24. Retaguardia y Ficción
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8/19/2019 24. Retaguardia y Ficción
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Retaguardia y ficción
“¿Y si fuera posible cambiar de vida?” Esta pregunta que les hago no la
firma José Agustín Goytisolo ni Juan Carlos Onetti ni John le Carré. No
es una pregunta del arte, de lo que quiera que entendamos que es el arte,
es una pregunta de la publicidad, de un anuncio de automóviles. Sin
embargo es, me parece, me atrevo a proponer, la pregunta con que se
acerca la insmensa mayoría de los lectores y lectoras a las ficciones de
nuestro tiempo para encontrar casi siempre la misma respuesta: es posible
cambiar de vida interior. Entiendo por nuestro tiempo el que empezó a
gestarse con la caída del Muro, el tiempo que el sociólogo chileno Tomás
Moulian describía como un “momento reaccionario”; cito: “Los momentos
reaccionarios de la historia son aquellos en los cuales los proyectos de
historicidad no son plausibles ni verosímiles, ni aparecen conectados con
el sentido común”.(1) Para este momento de la historia propongo que la
ficción, la ficción que se quiera revolucionaria, trabaje en la
retaguardia. El arte fue revolucionario en los momentos revolucionarios.
Y en los momentos reaccionarios el arte, casi siempre, cuando quiso estar
en la vanguardia pagó toda clase de peajes para no decir nada, o casi
nada, que no es lo mismo pero es igual. Si estuviera hablando en otro
foro muchas personas me dirían que el novelista sólo debe comprometerse
con su obra y con el lenguaje. Imagino que aquí no me lo dirán. Hace poco
Juan Luis Cebrián afirmaba que PRISA no tiene ideología, y en la misma
medida habrá quien piense que la Literatura con mayúscula no tiene
ideología, ni el Lenguaje, ni la Complejidad Formal. Pero aquí voy a
permitirme no gastar el tiempo contando que sí la tienen y sólo diré lo
que entiendo por una ficción revolucionaria, que no en mucho se distingue
de lo que entiendo por un proyecto político revolucionario: combatir la
economía de mercado y por tanto la propiedad privada de los medios de
producción; combatir la democracia burguesa y combatir la sociedad de
clases. Esto puede hacerse mediante un panfleto —y desde aquí adelanto
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que no tengo nada contra el arte panfletario— o puede hacerse con
historias que simplemente nos ayuden a ver la explotación y, lo que es
aún más difícil, a ver una vida sin explotación.
De los proyectos literarios y cinematográficos de nuestro tiempo,
¿cuántos trabajan en esta l
ínea? Muy pocos. Y de esos pocos les dir
é que
prefiero a los que trabajan desde la retaguardia que a los que,
preocupados por estar en la vanguardia, tantas veces acaban estando en la
vanguardia, sí, pero en la vanguardia del ejército enemigo.
¿Qué entiendo por trabajar en la retaguardia? Aceptar que el
conocimiento no está separado de la acción. Aceptar –segunda tesis sobre
Feuerbach— que es en la práctica donde las personas tienen que demostrar
la verdad, es decir, la realidad y el poder, la terrenalidad de su
pensamiento. Y aceptar que esto vale también para el arte, para la
literatura, para el artista. Porque la ficción persigue, o puede, o debe
en mi opinión perseguir una clase de verdad.
La mayoría de las ficciones de nuestro tiempo mienten, y cuando no
mienten hacen de su búsqueda de la verdad un problema meramente
escolástico. Una ficción miente, estimo, cuando se limita a reproducir
una visión del mundo alterada, fetichista y al servicio del orden
establecido. Y lo curioso es que cuando una ficción miente casi nunca lo
hace con la intención de ajustarse a una determinada ideología política
sino que lo hace, casi siempre, so pretexto de ajustarse a las reglas
supuestamente inmanentes del buen hacer literario o cinematográfico. Les
pongo ahora un ejemplo, relativo a una norma que comparte Forster en su
libro Aspectos de la novela con los más exquisitos manuales de guión
norteamericanos. La norma según la cual, para que una historia sea
interesante, el personaje principal, en el tramo que va desde el
principio al final de la historia, debe aprender algo, evolucionar. La
historia del capitalismo es la historia de cientos de miles de millones
de vidas que no aprendieron nada, que no pudieron aprender nada, porque
en soledad es prácticamente imposible aprender y el capitalismo trabaja
creando soledades. Sin embargo, una historia en donde un personaje no
aprendiera nada no la rechazarían los editores o los productores, ni –si
hubiera pasado este filtro— los críticos, por subversiva, por
revolucionaria: la rechazarían por ser una mala historia. Mala ¿para
quién?
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Dicho de otro modo, la ideología literaria no es distinta de las
demás ideologías, necesita hacerse invisible para actuar con impunidad,
necesita decir que un argumento o un personaje o un efecto son recursos
técnicos que mejoran la calidad pura y etérea de una historia en vez de
ser formas de contribuir a que se cuente sólo aquello que se puede
contar. El repertorio de consignas en apariencia neutrales y que sin
embargo marcan los límites de lo que se puede contar es amplio tanto en
el cine como en la literatura, aunque quizá en el cine se vea mejor.
Veamos algunas: hay que sugerir, nunca afirmar; no hay que ser maniqueo
y, en general, deben tratarse temas de interés humano, como el amor, la
muerte, la familia; que nos afecten, se dice, a todos por igual en
nuestra verdad más íntima y común.
Desde mi punto de vista la sugerencia no es sino una vía para que
cada cual piense lo que quiera pensar, para complacer a todos y no
enfadar a nadie. La obligación de no ser maniqueo sirve para eludir la
lucha de clases: los ricos, ya se sabe, también lloran; los pobres son
simpáticos pero un poco tontos; todos somos personas al fin y al cabo,
complejas, profundas, no conviene juzgar, para eso ya están los
tribunales burgueses de justicia. Y por último, el interés humano es la
continua consagración de la ideología humanista. No quiero entrar en
ninguna polémica entre Althusser y el hombre nuevo del Che, etcétera.
Entiendo por humanismo sólo el humanismo burgu
és, el de los derechos
humanos que incluyen el derecho a la propiedad privada, el humanismo
sentimental que se esconde en frases como ésta: “En el fondo, en las
cosas importantes, el amor, la felicidad, la tristeza, el heroísmo, la
vida, la muerte, todos somos iguales, excepto quizá los perturbados o
los psicópatas que confirman la regla”. O bien: “En el fondo todos los
hombres son o pueden llegar a ser, con tan sólo proponérselo, hombres
burgueses, o mujeres burguesas, o homosexuales burgueses; todos, desde la
niña iraní al parado gallego y al joven norteamericano, llevamos un
burgués dentro aunque no nos hayamos dado cuenta, pero a través de las
historias que hablan de la muerte, del amor, del absurdo de la vida, lo
comprendemos, nos hermanamos y nos reconocemos”.
La ficción como retaguardia puede en cambio buscar aquellas zonas
de la realidad en donde la acción ha empezado a desplazar los límites y
trabajar ahí, trabajar para afianzar ese desplazamiento.
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El modelo que propongo no está lejos del arte funcionarial tan
denostado, del arte por encargo en donde al novelista se le propone que
haga una novela sobre la extracción de petróleo en Ucrania. Es un modelo
que incorporaría la experiencia de la revolución soviética y que tal vez
no elegiría encargos tan puntuales como las caricaturas que suelen
ponerse de ejemplo. Pero en cualquier caso reivindicaría el encargo y la
conciencia de que la retaguardia trabaja para el frente. Pues el modelo
contrario ya lo conocemos. La exaltación del individualismo y de la
libertad del artista no es sino una forma de encubrir el modo en el que
hoy los artistas, los novelistas, los guionistas, salimos a la plaza del
mercado como antes hacían los jornaleros. Salimos a vendernos, salimos a
comprobar si hemos acertado con un encargo que no se formula
explícitamente pero que está ahí. Y mientras se malbaratan cientos de
miles de proyectos de quienes no han acertado, algunos otros triunfan:
hombre, mira qué bien, aquí tenemos la novela que por fin legitime la
visión de que la guerra civil española fue una guerra entre hermanos y
todos la perdieron por igual; hombre, mira qué bien, aquí tenemos la
película que nos vuelve a contar, por si acaso a alguien se le olvida,
que el amor rompe las barreras, etcétera, etcétera. Además, y de paso,
con este salir al mercado a ver si nos compran reafirmamos la ilusión de
que somos libres, de que escribimos sobre lo que queremos, o mejor, dicho
en la jerga dominante, sobre lo que nos obsesiona, sobre los temas y los
personajes que se apoderan de nosotros y nos usan como médiums, ellos sí,
los temas sí, las obsesiones sí, los capitalistas no.
El modelo que propongo niega en cambio la ideología de la
inspiración y acepta la posibilidad de construir ficciones teleológicas,
ficciones que se organizan de acuerdo con un fin al modo en que también
se construyen y se organizan los sueños de que hablaba Lenin citando a
Pisarev: “El desacuerdo entre los sueños y la realidad no produce daño
alguno siempre que la persona que sueña crea seriamente en su sueño, se
fije atentamente en la vida, compare sus observaciones con sus castillos
en el aire y, en general, trabaje escrupulosamente en la realización de
sus fantasías”.(2) ¿Y este modelo, en la práctica, cómo se lleva a cabo?
En la práctica no se lleva a cabo. No se lleva a cabo, que yo sepa, desde
los proyectos revolucionarios. Se hizo en cierta medida durante la guerra
fría por parte de la CIA, aunque de forma indirecta, y algo también por
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parte de la Unión Soviética. Lo hacen ahora algunas oenegés cuando
encargan libros con cuentos sobre el trabajo infantil o cosas parecidas.
Pero no es a eso a lo que estoy refiriéndome. Supongo que estoy
refiriéndome a establecer una conexión entre las organizaciones políticas
revolucionarias, los teóricos marxistas y los productores de ficciones.
Supongo que sólo al oírlo habrá quien se escandalice, pues el artista,
dirá, debe conservar su independencia. Sin embargo, difícilmente podrán
conservar su independencia quienes salen al mercado a ponerse, decía
Brecht, en la cola de los vendedores. Aún así, el prejuicio es tan alto,
la derrota sufrida tan fuerte, el pánico a cualquier cosa que suene a
realismo socialista tan absoluto, que aún existiendo un proyecto político
revolucionario sería difícil que se atreviera a entrar en contacto con
los productores de ficciones y proponerles temas.
Les pongo un ejemplo que me atañe. Yo he escrito una novela en
donde se trata, entre otros, el tema de la revolución cubana en el año
2003. Desde luego no me la han encargado en Cuba, no se han puesto en
contacto conmigo para que la escriba y tal vez no les guste. Es más, ese
“tal vez no les guste” es la única legitimidad que tienen los cubanos y
mi editor y yo para que la novela pueda ser publicada. Así son las cosas.
Pero no tendrían que ser así. No si existiera un proyecto revolucionario
articulado y capaz de trabajar en todos los frentes.
Hoy día, ¿cu
ál es la situaci
ón? Quiz
á no sea muy distinta de la que
percibió Brecht cuando hace ya más de medio siglo escribió: “Nunca como
ahora la propuesta de Schiller de convertir la educación política en
asunto de la estética ha sido tan claramente utópica. Los que luchan bajo
esta bandera se dirigen a gentes que financian las películas suplicando
que dichas películas eduquen a los consumidores, ¡y constituyen así a los
capitalistas en pedagogos de las masas! En la práctica se imaginan que el
gran proceso educativo habría de consistir en que aquellos intelectuales
de su misma opinión y gustos que hacen películas por encargo de los
financieros —directores, guionistas, etcétera— empleasen el capital
‘puesto a su disposición’ para la educación de los consumidores. En el
fondo, les invitan al sabotaje”.(3) En el otro extremo de la afirmación
de Brecht estaría la de Carlos Fernández Liria cuando cita y escribe: “El
capitalismo no respeta ni al propio capitalismo. El capitalismo es tan
desmañado y chapucero que puede dejar entrar dentro caballos de Troya no
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ya porque le parezcan juguetes, sino porque no había nadie en ese momento
preocupado de mirar lo que entraba por la puerta”.(4)
En esta franja, entre ambos extremos, es donde transcurre el
trabajo de quienes aspiramos siquiera a no reproducir del todo la
ideología dominante. Confiando en encontrar alg
ún capitalista que est
é
dispuesto a sabotearse a sí mismo, confiando en publicar algún texto
porque no haya nadie lo bastante preocupado de mirar lo que entra por la
puerta. Y aún así, siempre pagando peajes, disimulado, poniendo un poco
de complejidad formal o un poco de ironía o un poco de sentimentalismo
para que el caballo tenga pinta de caballo o para que el capitalista
piense que será más alto el beneficio obtenido que la cantidad de
sabotaje que la novela o la película puedan contener. Por lo general en
este asunto los capitalistas no se equivocan. No se equivocan porque los
artistas siguen empeñados en ser la vanguardia de nada, antes que en ser
la retaguardia de algo imperfecto pero real. Y de la vanguardia de nada a
menudo pasan, casi sin sentirlo, a ser la vanguardia de la
socialdemocracia inexistente, la vanguardia de la socialdemocracia, la
vanguardia de proyectos políticos que quizá presenten un rostro más
amable pero que en absoluto alteran la marcha del capitalismo.
¿Vale la pena ir contra esta vanguardia flotante? Seguramente hay
cosas más importantes que hacer. Seguramente convenga recordar de vez en
cuando que la mayoría de las llamadas pel
ículas y novelas progres o de
izquierdas son sólo historias humanistas, esto es, historias que no
cuestionan, por decirlo con palabras de Marx, “el fundamento sobre el que
descansa la sociedad burguesa, a saber: la explicación práctica del
derecho humano de la libertad, que es el derecho humano de la propiedad
privada”.(5)
Y mientras tanto, y hasta que llegue ese proyecto revolucionario
que nos encargue una novela o una película, qué hacer. Propongo, para
terminar, tres líneas de trabajo.
Quizá la más sencilla consista en desmentir. No con la crítica,
aunque también, sino, en el caso de los productores de ficciones, con la
construcción de historias o, mejor, contrahistorias. Desmentir la
ideología constante de los relatos de ficción. Es la línea más sencilla
pero es también la menos eficiente, en la medida en que, de momento,
somos menos, y por lo tanto el peso de estos desmentidos en absoluto
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puede mover la balanza, sin contar con que la fuerza del contexto es tan
amplia que a veces los propios desmentidos acaban siendo leídos en la
clave dominante e incluso acaban siendo construidos con apuntes de esa
clave para así lograr que lleguen a hacerse públicos, que lleguen a
encontrar una productora o una editorial.
La segunda línea de trabajo tiene que ver con la intoxicación. La
intoxicación o el desconcierto. Como los viejos espías intoxicaban al
otro bando filtrándole informaciones falsas, intoxicar al otro bando de
la ficción con ficciones falsas. ¿Y qué sería una ficción falsa? Aquella
que bajo la apariencia de ajustarse a las reglas exigidas, en ciertos
momentos las incumpliera, y no, ni siquiera, con el objetivo preciso de
contar otra cosa, sino con el objetivo del desconcierto a partir del cual
pueden suscitarse preguntas en torno a lo que suele darse por sentado. Es
una línea de trabajo extraña y acaso desesperada, pero es una línea
posible.
La última línea que propongo se sitúa un paso antes del encargo. El
arte no crea la necesidad; pero si esa necesidad existe, tal vez el arte
–me refiero a la ficción– pueda ampliar unos centímetros su cauce. Afirma
Marx en El capital: “En el transcurso de la producción capitalista se
desarrolla una clase trabajadora que, por educación, tradición y hábito,
reconoce las exigencias de ese modo de producción como leyes naturales,
evidentes por sí mismas”. Es complicado esto de la educaci
ón, la
tradición y el hábito. Lo es porque sabemos que Marx no está hablando de
sensibilidades emocionales sino de una forma de percibir la realidad que
brota directamente del modo en que esa realidad es construida en el
régimen capitalista. Es también complicado porque sabemos que para
percibir la realidad al revés resulta necesario darle la vuelta. Lo es,
por último, y éste es ya mi punto de vista, porque para imaginar la
realidad dada la vuelta hace falta tener una mínima posibilidad de
dársela. Vuelvo así a la propuesta de la retaguardia: dar cuenta de
aquellas inversiones de la realidad, por mínimas que sean, que se están
realizando o pueden realizarse. No dar cuenta a la manera de una crónica,
sino tratar de construir la subjetividad que se alumbra en el curso de
ese darle la vuelta. No es mucho, aunque tal vez sea un poco más que casi
nada.
Y ya para terminar, decirles que esta retaguardia que imagino no
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tendría que estar continuamente contando historias de acorazados o de
asaltos contra la propiedad privada, dejando a quienes se oponen al orden
establecido despojados de historias sobre la sensibilidad y la belleza.
No tendría que ser así; la construcción del yo, en todas sus diversas
manifestaciones, es también un lugar en donde se asienta el poder de la
clase dominante. Sin embargo, sí me parece importante señalar que la
belleza y la sensibilidad que a veces reclamamos forman parte de este
orden establecido. Las necesitamos para reafirmar ciertas ilusiones y
para olvidar otras desilusiones. Pero en verdad no sabemos lo que es, no
sabemos lo que podría ser una belleza que no fuera humanista y
consoladora, que no fuera un modo de defensa integrado en esta realidad.
Y es útil recordar que no lo sabemos.
Muchas gracias.