4. La autoconstrucción de la identidad -...

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74 4. La autoconstrucción de la identidad La identidad heredada fracasa en los cuentos de Inés Arredondo. No hay nada que venga del pasado a donde los protagonistas puedan aferrarse para conseguir sentirse parte de un grupo, saberse idénticos a otros. La identidad que proviene de la mirada ajena también es discutible. La mirada del otro otorga valor tanto como lo niega. Los juicios de los otros caen como condenas ante las necesidades de los personajes. Los aíslan, en vez de acogerlos. Si bien es cierto que la mirada brinda identidad, también es cierto que la aprobación a través de esa mirada está condicionada a que se cumplan con ciertas expectativas impuestas por quien observa. En el caso de que esas exigencias no puedan ser satisfechas, como en el caso de los cuentos anteriores, los personajes ceden un poco a sus necesidades a cambio de que esa mirada los acoja. El resultado es la mutilación parcial de sus almas a través del transigir frente a la otredad, a cambio de un sentido de pertenencia, de borrar los límites del individuo y aquellos que pertenecen al grupo a donde quiere pertenecer el personaje.

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4. La autoconstrucción de la identidad

La identidad heredada fracasa en los cuentos de Inés Arredondo. No hay nada

que venga del pasado a donde los protagonistas puedan aferrarse para conseguir

sentirse parte de un grupo, saberse idénticos a otros. La identidad que proviene de

la mirada ajena también es discutible. La mirada del otro otorga valor tanto como

lo niega. Los juicios de los otros caen como condenas ante las necesidades de los

personajes. Los aíslan, en vez de acogerlos. Si bien es cierto que la mirada brinda

identidad, también es cierto que la aprobación a través de esa mirada está

condicionada a que se cumplan con ciertas expectativas impuestas por quien

observa. En el caso de que esas exigencias no puedan ser satisfechas, como en

el caso de los cuentos anteriores, los personajes ceden un poco a sus

necesidades a cambio de que esa mirada los acoja. El resultado es la mutilación

parcial de sus almas a través del transigir frente a la otredad, a cambio de un

sentido de pertenencia, de borrar los límites del individuo y aquellos que

pertenecen al grupo a donde quiere pertenecer el personaje.

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4.1. La fidelidad a sí mismo: “De amores”

“De amores” abre la puerta a una encrucijada al poner a sus personajes entre la

espada y la pared, entre el Espíritu y la Naturaleza, entre la falta de hijos o la falta

de amor.

Los protagonistas de este cuento comparten un amor puro y profundo,

donde la comprensión verdadera y la pasión alimentan sus espíritus tanto como

dan origen al nacimiento del arte; viven según las leyes del Espíritu. Ella, sin

embargo, rompe el equilibrio al pedir un hijo y, al hacer esto, niega su destino

infértil y gozoso. Él sabe que no es su destino vivir una vida común y corriente

junto a ella; por lo tanto la deja y se marcha a engendrar hijos con mujeres a

quienes apenas si reconoce. No eran importantes para él, por eso no le importó

llenarlas de hijos. En el fondo, él estaba seguro de quién era, cuál era su papel de

poeta en el mundo, cuáles eran sus motivos para no embarazar a Miriam, cómo

tenía que vivir para poder seguir viviendo según el Espíritu y hacer arte. El

verdadero cuestionamiento se lo hace al final de su vida, cuando se da cuenta de

que no había manera de conseguir ser fiel a sí mismo, que no importaba qué tanto

había tratado de seguir sus propias reglas, la insatisfacción que resultaba

amargaba cualquier éxito obtenido:

Ya viejo, se sienta en una roca con los versos que fue escribiendo desde su

resurrección, cobijado por el Espíritu, hasta conseguirlos perfectos, estruja

las hojas escritas por su mano y las arroja al mar. Ninguno de ellos era el

poema de la Naturaleza y el Espíritu. En el fondo nunca pudo domar en su

alma a la Naturaleza, aunque la negara, y ahora estaba absolutamente

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solo, porque los que comprendieron, por el relato de Miriam, la causa de su

desdicha, lloraron hasta agotar sus lágrimas y desgarrarse el pecho, ya no

podrían llorar ahora su doble final porque están todos muertos (Arredondo,

Los espejos 112).

La Naturaleza, el deseo de tener descendencia con la mujer amada, siempre

estuvo ahí, acechándolo para brincarle cuando ya no hubiera remedio, cuando los

poemas estériles no pudieran tener otro fin que ser arrojados al mar, y la soledad

le abriera los ojos al horror de la muerte de todos aquellos que podrían haberlo

comprendido.

Es un juego perverso. A lo largo del cuento, el narrador va comparando la

historia de Miriam y Teodoro con historias bíblicas. A medida que pasa cada línea,

el lector siente que el narrador está exponiendo argumentos que defienden las

acciones de Teodoro, por lo cual se podría esperar que, si él ha actuado como se

supone que debería, reciba una recompensa. Pero el final llega y nos muestra una

imagen muy lejana a la que se podría esperar. Algo similar sucede en un cuento

como “El sueño del pongo” donde el narrador utiliza un campo semántico en el

que el pongo es descrito de una forma lastimera. Intercalándose, va el narrador

describiendo lo pequeño y asustado que se ve el hombrecillo, mientras el patrón

va humillándolo más y más. La tensión en el cuento va construyéndose a medida

que el pongo va atravesando por situaciones cada vez más degradantes sin que

haya ningún indicio de que las cosas van a mejorar para él. Incluso sus iguales lo

desprecian. Cuando se levanta para hablar, el lector espera que haya algún tipo

de justicia en lo que tiene que decir, sin embargo ésta viene lentamente. El relato

del sueño parece ir remedando la situación en la que vive. Ambos muertos, ambos

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desnudos, ambos frente a San Francisco, el patrón y el pongo reciben tratos muy

opuestos. La narración sobre cómo es cada vez más degradado el sirviente en el

sueño, hace que el patrón que escucha atentamente vaya avalando cada nueva

situación, afirmando que así era como tenían que ser las cosas. Así, el aval del

patrón que reitera que todo marcha como debiera se extiende hacia fuera del

sueño, hacia todas las humillaciones que había sufrido en casa del patrón.

Cuando el final llega y cae dándole una nueva dimensión a lo que los ángeles

habían hecho, la justicia que se hace abarca al cuento completo. Por eso es

indispensable terminar el cuento en el momento en que el pongo concluye la

narración del sueño. Extenderlo implicaría volver a la tierra, al momento en que el

pobre hombre no es más que un sirviente sin ningún ángel a su alrededor para

protegerlo; implicaría una justicia parcial o incompleta, o incluso una falta de

justicia.

A pesar de que la estructura no es idéntica, “De amores” utiliza una técnica

hasta cierto punto similar. Aquí también el narrador va presentando ante el lector

prueba tras prueba que refuerza la convicción de que el único camino es la no

fecundación de la amada. Una y otra vez vemos al poeta avanzar hacia un destino

tan trágico como el de los otros personajes cuyas historias se repasaron en el

cuento. Y así como el final de “El sueño del pongo” se expone la verdadera

condena para el patrón, del mismo modo, el narrador en “De amores” termina

declarando que él siempre tuvo dentro de sí mismo la semilla de su destrucción.

Habiéndose abierto la dicotomía Naturaleza-Espíritu, Teodoro optó por el Espíritu

llevando, escondida dentro de sí mismo, a la Naturaleza. Tal como el patrón, que

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es visto y juzgado en lo más hondo de sí mismo y que es condenado a degradarse

más allá que el pongo, el poeta es condenado por la Naturaleza a la soledad, a la

incomprensión y a darse cuenta de que su obra no contenía ni salvación, ni

consuelo, ni siquiera compensación.

La dicotomía Espíritu-Naturaleza no es la única que este cuento explora. A

su lado, como dicotomía subyacente, se encuentra la del erotismo-maternidad:

…la renuncia voluntaria a la maternidad en la búsqueda de las pasiones

abrumadoras, determinantes. En ese espectro podemos situar cuentos

como „De amores‟, que nos brinda una clave para profundizar en esta

renuncia: „Los grandes amantes no tienen hijos‟. En este estrato advertimos

que los personajes como Lía („Las mariposas nocturnas‟), Laura („Sombra

entre sombras‟) y, en cierta medida, la misma Sunamita, abjuran de la

maternidad porque su tarea se cierne en la entrega a la totalidad de las

experiencias eróticas, en las que la duplicación por la maternidad está

excluida (Gutiérrez 52).

A primera vista, parecería que la última dicotomía es abarcada por la primera y

que hay una equivalencia entre el Espíritu y el erotismo, así como entre la

Naturaleza y la maternidad. Sin embargo, el Espíritu que el narrador nos presenta

es, más que erotismo, una fascinación con el arte y la vida que el artista debe

llevar. Nada de erótico tiene, por ejemplo, que Miriam trabaje como sirvienta, pero

eso los mantiene en una pobreza que realza su ascetismo, una pobreza acorde

con la búsqueda de la vida poética.

Tras una vida de felicidad y amor plenos, Miriam incurre en el mismo error

de Raquel: le pide un hijo a Teodoro. Para él este significa la aniquilación.

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Ella no comprende que „era solamente el Espíritu el que lo impedía‟ y que

„la Naturaleza entraría rompiendo el Absoluto‟ (Prado 70).

El pecado de Miriam no es que pida descendencia y que por tanto ceda a los

deseos de la Naturaleza, su pecado es, en todo caso, pedir una vida alejada del

cliché. Con un hijo de por medio, Teodoro no podría ya continuar su ensoñación

con el arte. No es a Miriam a quien ama, sino al arte. Al igual que Roberto Uribe

(“La casa de los espejos”), sacrifica al ser amado, a cambio de vivir la vida que

eligió para sí. De este modo, la Naturaleza, más que equipararse con la

maternidad, se equipara con un devenir de la vida, no elegida, no controlada,

impredecible, mundana, material, sin grandeza; mientras que el Espíritu sería

equivalente a la ensoñación con el arte, a la vida del artista, la vida de quien se

sabe distinto y que no puede evitar vivir para la grandeza del arte. En ese sentido,

los protagonistas de “Opus 123” y Teodoro, representan el impulso vital del artista,

aquel que no cumple con lo establecido y posee la sensibilidad para vivir, no sólo

sentir, el arte.

4.2. Sin rostro, sin identidad: “Orfandad”

Inés Arredondo fue una niña que vivía entre dos frentes. Por un lado el colegio de

monjas donde todo el misticismo alentaba su religiosidad, su hambre de saber,

teniendo como modelo a un grupo de mujeres: las monjas. Ellas no son como las

mujeres tradicionales (por lo menos para la época en la que Inés fue niña), sino

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que viven solas, sin necesitar a nadie porque se tienen a sí mismas, son

independientes y cultivan la inteligencia y el fervor. Por otro lado, Inés vivía en una

casa donde ella era presumida como una muñeca de porcelana, con una madre

que la presionaba para ser perfecta, enfrentando un ambiente de celos e

infidelidades, viendo la locura de su madre frente a cada sospecha de traición de

su marido, entre sirvientas que eran las amantes de su padre, un padre que tenía

el sanatorio en el mismo edificio que su casa, bajo el mismo techo convivían los

pacientes, los enfermos, la esposa y los hijos, las sirvientas-amantes, todo

empalmado, contaminándose una cosa con otra. La gran presión de tener que ser

perfecta para ser amada, sintiendo que no es capaz de estar a la altura de lo que

se espera, coincide en gran parte con la situación plasmada en el cuento

“Orfandad”. De hecho, Claudia Albarrán afirma que uno de los mecanismos de

defensa que Inés usaba cuando era niña era la de encerrarse en su cuarto,

enferma o fingiéndose enferma, para que nadie la viera, en soledad:

Las enfermedades que padeció durante esta época [su niñez] de alguna

manera fueron también el síntoma de la fractura de esa imagen perfecta,

cerrada, sin huecos ni resquicios, que proyectaba ante su familia y ante la

sociedad de Culiacán. Las enfermedades –la gran mayoría eran reales,

pero a veces ella „inventaba‟ para poder permanecer en su cuarto rodeada

de atenciones y cuidados –nos remiten, más bien, a su fragilidad y nos

permiten ver un rostro que ella nunca mostró en público (57).

De hecho, con frecuencia Inés Arredondo presenta niños enfermos en sus

cuentos, como si la infancia y la enfermedad estuvieran ligadas ineludiblemente.

En “Estar vivo” vemos ala hijita del narrador enferma de asma; en “Los espejos”

vemos a una casi niña con retraso mental; en “Lo que no se comprende” ni

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siquiera se llega a admitir qué terrible enfermedad ha convertido al hermano de la

protagonista en una masa informe y gelatinosa. Quizá el cuento más grotesco, con

respecto a niños desvalidos, sea “Orfandad”, en donde una niña es presentada de

modo terriblemente mutilado y en absoluto abandono.

En “Orfandad”, la protagonista se ve despojada cruelmente de todo aquello

que podría darle una identidad propia, un sentido de valor. El cuento narra los

sueños que tiene una niña cuyas extremidades han sido mutiladas en un

accidente. El primer sueño muestra las virtudes de la niña, su belleza, su simpatía,

la parte que podría haber sido rescatada por medio de una mirada ajena benévola

que la aceptara y la llevara consigo:

Mi corazón palpitó con alegría. Había llegado el momento de los parecidos,

y en medio de aquella fiesta de alabanzas no hubo ni una sola mención a

mis mutilaciones. Había llegado la hora de la aceptación: yo era parte de

ellos.

Pero por alguna razón misteriosa, en medio de sus risas y su parloteo,

fueron saliendo alegremente y no volvieron la cabeza (Arredondo, Río

subterráneo 34).

En el segundo sueño se muestran todos los defectos de la niña, todas aquellas

mutilaciones grotescas y la crueldad de una mirada en donde no solamente es

abandonada sino hasta menospreciada y humillada:

-¿Para qué salvo eso?

-Es francamente inhumano.

-No, un fenómeno siempre tiene algo de sorprendente y hasta cierto punto

chistoso (Arredondo¸ Río subterráneo 34)

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Y entre carcajadas soeces salieron sin que yo los hubiera mirado

(Arredondo, Río subterráneo 35).

El cuento, sin embargo, termina con a realidad infinitamente peor. Sin ser

reconocida, sin mirada ajena que se haga cargo de ella, la niña no puede estar

sino rodeada de heces y haber también perdido el rostro, todo aquel rasgo de

identificación que determinara su pertenencia a algún grupo humano:

Los cuatro muñones y yo, tendidos en una cama sucia de excremento.

Mi rostro horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son

informes. Lo sé. No puedo tener cara porque nunca ninguno me reconoció

ni lo hará jamás (Arredondo, Río subterráneo 35).

El juego de este cuento es mostrar el dolor profundo del abandono, de la falta de

identidad y pertenencia. Siendo uno de los cuentos más breves, la niña tiene poco

espacio para desarrollar una verdadera historia. Aunque lo preponderante en esta

historia no sea la anécdota, el cuento contiene todos los elementos que requiere.

Existe una introducción: estamos en el mundo de los sueños, de lo irreal, hubo un

accidente, la narradora quedó seriamente lisiada. Tenemos un desarrollo: los

familiares vienen a buscarla. Hay una especie de clímax en donde la niña cree que

ha recuperado su lugar dentro de la familia, y un desenlace, llamémosle

provisional, en donde ella ve irse sus esperanzas cuando uno por uno de los

familiares la van abandonando. Una vez más, otro sueño. Más cruel, más

espeluznante, en donde ya no sólo es una niña mutilada, sino también el blanco

de burlas y de desprecio por parte de sus parientes paternos. Por tercera y última

vez, la historia se narra: es una reelaboración de los sueños anteriores, es la

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realidad comparada con el mundo onírico. La realidad, en palabras de ella misma,

es infinitamente peor.

Peor que el abandono de la familia materna, peor que el rechazo de la

familia paterna, debajo de cualquier escarnio, sólo comparable con la suciedad,

está la falta de reconocimiento, la identidad negada, la falta de rostro. Para

Martínez Zalce:

La niña no posee una identidad. Se considera a sí misma un objeto, porque

habita un mundo que no la toma en cuenta. Arrumbada cual una cosa;

aislada de la comunidad de los mayores. La infancia es vivir aparte sin

comprender por qué.

Ese es su despertar, el del terrible círculo donde está encerrada.

Acompañando a la narradora, el lector abre los ojos en la angustia de un

espacio negro, asqueroso, degradante porque está desolado. Este es el

ámbito de la niñez: un lugar donde se es grotesco porque se carece de

amor (46-47).

El reconocimiento por parte del otro es la clave para tener rostro, el ser mirada y

aceptada:

En ocasiones, y el caso más ilustrativo lo hallamos en el relato “Orfandad”,

el yo de la enunciación, focalizador de los acontecimientos, parece hablar

desde la perspectiva de una mirada que ya no es visura, sino más bien,

envés de una conciencia. Conciencia que ve ver-se (Bundgard 51).

La narradora tiene ante sí un panorama desolador. Abandonada, no puede aspirar

a que su futuro sea distinto. No hay en ninguna parte del cuento ni un pequeño

vestigio de esperanza. En sus sueños, existían parientes capaces de verla, de

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reconocerla, de encontrar sus virtudes o sus limitaciones; en la realidad no hay ni

parientes, ni médico, ni desconocidos. Está completamente sola y abandonada.

Para Claudia Albarrán:

En „Orfandad‟ reaparecen también las referencias a lo monstruoso,

presentes en „Canción de cuna‟. La narradora está físicamente mutilada,

sus parientes paternos se refieren a ella como „eso‟, el „fenómeno‟, lo

„inhumano‟ y se autonombra „muñeca grotesca‟. Como en otros cuentos, en

éste abundan también ciertos motivos grotescos: el carácter macabro y

desproporcionado de la escena de los parientes en relación al contexto que

rodea a la protagonista; el hecho de que su cuerpo sea manipulado como si

se tratara de un juguete mecánico o de una marioneta; lo deforme u

horripilante de sus rasgos (ni siquiera tiene rostro); los contrastes entre la

pesadilla con la que inicia el cuento y la cruel realidad con la que concluye;

y, por último, la pérdida de identidad de la narradora, quien no sólo sufre el

horror y el abandono, sino el rechazo de sus familiares tanto maternos

como paternos, ya que ninguno la mira reamente tal y como es (213).

En la realidad ni siquiera tiene los cuidados básicos para tener una vida adecuada,

ni está cerca de donde alguien pueda buscarla y verla, mucho menos reclamarla

como parte de su familia. En ese sentido, Fabienne Bradu habla de que: “Ni

siquiera se trata ya de la fealdad causada por la pérdida de la mirada esencial sino

de la afirmación de que nunca ha existido esta mirada…” (Bradu 38-39).

Para Roberto Gómez, la niña representa el resultado de la búsqueda de

independencia para la mujer en nuestra sociedad:

Nuestra interpretación final del cuento, una vez que todas las partes del

rompecabezas fueron tomando su lugar, es la de una mujer adulta –ya que

la organización del relato del sueño nos la revela como tal –que ha decidido

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independizarse, romper el cordón umbilical, mater simbólicamente a los

padres para llegar a ser un adulto completo. Pero para construir una

identidad propia necesitamos constituirnos a través de la mirada del Otro, y

en este personaje esa mirada está dada como negación (Gómez 114).

A pesar de que el argumento que se da para afirmar que la narradora es una

mujer adulta me parece poco contundente, sí encuentro un acierto en el análisis

sobre cómo se construye la identidad y de lo que sucede con este personaje en

particular.

“Orfandad”, para ser un cuento cortísimo, condensa varias de las

preocupaciones centrales de Inés y logra ser uno de los más representativamente

aterradores y grotescos. Se manejan, para empezar, los sentimientos de

desolación y abandono que comparte con la mayoría de los cuentos de esta

escritora. Además, expone lo grotesco al presentarnos a una mujer sin

extremidades que, encima de todo, está abandonada en una cama llena de

excremento, olvidada por todos, confinada a estar en un lugar en donde nadie la

vea, sin ser reconocida, sin rostro definido. Así, en esas condiciones, nos narra

tres veces la historia. Sin embargo, los límites de este relato presentado por

triplicado no son borrosos, desde el primer momento se sabe que la narradora

está soñando, por eso cada reelaboración de los hechos está completamente

separado del anterior. El mundo onírico marca una ruptura con el mundo real. De

tal modo que los dos sueños no se mezclan entre sí, tienen perfecto inicio y

perfecto final, y sólo al terminar se presenta la realidad fuera de ese mundo

onírico. Esta reelaboración que hace de la historia recuerda al juego que hace

Rosa Montero en La loca de la casa. Ahora bien, en el caso de Rosa Montero, es

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claro que esas reelaboraciones son parte de un espacio lúdico en donde verdad y

fantasía se mezclan sin haber límites claros entre una y otra cosa, es por eso que

en La loca de la casa jamás se le aclara al lector cuál es la realidad y cuál la

ficción. En el caso de Inés Arredondo, no se quiere que haya esta contaminación,

por eso necesita que haya una clara división entre los sueños y la realidad de la

diégesis. Sin embargo, sí existe otro tipo de contaminación, la realidad está

encargada de las implicaciones semánticas de los sueños. Así, se puede leer en

los sueños aquello que la narradora anhela y aquello que teme, y cómo todo gira

alrededor de las relaciones familiares. Esa niña abandonada en una cama llena de

excrementos no está lamentándose su falta de independencia o su falta de

aventuras o su falta de dinero, vestidos o riquezas, ni siquiera es la monstruosidad

de haber perdido todas sus extremidades lo que la hace lamentarse, sino el

rechazo de sus familiares. El cuento entero gira alrededor de su falta de identidad

por la soledad y el rechazo. Muy parecido a este es el caso del “Vals capricho”. En

este cuento, Rosario Castellanos nos muestra la forma en la que irrumpe en la

vida de un par de viejecillas piadosas, su sobrina, una monstruosidad a la vista de

sus iguales en clase social. No hace falta estar desposeída de brazos y piernas,

como en “Orfandad”. En “Vals capricho” es suficiente la mezcla genética del

indígena con el mestizo lo que hace que quienes deberían haberla aceptado, la

desdeñaran. No importó el dinero que se ofrecía, no importó que ella vistiera con

propiedad y que manejara las costumbres que sus tías le habían enseñado, no

importó que se volviera piadosa y cumpliera con ser sumamente religiosa. La

sociedad la vio mal desde el inicio y ya jamás volvió a darle la oportunidad de que

se integrara. De un modo parecido a los familiares maternos de “Orfandad”, los

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miembros distinguidos se portaron a la altura y moralmente de modo intachable. Al

igual que los miembros de la familia paterna, también se portaron groseros. Y del

mismo modo que la niña de “Orfandad” terminó arrumbada en un lugar donde no

podía ser vista, entre heces; del mismo modo la protagonista, quien ni siquiera

tiene nombre propio pues ostenta cerca de cinco nombres distintos, es forzada a

las más absoluta miseria a pesar de ser heredera de grandes fortunas, para irse

de vagabunda, viviendo de las sobras, arrojada de todo, sin que nadie la

reconozca.

En el cuento de Rosario Castellanos, sin embargo, existe un quiebre entre

la vida de la muchacha multinombres y la Reinier que llegó a casa de sus tías al

inicio. No son la misma persona. En cambio, en el cuento de “Orfandad” no hay

una evolución real del personaje. También contrasta la que no tiene nombre ni

rostro, con aquella que tiene demasiados nombres y rasgos no ortodoxos.

Más que la historia de una adulta queriendo independizarse en un ambiente

donde no le es permitido, “Orfandad” presenta la historia de una persona

desamparada, monstruosamente indigna, encerrada en una suciedad que ella

misma causó pero ante la cual no puede hacer absolutamente nada porque no

tiene ningún recurso para valerse por sí misma. Dado que no es mirada por nadie,

reconocida por nadie, reclamada por nadie, la identidad se le es negada por

completo las tres veces que gira la narración con cada uno de los tres finales.

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4.3. Transigiendo: “El membrillo”

A pesar de que al inicio del matrimonio entre Inés Arredondo y Tomás Segovia

todo parecía marchar bien, las cosas fueron cambiando con el tiempo. En 1955 la

pareja dio a luz al que sería su tercer hijo. En medio del luto y de una depresión

que la carcomía, Inés produjo el que conocemos como su primer cuento: “El

membrillo”. Tomás consiguió que se publicara en la revista Universidad de México

en 1957. Después de haber pasado varios años desempeñando el papel de

esposa y madre, la escritura de este primer cuento significó su reencuentro con la

escritura y con la literatura en general.

“El membrillo” inicia con una escena en donde el equilibrio del mundo de

Elisa ha sido trastocado por la presencia y la mordacidad de Laura. Al revés del

poeta en “De amores”, la niña acepta el dolor, deja que la toque y la transforme,

aprende a callar, a dejarse herir en silencio: “Elisa se dio cuenta vagamente de

que el amor no tiene un solo rostro, y de que había entrado en un mundo

imperfecto y sabio, difícil; pero se alegró con una alegría nueva, una alegría

dolorosa, de mujer” (34-35). La anécdota, de una sencillez y una frescura

admirables, está cimentada en profundas bases simbólicas y religiosas. Miguel y

Elisa, como pequeños Adán y Eva en su propio paraíso, están siendo tentados por

el deseo y el pecado a través de la otra. Laura funciona aquí como el equivalente

de la serpiente bíblica. Por un lado siembra en Elisa el deseo de ser mayor, de ser

distinta, de entrar a un mundo adulto al que no está preparada para entrar; por el

otro, despierta en Miguel el apetito por la carne, el deseo impuro, el hambre de

pecar. Así, al final del cuento, cuando tanto uno como el otro han perdido el amor

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puro e idílico que el lector supone debe haber existido antes de que Laura entrara

en escena, ésta llega ofreciendo un membrillo. Miguel no lo muerde. Elisa no se lo

permite. Tampoco es necesario. El fruto del bien y el mal ya ha sido mordido y

experimentado por la joven pareja. La expulsión del paraíso les ha llegado en

forma de madurez, en forma de: “alegría dolorosa” (Arredondo, La señal 24). Y es

ahí, justamente donde se separa la historia bíblica. Nuestros nuevos Adán y Eva,

arrastran la culpa del pecado original, pero no dejan de gozarlo.

Al igual que este cuento, muchos de los textos de Inés Arredondo dialogan

directamente con La Biblia, retomando las historias y reelaborándolas, haciéndolas

más actuales o dándoles un giro distinto. Como ejemplo puede tomarse “El

membrillo” que, a diferencia de la historia original, presenta el sabor agridulce de

la caída. Los novios no son completamente desdichados a partir de su caída. Del

mismo modo sucede en cuentos como “La Sunamita”, donde la historia es contada

desde la diferencia de la virgen sacrificada, orillada, horrorizada;1 como en “De

amores” donde el narrador compara la historia de los personajes con la historia de

Jacob y Raquel para ironizar la forma en la que el poeta actúa conforme a los

mandatos del Espíritu; o en “Las mariposas nocturnas” donde la protagonista

recibe el nombre bíblico de Lía para hacer de ella una mujer empoderada, dueña

de sí misma, segura de lo que hace y pide.

1 María Alicia Garza hace un estudio pormenorizado y muy ilustrativo sobre el cambio de

perspectiva entre la historia bíblica de la sunamita y el cuento de Inés Arredondo en La(s) representación(es) de la subjetividad femenina a través del palimpsesto en “La sunamita” y “Estío” de Inés Arredondo. Http://rmmla.wsu.edu/ereview/55.1/articles/garza.asp. Consultado el 8 de octubre de 2004.

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Inés Arredondo abre una línea de comunicación judeocristiana que le es

heredada y desde ahí mismo la cuestiona, la reelabora mostrando la parte que

comúnmente se calla. En una entrevista de Claudia Albarrán al segundo esposo

de Inés, Carlos Ruiz (57), éste afirmaba que las monjas le habían dado una

instrucción especial a Inés porque querían que se les uniera. De tal modo que Inés

había recibido una educación teológica mucho más profunda que cualquier otra

estudiante de su edad en ese mismo colegio. Sin embargo, la crisis de fe que Inés

sufrió en la adolescencia y que la llevó a ingresar a la facultad de Filosofía en la

UNAM, debió haberle dado esta otra perspectiva en donde lo sagrado deja de

serlo, y aquello que se percibía como una caída o una desgracia, también es

relativizado o reinterpretado.

Los cuentos de Inés Arredondo clausuran la posibilidad de que los

personajes consigan una identidad que los haga sentir dichosos y en armonía con

su alrededor. Sólo aquellos personajes que están dispuestos a acoger dentro de sí

mismos el veneno que el mundo les inocula, terminan consiguiendo una especie

de triunfo por encima de los obstáculos, pero en el proceso pierden parte de sí

mismos, de lo que sabían de ellos mismos y de su papel frente a los demás. Como

ejemplo de esto, la protagonista de “El membrillo” sufre una transformación que la

hace dudar de sí misma, porque ella sólo vale si es amada por Miguel:

Algo la endurecía: la injusticia, la terrible injusticia de ser quien era, de no

ser Laura, y la derrota monstruosa de estar inerme, de ser solamente una

víctima.

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Ahora que todo había terminado veía que no quedaba casi nada de sí

misma: ella era, había sido su amor, ese amor que ya no servía más. No

era nada, nadie, sentía su aniquilamiento, pero no podía compadecerse, se

odiaba por ser ella, solamente ella, esa que Miguel había dejado de querer

(Arredondo, La señal 31).

A lo largo de “El membrillo”, la relación entre Elisa y Miguel se ve prograsivamente

afectada por las intervenciones de la tercera. Cada uno de estos elementos se

desarrollan al modo más convencional: como un cuento formal y de acuerdo con el

diagrama de Freitag. El final, sobre todo, se distingue de la mayoría de los cuentos

de Inés, porque al decir: “Elisa se dio cuenta vagamente de que el amor no tiene

un solo rostro, y de que había entrado en un mundo imperfecto y sabio, difícil; pero

se alegró con una alegría nueva, una alegría dolorosa, de mujer.” (Arredondo, La

señal 24) el narrador está proporcionando ese juicio valorativo que funciona como

clausura, tanto de la anécdota como del cuento y que disipa la tensión. Parecería,

entonces, que el final de este cuento es distinto a los finales que la escritora

acostumbra. Y, a pesar de que esto tal vez sea cierto, 2 existe un sentimiento de

amargura parecido a la inconclusión que posteriormente Inés perfeccionará en sus

cuentos.

Anderson Imbert (356) hace una descripción de los posibles finales para un

cuento: a) Terminantes cuando el problema queda completamente resuelto; b)

problemáticos cuando el problema queda sin resolver; c) dilemáticos cuando hay

más de una posibilidad de solución y el lector es libre para elegir la que más le

parezca plausible; d) promisorios cuando el final es abierto pero se sugiere una

2 De algún modo, considerando el hecho de que éste es el primer cuento escrito por Inés, se abre

la puerta a que su estilo no estuviera del todo consolidado.

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posible solución al futuro; e) invertidos cuando el protagonista asume una posición

completamente opuesta a la posición inicial; y f) sorpresivos cuando el narrador da

un giro a la información que se había brindado y toma una salida inesperada.

Analizando los finales de los cuentos de Inés Arredondo, puede encontrarse

como característica un dejo de inconclusión. Sí, muchos de ellos tienen finales

problemáticos, donde el lector ni siquiera es capaz de determinar qué sucede con

el protagonista. Cuentos, por ejemplo, como “Olga”, en donde no hay una

conclusión con respecto a la suerte de Olga, a su infelicidad, al nuevo marido, a

Manuel. Cuentos como “Las muertes”. Sin embargo, muchos de los cuentos tienen

finales terminantes, en donde el problema está concluido, resuelto, sólo que la

tensión no se disuelve. No hay una argumentación por parte del narrador

explicando lo que sucedió que venga a clausurar la anécdota. El problema está

resuelto, pero la anécdota no está clausurada. En un cuento como “El membrillo”,

por ejemplo, la anécdota se resuelve. Elisa tiene en sus manos la sabiduría que la

hace recuperar a Miguel justo en el último momento. Instintivamente supo que

acercando su cuerpo al de su novio, podría recuperar su atención. Y, sin embargo,

los lectores nos damos perfectamente cuenta de que es un triunfo relativo. Su rival

ha quedado momentáneamente fuera de la jugada. Pero los lectores hemos visto

a Miguel, sabemos que existe una parte suya que no le muestra a Elisa, sabemos

que hay un mundo más allá en donde Elisa no va a poder simplemente acercar su

cuerpo para deshacerse de Laura.

Elisa sabe que lo ha vivido la daña, sabe que Miguel ha cruzado una línea

que no debería haber cruzado, y que al callar que ha visto su pecado, también ella

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se está manchando al aceptar menos de lo que debería. Sin embargo, esa

aceptación del dolor, que tan bien es descrita en “Atrapada”, le duele, la mancilla,

la aleja de la inocencia, pero al mismo tiempo la alegra, la hace sentir mujer, la

hace sentir que la inocencia de la que se burlaban al inicio del cuento se ha ido,

que finalmente está dentro del círculo donde todos los demás juegan. Esa es una

de las características de Inés Arredondo. No solamente deja que sus personajes

caigan como en el Génesis donde Adán y Eva caen después de comer el fruto del

bien y el mal, además de dejarlos caer, les da esa chispa masoquista y perversa

en donde disfrutan de su caída. La narradora de “Estío” se hincha de orgullo y de

satisfacción al poder ver manchado a Julio en vez de a Román, la mujer de

“Sombra entre sombras” goza de su amor impuro que la purifica, la mujer de

“Atrapada” goza al hacer a un lado a Marcos y de dañarlo con el mismo aguijón

que a ella le encaja su marido.

Todas ellas proveen de cuentos cuyo final no es más que una sugerencia

de que continuarán en el mismo círculo infinito de la impureza-pureza, sin

atreverse a aspirar a encontrar el camino de vuelta al paraíso. En contraste,

tenemos un cuento como el de Horacio Quiroga, “Una estación de amor”. En el

cuento, Lidia, una niña inmaculada, un ángel similar a los que viven en los cuentos

de Inés Arredondo, no puede escapar a su destino. Contaminada por la madre que

tiene, vivirá junto con el narrador, Nébel, un romance que dignifica su pureza y un

pecado que la ensuciará. En las primeras dos secciones del cuento, Lidia es

adolescente y pura; en las últimas dos, es una mujer sin reparos que se acuesta

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con un hombre casado y que es adicta a la morfina.3 El retrato que se nos hace de

esta caída, hasta cierto punto es similar al de Elisa en “El membrillo”. Su inocencia

se parece a la de Lidia, excepto que en el cuento de Quiroga la inocencia no es

desdeñada como una niñería, sino que es apreciada y resguardada hasta donde

se le posibilita a Nébel. Por el otro lado, la inocencia perdida en el caso de Elisa

fue perdida con el gozo de poseer al hombre amado; gozo que no se tiene en el

cuento de Horacio Quiroga. Esa diferencia marca el momento de la caída. En el

caso de Inés Arredondo, la expulsión del paraíso tiene que darse hacia el final del

cuento, ya que es el premio-penitencia que se adquiere por dejar de ser niña. Por

eso, al final, Elisa se queda con Miguel. Se sabe que el problema no ha acabado,

se sabe que Miguel seguirá encontrándose con Laura a escondidas y que Elisa

seguirá callándolo, pero esta batalla la ha ganado finalmente la niña, a pesar de su

dolor, de su amargura, de la lucha constante a la que se está atando. Se sabe que

ha tenido que morir su inocencia en el proceso, aun así el final es un premio-

penitencia. Gana al mismo tiempo que pierde. En el caso del cuento de Quiroga, la

caída está a la mitad del cuento y el lector ni siquiera puede verla. En Inés podía

verse casi el momento en el que el alma de Elisa se rompía. En “Una estación de

amor” no solamente no se ve, sino que se nos muestran ambos extremos de la

vida de Lidia con varios años de diferencia. El hecho es que con esta caída ella no

obtiene un premio, sólo una penitencia. Él la desprecia, ella misma se desprecia,

desde esta perspectiva se puede decir que está sumergida en el lodo y enlodada

3 El juicio de valor con respecto a la caída de Lidia está dada cuando Nébel reflexiona acerca de la

virtud de Lidia en la adolescencia y llora al compararla pensando en que ese cuerpo “ahora yacía allí, enfangado hasta el cáliz sobre una cama de sirvienta” (26). La metáfora, al considerarla enlodada, así como la carga semántica que implica que el señor de la casa la vea en una posición inferior al estar en una cama de sirvienta, remiten a la idea generalizada en la sociedad que ve el acto sexual extramarital como algo sucio y pecaminoso.

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queda (haciendo referencia al término “enfanganado” que utiliza Nébel). No hay

esperanza posible para ella. Lidia no busca, no pide. Sólo acepta el mal y deja que

la enferme. De lo que piensa o siente, no se sabe nada.

Al momento en el que Elisa acepta el amor de Miguel con todo y sus juegos

para hacerse perdonar una falta que creía que ella no conocía, la niña está

aceptando una situación injusta y degradante sin chistar y en el cuento vemos una

radiografía de cómo se tuerce el alma de alguien inocente. Elisa siente que no es

nada sin Miguel. Prefiere callarse las faltas y el coqueteo de él, antes de levantar

la voz y reclamarle. Prefiere callar que enfrentarlo, prefiere la alegría de tenerlo a

medias que el dolor de perderlo por completo. La narradora hace de esta

aceptación, una sabiduría, la de que tendrá que compartirlo y competir por él a

cada instante, tragándose su orgullo, fingiendo desconocimiento de aquellas faltas

que no se hablan, como si no hablarlas hiciera que no existieran. Al final, ni Elisa

ni Laura ganan. Ambas persiguen el amor de Miguel, pero ninguna de las dos lo

tendrá por completo. El problema se soluciona, pero no se clausura. Sucede lo

mismo con un cuento como “Estío”, por ejemplo, en donde el problema está

resuelto, la narradora aleja el objeto de su deseo mandando a Román a vivir a la

ciudad de México. El inconveniente es que toda esa tensión sexual que se había

venido acumulando a través de las descripciones sensoriales nunca se disipa. Ella

no consigue un amante, no desfoga su sexualidad, no actúa como si estuviera

arrepentida o se sintiera culpable. A raíz de su conversación con Julián, podemos

ver a una narradora fuerte, sin culpabilidades o remordimientos que la carcoman,

escudada en un cinismo y un sarcasmo que la llevan a aceptar con naturalidad la

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injusticia contra Julián y la invulnerabilidad de no mover su decisión. El problema

está resuelto, pero el origen de su problema sigue ahí, sigue latiendo, no hay nada

que clausure la anécdota. Sabemos que el erotismo seguirá inflamándole la vida y

que seguirá sin satisfacción y sin codena. Entonces, a pesar de que son cuentos

con finales terminantes, por debajo de la trama, el conflicto original sigue sin

moverse ni un milímetro, ni Elisa tendrá a Miguel como ella le gustaría, ni la

narradora de “Estío” satisfará sus necesidades, ni las mujeres embarazadas

tendrán una identidad definida, ni las amantes abandonarán a quienes las

lastiman, ni la tensión en ninguno de estos cuentos se disipará.

Estas mujeres que han cedido son, a diferencia del personaje de Quiroga,

las únicas que pueden encontrar lo que desean, vivir con quién desean, amar a

quien desean, ser quienes quieren ser. Es la nueva identidad que el mundo

contemporáneo reserva para aquellas mujeres que no pueden vivir en el mundo

idílico en que vivían sus abuelas. El precio que se les pide es muy alto. En el

camino han dejado el paraíso, su inocencia y la fidelidad a sí mismas, se han

vuelto cínicas e insensibles a ciertas cosas. Fueron capaces de integrar el dolor

siguiendo el método que la narradora discute con su amigo Federico en

“Atrapada”:

…¿has oído hablar de la no resistencia al mal? Uno no lucha más que con

sus pasiones; con nada externo ¿ves?, y no es otra cosa que un agente

receptor, una esponja que absorbe el mal y no lo rechaza ni lo devuelve,

sino que se queda con él dentro, y lo rumia, lo envuelve, lo fracciona, hasta

que pude digerirlo y con eso aniquilarlo (Arredondo, Río subterráneo 136).

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La verdad es que el mal que los personajes digieren no se aniquila. Pero a cambio

de permitir que los contamine, es que pueden ellas gozar ese paraíso perdido que

buscaban cuando aceptaron esa pesada carga que la narradora de “Atrapada”

describe como “el enemigo amado” (Arredondo, Río subterráneo 157).