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CAPÍTULO VII Educar desde la interculturalidad. Exigencias curriculares para el diálogo entre culturas Por José Antonio PÉREZ TAPIAS Universidad de Granada Es conocida la declaración de Fernando de los Ríos en las Cortes Constitu- yentes de la II República cuando dijo, al abordar la cuestión crucial de la laicidad del Estado, que "en España lo revolucionario es el respeto". Con frecuencia nos acordamos una y otra vez de ese lúcido diagnóstico del político socialista —que fue Ministro de Justicia y de Estado y también ocupó la cartera de Instrucción Pública— no sólo porque en la España actual sigue siendo necesario profundizar en el aprendizaje del respeto recíproco, sino porque en nuestras sociedades complejas, donde convivimos gentes de muy diversas procedencias y de diferen- tes culturas, el respeto se convierte en la indispensable clave de bóveda que hay que afirmar para que sea posible una vida en común a la altura de la dignidad humana. Respeto significa reconocimiento del otro, cuidando que sus derechos no se vean menoscabados, acogiéndole en el espacio común de la convivencia a la vez que se le posibilita la expresión de su alteridad. Es la actitud moral básica que hace posible la relación entre seres humanos, dejando atrás, por una parte, la imposición mediante la fuerza que sitúa las relaciones humanas en la órbita del dominio y, por otra, la indiferencia que devalúa esas relaciones, a veces por deba- jo incluso de la cosificación de las mismas. Si hablar de respeto es hablar de reco- nocimiento, habrá que ver cómo ahondar en ese reconocimiento para poner el respeto que implica en el centro de la ética que emerge desde la interculturalidad y que a ella vuelve como discurso normativo que redescubre valores, reformula principios, rehace criterios y traza nuevas pautas para la orientación moral de nuestros comportamientos (BILBENY, 2004). No hace falta decir que en la educación para la convivencia y en esa vertien- te más depurada de la misma que es la educación para la ciudadanía —la cual, más allá de una asignatura, debe impregnar toda la tarea educativa—, el apren- dizaje del respeto, por la vía que se adentra en el aprendizaje del reconocimien- to, es pieza fundamental. Así ha sido siempre, pero aún lo debe ser más en una sociedad cuyo pluralismo se intensifica hoy con una mayor diversidad cultural hasta el punto de tener que plantearnos que una verdadera educación democrá- © Ediciones Morata, S. L.

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CAPÍTULO VII

Educar desde la interculturalidad. Exigenciascurriculares para el diálogo entre culturas

Por José Antonio PÉREZ TAPIAS

Universidad de Granada

Es conocida la declaración de Fernando de los Ríos en las Cortes Constitu-yentes de la II República cuando dijo, al abordar la cuestión crucial de la laicidaddel Estado, que "en España lo revolucionario es el respeto". Con frecuencia nosacordamos una y otra vez de ese lúcido diagnóstico del político socialista —quefue Ministro de Justicia y de Estado y también ocupó la cartera de InstrucciónPública— no sólo porque en la España actual sigue siendo necesario profundizaren el aprendizaje del respeto recíproco, sino porque en nuestras sociedadescomplejas, donde convivimos gentes de muy diversas procedencias y de diferen-tes culturas, el respeto se convierte en la indispensable clave de bóveda que hayque afirmar para que sea posible una vida en común a la altura de la dignidadhumana.

Respeto significa reconocimiento del otro, cuidando que sus derechos no sevean menoscabados, acogiéndole en el espacio común de la convivencia a la vezque se le posibilita la expresión de su alteridad. Es la actitud moral básica quehace posible la relación entre seres humanos, dejando atrás, por una parte, laimposición mediante la fuerza que sitúa las relaciones humanas en la órbita deldominio y, por otra, la indiferencia que devalúa esas relaciones, a veces por deba-jo incluso de la cosificación de las mismas. Si hablar de respeto es hablar de reco-nocimiento, habrá que ver cómo ahondar en ese reconocimiento para poner elrespeto que implica en el centro de la ética que emerge desde la interculturalidady que a ella vuelve como discurso normativo que redescubre valores, reformulaprincipios, rehace criterios y traza nuevas pautas para la orientación moral denuestros comportamientos (BILBENY, 2004).

No hace falta decir que en la educación para la convivencia y en esa vertien-te más depurada de la misma que es la educación para la ciudadanía —la cual,más allá de una asignatura, debe impregnar toda la tarea educativa—, el apren-dizaje del respeto, por la vía que se adentra en el aprendizaje del reconocimien-to, es pieza fundamental. Así ha sido siempre, pero aún lo debe ser más en unasociedad cuyo pluralismo se intensifica hoy con una mayor diversidad culturalhasta el punto de tener que plantearnos que una verdadera educación democrá-

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tica ha de ser por fuerza intercultural. A su vez, una educación intercultural laentenderemos cabalmente como educación democrática radicalizada, la cual lle-vará la búsqueda transcultural de principios, criterios y normas de convivenciahasta las consecuencias pedagógicas que educar democráticamente exige(PÉREZ TAPIAS, 2002, págs. 36-74).

7.1. La ínterculturalidad como nuevo "lugar"de la reflexión ética y la acción educativa

El que en nuestra época reflexionemos en torno a la interculturalidad no sedebe ni a un capricho intelectual ni a una moda académica. Son los hechos losque nos han traído a este punto. Tales hechos, que responden a dinámicas demuy diversa índole, destacando al respecto los intensos flujos migratorios queestamos conociendo, se condensan en algo que podemos formular diciendoque quedó atrás en la historia el tiempo en que a cada sociedad le correspondíauna cultura o, si se quiere más matizadamente, el tiempo en que podíamos pen-sar la sociedad, y actuar en ella, desde la existencia de una cultura hegemónica.Esa correlación entre una sociedad y una determinada cultura, de la que tanto seha abusado ideológicamente, es la que en nuestros días resulta ya insostenible.Quien quiera actuar, especialmente en la vida pública, como si esa correspon-dencia aún estuviera vigente, se estrellará contra la realidad. Nuestra sociedadalberga en su seno una diversidad cultural más que notable, la cual ha incremen-tado exponencialmente su pluralidad interna. Esta ya no viene dada sólo por lasdistintas ideologías, concepciones morales o confesiones religiosas generadasdesde una misma matriz cultural, sino que a esa diversidad se añaden diferenciasculturales aportadas por individuos y colectividades venidos de latitudes muydistintas, lo cual constituye un cambio sociológico de enorme magnitud. Las reac-ciones a ese cambio, que nos lleva a hablar de la "pluralidad compleja" de nues-tras sociedades —la situación es muy similar en la mayoría de los países denuestro "mundo globalizado"—, han ido por derroteros distintos en unos casos yotros. Como quiera que sea, se impone la necesidad de articular respuestascolectivas viables ante la urgencia de reestructurar la convivencia social.

A la diversidad cultural que presenta la realidad social de nuestros días se laha rotulado como "multiculturalidad", con la conciencia además de que respondea procesos insoslayables e irreversibles, los cuales, sin duda, han abierto nuevosinterrogantes acerca de cómo reconstruir la convivencia social y sobre qué basesnormativas hacerlo (BAUMANN, 2001). Desde los antecedentes con que contába-mos, singularmente en las sociedades occidentales, para abordar situacionesanálogas a las que hoy tenemos delante en escala mucho mayor, las vías paraencauzar esa multiculturalidad, una vez desechados procedimientos tan incivili-zados como la expulsión o el aniquilamiento, han sido fundamentalmente dos.

La primera es la asimilacionista, consistente en integrar a los culturalmentediferentes previa asunción por su parte de las pautas culturales de la sociedad deacogida. Una especie de reconversión cultural, con lo que supone de renuncia ala propia identidad, es en tal caso el camino trazado para quienes, evitando laexclusión social o la expulsión, quieren integrarse, aunque sea pagando el precio

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de una aculturación que les lleva a "desplazamientos culturales" sin retorno(TODOROV, 1998, págs. 26-30). Si el prejuicio del mayor grado de civilización ser-vía de coartada justificadora de tal estrategia político-cultural, la condición-de suviabilidad era la de aplicarse a minorías susceptibles de ser tratadas de esa formapor la mayoría social y sus representantes políticos. Así ha ocurrido en formacio-nes sociales muy diversas, desde la España de los Reyes Católicos respecto ajudíos y moriscos en virtud de aquel inicial nacional-catolicismo del que hicierongala, por ejemplo, hasta —salvando las distancias— la República Francesa, contodo su legado ilustrado y revolucionario, respecto a los argelinos u otros emigra-dos a la antigua metrópoli.

La segunda es una vía diferencialista, en nuestra contemporaneidad reedita-da como multiculturalismo propiamente dicho. En este caso el camino no se enfo-ca hacia el reforzamiento de la cohesión social absorbiendo o eliminando lasdiferencias, sino hacia el acoplamiento de las mismas —aunque sea desde las re-ticencias o incluso temor de unas culturas respecto a las otras (LEVY, 2003)-compartimentando la sociedad. Tal estrategia se ha aplicado históricamente y hasido muy usual en el mundo anglosajón, desde el supuesto de que la culturadominante mantiene su estatus sobre las demás, por más que les conceda unreconocimiento que les permite ubicarse en un determinado nicho social.

Si la primera de esas vías facilitaba una mayor cohesión social; aunque alprecio de la devaluación de la diferéncia, la segunda pone en juego un más explí-cito reconocimiento de la diferencia, aunque en ese caso al precio de una mayorfragmentación social, la cual puede llegar al segregacionismo (TODD, 1996). Lacuestión es que, con sus respectivas ventajas e inconvenientes, ambas vías aca-ban mostrándose insuficientes en un contexto de mercado omniabarcante, decomunicaciones más fluidas en el marco de la globalización, de movimientosmigratorios intensificados, de colectividades diferenciadas que dejan de ser sus-ceptibles de tratarse como minorías, de una conciencia más acusada de las iden-tidades culturales y de sensibilidad más exigente en cuanto a reivindicacionesdemocráticas de participación política en igualdad de condiciones. Por lo demás,todo eso contribuye a la vez a que las relaciones entre los culturalmente diferen-tes se establezcan por múltiples vectores y a que, en consecuencia, se pro-duzcan de las maneras más insospechadas procesos de mestizaje cultural, desolapamientos de culturas, de "préstamos" de unas a otras, de interrelación entreellas, incluso a veces desde el enfrentamiento. En virtud de todos esos entrecru-zamientos e hibridaciones —en ello insiste desde México, con análisis muy escla-recedores, GARCÍA CANCUNI (2001)— surge el espacio de la "interculturalidad" ydespega del mismo la idea de que esa relación "entre" culturas hay que plantear-la también desde un enfoque normativo que permita abrir brecha a favor de unnuevo modo de articular las diferencias en nuestras sociedades, precisamenteextrayendo todas las consecuencias del hecho, conscientemente asumido, deque ya no se sostiene, ni siquiera como cobertura ideológica, la ecuación que afir-maba que a una sociedad le era correlativa una cultura. Ahora, en cada sociedadnos encontramos gentes de culturas diferentes que tenemos el novedoso reto deorganizar con criterios de justicia la vida en común.

Siendo así las cosas, hasta el punto de obligar a un reenfoque de la reflexiónética, es fácil entrever por qué también conduce todo ello a replantear a fondo laacción educativa, toda vez que la educación no deja nunca de comportar una

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dimensión moral. En nuestros días no podemos pretender, aunque haya quien lointente contra los hechos mismos, una práctica educativa diseñada con criteriosasimilacionistas. Además de no responder al reconocimiento sobre el que el res-peto del otro ha de asentarse, el asimilacionismo se topa ya con la realidad de suslímites, es decir, con la resistencia activa de aquellos sobre los que se quiere apli-car, los cuales, con mayor conciencia acerca de sus derechos, rechazan el mo-delo cultural que se les quiere imponer. Y por el otro extremo, en la prácticaeducativa también se hacen patentes los límites del diferencialismo multicultura-lista, sobre todo en lo que toca a la integración social a la que debe apuntar unaeducación planteada desde el respecto a las diferencias: el repliegue sobrecomunidades cerradas al que el multiculturalismo es proclive niega fácticamentela prosecución de la integración social y, con ella, de esa efectiva inclusión demo-crática de todos que la educación no puede dejar de contemplar como objetivo.

La interculturalidad, situada metafóricamente "entre" unos y otros, ahí dondeconvergen y se solapan las diferentes culturas de comunidades que conviven enun mismo espacio social, es "lugar" ético y "lugar" para la acción educativa. Desuyo, muchas de nuestras escuelas muestran a las claras esa condición, dandoconcreción espacial en el ámbito educativo a esa idea de "lugar". De hecho, a mu-chas de ellas —aunque es constatable que mucho más a la escuela pública que ala privada, con lo que ello supone de desequilibrio que debe ser corregido en arasde una escuela que debe ser espacio de acogida al otro y por eso "espacio de jus-ticia" (CULLEN, 1997, pág. 165)— afluye un variopinto alumnado que lleva consigoa veces una notable heterogeneidad de pertenencias culturales. La cuestiónentonces es cómo conducir esa situación, con lo que conlleva de trascendencia dela multiculturalidad a la interculturalidad, del hecho a la norma, de modo que nues-tras escuelas sean efectivamente terreno fértil para el "cruce de culturas" (PÉREZ

GóMEZ, 1998, págs. 16 y ss.). Se trata, por consiguiente —dicho con juego de pala-bras muy querido por Ignacio Ellacuría—, no meramente de cargar con una situa-ción sobrevenida de diversidad cultural en el aula, sino de encargarse de ella conla mayor lucidez en cuanto al análisis de la misma y de las posibilidades y dificul-tades que encierra, para hacerse cargo de lo que debe ser una educación in-tercultural llevada a cabo de la mejor manera posible en escuelas que, comocomunidades educativas interculturales en una sociedad democrática, han deapostar claramente por la inclusividad (GIMENO, 2001, págs 151 y ss.).

7.2. Condiciones y objetivos de justicia para el diálogointercultural, también en el ámbito educativo

Descubierto ese "lugar" de la interculturalidad como ese nuevo "claro de bos-que" —por utilizar la conocida expresión de Heidegger, luego retomada por MaríaZambrano— en el que se entrecruzan los vectores de las culturas que coexistenen un mismo espacio social, procede situarse en él para perfilar ese discurso nor-mativo que nos permita articular la convivencia desde valores y principios sus-ceptibles de ser compartidos por todos, no anulando las diferencias, sino desdelas diferencias. Si a todo discurso normativo le acompañan pretensiones de uni-versalidad, habrá que ser muy conscientes de que tejer una ética universalista

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desde las diferencias requiere un concienzudo trabajo previo para que tal cosasea posible. Dicho trabajo comienza por promover que todos los que nos encon-tramos en el "lugar" de la interculturalidad nos reconozcamos efectivamente comointerlocutores válidos, aceptándonos unos a otros como tales, con plena capaci-dad de argumentación y debate a la búsqueda de esos pilares construidos "des-de abajo" sobre los que poder levantar una ética común que, por intercultural,bien pueda concebirse como "transcultural". Mas antes de llegar a ello, para quesea accesible ese objetivo como resultado de un diálogo franco y en serio, almodo como lo ha propuesto, por ejemplo, la ética discursiva de Habermas, hacefalta preparar bien las condiciones. Un discurso ético, resultante del diálogo, conpretensiones de orientar la acción educativa, además de lograr incidencia políti-ca, requiere la reconstrucción previa de las condiciones que lo hagan posible.Podemos señalar varias.

El diálogo intercultural no puede fluir si no es un diálogo liberado de prejuicios.Esos tópicos negativos respecto al otro diferente, que estigmatizan a aquel sobrequien recaen, constituyen el primer obstáculo que hay que remover. Y no es fácil,pues los prejuicios perviven enquistados en el imaginario social, alimentandomiedos y rechazos más allá de lo que intelectualmente por lo común admitimos.Un conocimiento crítico sobre las realidades culturales de los otros y sobre lasnuestras propias es instrumento indispensable para dejar atrás las anteojerasprejuiciosas que impiden de hecho tratar al otro como interlocutor que en verdades escuchado. Si salta a la vista que para esa tarea de erradicación de prejuicioses fundamental la educación, hay que añadir a la vez que esa misma tarea edu-cativa requiere un contexto social adecuado, y muy en especial en lo que se refie-re al contexto familiar, de manera tal que empeño educativo no se convierta eninacabable tarea al modo de la mítica Penélope, que destejía de noche lo quetejía durante el día para dar tiempo a que llegara su añorado Ulises. En este caso,por el contrario, el ir y venir entre tejer y destejer, es decir, entre alimentar por unlado los prejuicios que se tratan de erradicar por otro, acaba consumiendo el tiem-po disponible para generar un clima de convivencia apto para la interrelación depersonas y comunidades culturalmente diversas.

Hay condiciones económicas y sociales que hacen imposible cualquier diálo-go auténtico, que requiere al menos una aproximación a la simetría entre quienesparticipan en él. Dialogar en el espacio de la interculturalidad reclama, pues,generar condiciones económicas adecuadas entre los convocados, eliminando laexplotación en el trabajo, la inmersión en la economía sumergida o la marginali-dad en los modos de vida. Ha hecho bien Enrique DussEL siempre que ha recor-dado que desde el silenciamiento de los empobrecidos no hay diálogo que valga(DussEL, 2006). Es una farsa convocar al diálogo a quien se halla sumido en laexclusión social, lo cual es también una realista llamada de atención a una prác-tica educativa planteada como acción dialógica y volcada a formar para el diálo-go, pues quien no emerge de esas situaciones de exclusión llevará en lo máshondo de sí el desmentido de aquello que se le quiere enseñar. Al fin y al cabo eneducación es clave la credibilidad de quien educa y del sistema en el que suacción se ubica.

Si pasamos a contemplar ciertas condiciones epistémicas y culturales corro-boraremos que también algunas son indispensables como condiciones mínimaspara dialogar en serio. Si no se han revisado posiciones etnocéntricas desde las

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que se han sostenido históricamente justificaciones falsas de lo propio en detri-mento de lo ajeno, exaltaciones indebidas de nuestra civilización con el reversode considerar a las demás como exponente de la barbarie y explicaciones insos-tenibles de tanta violencia como atraviesa la historia, entonces el diálogo está tra-bado desde su arranque. Pero hay algo más: para dialogar en serio hay querenunciar al monopolio de la verdad, a querer llevar siempre la razón —hayque aprender, como dice Gadamer, a reconocer que no se lleva razón (PÉREZ

TAPIAS, 2004)—, a pretender ocupar un lugar privilegiado, aun en el mismo diálo-go intercultural. Por algo la tunecina Sophie BEssls (2002) plantea cómo, en elcaso de los occidentales, todo eso supone dejar atrás un complejo de superiori-dad que arrastramos desde hace siglos. Y también, de camino, dado el peso delas religiones en las tradiciones culturales y cómo se perfila el diálogo interreligio-so cual pieza clave para el diálogo intercultural, incluso en sociedades seculari-zadas, podemos entrever que la aportación ecuménica de las religiones a laconvivencia entre los diferentes será plenamente convincente cuando renunciena administrar una verdad absoluta de la que se sienten depositarias. Sólo así,desactivando las mechas de lo que Tariq ALí llama "choque de fundamentalismos"—son éstos, más que las supuestas civilizaciones, los que chocan (ALí, 2005)—,se hará verdad eso tras lo cual el teólogo Hans KONG nos puso sobre la pista: lapaz entre las religiones allanará el camino para la paz entre naciones y culturas(KONG, 2006, págs. 133 y ss.). No cabe duda de que las conclusiones educativasque de todo ello se desprenden son de enorme trascendencia, empezando porlo que supone educar en el marco de un proyecto dialógico cuya clave de bóvedaes la renuncia a toda pretensión absolutista —lo cual no implica instalarse en nin-gún tipo de relativismo—, o por lo que entraña educar desde una amplitud demiras que vaya más allá de los "lugares comunes" de la propia cultura hasta poneren cuestión las pretensiones etnocéntricas que suelen acompañarlas.

Una ética desde y para la interculturalidad, labrada desde el diálogo entre losdiferentes, no puede pretender establecer una moral que sea en todo la mismapara todos. Eso supondría un planteamiento maximalista contrario al respeto mis-mo a la pluralidad. Por el contrario, a la hora de construir una moral universalista"desde abajo", esto es, sin imposiciones etnocéntricas y asentándola en eseespacio de encuentro que John RAwLS dibujó como consenso entrecruzado, hayque afinar muy bien en qué podemos y debemos ponernos de acuerdo (puedeverse RAwLS, 1996). No hay que olvidar los puntos de partida: aquello que en lasdiferentes tradiciones culturales es entendido como bueno, haciendo no obstanteel paréntesis que supone reparar en que eso mismo tiene una apreciación pluralen muchas de esas tradiciones. El objetivo, pues, es ponerse a la búsqueda encomún de lo que puede ser bueno para todos, que será ese común denominadorque deja atrás otras cosas, pero que cada uno puede apreciar como irrenuncia-ble para la vida compartida desde el trato debido a cada cual. Es decir, ese comúndenominador de lo bueno de cada uno es lo que entre todos se puede reconocerque es de justicia, lo que implica un deber inexcusable en el trato recíproco quehemos de darnos. Por ahí es por donde hay que trazar el perímetro del núcleo éti-co común de lo que podemos entender como justo, vinculado a la dignidad de laspersonas y a los derechos humanos en los que dicha dignidad se cifra.

En torno a la justicia, por tanto, se pueden ir estructurando los valores univer-salizables que en el diálogo entre los culturalmente diferentes vayan aflorando

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como indispensables para una convivencia democrática, tanto en los espaciosmás acotados de nuestras respectivas sociedades como en el más amplio de unmundo globalizado en el que todos estamos interrelacionados, aunque desdemuy distintas situaciones.

La diferencia y relación —la dialéctica— entre las distintas concepciones delo bueno y una común idea de lo justo ha de posibilitar matizar mejor los objetivosde justicia que han de ser asumibles por todos, descargando incluso los valoresde libertad e igualdad que en esos objetivos se conjugan del sesgo particularistaque Occidente ha impuesto sobre ellos en demasía, por ejemplo, con un concep-to muy individualista de libertad o muy homogeneizador de igualdad, y permitien-do a la vez que desde una noción de justicia más aquilatada se revise lo que enlas diferentes culturas se ha entendido como bueno, para que de esa "dialógica"—así lo diría Edgar MORIN (1994, págs. 83 y ss.)— lo aceptado desde cada tradi-ción como bueno salga mejor, es decir, más "humanizado" y "humanizador". Latarea humanizadora de educar ha de hacerse, pues, en y desde la sensibilidadpara la justicia, lo que implica desde el respeto a la alteridad y con conciencia delpluralismo como valor, lo cual no significa dar sin más por válido todo lo que for-ma parte de la pluralidad de lo que se presenta. Por ahí ha de transitar una edu-cación intercultural que no podrá dejar atrás nunca esa "humilde vir.tud" de latolerancia, entendida como esa tolerancia receptiva que el mismo Paulo FREIRE

ponía a la base de su pedagogía liberadora (FREIRE, 2004, págs. 23 y-ss.).

7.3. Reconocimiento, respeto y acción: Respuestasal imperativo intercultural

La interculturalidad no sólo es un "lugar" sociológico, sino que desde él lahemos afirmado, y bien insiste en ello GONZÁLEZ R. ARNÁIZ, como "categoría éti-ca" (GONZÁLEZ, 2008). Hasta tal punto es así que, de la mano de ese pensadorseminal que es Raimon PANIKKAR, podemos hablar de un "imperativo intercultu-ral", es decir, un mandato moral que descubrimos como deber insoslayable(PANIKKAR, 2002, págs. 55 y 2003). Podemos formularlo como la obligación moralde activar el diálogo entre los culturalmente diferentes, abriéndose cada cual ala alteridad diversa, para tratar de lograr los necesarios acuerdos sobre las cues-tiones de justicia que hemos de resolver para hacer viable la vida en común ennuestras sociedades y, a estas alturas, también la supervivencia en nuestromundo globalizado.

Descubrir un imperativo de estas características, y aceptarlo consecuente-mente como tal, sólo puede ser resultado de una sensibilidad y razón moralesmaduradas al hilo de nuevas circunstancias y al calor de interpelaciones éticasante las que no cabe evadirse. De suyo, la formulación de un "imperativo intercul-tural" traduce el deber puesto en ejercicio por quien ya está inserto en una diná-mica de reconocimiento del otro, exigente y fecunda a la vez. Los "caminos delreconocimiento" (RICOEUR, 2004), han de transitarse hasta ese punto en el quehoy nos sitúa una interculturalidad como hecho desde el cual, y no por deducciónal modo de reciclada falacia naturalista, formulamos el deber de una intercultura-lidad que se abre paso como norma.

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Desde el punto de vista de la maduración personal y colectiva para la inter-culturalidad hay que recorrer esos caminos del reconocimiento hasta el señaladopunto en el que el mencionado imperativo se encarna individualmente en acciónmoral y socialmente en acción políticamente estructurada. Cabe considerar talproceso de maduración como eje de una educación moral por la que ha de pasarel aprendizaje de la convivencia si queremos vivir dignamente juntos, siendo a lavez, como enfáticamente señalaba Alain TOURAINE hace años, "iguales y diferen-tes" (TOURAINE, 1997).

No hay vida humana sin reconocimiento (HONNETH, 1997). Necesitamos serreconocidos, aunque sea a través de la confrontación y el antagonismo, comoHegel puso de relieve. Y así es desde que nuestros ojos se abren a la luz de estemundo y buscan la mirada del otro, o antes, desde que la piel del recién nacido seve reconfortada por caricias maternales. Al reconocimiento de uno mismo porotros ha de seguir la capacitación para el reconocimiento recíproco, entre iguales—fundamento luego de la convivencia democrática—, donde unos y otros lleva-mos ese conocimiento mutuo que es más que mero conocer, que es "re-conoci-miento praxeológico", a los acuerdos imprescindibles, aun con disensos, paravivir juntos (ToDoROV, 1995, págs. 37 y ss. y 117 y ss.). Pero más allá, como cul-minación de ese recorrido del reconocer en el que la reciprocidad ?honda hastael fondo en que puede asentarse la obligación moral —incluso de atenerse a lopactado—, aparece ese reconocimiento del otro por el yo de cada uno, descu-briéndolo como tú que interpela o como él que, desde la distancia, exige un tratojusto. Es, como ha enseñado Emmanuel LÉVINAS, la madurez del reconocimiento,en la que de verdad encuentra cimiento el respeto incondicional al que el otro(me) convoca (LÉVINAS, 1995, págs. 228-229).

El "imperativo intercultural" pone en juego esa tercera forma de reconoci-miento, la del otro por mí o, colectivamente, la de los otros por nosotros, convo-cando a esa escucha de la alteridad en la que el respeto fragua como actitudmoral por excelencia: respeto al otro, a su palabra, a su inviolable dignidad, a loque deben ser sus inquebrantables derechos.

Y ese respeto no se queda en la parálisis de la inacción, sino que acude a lainterpelación del diferente, del otro distinto, poniendo a su vez en juego todoaquello que hace posible el entendimiento para, desde la diferencia, reconstruir loque deben ser relaciones entre iguales, es decir, entre aquellos que en virtud delmutuo reconocimiento se respetan en sus iguales derechos.

Si el respeto es moralmente necesario y el reconocimiento, indispensable, nova implicado en ello que sea fácil lograrlos. Por ello hablamos de deber, inclusocuando es difícil por circunstancias de partida muy ajenas al entendimientomutuo. En el caso de las diferencias culturales, si por un lado no hay que magni-ficarlas hasta los excesos insostenibles del relativismo cultural extremo, por otrono hay que minimizarlas de la mano de ingenuos acercamientos antropológicos odeseos excesivamente optimistas cargados de buena voluntad. El entendimientoes posible, pero a veces requiere tanta paciencia como empeño. No se disipanfácilmente malentendidos acumulados durante siglos, distanciamientos a vecesmilenarios, cuando no relaciones entre culturas distintas que se encontraron vio-lentamente mediante los nexos del colonialismo, el imperialismo o la guerra. Y, encualquier caso, es inexcusable la parsimoniosa tarea de la "traducción", de acer-camiento de códigos, de hermenéutica desde unas tradiciones culturales respec-

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to a otras. Pero el diálogo es necesario y posible, lo cual lo avala la misma expe-riencia de la humanidad, antes y ahora. Por ello, si a veces la extrañeza es com-ponente ineludible de la aproximación a los diferentes, conviene tener presenteque, como escribe MAALOUF, también nosotros "somos `los demás' para todos losdemás" (2009, pág. 208), lo cual pone en juego una saludable cura de humildad,indispensable para tejer fructíferas relaciones con los otros.

El diálogo al que lleva el "imperativo intercultural" busca prolongarse en laacción; no en mero activismo, sino en acción dotada de sentido, acción moral-mente orientada que ha de hallar concreción tanto en el ámbito educativo comoen el político. Para tal concreción es pertinente la referencia que supone el hori-zonte de un nuevo concepto de ciudadanía. En ese sentido, si se ha habladomucho de ciudadanía multicultural (KYMLICKA, 1996 y 2003), vamos siendomuchos los que pensamos que es mejor hacerlo en los términos de una "ciuda-danía intercultural", desde la cual el respeto a los derechos que la condición deciudadano supone para cualquier sujeto no esté limitado por pertenencias cultu-rales, incluidas las adscripciones nacionales (PÉREZ TAPIAS, 2007, págs. 137-196).

La identidad cultural es relevante, como lo es el sentimiento nacional, pero nila comunidad cultural ni el perímetro de la nacionalidad deben ser lo definitiva-mente determinantes en cuanto al reconocimiento de derechos de los individuos,clave para una lógica coherente de inclusión democrática (HABERMAS, 1999, págs.189-227). La "ciudadanía intercultural", anticipo de la ciudadanía cosmopolita conla que Kant podía soñar utópicamente, hay que pensarla y ponerla en prácticacomo ciudadanía "metanacional", en tiempos en que las culturas han de recono-cerse, pero no sacralizarse, de la misma manera que las naciones han de ser res-petadas a la vez que relativizadas. Desde ese tan serio juego de reconocimientosa múltiples bandas en nuestras sociedades pluralistas, que quieren vivir en demo-cracia, han de conjugarse derechos colectivos, para proteger diferencias cultura-les legítimas y derechos individuales, manteniendo éstos siempre la primacía,como corresponde a lo que expresa aquel aforismo de Séneca que late en todaactitud de respeto hacia los demás y hacia uno mismo: "el hombre es lo sagradopara el hombre". El reconocimiento de lo que supone la diversidad cultural, consus demandas y exigencias, no implica sacralización alguna de las realidadesculturales (VILLORO, 1998).

7.4. Interculturalidad en tiempos de crisis:Reconocimiento y respeto en el currículum

El mundo que nació con el derrumbamiento del Muro de Berlín —final de laconfrontación entre bloques del que en 2009 conmemoramos los veinte años-no fue el del "fin de la historia" que Francis FUKUYAMA quiso ver aupándose sobrelos hombros de un mercado capitalista dotado de democracias liberales (FuKUYA-MA, 1992). Tampoco hay que dejar que sea el de esa conflictividad extrema yomnipresente que Samuel E HUNTINGTON pronosticó como "choque de civilizacio-nes" (HUNTINGTON, 1997). No faltan, sin embargo, fuentes de tremendos malen-tendidos y trágicos desencuentros que hacen difícil salir del "desajuste delmundo" del que habla el ya citado Amin MAALOUF, con nuestras civilizaciones ago-

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tadas, hasta el punto de hallarse en complicado trance para retomar el hilo huma-nizador de lo verdaderamente civilizatorio como vector transversal a nuestrasmúltiples culturas.

Hay razones para la esperanza, pero sería ciego no atender a lo que Grams-ci seguiría considerando motivos para el "pesimismo del entendimiento". Algunosde ellos nos lo ha puesto ante los ojos la crisis económica del capitalismo globalen la que estamos inmersos, la cual, con toda su profundidad, ha acentuado has-ta ahora la precariedad de los trabajadores y el empobrecimiento de los expulsa-dos del mercado. La crisis económica que desde 2008 nos azota, cuya salida noparece que vaya por donde podrían señalar los indicadores de una transforma-ción seria del capitalismo, ha aumentado las desigualdades y ha relegado asegundo plano las diferencias. Eso, por una parte, ha desmontado mucho dife-rencialismo ilusorio, que abordaba las diferencias culturales como si las desigual-dades sociales, de raíz económica, no existieran. Pero eso mismo, por otra parte,encierra el peligro de olvidar diferencias que hoy por hoy siguen estando ahí,entreveradas con las desigualdades.

En medio de la crisis actual es necesario mantener una visión capaz de ate-nerse a la "lógica de la complejidad" y adentrarse en los entresijos de la realidadsocial. Ahora, más que antes, hay que apostar por la interculturalidad, pues nosólo el hecho de la diversidad cultural en nuestra sociedad no tiene marcha atrás,sino que el mapa de su desigualdad social también se dibuja culturalmente. Deahí que haya que articular las diferencias eliminando desigualdades y trabajarcontra la desigualdad conjugando las diferencias. No hay que perder de vista queen tiempos de crisis, cuando los recursos se vuelven escasos y el Estado de bie-nestar muestra sus límites, crece el caldo de cultivo para los prejuicios y la xeno-fobia, para el rechazo del diferente y la desatención al inmigrante. De ahí que seade suma importancia tejer interculturalmente las políticas sociales y los objeti-vos de cohesión social. Hay que evitar que con las estrecheces económicas seensanchen lo que WIEVIORKA, desde la sociología, llama los "espacios del racis-mo" (WIEVIORKA, 1992), justamente para seguir transitando desde el racismo a lainterculturalidad (GARCÍA y SÁEZ, 1998). En medio de la crisis, por tanto, si nadieha de verse por falta de recursos marginado, nadie tampoco ha de verse por sudiferencia humillado. A unos y otros, a todos, hay que tratar con el debido respe-to, es decir, con la eficaz solidaridad que sus derechos reclaman. Eso reivindica-mos los diferentes y a eso aspiramos los iguales.

En el campo de la educación, donde la crisis también hace notar su impacto,surge la tentación de relegar a un segundo plano lo relativo a una educación inter-cultural, como si en estos momentos eso no fuera lo importante, dado que elacento recae en la necesidad de poner al día un sistema educativo que ha de res-ponder mejor a la formación necesaria para insertarse en un mercado muy difícil,en el que el trabajo ha vuelto a ser un bien escaso y para apuntalar desde la edu-cación la innovación que necesita una economía que requiere ganar en competi-tividad. Para todo ello parece que no cuenta demasiado una interculturalidad enla que pódíamos demorarnos en tiempos de bonanza económica, pero no ahora.¡Craso error!

Pensar que en la realidad social de nuestros días podemos resolver la pro-blemática educativa que nos resulta tan acuciante —constantemente se habla decrisis de la educación— prescindiendo de lo que interculturalidad supone como

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"lugar" y como norma, es de una miopía culpable. Así lo podemos decir parafra-seando a Kant, añadiendo que tal miopía, además de no apreciar bien la situa-ción demográfica que tenemos en España, por ejemplo, y de no extraer de ello lasdebidas consecuencias económicas mediante fehacientes análisis sociológicos,conlleva una más que culpable indiferencia moral. No se puede volver a pensar yactuar en educación como si durante estas últimas décadas no hubiera ocurridoel cambio tan fuerte que se ha dado en nuestra sociedad hasta hacer de ella una"sociedad de inmigración"; no se puede seguir pensando y actuando dejando almargen los procesos de hibridación y mestizaje que se están dando delante denuestros ojos; no se puede seguir pensando y actuando desde la arrogante con-ciencia de que nuestra cultura hegemónica es el patrón y la medida a la que todoslos demás han de someterse; en una palabra, no se puede seguir pensando yactuando como si los otros no existieran ni estuvieran con nosotros. Y menos aúnse puede seguir así en todo lo que a la educación se refiere.

Con todo, si hiciéramos un balance concienzudo y sin trampas acerca de loconseguido a lo largo de una serie de años en los que ya hemos hablado muchoacerca de interculturalidad y, más concretamente, de educación intercultural, segu-ramente tendríamos que confirmar que lo hecho se ha quedado con demasiada fre-cuencia en la periferia de las cuestiones. No se puede decir que las exigencias deinterculturalidad, que los apremios para profundizar en el reconocimiento del otrodiferente o que el aprendizaje del respeto, según venimos señalando, hayan caladoen profundidad y hayan impregnado, por ejemplo, los planteamientos curricularesimperantes en nuestro sistema educativo. Por el contrario, salvo pinceladas epidér-micas y muchas llamadas voluntariosas a la tolerancia, el contenido de las mate-rias, las formas de evaluación, los libros de texto, los modos de enseñar hanseguido dándose conforme a las pautas de la cultura dominante, es decir, las pau-tas de un país occidental —aunque en posición excéntrica respecto al núcleo durode Occidente—, "blanco", de mayoría sociológica e impronta cultural católicas, demarcado peso de una cultura patriarcal, de pasado colonial con resabios de impe-rio que aún perduran —a pesar de tantos siglos de "decadencia" según esa mismaóptica nostálgica—, de sociedad estratificada donde sus clases dominantes siguenconservando notables parcelas de poder —aun en democracia—, como especial-mente se puede apreciar en el sistema educativo (a través del cual se reproduce elsistema social mismo), etc.

En una era conservadora como es ésta en la que estamos viviendo, y queamenaza con seguir siéndolo por más que haya que poner en el haber del neoli-beralismo como ideología política el haber sido causa de la crisis económica quepadecemos, hay motivos para temer que no va a cambiar la compacta amalgama,con ingredientes neoconservadores además de neoliberales, desde donde que-dan trazados los contenidos curriculares que el sistema educativo se encarga devehicular (APPLE, 1996, especialmente 61 y ss.). Eso es tan patente en todo lo quese refiere a los elementos en los que el currículum se muestra abiertamente, que sepuede decir que aún se da con más fuerza en el "currículum oculto", a través delcual todavía se acentúan con mayor ahínco si cabe los contenidos y valoracionesde la cultura que con su hegemonía sigue constriñendo a los otros al someti-miento, incluso al precio de la aculturación respecto a sus propias tradicioneshasta lograr el "conformismo cultural" requerido (puede verse la obra "clásica"APPLE, 1986, págs. 85 y ss. y 11 y ss.). Ante la amenaza de que siga siendo así

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Saberes e incertidumbres sobre el currículum

habrá que decir, como poco, que hemos de andar con cuidado para que lasurgencias de la crisis económica no ahoguen lo importante en donde se juega elfuturo de la educación.

Es hora, pues, de llevar en serio la interculturalidad al currículum. Si no es así,las propuestas de educación intercultural, de cauces para la imprescindible capa-citación para el diálogo entre los culturalmente diversos, quedarán entre los dis-cursos bienintencionados, incapaces de hacer mella en la realidad. El agravanteserá, no ya la melancolía por tanta energía y tiempo inútilmente gastados, sino lafactura que nos pasará una realidad social más tensa, con mayores contradiccio-nes, en la que el naufragio de una tan necesaria educación intercultural será lamás clara señal de que ha fallado la política del reconocimiento que reclama unasociedad donde convivimos tantos y tan diferentes y de que no hemos acudido ala cita en la que se nos convocaba —diciéndolo con palabras de Fernando de losRíos— a la "revolución del respeto" que había de hacernos a todos más dignos ya nuestra sociedad más justa.

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CAPÍTULO VIII

El currículum como espacio de participación.La democracia escolar ¿es posible?

Por Juan Bautista MARTÍNEZ RODRÍGUEZ

Universidad de Granada

Introducción

Al preguntarnos sobre la posibilidad o conveniencia de que los centros esco-lares funcionen como una "democracia escolar" encontramos respuestas que sir-vieron para otras condiciones socioculturales y partieron de otros supuestos. Lanaturaleza de la escuela es cambiante, como institución se está transformandodesde sus principales agentes y condiciones y sus fundamentos son inadecua-dos. Es preciso definirla constantemente y construir su sentido, buscando refe-rencias morales y políticas que permitan que en los centros la democracia serenueve, reinvente y refresque.

La variedad de experiencias' y ensayos, no exentos de errores o fracasos, asícomo las narrativas, han centrado el interés en cuestiones fundamentales: a) Quédecisiones toman los centros escolares, el Estado, las familias y la comunidadlocal y, por tanto, en qué asuntos y de qué manera intervienen profesorado yalumnado; b) qué finalidades les orientan y qué resultados obtienen; c) qué res-puestas dan los centros escolares a los asuntos comunitarios provocadores ycontrovertidos (pobreza, desigualdades, exclusión social) qué requieren de lacomprensión política y ética de la vida económica y social, d) qué relaciones depoder se establecen, e) qué conocimientos se seleccionan en los currículum yquién los decide.

Vamos a revisar nuestro legado compuesto por los intentos de aplicar princi-pios "democratizadores" para obtener una mayor participación e integración delprofesorado, alumnado y familias. Lo que exigía a) cambios en las estructuras departicipación de centros o aulas, b) cambios en la democratización del conoci-miento renovando los contenidos escolares "oficiales" o tradicionales para darlesmayor sentido para los aprendices, c) innovación de las metodologías de ense-

' Ver redes: Internacional de Escuelas Democráticas, Comunidades de Aprendizaje, EscuelasAceleradas, MECEP (FREINET), Ciudades Educadoras, Escuelas que Aprenden, Proyecto Atlántida.

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