24. Retaguardia y Ficción

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    Retaguardia y ficción

    “¿Y si fuera posible cambiar de vida?” Esta pregunta que les hago no la

    firma José Agustín Goytisolo ni Juan Carlos Onetti ni John le Carré. No

    es una pregunta del arte, de lo que quiera que entendamos que es el arte,

    es una pregunta de la publicidad, de un anuncio de automóviles. Sin

    embargo es, me parece, me atrevo a proponer, la pregunta con que se

    acerca la insmensa mayoría de los lectores y lectoras a las ficciones de

    nuestro tiempo para encontrar casi siempre la misma respuesta: es posible

    cambiar de vida interior. Entiendo por nuestro tiempo el que empezó a

    gestarse con la caída del Muro, el tiempo que el sociólogo chileno Tomás

    Moulian describía como un “momento reaccionario”; cito: “Los momentos

    reaccionarios de la historia son aquellos en los cuales los proyectos de

    historicidad no son plausibles ni verosímiles, ni aparecen conectados con

    el sentido común”.(1) Para este momento de la historia propongo que la

    ficción, la ficción que se quiera revolucionaria, trabaje en la

    retaguardia. El arte fue revolucionario en los momentos revolucionarios.

    Y en los momentos reaccionarios el arte, casi siempre, cuando quiso estar

    en la vanguardia pagó toda clase de peajes para no decir nada, o casi

    nada, que no es lo mismo pero es igual. Si estuviera hablando en otro

    foro muchas personas me dirían que el novelista sólo debe comprometerse

    con su obra y con el lenguaje. Imagino que aquí no me lo dirán. Hace poco

    Juan Luis Cebrián afirmaba que PRISA no tiene ideología, y en la misma

    medida habrá   quien piense que la Literatura con mayúscula no tiene

    ideología, ni el Lenguaje, ni la Complejidad Formal. Pero aquí voy a

    permitirme no gastar el tiempo contando que sí la tienen y sólo diré lo

    que entiendo por una ficción revolucionaria, que no en mucho se distingue

    de lo que entiendo por un proyecto político revolucionario: combatir la

    economía de mercado y por tanto la propiedad privada de los medios de

    producción; combatir la democracia burguesa y combatir la sociedad de

    clases. Esto puede hacerse mediante un panfleto —y desde aquí adelanto

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    que no tengo nada contra el arte panfletario— o puede hacerse con

    historias que simplemente nos ayuden a ver la explotación y, lo que es

    aún más difícil, a ver una vida sin explotación.

    De los proyectos literarios y cinematográficos de nuestro tiempo,

    ¿cuántos trabajan en esta l

    ínea? Muy pocos. Y de esos pocos les dir

    é que

    prefiero a los que trabajan desde la retaguardia que a los que,

    preocupados por estar en la vanguardia, tantas veces acaban estando en la

    vanguardia, sí, pero en la vanguardia del ejército enemigo.

    ¿Qué   entiendo por trabajar en la retaguardia? Aceptar que el

    conocimiento no está separado de la acción. Aceptar –segunda tesis sobre

    Feuerbach— que es en la práctica donde las personas tienen que demostrar

    la verdad, es decir, la realidad y el poder, la terrenalidad de su

    pensamiento. Y aceptar que esto vale también para el arte, para la

    literatura, para el artista. Porque la ficción persigue, o puede, o debe

    en mi opinión perseguir una clase de verdad.

    La mayoría de las ficciones de nuestro tiempo mienten, y cuando no

    mienten hacen de su búsqueda de la verdad un problema meramente

    escolástico. Una ficción miente, estimo, cuando se limita a reproducir

    una visión del mundo alterada, fetichista y al servicio del orden

    establecido. Y lo curioso es que cuando una ficción miente casi nunca lo

    hace con la intención de ajustarse a una determinada ideología política

    sino que lo hace, casi siempre, so pretexto de ajustarse a las reglas

    supuestamente inmanentes del buen hacer literario o cinematográfico. Les

    pongo ahora un ejemplo, relativo a una norma que comparte Forster en su

    libro Aspectos de la novela  con los más exquisitos manuales de guión

    norteamericanos. La norma según la cual, para que una historia sea

    interesante, el personaje principal, en el tramo que va desde el

    principio al final de la historia, debe aprender algo, evolucionar. La

    historia del capitalismo es la historia de cientos de miles de millones

    de vidas que no aprendieron nada, que no pudieron aprender nada, porque

    en soledad es prácticamente imposible aprender y el capitalismo trabaja

    creando soledades. Sin embargo, una historia en donde un personaje no

    aprendiera nada no la rechazarían los editores o los productores, ni –si

    hubiera pasado este filtro— los críticos, por subversiva, por

    revolucionaria: la rechazarían por ser una mala historia. Mala ¿para

    quién?

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    Dicho de otro modo, la ideología literaria no es distinta de las

    demás ideologías, necesita hacerse invisible para actuar con impunidad,

    necesita decir que un argumento o un personaje o un efecto son recursos

    técnicos que mejoran la calidad pura y etérea de una historia en vez de

    ser formas de contribuir a que se cuente sólo aquello que se puede

    contar. El repertorio de consignas en apariencia neutrales y que sin

    embargo marcan los límites de lo que se puede contar es amplio tanto en

    el cine como en la literatura, aunque quizá en el cine se vea mejor.

    Veamos algunas: hay que sugerir, nunca afirmar; no hay que ser maniqueo

    y, en general, deben tratarse temas de interés humano, como el amor, la

    muerte, la familia; que nos afecten, se dice, a todos por igual en

    nuestra verdad más íntima y común.

    Desde mi punto de vista la sugerencia no es sino una vía para que

    cada cual piense lo que quiera pensar, para complacer a todos y no

    enfadar a nadie. La obligación de no ser maniqueo sirve para eludir la

    lucha de clases: los ricos, ya se sabe, también lloran; los pobres son

    simpáticos pero un poco tontos; todos somos personas al fin y al cabo,

    complejas, profundas, no conviene juzgar, para eso ya están los

    tribunales burgueses de justicia. Y por último, el interés humano es la

    continua consagración de la ideología humanista. No quiero entrar en

    ninguna polémica entre Althusser y el hombre nuevo del Che, etcétera.

    Entiendo por humanismo sólo el humanismo burgu

    és, el de los derechos

    humanos que incluyen el derecho a la propiedad privada, el humanismo

    sentimental que se esconde en frases como ésta: “En el fondo, en las

    cosas importantes, el amor, la felicidad, la tristeza, el heroísmo, la

    vida, la muerte, todos somos iguales, excepto quizá los perturbados o

    los psicópatas que confirman la regla”. O bien: “En el fondo todos los

    hombres son o pueden llegar a ser, con tan sólo proponérselo, hombres

    burgueses, o mujeres burguesas, o homosexuales burgueses; todos, desde la

    niña iraní  al parado gallego y al joven norteamericano, llevamos un

    burgués dentro aunque no nos hayamos dado cuenta, pero a través de las

    historias que hablan de la muerte, del amor, del absurdo de la vida, lo

    comprendemos, nos hermanamos y nos reconocemos”.

    La ficción como retaguardia puede en cambio buscar aquellas zonas

    de la realidad en donde la acción ha empezado a desplazar los límites y

    trabajar ahí, trabajar para afianzar ese desplazamiento.

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    El modelo que propongo no está lejos del arte funcionarial tan

    denostado, del arte por encargo en donde al novelista se le propone que

    haga una novela sobre la extracción de petróleo en Ucrania. Es un modelo

    que incorporaría la experiencia de la revolución soviética y que tal vez

    no elegiría encargos tan puntuales como las caricaturas que suelen

    ponerse de ejemplo. Pero en cualquier caso reivindicaría el encargo y la

    conciencia de que la retaguardia trabaja para el frente. Pues el modelo

    contrario ya lo conocemos. La exaltación del individualismo y de la

    libertad del artista no es sino una forma de encubrir el modo en el que

    hoy los artistas, los novelistas, los guionistas, salimos a la plaza del

    mercado como antes hacían los jornaleros. Salimos a vendernos, salimos a

    comprobar si hemos acertado con un encargo que no se formula

    explícitamente pero que está ahí. Y mientras se malbaratan cientos de

    miles de proyectos de quienes no han acertado, algunos otros triunfan:

    hombre, mira qué bien, aquí tenemos la novela que por fin legitime la

    visión de que la guerra civil española fue una guerra entre hermanos y

    todos la perdieron por igual; hombre, mira qué bien, aquí tenemos la

    película que nos vuelve a contar, por si acaso a alguien se le olvida,

    que el amor rompe las barreras, etcétera, etcétera. Además, y de paso,

    con este salir al mercado a ver si nos compran reafirmamos la ilusión de

    que somos libres, de que escribimos sobre lo que queremos, o mejor, dicho

    en la jerga dominante, sobre lo que nos obsesiona, sobre los temas y los

    personajes que se apoderan de nosotros y nos usan como médiums, ellos sí,

    los temas sí, las obsesiones sí, los capitalistas no.

    El modelo que propongo niega en cambio la ideología de la

    inspiración y acepta la posibilidad de construir ficciones teleológicas,

    ficciones que se organizan de acuerdo con un fin al modo en que también

    se construyen y se organizan los sueños de que hablaba Lenin citando a

    Pisarev: “El desacuerdo entre los sueños y la realidad no produce daño

    alguno siempre que la persona que sueña crea seriamente en su sueño, se

    fije atentamente en la vida, compare sus observaciones con sus castillos

    en el aire y, en general, trabaje escrupulosamente en la realización de

    sus fantasías”.(2) ¿Y este modelo, en la práctica, cómo se lleva a cabo?

    En la práctica no se lleva a cabo. No se lleva a cabo, que yo sepa, desde

    los proyectos revolucionarios. Se hizo en cierta medida durante la guerra

    fría por parte de la CIA, aunque de forma indirecta, y algo también por

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    parte de la Unión Soviética. Lo hacen ahora algunas oenegés cuando

    encargan libros con cuentos sobre el trabajo infantil o cosas parecidas.

    Pero no es a eso a lo que estoy refiriéndome. Supongo que estoy

    refiriéndome a establecer una conexión entre las organizaciones políticas

    revolucionarias, los teóricos marxistas y los productores de ficciones.

    Supongo que sólo al oírlo habrá quien se escandalice, pues el artista,

    dirá, debe conservar su independencia. Sin embargo, difícilmente podrán

    conservar su independencia quienes salen al mercado a ponerse, decía

    Brecht, en la cola de los vendedores. Aún así, el prejuicio es tan alto,

    la derrota sufrida tan fuerte, el pánico a cualquier cosa que suene a

    realismo socialista tan absoluto, que aún existiendo un proyecto político

    revolucionario sería difícil que se atreviera a entrar en contacto con

    los productores de ficciones y proponerles temas.

    Les pongo un ejemplo que me atañe. Yo he escrito una novela en

    donde se trata, entre otros, el tema de la revolución cubana en el año

    2003. Desde luego no me la han encargado en Cuba, no se han puesto en

    contacto conmigo para que la escriba y tal vez no les guste. Es más, ese

    “tal vez no les guste” es la única legitimidad que tienen los cubanos y

    mi editor y yo para que la novela pueda ser publicada. Así son las cosas.

    Pero no tendrían que ser así. No si existiera un proyecto revolucionario

    articulado y capaz de trabajar en todos los frentes.

    Hoy día, ¿cu

    ál es la situaci

    ón? Quiz

    á no sea muy distinta de la que

    percibió Brecht cuando hace ya más de medio siglo escribió: “Nunca como

    ahora la propuesta de Schiller de convertir la educación política en

    asunto de la estética ha sido tan claramente utópica. Los que luchan bajo

    esta bandera se dirigen a gentes que financian las películas suplicando

    que dichas películas eduquen a los consumidores, ¡y constituyen así a los

    capitalistas en pedagogos de las masas! En la práctica se imaginan que el

    gran proceso educativo habría de consistir en que aquellos intelectuales

    de su misma opinión y gustos que hacen películas por encargo de los

    financieros —directores, guionistas, etcétera— empleasen el capital

    ‘puesto a su disposición’ para la educación de los consumidores. En el

    fondo, les invitan al sabotaje”.(3) En el otro extremo de la afirmación

    de Brecht estaría la de Carlos Fernández Liria cuando cita y escribe: “El

    capitalismo no respeta ni al propio capitalismo. El capitalismo es tan

    desmañado y chapucero que puede dejar entrar dentro caballos de Troya no

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    ya porque le parezcan juguetes, sino porque no había nadie en ese momento

    preocupado de mirar lo que entraba por la puerta”.(4)

    En esta franja, entre ambos extremos, es donde transcurre el

    trabajo de quienes aspiramos siquiera a no reproducir del todo la

    ideología dominante. Confiando en encontrar alg

    ún capitalista que est

    é

    dispuesto a sabotearse a sí mismo, confiando en publicar algún texto

    porque no haya nadie lo bastante preocupado de mirar lo que entra por la

    puerta. Y aún así, siempre pagando peajes, disimulado, poniendo un poco

    de complejidad formal o un poco de ironía o un poco de sentimentalismo

    para que el caballo tenga pinta de caballo o para que el capitalista

    piense que será   más alto el beneficio obtenido que la cantidad de

    sabotaje que la novela o la película puedan contener. Por lo general en

    este asunto los capitalistas no se equivocan. No se equivocan porque los

    artistas siguen empeñados en ser la vanguardia de nada, antes que en ser

    la retaguardia de algo imperfecto pero real. Y de la vanguardia de nada a

    menudo pasan, casi sin sentirlo, a ser la vanguardia de la

    socialdemocracia inexistente, la vanguardia de la socialdemocracia, la

    vanguardia de proyectos políticos que quizá   presenten un rostro más

    amable pero que en absoluto alteran la marcha del capitalismo.

    ¿Vale la pena ir contra esta vanguardia flotante? Seguramente hay

    cosas más importantes que hacer. Seguramente convenga recordar de vez en

    cuando que la mayoría de las llamadas pel

    ículas y novelas progres o de

    izquierdas son sólo historias humanistas, esto es, historias que no

    cuestionan, por decirlo con palabras de Marx, “el fundamento sobre el que

    descansa la sociedad burguesa, a saber: la explicación práctica del

    derecho humano de la libertad, que es el derecho humano de la propiedad

    privada”.(5)

    Y mientras tanto, y hasta que llegue ese proyecto revolucionario

    que nos encargue una novela o una película, qué hacer. Propongo, para

    terminar, tres líneas de trabajo.

    Quizá la más sencilla consista en desmentir. No con la crítica,

    aunque también, sino, en el caso de los productores de ficciones, con la

    construcción de historias o, mejor, contrahistorias. Desmentir la

    ideología constante de los relatos de ficción. Es la línea más sencilla

    pero es también la menos eficiente, en la medida en que, de momento,

    somos menos, y por lo tanto el peso de estos desmentidos en absoluto

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    puede mover la balanza, sin contar con que la fuerza del contexto es tan

    amplia que a veces los propios desmentidos acaban siendo leídos en la

    clave dominante e incluso acaban siendo construidos con apuntes de esa

    clave para así  lograr que lleguen a hacerse públicos, que lleguen a

    encontrar una productora o una editorial.

    La segunda línea de trabajo tiene que ver con la intoxicación. La

    intoxicación o el desconcierto. Como los viejos espías intoxicaban al

    otro bando filtrándole informaciones falsas, intoxicar al otro bando de

    la ficción con ficciones falsas. ¿Y qué sería una ficción falsa? Aquella

    que bajo la apariencia de ajustarse a las reglas exigidas, en ciertos

    momentos las incumpliera, y no, ni siquiera, con el objetivo preciso de

    contar otra cosa, sino con el objetivo del desconcierto a partir del cual

    pueden suscitarse preguntas en torno a lo que suele darse por sentado. Es

    una línea de trabajo extraña y acaso desesperada, pero es una línea

    posible.

    La última línea que propongo se sitúa un paso antes del encargo. El

    arte no crea la necesidad; pero si esa necesidad existe, tal vez el arte

    –me refiero a la ficción– pueda ampliar unos centímetros su cauce. Afirma

    Marx en El capital: “En el transcurso de la producción capitalista se

    desarrolla una clase trabajadora que, por educación, tradición y hábito,

    reconoce las exigencias de ese modo de producción como leyes naturales,

    evidentes por sí  mismas”. Es complicado esto de la educaci

    ón, la

    tradición y el hábito. Lo es porque sabemos que Marx no está hablando de

    sensibilidades emocionales sino de una forma de percibir la realidad que

    brota directamente del modo en que esa realidad es construida en el

    régimen capitalista. Es también complicado porque sabemos que para

    percibir la realidad al revés resulta necesario darle la vuelta. Lo es,

    por último, y éste es ya mi punto de vista, porque para imaginar la

    realidad dada la vuelta hace falta tener una mínima posibilidad de

    dársela. Vuelvo así  a la propuesta de la retaguardia: dar cuenta de

    aquellas inversiones de la realidad, por mínimas que sean, que se están

    realizando o pueden realizarse. No dar cuenta a la manera de una crónica,

    sino tratar de construir la subjetividad que se alumbra en el curso de

    ese darle la vuelta. No es mucho, aunque tal vez sea un poco más que casi

    nada.

    Y ya para terminar, decirles que esta retaguardia que imagino no

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    tendría que estar continuamente contando historias de acorazados o de

    asaltos contra la propiedad privada, dejando a quienes se oponen al orden

    establecido despojados de historias sobre la sensibilidad y la belleza.

    No tendría que ser así; la construcción del yo, en todas sus diversas

    manifestaciones, es también un lugar en donde se asienta el poder de la

    clase dominante. Sin embargo, sí me parece importante señalar que la

    belleza y la sensibilidad que a veces reclamamos forman parte de este

    orden establecido. Las necesitamos para reafirmar ciertas ilusiones y

    para olvidar otras desilusiones. Pero en verdad no sabemos lo que es, no

    sabemos lo que podría ser una belleza que no fuera humanista y

    consoladora, que no fuera un modo de defensa integrado en esta realidad.

    Y es útil recordar que no lo sabemos.

    Muchas gracias.