4-El Pecado Original

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Tema 4: El Pecado original Esquema: 1. La experiencia personal del pecado. 2. La revelación del Mysterium iniquitatis. a. El pecado de Adán y Eva. b. El estado de pecado. c. El pecado de los ángeles. 3. La concupiscencia y la acidia. Bibliografía: CEC, 397-412 JUAN PABLO II, Reconciliatio et poenitentia. L. MELINA, J. NORIEGA, J. J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del Amor, Palabra (Madrid, 2007), 243-248. LUIS F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC (Madrid, 2001), 55-132. 1. La experiencia personal del pecado. En los temas anteriores hemos visto la creación del hombre y la promesa de plenitud en la comunión divina que se nos ofrece. Sin embargo para que la visión del hombre sea completa hemos de prestar atención a otro rasgo que forma parte de la existencia actual humana: el pecado. Dice S. Pablo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7, 19). Esta es una experiencia humana universal. El mal más radical de la creación no corresponde a la limitación material de la misma, sino a la posibilidad que el hombre tiene de negarse a entrar en la Alianza que Dios le propone. La experiencia básica que nos permite conocer esta situación es la de la culpa. En ella no sólo somos conscientes de un mal exterior que ha sucedido, sino que nos reconocemos a nosotros mismos como responsables 1 . Esto se expresa en la pregunta: “¿Quien soy yo, que he hecho este mal?”. Esta pregunta afecta al despertar de la conciencia sobre la propia identidad: soy pecador. (Como ejemplo podemos ver la experiencia de David ante el reconocimiento de la culpa por el pecado del adulterio con 1 Esta experiencia es tratada magistralmente por F. Dostoevskiï en su obra Crimen y castigo. 1

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Tema 4: El Pecado originalEsquema:

1. La experiencia personal del pecado.2. La revelación del Mysterium iniquitatis.

a. El pecado de Adán y Eva.b. El estado de pecado.c. El pecado de los ángeles.

3. La concupiscencia y la acidia.

Bibliografía:CEC, 397-412JUAN PABLO II, Reconciliatio et poenitentia.L. MELINA, J. NORIEGA, J. J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del Amor, Palabra (Madrid, 2007), 243-248.LUIS F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC (Madrid, 2001), 55-132.

1. La experiencia personal del pecado.En los temas anteriores hemos visto la creación del hombre y la promesa de plenitud en la comunión divina que se nos ofrece. Sin embargo para que la visión del hombre sea completa hemos de prestar atención a otro rasgo que forma parte de la existencia actual humana: el pecado. Dice S. Pablo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7, 19). Esta es una experiencia humana universal. El mal más radical de la creación no corresponde a la limitación material de la misma, sino a la posibilidad que el hombre tiene de negarse a entrar en la Alianza que Dios le propone.

La experiencia básica que nos permite conocer esta situación es la de la culpa. En ella no sólo somos conscientes de un mal exterior que ha sucedido, sino que nos reconocemos a nosotros mismos como responsables1. Esto se expresa en la pregunta: “¿Quien soy yo, que he hecho este mal?”. Esta pregunta afecta al despertar de la conciencia sobre la propia identidad: soy pecador. (Como ejemplo podemos ver la experiencia de David ante el reconocimiento de la culpa por el pecado del adulterio con Bestsabé y el asesinato de Urías y el salmo 50, que es la expresión de su arrepentimiento).

Por otro lado, el mal aparece a la conciencia humana como algo que no brota solamente del hombre, sino que, en cierto modo, lo precede: “He sido seducido, engañado”. Y al mismo tiempo, el hombre ha de reconocer que esta inclinación no le viene de Dios, que ha hecho buenas todas las cosas.

¿Por qué es posible que el hombre peque? Podemos ver dos experiencias básicas que marcan el pecado: la fragilidad y la vulnerabilidad. El hombre experimenta su fragilidad en tanto que no puede darse a sí mismo lo que necesita. El fin de la vida del hombre (el don de la comunión divina) es más grande que lo que él mismo puede darse. Si este don que está al principio de la vida se oscurece o se pierde, el hombre se repliega hacia sí mismo en un movimiento “defensivo”, pero que le lleva a la perdición. La libertad es la potencialidad que tiene el

1 Esta experiencia es tratada magistralmente por F. Dostoevskiï en su obra Crimen y castigo.

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hombre para dirigir su vida hacia un fin. La libertad nace, como vimos en el tema anterior de la presencia de Otro que me despierta y me da una identidad. Y por tanto la libertad es radicalmente vulnerable. Estoy llamado a responder a un Amor que se me ha dado primero. Pero, dada la fragilidad de la experiencia, la sospecha sobre el amado hace nacer el dolor. Las experiencias del amor y del dolor están radicalmente unidas. Me duele más lo que más amo. Porque el amor me habla de plenitud. Y la posibilidad de fracaso y perdición nos llena de miedo y dolor.

Fragilidad y vulnerabilidad son, por lo tanto, dos elementos constitutivos del hombre que le abren a la comunión pero que al mismo tiempo hacen posible el pecado.

Pero la experiencia de la culpa no es puramente negativa. En la misma libertad del hombre está la capacidad para asumirla abriéndose a un nuevo horizonte de perdón. Esta apertura se da en dos experiencias: remordimiento y arrepentimiento.

El remordimiento mira al pasado y al dolor por la verdad del mal cometido. Apunta al juicio negativo del mal e implica un cierto distanciamiento de sí mismo: ¿Cómo he podido yo hacer ese mal? Es un momento necesario, pero si no se le da salida puede caer en el resentimiento, como juicio negativo de toda la realidad como perdida. (Me juzgo como condenado a mí y niego la posibilidad de redención para mí y para el resto.)

El siguiente paso es el arrepentimiento, que no identificándose con el mal cometido, se abre a un bien mayor, a la posibilidad de un cambio interior. El hombre se abre así a la promesa de reconciliación que incluye un amor que se revela aún más fuerte que el amor original.

La Revelación divina ilumina la experiencia humana y es el mismo S. Pablo el que nos da la clave para conocer esta experiencia: “Por tanto, como por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, ya que todos pecaron.” (Rom 5, 12).

2. La revelación del Mysterium iniquitatis.Al preguntarnos sobre el origen del pecado en el mundo, la revelación nos muestra que tuvo su origen en la libertad del hombre. Esto implica:

Esta libertad está unida de modo intrínseco a Dios que es su único fin.

La realidad de una “prueba” de la libertad como parte intrínseca de su dinamismo.

Para que podamos entender mejor esto miramos “al principio” en el que se nos revela el sentido de la libertad y el pecado del hombre.

a. El pecado de Adán y Eva.El Génesis, cuyo sentido literario ya vimos en los temas anteriores, nos habla de un acontecimiento sucedido al principio de la historia, que ha marcado la historia de todos los hombres. En este sentido podemos hablar del pecado de Adán y Eva como “pecado original originante”.

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En el relato tenemos como elemento central de la revelación de la libertad el mandato de Dios y la obediencia requerida. Dios ha hecho al hombre a su imagen, señor de la creación y llamado a entrar en su comunión. Pero el hombre debe mantenerse como criatura. Este es el sentido del mandato divino: el reconocimiento de una autoridad. La llamada es a ser como Dios en la semejanza divina, pero esta tarea ha de ser hecha por el hombre a modo de criatura, es decir, dejándose hacer.

Pero para que el hombre no tuviese pensamientos de soberbia y se enorgulleciese, como si no tuviera amo, por razón de la autoridad que le había sido conferida y de la libertad de acceso a Dios para que no faltase, y, por complacencia en sí, concibiese pensamientos de orgullo contra Dios, le fue dada por Dios una ley, a fin de que reconociera que tenía por Señor al Señor de todo.

(S. Ireneo, La demostración de la predicación evangélica, 15)

Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal, no pertenece al hombre, sino sólo a Dios.

Juan Pablo II, Veritatis splendor, 35

Pero el relato nos muestra otra presencia que no quiere sustituir a Dios, sino separar al hombre de Él: el Tentador, el Diablo (Dia-bolos (gr.): el que separa). Se presenta como un falso maestro que quiere conducir al hombre a su fin (“ser como Dios”). Introduce, para ello la sospecha acerca que Dios sea un obstáculo a la libertad. Encontramos así los elementos paradigmáticos de toda tentación: la sugestión diabólica, el diálogo con el mal, la confianza en uno mismo, la complacencia en el bien aparente, el progresivo alejamiento del hombre de la consideración de Dios.

El resultado del pecado es un despertar del hombre en unas condiciones que son las nuestras: Ruptura del hombre que se esconde de Dios, ruptura entre el hombre y la mujer (concupiscencia) y ruptura con la creación (tedio en el obrar). El hombre queda esclavo de sus propios dinamismos, en una vida permanentemente amenazada por el miedo a la muerte (a la muerte física y a la posibilidad de muerte eterna).

Pero vemos aquí también el misterio del estado que genera en Dios el don rechazado por el hombre, que queda inscrito como “sufrimiento” en lo íntimo de Dios. La fidelidad de Dios “que no puede negarse a si mismo” anticipa la promesa de un Redentor “doliente”.

b. El estado de pecado.A partir de este pecado originante podemos hablar de un Pecado original originado: el hombre nace en un estado de pecado que él no ha elegido y que daña todo su ser.

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¿Cómo se transmite?Para entender porqué todos los hijos de Adán nacemos en este estado y no se dan de nuevo las condiciones iniciales tenemos que afirmar que se transmite por generación. Todo el género humano está unido en Cristo, pues ha sido creado en Él. La ruptura de nuestros primeros padres hace que este vínculo universal del género humano a Cristo quede roto para todos. S. Ireneo lo explica diciendo que el hombre mantiene la imagen, pero ha perdido la semejanza, en tanto que dinamismo interior que obra en el hombre la divinización. La acción de uno ha afectado a todos: “Si por el delito de uno murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos!” (Rom 5, 15). Por lo tanto tenemos que rechazar que el pecado original se transmita por imitación o por defecto del ambiente socio-cultural. Es algo que afecta más profundamente al interior del hombre.

¿En qué consiste?Por ser propiamente un pecado, tenemos que hablar de una verdadera “aversión a Dios”, y no simplemente de una falta de Dios, como si Dios hubiera retirado su gracia. La diferencia fundamental con los pecados personales es que este no se puede atribuir a un acto personal, sino a un estado habitual. Por supuesto, este estado actúa y se manifiesta luego en los pecados personales. Sus principales consecuencias son:

La imposibilidad de cumplir la ley natural (los mandamientos) por las propias fuerzas. La imposibilidad de salir de este estado por las propias acciones. La solidaridad en el pecado de todos los hombres (entendida en una solidaridad en la

creación y redención en Cristo).

La naturaleza del hombre queda por tanto herida, aunque no totalmente corrompida, pues la unión con Cristo permanece anterior al pecado.

El desorden que el pecado original provoca en nosotros, consiste en que el fin de nuestra vida (la comunión con Dios) ya no aparece en nosotros como el fundamento firme de todas nuestras acciones. Esto lo podemos entender por la fragilidad de la voluntad a la hora de determinar el fin último. Unas veces es el placer, la fama, las riquezas... La voluntad tiene un íntimo rechazo a Dios que hace que no pueda fijarse en Él como fin que unifique toda la vida. Ante esta soledad, el hombre sólo encuentra en sí mismo el absoluto que pueda unificar y desarrolla la vida en un intento de “auto-realización”. El hombre a través de sus actos quiere realizar instantáneamente el deseo interior de la divinización. “Volcado en su deseo, piensa realizarlo inmediatamente, rechazando la temporalidad propia de su condición y el camino que Dios le dispone para ello.”2

c. El pecado angélico.La escritura nos enseña cual es ese mal que antecede todo pecado del hombre, incluido aquel que fue el originante de esta ruptura en nosotros. Este pricipio está en un pecado de los ángeles, que a través de la tentación siguen interviniendo en la historia de los hombres. Esto evita la visión del mal como algo que está desde el principio en la creación. El pecado forma parte de la historia de los espíritus finitos y su acción en el plan de Dios. La venida de Cristo y el

2 Caminar a la luz del Amor, 274.

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bautismo son presentados así como una victoria sobre el demonio y una liberación de los hombres de su poder.

3. La concupiscencia y la acidia.“Para ser libres, Cristo nos ha liberado” (Gal 5,1), gritamos con S. Pablo. El bautismo nos une a Cristo y perdona todos nuestros pecados: el pecado original y los pecados personales. Y, sin embargo, quedan en nosotros distintos efectos del pecado.

Uno de ellos es llamado por la tradición “concupiscencia”. Esta puede entenderse como una resistencia en el deseo al recto orden hacia el verdadero bien. Los objetos que nos atraen son diversos y el hombre no es capaz de unificarlos. Esto se debe a que el sujeto permanece vuelto hacia sí mismo, “curvado”. El hombre, por sí mismo, no es capaz de sostenerse firme en su acción hacia Dios. Es la acción de la gracia la única que puede ir rehaciendo todo el dinamismo de la acción. En la fuente de dispersión podemos encontrar lo que clásicamente se ha llamado los tres enemigos del hombre: El demonio, el mundo (las influencias de los que nos rodean y del ambiente cultural) y la carne (o dinamismos naturales del hombre). La concupiscencia, en si misma, no constituye un pecado, pues es simplemente una inclinación. Nace del pecado e inclina a él, pero si el hombre se resiste a ella, no llega a materializarse en pecado.

Junto a la concupiscencia, podemos encontrar en el hombre, como efecto del alejamiento de Dios, un tedio en el obrar, una cierta parálisis. Es lo que la tradición eclesial ha llamado “acidia”. Es una falta de gusto por el bien, apareciendo, en cambio como muy “sabrosas”, las cosas que me alejan de Dios (por lo que puede llevar al “activismo”). Esta disposición puede llevar a la falta de esperanza por alcanzar la salvación.

La miseria que experimenta el hombre le conduce a reconocerse pecador. Reconocer esta condición es el punto de partida para que el hombre pueda volverse hacia la gracia que brota del Misterio de Jesucristo. Es lo que veremos en el próximo tema.

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