar la clínica porque
sabe -y no se atreve a decírselo- que no puede recibir dinero de sus dos
hermanos porque han sido asesinados (Lahiguera, pág. 82).
Entonces entra en escena el doctor don Gregorio Marañón. «Yo me
pasaba las horas pensando en hallar una forma para salir de allí», recuerda
Serrano. Una circunstancia nueva viene en su ayuda: en la clínica ingresan tres
heridos de los bombardeos a los que visitan familiares y amigos; «Abundaban
las mujeres [...] la clínica se convirtió de repente en un torbellino [...]. Yo
entonces concebí un plan de evasión, que escribí en una cuartilla [...]. Cuando
ese día vino mi hermana, le entregué el mensaje con instrucciones de que lo
hiciera llegar al doctor Marañón». Meses atrás, don Gregorio Marañón -cuyo
prestigio era excepcional y estaba muy relacionado con diplomáticos
extranjeros- había asistido en su última enfermedad al padre de Serrano. Éste
cuenta: «Las doce de la mañana -escribía a Marañón en mi carta- sería muy
buen momento para mi evasión [...] yo puedo estar preparado con unas medias
puestas y unos zapatos de medio tacón [...] me doblaré el pantalón [...]. Minutos
antes habrá llegado mi hermana y yo me pondré su abrigo de señora y una
peluca, que también me traerá, junto con una boina y unas gafas blancas [...] a
las doce y cinco, por ejemplo, podría llegar a mi habitación el diplomático que
viniera a buscarme. Sin preguntar nada a nadie, aprovechando la confusión que
allí había debería subir al piso segundo, primera habitación de la derecha [...].
Me daría el brazo y así llegaríamos hasta el automóvil [...]. Era un plan a la
desesperada. Mas no por ello dejaba de estar perfectamente estudiado [...]. Yo
estaba con gran serenidad.»
Pero Marañón le contesta a la hermana: «Dígale a Ramón que yo no
acepto esa responsabilidad porque estoy seguro de que le matarían.» Mas
Serrano no ceja y vuelve a escribirle: «Mi querido doctor Marañón: no le pido
que asuma ninguna responsabilidad, porque la responsabilidad de mi escapada
es cosa mía. Yo lo que quiero saber es si usted, como encarecidamente le ruego,
puede ayudarme. Sé que este intento entraña muchos riesgos, sé que en él
puedo sucumbir, pero también sé que tiene algunas posibilidades de éxito y
que, si no lo intento, aquí sólo me espera la muerte.» Estamos a finales de
noviembre de 1936 (Memorias, págs. 146-148.)
Evasión y no canje
Y el doctor Marañón acepta. Le dice a Carmen Serrano Suñer: « [...]
pasado mañana mismo, a las doce en punto, habrá un coche, tal como ello
propone, con el motor en marcha, dos metros a la izquierda de la Clínica España.
Algún minuto después, subirá a su habitación el señor Schlosser, encargado de
Negocios interino de la Legación de Holanda» (Marino Gómez Santos, Gregorio
Marañón, Plaza y Janés, Barcelona, 2001, pág. 400.)
El día señalado, a las doce, hay un coche en marcha a dos metros de la
clínica. El encargado de Negocios de la Legación de Holanda sube a la
habitación, ofrece su brazo a Serrano y descienden por la escalera. «Yo sabía
que lo importante era tener voluntad y serenidad suficientes para no mirar a los
guardias. El hecho es que así lo hice. Y pasamos junto a ellos [...]. Poco después
estábamos en la Legación de Holanda.» Allí se le mantiene oculto. Marañón
continúa realizando gestiones a favor de Serrano para sacarlo de Madrid. Y a los
pocos días le visita un diplomático de la Embajada Argentina, Pérez Quesada,
«una especie de Pimpinela Escarlata» a quien no conocía que le dice: «Tengo el
encargo de mi embajador en Paris, el doctor Lebreton (a quien Marañón se lo
había rogado) de llevarle a usted a nuestro consulado en Alicante. Desde allí, en
un barco de guerra, saldrá para Francia y más tarde se le facilitará el paso a la
zona nacional.» (Memorias, pág. 149.)
Efectivamente, el agregado a la Embajada Argentina José María Jardón, le
recoge por la tarde en su coche y lo traslada a Núñez de Balboa, 57, un hotelito
que con pabellón argentino Pérez Quesada utiliza como refugio para
perseguidos. A las seis de la mañana, en un coche de la embajada, lo trasladan
al domicilio del doctor Hervías, «ginecólogo español que estaba camuflado con
gran desenvoltura en el que se llamaba "Batallón de Dinamiteros" [...]. Antes del
amanecer, serían las seis y media de la mañana, hizo su aparición un automóvil
del Ministerio del Ejército: era el del ayudante de Miaja, el capitán Fernández
Castañeda». La peripecia es, ciertamente, extraordinaria. Cuando Pérez Quesada
se planteó el medio para sacarlo hasta Alicante, operación dificilísima por los
controles establecidos en las carreteras, recordó que había un militar -
Fernández Castañeda- que le había pedido ayuda para pasarse a la zona
nacional. Pérez Quesada diseña el programa: que el viaje se haga como un
servicio militar: Castañeda debe conseguir que su general le envíe en misión
ante el Ejército de Levante. Así, en un coche oficial, Fernández Castañeda
recogerá a Serrano y también a otro evasor -al capitán Miranda, yerno del
asesinado Melquíades Álvarez- y viajarán hasta Alicante.
El trato se cumple. «Nuestro coche pasó por dos controles: uno, en
Vallecas, y otro, en el puente de Arganda.» Camino del Consulado Argentino en
Alicante, el viaje tiene un contratiempo, el necesario suministro de gasolina que,
con mucha dificultad, logran superar «no recuerdo exactamente si fue en
Almansa o en Villena». A primeras horas de la noche, Serrano y el capitán
Miranda están en el Consulado Argentino. Sólo queda la última etapa: el
traslado por mar hasta la costa francesa (Memorias, pág. 148).
«Aun hoy, pasados cuarenta años, produce un estremecimiento
recordarlo», escribe en sus Memorias. La aventura de la evasión, desde la Clínica
España hasta el consulado, es impresionante. Los días de cautiverio le habían
hecho vivir «momentos tremendos, peligrosos, difíciles. Los viví algunos con
miedo, otros con esperanza y otros -pocos-, cuando consideraba que ya el fin
era inevitable, deseaba que todo acabara pronto.» (El franquismo, pág. 60.)
En Alicante, vuelve a vivir. Pasados unos días, se presentaron cinco
marineros del destructor argentino Tucumán, Serrano se vistió de uniforme y
sustituyó a uno de ellos, «camino del puerto, respirando el aire que olía a mar, a
yodo y a sal, me sentía hombre otra vez». Pasan el control de la FAI y suben a
bordo. Ya está a salvo. A las dos semanas, también de la mano de un
diplomático argentino, llegan al buque su mujer y sus dos hijos, José y Fernando.
El 17 de febrero de 1937 desembarcan en Marsella. Empieza una nueva etapa.
Serrano salva su vida, logra evadirse, por su inteligencia, su arrojo y su
voluntad, emparejadas con la noble ayuda de Jerónimo Bugeda, de Gregorio
Marañón, de Pérez Quesada. No es resultado de ningún canje, usado
ocasionalmente en aquellos días. Su falso canje ha circulado en algunos escritos,
tal vez por su condición de cuñado del generalísimo Franco. Pero lo cierto es
que Franco no intervino. Serrano aprovecha las afirmaciones de Julián
Zugazagoitia, ex ministro de la República, sobre su fuga para puntualizar que no
salió canjeado. Escribió Zugazagoitia: «Además de su voluntad, tengo la
convicción moral de que intervinieron en su liberación otras voluntades más
eficaces y decisivas. Entre ellas, quizá, la de algún colega suyo en la corporación
de abogados del Estado, titular de un alto cargo en el Gobierno de la
República.» Se está refiriendo a Jerónimo Bugeda. De hecho, ya en zona
nacional, Serrano no mienta a Bugeda «por un elemental deber de discreción».
Pero la impagable y agradecida intervenci6n de
Bugeda sólo podía consistir en trasladarle como preso desde la Modelo a la
Clínica España. «Bugeda no tenía poder ni medios para sacarme de Madrid.»
(Memorias, pág. 144.)
El asesinato de sus hermanos
Ya en la zona nacional, Serrano recibe un empujón brutal: la noticia del
asesinato de sus dos hermanos mayores José y Fernando, ambos ingenieros.
Hacia los dos tenía una admiración y un cariño excepcional, eran sus mejores
amigos. Movilizados para estudiar las fortificaciones de Somosierra, se
quedaron en Madrid para proteger a su cuñada y a los dos pequeños sobrinos.
Sin significación política especial, ayudaron desde la calle al hermano preso y
fueron víctimas de la anarquía. Detenidos en la checa de Fomento, fueron
llevados a Aravaca y ejecutados. Su muerte le mueve al «remordimiento de no
haberles ordenado que se escondieran. Creo que fueron asesinados casi en el
mismo día de mi traslado a la clínica» (Memorias, pág. 152).
Esas muertes le marcan profundamente: «El hecho determinante del
mayor dolor de mi vida, el asesinato de mis amadísimos hermanos José y
Fernando, del que ya nunca querría ni podría separarme. Es un recuerdo más
fuerte que la vida.» (Memorias, pág. 150.) A Heleno Saña, cuando éste le
pregunta si el fusilamiento lo transformó en odio, le contesta que «dejó una
huella terrible en mis sentimientos de afecto, de amor a ellos, que no se ha
extinguido y que pervive hoy como el primer día [...]. Odio no lo he tenido [...].
Yo odio concreto no tuve, y la prueba es que cuando alguna vez han venido
personas a pedir ayuda por algún perseguido, he respondido con gusto» (El
franquismo, págs. 60-61).
Esa pérdida es un hecho radical que incide en su personalidad. Serrano
confiesa que, heredada de su padre, había tenido siempre la ambición de «ser y
triunfar decentemente en la vida [...]. Pero toda esa moral de triunfo que yo
había practicado antes de la guerra perdió totalmente su razón de ser al
producirse el asesinato de mis dos hermanos, cuya tragedia me sigue
torturando y causando profundas depresiones.» (ibid., pág. 65).
Salamanca. 1937
El 18 de febrero, Serrano y su familia llegan a la frontera de Hendaya-Irún.
Con sorpresa, se encuentran con dilaciones para entrar en España. Tras dos días
de espera, decide comunicar a la autoridad militar española que, sin dilación,
marcha a Salamanca. Ha informado al Cuartel General, y le envían un coche. Es
el 20 de febrero. «En el hecho de atravesar aquel puente estaba implícito un
acto de infinita esperanza por lo que España pudiera ser en adelante y un acto
de entrega total y absoluta al servicio de esa gran esperanza.» (Memorias, pág.
37.)
Llega a la ciudad del Tormes y se dirige directamente al Cuartel General
instalado en el palacio episcopal. Les esperan Franco y su familia. «El encuentro
emocionante por nuestra parte fue cordial y afectuoso por la suya. Yo me
encontraba antes que otra cosa a un amigo, pero también al jefe de la España
nacional, al hombre de quien se esperaba todo en aquella hora.» (Memorias,
pág. 47.)
Camino del encuentro, en la escalera, se cruza con el cardenal Gomá, que
le abraza y le dice: «La guerra va bien pero no todo ha de ser guerra y sólo
guerra. Hay que saber "para que se guerrea" y eso es misión de la política.»
Aunque no sobra espacio, Franco insiste en que se queden con ellos. La familia
Serrano se acomoda en una buhardilla del palacio en donde residirán hasta su
traslado a Burgos.
En ese momento, Franco lleva cinco meses de generalísimo y jefe del
Estado. Sus tropas, que habían ocupado Málaga el 8 de febrero, pugnan en el
Jarama por ganar la iniciativa en el frente de Madrid. La dedicación prioritaria de
Franco es la dirección de la guerra. Su jefatura es indiscutida por los militares y
los políticos. (Por el contrario, en la Zona roja, el conflicto entre Largo Caballero
y los comunistas se incrementa por días.)
La Salamanca del Cuartel General
Lo que sobresale con estruendo en el ambiente salmantino es un fervor,
una moral, una exaltación extraordinaria. Ramón Serrano habla de «idealismo
trepidante, de pronta abnegación, de absoluto desprendimiento [...] todo
quedaba absorbido por la fiebre creyente, por la esperanza levantada, por la
exigencia decidida de una España nueva y mejor» (Entre Hendaya y Gibraltar,
Edic. Nauta, Barcelona, 1973, pág. 482. En lo sucesivo, Entre Hendaya).
Pero, a la vez, en el lado político de esa retaguardia hay tensiones
derivadas de la pluralidad de las fuerzas que componen el bando nacional.
Políticamente, que no militarmente, hay indefiniciones y confusiones. Lo
testimonia Dionisio Ridruejo: «la lucha por el poder o la influencia, con vistas a
la decisión del rumbo político en una situación que se había hecho
esencialmente ambigua, fue muy intensa en la retaguardia nacionalista, aunque
no produjera grandes espectáculos de enfrentamiento» (Casi unas memorias,
Planeta, Barcelona, 1976, pág. 98. En lo sucesivo, Casi unas).
A ese escenario llega Serrano. Su aparición es noticia principal en la
España nacional y va a producir no sólo interés sino recelos. ¿Cómo es el
Serrano Suñer que aparece en Salamanca? Es un hombre que ha experimentado
una transformación profunda: las huellas trágicas de su cautiverio, el asesinato
de sus hermanos, la salud quebrantada. Vive alejado de toda relación mundana.
Con su pelo prematuramente blanco, con atuendo civil austero, con vocación
misional. Ridruejo lo recuerda así: «Estaba muy flaco y, al descuido, se encorva
ligeramente como abatido por un grave peso. Tenía el gesto melancólico... Era
de una cortesía desusada [...] era un hombre de sensibilidad y emotividad
exacerbadas, aunque dueño de una cabeza muy clara, y acababa de ser
rudamente traumatizado [...]. La entrega de Serrano a la causa que tomó en su
mano fue total, y se prohibió a sí mismo tanto las amenidades sociales que
todos teníamos a mano, como el uso del espíritu crítico, para el que luego
demostraría -incluso a su riesgo que estaba bien dotado [...] era de una
austeridad extremada y defendía lo que antes se llamaba el dinero de los
contribuyentes con un sentido de la responsabilidad que a veces nos parecía
exagerado» (Casi unas, págs. 103-104).
El caudillaje, la Falange y el Estado de Derecho
El soporte administrativo y burocrático se residenciaba en la Junta
Técnica del Estado creada el 1 de octubre de 1936. Estaba integrada por
militares y civiles, la presidía el general Francisco Gómez-Jordana y el puesto
clave lo desempeñaba Nicolás Franco -hermano del Generalísimo- como
secretario general. La junta -que no es exactamente un Gobierno-, tiene una
organización deficiente, con desconexiones funcionales y carencia de
coordinación.
Cuando Serrano se instala en aquella Salamanca, sin cargo oficial pero en
contacto directo con el Generalísimo, analiza y diagnostica la situación política.
«Era preciso convertir el Alzamiento en una empresa política -nos dice. Y añade-,
urgía la configuración del Movimiento como un Estado [...] era la ocasión
excepcional, ¡única!, que se nos presentaba de crear un Estado sin antecedentes,
sin compromisos, sin cargas. Un Estado verdaderamente nuevo; el único que en
mucho tiempo hubiese podido ver el mundo surgir de ese modo, con novedad
mucho más radical que la de cualquier revolución que fuera heredera inmediata
del régimen derrocado.» (Entre Hendaya, pág. 55.) La persuasión sobre Franco -
entregado a la guerra- en este propósito es innegable. Serrano se convierte en
un colaborador sin titulo oficial, pero con el gravamen de ser la eminencia gris,
el personaje influyente que desplaza a Nicolás Franco. Las visitas políticas al
Cuartel General se polarizan en él y a todos les explica que su labor tiene tres
finalidades: «Ayudar a establecer efectivamente la jefatura política de Franco,
salvar y realizar el pensamiento político de José Antonio, y contribuir a
encuadrar el Movimiento Nacional en un régimen jurídico, esto es, a instituir el
Estado de Derecho.» (Entre Hendaya, pág. 57.)
Los tres objetivos muestran la tarea por la que va a luchar en esos años
de guerra. Por la jefatura efectiva de Franco, entiende que éste no sea un primus
inter pares dándole una base política propia. Por realizar el pensamiento de José
Antonio, entiende que en la Europa de ese momento, «lo moderno era lo
totalitario, que en España estaba representado por la Falange [...] la Falange
tenía un sentido de modernidad que no tenían los otros» (Antifranquismo, pág.
64). En esos años la polaridad vigente está entre fascismos y comunismo. Con
unas formas demoliberales en declive, con un socialismo reformista eclipsado
por el socialismo bolchevique, los polos de atracción son los fascismos y el
comunismo.
Por Estado de Derecho -aflorando su impronta jurídica, extemporánea en
aquel ambiente- nos lo explica el mismo: «Es un inmenso error aceptar la
sinonimia o la equivalencia de Estado liberal = Estado de Derecho, porque el
Estado autoritario puede ser, ha de ser, un Estado de Derecho.» En nota de la
reedición de 1973 nos recuerda que el 20 de noviembre de 1938 dijo en Burgos:
«El Derecho que es rémora detestable y odiosa cuando, como un reloj parado,
marca una hora inamovible en su esfera, es la garantía insustituible para los
valores personales cuando marcha a compás del tiempo y sirve para abrir cauce
a la concepción del mundo y de la vida que tiene la generación que ha de
cumplirlo.» (Entre Hendaya, pág. 419.)
Cuando Ricardo de la Cierva narra el papel, en esas horas, de principal
consejero político que Franco le otorga, escribe: «Lo que no debe extrañar no
sólo por razones de parentesco sino también de preparación: el joven abogado
del Estado poseía una intensa experiencia política y un acrisolado sentido de la
tradición y el Derecho, con el que podría atemperar las inevitables inclinaciones
del momento hacia los modelos totalitarios en boga.» (R. Cierva, Historia básica
de la España actual, Planeta, Barcelona, 1974, pág. 434.)
El cliché de eminencia gris
La colaboración con Franco, «sin un título y sin una función definida,
tenía para mí dificultades y aspectos desagradables que permitieron desde el
principio a mis enemigos naturales (todos los que tenían ya situación y
acomodo, que aspiraban a mantener y a ensanchar de modo exclusivo o
preeminente) forjar una leyenda sombría de eminencia gris que me acompañó
durante algún tiempo e hizo difíciles muchos de mis pasos.» (Entre Hendaya,
pág. 56.)
Pero en aquella Salamanca, Serrano no obra en la sombra, agazapado. En
puridad, es un comisionado, un apoderado de Franco para cubrir una necesidad
evidente: la gestión política de la retaguardia que, en manos de Nicolás Franco,
estaba sin estructura eficaz y sin definición ni estrategia. El Generalísimo está
volcado en la tarea bélica y Serrano, como comisionado político, actúa coram
populo. No actúa en la sombra. Su autoridad e influencia es pública y notoria
desde el primer momento.
La unificación
Lo que diseña Ramón Serrano en diálogo con el Caudillo es estructurar el
poder para que no se quede en un mero golpe de Estado. En darle contenido
político, en diseñar un Estado nuevo, en configurar el Movimiento en Estado, en
eludir una mera dictadura militar. En definitiva, en transformar «una insurrección
en una empresa política dándole forma jurídica.» como dice Raymond Carr
(España 1808-1939, Ariel, Barcelona, 1969, pág. 644.)
El acto fundacional tenía que ser la unificación de las plurales y confusas
fuerzas políticas: los carlistas y falangistas; los hombres de la CEDA y los
monárquicos de Renovación Española. La idea y el plan están en el ambiente. Ya
las milicias habían sido sometidas al mando único. La unificación es solicitada
por unos y otras. Por ejemplo, el 12 de abril, el tradicionalista Arauz de Robles y
el falangista Sancho Nebot, por separado, habían clamado por la unidad; el 14,
las Juventudes de Acción Popular se ponen al servicio de Franco. Serrano aúna
voluntades: junto a la unidad de mando militar se impone la unidad de mando
político a pesar de las evidentes divergencias. La decisión se acelera: una
sangrienta reyerta entre falangistas es el detonante para que el 19 de abril de
1937 se promulgue el Decreto de Unificación. Su texto lo redacta Serrano.
Franco lo ha consultado con los militares. Y Franco lo anuncia desde el balcón
de su Cuartel General y una hora más tarde lo lee por los micrófonos de Radio
Nacional.
De la Falange original a la Falange unificada
Este acto de decisionismo político supone que, a diferencia de Italia o
Alemania, el Gobierno crea un Partido Único: «Falange Española y Requetés, con
sus actuales servicios y elementos, se integran, bajo Mi Jefatura, en una entidad
política de carácter nacional que, de momento, se denominara Falange Española
Tradicionalista y de las JONS.» Este primer artículo -con la peculiar
denominación provisional- es muy explícito. Días más tarde se formaliza la
integración de los restantes partidos. En sus memorias, Dionisio Ridruejo
interpreta el acto como un golpe de Estado a la inversa (Casi unas, pág. 106.)
El Generalísimo había delegado en Serrano la gestión para aunar aquellas
fuerzas que eran un conglomerado discordante. Numéricamente, los carlistas y
los falangistas eran los más numerosos. Hacia la Falange se había producido un
aluvión de militancia. Pera la riqueza de cuadros, de minorías profesionales, de
políticos ejercitados, estaba en los hombres de la CEDA y de los monárquicos
alfonsinos. La tarea de Ramón Serrano, antes y después del Decreto de
Unificación, está regida por su entendimiento de que el tradicionalismo
«adolecía de una cierta inactualidad política» y en la Falange veía «el contenido
popular, social, revolucionario que debía permitir a la España nacional absorber
ideológicamente a la España roja, lo que era nuestra gran ambición y nuestro
gran deber. - Y añade-: Irremediablemente el socialismo había planteado un
problema real que no se podía soslayar y que era forzoso, ineludible, resolver. El
acto realizado tenía el sentido de una propuesta histórico-política y de él surgía
o había de surgir el régimen. Un régimen de mando único y de partido único
que asumía las características externas universales de otros regimenes
modernos.» (Entre Hendaya, págs. 57-59.)
Tras el fracaso de la experiencia republicana, el único modelo de Estado
moderno que en tales circunstancias parecía posible, piensa Serrano, era el
autoritario. «En España se había demostrado que la democracia sólo era posible
en un estado de pureza explosiva que conducía a su propio suicidio. [...] [El
decreto] abrió el proceso encaminado a la consecución de un Estado y de un
régimen político que buscaba la asistencia popular en un orden de autoridad,
de justicia y de trabajo. [...] La intención profunda jamás llegó a ser un hecho
logrado.» (ibid., págs. 73-74).
Los puntos de coincidencia de las diferentes fuerzas a las que se les
impone la unificación bajo el mando de Franco son: la unidad esencial de
España (con evocación de la del Siglo de Oro); la organización jerárquica y
orgánica; la implantación de un Estado unitario, autoritario («totalitario») y
católico; y el dirigismo económico. Éste sería un mínimo común divisor
doctrinario. (Y, por supuesto, con total coincidencia en el rechazo frontal de los
socialismos, de la democracia liberal y de la masonería.) El Partido único es, en
realidad, una coalición de tendencias más que de partidos, bajo el mando de
Franco.
Pero entre los absorbidos hay contenidos ideológicos muy consistentes
que se enfrentan en modo contrario y hasta contradictorio. Por ejemplo, la
forma monárquica de carlistas, por un lado, y de alfonsinos por otro; la
prevalencia de la tradición de unos y la vocación revolucionaria falangista; la
imitación del paradigma fascista italiano o alemán de la Falange y el recelo ante
su paganismo por los católicos; el papel monopolista o subordinado del partido
en el Estado o la sindicalización total del sistema económico-social; el
desmontaje del capitalismo o su corrección corporativa.
La prosa de la norma suena a falangismo. Y el articulado fija como
programa los veintiséis puntos de la Falange de José Antonio. Los órganos son
también un calco de esta facción, Pero en la realidad inmediata, esa primacía
falangista del decreto -como en pura física de poderes tenía que ocurrir- no se
tradujo en hechos. No hubo, escribe Serrano, un Estado totalitario porque no
hubo un partido único que fuera, realmente «la única base de sustentación del
régimen: el único instrumento y en cierto modo el único depositario del poder»
(ibid., pág. 74).
La rebelión contra el derecho
La aceptación del decreto fue unánime entre la inmensa mayoría de las
gentes de la zona nacional. También de los líderes. Manifestaron su adhesión
políticos como Gil Robles, Alejandro Lerroux, Sainz Rodríguez o Goicoechea.
Manuel Hedilla, como jefe de la Falange, visita el día 20 a Franco para ofrecerse
su lealtad. Pero las resistencias entre los jefes falangistas son innegables. Hedilla
representa la línea revolucionaria y social, el nacionalsindicalismo puro. El 22,
Franco designa el secretariado del nuevo partido (diez vocales, seis falangistas y
cuatro carlistas. No está Serrano). El primer nombre es el de Hedilla, el cual se
niega a aceptar el cargo. Y, a la vez, distribuye un telegrama a las sedes de
Falange dictando que sólo deben obedecer las órdenes que reciban de su
jerarquía.
El telegrama es considerado subversivo por el Cuartel General. La
represión es inmediata. Hedilla, con otros, es juzgado por la justicia militar y
condenado a muerte el 5 de junio de 1937. Serrano se opone, con toda energía,
a que se ejecute la sentencia y consigue convencer a Franco -tanto por razones
humanitarias como tácticas- para que indulte al que ha sido jefe de una Falange
dividida. La condena y ostracismo de Hedilla es el símbolo de la disolución de la
Falange de José Antonio absorbida por la FET y de las JONS. El grave conflicto le
sirve a Serrano para incrementar el dialogo con los lideres falangistas, para
conocer sus puntos de vista y ejercer la prudencia política entre éstos y el
Caudillo, dos polos distantes y diferentes.
También algunos monárquicos de Acción Española son renuentes a esa
unificación, pero sin rebelión expresa. El nombre principal es el de Eugenio
Vegas.
Los estatutos
El 4 de agosto de 1937, se dictan los estatutos de FET y de las JONS
(modificados parcialmente el 15 de marzo de 1938). En ellos se enuncian la
naturaleza y organización del Movimiento. En su artículo 47 definen al jefe
nacional del Movimiento como «autor de la Era Histórica donde España
adquiere las posibilidades de realizar su destino, y con ellos anhelos del
Movimiento, el jefe asume en su entera plenitud la más absoluta autoridad. El
jefe responde ante Dios y ante la Historia». En el artículo 1°, con la retórica de la
época, hallamos su definición ideológica: el Movimiento es el inspirador y base
del Estado; su tarea es «devolver a España el sentido profundo de una
indestructible unidad de destino y la fe resuelta en su misión católica e imperial,
como protagonista de la Historia, de establecer un régimen de economía
superadora de los intereses de individuo, de grupo y de clase, para la
multiplicación de los bienes al servicio del poderío del Estado, de la Justicia
social y de la libertad cristiana de la persona».
De los órganos, sobresalen tres: El Consejo Nacional, que está compuesto
de cincuenta miembros y emitirá consultas solicitadas por el jefe; también
decide sobre las líneas primordiales de la estructura del Movimiento y del
Estado, la normativa sindical y las grandes cuestiones de orden internacional. El
19 de octubre de 1937 se crea el I Consejo. Confeccionado por Franco y Serrano,
su abigarramiento es significativo: de los cincuenta miembros, una veintena de
falangistas, seis de neofalangistas, diez carlistas, diez de Renovación Española y
ocho militares. (Este I Consejo y los que le siguen no tienen competencias
efectivas. Serán más un espectáculo que un órgano de decisión.)
La Junta Política es, primeramente, una «delegación» del consejo; luego,
su «órgano permanente de gobierno». En marzo de 1938 Franco designa, bajo
su presidencia, a los miembros: junto a Serrano encontramos cuatro falangistas,
cuatro carlistas, dos alfonsinos y un militar. La junta tuvo mayor presencia e
impulso.
El secretario general, también designado libremente por Franco, es el
transmisor de las órdenes e inspecciona y dirige, por delegación, toda la
organización. Sirve de «enlace entre el Movimiento y el Estado participando en
las tareas del Gobierno». El Generalísimo desea que Serrano ocupe la Secretaria
del partido. Pero éste le hace ver que él procede de la CEDA y que se precisaba
un hombre engarce entre el jefe, Franco -que no era falangista-, y la plural
militancia del Movimiento. Le propone el nombre de Raimundo Fernández-
Cuesta que, una vez designado en diciembre de 1937, es recibido con
aquiescencia.
Fernández-Cuesta, jurídico de la Armada y notario, amigo de José
Antonio, secretario general de su Falange, y su albacea junto con Ramón
Serrano Suñer, fue canjeado, en septiembre de 1937, por el republicano Justino
de Azcarate. Desde Valencia, en un destructor ingles, alcanzó Marsella y pasó a
la zona nacional. En el mismo destructor, escribe, «iban varios conocidos
[recordando] al hoy ilustre escritor y académico Camilo José Cela Trulock,
entonces joven de unos quince años.» (Raimundo Fernández-Cuesta, Testimonio,
recuerdos y reflexiones, Dyrsa, Madrid, 1885, pág. 117.)
Retórica y realidad
En la letra de la normativa fundacional del partido, en la retórica y en las
publicaciones es clara la preeminencia de la Falange sobre los restantes grupos
unificados. Días después del decreto se implantó el saludo fascista como saludo
nacional (24 de abril) y el uniforme (25 de enero de 1939), la camisa azul
falangista y la boina roja carlista. Pero ello no significa que, en el terreno de los
hechos, esta opción profalangista de Franco se tradujera en control exclusivo
del Estado por el partido. En definitiva, el Consejo Nacional, la Junta Política, la
Secretaría General son materialmente instrumentos asesores y ejecutores del
jefe nacional. El partido que construyen Serrano y Franco es una coalición de
fuerzas sometidas al jefe del Estado y Generalísimo; no es el partido de un
sistema totalitario controlador del Gobierno y el Estado como en la Unión
Soviética o en la Alemania nazi.
Dionisio Ridruejo
Una semana después del Decreto de Unificación, Serrano conoce a
Ridruejo, en el Cuartel General. El joven falangista -tiene veinticinco años- es la
voz de la pureza revolucionaria con un ardoroso componente mesiánico y
acompaña a Pilar Primo de Rivera, para exponer con brillantez y vehemencia,
ante Franco y Serrano, sus quejas por la manera en la que se ha realizado la
unificación y la detención de Manuel Hedilla, jefe nacional de Falange. El
encuentro es muy duro, pero del mismo nace una relación entre Serrano y
Ridruejo que durará hasta la muerte de éste. Dionisio, el interlocutor de las
exigencias de pureza falangista, tendrá en Serrano un punto de encuentro.
Antonio Tovar, testigo próximo, ha escrito: «Dionisio inició sus relaciones con
Serrano Suñer como enemigo de aquella maniobra política de la unificación;
después se dejó ganar por la dignidad de Serrano Suñer y fue colaborador suyo,
y más tarde fraternal amigo,» (De anteayer y de hay, Plaza y Janés, Barcelona,
1981, pág. 46. En lo sucesivo, De anteayer.)
Dionisio representa la voluntad falangista de la hegemonía sobre el
Nuevo Estado. Ante las fuerzas en presencia, concluirá recordando el viraje de la
«Falange polémica de las primeras horas, ambiciosa de integrar en su seno
contracuerpos resistentes a la infección conservadora, elementos populares y
enérgicos, hombres de significación atrevida, que compensasen el gran número
de otros falangistas de aluvión.» (Escrito en España, G. Del Toro, Madrid, 1976,
pág. 112. En lo sucesivo, Escrito.)
Burgos. La improvisación de un Estado
En enero de 1938, Ramón Serrano tiene a punto la ley que va a ser la
primera piedra jurídica del Nuevo Estado. Antes ha asistido en Nuremberg a un
congreso del partido nazi en una misión que preside Nicolás Franco. En el
estadio, con un imponente aparato de escenografía suntuosa, Serrano
contempla por vez primera a un Hitler hierático bajo un nimbo de leyenda. En
ese momento desconoce que pronto «tendrá hasta siete encuentros personales
en circunstancias difíciles, comprometidas, incómodas y aun arriesgadas»
(Lahiguera, pág. 123).
Cuando Serrano regresa de ese viaje a Alemania, tiene a punto la ley de
Administración Central del Estado. (El Cuartel General, «con el parvo hatillo del
Estado español naciente» se había trasladado a Burgos, a la quinta de los
condes de Muguiro que tenía unas instalaciones más holgadas.) La ley es la
plasmación jurídica de su deseo de pasar del «Estado campamental» que había
encontrado en Salamanca a una institucionalización del Nuevo Estado, a la
creación de un régimen jurídico, de raíz española, pero en consonancia con la
realidad europea contemporánea. Payne lo señala como la única persona del
Cuartel General capaz de la tarea de levantar un sistema «esencialmente
autoritario, capaz de impedir el retorno a los excesos democráticos que habían
costado la vida a sus hermanos. Pero al mismo tiempo, el Nuevo Régimen no
debía parecerse en nada a la ineficaz monarquía del pasado. Sólo un fuerte
sistema corporativo organizado sobre sólidas bases conservadoras sería capaz
de superar las tensiones sociales y de restablecer la unidad nacional.» (Falange,
Ruedo Ibérico, París, 1965, pág. 132.)
El profesor Fernández Carvajal, en su ensayo sobre las Leyes
Fundamentales de Franco, arranca con las siguientes palabras: «El proceso
político español de los últimos treinta años ha ido cristalizando en siete
documentos constitucionales, escalonados desde 1938 a 1967.» (La Constitución
Española, Edit. Nacional, Madrid, 1969, pág. 1.) El primer documento de los siete
a que se refiere Fernández Carvajal es la ley de 30 de enero de 1938, la ley de
Administración Central del Estado. Su texto explicita la necesidad de suplir la
organización embrionaria y provisional de la junta por un completo sistema
administrativo, reorganizando los servicios centrales que «sin prejuzgar una
definitiva forma del Estado, abra cauce a la realización de una obra de gobierno
estable, ordenada y eficaz». La Administración se organiza en once
departamentos ministeriales: Asuntos Exteriores, Justicia, Defensa Nacional,
Orden Público, Interior, Hacienda, Industria y Comercio, Agricultura, Educación
Nacional, Obras Públicas y Organización y Acción Sindical. La Presidencia
«queda vinculada al jefe del Estado. Los ministros, reunidos con él, constituirán
el Gobierno de la Nación». El Gobierno contará con un vicepresidente y un
secretario, elegidos entre sus miembros por el jefe del Estado. Serrano ocupa
esa Secretaría desde febrero de 1938 hasta octubre de 1940.
Pero el núcleo jurídico-político esencial de la ley se encuentra en su
artículo 17: «Al jefe del Estado, que asumió todos los poderes por virtud del
decreto de la Junta de Defensa Nacional de 29 de septiembre de 1936,
corresponde la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general.
Las disposiciones y resoluciones del jefe del Estado, previa deliberación del
Gobierno y a propuesta del ministro del ramo, adoptarán la forma de leyes
cuando afecten a la estructura orgánica del Estado o constituyan las normas
principales del ordenamiento jurídico del país, y decretos en los demás casos.»
Por eso ha escrito el profesor De la Cierva: «Esta es la famosa ley de prerrogativa
[...] que no figurará en los repertorios de leyes fundamentales del régimen, a
pesar de que es, histórica y políticamente, la más fundamental de todas ellas.»
(Historia del Franquismo. Orígenes y configuración (1939- 1945), Planeta, 1975,
págs. 114-115.)
Es la formulación jurídica de la atribución a Franco del poder legislativo,
consecuencia de la entrega de todos los poderes el 1 de octubre. Desde
entonces, ese artículo va a pervivir en su literalidad durante treinta y siete años.
(Dos ejemplos: la Ley Orgánica del Estado de enero de 1967, en su 1ª
disposición transitoria, invoca dichas leyes para ratificar que las atribuciones en
ellas concedidas al jefe del Estado «subsistirán y mantendrán su vigencia» hasta
la muerte de Franco. La misma fuente la encontramos en la ley de 8 de junio de
1973 que suspende la vinculación de la Jefatura del Estado y la Presidencia de
Gobierno.)
El Nuevo Estado y el Derecho
En sincronía con las corrientes de la época, Serrano vive la agonía y
quiebra del Estado Liberal de Derecho. Para él, España había sufrido un Estado
débil. La hora histórica internacional en la que Serrano es protagonista está
marcada claramente por el fortalecimiento del Estado tras de la crisis
simbolizada en el crac de 1929. Los sistemas autoritarios y totalitarios viven
horas brillantes: Roma y Berlín son puntos de atracción indiscutible. En
noviembre de 1936, Italia se había adherido al Pacto Anti-Komintern. El 13 de
marzo de 1938, Hitler se anexionará Austria.
El prestigioso Del Vecchio justificaba la experiencia fascista como
respuesta a un vacío, a una carencia de Estado. Sólo hay Estado de Derecho
cuando la soberanía de la ley se afirma e instrumenta desde la realidad del
Estado. El profesor Luis Legaz escribe: «Giorgio del Vecchio, que también es
fascista, entronca el fascismo en la gran tradición del jusnaturalismo clásico, que
exige la tensión entre el hecho y el ideal y reclama el máximo respeto para la
persona individual.» En la misma obra, leemos: «La democracia de masas ha
sido absorbida y trascendida por la disciplina, el orden y la jerarquía.»
(Introducción a la Teoría del Estado Nacionalsindicalista, Bosch, Barcelona, 1940,
págs. 204 y 270.)
En esas corrientes se halla la perspectiva jurídica de Ramón Serrano.
Escribe Ridruejo: « [Serrano] era un fascista con reservas que creía que el Estado
es un sistema de instituciones y leyes que debían eliminar, en lo posible, la
arbitrariedad del poder. Invocaba -incluso en público- el Estado de Derecho,
cosa que, por lo general, no gozaba entonces de excesivo ambiente.» (Casi unas,
pág. 146.)
La instauración del Estado es objetivo que proclama en sus discursos del
año 1938. En Valladolid denuncia la debilidad histórica de nuestro Estado y
afirma que «vamos a ordenar en Estado la nación española [...] vamos desde hoy
a hacer también esta otra política de establecimiento del Estado». En Sevilla:
«No queremos un Estado sin pueblo; nosotros dirigimos al pueblo, pero
queremos llevarlo organizado jerárquicamente, a su Estado nacional; hacerle
participe en su destino y en su responsabilidad, para que se sienta autor de esta
gran tarea pública que tenemos encomendada [...], vamos a desmontar el
armatoste polvoriento y arcaico del Estado liberal y vamos a sustituirlo por un
régimen de Estado autoritario de integración nacional.» (Cfr. Siete discursos, Edic.
FE, Bilbao, 1938.) Y en 1981 le dice a Heleno Saña: «Mi preocupación era la de
constituir un Estado de Derecho, un orden jurídico, que podía estar basado y
establecido sobre supuestos filosóficos distintos a la filosofía democrática, pero
que estaría basado en unos principios, y que a partir de esos principios, y con
otra idea de la autoridad y el orden, implantaría un orden jurídico en lugar del
puro arbitrismo.» (El franquismo, pág. 72.)
El primer Gobierno
Al día siguiente de esta ley se hace pública la composición del Gabinete.
En la composición, Serrano juega un papel crucial. En coherencia con el proceso
que se viene describiendo, este primer Gobierno ofrece -como todos los que le
sigan hasta su muerte- el criterio de Franco de coalición de fuerzas, de
pluralismo limitado. Convencionalmente se pueden distribuir en tres falangistas
(Fernández-Cuesta, González Bueno y Serrano); un carlista (Rodezno); dos
monárquicos (Sainz Rodríguez y Andrés Amado); dos técnicos (Suances y Peña
Boeuf); tres militares (Gómez-Jordana, Dávila y Martínez Anido). Ramón Serrano
Suñer tiene la cartera de Interior -separada de la de Orden Público- y es la
estrella política del Gobierno.
Serrano ha narrado el prologo de esos nombramientos en sus Memorias.
Franco quiere que se encargue de la cartera de Hacienda. Y aquél le hace ver la
conveniencia de encargarse de la de Interior -separada de Gobernación-
«porque en la situación de guerra en que nos encontrábamos, con la plétora de
autoridad de poder militar concentrado en los jefes del Ejército, me parecía
temerario hacerme cargo del Orden Público sobre el que en aquellas
circunstancias hubiera tenido un mando puramente nominal y en constantes
fricciones». Le convence de que es más adecuado a sus capacidades la gestión
de la Administración Local, la Beneficencia, la Sanidad y la de Prensa y
Propaganda. Y de que al frente de un Ministerio de Orden Público se designe a
un teniente general (que será Martínez Anido). Otro escollo que logra salvar es
el nombramiento de Nicolás Franco para Industria y Comercio: le hace ver que
«es demasiada familia en el Gobierno [...] un Gobierno familiar no es de recibo»
y de ahí nace el nombramiento de Juan Antonio Suances. También hay
controversia entre ellos cuando Serrano propone al monárquico Sainz
Rodríguez para Educación Nacional, al cual Franco tacha de «masonazo»; al final,
logra convencerle (Memorias, págs. 259-260).
De ese primer Gobierno, hechura de Serrano en diálogo con Franco, nos
quedan unos retratos de los ministros que, por la calidad literaria, han llamado
la atención. Nos revelan unas dotes innegables de escritor.
García Escudero ha dicho: «España no va a ser un Estado totalitario, pero
va a estar totalitariamente gobernada, al amparo de las circunstancias que irán
imponiendo la continuidad de la jefatura de Franco mucho más allá de las
posibles previsiones iniciales» (Historia política de las dos Españas, pág. 1790. En
lo sucesivo, Historia política), y Serrano escribe en Nota al Entre Hendaya y
Gibraltar de 1973: «Es estúpido negar el carácter "formalmente" totalitario de
aquel régimen. Como es inexacto afirmar su carácter "realmente" totalitario,
porque sólo hubo una totalización personal del poder.» (Pág. 203.)
El Fuero del Trabajo
Son parvos los frutos reales del Consejo Nacional y de la Junta Política en
1938. Pero sí hay que consignar por su entidad y durabilidad la elaboración del
Fuero del Trabajo que nació en su seno y en la que interviene Serrano. El fuero
es pieza análoga a lo ya legislado en este terreno por la Italia fascista -Carta del
Lavoro-, la Alemania nazi -Ley de Ordenación del Trabajo- y el Portugal
salazarista -Estatuto Nacional del Trabajo-. Pero la influencia de esas normas en
el contenido de la norma española es mucho menor de lo que se suele afirmar.
Ya, tempranamente, lo preciso con rigor el profesor Garrigues.
Las primeras redacciones son reflejo del pluralismo interno de los grupos
unificados. Un borrador procedente de la Secretaría del partido -obra de
Joaquín Garrigues, Javier Conde y Rodrigo Uría - era «nacionalsindicalista»,
expresaba una estatalización de la economía y un concepto anticapitalista de la
propiedad. El otro proyecto -nacido en el Ministerio de Organización Sindical
regido por González Bueno- era moderado, corporativista y tolerante con el
capitalismo establecido. Los dos proyectos chocaron frontalmente en tres
sesiones del Consejo de Ministros. Franco ordenó una tercera versión
armonizadora. En ella, cuenta Ridruejo, Serrano tuvo una intervención destacada
al definir el texto como una simple declaración de principios y no como una
norma organizativa. El propio Ridruejo tomó parte principal en la redacción del