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A través de su personaje, RachelVinrace, que se encuentra en unextraño hotel de un paíssudamericano, Virginia Woolf haceun brillante retrato de la condiciónfemenina y de toda una época,desbordando el pequeño espaciofísico para trazar la universalidad desu pensamiento, un tema iniciadoen ésta, su primera novela y queserá la base fundamental en lamayoría de sus obras.

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Virginia Woolf

Fin de viajeePub r1.0

Ascheriit 22.10.16

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Título original: The Voyage OutVirginia Woolf, 1915Traducción: Guillermo GosséIlustraciones: James Tissot, Una tormentade paso

Editor digital: AscheriitePub base r1.2

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I

Son tan estrechas las calles que van delStrand al Embankment que no esconveniente que las parejas paseen porellas cogidas del brazo. Haciéndolo,exponen a los empleadillos de tres alcuarto a meterse en los charcos, en suafán por adelantarles, o a recibir ellosun empujón u oír alguna frase, nosiempre muy gramatical, de boca de lasoficinistas en su apresurado camino.

En las calles de Londres, la bellezapasa desapercibida, pero laexcentricidad paga un elevado tributo.Es preferible que la estatura, porte y

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físico sean normales, con tendencia a lovulgar; y en cuanto a la indumentaria,conviene que no llame la atención bajoningún concepto.

Una tarde otoñal, a la hora en que eltráfico empezaba a intensificarse, unhombre, que llamaba la atención por suelevada estatura, paseaba con una mujerprendida a su brazo. A su alrededor, yasaltándoles con airadas miradas,rebullían, como hormigas en su marchaincesante, una multitud de seres queparecían diminutos en comparación conla esbelta pareja.

Esos seres insignificantes, cargadoscon papeles, carpetas de documentos ypreocupaciones, correteaban pendientes

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de la obsesión de que su salario semanaldependía única y exclusivamente de sueficacia. Eso explica que miraran conpoca benevolencia la excepcionalestatura del señor Ambrose y la capa desu esposa, que se interponían en sufebril actividad.

La pareja, en su abstracción, noreparaba en la poca simpatía quedespertaba a su paso.

Un movimiento casi imperceptibleen los labios de él, dejaba entenderprofundos y abstraídos pensamientos. Lamujer, con la vista fijainconscientemente ante sí, parecíacontemplar solamente su honda pena.Solo un gran esfuerzo de voluntad

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conseguía mantener en él laimpasibilidad y evitar en ella el llanto.Hasta el roce de la gente les resultabadoloroso.

Cruzaron la calle sorteando elpeligroso tráfico de la calzada. Al llegara la otra acera, la mujer abandonósuavemente el brazo en que se apoyaba yacercándose a la baranda del puenteocultó con sus manos a toda miradaindiscreta el rostro, por el queempezaban a correr las lágrimas. Elseñor Ambrose intentó consolarla conafectuosas palmaditas en la espalda, delas que ella pareció no apercibirse. Anteun dolor mayor que el suyo, el hombrecruzó los brazos a la espalda y dio

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varios paseos a lo largo del puente.El Embankment tiene varias

prominencias semejantes a otros tantospúlpitos. Pero en lugar de predicadores,estos salientes están a todas horas llenosde chiquillos ocupados en tirar piedrasal río, o hacer navegar sus barquillos depapel. Siempre alerta por lo que pudieraser motivo de distracción, la chiquilleríavio en el hombre un ser terrible, y elmás atrevido gritó: «¡Barba Azul!».Temiendo que la burla se extendiese a sumujer, el señor Ambrose les amenazócon su bastón, lo que dio como resultadoinmediato que varios rapaces unieransus fuerzas vocales para repetir a coroel grito de «Barba Azul».

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La inmovilidad de la mujer no llamóla atención de los muchachos. Sonmuchas las personas que pasan largosratos apoyadas en el puente de Waterloocontemplando el río. A veces parejas deenamorados, a quienes el paso de lacorriente sugiere mil símiles de amor,que a ellos se les antojan nuevos y soneternos. Otras veces, son solitariospaseantes que durante unos momentosrecuerdan instantes de su vida quepasaron como el agua indiferentetransita bajo el puente. Algunosatardeceres la niebla difumina lassiluetas de los edificios de Westminstery les da una extraña semejanza a unaConstantinopla entrevista en sueños.

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Siempre es curioso mirar el río. Unasveces es de un color morado plomizo,otras de barro ceniciento y algunas,pocas, de un color azul intenso querecuerda un mar meridional.

Pero la señora Ambrose no veíanada de aquello, el río se había alejadode su vista hasta convertirse en un puntocircular, iridiscente, del que no podíaapartar la mirada. Su llanto manabacopioso uniéndose a la corriente.

Una voz misteriosa pareciómurmurar a sus oídos: «Loor, Forsenade Closium; juro por los nueve diosesque la gran casa de Targuin no sufrirámás daño…». Estas palabras pasaronpor sus oídos deslizándose como un

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susurro. Sentía que debía, que tenía quevolver a todo aquello, pero por elmomento necesitaba llorar y se sabíaincapaz de ejecutar ninguna otra cosa.Escondió su rostro aún más y dio ampliocurso a su pena. Así la vio sucompañero al llegar junto a lapulimentada Esfinge y volverse despuésde comprar algo a un vendedor depostales. Retornó sobre sus pasos yapoyó suavemente una mano sobre suhombro diciendo: «¡Querida!». Su vozera suplicante, pero ella le rehuyó comosignificándole que poco podía entenderde una pena cual la suya. Como él nocejara, hubo de secarse los ojos ylevantarlos hasta el nivel de las

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chimeneas que se alzaban sobre la otraorilla. Miró los arcos del puente deWaterloo y el incesante paso devehículos, semejante a una hilera deanimales en una galería de descarga.Pero no veía nada. Solo llamaron suatención los gestos que su esposo hacíaa un coche de alquiler que no ibaocupado. No, prefería andar, el ejercicioparecía borrar algo la fijeza de susideas. El ruido de los enormescamiones, semejantes a monstruosfantasmales, los coches de alquiler, loscarros y la gente, la volvieronlentamente a la realidad. Pero con estavuelta al mundo en que vivía,comprendió también claramente cuán

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tierno era el afecto que sentía porLondres. Su pensamiento voló lejos,hacia una columna de humo que seelevaba entre los montes. Allí estaríanllamándola sus hijos, consolados porgentes extrañas. Un laberinto de plazas,calles y edificios los separaba. Pensóque de los cuarenta años de su vida,treinta los había pasado en Londres. ¡Yqué poco afecto había sabido despertaren ella la ciudad!

Era extremadamente observadora ygustaba de penetrar, con una solamirada, en el interior de las personasque cruzaban junto a ella. Había genterica que se dirigía a reunirse con susamistades, empleados que calculaban

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mentalmente el tiempo que faltaba paralibrarse del odiado y necesario trabajocotidiano, pobres a quienes eldescontento que producía la riquezaajena hacía más desgraciados. Algunosviejos y mujeres se disponían a ocuparlos bancos en los que pasarían la noche.El esqueleto de la sociedad se mostraba,impúdicamente, envuelto en una lluviamenuda, incesante y deprimente. Losvehículos, con su marcha rápida yaparentemente inútil, no le interesaban;las parejas de enamorados que buscabanlas sombras, la asqueaban; lasvendedoras de flores y baratijas, gentealegre que tantas otras veces ladivirtieron, se le antojaban ahora seres

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degradados y degradantes, hasta lasflores con sus vivos colores le parecíanfalsas e insípidas. El paso firme ygallardo de su esposo, su gesto alsaludar a un conocido, le parecían cosasirreales.

Detuvo un coche de alquiler y tuvoque alzar la voz para advertir a suesposo que se alejaba distraído. El trotecansino y regular les alejó pronto de West-End en dirección a los muelles.Parecían dirigirse al corazón de la granfábrica. Los brillantes focos, losluminosos escaparates, las lujosascasas, los pequeños seres vivientes quese trasladaban hacinados eninsuficientes autobuses o

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individualmente en enormesautomóviles, eran la mercancíamanufacturada.

En el estado de ánimo de la señoraAmbrose, la mercancía parecíamezquina comparada con la inmensidadde la fábrica. Viendo los hacinamientosde los vehículos públicos, la grancantidad de seres que iban a pie y losinfinitos camiones y carros querodeaban, seguían y precedían a suvehículo, sentía la sensación de queLondres albergaba solamente miles,millones de seres pobres ydesgraciados.

Abrumada por aquellasobservaciones, recordaba por contraste

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su vida en los alrededores de PicadillyCircus. Fue un sedante que la pobreza delas casas que se alineaban en formainterminable, se viera rota por unedificio que el municipio destinaba aEscuela de clases nocturnas.

—¡Qué sobrio y triste es! —exclamósu marido—. ¡Pobres criaturas!

Aquel cuadro de miseria y la lluviatenaz y monótona le trajeron a lamemoria a sus hijos. Sintió la sensaciónde que una herida había expuesto sucerebro al contacto del aire frío.

El amplio espacio del Embankmentse había ido achicando hasta convertirseen una calleja estrecha y malempedrada, oliendo a carburantes

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requemados, embotellada y atascada decamiones y carros. El coche se detuvo.

El señor Ambrose leía en unosenormes cartelones los detalles de lasalida de buques rumbo a Escocia. Ellaintentó también informarse. Pero lostrabajadores ocupados en sus tareas,sumergidos en una neblina fina y gris, noconstituían una fuente de informaciónmuy digna de tenerse en cuenta. Lapresencia de un anciano que adivinó susdeseos y se ofreció a llevarles en subarquilla, resultó providencial.

Tras una ligera indecisión, seacomodaron en los asientos del bote, notardando en ser mecidos por lacorriente. Londres se adivinaba tras la

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línea de edificios de la ribera, que conla distancia adquirían proporciones decasas de muñecas. Los faroles sereflejaban en la móvil superficie del río,produciendo en su corriente laapariencia de una marcha superior a lareal. Voluminosas barcazas descendían oremontaban la corriente escoltadas porlargas cuerdas de embarcacionesmenores. Las lanchas de la policíapasaban con marcha endiablada y suestela imprimía un movimiento devaivén a la barquilla.

El viejo, sintiéndose comunicativo,recordó sus años mozos, cuando en subote transportaba delicadas jóvenesbajo los arbustos de la verde orilla de

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Kotherhithe. Entonces el trabajo eraincesante, pero ahora…

Su mirada, preñada de tristezas,recorrió el río; cuna y bienestar de susmayores, recuerdos de su existencia yamenaza de miseria para sus hijos. Losojos se posaron en el perfil, monstruosoen la semioscuridad, del puente de laTorre de Londres. La mole de un buque,anclado en el centro de la corriente,parecía acercarse a ellos. Confusamentese leía un nombre sobre el casco:Euphrosyne. Los mástiles, laschimeneas y la bandera desplegada alviento, más que verse se adivinaban.

Al sacar los remos del agua, elbarquero explicó que todos los buques

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del mundo izaban la bandera el día de supartida. A los señores Ambrose unextraño presentimiento les hizo ver enaquello un signo de mal agüero, perosobreponiéndose subieron a bordo.

En el salón del buque, propiedad desu padre, la señorita Rachel Vinrace, deveinticuatro años de edad, esperabanerviosamente la llegada de sus tíos. Lesrecordaba vagamente, pero estabadispuesta a hacerles la estancia lo másgrata posible. Sentía un cierto malestarindefinible, deseaba que hubieratranscurrido el momento de darles labienvenida y se entretenía corrigiendo laposición de los cubiertos sobre la mesa.Una voz de hombre se oyó sobre la

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cubierta:—¡Con esta oscuridad se puede uno

caer fácilmente de cabeza…—¡Y matarse! —concluyó una voz

de mujer.Una figura femenina se recortó en el

marco de la puerta. Era alta y se cubríala cabeza con un chal morado. La señoraAmbrose era bella y distinguida. Loúnico que impedía una franca yespontánea simpatía hacia ella eran susojos, que se posaban penetrantes ysoberbios en cuanto había a sualrededor. Su rostro reflejaba más vidaque las bellezas clásicas, pero suexpresión era más dura que la de lamayoría de las mujeres inglesas bonitas.

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—¡Oh, Rachel!, ¿cómo estás? —dijo, tendiéndole la mano.

—¡Hola, querida! —dijo el señorAmbrose, acercándose a besar a susobrina.

Ésta se sintió atraída por el porteelegante, las facciones pronunciadas ylos ojos expresivos de su tío.

—Avisa al señor Pepper —ordenóRachel a uno de los marineros.

El matrimonio se sentó a la mesafrente a su sobrina.

—Mi padre me indicó que no leesperásemos. Tiene mucho trabajo.¿Conocen al señor Pepper?

Un señor pequeñito, doblado, querecordaba los árboles curvados por el

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viento, acababa de entrarsilenciosamente. Saludó al señorAmbrose y a su esposa.

—¡Hay corriente de aire! —dijo,levantándose el cuello del abrigo.

—¿Se resiente todavía del reuma?—preguntó Helen Ambrose con vozsuave y armoniosa, a pesar de que supensamiento estaba bien distante decuanto la rodeaba.

—¡Es cosa del clima! —Seacongojó el señor Pepper.

—Pero de eso no muere nadie —contestó Helen.

—Por regla general, no —contestóel señor Pepper.

—¿Sopa, tío Ridley? —preguntó

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Rachel.—Gracias, querida —dijo él,

entregándole el plato, luego suspirósuavemente—. No te pareces a tu madre.

Helen hizo ruido con sus cubiertos,procurando evitar que se oyese elcomentario. Al comprender la inutilidadde su esfuerzo, se sonrojó.

—¡Hay que ver lo mal que colocanlas sirvientas las flores! —dijo Helenapresuradamente, colocando con másgracia un puñado de pequeñoscrisantemos enterrados en un búcaro.

Hubo un largo silencio.—¿Conocías a Jenkinson de

Peterhouse, Ambrose? —preguntó elseñor Pepper desde el otro lado de la

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mesa.—Sí, hace muchos años.—Pues murió. ¿Recuerdas que fue el

héroe de un suceso muy extraño…, de unaccidente de pesca? Se casó con unajoven propietaria de un estanco,marchándose a vivir a Feus; no volví averle… Creo que bebía y acabóaficionándose a las drogas. Un casoperdido —acabó Pepper como concisoepitafio.

—Era un individuo muy hábil —dijoAmbrose, sacudiendo la cabeza.

—Sí, sustentaba muchas teoríasextrañas.

—Creo que tenía una sobre losplanetas…

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—Sí, algo inverosímil —dijoPepper, moviendo la cabeza.

La mesa tembló ligeramente, lalámpara se apagó y un timbre apagadorepiqueteó sin interrupción.

—¡Zarpamos! —indicó el señorPepper.

Un ligero balanceo movió la nave,haciéndose cada vez más perceptible.Las luces se sucedían a través de lascortinas de las ventanas.

—Ya marchamos —volvió acomunicar el señor Pepper al tiempoque el buque se estremecía y emitía unquejido melancólico. Se oía claramenteel chasquido del agua contra el tajamar yla embarcación empezó a cabecear

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acusadamente, obligando al camarero acuidar del equilibrio.

—Y Jenkinson de Cats —preguntóRidley—, ¿le ves todavía?

—Una o dos veces al año. Hacepoco que perdió a su esposa. Esdoloroso.

—Mucho —comentó Ridley.—Tiene una hija soltera que le

cuida, pero a su edad no es lo mismoque si lo hiciera su esposa.

Ambos asintieron, procediendo amondar las manzanas.

—Escribió un libro, ¿no? —preguntó Ridley.

—Sí, pero es como si no existiera—contestó Pepper tan vehemente que las

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dos señoras lo miraron extrañadas ysorprendidas.

La voz del señor Pepper era agria alañadir:

—Es muy cómodo eso de adornarsecon plumas ajenas. El libro no loescribió él.

—Estoy de acuerdo, pero es unadebilidad de los que no saben abrirsecamino por sus propios medios.

—Su vida fue completamente inútil.Otro caso semejante es el de nuestroamigo Miles —continuó Pepper con unasonrisa irónica—. He hecho un cálculoaproximado y sin contar el tiempo queestuvo en la cuna, ha escrito unpromedio de dos volúmenes y medio

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anuales. No se puede negar que es unaindustria próspera. ¿Conoces laimpresentable colección Bruce?

—¡Por supuesto! —contestó conénfasis el señor Ambrose—. Un poquitolibre, ¿no?

—¿Conoces el Fussip en HedivillesRow? —Precisamente me refería a él.

Las señoras, según es costumbreinveterada en su sexo, intervenían de vezen cuando en la conversación, pero sinponer una excesiva atención en ella. AHelen la inquietaba la actitud de Rachel,demasiado silenciosa y tranquila,impropia de su edad. Los caballerosacabaron por olvidarse de la presenciade las damas.

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—¡Ah! ¡Cuántas cosas podríancontarse de aquellos tiempos! —Oyerondecir a Ridley al acomodarse en unbutacón.

A través de la puerta del fumadorpercibieron al señor Pepper derrumbadoen otro butacón. Parecía haberseaflojado la ropa y semejaba un monomalicioso. Helen y Rachel cubrieron suscabezas con sendos chales y subieron apasear a cubierta. Seguían deslizándosemansamente río abajo, cruzándose conlas moles ingentes y oscuras de otrosbuques anclados. Londres, anegado enun mar de luz amarillenta, semejaba laflor monstruosa de una mitológicaplanta. Las luces de los vestíbulos de

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los teatros, de las tiendas, a lo largo delas calles interminables, anuncios quedibujaban su estela de luz en el vacío.

Resultaba doloroso, para personasque se alejaban de allí a la venturasobre el mar, que la ciudad siguierabrillando, siempre en el mismo sitio,como un faro inalcanzable, cuyo halo deluz amarillenta se elevaba hasta lasnubes prolongado por la neblina.

Helen volvió el rostro hacia lamuchacha que se apoyaba en la baranda,a su lado.

—¿Tienes frío, Rachel?—No… —balbuceó ésta con voz

queda, para añadir a continuación—.¡Qué hermosura!

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En realidad, no era gran cosa lo quela noche permitía ver. Una hilera demástiles distanciados, una masa oscuraen donde se adivinaba la ribera y sobreella una serie de pequeños rectángulosluminosos. Eran las ventanas. Más allá,una masa de neblina luminosaemplazaba la ciudad.

La marcha era contra el viento y seveían precisadas a sujetarse las faldas yla cabellera. Al poco rato el viento seapaciguó algo, pero volvióse más frío.

Por las entornadas ventanas delfumador vieron a los caballerosapurando sendos cigarros puros.Repentinamente el señor Ambrose seechó hacia atrás violentamente, mientras

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que un esfuerzo contenido destacaba máslas arrugas del rostro del señor Pepper,que parecían talladas con cincel. Unasonora carcajada vino a mezclarse conlos crujidos que el viento arrancaba a lanave. Los dos hombres, ajenos a todo, sehabían sumergido en sus recuerdos deCambridge, allá por el 1875.

—¡Son viejos amigos! —observóHelen, sonriente—. ¿Dóndeencontraremos nosotras un lugar parasentarnos?

Rachel abrió una puerta.—Es más un corredor que una

habitación —dijo, mostrando unaoriginal y exótica sala de estar.

Tenía en el centro una mesa

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empotrada en el suelo y a su alrededoramplios y cómodos divanes a lo largode los tabiques.

El sol tropical había hecho palidecerla tapicería hasta un verde azulado. Unespejo, con marco de conchas, colgabade la pared; era el trabajo de unenamorado del mar y daba un extrañoaspecto al conjunto. Retorcidas conchasde rojos bordes, que recordaban cuernosde unicornio, adornaban la repisa de lachimenea. A cada lado de las puertaspendían unas cortinas de seda morada,con varios borlones. Por las dosventanas, que daban a cubierta, el soltropical había encontrado camino paradecolorar los cuadros que pendían de la

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pared. Uno de los grabadosrepresentaba, casi indistinguiblemente, ala reina Alejandra jugando con susperritos. Frente al hogar, dos mecedorasde mimbre se ofrecían acogedoras.Sobre la mesa pendía una gran lámpara,era el signo de civilización menos irrealde cuantos adornaban la habitación.

—Es raro que todos resulten serviejos amigos del señor Pepper —comentó Rachel con cierto nerviosismo.

El silencio en que había vuelto acaer Helen la ponía en una situaciónviolenta.

—¿Le haces mucho caso? —preguntó por fin su tía.

—Es algo así como esto —dijo

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Rachel, manoseando un extraño pezdisecado.

—Creo que le juzgas con excesivaseveridad.

Rachel intentó justificar suspalabras, acudiendo para ello a loshechos, por parecerle mássignificativos. Así fue contando lo quesabía de William Pepper. Cuandoestaban en su casa, siempre la visitabalos domingos. Era persona culta,dominaba las matemáticas, historia ygriego, zoología, economía y las Sagasde Islandia. Había traducido al inglés yen prosa poesías persas, y prosa inglesaen versos griegos. Era una notabilidaden numismática y un experto en

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cuestiones de tráfico. Estaba allí paradocumentarse y escribir sobre el mar,probablemente un estudio sobre el viajede Ulises, pues el griego era su mayorpasión. Había regalado a Rachelejemplares de todos sus trabajos, lamayor parte obras pequeñas, y Helenpensó que probablemente Rachel no lashabía leído.

—¿Sabes si ha estado enamoradoalguna vez? —preguntó a la muchacha.

—No lo creo, su corazón es un trozode cuero viejo y reseco; pero,francamente, es una cosa que no heaveriguado.

—Será cuestión de preguntárselo.¿Recuerdas la última vez que te vi?

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Estabas comprando un piano.—Sí, lo pusimos en la habitación del

ático, que estaba ocupada por grandesplantas exóticas. Mis tías decían que undía piano, plantas y yo pasaríamos alpiso bajo a través del techo. A su edadno tenía que haberles asustado tanto lamuerte.

—Hace poco tuve noticias de tíaBessie —replicó Helen—. Teme que sete estropeen las manos si estudias tanto.

—¿O acaso que me ponga musculosay eso me impida casarme?

—No es eso precisamente —corrigió Helen.

—Claro, ella no lo diría así, pero eslo que piensa —dijo Rachel, soltando un

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suspiro.Helen clavó sus ojos en el rostro de

la muchacha: reflejaba más debilidadque decisión y solo sus ojos, grandes einteresantes, la salvaban de la insipidez.El óvalo de su cara era indefinido yfaltaba color a su cutis. Su indecisión alhablar y el tartamudeo para hallar laspalabras adecuadas, ponían de relievesu insignificancia. Helen se dijo que nola atraía la intimidad en que se veríanforzadas a vivir las tres o cuatrosemanas que duraría el viaje. Lasmujeres de su misma edad la aburrían ysuponía que con una jovencita sería peoraún. Volvió a mirar a su sobrina. Hablarcon ella de cosas profundas sería como

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escribirlas sobre la superficie del río.En la mayoría de las muchachas nohabía nada estable, ni vicios ni virtudes.

En aquel momento se abrió la puertabruscamente y entró un hombre alto yfornido. Se acercó a Helen y le cogió lasmanos emocionado. Era Willoughby, elpadre de Rachel y hermano del señorRidley Ambrose.

Era corpulento sin llegar a grueso,de cara ancha pero con facciones algopequeñas y un hoyuelo en cada carrillo.Se le comprendía más apto para capeartemporales que para disimular susemociones.

—¡Es un placer que hayáis venido!¿Verdad, hija? —dijo, mirando a la

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muchacha.Rachel asintió a la mirada de su

padre.—Haremos cuanto esté a nuestro

alcance para que os encontréis bienaquí. ¿Y Ridley? Bueno, Pepper ya seencargará de llevarle la contra, cosa a laque yo no me atrevería. ¿Qué te pareceRachel? Está hecha una mujer, ¿verdad?

Sin soltar la mano de Helen, pasó unbrazo por los hombros de Rachel.

—¿Crees tú que Rachel hace honor asus padres?

—¡Oh, sí! —contestó Helen violentay sin mirarlos.

—Espero grandes cosas de ella —continuó él, oprimiendo fuerte a la

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muchacha—. ¡Bien! —saltó de pronto—, ahora hablemos de ti. —Se sentaronlos tres en el sofá y prosiguió—: ¿Y loschicos? ¿Dispuestos ya para ir alcolegio? Me figuro que sí… ¿Se parecena ti o a Ambrose? De lo que estoyseguro es que ninguno de los dos estonto.

Al oír esto, Helen fue animándosegradualmente y empezó a explicar que suhijo, de seis años, era su vivo retrato,según la opinión general. En cuanto a lachica, que tenía ya diez años de edad,era muy parecida a su padre. Con todasencillez contó que su pequeño habíametido los deditos en la mantequilla,arrojando una buena porción de ella al

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fuego de la chimenea y contemplandosatisfecho las llamaradas que levantó suhazaña y de la vista de las cuales,gozaron tanto el hijo como la madre, locual probaba una afinidad de gustos.

—Es un pícaro, pero tendrás quecorregirle para que no juegue con fuego,puede traer malas consecuenciasadvirtió Willoughby.

—Pero si no tiene importancia… ¡estan chico! —disculpó la madre, como sifuese ella la autora de la fechoría.

—¡Por lo visto soy un padrechapado a la antigua! —suspiróWilloughby.

—¡No digas eso! Apuesto a queRachel no opina así.

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Claramente se reflejaba en el rostrodel padre la ilusión que le hubieseproducido el que Rachel le abrazase ymimase, negando su afirmación. Peroésta continuaba abstraída, mirando antesí y con la más absoluta indiferenciahacia lo que su padre decía. Suimaginación estaba muy lejos de allí.

Cambiaron impresiones sobre laforma más conveniente y disimulada delograr que Ridley gozase durante todo elviaje de unas completas vacaciones. Sino lo lograban ahora que sus baúlesrepletos de libros descansaban en lasentina del buque, Helen sabía que ya nolo conseguirían, pues en Santa Marinapasaría el día trabajando.

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—¡No te preocupes y déjalo por micuenta! —dijo Willoughby con su mejorvoluntad.

Se oyeron unos pasos. Se abrió lapuerta y entraron Ridley y Pepper.

—¡Hola, Vinrace! ¿Cómo estás? —dijo Ridley extendiendo la mano conalgo de embarazo.

Willoughby respondió efusivamente,pero con un cierto respeto.

—Os hemos oído reír bastante —dijo Helen—. Sin duda os habréiscontado cosas muy graciosas.

—No creas, nada que valiera lapena.

—¿Sigues siendo todavía tanexigente en tus juicios? —preguntó su

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hermano.—Por lo visto os aburrís mucho en

nuestra compañía, a juzgar por lo prontoque nos dejasteis —dijo Ridley a suesposa.

—¿Pero no lo pasasteis mejordespués de salir nosotras?

Ridley se encogió de hombros, lasituación era algo violenta, aunque todosintentaban demostrar jovialidad. Fue elseñor Pepper quien rompió el silencio ydesvió la atención. Súbitamente dio unsalto sobre su asiento, elevó las piernasy se sentó en cuclillas, como si huyerade una corriente de aire en los tobillos.Con los brazos cruzados en torno a lasrodillas y chupando su puro con

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fruición, ofrecía un aspectoestrambótico, como un pequeño diosoriental. Sin enmendar su extrañapostura, les endilgó un discurso sobrelos monstruos de las profundidadesmarítimas. Se mostró muy sorprendidode que ninguno de los diez barcos queposeía Vinrace y que efectuaban latravesía entre Londres y Buenos Aires,hubiese visto nunca tales monstruos y deque tampoco hubiesen intentado nuncallevar a cabo ninguna investigación.

—No, Pepper, no —rio Vinrace—;tengo de sobra con los monstruos de latierra.

Rachel susurró con un suspiro:—¡Pobres animales!

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—Si no fuera por ellos, no habríamúsica, querida —dijo su padre algobruscamente.

Entretanto proseguía la perorata dePepper, explicando los blancos, peladosy ciegos monstruos que habitaban lasprofundidades abismales del Océano,contando que al sacar estos animales ala superficie y librarlos de la enormepresión de las aguas, explotabanesparciendo sus entrañas a todos losvientos. Era tan prolija y descarnada suexplicación, que producía náuseas, yRidley hubo de rogarle que se callase.

Helen iba observándolo todo yformando su composición de lugar. No,decididamente no se sentía muy

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optimista: Pepper resultaba un pesado;Rachel una niña mimada y poco dada alas confidencias, estaba segura que susprimeras palabras serían: «Yo no meavengo con mi padre, no mecomprende»; Willoughby, por su parte, ypese a su buena voluntad, vivía en unmundo aparte, un mundo que él se habíaforjado. Entre todos ellos, Helen seencontraba descentrada y no se lasprometía muy felices, pero como era unamujer de acción y decisiones rápidas, sealzó y dijo que quería ir a descansar. Alllegar a la puerta se detuvo volviendo lacabeza; supuso que habiendo a bordosolo dos mujeres, Rachel laacompañaría. La muchacha se levantó, y

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con un ligero tartamudeo, dijo:—Me voy afuera… a… luchar con

el viento.La peor suposición de Helen se

confirmaba. Se deslizó por el pasillodando tumbos con el vaivén yagarrándose con ambas manos. A cadabandazo exclamaba:

—¡Caramba! ¡Bien empezamos!

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II

La noche fue poco confortable,movimientos incesantes del buque, olorsalobre, escasez de ropa en las camas.El señor Pepper pasó verdadero frío. Elamanecer trajo un cambio en lasituación. El cielo radiante y el martranquilo como pocas veces. Eldesayuno transcurrió en un ambiente máscordial. El viaje había comenzado bajolos mejores auspicios, con un cielo azuly un mar en calma. Todo era prometedor,pudiera o no expresarse, y esto sería loque, cuando pasasen los años, conferiríaun sentido especial a este momento,

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como el griterío de las sirenas durante lanoche anterior aparecería representadopor un gran aturdimiento.

La mesa estaba servida conatractivo. La fruta colocada con buengusto y los huevos y la mantequilladespertaban el apetito al más desganado.Helen atendía a Willoughby,observándole disimuladamente.Recordaba múltiples incidentesfamiliares y como siempre, terminabapor hacerse la misma pregunta: «¿Porqué se casaría Teresa con Willoughby?Claro que de aspecto no está mal —seguía pensando—, fuerte, grandón, vozrecia, puños potentes y voluntadfirme»… Pero para Helen el carácter de

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Willoughby se escondía tras una solapalabra: «Sentimental». Y ella entendíaque una persona sentimental no eranunca franca, espontánea, ni sencilla enla expresión de sus pensamientos,emociones o sentimientos. Por ejemplo,raras veces hablaba Willoughby de losmuertos, exceptuando los aniversariosde mayor solemnidad. Helen sospechabaincontables atrocidades en la educaciónde Rachel y estaba segura de que lapobre Teresa no había sido muy feliz.

Inconscientemente pasó a compararsu vida con la de su cuñada, a quienquiso sinceramente y que fue la únicamujer a quien llamó amiga. Estascomparaciones habían sido muchas

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veces el tema de sus conversaciones.Ridley era literato; Willoughby hombrede negocios. Terminaba Ridley su tercervolumen sobre Píndaro cuandoWilloughby fletaba su primer buque. Yel mismo año que el comentario sobreAristóteles fue leído en la Universidad,su cuñado montaba una nueva fábrica.¿Y Rachel? No, decididamente noresistía una comparación con sus doshijos, Rachel parecía tener solo seisaños, derramaba la leche en la tazaponiendo todo su cuidado en observarlas gotas que salían desparramadas. Sien lugar de aquellas tonterías de niñaboba, riera y se expresara conespontaneidad, resultaría una muchacha

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francamente bonita y agradable. Separecía a su madre, o mejor dicho, eracomo la imagen que se reflejaba en unlago en calma, de un rostro arrebolado ylleno de vida que se inclina sobre sutranquila superficie. Helen, absorta ensus pensamientos, no caía en la cuentade que ella era también observada,aunque no por los que tan crudamentejuzgaba.

El señor Pepper, mientras llenabaconcienzudamente de mantequilla susrebanadas de pan, iba realizando elretrato de Helen. Empezó reafirmándoseen su primitiva afirmación: Helen eraverdaderamente hermosa. Connaturalidad le acercó la mermelada para

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que se sirviese. No cesaba de decirsandeces, aunque no mayores ni menoresque las que se dicen siempre durante eldesayuno. Sabía, por propiaexperiencia, que antes del desayuno lacirculación cerebral parece atascada, yque si él no hablaba nadie lo haríaprobablemente. Así es que, sin muchaseguridad en lo que decía, seguíahablando y contradiciéndose a sí mismo,pero encontrándose superior a los que lerodeaban. En aquel momento, Pepper,después de convenir en que Helen erahermosa, bajó los ojos hacia el plato ehizo un rápido repaso de su vida. No sehabía casado, sencillamente, por nohaber encontrado nunca a la mujer que

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supiera inspirarle respeto. Había pasadolos años de su juventud en una estaciónde ferrocarril de Bombay, sin ver másque mujeres de raza y color distinto,mujeres militarizadas, mujeres queocupaban puestos oficiales y que ibanperpetuamente uniformadas. Su ideal erauna mujer que supiera leer, si no elpersa, por lo menos el griego, blanca,rubia y sensible, capaz decomprenderle… En su soledad habíaacabado por contraer extraños hábitos,de los que no se avergonzaba. Dedicabavarios minutos del día a aprender cosasde memoria, nunca tomaba un billete sinanotar antes el número, dedicaba el mesde enero a Petronio, el de febrero a

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Cátulo, marzo a los jarros etruscos, y asísucesivamente. En la India habíatrabajado infatigablemente, y de nadatenía que arrepentirse, exceptuando esospequeños defectos que todos loshombres listos se reconocen… Aunqueno los corrijan. Absorto en estospensamientos levantó la vista y sonrió alobservar que Rachel le miraba.

«Habrá masticado algo un númerodeterminado de veces», pensó Rachel, yañadió en voz alta:

—¿Cómo van esas piernas, señorPepper?

—Pobrecitas —dijo éstemoviéndolas con expresión de dolor—.Me temo que la belleza no cure el ácido

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úrico… y es una lástima…A continuación observó el mar y el

cielo de brillante azul a través delventanal, sacó un libro y lo colocó sobrela mesa. Respondiendo a la mudainvitación, Helen le preguntó cómo setitulaba. Junto con la mención del títuloinició Pepper una documentadadisertación sobre la forma másconveniente de construir carreteras. Seremontó a los griegos, pasó después alos romanos, para acabar con losingleses, que según su parecer eran unosinmejorables constructores, pero arenglón seguido empezó a criticar ydenunciar directamente a todos loscontratistas en general, y se acaloró

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hasta el punto de que las cucharillastintinearon al chocar con platos y vasos,y más de un trozo de bollo sedescompuso en el platito.

—¡Guijarros! —dijo con despectivoénfasis—. ¡Las calles de la granInglaterra están construidas conguijarros! Les he repetido hasta lasaciedad: «Con las próximas lluvias,vuestras calles se convertirán enpantanos». Una y otra vez mis palabrasse han convertido en realidad. ¿Perocreen ustedes que por eso se me hahecho caso? Ni entonces, ni cuando heintentado hacerles comprender que elúnico perjudicado era el bolsillo delcontribuyente… ¡Ni cuando les he dicho

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que leyeran a Corifeo! Pero son otroslos asuntos que acaparan la atención delas gentes. ¡Señora Ambrose, puedeestar usted completamente segura de quesolo podrá formarse una opiniónaproximada de la estupidez humanacuando haya tomado asiento en unos delos municipios de los suburbios! —terminó mirándoles a todos con energíaferoz.

—Mis pequeños tienen una niñeraque es una buena mujer, vamos, paracomo está hoy el servicio no puedoquejarme, pero está empeñada en quelos pequeños han de rezar. Yo no leshablo casi nunca de Dios. ¿Qué vamos ahacer, Ridley, si al volver los

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encontramos otra vez rezando elPadrenuestro?

Ridley dejó escapar una ligeraexclamación que a nada comprometía,pero Willoughby, que al oír las palabrasde su cuñada no había podido reprimirun estremecimiento, exclamó:

—Vamos, Helen, no creo que unpoco de religión perjudique a nadie.

—Preferiría que mintiesen —contestó Helen, sincera y rápidamente.

Willoughby estaba reflexionando enque la vida le había deparado unacuñada excesivamente excéntrica,cuando ésta echó hacia atrás la silla, selevantó y salió sobre cubierta. Casi alinstante la oyeron exclamar:

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—¡Mirad, estamos ya en alta mar!¡Venid!

Todos la siguieron. El humo de lasciudades había desaparecido y el buquese balanceaba en un claro amanecer.Había dejado Londres sumido en sufango, y la fina sombra de tierra queadivinaba a su izquierda parecía incapazde sostener el peso de una ciudad comoParís y, sin embargo, se trataba de lacosta de Francia. Se encontrabanliberados de carreteras, de cuantorecordara humanidad y en estaexaltación de su libertad hallaban elmayor goce.

Unas pequeñas olas, que rompíanblancas y acariciantes a cada lado de la

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inmensa mole, indicaban la marcha delbuque. El cielo de octubre, ligeramentenuboso en el horizonte, con una nube quese elevaba lenta como una columna dehumo, hacía más perceptible la purabrisa, fresca y salobre. Hacía demasiadofresco para permanecer quieto, y Helense agarró al brazo de su esposodispuesta a dar un paseo. Al elevar surostro hacia él parecía reflejar lanecesidad de comunicarle algo íntimo ydulce.

Se separaron unos pasos de Rachel yésta pudo observar que se besaban. Seasomó sobre las profundidades del mar.La superficie se veía ligeramenteensombrecida por el paso del

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Euphrosyne. Más abajo era de un verdealgo turbio que se iba esfumando,desvaneciéndose hasta acabar en unaimprecisa mancha oscura. Tras él seadivinaban restos de naufragios cuyosmástiles parecían a veces asomar sobrela superficie, en la cresta de una olabesada súbitamente por un rayo de sol.

—Rachel, si me necesitáis, estaréocupado hasta la una —dijo Willoughbyal pasar junto a su hija, dándole untoquecito en el hombro, comoacostumbraba a hacer siempre que sedirigía a ella—. ¡Hasta la una! —repitió—. A ti no te faltará tampoco qué hacer,supongo. Arpegios, francés, un poco dealemán, ¿eh? Aquí tienes al señor

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Pepper; es el hombre que conoce másverbos regulares e irregulares enEuropa.

Y se alejó sonriente.Rachel quedó riendo como siempre

hacía, como siempre había hecho, sinpensar en si verdaderamente habíamotivo y solo porque admirabaintensamente a su padre. Se disponía a«ocuparse en algo» cuando fueinterceptada por una mujer cuya enormehumanidad era imposible evitar. Su ropadenunciaba que pertenecía a laservidumbre; cerciorándose de quenadie la oía, empezó a hablar conextremada gravedad. Se trataba desábanas y demás ropa de cama.

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—Señorita, no sé cómo vamos asolucionarlo en este viaje… no quiero nipensarlo —empezó moviendo la cabezade un lado a otro como un muñeco—.No tenemos más sábanas que lasprecisas y una de las del señor tiene unboquete por el que pasaría un gato. ¿Ylas colchas? Un pobre se avergonzaríade ellas. La que le puse al señor Pepperno está en condiciones ni para tapar unperro… No, señorita, no puedenrepararse… ni para trapos del polvoservirían. Las cose una hasta hartarse, yal volver a lavarlas quedan peor queantes.

En su indignación parecía que iba aecharse a llorar.

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Rachel no tuvo más remedio quebajar y repasar el montón de sábanasque había sobre una mesa. La señoraChailey manejaba las sábanas una a una,como si las conociese. Algunas teníanmanchas amarillentas; otras, peligrososclaros, y las demás, rotos de todas lasmedidas. Eso sí, todas estabanirreprochablemente limpias.

Súbitamente, la señora Chaileycambió de tono, abandonando el tema delas sábanas. Cerró los puños,apoyándolos fuertemente sobre elmontón de ropa blanca, y con tonomelodramático declamó:

—¡Nadie, nadie, pasaría el díadonde lo paso yo!

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La cabina en que realizaba sutrabajo no era precisamente pequeña;pero se hallaba situada tan cerca de lasala de máquinas, que a los cincominutos de permanecer allí la pobremujer sentía que su corazón iba aestallar.

—Su madre, la señora Vinrace, queen santa gloria esté, no me hubierapermitido nunca hacer lo que hago. Ellaconocía al dedillo la situación de todaslas ropas y enseres de la casa y noexigía nada que no fuera justo.

Fue cosa sencillísima trasladarla decabina, y en cuanto a las sábanas, podíanzurcirse y durar todavía algún tiempo.Eran otras cosas las que indignaban a la

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señorita Rachel.—¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras!

—clamaba mientras subía hacia lacubierta—. ¿Qué saca con contarmecuentos?

La descomponía ver a la señoraChailey, a sus cincuenta años,portándose como una criatura. Lamúsica le hizo olvidar pronto lassábanas y las protestas de la señoraChailey. Entretanto, ésta doblabasábanas y más sábanas con gesto adusto.Nadie se preocupaba de ella, y en fin decuentas, no podía decirse que un buquefuera un verdadero hogar. La nocheanterior, al oír a los marineros izar elancla, había llorado. Aquella noche

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volvería a llorar y mañana también, ycada noche. Así seguía pensandomientras ordenaba sus cachivaches en lanueva cabina que Rachel le habíadesignado. Sus enseres no eran los másindicados para un viaje marítimo:perritos de porcelana, juegos de té enminiatura, tazas con las armas de laciudad de Bristol floridamenteornamentadas; cajas para horquillas,recargadas de conchas; un sinfín deadornos y pequeñas fotografías contrabajadores endomingados y mujerescon bebés de almidonados pañales. Unade las fotografías tenía un marco doradoy la señora Chailey precisaba de unclavo para colgarla. Se colocó los

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lentes, y antes de buscar el clavo, leyóla dedicatoria del retrato. Estabaofrecido por Willoughby Vinrace a laseñora Susana Chailey comoagradecimiento a sus treinta años defieles servicios.

Gruesos lagrimones se interpusieronentre sus ojos y la dedicatoria.

—Y estos servicios continuaránmientras yo aliente —murmuraba lapobre mujer mientras clavaba el clavo.

—¡Señora Chailey! ¡Señora Chailey!—clamó una voz melodiosa desde elexterior.

Se arregló un poco el trajemaquinalmente y abrió la puerta.

—Estoy en un apuro —dijo la

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señora Ambrose, que venía arrebolada ycasi sin respiración a causa de lacarrera—. Ya sabe usted cuánespeciales son los hombres, señoraChailey. Las sillas son demasiado altaspara la mesa, y a la puerta le faltan seiscentímetros para llegar al suelo.Necesitaría un martillo y una colcha, aser posible vieja, y también, si no fueramucho pedir, una mesa de cocina. Fíjeseusted en esto.

Y con un gesto cómico abrió lapuerta que daba a la cabina destinada asu esposo.

El señor Ambrose, con el entrecejofruncido, el cuello de la chaquetalevantado y paseando de un lado a otro

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de la pequeña estancia con las manos enlos bolsillos y la cabeza inclinada, erala verdadera estampa de la más vivadesolación.

—Parece que se complacen enatormentarme —dijo deteniéndoserepentinamente ante su esposa—.¿Vinimos acaso para que yo cogiera unreuma o una pulmonía? Creí que mihermano tenía más sentido común.

—Pero, querido, no te pongas así —contestó Helen ya de rodillas bajo lamesa, atareada en sus arreglos—. Nosolucionarás nada y te pones nervioso.¿Hemos de pasar aquí unas seissemanas? Pues es preciso pasarlas lomejor posible.

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—Ha sido una solemne tonteríavenir; pero ya que estamos aquí, ¿quéotro remedio nos toca sino tenerpaciencia? Hoy me encuentro peor,bastante peor que ayer; claro que laculpa no es de nadie, es mía —monologueaba Ridley sin interrumpirsus paseos—. Menos mal que losniños…

Al oír esto, Helen se enderezó comoun resorte y empezó a acorralar a suesposo por la cabina como si se tratasede una gallina.

—¡Vete! ¡Vete, Ridley! ¡Vete! ¡Anda,fuera de aquí! ¡Vuelve dentro de mediahora y lo encontrarás todo listo!

Al salir Ridley de la habitación aún

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le oyeron alejarse rezongando pasilloadelante.

—No parece estar muy fuerte —dijocompasiva la señora Chailey mientrasayudaba a disponer las cosas.

—Eso que le pasa es el griego.Griego desde que se levanta hasta que seacuesta —le respondió Helen luchandopara colocar un montón de libros sobreun estante—. Si alguna vez la señoritaRachel se casa, señora Chailey, que seacon un hombre que no sepa leer niescribir.

Los primeros días a bordo, quesiempre resultan incómodos, monótonosy sin aliciente, fueron pasando, ysucediéronles otros, que fueron

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haciéndose gradualmente más amenos yagradables al compenetrarse más lospasajeros con la vida del buque.

A pesar de que octubre estababastante adelantado, el tiempo parecíaser cada vez más veraniego. Las costasinglesas, de los desiertos pantanos a lasrocas de Cornualles, se avivaban bajo elsol otoñal, divisándose grandes manchasverdes, amarillentas y amoratadas eincluso brillaban los tejados de laslejanas ciudades. En miles dejardincillos, brillaban millones deflorecillas granate oscuro, queesperaban el momento en que lasancianas, que tan amorosamente lascuidaban, descendieran por los

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senderillos y cortaran sus tallos paraofrendarlas en la iglesia. Alegres gruposde excursionistas volvían a la puesta delsol exclamando: «¿Habéis visto un díatan hermoso como éste?». «¡Así comoeste día eres tú!», murmuraban losmuchachos al oído de la amada.

Viejos e inválidos eran sacados desus casas para que pudieran gozar de tanespléndidos días y ellos, en suagradecimiento, auguraban paz ybienestar para todo el mundo. Lasconversaciones entre enamorados teníanmuy poca variación, aunque elloscreyesen lo contrario. Unos ponían lapureza del cielo como símbolo de susvidas. Para otros, el mismo cielo era el

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emblema que campearía sobre susexistencias.

Pocas eran las personas, en tierra,que se acordaban de los que viajabanpor los mares. Cuando el mar no tenía laabsoluta calma de aquellos días, cuandose enfurecía y el viento sacudía laspuertas y ventanas de los dormitorios,las parejas se decían antes de besarse:«¡Cuánto celebro no ser marino!» obien: «Vida mía, qué felicidad que noseas farero». Los buques, al desapareceren la línea del horizonte, parecíandisolverse sobre el mar, como la nieveen el agua. El criterio de las personasmayores sobre el mar, no varía grancosa del que sustentan los pequeños, que

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con sus bañadores de vivos colores ylos cubos y palas relucientes, juegan conlas olas en todas las playas deInglaterra. Lo que a ellos les llamaba laatención eran las velas blancas y lasnubes de humo que se elevaban enespirales hasta confundirse con lasnubes. Si les hubieran dicho que setrataba de grandes flores blancas o deadornos de vapor, igualmente lohubieran aceptado. Pero también laspersonas, desde el mar, se formaban unaidea singular de Inglaterra. Se lesantojaba pequeña, muy pequeña, como sipaulatinamente fuera encogiéndose yaprisionando a sus habitantes.

A unos les parecía verlos rebullir

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como atareadas hormigas,apelotonándose unas sobre otras yderramándose al mar por sus bordas enun vano intento de alcanzar el barco quese alejaba. A otros les parecía oír unclamor que se elevaba inmenso yensordecedor de millones de gargantas,hasta enmudecer al perderse de vista elbarco tras el horizonte. Pero esa extrañaimpresión de que la tierra se encogía, nose limitaba a la isla, parecía como si elfenómeno afectara a todas las tierras delplaneta, y llegaba a dudarse que elbuque volviera a encontrar jamás unpuerto en su camino.

Al propio tiempo, una nueva y vastadignidad parecía invadir todos los

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ámbitos. El buque era el único habitantede un nuevo universo, y en su incesantecaminar iba descorriendo velos quevolvían a cerrarse a su espalda. Estabamás solitario que la caravana que cruzael interminable y calcinado desierto. Sumarcha era más misteriosa,adelantándose y manteniéndose por suspropios recursos. El mar podía jugarcon él a su antojo proporcionándole ungoce repentino e inmenso, o sumiéndoleen una muerte oscura e ignorada. Laembarcación se entregaba al mar comouna novia se da a su esposo, como unavirgen desconocida de los hombres queconfía en que el vigor y la fuerza de sudueño, se cambien en un arrullo

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amoroso.La temperatura era una verdadera

bendición. Los días se sucedían encalma, suaves, con el cielo y el marcomo brillantes turquesas. Esta visiónmagnífica consolaba algo a Helen. Hizoque le subieran a cubierta su bastidor,junto al que colocó un volumen defilosofía encuadernado en negro tafilete.Escogiendo cuidadosamente las hebras,de un montón de madejas que tenía sobrela falda, matizaba y bordaba en pardo ygranate un tronco de árbol, y en distintasgamas de amarillo, el curso de un río. Eldiseño representaba una tumultuosacorriente a su paso por la selva tropical,con frutos de variadas especies y una

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legión de nativos desnudos quedisparaban sus flechas. Entre punto ypunto leía una frase sobre la realidad dela Materia, la Naturaleza o el Bien. A sualrededor los marinos, con sus jerseysazules, baldeaban la cubierta odescansaban acodados en lasbarandillas.

No lejos de ella el señor Peppercortaba raíces con su navaja. Losrestantes pasajeros se hallabandiseminados por la cubierta. Ridley, consus volúmenes de griego, estaba bien encualquier lugar. Willoughby seencerraba con sus documentos. Yaprovechaba los viajes para tramitar losasuntos de sus muchos negocios. ¿Y

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Rachel? Entre frase y frase de la másprofunda filosofía, Helen se repetía lamisma pregunta: «¿Dónde se meteRachel?». Y se prometió averiguarlo.

Desde la primera noche habíancruzado solo escasas palabras, aunquesiempre muy amables, pero sin que entreambas mediara la menor confidencia. Lamuchacha se portaba bien con su padre.«Quizá mejor de lo que debiera»,decíase Helen, y parecía dispuesta adejar a su tía completamente tranquila,tanto como ésta deseaba que la dejasen.

En aquel momento Rachel seencontraba en su habitación sin hacerabsolutamente nada. Cuando habíamucho pasaje, aquel lugar lo cedía a las

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señoras que se mareaban. Contenía,además del piano, una gran cantidad delibros. Rachel se consideraba la dueñade aquel recinto donde pasaba largashoras tocando. Otras veces leía en ingléso en alemán, según su estado de espíritu,y otras, como en aquel momento, nohacía absolutamente nada. La educaciónque recibiera, unida a su naturalindolencia, la hacía encontrar goce enaquel vacío moral y material en que aveces se sumía. Había sido educadacomo la mayoría de las muchachas ricasde su generación. Amables doctores ytímidos y cultos profesores, le habíanenseñado los fundamentos de lasCiencias, pero sin forzarla a adentrarse

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en ellas, ni hacerla trabajar de firme.Esto hubiera parecido un ultraje. Una odos horas de clase, que transcurríansiempre agradablemente con lasrestantes condiscípulas, o contemplandola animada calle desde las ventanas.

Ningún tema fundamental le eraconocido a fondo. Su inteligencia noestaba mucho más desarrollada que lade cualquier habitante de los tiempos dela Reina Isabel. Creía todo cuanto se ledecía e inventaba razones para apoyarsus afirmaciones.

De la concepción del Universo, dela Historia del Mundo, de cómo o porqué funcionaban los trenes, en qué seinvertía el dinero, qué leyes gobernaban

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a su país, cuáles eran los deseos yambiciones de la Humanidad, eran cosassobre las que sus profesores no lehabían dado ni la más pequeñaindicación.

Esta forma de enseñanza tenía, sinembargo, una gran ventaja. No enseñabanada, pero tampoco ponía obstáculos ala inteligencia del alumno, si es que ésteverdaderamente la poseía. A Rachel lepermitieron desarrollar toda su aficiónpor la música. Llegó a convertirse enuna virtuosa de la materia. Todas susenergías las enderezó única yexclusivamente hacia este arte. Suenseñanza había sido casiexclusivamente autodidáctica. Sabía a

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los veinte años más música que lamayoría en toda una vida de prácticaactiva, y como ejecutante era unverdadero prodigio. Esta afición lahabía sumido en un mundo de sueñosrománticos y fantásticos que la manteníaaislada de cuanto giraba a su alrededor.Era hija única y desconocía las burlas ypicardías propias de la convivenciaentre hermanos. Muerta su madre cuandosolo contaba ella once años, su vida sedesarrolló junto a dos hermanas de supadre en el ambiente saludable de unacasa de Richmond. Durante la niñez y laadolescencia, creció entre mimos ypreocupaciones por su salud. Después,ya mujer, estos mimos se dirigieron por

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otros derroteros de índole moral. Hastahacía poco había ignorado la mayoría delas cosas referentes a la vida íntima.Estos conocimientos los adquirió enviejos libros y folletos repulsivos.Como nunca fue muy aficionada a loslibros, no la preocupó mucho la censuraejercida sobre sus lecturas, primero porsus tías y ahora por su propio padre.Amigas, por las que hubiese podidoenterarse de muchas cosas, tenía pocas ymenos aún de su edad.

Richmond estaba algo apartado y laúnica amiga que frecuentaba la casa eramuy piadosa y en sus charlas íntimasintentó comunicarle sus fervores,hablándole de Dios, su gran amor, y de

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que todos debían llevar su cruz conresignación. Pero como su inteligenciano estaba educada en los principios dela religión, los fervores de su granamiga le resultaban incomprensibles.

Recostada en una butaca, con unbrazo doblado tras la cabeza y el otroindolentemente caído sobre la falda,estaba ensimismada en suspensamientos. Su falta de conocimientole dejaba tiempo para pensar contranquilidad y sin obstáculos. Tenía lavista fija en una bola de madera de labaranda y si alguien se hubierainterpuesto en su visión se hubieraimpacientado.

La traducción de un verso del

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Tristán le hizo estallar en una sonoracarcajada:

Con temerosa precipitación,Su vergüenza procura esconder,Y ante el rey presenta con respetoA su cadavérica mujer.

—¿Pero qué sentido tiene esto? —sedijo, arrojando el libro a un rincón.Cogió después las Cartas de Cowper,libro clásico que su padre le habíaaconsejado y que ella encontrabapesadísimo. Uno de los párrafos dellibro se refería a un jardín, y esto letrajo a la memoria, cosa que ya habíasucedido en otras ocasiones, el pequeñovestíbulo de Richmond, repleto de flores

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el día de los funerales de su madre.Bastaba la visión y hasta el solo nombrede las flores, para que volviera a sentiraquella penosa sensación. Un recuerdotraía otro. Veía a su tía Suey arreglandolas flores de la sala y recordaba haberledicho: «No me gusta el olor de ciertasflores; me recuerda los entierros». A loque su tía contestó: «Eso son tonteríasque no debes decir, Rachel, las florestienen un aroma muy agradable».

Su imprecisa imaginación se detuvoen sus tías, en su carácter y forma devivir. Este mismo pensamiento le habíadistraído ya cientos de veces durante suspaseos por el parque de Richmond. Leparecía oír a tía Suey dirigiéndose a tía

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Leonor y hablando sobre una nuevacriada: «Lo más natural es que la casaesté ya barrida y fregada a las diez ymedia de la mañana. Francamente, nocomprendo a esta muchacha». Norecordaba la contestación de tía Leonorporque repentinamente aquello lepareció absurdo en lugar de familiar.Sus tías se le antojaron seres inanimadose impersonales, sin ninguna razón de serni existir.

En cierta ocasión preguntó a tíaLeonor con su habitual tartamudeo:

—Tía Leonor, ¿quieres mucho a tíaSuey?

A lo que su tía contestó,esforzándose por contener una risa

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nerviosa:—¿Pero qué preguntas haces, hija

mía?—Quiero saber si la quieres mucho

—insistió ella.—No se me ha ocurrido nunca

averiguar la cantidad exacta de cariño.Se quiere o no se quiere, pero nada más,Rachel.

Esta respuesta era, además, unreproche hacia la muchacha que nuncase había franqueado a sus tías con lacordialidad e intimidad que ellasdeseaban.

—Tú ya sabes —continuó tía Leonor— como te quiero. Por ti, por ser hija demi hermano y por otras muchas razones.

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Al hablar así se había inclinadosobre ella, besándola emocionada. Peroa Rachel este argumento no la satisfizo,lo encontró inconsistente.

Entre tales incomprensiones, Rachelhabía alcanzado la plenitud de su razón,si es que puede llamarse así al mundoirreal y fantástico en que vivía. Susesfuerzos para compenetrarse con sustías, solo habían logrado herir lossentimientos de éstas. Su últimaconclusión fue que era mejor abandonarlas pruebas y refugiarse en su propiomundo. Así fue creando un abismo, cadavez más ancho y hondo, entre ella y losque la rodeaban. Se entregaba conpasión a su afición musical, olvidándose

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casi por completo de todo y de todos.Sus tías, su padre, los Hunts, Ridley,Helen, Pepper y todos los que se movíana su alrededor, pasaron a convertirsepara ella en símbolos sin personalidadreconocida. Según los recuerdos que letraían a la imaginación, representaban elsímbolo de la edad, de la juventud, de laenfermedad, del saber o la belleza. Losobservaba como si ninguno se expresasede acuerdo con la realidad de suspensamientos. Lo único real que paraella existía era la música. Lo únicoverdadero, lo que uno vivía, veía ysentía en su vida interna, pero sinexteriorizarlo. Absorbida por la música,su vida transcurría tranquilamente, salvo

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algunos raros intentos de librarse de «sumundo» que pronto se esfumaban.Entonces se hallaba en uno de talesmomentos.

Interiormente Rachel eradeliciosamente expansiva, y secompenetraba con todo y con todos. Conel espíritu del buque, con el alma delmar, con el Opus 112 de Beethoven yhasta con el desgraciado WilliamCowper. Su fantasía parecía hecha deuna materia esponjosa que se inclinase abesar el mar, se elevase, volviese abesarlo… Este subir y bajar continuadoera debido a que Rachel había acabadopor dormirse y su cabecita se inclinabahacia atrás todo cuanto le permitía el

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respaldo del sillón.Pocos momentos después, la señora

Ambrose abría la puerta de la salita. Nole sorprendió en absoluto el modo comoRachel pasaba las mañanas. Paseó sumirada por la habitación, el piano, loslibros, el desorden general… Volvió afijarla en Rachel, recostada en el sillón,sin protección, y se le antojó una víctimamomentáneamente abandonada por susguardianes. La contempló durante un parde minutos, y luego, lentamente ysonriendo, dio media vuelta y se alejó.Si la muchacha se despertaba podíaresultarle violento ver que lacontemplaban mientras dormía.

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III

El siguiente amanecer se vio amenizadopor los ruidos propios de lasoperaciones de atraque. El monótonotrepidar del corazón del Euphrosynecesó súbitamente en el preciso momentoque Helen pisaba la cubierta. Loprimero que divisó fue un majestuoso yaltivo castillo enclavado en la cumbrede un monte.

Habían anclado en ladesembocadura del Tajo, cuya corrientebesaba amorosa los lados del buque. Encuanto terminó el desayuno, Willoughbydescendió a tierra con una cartera de

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piel bajo el brazo, avisándoles que novolvería hasta media tarde, pues teníaalgunos asuntos que resolver en Lisboa.

Hacia las cinco reapareciómalhumorado y con aspecto decansancio. Tenía hambre y sed y pidióinmediatamente té. Frotándose las manosfue refiriéndoles sus trabajos. Habíaencontrado al viejo Jackson peinándoseel bigotillo en el espejo que tenía en suoficina. Sin esperarlo, el pobre viejo seencontró con una mañana de trabajoabrumador. Habían almorzado juntosmariscos y champaña. Visitó a la señoraJackson, que estaba más gruesa quenunca y había preguntado por Rachel,enviándole muchos saludos, Jackson

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había hecho una de las suyas. Teníaaviso de Willoughby de que para aquelviaje no aceptara pasajeros, pero se lehabía presentado un tal RichardDalloway y su esposa. Este señor habíasido elegido una vez miembro delParlamento, y en cuanto a su esposa, erahija de un Par y portales motivos creíantener derecho exclusivo a cuanto pedíano solicitaban. Entre ambos cogieron alpobre Jackson, pasaron por alto todassus objeciones, no le hicieron el menorcaso, y le mostraron una carta de LordGlenaway en la que le rogaba, como unfavor personal, que los admitiera abordo.

—Total —terminó Willoughby—,

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que mucho me temo que vamos a llevarla compañía de esa pareja.

Saltaba a la vista que todo aquellono le contrariaba en absoluto, aunque élintentara demostrar todo lo contrario.

La verdad era que los espososDalloway estaban estancados en Lisboa,donde habían llegado después de variassemanas de viaje por Europa. Los azaresde la política imposibilitaban al señorDalloway sentarse en el Parlamentodurante una larga temporada. Pero nopor estar fuera de su patria había dejadode servirla. Los países latinos del Oestedel Continente le habían servido paraello a maravilla, si bien él opinaba queel Este hubiera sido más propicio.

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—Recibiréis espléndidas noticiasmías desde Petersburgo o Teherán —había dicho a sus amigos al subir albuque… Pero en Rusia había cólera, enOriente una epidemia… y sus pasoshabían tenido que encaminarse haciaLisboa, desde donde sus noticias habíansido mucho menos románticas yespléndidas de lo que él esperaba.Atravesaron Francia, deteniéndose él encentros fabriles, para los que poseíacartas de recomendación, y en los que lefueron mostrados minuciosamente lostrabajos, acerca de los cuales tomónumerosos apuntes en su libro de notas.En España habían vivido en el campo yviajado sobre mulas «para formarse —

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según decían— una exacta idea de lavida de los campesinos». Al propiotiempo no habían desaprovechado laocasión de estudiar el grado de madurezen que se hallaba el ambiente con vistasa alguna revolución. Luego pasaron unosdías en Madrid, por indicación de laseñora Dalloway, visitando los museosy acudiendo a los espectáculos. Despuésencaminaron sus pasos a Lisboa,pasando allí seis días, durante los cualesel señor Dalloway visitó grandesindustrias, tomando nota detallada decuanto le decían o veía, y visitandoministros y personas de la alta política,a los que se suponía sucesores delGobierno, amenazado de crisis

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inminente. Entre tanto, Clarissa, suesposa, visitaba los lugares regios y losde deportación, tomando fotos de lascaballerizas reales y de los expatriados.Entre las fotografías había una de latumba de Fielding. Junto a ésta viodebatirse en un cepo a un infelizpajarillo, e inmediatamente le dio suelta.«No pude sufrir la vista del pobrepajarillo cautivo en un lugar dondereposan restos ingleses. ¡Resultabaodioso!», escribió la señora ClarissaDalloway en su diario.

El viaje se efectuaba completamenteal azar, sin ningún plan previo. Unartículo del corresponsal extranjero delTimes o cualquier incidente imprevisto,

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decidían su ruta. El señor Dallowayopinaba que la Costa Africana eramucho más insegura de lo que la gentecreía. Ésta era la razón que les hacíadesear un buque de andar lento, queparase un día o dos en cada puerto demediana importancia y en el que hubiesemucho movimiento de carga y descarga.Claro que les interesaba que hubiese abordo la mayor comodidad posible,pues ambos eran malos marineros ydeseaban también que hubiese pocopasaje. Si llegaban a conseguir talbuque, podrían fisgonear tranquilamenteen cada puerto todo lo que les llamase laatención. La espera de una embarcaciónque reuniera todas estas ventajas era lo

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que les tenía estancados en Lisboa.Habían oído hablar del Euphrosyne,

pero sabían también que difícilmente ysolo en circunstancias extraordinariasadmitía pasaje. Su servicio era de cargageneral en su viaje a los puertos delAmazonas y caucho al retorno.Precisamente lo que ellos necesitaban.El señor Dalloway se limitó a escribirlea Lord Glenaway… lo demás vino porsus propios pasos y el señor Jackson norepresentó un obstáculo digno de tenerseen cuenta.

Una semana después un bote cruzabalas aguas del Tajo, acercándose alEuphrosyne y llevando a bordo a losesposos Dalloway. Su llegada causó

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algo de revuelo, y varios pares de ojospudieron comprobar que la señoraDalloway era alta, esbelta e ibaelegantemente vestida, y su esposo deestatura corriente, pero de buenacomplexión y con indumentariadeportiva. Él llevaba una cartera depapeles de negocios y ella un magníficomaletín neceser, pero estabancompletamente rodeados de maletas,baúles y maletines, todos ellos deexcelente calidad.

—¡Cómo se parece esto a Whistler!—dijo la señora Dalloway, señalandohacia la playa. Dirigió una sonrisa aRachel y se volvió hacia Willoughby,que en aquel momento presentaba a la

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señora Chailey, para que les indicase sucamarote.

Aquella interrupción en la vida de abordo resultó desconcertante y molestapara todos, desde Grice, el mayordomo,al indiferente Ridley.

Minutos después pasó Rachel por elfumador, encontrando a Helen ocupadaen corregir la posición de los sillones.Al ver a su sobrina, dijoconfidencialmente:

—Los hombres, cuanto más a gustose encuentran, menos molestan, y paraesto los butacones son instrumentosesenciales. ¿Qué te parece? A mí siguerecordándome una cantina de estación.

Quitó un tapetillo de encima de la

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mesita, corrigió de nuevo la posición delas butacas, arregló los almohadones yse detuvo a contemplar el resultado. Elaspecto general del saloncito habíamejorado notablemente.

El gong anunciando la hora de lacena sorprendió a Rachel sentada alborde de su litera, mirándose en elespejito colgado del tabique sobre ellavabo. El espejo le mostraba unaexpresión de profunda melancolía.Pensaba que su cara no tenía faccionesbonitas, cosa que ya nunca podríaconseguir y esto la apenabaprofundamente. Era amante de lapuntualidad y se dijo que no tenía másremedio que acudir al comedor con su

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cara, por mucho que le desagradase.Entretanto Willoughby iba reseñando

a los Dalloway las personas queviajaban en el buque.

—Están mi hermano Ambrose, elliterato, quizás hayan oído hablar de él;su esposa; el señor Pepper, un antiguoamigo mío y hombre que sabe de todo, ymi hija Rachel. Como pueden ver, unpequeño grupo. Les enseñaré a ustedestoda la costa, es muy interesante.

El señor Dalloway hizo un gesto deaparente indiferencia, mientras suesposa intentaba recordar el apellidoAmbrose. No acababa de convencerle lacompañía, tenía la convicción de que losliteratos se casan con cualquier moza de

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granja que conocen en un atardecercampestre o con cualquier insignificantemuchachita de los suburbios que les datema para alguna de sus creaciones yque os dirán inoportunamente: «Claro,ya sé que es mi marido el que leinteresa, no yo».

En aquel preciso momento entróHelen, y la señora Dalloway vióseprecisada a corregir su opinión. Aunquea primera vista era algo excéntrica,Helen demostraba con su voz y su porteque era una señora.

El señor Pepper no se había tomadola molestia de cambiarse de traje, pero apesar de ello no desentonaba, puesvestía siempre de negro.

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Al seguir a Willoughby al comedor,Clarissa iba pensando: «He dereconocer que la compañía no prometeser desagradable». Esta opinión sufrióun rudo golpe al presentarse Ridley enel comedor. Llegó tarde, desarreglado ycon un gesto de malhumor. Cambió unafugaz y cariñosa mirada con su esposa, ysin más preámbulos, atacó la sopa.

La señora Dalloway rompió elsilencio.

—Lo que más encuentro a faltar enun viaje por mar son las flores —dijo,dirigiéndose a Willoughby—. Imagínesecampos enteros de madreselvas yvioletas en pleno Océano… ¡Seríamaravilloso!

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—Y también muy peligroso paranavegar. ¿Verdad, señor Vinrace? —añadió su esposo, cuya voz de bajoresonaba agradablemente junto a la decontralto de Clarissa—. Recuerdo que abordo del Mauritania le pregunté alcapitán: «¿Cuál es el peligro que másteme usted navegando?». Yo esperabaque me dijese: Icebergs… nieblas…pero, no señor, jamás olvidaré surespuesta. Me miró muy serio ycontestó: «Sedgius aquatici, un alga dela que puede decirse con razón que esuna mala hierba».

El señor Pepper levantó la cabezavivamente, dispuesto a decir algo, peroya Willoughby se le había adelantado.

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—Me estremezco cuando pienso enesos pobres capitanes con tres mil almasa bordo. Dicen que el trabajo agota ydesgasta, pero yo creo que es laresponsabilidad.

—Quizá por eso pagamos mayorsueldo a la cocinera que al resto de laservidumbre —dijo Helen—, aunqueentonces las niñeras deberían cobrar eldoble y no es así.

—No, pero tienen unacompensación, la de gozar de lacompañía de las criaturas en lugar detrajinar con salchichas y sartenes —añadió Clarissa, mirando a Helen coninterés, como si adivinara en ella unafutura madre.

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—Yo preferiría ser cocinera aniñera —replicó Helen—, nada ni nadieme induciría a cuidar hijos ajenos.

—¡Oh, las madres! —terció Ridley—. Siempre exageran, un niño bieneducado no causa responsabilidad. Yohe viajado por toda Europa con el mío,todo se reduce a abrigarlo bien ycolocarlo cómodamente en la rejilla.Helen rio la ocurrencia de su esposo.Clarissa miró a Ridley, sorprendida.

—Por lo visto, esa forma de pensares privilegio de los padres, habla ustedexactamente igual que mi esposo. Sinduda hubiera obrado igual que él en elParlamento. Mejor dicho, en losescalones del Parlamento.

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—¿A qué se refiere? —Se creyóobligado a preguntar Ridley.

—Se trataba de una mujer muyirritada que me esperaba a la puerta delParlamento después de cada sesión,impidiéndome el paso con no sé quéreclamaciones —explicó el señorDalloway—. Un día no pude contenermey le dije: «Señora, con su proceder nohace usted más que molestar yentorpecer el paso y no creo que asíconsiga nada». Por lo visto, ella opinóigual, pues me cogió del abrigo yquieras que no hube de escucharla.

—Se salió con la suya; pero, pobremujer, esperar sentada en los escalonesdel Parlamento debe ser muy incómodo

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—se compadeció Helen.—Le estuvo bien empleado —

intervino Willoughby—. Hay métodoslegales para pedir las cosas. Obrando deotro modo, solo se causa perturbaciones.¡Preferiría verme enterrado antes de queuna mujer tuviese derecho a votar enInglaterra!

—Es inconcebible —apoyó Clarissa—. No será usted sufragista, ¿verdad?—preguntó a Ridley.

—El sufragio me tiene sin cuidado—dijo éste—. Si hay alguien que puedacreer que votando a éste o a aquél lascosas van a mejorar, allá él.

—Se ve que no es usted amante de lapolítica.

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—¡En absoluto, señora! —contestóRidley en tono convencido.

—Temo que su esposo medesapruebe —dijo el señor Dalloway aHelen en voz baja.

Ésta recordó que Richard habíapertenecido al Parlamento, y preguntó,intentando disipar la coladura de suesposo:

—¿Y no se aburren ustedes a veces?Richard extendió la mano ante él

como si prestase juramento.—Francamente, he de confesar que

sí, pero a pesar de ello, si cien veceshubiera de elegir carrera, cien vecesescogería sin titubear la de la política.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo

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Willoughby—. El bufete o la Política.—Quizá pise un terreno peligroso —

prosiguió Richard—, pero lo que yopienso de las ocupaciones artísticas, esque no redundan en un provechomaterial de la sociedad, la prueba esque hasta que los artistas acaban poramanerarse y hacer concesiones, nopueden imponer sus puntos de vista a lasociedad.

—En eso no estoy de acuerdo —interrumpió la señora Dalloway—,acuérdate de Shelley. Creo que en suAdonais se encuentra casi todo lo quepuede desearse.

—Lee Adonais cuanto quieras —concedió Richard—, pero siempre que

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oigo hablar de Shelley, me acuerdo delas palabras de Matthew Arnold: «Quécamarilla».

—¿Matthew Arnold? —saltó Ridley—. ¡Bah! Un detestable engreído.

—Le concedo que sea un engreído—dijo Richard—, pero no me negaráque es un hombre de mundo. A ustedes,los artistas, los políticos, les parecemosgente burda, grosera, que solo ve el ladomaterial de las cosas, y, sin embargo,ustedes, cuando se enfrentan con larealidad y la encuentran completamenteenmarañada y fuera de sus cauces, enlugar de intentar arreglarla, que es loque nosotros procuramos hacer, seencogen de hombros y vuelven a aislarse

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en sus ensueños, que no negaré que seanmuy bonitos, pero que no pasan de sereso: Sueños. Esto es evadir lasresponsabilidades que todos tenemospara con nuestros semejantes, ademásque no todos nacemos con facultadesartísticas.

—Cuando me encuentro entreartistas —dijo Clarissa— sientointensamente los goces que reporta elcrearse un mundo propio y vivirencastillado en él… pero en cuantosalgo a la calle y tropiezo con unacriatura con cara de hambre y miseria,reacciono y comprendo que no eshumano vivir ausente de la realidad. Entales momentos quisiera detener la

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marcha de todas las manifestacionesartísticas, por lo menos hasta que lascondiciones de la existencia variasen.¿No cree usted que la vida es uncontinuo conflicto que necesita delesfuerzo de todos? —preguntó a Helen.

—No —dijo ésta, después de unacorta duda—. No lo creo así.

La señora Dalloway sintió unescalofrío y pidió su abrigo. Despuéscambió de tema.

—En cuanto a mí —dijo— nuncaolvidaré Antígona. La vi representar enCambridge hace unos años, yconstantemente acude a mi imaginacióndesde entonces. ¿No le parece a usted lomás moderno que haya visto nunca? —

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preguntó, dirigiéndose a Ridley—. Creoque he conocido lo menos a veinteClitemnestras. Una de ellas, porejemplo, la vieja lady Ditchling. Noconozco una sola palabra de griego,pero me pasaría todo el tiempoescuchando esta obra.

Aquí el señor Pepper creyó indicadocolocar una larga estrofa en griego, queClarissa escuchó atentamente. CuandoPepper terminó, ella dijo:

—Daría diez años de mi vida porsaber el griego.

—Yo puedo enseñarle el abecedarioen menos de media hora —dijo Ridley—, y en menos de un mes puede leer aHomero. Para mí sería un honor.

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Helen comentaba con el señorDalloway la moda de citar autoresgriegos en el Parlamento, y a pesar de suconversación con él, no dejó deobservar que los hombres, incluso suesposo, preferían las mujeres modernas.Al oír a Clarissa aceptar con entusiasmola proposición de Ridley, Helen seindignó. Recordó su casa de HowneStreet, se vio a sí misma en la salita conun libro de Platón en el regazo ycomprendió que una alumna converdadera afición podía aprender elgriego aun en el corto espacio de tiempoque había señalado su esposo. Laprimera clase quedó concertada para eldía siguiente.

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—Lo único que necesitamos es quesu barco nos trate bien —exclamóClarissa dirigiéndose a Willoughby yhaciendo que éste tomara parte en laconversación.

Willoughby estaba dispuesto, por elbienestar de sus invitados, no solo aresponder de la estancia de lospasajeros a bordo de su buque, sinoincluso de las olas que lo rodeaban.

—Yo me pongo malísima… y a miesposo no le va mucho mejor —suspiróClarissa—. Y paso muy malos ratosporque no puedo devolver.

—Yo no me he mareado nunca…bueno, exceptuando en una ocasión. Fuecruzando el Canal de la Mancha. Lo que

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me pone francamente malo es el mar defondo… ¡y lo que siento perderme unacomida a bordo! El buen tiempo medespierta el apetito de un modo atroz.Pero eso de ver la comida, tomar unbocadito, que se traga uno como Dios leda a entender, mientras el sentido comúnnos dice «No comas… no comas…». Detodos modos, soy de los que creen queel mareo no pasa de ser una sugestiónque puede vencerse con un esfuerzo devoluntad. Mi esposa es cobarde hasta laexageración.

Se habían levantado de la mesa, yHelen se acercó a la señora Dalloway.

—Venga, le enseñaré el camino.Salieron seguidas de Rachel, que no

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había abierto los labios durante lacomida. Bien es verdad que tampoconadie le había dirigido la palabra. Sinembargo, había estado atenta a cuanto sehablaba. Su atención estuvo fija en losesposos Dalloway. Clarissa,especialmente, la fascinaba. Iba vestidacompletamente de blanco, sin másadorno que un refulgente collar. El óvaloperfecto de su rostro aparecía aureoladopor la cabellera que empezaba avolverse grisácea. Semejaba por subelleza un cuadro de finales de siglo,una obra maestra de Reynolds o deRomney. Junto a ella los restantespasajeros, incluso la propia Helen,resultaban groseros y descuidados.

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Emanaba de Clarissa un encantoespecial que lo dominaba todo. Elesposo tenía una forma de hablar y untimbre de voz que se imponían. Susademanes, gestos y palabras ibancompletamente al unísono, como unamáquina perfecta. Junto a él los demásparecían meros autómatas sin graciaalguna. Un delicioso perfume de violetasemanaba de la señora Dalloway,mezclándose al frufrú de sus sedas y altintineo de sus pulseras. Mientras laseguía por el pasillo, Rachel se sentíahumillada. Ante su vista transcurríavertiginosamente su vida y la de susamigos. Clarissa había dicho: «Vivimosen un mundo hecho a nuestro gusto y

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medida», y Rachel pensaba que teníarazón y que tal cosa era completamenteabsurda.

—Sentémonos aquí —dijo Helen,abriendo la puerta del saloncito.

—¿Toca usted? —preguntó Clarissa,levantando la partitura de Tristán, queestaba en el musiquero.

—No —dijo Helen, apoyando unamano en el hombro de Rachel—. Es misobrina quien toca.

—Créame que la envidio —dijoClarissa, dirigiéndose a Rachel por vezprimera—. ¿Recuerda esto? —añadió,tecleando con sus ensortijados dedosunos compases de Tristán—. ¿Ha estadousted en Bayreuth?

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—No, no he ido —contestó Rachel.—Nunca olvidaré la primera vez

que oí allí Parsifal. Era un día sofocantede agosto, con el teatro a oscuras ycompletamente lleno de corpulentosalemanes y alemanas gruesas ysonrosadas, con ajustados trajes de unmal gusto tremendo. La música atacó laobertura, y yo sentí una opresión en lagarganta que me hizo estallar ensollozos. Un caballero que había junto amí me trajo agua. Lo recuerdoperfectamente, porque seguí llorandosobre su hombro. ¡Fue tan majestuoso…!¿Pero dónde está el piano?

—Está en otra habitación —replicóRachel.

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—Pero no por eso dejaremos deoírla… No puedo imaginar nadasemejante a sentarme a la luz de la lunay oír buena música… claro que estopueden parecer niñerías. ¿No cree ustedque la música no es buena para todos?—dijo, dirigiéndose a Helen.

—¿Por qué? ¿Acaso porque requiereun esfuerzo demasiado grande paracomprenderla?

—Sí, es demasiado emocional. Nodebería permitirse a los jóvenesaprender música como una profesión. Elque sepa interpretarla, no quiere decirque la aprecie, casi estoy por creer locontrario. Los que sientenverdaderamente el arte son los que

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menos lo demuestran. ¿Conoce usted aHenry Philips, el pintor?

—Sí, le conozco —dijo Helen.—A primera vista podría tomársele

por un negociante o industrial, nadiediría que es el mejor pintor de su época.Eso es lo que a mí me gusta.

—Es verdad —dijo Helen—.Cuando se ve a un músico con enormesmelenas y chambergo, es casi probableque su música deje mucho que desear.

—Watts y Joachim pueden parecercualquier cosa menos lo que son: unosgrandes músicos.

—Sin embargo, no me negará ustedque hubiesen estado mejor con algo depelo —dijo Helen—. Creo que lo

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principal es la limpieza. Quiero decircon eso que prefiero menos arte y másropas con buen corte.

—A la gente bien se la conoce poralgo que no se sabe qué es, pero queexiste —añadió Clarissa.

—En efecto, mire usted a mi esposo.¿Se le puede tomar por un caballero? —preguntó Helen.

A Clarissa esta pregunta le parecióde muy mal gusto. Ella, por lo menos, nola hubiera hecho nunca. La mejorrespuesta que encontró fue echarse areír, volviéndose a Rachel.

—Insisto en que mañana toque usted.Rachel no opuso ninguna objeción.

Había algo en Clarissa que la atraía y

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dominaba. La señora Dalloway disimulóun bostezo, que no pasó de una pequeñadilatación de la nariz.

—Me está entrando bastante sueño,a lo mejor es el aire de mar. Mucho metemo que vaya a abandonarlas.

La voz del señor Pepper, enacalorada discusión, se oyó avanzar porel pasillo. Esto acabó de convencer aClarissa.

—¡Buenas noches, buenas noches!No se molesten que ya conozco elcamino.

Entró en su camarote, que se habíaconvertido, como por arte de magia, enel tocador de una gran señora, repleto defrascos y bandejitas. No había ningún

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centímetro de su cuerpo que careciesedel apropiado instrumento de belleza. Elperfume a violetas, que tanto gustó aRachel, llenaba el ambiente. Clarissacambió su ropa por un preciosocamisón, calzóse unas coquetonaszapatillas y se acomodó en la litera conun bloc y pluma. Su mano, al deslizarsesobre el papel, parecía acariciarlo.Lentamente fue llenando carillas.

«Imagínate, querida mía, que noshallamos a bordo del buque másespecial que puedas imaginarte y no loes tanto la embarcación como laspersonas que en ella se encuentran. ¡Concuántos seres raros se tropieza viajando!Pero he de decirte que resulta muy

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distraído. El dueño del buque, un talVinrace, es un inglés enorme, grandón yagradable, pero hombre de pocaspalabras. Cualquiera de los restantespasajeros hubiera constituido un éxito enun número del “Punch”. Parece como sillevaran ya en el buque años y años,formando un mundo aparte. Se diría alverlos, que no han pisado jamás la tierrafirme, ni realizado las cosas que a todosse nos antojan corrientes. Siempre hesostenido que los literatos son genteincomprensible, y no me he equivocado.Y lo peor es que hay a bordo trespersonas —dos mujeres y un hombre—que podrían parecer normales si noestuvieran absorbidos por los recuerdos

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de Oxford, Cambridge y otros lugarespor el estilo, lo que los convierte enunos seres ñoños e inaguantables. Elhombre resultaría delicioso si se cortaselas uñas. La mujer, que tiene un cutisprecioso, se viste como un saco depatatas y se peina como una pobredependienta. Hablan de arte y nos tomanpor unos bichos estrafalarios por el solomotivo de que nos vestimos para lacena. Yo preferiría morirme de hambreque sentarme a la mesa con el mismovestido que he llevado toda la tarde.¿No te sucede a ti lo mismo? Pareceincreíble como pequeñeces así llegan adominarnos. Hay una muchacha muymona, pero muy tímida. Me da pena.

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Quisiera avivarla antes de que seademasiado tarde. Tiene los ojos y elpelo muy bonitos, pero presiento que sevolverá una excéntrica, como todos losque la rodean. Deberíamos crear unasociedad con la misión, mucho másdifícil y sutil que las de los misioneros,dedicada a ensanchar el entendimientode las jóvenes, Hester. ¡Ah; se meolvidaba! También hay a bordo undesagradable muñeco llamado Pepper.Se asemeja en todo a su nombre[1].Convivir con él es algo así comosentarse a cenar con un mono maleducado. Es indescriptiblementeinsignificante y de un genio muyespecial. ¡Pobrecillo! Lo malo es que no

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puede una peinarlo y ponerle polvoscomo se haría con un animalito propio.Es una lástima. Como estamos sinperiódico, este viaje resultará unasverdaderas vacaciones. Cosa que no fuela estancia en España, ni enPortugal…».

—¡Me has traicionado! —exclamóRichard, llenando con su corpulentahumanidad toda la cabina.

—¿No cumplí con mi deber durantela cena? —preguntó Clarissa.

—¡En buena te has metido con elgriego! ¿Sabes quién es ese Ambrose?

—Un don Cambridge, supongo…Vive en Londres y se dedica a editar losclásicos.

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—¡Un individuo que edita losclásicos!

—¿Habráse visto nunca gente másrara? La esposa me preguntó si sumarido me parecía un caballero…

—No ha sido cosa fácil mantener laconversación durante la cena —dijoRichard—. ¿Por qué será que lasmujeres de esta categoría social sonmucho más excéntricas que loshombres?

—Evidentemente. No son feas, perosí raras. Ambos se echaron a reír.

—Veo que tendré mucho que hablarcon Vinrace —dijo Richard—. Conoce aSetton y a toda su camarilla… Tambiénpuede informarme ampliamente sobre

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los astilleros del Norte.—Me alegro, los hombres son

siempre mucho más positivos quenosotras.

—Por supuesto, con un hombresiempre puede hablarse de algo.Supongo que os habréis pasado el ratoconversando de los niños, ¿no?

—¿Tienen hijos? No me lo pareció.—Dos. Un niño y una niña.Una ráfaga de angustiosa envidia

cruzó por los ojos de la señoraDalloway.

—Nosotros deberíamos tener unhijo, Dick. ¡Con las oportunidades quehay ahora para la gente joven! No creoque hayan sido mejores desde los

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tiempos de Pitt.—¡Ser un director de hombres…! —

musitó Richard—. Es una buenacarrera… —El pecho se le dilataba bajoel chaleco.

—No puedo dejar de pensar enInglaterra, Dick —dijo Clarissa,meditativa, apoyándose en el pecho desu esposo—. Esta soledad aviva elrecuerdo y sobre el mar pienso en lomucho que significa ser inglés. Ennuestra marina, en la gente de India yÁfrica, en nuestra marcha ascendentesiglo tras siglo, gracias a hombres comotú, Dick. Me siento orgullosa de seringlesa, no concibo que pudiera ser deotra nacionalidad. ¡Piensa en la llama

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que ilumina nuestra casa, Dick! Hace unrato me parecía volver a verla.

—Ese recuerdo es la continuidad denuestra patria —dijo sentenciosamenteRichard.

Una visión de la historia patriacruzaba por su mente. Los reyes y losministros se sucedían y por encima detodos, la Ley. Se dejaba llevar por laruta de la política conservadora, que ibadesde Lord Salisbury a Alfred,encerrando entre sus mallas los mejoresflorones de los cinco continentes.

—Son muchos siglos de trabajoininterrumpido, pero la labor toca ya asu fin. Solo queda consolidarla.

—Y esta gente no lo ve —dijo

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Clarissa.—Ha de haber gentes de todas

clases —dijo Richard—. No existiríanunca un gobierno si no hubiera unaoposición.

—Dick, vales más que yo —dijoClarissa.

—Es mi negocio, mi carrera, eso eslo que intenté hacer comprender durantela cena.

—Lo que más me gusta de ti, Dick,es que siempre eres el mismo. Encambio, yo varío según el humor delmomento.

—Sea como sea, eres muy bonita —dijo su esposo, mirándola a los ojos.

—¿Te lo parezco a ti? ¡Entonces

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bésame!Él la besó apasionadamente, tanto

que la carta cayó al suelo. Richard larecogió y la leyó sin pedir permiso.

—¿Dónde tienes la pluma? —solicitó.

Con escritura firme y varonilescribió:

«Ahora habla Richard Dalloway:Clarissa ha omitido contaros que estabamuy guapa durante la cena, tanto que hahecho una conquista por la cual se hacomprometido a aprender el griego.Solo aprovecho esta ocasión para añadirque disfrutamos en grande por estoslugares tan extraviados y lejanos, solodesearíamos gozar de vuestra presencia,

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así la gira, además de tan instructivacomo promete ser, sería más alegre».

Al final del corredor se oían voces.El tono agrio de Pepper contrastaba conla voz de la señora Ambrose.

—Es un tipo de señora con la quenunca llegaría a simpatizar —decíaHelen—. Es muy…

Ni Richard ni Clarissa pudieronenterarse de la opinión de Helen, puesen el preciso momento crujió uno de lospapeles que Dick tenía en la mano.

Poco después Clarissa, tendida en sulitera, cerró su inseparable volumen dePascal y musitó, ya en el umbral delreino de los sueños:

—¿Es conveniente para una mujer

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como yo vivir siempre con un hombremoralmente superior? Estamos siemprependientes de él. Lo que yo siento porDick es algo así como lo que mi madre ydemás antepasados femeninos debieronsentir por Cristo. Sí, debe ser unsentimiento muy semejante.

El sueño impidió a Clarissaproseguir sus divagaciones. Fue unsueño profundo, reparador, interrumpidosolamente por enormes letras griegasque revoloteaban por la habitación.Despertó riéndose de su propio sueño alpensar que las fantásticas letras griegasdormían a pocos metros de ella. En elexterior reinaba la más completaoscuridad, solo una ancha raya de plata

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sobre el mar dibujaba el beso en lasaguas de la luz de la luna. Clarissa tiritóy pensó en su esposo como en uncompañero más de viaje.

Aquella noche el sueño se divirtiósaltando de una litera a otra, para llevara sus ocupantes recuerdos de losrestantes pasajeros reunidos por el azaren medio del océano para unaconvivencia de varias semanas.

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IV

La primera en levantarse al día siguientefue Clarissa. Salió a cubierta a respirarel aire puro de la mañana en calma.Recorrió el buque y por último sufrió unencontronazo con el mayordomo señorGrice. Clarissa se disculpó y le pidióque le sirviera de cicerone. Empezó porpreguntarle qué utilidad tenían losinstrumentos de a bordo. Cuando Gricese lo hubo explicado, exclamó,entusiasmada:

—¡La carrera de marino es, sin dudaalguna, la más bonita!

—¿Está usted segura, señora? —

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preguntó Grice con extraña entonación—. Permítame una pregunta: ¿Quéconocen la inmensa mayoría de losingleses de las cosas del mar? Creenconocerlas… ¡pero cuán poco saben!

Era tal la amargura de sus palabras,que Clarissa adivinó lo que seavecinaba. Fueron al camarote delmayordomo, y la señora Dalloway tomóasiento contemplando al extraño sujeto.Su rostro era anguloso como el de unagaviota y el blanco y holgado trajeaumentaba la semejanza. Se apoyó enuna mesa adornada con cantos dereluciente cobre… y Clarissa escuchó larelación de un fanático:

—¿Ha comparado usted nunca la

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extensión de las tierras con la de losmares? ¡Qué distinta! ¡Cuán pequeña ymenguada la tierra!, y por contraste, ¡quéhermoso e inmenso el mar! Si unaextraña epidemia acabase con todos losanimales terrestres, el mar se bastaríapara alimentar a la humanidad.

Grice recordó la gran miseria de lasciudades, las enormes colas de gentesesperando un cazo de mala sopa.

—Entonces pienso en el alimentosano y abundante que hay bajo nuestrospies. No soy protestante, ni católico,pero quisiera que todas las religionesprescribieran un ayuno perpetuo.

Conforme hablaba, miraba el tablerode la mesa y no cesaba de cambiar de

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lugar los objetos que sobre ella había.La mayoría tarros de cristal con lostesoros que el Océano había idoentregándole. Pálidos pececillos enaguas verdosas, trozos de materiagelatinosa con hebras flotantes, pecescon lucecillas, como luciérnagasmarinas.

—Han nadado entre los huesos —suspiró Clarissa.

—¿Piensa usted en Shakespeare? —dijo el mayordomo—, fue un poetagenial.

A Clarissa le agradó aquel criterio.—¿Cuál es su obra favorita? A ver

si coincidimos.—¡Enrique V! —dijo Grice con

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énfasis.—¡Eureka! La que a mí me

entusiasma —exclamó Clarissa.Grice encontraba los versos del

Hamlet demasiado pasionales y eldrama en sí excesivamente intenso.Enrique V, por el contrario, era lapersonificación de un caballero inglés.Sus lecturas favoritas eran Huxley,Herbert Spencer y Henry George,mientras que a Emerson y a ThomasHardy los leía por puro pasatiempo. Sehallaba enfrascado en explicarle a laseñora Dalloway cuál era su opiniónsobre el momento literario inglés,cuando sonó el gong llamando para eldesayuno con tanta fuerza, que Clarissa

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saltó de su asiento y salióapresuradamente en dirección alcomedor, no sin haber asegurado antesal mayordomo que volvería para visitarsu herbario acuático.

Los pasajeros que la noche anteriorse le antojaron tan extraños ocupaban yasus lugares para el desayuno, algunostodavía bajo la influencia del sueño.Éste era el motivo de que permanecieransilenciosos. La entrada de Clarissapareció una ráfaga de aire puro que losanimase a todos.

—He tenido una de lasconversaciones más interesantes de mivida —dijo, tomando asiento junto aWilloughby, al que dirigió la siguiente

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pregunta—: ¿sabe que entre sus hombreshay uno que es filósofo y poeta?

—Mi opinión ha sido siempre que elseñor Grice es un tipo muy interesante…aunque Rachel opine que es un latoso —aseguró Willoughby.

—Y no me negarás que a veces loes, papá —contestó Rachel.

—Francamente, aún no he tropezadocon nadie que me pareciese un latoso —confesó llanamente Clarissa.

—Pues yo los encuentro a montones—dijo Helen.

Su belleza, radiante a primera horade la mañana, disimuló el mal efecto quepudieran causar sus palabras.

—De lo peor que puede calificarse a

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una persona creo que es, precisamente,de pesado —dijo Clarissa—. ¡Cuántomejor sería ser tomado por asesino quepor estúpido! —añadió con su tonohabitual al decir algo que considerabaprofundo—. Puede darse el caso de queun asesino resulte agradable. Lo mismosucede con los perros: algunos sonterriblemente estúpidos, ¡pobrecillos!

Richard estaba sentado junto aRachel. Ésta admiraba su aparienciagentil, su traje bien confeccionado, lainmaculada pechera y los puñosalbeando con gemelos de un gustoexquisito. Las uñas pulidas y cuidadas yun anillo con un rubí en el índice de sumano izquierda.

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—Nosotros tuvimos un perro que loera —exclamó, dirigiéndose a Rachel entono superficial—. Era un Syke terrierpeludo y alargado, parecía una oruga, yal propio tiempo teníamos unSchipperke negro muy inquieto. No sepuede usted imaginar el contraste queofrecían. El Skye, lento y malintencionado, con ojos tristes einterrogantes, tenía todo el aspecto de unsesentón aburrido en un club. ElSchipperke, por el contrario, era unaverdadera ardilla. Yo prefería al Skye,su aire melancólico me atraía.

La descripción no parecía interesara nadie.

—¿Pero cómo terminó la historia?

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—Atrevióse a preguntar Rachel, al verque Richard se interrumpía.

—¡Oh! Fue una historia muy triste —dijo Richard en tono grave, mientrasmondaba una manzana—. Mi esposa ibaen coche y él la seguía por lacarretera… hasta que fue a metersedebajo de las ruedas de un ciclistatorpe.

—¿Lo mató? —preguntó Rachel,interesada.

Clarissa terció desde el extremoopuesto de la mesa:

—Por favor, no hablen de eso, soloel recordarlo me entristece.

Y en efecto, tenía los ojoshumedecidos.

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—Es el inconveniente de tenerfavoritos —dijo Richard, consolador—.La primera víctima fue una ratita deindias… La aplasté al sentarme sobreella. Fue muy lamentable. Luego tuvimoscanarios —continuó—, un par de ring-doves, un pájaro carpintero y unruiseñor…

—¿Vivían ustedes en el campo? —interrumpió Rachel.

—Sí, vivíamos en el campo duranteseis meses al año, con cuatro hermanasmías y un hermano. No hay nadacomparable a pertenecer a una familianumerosa. Encuentro sobre todo quetener hermanas es delicioso.

—Dice eso porque era el niño

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mimado de la familia —intervinoClarissa.

—No, eso no, te concedo solamenteque era el apreciado, pero no mimado—protestó el señor Dalloway.

Rachel tenía muchos deseos de hacerpreguntas, pero no sabía cómo empezar.Hubiera querido decir: «¡Cuéntemelotodo!». Era como si levantaran ante ellael borde de una cortina y entrevieratesoros sin cuento. Le parecía imposibleque un caballero como RichardDalloway hablase con ella. Teníahermanos, animalitos y había vividomucho en el campo. Al hacer girar lacucharita en la taza del té, le parecía veren las burbujas que se formaban como

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una unión de sus inteligencias. Laconversación proseguía sin que Rachelse percatase de ello. La sacó de suabstracción la pregunta que hizo Richarden tono humorístico:

—Estoy seguro de que la señoritaVinrace siente ciertas inclinacioneshacia el catolicismo. ¿No es así?

Fue tan súbita e inesperada lapregunta, que Rachel soltó un respingosin saber qué contestar, lo que a su tía leprodujo un acceso de risa incontenible.

Había terminado el desayuno, yClarissa intervino, levantándose:

—La religión es algo así como… eltener afición coleccionista. Unos sientenpasión por una cosa y otros por otra —

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dijo a Helen mientras subían lasescaleras—. ¿Para qué discutir sobreello? ¿Cuál es su mayor afición?

—Mis hijos —respondió Helen conconvicción.

—Tiene que ser muy triste dejarlos,¿verdad? —suspiró Clarissa.

—Sí, parece como si un velo cayeraentre nosotros. —Sus ojosresplandecieron bellos y su voz era máscordial.

Rachel detestaba a las satisfechasseñoras que se paseaban ausentes detodo. Se sentía muy alejada de ellas, desu mundo y se agitaba la angustiosacrudeza de su orfandad materna. Se oyóun portazo y Rachel se recluyó en su

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santuario buscando febrilmente en unmusiquero. Bach, Beethoven, Mozart…páginas amarillentas plagadas dedificultades de interpretación. Seenfrascó en la ejecución de una Fuga deBach. Su rostro ausente carecía deexpresión, su espíritu era absorbido porla melodía que interpretaba. Una magiainvisible parecía unir las notasformando una visión inconcreta. En suabstracción no oyó que llamaban a lapuerta. Esta se abrió impulsivamente yClarissa apareció en el umbral, a suespalda se veía la cubierta batida por elsol y un trozo de azul purísimo de mar.La visión que habían formado las notas,cayó en pedazos.

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—No se interrumpa, por favor —suplicó Clarissa—. Adoro a Bach. La oítocar y no pude contenerme.

Rachel, sonrojada, se retorcíanerviosamente las manos.

—Es… es muy… difícil —tartamudeó levantándose con torpeza.

—¡Pero si toca ustedadmirablemente… debía habermequedado fuera!

—No, eso no, de ningún modo —protestó Rachel. Quitó de una butaca lasCartas de Cowper y Cumbresborrascosas, invitando a Clarissa asentarse.

—¡Qué habitación más bonita! —dijo ésta, paseando la mirada a su

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alrededor—. ¡Ah! Cartas de Cowper…no las he leído. ¿Qué tal son?

—Un poco sosas —dijo Rachel.—Por lo menos estarán bien

escritas, ¿no?—Para quien le guste ese estilo sí,

no lo niego. Yo lo encuentro demasiadoartificioso… poco espontáneo.

—Cumbres borrascosas —leyóClarissa—. ¡Ah! Esto ya es otra cosa, yono podría vivir sin las Bronté. Aunquesiempre suprimiría a éstas antes que aJane Austen.

Todo aquello era dichosuperficialmente, pero reflejaba uninnegable deseo de agradar y simpatizar.

—¿Jane Austen? —dijo

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sencillamente Rachel—. No me gusta.—¿Cómo? ¿Pero es posible? Me

resisto a creerlo. ¿Qué es lo que no legusta de ella?

—Es que… es… tan… ¿Cómo lodiría? Tan personal… —tartamudeóRachel.

—Sí, ya comprendo lo que quieredecir. Sobre ese punto yo no estoytampoco muy conforme. A su edad solome gustaba Shelley —suspiró Clarissa—. ¡Cuántas veces he llorado leyéndoloen el jardín…

La sombra en nuestra vida de nuevo seha hecho envidia, calumnia, odio ysufrimiento, ¿recuerda?: Imperan en elmundo más que otro sentimiento.

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¿Recuerdos? En la marcha el contagioestá al acecho.

—¡Qué divino!… Pero también¡cuánta tontería! Vale más pensar que lointeresante es vivir, no morir. Yo respetoal pobre oficinista que pasa el díasumando largas columnas de guarismosy regresa después a su casita de Brixton,donde le esperan el perrito que mima yuna mujercita sosa y aburrida que cadaaño le abandona durante quince díaspara pasarlos en Margate o cualquierlugar semejante… Conozco mucha genteasí, y créame, me parecen mucho máshumanos y dignos de alabanza que lospoetas que todo el mundo adula solo

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porque son genios y mueren jóvenes.¡Por supuesto que no espero quecomparta mis puntos de vista! —Ycontinuó acariciando los hombros deRachel—. Verá cómo cuando tenga miedad descubre que la vida encierramuchas bellezas. Las jóvenes tienen unaidea muy equivocada. No la conozco afondo, pero aseguraría que tiene unapropensión a considerarlo todo inferior.Soy muy curiosa y me gusta mucho hacerpreguntas, si molesto con ellas me lodice sencillamente.

—También a mí me gusta muchopreguntar —dijo Rachel, con tal acentode seriedad, que Clarissa tuvo que hacerun esfuerzo para no soltar la risa.

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—¿Quieres que paseemos un poco?—preguntó tuteándola—. ¡Es tandelicioso el aire! Clarissa hizo un par deprofundas aspiraciones al tiempo quesalían sobre cubierta.

—¿Verdad que es delicioso vivir?—preguntó atrayendo hacia sí el brazode Rachel—. ¡Mira, mira quéhermosura!

Las playas portuguesas empezaban adesvanecerse en la lejanía, pero sedistinguían todavía pequeñospueblecitos diseminados a lo largo de lacosta, entre montes que parecíanprotegerlos. Parecía una escenografía deteatro para chiquillos.

Clarissa estuvo un rato

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contemplando aquel fondo.—Parece mentira —dijo

impulsivamente—, ayer a estas horas nonos conocíamos. Yo estaba haciendo miequipaje en el cuarto diminuto de unhotel. Cada una de nosotras ignorabaque pudiera existir la otra.

—¿Tiene usted hijos?Clarissa denegó suavemente con la

cabeza, preguntando a su vez:—¿Dónde vives?—Con mis tías en Richmond. A ellas

les encanta el campo, la soledad.—Y a ti no, ¿verdad? Lo comprendo

—rio Clarissa.—Me gusta pasearme por el campo

sola… pero no con perros.

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—Y algunas personas son comoperros, ¿no es así? —dijo Clarissa comosi adivinase algún secreto.

—Sí, pero no todas. No, todas no —se franqueó Rachel.

—No puedo imaginarte paseandosola —siguió Clarissa—. Pensando entu mundo… en el mundo que gozarásalgún día…

—¿Quiere usted decir que disfrutarépaseando con un hombre? —preguntóRachel con sus grandes e interrogadoresojos fijos en Clarissa.

—No, yo no pensaba en un hombreconcretamente… pero tú sí.

—No —denegó Rachel—. Nunca mecasaré.

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—Yo no lo diría con tanta seguridad—contestó Clarissa.

Su mirada indicaba que la muchacha,además de encontrarla atractiva einteresante, la divertía enormemente.

—¿Por qué se casan las personas?—inquirió Rachel.

—Eso es lo que tú vas a averiguar—rio Clarissa.

Rachel siguió su mirada y vio que seposaba en la robusta silueta del señorDalloway, que en aquel precisomomento encendía una cerilla en lasuela de su zapato, mientras Willoughbyse explayaba en explicaciones queparecían interesar mucho a ambos.

—No hay nada como eso —suspiró

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Clarissa volviéndose hacia Rachel—.¡Cuéntame algo del matrimonioAmbrose! Si no son demasiadaspreguntas.

El relato de Rachel era bastanteconvencional. No tenía más base que laque el señor Ambrose era su tío.Clarissa la observaba atentamente.

—¿Te pareces a tu madre? —preguntó.

—No, Ella era distinta —dijoRachel.

Sintió un imperativo de contarle a laseñora Dalloway aquellas cosas quenunca había dicho a nadie… las cosasque hasta aquel preciso momento nohabía comprendido.

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—Me encuentro sola, muy sola —empezó—. Quisiera… —Pero susdeseos eran hasta tal punto confusos queella misma no podía especificarlos ycalló mientras sus labios temblabanligeramente.

La señora Dalloway comprendíaperfectamente lo que Rachel noalcanzaba a expresar y la atrajo hacia sí,rodeándole la cintura con el brazo.

—A tu edad me sucedía lo mismo.Nadie sabía entenderme… hasta queencontré a Richard. Él me dio cuantodeseaba. Es un hombre, pero sussentimientos son tan delicados como losde una mujer —sus ojos estaban fijos ensu esposo, que apoyado en la baranda

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seguía hablando—. No creas que digoesto porque soy su esposa, al contrario,veo sus defectos con más claridad quelos de otros. El mayor mérito, el másapreciable de la persona con quienconvivimos, es que sepa mantenerse enel pedestal en que le coloca nuestroamor. A veces pienso, ¿qué has hecho tú,qué méritos tienes para ser tan feliz? —Y al decir esto una lágrima resbalabaserena por su rostro. Se la secó yexclamó oprimiendo la mano de Rachel—: ¡Qué buena es la vida! ¡Qué bella!

El aire en calma, el sol besando lassuaves olas y la mano de Clarissa sobresu brazo, producían en Rachel lasensación de que, efectivamente, la vida

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era hermosa y hasta demasiado buenapara que aquella impresión fuera reflejode la realidad.

En aquel momento se acercó Helen,que al ver a Rachel del brazo de unadesconocida y con el rostro excitado,sintió una extraña irritación.Inmediatamente se unió a ellas Richard,que había disfrutado lo suyo en laconversación sostenida con Willoughby.Su humor era francamente bueno.

—Observen ustedes mi jipi —dijotocándose el ala de su sombrero—. ¿Seda usted cuenta, señorita Vinrace, decuánto influye en que haga buen tiempo?Estaba decidido a que fuese éste un díacaluroso, y por eso me lo puse. Nadie

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podrá convencerme de que no me asistela razón. Voy a sentarme y les aconsejoque me imiten.

Tres butacas de mimbre dispuestasen hilera les convidaban a hacerlo.Richard reclinóse satisfecho hacia atrásy contempló el mar.

—Es de un azul precioso —dijo—;pero hay demasiada agua, resultamonótono. La variedad es algo esencialen todos los órdenes de la vida. Si haycuestas y montañas… falta un río. Si hayun río… su cauce debe deslizarse entrelos montes…

Clarissa reapareció con unas mantasy algunos libros.

—¡Hombre, una manta! —dijo

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Richard gozoso—. Gracias, querida.—¿Quieres hablar o te leo algo?—Persuasión —leyó Richard en el

lomo de uno de los volúmenes.—Es para la señorita Vinrace —

aclaró Clarissa—. No puede con nuestraquerida Jane.

—Eso es que no la ha leído, no mecabe duda —aseguró Richard—. Esindiscutiblemente nuestra mejorescritora… por eso no escribe como unhombre, que es lo que acostumbran ahacer las demás. Exponga usted su tesis,señorita Vinrace —dijo juntando losdedos de ambas manos por sus yemas—.Estoy dispuesto a ser convertido.

Su espera fue vana. Rachel intentó

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inútilmente dominar su turbación yvengar aquel pequeño ultraje a susaficiones literarias.

—No haga usted caso, porqueacabaría teniendo razón él comosiempre. Es un granuja. TrajePersuasión —prosiguió— porque mepareció menos rudo que los otros. Yademás, Dick, no está bien que intentesdefender tanto a Jane… al fin y al cabosiempre que me oyes leerla te duermesbeatíficamente.

—Después de legislar, necesitoreposar.

—Bien, pero ahora nada de pensaren cañones, ni en marinos, ni enImperios… ni en nada —atajó Clarissa

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al ver que la mirada de su esposo seperdía meditativa más allá del horizonte.Inmediatamente abrió uno de los libros einició la lectura—: «Sir Walter Elliott,de Kellynch Hall, en Somersetshire,jamás cogía un libro como no tratase delinajes. Allí encontraba tema para pasarvarias horas desocupadas y unaconsolación para su desgracia». ¿No legusta el estilo?

Clarissa estaba decidida a que suesposo abandonara todo pensamientopolítico y se adentrara en el diminutomundo en que habían caído. Las figuras,que el sol esplendente recortaba concrudeza, parecieron suavizarse como unadelantado ocaso.

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Rachel levantó la cabeza paraindagar la causa de aquel fenómeno. Elseñor Richard abría y cerraba los ojos,o mejor dicho, los ojos se le abrían ycerraban. Un largo y profundo ronquidoles dio a entender que se había quedadoprofundamente dormido.

—¡Triunfé! —susurró Clarissa alfinal de una frase.

Súbitamente levantó la manoimponiendo silencio. Ante ella unmarinero parecía vacilar. Dio su libro aRachel y se levantó.

—El señor Grice quisiera saber…Clarissa siguió al marinero. Ridley,

que había estado rondando sin serapercibido, hizo un gesto de

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contrariedad y se dirigió nuevamente alestudio.

El durmiente quedó al cuidado deRachel. Ésta leía una frase y se volvía amirarlo. «Parece un abrigo tirado sobreuna silla», pensó. La ropa conservabatoda su forma, pero parecía como sihubieran desaparecido los brazos ypiernas que debían rellenarla. «Así sepuede apreciar mejor la edad delabrigo», se dijo. Le miraba y remirabatanto que llegó a temer que él, dormido ytodo, protestase. Representaba unos 40años. Alrededor de los ojos y en lafrente, unos surcos indicaban supropensión a estudiar y meditar. Su pielcurtida reflejaba el vigor que todavía

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poseía. «Tiene hermanas y le gustan losanimalitos», susurró Rachel sin apartarde él la mirada, con la mano bajo labarbilla y embebida en suspensamientos. Una campana sonó sobrecubierta, y Richard levantó vivamente lacabeza. Abrió los ojos con lainexpresividad de los cortos de vista,que repentinamente encuentran a faltarsus lentes. En unos segundos se rehizosintiendo la sensación, nada grata porcierto, de haber estado roncando anteuna señorita. Resultaba desconcertante yviolento despertarse y verse observadopor una mujer joven y casi desconocida.

—Vaya, veo que me he dormido.¿Dónde están los otros? ¿Y Clarissa?

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—Su esposa ha ido a ver lospececillos del señor Grice.

—Podía haberlo supuestoconociendo su afición a las cosas raras.Y usted, ¿ha adelantado mucho en esterato? ¿Se convenció por fin?

—No he leído ni una sola línea.—Hace usted igual que yo, hay a

nuestro alrededor demasiadas cosas quereclaman nuestra atención. Observar laNaturaleza es un estimulante. Mismejores ideas han nacido siempre encontacto con la Naturaleza.

—¿Paseando?—Paseando, montando a caballo,

haciendo excursiones en algún yate,campings… La variedad me ha seducido

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siempre. Las conversaciones más variase interesantes recuerdo haberlas tenidosiempre dando grandes zancadas por elpatio de Trinity. Estuve en las dosUniversidades. Una monomanía de mipadre, creía que esto aumentaba lacultura y no le faltaba razón. ¡Qué lejosestá todo! Planeábamos entonces, con elque es hoy Secretario de la India, loscimientos de un nuevo Estado. Noscreíamos dos sabios inmensos, y quiénsabe si no lo éramos en realidad. Lo quesí puedo asegurarle es que éramos muyfelices, señorita Vinrace, y teníamosjuventud, un don precioso que salvatodos los obstáculos.

—¿Ha conseguido usted todo lo que

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se propuso? —preguntó Rachel.—No es cosa fácil contestar a su

pregunta. Sí y no. Por un lado no heconseguido todo lo que me proponía.¿Quién puede vanagloriarse de haberloconseguido? En cambio, no he rebajadomi ideal.

Seguía con la vista las evolucionesde una gaviota, como si en las alas delpájaro se remontaran al cielo todos susideales.

—¿Pero cuál es, concretamente, suideal?

—Pregunta usted demasiado,señorita Vinrace —rio divertidoRichard—. Pero voy a decírselo en unasola palabra: ¡Unidad! Unidad en

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dominio y en progreso. Que los mayoresbeneficios de la civilización seextiendan sobre los hombres.Especialmente sobre los ingleses. Yoconcibo al inglés, en conjunto, como unode los pueblos más puros… Pero novaya usted a creer que pienso que misideales puedan conseguirse fácilmente.Preveo luchas y horrores. No me hagomuchas ilusiones. ¿Ha visitado ustedalguna vez una fábrica, señoritaVinrace? Supongo que no… y es mejor.No vaya nunca.

En realidad, las pocas veces queRachel había salido lo había hechoacompañada de su padre, sus tías o unasirvienta.

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—Quiero decir que si pudiera ysupiera ver cuánto ocurre a su alrededor,comprendería mejor por qué abrazamosla carrera política. Me ha preguntadousted si he conseguido algo de lo que mepropuse. He podido conseguir que milesde muchachas de Lancashire y las quetras ellas vendrán, puedan gozar dealgunas horas de expansión al aire libre.No hace muchos años que las madres deestas mismas muchachas tenían quepasar esas horas ante los telares. Estome enorgullece más, mucho más que sipudiera escribir como Keats o Shelley.

A Rachel le pareció que quienescribía como Keats o Shelley, era ella.Le gustaba oír hablar al señor Dalloway,

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la entusiasmaba. Parecía que todocuanto decía no eran proyectos, sinorealidades.

—Yo no sé nada —suspiró.—Es mucho mejor así, créame —

dijo él paternalmente—. Me han dichoque toca usted muy bien y que leemucho.

Este giro tuvo la virtud de retornarsu confianza a la cohibida Rachel.

—Ha hablado usted de «Unidad»,debería explicármelo…

—Nunca permito a mi esposa quehable de política —dijo Richardseriamente—. A los hombres les esimposible efectuar dos cosas: luchar ytener ideales. Si yo he podido conservar

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los míos ha sido porque al llegar a micasa he hallado siempre a mi esposaocupada en sus quehaceres, con susamigas, con la música… Sus ilusioneshan seguido en pie y eso ha hecho que yono perdiera las mías. La labor políticaes agotadora, el esfuerzo grande.

Al hablar así, parecía cansado,como si el servicio diario que realizabaen pro de la humanidad, requiriera unesfuerzo heroico.

Su voz era sincera, y reflejaba talafán por hacerse comprender, queRachel se lanzó a hablar, venciendo sunatural timidez ante una persona queconceptuaba muy superior a ella.Dominando su emoción expuso una de

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sus opiniones, cosa que nunca habíahecho.

—Supongamos que en un barrio deLeeds hay una viuda que habita en unmísero cuartucho. —Richard se inclinóhacia ella prestando toda su atención—.Usted sigue su vida en Londres, habla,escribe, impone leyes… perdiendo enfin mucho de lo que la vida ofrece. Elresultado es que esa viuda encuentra ensu despensa un poco más de té y azúcar,o menos té y el periódico… Bien, esapersona que pongo por ejemplo, halogrado una pequeña mejora sin darnada. Su inteligencia sigue igual, susaficiones, sus gustos… Usted, encambio, ha malgastado su inteligencia,

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ha tenido que prescindir de sus gustos yaficiones para realizar los de la viuda…¿Vale la pena tanto esfuerzo para unresultado tan pequeño?

—Su filosofía, señorita Vinrace,tiene su pro y su contra. Un ser humanono es un conjunto de gustos ynecesidades, es una parte integrante dela sociedad. El caso que usted presentaes muy distinto si la viuda, en lugar deencontrar algo en su despensa, laencuentra o completamente vacía o conlo necesario para colmar sus másapremiantes necesidades. Tiene ustedimaginación, señorita Vinrace, en eso separece a los liberales, pero aprenda ausarla o se irá a pique, como ellos.

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Conciba el mundo, no por partículassueltas, sino como algo completo,entero. Laborar para conseguir unmínimo bienestar a los humildes, nosignifica malgastar las posibilidades.No concibo otro ideal más alto que el deponer mi vida al servicio del Imperio.Imagínese usted el Estado como unamáquina inmensa y complicada.Nosotros somos unas piezas de estamaquinaria. Algunas piezas sonimprescindibles y cumplen misiones devital importancia para la marcha delconjunto. Otras piezas (entre las queprobablemente me encuentro yo) sirvensolo de conexión entre las partesimportantes. A veces un diminuto

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tornillo o un grano de arena, detienen oponen en peligro la regularidad de lamarcha de una máquina, que cuanto másperfecta, más precisa de que todas laspiezas de la misma, hasta las que enapariencia son más superfluas, cumplanregularmente su cometido.

La incompatibilidad de los dostemas era manifiesta. El de Rachel: Lapobre viuda en espera de un auxilio másmaterial que moral. El de Richard, deuna envergadura que escapaba a lacomprensión de la muchacha.

—Temo que no lleguemos acomprendernos —dijo Rachel.

—¿Quiere que le diga algo… queprobablemente la irritará? —preguntó

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Richard irónico.—Diga usted.—No hay ninguna mujer con espíritu

político. Tienen todas las virtudes, soyel primero en reconocerlo; pero no hayninguna mujer que sepa apreciar elverdadero significado de la palabra«estadista»… y si he de serle franco,espero y confío no encontrar nunca a esamujer. Dígame ahora si quedamosamigos o enemigos.

Vanidad, despecho y un imperiosodeseo de hacerse comprender por elseñor Dalloway, volvieron a impelir aRachel a la carga.

—Veamos. Debajo del nivel de lacalle palpita la vida. ¿No es así? En los

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hilos eléctricos, conducciones de agua,teléfono, en los hombres que limpian lascloacas y en los que conducen carros debasura. ¿No siente usted palpitar esavida cuando abre un grifo y mana de élun chorro de agua?

—Evidentemente —dijo Richardque había escuchado con interés—. Lasbases de la sociedad moderna seasientan en la cooperación de muchasvoluntades. Si fueran muchas laspersonas que supieran entenderlo así,habría menos pobres de verdad, o sea,pobres morales.

—¿Es usted liberal o conservador?—preguntó Rachel.

—Verá usted, yo soy conservador de

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conveniencia —sonrió Richard—; perola distancia que separa a ambos partidoses menor, mucho menor de lo que todoscreen.

Siguió una larga pausa motivadaprecisamente por falta de cosas quedecir y preguntar. Rachel tenía muchasideas, pero eran confusas, enrevesadas.Pensó que quizá cogiendo la cuestióndesde un punto anterior, más remoto, lesería más fácil.

—Usted vivía antes en el campo, ¿noes así?

A pesar de que el tono con que fuehecha la pregunta fue algo seco, Richardse sintió halagado.

—Sí, así es.

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—¿Y qué pasó?… Pero quizápregunto demasiado.

—De ningún modo, señoritaVinrace. ¿Qué es lo que quiere saber?En mi infancia hubo estudios, riñas entrehermanos, picardías, después aprendí amontar a caballo… en fin, ni más nimenos que las cosas propias de lajuventud. Es un error creer que depequeños éramos felices, casiaseguraría que se sufre más de pequeñoque de hombre. ¿Por qué? Yo,particularmente, no me llevaba muy biencon mi padre —dijo con tristeza—.Tenía un carácter muy recto y sin dudapor eso resultaba a veces duro. A loschiquillos se les quedan generalmente

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grabadas las injusticias. No danimportancia a cosas que para losmayores tienen mucha, y esto resultaimperdonable. Yo no dudo que era unacriatura difícil de manejar. ¡Pero cuandopienso en lo que estaba dispuesto a dar!No hubo menos incomprensión en losmayores que faltas en mí. En el colegiode primera enseñanza me porté bastantebien. Después mi padre me envió a dosUniversidades… ¿Comprende usted losrecuerdos que han reverdecido con supregunta, señorita Vinrace?… ¡Cuánpocas cosas positivas hay que contar enla vida! Estamos repletos de cosasinteresantes, experiencias, ideas,emociones… pero ¿cómo

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comunicárnoslas? Lo que yo le hecontado es, poco más o menos, lo quehubiera dicho el 99 por ciento.

—No lo crea, el interés de lascuestiones no reside tanto en ellas comoen el modo de decirlas.

—Es ésa una gran verdad —dijoRichard después de una pausa—.Cuando repaso los 42 años de mi vida,me pregunto cuáles son los hechos queverdaderamente cuentan. La miseria y…—vaciló, y echándose hacia adelantesusurró—: El Amor.

La forma de pronunciar esta palabrapareció abrir ante Rachel nuevoshorizontes.

—Quizá le parezca extraño que le

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hable así, pero no tiene usted ni la másremota idea de lo que he queridodecirle. No me refiero al sentidoconvencional que comúnmente se le da ala palabra. Lo digo porque conozco suverdadero sentido. Generalmente lasmuchachas ignoran todo esto, ¿no serámejor así? ¿Quién sabe? —Parecíahablar consigo mismo.

—No, yo no sé su verdaderosignificado —dijo Rachel casi con unsusurro, con un soplo de voz.

—¡Dick, mira! ¡Barcos de guerra!¡Por allí! —gritó Clarissa acercándoserápidamente.

Dos buques de guerra, con su colorgrisáceo característico, se divisaban a

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gran distancia. Richard se transformó almomento y se adelantó mirandofijamente a los buques.

—¿Son nuestros, Dick? —preguntóClarissa ansiosamente.

—Sí, pertenecen sin duda a la flotamediterránea —contestó él.

El pabellón del Euphrosyne ondeabapausadamente. Richard se quitó elsombrero. Clarissa, emocionada, apretóla mano de Rachel.

Los buques, uno en pos de otro,pasaron de largo hasta perderse de vista,produciendo un curioso efecto dedisciplina y tristeza al propio tiempo.Nadie habló hasta que hubierondesaparecido.

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Durante la comida, toda laconversación giró en derredor a la vidaheroica de los almirantes ingleses.Clarissa recitó a un poeta y Willoughbya otro. Todos estaban de acuerdo en quela vida, a bordo de un buque de guerra,debía ser algo espléndido. Los marinoseran gentes amables y sencillas. En esteambiente cayó como una bomba laafirmación de Helen de que mantener aun marino venía a ser tan útil comocuidar fieras en el Zoo, aunque estoúltimo era mucho más bonito y distraído.Por si esta afirmación no bastase,añadió que ya iba siendo hora de quedejara de ensalzarse tanto el heroísmo yla belleza de morir en un campo de

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batalla. El señor Pepper se unió a ellapara decir, bastante groseramente porcierto, que estaba cansado de leerpoesía cursi sobre aquel tema. Al propiotiempo Helen se extrañaba de ver aRachel callada, pero con una expresiónradiante que la cambiaba por completo.

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V

Helen no pudo sacar una conclusióncompleta del efecto producido por suextemporánea interrupción. Uno de esosincidentes, que acostumbran a abundaren los viajes marítimos, vino atrastornar la tranquilidad del viaje. A lahora del té pudo notarse que el balanceohabía empezado a hacer causa comúncon el oleaje, y a la hora de la cena elmovimiento era ya francamenteprovocador para la integridad física delos navegantes. El barco gemía y parecíaretorcerse ante el esfuerzo que realizabapara avanzar contra la tempestad que se

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avecinaba. Hasta aquel momento elbuque se había comportado como uncorcel gallardo que admira por laarmonía y majestad de su paso. Pero derepente se convirtió en un potro salvajecon rienda suelta.

Todos los utensilios colocados sobrela mesa cambiaban constantemente delugar. Clarissa, que palidecíarápidamente, se esforzaba en comer,aunque el esfuerzo le costaba angustiasinimaginables. Willoughby aprovechabala ocasión para ponderar las virtudesmarineras de su buque, relataba hazañasque había llevado a cabo en otrasocasiones; los plácemes que sucomportamiento había merecido en

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distintos pasajeros, expertos navegantes.La comida transcurrió bastante inquietay en cuanto las señoras quedaron solasClarissa capituló, dijo que se sentiríamejor en la cama y se retiró sonriendovalientemente. El amanecer siguiente lessorprendió en plena tempestad. Elvaivén iba in crescendo y ya nadieanduvo con disimulos. Clarissapermaneció en su camarote, Richardconcurrió al comedor, pero a la hora delté tuvo que retirarse tambaleándose yrecluirse en su camarote.

—Esto es demasiado para mí —dijoen el momento que se retiraba.

—Ya estamos otra vez como antesde llegar a Lisboa —dijo el señor

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Pepper.Nadie tenía humor para

conversaciones y terminaron la comidaen silencio.

Al día siguiente, después de unanoche de continuo bamboleo, parecíanhojas arrastradas por el vendaval. Noestaban mareados, pero sí aturdidos portantos bandazos que les impedían subir acubierta y les hacían chocar contra lasparedes. Iban muy abrigados,especialmente Helen de la que solo eravisible el óvalo del rostro,desapareciendo el resto entre un mar depieles. Pasaban el tiempo en suscamarotes, más por comodidad que porotro motivo, resistiendo los bandazos lo

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mejor posible. Para ellos, el mundo sehabía convertido en una maraña demontañas grises que tan pronto leselevaban sobre su cima, como lessumergían en un valle amenazador.Fueron dos días interminables. A Rachelle pareció que se había convertido en unpequeño ser indefenso en medio de unallanura y bajo una tormenta de granizo;después se imaginó como un árbolsacudido continuamente por la salobregalerna del Atlántico.

Helen, que resistía bastante bien, fuedando bandazos por el pasillo hasta elcamarote de Clarissa, pero era tal elestruendo de gemidos y crujidos de lanave que no recibió respuesta y optó por

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entrar. La encontró tendida en su litera,sin atreverse a abrir los ojos y la oyómurmurar.

—¿Eres tú, Dick?Helen tuvo que gritar para hacerse

entender.—¿Cómo se encuentra?Clarissa abrió un ojo, que volvió a

cerrar inmediatamente y suspiró:—Mal, terriblemente mal.Tenía los labios exangües. Helen,

haciendo esfuerzos para guardar elequilibrio, fue a buscar champaña parareanimarla.

—¡Champaña! —pudo articularClarissa—. Es usted muy amable.

Y se incorporó para poder tragar

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mejor.—¿Quiere más? —gritó Helen.Pero ya el mareo había vencido de

nuevo a Clarissa y ésta, con los ojoscerrados y la respiración entrecortada,había perdido la noción de cuanto larodeaba. Solo pudo susurrar:

—¡Es usted muy buena! Es horrible—dijo refiriéndose al desorden de lasropas y al provocado por el lamentableestado en que se hallaba—. Discúlpeme.

Helen le arregló las almohadas,estiró las sábanas y puso un poco deorden en lo que halló a su mano.Clarissa abrió un momento los ojos yagradeció con una sonrisa todos loscuidados.

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Al alejarse del camarote, Helensintió una extemporánea simpatía por laseñora Dalloway. Admiraba a Clarissaque, entre las angustias del mareo, habíasabido agradecerle sus cuidados.

Casi repentinamente amainó latormenta. A la hora del té losmovimientos fueron decreciendo enviolencia hasta reanudarse la marchatranquila de los primeros días.

Lentamente fueron reaccionando. Lesparecía incomprensible no sentir losbandazos y gemidos del buque, ni oírbramar el huracán sobre sus cabezas.Cesó el esfuerzo que les habíamantenido en tensión y los nervios serelajaron. Al final de un cielo cuajado

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de nubes oscuras, el horizonte sepresentaba claro y hermoso.

—Ven a dar una vuelta, pequeña —dijo Ridley a su sobrina.

Helen no pudo por menos que reír alverlos alejarse, aún tambaleantes, yascender a la cubierta. Aspiraban el airecon ansia. Estaban sedientos de aquelmar azul y el cielo purísimo. No eran yaátomos a merced del furioso huracán,sino héroes triunfadores de la furia delOcéano. Su inteligencia y sus sentidosque habían quedado en suspenso durantela tormenta, renacían ahora pujantes yavasalladores, presentándoles un mundonuevo lleno de ricas promesas.

Tío y sobrina dieron dos vueltas por

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la cubierta y se acodaron sobre labaranda hasta ver disolverse el discosolar en las aguas, en un apoteosis derojos y amarillos.

El nuevo día amaneció sereno ypurísimo. Aunque las olas seguíansiendo grandes, habían vuelto a recobrarsu color verde azulado. El mundo depesadilla en que durante dos días sehabían debatido, había vuelto asumergirse en las profundidades. Lospasajeros atacaron el pan y lamantequilla con insospechados bríos yexcelente humor. Los esposos Dallowayse reponían más lentamente. Clarissa nose prodigaba todavía y Richard seenderezaba con visible esfuerzo,

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pasando en su litera el mayor tiempoposible. Sentía la extraña sensación deque no había cesado todavía el oleaje.Estando en su litera vinieron a herirlelos rayos del sol en su ocaso. La visiónde aquel tranquilo anochecer le rehizo, ya la hora de la cena volvió a presentarseen el comedor como un verdaderogentleman inglés.

Entró en el camarote de su esposa,ella le atrajo por la solapa y le retuvoabrazado largo rato.

—Tienes muy mala cara, deberíassalir a cubierta y tomar un poco el aire.¿Sabes que hueles muy bien?

—Puedo dar gracias a la señoraAmbrose, fue una hermana de la caridad

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cuando me moría de angustia.Volvió a recostarse, vencida por el

esfuerzo.Richard encontró a Helen con su

cuñado y entre ambos una mesita con elservicio de té, bizcochos, pan ymantequilla.

—Qué mala cara tiene usted, señorDalloway, venga a tomar una taza de té.

Richard observó que las manos quele servían el té eran largas y bonitas.

—Sé que ha sido usted muy amablecon mi esposa. Gracias a haberlellevado usted champaña, se mejoró algo.¿Tuvo usted la suerte de no marearse?

—Hace veinte años que no me hemareado. Quiero decir que no me he

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mareado en el mar.—Hay tres clases de mareos —

terció Willoughby con su voz fuerte ysonora—. Son las épocas de tomarleche, roast-beef o pan con mantequilla—dijo al tiempo que presentaba lamantequilla a Richard—. Ahora tómeseuna buena taza de té y dé un paseo ligeropor la cubierta —terminó, retirándose.

—Es muy agradable —observóRichard—. Siempre tiene algointeresante que contar.

—Sí —añadió Helen—, siempre fueasí.

—El asunto que maneja esformidable y seguirá adelante…Acabaremos por verlo en el Parlamento.

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Hombres de su temple son los que senecesitan.

A Helen le importaban muy poco loscomentarios de Richard, como todo loque se refiriese a su cuñado.

—Supongo que le dolerá la cabeza—dijo, sirviéndole otra taza de té.

—Sí, un poco —contestó—. Eshumillante ver lo esclavos que somos denuestro organismo. Yo no puedo trabajara gusto sin tener una tetera cerca parapoder beber todo lo que me venga engana… a pesar de no beber nada lamayoría de las veces.

—Pero tanto té no puede serlebueno.

—De otra forma, no puedo

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trabajar… así que he de arriesgarme.Además, los políticos acabamossiempre por vencer…

—Como ahora —rio Helen,sirviéndole de nuevo.

—Nunca me toma usted en serio,señora Ambrose. ¿Me permitepreguntarle en qué invierte usted eltiempo?

—Leyendo.—¿Filosofía? —preguntó,

dirigiendo la mirada al libro de negrascubiertas.

—Metafísica… ¡Ah, también pesco!Si volviera a nacer me dedicaría única yexclusivamente a una de ambas cosas.—Se entretenía abriendo y cerrando el

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volumen—. «El bien es indefinible» —leyó en voz alta.

—Creo que el profesor HenrySidwick ha sido el único que ha sabidoprofundizar en ese tema —dijo Richard—. Recuerdo una discusión que tuve conDuffy, hoy secretario en la India. Duróhasta las cinco de la madrugadapaseando por los claustros. Como erademasiado tarde para acostarnos,optamos por dar un paseo a caballo. Nocreo que en ninguna de mis disputashaya llegado nunca a una conclusión,pero el discutir es la sal de la vida. Poreso son los filósofos y los literatos losque mantienen encendida la antorcha dela controversia y la transmiten de

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generación en generación. Aunquepolítico, no crea que estoy ciego para lodemás, señora Ambrose.

—No lo imaginé nunca, perodígame. ¿Le gusta a su esposa el té conazúcar?

Preparó una bandejita y fue allevársela a Clarissa. Richard se lio unabufanda al cuello y subió a cubierta. Lapalidez iba desapareciendo de su rostroy al choque del viento se sintiórejuvenecer tonificado. Se sentíasatisfecho de resistir el fuerte viento sinmás apoyo que sus piernas. Inició unpaseo rápido sobre cubierta, y en una delas revueltas sufrió un encontronazo.

—Perdone —dijo Rachel, que fue la

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primera en reponerse.Ambos se echaron a reír, pues la

violencia del viento les impedía hablar.Rachel abrió la puerta del gabinete, ycon el pretexto de excusarse, Richard lasiguió. El viento pareció precederles,armando un revuelo de papeles demúsica. La puerta se cerró con estruendoy ambos se dejaron caer, riendo, endistintos silloncitos. Richard se sentóencima de Bach.

—¡Qué borrasca! —exclamó.—Es hermoso, ¿verdad? —Rachel

estaba transfigurada. Había en todo suser una decisión desconocida hastaentonces. Sus ojos brillaban, tenía lacarita arrebolada y la boca, de rojos

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labios, entreabierta y sonriente. Elcabello, suelto y ondulado, aureolaba surostro expresivo. Por vez primera estabaresplandeciente de juventud—. ¡Huy!¡Qué divertido! —rio.

—¿Pero sobre qué diablos me hesentado? —exclamó Richard, sacandolibros del silloncito—. ¿Es éste suretiro? ¡Es encantador! Me alegro quehayamos vuelto a encontrarnos. Pareceque haya transcurrido un siglo desdenuestra última conversación. Vamos aver qué es lo que tiene por aquí…Bach… Cumbres borrascosas… ¿esaquí donde nacen sus problemas íntimospara confundir a los pobres políticosinocentes e indefensos? —rio

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alegremente—. Mientras me reponía delmareo reflexioné mucho sobre nuestraúltima conversación, me dio mucho quepensar…

—¿Le dio que pensar? ¿Y por qué?—¡Qué pobre resulta nuestro sistema

de expresión, señorita Vinrace! ¡Sontantas las cosas sobre las que megustaría contarle y conocer su opinión!¿Ha leído a Burke alguna vez?

—No. ¿Quién es Burke? —preguntóRachel.

—Entonces tomaré nota y le enviaréalgo de él. El Discurso sobre laRevolución Francesa o La RebeliónAmericana, ya veremos. —Tomó nota enuna libretita y se la guardó en el bolsillo

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—. Ya me dirá usted qué le parece. Esteenclaustramiento voluntario es lo malode la vida moderna. Y ahora, cuéntemealgo de usted. ¿Qué hace? ¿En qué pasael tiempo? Debería suponer que es usteduna persona de grandes inquietudes. ¡Yclaro que lo es! ¡Bien, bien! Cuandopienso en la época en que nos ha tocadovivir, con sus ocasiones, susposibilidades, y tantas y tantas cosascomo podríamos hacer y disfrutar deellas, me pregunto por qué no tendremosdiez vidas en lugar de una… Pero,hábleme de usted.

—Verá… —dijo Rachel—. Yo soyuna mujer…

—Lo sé, lo sé —interrumpió

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Richard, recostándose en el sillón ytapándose los ojos con la mano—. Unamujer joven y hermosa —dijosentenciosamente—. Tiene el mundo asus pies. Tiene usted un poder inmensopara el bien o para el mal… ¡Qué nopodría usted hacer!

—¿Cómo? —preguntó, sorprendida,Rachel.

—Con su belleza —continuóRichard.

En aquel momento un fuertebalanceo del buque lo empujó haciaadelante. Al propio tiempo se enderezóy cogiendo a Rachel entre sus brazos labesó. Primero suavemente y luego contal pasión que llegó a hacerle daño con

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los huesos del rostro. Al soltarla,Rachel cayó de nuevo en su butaquita. Elcorazón le latía fuertemente. Todo girabaa su alrededor y su cuerpo vibraba deindignación y coraje. Richard, con lacara oculta entre las manos y una vozque infundía pavor, decíaentrecortadamente:

—Me tentaste…, me tentaste… —Hubiérase dicho que sostenía unaviolenta lucha interna.

Rachel se levantó y salióairadamente. Sus rodillas temblaban detal modo que solo haciendo un violentoesfuerzo de voluntad logró llegar hastala borda. Un frío intenso fueinvadiéndola lentamente. A lo lejos,

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rozando las crestas de las olas en raudovuelo, unos pájaros enormes parecíanocultar la luz del día moribundo.

Poco a poco fueron cediendo loslatidos desacompasados de su corazón ytranquilizándose. Una gran calmadescendió a su alrededor y sobre suespíritu. Ya completamente serena,descubrió que algo maravilloso se abríaante ella.

Durante la cena, Rachel no sintióexcitación alguna. La presencia deRichard le resultaba molesta. Ambosevitaban mirarse. Solo una vez sus ojosse enfrentaron… pero nada más.

Willoughby llevaba el peso de laconversación. Historietas salpicadas de

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chistes políticos, Bright, Disraeli, lacoalición gubernamental… tanto sehabló que los comensales resultabanridículamente pequeños en comparacióncon los hechos y vidas mencionados.Después de la cena, y ya a solas, Helense fijó en la palidez de su sobrina.Encontró algo raro en su actitud.

—¿Estás cansada, pequeña? —lepreguntó.

—Sí, estoy algo cansada.Helen le aconsejó que se acostara,

lo que Rachel le agradeció intensamente,y obedeció sin volver a ver a Richard.Muy cansada debió estar, pues apenas setendió en su litera quedó profundamentedormida. Su sueño fue una espantosa

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pesadilla. Sé veía encerrada en unoscuro túnel cuyas paredes ibanacercándose lentamente, amenazandoaplastarla e impidiéndole respirar. Cadavez que intentaba huir se le aparecía unenanillo, de largas y negras uñas quemordía incesantemente, impidiéndolepasar y sacando la lengua burlonamente.Sentíase oprimida por esta angustia,cuando despertó sobresaltada. Al verque todo había sido un sueño setranquilizó. Encendió la luz y vio lasropas de la litera en el suelo. La idea deque la perseguían seguíaatormentándola, a pesar de estardespierta. Cerró la puerta con llave. Leparecía oír una voz que gemía cerca de

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ella y cientos de ojos que le asaltabananhelantes. Hombres salvajes rondabanpor los pasillos y las cercanías de sucamarote… hasta parecía que sedetenían ante su puerta para escuchar yatisbar. El resto de la noche lo pasó envela.

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VI

—Es la vida de los que viajan. Se creanamistades buenas y hay queabandonarlas para seguir el camino —dijo Willoughby.

—Así será si ustedes quieren —contestó Clarissa.

Era una mañana radiante, y el buquereposaba en el luminoso espejo de lasaguas de un puerto. Los Dalloway seencontraban nuevamente sobre lacubierta del buque, junto a la pasarela,rodeados de maletas y baúles. Igual queel día en que por vez primera llegaron albuque.

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—¿Creen ustedes que volveremos avernos en Londres? —preguntó Ridleycon ironía—. En cuanto vuelvan a pisarla tierra firme, ya no se acordarán denosotros.

—Su tío es tremendo —rio Clarissa,oprimiendo el brazo de Rachel—. Yasabe, señorita Vinrace, que en cuantodesembarque ha de venir a visitarme.Tome, así no habrá pretexto que valga—al hablar así, sacaba un lapicito deplata, escribió unas palabras en lasprimeras páginas del tomo dePersuasión y se lo entregó a la joven.

Los marinos recogían el equipaje yel grupo se estrechó más en derredor delos que iban a desembarcar.

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—Bueno, adiós a todos —dijoClarissa, y añadió al oído de Rachel aldespedirse de la muchacha—: Esperoque vendrá a visitarme, me ha sido ustedmuy agradable.

Las rápidas despedidas de losúltimos instantes evitaron que Racheltuviera que despedirse del señorDalloway. Solo cruzaron, durante unsegundo, una profunda mirada. Despuésdescendió detrás de su esposa. El botefue separándose lentamente en direccióna tierra. Helen, Rachel y Ridley,apoyados en la baranda, lescontemplaban. Clarissa se volvió unavez y levantó el brazo en señal dedespedida. Siguió alejándose el bote

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hasta percibirse solo dos puntos enlontananza.

—¡Bien… ya se fueron!Era la voz de Ridley tras un largo

silencio.—No volveremos a verlos nunca

más —añadió antes de volverse a suslibros.

Cayó sobre el buque una vagamelancolía, como si se hubieseefectuado el vacío. Tenían todos lacompleta seguridad de que jamásvolverían a ver a los Dalloway y estoles deprimía. Su corta estancia a bordono justificaba la tristeza que ocasionaba

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su partida. Otras personas e interesesvenían a ocupar el lugar de los quepartían, era una sensación desagradabley procuraron desecharla. El corazónhumano es así; también los que partíanserían olvidados por los que quedaban.

Mientras los camarotes queocuparon los Dalloway eran limpiados,Helen se entretenía en arreglar el salónal tiempo que observaba a Rachel. Notósu laxitud y la actitud de retraimiento dela muchacha. Se propuso conocerla mása fondo y atraérsela para averiguar quéle sucedía y cuál era el motivo de sudepresión.

—Ven, hablaremos un rato —dijoHelen.

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Rachel la siguió indiferente hacia unrincón de la cubierta de cara al sol y sesentaron en dos butacas extensibles.Rachel tenía la cabeza embotada por uncúmulo de sensaciones nuevas yemociones desconocidas hasta entonces.La escena con el señor Dalloway lahabía sumido en un mar de confusiones.Prestaba escasa atención a lo que decíaHelen. Mientras ésta preparaba elbastidor y enhebraba la aguja, ella sereclinó en su asiento, dejando vagar suvista por la inmensidad del mar.

—¿Qué te han parecido losDalloway? —preguntó Helen connatural indiferencia—. ¿Te han sidosimpáticos?

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—Sí —contestó Rachelsencillamente.

—¿Hablaste con él?Rachel permaneció un momento en

silencio, y sin la menor alteración en eltono de su voz, dijo:

—Me besó.—Sí… —articuló Helen, que por un

momento quedó sin saber qué decir—,ya me pareció que pertenecía a esa clasede individuos…

—¿Qué clase?—Pomposos… con ribetes de

sentimental…—Me gustaba —confesó Rachel.—¿Así que no te importó? —

preguntó Helen, volviéndose hacia su

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sobrina. Por vez primera vio su rostroencendido y los ojos brillantes.

—¡Claro que me importó! —dijocon desusada vehemencia—. No hepodido dormir en toda la noche. —¿Cómo sucedió?

Rachel lo fue contando todo algobruscamente, pero con serenidad.

—Hablamos de política y me contólo que había hecho por los pobres. Meinteresó su conversación y le hicemuchas preguntas. Me contó su vida.Después de la tormenta vino a verme, yentonces, cuando menos lo esperaba…me besó. No sé por qué lo hizo… Meexcitó bastante. De momento no meimportó, pero… —Acudió a su memoria

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el burlón enanillo de la pesadilla y seestremeció— después me entró unverdadero terror. —La expresión de susojos era verdaderamente de terror.

Helen no sabía qué decir, siempre lehabían intimidado, sin que pudieraexplicarse el por qué, aquella clase deconversaciones con las mujeres, cosaque no le sucedía con los hombres.Pensó que era mejor quitarleimportancia.

—Bah, era bastante tonto, no vale lapena que pienses en ello.

—¡Al contrario! —saltó Rachel,excitada—. Si pienso es porque quierosaber qué significa.

—¿No lees? —le preguntó Helen.

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—Sí… las Cartas de Cowper yotros libros que me proporcionan mipadre y mis tías.

Helen sintió deseos de clamar contraaquel hombre que de tal modo educaba asu hija de veinticuatro años. Rachel seaterraba por un beso, parecía ignorarque los hombres desean a las mujeres.La pobre muchacha, en su inocencia,podía resultar ridícula.

—¿Conoces a pocos hombres,verdad?

Rachel sonrió con ironía.—Al señor Pepper.—¿No ha habido nadie que quisiera

casarse contigo?—No, nadie —respondió

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ingenuamente.Helen adivinó en la franqueza de la

muchacha su trastorno psíquico, y creyóque sería conveniente ayudarla.

—No temas, es lógico que loshombres intenten besarte o casarsecontigo. Eres bonita. Lo triste es sacarlas cosas de su cauce normal.

Rachel parecía no prestar la menoratención a su tía; de pronto saltó:

—¿Qué son esas mujeres dePicadilly?

—¿De Picadilly?… Son prostitutas.—Es una ignominia, una vergüenza

—dijo, indignada, Rachel.—Evidentemente, pero…—¡Con lo que me gustaba! —musitó

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como hablando consigo misma—.¡Deseaba tanto hablar con él… saber suscosas!… ¡Y de qué forma tan lamentableha terminado todo! ¡Las mujeres deLancashire!…

Sus pensamientos no escaparon aHelen, que la observaba atentamente.

—Mira, a las cosas no hay quedarles más importancia de la que enrealidad tienen; si quieres tener amistadcon los hombres, hay que correr elriesgo. Y si he de decirte la verdad —sonrió maliciosamente—, vale la penacorrerlo. No hay que darle tantaimportancia a un beso… quizás estécelosa de que te haya besado a ti y no amí… a pesar de que me aburría

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soberanamente —bromeó con malicia.Rachel no tenía el espíritu para

bromas, ni contestó sonrientedemostrando quitarle importancia atodo, como Helen hubiese deseado.

Continuaba embebida en suspensamientos nada agradables,inconsistentes y hasta dolorosos. Laspalabras de su tía no habían hecho másque levantar algo más el velo que tantosmisterios ocultaba. Después de un largorato de ensimismamiento exclamó:

—¡Por eso no puedo pasear sola!Se veía a sí misma como un ser

guardado entre altísimas paredes,perpetuamente vigilada y a oscuras, conuna vida monótona, sombría, rodeada de

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palabras y acciones incomprensibles.—¿Por qué son tan brutos los

hombres? ¡Los aborrezco! —clamó,indignada.

—¿Creí haberte oído decir que tegustaban? —bromeó Helen.

—Sí… me gustaban… y el besotambién —contestó insegura al darsecuenta que el problema adquiríamagnitud insospechada.

Helen se extrañaba del efecto queaquel beso había producido en Rachel.Veía su ingenuidad debatirse entre lasmallas de su conflicto interior intentandoresolverlo, y creyó que lograríatranquilizarla haciéndola hablar yquitándole importancia al asunto que

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tanto parecía haberla angustiado. ¿Cómoera posible que aquel político ñoño ysoso hubiese impresionado tanto a unamuchacha de 24 años? Claro que habíaque reconocer que era amable yeducado. Una persona atenta:

—La señora Dalloway también te hagustado, ¿no es así?

Rachel se sonrojó recordando lastonterías que había dicho. Además, ¿nole comunicó la señora Dalloway queadoraba a su esposo?

—Era bastante simpática, pero teníala cabeza de chorlito —continuó Helen—; nunca oí tantas tonterías comomientras estuvo ella a bordo. Que si lospeces, que si la marina, o el abecedario

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griego, o las mil y una maneras deeducar a los hijos, que no tenía… En fin,que prefiero tener una conversación conél, por muy soso que sea. Él eraengreído —continuó—, pero por lomenos atendía a lo que se hablaba.

Al oír aquellas manifestaciones desu tía, «una persona mayor», el encanto,que a los ojos de Rachel había envueltoa los pasajeros, desaparecía comoniebla al soplo del viento. ¿Sería verdadque no eran tan maravillosos como ellase había figurado?

—Es tan difícil saber cómo son laspersonas en realidad —dijo comohablando consigo misma.

Helen vio con satisfacción que la

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muchacha reaccionaba.—Quizás estuve algo ofuscada.Helen estaba segura de ello, pero se

limitó a decir:—Han vivido y tienen experiencia.—Eran agradables y sobre todo muy

interesantes.Recordaba la imagen del mundo que

Richard le había pintado, con susengranajes como nervios. Recordaba suspalabras básicas. «Unidad,Imaginación», y le pareció ver de nuevolas burbujas del té que se bebía, oyendosus divagaciones sobre el campo, lashormigas, los canarios y todas las cosasque daban vida a su pequeño mundo.

—Pero ¿a qué se debe que todas las

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personas no te resulten igualmenteinteresantes? —preguntó Helen.

Rachel le explicó que cuando lehablaban, él especialmente, adquirían lapersonalidad de símbolos.

—Estaría escuchándole eternamente—dijo con vehemencia.

Saltó de la hamaca para regresar almomento con un grueso libro de rojolomo. Indicó el título al tiempo que se loentregaba a Helen. Se titulaba ¿Quién esquién?. Y era una serie de biografías dedistintos personajes. Abrió el libro alazar, leyendo: «Sir Roland Beal, nacióen 1852 en el seno de la familia Moffatt,casado, etcétera». Sentada a los pies deHelen, se enfrascó en la lectura

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devorando páginas incansablemente:banqueros, sacerdotes, marinos,filósofos, artistas, etc…

Mientras Helen efectuaba un repasomental de cuanto había dicho, Rachelseguía embebida en la lectura. Helen seinteresaba por su sobrina, le gustaríaguiarla y aconsejarla, enseñarle a vivir,a ser razonable. La muchacha habíaformado un concepto erróneo delpolítico y su acción, opinión de la quesolo podría sacarla una persona quetuviese ascendiente sobre ella.

Rachel miraba a su tía comoesperando la respuesta a su mudapregunta.

—Estoy de acuerdo en que «hay

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muchas personas interesantes». Pero ladificultad estriba en saber comprenderdonde radica tal interés. De otra forma,podemos llegar a intimar con personasalgo inconscientes. Esto te ha sucedido ati con los Dalloway y solo te has dadocuenta después.

—¿Pero, qué forma hay deconocerlo antes? —preguntó Rachel.

—No puedo explicártelo, eso escosa que has de lograr por ti misma.Prueba y verás como lo consigues. ¿Porqué no me llamas Helen? El nombre detía me es muy poco agradable… quizádebido a que quise muy poco a las mías.

—Sí, me gustaría llamarte Helen.—¿Me encuentras poco

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comprensiva, verdad? —preguntóHelen, aunque sabía que la diferencia desus puntos de vista se basabaúnicamente en los veinte años de edadque mediaban entre ambas.

Rachel no contestó.—Algunas veces no entenderás mi

forma de pensar, claro, es muy natural.Lo que hay que procurar ahora es que teentiendas a ti misma —añadiócariñosamente.

Esta visión que de su personalidadle había proporcionado Helen pasó anteRachel como una exhalación, como si unrayo de luz bañase su inteligencia. Laimpresionó profundamente elpensamiento de vivir por sí misma,

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como el mar o el viento.—¿Puedo ser yo mi… mi… misma

—tartamudeó—, a pesar de ti, de losDalloway, del señor Pepper, de mipadre, de mis tíos… y de todos? —preguntó, pasando la mano por el gruesotomo de biografías.

—No solo puedes serlo, sino que yalo eres. Hasta ahora has guardado ocultatu verdadera personalidad —contestóHelen seriamente.

Dejó el bastidor y le expuso aRachel un plan que había discurridomientras la muchacha leía. En lugar decontinuar hacia el trópico, donde tendríaque pasar la mayor parte del tiempoaburriéndose en casa, abanicándose y

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defendiéndose del calor y los mosquitos,era mucho más razonable que Rachelfuese con ella a su villa, cerca de laplaya. Allí podrían estar juntas.

—Piensa, Rachel, que una diferenciade veinte años no es obstáculo para quepodamos entendernos y comprendernosperfectamente.

—Verdaderamente no es obstáculo yademás simpatizamos —contestóRachel.

—Perfectamente —asintió su tía.Helen no podía quejarse del

resultado de su primera charla con susobrina. Al día siguiente fue en busca desu cuñado. Lo encontró sentado ante sumesa, rodeado por todas partes de

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papeles y tomando apuntes. De la paredpendía una fotografía de mujer. Sus ojosreían, y en sus labios había un gesto deburla, como si estuviese al corriente detodo y se burlarse benévolamente. Eraun rostro atractivo e interesante queparecía a punto de echarse a reír ante lacara de su esposo que, al mirarla,suspiraba profundamente. Tenía la menteconstantemente ocupada por sus grandesfábricas de Hull, que por la nochesemejaban moles ingentes; por susbuques, que surcaban todos los océanos.Aquel trabajo continuo para seguirlevantando el sólido edificio de suindustria, lo ponía a los pies de la quefue su esposa, pensando siempre en

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cómo criaría a su hija para satisfacciónde «ella». Era un hombre muy ambiciosoy Helen pensaba que aunqueprobablemente mientras vivió no seportó con ella como se merecía, parecíaque ahora la muerta, desde el cielo,inspiraba cuanto en él había de bueno.Helen se disculpó por interrumpirle ensu trabajo y le expuso su idea con todasencillez. Cuando ella y su esposodesembarcaran, Rachel podía quedarsecon ellos, en lugar de seguir hacia lostrópicos.

—La cuidaremos como si se tratasede nuestra hija. Lo haremos converdadero gusto y cariño.

Willoughby se puso serio. Dejó a un

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lado los papeles y dijo:—Es una buena muchacha —suspiró,

levantando la vista hacia el retrato—.¿Verdad que tienen un parecido?

A Helen seguía pareciéndole que laimagen de la fotografía se burlaba deellos, del buque y de todos los que loocupaban.

—Rachel es lo único que me queda—murmuró suspirando de nuevo—.Vivimos juntos año tras año, sin hablarde estas cosas… quizá sea mejor así…La vida es muy dura.

A Helen le inspiró compasión oír asu cuñado expresarse tan francamente yapoyó una mano en su hombro sin saberqué decirle. Para distraer la tristeza de

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Willoughby, volvió a llevar laconversación hacia Rachel, exponiendoel motivo por el que creía que a lamuchacha le sería beneficioso aquelcambio.

—Es cierto —asintió Willoughbycuando Helen terminó de hablar—. Enlos trópicos las condiciones socialesson muy primitivas. Yo tendré muchotrabajo y quedará sola muchos ratos.Accedí a traerla porque ella me lopidió. Ni que decir que tengo envosotros la máxima confianza. Megustaría educarla como lo hubiera hechosu madre si hubiese vivido. No estoyconforme con las ideas modernas, y túcreo que tampoco, ¿verdad?

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—Tiene demasiada afición a lamúsica —dijo Helen al tiempo queasentía con la cabeza—. Quizá se dedicaa ella en exceso.

—Quizá, pero como eso parecíahacerla feliz y nuestra vida en Richmondera tan tranquila… Me gustaría quefrecuentara más el trato con las gentes,que me acompañara al regreso de misviajes. Pensaba alquilar casa en Londresy relacionarla con personas que sé quela tratarían como se merece. Estoyviendo que todo esto me encamina alParlamento, Helen. Y es el único modode hacer las cosas a nuestro gusto.Estuve hablando de esto a Dalloway. Siese caso se presentase me gustaría que

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Rachel estuviera bien situada. Seríanecesario alternar más, dar algunascomidas, asistir a fiestas nocturnas. Hayque atender a los que nos ayudan.Rachel podría ayudarme mucho en todoesto. Quisiera que llegásemos a unacuerdo… que procurases educarla unpoco en ese aspecto… Es muy tímida…¡Si lograras hacer de ella una verdaderamujer! La clase de mujer que a su madrele hubiese gustado que fuese —terminó,mirando de nuevo la fotografía.

A través del cariño hacia su hija, elegoísmo de Willoughby era patente. Estoaumentaba el empeño de Helen dellevarse a su sobrina, aunque para ellotuviese que prometer al padre instruirla

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en todas las gracias mundanas. Se retirómaravillada de la ceguera de aquelpadre. Cuando habló a la muchacha deléxito de su gestión, ésta pareció menosentusiasmada de lo que Helen hubieradeseado. Tan pronto se la veía ansiosacomo sumida en un mar de dudas. Leapenaba dejar a su padre, pero pudo másla constancia de Helen a pesar de quetambién tuvo sus dudas y llegó aarrepentirse del impulso que la ligaba aldesenvolvimiento moral y espiritual deotro ser humano.

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VII

A distancia, el Euphrosyne parecía muypequeño. Desde los grandes buques delujo, el pasaje les observaba como si losVinrace y los Ambrose fuesen bultos decarga en lugar de seres de carne y hueso.Los bailarines, al salir sobre lascubiertas para refrescar, aprovechabanla suave marcha sobre las olas paraobservar el paso de aquel solitario delocéano. Y aprovechaban la tranquilaocasión para confidencias o iniciaciónde amores.

El Euphrosyne seguía su camino díay noche, hasta que una mañana clara y

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luminosa se mostró ante ellos una fajade tierra. Poco a poco fueronperfilándose montes y montañas quepasaron de un azul grisáceo a su naturalcolor pardo y entre ellos puntos blancosque fueron espaciándose y agrandándoseconforme se acercaban a la costa. Lasmanchas blancas fueron perfilándose encalles y edificios.

A las 9 de la mañana el Euphrosynese situó en el centro de una gran bahía,viéndose rodeado inmediatamente deuna gran cantidad de botes. Un enormegriterío llenó el ambiente y empezaron allenarse las cubiertas de gente nueva.Después de una semana de soledad laislita se agitaba, cobrando nueva vida a

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la llegada del buque. Solo la señoraAmbrose parecía ajena a tanto bullicio.Estaba pálida de emoción y absorta enla lectura de las cartas que allí leesperaban. No se apercibió de la marchadel Euphrosyne ni le causaron pena lostres toques de sirena con que sedespidió. Sus pequeños estaban bien, yasí lo hizo saber en voz alta. El señorPepper, sentado ante ella y rodeado porlos equipajes, dijo:

—Me alegro infinito.Rachel, que veía cómo se

aproximaban a tierra, en la lancha delcorreo, se daba cuenta del cambioradical que en pocos momentos se habíaoperado a su alrededor. Estaba tan

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desconcertada que no comprendió lafrase del señor Pepper. Helencontinuaba la lectura. La lancha seacercaba a una playa de fina arena. Trasella se perfilaba un valle verde,salpicado de blancas casitas y rojostejados. Las montañas que bordeaban elvalle mostraban el verdor de sus laderasy sus peladas cumbres que seprolongaban como una cordillera. Ahora tan temprana todo parecía grácil,liviano, ligero. El azul del cielo y elverde de los árboles era intenso perosuave, sin dureza. Los detalles hacíansecada vez más visibles. El aspecto, tanvario y alegre, abrumaba después decuatro semanas de mar y les tenía a

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todos suspensos y silenciosos.—Hace trescientos años escasos —

exclamó, meditativo, Pepper.Como nadie le respondiera, sacó un

tubito de cristal, de éste una pildorita yse la tragó. Había querido decir con suenigmática frase que hacía 300 años quecinco buqués de la reina Isabel habíananclado en las aguas que en aquelmomento cruzaban ellos.

En la bahía había por aquel entoncestres buques españoles. Se entabló unasangrienta batalla, venciendo losespañoles, que saquearon todas lasriquezas y tesoros de aquel hermosopaís, llevándose lingotes de plata, lino,maderas preciosas, crucifijos tallados y

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guarnecidos de esmeraldas. Llegaron aun acuerdo con los nativos, importaronmujeres y se mezcló la raza. Todoaquello pertenecía al Imperio Británico.Si en el tiempo de Carlos I hubiesehabido hombres con visión política tanclara como Richard Dalloway, en elmapa habría muchas manchas rojas enlugar de las odiosas manchas verdosas.La política de aquellos años careció deimaginación, y por falta de unos milesde libras y unos miles de hombres lallamarada se apagó en lugar de prenderen una gran conflagración. De tierrasadentro surgieron unos indios sutiles ymalignos, cargados con siglos desupersticiones y con ídolos monstruosos

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y pintarrajeados. Por el mar llegaronunos barcos de aventureros españoles yportugueses. A pesar del climaprivilegiado, la abundancia de sus frutosy la riqueza de sus tierras, los inglesestuvieron que darse por vencidos.

Una noche, a mediados del sigloXVII, unos pocos hombres, mujeres yniños mestizos, lo que quedaba de lacolonia inglesa, abandonarondefinitivamente aquel delicioso vergel.La Historia Inglesa parece ignorar queexista tal lugar. La civilización fijó sucentro en un lugar denominado SantaMarina, no mucho mayor que hacía 300años. Sus habitantes vivenparadisíacamente. Los portugueses se

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casan con las indias y las hijas de éstaslo hacen con españoles. Sus arados sonimportados de Manchester y también sustelares, pero sus tejidos losconfeccionan con lanas de sus propiosrebaños. Poseen industrias de ricassedas y muebles de cedro. ¿Por quécausa se fundó allí una colonia inglesa?Eso lo calla la historia. Se les concedíaa los emigrantes facilidad en el pasaje,paz y un buen comercio, pero hubosiempre desacuerdo con los nativos acausa del continuo éxodo de susriquezas. Unos cuantos maestros querealizaban un viaje de estudios porSudamérica hicieron, a su regreso, unagran propaganda con los artículos de

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aquella localidad, describieron lasmaravillas de sus amaneceres, losesplendores de su vegetación,ponderando que constituía una deliciapara el forastero. Con descripcionesvívidas y bellas contaban que era mayorque Europa y mejor que Grecia.Recalcaban que los nativos teníanbondadosos sentimientos, y en cuanto alas nativas, que eran altas, de grandesojos negros, muy apasionadas.Mostraban los ricos pañuelos que lasnativas usaban como tocado para sucabeza y primitivas tallas con brillantescolores azules y verdes. Cundió unamoda de todos aquellos objetos, gustos ycostumbres. Un antiguo monasterio fue

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convertido en hotel y una famosa líneade buques alteró su itinerario paracomplacer a los numerosos turistas.

El hermano de Helen, unempedernido calavera, fue enviado aaquel paraíso para rehacer su fortuna yfrenar al propio tiempo sus aficiones alas carreras de caballos. Muchas veces,apoyado en la baranda de su villa, veíaentrar en la bahía barcos de su patria.

Habiendo ganado lo suficiente paraunas vacaciones y harto de su estanciaen aquellos parajes, puso su villa,situada en la ladera de la montaña, a ladisposición de su hermana, que estabaansiosa por conocer aquel pequeño yelogiado mundo de hermoso sol, donde

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la niebla era algo insólito… Aprovechóaquella ocasión que se le presentaba yaceptó el ofrecimiento de su hermano.Willoughby se ofreció a llevarlos en subuque y dejando los niños al cuidado delos abuelos, decidieron el viaje.

Después de dejar el bote tomaron uncoche. El día iba tornándose calurosopor momentos. Pasaron por una largacalle del centro de la ciudad, donde todoera alboroto, gritos y tumulto. Loshombres pregonaban «agua» a grandesvoces, las mujeres iban y veníandescalzas y con grandes cestos enequilibrio sobre las cabezas. Tullidos,cojos y mancos ponían al descubierto sumiseria para inspirar compasión,

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pidiendo limosna con grandesaspavientos. Grandes hileras de mulosentorpecían el paso, que se aclaraba afuerza de juramentos y latigazos.Desembocaron en una carretera entreverdes prados, bordeada de grandesárboles y un riachuelo alegre y saltarínque alegraba la vista. El coche subía poruna cuesta interminable. Rachel y Ridleyprefirieron subir andando el últimotramo del camino. La casa eraespaciosa, aunque un poco destartalada.

Acostumbrados a los hogaresingleses, sólidos y confortables, aquelloles pareció más bien una glorieta propiade un merendero que una casa dondecomer y dormir. El jardín estaba

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huérfano de todo cuidado y cada matanacía donde creía más conveniente,amontonándose en unos lugares ydejando otros completamente pelados.Ante la subida a la galería se abría unapequeña plazoleta, con dos tiestosrajados, que contenían grandes floresrojas, y en el centro una fuente de piedracalcinada por el sol.

Este pequeño jardín desembocaba enotro grande y alargado, que más bienparecía una amplia avenida sombreadapor unos cuantos árboles y bordeada porenormes macizos de flores. Todoparecía plantado a la buena de Dios,siendo su colocación fruto más de lanaturaleza que de la mano del hombre.

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No había tapias que dificultasen lavisión, y la casa, en lo alto de unaempinada cuesta, dominaba unaexplanada salpicada de olivos hastaperderse en el mar.

Ante aquel abandono, la señoraChailey sintióse desfavorablementeimpresionada. No había persianas queresguardasen los muebles del sol,aunque a decir verdad tampoco habíamuebles para resguardar. En el centro deun gran vestíbulo y ante una enormeescalera de piedra, rajada de arribaabajo, la señora Chailey pensó que allídebía haber ratas como terriers y laasaltaba el temor de que la escalera sehundiese bajo su peso. «Cualquiera

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busca aquí agua caliente», pensaba labuena mujer.

—¡Pobre muchacha! —murmuró conconmiseración, al ver una muchachitamorenucha que salió de un corral pararecibirlos.

La señora Chailey opinaba quehubiera sido mucho más convenientequedarse a bordo, a pesar de lasincomodidades. Pero nadie sabía suobligación mejor que ella, y ésta leindicaba que debía quedarse dondeestuviese su señorita.

El señor Pepper, sin previa consulta,había decidido agregarse a losAmbrose. Helen le ensalzaba lasbellezas de los trópicos, pero en un

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momento en que creyó que nadie laescuchaba, murmuró:

—¡De buena gana proseguiría elviaje contigo, Willoughby!

—Piensa en las puestas de sol —respondió su esposo, irónico—, dicenque son maravillosas.

—¿Hay patos silvestres? —preguntóingenuamente Rachel.

Pero Helen siguió con susmeditaciones.

—¿Será verdad que se prepara unarevolución? Ridley miró a Pepper, queestaba esperando que alguien reparaseen él, y murmuró:

—Pobre hombre, que poco amablesson las mujeres.

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Pero el señor Pepper, sin aparentarninguna contrariedad, se aposentó en unade las destartaladas habitaciones y sededicó a observar hierbecitas a travésde su microscopio y a tomar notas. Asíestuvo durante seis días. Al final deéstos pareció más inquieto que decostumbre.

La mesa para las comidas se situóentre dos ventanas sin cortinas, pordisposición expresa de Helen.

En aquellas latitudes los crepúsculoseran rapidísimos, y desde la casa, en laaltura, se dominaba la ciudad y el marcon sus líneas y tonalidades, formandouna visión de ensueño.

Edificios que durante el día no se

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veían, aparecían dibujados por susluces; los buques que surcaban la bahíaparecían extrañas luminarias surgidasdel seno de la noche.

La bahía contemplada desde laaltura parecía adelantarse hacia la tierrafirme con un aspecto irreal y fantástico.Desde la miranda que las ventanas,situadas junto a la mesa, ofrecían a loscomensales, aquella vista hacía elmismo efecto que la orquesta de unrestaurante londinense de lujo. WilliamPepper se colocaba los lentes paraobservarlo mejor y todos locontemplaban en silencio. Pepper señalócon el tenedor un macizo rectangularcuajado de luces.

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—¡El hotel, un antiguo monasterio!Al día siguiente regresó pensativo

de su paseo del mediodía y se detuvosilencioso ante Helen, que leía en laveranda.

—He tomado una habitación.La señora Ambrose levantó la

cabeza, sorprendida.—¿Cómo? ¿Se va usted? ¿Al hotel?—Sí, no hay cocinera de casa

particular que sepa cocinar bien laslegumbres.

Conociendo su apatía para contestara las preguntas, Helen se abstuvo dehacerlas. Pensó que acaso escondiese,bajo su aspecto frívolo, algúnresentimiento. Se sonrojó al pensar que

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ella, su esposo o Rachel pudieranhaberle molestado. Por su gusto lehubiera pedido que se explicase, perosabía de antemano que era inútil.

A la hora de la comida, Pepper fuelevantando con su tenedor las hojas delechuga e inspeccionándolasconcienzudamente.

—Si todos mueren del tifus, no seréyo responsable —comentó.

«Y si tú mueres de aburrimiento,tampoco lo seré yo», pensó Helen.Volvió a reflexionar sobre algo quevarias veces le pasó por la imaginación.«¿Se habrá enamorado nunca?».

No era posible hablarconfidencialmente con aquel hombre

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extraño, con toda su amabilidad, suslibros, sus notas y su buen sentido, perocon una sequedad de alma que repelíainvoluntariamente. Helen lamentabaperder aquella amistad, pero se alegrabade no tener a un huésped tan pocosociable.

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VIII

Pasaron unos meses, como podían habersido años, sin que ningún incidentealterara la monotonía, pero con el sellopropio de haberse desarrollado en aquelambiente exótico.

Corría el mes de marzo y latemperatura mantenía su promesa debenignidad al pasar sin alteracionessensibles del invierno a la primavera.

Helen se sentaba a escribir cerca deun hogar con crepitantes leños, peromanteniendo al propio tiempo lasventanas abiertas por completo.

Oscurecía rápidamente y la

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habitación parecía mayor y más vacía.Los reflejos del fuego caían sobreHelen, inclinada sobre la escritura, ysobre las paredes desnudas, en donderamas de flores sustituían los cuadros.Las ramas dibujaban largas sombrasdanzantes sobre la pared. La carta deHelen empezaba:

«Querido Bernard»; y a continuacióndescribía los hechos más destacados delos tres meses de vida en la «Villa SanGervasio». Como, por ejemplo, lacomida con que habían invitado alCónsul británico; la visita realizada a unbuque de guerra español; lasprocesiones religiosas que habíanpresenciado y las Santas Misas que

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habían escuchado en la Iglesia Católica,Apostólica y Romana, y como les habíaimpresionado la grandeza y majestad dela Santa Misa. No concebía cómo, depertenecer a una Religión, no abrazabantodos aquélla. Habían hecho algunasexcursiones por las cercanías. Valía lapena visitar aquellos lugares solo por lasatisfacción de ver florecer los árbolesa su antojo en cualquier época del año ycontemplar el maravilloso colorido dela tierra y el mar. La tierra en lugar deser marrón era rojiza, amoratada overdosa. «No hay color en Inglaterra quepueda comparársele. ¡Créame!». Sentíaconmiseración hacia la pobre isla quesufriría aún de un crudo invierno y solo

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podría lucir algunas violetas cuidadascon apuros maternales en losinvernaderos por viejos y coloradotesjardineros envueltos en bufandas ygruesas chaquetillas. Tomaba a broma,con fina ironía, la seriedad de suscompatriotas. Desde aquellos lugares leparecía imposible que pudieran tomarsetan a pecho las «Elecciones Generales».¿Qué importaba que pudieran salirelegidos Asquith o Chamberlain?Mientras enronquecían gritando, otrosque eran valores positivos morían dehambre o se convertían en el hazmerreírde las gentes. «¿Se ha alentado algunavez a un artista mientras vivió o,sencillamente, habéis adquirido alguna

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de sus obras? ¿Cuál es la causa de queseáis tan prosaicos y materialistas? Aquíhasta los criados los consideramoscomo a seres humanos y como a igualesnos hablan y les hablamos. Aquí no haycastas». Al llegar a este punto, pasaronpor su imaginación Richard Dalloway yRachel. Cambió de tema, dedicándose adescribir a su sobrina.

»Por uno de esos impulsos de micarácter, me he hecho cargo de unamuchacha —escribió—. A pesar de quenunca congenié con las mujeres, nifrecuenté mucho su trato. Perocomprendo que, en parte, tengo queretractarme de haber obrado así. Si a lasmuchachas se las educase

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adecuadamente, no habría tantadiferencia entre hombres y mujeres.Quiero decir que su trato resultaría tanagradable como el de éstos. Pero elproblema es éste. ¿Cómo se las educa?Al estilo moderno, lo encuentroverdaderamente abominable. Estamuchacha, con sus 24 años, no se habíadado cuenta aún de que los hombresdesean a las mujeres, hasta que tuve queexplicárselo. ¡No sabía ni cómo nacíanlos niños! Y en todos los órdenes de lavida posee una ignorancia semejante.Criar así a una persona se me antojacontraproducente… Me he impuesto latarea de guiarla, y ahora, aunqueexpuesta a exageraciones, parece más

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razonable y va enterándose de cosas queno debería ignorar. El punto difícilestriba en que, al abrir los ojos a larealidad, ésta les produce una impresiónexcesiva. Mi cuñado merecería que se lediera un chasco, aunque por mi parte noserá porque redundaría en perjuicio dela muchacha. Ahora deseo solamentehallar la colaboración de un hombrejoven, con quien poder hablarformalmente, para que me ayude ahacerle ver la insensatez de muchas desus absurdas ideas sobre la vida. Pordesgracia, hombres así escasean tanto…tanto como las mujeres. Por supuestoque en la colonia inglesa no hay ninguno.Artistas, comerciantes, gente culta…

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pero estúpidos, convencionales y conganas de “flirtear”…».

Detuvo la pluma y contempló losjuegos de luz y sombra que dibujaba elfuego. Había anochecido y ya no veía losuficiente para continuar escribiendo. Seacercaba el momento de la cena,indicado por los preparativos querevelaba el sonar de los platos ycubiertos en el comedor. Se oía la vozde mando de la señora Chailey dandoórdenes a la criadita española. Sonó eltimbre. Helen levantóse y uniéndose aRidley y Rachel, entraron en el comedor.

Los tres meses de estancia en la islahabían producido pocos cambios enRidley y Rachel, aunque observando a

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esta última con detención se notaban enella una mayor seguridad y aplomo en suforma de conducirse. Estaba mucho másmorena, sus ojos tenían mayor brillo yse atrevía a tomar parte en lasconversaciones. La convivencia entretodos era perfecta.

Ridley, asomándose a la ventana,contempló la noche, comentando suhermosura.

—Sí —asintió Helen—, y pareceque la temporada se inicia —continuóseñalando la multitud de luces quebrillaban en la lejanía.

Preguntaron en español a María, lasirvienta, si se notaba afluencia deturistas en el hotel. Ésta, muy ufana,

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contestó que era difícil encontrarvíveres, especialmente huevos, y que lostenderos se aprovechaban cuantopodían. La única forma razonable deadquirirlos era recurrir a los ingleses.

—En la bahía hay un buque inglésque llegó esta mañana —observó Rachel—, probablemente llevará correo ypodremos mandar nuestras cartas.

Este incidente era siempre motivopara iniciar una pequeña discusión entreel matrimonio Ambrose. Ridley poníagesto de mártir y suspiraba, mientrasHelen le reprochaba su apatía porcomunicarse con el mundo civilizado.

—Piensa en el tiempo que hace queno has escrito, Ridley. Mereces unos

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azotes. Se te piden conferencias, se teofrecen honores, y tienes una mujer tontaque no solo alaba tus libros, sino hastatu belleza. Te he comparado con Shelley,si éste hubiese llegado a vivir hasta los55 años y se hubiese dejado crecer labarba —amonestaba Helen—. Eres elmás vanidoso de todos los hombres queconozco —terminó, levantándose de lamesa— y no es poco decir.

Fue en busca de su carta, a la queañadió unos renglones, y dijo que iba aecharla al correo.

—¿Has escrito a tus tías, Rachel?Vaya, menos mal, ya era hora.

Se arreglaron para salir y Ridley senegó a acompañarlas, diciendo entre

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bromas que suponía a Rachel losuficientemente tonta como paraprestarse a acompañar a su tía, aunquenunca hubiese creído que Helen tuvieratan poco sentido. Todo esto lo decía sincesar de mirarse al espejo, haciendomuecas y visajes como si se tratara deun general en jefe en lugar de un retraídoescritor.

—Soy una tonta —decía Helen,acariciándole la barbilla—, una infeliz.

—Eres un diablillo —repetía él,besándola con ternura.

—Te dejamos con tus vanidades —dijo Helen al salir.

Era una noche de ensueño. En elhorizonte se dibujaba todavía una tenue

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claridad, que permitía distinguir bien elcamino.

El buzón quedaba cerca y al salir dedepositar la correspondencia, Helenquería regresar.

—No, no —protestó Rachel—, meprometiste que daríamos una vuelta.Recuérdalo —dijo, oprimiendo la manode su tía.

«Ver la vida». Así habían bautizadolos paseos que daban al obscurecer.Aquélla era la hora en que empezaba arebullir la vida social de los habitantesde Santa Marina. La frescura de lanoche, aromatizada por múltiples flores,era muy agradable. Las jovencitas, conmagníficas trenzas recogidas en grandes

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moños adornados con flores rojas, sesentaban en los umbrales de las puertaso asomábanse a los balcones, formandoalegres grupos con los muchachos quelas rodeaban. A través de las ventanasiluminadas y abiertas se veía a loscomerciantes efectuando su arqueo, o alas amas de casa trajinando con suscacharros, o sus flores. Las calles sellenaban dé gente, especialmentehombres que se sentaban en las terrazasde los cafés a beber vino y comentar losacontecimientos mundiales… Un pobrecojo tañía su guitarra y una gitanillacantaba la canción en boga.

El paso de las dos inglesas llamabala atención, pero se las miraba con

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simpatía, sin que nadie las molestase.Helen iba estudiando tantos tipospobremente vestidos y, sin embargo, tansatisfechos de la vida.

—Hoy es 15 de marzo, piensa en elespectáculo del Malí esta noche. Quizáshaya recepción en la Corte —dijoHelen.

Pensaba en la gran aglomeración degente que, aguantando el frío yprobablemente la lluvia, se estacionaríaante el Palacio Real para contemplar lallegada de los carruajes y carrozas.

Habría allí gentes de todas clases.Los que tuvieran más posibilidadesllenarían los edificios altos quedominaban mejor la visión del conjunto.

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Allí, en Santa Marina, a tanta distancia,todo aquello parecía irreal, como si setratara de un cuento fantástico. Tuvieronque separarse para pasar por un grupoque se había formado en medio de lacalle.

—Creen en Dios —dijo Rachel alreunirse con su tía, refiriéndose a losnativos.

Recordó las cruces que, mostrandoal Señor «con sus llagas», se alzaban enlos cruces de los caminos y en el SantoSacrificio de la Misa que se celebrabaen la iglesia católica.

—Nunca alcanzaremos acomprenderlo —suspiró.

Empujaron una entreabierta verja de

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hierro y se ofreció ante su vista unaavenida bordeada de árboles. Al final,en un recodo, se veía un edificio grandey cuadrado Era el hotel. Había una largahilera de grandes ventanas casi al niveldel suelo, estaban sin cortinas yprofusamente iluminadas, mostrando ensu interior las dependencias del hotel.Se situaron en la sombra para poderobservar mejor. Estaban barriendo elcomedor y uno de los camareros comíaun racimo de uvas con los pies apoyadosen una mesita. La otra ventana daba a lacocina, y unos cocineros, de punta enblanco, trajinaban entre enormesmarmitas, en tanto los criados comíanvorazmente. Algo más lejos, ocultas por

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unos arbustos, vieron una sala grande,donde señoras y caballeros, hundidos enenormes butacones, hojeabanplácidamente unas revistas después dela cena. Una señora muy delgada tocabael piano con mucha afectación. Cuandoterminó de tocar, el tono de lasconversaciones subió de nivel.

—Vámonos —dijo Rachel en vozbaja—, aquí todos son viejos.

Siguieron hasta otra ventana dondedos jóvenes, en mangas de camisa,jugaban al billar con dos jovencitas.

—No vale, me ha dado un pellizco—dijo una al perder la jugada.

—¡A ver si somos formales!—¡Ca! ¡Eso nunca! —respondió un

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joven de rojas facciones que apuntabalas jugadas.

—¡Ten cuidado, Rachel, nos van aver! —advirtió Helen a su sobrinacogiéndola por un brazo, pues se habíacolocado en medio de la ventana paraver mejor.

Dieron la vuelta a una de lasesquinas del edificio y se situaron anteuna ventana que daba a una gran salallamada El Lounge, aunque no pasabade ser un vestíbulo. Estaba amuebladacon mucho gusto. De las paredescolgaban panoplias y ricas telasbordadas. Había grandes divanes ybutacas y varios biombos que hacíanmás íntimos algunos rincones. Era el

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lugar más acogedor y, por lo tanto, elmás favorecido por la juventud.

El señor Rodríguez, al que conocíanpor ser el gerente del hotel, estabasituado cerca de la puerta observándolotodo. En los divanes, caballeros medioenterrados en las mullidas tapicerías; enlos rincones más íntimos, parejasamarteladas tomando café; en el centro,un grupo jugando a los naipes y una granprofusión de luces. Aquel lugar, antesrefectorio frío y destartalado, habíaseconvertido en cómodo y acogedor. Teníarazón el señor Rodríguez al decir quesin un Lounge confortable, un hotel nopodía prosperar. El edificio estabacompletamente lleno de turistas. El

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ambiente era extremadamente cordial,como si fuesen todos antiguos amigos.Fuera del recinto se percibían las vocesde los pastores que volvían con susrebaños. Del grupo que jugaba en elcentro del salón se veían claramente susademanes, pero no se percibían susvoces. Uno de aquellos jugadores atrajola atención de Helen.

Era alto y delgado, de aspectocadavérico, tendría aproximadamente laedad de Helen y jugaba de pareja conuna joven de cutis sonrosado. De prontoeste hombre habló y sus palabras, porencima del murmullo de lasconversaciones, llegaron claramente aoídos de Helen.

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—Lo que le falta a usted, señoritaWarrington, es coraje y práctica, ambascosas son inútiles si no van juntas.

—¡Hughling Elliot! ¡Claro! —exclamó Helen ocultándoseprecipitadamente, pues al oír pronunciarsu nombre, éste levantó la cabezasorprendido.

El juego continuó unos minutos hastaque hizo su entrada en la sala una sillade ruedas conteniendo a una señoragruesa de bastante edad. La silla sedetuvo junto al grupo de jugadores.

—¿Cómo va esa suerte, Susan? —preguntó la anciana.

—Toda la suerte está esta noche denuestra parte —dijo un joven que jugaba

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de espaldas a la ventana.Parecía bastante grueso y lucía un

espesa cabellera.—¿Usted cree, señor Hewet? —

respondió su compañera, una señora demediana edad con gafas—. Le aseguro,señora Paley, que no es suerte, sinodestreza.

—Si no me acuesto temprano nopuedo dormir —dijo la señora Paley,probablemente para justificar que Susanse hubiera levantado dispuesta aempujar la silla de ruedas.

—Ya avisaré a alguien para queocupe mi lugar —dijo alegremente.

Pero no fue necesario, su marcha diofin a la partida. Los tres que quedaban

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se entretuvieron unos momentos enformar un castillo con los naipes, perocomo éste se derrumbaba en seguida, seaburrieron pronto y cada cual hizo mutispor un lado.

El señor Hewet volvióse hacia laventana, y Helen pudo observar quetenía unos ojos grandes, obscurecidospor los lentes. Era rubio y sonrosado yllevaba el rostro completamenterasurado. Era un tipo interesante. Sedirigió directamente a la ventana ypreguntó:

—¿Dormido?Helen y Rachel comprendieron que

alguien había estado sentado muy cercade ellas, tal vez observándolas. De esto

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tuvieron la certeza al oír una voz quedecía:

—Estaba observando a dos mujeresque hay ahí fuera.

Helen y Rachel empezaron a correrhasta que el hotel fue solo una manchaoscura tachonada de lucecitas.

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IX

Una hora después, todas las luces de laplanta baja del hotel se habían apagado,pero se habían encendido todas las delos pisos superiores. Unas cuarentapersonas se disponían a acostarse. Elruido de los jarros de agua al chocarcontra el suelo se oía perfectamente deuna habitación a otra. Unos sencillostabiques formaban las habitaciones en ellugar que ocupaban antes las grandessalas del monasterio.

La señora Allan, la que jugaba depareja con el señor Hewet, colocó suropa cuidadosamente sobre una silla y

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se dispuso a leer después de liarse elcabello en una apretada trenza. Estabaescribiendo un tomo de literaturainglesa. En aquel instante disponíase aleer el Preludio, cosa que hacía siemprecuando viajaba. Oyó claramente el ruidoproducido por las ropas de otra mujer aldesnudarse en la habitación contigua.¿Sería Susan Warrington? No podíaconcentrar su atención en la lectura,puso una señal entre las hojas, suspirósatisfecha y apagó la luz.

¡Qué distinta la escena que teníalugar en la habitación contigua! SusanWarrington se cepillaba los cabellos.Aquel momento de peinarse, antes demeterse en la cama era la hora más

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propicia para las confidencias entrehermanas. Era un rato delicioso. Perocomo entonces Susan no tenía con quiencomunicar sus pensamientos, secontemplaba el rostro en el espejo. Lohacía con gran atención, volviendo lacabeza a uno y otro lado y colocándoselos grandes mechones de pelo endistintas formas. Se alejaba un poco delespejo y se consideraba seriamente. «Noestoy mal», se dijo. «No soyprecisamente guapa, pero…». Seenderezó un poco. «Sí, la mayoríaopinarán que soy esbelta». Claro que alhablar así pensaba exclusivamente enArthur Venning. Lo que sentía hacía élera algo raro, una sensación extraña, no

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es que se considerara enamorada ni queestuviera dispuesta a casarse con él,pero todos los minutos de meditación deque disponía, los invertía en pensar quéopinión tendría de ella y comparandolos ratos que habían pasado juntos, conlos de otros días. «No me ha dicho quesoy guapa, pero tengo la seguridad deque me ha seguido hasta el vestíbulo».Aquella noche la hora de lasconfidencias fue triste. ¡Cuántas vecesse había cepillado el pelo a la carrera yse había acostado sintiéndoseincomprendida por todos! Era alta ygruesa, pero tenía un encanto particularno desprovisto de belleza. Era, además,seria y amable. Ya estaba acostada

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cuando se levantó con presteza yescribió su diario, a pesar de que nuncavolvía a releerlo.

«A. M. — Hablé a la señora Elliotsobre los vecinos del campo. ¡Quépequeño es el mundo! Leí un capítulo delas Aventuras de la señorita Appleby atía E. — P. M. Jugué al tenis con elseñor Perrot y Evelyn. No me gusta elseñor P., es inteligente pero tiene un algoextraño. Les gané. Tiempo espléndido,vistas maravillosas. Al principio seencuentra esto un poco pelado, pero lavista se acostumbra pronto. Escribívarias cartas. Tía E. animada, pero algochinche, se queja de la humedad de lassábanas».

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Se arrodilló, rezó sus oraciones yluego quedó dormida profundamente.

En las otras habitaciones se veíancosas muy curiosas. En una solosobresalía de las sábanas un mechón depelos. En otra podía verse, a través dela abierta ventana, sobre la cama… algotan delgado que parecía un cadáver; erael cuerpo de William Pepper. Veníandespués tres habitaciones ocupadas porportugueses, cuyos profundos ronquidosse oían desde el pasillo. Solo al finaldel corredor, en la habitación número39, una línea de luz se filtraba pordebajo de la puerta. Era la habitaciónocupada por los señores Elliot. En aquelmomento Hughling se limpiaba los

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dientes.—Qué tarde vienes, Hugh —

refunfuñó la esposa desde la cama.—Podías haberte dormido; estuve

con Thornbury —dijo el esposo alterminar su aseo.

—Ya sabes que no puedo dormirhasta que tú vienes.

—Bueno, ya estoy aquí; voy aapagar la luz —dijo Hugh acostándosetranquilamente.

En otra de las habitaciones sonó untimbre estridente y la señora Faley sedespertó, llamando a la doncella paraque le llevase la caja de galletas.

En una de las habitaciones del pisosuperior estaba el hombre que había

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espiado a Helen y Rachel. Estabaleyendo, cómodamente sentado en unsillón La historia de la decadencia y findel imperio romano de Gibbon, yfumaba plácidamente conforme ibaformándose una clara noción de lo leído.Así hubiera seguido largo rato de nopenetrar en la habitación, descalzo, eljoven propenso a la obesidad.

—¡Oh, Hirst!, se me olvidódecirte…

El lector levantó la mano y el reciénllegado calló. Dos minutos después,Hirst dijo cerrando el libro y mirando asu amigo:

—¡Ahora! ¿Qué quieres? ¿Qué eralo que se te olvidó?

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—¡Tienes mucha tranquilidad! —contestó Hewet, a quien se le habíaolvidado lo que quería decir—.Prescindes de los sentimientos ajenos.

Hirst sonrió y su amigo prosiguió:—Francamente, creí que tu

inteligencia era más despejada.¡Sentimientos! Ponemos el amor en lacúspide y lo demás, de cualquiermanera, pero debajo de él.

—Bueno, ¿y para decirme eso saltasde la cama? —dijo con falsa severidad.

—No; salí de la cama para hablar —dijo vagamente Hewet.

—Bueno; mientras hablas, medesnudaré.

Ver a Hirst desnudo infundía

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compasión; tal era la delgadez de sucuello y la estrechez de sus hombres.

—Las mujeres me interesan —dijoHewet sentado a los pies de la cama desu amigo.

—Lo creo; son tan estúpidas. ¡Eh!,que te sientas encima de mi pijama.

—Sí, sí que lo son —murmuróHewet.

—No hay variación de opinionessobre eso. ¿Estás enamorado de Susan?—preguntó Hirst.

—Pero es gruesa… y yo también…—Las que espiaban esta noche no

eran gruesas —dijo Hirst, queaprovechaba la charla para cortarse lasuñas de los pies.

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—Descríbemelas —pidió Hewetinteresado.

—Ya sabes que me cuesta describiry más a las mujeres; todas me pareceniguales.

—Eso mismo creía yo antes, pero noes así. También tienen personalidad.Parece como si ocuparan círculosdistintos. Por ejemplo, en este hotel, uncírculo lo ocuparían los señores Elliot,la señorita Allan y los Thornbury; otro,la señorita Warington, el señor ArthurVenning, el señor Perrot y Evelin M.;luego, nosotros…

—¿Tan solitos? —preguntó Hirstcon ironía.

—Completamente solos y nuestros

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esfuerzos para salir del círculo no hacenmás que empeorar la situación. Damosvueltas en nuestro círculo como sifuésemos gallinas, y yo, francamente,preferiría ser un pichón. ¡El mundo esuna delicia!

Hirst le miró perplejo.—No acabo de comprenderte, sobre

todo tu falta de continuidad en las ideas.Tienes veintisiete años y siguesfluctuando. Las mujeres mayores tesiguen atrayendo como si fueras unadolescente. Solo admiro en ti unacualidad: tu enorme capacidad… parano pensar en nada. Y otra cosa que noentiendo. Tú, a la gente y especialmentea las mujeres, les gustas más que yo.

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—Sí, a todas; pero no encuentroninguna que me satisfaga a mi.

—¿.No hay ninguna en tu círculo?—Ni rastros.A pesar de conocerse desde hacía

tres años, Hirst desconocía porcompleto la vida amorosa de Hewet.Alardeaba siempre mucho, pero encuanto estaban solos, dejaba el asunto enpuntos suspensivos. El muchacho podíapermitirse el lujo de vivir sin trabajar.Después de dos cursos en Cambridge,abandonó la Universidad porincompatibilidad con los directores, ydesde entonces se dedicaba a viajar.

—No acabo de comprender tucirculo, Hewet; dar vueltas

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incesantemente… pero no conduce aninguna parte. ¿Te seduciría estarte soloen este hotel durante tres semanas?

Hewet meditó un momento:—Hombre, en un sitio así, nunca se

está completamente solo ni tampoco encompañía. Es como si cada uno denosotros fuese una burbuja,¿comprendes? Mutuamente no nosvemos, solo percibimos la llama que vacon nosotros siempre; es una sensaciónde nuestra propia existencia y ello noshace sentir que el mundo es pequeño y lagente insignificante.

—¡Valiente burbuja estás hecho! —dijo Hirst—. Vamos a suponer que miburbuja sufriese un encontronazo con

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otra y que las dos estallan.—Pues entonces…Y Hewet siguió hablando mucho…

pero sin decir gran cosa, como lesucedía siempre que hablaba con Hirst.

—No eres tan tonto como mefiguraba, Hewet; no sabes lo que quieresdecir, pero, por lo menos, lo intentas. —¿Y eso no te divierte?

—Hombre, podría decirte que megusta estudiar a las personas, ver cosas.Este país es maravillosamente bello. ¿Tefijaste en la cúspide de las montañas alanochecer? Parecen de oro. Habrá quehacer una excursión hasta allí;llevaremos la comida. Tú te estásponiendo demasiado grueso, Hewet.

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—Sí, haremos una excursión —dijoHewet con viveza—. Invitaremos atodos los del hotel, alquilaremosborriquillos. ¡Santo Dios la que searmará! Ya veo a las señoras molidas yencantadas. Convidaremos a todos.Venning, Perrot, la señorita Murgatroydy hasta al diminuto señor Pepper.

—Pepper no creo que acepte, a Diosgracias. Pero ¿dónde vas a encontrar losborriquillos? —preguntó Hirst.

—No sé, ya veré. Tú irás de escoltade la señorita Warrington; Pepper, en unborriquillo blanco; repartiremos lasprovisiones o alquilaremos unas mulas.Sí, eso será lo mejor. La señora Paleytendrá que ir en coche. Se necesita

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mucha organización —añadió Hewet,paseando lentamente por la habitación.Se detuvo a resolver los librosamontonados encima de la mesa—.También llevaremos algunos poetas —añadió—. No, a Gibbon, no. ¿TienesJohn Doune o El amor, hoy? Verás;cuando la gente se canse de contemplarel paisaje resultará magnífico que lesleamos algo en voz alta.

—La señora Paley no creo que estémuy conforme.

—Sí, ciertamente —dijo Hewet—.No he visto nada tan deplorable como elque las señoras de edad dejen de leerpoesía. Y sin embargo, hay versos muyoportunos:

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«Hablo como alguien que ha caído enlos profundos abismos de la vida; alguienque, al cabo, ha descubierto, la certezainexcusable de las cosas».

«¿Qué es lo que queda cuando el amorpasó? Huyeron los instantes de la dicha,vino el vacío de unas horas después, y, porúltimo, cae el telón».

Me atrevo a decir que la señoraPaley es la única que podrá comprenderel sentido de estos versos.

—Se lo podremos preguntar —dijoHirst—. Pero, por favor, Hewet, debesirte a la cama. Córreme la cortina; nadame desvela tanto como la luz de la luna.

Hewet se retiró, con los poemas deThomas Hardy bajo el brazo, y, pocodespués, los dos dormían.

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Desde que Hewet apagó la luz de sucuarto hasta que se levantó, con el alba,un muchachito español, de rostromoreno, que fue el primero en darseñales de vida, se deslizaron variashoras de silencio en el hotel. Casi sehubiera podido escuchar la profundarespiración de un centenar de personasy, por muy desvelado o inquieto que seestuviera, hubiese sido imposible nodormir en medio de tanto sueño. Através de las ventanas solo podía versela profunda oscuridad de la noche. Lamitad del planeta se hallaba en sombras,con sus habitantes durmiendo, y soloalgunas luces temblorosas en las callesvacías, señalaban los sitios en que se

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habían edificado las ciudades. Losautobuses rojos y amarillos seentrecruzarían en Picadilly, con gruesasmujeres tambaleándose agarradas a losestribos; pero aquí, en la obscuridad,algún búho se deslizaba de árbol enárbol y cuando la brisa sacudía elramaje de éstos a la luz de la lunaparecían convertirse en grandesantorchas. Hasta que la gente despertara,transcurrirían las horas de libertad paralos habitantes de la selva. Leones, tigresy elefantes acuden a los riachuelos amitigar su sed. El viento, al pasar pormontes y valles, es más puro que duranteel día y la tierra, a la luz de la luna, esmás misteriosa e impresionante. Durante

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seis horas perdura esta profunda belleza,después el cielo va aclarándose por eleste, se levantan las nieblasevaporándose como humo y todo vatomando un tinte sonrosado, los caminosempiezan a perfilarse, se oye el chirridode los cerrojos y empiezan a abrirsepuertas y balcones. Los madrugadoresvan a sus quehaceres. Luce ya el sol entodo su esplendor cuando se inicia lavida en el hotel de Santa Marina. Pocodespués un gong estridente convoca atodos los huéspedes en el comedor. Alterminar el desayuno, las señoras sereúnen en grupos con sus labores operiódicos.

—¿Qué va a hacer usted hoy,

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señorita Warrington? —pregunta laseñora Elliot.

La esposa de Hughling Elliot, elDom de Oxford, era bajita, teníaexpresión plañidera y estabaperpetuamente descontenta.

—Voy a ver si convenzo a mi tíapara que vayamos a la ciudad —dijoSusan—. Aún no he visto nada.

—Se necesita energía paraarrancarse del hogar y de todas lascomodidades para irse a ver mundo a suedad.

—Siempre decimos que morirá abordo de algún buque —dijo Susan—;pero nos contesta que ya nació a bordode uno.

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—Hace años ese caso se dababastante a menudo —asintió la señoraElliot—. Siempre he compadecido aesas pobres mujeres… —Y movía lacabeza melancólicamente—. ¡La pobrereina de Holanda dio a luz y losperiodistas estaban en la antecámara!

—¿Hablan de la reina de Holanda?—preguntó la voz agradable de laseñorita Allan que estaba buscando elTimes entre un montón de periódicos—.Siempre he envidiado a los holandeses.¡Poder vivir en un país tan llano!

—Pues a mí un país así me deprime—dijo la señora Elliot.

—Entonces aquí no estará usted muya gusto, señorita Allan —intervino

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Susan.—Al contrario, las montañas me

gustan también mucho.Y viendo el periódico que buscaba

sobre otra mesita, fue a cogerlo.—Yo voy en busca de mi esposo —

dijo la señora Elliot.—Y yo de mi tía —dijo Susan.Los ingleses acostumbran a ser tan

conservadores de lo suyo que rara vezsuele vérseles con periódicos o revistasextranjeros. No pasan de leer algúntítulo que llame la atención y hojearlosrápidamente.

—Ya debía estar aquí el Debate deldía 15 —decía la señora Thornbury a suesposo.

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Éste, recién afeitado y muy atildado,esperaba tranquilamente sentado en unsillón, a que la señorita Allan terminasecon la lectura del Times.

—Ahí viene el señor Hewet —observó la señora Thornbury—. ¡SeñorHewet! Venga a sentarse con nosotros.Precisamente comentaba con mi esposoque me recuerda usted a una buenaamiga, Mary Umpleby. ¡Le aseguro queera encantadora! Sentía predilección porlas rosas y tenía ejemplares preciosos.Hemos pasado juntas muchastemporadas.

—Pero mujer —intervino su esposo—, a ningún hombre joven le gusta versecomparado con una solterona

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ajamonada.—Al contrario, siempre le halaga a

uno saber que recuerda a una personasimpática. ¿Tenía algún origen estaafición de la señorita Umpleby por lasrosas?

—¡Oh! Es una historia larga —dijola señora Thornbury—. Sufrió muchodurante su vida y el jardín era su únicoconsuelo y distracción. Las flores fueronuna bendición para ella. Los cuidadosque les prodigaba creo que impidieronque llegara a perder la razón. Pudosobreponerse a todas sus desdichas, quefueron muchas. Fue muy valiente —suspiró al terminar con gesto resignado.

La señorita Allan se acercó a ellos.

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—No me había dado cuenta quemonopolizaba el periódico.

—Tenía interés en saber cómoterminó el debate —dijo la señoraThornbury acudiendo en auxilio de suesposo—. Nos interesa mucho, tenemosun hijo en la marina. Quizás el señorHirst le conozca. Parece un joven muyinteresante. ¿Dice algo, William?

—Hay un gran revuelo —contestó suesposo—. Los miembros de Irlandallevan ya tres semanas discutiendo enWestminster sobre una cuestión deeficiencia naval. ¿Lo ha leído usted,señorita Allan?

—No; leí solo los descubrimientosde Creta —contestó ésta algo

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avergonzada.—¡Qué no daría yo por comprender

todas esas cosas del mundo antiguo! —volvió a suspirar la señora Thornbury—. En confianza le diré que nosotrospertenecemos también al pasado.Estamos en nuestra segunda luna demiel. Mi hijo, el marino, dice que haymucho que aprender de Aníbal, perocomo en casa somos tantos, siempre queme dispongo a leer algo del mundoantiguo entra alguien y me interrumpe.

—Yo cuando leo algo de los griegosme los figuro negros y con la pielcurtida, aunque veo que ésta no es laversión exacta —dijo la señorita Allancorrespondiendo al interés que mostraba

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su compañera.Al acercarse a Hirst, le preguntó:—¿Qué opina usted de los griegos,

señor Hirst? Porque estoy segura de queusted lee de todo.

—Yo me atengo al críquet y a lasnovelas policíacas.

Los periódicos cayeron de las manosdel señor Thornbury y los lentestambién. Todos miraron las hojasesparcidas por el suelo.

—¿Pasa algo malo? —preguntó suesposa solícita.

Hewet recogió una hoja y leyó envoz alta: «Ayer, yendo por la acera deWestminster, una señora percibió un gatoen la ventana de una casa deshabitada».

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—Se olvidan de los gatos —suspiróla señorita Allan.

«El animal, famélico, fue salvadopor unos trabajadores, pero laemprendió a mordiscos con la mano deuno de ellos».

—Debió volverse salvaje a causadel hambre —comentó la señoraThornbury.

—Olvidan ustedes la principalventaja de vivir en el extranjero —dijoel señor Elliot uniéndose al grupo—.Podrían leer las noticias en francés… ¡yno se enterarían de nada!

El señor Elliot dominaba variosidiomas, pero ocultaba susconocimientos. Era un entusiasta

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admirador de Francia y hablaba elidioma tan exquisitamente, que costabacreer que no se trataba de su lenguanativa.

—¿Vienen ustedes? —invitó a Hirsty Hewet—. Debemos salir antes de queapriete el calor.

—No andes mucho, Hugh —aconsejó la señora Thornburyentregándole a su esposo un paquete conpollo y pasas.

—No te apures, el señor Hewet nosservirá de termómetro, él empezará aderretirse antes que yo.

Cuando hubieron partido, la señoritaAllan miró su reloj.

—Las once menos diez.

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—¿A trabajar? —preguntó la señoraThornbury.

—A lo de siempre —contestó laseñorita Allan, levantándose.

—Es muy buena y lleva una vidadura. Soltera y ganándose el pan.Admiro especialmente su constantealegría —dijo la señora Elliot.

—Sí, es muy interesante y tiene unavasta cultura —contestó la señoraThornbury.

—Pero no es eso lo que las mujeresdesean, aunque muchas aspiren aconseguirlo.

—El señor. Haley Lethbridge mecontaba el otro día lo difícil que resultaencontrar chicos para la Armada, y en

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parte debido a la dentadura. Y he oído avarias muchachas jóvenes hablartranquilamente de…

—¡Terrible! ¡Terrible! —exclamó laseñora Elliot—. La cruz de la vida deuna mujer es la mía, no tener hijos.Suspiró y calló.

—Hemos de ser condescendientes—dijo la señora Thornbury—. ¡Hacambiado todo tanto desde nuestrajuventud!

—Sí, pero la maternidad no cambia—porfió la señora Elliot.

—De todos modos tenemos queaprender mucho de las jóvenes —dijo laseñora Thornbury—. Por lo menos asíme pasa con mis hijas.

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—A mi esposo no le importa grancosa la falta de hijos, tiene su trabajo.

—Pero las mujeres sin hijos, puedenhacer mucho por los hijos de otrasmujeres —observó con cierta ternura laseñora Thornbury.

—Yo dibujo bastante —dijo laseñora Elliot—, pero eso no es unaocupación, me desconcierta ver amuchas jóvenes que empiezan ahora lavida y sirven más que yo.

—Pero ¿no hay instituciones en quepudiera usted ayudar? —sugirió laseñora Thornbury.

—Es que son tan pesadas… Yoparezco fuerte debido a mi color sano,pero no lo soy; la menor de once hijos

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no suele serlo nunca.—Si la madre goza de buena salud,

no hay motivo para que los hijos no seanfuertes por muchos que tenga. Y no haymejor entrenamiento que la convivenciade hermanos y hermanas. Lo veo en mispropios hijos, por ejemplo en Ralph, mihijo…

Pero la señora Elliot no prestabaatención a sus palabras.

—Mi madre sufrió dos percancesestando en estado —dijo, mientras susojos vagaban por el vestíbulo—. Unofue el sobresalto que se llevó al verunos osos bailando.

El otro fue más serio. Un día que encasa se celebraba un banquete, la

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cocinera dio a luz. A eso atribuyo yo midispepsia.

—Verdaderamente son motivoscomo para haber abortado —dijodistraídamente la señora Thornbury,poniéndose los lentes y cogiendo elTimes.

La señora Elliot se alejó. La señoraThornbury, después de leer las noticiasmás interesantes subió a sudepartamento a despacharcorrespondencia.

El señor Perrot atravesó elvestíbulo, el señor Venning entró y sesentó en el filo de uno de los veladores,dejando paso a la señora Paley con susilla de ruedas. Al cabo de un momento

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pasó Susan y el señor Vanning la siguiócon paso lento. Varias familiasportuguesas, con niños descuidados,salieron después atendidos por niñeras yen medio de un gran alboroto.

Conforme avanzaba el día, el solaumentaba la temperatura; las moscaszumbaban en grandes nubes; a la sombrade las palmeras eran servidos helados yrefrescos. Se bajaron las persianas y elvestíbulo quedó en una agradablepenumbra. El tictac del reloj parecía elcorazón del hotel, por el que discurríanescasos huéspedes.

Pasaban lentamente las horas hastaque de nuevo sonó el gong in crescendo.Primero casi temeroso, para acabar con

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un golpeteo frenético.Por todos lados fueron acudiendo

los huéspedes. Entraban niñas muylimpitas acompañadas de sus niñeras.Los caballeros entraban abrochándose elchaleco, y los que estaban en la terraza ala sombra de las palmeras se levantabanlentamente. ¡Se estaba allí tan a gusto!El calor excesivo hacía que la comidatranscurriera silenciosa, como si lapereza lo invadiera todo y la únicapreocupación de los comensalesconsistiera en observar a los huéspedesrecién llegados. La señora Paley, apesar de la inmovilidad de sus piernas yde sus 70 años, hacía los honores a lacomida y tomaba parte en todas las

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distracciones. Se sentaba con Susanjunto a una pequeña mesita.

—No me gusta tener que decir laopinión que me merece esa mujer —dijoal pasar junto a una mesa donde unamujer alta y llamativa, completamentevestida de blanco, comía escoltada poruna mujer pobremente vestida.

Susan se sonrojó ante la ocurrenciade su tía.

Terminada la comida los huéspedesfueron desapareciendo solos o enpequeños grupos, buscando un lugardonde poder echar una siestecita. A taleshoras podía decirse que el hotel estabaocupado por almas y no por cuerpos.Estos desaparecían en los lugares más

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inverosímiles, siempre y cuandoencontraran en ellos la frescura y elreposo ansiados.

Susan soñaba asomada a la ventanade su cuarto. Había acompañado un ratoen el jardín a su tía y la había escuchadomientras leía.

Hacia las cuatro los cuerpos volvíana reclamar sus derechos. Las damas semiraban al espejo, retocaban sumaquillaje y bajaban a reunirse sinrastros de sueño ni digestión, dispuestaspara el té.

La señora Paley dijo a la señoraElliot, cuyo esposo no había regresadotodavía:

—Venga a tomar el té con nosotras,

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tenemos reservada una mesita a lasombra de las palmeras. Una propinaobra milagros en este país —añadióriendo socarronamente.

Mandó a Susan por otra taza.—Tienen unas galletas saladas muy

buenas. ¿Ha dibujado usted mucho?—¡Oh, no! —dijo la señora Elliot

—. He hecho solamente unos cuantosborrones. Pero me ha costado bastante,acostumbrada a Oxford donde hay tantosárboles, además aquí la luz es muyfuerte. Algunos la admiran, pero a mí mecansa.

—Por supuesto que no necesitoasarme, Susan —dijo la señora Paley asu sobrina cuando regresó—. Haz el

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favor de moverme para que me dé másla sombra.

Hubo que mover incluso la mesita.Cuando su tía estuvo bien instalada,Susan se dedicó a servirles el té. Alpoco rato se acercó el señor Venning ysolicitó formar parte del grupo.

—Es tan agradable y raro hallar unhombre joven que no abomine del té…—dijo la señora Paley recobrando subuen humor—. Uno de mis sobrinos tuvola osadía de presentarse a las cinco dela tarde y pedirme un vaso de jerez. ¡Lecontesté que en mi casa no se servía eso,que fuese a una taberna!

—Pues yo prefiero pasar sin comerque prescindir del té —dijo Venning—.

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Bueno… vamos a ser sinceros, megustan las dos cosas.

Venning era un hombre joven,moreno, de unos 32 años, muy redicho yconfiado en sus modales y atractivopersonal, pero en aquellos momentosestaba un poco excitado.

Con el abogado señor Perrot habíaido a Santa Marina a consecuencia deuna discusión. Como eran amigos, Perrotno le abandonaba nunca. Venningtambién era abogado, pero detestabaaquella profesión que le mantenía atadoa una mesa durante horas con la cabezahundida entre enormes libracos. Lehabía comunicado confidencialmente aSusan que cuando su madre, que era

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viuda, hubiese muerto iba a dedicarse alo que constituía su máxima ilusión:volar. Pensaba asociarse a unaimportante compañía constructora deaeroplanos. La conversación versósobre la belleza del país y lascostumbres de sus habitantes y sobretodo sobre la gran cantidad de perrosamarillentos que andaban sueltos, sindueño.

—¿No le parece cruel el modo detratar a los perros en este país? —preguntó la señora Paley.

—Yo les pegaría un tiro a cada uno—dijo Venning.

—¡Oh! ¿Y los pequeñitos? —intervino Susan, añadiendo—. ¿No come

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usted?Y le alargó un trozo de bizcocho con

mano temblorosa que fue recibido de lamisma manera.

—Yo tengo un perro monísimo —dijo la señora Elliot.

—Mi loro no puede con los perros—le comunicó confidencialmente laseñora Paley—. Supongo que le jugaríanuna mala partida durante alguno de misviajes.

—No pasearon mucho esta mañana,señorita Warrington —dijo Venning.

—Hacía demasiado calor —contestóésta.

Entablaron una conversación en vozbaja, mientras las señoras se contaban

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trágicas historias de perros y gatos.—¿No podríamos ir a la ciudad esta

noche? —propuso Venning.—Mi tía… —empezó Susan.—Pero usted se merece una

distracción, está siempre pendiente delos demás.

—Esa es mi vida —contestó ellabajito.

—Eso no es vida para nadie y menospara una persona joven. ¿Vendrá?

—Me gustaría mucho…En aquel momento la señora Elliot,

levantando la cabeza, exclamó:—¡Oh, Hugh!—Venimos muertos de sed, bendito

sea el té —dijo Hughling—. ¿Conoces

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al señor Ambrose, Hilda?—Nos encontramos en la cuesta y

me trajo casi a remolque —dijo Ridley—. Me avergüenza presentarme en esteestado, sucio, lleno de polvo…

Ridley iba desarreglado, con loszapatos llenos de polvo y una flor ajadaen el ojal de la solapa. Ibacompletamente desaliñado. Fuepresentado a todos. Hirst y Hewettrajeron unas sillas y volvió a servirseté. Susan lo hizo muy a gusto ydemostrando una larga práctica.

—Mi cuñado —dijo Ridley— tieneaquí una casa y nos la ha ofrecido poruna temporada. Estaba sentado en unpeñasco, sin pensar en nada que valiera

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la pena, cuando súbitamente veo brotarante mí a Elliot, como si estuvierahaciendo una pantomima. Les hemosechado a ustedes alguna que otramaldición —dijo a la señora Elliot quele preguntó por Helen—. Se nos comenustedes todos los huevos.

—La comida no está a la altura delprecio —comentó seriamente la señoraPaley—. ¿Pero dónde vamos a ir sino aun hotel?

—Es mejor quedarse en casa —dijoRidley—; yo por lo menos la echomucho de menos. Todos deberíanquedarse en casa, pero claro, casi nadielo hace.

La señora Paley creyó ver en aquella

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frase un ataque a su monomanía de losviajes.

—A mí me atrae verlo todo —protestó— cuando ya se conoce bien lapatria, por supuesto. Yo puedo decir quela conozco bien. No permitiría viajar anadie sin conocer primero Kent yDoriskhire. A este último rincón denuestra patria no hay nada que puedacomparársele.

—Pero a unos les gustan los terrenosllanos y a otros los montañosos —dijovagamente la señora Elliot.

—De acuerdo —dijo Hirst, quehabía estado comiendo y bebiendo sindescanso—. La naturaleza es incómoda,horriblemente fea y terrorífica. Yo no

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sabría decir si de noche me inspira másmiedo un árbol o una vaca. Una nocheencontré una y no les engaño si les digoque encanecí. Es una vergüenza quedejen a esos animales sueltos.

—¿Y qué pensaría la vaca de él? —dijo en voz baja Susan a Venning quehabía ya formado una opinión de Hirst, yno ciertamente muy favorable.

—¿No fue Wilde quien dijo que lanaturaleza nos reserva muchas bromaspesadas? —preguntó Hughling, quesabía la capacidad y distinción de Hirsten los estudios.

Pero Hirst apretó los labios y nocontestó, Ridley creyó llegado elmomento de despedirse. Dio

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cortésmente las gracias por el té e invitóa todos a su casa que les mostró en lalejanía.

Se deshizo la reunión y cuandoSusan, que nunca se había sentido tanfeliz, se disponía a salir con Arthur adar una vuelta por la ciudad, su tía lallamó para que le enseñara cierto juegocuyas reglas no entendía… y así pasaronel rato hasta la hora de la cena.

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X

Entre las promesas que Helen habíahecho a su sobrina, figuraba la de quetendría una habitación para ella,independiente del resto de la casa, uncuarto donde poder tocar música, leer,meditar, desafiar al mundo, habitaciónque podía convertir en cuartel ysantuario a la vez. Helen sabía que a los24 años estas cosas son necesarias y nose equivocaba. Cuando Rachel cerrabala puerta tras ella, creía pisar losumbrales de un mundo de ensueño. Unosdías después de su huida de las ventanasdel hotel, se encontraba sentada en un

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gran salón leyendo las obras de EnrikIbsen. Sobre el atril del piano habíapapeles de música y éstos formabanmontones en el suelo.

Los ojos de Rachel se concentrabancon seriedad en las páginas y surespiración contenida, que la hacíavibrar, denotaba el esfuerzo de suinteligencia.

Cerró el libro con estrépito yrespirando fuertemente se recostó comoquien descansa a la vuelta de un viajepor un mundo imaginario.

«Lo que yo quisiera saber es unacosa» —se dijo a sí misma en voz alta—. «¿Dónde está? ¿Qué es la verdad?».Imaginábase ser la heroína de una de las

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comedias que acababa de leer, elpaisaje del exterior se le aparecía másclaro que antes, unos hombres pintabanlos troncos de los olivos con un líquidoblancuzco. Se veía a sí misma en elcentro de la plazoleta dominándolo todo.Las comedias de Ibsen le producíansiempre tal impresión.

Se las representaba durante díasseguidos, cosa que divertía mucho aHelen, aunque comprendía que no todoera comedia y que un cambio se operabaen Rachel.

Ésta seguía abarcando con su vistacuanto se veía desde la ventana. Suimaginación vagaba ya fuera de laspáginas del libro y volaba hacia la vida.

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En los tres meses de convivenciacon su tía, Rachel se había desquitadosobradamente de la monotonía de suvida anterior, a pesar de queaparentemente Helen no ejercía sobreella ninguna influencia. Rachel estabamenos retraída y seria, sus sobresaltoseran menos frecuentes y procurabaocultarlos a la vista de su tía.

La medicina que su tía le administróy en la cual tenía puesta toda suconfianza era ésta. ¡Hablar! ¡Hablar!¡Hablar! Que Rachel se acostumbrara aexplayarse con ella y diera rienda sueltaa sus preocupaciones en conversacionesal parecer impremeditadas. No leaconsejaba nunca hábitos de amabilidad

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forzada, como quizás otras hubieranhecho. Helen deseaba que Rachelhablara por sí sola, sin coacciones y nodependiera de nadie. Por eso le ofrecíalibros sin animarla demasiado con Bach,Beethoven y Wagner. Pero cuando elseñor Ambrose sugirió obras de DanielDefoe, de Guy de Maupassant, o algunadilatada crónica que reflejase la vidahogareña, Rachel eligió librosmodernos, de cubiertas brillantes yllamativas, de los cuales sus tíashubiesen dicho pestes. Así entraron enRachel los problemas de importancia dela vida. Helen no intervenía en suslecturas y Rachel las saboreaba a suantojo. Cosas y palabras para ella

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desconocidas se infiltraban en su mentey las manejaba con la inseguridad de lascosas nuevas. Formaba conclusiones quevariaban continuamente, según la marchade la vida cotidiana, pero de todoaquello quedaba en su alma un poco derealidad. A Ibsen seguía una novela queHelen detestaba, pues el propósito delautor era echar la culpa de la caída deuna mujer sobre los hombros delverdadero culpable. Conseguía su objetoal ver el interés con que la lectoraabsorbía su trama. Tiró el libro y siguióobservando por la ventana. La mañanamuy calurosa y el ejercicio de la lectura,concentrando tanto rato la atención, lacansaban. A su alrededor todo era

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grande, inmenso, impersonal. Tecleabasobre el brazo de la butaca sinconciencia de sí misma. Se abismabapensando en lo extraño de la existenciahumana. Ella Rachel, sentada en lamañana… en medio del mundo… ¿Quéera la vida? Solo una luz acariciando lasuperficie de las cosas ydesapareciendo. Era tan completo sudecaimiento que le faltaban ánimos paramoverse y permanecía abismada en suspensamientos, sin conciencia exacta denada. Oyó un golpe en la puerta y dijomaquinalmente: ¡Entre! La puerta seabrió con lentitud y en el marcoapareció una señora alta con algo en lamano que tendía hacia ella.

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¿Qué digo a esto? —preguntó Helen,mostrando a su sobrina una hoja escrita—. No sé qué contestar, ni quién es eseTerence Hewet.

Rachel, muy sorprendida, leyó elcontenido:

«Querida señora Ambrose: Quieroorganizar una excursión el próximoviernes, a las once y media, al MonteRosa. Si hace buen tiempo, la vistadesde allí debe ser magnífica. Sería unasatisfacción que usted y la señoritaVinrace fuesen de la partida.

»Suyo affmo.»Terence Hewet.Rachel leyó en voz alta la misiva,

luego apoyó sus manos en los hombros

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de Helen. Ésta repetía incesantemente:—Libros… libros… libros… más

libros nuevos… no sé qué ves en ellos.Rachel releyó la carta, unas palabras

destacaban claramente: «Viernes, a lasonce y media». Los ojos de la muchachabrillaban de excitación.

—Debemos ir —dijo, sorprendiendoa su tía por su decisión.

—Monte Rosa debe ser esa montañade ahí, ¿no? —preguntó a su sobrina,señalando por la ventana.

Rachel prosiguió sin escucharla.Hewet debe ser el joven de quien

habló tío Ridley.—Entonces acepto, ¿eh? —dijo

Helen—. Probablemente será un

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aburrimiento… —Y salió para entregarla respuesta al botones.

El plan que empezara en broma ibatomando forma, con gran satisfacción deHewet, el organizador. Le producía unagran satisfacción ver que todas susinvitaciones eran aceptadas. Esto leenorgullecía doblemente porque Hirstsuponía que muchos se negarían a iralegando no conocerse.

—Claro, no podía ser de otra forma—dijo, después de leer la misiva de laseñora Ambrose.

Está visto que tengo dote de mando.En un periquete he logrado reunir a unaserie de personas y entusiasmarlas conla excursión. Soy un verdadero

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promotor. ¿Te das cuenta? —dijo a Hirsten cuanto lo vio—. No tengo rival paraestas cosas, has de reconocerlo mal quete pese.

Se hallaba sentado en el brazo deuno de los sillones. Frente a él Hirstescribía una carta.

—Aún no están vencidos todos losobstáculos —dijo, levantando la cabezay mirando a Hewet—. Hay dos mujeresa las que, desconoces por completo.Supone que a una de ellas le da vértigola altura y…

—¡Ah! —le interrumpió Hewet—,es que las mujeres las dejo por tucuenta; las invité exclusivamente por ti,es lo que necesitas, la compañía de

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mujeres jóvenes. Tú no te preocupas porellas y has de tener en cuenta que formanla mitad de la humanidad.

Hirst emitió un gruñido y volvió a sutrabajo. Conforme se acercaba con suamigo al lugar de reunión, los ánimos deHewet iban enfriándose. Un pensamientole asaltaba.

«¿Para qué diablos habré reunidoaquí a esta gente y qué voy a hacer conella? La gente es como los rebaños y amí me corresponde hacer de pastor, pero¿por qué? Eso es lo que quisiera saber».

Detúvose junto a un riachuelo y conel bastón removió la tierra y el aguaformando lodo.

«Formando el Universo de la nada,

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nuestra vida es de completaincertidumbre, un ciego revolotear en elvacío en busca de un mundo mejor cuyaexistencia solo suponemos».

Dio un salto y atravesó el riachuelo.Un poco más lejos encontraron unagranja junto al riachuelo y un grupo deárboles. Aquél era el punto de reunión.Era un llano soleado en el que seiniciaba la subida. Entre los árboles seveían grupos de borriquillos. Una mujeralta acariciaba a uno de los animalitos;otra, arrodillada junto al riachuelo,bebía en la palma de la mano. Alacercarse los dos amigos, Helen los vioy acercóse a saludarles. Presentóse a símisma y luego hizo lo propio con su

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sobrina. Rachel acercóse con menosaplomo y tendió la mano, que retiró enseguida, ruborizándose.

—¡Oh, perdón! Las tengo mojadas.Escasamente habían cruzado los

saludos de ritual cuando llegó el primercoche, e inmediatamente otro. Sereunieron todos.

Los Elliot, los Thornbury, el señorVenning y Susan, la señorita Allan,Evelyn Murgatroyd y el señor Perrot.Hirst se prodigaba para reunirlos atodos. Aguantaba a los animales yofrecía su hombro a las señoras paraque subiesen.

—Hewet no se da cuenta de quehemos de llegar a la cima antes del

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mediodía —decía a Evelyn al ayudarla.Ésta montó con ligereza, ibacompletamente de blanco y en el anchosombrero, también blanco, que lesombreaba la cara, llevaba una largapluma. Parecía una dama galante de lacorte de Carlos I, dirigiendo una cazareal.

—Venga conmigo —dijo a Hirst convoz autoritaria.

Hirst la obedeció y tras ellos partióla comitiva.

—No me llame señorita Murgatroyd.Mi nombre es Evelyn, ¿y el suyo?

—John —respondió Hirst.—Me gusta. ¿Y el de su amigo?—Verá, sus iniciales son R. S. T.

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Nosotros le apodamos «Monje» —dijoHirst.

—¡Qué sutileza! —rio Evelyn,arrancando una rama baja—. ¡Trotemos!

Dio un latigazo al animal y ésteavivó el paso. Las restantescabalgaduras les siguieron, pero al pocorato el camino les obligó a deshacer lasparejas. Era estrecho, pedregoso, y lacomitiva, con sus llamativos quitasoles,emprendió la ascensión en fila india.Algo más arriba, cuando ya la subidaera francamente áspera, Evelyndesmontó y entregó las riendas de sucabalgadura a uno de los nativos. Hirst,a indicación de la muchacha, hizo lopropio, y fueron varios los que siguieron

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el ejemplo. Después de un rato deincómodas posturas a lomos de losborriquillos, no iba mal un rato deejercicio.

—Teniendo en cuenta lo que costósubir, no veo la ventaja que puedareportarme el tener que bajar —dijo laseñorita Allan.

—Estos animalitos conocen bien elcamino, ¿n’est-ce pas? —preguntó laseñora Elliot, asombrándose de que nole contestaran.

—Flores —dijo Helen deteniéndosea coger algunas de las florecillassilvestres de brillante colorido, quecrecían aquí y allá—. Deshaciendo suspétalos huelen muy bien.

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Al decir eso depositó una de ellas enla falda de la señorita Allan.

—¿No nos hemos visto antes? —dijo ésta, mirándola sorprendida.

—Sin duda, en la confusión de lapartida se les ha olvidado presentarnos,pero yo lo doy por hecho —dijo Helen,sonriendo encantadoramente.

—¡Cuánta sensibilidad demuestrausted, señora! ¡Si siempre pudiese serasí! —terció la señora Elliot.

—Y podría serlo —dijo Helen—.Pasan tantas cosas y tan extrañas…¡quién sabe lo que ocurrirá de aquí a lanoche!… —dijo, burlándose finamentede la timidez de la señora Elliot, cuyatranquilidad dependía del desarrollo

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normal y perfecto de todos losacontecimientos. Lo imprevisto era parala pobre señora algo incomprensible.

Poco a poco fueron subiendo,alejándose del mundo que se veía a suspies como aplastado y marcado engrandes rectángulos verdes y grisáceos.

—¡Qué pequeño se ve todo! —exclamó Rachel al contemplar la ciudady los pueblecitos.

El mar que bañaba los acantiladosera de un azul suave y la cresta de lasolas parecía un caprichoso encaje. En labahía había varios buques. En la lejaníael color iba volviéndose verdoso hastaque una línea brillante lo juntaba con elcielo. Solo el canto de algún grillo y el

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zumbido de las abejas que pasabanvolando turbaban la calma del airelimpio y transparente. Descansaron unosmomentos.

—Maravillosamente claro —exclamó Hirst, expresando el sentir detodos.

Evelyn, sentada en una roca, lomiraba todo con aire de triunfo.

—¿Se da usted cuenta de queGaribaldi pudo haber estado aquí? —ledijo a Hirst. Y al hacerlo se imaginabaque ella hubiera podido ser la prometidadel caudillo; y que en lugar de unaexcursión campestre, aquélla fuera unaexpedición de patriotas. Ella seencontraría entre aquellos hombres

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terribles, tumbados sobre la hierba,apuntando con sus armas a las blancastorrecillas que tenían delante, taladrandocon sus certeras miradas el espesor dela bruma… Pensando en estas cosas,removió los pies y exclamó:

—¿Cree usted que a esto se le puedellamar vida?

—Pues ¿a qué le llama usted vida,Evelyn?

—A luchar, pelear… a cualquiercosa menos a esta calma. —Le miró confijeza—. Ya sé que a usted solo leinteresan los libros.

—Está muy equivocada.—Pues a ver, explíquese. —Como

no había lucha, cañones, ni batallas,

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Evelyn tenía que encontrar algún modode distraerse.

—Lo que más me interesa son laspersonas —dijo Hirst.

—Pues me extraña; le veía siempretan serio. Aborrezco obrar con cautela,me gusta conocer con franqueza y queme conozcan, ¿a usted no?

Pero Hirst se había vueltorepentinamente prudente y no parecíadispuesto a enseñar su alma a ningunajoven.

—Mi cabalgadura se está comiendoel sombrero —dijo, echando a corrertras el borrico.

Evelyn se sonrojó y volvióse haciael señor Perrot para que la ayudara a

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montar de nuevo.El sol de mediodía caía a plomo

sobre los excursionistas. Conforme ibansubiendo aparecía más cielo a sualrededor, hasta que finalmente lamontaña semejó una tienda de campañaen un desierto completamente azul. Losnativos bromeaban entre ellos y lacomitiva estaba pendiente de suscabalgaduras y confiada en los guías,pues el camino era cada vez másempinado. El esfuerzo y el calor eransuperiores al placer que creían hallar enla ascensión y algún murmullo dedescontento oíase de vez en cuando.

—Con tanto calor, estas excursionesno resultan muy acertadas —comentó la

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señora Elliot.Pero la señorita Allan, a quien iba

dirigida la observación, exclamósinceramente entusiasmada:

—A mí me encanta llegar a la cima.A pesar de su corpulencia y las

incomodidades de la marcha, su espíritu,vivo y juvenil, anhelaba cualquiermomento de esparcimiento y diversión.

—La vista será maravillosa —aseguraba Hewet, animándoles.

Rachel le miró sonriente. Laascensión siguió durante un rato ensilencio interrumpido solo por el pasode las cabalgaduras. De pronto Evelyn,que iba bastante adelantada, descabalgóy lo mismo hizo el señor Perrot,

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volviéndose hacia ellos con los brazosextendidos como si fuera a dirigirse auna multitud. Habían llegado junto a undestruido paredón.

—Yo no hubiera podido seguir ni unminuto más —confesó la señora Elliot ala señora Thornbury…

La emoción de llegar las manteníasilenciosas. Uno tras otro fueronentrando en una pequeña explanada yquedaron extasiados ante aquellamaravilla. A su vista el espacio seextendía infinito.

Arenas grisáceas adentrándose enbosques inmensos y montañas bañadaspor el aire puro. Por el centro del llanocorría una cinta de plata que la distancia

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dibujaba inmóvil. Aquella inmensidadanonadaba. Se sentían tan pequeños queno se atrevían a hablar. Por último;Evelyn exclamó:

—¡Espléndido! —Y oprimió lamano de la persona que tenía más cercay que casualmente acertó a ser laseñorita Allan.

—Norte, Sur, Este y Oeste —dijoésta, señalando con la cabeza los cuatropuntos.

Hewet miró a sus invitados comojustificándose de haberles llevado hastaallí. Observó que las mujeres parecíanestatuas desnudas al ceñirles el viento laropa. En aquel pedestal natural todas lasseñoras parecían menos familiares y

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más nobles, como si la altura lasdivinizase.

En seguida empezaron lospreparativos para la comida. Hirst fuede un lado a otro repartiendo paquetesde fiambres y pan. Al entregarle a Helenun paquete, ésta le miró fijamente.

—¿No se acuerda usted de ciertoespionaje nocturno? Éste la miró conviveza.

—¡Claro que sí! Ustedes son las dosseñoras de la otra noche —dijo,mirando a Helen y Rachel.

—Las luces del hotel nos tentaron —dijo Helen—; estuvimos viéndoles jugara cartas… sin caer en la cuenta de quetambién nosotras éramos observadas.

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—Parecía una comedia —añadióRachel.

—Hirst no supo describirlas —dijoHewet, sin comprender que pudieraverse a Helen y no se hallara forma dedescribirla.

Hughling Elliot intervino en laconversación.

—No concibo nada peor —dijo,dando tirones al muslo de pollo quetenía en la mano— que ser visto y nodarse cuenta de ello. Siempre pareceque le han de vera uno en una situaciónridícula, como si uno se mirase la lenguayendo en un coche de punto.

Todos se habían colocado alrededorde los cestos de la comida y la

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conversación se generalizó sobre ladificultad de conseguir tales coches,cosa que en Oxford se convertía en unimposible.

—¿Qué les pasará a los caballos?—preguntó Susan. Venning limitóse acontestar:

—¡Salchichón!—Ya va siendo hora que

desaparezcan todos —dijo Hirst—.Además de feos son viciosos.

Susan, que creía que el caballo erael animal más noble, protestó, y Venninglo calificó, en voz baja, de petulanteengreído, pero por educación se abstuvode llevar la contraria y se limitó acontestar:

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—Ya nos vengaremos prescindiendode ellos, cuando podamos ir volando atodos lados.

—¿Vuela usted? —preguntó el señorThornbury, calándose los lentes paraobservarle mejor.

—Aspiro a volar algún día —dijoVenning.

Sobre el nuevo tema establecióseuna discusión, y la señora Thornbury diouna completa conferencia. Resultabajocoso verla erguirse para asegurar quetal medio de locomoción sería de granutilidad para Inglaterra en caso de unanueva guerra.

—Si yo fuera joven me enrolaba enla aviación… ¡Estamos muy atrasados!

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—suspiró con los ojos iluminados alevocar su propio gesto.

La conversación fue languideciendohasta que la señorita Allan, que se habíasentado de espaldas a la derruidaconstrucción, exclamó, quitándose unbicho del cuello:

—Estoy llenándome de hormigas.Se originó un pequeño revuelo. Los

bichitos descendían por la pared enlargas hileras.

—¿Pican? —preguntó Helen.—Eso no, pero infestarán la comida

—y tomaron precauciones para evitar talcontingencia.

Hewet tuvo una idea. Colocaron elmantel extendido en el suelo. Era el

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territorio que había que defender. A sualrededor formaron una trinchera concestos, botellas, botes de sal y en cuantoentraba una hormiga se dedicaban abalearla con migas de pan. Esto quitó unpoco de rigidez entre los comensales yla reunión fue haciéndose más cordial, yhasta el señor Perrot, previo elconsabido «permítame», se atrevió acoger una hormiga del cuello de Evelyn.

—A mí me haría muy poca graciaque estos animalitos se introdujeranentre la piel y la ropa interior —dijo laseñora Elliot.

Una serie de carcajadas acogió lainvasión de las hormigas por un lado noatacado todavía. Si el éxito de la

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excursión se medía por las carcajadas,no se podía negar que éste era completo.Pero Hewet, sin saber por qué, se sentíadeprimido y profundamente insatisfecho.

Algo alejado, contempló al gruporecogiendo los utensilios y pensó: «Sí,son amables… atentos, pero vulgares,espantosamente vulgares… ¡quérefinada crueldad usan los unos con losotros! La señora Thornbury, dulce ytrivial en su materno egoísmo; la señoraElliot, en perpetuo descontento, y suesposo… ¡Bah! Uno más entre muchos.Susan, sin personalidad alguna; Venning,engreído, crudo y brutal, alardeando deinfantil franqueza; Thornbury, un hombreautómata rutinario; Evelyn… bueno, a

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ésta cuanto menos se la conozca mejor».Ésa era, por lo menos, la opiniónformada por Hewet. «Sin embargo, éstaes la gente que tiene dinero y los quemanejan las riendas del Poder en elmundo. Si colocamos entre ellos alguiencon inteligencia, energía y vitalidad, queame la vida y la belleza… ¡qué agoníamás triste le espera si quiere competircon ellos en lugar de coger un látigo ypurificarlos a golpes!». Su revistamental se detuvo en Hirst, que, con elceño fruncido, como era costumbre enél, pelaba un plátano: «Es más feo queel vicio y parece como si de su fealdadtuviéramos la culpa los demás». Llegóhasta él la risa argentina de Helen, que

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decía a la señorita Allan: «¿Y con esecalor usa usted combinación?». Helen legustaba a Hewet una barbaridad y nosolo por su belleza, sino por susencillez, que la hacía destacarse sobretodos; al contemplarla, su ceño sesuavizó. Después su vista recayó sobreRachel, que, algo distanciada y apoyadasobre un codo, parecía meditar como él.Miraba el grupo con algo de tristeza.Hewet se acercó a ella de rodillas,sosteniendo en la mano un pedazo depan.

—¿Qué mira, señorita Rachel?Un poco sobresaltada, pero sin

vacilar, contestó:—Los seres humanos.

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XI

Fueron formándose grupos; Hugh Ellioty la señora Thornbury, que habían leídolos mismos libros y se hallabaninteresados por idénticas cuestiones, sedaban informes sobre la armada y elejército, partidos políticos, economía, yestaban de acuerdo en que América erael país del futuro. Evelyn M. lesescuchaba atentamente.

—¡Cómo desearía ser un hombre! —exclamó, sobresaltando a losconversadores.

El señor Perrot admitió que un paíscon un futuro brillante era una

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posibilidad digna de tenerse en cuenta.—Si yo estuviera en su lugar —dijo

Susan—, formaría un ejército,conquistaría un territorio americano y loharía fructificar. Para eso necesitaríamujeres y yo podría ser una de ellas.Grandes casas con inmensos vestíbulosy solo personas que merecieran elnombre de tales… pero a usted leinteresan solo las leyes.

—¿Y no echaría usted de menos lostrajes bonitos, las chucherías y todocuanto hace la felicidad de la gentejoven? —preguntó Perrot intentando consu ironía ocultar cierto despecho.

—No soy una niña, y menos una niñatonta —exclamó vivamente Evelyn,

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mordiéndose el labio—. ¿Se ríe usted demí porque me gusta lo hermoso y lomonumental? ¿Por qué no serán loshombres de hoy como Garibaldi?

—Escuche, Evelyn —dijo Perrot,conciliador.

—¿Quiere usted empezar de nuevo?Bueno, pero le advierto que locomprendo perfectamente. Todos losterritorios están ya conquistados, ¿no?No me he referido a una porción detierra en concreto —especificó Evelyn—. Es una idea, ¿comprende? Vivimosgeneralmente una vida tan sosa ymonótona… y ustedes, por ejemplo,llevan tanto bueno en su interior…

Hewet, que les observaba, vio el

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temor y la pena reflejados en el rostrode Perrot. Probablemente, en aquelmomento estaba calculando si con elsueldo de 500 libras al año podíaacercarse a una mujer con propósitosmatrimoniales. No poseía más capitalque su carrera y debía sostener a unahermana inválida. Además, Perrot teníaperfecta conciencia de que no pertenecíaal grupo de sus amigos. Su origen habíasido humilde. Era hijo de un tendero deSeedsy. De pequeño había llevadoenormes cestos sobre su cabeza, yaunque ahora era un verdadero «señor»,un observador cuidadoso hubiera notadoen él cierto temor de que se pusiese demanifiesto su origen modesto. Su

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persona resplandecía siempre deimpecable limpieza. Cierta timidez ensus modales era recuerdo de los días deestrecheces y sufrimientos.

Los grupos tomaban distintasposiciones para admirar el paisajemaravilloso. El calor había levantadouna neblina sobre la ciudad que impedíadistinguir desde aquella altura lostejados de las viviendas. En la cima dela montaña el calor apretaba, a pesar desoplar un ligero vientecillo. El inmensoespacio que les rodeaba, la buenacomida y otras causas no bien definidas,producían un feliz estado desomnolencia que les manteníasilenciosos y satisfechos.

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—¿Quiere que vayamos acontemplar el paisaje desde allí? —propuso Arthur a Susan, y la pareja sealejó en dirección contraria al resto delgrupo.

—¿No le parece un poco extraña lareunión? —preguntó Arthur—. Creí queno llegaríamos hasta aquí y no me lohubiera perdonado nunca… ¡Perdermeeste espectáculo!

—No me gusta el señor Hirst —dijoSusan, como si expresase unpensamiento íntimo—. No dudo que seaun gran talento… pero si todos loshombres de talento son como él…Tratándole a fondo, será,probablemente, agradable —prosiguió

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como queriendo desvirtuar la crudeza desu primera opinión.

—Es un intelectual —dijo Arthur,displicente—; tendría que oír susconversaciones con Elliot, a mí meresultan incomprensibles, claro quetampoco fui nunca una lumbrera para losestudios.

Entre frases cortadas y pausaslargas, llegaron al final de otra pequeñacuestecita sombreada por variosárboles.

—¿Nos sentamos? —propusoArthur, después de girar la vista enderredor—. A la sombra se está muy agusto y la vista es magnífica.

Se sentaron y estuvieron durante un

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rato contemplando el paisaje ensilencio.

—A veces envidio a losintelectuales —dijo Arthur—; ellos, porlo menos… —dejó la frase sin terminar.

—No veo qué puede envidiarles —comentó Susan.

—Verá, a veces las cosas, porque sí,salen todas bien y entonces nos pareceque todo lo sabemos y podemos. Pero,de pronto, comprendemos que nosabemos absolutamente nada de nada. Seencuentra uno súbitamente aturdido ytodo es completamente distinto de comolo había visto hasta entonces. Hoy esuno de esos días, lo he notado mientrasmarchaba detrás de usted durante la

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ascensión. Usted ha causado un trastornoen mi existencia habitual —dijoatropelladamente—, y eso se inició en elmomento de conocerla porque… porquete amo, Susan.

Antes de que Arthur llegara apronunciar estas palabras, Susan sesintió invadida por una íntima emociónque le cortaba el aliento y parecía ponerlos más íntimos sentimientos de su ser aldescubierto. Era una sensación grata ydolorosa al propio tiempo. El corazón lelatía con violencia y no sabía qué decir.Estaba con las manos entrelazadas ymiraba ante ella sin ver.

Así, pues, era cierto. Acababa derecibir una proposición matrimonial…

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Arthur la miraba y en su rostro había unamueca extraña. Susan seguía sin poderarticular palabra.

—Podías figurártelo —dijo altiempo que la estrechaba entre susbrazos, murmurando frases de cariño.Arthur se reclinó sobre el césped.

—Éste es el día más maravilloso demi vida. —Sus ojos estaban entornados,parecía querer retener aquel sueño ytransformarlo en realidad.

Hubo un largo silencio.—Es lo más maravilloso que existe

—dijo Susan con un susurro.Se refería al hecho de que la

declaración había partido de Arthur, elhombre de quien estaba enamorada.

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Manteniendo la mano de élentrelazada con las suyas, suplicaba aDios que le dispensase la gracia de seruna esposa modelo.

—¿Y qué dirá el señor Perrot? —dijo, mirando a Arthur.

Éste, que se encontrabacompletamente feliz, se limitó a decir:

—¡Pobre hombre! Hemos de serbuenos con él, Susan —y le contó lodura que había sido la vida con Perrot yel afecto que le demostraba. Después lehabló de su madre, una señora viuda decarácter violento.

Susan habló también de su familia,especialmente de Edith, su hermanamenor, que era a quien más quería…

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después de Arthur.—¿Qué fue lo que te atrajo de mí en

primer lugar? —preguntó de pronto.—Una tontería… —dijo Arthur,

después de pensar unos instantes—. Lahebilla del cinturón que llevabas laprimera vez que te vi a bordo… y quedurante la comida no probaste losguisantes. A mí tampoco me gustan.

La conversación se extendió a losrespectivos gustos, mostrando Susan unaextraña facilidad para adivinar los deArthur. Luego siguieron los proyectos.Vivirían en Londres, quizás en el campo,en una casita cercana a la de la familiade Susan. La inteligencia de lamuchacha, después de la primera

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impresión, voló hacia los cambios quela vida le prometía. Entrar en el mundocomo una mujer casada y no tener quebuscar la compañía de grupos de gentejoven para huir de la soledad de susoltería. Su amor hacia Arthur sedesbordaba en todos sus gestos ymiradas. Volvieron a abrazarse, sin verque dos personas se acercaban a losárboles que les daban sombra.

—Aquí hay sombra —exclamóHewet.

Rachel se detuvo como paralizada,en tanto que Susan y Arthur sesepararon, sonrojados. La expresión delrostro de la muchacha, a pesar delsonrojo, parecía reflejar solamente una

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gran felicidad. Los recién llegados sesepararon sin pronunciar una palabra.Hewet se sentía intimidado.

—No me ha gustado —dijo Rachelal cabo de unos momentos.

—Ni a mí tampoco —contestóHewet. Y siguió en un tono algo másindiferente—. Parece que la cosa va enserio. Seguramente habrán entrado enrelaciones.

—¿Cree usted que continuarán?¿Podrá él volar… o se lo impedirá ella?—preguntó Rachel, inquieta. La escenano se apartaba de su imaginación, yprosiguió—: Es una cosa extraña elamor, ¿no le parece?

—Y por lo que se ve, muy

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importante —asintió Hewet—. Susvidas cambian para siempre desde estemomento.

—Los compadezco —continuóRachel, siguiendo sus pensamientos—.No representan nada para mí, pero, nosé, el verlo me da ganas de llorar. Estonto, ¿no?

—Están enamorados, es cierto, y esosiempre me produce emoción —asintióHewet.

Al llegar a un recodo del senderitovieron un lugar donde poder reposar agusto y se sentaron. Las novedadesdistinguen a los días unos de otros, yaquél les resultaba distinto porqueacababan de presenciar un cambio de

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rumbo en la vida de dos semejantes.—¿No se imagina usted ese enorme

terreno lleno de tiendas de campaña? —dijo Hewet, mirando ante sí—. Semejauna acuarela.

Sus ojos se entrecerraban paracontemplar mejor la visión, absorta porla magnificencia del panorama que sealzaba ante ellos.

Cuando llegaron a dolerle los ojosde tanto mirar la lejanía, cuya amplitudforzaba su vista más allá de sus límites,se puso a contemplar el suelo a sualrededor. Le resultaba agradableexaminar detenidamente estas pulgadasde la tierra de América del Sur, hacerlocon tanta minuciosidad como si quisiera

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conocer cada una de sus piedrecillas,convirtiéndolas en un pequeño mundosobre el que le correspondería a ella elsupremo poder. Cogió una hoja dehierba y puso un pequeño insectoencima, maravillándose de la extrañaaventura que para éste debía suponer yde que hubiera sido elegida aquellahoja, precisamente, entre los millonesque poblaban el campo.

—No conozco su nombre de pila,señorita Vinrace —dijo súbitamenteHewet.

—Rachel —contestó ésta.—Rachel… Tengo una tía que se

llama así, puso en verso la vida delpadre Damián. Es una fanática religiosa.

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La criaron en North-Amptonshire, sinver nunca a nadie… ¿Tiene usted tías?

—Vivo con ellas.—¿Qué deben hacer ahora? —

preguntó Hewet.—Comprando lana, seguramente —

dijo Rachel, pensativa—. Son chiquitasy pálidas, pero muy limpias. Vivimos enRichmond y tenemos un perro tan viejoque solo come la carne y deja loshuesos. Van siempre a la iglesia,arreglan sus cosas… —Al llegar aquílanzó un suspiro y dijo para sí misma—:¡Parece imposible que todo siga igual!

Dos sombras largas se dibujaronante ellos.

—Están cómodos, ¿eh? —preguntó

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Helen.—¿Hay sitio para nosotros? —

solicitó Hirst. Una vez colocados,preguntó—: ¿Han felicitado a la pareja?—Ellos habían presenciado también lamisma escena.

—No —respondió Hewet—,parecían muy felices.

Hirst frunció los labios.—¡Bueno! Mientras no sea yo el

novio…—A nosotros nos conmovió —dijo

Hewet.—¡Qué raro! —dijo Hirst,

dirigiéndose a Helen—. Le advierto quehay muy pocas cosas que logrenconmoverle.

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A Rachel le molestaba aquel tonoburlón, pero no encontraba frases paracontestarle.

—A él sí que no le conmueve nada—rio Hewet—. Tendría que ser algo asícomo una utopía juntándose a unarealidad…

—Todo lo contrario —protestóHirst, ofendido—: Me considero unhombre de pasiones fuertes. —Su formade hablar era seria y parecía dirigirse alas dos señoras.

—¡Oh, Hirst! Temo confesarte algodoloroso. Tu libro. Los versos de tuWordsworth que cogí de tu mesa al veniry los puse en un bolsillo…

—Se han perdido —terminó Hirst.

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—Aunque quizás no llegué acogerlos.

—No —dijo Hirst—, los tengo yo.—Menos mal, así no tendré

remordimientos.—Parece como si perdiera siempre

las cosas —dijo Helen.—No es eso, precisamente, señora

Ambrose… es que se me extravían. Poreso Hirst se negó a compartir conmigoel camarote cuando veníamos.

—Propongo que cada uno denosotros haga una sinopsis de su vida —propuso Hirst—. ¿Quiere usted empezar,señorita Vinrace?

Rachel dijo que tenía 24 años, queera hija de un armador de barcos y que

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su educación había estado pocovigilada. Tocaba el piano, no teníahermanos y vivía con dos tías enRichmond, desde la muerte de su madre.

—¡Segundo! —dijo Hirst, señalandoa Hewet.

—Soy hijo de un caballero inglés ytengo 27 años. Mi padre fue muy amantede la caza del zorro… y en ella dejó suvida. Murió al cumplir yo los diez años.Recuerdo que le trajeron a casa en elpreciso instante en que yo bajaba laescalera dispuesto a darme un atracónde mermelada.

—Sintetiza, Hewet, sintetiza —intervino Hirst.

—Me eduqué en Winchester y

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Cambridge, pero interrumpí los estudiospor motivos que no hacen al caso. Hehecho muchas cosas, pero no me hededicado a ninguna profesióndeterminada. ¿Gustos? Literarios. Estoyescribiendo una novela. Tengo madre ytres hermanas.

—Bien, señora Ambrose, cuandousted quiera.

Helen empezó diciendo que con sus40 años a cuestas resultaba una viejaentre ellos. Su padre fue procurador enla City y se arruinó. Esto motivó que sueducación no fuera todo lo esmerada queella hubiera deseado; suerte que uno desus hermanos le proporcionaba lecturas.No quiso extenderse en explicaciones,

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por no hacer su relato interminable.Casó a los 30 años con un literato ytenía dos hijos, niño y niña.

—Ahora le corresponde a usted —dijo, dirigiéndose a Hirst.

—¡Ha recortado usted mucho! —lereprobó éste—. Me llamo Saint JoanAlarie Hirst —empezó con estudiadatonadilla—. Tengo 24 años y soy hijodel reverendo Sidney Hirst. Vivía enGrat Wappyng, en Norfolk. Ahoraestudio en King’s. Mis padres, a Diosgracias, viven todavía y tengo ademásdos hermanos y una hermana. ¡Ah! Yademás soy joven y distinguido —terminó en broma.

—Sí, uno de los tres o cuatro más

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listos de la Gran Bretaña —comentóHewet.

—Muy interesante, pero lascuestiones de interés han estado ausentes—dijo Helen—. Por ejemplo: ¿Somoscristianos? ¡Yo no lo soy!

—¡Ni yo! —contestaron a coroHewet e Hirst.

—Yo sí lo soy —dijo firmementeRachel.

—¿Cree usted en Dios? —preguntóHirst, mirándola fijamente.

—Sí creo… creo —tartamudeóRachel—. Creo en las muchas cosas queno comprendemos, en un solo instantepueden ocurrir imprevistos que cambianel rumbo de una vida.

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Helen se echó a reír, pero un ligeromalestar les daba conciencia de lo pocoque sabían y lo mucho que ignoraban.

—Éstas son las cuestiones queinteresan —dijo Hewet—. Lo malo esque pocas veces se ponen sobre eltapete.

Rachel, que difícilmente se avenía ahablar de aquellos temas, insistió estavez en que sabía perfectamente lo quequería decir.

—¿Han estado alguna vezenamorados?

De nuevo volvió a reír su tía,creyéndola muy tonta o algo atrevidilla.

—¡Rachel, haces como esos perritosque sacan las ropas interiores y las

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exponen al público!Un nuevo grupo de sombras se

interpuso ante ellos.—¡Aquí están! —dijo la señora

Elliot con tono de malhumor—. Hacerato que les buscamos.

La señora Thornbury señalababurlonamente su reloj. Hewet recordóque sobre él recaía la responsabilidadde la caravana y se dispuso acongregarlos para tomar el té antes delregreso.

Cuando llegaron al lugar de loscestos vieron a Evelyn y Perrotsujetando las piedras del derruidopabellón. El sol caía a plomo, sinproducir sombra y poniendo las manos y

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los rostros de los excursionistas dedistintos tonos de rojo.

—No hay nada comparable a unataza de té —dijo la señora Thornbury,tomando una taza.

—Nada, es verdad —asintió Helen.Al cabo de un momento apareció

Susan y casi instantáneamente y pordistinto lugar, Venning. Estaba tancontento que parecía dispuesto agastarles bromas a todos.

—¿Por qué le han puesto eso a latumba? —preguntó, señalando labufanda roja que ondeaba al viento.

—Para que olvide que hace 3,000años que murió —dijo Perrot.

—Debe ser tremendo estar muerto

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—dijo Evelyn, estremeciéndose.—¿Por qué? Yo no lo creo —

respondió Hewet—. Es muy fácilimaginárselo, al acostarse pone lasmanos así —y unía la acción a lapalabra—, respire lentamente, sinesfuerzo —se había tendido con lasmanos cruzadas sobre el pecho—, yvaya repitiendo: Nunca me, moveré ya,nunca… nunca…

Su cuerpo estaba tan completamenteinmóvil que la señora Thornbury gritó:

—¡Señor Hewet, eso es horrible!—Resucite y coma bizcocho, créame

—aconsejó Arthur. Hewet, ante talespalabras, se enderezó inmediatamente.

—Les garantizo que no tiene nada de

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horrible —dijo, agarrando el bizcocho—. Las madres deberían obligar a sushijos a hacer ese ejercicio todas lasnoches… y no es que yo mire con gustoa la muerte…

—Y a todo eso ¿con qué autoridadse ha dicho que había allí una tumba? —interrumpió la señora Thornbury—. Losmontones en círculo que se encuentranen nuestros antiguos campos ingleses,también se dice que son túmulos, pero,veamos. ¿Dónde guardaban los antiguosel ganado? En aquellos tiempos losrebaños eran el capítulo corriente detodo hombre, fuese o no comerciante.

Como Hugh Elliot, que era quienrebatía sus argumentos estaba ausente,

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nadie le refutó sus puntos de vista. Hughapareció súbitamente con un granpañuelo de algodón de vivos colores,mostrándolo con satisfacción y orgullo.

—¡Una ganga! —dijo muy ufano yextendiéndolo para que todos lo vieran—. Acabo de comprárselo a ese hombrealto de los pendientes. ¿Qué te parecepara la señora Raymond Parry, Hilda?

—¡La señora Raymond Parry!Esta exclamación fue lanzada a la

vez por Helen y la señora Thornbury yseguidamente se miraron como si sevieran por primera vez.

—¿Han ido ustedes a sus agradablesreuniones? —preguntó la señora Elliot.

Por un momento pareció que aquella

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cima se había transformado en el salónde la señora Parry. Conocían a lasdiversas señoras que frecuentaban lacasa y esto venía a ser como un lazo deunión que hiciera su naciente amistadmás cordial y efusiva. No había tiempopara seguir celebrando aquellacoincidencia. Los borricos y los guíasestaban dispuestos a reanudar la marchapor temor a que obscureciese antes dellegar al hotel.

La vuelta se inició alegremente. Secambiaban frases, reían y comentabanlos incidentes del día con el mejorhumor. Conforme los guías les habíanavisado, la noche se echaba rápidamenteencima.

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El trote de las caballerías retumbabaen los huecos de las montañas. Fueronquedándose silenciosos como si elmisterio de la noche cortara a flor delabio las bromas y risas. El camino,cuesta abajo, resultó más corto que a laida y no tardaron en ver las luces de laciudad.

Una exclamación salió de todas lasgargantas. Una lluvia de fuego habíasealzado en el espacio y volvía a caerconvertida en miles de coloreadaschispas.

—¡Un castillo de fuegos artificiales!La elevación de los fuegos les

recordaba la marcha ascendente delAmor que se remonta sobre todos los

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sentimientos humanos.Susan y Arthur hicieron la vuelta sin

hablar, absorto cada uno en sus sueños.Los cohetes cesaron y la obscuridad sehizo más intensa.

Llegaron al punto de partida, dondeles esperaban los coches y separáronsecon prisas, deseosos de descanso. Comoera tarde, a la llegada al hotel no hubosobremesa y fueron retirándose a sushabitaciones. Hirst fue al encuentro deHewet, a quien encontró quitándose elcuello de la camisa.

—Supongo que estarás satisfecho,todo ha salido a pedir de boca, ahoraque, ten cuidado, no te… (un bostezointenso) ate esa jovencita… no me hacen

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gracia las mujeres jóvenes.Hewet se hallaba tan cansado que ni

siquiera contestó. Pocos momentosdespués dormían todos menos Susan. Aésta le era imposible conciliar el sueño.Se oprimía con las manos el corazón,que parecía haberle aumentado detamaño, haberse convertido en un solque irradiaba calor y felicidad, queiluminaba cuanto había a su alrededor.«Soy feliz —repetía—, inmensamentefeliz… quiero a todos… ¡Qué feliz soy!…».

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XII

Cuando los familiares de Susanaprobaron su noviazgo y éste se hizooficial, todos convinieron en que elacontecimiento era digno de sercelebrado. Excursión habían celebradoya una. Lo más indicado parecía ser unbaile. Además, con un baile seamenizaría una de aquellas veladas,monótonas, a pesar del bridge. Elproyecto tuvo buena acogida. Evelyn diounos pasos por el salón y proclamó queel piso era excelente. El señorRodríguez les informó sobre losmúsicos. Había un español que tocaba el

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violín, acompañado al piano por su hija,una muchacha de grandes ojos negros.Tocaban en todas las bodas y podíanamenizar la noche. Los que no quisieranbailar, podían ir a otra sala o al billar.Hewet se hizo cargo de reunir a losconcurrentes para la fiesta, sin hacercaso alguno de las continuasadvertencias de Hirst. Como su opiniónno se tomaba en cuenta, se retiró junto aun grupo de solitarios caballeros y laseñora dudosa. Se convino en que lafiesta se celebraría el viernes, unasemana después de hacerse públicas lasrelaciones. Así lo declaró Hewet, muysatisfecho.

—¡Vendrán todos! —dijo Hirst—.

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¡Señor Pepper, permítame! —gritó alverle pasar con su eterno libro bajo elbrazo—. Contamos con usted para abrirel baile.

—Por supuesto que no se podrádormir…

—A usted le corresponde el primerbaile con la señorita Allan —dijoHewet, consultando su carnet.

Pepper se disponía a largarle undiscurso sobre los orígenes del baile,cuando un camarero le indicó que sesentase a su mesa, pues allí estorbaba.

El comedor ofrecía un aspectofantástico. Las damas lucían trajes denoche, que hasta aquel día no habíanaparecido. En las cabezas femeninas,

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toda una serie de peinados y postizos,moños, pelo ahuecado, rodetesinverosímiles… algunos cómicos yrisibles.

La comida fue breve y hasta loscamareros parecían contagiados por laalegría de la fiesta. Antes de empezarésta, la «comisión de fiestas» giró unavisita de inspección. Los muebles delvestíbulo habían sido retirados y éstebrillaba bajo un derroche deiluminación, luciendo en todo suesplendor la abundancia de macetas yflores.

—Parece un cielo estrellado en unanoche serena —susurró Hewet,recorriendo con la vista el amplio salón,

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antes de que entraran los invitados.—Y con un piso perfecto —

corroboró Susan, danzando a sus anchas.Hewet fijóse en que habían corrido

las cortinas ante las ventanas y preguntóel porqué, pues la noche era espléndida.

—Sí —dijo la señorita Allan—,pero adornan y son acogedoras —ymiraba satisfecha los grandes cortinajesgranates—. Podrían abrirse lasventanas, aunque las cortinas esténcorridas —propuso—, así se evitaríancorrientes de aire a las personasmayores.

Los músicos iniciaron un vals.Todos se agolparon a las puertas,indecisos. A poco fueron atreviéndose y

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saliendo parejas a la pista. El hieloestaba roto. Fue como si una olainundara el salón. A un baile seguía otro.Los bailarines se separaban, reposabany volvían a bailar de nuevo. Junto a lasparedes se formaban grupos de personasmayores. Cuando los músicosdescansaban, la juventud salía a laterraza para airearse y dar un par devueltecitas. Se había repetido esto yavarias veces, cuando Hirst, que seapoyaba en una ventana, percibió aHelen y Rachel en una de las puertas.Había tanta gente que solo pudo ver unhombro de Helen y la frente de lamuchacha. Al verle llegar, le recibieronalegremente.

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—Estarnos sufriendo la tortura delos condenados —dijo Helen.

—Sí, una cosa así es la idea quetengo formada del infierno —asintióRachel. Estaba aturdida, pero sus ojosbrillaban. Hewet y la señora Allan, quebailaban con dificultad, se acercaronpara saludarlas.

—¡Qué agradable es verlas! —dijoHewet—. Y el señor Ambrose ¿no havenido?

Él está siempre con lo suyo y que nole distraigan. ¿Puede bailar una mujercon 40 años? No puedo seguir quieta niun momento más.

Hewet y Helen salieron a la pista abailar.

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—Habrá que imitarles —dijo Hirst aRachel, tomándola decidido por elbrazo.

Rachel, sin ser experta en la danza,poseía un sentido del ritmo que lepermitía seguir a su pareja sin tropiezos.Hirst no sabía música ni tenía la menornoción del ritmo, conocía los pasos dela danza y los aplicaba sin máscomplicaciones. Unos cuantos pasos lesconvencieron de la inutilidad de susesfuerzos. No disfrutaban ellos yentorpecían a los demás.

—¿Lo dejamos? —propuso, algoamoscado, Hirst.

A trompicones lograron salir de lapista y situarse en uno de los rincones

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del salón. Bullían los colores vivos yclaros, mezclados con los obscuros dela etiqueta masculina.

—Bonito espectáculo —comentóHirst—. ¿Baila mucho en Londres?

A pesar de su aparente tranquilidad,ambos estaban nerviosos.

—Poco, casi nunca —contestóRachel—. En casa solo se celebra baileuna vez al año, para la Pascua. Este pisoes bastante bueno.

Hirst no contestó y siguió mirando alas parejas que danzaban ante ellos.Hubo una pausa que a Rachel le parecióinterminable, y para cortarla dijo unasimpleza sobre la belleza de la noche.Hirst, sin poner atención a sus palabras,

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le preguntó secamente:—¿Qué quería decir el otro día con

aquello de que era cristiana y que sueducación era deficiente?

—Era la verdad —contestó Rachel—. También sé tocar el piano… y esoprobablemente mejor que cuantos hay enel salón. Según su amigo, usted es unode los jóvenes más inteligentes deInglaterra.

—Sí, uno de los tres más inteligentes—corrigió él. Helen, al pasar bailandoante ellos, depositó un abanico en lafalda de Rachel.

—Es muy hermosa —exclamó Hirst.Volvieron a quedar en silencio.

Rachel pensaba si a ella la encontraría

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también bonita. Él no sabía de quéhablar con aquella muchacha ignoranteen todos los aspectos de la vida. Lebullía en la cabeza la frase burlona deHewet, cuando dijo que él no sabíaalternar con mujeres jóvenes. La miró dereojo y la vio pura e infantil, perolejana, remotamente lejana. Dio unsuspiro y volvió a intentar.

—¿Ha leído a Shakespeare?—No, he leído pocos clásicos —

contestó Rachel.La irritaban sus maneras rebuscadas

y la forma un tanto amanerada, deacuerdo con su fama de sabio. Se sentíaempequeñecida.

—¿Es posible que haya llegado a los

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24 años sin leer a Gibbon?—Ya ve usted que he llegado —dijo

ella, irritada.—Oh, mon dieu! Mon dieu! —

exclamó—. Tiene que empezar mañanasin falta. —La miró como analizándola—. ¿Quisiera saber si se puede hablarcon usted como con el resto de losmortales de su sexo? Parece usted unacriatura grande.

Rachel le miró, pero sin decirpalabra.

—Gibbon será la prueba; veremos sisabe usted comprenderlo. ¡Cuesta tantoconocer si una mujer adolece de falta depreparación o de capacidad! Creo queusted no lo comprenderá, se ha dedicado

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probablemente al dolce far niente.La música volvía a empezar, y Hirst

se dedicó a pasear la vista por el salón,buscando a Helen. Se daba cuenta deque, a pesar de sus esfuerzos, la cosa nomarchaba bien.

—Me encantaría prestarle algunoslibros —dijo, abrochándose los guantesy levantándose—. Ahora la dejo, yavolveremos a vernos.

Levantóse y se alejó. Rachel paseóla vista a su alrededor, como unacriatura rodeada de personasdesconocidas. Estaba sofocada eirritada. Empujó una de las puertas ysalió a la terraza. Tenía los ojos llenosde lágrimas de coraje e indignación.

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—¡Maldita sea! —dijo, usando unade las frases predilectas de Helen—.¡Maldito insolente!

Estaba en la terraza, bañada en la luzque salía a raudales por las ventanas delsalón. Las sombras macizas de losárboles se elevaban ante ella. A susoídos llegaba claramente el sonido de lamúsica. «¿No me compensarán estosárboles la grosería de Hirst?», díjose envoz alta. Se imaginaba ser una princesapersa huida de la civilización. A caballosobre las montañas haría que sus damascantasen para ella, lejos de la vista deseres humanos. Una sombra alta seinterpuso ante ella. Una puntita rojarompía la negrura de su silueta.

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—¿Es usted, señorita Vinrace? —preguntó Hewet, intentando ver su rostroen la contraluz—. ¿Ha terminado debailar con Hirst?

—Me ha puesto furiosa —dijoRachel con vehemencia—, nadie tienederecho a ser un insolente.

—¿Insolente? —repitió Hewet,retirándose el cigarrillo de la boca,sorprendido—. ¿Hirst insolente?

—Sí —repitió—. ¡Insolente!Exactamente no sabía el motivo de

su furia contra Hirst. Con un esfuerzo serehizo.

—Bueno, ¡a lo mejor es que yo soyalgo tonta! —E hizo ademán de volveral salón.

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Hewet la retuvo.—Por favor, explíquese —rogó—.

Estoy seguro de que Hirst no quisoofenderla.

A Rachel le costaba hacerseentender. Las palabras de dolce farniente le martilleaban el cerebro y lacohibían. La superioridad intelectual deHirst resultaba una agria experiencia.Paseaba por la terraza con Hewet yprosiguió con amargura:

—Las gentes que no se comprenden,deberían vivir separadas; de locontrario, sale a relucir todo lo quetenemos de malo.

A Hewet le habían aburrido siemprelas conversaciones sobre la

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incompatibilidad de los sexos. Lesonaban a falso. Como conocía a Hirst,comprendió en seguida lo sucedido.Interiormente se divirtió, pero procuróborrar la mala impresión recibida por lamuchacha.

—Ahora le aborrecerá usted y estono está bien. Hirst es un buen muchacho,pero incapaz de modificar sus puntos devista, por muy equivocados que éstossean, y lo son —le vino un acceso derisa que no pudo contener.

Rachel le miró extrañada, y viendolo ridículo de su enfado, se unió debuena gana a las carcajadas delmuchacho.

—Cuando vuelva a verle le diré: Es

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usted tan feo, físicamente, comorepulsivo intelectualmente, señor Hirst.

—Así, así —rio Hewet—; ése es elmodo de tratarle.

Tiene usted que disculparle ycompadecerle. Vive en un mundoimaginario, como si contemplase la vidapor medio de un espejo. Su mundo estáelegantemente amueblado y tapizado conlujo y mucho colorido. Ahí se pasahoras y horas hablando de filosofía, dereligión, de su hígado, de su corazón ydel de sus amigos. ¿Cree que un ser asíha de hallarse en su ambiente en unbaile? El lugar con que sueña es másíntimo, más recogido. Para mi gusto,demasiado lúgubre, pero respeto sus

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gustos. Lo toma todo con una seriedadextrema.

Rachel, ante la descripción deHewet, sintióse interesada, olvidó susresentimientos y sintió cierto respeto porHirst.

—¿Es tan inteligente como usteddijo?

—Más, sabe mucho más de lo que aprimera vista parece.

Al pasar junto a una de las ventanasvieron a Pepper escribiendo en unamesita.

—Ahí está el señor Pepperescribiéndole a su tía —dijo Hewet—.Por lo visto, debe ser una persona muyextraña, a sus 85 años han de sacarla a

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pasear al New Forest… ¡Señor Pepper!—llamó dando unos golpecitos en loscristales.

—Probablemente lo estaráesperando la señorita Allan. Al volver apasar ante las ventanas del salón debaile, el ritmo de la música erairresistible.

—¿Qué, nos lanzamos? —preguntóHewet.

Se dejaron llevar por el compás dela música. El hielo entre ambos se habíafundido. Era medianoche y el baileestaba en todo su apogeo. El jardínaparecía animado por parejas quereposaban en el aire embalsamado de lanoche. Las señoras Elliot y Thornbury se

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hallaban sentadas bajo una palmera,custodiando abanicos, broches ypañuelos de distintas jovencitas. De vezen cuando cambiaban un ligerocomentario.

—¡Qué feliz es la señoritaWarrington! —dijo una de ellas con unsuspiro—. Él tiene mucha personalidad.

—Eso es lo más necesario —aprobóla señora Elliot, y añadió al ver pasar aHirst del brazo de la señorita Allan—:Ese joven _es muy inteligente.

—Sí, pero no parece fuerte —opusosu compañera—. ¿Quiere que se laguarde? —dijo al ver pasar a Rachelmirando una cinta de su traje, que sedesprendía.

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—¿Se distraen ustedes? —preguntóHewet, que acompañaba a la muchacha.

—Esto trae otros recuerdos —suspiró la señora Thornbury—. Tengocinco hijas y a todas les encanta bailar.A usted también le gusta, ¿verdad,señorita Vinrace? —Y sonrió a Rachelcon ternura maternal—. A su edad meocurría a mí lo mismo. Siempre rogaba amamá que esperase otro baile más…

—Parece que tienen bastante quecontarse —dijo la señora Elliot, viendoalejarse a la pareja—. ¿Recuerda ustedla excursión? Él fue el único que logrósacarle alguna palabra.

—Su padre es un hombre muyinteresante —dijo la señora Thornbury

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—. Posee una de las empresas navierasmás fuertes en Hull. Ya recordará ustedsu magnífica réplica a Mr. Asquithcuando las últimas elecciones. Es unagran cosa encontrar un hombre de suexperiencia entre los más decididosproteccionistas.

A la señora Thornbury le hubierasatisfecho más hablar de política que delos asistentes a la fiesta, pero la señoraElliot contestaba a todo aquello como sile hablasen de la luna. Lo único que sele ocurrió decir, referente a política, fue:

—Me escribe mi cuñada que enLondres hay una verdadera invasión deratas y que el Ayuntamiento toma elasunto con una calma incomprensible.

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Claro, no me extraña que a ella leparezca calmosa la actitud oficial,porque mi cuñada es un nervio. Unverdadero nervio y tiene una naturalezade hierro —al decir esto recordó sufalta de fuerzas y se calló, suspirando.

—¡Qué cara más expresiva! —dijola señora Thornbury al observar elmohín de Evelyn, que no podía sujetarseuna flor sobre el busto.

Evelyn, comprendiendo la inutilidadde sus esfuerzos, optó por colocar laflor en la solapa de su acompañante. Eraéste un muchacho alto, de aspectomelancólico, que recibió la flor conagradecimiento.

—Se cansa la vista —dijo la señora

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Elliot, que seguía las evoluciones de lasparejas.

Saliendo de entre la multitud, Helense acercó a ellas, sentándose a su lado,al tiempo que preguntaba sonriente yagitada:

—¿Puedo sentarme? Gracias.Debería avergonzarme de tanto bailoteo,a mi edad.

Rio, y su belleza, excitada yarrebolada, resplandecía como nunca,atrayendo la simpatía de las dosseñoras.

—Me estoy divirtiendoenormemente —dijo entrecortadamente—. ¿No es hermoso tanto movimiento?

—Nada hay comparable al baile,

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cuando se sabe bailar bien —dijosonriente la señora Thornbury.

—Yo bailaría eternamente, por elmero placer de la danza; hay que dejarsellevar con soltura, abandonarse en losbrazos de la pareja para bailar y nohacer falsos melindres.

—¿Ha visto usted esos balletsrusos? —empezó la señora Elliot.

Pero ya Helen había visto acercarsea su pareja y se levantó como un hadasalida de un cuento maravilloso. Las dosdamas la siguieron mientras danzaba, sinpoder por menos que admirarla, a pesarde encontrar algo absurdo que a su edadla hiciera disfrutar todavía la danza.

En cuanto terminó aquel baile, Hirst,

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que acechaba la oportunidad, se acercóa Helen.

—¿Me permite que hablemos unpoco? —rogó—. Me siento incapaz debailar —y la llevó a un ángulo aisladodonde había dos butaquitas.

Estuvieron callados hasta que Helenhubo reposado algo de la agitación delbaile. Ante ellos pasó una pareja. Él eraalto y grueso. Apoyada en su brazo ibauna señora ridículamente ataviada y muyempolvada, a la que costaba grandesesfuerzos poder andar dentro de suajustada funda. Ambos rieron a la par.

—¿Qué deben pensar esos pobresseres? ¿Qué deben sentir? A mí measquean, ¿no le sucede a usted también?

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—preguntó Hirst.—Yo me propongo siempre no

concurrir a esta clase de fiestas, pero sinembargo rompo siempre mi juramento—dijo Helen.

Se reclinó, riendo, sobre el respaldode su butaca, al propio tiempo queobservaba a Hirst. Éste estabafrancamente contrariado y bastanteexcitado.

—De todos modos —resumió conengreimiento—, hay que conformarsecon que no pasen de cinco las personascon las que se puede hablar.

El reposo y la tranquilidadhabituales volvían a brillar en el rostrode Helen.

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—¿Cinco personas solamente? —dijo—. Yo hubiera dicho que había más.

—Ha tenido usted mucha suerte… oquizás haya tenido poca. ¡Quién sabe! —dijo Hirst—. ¿Cree usted que soy difícilde comprender? —preguntóbruscamente.

—Lo mismo que a usted, les sucedea muchos jóvenes —contestó Heleneludiendo la respuesta directa.

—Además, dicen que tengo talento,más que Hewet… que soy una granpromesa. Pero eso no es lo mismo queser inteligente, y son cosas que lafamilia no las comprende —terminóamargamente.

Helen creyó indicado preguntarle:

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—¿No se lleva usted bien con sufamilia?

—¡En absoluto! Quieren que sea Pardel reino o Consejero privado. Esa hasido la causa de mi viaje. He venido adecidirme entre ir al foro o a Cambridge—siguió con su aire petulante—. Ambascosas tienen su pro y su contra, pero meinclino por Cambridge. Todo eso —yseñalaba la sala de baile con un amplioademán— me repele. No tengo tantapropensión al afecto como mi amigoHewet. Estimo verdaderamente a muypocas personas. Comprendo que mimadre vale mucho en ciertos aspectos;en otros, por el contrario, esincomprensiva… Sé que en Cambridge

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llegaré a ser rápidamente una figura;pero, sin embargo, hay razones por lasque no desearía verme allí —calló—.¿Me encuentra usted pesado, verdad?

Su voz había sufrido un cambio.Había pasado de ser la de un amigo quecuenta sus confidencias, a laconvencional de un hombre en unareunión.

—En absoluto —contestó Helenrápidamente—. Me gusta oírle.

—¡No puede usted imaginar —dijoHirst con emoción— lo que significaencontrar alguien con quien poder hablary que sepa comprendernos! En cuanto lavi pensé que usted sería, tal vez, una deesas personas que saben comprender.

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Mucho quiero a Hewet, pero no solo nome entiende, sino que no tiene ni la másremota idea de cómo soy. Es usted laúnica persona que he encontrado queparece tener comprensión para mi formade pensar.

Se inició un bailable. La Barcarola,de Hoffman, y Helen seguía el compáscon el pie, pero comprendió quedespués del cumplido que acababa dedirigirle Hirst no podía abandonarle.Además, le atraía el sinceroengreimiento del muchacho. Su intuiciónfemenina le decía que se sentíadesgraciado, y ella se hallaba pronta arecibir sus confidencias. Suspiró:

—Soy muy vieja.

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—Lo extraño es que a mí no me loparece —contestó él—. Me siento juntoa usted como si tuviéramos ambos lamisma edad. Más aún —y al decir estola miraba como buscando alientos—.Me inspira tal confianza que puedohablarle como lo haría a un hombre. Lasrelaciones entre distintos sexos… —Aldecir esto un ligero rubor cubrió surostro.

Ella le devolvió el aplomo al decir.—Desearía que prescindiera de

tales diferencias.La cortedad desapareció de su

rostro.—¡Gracias a Dios! Podremos hablar

como dos seres civilizados.

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Verdaderamente, la invisible barreraque antes parecía separarles habíadesaparecido. Así les fue posible tocartemas que son eludidos entre hombre ymujer y a los que solo se hace referenciaante el médico o cuando ronda lasombra de la muerte. En cinco minutosle contó toda su vida. Aunque joven, suvida era larga, por concurrir en ellanumerosos incidentes, y esto les llevó adiscutir los principios sobre los que seasienta la moralidad y otros asuntos queen una sala de baile hubieran tenido quehablarse a media voz para noescandalizar a los vecinos. Cuando yaHelen no ponía tanta atención en laconversación, pues el deseo de bailar

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volvió a aguijonearla. Hirst se levantó,exclamando:

—Así pues, no hay razón algunapara tanto misterio.

—Sí, hay una… y es que somosingleses.

Al cruzar del brazo de Hirst el salóndonde las parejas bailaban con muchadificultad, el espectáculo del conjuntohabía perdido mucho de su vistosidad.Muchos estaban despeinados ysudorosos y resultaban ridículos en sudesaliño. Lo nuevo de su amistad y loamplio de la conversación sostenida lesabrió el apetito y fueron hacia elcomedor, que aparecía bastanteconcurrido.

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Al entrar se cruzaron con Rachel,que se dirigía a bailar con ArthurVenning. Estaba sonrosada y contenta.Helen se dijo que viéndola así resultabamucho más atractiva que la mayoría delas muchachas de su edad. Hastaentonces no se había dado cuenta deello.

—¿Te diviertes? —le preguntódeteniéndola.

—La señorita Vinrace acaba deconfesarme —intervino Arthur— que nohubiera creído jamás que un baile fuesetan delicioso.

—¡Sí! —dijo Rachel vehemente—.¡He cambiado por completo mi opiniónsobre la vida!

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—Eso no es nuevo. Cada día tieneuna opinión distinta sobre la vida. Creoque usted es la persona que yo necesito—dijo dirigiéndose a Hirst—. Podríaayudarme a completar su educación. Seha criado poco menos que en unconvento. Su padre es un ser absurdo.Yo he hecho cuanto ha estado a mialcance, pero no es suficiente. Soy mujery precisaría de la ayuda de un hombre.Podría usted hablarle a ella, perohablarle como lo hace conmigo.

—Dudo que pueda hacerlo —dijoHirst—. Esta noche lo he intentado, perotemo no haberlo conseguido. Carece porcompleto de experiencia. He prometidoprestarle a Gibbon.

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—No es exactamente lo que necesita—opuso Helen—. Es la propia vida, ¿nocomprende? Lo que se vive y se sienterealmente, aunque se intente ocultarlo.Eso es siempre mejor que lo que seintenta aparentar y tiene mayor interés.

Miró hacia una mesa cercana dondedos parejas bromeaban y reían conchabacanería, hablaban excesivamentefuerte y una de las muchachas seabanicaba simulando un falso rubor antelas insinuaciones de mal gusto de suscompañeros. Era un espectáculo pocoagradable.

—Parece que ahora importa poco elpunto de vista de los demás —dijoseñalando la mesa que había estado

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observando.Pero Hirst discrepaba de esta

opinión.—En nuestro tiempo no hay nada tan

importante como la educación de lamujer. Es más, creo que el porvenir dela Humanidad depende exclusivamentede esto.

Entretanto, en el salón, las parejas sedisponían a bailar un rigodón.

Arthur y Rachel, Susan y Hewet, laseñorita Allan y Hugh Elliot seencontraban reunidos. La señorita Allanmiró el reloj.

—¡La una y media! —exclamó— ymañana tengo que despachar aAlexander Pope.

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—¡Pope! —Gruñó Elliot—. ¿Y creeque hay quien se tome el trabajo deleerlo? Tendrá que convencerse usted deque se hace más en provecho de laHumanidad bailando que escribiendo.

Ésta era una de las posturasfavoritas de Elliot, demostrar que nohabía nada tan digno como la danza, nitan abominable como la literatura. Asíintentaba hacerse amable a la juventud ydemostrarles que, a pesar de estarcasado «con una funeraria ambulante» yser un poco pálido y encorvado bajo elpeso de la ciencia, tenía tanta vitalidadcomo el más joven.

—Eso es cuestión del cocido diario—contestó con calma la señorita Allan.

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Pero como precisaban de ella, tomóposición en el lugar que le correspondía.

—Ahora debe usted saludarme,señor Hewet —dijo demostrando ser laúnica que conocía las posturas del baile.

Después del rigodón sonó un vals ya continuación una polca. Al llegar aquíocurrió algo inesperado. La música, quehabía sonado a intervalos regulares,cesó de pronto. La joven ejecutanteenvolvía el violín en un gran pañuelo deseda y el caballero lo depositaba en suestuche. Inmediatamente viéronserodeados de parejas que en inglés,francés y español les hablabanimplorantes. El músico se levantó elcuello del abrigo y sacó una bufanda de

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seda roja, que estropeó el conjuntofestivo de toda su persona. Los músicostenían un aspecto triste. Estaban pálidos,ojerosos, cansados, aburridos, deseandotan solo comer algo y dormirdescansados. Rachel era una de las quecon más fervor rogaba que continuasen.Ellos rehusaron, y con gesto fatigadosalieron del salón. Rachel ojeó lasmúsicas que había al alcance de sumano. Todas venían a servir igual tema.Amor perdido, Inocencia de juventud,penas y obstáculos imposibles queseparaban a los enamorados.Comprendía que llegasen a cansarse yaburrirse de repetir lo mismo. Ejecutó alpiano algunos compases, aires

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religiosos y fragmentos de Wagner yBeethoven a un compás más ligero.Volvieron a empezar los ruegos de losbailarines, pero esta vez dirigidos aella, que acabó por consentir. Surepertorio de danzas terminó pronto, y laemprendió con Mozart. Todos sedetuvieron. Aquello no era un baile;pero Rachel, segura de la melodía,marcaba el ritmo con valentía parasimplificar los pasos.

Helen adivinó su pensamiento, ycogiendo a la señorita Allan entre susbrazos, salió dando vueltas deslizándosepor la sala como un hada.

El ritmo cambió a un minueto y Hirstsalió con increíble ligereza. Hewet lo

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imitó uniéndose a la señorita Allan, quegiraba graciosamente. Una vezcomprendido el ritmo de la música, ladanza les resultaba mucho másplacentera. Todos fueron reuniéndose alalboroto general.

Al día siguiente hubo quien criticóaquella segunda parte; pero cuantoshabían tomado parte en ella dijeron quehabía sido la más divertida.

Lentamente, las luces de la salafueron brillando con menos intensidad.Instintivamente, todas las miradas sedirigieron hacia las ventanas. Amanecía.Sobre un fondo amarillento se perfilabanlas montañas, mientras el cielo ibaaclarando su azul.

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—¡Qué pobres resultan las luces! —dijo Evelyn con tristeza—. Y nosotrostambién…

Los caballeros despeinados y lasjoyas llamativas, tan atractivas con lasluces del salón, quedaban ahoradesplazadas; los rostros femeninos, consu maquillaje de tantas horas, resistíanmal el contraste, y los reunidos fuerondespidiéndose apresuradamente ysubiendo a sus habitaciones.

Rachel, a pesar de la falta deauditorio, siguió tocando. Algunos delos bailarines volvieron a entrar,sentándose junto al piano. Había ya lasuficiente claridad y las luces fueronapagadas, la atmósfera iba purificándose

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y los nervios se relajaban.Alrededor de Rachel se formó un

buen grupo. Todos se manteníansilenciosos, sumergidos en sus propiasvidas, ennoblecidas bajo la mágicainfluencia de la música. Cuando Rachelcesó de tocar, Susan se levantóemocionada.

—Adoro la música —dijo—, y éstaha sido la noche más feliz de mi vida.Interpreta usted todo lo bello que nopuede explicarse con palabras. —Giróla vista a su alrededor con algo deazaramiento—. Han sido ustedes muyamables todos. Muchas gracias.

Y se retiró. La reunión habíaterminado.

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Helen y Rachel, en la puerta,envueltas en sus capas, esperabanencontrar un carruaje que las condujera.

—Creo que van a tener que dormiraquí —dijo Hirst, que regresaba debuscar inútilmente un coche.

—¡Oh, no! —dijo Helen—.¡Andaremos!

—¿Nos permiten acompañarlas? —rogó Hewet—. De todos modos, a estahora no nos acostaríamos. ¿Ustedessaben lo que significa acostarse ahora yno ver más que el lavabo cuando existenpaisajes como éste?

—¿No es allí donde viven ustedes?—preguntó Hirst.

Habían recorrido casi la mayor parte

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del camino, y al volver un recodo,apareció la villa ante sus ojos.

—¿Hay fuego encendido? —dijoHelen estupefacta.

—No, es el sol —contestó Hirst.El sol, invisible aún para ellos, daba

a la parte alta de los cristales un reflejorojizo.

—Temía que mi esposo estuvieseaún con el griego —dijo Helen.

Al iniciar la cuesta que les llevabahasta la casa, era ya completamente dedía. Aspiraban con deleite el aire frescode la mañana. Helen quiso despedirsede los muchachos.

—Ya han andado ustedes bastante.Vayan a acostarse.

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—Déjenos descansar un poco —dijoHewet. Y extendió su abrigo en el suelopara que se sentasen, cosa que todoshicieron.

Ante ellos se extendía la bahía conel mar en calma, surcado por anchaslíneas verdes y azules. Oyóse una sirenalejana que sonó con un toqueextraterreno y todo volvió a quedar ensilencio. Rachel se entretenía formandouna pirámide con piedrecitas.

—¿De modo que has vuelto acambiar de punto de vista? —preguntóHelen.

Rachel colocó con sumo cuidadootra piedrecita y bostezó.

—Francamente, no recuerdo. En este

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momento me encuentro como un pez enel agua.

Y bostezó de nuevo. Sentíase en elgrupo como en familia y ninguno,incluso Hirst, la cohibía.

—Pues, en cambio, mi cerebro —dijo Hirst— trabaja a una velocidadvertiginosa.

Se había sentado en su posturafavorita, rodeándoselas piernas con losbrazos y apoyando la barbilla en lasrodillas.

—La vida no guarda ya misteriospara mí.

Hablaba con convicción y noparecía desear que le interrumpiesen.

—Yo pienso en todos los que

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duermen allá abajo —dijo Hewetsoñadoramente— pensando cada uno ensus cosas o en locas fantasías… Mefiguro a la señorita Warrington derodillas; los Elliot intentando dormir deprisa y no repuestos todavía de laalteración de la danza; aquel jovenmelancólico que estuvo toda la nochebailando con Evelyn, estará poniendo laflor en el agua y preguntándose si lo quesiente es amor. Al señor Perrot lo veoagitándose en la cama, sin poderconciliar el sueño y acabando por cogersu volumen favorito de griego, y encuanto a los demás… bueno, cualquierasabe lo que están soñando…

Hubo un silencio. Helen se levantó

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diciendo:—Bueno. Ya va siendo hora de

volver a casita, pero recuerden que hande venir a vernos.

Se separaron, pero los dos hombresdieron un largo paseo, en lugar dedirigirse directamente al hotel. Hicieronsu camino sin decir más que algunapalabra aislada, pero sin que una solavez mencionasen a las dos mujeres, locual no era obstáculo para que fuesen elpunto central de sus pensamientos; perono deseaban compartir su impresión.Llegaron al hotel poco antes deldesayuno.

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XIII

En la casa había muchas habitaciones,pero solo de una de ellas podría decirseque poseía algo peculiar, aparte de lasotras, pues permanecía cerrada siemprey nunca pudo escucharse, saliendo deella, ni el rumor de una sonrisa ni eltararear de una canción. Todos se dabancuenta, aunque fuera vagamente, de quealguna importante tarea se estaballevando a cabo detrás de la puerta, yaunque nadie supiera de qué se tratabaen concreto, se hallaban sugestionadospor la idea de que si al pasar delante deella hacían algún ruido el señor

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Ambrose podría distraerse. Con susposibles inconvenientes así era mejor,pues de este modo el vivir resultaba másarmónico, sin el desconcierto que traeríaconsigo el que el señor Ambrose dejasea un lado su Píndaro y llevara unaexistencia nómada entrando y saliendopor todas las habitaciones de la casa.

Si los habitantes de la casa seguíanciertas reglas, tales como puntualidad,silencio, buena cocina y algunos otrospequeños deberes, podían compaginarsu vida con la del literato.

Por desgracia, así como la edadpone una barrera entre los sereshumanos, la cultura y el ceño poníantambién otra. Cuando Ambrose

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trabajaba se hallaba a mil millas dedistancia del ser humano más próximo,que en este caso, e inevitablemente, erasiempre Helen. Se sentaba durante horasy horas ante los libros abiertos, como unídolo de una iglesia vacía. Estabainmóvil, exceptuando el movimiento desu mano al volver una hoja y silencioso,exceptuando algún golpe de tos que lehacía separar la pipa de la boca.Conforme iba penetrando en la esenciade su lectura, iba rodeándose de libros yhojas manuscritas que se extendían porel suelo, formando a su alrededor unabarrera infranqueable para el visitanteque, generalmente, tenía que dirigirle lapalabra desde el lado opuesto del

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parapeto.Al día siguiente del baile, Rachel

tuvo necesidad de llamar a su tío dosveces antes de que éste advirtiese supresencia. Al fin la miró por encima delos lentes.

—¿Y bien? —preguntó.—Quisiera algún libro —dijo la

joven—. ¿Podría dejarme la Historiadel Imperio Romano, de Gibbon?

El gesto de su tío cambió y volvió apreguntar de nuevo, como si no hubieraentendido bien:

—Por favor, dilo otra vez.Rachel se ruborizó al repetirlo.—¿Y puede saberse por qué deseas

leerlo?

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—Me… me lo han recomendado —tartamudeó ligeramente.

—¿Y crees que yo me dedico a esasporquerías del siglo pasado? —exclamósu tío—. Son por lo menos diezvolúmenes así —prosiguió.

Rachel le rogó que perdonase lainterrupción y se disponía a retirarse.

—¡Espera! —gritó su tío.Dejó a un lado la pipa, cerró el libro

y levantándose cogió a su sobrina de unbrazo. Así cogidos fueron pasandorevista a los libros de la habitación.

—Platón… Jorrocks, muy ligero;Sófocles. Supongo que no te interesanlos comentarios alemanes. ¿Leesfrancés? —Rachel hizo un gesto

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afirmativo—. Pues deberías leer aBalzac. Bueno, ya llegamos aWordswort, Coleridge, Pope, Johnson,Addison, Shelley, Keats… ¿Por quéestará aquí Marlowe? Debe ser cosa dela señora Chailey. Pero ¿de qué te sirvehaber aprendido a leer si no conoces elgriego? Después de todo, si pudierasleer a los griegos, ya no necesitaríasbuscar a otros autores. Te faltaríatiempo. Te faltaría tiempo… —Parecíahablar para sí mismo.

Así fueron siguiendo hasta completarla vuelta a la habitación.

—Bien —siguió Ridley—. Tú veráscuál quieres. —Balzac —dijo Rachel—.¿Pero no tendrías el Discurso de la

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Revolución Americana?Ridley la miró atentamente.—¿Otro bailarín?…—No, ése fue el señor Dalloway —

confesó la muchacha y súbitamente,recordando a quien había nombrado,exclamó—: ¡¡Cielos!! —Y escogió unlibro al azar.

Su tío miró el lomo del volumen: LaCousine Bette, y le aconsejó que cuandoempezara a encontrarlo aburrido, lotirase. Luego le preguntó si se habíadivertido en el baile, y quiso saber quées lo que hacía la gente en tales fiestas.La última a que él había asistido, hacía35 años, le pareció algo sin sentido.Hablaban sin cesar mientras bailaban.

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¿No hubiera sido más razonable hacerlosentados y tranquilos? Lanzó un suspiroy señaló las pruebas de su labor,esparcidas por toda la habitación.

Rachel vio en la satisfacción quereflejaba el rostro de su tío, un mentís asu nostálgico suspiro. Le dio un beso yse despidió de él, prometiéndoleaprender, por lo menos, el abecedariogriego.

Rachel bajaba las escaleraslentamente, pensando en la vida tanextraña que llevaba su tío, siempremetido entre libros y sin tomar parteactiva en bailes ni fiestas, pero alparecer muy satisfecho con su género devida.

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En una mesita del corredor, frente asu habitación, vio un envoltorio yencima una nota dirigida a ella, perocuyo rasgo de letra desconocía. Decía lanota:

«Le envío el primer volumen deGibbon, conforme le prometí.Personalmente encuentro poco alicienteen los escritores modernos, pero leenviaré a Wedekind. ¿Ha leído usted lacolección de Webster? Si no es así, creaque la envidio por la satisfacción deleerlo por primera vez. Estoy extenuadode la noche pasada. ¿Y usted?».

Sentíase halagada de que Hirst sehubiese acordado tan pronto de cumplirsu promesa.

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Faltaba una hora para la comida yllevando en una mano a Gibbon y en laotra a Balzac salió al jardín y por elcaminito bordeado de olivos se dirigió ala orilla de un riachuelo. En aquella isla,donde los habitantes se amontonaban enla ciudad, era fácil perder pronto devista todo vestigio de civilización,limitándose a ver en la distancia algunapequeña granja o algún pastor tendidoen el campo, guardando su rebaño. Lomás curioso del riachuelo era su caucede rocas amarillentas y los árboles quelo bordeaban. Helen decía que solo porverlos valía la pena de haber realizadoel viaje. Abril había hecho florecer yamuchos capullos, convirtiéndolos en

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grandes flores que parecían de cera, ycuyos colores chillones destacabansobre el verde follaje. Rachel andabaabstraída, sin reparar en la belleza quela rodeaba. La noche le iba ganando yaterreno al día. En los oídos de Rachelresonaba el murmullo de las piezas quehabía tocado al piano en la últimavelada. Se puso a cantar y sus cancionesle llevaron más y más lejos cada vez.No veía con claridad dónde seencontraba: los árboles, el paisaje, seconvirtieron en masas de color verde yazul, salpicadas de vez en cuando porpedazos de cielo que se ofrecían contodos los matices del poniente. Ante susojos comenzaron a desfilar las caras que

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había visto en la noche anterior;escuchaba de nuevo sus frases; dejó decantar, para repetirlas otra vez, opronunciar otras que muy bien pudieronhaber dicho.

La violencia de estar entredesconocidos, con un largo traje deseda, hacía más grato el paseo solitario.Hewet, Hirst, Venning, la señorita Allan,la música, la luz, los árboles de laterraza y el amanecer. En confuso tropeltodos estos recuerdos cruzaban por sumente y resultaban, en aquella libertad,más vívidos y atrayentes que la nocheanterior. Hubiera seguido andando sinrumbo, a no interponerse un árbol en sucamino.

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Era tal su ensimismamiento, que porunos instantes miró el árbol como sifuese el único ejemplar sobre la tierra yacabase de brotar en el preciso instantede ir a pasar ella. Se sentó a su sombra ycogió unas flores que pendían de lasramas bajas. Así, suavemente, como silas acariciara, fue tomando un ramo. Lasflores y aun las mismas piedrecillastenían para Rachel vida propia, y lerecordaban sus años infantiles. Anteella, la cresta de la cordillera sedestacaba crudamente sobre el fondo delcielo, produciéndole el efecto de unlátigo gigantesco. Volvió a los libros yojeó el de Gibbon, saboreando ladelicia de las nuevas impresiones.

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«Sus generales, durante la primeraetapa de su reinado, intentaron lasumisión de Etiopía y Arabia Feliz.Marchaban a más de mil millas al surdel Trópico, pero el calor intenso lesobligó a retroceder, protegiendo así alos nativos. Los países del norte deEuropa escasamente valían el trabajo desu conquista. Los bosques y llanuras deAlemania estaban poblados por una razade bárbaros hercúleos para los cuales lavida tenía poca importancia si había quedarla en defensa de su libertad».

Nunca palabras algunas parecieronmás sugestivas. «Arabia Feliz»…«Etiopía…». Le parecía remontarse alos orígenes de la humanidad. A ambos

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lados de su camino se hallaban lasgentes de todos los pueblos y de todaslas épocas. Si recorría aquel camino,toda la sabiduría humana sería suya y lahistoria de la humanidad se le ofreceríadesde su primera página. Era tal suexcitación ante la posibilidad de estaciencia, que hizo un alto en la lectura ydejó que la brisa juguetease con lashojas y acabase por cerrar el libro.

Volvió a reemprender su paseolentamente. La confusión de su cerebrofue aclarándose. Buscaba el motivo desu exaltación. En realidad, los motivoseran dos… El señor Hirst y el señorHewet. El análisis sobre cualquiera delos dos se le resistía. No podía verlos

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como seres corrientes que pensasen ysintiesen. Su mente los retenía con ciertoplacer físico, como el que causa lacontemplación de un objeto que brilla ala luz del sol. Parecía que de ellosirradiaban las mismas palabras dellibro. Una duda, con la que no se atrevíaa enfrentarse, habíase apoderado de sumente. Quiso andar más aprisa paradespejar aquel pensamiento y tropezócon la hierba. Llegó a la cima de unpequeño altozano que se elevaba juntoal río y desde donde pudo divisar todoel valle. Intentó distraerse inútilmente.Una tristeza vino a empañar suexistencia anterior. Se dejó caer sobre elcésped y rodeó sus rodillas con los

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brazos. Vio revolotear lentamente unagran mariposa amarilla que se posódulcemente sobre una piedra.

—¿Qué será enamorarse? —preguntóse.

Después de una larga pausa lepareció que cada una de sus palabras sedirigía hacia el mar y desaparecía en elhorizonte. Hipnotizada por la mariposa ysobrecogida por su propio pensamientoquedó largo rato en aquella postura. Alvolar la mariposa se levantó y regresóperezosamente con los volúmenes bajoel brazo. Iba meditabunda, como elsoldado que se prepara a resistir unasalto.

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XIV

La noche siguiente al baile, en lasobremesa, hasta la hora de acostarse —las horas más difíciles de entretener—parecía reinar en el hotel una nube demalhumor e inquietud, debidasprobablemente al poco descanso. Enopinión de Hirst y Hewet, rendidos encómodos butacones en el centro delvestíbulo y tomando café, aquella nocheera mucho más aburrida que lasanteriores y los hombres parecían másfatuos que de costumbre. Cuando mediahora antes había sido repartido elcorreo, ninguno de los dos había

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recibido carta. Como sea que casi todoslos huéspedes recibían dos o tres cartasde Londres, a ellos les pareció muy duroel que nadie les escribiese. Hirstexclamó con su mayor causticidad: «Yase habrán alimentado los animalitos». Susilencio le recordaba el de las bestiasdel Zoo cuando se les da la carne.

Siguió largo rato sacando ejemplospor el estilo. Los ruidos propios de unlugar donde hay gente en silencio, unatos, un estornudo, un carraspeo, unmurmullo de conversación o el crujidode un papel se le antojaban a Hirst elruido de los huesos y tendones de lacarne al ser desgarrada por las fieras.Estas frases no hicieron mella en Hewet,

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cuya atención estaba fija en un grupo dearmas colocadas de tal forma que desdecualquier lugar parecían amenazar alobservador. Hirst, al darse cuenta de ladistracción de Hewet, profundizó máscon la mirada a la gente que había a sualrededor. Estaba muy alejado parapercibir sus conversaciones, pero legustaba reconstruirlas valiéndose de susgestos.

La señora Thornbury recibió muchascartas y estaba completamente embebidaen su lectura. Al terminar una hoja lapasaba a su marido o le daba unpequeño resumen del contenido.

«Evie escribe que George se ha idoa Glasgow, encuentra muy agradable al

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señor Chadbourne y desean pasar lasPascuas reunidos. No quisiera alejarsemucho de Betty y Alfred. Eleanor yRoger fueron con nuestro cochecito.Eleanor está ya bastante repuesta. A laniña le da ahora tres biberones, lo quees mucho mejor, pues pasa las noches deun tirón. Dice que aún se le cae el pelo,que lo ve por las almohadas. Me alegrasaber de Tottie Hall Green… Murielestá en Turquía divirtiéndose de lo lindoal parecer… ¡Ah! Dice Margaret que lapobre señora Fairbank muriórepentinamente el día 8. Solo había unamuchacha dando clase, pero ésta seazoró tanto que ni siquiera tuvo ánimospara levantarla, cuando esto quizás

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hubiera podido salvarla. Dijo el doctorque en cualquier momento podía haberleocurrido… En fin de cuentas, es unasuerte que le haya ocurrido en su casa yno en la calle… Los conejos y lospichones aumentan enormemente…».

Mientras le informaba, su esposoasentía con la cabeza. No lejos leía suscartas la señorita Allan y por su rostrorígido podía adivinarse que las noticiasno eran muy agradables. Al terminardoblaba cuidadosamente las cartas yvolvía a meterlas en los sobres. Lasarrugas de preocupación de su rostro ledaban más apariencia de hombre que demujer. Las noticias que recibía de NuevaIrlanda le comunicaban la pérdida de la

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cosecha y ello era muy delicado paraHubert, su único hermano. Si fracasabade nuevo tendría que volver a Londres.¿Qué harían con él? Su viaje era elresultado de todo un curso de ahorro yen aquel momento se le antojaba unaextravagancia y no el maravilloso ymerecido descanso después de quinceaños de puntuales conferencias ycorrecciones de ensayos de literaturainglesa.

Su hermana Emily, maestra comoella, le escribía: «Debemos estarprevenidas, aunque no dudo que esta vezHubert sería más razonable». Seguíacontándole que en los Lagos lo pasabaestupendamente. «En este tiempo están

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preciosos. Nunca he visto tanta florcomo este año. La vieja Alice… tanjoven como siempre y preguntando portodos con el afecto acostumbrado. Losdías pasan volando y el curso serenueva. La cuestión política no tanbuena como fuera de desear; ahora queesto solo lo digo en privado, no quieroenfriar los entusiasmos de Helen. LloydGeorge ganó, así es que seguiremoscomo estábamos. ¡Ojalá me equivoque!Por lo menos tenemos nuestra tarea quecumplir. No creas a Meredith, le faltasensibilidad como a W. W.». Acontinuación discutía una cuestión deliteratura inglesa que su hermana lehabía expuesto en una carta anterior.

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A poca distancia de la señoritaAllan y algo ocultos por unos arbustos,Arthur y Susan se cambiaban sus cartas.La letra grande y clara de una jugadorade hockey de Wiltshire, se hallaba enaquel momento sobre las rodillas deArthur, mientras Susan descifraba unaletra pequeñísima y apretada y quetransparentaba una alegre y ligeradespreocupación unida a unos buenospropósitos.

—Cuánto deseo gustarle al señorHutchinson, Arthur —dijo Susanpreocupada.

—¿Quién es esta Flo? —preguntóArthur.

—¿Flo Graves? La muchacha que

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está en relaciones con ese tremendoseñor Vincent —contestó Susan—. ¿Estácasado el señor Hutchinson? —preguntóa su vez.

En su cabeza bullían un sin fin deplanes, todos debían casarse en seguidaen cuanto ellos llegasen. Esa era lasolución ideal y la curación de todos losmales que padece una persona soltera:inquietud, falta de salud, melancolía,excentricidad, etc. Si tales síntomaspersistían después de la boda, eran yaleyes naturales que demostraban quesolo había un Arthur Venning y solo unaSusan para casarse con él. Esta teoríacontaba como único sostén su propiaexperiencia. Los últimos dos o tres años

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se había sentido extrañamente inquieta, yaquel viaje con una tía vieja y egoísta,que la trataba como una compañera ycriada al propio tiempo, le dio la exactamedida de lo que la gente esperaba yade ella. Desde el momento en que sepuso en relaciones, su tía la trató conmás consideración. Protestabaenérgicamente cuando Susan seempeñaba en calzarla como siempre,agradecía su compañía y no era comoantes que la exigía como la cosa másnatural del mundo. Preveía másconsideraciones y comodidad de la quede otro modo hubiera disfrutado y estecambio aumentaba su afecto por losseres conocidos.

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Hacía unos veinte años que laseñora Paley era viuda. Desde entoncesempezó a engordar hasta serle imposiblecalzarse por sí misma. Poseía unainmensa fortuna y era egoísta eindependiente. Vivía en una casa enormecon siete criadas en Lancaster Gate, ysostenía, además, otra casa con jardín,coches y caballos en Surrey. Lasrelaciones de Susan le quitaban deencima un gran peso, y era éste que suhijo Cristóbal pudiese enamorarse de suprima.

Al alejarse aquel peligro, Susanganaba a sus ojos y se sentía humilladapor su anterior concepto. Pensó hacerleun buen regalo de boda, un cheque de

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200 o 250 libras… Si no le subíanmucho los gastos del arreglo del salón yjardín que tenía proyectados, quizásaumentase el cheque a 300 libras.

Tenía ante sí una mesita y un juegode cartas. Estaba haciendo un solitario,pero preocupada con sus pensamientosse armó un embrollo. Como vio a Susanhablando con Arthur, no quiso llamarlapara que se lo aclarase.

«Tiene motivos para esperar de míun buen regalo», se dijo, mirandofijamente una enorme piel de leopardoque había en el suelo ante ella. «Y estoysegura que lo espera. El dinero siempreviene bien y los jóvenes son muyegoístas, si me muriera nadie me echaría

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de menos, salvo Dakyus. A todos lesvendría de perlas la herencia… Detodos modos no puedo quejarme, aúnpuedo disfrutar y no soy una carga paranadie… a pesar de mis piernas». Siguiópensando y pasando revista a todos losseres queridos que no le parecíanegoístas, y por tal razón se ennoblecíana sus ojos. Estos seres se limitaban ados: uno fue su propio hermano quepereció ahogado ante su vista y la otrasu más íntima amiga que murió al dar aluz su primer hijo. «No debieronhaberse muerto —pensó—. ¡Con tantosegoístas como hay por el mundo!». Susojos se arrasaron de lágrimas y sintió unhondo pesar por ellos, un respeto por la

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belleza y juventud desaparecidas conaquellos seres queridos y al propiotiempo algo como una humillación de símisma. Contuvo sus lágrimas y abrió unanovela. Después de leerla haría suacostumbrado comentario. «No sé cómoa la gente se le ocurren estas cosas». Y acontinuación limpiaría sus lentes.

En un velador y algo más alejado, elseñor Elliot y el señor Pepper jugabanuna partida de naipes. El primero perdíacon naturalidad. Pepper jugaba con lamáxima atención. El señor Elliot seechaba hacia atrás sobre el respaldo desu silla y dirigía la palabra a undesconocido con aspecto de intelectual.A los primeros cambios de frases

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descubrieron que tenían una serie deamistades comunes, cosa que porintuición habían supuesto.

—Sí —dijo Elliot—. El viejo Trufittiene un hijo en Oxford. He estadovarias veces con ellos. Tienen unahermosa casa estilo Jacobino, buenoscuadros y grabados. Pero todo muysucio, mucho. Era muy avaro. Su hijocasó con la heredera de Lord Pinwells,también los conozco. La manía decoleccionar es endémica en todos ellos.Uno colecciona hebillas de calzadomasculino de los años 1580 a 1660,creo. No sé si son exactamente esasfechas.

»Los coleccionistas tienen siempre

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manías parecidas. Fuera de eso sonseres bastante normales. Estos Pinwells,como ya sabrá usted, tienen variasexcentricidades. Por ejemplo, LadyMaud —se interrumpió para atender aljuego— tiene ojeriza a los gatos y a loseclesiásticos… ¡Ah! Y a los que tienenlos dientes grandes. En cierta ocasión leoí gritar desde el extremo de una mesamuy concurrida: “¡Cierre la boca,señorita Smith, sus dientes son amarilloscomo zanahorias!”. Sin embargo,conmigo se ha comportado siempre conextrema cortesía, tiene aficionesliterarias y le gustaría reunirnos en susalón, pero prohibiendo mencionarningún pastor o arzobispo, porque se

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descompone. Es una manía familiar quedata, creo, de los tiempos de Carlos I.—Volvió a jugar—. Siempre me hagustado conocer los gustos de losabuelos de nuestros prohombres. Creoque sus descendientes heredan estoscaprichos aumentados y además son máslimpios. Y que conste que al decir queahora son más limpios no quiero insultara Lady Barborugh —rio y llamó a suesposa—: ¡Hilda! ¿Crees tú que SuSeñoría se bañaba?

—No me atrevería a asegurarlo,Hugh —repuso, irónica, la señora Elliot—, pero usando ropa de terciopelo en elmes de agosto… casi no se da unocuenta.

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Prefería por lo visto hablar a jugar,porque dirigiéndose a Pepper dijo:

—¡Usted gana! Mi juego es peor delo que imaginaba. Se acercó más alseñor Wilfred Flushing, el reciénllegado.

—¿Le gusta esto? —Y señaló unavitrina con cruces de metal, joyas, trozosde bordados y diversas muestras de laartesanía de los indígenas, expuestaspara tentación de los turistas.

—Falsas imitaciones —dijo el señorHughling sin vacilar—. Lo que estábastante bien es esta alfombra —dijo,levantando la punta de una que estaba asus pies—; no es que sea muy antigua,pero… Alice, préstame tu broche, por

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favor. —Una señora que leía junto a élse desprendió un broche y lo alargó alseñor Hughling, sin levantar la vista dela lectura, teniendo el señor Elliot quesuspender la reverencia que esperabahacerle—. Vea la diferencia entre eltrabajo antiguo y el de ahora.

Probablemente, si la señoraHughling no hubiera estado tan absortaen la lectura, hubiese reído al oír ladefinición de Lady Barborugh, tía abuelasuya. Pero estaba tan absorta que no oyónada.

El monótono tic-tac del reloj pareciódetenerse a toser al dar unascampanadas. Eran las nueve. Estodespertó a algunos huéspedes

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adormilados en las cómodas butacas ydistrajo la atención de otros quehablaban en grupos. Eran comerciantes,funcionarios del Estado, oficiales, etc.,sin preocupación aparente alguna. Unabejorro distrajo la placidez delvestíbulo revoloteando con su familiarzumbido por encima de los altospeinados de las señoras quenerviosamente levantaban las manosprotestando de aquella intromisión.Hirst y Hewet hacía largo rato quepermanecían en silencio. Al sonar lascampanadas del reloj dijo Hirst:

—Parece que el género humano daseñales de vida… Como me desagradanlas mujeres gruesas, las encuentro

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absurdas, groseras, intolerables.Al no conseguir respuesta alguna de

Hewet, varió de tema, y se redujo apensar en sí mismo, en la ciencia, enCambridge, en Helen. ¿Qué opinaría deél? Y con este pensamiento fueadormilándose.

Hewet se colocó cuidadosamente elmonóculo y dio una sacudida a su amigo.Éste le miró pensativo.

—¿Cómo te encuentras, Hirst?La respuesta de éste no pudo ser más

desconcertante.—¿Estás enamorado, Hewet?—No seas tonto —fue la primera

respuesta que se le ocurrió; perodespués fue poniéndose serio, diciendo

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casi con un murmullo—: No sé… serácuestión de pensarlo.

—Si todos pensaran —y al deciresto, Hirst paseó la mirada a sualrededor—, la vida y el mundo seríanmás dignos y atrayentes.

Hewet no encontró a Hirst en elpunto conveniente para la confidencia, ydijo:

—Voy a dar una vuelta.—Acuérdate de que la noche

anterior no hemos dormido —le recordóHirst con un bostezo inverosímil.

—Sí, pero tengo ganas de respirarun poco el fresco.

Había pasado la tarde preso de unainexplicable inquietud sin poder

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concentrar el pensamiento. Sentía lamisma sensación que si le hubieseninterrumpido en el momento álgido deuna conversación interesante. Teníaprecisión ineludible de continuar undiálogo, no sabía cuál ni con quién.Repasó en su memoria. La única personacon quien habría tenido conversaciónque pudiera interesarle sería conRachel. ¿Por qué sentía la necesidadapremiante de seguir hablando con ella?Hirst calificaría sin duda aquel estadode amor y sin embargo no lo era. Él noamaba a Rachel. ¿Se iniciaba el amorpor el deseo de hablar con unamuchacha? No, Hewet había sentidosiempre el amor como una sensación

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física bien definida y sin embargo ahoraesa sensación estaba completamenteausente de él. Ni siquiera encontraba aRachel atractiva. Comprendía que teníauna personalidad fuera de lo corriente,era joven, carecía de experiencia y teníaansia de saber.

Entre ambos habían hablado con másfranqueza y confianza de lo que eracorriente. Siempre le había gustadohablar con las muchachas, y aquél eraprobablemente el motivo que loimpulsaba hacia ella.

El bullicio y la animación del baileles habían permitido iniciar solo laconversación. ¿Qué haría en aquellosmomentos? Tal vez reclinada en una

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hamaca contaría las estrellas. A Helen laveía en una butaca contemplando susfinas manos… No; probablementeestarían contándose sus impresionesacerca del baile. ¿Y si el padre deRachel había llegado en uno de losbuques anclados en la bahía, yterminaban las vacaciones de la joven?… ¡No! Era intolerable que se marchaseconociéndole tan poco.

—¿Cómo puedes tú saber larealidad de tus pensamientos, Hirst?

Pero su amigo no estaba encondiciones de darle una respuestasatisfactoria y en cuanto a las demáspersonas que había a su alrededor, antesle fastidiaban que otra cosa. Dio un

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profundo suspiro y salió a la terraza. Loprimero que hizo cuando quedaron a suespalda las puertas del vestíbulo fueorientarse en dirección a la villa de losAmbrose. Por fin creyó ver laorientación que buscaba en una luz másalejada, como si estuviera situada en loalto de una cuesta y al encontrarla quedómás tranquilo. Parecía que toda laincoherencia de sus pensamientos sehabía estabilizado. Cruzó la ciudadhasta llegar al muro que separaba losdos caminos. Desde allí se oíaperfectamente el ruido de la resaca. Lamole oscura de las montañas sedestacaba del azul cielo; no había lunapero sí estrellas a millares. Pensó

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regresar, pero la luz de los Ambrose,que se había triplicado, le impulsó aseguir adelante. Ahora estaba seguro deque Rachel no se había acostadotodavía. Sin darse cuenta de lo veloz desu marcha, pronto se encontró ante lapuerta de hierro del jardín. La abrió ysiguió adelante. A su vista apareció lasilueta de la casa y la oscura verandasobre la terraza. Se detuvo indeciso.Oyó a su espalda un ruido de latas.Siguió hacia adelante guiado por lasluces que supuso darían al comedor.Escondióse cerca de la esquina de lacasa junto a una enredadera. A los pocossegundos percibió una voz que por sucontinuidad le pareció la de alguien que

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leía en voz alta. Apartando las hojas quele molestaban, acercóse algo más.Parecía la voz de Rachel. Entró en elcuadro de luz que la abierta ventanaproyectaba sobre la veranda y pudo oírclaramente:

«Y allí, desde los años 1860 a 1895transcurrieron los días más hermosos dela vida de nuestros padres. Allí nació el1862 mi hermano Mauricio, que fue laalegría de los suyos, como parecíadestinado a serlo de cuantos letratasen». El tono de las palabrasdenotaba el final de un capítulo. Hewetvolvió a la sombra. Hubo una largapausa. Oyó un ruido de sillas. Estabadecidido a regresar, cuando dos sombras

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se recortaron en la ventana y oyó la vozde Helen:

—Era Mauricio Fielding, con quienestuvo prometida tu madre.

Parecía que estuviese pensando envoz alta.

—¿Mi madre? —preguntó Rachelentre sorprendida e incrédula.

—¿No lo sabías?—No, jamás supe que aparte de mi

padre, hubiese habido otro.Su tono era de extrañeza.Sus voces sonaban inexpresivas

como si en lugar de hablarse mutuamentelo dijeran a la noche fresca y serena.

—Fue la persona más querida decuantas he conocido. Sin ser hermosa,

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tenía su encanto especial, gozaba contodos, anoche en el baile la recordé. Seavenía con todos y a todo sacabaalegría, diversión, simpatía… Parecíacomo si Helen hubiera vuelto al pasado,escogiendo deliberadamente suspalabras y comparando a Teresa con laspersonas que había conocido desde queésta murió.

—Eso me recuerda a las tías Lucy yKatia —dijo Rachel después de unapausa—. Parecen insinuar siempre quemamá era muy buena y que estuvosiempre triste y melancólica.

—Entonces, ¿por qué cuando estabaviva criticaban cuanto hacía? —dijoHelen.

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Sus voces llegaban hasta Hewet muysuaves, como si cayesen en las olas delmar.

—Si yo muriese mañana… —dijoRachel, dejando la frase en suspenso.

Al quedar así adquirió una belleza yrelieve extraordinarios a los oídos deHewet, algo misterioso también, como sihubiera sido pronunciada por unasonámbula.

—No, Rachel —dijo de prontoHelen—; no me seduce pasear por eljardín a estas horas, estará húmedo yademás juraría que veo desde aquí unadocena de sapos por lo menos.

—¿Sapos? —rio Rachel—. ¡Pero sison piedras, Helen!

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—Bueno, no lo niego. Ve tú, yo estoymuy bien aquí.

—¡Huelen tan bien las flores! —contestó la muchacha. Hewet se retiróalgo más, sintiendo latirapresuradamente su corazón.

Se oyeron carreras, risas, Racheltrataba de sacar a Helen al jardín por lafuerza. Entonces surgió la voz de unhombre, pero Hewet no pudo entender loque decía.

Se oyó el rechinar de unos cerrojos,se apagaron las luces y reinó unprofundo silencio. Hewet estrujó lashojas que había arrancado. Se sintióinundado por una extraña sensación debienestar. Estaba seguro de no amar a

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Rachel, y sin embargo le alegrabahaberla oído. Se dirigió hacia la puerta.La tensión y el romanticismo delmomento despejaron la sensación detodo el día. Recitaba fragmentos depoesías sin saber exactamente lo quedecía, absorto solo por la belleza de laspalabras. Traspuso la puerta y bajó lacuesta al son de una tonada que acudió asus labios. Corría como una criatura quenecesita exteriorizar sus alegrías consaltos y cabriolas, de la oscuridad quele envolvía parecían adelantarse haciaél rostros inmateriales de mujeres.Rostros siempre iguales: Rachel…Rachel… Rachel…

Se detuvo y respiró profundamente.

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La noche inmensa y hospitalaria, a pesarde la oscuridad, dibujaba formas ymovimientos en dirección al mar.Sintióse enternecido y continuó sumarcha diciendo: «Debería estar ya encama, roncando y soñando… soñando…Sueño o realidad… ¿Dónde empiezan?¿Dónde acaban?». Repitiéndose estaspalabras, llegó a las puertas del hotel.Hizo una pausa para reponerse y entró.Quedó deslumbrado, tenía las manosfrías, la cabeza excitada y se caía desueño. El vestíbulo estaba igual quecuando lo dejó. Solo había unadiferencia, que ahora estaba vacío. Lossillones formaban corros comomirándose sin ver. Los veladores

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conservaban platos y tazas mediovacíos, y los periódicos, mal doblados,reposaban sobre los almohadones. Alcerrar la puerta sintió la extrañasensación de que acababa de encerrarseen una caja e instintivamente se encogió.Intentó leer un periódico pero no pudoconcentrar su atención. Vio de reojodescender por la escalera una siluetaque adivinó femenina por el fru-fru delas faldas. Antes de que pudiera levantarla cabeza, Evelyn se hallaba ante él.

—Precisamente es usted la personacon quien deseaba hablar.

Su voz sonaba un tanto desagradabley estridente y sus ojos brillaban alposarse en él, que se repetía

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mentalmente: «A buena hora, estoymedio dormido».

—Parece usted más comprensivoque los demás —dijo, sentándose en unasillita colocada al lado de un gran sillónde cuero, de suerte que Hewet no tuvomás remedio que sentarse junto a ella.

Hewet bostezó sin recatarse yencendió un cigarrillo, como si la cosano fuera con él.

—Bien, ¿de qué se trata?—¿Usted es amable realmente, o se

trata de una «pose»? —le preguntóEvelyn.

—Eso no soy yo quien debe decirlo—contestó—. Soy parte interesada,creo.

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Estaba entumecido aún y comodisgustado de que Evelyn hubiesevenido a molestarle.

—¡Cualquiera puede serlo! —exclamó ella impaciente—. Su amigoHirst, por ejemplo. Sin embargo, quierocreer en usted. Tiene aspecto de teneruna hermana agradable, ¿me comprende?

Hubo una corta pausa, y como si conella se hubiese armado de valor,continuó:

—Voy a pedirle un consejo. Estoyante un dilema. Anoche, durante el bailesalí a la terraza con Raymond Oliver,ese joven alto que parece hindú, y mecontó su vida, lo desgraciado que es ensu casa y lo que le desagrada este

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ambiente. Se ha metido en un asunto deminas, que tampoco le gusta. Me inspirótanta compasión que cuando me pidióque le dejara besarme le dejé. No creoque haya nada malo en ello, ¿verdad?Seguimos hablando… hablando…Quizás le pareceré tonta, pero no puedoevitar que me gusten las personas queme inspiran compasión. Así es quemedio le prometí… pero ahí viene eldilema: Alfred Perrot.

—¡Oh, Perrot! —exclamó Hewet.—Nos conocimos el otro día durante

la excursión. Parecía estar tan solocuando Arthur se fue con Susan que nopude por menos que compadecerme deél. Al irse ustedes a ver las ruinas

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tuvimos una conversación y me contó suvida, sus luchas y la dureza de sudestino. ¿Sabe usted que de pequeño eramandadero? Llevaba paquetes en uncesto de un lado para otro. Me interesóporque la cuna de las personas no me hapreocupado nunca si sus cualidades sonbuenas. Me dijo que vivía con unahermana paralítica y eso es una buenaprueba de bondad. Anoche estuvetambién con él en el jardín y no pudeevitar lo que quería decirme. Le consoléy le dije que sí, que le quería, y sinembargo le había dicho lo mismo aRaymond. Yo quisiera saber: ¿se puedeestar enamorada de dos personas almismo tiempo o es imposible?

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Se calló, con la barbilla apoyadasobre sus manos y la mirada fija, comosi estuviera tratando de resolver unproblema que debiera ser decidido entreellos dos.

—Creo que eso… Eso depende desu carácter y temperamento —dijoHewet.

La miró. Era menuda y bonita, deunos 28 o 29 años, muy vivaracha yrebosando salud por todos sus poros.

—¿Quién es usted? ¿Cómo es usted?Yo no la conozco más quesuperficialmente —continuó él.

—A eso iba —atajó Evelyn, siemprecon la mirada fija en Hewet—. Soy hijade una madre y… nada más, ¿me

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comprende? Como supondrá, eso no esmuy agradable, pero en el campo sucedemuy a menudo. Ella era hija de ungranjero y él… ya puede usted figurarsela clase de hombre que era. Pertenecía auna familia acomodada y nunca enmendósu falta, su familia se lo impidió y él eradébil de carácter. A pesar de todo lequiero. ¡Pobre papá! Dinero no faltó,pero mamá no tuvo fuerza moral paraimponerse. Lo mataron en la guerra. Eraoficial y sus hombres le adoraban;cuando cayó lloraron sobre su cuerpo.¡Ojalá le hubiera conocido usted! Con sumuerte, mi madre perdió toda ilusiónpor la vida. La gente es siempre durapara una mujer que se encuentra en el

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caso de mi madre. ¿Quiere saber algomás de mí?

—¿Qué ha hecho usted? ¿En qué seha ocupado?

—Yo me he cuidado solita —ysonrió por primera vez—. He tenidoamigas muy buenas, me gusta lacompañía de la gente, y en eso radica miproblema. ¿Qué haría usted si legustasen tanto dos personas que nosupiera por cual debería decidirse?

—Vería, analizaría y esperaría —respondió Hewet.

—Pero es el caso que no tengotiempo, he de decidirme… ¿O es que nocree usted en el matrimonio? Usted nojuega limpio, yo se lo cuento todo y

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usted no me dice nada. Acaso sea igualque su amigo —añadió, mirándole condesconfianza—. ¿O es que le soyantipática?

—Es que no la conozco lo suficientepara aconsejarla de acuerdo con sucarácter.

—Yo sé si me gusta una persona encuanto la miro por vez primera. Ustedme fue agradable la primera noche quele conocí cenando —continuó conimpaciencia—. Si todos expresasenlibremente sus pensamientos, ¡cuántomejor sería! Yo soy así, no puedoremediarlo.

—¿Pero no ve usted que así solologra crearse dificultades?

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—De eso tienen la culpa loshombres. Siempre ponen el amor por enmedio.

—Y así ha ido usted cosechandodeclaraciones.

—No creo haber tenido más queotras —dijo Evelyn sin convicción.

—¿Cinco, seis, diez?…Evelyn dejó entrever que la última

cifra era quizás la más aproximada, peroque en fin de cuentas, no era ningunaexageración.

—Temo que me crea una coqueta sincorazón —protestó—. Pero me importapoco lo que puedan pensar de mí. Soloporque a una le guste tener amistad conlos hombres y hablarles como a una

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amiga ya es suficiente para que la tachende coqueta.

—Pero señorita Murgatroyd…—Prefiero que me llame Evelyn —

interrumpió ella.—… Después de 10 proposiciones,

ya habrá usted comprendido que entrehombres y mujeres hay poca diferencia.

—Comprendido… comprensión…comprender… ¡Cómo odio esaspalabras… y hasta a los que las usan!Hombres y mujeres deberían ser igualesy eso es lo que más me desalienta. Cadavez que se presenta un caso creo que vaa ser distinto y siempre resulta igual.

—Persiguiendo una amistad —dijoHewet—; buen título para una comedia.

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—¡A usted le importa todo un bledo!—Se sulfuró Evelyn—. No puede negarque es amigo del señor Hirst.

—Bien —dijo Hewet serenamente—. Vamos por partes.

Le interesaba mucho más lamuchacha que sus problemas. Oyéndola,su entumecimiento había desaparecido ytenía la clara conciencia de sentir haciaella una extraña mezcla de simpatía,lástima y desconfianza.

—¿Ha prometido a los dos casarse?—Tanto como eso, no. No puedo

todavía decidirme claramente porninguno de los dos. El otro día, en lamontaña, pensaba que me hubieragustado colonizar tierras, cortar árboles,

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hacer leyes… y no ser una tontaentrometida que pasa el tiempo conpersonas que solo piensan en filtrear. ¡Yyo no soy así! Sirvo para algo más queeso. —Reflexionó un momento yprosiguió—: Temo que en el fondo demi corazón se encierra la seguridad deque Perrot no puede ser el elegido, noparece muy fuerte, ¿verdad? Quizás notuviese fuerzas para talar un árbol.

—¿No ha sentido nunca verdaderocariño por nadie?

—Me han interesado muchaspersonas… pero no tanto como paracasarme con ellas. Toda mi vida hebuscado alguien superior a mí, alguiengrande y espléndido espiritualmente y en

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quien pudiera confiarme. ¡Son tan pocacosa los hombres!

—¿Qué entiende usted por«espléndido espiritualmente»?

—Pues, francamente, no podríaexplicarlo; es más bien una sensaciónfísica.

—Pero no se toma afecto a laspersonas solo por sus cualidades físicaso morales.

—De acuerdo, se quiere porque sí,sin otro motivo o razón —aceptó Evelyn—; pero yo no estoy conforme. Ignoropor qué me interesan las personas, perome equivoco muy raras veces. Adivinoen seguida de qué son capaces. Usted,por ejemplo, llena casi por completo mi

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ideal de esplendidez espiritual, y encambio, el señor Hirst no es ni la mitadde comprensivo, espléndido nisimpático que usted. Yo creo que nisiquiera es egoísta.

Hewet fumaba en silencio.—A mí me molesta talar árboles —

dijo.—Conste que no estoy coqueteando

con usted, aunque así lo crea —apuntóEvelyn—. Nunca me hubiese atrevido ahablarle sospechando que podía pensarmal de mí —y al decir eso, sus ojos sellenaban de lágrimas.

—Entonces, ¿no coquetea ustednunca?

—¡Claro que no! —protestó Evelyn

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—. ¿No se lo he dicho? Quiero unaamistad sincera, querer a alguien mejory más noble que yo misma. ¿Qué culpatengo yo si se enamoran? No solo no megusta que lo hagan, sino que me irritaprofundamente.

Hewet comprendió que pocoprovecho se derivaría ya de aquellaconversación. La muchacha, por algunarazón que ocultaba, había querido darleuna imagen de sí misma; quizás porconsiderarse desgraciada o en situacióninsegura. Estaba cansado, y un camarerono cesaba de pasar y repasar ante ellos,mirándoles insistentemente.

—Parece ser que quieren apagar,señorita Evelyn, y mi único consejo es

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que mañana hable con ellos y les digaque no está dispuesta a casarse conninguno de los dos. Aunque estoy seguroque no lo hará. Si cambiase de ideasobre alguno de los dos, siempre lequeda la oportunidad de hacérselosaber. Ambos tienen sentido común y locomprenderán. Verá usted cómo superplejidad desaparecerá.

Hewet se levantó, pero Evelyncontinuó sentada. Le miraba con ojosbrillantes, en el fondo de los cuales,percibió cierta contrariedad.

—Buenas noches —dijo Hewet.—Hay otras muchas cosas que

quiero decirle, pero se las contaré enotra ocasión —dijo ella—. Veo que

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ahora tiene usted muchas ganas de irse aacostar.

—Sí —aceptó Hewet—, estoymedio dormido. —Y se retiró, dejando aEvelyn a solas en el vestíbulo.

«¿Por qué no serán sinceras? —sepreguntaba subiendo las escaleras—.¿Por qué eran las relaciones entrehombres y mujeres tan faltas desinceridad y franqueza y el instinto queimpelía siempre a simpatizar con otroser humano había que analizarlo consumo cuidado? ¿Cuáles eran los deseosde Evelyn? ¿Qué pensaría en aquellosmomentos sola en el gran vestíbulo?».El misterio de la vida y la falsedad delas sensaciones le dominaba y vencía

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cuando por el pasillo se dirigía a sudormitorio. El corredor estaba pocoiluminado pero sí lo suficiente para verque una figura femenina, envuelta en unbrillante salto de cama, cruzabacorriendo de una habitación a otra.

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XV

Los lazos que unen a los huéspedes enun hotel podrán parecer casuales y sinconsistencia, pero tienen sobre los quecrea la convivencia la ventaja de sermás vivos y espontáneos, por el soloobjeto de estar en nuestra mano elterminarlos en cualquier momento. Unapareja con varios años de vidamatrimonial llega un momento en quedeja de percibirse corporalmente;piensan y hablan en voz alta y pareceque disfrutan de todas las ventajas quereporta una vida solitaria. Las vidas encomún de Ridley y Helen habían llegado

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a tal punto de convivencia que eranecesario recordar si tal o cual cosahabía sido dicha o solamente pensada envoz alta o solamente pensada enprivado.

A las cuatro de la tarde, dos o tresdías después de la fiesta, Helen secepillaba el cabello. En la habitacióncontigua su esposo, en el baño, dabarienda suelta a sus exclamacionesmientras se duchaba.

Helen no prestaba gran atención asus palabras, tenía otra preocupación.

—¿Es blanco o castaño? —murmuraba al cepillarse el cabello. Searrancó uno y lo observó detenidamente;lo observaba con semblante crítico,

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alejando o acercando el rostro al espejocon un gesto de melancolía y orgullo alpropio tiempo. Ridley asomó por lapuerta en mangas de camisa y con lacabeza envuelta en una toalla, y dijo:

—Siempre me dices que no me doycuenta de nada.

—Dime entonces si este pelo esblanco —rogó Helen, poniéndoselo enlas manos.

—¡Pero si no hay una sola cana en tucabeza! —exclamó Ridley.

—¡Oh, Ridley! Ya empiezo a dudar—suspiró ella, bajando la cabeza paraque su esposo pudiese examinarla condetenimiento.

Ridley depositó un beso en la misma

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coronilla y siguieron arreglándose ycambiando frases.

—¿Qué decías? —preguntó Helen.—Que vigiles a Rachel… Debes

vigilar a Rachel —dijo Ridley.Helen le miró a través de sus

cabellos. Generalmente, lasobservaciones de su esposo teníanjustificación.

—Los jóvenes no se interesan por laeducación de las muchachas sin sucuenta y razón.

—¿Lo dices por Hirst?—Y por Hewet, para mí están

cortados todos con el mismo patrón. ¿Yasabes que le aconseja que lea a Gibbon?

Helen lo ignoraba, pero no quería

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demostrar menores dotes de observaciónque su esposo.

—Nada me sorprende, ni del terribleaviador que conocimos en el baile, nidel señor Dalloway, ni…

—Cuidado, Helen, que está ahíWilloughby —señalaba una carta deéste.

Helen suspiró y echó una ojeada a lacarta depositada sobre su tocador.

En efecto. Allí estaba Willoughbycon su perpetua ironía, inquiriendo conalgo de misterio cuál era la vida de suhija, sus costumbres y su moral yadvirtiéndoles que en caso de resultarlesmolesta se la «remitiesen» en el primerbuque. Seguía a esto un párrafo en tono

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de afectuoso agradecimiento y queintentaba ocultar su emoción de padre.En una página rebosante de humor lescontaba sus triunfos sobre los indígenasque se declaraban en huelga. Contabaque se ponía a chillarles en inglés yterminaban por reemprender la tarea.Solo con verle asomar por la escotilla,ya cundía el terror entre ellos.

—Si Teresa se casó conWilloughby… —empezó Helen,levantando los ojos de la carta hacia suesposo.

Pero ya Ridley la había emprendidocon sus lamentaciones diarias. Que si ellavado de la camisa era detestable yHugh Elliot un pelmazo irresistible que

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no entendía de indirectas para marcharsecon viento fresco… y así saltaba de unaqueja a otra para acabar diciendo querecibían demasiadas visitas y no habíaforma de poder trabajar. Esto durabahasta que Helen se decidía aconvencerle de lo contrario, lo queconseguía fácil, rápida y mimosamente.

Lo primero que llamó la atención deHelen cuando bajaba la escalera para ira tomar el té fue ver un coche detenidoante la puerta de la casa y dentro de él,faldas, sombreros, plumas y cabezasmuy inquietas. En aquel momentoapareció la muchachita española y comoDios le dio a entender pronunció dosnombres que en nada se parecían a los

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de la señora Thornbury ni la señoraFlushing, que fueron las damas quedescendieron del coche y entraron.

—La señora Wilfred Flushing —presentó la señora Thornbury—, amigade la señora Raymond Parry. —Y acontinuación presentó a Helen, quesaludó a ambas efusivamente.

La señora Flushing representabaunos cuarenta años, tenía buen porte ysaludable aspecto. Su esbeltez la hacíaparecer más alta.

Su rostro, de marcadas facciones,mostraba unos ojos claros que mirabansin pestañear. Sus formas y modaleseran dominantes, sin grosería, pero se lanotaba algo nerviosa. La señora

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Thornbury, con tacto exquisito, ibalimando las asperezas de los primerosmomentos.

—He asumido la responsabilidad,señora Ambrose, de decirle a nuestraamiga que usted, que tanta experienciatiene, la orientará. Nadie de la coloniainglesa conoce tan bien el país; nadielleva a cabo tan prolongadasexcursiones, ni posee tan enciclopédicasnoticias acerca de cualquier tema. Elseñor Flushing es coleccionista, y hadescubierto ya verdaderaspreciosidades. Nunca creí que losindígenas poseyeran cualidadesartísticas tan elevadas. Claro que esofue en otro tiempo.

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Helen recordaba sin poder situarlocon precisión haber oído en Londres elnombre de Flushing. Mientras la señoraThornbury hablaba, ella fue precisandosus recuerdos.

El señor Flushing era un tipobastante excéntrico, que poseía unatienda de antigüedades y sustentabararas teorías. Una de éstas es la de quejamás contraería matrimonio, pues lamayoría de las mujeres tenían lasmejillas demasiado rojizas. No queríacomprar casas porque todas tenían lasescaleras demasiado estrechas, ni comíacarne porque los animales sangraban almorir. A pesar de todo, casó con unaseñora excéntrica y aristocrática con

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unos colores en las mejillas quedemostraban que la carne no le eraindiferente y además le obligaba a hacertodas las cosas que él abominaba. Alllegar a este punto de sus recuerdos,Helen miró interesada a la visitante.Salieron al jardín y se instalaron en unamesita a la sombra de un árbol,disponiéndose a tomar el té. La señoraFlushing tenía unos movimientosnerviosos que hacían balancear unapluma amarilla que llevaba en elsombrero. La regularidad de susfacciones junto con su buen color naturaldenotaban una ascendencia degeneraciones bien nutridas.

—No me interesa nada que tenga

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menos de veinte años —dijo—, y menosaún los libros o cuadros, ésos son solobuenos para los museos y bibliotecaspúblicas… o para el fuego.

—Estoy completamente de acuerdocon usted —rio Helen—; pero, sinembargo, mi esposo se pasa el tiempodescifrando manuscritos antiguos que anadie interesan. —Interiormente sedivertía con la expresión de extrañezade Ridley.

—Hay un hombre en Londres,llamado John, que pinta mejor quemuchos maestros antiguos —continuó laseñora Thornbury—; sus cuadros meentusiasman, lo que no me sucede conlos pintores antiguos. —Y siguió

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explicando que la señora Flushing vivíaen una de las más antiguas y hermosascasas de Inglaterra, en Chillingley.

—A usted le parecerá muy hermosay antigua, lo último no se lo niego, perosi yo pudiese la quemaba mañana —riola señora Flushing.

Su risa era estridente y pocoagradable.

—¿Qué cree usted que una personanormal puede hacer en una casa tangrande? —interrogó—. Si baja por unaescalera después de obscurecido sellena una de hormigas, la luz no acabanunca de funcionar satisfactoriamente.¿Qué haría usted si al abrir un grifosalieran arañas? —dijo, mirando

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fijamente a Helen.Ésta, sonriente, se encogió de

hombros.—Esto sí que me gusta —continuó la

señora Flushing, moviendo la cabeza atodos lados—, una casa pequeña con unjardín. Una vez tuve una casa en Irlanda.Desde cama por las mañanas podíatocar con los dedos de los pies las rosasque crecían junto a la ventana.

—¿Y qué les parecía tal ejercicio alos jardineros? —preguntó ingenuamentela señora Thornbury.

—¡Pero si allí no había jardineros!No estábamos más que yo y una pobrevieja sin dientes —rio estruendosamentela señora Flushing—. En Irlanda no hay

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ninguna persona pobre y anciana queconserve los dientes. Y eso no hayningún político que sepa entenderlo, nisiquiera Arthur Balfour.

—No ha pasado que nunca ningúnpolítico entendiera nada —suspiróRidley. Y con mirada melancólica siguióesparciendo mermelada por encima delpan. La señora Flushing le resultababastante antipática.

—Yo siempre le llevo la contraria ami marido —dijo con suavidad laseñora Thornbury—. ¡Ah, los hombres!¿Qué sería de ellos sin nosotras?

—Lea usted el Symposium —dijoRidley con sequedad.

—¿Symposium? —preguntó la

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señora Flushing—. ¿Qué es eso, latín ogriego? ¿Hay alguna buena traducción?—No, señora; tendrá que aprender elgriego.

—¡Antes partiría piedras! —dijo laseñora Flushing—. Siempre heenvidiado a esos hombres que pasan eldía sentados en montoncitos de piedrascon los lentes puestos. Créame, prefierocien veces hacer lo que ellos o limpiarcorrales que aprender griego.

En aquel momento se presentóRachel con un libro en la mano. Una vezterminadas las presentaciones, Ridleypreguntó:

—¿Qué libro es ése?—Es Gibbon —dijo Rachel,

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sentándose.—¿El Ocaso y caída del Imperio

Romano? —preguntó la señoraThornbury—. Lo conozco, es un libromaravilloso. Mi padre lo ponía siemprecomo ejemplo… y quizás fue ése elmotivo de que no leyéramos nunca unalínea de él.

—Yo enlazo con este libro algunasde las horas más felices de mi vida —dijo la señora Flushing—. Por la noche,cuando todos creían que dormíamos,leíamos las matanzas de los cristianos.Y no crean ustedes que es una tonteríaleer un volumen semejante con una luzdébil y siempre pendientes de serdescubiertas. Además, mi hermana Luisa

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se empeñaba en tener abierta la ventanacada noche, aquella ventana provocabapeleas, pues daba entrada a toda clasede insectos nocturnos. ¿Han vistoustedes morir nunca una polilla enorme,grande como una mariposa, quemándosea la luz de una vela?

La señora Flushing vióseinterrumpida. Hirst y Hewet se dirigíanhacia la mesa de té. Rachel notó que sucorazón apresuraba los latidos. Pareciócomo si la presencia de los reciénllegados barriera la trivialidad de lareunión. El saludo fue puramenteformulario.

—Excúsenme —rogó Hirst, ylevantándose inmediatamente, entró en

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la sala, volviendo con un cojín quecolocó cuidadosamente sobre el asiento—. Reuma —dijo lacónicamente,volviendo a sentarse.

—¿Resultado del baile, acaso? —preguntó Helen.

—No, cuando me siento deprimido,tengo tendencia al reumatismo, parececomo si las articulaciones estuvieranllenas de arena.

Rachel le miró, le divertía y alpropio tiempo apenaba. Mientras laboca aparecía con una mueca decondolencia, sus ojos reían francamente.Hewet recogió el libro depositado sobreel césped.

—¿Le gusta? —preguntó en voz

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baja.—En absoluto —contestó Rachel.Había pasado la tarde intentando

leerlo, pero la primera ilusión fuedisipándose y por más que se esforzabano acababa de comprender el sentido.

—Parece un rollo brillante quegirase sin cesar, no puede penetrarse ensu interior porque al dejar de girarpierde su brillo.

Creyó que solo Hewet había oídosus palabras, por eso se sorprendió aloír preguntar a Hirst:

—¿Qué quiere decir usted con esesímil?

Rachel se avergonzó y no halló otraforma para expresar sus pensamientos

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que decir la verdad.—Gibbon posee el estilo más

perfecto de cuantos se han inventado —continuó Hirst—, y cada una de susfrases es literariamente perfecta.

«Es feo de cuerpo y de espíritu»,pensaba Rachel, sin importarle grancosa las opiniones de él sobre Gibbon ysu estilo.

—Es un estilo fuerte, taladrante,inflexible —continuaba Hirst.

Rachel seguía mirando su grancabeza y la enorme prominencia de lafrente, su s ojos severos de miradaintensa.

—Me doy por vencido —dijo Hirst,abatido.

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Rachel creyó ver un deje dedesprecio hacia ella por no saberapreciar el estilo de Gibbon. Los demás,en un grupo aparte, conversaban ahoraacerca de los lugares indígenas que elseñor Flushing habría visitado.

—Es inadmisible —protestó Rachel—. ¿Cómo puede usted juzgar a laspersonas solo por sus rasgos literarios?

—Veo que sostiene usted la mismatesis que mi tía soltera —dijo Hirst ensu constante tono de irritantesuperioridad—. Yo creí que solo ella lasustentaba.

—Una persona puede ser muyagradable aunque nunca haya leído unlibro —pronunció estas palabras con tal

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fuego que todos empezaron a reír.—¿Lo niego acaso? —preguntó

Hirst, enarcando las cejas.La señora Thornbury, bien fuera para

suavizar la situación o porque quisieraenfrentarse con Hirst, pues se sentía unpoco madre de todos los jóvenes,intervino:

—Durante toda mi vida he vividocon personas como su tía, señor Hirst —y al hablar, se inclinó hacia adelante ysus ojos brillaron en demasía—. Nuncaoyeron hablar de Gibbon. Solo seinteresaron por los rebaños, losgranjeros y las cosechas. Hombres altosde hermosa planta, que al verlos acaballo dan sensación de poderío como

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los guerreros de las Cruzadas. No niegoque podía considerárseles comoanimalitos, no leen ni desean que losotros lo hagan, pero son las personasmás bondadosas que existen sobre la fazde la tierra. Se asombraría de algunas delas historias que podría contarle. Yocreo que si volviera a nacer otroShakespeare sería entre aquella gente.En aquellas casonas enormes de losDowns.

—Mi tía pasa su vida en EastLamberá, entre los pobres degenerados.Yo solo la mencioné porque se dedicasiempre a perseguir a los que ella llamaintelectuales, que es el mismocomportamiento que creo observar en la

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señorita Vinrace. Quizás sea modaahora. A quien tiene talento se le miracon poca simpatía. Yo soy el primero enconceder grandes méritos a los señoresdel campo, pero mi padre, que es pastoren Norfolk, dice que no hay un granseñor en el campo que no…

—Bueno, pero a Gibbon… —interrumpió Hewet.

La tensión nerviosa que veníacreciendo pareció decrecer con lainterrupción de Hewet.

—… Probablemente tú también loencontrarás monótono —abrió el libro ybuscó un pasaje a propósito para serleído en voz alta.

Lo que más aburría a Ridley era oír

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leer en voz alta. Además tenía ideas muyespeciales sobre las modas y se sentíapredispuesto contra la señora Flushing acausa de la pluma anaranjada que lucía yque no le favorecía en absoluto,encontraba además que hablabademasiado alto, que cruzaba las piernasy finalmente cuando la vio aceptar uncigarrillo de Hewet dio un salto ymascullando una excusa ininteligible sealejó del grupo. La señora Flushingpareció encontrarse más a sus anchas.Fumaba con más soltura y estiró laspiernas más cómodamente. Siguióhablando con Helen sobre la reputacióny carácter de la señora Raymond Parry.Valiéndose de sutiles estratagemas, hizo

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que Helen definiera a la señora Parry yel resultado fue una señora de edad, feay pintarrajeada, un poco insolente eimpertinente. Sus reuniones eransiempre divertidas por la diversidad depersonas que en ellas se reunían. Helencompadecía al señor Parry, pues sedecía que estaba encerrado con estuchesde gemas, mientras su esposa atendía laexcéntrica concurrencia de susinvitados.

—No es que yo crea todo lo que deella se dice…

—¡Siga, siga —rio la señoraFlushing—, la señorita Parry es primamía!

Cuando la señora Flushing se

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levantó para irse, notábaseperfectamente que estaba encantada consus nuevas amistades. Incluso empezó afraguar tres o cuatro planes parareunirse con ellas en lo sucesivo,realizar alguna excursión, mostrarle aHelen sus compras… E incluyó a todosen una vaga pero espléndida invitación.

Al regresar Helen al jardín, recordólas advertencias de Ridley sobre susobrina. Rachel estaba sentada entreHirst y Hewet. Este último leía en vozalta y la muchacha, por su depresión,recordaba una flor aromática besada porla suave y fresca corriente. Gozaba delencanto del momento, pero sin que éstedejara huella en su espíritu. La voz del

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lector era sumamente agradable y alterminar el párrafo no se oyó comentarioalguno.

—¡Adoro la aristocracia! —exclamóHirst—. ¡Son tan francos! Ninguno denosotros se hubiera comportado con lallaneza de la señora Flushing.

—Lo que me atrae más de ella es laarmonía de su cuerpo, no la de su ropa.La pobre se viste de una manera absurda—aclaró Helen.

—Sí, su cuerpo es sumamentearmónico; por el contrario, fíjense en mí—continuó Hirst—. No he pesado nuncamás de 50 kilos, y es un poco ridículopara mi estatura. Probablemente ahora nisiquiera los peso, desde que vine aquí

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he adelgazado. Será el reuma —y aldecir esto se retorció una muñeca paraque pudieran oír el ruido de lasarticulaciones.

Helen no pudo por menos que reír.—No es cosa de risa, se lo aseguro

—protestó él—. Mi madre padece lamisma enfermedad crónica y yo estoyesperando que me digan que padezco delcorazón como ella.

—Pero Hirst —rio Hewet—,cualquiera que te oiga creerá que eres unviejo de ochenta años. Si tanto vamos aanalizar, yo tuve una tía que murió de uncáncer y, sin embargo, no me apuro. —Se levantó proponiendo—: ¿Hay alguienque tenga ganas de pasear? Por detrás de

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la casa he descubierto un caminomagnífico que conduce a la cima de lamontaña, debe haber una vista preciosasobre el acantilado. Por cierto que elotro día vi algo que me dejó absorto.Una veintena de peces gelatinosossemitransparentes con extrañas colassonrosadas que flotaban sobre las olas.

—¿Estás seguro que no eran sirenas?—preguntó Hirst, irónico—:Francamente, Hewet, creo que parasubir la cuesta hace demasiado calortodavía —dijo, mirando a Helen, que noparecía muy predispuesta a caminar.

—Sí, hace demasiado calor —aceptó ésta.

Hubo un pequeño silencio.

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—Pues a mí me gustaría ir —dijoRachel.

Ella y Hewet se alejaron juntosmientras Hirst veía con satisfacción queHelen no parecía dispuesta aacompañarles. A pesar de ello laindecisión que le asaltaba siempre sobreel tema que elegiría para hablar, le tuvoen silencio durante un rato. Mirabafijamente una cerilla que había en elsuelo y la expresión de Helen decíaclaramente que su pensamiento estabalejos de allí. Finalmente Hirst exclamó:

—¡Porra, porra y reporra! EnCambridge hay gente con la que unopuede hablar…

—… Con la que uno puede hablar

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—murmuró inconscientemente Helen, yseguidamente pareció salir de suabstracción y preguntó—: ¿Ha decididoya lo que va a hacer cuando vuelva aInglaterra? ¿Cambridge o la abogacía?

Hirst observó que a pesar de lapregunta estaba distraída. Helen tenía elpensamiento fijo en Rachel y hacíaconjeturas sobre cuál de los dosmuchachos tenía más posibilidades deenamorarla. Miró a Hirst y se dijo: «Esfeo. ¡Qué lástima que sea tan feo!».Pasaba revista a todos los hombresinteligentes que conocía y a todos losencontraba feos. ¿Acaso el estudio queenaltecía sus espíritus maltrataba suscuerpos? Preveía para el futuro una raza

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compuesta de hombres como Hirst y demujeres como Rachel. «¡Oh no! —pensó—. Nunca se casaría con Hirst». Suspensamientos siguieron teorizando. Elfuturo de la raza humana estaba enmanos de parejas como Susan y Arráur,pero si así era, veía a todos los ingleseslabrando los campos y ¡eso no! Bienestaba tal cosa para rusos o chinos, peropara hijos de la Gran Bretaña…Luchando con tales pensamientos, queno acababan de convencerla. Hirstvolvió a interrumpirla:

—Me gustaría que conociese usted aBennet. Es uno de los hombres másgrandes que existen.

—¿Bennet? —preguntó Helen.

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Él asintió, ya más dispuesto, al verla posibilidad de encauzar un tema.Explicó que el tal Bennet era unindividuo que vivía en un molino viejo ydestartalado a más de seis millas deCambridge. Según Hirst, la vida quellevaba ese hombre era perfecta,solitaria y sencilla, solo le importaba laverdad y sobre ella estaba siempredispuesto a hablar, aunque con muchamodestia. Era una de las inteligenciasmás grandes que conocía.

—Sin embargo, el decir siempre laverdad me ha procurado muchasantipatías y enemistades. Por ejemplo,esta tarde, cuando Hewet ha cortado laconversación, muy oportunamente, por

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cierto, ¿había dicho yo algunainconveniencia? Si Bennet hubieseestado aquí habría dicho exactamente lomismo que yo… o se habría marchado.Claro que no es ése un carácter comopara frecuentar la sociedad… ademásconduce a la misantropía. ¿Le parezcoyo amargado? —Como Helen siguieseguardando silencio, continuó—: Pues losoy. ¡Vaya que lo soy! Y atrozmenteamargado, pero no es eso lo peor,envidio a los demás. Envidio que otrossepan cumplir en sociedad mejor que yo,y eso hasta un punto que resulta absurdo,lo reconozco. Por ejemplo, envidio elequilibrio de un camarero al sosteneruna pila de platos o una bandeja

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cargada, envidio a Arráur porque Susanle ama. ¡Si supiera usted cómo meagradaría serles simpático a los demás!Pero no es así. Quizás sea debido a miaspecto. No es cierto lo que dicen deque tengo sangre judía en las venas,precisamente todos mis antepasados sonde Norfolk, los Hirst de HirstbouneHall, y mi genealogía se remonta a másde tres siglos. Mi ideal sería parecermea usted, serles a todos simpático enseguida.

—Está usted muy equivocado —rioHelen.

—Estoy completamente seguro de loque digo —contestó Hirst conconvicción—. En primer lugar es usted

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hermosa, la mujer más hermosa quejamás he visto, y además tiene uncarácter tan espontáneo que despierta enseguida la simpatía.

Si Hirst, en lugar de tener la vistaobstinadamente fija en una taza de té lahubiese fijado en Helen, la hubiera vistoruborizarse de placer y gratitud hacia elmuchacho, que a pesar de todo le seguíapareciendo feo. Sentía lástima hacia élal verlo sufrir y le interesaban las cosasque le explicaba, en las que adivinabauna amarga verdad. Sintió la ineludiblenecesidad de hacer algo, pues leresultaba violento estar contemplandofijamente al muchacho como un juez. Sedirigió hacia la casa y regresó al

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momento con el bastidor. Hirst nolevantó la vista de la taza vacía.

—Referente a la señorita Vinrace —se interrumpió, y volviéndose a Helensuplicó con vehemencia—: Permítameque seamos John y Helen, Rachel yTerence. —Y prosiguió, volviendo afijar la vista en la taza—: ¿Cómo esRachel? ¿Razona, tiene sentimientos o essencillamente una especie de figurita deadorno?

—¡Oh no! —contestó Helen convehemencia.

Por las observaciones de Hirstdurante la merienda, dudaba de quefuese la persona más indicada para laeducación de Rachel. Había llegado a

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interesarse profundamente por susobrina y la quería, aunque algunas desus cosas la disgustasen. Otras, sinembargo, la divertían enormemente.Sabía que espiritualmente estaba sinformar, deseosa de adquirir experiencia,tenía atractivos y mucho sentimiento.

—Parece indecisa, pero es muyindividualista —dijo como concretandoen aquella frase todas las cualidades ydefectos de Rachel.

Lo complicado del bordado y laelección de los colores requerían toda laatención de Helen y motivó algunaspausas en el diálogo cuando seenfrascaba en los contrastes delcolorido. Con la cabeza echada hacia

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atrás y los ojos entornados observaba elefecto de su obra y contestaba a Hirstcon monosílabos.

—Propondré a Rachel que salga apasear conmigo —dijo, algo resentidopor la falta de atención de Helen.

Hubo una larga pausa.—¿Es usted feliz?—Sí, completamente —dijo Helen

continuando su labor.—Con su esposo, supongo.—Sí.—¿Tiene hijos?—Sí, y si quiere que le diga la

verdad, no sé por qué soy tan feliz —prosiguió ella, continuando su tarea sininterrupción.

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De pronto soltó una carcajada y mirófijamente al muchacho.

—Entre nosotros hay un abismo —dijo John con voz profunda—. Usted esmucho menos complicada que yo. Lasmujeres son siempre así y no hay formade saber por qué.

—¡Pero qué tétrico es usted! —exclamó Helen, deteniéndose con laaguja en la mano.

Su rostro destacaba sobre el troncode una magnolia. Tenía uno de los piesapoyado en el barrote de una sillita y ensus manos las hebras de seda. Parecíaestar tejiendo el destino. Era una mujerque sabía adaptarse a cualquiermomento y situación. John la miraba

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fijamente.—Me parece que usted no

acostumbra a hacer muchos cumplidos.—Ya estropeé con ellos bastante a

Ridley —dijo Helen, meditativamente.—¿Le soy agradable a usted? —

preguntó Hirst a boca de jarro.Helen lo miró un instante.—Sí.—¡Gracias a Dios! —Y continuó,

emocionado—: Prefiero serle agradablea usted antes que a ninguna otra personade la tierra.

—¿Y qué me dice usted de los cincofilósofos? —rio Helen, echándolo todoa broma y bordando rápidamente—.Desearía que me los describiese.

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Hirst no tenía el menor deseo dehablar de ellos, pero al traerlos a suimaginación, se encontró consolado yfortalecido.

Se encontraba en aquellos momentosal otro lado del mundo en habitacionesllenas de humo o en patios de grisáceaslosas. Se le aparecían como figurasdestacadas que hablaban con soltura ycon quienes se sentía compenetrado. Lossabía incomparablemente más sutiles ensus emociones que la gente que lerodeaba. Ellos le daban lo que ningunamujer, ni siquiera Helen podía darle.Confortado con estos pensamientos,siguió explicando su caso a Helen.¿Debería quedarse en Cambridge o

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dedicarse a la abogacía? Tan prontopensaba en una cosa como en otra.Helen le escuchaba ahora atentamente.Con decisión y sin preámbulos, le dijo:

—Deje Cambridge y dedíquese alforo.

Hirst insistía en que le diera lasrazones que la impulsaban a aconsejarleasí.

—En Londres disfrutará usted más.No parecía ésta una razón de peso,

aunque ella la conceptuase suficiente. Lemiró con curiosidad, su rostro angulosose destacaba sobre el verdor de losarbustos. Se había quitado el sombrero ytenía la cabellera encrespada. Sosteníalos lentes en la mano y una señal

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encarnada aparecía a cada lado de sunariz. Estaba preocupado. Mientrashablaba, Helen estudiaba la colocaciónde las ramas que se ofrecían comofondo, la sombra de las hojas y lasuavidad de las flores. Sin darse cuenta,todo aquello había llenado suconversación. Dejó a un lado la costuray dio unos pasos por el jardín. Hirst laimitó inquieto y preocupado. Ninguno delos dos rompió el silencio. El soliniciaba su declive y un cambio seoperaba en las montañas, como si fueranenvolviéndose en una neblina azulada.Sonrosadas nubes, largas y afiladas, connacarados reflejos, se esparcían por elcielo. Los tejados de las casas parecían

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más bajos que otras veces y porcontraste los cipreses se dibujaban másaltos y afilados.

Llegaron claramente hasta ellos lascampanadas del Angelus. Hirst sedetuvo súbitamente.

—Bien, suya será laresponsabilidad. Voy a dedicarme a laabogacía.

Sus palabras eran solemnes, casiemocionadas. Helen, después de unacorta vacilación, volvióse hacia él y leestrechó con calor la mano que él letendía, al propio tiempo que le dijo,también emocionada a su pesar:

—Estoy segura de que la elección esacertada y de que llegará usted lejos,

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muy lejos.Entonces, como para hacerle

comprender la escena, extendió su manoseñalando al panorama que en torno aellos se ofrecía, recorriéndolo con elladesde el mar a los tejados de las casas,de las alturas de los montes hasta la«villa», el jardín, el magnolio y lasmismas figuras de Hirst y de ella de pie,uno junto a otro.

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XVI

Hacía rato que Hewet y Rachelcontemplaban desde el borde de losacantilados y en la profundidad de lasaguas los peces gelatinosos. Volviendola vista tierra adentro, contemplaban unavasta extensión de tierra muy distinta dela que habían podido ver siempre enInglaterra. Allí, ante un lejano horizontede suaves montes, tímidos pueblecitos ycuestas que casi no merecían el nombrede tales y un mar grisáceo con algunadébil columnita de humo. Aquí, elpaisaje era de una grandiosidadarrolladora, tierras de un verdor

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exuberante o resecas por un solimplacable. Picachos por doquier que seesparcían hasta lo infinito como unencrespado oleaje de tierras. Tierra sincrepúsculos, dividida sencillamente endía y noche. Crisol de razas desde elblanco al negro de ébano. Volvieron aposar sus miradas en el mar. Ésteaparecía con una transparencia y calmatales que parecía incapaz deenfurecerse. Como para dar un mentís alos que así opinan, el mar fue cobrandoun extraño tono plomizo y súbitamente,sin que nada permitiera suponerlo, olasenormes vinieron a romper contra lasrocas, deshaciéndose en cascadas deespuma. Aquél era el mismo mar en que

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desembocaba el Támesis, y el Támesisera el río que cruzaba la ciudad deLondres. Éstos eran sin duda lospensamientos de Hewet, pues exclamótras un largo silencio:

—¡Desearía estar ya en Inglaterra!Rachel se tendió sobre el césped,

separando las briznas altas de lashierbas para poder contemplar mejor elmar. Las aguas, al pie de las rocas, erantan transparentes que podían observarseperfectamente las piedras rojizas delfondo. Pensó que así era desde lacreación del mundo y así seguiría porlos siglos de los siglos; ningún serhumano turbaba la tranquilidad de lasaguas en aquel remanso. Obedeciendo a

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un inexplicable impulso, agarró elpedrusco más grande que encontró a sualcance y lo precipitó en las tranquilasaguas. El agua se pobló de ilimitadoscírculos que se ensanchaban hasta loinfinito. Ambos los contemplaban, ycuando el agua volvió a quedar enreposo, Rachel murmuró:

—¡Es maravilloso! —Luego, sinseparar la vista de las aguas, siguió—:¿Qué le falta de Inglaterra?

—Mis amigos y cuanto allí nosrodea —dijo, contemplando a Rachel,sin que la muchacha se apercibiese.

Rachel seguía abstraída por laprofundidad de las aguas y las cascadasde espuma, que formando riachuelos

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entre las rocas volvían al mar.Hewet observó que el traje de hilo

de Rachel, de un azul fuerte, moldeabasuavemente su cuerpo. Era un cuerpojoven, en plena formación. Se habíaquitado la pamela y apoyaba la cabezaen una mano. La emoción que leproducía la visión de las aguas lemantenía los labios entreabiertos. Todosu rostro tenía una dulce expresióninfantil como si esperase que alguno deaquellos peces fuese a subir por lasrocas para verla. Su mano, tendida sobreel césped, revelaba nerviosidad, teníalos dedos afilados. Era mano de artista.Con una extraña angustia, Hewet se diocuenta de que la muchacha le atraía

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poderosamente. Rachel levantó lacabeza y sus ojos se fijaron en él.

—¿Escribe usted novelas?Hewet sentía un incontenible deseo

de estrecharla entre sus brazos, pero secontentó en saber lo que decía.

—¡Ah sí!… bueno, piensoescribirlas —rectificó.

—¿Y por qué escribe usted novelas?Debería escribir música.

Algo inmaterial había cambiado enel rostro de Rachel. Al trabajar sucerebro disminuía su atractivo innato.

—La música puede expresar todossus sentimientos mejor que la literatura.En ésta hay mucho… —calló como si noencontrara la palabra deseada—. Esta

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tarde, leyendo a Gibbon, sentí unaburrimiento insoportable. —Soltó unacarcajada limpia, cristalina, que Hewetcoreó.

—¡Jamás le prestaré ningún libro!—¿Por qué será que con usted me

río del señor Hirst y no puedo hacer locontrario? Durante el té me haabrumado, no con su fealdad, que esmucha, sino con su inteligencia —y paramejor comprensión, movió el brazo enun ancho círculo como si quisieseexpresar las dimensiones del cerebro deHirst.

Le encantaba la facilidad con quepodía hablar con Hewet. Entre ellos nohabían esas incomprensiones que

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rompen la unidad de muchas amistades.—Ya lo he notado —dijo Hewet,

divertido, al ver a la muchacha hablarcon tanta naturalidad. Recobró suaplomo y sintió un gran alivio—. Elrespeto que las mujeres, incluso lasmujeres cultas, sienten hacia el hombre—continuó—, creo que obedece a unaespecie de dominio que nosotrosposeemos sobre ellas semejante al quedecimos poseer sobre los caballos. Seimaginan que somos tres veces másimportantes de lo que somos realmente.Por este motivo siento mucho que convoto o sin él las mujeres consigan nada.

—El voto… el voto… —murmuró lamuchacha.

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A su mente acudió el recuerdo deuna papeleta que se echaba en una urna.Se miraron sonrientes ante lo absurdo dela cuestión.

—No, expuesto así, no creo que elvoto representara ninguna solución, perosi he de serle franca, solo me interesa mimúsica. ¿Son los hombresverdaderamente así? —Y sin esperarrespuesta volvió sobre el tema que leinteresaba—. Usted no me inspira temor—y lo miró tranquilamente.

—¡Oh! Es que yo soy distinto —respondió Hewet con cómica petulancia—, yo tengo de seiscientas a setecientaslibras al año para mí solo y además a unnovelista no se le toma nunca en serio…

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a Dios gracias. Si a uno le toman muy enserio, viene obligado a repartir sutiempo en citas, oficinas, títulos, cartas amontones, medallas, nombramientoshonoríficos… No lo envidio; solo alpensar en ello me siento abrumado.Piense que todo eso que le digo ha dadolugar al complicado concepto que de lavida tiene el sexo masculino, jueces,criados, armada, marina, Parlamento,Alcaldías. ¡Qué lío, Señor, qué lío!Fíjese en Hirst, no pasa día sin quediscuta sobre la conveniencia dequedarse en Cambridge o dedicarse alforo. «Es mi carrera, mi sagradacarrera». Esto me lo ha dicho ya cientosde veces, y tengo por seguro que su

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madre y hermana lo habrán escuchadomiles de veces. Encuentra muy naturalque la hermana se vaya a dar la comidaa los conejitos para que él disfrute de lasala de estudios sin interrupcionesmolestas. Estas atenciones y elconstante: «¡Cuidado, John estáestudiando!» han sido la causa de quecrea que todo lo suyo tiene unaimportancia excepcional.

—Pero… ¿y su hermana?—A ella nadie la torna en serio,

pobrecita… Ella a dar de comer a losconejitos.

—Yo he dado de comer a losconejitos durante veinticuatro años;ahora me parece imposible.

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Había quedado abstraída por suspensamientos, y Hewet comprendió quehablaría de ella, de su vida. Esto lecomplacía, pues podría comprenderlamejor. Para decidirla, preguntó:

—¿Qué hacía durante el día?A Rachel le parecía que hasta

entonces todo se había dividido encuatro partes intercaladas entre lascomidas y todos los acontecimientos sehabían doblegado a aquellos cuatrointervalos inadmisibles.

—Desayunar a las nueve, comer a launa, tomar el té a las cinco y la cena alas ocho…

—Bien —volvió a preguntar Hewet—; pero por las mañanas, ¿qué hacía?

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—Tocar el piano…—¿Y después de comer?—Salir a comprar con alguna de mis

tías o bien hacer alguna visita, siemprehabía algo sin importancia que hacer.Mis tías realizaban muchas visitas apersonas enfermas y que deseabaningresar en los hospitales. Tambiénpaseaba sola por el parque. Algunasveces venían visitas a la hora del té. Enverano lo tomábamos en el jardín yjugábamos al críquet. En invierno yoleía en voz alta y ellas hacían labores.Después de cenar tocaba el pianomientras ellas escribían alguna carta.Cuando papá estaba en casa siempreinvitaba a cenar a sus amigos y una vez

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al mes íbamos al teatro. Contadísimasson las veces que he comido fuera decasa y poquísimas las que he podidoasistir a algún baile en Londres. Nuestrocírculo de amistades es limitadísimo. Loforman viejos amigos y algún pariente.Un pastor, el señor Pepper, los Hunts…A papá le gustaba encontrar tranquilidaden casa. Cuando venía a Hull era paratrabajar muchísimo.

Además mis tías no están paramuchos trotes, y una casa, si se la quierellevar bien, proporciona mucho trabajo.Nuestro servicio ha sido siempredeficiente. Tía Lucy se pasa muchashoras en la cocina y tía Clara inviertecasi toda la mañana en arreglar la sala,

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ordenar la ropa blanca y limpiar laplata. Tenemos también perros, a los quehay que asear y atender, sacarlos apasear, bañarlos, etc. Además, tía Claraposee un viejo loro que le trajeron de laIndia. Todas nuestras cosas vienen dealgún lugar exótico. La casa estáatestada de muebles viejos, noprecisamente antiguos. Son victorianos,de la época de mis abuelos. Pero aunqueen realidad estorban, no hay forma deque se desprendan de ellos —continuócon un suspiro—; pero a pesar de todo,es una casa bastante agradable y suúnico defecto, la vejez… ¡encierratantos recuerdos!

Por su imaginación volvía a desfilar

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el conocido aspecto de la salita con lassillas tapizadas de damasco verdealineadas a lo largo de las paredes. Lasmacizas cristaleras de la biblioteca, loscortinajes verdes y los cestos de costuraenseñando sus interioridades de lana.Fotografías de maestros italianos en lasparedes. Vistas de Venecia y de loslagos suizos, recuerdos de un viajerealizado por sus tías hacía ya muchosaños. Un par de retratos de los abuelos yuna copia de un grabado de John StuartMill. Era una habitación sinpersonalidad definida, ni bonita ni fea,como tampoco conseguía ser niconfortable. Para Rachel aquellahabitación tenía una sola virtud. Era

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familiar.—Pero a usted poco puede

interesarle todo esto —dijo al terminarsu larga charla.

—Se equivoca, jamás escuché anadie con tanto interés.

Rachel cayó entonces en la cuenta deque mientras ella paseabaimaginariamente por Richmond, los ojosde Hewet no habían dejado deobservarla. Esto la halagó.

—¡Por favor, siga usted hablando!—suplicó él—. Imaginemos que es undía cualquiera durante la comida. Ustedse sienta ahí, aquí su tía Lucy y allí tíaClara —y colocó tres piedrecitas sobreel césped.

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Rachel continuó lo que habíaempezado.

—Tía Clara corta la carne. Junto ala mesa hay un cacharro de porcelana alque llaman «criado mudo» y quecontiene además de una esparraguera,tres bandejas, una para las galletas, otrapara la mantequilla y la tercera para elqueso. Blanca, la muchacha que siempretropieza, va sirviendo. Comemosdeprisa porque se trata de uno de losdías en que tía Lucy va a Walworrá. Semarcha con su bolso morado y elinseparable cuaderno negro de apuntes.Tía Clara tiene en la sala una reunión deJunta y yo saco a pasear a los perros.Allí están ahora en plena primavera.

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Siga usted imaginando que cruzo lacalle, todavía húmeda, y ya en plenocampo paseo a los perros y canto, comosuelo hacer cuando estoy sola. Llegamosa un lugar despejado, y si el día es claropuedo contemplar Londres a mis pies.Generalmente una neblina cubre parte dela ciudad, y cuando sobre el parque caeun velo ligeramente azulado, entonces lacirculación en Londres escompletamente imposible. Es el lugardonde se elevan los globos deHurlingham. Son de un amarillo pálido ysi en la caseta del guarda hay fuegoencendido un aroma delicioso llenaaquel espacio. Podría explicarleaquellos lugares palmo a palmo. Desde

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pequeña ha sido mi lugar favorito dejuego y de paseo. En otoño es aún másbonito, al oscurecer atravieso la callecruzándome con gentes a las que casi nodistingo, eso es lo que más me atrae. Elmisterio que nos envuelve a todos en unatardecer otoñal.

—Bien; pero tendrá que regresarpara tomar el té, supongo —interrumpióHewet.

—¿Cómo? ¡Ah, sí! El té. Las cincoen punto. Vuelvo a casa, cuento lo quehe hecho y mis tías también. Vienealguna visita, supongamos que es laseñora Hunt. Es ésta una señora coja quetiene ocho hijos. Le preguntamos porcada uno de ellos, pues están

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diseminados por toda la tierra. Uno deellos murió no hace mucho en brazos deun oso. —Miró a Hewet para ver siverdaderamente se divertía o era solomero cumplido. Le pareció que llevabamucho tiempo hablando.

—No puede usted imaginarse lo queme interesan sus divagaciones. —Efectivamente debía ser así, porque sele había apagado el cigarro sin que sediera cuenta.

—Pero ¿cómo puede ser que leinterese lo que le cuento? ¿Qué alicientepuede tener para usted?

—Quizás porque en ese ambienteestá usted.

Al oír aquello, Rachel, que había

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estado hablando con infantil ingenuidad,perdió algo de su espontaneidad ysoltura. Se dio cuenta de que había sidoobservada atentamente, como cuandohablaba con Hirst. Quiso buscar nuevoargumento de conversación y no loencontró. Felizmente Hewet tomó lapalabra:

—Cuando paso a lo largo de laacera, junto a una hilera de casas, piensosiempre en lo que estarán haciendo allídentro las mujeres. Estamos a comienzosdel siglo XX y hasta hace pocos añosninguna mujer se atrevía a salir sola yasí ha sido durante miles de años. Unavida silenciosa, retraída, sinrepresentación social. Hay mucho

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escrito sobre las mujeres, burlándose oadorándolas… pero rara vez estosescritos emanan de ellas. Creo que loshombres no las conocemos en lo másmínimo. Ignoramos cómo viven, quésienten y cuáles son sus ocupaciones. Laúnica confidencia que de ellasconseguimos los hombres son amores.Pero de las vidas íntimas de las solteras,de la mujer que trabaja o educa y cuidaa la infancia, como por ejemplo sus tías,la señora Thornbury… la señorita Allan,de ésas no conocemos absolutamentenada. Guardan sus sentimientos íntimoscuando tratan con nosotros. Piense en untren compuesto de quince vagones convarios compartimientos reservados

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especialmente para los fumadores. ¿Nole exalta a usted esa prioridad delhombre? ¿No se ríen ustedes de nuestrasupuesta superioridad y petulancia?¡Todo es una farsa!… ¿Qué opina usted?

Su insistencia por saberconcretamente cuál era su pensamientola azaraba. Hizo una larga pausa antesde contestar y repasó mentalmente sus24 años. Intentó describir máscuidadosamente a sus tías. Éstas teníancierto respeto hacia su padre, queejercía en la casa una indudableautoridad. Pero la verdadera realidad dela vida en la casa era muy distinta de loque parecía a simple vista. Ésta serealizaba independientemente de la

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voluntad y presencia del señor Vinrace.Es más, se realizaba a espaldas suyas.Él las trataba siempre en broma perocon cierto desdén. Para Rachel todo loque hacía su padre era perfecto. Partíade la idea que la vida del ser querido esde mucha más importancia que la de losdemás y por lo tanto carecía porcompleto de sentido compararla con lasuya. Pero las palabras de Hewetconmovían el edificio de suspensamientos. Ella se había sometidosiempre a la voluntad de su padre,quizás por influencia delcomportamiento de sus tías, y talinfluencia es la que regía su vida. Sustías eran más ostentosas, pero también

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más naturales que su padre. Toda sufuria se estrellaba contra ellas, eran sumundo compuesto de cuatro comidas, lapuntualidad, las criadas fregando por lasmañanas, el estudio atento. Sintió deseosde romper todo aquello en añicos.Levantó de nuevo los ojos hacia él.

—Hay mucha verdad en lo que usteddice. Pero en esa vida, aunqueequivocada, hay mucha belleza. Todo serealiza humildemente sin vistosidades, ysienten, sienten… Las solteronas sonmuy sensibles y están siempre enactividad. No podría expresarseconcretamente cuál es su ocupación. Yomisma no podría decírselo; pero sé quees así y en casa me daba perfecta cuenta.

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Allí todo es real y sincero.Fue recordando las idas de sus tías a

Walworth para ver a los enfermos, lasobligaciones que llevaban aparejadas supertenencia a diversas asociaciones, susinfinitos actos de caridad y sacrificiosque no escatimaban nunca, pues paraellas constituían un deber. Lo veía todo,sus aficiones, sus amistades, suscostumbres. Eran como distintosgranitos de arena que caían, llegando aformar una masa sólida y tangible.

—¿Es usted feliz? —preguntó Hewetinopinadamente.

—Es algo difícil de explicar. Soyfeliz y desgraciada al propio tiempo. Notiene usted idea de lo que representa ser

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una mujer joven. Hay terrores y agonías—dijo Rachel sin apartar los ojos de surostro como buscando una mueca deburla o de risa—. Entre estos dos polosse debaten las vidas… Esas mujeres quepasean por las calles esperando podervender sus favores… Esos hombrescasados que besan… ¿qué hay deverdadero en todo ello? ¿Dónde acabael bien y empieza el mal?

—¿Nunca le dijeron nada?Rachel denegó con la cabeza.—Pues entonces… —empezó él,

pero calló.Tenía ante él una vida que era una

página en blanco. Todo lo que lamuchacha había contado de los suyos y

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de su vida, hora por hora, erasuperficial. Hewet la observaba, ¿porqué aquella observación incesante? ¿Porqué no la besaba sencillamente? Teníadeseos de que la besasen.

—Una mujer se encuentra sola más amenudo que el hombre, a nadie leimporta lo que ella hace. Nada se esperade ella. Salvo si es muy bonita, entoncesse interesan por ella porque alegra lavista. Y precisamente eso es lo que megusta —añadió con energía como sirecordara algo muy agradable—. Megusta pasear por Richmond Park, cantara solas sabiendo que a nadie le importo.Me encanta observar a la gente de lejos,como les observamos aquella noche en

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el hotel. Me gusta la libertad como latienen el viento y el mar.

Con gesto rápido volvióse casi deespaldas a Hewet y contempló el mar,que empezaba a teñirse de tonalidadesamarillentas y reflejar las nubes conreflejos rojizos. Al oír estas últimaspalabras, una intensa depresión seapoderó de Hewet. Parecía que sehabían acercado mucho y un solo gestolos separaba enormemente. Estaba claroque él no significaba nada para lamuchacha y que ésta no sentiría jamásdistintos afectos por una persona quepor otra.

—Qué tontería —dijo bruscamente—. Lo que a usted le gusta es que la

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gente la admire. Su verdadero rencorhacia Hirst proviene de que él no laadmira.

Hubo un largo silencio, que rompióella:

—Quizás esté usted en lo cierto. Megusta la gente si me son agradables.

Volvióse y contempló fijamente aHewet. Era guapo y respirabaoptimismo. La cabeza era bienproporcionada, ojos grandes ysoñadores a la par que dominantes. Suboca denotaba ternura y sentimiento. Enél respiraba todo energía. Se leadivinaba capaz de fuertes pasiones,dejándose llevar por impulsos y actospoco razonados. Su frente revelaba

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talento. El mismo interés que se advertíaen los ojos a Rachel al mirarle, setraslucía también en su voz.

—¿Qué clase de novelas le gustaríaescribir? —preguntó lentamente.

—Quisiera escribir algo sobre lossentimientos íntimos que no se expresan,sobre lo que la gente siente y no dice.Pero las dificultades son inmensas —suspiró—. De todos modos, eso no tienepara usted importancia alguna —dijo,mirándola severamente—. A nadie leimporta, los libros se leen para adivinara través de ellos cómo es el autor. Y sise le conoce, para ver a qué amistadesha retratado en sus personajes. Lo que ellibro contiene, lo que en él se ha querido

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explicar y lo que con él se pretendeexponer… eso no le interesa a nadie. Aveces pienso si habrá en el mundo algúntema más interesante que ése, pero no loencuentro. Todos los que hay allí —yseñalaba el hotel— desean algo que nopueden alcanzar.

Ahora era Rachel la que seencontraba deprimida, al volver a girarla conversación sobre literatura sentíasecíe nuevo completamente impersonal. Eldeseo que notó en él de profundizar ensu alma se esfumaba, y al verlodesaparecer sintió una dolorosaopresión.

—¿Es usted buen escritor?—Eso creo, aunque no todavía de

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primera línea. Tan bueno comoThackeray, pongo por ejemplo.

Rachel se maravilló de ver poner aThackeray en segundo término. En suopinión, éste era el mejor escritorcontemporáneo e ignoraba que hubieraotro que pudiera sobrepasarlo, nisiquiera igualarlo. El aplomo y laconfianza con que él había hablado laconfundían y notaba que se alejaba cadavez más.

—Mi otra novela —continuó— es lade un hombre joven obsesionado por laidea de convertirse en magnate. Se lascompone de forma que puede vivir enCambridge con 100 libras al año. Poseeun abrigo que en sus tiempos fue bueno.

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De los pantalones no puede decir lomismo. Va a Londres, se introduce en labuena sociedad. Tiene que mentir, puesla idea temática de la obra es exponer ladegradación progresiva del alma alhacerse pasar por hijo de un granterrateniente de Devonshire. El abrigova haciéndose cada vez más viejo y lospantalones están impresentables.Imagínese usted al desgraciadocolocando cuidadosamente por lasnoches las prendas al pie de la cama ypensando quién vivirá más, si ellas o él.Le acosan pensamientos de suicidio.Tiene un amigo que atiende a susnecesidades vendiendo pajaritos quecoge con cepo en Ilxbridge. Ambos

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tienen afanes literarios. Conozco a dospobretones como estos que le cito querecitan a Aristóteles y cenan un arenquey un mendrugo de pan. Quiero sacar arelucir el fondo de la sociedad, susinmoralidades, mostrar a mi héroe endistintos centros y circunstancias. LadyTheo Bungham Bungley, cuyo caballodesbocado detiene mi héroe, es la hijade un viejo noble y Par del Reino. Voy adescribir una de las reuniones a queasistí una vez. A los intelectualesmodernos les gusta que se vean sobresus mesas las últimas y más discutidasnovedades editoriales. Dan reuniones enlas que el principal elemento dediversión es el juego. En literatura la

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dificultad no consiste en concebirincidentes sino en darles forma. Terminomi obra de una forma desastrosa paraLady Theo. Desheredada por su padre,se casa con mi héroe, y viven en unacasita pequeña en las afueras deCroydon, donde a él se le consideracomo corredor de fincas. Nuncaconsigue ser admitido como unverdadero señor. Esto es lo másinteresante del libro. ¿Le parece a ustedque un libro así lograría interesarla?Quizás le gustaría más este otro —prosiguió sin esperar su respuesta—. Yosostengo la tesis de que en el pasado hayciertas bellezas que los historiadores ynovelistas corrientes arruinan con sus

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convencionalismos absurdos.Convierten a la luna en la reina pálidade los cielos. La gente vive de fantasías.Yo voy a pintar a los personajes tal ycual son las personas. Como usted ycomo yo. La ventaja de la idea reside enque, despojados de falsosconvencionalismos, uno puedepresentarlos tal y cual son en lascondiciones de vida habituales.

Rachel le escuchaba con atención ydesconcierto al propio tiempo. Ambosse abismaron en sus respectivospensamientos.

—Yo no me parezco en absoluto aHirst —dijo Hewet después de una largapausa y como si expresara pensamientos

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íntimos—. No creo a la gente rodeadapor círculos de cal, aunque algunasveces desearía verlos así. ¡La gente estan confusa y complicada! Cuanto más seprofundiza en ella más difícil se hace eljuzgarla. ¿No lo cree así? Difícilmentese acierta con el sentir de otraspersonas, nos debatimos a obscuras.¿Hay nada más lastimoso y equivocadoque juzgar a una persona por la opiniónde un tercero? Siempre creemos conocera los demás y vamos de error en error.

Conforme iba hablando, alineaba laspiedrecitas. Hablaba tanto para Rachelcomo para sí mismo. Volvía a invadirleel deseo incontenible de tomarla entresus brazos, de acabar con las indirectas,

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de explicar lisa y llanamente lo quesentía. Estaba diciendo lo contrario desu sentir. Todo era contrario a lo quecreía. Todo lo que de ella le interesabalo conocía ya, pero siguió alineando laspiedrecitas.

—Me gusta usted, Hewet, y yo, ¿legusto a usted? —preguntó Rachelinesperadamente.

—Sí; me gusta extraordinariamente—contestó Hewet con la prontitud ysatisfacción de quien encuentra, depronto, la oportunidad de decir lo quetanto había deseado.

Dejó de mover las piedrecitas.—¿No podríamos llamarnos

sencillamente Rachel y Terence? —

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propuso.—¡Terence! —repitió Rachel—.

¡Terence! Es como el canto de un pájaro.Miró hacia arriba con un impulso de

viva alegría y volvió a mirarle con ojosexpresivos, alegres y parlanchines. Sedio cuenta del cambio que entretanto sehabía operado en el firmamento. El azulvivo había ido palideciendo yponiéndose nebuloso, las nubes rosadasse amontonaban, la paz y frescura delatardecer suplía el agobiador calor deldía.

—Debe ser muy tarde.—Son las ocho, pero ¿qué valor

tienen aquí las horas? —preguntóTerence mientras se levantaba para

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regresar.Con paso rápido iniciaron el camino

cuesta abajo. Un lazó de intimidadparecía envolverlos. Ambos sabían loque las ocho de la tarde representabanen Richmond. Terence iba adelantado,separando las ramas al paso de Rachel.

—Me parece que lo que yo quierohacer al escribir novelas es algoparecido a lo que hace usted al tocar elpiano, ¿no es así? Ambos intentamosdescubrir lo que se oculta bajo lasapariencias. Mire esas luces de ahíabajo —continuó—, están repartidas sinorden ni concierto, al azar. Así se mepresentan a mí las imágenes. Mi afán escombinarlas, darles vida. ¿Es ése

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también su deseo?Llegaron a un camino más ancho y

pudieron marchar uno junto al otro.—Ahora comprendo lo que quiso

usted decir. No, la música es diferente.Probaron de inventar teorías y hacer

que éstas concordasen. Hewet carecíade conocimientos musicales. Rachel,con una ramita, dibujó en el polvo delcamino las rayas de un pentagrama y fueexplicando cómo componía Bach susfugas.

—Mi afición por la música quedóarruinada por el método de enseñanzadel organista de nuestra iglesia. Llegó aconvertirlo en algo tan monótono que noalcancé a tocar nunca ni una pequeña

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canción —dijo Hewet después de unaexplicación de Rachel—. Mi madrecreía que la música no era apropiadapara los hombres, prefería verme cazarratas y pájaros… ¡Inconvenientes devivir en el campo! Vivimos enDevonshire, el lugar más bonito delmundo. Me gustaría que conociese a unade mis hermanas… ¡Bueno! ¡Ya hemosllegado!

Abrió la puerta de un empujón y sedetuvieron unos instantes. Ella no dijoque pasase ni que deseaba que volvierana verse. Atravesó la puerta y se perdióen la obscuridad. Al verla alejarse,Hewet notó que su malestar anteriorvolvía a dominarle con más fuerza. La

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conversación se había interrumpido enel punto más interesante, cuandoiniciaba lo que estaba rabiando pordecir. En resumidas cuentas ¿qué era loque le había confesado? Al pensar encuanto se habían dicho le pareció quetodo fueron divagaciones inútiles, que siles habían acercado en algunosmomentos, en la mayoría lesmantuvieron profundamente separados.Por eso ahora se sentía insatisfecho, sinsaber a ciencia cierta cuáles eran lossentimientos de Rachel. ¿Para qué servíahablar? «Para eso» tan solo: parahablar.

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XVII

La estación estival estaba en todo suapogeo. Los barcos procedentes deInglaterra dejaban siempre algunosturistas en Santa Marina, los cuales,invariablemente, iban al Hotel. El hogarde los Ambrose resultaba un remanso depaz, lejos de la monotonía del Hotel, nosolo para Hirst y Hewet, sino tambiénpara los Elliot, Thornbury, Flushing, laseñorita Allan, Evelyn y algunas otrascon las cuales el conocimiento de losAmbrose era tan superficial que ni susnombres retenían. Fuerongeneralizándose dos palabras: la Villa y

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el Hotel, que dividían la estancia enSanta Marina en dos formas de vidacompletamente distintas. Algunas vecesuna simple presentación conducía a unaverdadera amistad. Una noche en que laluna bordaba sobre el suelo el encaje delas ramas. Evelyn contó a Helen toda suhistoria, ganándose con este rasgo suamistad sincera y perdurable. En otraocasión un suspiro involuntario, unapausa o tal vez una palabra dicha sinintención ofensiva, fueron causa de quela pobre señora Elliot dejase la villacon los ojos arrasados de lágrimas,prometiéndose no volver a frecuentar lacasa donde tan fríamente se la habíainsultado y, efectivamente, así murió

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aquella amistad. Hewet hubieseencontrado en la villa tema suficientepara componer varios capítulos de suobra Lo que se calla, y quienes máscallaban eran Helen y Rachel. Helenadvirtió en su sobrina cierta reserva,aunque no intencionada, y no quisoprofundizar el secreto. Esto enfrió algola ciega confianza que antes sedemostraban. En lugar de confiarse susimpresiones y saltar de una idea a otraen franca y animada charla, limitábansea comentar ligeramente sobre losvisitantes.

Helen, siempre serena, fría y sinacalorarse nunca en sus juicios, ibavolviéndose cada vez más pesimista. No

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juzgaba con severidad a las personas ysí al destino cuando deparaba a alguienuna suerte que Helen creía injusta.Sostenía la teoría de que el destino delos seres estaba presidido por el caosmás profundo, las cosas sucedían sinmotivos ni causas justificados. Estateoría era su favorita en lasconversaciones con Rachel. Recibía,por ejemplo, una carta de sus hijos querebosaba optimismo; pues bien, ellasostenía que en aquel mismo instante sushijos podían estar aplastados bajo lasruedas de un camión. ¿No sucedía aotros tal desgracia? También podíasucederle a ella y su rostro tomaba unaexpresión de pena ante tamaña

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posibilidad. Estas opiniones, más omenos sinceras, eran alimentadas por lasfluctuaciones del pensamiento de susobrina. Ésta pasaba de un estadopletórico de gozo a una depresión dehonda desesperanza. Naturalmente queeste último estado debía conjugar mejorcon el pesimismo de Helen. Quizás erasolo una maniobra de Helen paradescubrir el estado verdadero de lamuchacha. Era difícil juzgarlo, porqueunas veces ésta asentía a lo más trágicoy fúnebre que dijese su tía, y otras, porel contrario, se negaba en absoluto aescucharla, acogía con carcajadas todossus pesimismos y ridiculizaba con lasmás absurdas comparaciones todo lo

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que afirmaba su tía. Otras vecesprotestaba, diciendo:

—Estas teorías son el graznido de uncuervo en el cieno; ya es bastante durasin eso.

—¿El qué es dura? —indagabaHelen.

—La vida —y ambas permanecíansilenciosas.

Helen podía sacar la conclusión deque la vida era dura, pero una hora mástarde esta misma vida se convertía enalgo tan maravilloso que los ojos deRachel pregonaban a gritos la alegría devivir. De haber sido Helen menosescrupulosa, en los momentos dedepresión de su sobrina, que no eran

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pocos, hubiera averiguado fácilmente laverdad para bien de Rachel. Quizá lamuchacha, inconscientemente,reprochase también a su tía tantadelicadeza. Helen advertía, en elproceder de la muchacha, la marcha deun río que corre y corre sin cesar hastadespeñarse en una cascada. Su instintole advertía que debía detener aquellamarcha, pero ¿serviría de algo? Eldestino continuaría su caminoimperturbable y el reo seguiría sumarcha por el curso señalado. Rachel noparecía sospechar la observación de queera objeto, ni que en su manera decomportarse pudiese haber algo quellamase la atención. No advertía el

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cambio operado en su vida. Su únicodeseo era ver a Terence. No verle erauna agonía y su vida se colmaba desufrimientos y ansias. Nunca indagabaqué fuerza era aquella que se habíaapoderado de su ser y la atormentaba.Durante las dos o tres semanastranscurridas desde su paseo habíarecibido media docena de cartas queguardaba en un cajón. Las leía y pasabala mañana entera envuelta en felicidad.La tierra calcinada por el sol que seextendía ante su ventana, no estaba máscapacitada para analizar el color y calorque ella para analizar los sentimientosque la embargaban. En tal estado le eraimposible leer ni tocar el piano. El

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tiempo pasaba sin advertirlo. Cuandoobscurecía sentíase atraída por las lucesdel hotel. Allí estaba, iluminada, lahabitación de Terence. Entonces supensamiento le veía ir y venir por lahabitación, leer y hasta a veces intentabaimaginarse sus pensamientos. Atribuíasabiduría a la señora Elliot, belleza aSusan y vitalidad a Evelyn, solo porqueTerence les hablaba. A tal punto llegabasu estado de depresión, que suentendimiento semejaba un campoobscuro rodeado de alta valla, azotadoincesantemente por granizadas yvendavales. Se sentaba en un sillóndominada por el sufrimiento. Laspalabras tétricas de Helen se clavaban

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entonces como puñales en su corazónhasta arrancarle sollozos y clamorescontra la dureza de la vida. Sin motivoalguno esta tensión iba aflojándose y lavida volvía a tomar su aspecto normal,pero revestida de un colorido nuncavisto ni sospechado. Las noches erananchos fosos obscuros que separabanlos días. Rachel hubiera deseado viviruna serie ininterrumpida de días sin fosoalguno. Sin embargo, Rachel nuncaconfesó ni a sí misma que estuvieseenamorada de Terence. Ni se le ocurriópensar adónde podía conducirle aquelabuso de sensaciones. La imagen del ríoque Helen se había formado conrespecto a su sobrina, tenía mucho de

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real, y la alarma que sentía estabaplenamente justificada. En aquellainercia por analizar sus sentimientos, eraincapaz de trazar un plan que hubiesecalmado y aclarado su entendimiento, seabandonaba a los acontecimientosechando de menos a Terence un día,viéndole otros y recibiendo siempre suscartas con un salto de sorpresa. Otramujer con más experiencia amorosahubiera trazado una línea de conducta,pero aquél era el primer contacto deRachel con el amor. Ninguno de loslibros que leyera, desde Cumbresborrascosas hasta Hombre ysuperhombre, ni los dramas de Ibsen, lesugirieron que aquello que las heroínas

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sentían era precisamente lo que ellaexperimentaba. Le pareció que aquellasnuevas sensaciones eran personales ydesconocidas por completo para losdemás.

Con Terence se veían con bastantefrecuencia, y cuando no era así, él leenviaba alguna nota o algún libro con uncomentario, como si no pudiese apartardel todo aquel sentimiento de intimidadque tanto le atraía. Otras veces pasabanvarios días sin saber nada uno de otro.Cuando volvían a encontrarse, despuésde una amarga desesperanza,experimentaban una alegría delirante.Las despedidas eran amargas y ambosquedaban intranquilos, pero ignorando

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cada uno el estado del otro.Si Rachel estaba ciega para sus

sentimientos, lo estaba aún más para losde él. Al principio le veía como a unsemidiós. Conforme iba estrechándosesu conocimiento, esta aureola ibareduciéndose y notaba nacer en ellacierta confianza atrevida que colmaba suseguridad en sí misma. Se adentraba enun mundo cuya existencia no habíasospechado. Cuando pensaba enTerence, le veía siempre junto a ella.Era esta impresión tan real que lecausaba una rara sensación física que nopodía explicar.

Así transcurría el tiempo. Unascartas venían de Inglaterra y otras de

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Willoughby. Los días transcurrían consus pequeños y triviales incidentes.Ridley corrigió tres odas de Píndaro,Helen adelantó algo su bordado. Hirstconcluyó los dos primeros actos de unacomedia. Él y Rachel habían llegado aser buenos amigos, le leía sus trabajos yella se maravillaba tanto de su destrezaen la prosa como de la variedad deadjetivos y también del hecho de quefuera amigo de Terence. Ante taladmiración, Hirst empezó a pensarserenamente si su verdadero camino noestaría en la literatura. Fue un tiempo deprofundas meditaciones y revelaciones.Amaneció un domingo que nadie, aexcepción de Rachel y la criadilla

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española diferenciaron de los demásdías. Rachel iba a la iglesia, segúnHelen, porque no se tomaba nunca lamolestia de pensar en ello. Desde que enel Hotel se celebraba un servicioprotestante, asistía a él por el placer decruzar la ciudad, el jardín y el vestíbulodel Hotel. No era fácil que pudiese ver aTerence. Como la mayoría de loshuéspedes del Hotel eran ingleses, losdomingos resultaban allí menosbulliciosos que el resto, de la semana.Los ingleses eran impotentes paraensombrecer el sol, pero tenían un rarodon para alargar las horas, disminuir eldiapasón de los acontecimientos,prolongar las comidas y conseguir que

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hasta los botones y criados adoptasencierto aire de aburrimiento y aspecto deseriedad. A este aspecto generalcontribuían en gran parte los trajesnuevos que todos se ponían el domingo,parecía oírse crujir la ropa interioralmidonada, las pecheras de las camisaslucían impecables de nitidez y blancura.

Aquel domingo, hacia las once,varias personas esparcidas por elvestíbulo se reunieron llevandodevocionarios. Faltaban pocos minutospara empezar el oficio cuando una figuravestida de negro, gruesa y maciza, conexpresión preocupada y que evitaba lossaludos, atravesó el vestíbulo ydesapareció por uno de los corredores.

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—El señor Bax —cuchicheó laseñora Thornbury.

El pequeño grupo empezó a ponerseen movimiento, tomando la mismadirección que aquél. La señora Flushingbajó corriendo las escaleras y se unió algrupo, preguntando:

—¿Dónde?—Allá vamos todos —le contestó la

señora Thornbury. Y prosiguieron sucamino.

Rachel estaba entre las primeraspersonas que descendían las escaleras yno se apercibió que en último lugar ibanHirst y Terence sin devocionario. SoloHirst llevaba bajo el brazo un libro decubiertas azules. La capilla era la

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antigua del Monasterio, situada en unsótano profundo y fresco donde durantecientos de años se había celebrado elSanto Sacrificio de la Misa. Allí y a laclaridad de la luna, rezaban y hacíanpenitencia los monjes, rogando por lospecadores. En las paredes, cuadrosobscuros y santos de afiladas manos enactitud de bendecir. La transición delculto católico al protestante se debió aestar deshabitado el convento desdehacía muchos años. La capilla sirvióprimero de almacén del Hotel. Algunassugerencias de los huéspedes fuerontenidas en cuenta, y por aquel entoncesla capilla aparecía resplandeciente deblancura con largos bancos de madera y

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algunos reclinatorios tapizados de rojoobscuro. Tenía un pequeño púlpito y unáguila de bronce sobredorado sosteníasobre sus espaldas una Biblia. Lapiedad de distintos fieles proporcionóalgunas alfombras de dudoso gusto ylargas tiras de pesados bordados coniniciales litúrgicas en oro. Al entrar losfieles sonó una música dulzona,ejecutada en el armónium por la señoritaWillett. Oculta tras una cortina demadrás color crema, la organistaatacaba los acordes con muchainseguridad. El sonido se esparcía porla capilla como una cascada de pocaaltura. Las veinte o veinticinco personasque asistían, hicieron al entrar una

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inclinación con la cabeza y ocuparon losasientos mirando en derredor. Reinabaun profundo silencio y la luz era pálida yesfumada. Se leyó el Padrenuestro ypareció que la oración los unía a todos.Como el fuego de una antorcha, seelevaba la oración unida a la de tantosotros seres queridos a muchas millas dedistancia. Susan sentía esta fraternidadmás vivamente que las demás, se cubríala cara con las manos y la emoción lainvadía suavemente. Sentíase en pazconsigo misma y con los demás. Todorespiraba paz y quietud. En aquelambiente, el señor Bax volvióse y leyóun salmo. Ante su entonación lasensación de paz huyó por completo. En

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su salmo anatematizaba a los hombres.Susan se dijo que en apariencia no veíamotivo para tanto y dejó de prestaratención a las frases del oficiante, perolas siguió rutinariamente mientras seguíaalabando a Dios, a la naturaleza entera ya sí misma.

Sin embargo, los hombres queasistieron a la ceremonia se resintieronde la repentina intrusión de aquel salmo,pronunciado con salvaje agresividad.Siguió el ruido peculiar de variaspáginas al ser vueltas. Ruido de aulaacadémica. Se leyó un trozo del AntiguoTestamento. Parecían un grupo deestudiantes aplicados. Volvieron alNuevo Testamento, a la triste y

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hermosísima imagen de Jesús. Intentabananalizar su vida comparándola con lapropia. Les resultaba difícil, unos eranexcesivamente prácticos, otrosambiciosos, estúpidos, locos, ávidos desensaciones, enamorados o ajenos atodo sentimiento que no fuera el de supropia comodidad. Cada cual acoplabaa su sentir las palabras de Cristo. Lamayor parte aceptaban sencillamente lasideas que las palabras les sugerían,creyendo sus pensamientos fiel reflejode la bondad y belleza de alma, igualque la trabajadora encuentra bellísimoel ramplón dibujo que ejecuta, soloporque es ella quien lo hace. Porprimera vez en su vida Rachel, en lugar

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de encerrarse en sus pensamientos,escuchó con atención lo que decía elpastor. Saltaba del salmo a la oración yde ésta a la poesía. Estabadesasosegada, como si escuchase unapartitura pésimamente ejecutada. Irritaday enfurecida ante el poco tacto, la faltade sensibilidad del párroco queacentuaba y puntualizaba tanerróneamente, su enojo se extendía hastael auditorio que aceptaba en silencio suspalabras. La atmósfera de solemnidadaumentó su malhumor. Estaba rodeadade gente, que pretendía sentir sin hacerningún esfuerzo para ello. Sobre elloscampeaba una idea inaprensible para lamayoría. Aquella capilla y todas las

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iglesias del Universo se le antojaronduras y frías. Enormes edificios llenosde hombres y mujeres ciegos de espírituque se acogían a la cómoda postura dealabar y aceptar con los ojos medioentornados y los labios fruncidos. Estospensamientos, le producían un malestarfísico semejante al que le ocasionaba laniebla que se forma a veces ante losojos al intentar descifrar un escrito enmales condiciones de luz. Hacía loposible para apartar aquella niebla yconcebir algo elevado, pero se sentíaimpotente. Acababa de imposibilitarlade lograr su deseo, la voz del pastordiciendo cosas confusas, conceptosfalsos. Resultaba pesado, cansado,

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deprimente. Cesó de escuchar y fijó suatención en la cara de una mujerpróxima a ella. Era una enfermera cuyaexpresión atenta y devota reflejaba susatisfacción interna. Fijándose másdetenidamente vino a caer en laconclusión de que su postura era deinconsciente sumisión. Su miradasatisfecha no estaba ligada por vínculoalguno a la imagen de Dios. ¿Cómopodía aquella pobre mujer de cara rojizay redondeada y ojos de azul obscurocomprender algo que estaba tan porencima de sus triviales deberes?Forzosamente lo vería todo mezquino yrutinario. ¿Dónde hallaría la fe en suvirtud y las virtudes de su religión? Era

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como si su sensibilidad hubiese muertoal empuje de algo grandioso, elevado,inconcebible para su pequeñez. La carade aquella pobre mujer quedó grabadacomo una máscara horrorosa en la retinade Rachel. En ella veía revelado lo quetan crudamente expresaban Hirst yHelen, al proclamar que aborrecían elcristianismo. En el fondo Rachel estabapersuadida de que la opinión de ambos,en aquel punto, no pasaba de ser unapostura más o menos superficial yelegante. Con la violencia que lacaracterizaba repudió todo lo que hastaentonces había creído. En el fondo de lacapilla se hallaban Hirst y Hewet juntocon la señora Flushing. El humor del

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grupo era muy distinto. Hewet miraba altecho y mantenía las piernas lo másestiradas posible. Como nunca habíaintentado comprender la ceremonia, seatenía a la belleza del lenguaje, sin queotra preocupación turbara su espíritu.Cualquier cosa le servía de motivo dedistracción. El peinado de la señorasituada ante él o los juegos de luz ysombra en los rostros. Las palabras lesonaban como un mosconeo monótono.Intentó descifrar algo del carácter de losseres que había a su alrededor. Aldescubrir a Rachel todos estospensamientos se esfumaron como porencanto, y ya solo pudo pensar en ella.Los salmos, las oraciones, la letanía,

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perdieron casi la categoría de mosconeomonótono. La mirada iba de Rachel altecho, pero su expresión eracompletamente absorta. Estaba tandolorosamente absorto con suspensamientos como Rachel con lossuyos. Al comenzar el Oficio notó que laseñora Flushing llevaba una Biblia enlugar del devocionario corriente. Comose situó junto a Hirst, la observó desoslayo. Éste leía atentamente su libritode tapas azules. Se inclinó para verlomejor y entonces Hirst le entregó ellibrito señalándole los primerosrenglones de un poema griego, y junto aél la traducción.

—¿Qué es? —preguntó la señora

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Flushing con curiosidad.—Safo —replicó él—. Lo mejor que

se ha escrito.La señora Flushing no pudo resistir

la oportunidad de leerlo. Durante laletanía se tragó la Oda de Afrodita. Aduras penas contenía su deseo depreguntar en qué época había vividoSafo y si los otros poemas merecían lapena de ser leídos. Llegó al finalcoincidiendo con el Credo.

Entretanto, al dorso de un sobre,Hirst efectuó algunas anotaciones. Alsubir el pastor al púlpito, cerró el librointercalando el sobre entre sus hojas.Colocóse bien las gafas y fijó su vista enel orador.

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Su obesidad y estatura sobresalíansobre el púlpito. La luz que se filtrabapor una de las ventanas verdosas daba asu rostro el aspecto de un huevo enorme.Miró al auditorio que le contemplaba asu vez atentamente y entre el cual habíahombres y mujeres que fácilmentepodrían haber sido sus abuelos.Resumió su texto con latosa parsimonia.La idea sobre la que se asentaba elsermón, erala de que los extranjeros quevisitaban aquel hermoso país tenían undeber que cumplir para con losindígenas, aunque fuera olvidando quedisfrutaban de unas vacaciones. Enrealidad el sermón se diferenciaba pocode los artículos repletos de tópicos que

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encabezaban cualquier período semanal.Saltaba de un tema a otro converbosidad amable. Mantenía la tesis deque todos los seres humanos eraniguales en el fondo, poniendo comoejemplo los juegos de los niñosespañoles y los de los ingleses, yhaciendo observar que pequeñasacciones pueden tener gran influenciasobre las gentes y especialmente en losnativos. Continuó explicando que uno desus amigos aseguraba que el éxito delgobierno inglés en la India se debía engran parte al reglamento de cortesíaestablecido para el trato con losindígenas y que las pequeñas cortesíascontribuían a captarse la simpatía de los

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nativos, cosa muy necesaria teniendo encuenta que vivían en una época deconstante inseguridad. La aviación y laradio eran problemas desconocidos porla generación anterior y, sin embargo,para la actual presentaban dilemas dedifícil solución. Adoptó, si aquello eraposible, un tono más clerical. Hablabacon estudiada inocencia. Según él, todoslos cristianos se limitaban a decir: «¡Oh,sí… es un pastor!». Cuando lo quedeberían decir es: «¡Es un buen amigo!».O bien: «¡Es un verdadero hermano!».

Exhortaba a sus oyentes a que sellevaran bien con los hombresrepresentativos de nuestro tiempo, quesimpatizaran con sus múltiples intereses,

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pero sin olvidar que había un aspectoque sobrepasaba a todos y era necesariotanto al más poderoso como al máshumilde. Los más humildes pueden serindispensables, y las cosas másinsignificantes, de una influenciadecisiva. Aquí dirigióse especialmente alas mujeres. Su perorata fueextendiéndose. Respiró hondo, irguió suenorme humanidad y fue desgranandosus frases:

—Una gota de agua sola separada delas demás, cae desde una nube alinmenso Océano y según dicen losquímicos cambia el caudal de sucontenido. Todos los millones de gotasque juntas componen la gran

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universalidad de las aguas, alteran laconfiguración del globo y la vida demillones de seres habitantes de losmares, y las vidas de millones de sereshumanos que habitan en las costas. Todoesto está contenido en potencia en unasola gota de agua. Un diluvio puedeproducir la muerte de millones de seres,pero sin él no florecerían los frutos de latierra. Esta misma maravilla se cumpleen cada uno de nosotros, pues con laacción o la palabra logramos un efectofavorable o contraproducente, no paraun momento solo. Si el pensamiento o laacción son profundos, su efecto seprolonga por generaciones y aun para laeternidad.

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Volvióse bruscamente como siintentara evitar un aplauso y continuócon distinto tono de voz la bendición delos fieles reunidos. Sonó nuevamente elarmónium tras las cortinas y los oyentesrecogieron sus devocionarios y sedirigieron a la salida. A media escalera,cuando ya vislumbraba la luz delexterior, Rachel sintió una mano que seapoyaba sobre su hombro y la vozautoritaria de la señora Flushing.

—Señorita Vinrace, quédese acomer. ¡Es tan tristón un domingo! Nisiquiera nos ponen carne. ¡Quédese porfavor!

Llegaron al vestíbulo donde fueronrecibidos con miradas curiosas por los

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que faltaban a sus deberes religiosos,aunque su ropa dejaba adivinar que enlo restante celebraban enteramente eldomingo. Rachel, que se sentía incapazde resistir aquel ambiente ni un solomomento más, iba a presentar susexcusas cuando Terence pasó junto aella hablando animadamente con Evelyn.

—¡Gente inglesa, fuera! —dijo laseñora Flushing con un mohín malicioso—. Son terriblemente aburridos. Pero nonos quedemos aquí.

Y cogiendo a Rachel por un brazo laguio:

—Venga arriba a mi cuarto.Pasaron ante Hewet, Evelyn, los

Elliot y los Thornbury. Hewet se

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adelantó.—La señorita Vinrace ha prometido

comer conmigo —dijo enérgicamente laseñora Flushing. Y lo dejó con lapalabra en la boca.

Subió rápidamente las escalerascomo si la persiguiese toda la clasemedia inglesa.

—¿Qué le ha parecido? —preguntóal llegar a lo alto casi sin respiración.

Todo el enojo contenido se desató enpalabras que salían a borbotones.

—¡Detestable! —exclamó Rachel—.En mi vida oí nada semejante. ¿Cómo seha atrevido? ¿Qué quería dar a entenderMíster Bax con sus palabras?

Todos los puntos del sermón fueron

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saliendo atropelladamente. Estabademasiado indignada para poderanalizar sus sentimientos y la señoraFlushing la escuchaba encantada ydivertida.

—Siga, siga —reía dando palmadas—. Es delicioso oírla.

—Pero, ¿por qué asiste usted? —preguntó Rachel.

—Si la memoria no me es infiel, heasistido todos los domingos de mi vida—contestó riendo la señora Flushing,como si aquello fuera suficientejustificación.

Rachel se volvió bruscamente haciala ventana. No acertaba a comprendercuál era el motivo de aquella furia

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interna que la dominaba. La vista deTerence en el vestíbulo la había calmadoalgo y ahora era solo indignación lo quesentía. Dirigió la vista hacia su Villa yal verla se tranquilizó, recobrando lacalma. Recordó que estaba con unaseñora a la que solo conocíasuperficialmente. Volvióse hacia ella yla miró. La señora Flushing estabasentada a los pies de la cama y lamiraba con los labios entreabiertosmostrando una doble hilera de dientesblanquísimos.

—Dígame —preguntó sin cesar demirarla—, ¿a cuál de los dos prefiere?¿Al señor Hewet o al señor Hirst?

—Al señor Hewet —dijo Rachel

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sencillamente, pero su voz no sonó muynatural.

—¿Cuál? ¿El que lee los poemasgriegos en la iglesia? —inquirió laseñora Flushing.

Y mientras le describía la escena dela capilla, Rachel buscó una silla. Erauna de las habitaciones más lujosas delHotel. Había butacas y divanes, perocasi todo estaba ocupado por lienzoscon manchones de pintura al óleo.

—No los mire, por favor —suplicóla señora Flushing al observar a Rachel,y empezó a volverlos rápidamente.

Rachel se apoderó de uno de ellos yla señora Flushing con vanidad deartista preguntó:

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—¿Qué le parece?Rachel, silenciosa, fue ojeándolos.

Todos revelaban claramente lapersonalidad de la ejecutante. Estabaninacabados, luciendo vigorosaspinceladas. No pasaban de ser grandesbocetos.

—Yo veo todas las cosas con vida—dijo la señora Flushing, cogiendo unode los cuadros y empezó a trabajar en élcon un carboncillo.

Rachel miró inquieta a su alrededor.—Abra el armario —dijo la señora

Flushing con varios pinceles en la boca— y distráigase viendo lo que haydentro.

Como Rachel titubease, se levantó y

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abriendo las puertas de par en par,arrojó sobre la cama una gran cantidadde mantones, telas bordadas, encajes.Rachel los contemplaba y la señoraFlushing volvió a arrojar otra cantidadno menor que la primera, y ademásbroches, pendientes, pulseras, borlonesy peinecillos, todo cayó sobre la camahecho un revoltijo. Entonces volvió a sutaburete y siguió trabajando en silencio.Todas las piezas eran de colores vivos yestridentes, formando un conjuntoabigarrado y de líneas alucinantes.Plumas, peinetas de concha de cientonalidades en abigarrado montón.

—Las indígenas los usan desde hacecientos de años —comentó la señora

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Flushing—. Mi marido, montando acaballo, se mete por todos los rincones ylos encuentra, no se dan cuenta de suvalor y los conseguimos baratos. Luegolos vendemos a las elegantes deLondres.

Rio como si la absurda aparienciade las elegantes la divirtiese.

Después de pintar durante unosminutos, fijó la vista en Rachel y dijo:

—Le diré lo que me gustaría hacer.Subir allá arriba y explorar por micuenta. Es tonto quedarse aquí rodeadosde gente ñoña, como si estuviésemos enuna playa de moda de Inglaterra.Quisiera subir por las riberas del río yvisitar a los nativos en sus

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campamentos. Mi marido ya lo ha hecho.Es cuestión de pasar unos días bajotiendas de campaña. Por las noches nosacostaríamos bajo los árboles y por eldía nos embarcaríamos y remaríamos ríoarriba. Si viésemos algo que nosllamase la atención, gritaríamos paraque se detuviesen.

Se levantó y con una larga agujadorada empezó a apuñalar la cama.Miró a Rachel observando el efecto queen ésta producían sus palabras.

—Debemos formar un grupo —prosiguió—. Unas diez personas podríanalquilar una lancha. Usted y su tía, elseñor Hirst y el señor Hewet. ¿Dóndetiene un lápiz?

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Conforme maduraba su plan ibaentusiasmándose. Sentada al borde de lacama escribió una lista de apellidos,todos invariablemente mal escritos.Rachel se contagió de su entusiasmo. Laidea resultaba deliciosa. Había tenidosiempre grandes deseos de ver el río, yla perspectiva de estar con Terence lepareció demasiado bella paraconvertirse en realidad.

Hizo lo posible para ayudar a laseñora Flushing sugiriéndole nombres ycontando los días de la semana con losdedos. La señora Flushing quería sabertodo lo concerniente a las personas quele nombraba. A qué familia pertenecían,a qué se dedicaban. A su vez contaba

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historias extravagantes, pero lógicas,con su temperamento de artista.Historias de personas con igual nombre,que ella conocía aunque no pertenecíana aquellas familias, pero que recordabapor concluir en Chulingley. Al final, laseñora Flushing buscó la ayuda de undiario. El método de concertar fechascon los dedos no daba buen resultado.Abrió y cerró todos los cajones de suescritorio y gritó a pleno pulmón:

—¡Yarmouth, Yarmourá! ¡Porra demujer! Cuando se necesita, nunca se laencuentra.

En aquel momento sonó el gongfrenéticamente. La señora Flushing tiróde la campanilla con violencia. Se abrió

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la puerta y dio paso a una camareraguapa y casi de tan buena presenciacomo su señora.

—¡Ah, Yarmourá! —dijo la señoraFlushing—. Búsqueme un diario yaverigüe qué fecha será dentro de diezdías. Pregúntele al portero cuántoshombres se necesitarían para mover unalancha en que fuésemos ocho personas.Es para ir por el río durante una semana.Entérese de cuánto costaría todo.Anótelo en una hoja y déjelo sobre eltocador. ¡Vamos! —observó, señalandola puerta con tono autoritario para queRachel saliese y guiase el camino—.¡Oh, Yarmourá! —dijo antes de salir—.Guarde todo eso y cuelgue cada cosa en

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su sitio como una chica buena. Sabecómo molesta al señor Flushingencontrarlo todo revuelto.

Yarmourá contestaba a todo: «Sí,señora».

Al entrar en el espacioso comedorse notaba en todo el aspectodominguero. La mesa de los Flushing,situada cerca de una ventana, lespermitía ver a cuantos entraban. Lacuriosidad de la señora Flushing eraconcienzuda.

—La señora Paley —cuchicheó alverla pasar en su silla de ruedas queempujaba Arthur—. Los Thornburyvienen después. Es tan agradable —dijotocando a Rachel para que viese—.

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¿Cómo se llama?La señora excesivamente maquillada

y compuesta que siempre llegaba tardecon su taconeo característico y unasonrisita forzada como quien se presentaen un escenario, tembló bajo la miradadescarada y despreciativa de la señoraFlushing. Su mirada expresaba a lasclaras toda su hostilidad por aquellatribu de señoras como ella decía.Seguidamente llegaron los dos jóvenesque la señora Flushing bautizóllamándoles los Hirst. El señor Flushingtrataba a su esposa con una mezcla deadmiración e indulgencia, allanando consu suavidad y fluidez de palabra labrusquedad de su esposa. Mientras ella

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exclamaba inquieta, él describía unesquema de la historia sudamericana.Atendía con paciencia a cualquierinterrupción de su esposa y despuésreanudaba su tema con la misma calmaque antes. Sabía hacer amena unacomida, no era aburrido ni trataba condemasiada familiaridad. Tenía laintuición, así se lo dijo a Rachel, de queen las profundidades de aquella tierra seocultaban maravillosos tesoros. Lo quevio Rachel eran trivialidades recogidasen el curso de un corto viaje. Creía quepodían encontrarse dioses tallados enpiedra, escondidos en las laderas de lamontaña. Figuras colosales erigidas envastos y verdes prados, donde solamente

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vivían tribus indias. Creía que antes dealborear el arte europeo, los cazadoresprimitivos y los sacerdotes edificarontemplos de piedras macizas, labraron enlos troncos de cedro majestuosas figurasde dioses, animales y símbolos de lasgrandes fuerzas, como el agua, el aire yel bosque en donde vivían. Podríanexistir ciudades prehistóricasconstruidas en grandes claros entre losárboles, llenas del arte de aquella razajoven y poderosa. Nadie había estadoallí; eran lugares inexplorados.Hablando sobre sus pintorescas teorías,fijaba la atención de Rachel sobre todolo que decía. Ésta no se dio cuenta deque Hewet no cesaba de mirarla desde

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su mesa, a través de los camareros quepasaban rápidos cargados de platos. Noprestaba atención a nada, y Hirst loencontró malhumorado y hastadesagradable. Habían tocado todos lostópicos corrientes de la política y laliteratura. Se pelearon. Hewet consideróel paganismo de Hirst como meraostentación. Le preguntó por qué iba a laiglesia, y Hirst dijo que había escuchadoel sermón como podía probarlo si queríaque se lo repitiese y que iba a la iglesiapara conocer más la naturaleza delCreador. Las palabras del Pastor lehabían inspirado las tres mejoresestrofas de la literatura inglesa. Eran unainvocación a la divinidad.

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—Las escribí en el dorso del sobrede la última carta de mi tía —dijo,sacándolo.

—Bien, oigámoslas —dijo Hewet,dispuesto ante la perspectiva de unadiscusión literaria.

—Querido Hewet, ¿quieres darlugar a que nos arrojen fuera a puntapiésunos enfurecidos Thornbury o Elliot? —inquirió Hirst—. El menor cuchicheosería suficiente para recriminarnos.¡Dios mío! —exclamó—. ¿De qué sirveintentar escribir cuando el mundo estápoblado de tanto imbécil? En serio,Hewet, te lo aconsejo, no te dediques ala literatura. ¿De qué te serviría? Ahítienes a tu auditorio.

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Movía la cabeza indicando lasdistintas mesitas donde los huéspedes seocupaban en comer y cortar los trozosde carne que tenían en sus platos. Hewetechó una ojeada y aumentó su malhumor.Hirst miró también. Vio a Rachel y sesaludaron con una inclinación de cabeza.

—Empiezo a creer que Rachel estáenamorada de mí —observó—. Ése esel escollo de la amistad con mujeresjóvenes, casi siempre se enamoran. —Hewet siguió guardando silencio.

Lo que a Hirst no pareció importarlegran cosa, pues reanudó el tema delseñor Bax y la peroración de la gota deagua. Como Hewet escasamentecontestaba a sus frases, eligió un higo y

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se abismó en sus pensamientos. Alterminar la comida, se separaron ytomaron el café en distintos lugares delvestíbulo. Desde el lugar que ocupabaHewet, bajo una palmera, vio salir aRachel del comedor con los Flushing.Buscaron unas sillas y eligieron unrincón apartado, prosiguiendo su charlaen la intimidad. El señor Flushing habíamonopolizado el uso de la palabra. Sacóuna hoja de papel donde demostrabagráficamente sus exploraciones. Hewetvio a Rachel inclinarse sobre la hoja yseñalar distintos puntos con el dedo. Eratal la ira de Hewet, que comparaba alseñor Flushing, extremadamente bienvestido para un clima cálido y con sus

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modales afectados, a un tenderoempeñado en vender su mercancía.Mientras miraba al pequeño grupo, losThornbury y la señorita Allan, buscandoy rebuscando, se colocaron formandocorro con él, disponiéndose a tomarcafé.

Querían saber si conocía al señorBax. El señor Thornbury, como siempre,no hablaba casi, mirando vagamente anteél. Repetía con frecuencia el gesto deponerse las gafas; luego, pensándolomejor, las dejaba caer de nuevo.Después de una discusión, las señorasdecidieron, sin ninguna duda, que aquelBax no era hijo de William Bax. Hubouna pausa. La señora Thornbury comentó

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que tenía la costumbre de decir «Reina»en lugar de rey al entonar el himnonacional. Nueva pausa. La señoritaAllan comentó que, yendo a la iglesia enel extranjero, tenía siempre la sensaciónde que asistía al funeral de un marino.Siguió una pausa larguísima, queprometía prolongarse indefinidamente.Afortunadamente, un pájaro del tamañode una urraca, pero de un colorido azulmetálico, fue a posarse en la terraza. Laseñora Thornbury divagó sobre el efectoque harían las montañas todas azuladas.

—¿Qué te parecerían a ti, William?—le dijo, tocándole la rodilla.

—Si todas nuestras rocas fueranazules —dijo él, colocándose

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definitivamente las gafas sobre la nariz—, no podrían subsistir en Wiltshire —concluyó, quitándose nuevamente lasgafas.

Las tres personas fijaron su atenciónmeditativamente en el pájaro. Hewetempezaba a pensar si no debía dirigirseal rincón de los Flushing, cuando surgióHirst, colocándose en un sillón junto aRachel. Ambos empezaron a hablarfamiliarmente. Aquello era excesivopara Hewet. Se levantó, cogió susombrero y marchóse enfurecido.

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XVIII

Todo cuanto veía le disgustaba,aborrecía el blanco y el azul, lodefinido, la intensidad, los zumbidos,todo el calor del Sur. El paisaje se leaparecía tan duro y poco románticocomo el fondo de cartón de unescenario. Las montañas, como grandesbiombos de madera recortados contra elcielo. Caminaba rápido a pesar delcalor y del sol. Dos caminos conducíana la salida de la población; por el ladoEste, uno se dirigía a la villa de losAmbrose. El otro al campo, llegandohasta un pequeño pueblo en el fondo del

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valle. Las pisadas, impresas en el barro,llevaban a vastos campos secos y villasde ricos indígenas. Hewet, para evitar elcalor, dejó la carretera principal yencaminó sus pasos por uno de aquelloscaminos, evitando así el polvo de lascarretas y el cruce con la gente delcampo que retornaba de ferias y fiestas.El ejercicio alejaba algo la irritaciónsuperficial que sintió toda la mañana,pero en su interior persistía aún la pena.No había duda de que le era indiferentea Rachel. Escasamente le había mirado yal hablar con el señor Flushing mostrabael mismo interés que cuando le hablabaa él. Finalmente sintió las odiosaspalabras de Hirst como un latigazo y

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recordaba que los había dejadohablando juntos. Bien pudiera ser queestuviese enamorada de Hirst, como éstehabía insinuado. Repasó tal suposiciónpara ver si encontraba algo que lacorroborase. Su repentino interés por loque Hirst escribiera, su modo decomentar sus actos, el mismo apodo quele había aplicado, «el gran hombre»,podían tener otra significación másíntima. Y si se entendieran, ¿qué sería deél?

—¡Qué fastidio! —exclamó—.¿Estoy acaso enamorado de ella? —Aesto solo podía contestar de una forma—: «Sí, estás enamorado de ella».

Desde el primer momento que la vio

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le había interesado y atraído y seguíaatrayéndole más y más hasta ser incapazde pensar en otra cosa que no fueseRachel. Se paró preguntándose sideseaba casarse con ella. Aquél era elproblema real. Tales agonías no sepodían resistir, era necesario decidirsede una vez. Se dijo que no deseabacasarse con nadie. Como estaba irritadocon Rachel, la idea del matrimonio lemolestaba. Vio ante él el cuadro de dospersonas solas sentadas, ante un hogar.El hombre leía, la mujer cosía. Habíaotro cuadro. Veía a un hombre levantarsecon ligereza, dar las buenas noches ydejar a su compañera con el recelo deque iba en busca de la felicidad. Ambos

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cuadros le resultaban poco agradables, yaún más el tercero, compuesto demarido, esposa y amigo. Los primerosmirábanse como si nada les importase yestuvieran en posesión de otra verdadmás honda. En su irritación aceleraba elpaso, y sin esfuerzo alguno otroscuadros acudían a su imaginación. Aquíestaba el matrimonio sentado, muypaciente, tolerante y sabio, rodeado delos hijos. Esto tampoco le hacía muchagracia. Probó toda clase de cuadros, lostomaba a lo vivo de muchos de susamigos casados. Siempre los veía en unaconfortable habitación y ante un buenhogar. Cuando repasaba a sus amigossolteros, los veía activos en un ambiente

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sin límites, pisando tierra firme comolos demás. Sin amparo ni ventajas. Losmás originales y humanos de sus amigosseguían solteros. Se sorprendió alcomprobar que las mujeres que másadmiraba y mejor conocía eran tambiénsolteras. El matrimonio parecíasentarles peor a las mujeres que a loshombres.

Dejó a un lado los cuadros yconsideró a los huéspedes del Hotel.Sus teorías temblaron al recordar aSusan y Arthur, a los señores Thornburyy a los Elliot. Observó cómo lafelicidad tímida de la pareja reciénprometida fue tomando otro aspecto mástolerante y cómodo, como si ya

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terminase la aventura y cada cualadoptara su postura.

A veces Susan perseguía a Arthurpara probarle un chaleco de punto y todopor haber dicho éste un día que uno desus hermanos había muerto de pulmonía.Esto, observándolo en otros, le divertía,pero substituyéndolos por Terence yRachel, le sublevaba. Arthur no sentíaya el entusiasmo de antes por abordar auno en cualquier rincón y hablarle deaviones. Repasó a los que ya llevabanvarios años de casados. Era verdad quela señora Thornbury tenía un marido yque conseguía interesarle siempre entodas sus actividades y conversaciones.Pero a solas, ¿qué se dirían? En los

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Elliot se notaban pequeñas disensiones.Ella, con su habilidad de mujer temerosaante la opinión pública, las disimulabacon pequeñas insinceridades y seesforzaba en retenerle. No cabía dudaque hubiera sido mejor para ellos unaseparación. Los Ambrose, a quienesadmiraba y respetaba profundamente, apesar de su gran amor se temían, ¿noeran también un matrimonio decompromiso? Ella cedía siempre, lemimaba y consentía. Helen, que era laverdad innata, no obraba así con él, nicon sus amistades, si éstas provocabanun conflicto con su esposo. Quizátuviese razón Rachel al decirle aquellanoche en el jardín: «Sacamos lo peor

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que tenemos dentro, debiéramos vivirseparados». ¡No, Rachel estabacompletamente equivocada! Todos susargumentos parecían ir en contra delmatrimonio, hasta que se enfrentó con elde Rachel… encontrándolocompletamente absurdo. De ser elperseguidor, se encontró convertido enperseguido. Dejando el caso delmatrimonio a un lado, empezó aconsiderar las peculiaridades delcarácter que habían motivado todasaquellas ideas. ¿Qué menos podía pedirque conocer el carácter de la personacon quien tenía que pasarse uno todo elresto de la vida? Siendo novelista, debíadescubrir qué clase de persona era su

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futura compañera. Cuando estaba conella era incapaz de analizar suscualidades, parecía conocerlas porintuición; pero cuando se alejaba, leparecía que le era totalmentedesconocida. Era joven y vieja a la vez.Tenía poca confianza en sí misma, y porel contrario, tenía buen sentido parajuzgar a los demás. Era feliz; pero ¿quéera lo que le daba la felicidad? Siestuvieran solos y la novedad se hubieraya borrado, si tuvieran que enfrentarsecon los hechos corrientes de cada día,¿qué sucedería? Echando una ojeadasobre sí mismo, comprobó dos cosas:que era muy poco puntual y que ledisgustaba contestar cartas.

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Por lo que había observado, aRachel le atraía la puntualidad, pero conuna pluma en la mano no recordabahaberla visto nunca. Se imaginó acontinuación una reunión para cenar encasa de los Crooms. Wilson laacompañaría hablándole de política, delos liberales. Ella diría que en políticaera completamente ignorante. Noobstante era inteligente y sincera. Teníaun genio inseguro —en eso sí que sehabía fijado— y no era casera. No erabella, exceptuando con ciertos trajes yluces. Su mejor virtud era lacomprensión para todo cuanto se ledecía. Nunca había encontrado a nadiecon quien poder hablar más a su gusto.

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Le pareció que conocía menos de ellaque de cualquier otra persona. Todosesos pensamientos se le ocurrieronmillares de veces antes. En muchasocasiones probó de discutir y razonar ysiempre volvía al mismo estado deduda. No la conocía ni sabía cómosentía ni si podrían vivir o no reunidos.Ignoraba si deseaba casarse con ella;pero, por el contrario, estabaconvencido de su enamoramiento.Supongamos que se dirigiese a ella(aquí aflojó el paso y empezó a hablaren voz alta como si estuvieradirigiéndose a Rachel):

«Te adoro, pero me repele elmatrimonio. Su presunción, su

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seguridad, su compromiso, elpensamiento de que te entrometieras enmi trabajo y me lo impidieras». Sedetuvo apoyándose contra el tronco deun árbol. Miraba fijamente, sin verlas,unas piedras que había en el cauce delrío seco. Veía claramente el rostro deRachel, sus ojos grises, su pelo, su boca,su cara que sabía plasmar tantas cosas.Ingenua, sin expresión, casiinsignificante o loca, apasionada, casibellísima. A sus ojos resultaba siempreasí. La extraordinaria libertad con que lemiraba eran su pensamiento y su sentir.¿Qué le contestaría ella? ¿Qué sentiría?¿Le amaría o no sentiría absolutamentenada por él, ni por ningún otro hombre?

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Había dicho, aquella tarde, que era librecomo el viento o la luna. «¡Oh sí, ereslibre! —exclamó con exaltación alpensar en ella—. ¡Y yo te mantendríalibre! ¡Seríamos libres juntos! ¡Locompartiríamos todo juntos! ¡Ningunafelicidad igualaría a la nuestra! ¡Ningunavida tendría comparación con lanuestra!». Abrió los brazos en cruz,como si fuere a retenerla en ellos y almundo entero, en un solo abrazo. Nopudo extenderse en más consideracionessobre el matrimonio. Ni pensarfríamente en cómo sería ella. Ni que lesaguardaba una vida unidos. Se sentósobre el suelo, se abismó en supensamiento y pronto surgió el tormento

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de desear encontrarse nuevamente a sulado.

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XIX

Hewet pudo evitarse el disgusto deimaginar a Hirst de palique con Rachel.La reunión se deshizo pronto: losFlushing marcharon en una dirección,Hirst en otra y Rachel siguió en elvestíbulo revolviendo las revistasilustradas y reflejando en todos susmovimientos la inquietud que sentía y elestado de deseo e intranquilidad que ladominaba. No sabía si marchar oquedarse. La señora Flushing, en tono demando, le dijo que no faltase al té. Elvestíbulo estaba vacío, salvo la señoritaWillett, que tocaba unas escalas en el

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piano y los Carter, una pareja opulentaque miraban a aquélla con pocasimpatía. No la encontraban bastanteatildada, era melancólica y porsentimiento recíproco adivinaban quetampoco ellos le eran agradables.Rachel no se hubiera entendido conellos por una sencilla razón. El señorCarter se engomaba el bigote y suesposa se recargaba de pulseras.Pertenecían evidentemente a la clase depersonas con las que no podíasimpatizar. Pero estaba demasiadoembebida en su propia inquietud y nisiquiera pensó en ellos.

Se entretenía con la lectura de unarevista americana, cuando se abrieron

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las puertas del vestíbulo dejando entrarun chorro de luz solar que brilló en elsuelo un instante y sobre una figuritapequeña vestida de blanco quederechamente se dirigía a Rachel.

—¿Usted aquí? —exclamó Evelyn—. La vi mientras comíamos, pero nisiquiera se dignó mirarme.

Así era el carácter de Evelyn. Apesar de las frialdades o desaires querecibía o se imaginaba recibir, noabandonaba nunca su esfuerzo paraconocer a las personas que deseabatratar, cosa que a la larga conseguíahasta el punto de resultar simpática.Miró a su alrededor diciendo:

—Aborrezco este sitio. Aborrezco

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esta gente. ¿No quiere venir arriba a micuarto? ¡Deseo tanto hablar con usted!

Como Rachel no mostró deseos desubir ni de quedarse, Evelyn la cogió deuna muñeca y a tirones la sacó delvestíbulo. Subieron la escalera juntas.Saltaron los peldaños de dos en dos.Evelyn, que aún retenía por la muñeca aRachel, insistía una y otra vez en «que leimportaba un bledo lo que otrospensasen». Estaba en un estado deexcitación grande, y retorciósenerviosamente las manos. Era evidenteque esperaba solo cerrar la puerta paravolcarse y contarlo todo a Rachel. Encuanto estuvieron dentro de lahabitación se sentó en el borde de la

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cama y fijando sus ojos en aquélla dijo:—Supongo que creerá que estoy

completamente loca.Rachel no estaba de humor para

pensar con claridad sobre el estado dela mente de otro ser. Sin embargo,estaba dispuesta a decir cuanto sentíapor disparatado que esto fuera, sin temora las consecuencias.

—Alguien se le ha declarado —afirmó.

—¿Cómo demonio lo ha adivinado?—exclamó Evelyn con sorpresa—. ¿Senota?

—Se la ve como si recibiesedeclaraciones cada día —replicóRachel.

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—No creo haber recibido más queusted —contestó Evelyn, riendo, sinsentir lo que decía.

—Yo nunca tuve ninguna.—Pues las tendrá a montones… es

lo más fácil del mundo. Pero eso no esexactamente lo que ha pasado esta tarde.¡Hay un lío, un detestable y fastidiosolío!

Se dirigió al lavabo y con la esponjase refrescó, restregándose con agua fríalas ardientes mejillas. Sentía un calorsofocante. Se volvió ligeramentetemblorosa, explicando con voz excitaday algo chillona:

—Alfred Perrot dice que prometícasarme con él, yo lo niego. Sinclair

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dice que se pegará un tiro si no me casocon él. Le he contestado: «Bien, pues,pégatelo». Claro que no lo hará. Nuncalo hacen. Esta tarde me abordó Sinclairdándome la lata, diciéndome que teníaque darle una contestación yacusándome de coquetear con AlfredPerrot. Me ha dicho que no teníacorazón, que era sencillamente unasirena y un sinfín de cosas más, todas tanagradables como éstas. Hasta que meharté y le dije: «¡Bien, Sinclair! ¡Ya estábien! Puedes dejarme o me voy yo».Entonces, el muy fresco, me cogió y mebesó, ¿qué le parece? El muy bruto, aunsiento su cara peluda aquí. ¿Con quéderecho? El muy… después de todo lo

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que me dijo —y se frotaba con energíala mejilla izquierda—. ¡Nunca metropecé con un hombre que pudieracompararse a una mujer! —exclamó conviveza—. ¡No tienen dignidad, nientereza, ni contención! No tienen másque sus pasiones bestiales y su fuerzabruta. ¿Hay alguna mujer que se porteasí si un hombre le dice que no laquiere? Tenemos más respeto hacianosotras mismas. Somos muy superioresa ellos en todo.

Se paseaba muy agitada por lahabitación secándose la cara con latoalla de esponja. Las lágrimas lecorrían por el rostro, uniéndose al aguafresca con que se había lavado.

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—Me pongo furiosa —exclamó,secándose los ojos.

Rachel, sentada, la miraba. Nopensaba precisamente en Evelyn;reflexionaba que el mundo estaba llenode gente atormentada.

—Aquí solo hay un hombre que megusta de verdad —continuó Evelyn—.Es Terence Hewet. Junto a él se sienteuna protegida.

Al oír estas palabras, Rachel sintióun frío indescifrable. Le pareció que leapretaban el corazón unas manosheladas.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por quésiente esa confianza en él?

—No lo sé —respondió Evelyn—.

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¿No le ocurre lo mismo con algunaspersonas? Es como una intuición que sesabe cierta. La otra noche hablélargamente con Terence. Al separarmede él comprendí que éramos buenosamigos. Hay en él una cualidadfemenina.

Calló como si recordase cosas muyíntimas de Terence, por lo menos así lointerpretó Rachel por la expresión desus ojos. Procurando disimular suinvoluntaria inquietud, intentó preguntar:

—¿Se le ha declarado?Pero le pareció tan expuesta la

pregunta, que se abstuvo de formularla.Evelyn continuaba diciendo que loshombres más agradables se parecían en

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algo a las mujeres y que éstas eransiempre más nobles que ellos. Estabamás calmada y con las mejillas yacompletamente secas. Sus ojosrecobraron la viveza y alegría habitualesy parecía haber olvidado a Rachel, aSinclair y su anterior emoción.

—¿Se imagina usted a LillahHarrison, cometiendo una bajeza? Lillahdirige y sostiene un hogar para mujeresalcoholizadas en la calle Deptford —continuó—. Ella lo fundó, lo organizó ydirigió todo con su esfuerzo personal.No puede imaginarse cómo son esasmujeres y sus hogares. Pero ella pasatodas sus horas en la fundación. He idomuchas veces allí… Eso es lo malo que

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tenemos nosotras… Que no hacernosnada. ¿Qué hace usted? —preguntó,mirando a Rachel con cierta sonrisairónica.

Rachel casi no la escuchaba; suexpresión era vacía y melancólica.

Sentía cierta repulsión, lo mismo porLillah Harrison y su trabajo en la calleDeptford, que por Evelyn y sus profusosamoríos.

—Yo toco buena música —dijo,afectando gran serenidad.

—Ahí está la cosa —rio Evelyn—.No hacemos más que distraernos. Y poreso mujeres como Lillah Harrison, quevalen veinte veces más que usted y queyo, trabajan hasta agotarse. Pero yo

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estoy ya cansada y harta de jugar —siguió tendiéndose del todo en la cama ysujetándose la cabeza con los brazos.

Así estirada, se la veía más diminutaque nunca.

—Voy a hacer algo. Tengo una ideaespléndida. Mire, tiene que tomar parteen ella. Estoy segura que posee ustedmuchas virtudes, a pesar de que parececriada en un invernadero.

Se levantó, sentándose junto aRachel, y empezó a explicar conanimación.

—Yo pertenezco a un Club deLondres. Cada sábado nos reunirnos. Lellaman el Club de los Sábados. Allíhablamos sobre arte, pero ya estoy harta

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de hablar de arte, ¿qué sacamos enlimpio? ¡Con tantas penas como pasan anuestro alrededor! Y no crea quetenemos gran cosa que decirnos sobrearte. Voy a proponer que, ya quehablamos, podríamos hacerlo sobre lavida. Cosas que afecten verdaderamentea la vida de las gentes, la trata deblancas, el sufragio de la mujer, losseguros y cosas así. Cuando nosorientemos sobre lo que queremos hacer,podemos formar una sociedad yemprender algo. Estoy segura que sipersonas como nosotras nos hiciéramoscargo de todos estos asuntos en lugar dedejarlos en manos de la policía y losmagistrados, podríamos terminar con

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muchas cosas. Mi idea es que tanto loshombres como las mujeres deberíanunirse para asuntos así. Tendríamos queir a Picadilly, acercarnos a una deaquellas desgraciadas y decirle: «Oiga,yo no soy mejor ni peor que usted, perosu vida es indigna. No puedo permitirque viva como una bestia. Todos somosiguales, y si usted comete actos malos,yo quiero evitarlo». Esto es lo que elseñor Bax nos explicó esta mañana, y esla verdad, aunque los que presumen detalento no lo crean. Usted también poseetalento, ¿no es verdad?

Cuando Evelyn hablaba, las ideas leacudían tan aprisa que no le quedabatiempo para escuchar las razones de los

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demás. Continuó sin descansar más queel tiempo preciso para tomar resuello.

—No sé por qué las socias del«Club de los Sábados» no pueden llevara cabo un buen trabajo. Claro que senecesitaría organización, alguien que sededicase a ello con la vida entera. ¡Yoestoy dispuesta a hacerlo! Mi plan espensar primero en el ser humano y dejarque las ideas abstractas se desenvuelvanpor sí solas. Lo que encuentro mal enLillah es que piensa en primer términoen la templanza y en segundo lugar enlas mujeres. Yo tengo una sola cosa a mifavor —prosiguió—. No soy intelectualni nada parecido, pero soy muy humana.—Se escurrió de la cama, y sentada en

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el suelo, miró hacia Rachel.Buscó su cara y la escudriñó como

si quisiera averiguar qué clase decarácter se ocultaba tras ella. Puso sumano sobre la rodilla de Rachel.

—Ser humana es lo único quecuenta, ¿no es así? Y a pesar de laopinión del señor Hirst, ¿no lo es ustedrealmente?

A Rachel le molestaba laproximidad de Evelyn, tanto como aTerence aquella noche. Pudo ahorrarsela respuesta porque ésta, sin aguardarla,prosiguió:

—¿Cree usted en algo?Para terminar de una vez con aquel

enojoso escrutinio, Rachel empujó hacia

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atrás su silla y exclamó:—¡Creo en todo!Empezó a juguetear con distintos

objetos, los libros de la mesa, lasfotografías, una maceta de cacto quehabía en la ventana.

—Creo en la cama, en lasfotografías, en la maceta, en el balcón,en el sol, en la señora Flushing —continuó con cierta desenvoltura como sidijese algo de lo que rara vez se expresaa pesar de sentirlo—. Pero no creo en elseñor Bax, ni en la enfermera delhospital. No creo… —Levantó unafotografía y la frase quedó sin terminar.

—Ésa es mi madre —observóEvelyn, que seguía sentada en el suelo,

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agarrándose las rodillas con los brazosy mirando con extrañeza y curiosidad aRachel.

Rachel examinó el retrato.—Bien, no creo mucho en ella

tampoco —dijo al cabo de un rato envoz baja.

La señorita Murgatroyd tenía elaspecto de un ser a quien la vida aplastay quita la energía. Estaba tras una silla,abrazada a un perro que mantenía junto asu rostro, donde miraban unos ojos deprofunda pena. Todo en ella inspiraba unansia de protección.

—Y ése es mi padre —dijo Evelyn,pues el marco contenía dos fotografías.

Representaba un bizarro soldado de

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facciones bien definidas y pobladobigote. Su mano descansaba sobre elpuño del sable. Había un parecidogrande entre él y Evelyn.

—Y es por ella —dijo Evelyn— porla que ha nacido mi propósito de ayudara otras mujeres. Supongo que sabrá algode mí. Ellos no se casaron, ¿comprende?Yo no soy nadie pero no siento ni chispade vergüenza. De todos modos seamaron, y esto es más de lo que muchospueden decir de sus padres.

Rachel, sentada en la cama,sosteniendo las dos fotografías,comparaba al hombre y a la mujer, quesegún Evelyn se habían querido. Aquelhecho le interesó más que la campaña en

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favor de mujeres desgraciadas. Su vistaiba de un retrato a otro.

—¿Qué opina usted del amor? —preguntó a Evelyn.

—¿No lo ha sentido usted nunca? —preguntó ésta a su vez—. ¡Oh, no, notiene una más que verla para hacersecargo de que no sabe lo que es! —añadió. Meditó—: Realmente, solo heestado enamorada una vez. —Cayó enhonda reflexión. Sus ojos perdieron sugran vitalidad y cierta ternura losempañó.

—Fue la gloria… mientras duró. Lopeor del caso es que no dura, por lomenos conmigo. Ése es el mal.

Siguió considerando su dilema entre

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Alfred y Sinclair, sobre los cuales pidiósu opinión y consejo a Rachel. Pero nobuscaba consejo, quería intimidad.Cuando miró a Rachel, que auncontemplaba las fotografías sobre lacama, no pudo por menos que darsecuenta de que no pensaba en nada de loque ella decía. ¿En qué pensabaentonces? Evelyn se atormentabainterrogando la llama de vida queinteriormente sentía arder y queintentaba demostrar a los demás queinvariablemente la rechazaban. Miró asu amiga con atención, sus zapatos, susmedias, las peinecillas del pelo, ensuma, todos los detalles de su persona.Su modo de vestir como si por tales

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detalles pudiese llegar a conocer mejorsu vida interior. Rachel dejó lasfotografías, dio unos pasos hacia laventana y observó:

—Es extraño, la gente habla tantosobre el amor como sobre la religión.

—Desearía que se sentara ypudiésemos hablar —exclamó conimpaciencia Evelyn.

En lugar de hacerle caso, Rachelabrió la ventana, que Consistía de doshojas de cristal alargadas, y miró eljardín.

—Ahí es donde nos escondimos laprimera noche —dijo—. Tuvo que serentre estos arbustos.

—Ahí matan a las gallinas —replicó

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Evelyn—, les cortan la cabeza con uncuchillo. ¡Algo horrible! Pero dígame…

—Me gustaría explorar el hotel —interrumpió Rachel. Retiró la cabeza dela ventana y miró a Evelyn, que seguíasentada en el suelo.

—Es lo mismo que otros hoteles —dijo ésta.

Así debía ser, pero cada habitación,pasillo y silla del edificio tenía un selloespecial a los ojos de Rachel. No podíaresistir más tiempo el encierro en unsitio fijo. Lentamente se fue acercandohacia la puerta.

—¿Qué es lo que piensa? —dijoEvelyn—. Me produce usted lasensación de estar siempre pensando en

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algo que nunca llega a decir. Por Dios,¡dígalo!

Pero Rachel no respondió. Se detuvocon la mano sobre el pomo de la puertacomo si de pronto recordara algo.

—Supongo que con alguno de ellosse casará —dijo, y abriendo la puertasalió, cerrándola a su espalda.

Andaba despacio por el pasillo,pasando la mano por la pared. No pensóhacia dónde iba y siguió bajando por uncorredor que la llevó a una ventana.Miró hacia abajo donde estaban lascocinas. Era el reverso del hotel, ocultopor un macizo de pequeños arbustos. Elsuelo se veía despejado, varias latasviejas en un rincón y sobre los arbustos

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había trapos y toallas puestas a secar.De vez en cuando salía un camarero conmandil blanco y tiraba unosdesperdicios sobre un montón de basura.Dos mujeres gruesas con trajes claros dealgodón y sentadas en unos banquillospelaban aves, y ante ellas se veían lasvasijas con salpicaduras de sangre. Depronto apareció una gallina corriendo, ydetrás, persiguiéndola, una vieja que notendría menos de ochenta años. Aunquevieja y poco firme de piernas, mantuvola caza acuciada por la risa burlona delas otras. Su cara demostraba una rabiafuriosa y conforme corría juraba enespañol. El animal, asustado por losgritos y las palmadas, corría lo mismo

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hacia un lado que hacia el otro, y porfin, atolondrado, fue a meterse entre laspiernas de su perseguidora, que cayóhecha un lío sobre el pobre animal. Lavieja, de un solo tajo, le cortó la cabeza.La sangre y el temblor del pobre animalhabían fascinado a Rachel. Aunque oyóllegar a alguien no se volvió hasta ver ala vieja sentada al lado de las otras dosmujeres. Entonces levantó bruscamentela cabeza. Era la señorita Allan lapersona que se hallaba de pie junto aella.

—No es un espectáculo bonito —dijo ésta—, a pesar de ser quizá máshumano que nuestro método… No creoque haya estado nunca en mi habitación,

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¿verdad? —Y se volvió como paraindicar a Rachel que la siguiera. Rachello hizo, esperando que alguna deaquellas personas con quienes tratabapudiese aclararle aquel misterio que laabrumaba. Todas las habitaciones delHotel tenían la misma forma, pero unasmás pequeñas que otras. Tenían el suelode losa roja obscura, una cama alta conmosquitero y además una mesa-escritorio, un armario, un tocadory un par de butacas. Pero cuando elequipaje se deshacía, las habitacionestomaban otro aspecto. La alcoba de laseñorita Allan era completamentedistinta a la de Evelyn.

No había chucherías de bisutería ni

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botellitas de perfume sobre el tocador.Ni tijeras pequeñas curvadas, ni granvariedad de calzado, ni ropa de finalencería sobre las sillas. Todo estabaextremadamente ordenado y pulcro. Seveían dos pares de cada cosa. La mesa-escritorio, por el contrario,aparecía atestada de librotes ymanuscritos, y una mesita auxiliar juntoa uno de los butacones sustentaba dospirámides de gruesos libros. La señoritaAllan, con su innata bondad, dijo aRachel que la acompañara a suhabitación por si tal cosa la distraía.Además sentía simpatía por lasmuchachas jóvenes. ¡Había educado atantas! Además, los Ambrose habían

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sido siempre muy atentos y se alegrabasi con aquella pequeñez podía mostraralgo de su gratitud. Miró a su alrededorbuscando algo para poder enseñarle. Lahabitación no ofrecía muchoentretenimiento. Halló su manuscrito.

—«Época de Chaucer», «Epoca deIsabel», «Epoca de Dryden» —reflexionó—. Me alegro que no hayamuchas más épocas. Estoy aún amediados del siglo XVIII. ¿No se quieresentar, señorita Vinrace? La silla,aunque pequeña, es firme… Euphues, Elgermen de la novela inglesa —continuóechando una ojeada a otra página—. ¿Leinteresa algo? —Miraba a Rachel casicon cariño, como si con toda su alma

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quisiera encontrar algo que la distrajera.Aquella expresión daba un encanto

especial a una cara más bien cansada ypreocupada.

—¡Ah, no! A usted le gusta lamúsica, ¿no es así? Y generalmente laliteratura no hace buenas migas con lamúsica.

Repasando tropezó su vista con unjarrito que había sobre una repisa. Loalcanzó, dándoselo a Rachel.

—Si mete el dedo dentro podráextraer un poco de jengibre en conserva.

Pero aquél estaba muy hondo yRachel no pudo sacarlo.

—No se moleste —dijo Rachel alverla buscar otro medio de sacarlo—. A

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lo mejor no me gusta.—¿Nunca lo ha probado? —inquirió

la señorita Allan—. Pues considero undeber que ahora lo pruebe. Puede queello sea un nuevo goce que la vida leproporciona y como aun es joven…Probaré con una regla —bromeó—. ¿Nosería triste que muriéndose lo probara yaveriguara que nada le había gustadotanto? A mí me entraría tal rabia quecreo que solo eso me induciría a sanarde nuevo.

Como consiguiera lo que seproponía, salió un montoncito de dulceen la punta de la regla. Mientras lalimpiaba, Rachel se metió en la boca eltrocito y en seguida exclamó:

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—¡Tengo que escupirlo!—¿Está segura que ya lo ha

probado? —preguntó la señorita Allan.Por toda contestación Rachel lo tiró

por la ventana.—De todas formas, ha sido una

experiencia —dijo la señorita Allan concalma—. Déjeme ver… no tengo otracosa que ofrecerle, a no ser que quieraprobar esto.

Un pequeño armario colgaba en loalto de la cama y sacó de él una fina yvistosa botella llena de un líquido verdeclaro.

—Crema de menta —dijo—. Eslicor, ¿sabe? No vaya a creer que bebo.¡He tenido esta botella durante 26 años!

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—añadió, y mirándola con ciertoorgullo, la movió para comprobar queestaba intacta.

—¡Veintiséis años! —exclamóRachel.

La señorita Allan sonreía muysatisfecha de haber sorprendido a lamuchacha.

—Es el tiempo transcurrido desdeque fui a Dresden. Cierta amiga míaquiso obsequiarme con un recuerdo.Pensó que en cualquier accidente unestimulante no estaría de más. Perocomo, a Dios gracias, no tuve ocasiónde empezarla, a mi regreso se ladevolví. En la víspera de todo viaje míoal extranjero, la misma botella vuelve a

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aparecer con idéntica notita. A miregreso vuelve intacta a su origen. Laconsidero como un talismán que melibra de accidentes. A pesar de llegaruna vez con retraso por un accidente deltren que salió antes que el mío, nunca meocurrió nada anormal. Sí —continuó,dirigiéndose a la botella—, juntaspresenciamos distintos armarios yclimas, ¿no es así? Pienso uno de estosdías ponerle una etiqueta de plata conesta inscripción: «Es un caballero comopueden observar y se llama Oliver»…No creo pudiera perdonarla si rompieraa mi Oliver —dijo con firmeza al verque Rachel la cogía por el cuellodescuidadamente y escuchaba,

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interesada, la charla de la señoritaAllan.

Así diciendo, puso la botella otravez en su sitio dentro del armario.

—Bien —exclamó Rachel—. Quéextraño encuentro todo eso de tener unaamiga desde 26 años y una botella yhaber hecho juntas tantos viajes.

—Nada de eso, yo creo que es muynatural —dijo la señorita Allan—; meconsidero la persona más corriente delmundo. Como no sea extraño ser tancorriente como lo soy yo. —Sonrió contoda amabilidad a Rachel.

Sus palabras calmosas y su vozsimpática eran un calmante para cuantosacudieran a ella. Pero la señorita Allan

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se ocupaba en cerrar con llave elarmario. Una sensación de raraincertidumbre hacia Rachel la obligabaa guardar silencio.

Rachel, por un lado, deseabaconfiarse a aquella alma tan bondadosay que tan cerca tenía. Por otro,comprendía que a nada conduciría y queera mejor pasar de largo en silencio.

—Encuentro suma dificultad enmostrarme tal como soy —observóRachel al cabo de un rato.

—Es cosa de temperamento —leayudó la señorita Allan—. Hay ciertaspersonas que nunca encuentrandificultad. Yo encuentro que hay unagran cantidad de cosas que no puedo

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decir. Pero yo me considero muy torpe.Una de mis compañeras en seguida sabesi le gusta o no cualquier persona.Déjeme recordar cómo lo hace. Diceque por el modo de dar los buenos díaso las buenas noches. A mí, en cambio,pasan a veces años antes de darmecuenta y decidirme. Pero a la mayoría delas jóvenes esto les es fácil.

—¡Oh, no! —contestó Rachel—.Cuesta mucho.

La señorita Allan la miró consimpatía y calló; sospechó que algo laturbaba. Llevóse las manos al moño,comprobando que se le deshacía.

—Le ruego que me perdone siestando usted aquí me arreglo el

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peinado. Aún no encontré una clase dehorquillas que me convenza. He decambiarme de traje y le agradecerémucho que me eche una mano; tiene unahilera de fastidiosos botones y me cuestamucho abrocharlos sola.

Dejó caer su falda y se quitó lachaqueta y la blusa. En combinaciónante el espejo, se la veía rechoncha ymaciza sobre sus gruesas piernasenfundadas en medias grises.

—La gente dice que la juventud es lomejor; yo encuentro la edad maduramucho más agradable —comentó alarreglarse el pelo, cepillárselo yvolverlo a recoger—. Cuando era joven—continuó— las cosas podían parecer

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más alegres si una las sentía así; y ahorami vestido.

En un momento se peinó comoacostumbraba, se vistió y con la ayudade Rachel, que le abrochó la falda,pronto estuvo lista.

—Nuestra señorita Johnsonencontraba la vida muy complicada —yse volvió dando la espalda a la luz—.Se dedicó a la cría de cerdos en LaGuinea y se entusiasmó con ellos. Acabode saber que su cerdo amarillo ha tenidoun cerdito negro. Aposté seis peniquesen esta cuestión. Me figuro que sesentirá muy orgullosa. —Se miró alespejo, adoptando cierta altivez alhacerlo.

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—¿Estoy visible para codearme conmis conciudadanos? —le preguntó—.No comprendo cómo los animales clarospuedan tener hijos negros. Me loexplicaron muchas veces y soy una tontaal no recordarlo. Recogiendo pequeñosobjetos y colocándolosconcienzudamente, un reloj con unacadena, una pulsera de oro maciza. Porfin, ya del todo lista, se detuvo anteRachel, con sonrisa bondadosa. No erauna mujer impulsiva y la vida le habíaenseñado a contenerse. Al mismo tiempoestaba dotada de una gran dosis debuena voluntad hacia los demás y enparticular con las jóvenes, las cualesmuchas veces le hicieron lamentar que

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le resultara tan difícil expresarse.—¿Bajamos? —preguntó—. Puso

una mano sobre los hombros de Rachel,y agachándose, cogió con la otra un parde zapatos y lo dejó afuera en el pasillo.Conforme avanzaban por el corredor,pasaron ante muchos pares de zapatos.Unos negros, otros castaños, todosigualmente puestos y en cambio tandistintos entre sí.

—Siempre pienso que la gente separece a su calzado —dijo la señoritaAllan—. Éste es de la señora Paley.

Al hablar, se abrió la puerta y éstasalió en su silla compuesta ya paratornar el té. Saludó a la señorita Allan ya Rachel.

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—Acababa de decir que laspersonas tienen cierto parecido con suszapatos —dijo la señorita Allan.

La señora Paley no la oía y tuvo querepetirlo por tercera vez. Cuando lo oyó,no lo comprendió. Iba a repetírselo porcuarta vez, cuando Rachel dijo de prontoalgo inarticulado y desapareció corredorabajo. Aquello era demasiado para susnervios. Iba a paso ligero, casicorriendo, en dirección contraria, y seencontró con un recodo donde había unamesa y una silla cerca de una ventana.En la mesa había un tintero viejo, uncenicero y un periódico francés. Rachelse sentó como si estudiara el diariofrancés, las lágrimas cayeron y formaron

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un pequeño borrón sobre éste. Levantóla cabeza con viveza y exclamó en altavoz: «¡Es intolerable!». Miraba por laventana con los ojos bañados enlágrimas. Dio rienda suelta a laamargura que llevaba dentro durantetodo el día. Todo había sido pésimodesde el principio al fin. Primero elservicio en la capilla, luego la comida,Evelyn seguidamente, la señorita Allan ypor último la señora Paleyinterrumpiendo el corredor. Todo el díaentero estuvo violenta y como si huyesede algo. Había llegado al puntoculminante de la crisis nerviosa desde elcual el mundo se ve en sus propiasproporciones. Todo le disgustaba

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inmensamente. Iglesias, políticos,incomprensiones y grandes impostores—hombres como el señor Dalloway,otros como el señor Bax, Evelyn y sucharla, la señora Paley interceptando elcorredor. Entre tanto el latido de supulso daba prueba de todo lo queinteriormente sentía. El zumbido, elesfuerzo, el disgusto. Se sentía el centrode toda la vida, el mundo parecíaestallar en su interior, y era reprimidopor el señor Bax luego por Evelyn yahora por una imposición estúpida. Elpeso de todo el mundo gravitaba sobreella. Así atormentada, se retorcía lasmanos nerviosamente. La abrumabantodas las conveniencias sociales, todo le

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resultaba insípido y estúpido. A travésde sus lágrimas veía por la ventana ungrupo de gente reunida en el jardín, losveía como masas inertes que se dejasenllevar de un lado a otro sin más objetoque el de interponerse a ella. ¿En qué seocupaban todos aquellos seres? «Nadielo sabía», se dijo a sí misma. Laimpetuosidad que sintió se ibaaplacando y la visión del mundo antestan viva se le aparecía ahora comovelada. «Es un sueño», murmuró.Reparó en el viejo tintero, la pluma, elcenicero y el periódico francés. Estospequeños objetos sin valor alguno lerecordaron las vidas humanas. «Estamosdormidos y soñamos», se repetía. Pero

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la eventualidad de que alguno de los delgrupo de abajo pudiera ser Terence lasacó de la apatía en que se habíasumido. Se sintió tan inquieta comoantes de sentarse. Era incapaz de ver almundo como una ciudad expuesta a suspies. Lo veía todo a través de una nieblaempobrecida y rojiza. Tornaba ladepresión que sintió todo el día, sinpoder evitarla. El movimiento físico erasu único alivio. Buscando, ni ella mismasabía qué, se levantó, empujó hacia atrásla mesa y se dirigió a las escaleras.Salió por la puerta del vestíbulo yvolviendo la esquina del Hotel— seencontró entre la rente que viera desdearriba. Debido a la intensa claridad del

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sol, en contraste con la semioscuridadde los pasillos, el grupo se le apareciócon sorprendente intensidad. Como si elpolvo superficial hubiese sido borrado yqueda descubierto tan solo la realidaddel instante. Lo miraba como una visiónque se destacase en una noche muyobscura. Figuras en blanco, gris ymorado se esparcían por el céspedsentadas en silloncitos de mimbre antelos pequeños veladores cargados contodos los utensilios del té. Todo se veíaalegre y trivial, sirviéndoles de fondo unmacizo y grandioso árbol que parecíaenvolverles y protegerles con susnumerosas ramas. Conforme seacercaba, oyó a Evelyn repitiendo

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monótonamente a un perrillo: «Eh, aquí,aquí, ven para acá, sé bueno». Todoestaba paralizado y advirtió que una delas personas era Helen Ambrose. Elpolvo volvía a tomar posesión de todo.El grupo se reunía del modo más natural.Una mesita de té se aproximaba a la otray las sillas servían para enlazar los dosgrupos. Aun a distancia podía verse quela señora Flushing, erguida e imperiosa,dominaba la reunión. Hablaba convehemencia a Helen a través de lamesita.

—Diez días bajo tiendas decampaña —le estaba diciendo—.Ninguna comodidad. Si quiere confortno venga. Pero le puedo anticipar que se

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arrepentirá. ¿Accede usted?En aquel instante vio a Rachel:—¡Ah! Ahí tiene usted a su sobrina.

Ella ya lo ha prometido. ¿Verdad quequiere venir?

Habiendo formulado su plan, seafanaba en llevarlo a cabo con laenergía e ilusión de una criatura. Rachelse unió a ella con idéntico afán.

—Claro que iré, y tú, Helen,también, y el señor Pepper.

Al sentarse se dio cuenta de quetodos eran conocidos, pero entre ellosfaltaba Terence. Los reunidos empezarona comentar la propuesta expedición.Unos decían que sería muy calurosa ylas noches frías. Otros que lo difícil

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sería conseguir una lancha o barca yentenderse en el idioma de los nativos.La señora Flushing allanaba todos losinconvenientes tanto en relación alhombre como a la naturaleza, y anuncióque su marido se ocuparía de todo. Entretanto el señor Flushing explicaba aHelen que la expedición era en realidadcosa sencilla. Duraría como máximocinco días, y el lugar, un pueblecitoindígena, merecía la pena de verse antesde regresar a Inglaterra. Helenmurmuraba evasivamente sincomprometerse a nada. La reuniónincluía a muy distintas clases depersonas para mantener unaconversación con facilidad. Desde el

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punto de vista de Rachel, poseía la granventaja de que le resultaba innecesariohablar. Al lado opuesto, Susan y Arthurexplicaban a la señora Paley el plan dela expedición hasta lograr que locomprendiese, lo que les costó bastante.La señora Paley daba los consejospropios de quien ha viajado mucho. Quellevasen conservas, abrigos de pieles einsecticidas. Se inclinó al oído de laseñora Flushing y cuchicheó algo concierto aspecto malicioso. Helen recitabaen voz alta un poema a John Hirst paraganarle una apuesta de seis peniques queestaban sobre la mesa. El señor Elliotimponía silencio contando anécdotasmás o menos graciosas de Lord Curzon.

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La señora Thornbury intentaba recordarel nombre del que pudo haber sido otroGaribaldi. El señor Thornburyinformaba que poseía unos prismáticosque ponía a la disposición de quien losquisiera. La señorita Allan, con suamabilidad peculiar para el trato con losperros, que tan frecuente es en algunassolteras, consiguió acercarse a Evelyn.Pétalos de flores y fino polvillo caían delas ramas al moverlas la brisa sobre losplatitos. Rachel parecía darse cuenta detodo como un río siente las ramas quecaen en su corriente y el cielo que locubre; pero la expresión soñadora desus ojos intranquilizó algo a Evelyn.

—¿En qué piensa ahora? —preguntó

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de repente.—En la señora Warrington —

contestó Rachel.Se veía a Susan cuchichear con la

señora Elliot, mientras Arthur lacontemplaba con la seguridad absolutaen su propio amor. Tanto Rachel comoEvelyn la escuchaban.

—Hay que hacer los encargos,cuidar los perros y el jardín, enseñar alos niños —su voz en tono rítmico eracomo la de quien confecciona una listade asuntos distintos—. El tenis y elpueblo, cartas que le escribo a mi padrey mil pequeñeces que ahora no recuerdo.Raras veces encuentro un momento paramí sola, y cuando caigo en la cama estoy

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ya tan cansada que me eclipso antes detocar la almohada. Además me encantaestar con mis tías, aunque resultepesada, ¿verdad tía Emma?

Sonrió a la vieja señora que, con lacabeza inclinada, comía un bizcocho y lamiraba con cierto afecto.

—Papá tiene que resguardarse delfrío en invierno. Hay que cuidar de él,como ocurre contigo, Arthur. ¡Todo seamontona!

Su voz subía de diapasón. Sin sabera qué atribuirlo sintió Rachel ciertodesvío hacia Susan, pasando por altotodas sus cualidades de bondad ymodestia. Se le aparecía hipócrita ycruel; la veía ya gruesa y prolífica. Sus

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bonitos ojos acuosos y sin brillo y su teznacarada llena de surcos y más mate.Helen le preguntó:

—¿Fuiste a la iglesia?Había ganado la apuesta y parecía

dispuesta a levantarse para despedirse.—Sí —le respondió Rachel y

añadió—: por última vez.Al ir a levantarse se le cayó a Helen

un guante y recogiéndoselo Evelyn, dijomedio en broma:

—¿Pero se marcha ya?—Va siendo hora. ¿No ve qué

callados están todos?Un silencio más acentuado reinó en

la reunión quizá por mirar todos aalguien que se aproximaba. Helen no

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podía distinguir quién era; pero alelevar la vista, en Rachel observó algoque le hizo decidirse interiormente: «EsHewet». Se calzó los guantes comoquien se da cuenta de la significacióndel momento. Se decidió, y por fin selevantó. Vio a la señora Flushingdirigirse a Hewet y pedirle informessobre los ríos, los barcos, etc. Estodióle a entender que volvería asuscitarse el tema del `viaje. Rachel lasiguió, iban las dos en silencio por laavenida. A pesar de lo que Helen vio ycomprendió, lo que sobresalía en sussentimientos era algo curiosamentetrivial. Si se decidía a ir en aquellaexpedición no podría tomar su baño

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diario. Esto le parecía de granimportancia y sumamente enojoso.

—Es desagradable vivir tan unidoscon gentes a las que casi ni se conocen.

—¿No piensas ir? —interrogóRachel.

La ansiedad de la pregunta irritó a laseñora Ambrose.

—No pienso ir ni tampoco dejar dehacerlo —replicó intentando aparecerindiferente—. Después de todo meparece que ya hemos visto todo lo quehay que ver; además es un jaleo el viaje,y por más que digan lo contrario, tieneque ser terriblemente incómodo.

Durante un rato Rachel no habló,pero cada frase que Helen pronunciaba

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aumentaba su amargura. Por fin, sinpoder contenerse, exclamó:

—Gracias a Dios que no soy comotú. Algunas veces me parece que nipiensas, ni sientes ni te importa nadamás que existir, eres como el señorHirst. Ves que están las cosas mal yparece que te gozas en demostrarlo. Túle llamas a eso honradez, pero espereza, sosería. ¡No estimulas, noayudas, a todo le pones el punto final!

Helen contestó con una sonrisitairónica como si esperase el ataque:

—¿Bien? —inquirió.—¡Qué te parece mal lo del viaje,

eso es todo! —replicó Rachel.—Muy probable —dijo Helen.

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En cualquier otra ocasión Rachelhubiese guardado silencio ante laingenuidad de su tía, pero aquella tardesu malhumor no la dejaba en paz y hastaveía con gusto una pelea en toda regla.

—Parece que solo vives a medias—continuó.

—¿Dices eso porque no acepto lainvitación del señor Flushing? —preguntó Helen—. ¿O siempre te resultolo mismo?

En aquel momento se le ocurrió aRachel, que siempre había encontradolos mismos defectos en su tía, desde laprimera noche que la conoció a bordodel Euphrosyne, a pesar de su belleza, apesar de su magnanimidad y de todo su

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cariño.—¡Ay, no sé qué le pasa a todo el

mundo! —exclamó—. ¡Nadie tienesensibilidad, no hacen más que herir! Telo digo sinceramente, Helen, el mundoes malo. Es una agonía, vivir…desear…

Cogió al pasar un puñado de hojasde un arbusto y las aplastó nerviosaentre las manos como si así sedesahogase.

—La vida de esas personas —probóa explicarse—, su inutilidad, su modode vivir. Vas de uno a otro y todos soniguales. Nunca encuentras lo que deseasen ninguno de ellos.

Su estado de ánimo y lo confuso de

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sus ideas convertíanla en víctima fácilpara Helen de querer ésta sonsacarla yganarse su confianza. Pero en lugar dehablar, ambas cayeron en un profundosilencio mientras seguían caminando. AHelen le parecía imposible creer lo queadivinó en el té. Los pequeños chistes,la charla, las tonterías de la tarde seevaporaban ante su vista.

Su sentido de la propia seguridad seresentía como si bajo las ramas y hojassecas hubiese presentido el movimientode una serpiente. Le parecía que se lesconcedía un momento de reposo, unmomento para seguir con la comedia, yde nuevo la irrazonada y profunda leyentraría en la lucha con todo su vigor. Lo

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moldearía todo a su placer creando ydestruyendo. Miró a Rachel quecaminaba a su lado aplastando aún lashojas entre sus dedos y absorta en suspensamientos. La sabía enamorada yesto le inspiró una profunda compasión.Se sobrepuso a todas aquellascavilaciones y se excusó diciendo:

—Siento mucho ser sosa y aburrida,no lo puedo remediar.

Si era un defecto natural encontrópronto un fácil remedio. Siguió diciendoque el plan del señor Flushing erabastante bueno. Solo necesitabameditarlo un poco, y por lo visto lo fuehaciendo así hasta llegar a su casa, puesno volvió a hablar. Al llegar decidieron

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que si se volvía a hablar del asunto,aceptarían la invitación.

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XX

El señor Flushing y la señora Ambroseultimaron los detalles de la expedición,y ésta no les parecía peligrosa ni difícil.Encontraron que ni siquiera salía de locorriente. Cada año por aquella épocalos ingleses formaban caravanas que seembarcaban remontando el curso del río,después descendían, daban un vistazo alpueblo indígena, compraban ciertacantidad de cosas a los indios ytornaban tan ufanos sin daño espiritualni corporal. Cuando descubrieron queeran seis las personas que realmentedeseaban formar parte, pronto se

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llevaron los trámites a feliz término.Desde el tiempo de la Reina Isabel muypoca gente había recorrido el río y nadahabía sucedido desde entonces quecambiase su apariencia. Desde aquellaépoca el tiempo y los años cambiaron,no el curso del río que siguió comosiempre, sino sus alrededores. Lospequeños arbustos se tornaron frondososy grandes. Los árboles finos y endeblesse hicieron grandes y corpulentos, conenormes troncos que encogían el alma enaquella soledad que imponía.Cambiando solo el giro del sol y lainterposición de las nubes, los grandescampos de mullido verdor seguían allísiglo tras siglo. El agua del río había

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corrido invariablemente entre estafrondosidad, arrastrando consigo tierrasy ramas. Entretanto en otros lugares delmundo una ciudad se elevaba sobre lasruinas de otra ciudad, y los hombres quela habitaban avanzaban en el camino dela civilización desconociéndose máscada día entre sí. Unos cuantoskilómetros de río les fueron visiblesdesde la altura de la montaña dondeunas semanas antes hicieron suexcursión. Susan y Arthur lo vieron albesarse. Terence y Rachel al sentarsehablando de Raymond. Evelyn y Perrotal pasearse con la quimera de figurarseser grandes capitanes enviados acolonizar el mundo. Habían visto la lista

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azulada y ancha que atravesaba lasarenas para desembocar en el mar. Lasgrandes masas de árboles cubrían sucurso más arriba hasta esconderlo a lavista de todos en una frondosidad. Aintervalos, en los primeros veintekilómetros, se divisaban en sus orillasalgunas casas. Gradualmente éstasdesaparecían, siendo reemplazadas poralgunas chozas. Más lejos ya no sedivisaban casas ni chozas; solo árbolesenormes y grandes hierbas. Aquelloslugares eran el «paraíso» de cazadores,exploradores, comerciantes que a pie oembarcados los cruzaban sin acampar.

Por la mañana dejaron Santa Marinamuy temprano, yendo en coche unos

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veinte kilómetros y en caballerías unosocho. La excursión se componía de seispersonas y llegó al margen del río alobscurecer el día. A buen trote, porentre los árboles, llegaron el señor y laseñora Flushing, Helen Ambrose,Rachel, Terence y John Hirst. Lascaballerías, cansadas, se detuvieroncomo de común acuerdo y losexpedicionarios desmontaron. La señoraFlushing, entusiasmada, dio unos pasosacercándose a la orilla del río. El díahabía sido caluroso, pero ella disfrutóyendo montada y respirando el airelibre. Dejó el hotel, que no le gustaba, yse encontraba a su gusto con los que leacompañaban en la expedición. El río

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mugía con ímpetu al correr en laobscuridad. Escasamente se distinguía laoscilante superficie. En el aire sonaba elruido de las aguas. Se detuvieron en unespacio despejado que había entre unosgrandes troncos. Sobre el río, una luzverde que subía y bajaba en suavemovimiento les indicaba el lugar dondeles aguardaba la lancha. Ya en ella ysobre la cubierta vieron que se tratabade una pequeña embarcación cuyo motorvibraba suavemente a sus pies y quearrancó pausadamente. Parecía queandaban por el corazón de la noche. Losárboles semejaban entrelazados anteellos, se oía por todos lados el crujir delas hojas. La gran obscuridad

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ahuyentaba todo deseo de comunicarse.Sus palabras sonaban huecas einsignificantes. Después de recorrer lacubierta tres o cuatro veces formaron ungrupo bostezando hondamente y mirandoel paisaje sombrío que dejaban a suespalda.

La señora Flushing intentaba verdónde podría echarse a dormir. Abajoera inútil intentarlo. Cerca del motor,con fuerte olor a combustible, tampoco.Sobre cubierta no se podía dormir porlos insectos. Era lo que Helen habíaprevisto. La imposibilidad dedesnudarse y descansar surgía con todossus inconvenientes a pesar de estartodos medio dormidos y ser casi

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invisibles unos a otros. Con la ayuda deHirst armaron una tienda de campaña enun extremo de la cubierta, y ésteconvenció a las señoras de que allíresguardadas podrían desnudarse y des-cansar. Salieron a relucir colchones ymantas y las tres ' se tendieron una juntoa otra al aire puro de la noche.

Los caballeros fumaron varioscigarrillos, echaron las colillasencendidas al río, miraron un rato elbalanceo de las aguas, se desnudaron yal otro extremo de donde estaban lasseñoras se acondicionaron para dormir.Estaban tan rendidos que prontoestuvieron ajenos a todo, sirviéndolesde cortina la misma obscuridad que les

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cubría.El primero en dormirse fue Wilfred

Flushing, después Hirst. Hewetdespierto, miraba en dirección al cielo.El suave balanceo y las formas negrasque constantemente pasaban ante su vistale impedían pensar con claridad. Laproximidad de Rachel le llenaba detranquilo bienestar, si bien le impedíadiscurrir. El saberla tan cerca le impo-sibilitaba pensar serenamente en ellatanto como le resultaba imposible verlaen esta densa y obscura noche. Demanera extraña se identificó con elbarco. Si hubiera sido inútil levantarse yempuñar el timón, igualmente lo eraluchar por más tiempo con la potencia

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irresistible de sus sentimientos. Unafuerza superior le impelía haciaadelante, lejos de todo lo que conociera,franqueando barreras, dejando atrástodas las señales, irrumpiendo en maresdesconocidos con la misma serenidadque ahora surcaban la superficie del río.Una profunda paz le envolvíasumiéndole en honda inconsciencia.Miraba las altas copas de los árbolescambiar ligeramente su postura al pasarla embarcación. Veía los árboles sobreel fondo estrellado del firmamentoencorvarse y estirarse, bajar y subiraltísimos hasta que, contemplándolos, sesumió en sueños. Soñó que yacía bajo lasombra de otras grandes copas de

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árboles contemplando el cielo. Aldespertarse a la mañana siguiente vierona la derecha un terraplén de arenapoblado de árboles. En la riberaizquierda había un pantano dondetemblaban altas hierbas y bambúes,sobre cuyos tallos se balanceabannumerosos pájaros de un alegre coloridoverde y amarillo. La mañana era ca-lurosa y estaba en silencio. Al terminarel desayuno se sentaron formandosemicírculo en la proa de la cubierta. Untoldo les protegía del intenso calor delsol y la brisa de la marcha lesrefrescaba ligeramente. La señoraFlushing adornaba con pinceladas yrayas la tienda de campaña. Sus

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movimientos, bruscos y expresivos, separecían a los de un pájaro nervioso quepicoteara los granitos del suelo. Losotros expedicionarios tenían libros,trozos de papel o bordados, con loscuales se ocupaban aparte de mirar elpaisaje. En una ocasión Hewet leyó enalta voz un poema. Seguían avanzandobajo la sombra de los árboles. Tanpronto veían una nidada de pájaroscolor grana comiendo en uno de lospequeños islotes como una cotorraazulada y verdosa volaba gritando de unárbol a otro. Conforme avanzaban todoel paisaje crecía en intensidad indómita.Los árboles y la naturaleza parecía quese alegraban por la fuerza de su

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entrelazamiento. Aquí y allá se elevabaalgún árbol gigantesco por encima delos excursionista, balanceando ágilmenteen la altura su verde quitasol.

Hewet volvía de nuevo a sus libros.La mañana transcurría tan plácida comolo fue la noche. Sólo variaba laintensidad del paisaje en la claridad deldía. Hewet, al ver a Rachel y oír su voztan cercana, sentía la proximidad dealgún acontecimiento que estuvieseestacionado junto a ellos. Sabía que unimpulso desconocido lo guiaba. Volvióotra vez a su libro leyendo:«Quienquiera que seas, ahora estoy entus manos. Sólo una cosa importa; lodemás es inútil».

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Un pájaro soltó una carcajadasalvaje; un mono chilló una preguntamaliciosa; y como el fuego se renueva alcalor del sol, así los ruidos de la selvase sucedían. Gradualmente el río fueestrechándose y las orillas iban bajandoa un mismo nivel, cuajadas de árboles ymalezas. La selva devolvía ecos lejanos.Chillidos repentinos y estridentes,seguidos de un absoluto silencio. Comoen las catedrales, cuando la voz delpredicador enmudece y su eco resuenatodavía, saltando de un rincón a otro porla bóveda.

El señor Flushing se levantó,hablando con uno de los marineros yanunciando que después de comer, la

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embarcación se detendría para quepudieran visitar el bosque.

—Por aquí encontraremos todavíasenderos. No nos hemos alejado muchode la civilización. —Echó un vistazo ala pintura de su esposa. Demasiadocortés para alabarla públicamente, secontentó con tapar la mitad con unamano, y con la otra hacer un gesto deponderación—. ¿No lo encuentranmaravilloso?

Helen siguió su mirada y no hallópalabras para juzgar lo que veía.

—De ahí tomarían su estilo los delreinado de Isabel —susurró Hewet,mirando la profusión de hojas y capullosy demás prodigiosos frutos—. Si

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Shakespeare lo hubiera visto…—¡Aborrezco a Shakespeare! —

exclamó la señora Flushing, y Wilfredreplicó, admirándola:

—Creo que eres la única personaque se atreve a decir semejante cosa,Alice.

Pero la señora Flushing siguióimperturbable pintando, sin dar muchaimportancia al cumplido de su marido.Pintaba sin interrupción. A veces,murmurando a medias una palabra o ungemido.

La mañana era ya muy calurosa.—¡Miren a Hirst! —cuchicheó el

señor Flushing.La hoja de papel en que escribía

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había caído al suelo y con la cabezaechada hacia atrás roncaba sonoramente.Hewet recogió la hoja del suelo y laestiró bien, para que Rachel pudieraverla. Era una continuación del poemaque iniciara en la capilla, pero de unainmoralidad tal, que la mitad le resultóincomprensible. Hewet empezó a ponerpalabras en los claros que Hirst habíadejado, pero cesó de pronto. Su lápizrodó sobre la cubierta. Gradualmente seacercaban a la ribera derecha. Laclaridad que les iluminaba tenía un matizverdoso.

La señora Flushing dejó sus pincelesy miró hacia adelante en silencio. Hirstse despertó. Sonó la llamada para

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comer, y mientras lo hacían se detuvo labarca a muy poca distancia de la ribera.La lancha que llevaban a remolque fueacercada y a ella subieron las señoras.Para librarse del aburrimiento, Helenllevaba un libro de memorias y laseñora Flushing su caja de pinturas. Asíequipadas, se acercaron a la orilla,saltando a tierra muy cerca de la entradadel bosque. No anduvieron mucho por elcamino paralelo al río antes de queHelen dijese que hacía un calorsofocante. La brisa del río cesó y unaatmósfera calurosa y pegajosaimpregnada de fuertes olores venía delinterior del bosque.

—Me sentaré aquí —dijo Helen,

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apuntando un tronco de árbol caído casicubierto de enredaderas.

Se sentó, abrió su quitasol y miró alrío que atravesaban grandes troncos deárbol.

—Estoy de acuerdo —dijo la señoraFlushing, y procedió a abrir su caja depinturas.

Su marido se paseó por si percibíaalguna bonita perspectiva para que ellala pintase. Hirst sentóse junto a Helen,en plan de entablar conversación.Terence y Rachel quedaban en pie solos.Él vio llegada su hora, tal como eldestino la deparaba; y a pesar decomprenderlo, sintióse completamentetranquilo y dueño de sí mismo. Habló a

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Helen, animándola a que fuese con ellosa dar un paseo. Rachel se unió tambiénen el ruego.

—De todas las personas que heconocido —dijo él—, es usted la menosatrevida. Parece estar sentada en unassillas verdes de Hyde Park. ¿Va apasarse ahí la tarde entera? ¿Nopaseará?

—¡Oh, no! Aquí solo debeemplearse la vista —contestó con unavoz medio adormilada.

—¿Qué sacaréis de andar? Sudar yestar cansados para la hora del té, ynosotros frescos y contentos —añadióHirst.

En sus ojos vieron los reflejos

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dorados y verdosos del cielo y de lasramas. Aceptaban como un hecho queRachel y Terence se propusieran pasearpor el bosque.

—¡Adiós! —dijo Rachel.—¡Adiós! Y cuidado con las

serpientes —gritó Hirst. Se acomodómás confortablemente a la sombra de unárbol caído muy cerca de donde sesentaba Helen.

Al alejarse, el señor Flushing lesllamó:

—Saldremos dentro de una hora.Hewet, por favor, acuérdese, una hora.

Obra de los hombres o dispuesto asípor la naturaleza, había un camino anchoque se adentraba en el bosque. Semejaba

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una avenida en un bosque inglés, salvoque los arbustos tropicales, con sushojas largas como sables, crecían portodos lados. El suelo se cubría de unmusgo húmedo, salpicado de florecillasamarillas y no del fino césped de losparques ingleses. Conforme seadentraban en la profundidad de losárboles, la luz se tamizaba más y losruidos del mundo se cambiaban por loscrujidos y sonidos especiales de laselva, que les producían la sensacióndel mar. El camino se estrechaba ytorcía, bordeado por densas enredaderasque enlazaban un árbol con otro yestallaban aquí y allá en grupos deflores en forma de estrellas, de ricas y

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variadas tonalidades granate. Loscrujidos eran a veces interrumpidos porel grito estridente de algún animalasustado. Con el aire les llegabanlánguidas oleadas de perfumados olores.De vez en cuando, entre la claridadverdosa había un espacio libre quedejaba entrar con toda su hermosurachorros de sol en los que revoloteabanenormes mariposas rojas y negras.

Terence, y Rachel avanzaban ensilencio, pero sentían la necesidad dehablarse. ¿Cuál de los dos iniciaría laconversación?

Hewet cogió una fruta encarnada y latiró a lo alto con toda su fuerza. Cuandollegase al suelo, entonces él hablaría.

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Oyeron el ruido especial de unas alasabriéndose para volar; el de la fruta altropezar entre las hojas y su sonidosordo al llegar al suelo. El silencio eracada vez más profundo.

—¿Te asusta esto? —preguntóTerence cuando se apagó el ruido de lafruta al caer.

—¡Oh! —contestó ella—. Me gusta—y repitió—, me gusta.

Andaba ligero, e iba más enderezadoque de costumbre. Hubo otra pausa.

—¿Te gusta estar conmigo? —preguntó Terence.

—Sí —replicó ella.Calló por un momento. El silencio

parecía envolverlo todo.

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—Es lo mismo que yo siento desdeque te conocí —replicó él—. Nosotrossomos felices juntos. —Hablaba comosi lo hiciera consigo mismo y Rachelparecía no escucharlo, andando ensilencio.

—Muy felices —contestó Racheltras una pausa. Siguieron un rato ensilencio. Inconscientemente sus pasos sealigeraban.

—Nos queremos —dijo Terence.—Sí, nos queremos —repitió

Rachel.El silencio se rompía por el sonido

de sus voces que adquirían un tonoextraño y poco familiar, distinto a suspalabras. Paráronse, uniéndose en

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estrecho abrazo y después sentáronsesobre el mullido suelo, uno junto a otro.Oyeron el crujir de los árboles y elaullido de una fiera, pero todo lespareció remoto.

—Nos amamos los dos —repetíaTerence.

Ambos estaban muy pálidos ycallados. Él no se atrevía a volver abesarla. Ella se acercó poco a poco yapoyó la cara contra su hombro. Asípermanecieron un rato. Una vez dijo ella«Terence» y él le contestó «Rachel».

—¡Es espantoso! —murmuró ella,después de otra pausa, y al hacerlopensaba tanto en el sombrío eco de lasaguas agitándose distantes en sus

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propios pensamientos. Observó que porel rostro de Terence se deslizaban unaslágrimas. Parecía que había transcurridomucho tiempo cuando él sacó el reloj.

—Flushing dijo una hora y hemosestado ya más de hora y media.

—Y tardaremos otro tanto en volver—dijo Rachel.

Se levantó muy despacio, estiró losbrazos y dio un hondo suspiro, mitadgemido, mitad bostezo. Parecía muycansada y estaba pálida.

—¿Por dónde? —preguntó.Volvieron por el camino cubierto de

verdor. Los crujidos continuaban en loalto, mezclados a los gritos de distintosanimales. Las mariposas seguían

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circulando en los claros de luz.Al principio Terence parecía seguro

del camino que seguían, pero conformeandaban, empezó a dudar. Tuvieron quedetenerse, orientarse y seguir de nuevo.Sabían la dirección del río, pero noestaban seguros de dar con el punto enque dejaron a los otros. Rachel leseguía, deteniéndose cuando él separaba.

—No quiero llegar tarde —dijo él—porque… —Puso una flor en manos deella, y sus dedos la oprimieron.

—Llegaremos tarde, tarde,horriblemente tarde —repetía él como sihablara en un sueño—. Ahora ya está.Recuerdo esta vuelta.

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De nuevo se encontraron en elcamino ancho, como una avenidainglesa, por donde empezaron a andar alsepararse de los otros. Andabancallados como sonámbulos, que sólo amedias tuvieran conciencia de su ser.

Rachel exclamó de repente:—¡Helen!Al sol, en el espacio al borde del

bosque, vieron a Helen sentada todavíaen el tronco del árbol. Su traje blancodeslumbraba mucho a la luz del sol.Hirst, inclinado sobre el codo, estaba asu lado. Instintivamente se detuvieron.La presencia de los demás parecíaclavarlos en la tierra. Oprimiéronse lamano en silencio por unos momentos.

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—Debemos seguir —insistió por finRachel en voz baja.

Hicieron un esfuerzo y acortaron ladistancia que los separaba de la parejasentada sobre el tronco caído. Alaproximarse, Helen se volvió, los miróun rato sin pronunciar palabra, y alllegar junto a ella, dijo en voz baja:

—¿Vieron al señor Flushing? Ha idoa buscarles. Pensó que se podían perder,aunque ya le dije que no era probable.

Hirst se volvió, mirando a las ramascruzarse en el aire sobre él.

—¿Vale la pena el paseo? —preguntó con voz adormilada.

Hewet se sentó a su lado en lahierba y empezó a abanicarse.

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—Calor —dijo.Rachel se balanceaba al otro lado de

Helen en el filo del tronco.—Mucho calor —repitió ella.—Se os ve cansadísimos —observó

Hirst.—Debe ser agobiante pasear bajo

esos árboles —exclamó Helen,recogiendo su libro y sacudiéndole lostrocitos de hierba que quedaron entre laspáginas.

Todos guardaron silencio, mirandola corriente del río hincharse al tropezarcon los árboles caídos. Así les in-terrumpió el señor Flushing. Salió de losárboles a cien metros de ellos y exclamócon voz fuerte:

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—¡Ah! ¿Con que dieron con elcamino? Pero es tarde, mucho más tardede lo que quedamos, Hewet.

Se le notaba ligeramentecontrariado, y su misión de director dela expedición le hacía adoptar un tonoalgo autoritario. Hablaba aprisa, usandopalabras fuertes, que carecían desentido.

—Llegar tarde no importa gran cosa,claro —dijo—; pero como es cuestiónde tener los hombres a punto.

Llegaron junto a la orilla, donde lesesperaba el bote. El intenso calor ibadisminuyendo, y tornando el té, losFlushing se sintieron más comunicativos.Terence, oyéndoles hablar, sentía que la

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existencia tomaba dos distintos caminos.Allí estaban los Flushing hablandoincansablemente, como si se remontasena las alturas, mientras él y Rachel caíanen el centro del mundo unidos.

La señora Flushing, con su finoinstinto, intentó sacar en claro algo quesuponía oculto. Se fijó en Terence consus ojos de vivo azul y se dirigió a él.

Quería saber qué haría él si el barcose estrellara contra una roca y se iba apique. ¿Le importaría algo fuera desalvar la vida?

—Hay sólo dos criaturas que lamujer normal quiere verdaderamente —continuó ella—. Su hijo y su perro; y nocreo que los hombres lleguen a tanto. Se

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lee tanto de amor —por eso la poesía estan aburrida—. ¿Pero qué pasa en lavida real, eh? No es el amor lo quecuenta.

Terence dijo algo entre dientes.El señor Flushing, que fumaba un

cigarrillo, contestó a su esposa:—Debes recordar, Alice, que tu

crianza fue poco natural, nada corriente.No tenía madre —explicó, perdiendoalgo de la formalidad de su tono— y supadre era un hombre delicioso, no lodudo, pero que sólo se ocupaba encaballos de carreras y estatuas griegas.Cuéntales lo del baño, Alice.

—En las cuadras posteriores —dijola señora Flushing—, cubiertas de hielo

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en invierno, teníamos que guarecernos,de lo contrario, nos azotaban. Los másfuertes vivimos, los otros murieron. Loque se dice el sobrevivir de los másfuertes. Era un plan excelente, no lodudo, ¡sobre todo si usted tiene trececriaturas!

—¡Y todo esto ha pasado en elcorazón de Inglaterra, en pleno sigloXIX! —exclamó el señor Flushing,volviéndose hacia Helen.

—Yo trataría a mis hijos del mismomodo, si los tuviera —dijo la señoraFlushing.

Cada palabra sonó con claridad alos oídos de Terence. Pero ¿qué decían?¿de quién hablaban? ¿quiénes eran

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aquellos seres fantásticos hablando alláen lo alto?

Cuando terminaron de beber el té selevantaron, acodándose en la barandillade cubierta. El sol se ponía, el agua setornaba obscura y rojiza. El río seensanchó de nuevo y pasaron junto a unislote que semejaba un pegote obscuroen el centro de la corriente. Dos grandespajarracos les miraron con curiosidad.La playa no presentaba más señales quelas huellas de sus patas. Las ramas delos árboles en la ribera eran másretorcidos y angulosos. El verde de lashojas más vivo y salpicado de oro.Hirst, inclinado a proa, empezó a hablar.

—Se siente uno muy extraño, ¿no les

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parece? Estos árboles se apoderan delos nervios. ¡Es todo tan absurdo! Diostodopoderoso, ¿qué persona normalhubiera concebido un paraje tan salvajecomo éste para llenarlo de monos ydemás reptiles? Si viviese aquí,acabaría loco, loco de remate.

Terence intentó contestarle, pero laseñora Ambrose se adelantó. Le dijoque mirase el conjunto de aquellas ma-sas, que contemplase el coloridomaravilloso y la forma de los árboles.Parecía como si quisiese proteger a Te-rence de la proximidad de los demás.

—Sí —dijo el señor Flushing—; ami juicio, la ausencia de la gente es loque produce esta impresión. Debe

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admitir, Hirst, que aun una pequeñaciudad italiana vulgarizaría la escenaentera. Gusta precisamente su inmen-sidad, el sentido elemental de sugrandeza.

Hizo un gesto con la mano hacia losárboles y una ligera pausa, mirando lagran masa verde que se envolvía ensilencio.

—Reconozco que nos hace sentirinsignificantes.

Viendo como Flushing, con suspalabras, razonaba y procurabaconvencer a Hirst, Terence atrajo aRachel a su lado, apuntandoostensiblemente a un enorme y retorcidotronco caído y medio hundido en el

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agua. Deseaba, a toda costa, estar cercade ella, pero vio que no podía decirlenada. Oyeron a Flushing que seguíadisertando sobre su esposa, después dearte, y también del futuro del país.Palabras sin sentido que flotaron en elaire. Como empezaba a refrescar, elseñor Flushing se paseó por la cubiertacon Hirst. Llegaron a sus oídosfragmentos de la conversación: arte,emoción, verdad, realidad.

—¿Es esto verdad, o es sólo unsueño? —murmuró Rachel cuandohubieron pasado.

—Es verdad, realidad —replicó él.El aire refrescó y hubo un deseo

general de movimiento. Al descender la

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obscuridad, las palabras de los demásparecían encogerse y evaporarse, comose desvanecen las cenizas de un papelquemado. Rachel y Terence quedaroncompletamente silenciosos. Fuertessacudidas de intenso goce lesestremecieron en su interior. La calmarenacía de nuevo.

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XXI

Gracias a la disciplina del señorFlushing llegaron a su debido tiempo alos sitios estratégicos fijados deantemano, y cuando, a la mañanasiguiente, después del desayuno, sacaronlas sillas para formar el corroacostumbrado, se hallaban a muy pocasmillas de distancia del campamentonativo, meta de su viaje.

El señor Flushing, al sentarse, lesaconsejó que fijaran la vista en la riberaizquierda. Pronto pasarían por un claroen el que había una choza dondeMackenzie, el famoso explorador, había

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muerto de las fiebres, haría unos diezaños.

—Mackenzie —continuó— fue elhombre que exploró más tierra adentro.

Todos los ojos se volvieron haciaella, obedeciéndole. Rachel no vio nada.Aquellas advertencias de que miraseaquí o allá la irritaban, como lasinterrupciones molestan a las personasabstraídas en sus pensamientos. Leincomodaba todo lo que se decía, lemolestaba el movimiento de los demáspor evitar que pudiese hablar conTerence. Helen la observó mirandomalhumorada un gran rollo de cuerda, ysin parar atención en lo que decían. Elseñor Flushing y Hirst se entretenían en

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conversar sobre el futuro del país bajoel aspecto político y en deducir hastaqué grado había sido explorado. Losdemás, en distintas posturas, más omenos cómodas, observaban en silencio.La señora Ambrose sentía interiormentecierto presentimiento, aunque no sabía aqué atribuirlo. Mirando a las riberas,como le aconsejó el señor Flushing,pensó que era bello, pero el tiemporesultaba bochornoso. No le gustaba servíctima de emociones que no sabíadefinir y conforme avanzaba la calurosamañana se sintió irrazonablementeconmovida. Si aquella sensación debíaatribuirla a lo desconocido del bosque oa otra causa menos definida, no podía

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averiguarlo. Su entendimiento se alejabade allí, ocupándose en su angustia deRidley y sus hijos. Pensaba en cosaslejanas, tales como la vejez, la pobrezay la muerte. Hirst parecía igualmentedeprimido. Se había forjado ilusionescon aquella expedición, tomándola comouna vacación, en la que podían ocurrircosas maravillosas. En cambio, nadanuevo se había presentado allí. Estabanincómodos, ¡como siempre! Esto era loque ocurría por formarse ilusiones deantemano; siempre salía uno defraudado.Echó la culpa a Wilfred Flushing,siempre tan bien vestido y tan formal.También alcanzó su enojo a Hewet yRachel. ¿Por qué no hablaban? Los

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observó, sentados en silencio y comoabstraídos. Solo el verlos leincomodaba. Supuso que estarían enrelaciones, o a punto de estarlo. Pero enlugar de resultar de ello algo románticoy excitante, allí se les veía tan sososcomo todos los demás. También lemolestaba el suponerlos enamorados. Seacercó a Helen, diciéndole lo mal quehabía pasado la noche. Resultabaincómodo estar tendido sobre cubierta,sintiendo a veces un calor sofocante yotras frío. Además, con el brillo de lasestrellas no había podido conciliar elsueño. Estuvo toda la noche despierto ycuando hubo bastante claridad, escribióveinte renglones de su poema. Le pidió

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su opinión sobre el mismo. Aunquehablaba casi como siempre, Helenhubiese podido comprobar que estabaimpaciente y conmovido. Cuando iba acontestar oyó exclamar al señorFlushing: «¡Ahí!».

Vieron una choza en la orilla, en unsitio desolado y tristón, con una rendijaen el techo. La tierra que la rodeaba eraamarillenta, con señales de variasfogatas y varias latas viejas.

—¿Encontraron su cuerpo ahí? —exclamó vivamente la señora Flushing,inclinándose hacia adelante sobre labarandilla, en su afán de ver el lugar.

—Encontraron su cuerpo y un librode apuntes —contestó su marido.

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Pero la barca les llevó pronto lejos.Hacía tanto calor que no se movían,

excepto para cambiar algo de postura.Sus ojos se concentraban en las riberas,donde se repetían los verdes reflejos.Sus labios se oprimían como si esto lessugiriera pensamientos varios. Los deHirst se movían intermitentemente,buscando rimas incansable. Todospermanecieron en silencio un buen rato.

—Casi le recuerda uno elespectáculo de un parque inglés —dijoel señor Flushing.

El cambio no pudo ser más radical.A amibos lados del río se veían grandesespacios bien cuidados de fina hierba,con árboles frutales. Todo denotaba ya

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la labor y el trabajo del hombre. Tanlejos como alcanzaba la vista, aquelespacio subía y bajaba en ondulacionesque hacían más vivo el recuerdo de unparque cuidado. El cambio de escenariosugirió un cambio de ambiente, quesentó bien a todos. Se levantaron yfueron a apoyarse en la baranda.

—Podía ser Arundel o Windsor —dijo el señor Flushing—, si se cortaraese arbusto de flores amarillas, ¡miren!

Hileras de espaldas obscuras sedetuvieron por un momento y luegosaltaron en abierta carrera fuera de lavisión del hombre, por los onduladoscampos. Por un instante nadie podíacreer que habían visto animales vivos en

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pleno día. Era una manada de gacelassalvajes. El espectáculo les reanimócomo si fueran criaturas.

—¡En mi vida he visto nada másgrande que una liebre! —exclamó Hirstcon sincero entusiasmo—. ¡Qué tonto fuial no traerme el Kodak!

Poco después se detuvo laembarcación. El capitán fue a explicaral señor Flushing que quizás a lospasajeros les gustaría bajar y pasearseun poco. Si en el término de una horaregresaban, él les llevaría al pueblecito,pero si preferían ir andando, éste soloestaba a una milla, y él les esperaría enel lugar de embarque.

Bajaron a tierra, los marineros

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sacaron pasas y tabaco. Se apoyaron enla barandilla y vieron alejarse a los seisingleses que tan extraños resultaban enaquellos parajes con sus vestidos yabrigos. Un chiste, nada correcto, leshizo soltar la carcajada a todos; despuésse tendieron a sus anchas sobre lacubierta. Al desembarcar, Terence yRachel se reunieron, adelantándose a losdemás.

—Gracias a Dios —exclamóTerence, respirando a sus anchas—. Porfin estamos solos.

—Y si seguimos caminandoadelantados podremos hablar —dijoRachel. Pero a pesar de las palabras dela muchacha estuvieron callados.

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—¿Me quieres? —dijo por finTerence, rompiendo el silenciodoloroso.

Hablar o callar representabaigualmente un esfuerzo. En presencia delser querido, las palabras resultabandemasiado triviales o aparatosas. Ellamurmuró algo ininteligible, finalizando:

—¿Y… tú?—Sí, sí —replicó él.Tenían muchas cosas que decirse, y a

pesar de estar solos, parecía necesarioque se acercasen más todavía. Habíaque saltar la barrera que parecía haberseinterpuesto entre ellos desde la últimavez que hablaron. Era difícil yembarazoso.

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—Voy a empezar desde el principio—dijo él con resolución—. En primerlugar no me he enamorado nunca denadie, pero en mi vida ha habido otrasmujeres. Tengo grandes defectos. Soymuy perezoso. Tengo días de inmotivadomalhumor. Tienes que saber todo lo peorde mí. Soy codicioso. Me abruma unsentimiento de inutilidad, deincompetencia. No debiera nuncahaberte pedido que te casaras conmigo.Soy un poco afectado, ambicioso.

—¡Oh, nuestras faltas! ¿Qué más da?—exclamó ella, y a renglón seguido—:¿Estoy enamorada? ¿Es esto querer?¿Tenemos que casarnos?

Vencido por el encanto de su voz y

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su presencia, exclamó él:—¡Oh! Eres libre, Rachel. Así, el

tiempo no te cambiará, ni el matrimonioni los hijos.

Las voces de los que les seguíanllegaban en oleadas. La risa de la señoraFlushing les llegó clara por encima detodos los ruidos.

—Matrimonio —repitió Rachel.Los gritos se renovaron,

advirtiéndoles que iban demasiado haciala izquierda. Cambiando de rumbo,continuó él:

—¡Sí, matrimonio! —Y volvió aemprenderla con su autobiografía.

Ella murmuró que no podía describirsu vida, aunque siempre le pareció que

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no tenía nada de particular.Una visión de cómo andaría con ella

por las calles de Londres vino a la vistade Hewet.

—Nos iremos a pasear reunidos —dijo él.

La simplicidad de la conversaciónles alivió, y por primera vez rieron.Hubiesen deseado cogerse de la mano,pero la conciencia de que les mirabanno les abandonaba.

—Libros, gentes, espectáculos, laseñora Hutt, Greely, Hutchinson —murmuró Hewet.

Con cada palabra la nube que leshabía envuelto, haciéndoles parecerirreales la tarde anterior se evaporaba y

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alejaba, y su contacto se hacía másnatural. Vieron el mundo que conocíanmás claro y risueño que nunca se lesapareciera antes. Como en aquellaocasión en el hotel, cuando se sentó enla ventana, el mundo se presentaba antela mirada de Rachel, muy real y en susverdaderas proporciones. Se fijaba enTerence con curiosidad de vez encuando, observó su traje gris y sucorbata morada, analizando al hombrecon quien iba a compartir el resto de suvida. Después de una de aquellasmiradas, murmuró:

—Sí, te quiero. No hay duda, estoyenamorada de ti.

No obstante, se encontraban

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extrañamente apartados unas veces yotras tan juntos que entre ellosdesaparecía la visión. Sintiendo estodolorosamente exclamó:

—Será una lucha. —Pero al mirarlede nuevo, percibió la forma de sus ojos,las líneas de su boca y otrasparticularidades que le agradaban, yañadió—: Donde yo quisiera luchar, tútendrás compasión. Tú eres másdelicado que yo, eres mucho mássensible.

Él la miró, sonriendo y percibiómucho las pequeñeces particulares quela hacían tan deliciosa. Era suya parasiempre. Pasando aquella barrera, gocesinnumerables se presentaban ante ellos.

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—No es que sea mejor —contestó él—. Solo es que soy mayor, másperezoso y un hombre en lugar de unamujer.

—Un hombre —repetía ella.Un curioso sentido de posesión la

embargó, se le ocurrió que ya podíatocarle y con suavidad le pasó la manopor la cara. Los dedos de él se posarondonde puso ella la mano, y el roce lesumergió de nuevo en un estado en elque todo le parecía irreal. Este cuerposuyo, el mundo entero, perdieronconsistencia.

—¿Qué ha pasado? —empezó él—.¿Por qué te dije que te casaras conmigo?¿Cómo ocurrió todo?

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—¿Me pediste que me casaracontigo? —dudó ella. Parecían alejarsede nuevo.

—Nos sentamos en el césped —recordó él.

—Sí, así fue —confirmó Rachel.Este recuerdo sirvió nuevamente de

lazo de unión. Andaban en silencio, perosin cesar de coordinar ideas. Sus ojossolo percibían lo que les rodeaba aambos.

Otra vez intentaría él enumerarletodos sus defectos, y explicarle por quéla amaba. Ella le describía qué sintió ental ocasión o en tal otra; y juntosdescifrarían todos sus sentimientos. Tanbello les parecía el sonido de sus

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palabras que hablaban por el meroplacer de oírse. Intercalaban silencioslargos entre su conversación. Pero noeran ya silencios de lucha y confusión,sino pausas que les reanimaban y traslas cuales el pensamiento fluía fácil.Siguieron hablando con naturalidad decosas vulgares. De las flores, de por quéeran tan rojas y los árboles por quécrecían tan rectos en los jardines y allíencorvados y torcidos como el brazo deun anciano. Lentamente, como si fuera lasangre que cantase en sus venas o elagua de un arroyo que corriese entre laspiedras, Rachel se dio cuenta de que unnuevo sentimiento nacía en ella.

—¡Esto es la felicidad! —dijo con

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convencimiento y en voz alta a Terence—. Esto tiene que ser la felicidad.

Hewet contestó inmediatamente.—No hay duda, esto es ser feliz.Aquella sensación les había

invadido a ambos.Se extendieron en consideraciones

sobre el nacimiento de aquel sentimientoy cómo lo sentían cada uno de ellos. Apesar de ser muchas las voces que losde atrás les daban, no las oyeron.Sumidos en sus sutilezas, la repeticióndel nombre de Hewet sonaba como elcrujir de una rama seca, o el trino de unpájaro.

El sonido de la brisa murmurando almover la hierba fue acrecentándose sin

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que ellos lo advirtieran, como tampocoel sonido de unas pisadas que seacercaban. Una mano fuerte como elhierro cayó sobre el hombro de Rachel,produciéndole la sensación de quedescendía del cielo. Cayó al suelo ysintió la hierba cruzar por sus ojos yoídos, y metérsele hasta en la boca. Através de unos troncos altos que semovían vio una figura grande y sin formaentre ella y el cielo. Se quedó sin hablay casi sin sentido. Al fin se vio tendidaboca arriba. Todas las hierbas semovían a su alrededor, temblando comopor efecto de su fuerte respiración.Sobre ella, dos figuras altas. Terence yHelen. Los dos estaban muy acalorados,

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reían y hablaban a un mismo tiempo.Frases entrecortadas llegaban a Rachel,tendida en el suelo. Creyó oír hablarprimero de amor, y después dematrimonio. Se incorporó, quedandomedio sentada, y sintió el abrazo tiernoque Helen le daba. Comprendió quecompartía su felicidad y se lo agradeciódevolviéndole el abrazo con toda sualma.

Cuando Rachel se serenó, el céspedvolvió a ser liso y pegajoso, el cielohorizontal y la tierra con suavesondulaciones. Fue la primera a percibirque a cierta distancia unas cuantaspersonas esperaban con paciencia suregreso.

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—¿Quiénes son? —preguntó.El señor Flushing se acercó,

guiándoles por un prado verde al bordedel río hasta llegar a un caminobordeado de árboles. Pronto advirtieronindicios de que se aproximaban alugares habitados. Al poco rato demarchar llegaron al pueblo, objeto de suviaje.

Avanzando con cautela, observaron alas mujeres que en cuclillas y formandogrupos triangulares movían sus manosamasando algo en unos grandes tazones.Inmediatamente advirtieron que eranobservadas. Entonces el señor Flushingavanzó hacia un hombre alto y delgadode aspecto majestuoso. A su lado el

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hombre blanco parecía pequeño, feo yafectado. Las mujeres no parecieronhacer gran caso de los extranjeros,exceptuando sus manos, que sedetuvieron por un momento. Sus ojosalmendrados les miraban con gestoinexpresivo. Era la mirada a quien sehallaba tan lejos de ellas que ni conpalabras podían comprenderse. Susmanos se afanaban de nuevo, pero lamirada continuaba fija en ellos. Lesseguía mientras andaban y ojeaban laschozas, donde se distinguían lasescopetas apoyadas en los rincones y enel suelo tazones y montones de leña. Enla obscuridad interior unos ojosinfantiles llenos de extrañeza se

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clavaban en ellos junto con otros semividriosos de alguna anciana. Conformeiban de un lado a otro, estas miradas lesseguían recorriendo sus piernas, suscuerpos, sus cabezas con hostilcuriosidad. Parecía que un enjambre desilenciosos insectos rodeara a losvisitantes.

Al retirarse el mantoncillo y sacar elpecho para dar alimento a su niño, losojos de aquella mujer no se apartaron desus rostros. Esto les molestaba tanto quetuvieron que alejarse de allí, incapacesde soportar por más tiempo aquellamirada fija.

Cuando les ofrecían caramelos odulces, estiraban unas manos grandes y

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coloradas para tomarlos, sintiéndosecohibidos ante aquellos seres suaves yde instintos sensibles.

Al poco rato el pueblo ya no lostomaba en cuenta, seguían normalmentesus quehaceres. Las mujeres trabajabanincansablemente. Su habla era como ungrito estridente e ininteligible, y a veceselevaban un canto melancólico y tristón.

Terence y Rachel se reunieron bajoun árbol.

—La indiferencia de esta gente noshace sentirnos insignificantes, ¿no teparece? —dijo Hewet.

Rachel asintió.Se volvieron, pasearon por entre los

árboles cogidos del brazo y sin temor a

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que los viesen. No habrían ido muylejos, antes de que mutuamente sejurasen amor eterno, felicidad y alegría,pero… ¿por qué era tan dolorosoquererse?, ¿por qué había tanto dolor enla felicidad? La vista del pueblo habíacausado en ellos distintos efectos. Hirstsiguió abstraído en sus pensamientos,que eran amargos y poco felices.Sentíase muy solo, y Helen, de pie enmedio de los nativos, se sentíaabrumada por negros presentimientos.Se culpaba por aventurarse en aquellaexpedición, por avanzar tan adentro yexponerse tanto. Vio como en una visión,el hundimiento de un barco en un ríoinglés. Sabía que era morboso

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imaginarse tales cosas, no obstantebuscó a la pareja entre los árboles,creyendo así librarles del peligro.Cuando el sol empezó a declinar y elbarco dio la vuelta, disponiéndose parael regreso hacia la civilización, sustemores se calmaron.

En la semioscuridad de la cubiertaveíase solo la punta de los cigarrillos.Las palabras surcaban la obscuridad sinenergía ni objeto. El día había sidolargo y muy caluroso, y el aire fresco dela noche caía como unos dedos suavessobre los párpados, invitando aldescanso. Una forma blanca se movió ydesapareció. Después de dar unospasos, el señor Flushing y Hirst la

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siguieron. Quedaron tres sillas ocupadaspor silenciosos cuerpos. La luz en loalto del mástil junto a la de las estrellasles señalaba formas sin perfil definido.En aquella obscuridad, el alejamiento yla soledad hízoles sentirse más unidos.Durante un rato nadie habló. Por finHelen suspiró:

—Conque los dos sois muy felices,¿eh?

Como si el aire la purificase, su vozsonó más espiritual y dulce que otrasveces.

A poca distancia dos vocescontestaron:

—Sí.A través de la obscuridad intentó

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distinguirlos, ¿qué podía decirles?Rachel pasaba ya a otra tutela.Comprendió que debía decirles algo,pero se sentía vieja y deprimida.

—¿Os dais cuenta de lo que habéisempezado? —preguntóles—. Ella esjoven, los dos sois jóvenes, y elmatrimonio… —se calló.

Le rogaron que continuase, y tansinceras eran sus voces, que añadió:

—¡Matrimonio! No es tan sencillocomo parece.

—Esto es lo que queremos saber —contestaron ellos. Helen adivinó que semiraban.

—Depende de los dos —afirmó ella.Terence dijo en tono jovial y ligero,

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como para ahuyentar su depresión:—Tengo veintiséis años y cuento con

unas 700 libras al año. Mi carácter engeneral es bueno, salud excelente apesar de notar Hirst en mí ciertatendencia a la gota. Además me creointeligente. —Calló como esperando suconfirmación.

Helen asintió.—Aunque, desgraciadamente, algo

perezoso. Pienso dejar a Rachel quehaga siempre lo que desee… Bajo otroaspecto, ¿me encuentra ustedsatisfactorio? —preguntó con ciertatimidez.

—Sí, todo lo que conozco de ustedme gusta —replicó Helen—. Pero es

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que le conozco tan poco…—Viviremos en Londres —continuó

él.Ambos a una le preguntaron si no les

creía las personas más felices de latierra.

—¡Psch! —chistó Helen—.Tenemos detrás a la señora Flushing.

Guardaron silencio. Terence yRachel intuían que su felicidad lecausaba tristeza y esto les afligía.

—Hemos hablado demasiado denosotros mismos —dijo Terence—.Díganos algo de usted.

—Sí, dinos algo —repitió Rachel.Los dos parecían creer que todo el

mundo podía decir algo lleno de

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profundidad.—¿Qué puedo decirles? —

reflexionó Helen, hablando como si másbien lo hiciera consigo misma, de unmodo tan vago como la profetisa quetransmite un mensaje.

—Después de todo, aunque reprendaa veces a Rachel, tampoco soy muysensata. Más vieja, sí, claro es; herecorrido ya la mitad del camino y ellano ha hecho más que empezar. Es unembrollo; a veces, creo yo, unadesilusión. Los grandes acontecimientosno son tan grandes tal vez, como unoespera. Pero son interesantes. ¡Oh, sí!Estáis seguros de encontrarlo de estemodo. Además, existen alegrías

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inesperadas. Sí, seréis muy felices,estoy convencida de ello.

Helen les miró pensativa unosmomentos.

—Debes escribirle a tu padre. Nodudo que seréis muy felices, y ahora, sitenéis algo de sentido común, os iréis adormir, que es lo que voy a hacer yo.¡Buenas noches! —Y traspuso lascortinas de la tienda.

La pareja apoyóse en la baranda. Asus pies las aguas obscuras se escurríanrápida y silenciosamente. El cigarrillose apagó al caer entre ellas.

Rachel, mirando al cielo, preguntó:—¿Estamos sobre la cubierta de un

barco en un río de Sudamérica? ¿Soy yo

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Rachel y tú Terence?El mundo inmenso se extendía a su

alrededor. Se adivinaban árboles deredondeadas copas. Levantaron la vistasobre las más altas ramas de losárboles, fijándose en las estrellas y elcielo que les cubría; se elevaban comosi corrieran distancias enormes… hastadarse cuenta que estaban uno junto aotro, cogidos a la baranda de laembarcación.

—Te olvidaste de mí por completo—la reconvino Terence, cogiéndola delbrazo. Pasearon por la cubierta—, y yonunca te olvido.

—¡Oh, no! —dijo ella—, no teolvidaba, solo que las estrellas… la

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noche… la obscuridad…—Eres como un pájaro medio

dormido en su nido, Rachel. Estásdormida y hablas en sueños.

Todo lo que les rodeaba eratranquilidad, dulzura y obscuridad.Gozaban de la delicia de estar reunidosen aquella inmensidad.

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XXII

Igual que aquel día en el bosque, sevieron obligados a revelar lo que ambossentían. Ahora el mismo deseo seesparció entre los conocidos. El mundoque para ellos consistía ahora en el hotely la villa, se mostró satisfecho deaquella boda en perspectiva. Les excusóde formar parte en la vida activa y lespermitió ausentarse por algún tiempo. Seles dejaba apartar de los formulismossociales.

Salían a pasear solos, se sentabanaparte, o recorrían lugares escondidosdonde las flores no habían sido cortadas

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nunca por nadie y los árboles y lasplantas crecían solitarios. En esasoledad podían expresarse aquellosvagos y hermosos deseos que ningúninterés tenían para el resto de las gentes.Deseos de un mundo, como éste en elque habitaban ahora, que lespertenecería enteramente, dondereinarían la comprensión y la bondad, ydonde nunca se producirían querellas,porque sería malgastar el tiempo.

Hablarían de todas estas cosas entrelos libros, a pleno sol, o sentados a lasombra de un árbol silencioso. Nadahabría que les inquietase o tuvieraperplejos por no poder ser expresado.Podría acaecer algo inesperado, pero

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incluso las cosas más vulgaresresultarían hermosas y, en cierto modo,preferibles a cualquier trance o misterioporque serían más sólidas, reclamaríanuna voluntad y cualquier esfuerzo entales condiciones resultaría un placer yno una tarea enojosa.

Mientras Rachel tocaba el piano,Terence se sentó junto a ella anotandosus impresiones acerca de cómo veía elmundo ahora, cuando estaban próximosa casarse. Era muy distinto, ciertamente.El libro que se titularía Silencio ya nopodía ser el mismo. ¡Cómo habíacambiado ese mundo!: era más sólido,más coherente, más importante, másprofundo. La tierra misma le pareció que

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había ganado en profundidad, pero no ensus accidentes, colinas, campos yciudades, sino en sus grandes masas.Estuvo asomado durante diez minutos ala ventana no fijándose más que en losseres humanos que podían observarse através de ella; sospechó que loscomprendía mejor que Rachel. Ellaestaba sumergida en su músicaolvidando todo lo demás. Pero tambiénle gustaba así, con esa especie dedespersonalización que se producía enella en tales momentos. Después,escritas unas cuantas frases entre signosde interrogación, observó en voz alta:«Bajo la palabra “Mujer” he escrito:“Realmente, no son tan vanidosas como

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los hombres. La ausencia de unaconfianza recíproca trae comoconsecuencia los más graves errores.¿Se trata de una equivocación atávica denuestro sexo o, simplemente, de larealidad misma?”… ¿Qué opinas acercade esto, Rachel?».

Hizo una pausa con el lápiz en lamano y un pliego de papel sobre lasrodillas. Rachel no contestó; había idoascendiendo por una lenta sonata deBeethoven, como quien sube por unaescalera ruinosa, decididamente alprincipio, pero avanzando con dificultady penosamente a cada nuevo peldaño,hasta llegar a un punto en el que le eraforzoso volverse atrás.

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—«Se acostumbra a decir —prosiguió leyendo Terence— que lasmujeres son más prácticas, menosidealistas que los hombres, e inclusoque poseen una gran destreza en su modode conducirse, pero que carecentotalmente del sentido del honor». Yahora pregunto: ¿qué significa laexpresión masculina “el honor”? ¿A quécorresponde en vuestro sexo?».

Volviendo a subir una vez más lospeldaños de su escalera, Racheldesaprovechó esta oportunidad dedescubrir los secretos de su sexo. Sinembargo, había progresado tanto en elcamino de la prudencia que pudohaberlos confesado sin inconvenientes

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para ella.Poniendo punto final a un acorde,

exclamó al fin:—No, Terence, no puede ser: ni

aunque estuviera aquí el mejor músicode Sudamérica, por no decir de Europay de Asia juntas, podría ejecutar bienuna sola nota interrumpiéndole a cadamomento como haces tú conmigo.

—No tengo ninguna objeción quehacer a tus acordes —observó él—. Enrealidad, me resultan muy útilesmientras escribo; pero todas esas cosas,a las que no pareces haber prestadoatención, son como viejos perrosgruñones que nos salen al paso.

Observó las pequeñas tarjetas de

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felicitación enviadas por sus amigos yextendidas sobre la mesa: «… connuestros mejores deseos para vuestrafelicidad», leyó en ellas Terence.

—Son correctas —observó—, pero¿responden realmente a algo sentido?

—¡Completamente absurdas! —exclamó Rachel—. ¡Piensa en laspalabras comparadas con los sonidos!Novelas, comedias, narraciones… —añadió revolviendo los libros deamarillas y rojas cubiertas apilados a unextremo de la mesa.

—Bien, Rachel, pero es que tú hasleído lo que no tiene ya ningún valor.Nadie sueña ahora con volver a estaclase de libros, que se han quedado

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anticuados con sus temas ydescripciones. Lo que debes leer espoesía, mucha poesía.

Hewet cogió uno de los libros yempezó a leer en él en voz alta y conintención irónica; pero ella apenas leprestaba atención, permaneciendopensativa unos momentos y, exclamandodespués:

—Para ti, Terence, el mundo no estácompuesto sino de grandes masas demateria, sobre las que nosotros nosomos más que pequeños retazos de luz—y observando los suaves reflejos delsol deslizándose sobre la alfombra y lasparedes, añadió—: así, como éstos.

—No —respondió Hewet—, creo en

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la solidez de mis sentimientos, como siestuvieran firmemente arraigados en lasentrañas de la tierra. Cuando te vi porprimera vez me pareciste una criaturaque hubiese vivido siempre entre perlas.Tus manos estaban húmedas aún,acuérdate…

—Y tú, en cambio, me pareciste unpoco pedante. Sin embargo, al hablarcontigo, me empezaste a gustar.

—Te enamoraste —corrigió él—.Estuviste siempre enamorada de mí,aunque ni tú misma lo supieras.

—No, no estaba enamoradaentonces, si enamorarse es lo que lagente dice; pero se engaña. ¡Cuántas,cuántas falsedades!

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Cogió un puñado de felicitaciones.Allí estaban las de Evelyn, el señorPepper, la señora Thornbury, la señoritaAllan y Susan Warrington. Resultabasorprendente cómo todas estas personas,tan distintas, habían empleado casi lasmismas palabras para congratularse deque se hubieran prometido. Ninguna deellas había sentido, podía sentir ocreerse con derecho a que así fuera, nitan solo por un instante, todo lo que ellaera capaz de sentir. La simplicidad, laarrogancia y el ardimiento de sujuventud, concentrados ahora sobre unpunto determinado, como era el de suamor hacia él, impresionaron a Terence.Pero él veía las cosas de otro modo. El

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mundo era distinto, sí, había cambiado,mas no en aquel sentido. Él continuabadefendiendo las cosas que alabósiempre, y sobre todo —ahora, tal vez,más que nunca— la solidaridad con elresto de las gentes. Le arrebató lascartas que tenía en la mano y dijo:

—Claro que son absurdas, Rachel;claro que escriben estas cosas soloporque todo el mundo lo hace; pero aúnasí, ¿verdad que es muy agradable laseñorita Allan? No puedes negarlo. Y laseñora Thornbury también lo es; hatenido muchos hijos, te lo concedo,¿pero no existe en ello también unacierta belleza, una «primariasimplicidad», como diría Flushing? Ella

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parece más bien un gran árbolcentenario moviendo suavemente susramas a la luz de la luna, o un río cuyasaguas se van deslizando sin cesar.

Pero Rachel era incapaz de concebiren estos instantes que nada de cuantosucediera en el mundo pudiese tenerrelación alguna con su propio destino yel de Terence.

—Yo no deseo tener hijos —contestó—. No quiero que mis ojos sevuelvan como los de estas señorasrespetables que te contemplan de pies acabeza y de cabeza a pies como si setratara de un caballo.

—Nosotros podremos tener un hijo yuna hija —dijo Terence, dejando las

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cartas encima de la mesa—, porqueellos poseerán la inestimable ventaja deser solo nuestros.

Entonces se pusieron a trazar unbosquejo de la educación que darían aesos hijos si llegaban a tenerlos. A laniña se le haría que contemplase grandescuadros pintados de azul que lesugirieran el pensamiento del infinito,pues las mujeres propenden al ladopráctico de las cosas. El niño deberíaaprender a reírse de los grandeshombres… «No debe llegar a parecersetampoco —añadió Rachel— a St. JohnHirst». Pero Terence confesó su granadmiración hacia él; estaba seriamenteconvencido de sus grandes cualidades.

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—Su cabeza —dijo— es unproyectil lanzado contra cualquierfalsedad. ¿Qué sería de nosotros sinhombres como él? Pero no locomprenderéis nunca vosotras porque, apesar de todas vuestras virtudes, no osobstinaréis nunca con todas vuestrasfuerzas, con todas las fibras de vuestroser, en perseguir la verdad. Soisesencialmente femeninas, no vais alfondo de los hechos.

Ella no se tomó el trabajo decontradecirle ni de buscar algúnargumento incontestable contra losméritos de aquel a quien Terenceadmiraba tanto.

El reloj dio las doce en lugar de las

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once.—Hemos malgastado toda la

mañana. Yo debí haber escrito en milibro, y tú contestado a todas esascartas.

—Hemos pasado solos muy pocashoras —dijo Rachel—. Y mi padrellegará dentro de uno o dos días.

Sin embargo, cogió pluma y papel yse puso a escribir: «Mi queridaEvelyn…».

Terence, entretanto, se dedicó a leercosas escritas por otros autores, comoun medio que consideraba esencial parala composición de sus libros. Durantelargo rato no se escuchó más que eltictac del reloj y el sincopado carraspeo

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de la pluma de Rachel escribiendofrases muy parecidas a las que ellaacababa de condenar. De pronto,interrumpió su tarea y se puso a mirar aTerence hundido en su sillón; después,dirigió su mirada a las paredes, a lacama que estaba en un rincón, y a loscristales de la ventana en los queaparecían reflejados los árbolesrecortándose sobre el cielo; escuchó eltictac del reloj, y se puso a pensar en elabismo sorprendente que existía entretodo aquello y las cuartillas que teníadelante de sí. ¿No llegaría un tiempo enel que todo fuera indivisible en elmundo? Hasta por lo que al mismoTerence se refería, ¡cuántas cosas

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permanecían ignoradas entre ellos!,¡cuán poco sabía ella, por ejemplo, delo que estaría pensando él en estosinstantes!

Acabó la frase que había dejadointerrumpida en su carta —una frasetorpe y estúpida—, y añadió que los dosse sentían muy dichosos y se casarían,probablemente, en el otoño; seproponían vivir en Londres «dondeesperamos encontrarnos y volver a ver anuestro regreso». Tras unos momentosde duda entre las expresiones«afectuosamente» y «sinceramente»eligió aquélla y firmó la carta. Sedisponía a empezar otra cuando Terencela interrumpió para citarle algunos

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trozos del libro que estaba leyendo. Setrataba de una novela en la que elprotagonista, Hugh, hombre de letrastambién, no había comprendidoexactamente la índole de las relacionesentre hombre y mujer hasta que llega almatrimonio. Al principio, fue feliz consu esposa; pero después de darle ésta unhijo, empieza a distanciarse, a hastiarsede ella, hasta olvidarla por completo.«Eran distintos entre sí. Tal vez en unlejano futuro, cuando generaciones dehombres se hayan combatido y engañadocomo nos engañamos y combatirnosnosotros, las mujeres lleguen a ser, enlugar de lo que ahora parece constituirla razón de su existencia, no la enemiga

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y el parásito del hombre, sino suverdadera amiga y compañera».

—Al final, Hugh vuelve de nuevo asu mujer. Era su obligación comohombre casado. ¡Señor! —concluyóTerence—, ¿tú crees que podrásucedemos algo semejante a nosotros?

Ella, en lugar de responder,preguntó:

—¿Por qué no se escriben las cosasque se sienten? Ésa es la dificultad —contestó Terence dejando el libro.

—Bien; entonces, ¿qué crees tú queserá de nosotros cuando nos casemos?…

—Ven, siéntate en el suelo —le dijoél— y déjame que te miré.

Rachel apoyó el mentón sobre las

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rodillas y se quedó mirándole fijamente.Él la contempló con detenimiento.

—No eres hermosa, pero me gustascomo eres. Adoro tus cabellos, tusojos… Tu boca es demasiado grande, ya tus mejillas les falta color. Pero mesubyugas de tal modo, que al mirarte escomo si me arrebataras el aliento.

Se acercó tanto a ella,contemplándola fijamente, que ellaretrocedió un poco sus espaldas.

—Hay momentos —continuóTerence— en los que, si estuviéramosjuntos sobre un acantilado, harías queme arrojase al mar.

Hipnotizada por aquel mirarseentrambos fijamente a los ojos, ella

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repitió: «Si estuviéramos juntos sobreun acantilado…».

Ser arrojado al mar, ser llevado deaquí para allá. La idea le sonóextrañamente sugestiva. Se puso en piede un salto. Movióse por la habitaciónapartando sillas y mesitas, como si enrealidad nadase. Él la miró gozoso.Parecía abrirse camino, saliendotriunfante de los obstáculos que seinterponían en su vida.

—Seguiré enamorado de ti toda mivida. Nuestra boda será el logro de mimayor ilusión. No tendremos unmomento de paz. —La cogió en susbrazos al pasar junto a él y lucharon pordominarse, imaginándose estar en una

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roca, con el mar embravecido a sus pies.Al final cayó al suelo jadeante—. ¡Soyuna sirena!, puedo nadar —clamó. Asíterminaron de jugar. Se había rajado eltraje, y restablecida ya la paz, fue enbusca de una aguja e hilo y se cosió elroto.

—Ahora —dijo ella—, estate quietoy háblame del mundo. Cuéntame todo loque alguna vez haya ocurrido, y yo tediré… déjame pensar qué puedo decirte.Te referiré algo de la señoritaMontgomerie y la reunión del río. Ladejamos con un pie en el bote y otro enla playa.

Así pasaban grandes ratos,rememorando sus vidas y el carácter de

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los amigos y familiares. Terence, ya nosolo sabía lo que pudieran decir las tíasde Rachel en distintas ocasiones, sinohasta la forma en que tenían amuebladassus habitaciones y los sombreros que seponían. Podía sostener un diálogo comosi imitara a la señora Hunt hablando conRachel y estar presente a un té,incluyendo al Reverendo WilliamJohnson y las señoritas Macquoid de laCiencia Cristiana. Las experiencias deRachel eran en su mayor parte ingenuasy algo humorísticas. Él le contaba nosolo lo que había pasado, sino lo quepensaba y sentía y le dibujabasemblanzas que la fascinaban de lo queotros hombres y mujeres pudieran estar

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pensando o sintiendo. Rachel deseabavolver a Inglaterra para ver realmenteaquellos seres que él le pintaba. Terencetenía la virtud, con sus relatos, de saberhacerlo todo altamente interesante. Asípodía ella comprender el porqué demuchas cosas que ignoraba. No era lagente tan solitaria ni tan pococomunicativa como ella suponía. Teníaque descubrir dónde existía la vanidad,primero en sus propios actos; además enHelen, en Ridley, en John Hirst, todosposeían una pequeña dosis de vanidad.La encontraría en diez personas de cadadoce que tratase. Una vez unidos entre sípor tan extraño lazo, los vería noaislados y temerosos, sino casi

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indistinguibles, llegando a profesarlesafecto por la semejanza con ella queencontraría en todos. Ella debíadefender su creencia de que los sereshumanos eran tan variados como lasfieras del parque zoológico; que teníanrayas, listas, pelambres y jorobas.

Así discutían sobre la lista de susconocidos, divagando en anécdota,teoría y especulación. Y así tambiénfueron conociéndose mutuamente. Lashoras se les iban volando y rebosandofelicidad. Después de una nochesolitaria, estaban siempre dispuestos aempezar de nuevo. Las virtudes que laseñora Ambrose encontraba en laposibilidad de hablar libremente entre

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hombre y mujer, las saboreaban ahoraRachel y Terence, aunque en una medidalógica. Mucho más que en la naturalezadel sexo, se enfrascaban en su poesía. Elhablar sin restricción, ahondaba yensanchaba la pequeña visión de lamuchacha. A cambio de lo que él leenseñaba, ella mostró tal curiosidad ysensibilidad de percepción, que hasta lehizo dudar de que todo don adquiridopor la lectura de la vida pudiera noigualar a aquel sentir del placer y eldolor. ¿Qué más podía darle laexperiencia después de aquello, sino unaespecie de equilibrio interno? ¿Acasohabía alguna forma exterior que cubriesetanta delicadeza? Miraba su rostro y

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creía verlo a través del tiempo cuandolos ojos fuesen algo menos brillantes yen la frente se iniciasen pequeñasarrugas, signo de edad madura que seenfrenta con algo duro y fuerte, con loque en la adolescencia ni siquiera sueña.Su imaginación volaba a la vida de losdos en Londres. El pensamiento deInglaterra era delicioso, porque juntosverían de nuevo cosas queridas. Veía elpaís en junio. Habría noches de veranoen el campo; los ruiseñores cantarían enlos caminos y allí escaparían elloscuando la habitación estuviesedemasiado caldeada; habría pradosrelucientes y salpicados de fuertes ysanas vacas, nubes que bajarían a

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perderse entre las cuestas verdes ylejanas. Al estar sentado junto a ella,deseaba con frecuencia haber llegado yaal fin de la vida, habiendo cumplido sumisión con Rachel.

Fue a la ventana y exclamó:—¡Señor, qué bien sienta pensar en

caminos llenos de barro, con zarzas yespinas! Tú ya los conoces. Prados ygranjas repletas de cerdos y vacas;hombres marchando al lado de suscarretas cargados con los azadones.Nada hay aquí que pueda compararsecon esto. La tierra colorada y pedregosa,el cielo brillante y azul, las casas tanblancas que dañan la vista, ¡cuántocansa todo esto! El aire sin una nube ni

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una ráfaga. Daría cualquier cosa por verniebla.

Rachel meditaba también sobre elcampo inglés. Las tierras llanas quedesembocaban al mar, los bosques y lasgrandes y rectas carreteras. En las torresde las iglesias, en los pájaros y laobscuridad, en las casas agrupadas enlos valles y el ruido de la lluvia sobrelos cristales de las ventanas.

—Sí, Londres, Londres es el sitioideal —continuó Terence.

Miraban la alfombra, como siLondres se les apareciese en el suelo,con todas sus torres, espirales yedificios destacándose en su densohumo.

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—Lo que con más gusto haría en estemomento —dijo Terence— sería vermepaseando por Kingsway. Pasar pordelante de aquellos grandes cartelones yvolver hacia el Strand. Quizá mellegaría hasta Waterloo Bridge. Iría porel Strand, pasando ante las tiendas delibros y por el pequeño Arco delTemple. Siempre me gusta la quietuddespués del bullicio. El Temple es muyagradable. Oye uno sus pisadas si pisafuerte. Iría a buscar al querido Hodgkin.El hombre que escribe libros de VanEyck. Cuando dejé Londres estaba muyapenado a causa de la muerte de suurraca. Sospechó que alguien la habíaenvenenado. También Russell vive en la

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misma escalera. Me parece que éste tegustaría. Siente pasión por Haendel.Bien, Rachel —concluyó, desechando lavisión de Londres—, haremos todo esoreunidos dentro de seis semanas. Paraentonces estaremos a mediados de junio.¡Junio en Londres, Dios mío!

—Y estamos seguros de que será así—dijo ella—. No es como siesperásemos algo muy difícil, solopasear unidos y observarlo todo.

—¿Cuántos seres en Londres creestú que poseen lo que nosotros?

—Así lo estropeas todo. Mira el mary el cielo de este país. Siempre azul. Escomo si fuera una cortina: todo lo queuna desea se encuentra a un lado de ella.

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Quisiera saber qué pasa al otro lado.Aborrezco estas divisiones. ¿No te pasaa ti igual, Terence? Solo por ir a bordode un barco nos quedamos al borde delresto del mundo. Quiero ver Inglaterraahí, Londres allí, ¿por qué no puedo?,¿qué me lo impide?, ¿por qué tiene unaque estar encerrada?

Mientras ella hablaba así no observóque Terence fruncía el ceño. No mirabaante él satisfecho, sino que la miraba aella intensamente con gesto descontento.Veía que era capaz de dejarse llevarsola, sin él, a regiones de la fantasía,donde para nada le necesitaba. Esta ideale sublevaba celosamente.

—Algunas veces creo que no me

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quieres y que nunca me querrás —dijocon energía.

Ella se sobresaltó, volviéndosehacia él:

—Yo no significo para ti lo que túpara mí. Hay algo en ti de lo que noalcanzo a apoderarme. Siempre deseasalgo más.

Empezó a pasearse por lahabitación.

—Quizá pida yo demasiado —siguiódiciendo—. Quizá no sea posible elalcanzar lo que deseo. ¡Los hombres ylas mujeres son tan distintos! Tú nopuedes comprenderlo, no es posible quete des cuenta. —Se acercó a ella, que lemiraba en silencio.

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Le parecía a Rachel que lo que élestaba diciendo era cierto. Ella aspirabaa mucho más que el amor de un solo serhumano.

—Casémonos aquí, antes de regresar—propuso él—. ¿Estamos ciertos deque ambos deseamos casarnos?

Se paseaban nerviosamente por lahabitación. Se sentían impotentes; no sequerían lo suficientemente para saltartodos aquellos obstáculos.Comprendiéndolo así, Rachel se detuvoante él y exclamó:

—¡Dejemos esto y terminemos!Estas palabras les unieron más que

el más sensato argumento. Sabían que nopodían separarse, preveían dolorosos

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obstáculos, pero se sabían unidos parasiempre. Quedaron en silencio un rato yreanudaron los paseos por la habitaciónuno junto al otro. El mundo volvía otravez a ser sólido y redondo. Miráronseen el espejo y viéronse nuevamentepequeños, insignificantes y separados.Se miraron a los ojos de nuevo yvolvieron a verse fuertes y potentes.Únicos dominadores de cuanto seopusiese a su felicidad.

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XXIII

Ningún retoque es capaz de borrar porcompleto la expresión de felicidad. Laseñora Ambrose no pudo por tantotratarlos como seres corrientes. Tambiénella se unía a la conspiración general deconsiderarlos incapacitados paraconvivir con alguien que no fueran ellos.Reflexionó que había hecho todo lonecesario en el sentido práctico. Habíaescrito gran cantidad de cartas yobtenido el consentimiento deWilloughby.

Había descrito tan a conciencia elporvenir de Hewet, su profesión,

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nacimiento, temperamento y apariencia,que de tan sabidos se le olvidaban.Cuando se acordaba, volvía a mirarle,suponiéndose otra vez cómo seríarealmente y concluyendo por comprobarque por lo menos eran felices. Despuésprocuraba desecharlos de su cabeza.

Consideraba lo que hubiera sido deRachel sin aquella temporada alejada desu padre y sus tías. Ella no se cegaba yveía los defectos de Terence. Seinclinaba a creerle débil y tolerante. Él,por su parte, se inclinaba a creerla a ellaun poco dura. No era que no temiera nirespetara nada. Helen encontrabapreferible a John, pero comprendía queno era a propósito para gustarle a

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Rachel. Su amistad con John era sincera,a pesar de fluctuar entre la irritación y elinterés de un modo que acreditaba elcandor de su temperamento. Le eraagradable y pasaba buenos ratos en sucompañía. Él la sacaba fuera de supequeño mundo de amor y emoción.Sabía apoderarse de los hechos.Suponiendo por un instante queInglaterra hiciese un repentino avancehacia algún puerto desconocido en lascostas de Marruecos, Hirst se hacíacargo de lo que significaba, y el oírlehablar y discutir con su marido de lasfinanzas o el equilibrio del poder ledaba un cierto sentido de estabilidad.Ella respetaba sus argumentos, aunque

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no siempre los escuchaba. De igualmodo respetaba una pared sólida, o unedificio oficial, aunque ellos componíanla mayor parle de las ciudades y habíansido hechos con el esfuerzo continuadode cientos de manos desconocidas.

Le gustaba escucharles y aun sesentía conmovida cuando los novios,después de mostrar su completodesinterés por lo que hablaban, seescurrían fuera de la habitación y se lesveía en el jardín despedazando flores yen animada charla. No era que estuviesecelosa, si bien, sin duda, les envidiabael gran futuro desconocido que se abríaante ellos.

Divagando de un pensamiento a otro

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arreglaba la fruta, entraba y salía de lasala al comedor. Algunas veces seentretenía en enderezar las velas que elcalor doblaba o arreglaba el ordendemasiado rígido de las sillas junto a lapared.

Volviendo del comedor por terceravez, se apercibió de que una de lasbutacas estaba ocupada por John Hirst.Se recostaba en ella con los ojos medioentornados, muy empaquetado como decostumbre en un traje gris, planchado ypulcro, defendiéndose de la exuberanciadel clima que pudiese en algún momentodado tomarse libertades con él. Sus ojosse posaron en él tranquilamente y luegopasaron por encima de su cabeza.

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Finalmente ocupó la silla que habíafrente a él.

—No pensaba venir —dijo por fin—, pero materialmente me obligaron aello…

—Evelyn —suspiró profundamente.Y empezó a explicar en tono

solemne y zumbón cómo la detestablemuchacha estaba empeñada en casarsecon él.

—Me persigue por todos lados. Estamañana apareció en el gabinetito defumar. Todo lo que fui capaz de hacerfue coger el sombrero y volar… Noquería venir, pero era superior a míquedarme y enfrentarme con ella duranteotra comida.

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—Hay que poner buena cara al maltiempo —replicó con filosofía Helen.

Hacía tanto calor que les eraindiferente el silencio. Recostándose enlas butacas, esperaron losacontecimientos. Sonó el gong, llamandoa todos a comer. Hubo algún movimientoperceptible. Helen preguntó si habíaalguna novedad. Hirst moviónegativamente la cabeza. ¡Ah! Sí, habíatenido carta de su casa, de su madre,describiendo el suicidio de la camarera.Se trataba de Susan Jane. Una tardeentró en la cocina diciéndole a lacocinera que quería que le guardase susahorros, 20 libras en oro. Salió acomprarse un sombrero. Regresó a casa

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a las cinco y media y dijo que habíaingerido un veneno. Solo les dio tiempoa meterla en la cama y llamar al médicoantes de que falleciese.

—¿Y qué? —inquirió Helen.—Investigarán —dijo John.—¿Por qué haría una cosa así?Se encogió de hombros. ¿Por qué se

matan las personas? ¿Por qué hacen lasclases inferiores todo lo que hacen?Nadie podía contestar. Siguieron ensilencio. Hacía quince minutos quehabía sonado el gong para comer y nadieacudía. Cuando, por fin, aparecieron,John explicó el porqué de su presencia.Imitó el tonillo de entusiasmo queadoptó Evelyn al encontrarlo en el

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saloncito de fumar.—Piensa que no puede haber nada

tan intrigante como las matemáticas, asíque le he prestado —dos volúmenesgrandes. Será interesante ver qué sacade allí.

Rachel se reía de él. Le recordó aGibbon. Aún tenía, no sabía dónde, elprimer tomo. Si la educación de Evelynhubiera corrido de su cargo, ése sería ellibro d texto que le impusiera, o acaso elde Burke sobre la insurrección deAmérica. Evelyn debía leer las dosobras simultáneamente. Cuando Hirstacabó de discutir su argumento ysatisfecho su buen apetito, procedió acontarles que el hotel rebosaba de

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escándalos, que ocurrieron en suausencia.

—¡Qué disparate! —intervinoTerence—. ¿Has oído lo del pobreSinclair? Se ha retirado a su mina con unrevólver. Escribe diariamente a Evelyn,diciéndole que piensa suicidarse. Yo lehe asegurado que quizá nunca en su vidahaya sido tan feliz ¡y ella casi me cree!

—Pero también tiene el compromisocon Perrot —continuó John—, y poralgo que pesqué en el pasillo, tengo mismotivos para suponer que no marchatodo muy bien entre Susan y Arthur. Hayuna mujer joven que acaba de llegar deManchester. En mi opinión creo sería unbien que se deshiciera el compromiso.

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¡Ah! Oí claramente a la señora Paleyjurando como un carretero al pasar porla puerta de su habitación. Suponen quemartiriza a la muchacha y yo casi locreo. No hay más que mirarle los ojos.

—Cuando tengas ochenta y la gotahaga de las suyas, jurarás como uncarretero —le espetó Terence.

—Ha habido además un granescándalo con la señora Mendoza —continuó Hirst—. La han arrojado delhotel. Yo propongo que firmemos unapetición y vayamos a Rodríguez paraque nos diga lo que ha pasado. ¿Nocreen que debe hacerse algo?

Hewet observó que no cabía duda delo que era la buena señora, y añadió:

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—Claro que da lástima, pero no veoqué pueda hacerse.

—Estoy de acuerdo con usted, John—saltó Helen—; es monstruoso. Lahipocresía solapada de algunas personashace hervir la sangre. Un hombre quehace una fortuna negociando como elseñor Thornbury, tiene forzosamente queser mucho peor que cualquiermujerzuela.

Ella respetaba la moralidad de John;tomándole más en serio que los demás.Se enfrascó en una discusión con él,para ver cómo encauzar lo que elloscreían justo. A su entender, ¿quiéneseran ellos, después de todo, quéautoridad o qué poder tenían contra las

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supersticiones y la ignorancia? Allíestaba Inglaterra; alguna culpa debíacircular por su sangre. Tan pronto comose encuentra usted con un inglés de laclase media percibe una indefiniblesensación de repugnancia. Tan prontocomo se asoma a la masa obscura de lascasas de Dover, le sucede lo mismo.Pero desgraciadamente, no se puedeconfiar en estos indígenas.

Fueron interrumpidos por ladiscusión que se promovía en el otroextremo de la mesa. Rachel apeló a sutía.

—Tonterías, Rachel —replicóTerence—. ¿Quién va a querer mirarte?Estás llena de vanidad y engreimiento.

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No veo a qué viene esa resistencia.Pero, si no quieres venir, quédate encasa. Yo sí voy.

Buscó de nuevo apoyo en su tía. Noera solo que la mirasen, explicó, eranlas cosas que naturalmente le dirían. Lasmujeres en particular.

—Helen, Hewet quiere que vayamosa visitar a la señora Thornbury; dice queyo no " lo creo necesario. Es más, notengo ningún deseo de ir. ¡Imagínate serel blanco de todas esas señoras!

En cuanto se trata de algoconcerniente a la vida íntima son comolas moscas sobre un terrón de azúcar.Estaba segura de que la acosarían apreguntas. Evelyn, por ejemplo, diría:

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«¿Conque está usted enamorada?; y qué,¿resulta agradable?». Luego, la señoraThornbury la miraría de arriba abajo yde abajo arriba; con solo pensarlo seechaba a temblar. Realmente, elapartamiento en que había vivido hastaque se prometió la había dotado de talsensibilidad, que se daba cuentaperfectamente de su situación.

Rachel encontró un aliado en Helen,la cual empezó a exponer sus puntos devista sobre la condición humana,mirando con la mayor complacencia a lapirámide de toda clase de frutas quehabía en el centro de la mesa. No es quefuera cruel, mordaz o, simplemente,severa. No, exactamente no era eso, sino

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que las personas corrientes poseían tanpoca emoción en sus vidas íntimas, queel rastro de ellas en las de los demás lasatraía como el rastro de la sangre a lossabuesos. Acalorándose con el tema,prosiguió:

—En seguida que ocurre cualquiercosa, bien sea una boda, un nacimiento ouna muerte, todos se empeñan en ver alprotagonista. Insisten en verte. No tienennada que decirte; no les importas uncomino, pero tienes que aceptar susinvitaciones a comer, al té o a cenar. Es,como antes dije, el olor a la sangre —continuó—, no los culpo, pero con lamía, que no cuenten.

Miraba a su alrededor, como si con

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su arenga infinitos seres invisibles selevantaran en su contra. Seres hostiles ydesagradables, que circundaban la mesacon sus bocas abiertas y ansiosas. Suspalabras hicieron protestar a su marido,no podía sufrir ni aun la semblanza delcinismo en las mujeres. Contestó conbrusquedad:

—¡Cuánta tontería!, ¡qué va a sereso!

Terence y Rachel se miraron a travésde la mesa. Querían decirse con lamirada que cuando ellos estuvierancasados no procederían así. Laparticipación de Ridley en laconversación daba a ésta otro giro.Cuando él intervenía era imposible

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hablar con la facilidad y espontaneidadque les caracterizaba. Se fijaban más enlo que hablaban y las palabras queusaban. Se habló de política y literatura,y Ridley contó distintas anécdotas.Sospechaba que la señora Ambroseprobaría de disuadir a Rachel de quefuese a tomar el té al hotel. Le molestabaaquella obstinación y ver a Hirst medioechado hojeando una revista.

—Yo me voy —repitió—. Rachel notiene necesidad de venir si no quiere.

—Si vas, a ver si te enteras de algode esa pobre mujer —dijo Hirst—.Mirad —añadió—, os acompañaré hastala mitad del camino.

Muy sorprendidos, le vieron

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incorporarse, mirar el reloj y observarque como había pasado media horadesde que comió, había digerido ya losjugos gástricos. Estaba probando unnuevo sistema. Les explicó queefectuaba cierto ejercicio intercalandointervalos de descanso.

—Regresaré a las cuatro —dijo aHelen—; entonces me echaré en el sofáy descansaré en completo reposo.

—¿Así es que te vas, Rachel? —preguntó Helen—. ¿No quieres quedarteconmigo? —Helen sonreía, pero podíatambién creerse en una mueca de pena.

Rachel no pudo averiguarlo, y por unmomento se sintió muy incómoda entreHelen y Terence. Dijo meramente que

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iría con Terence, a condición que toda laconversación corriese de su cuenta.

Una ligera sombra bordeaba elcamino, apto para dos personas, pero nopara tres. John se quedó un poco atrás ypoco a poco fue aumentando la distanciaentre la pareja y él. Andaba pendientede su digestión. De vez en cuandoapartaba la mirada del reloj y la fijabaen la pareja que le precedía. De vez encuando los enamorados se volvíanligeramente y se decían algo. Probaba aexplicarse por qué le exasperaba tantosu actitud. Creía que se decían cosas queno deseaban que él oyese. Esto hacíaresaltar más su soledad. Eran los dosmuy felices y le inspiraban cierto

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menosprecio al comprobar con quésencillez sentían su felicidad. En otrosaspectos los envidiaba. Él era de muchamás valía que ellos y, sin embargo, noera feliz. Él no les caía bien a las gentes,y aun a veces dudaba de que Helen letuviese simpatía. ¡El ser capaz de decirsencillamente lo que se siente, sin elesfuerzo abrumador que da unasensibilidad excesiva como la que a élle dominaba! Pero aquella mismasensibilidad debía contribuir a hacerlefeliz. ¡Felicidad! ¿Qué magia conteníaaquella sola palabra? Él nunca habíasido feliz. Veía con demasiada claridadlos pequeños vicios, engaños y demástaras de la vida y percibiéndolas, le

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parecía lo lógico tomarlas en cuenta.Quizá por eso los demás le tenían ciertaantipatía, se quejaban de su dureza decorazón y de su carácter amargado. A él¡nunca nadie le había habladodiciéndole que era agradable y amable,ni, sobre todo, indagado lo que a él legustaba! No era verdad que la mitad delas palabras amargas e irónicas quepronunciaba fueran por sentirsedesgraciado. También admitió que muyraras veces había dicho a nadie quesentía afectos y cada vez que lo hizotuvo que arrepentirse. Sus sentimientoshacia Terence y Rachel eran tancomplicados, que no sabía si alegrarse ono de su compromiso. Veía sus defectos

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con toda claridad y la naturaleza inferiorde su sensibilidad hacía temer que suamor no fuese duradero. Los miró denuevo y, cosa extraña, por vez primera,al verles, sintió una emoción afectuosa ysencilla, en la cual había sus rastros delástima y compasión. Después de todo,¿qué importaban los defectos de laspersonas, cuando los comparaba con loque de bueno había en ellas? Se resolvióa decirles lo que sentía. Apresuró elpaso y se acercó al llegar al recododonde el camino se unía a la carretera.Se detuvieron en seco, y riéndose, lepreguntaron sobre sus jugos gástricos. Élles hizo callar y empezó a hablar unpoco ligero y con cierto empaque.

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—¿Os acordáis de aquella mañanadespués del baile? —les preguntó—.Aquí fue donde nos sentamos, y túdecías tonterías mientras Rachel cogíaunas piedrecitas y las colocaba enmontoncitos. Yo, por otro lado, sentí quecomo un rayo se me revelaba todo elsentido de la vida. —Hizo una ligerapausa y continuó apretando los labios enun gesto singular—. ¡Amor! —dijo—.Esto me parece que lo explica todo.Siento una alegría sincera de que osqueráis.

Se volvió bruscamente, sin mirarles,y regresó a la villa. Estaba exaltado ycomo avergonzado de haber dicho tanllanamente lo que en realidad sentía.

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Probablemente se estarían riendo de él,quizá le tomarían por tonto. ¿Habíadicho realmente lo que sentía?

Era cierto que al irse Hirst sequedarían riendo. La disputa sobreHelen, que se iba agriando pormomentos, cesó, y de nuevo les invadióuna sensación de paz.

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XXIV

Llegaron al hotel tan temprano que lamayoría de las personas estaban aúnamodorradas en sus habitaciones. A laseñora Thornbury, a pesar de haberlosconvidado al té, no se la veía porninguna parte. Se sentaron en el casivacío vestíbulo. Aquél era el mismobutacón en que Rachel estuvo sentada latarde de su conversación con Evelyn.Allí estaba la misma revista quehojeara. Nada había cambiado.Gradualmente, cierto número depersonas fueron pasando por elvestíbulo, y en la tenue claridad, sus

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figuras adquirían, aun tratándose degente desconocida, cierta belleza y unencanto especial. De cuando en cuandoentraban y salían del jardín, se deteníanunos momentos junto a las mesas y seponían a mirar los periódicos. Terence yRachel los iban viendo pasar con losojos entornados. Algunos vestían trajede franela blanca y llevaban las palas detenis bajo el brazo; unos eran depequeña estatura, altos otros; tambiénhabía niños y, seguramente, algunas deaquellas personas eran, simplemente,criados; pero todos poseían un carácterdeterminado, sus motivos paradeslizarse unos tras otros a través delvestíbulo, su dinero y su posición

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quienesquiera que fuesen. Terence secansó en seguida de mirarlos y, cerrandolos ojos se quedó medio dormido en susillón. Rachel permaneció atisbando,fascinada por la Seguridad y la graciade sus movimientos, por la direccióninevitable que tomaban sus pasossiguiéndose los unos a los otros,deteniéndose unos instantes, saliendo ydesapareciendo después. Pero al cabode unos momentos, sus pensamientostomaron otra dirección y empezó arecordar el baile que se había llevado acabo allí mismo; solo entonces el salónse le apareció completamente distinto.Mirando en torno, apenas si podíareconocerlo. ¡Se le había aparecido tan

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desnudo, tan resplandeciente yceremonioso aquella noche viniendo dela obscuridad! Estuvo lleno de rostrosligeramente encendidos, gesticulandosiempre, de personas vestidas con trajesclaros y tan animadas que acabaron porno parecerle reales. Ahora, el salónestaba sosegado y en penumbra,deslizándose a través de él gentesamables y silenciosas, a las que podríadirigirse y preguntar lo que quisiera. Leresultaba sorprendente cómo habíallegado a su situación actual. ¡Quéextraño es el vivir! No se sabe nuncahacia dónde se va ni qué es lo querealmente se desea; caminamos con losojos vendados, sufriendo en secreto, mal

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preparados siempre, de sorpresa ensorpresa y sin saber nada nunca.Pasamos de unas cosas a otras, y a esteproceso que nos ha ido sacando de lanada hasta alcanzar el descanso y lacertidumbre últimas es a lo que la gentellama vivir.

El respirar fuerte de Terence,dormido cerca de ella, la aseguraba ensu paz. No sentía sueño a pesar dedistinguirlo todo a través de una neblinay de ver a las personas pasarconfusamente. Creyó que todos sabíanperfectamente hacia donde caminaban, yel sentido de esta certeza la colmaba deconsuelo. Se sentía tan apartada ydesinteresada como si ya no tuviese

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misión alguna en la forma en que sepresentase. ¿Qué había para asustar yperturbar en el aspecto de la vida? ¿Porqué tenía que abandonarla nunca aquellavisión interior? El mundo era tan grande,tan hospitalario, y en fin de cuentas tansencillo. ¡Amor! John había dicho «quela palabra lo explicaba todo». Sí, perono era el amor del hombre por la mujer,de Terence por Rachel. A pesar de estarsentados tan unidos, cesaron de luchar ydesearse mutuamente. Parecía ser amor,pero ya no era solo el sentimiento delhombre por la compañera. Fijó sus ojosmedio entornados en Terence, recostadoen una butaca. Sonreía al notar lo grandeque tenía la boca, y pequeña la barbilla,

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la nariz ligeramente curvada y másgruesa la punta. Mirándolo en aquellaforma se le veía perezoso, ambicioso ylleno de defectos. Recordaba suspequeñas riñas y discusiones, enparticular cómo se pelearon por Helenaquella misma tarde, y pensó cuantasveces más reñirían en los treinta,cuarenta o cincuenta años, durante loscuales vivirían en la misma casa unidos.Pero todo aquello era superficial y notenía nada que ver con la vida que eramás honda, que estaba oculta a los ojos,por ser la vida del alma.

A pesar de casarse con él y de vivircon él treinta, cuarenta o cincuenta años,de gozar y padecer con él íntimamente,

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sería independiente de él. Se sentía yaindependiente de los demás. Noobstante, como dijera Hirst, ¿era quizásel cariño lo que la transformara de aquelmodo? Nunca hasta que le amó a él sehabía sentido tan libre, con tanta calma yseguridad. No apetecía nada más.

La señorita Allan había estado acierta distancia mirando a la parejamedio dormida en sus butacones. No sedecidía a despertarlos. Como sisúbitamente recordase algo, atravesó elvestíbulo. El ruido que hizo alaproximarse despertó a Terence, que seenderezó restregándose los ojos. La oyóhablar con Rachel.

—Bien, esto es muy agradable. Es

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de lo mejor que conozco. No puede sermuy corriente, que dos parejas, quenunca se conocieron, se encuentren en unmismo hotel y decidan casarse.

Se calló muy sonriente, sin saber quémás decirles. Terence se levantó yacercándose a ella, le preguntó si eracierto que había acabado ya su libro.Alguien le había dicho que ya lo habíaterminado. Su rostro se iluminóvolviéndose hacia él con expresiónanimada.

—Sí, gracias a Dios, puedo decirque lo he terminado —dijo.

Se sentía orgullosa de haberterminado su libro. Nadie supo elesfuerzo que le había costado. Creía que

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era un buen trabajo.—Tengo que confesar —continuó—,

que si llego a saber cuántos clásicoscontiene la literatura inglesa, y loengorrosos que resultan, nunca mehubiera comprometido en esta tarea.Solo nos permiten 70,000 palabras,¿comprenden? Y tiene una que deciralgo de todos. Eso es lo que encuentromás difícil, decir algo distinto de cadauno.

Creyó haber hablado lo suficiente desí misma, y les preguntó si habían idopara asistir a los partidos de tenis.

—Los jóvenes están entusiasmadoscon ellos. Dentro de media horacomienzan de nuevo.

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Miró con simpatía a los dos, ydespués de una pausa, exclamó,fijándose más en Rachel, comorecordando algo que le sirviera paradistinguirla de otras personas:

—Usted es la extraordinariapersonita a quien no gusta el dulce dejengibre.

La amabilidad de su sonrisa, en sucara cansada y valiente, les hizocomprender que aunque escasamente lesrecordara como a individuos, cargabasobre ellos el peso de la nuevageneración.

—En eso, estoy de acuerdo —dijouna voz detrás de ellos.

La señora Thornbury había oído las

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últimas palabras referentes al jengibre.—Lo tengo asociado en mi mente, al

recuerdo de una tía mía muy chinche. Lapobrecilla sufrió mucho, así que no esjusto llamarla chinche, que osobsequiaba con dulce de jengibrecuando éramos pequeños, y nunca nosatrevimos a decirle que no nos gustaba.Lo escupíamos entre los matorrales.

Iban despacio atravesando elvestíbulo, cuando como una tromba seles unió Evelyn. Chocó con ellos comosi al correr las piernas se le fueran másallá de su dominio.

—¿Y bien? —dijo, agarrándose a unbrazo de Rachel con su entusiasmocorriente—. Desde el primer día adiviné

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lo que iba a pasar. Vi que los dosestabais hechos el uno para el otro.Ahora, tienes que contármelo todo.¿Cuándo va a ser? ¿Dónde iréis a vivir?¿Sois los dos muy felices?

Pero la atención del grupo fuedistraída por el paso de la señora Elliot,quien iba con movimiento inseguro ycara de expresión alerta. Llevaba en susmanos un plato vacío y una botellaigualmente vacía. Ella hubiera pasadode largo, pero la señora Thornbury ladetuvo.

—Gracias. Está mejor —contestó ala pregunta de su amiga—; pero no es unenfermo fácil; Quiere saber quétemperatura tiene, si se la digo se apura,

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y si no se la digo, sospecha. Ya sabecómo se ponen los hombres cuandoestán malos. Y como no hay la debidaasistencia —bajó la voz con misterio—,una no puede tener la misma confianzaen el doctor Rodríguez que en un médicode verdad. Si usted pasara a verle, señorHewet —añadió—, sé que le animaría yle distraería. Todo el día en cama, contanta mosca. Ahora voy en busca deAngelo. La comida, para una personadelicada, debe ser especial. —Y siguióaprisa adelantándose en busca delprimer camarero.

El disgusto de tener a su esposoenfermo, le puso un gesto másquejumbroso en la frente. Estaba pálida

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y se la veía más infeliz e incapaz quenunca. Sus ojos iban con menos fijeza deuna parte a otra.

—¡Pobrecilla! —exclamó la señoraThornbury.

Les explicó que Hugh Elliot llevabaya varios días enfermo y que el únicomédico asequible era el hermano delpropietario, y según decían, su título dedoctor era un poco sospechoso.

—Yo ya sé lo incómodo que esencontrarse enfermo en un hotel —dijola señora Thornbury, dirigiéndose conRachel al jardín—. Me pasé seissemanas con fiebres tifoideas enVenecia, durante mi luna de miel —continuó—. Así y todo, las recuerdo

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como algunos de los días más felices demi vida. —Cogió por el brazo a Rachel—. Ahora se creerá feliz, pero esto noes nada comparado con la felicidad queviene después. Les aseguro que lesenvidio un poco. Han alcanzado otrostiempos a los nuestros. ¡Cómo puedendisfrutar! Cuando yo me puse enrelaciones, no me permitían salir apasear sola con William, alguien teníasiempre que acompañarnos. ¡Creo quehasta leyeron mis padres todas suscartas! A pesar de quererle mucho ymirarle como a un hijo, me diviertepensar lo severos que eran con nosotros,y cómo echan a perder ahora a susnietos.

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La mesa estaba colocada bajo elmismo árbol. La señora Thornburyllamó a su grupito especial: Susan,Arthur y el señor Pepper, que sepaseaban esperando empezase el juegode tenis.

«Un árbol que susurra suavemente, oun río que se embellece a la luz deluna». Bebiendo el té, aquellas palabrasde Terence sonaban en los oídos deRachel, al oír todas las palabras debondad y amabilidad de la señora queles obsequiaba. Su ya larga vida, contanta criatura, la formaron muy suave yserena. Toda individualidad desapareciódejando intacto el instinto maternal contodo su amor.

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—Cuando veo el mundo cambiar deeste modo —siguió la señora Thornbury—, no veo límite a lo que pueda pasaren los próximos cincuenta años. ¡Ah!No, señor Pepper, no estoy de acuerdocon usted en lo más mínimo. —Riointerrumpiendo una frase pocoalentadora referente a que las cosas ibande mal en peor—. Ya sé que quizádebiera sentir así, pero no lo siento. Vana ser mucho mejores de lo que fuimosnosotros.

El señor Pepper la creía sentimentale irracional, como toda mujer ya mayor,pero sus modales al tratarle como sifuera un bebé enfurruñado leapabullaban y encantaban. Él solo

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contestaba con un curioso gesto que noera más que una sonrisa.

—Y siguen siendo mujeres —añadíala señora Thornbury—. Dan mucho a sushijos. —Al decir esto, sonreíaligeramente en dirección de Susan yRachel.

Las dos sonrieron un poco azaradas.Arthur y Terence también se miraron.Era inexplicable cómo alguno desearacasarse con Rachel, e increíble que otroestuviera dispuesto a compartir la vidacon Susan. Pero por singular que lespareciera el gusto del contrario, nosentían ninguna mutua antipatía. Por elcontrario, se tenían más simpatía por laexcentricidad de su elección.

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—Les felicito cordialmente —dijoSusan, al inclinarse sobre la mesa pararecoger un dulce.

No parecía haber fundamento para elchisme que les habían contado sobreArthur y Susan. Tostados por el sol yvigorosos, se sentaron con las raquetassobre las rodillas. No hablaban muchopero estuvieron sonrientes durante todoel rato. A través de la ropa fina quellevaban, era posible ver la línea de suscuerpos. Era natural, al verlos, pensaren hijos saludables y hermosos. Ambostenían la mirada más brillante que locorriente, con la expresión peculiar deplacer y confianza en sí mismo que se veen los ojos de los atletas. Ambos eran

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ases en aquel juego. Evelyn no hablaba,pero su mirada iba de Susan a Rachel.Las dos se habían decidido con sumafacilidad, habían hecho en muy pocassemanas lo que a ella le parecía quesería incapaz de hacer nunca. A pesar deser tan distintas, creyó ver en ambas lamisma mirada de satisfacción. La mismaserenidad en sus modales y la mismalentitud de movimientos. Era esalentitud, esa confianza, ese contento, loque más la disgustaba. Se movían tandespacio por no ser ya individuales,sino dobles: Susan con Arthur y Rachelcon Terence, y por un hombre solorenunciaban a todo otro hombre, a suindividualismo y a las cosas reales de la

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vida. Amar estaba muy bien, y lascasitas con su cocina abajo y arriba sudormitorio, resguardadas eindependientes, como pequeñas islas enel torrente del bullicio del mundo. Perolas cosas ciertas, no eran precisamentelas grandes cosas. Las guerras, losideales que dominaban en el mundo,seguían una marcha independiente a lade aquellas mujeres, que tansilenciosamente se entregaban. Las mirócon intensa fijeza. Eran felices y estabancontentas, pero tenía que haber cosasmejores que esto. Seguramente unapodía acercarse más a la vida, sacarle"más jugo, y sentir más de lo que ellasnunca pudieran sentir.

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Sobre todo, Rachel tan joven, ¿quépodía saber de la vida? Con estospensamientos, se levantó para ir asentarse al lado de Rachel y recordarleque le había prometido ir a buscarla a suclub.

—Lo malo es —añadió— que no meserá posible emprender seriamente eltrabajo hasta octubre. Precisamenteacabo de recibir una carta de una amigacuyo hermano se encuentra en viaje denegocios en Moscú; quieren que vaya areunirme con ellos. Y como seencuentran precisamente en medio deconspiraciones anarquistas, creo quetardaré en regresar a casa. Los rumoresque corren son horribles.

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Para que Rachel se diera cuenta dehasta qué extremo habían llegado lascosas, añadió:

—Mi amiga conoce a una muchachade quince años que ha sido desterrada aSiberia tan solo por haberla sorprendidoenviando una carta a un anarquista. ¡Yeso que dicha carta no la había escritoella! Daría todo cuanto tengo por ayudara una revolución contra el Gobiernoruso…

Miró a Rachel y a Terence. Éste lepreguntó cuáles eran sus proyectos, yentonces se puso a explicar que queríafundar un club; pero para poner manos ala obra lo que realmente se dice haceralgo. Se fue animando más y más cada

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vez, dando rienda suelta a sus palabras;decía estar segura que con tan solo unasveinte personas, menos aún, con diezque fueran decididas, que se pusieran atrabajar seriamente, en vez de estarhablando todo el tiempo, bastaría parahacer que desapareciesen las maldadesque se producen en el mundo. No hacíafalta más que tener cabeza. Con solo quela gente supiera pensar… Claro quetambién necesitaban un local, un buenlocal, a ser posible en Bloomsbury,donde pudieran reunirse una vez a lasemana.

A medida que hablaba, Terence pudoobservar las huellas de la juventudmarchita en su rostro, las pequeñas

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arrugas que se le iban formandoalrededor de los ojos y de la bocamientras peroraba con entusiasmo. Perono se compadeció de ella. Fijándose ensus ojos, duros y arrogantes, comprendióque ella tampoco tenía compasiónalguna para sí misma; posiblemente,tampoco desearía cambiarse por gentemás refinada y apacible, como el mismoHewet, por ejemplo, aunque, con el pasode los años, el combate se hiciera másduro cada vez. Sin embargo, acasopudiera apaciguarse, tal vez se casaracon Perrot, después de todo.

Atendiendo a medias a cuanto decía,Terence reflexionaba acerca de sudestino probable, ayudado por las

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volutas de humo de los cigarrillos quese interponían entre su mirada y el rostrode ella. Tanto Arthur, como Evelyn yTerence estaban fumando, haciendo quequedara invadida la atmósfera por lafragancia de un tabaco de calidadexcelente. En los intervalos, cuandonadie hablaba, se oía el lejano murmullodel mar, con sus olas quebrándose sobrela playa y retrocediendo de nuevo paravolver otra vez a morir en la arena. Unafría luz verde se filtraba a través de lashojas de los árboles, enviando destellosque refulgían como pequeños diamantessobre los manteles y las tazas. La señoraThornbury, después de haberlos estadocontemplando en silencio, empezó a

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hacer preguntas a Rachel en tonoafectuoso. ¿Cuándo pensaban regresar?¡Oh!, ya suponía que esperaban a supadre. Ella también deseaba verle;estaba segura de que se sentiría muysatisfecho —aquí, dirigió una miradallena de simpatía a Terence—. Hacíaaños, prosiguió, diez o veinte tal vez,recordaba haberse encontrado con elseñor Vinrace en una reunión; incitadapor la curiosidad, pues su rostro lellamó la atención —no era de los que seacostumbraban a ver en tales reuniones—, preguntó quién era, y entonces ledijeron su nombre, Vinrace, un apellidonada corriente y que por este motivo sequedó bien grabado en su memoria. Iba

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una señora con él, muy bien parecida,pero se trataba de uno de esos horriblesamontonamientos de gente que seproducen en Londres, y aunque fueronpresentados, no creía que se hubierancambiado muchas palabras entre ellos…Al recordar el pasado, entornó los ojosy su mirada se perdió en una suavemelancolía. Después, se volvió al señorPepper, quien se había sentado junto aella y estuvo escuchando cuanto dijo,aunque sin hacer observación alguna:

—Señor Pepper —dijo la señoraThornbury—. Díganos cómo eranaquellas maravillosas mujeresfrancesas, cuyos salones se hicieronfamosos por sus reuniones. ¿Ha habido

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algo parecido en Inglaterra, o cree ustedque hay alguna razón para que esto nopueda suceder en nuestra patria?

El señor Pepper explicó con granlujo de detalles por qué no había habidoun salón inglés.

La señora Thornbury dijo que encuanto regresara a su casa, iba a invitara todos a un party en regla. Pondría aamigos suyos que vigilasen al señorPepper, y como le sorprendieranintentando huir, podía prepararse. Se leaplicaría un castigo ejemplar, algotremendo.

Arthur sugirió que deberían tenerloya preparado. Poner, por ejemplo, trasun retrato de cierta señora antigua, una

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ducha de agua fría, y que a una señalcayese sobre la cabeza de Pepper; o unasilla con muelles especiales, que alsentarse le hiciese saltar a veinte pies dealtura. Susan reía. Ella había preparadoel té y se sentía satisfecha, en parte porhaber jugado con destreza y encontradoa todos tan amables. Estaba más segurade sí misma, tenía más soltura al hablary no la intimidaban los intelectuales,como anteriormente. Hirst, que alprincipio no le gustaba, ya no le era tandesagradable. Ahora lo encontraba unpobre hombre paliducho, que parecíaestar enfermo. Quizás estaría enamoradode Rachel. No le extrañaría, o quizá deEvelyn. Era tan atractiva a los hombres.

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Intervino en la conversación diciendoque si generalmente las reunionesresultaban tan sosas, era principalmentepor resistirse a ponerse de etiqueta loscaballeros. En Londres le llamó laatención que éstos no creyeran necesariomudarse para la cena y era natural que sien Londres se suprimía la costumbre quese hiciese también en el campo. Era unplacer cuando por Pascua celebrabanlos bailes de las cacerías. Loscaballeros se ponían sus chaquetonesgrana, pero a Arthur no le atraía el baile,así que suponían que no asistirían al quese celebrase en su pueblecito. No creíaque la gente aficionada a un deportepudiese hallar placer en otro. Su padre

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era una excepción. Pero era unaexcepción en todo. Aficionado a sujardín, conocía todo lo referente apájaros y demás animales domésticos.Todas las viejecitas del pueblo sentíanpor él adoración. Su afición predilectaeran los libros. Invariablemente pasabasu tiempo en el despacho con algún libroviejo y antiguo, que a nadie se le ocurríaleer.

—Una familia numerosa y seis hijosque mantener —añadió confiada en lasimpatía general— no dejan a unomucho tiempo para dedicarse a loslibros. —Hablando de su padre, dequien estaba muy orgullosa, se levantó auna señal de Arthur, después de mirar el

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reloj y comprobar que debían volver alcampo de tenis.

—Son muy felices —comentó laseñora Thornbury al verlos marchar.

Rachel asintió. Tenían seguridad enellos mismos; parecían conocer conexactitud lo que deseaban.

—¿Cree usted que ellos son felices?—cuchicheó en voz baja Evelyn aTerence, deseando que él dijese que no.Pero Hewet se puso en pie, diciendo quetenían que volver. Llegaban siempre conretraso a las comidas, y ello disgustabaa la señora Ambrose, que era muyamante del orden y de la puntualidad.

Evelyn agarróse a la falda deRachel, protestando. ¿Por qué se tenían

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que ir? Aun era temprano, y tenía tantascosas que contarles.

—No —contestó Terence—,tenemos que irnos. Vamos andandodespacio. Nos pararemos observándolotodo y charlando.

—¿De qué hablan? —inquirióEvelyn.

Terence se rio, contestando que decualquier cosa.

La señora Thornbury les acompañóhasta la puertecilla, explicándoles que,desde que su hija se había casado, ellase entretenía estudiando botánica. Erasorprendente la cantidad de flores quehabía y que ella desconocía, a pesar devivir en el campo toda su vida. Era

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conveniente tener una ocupaciónindependiente al llegar a vieja. Loextraño era que no se sentía vieja. Leparecía como si siempre tuviese 25años, Claro que no esperaba que losdemás opinasen igual.

—Tiene que ser maravilloso tener25 años y no solamente imaginárselo —dijo, envolviéndoles en una miradamaternal—. Sería maravilloso, ideal.

Estuvo un largo rato en la puerta,hablándoles. Sentía que se marchasen eintentaba retenerlos.

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XXV

La tarde era muy calurosa, tanto que elromper de las olas sobre la playasonaba como el gemido repetido de unacriatura exhausta. En la terraza, bajo eltoldo, los ladrillos ardían y el aire semecía en el césped y las hierbas cortas.Las flores granas de las fuentes depiedra caían mustias y marchitas, lasflores blancas que hacía unas semanasestaban frescas y lozanas aparecíanahora con las puntas rizadas yamarillentas. Solo las hostiles plantasdel Sur, cuyas carnosas hojas parecíanbrotar de las espinas, se mantenían

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erectas, como si desafiaran los rayos delsol. Hacía demasiado calor para hablar,y no era fácil dar con un libro quecombatiera el poder del sol.

Terence leía en voz alta a Milton,porque decía que las palabras de esteautor tenían substancia y forma, lo cualexcusaba de comprenderle, solo conescucharle bastaba; casi se podía palpar.

«Hay una gentil ninfa no lejos deaquí», leía:

«Sobrina era su nombre, el de unavirgen pura, que de Socrino hija en otrotiempo fuera quien de su padre, Bruto, elcetro había obtenido».

Las palabras, a pesar de lo que

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dijera Terence, estaban cargadas desentido, y quizá fuese por tal razón queresultaba doloroso oírlas. Sonabanextrañas, decían cosas distintas de lasque generalmente se les atribuía. Rachelno podía fijar su atención. Se distraía endistintos sentidos, y le venían a laimaginación visiones poco agradables.

Terence dejó caer el libro.—¿Te duele la cabeza? —preguntó,

observándola unos momentos.Estuvieron mirándose en silencio, conlas manos cogidas.

Terence, dándose cuenta que estabamás ojerosa que otras veces, fue abuscar a Helen para preguntarle que sepodía hacer. Helen le aconsejó que se

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fuera a acostar. Unas horas de cama, lacurarían por completo.

Rachel se acostó y estuvo echada enla obscuridad durante largo rato,despertándose de un sueño muy ligero;vio las ventanas blancas ante ella yrecordó lo que Helen le dijera de que, aldespertarse, se encontraría bien. Almismo tiempo, la pared de su cuarto eratan blanca que le dañaba la vista, y envez de lisa la vio ligeramente curvada.Volviéndose hacia la ventana, no sereanimó con lo que allí vio. Elmovimiento de la persiana al llenarse deaire e hincharse hacia fuera, rastreaba elcordón por el suelo, y esto le aterraba,como sí temiese la entrada de un animal

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dentro del dormitorio. Cerró los ojos yel pulso le sonó tan fuerte en la cabeza,que cada pulsación parecía tocar unnervio, taladrándole la frente con unapunzada de dolor. Quizá no sería elmismo dolor de cabeza anterior, peroera cierto que ahora le dolía. Se volvióde un lado a otro, con el afán de que lafrescura de las sábanas la aliviara y quecuando volviera a abrir los ojos lahabitación estuviera como siempre.

Al cabo de un considerable númerode experimentos, quiso salir de una vezde toda duda. Se tiró de la cama y quedóen pie, agarrándose a la bola dorada alpie del lecho. Ésta, fría como el hielo alprincipio, pronto se puso tan caliente

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como la palma de su mano y como laspunzadas de la cabeza y el cuerpo unidoa la inestabilidad del suelo, le probaronque era mucho más intolerable estar depie y andar, que estar echada, volvió ameterse en la cama. A pesar del aliviomomentáneo, la incomodidad de la camafue pronto tan grande como lo había sidoel ponerse en pie. Aceptó la idea detener que pasarse todo el día acostada, yal echar otra vez la cabeza en laalmohada, desistió de la felicidad deaquel día.

Cuando Helen entró, al cabo de unasdos horas, se cortaron de repente suspalabras animadoras. Por un segundoquedó sorprendida. No había duda de

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que Rachel estaba enferma. Toda la casase enteró de ello, cuando el canto, quese oía en el jardín calló de repente, yMaría, al traerle el agua, pasó al lado dela cama bajando los ojos. Había quepasar toda la mañana y la tarde. Aintervalos hacía un esfuerzo para volveral mundo, pero encontraba que el calor yla incomodidad habían abierto unabrecha entre su mundo y el otro y que yano era posible trasponerla.

Se abrió la puerta y Helen entróacompañada de un hombre pequeñito ymoreno que tenía —era lo que máspronto le llamó la atención— unasmanos muy velludas. Rachel estabamedio adormecida y ardiendo

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intolerablemente. Él parecía tímido yobsequioso; así que casi ni se tomó eltrabajo de contestarle, a pesar deentender que era el médico. En otraocasión se abrió la puerta y entróTerence muy calladamente, y demasiadosonriente —advirtió ella— para sernatural. Se sentó a su lado y le habló,acariciándole la mano. Cuando no pudoseguir más en la misma postura, levantóla vista y vio a Helen a su lado. Terenceya se había ido. No importaba, le veríaotra vez mañana, cuando estuvieramejor. Durante todo el día intentórecordar las líneas que oyó leerúltimamente. El esfuerzo la cansaba. Losadjetivos persistían en colocarse todos

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equivocadamente.El día siguiente no difirió mucho del

anterior, exceptuando que su cama serevistió de importancia y el mundoexterior aparecía cada vez más lejano.Helen estaba allí, a su lado, todo elsanto día. A veces decía que era hora decomer; otras que era la hora del té. Aldía siguiente, todas las señales de latierra se veían borrosas y el mundoexterior aparecía tan lejano que lossonidos de la gente que subía por laescalera y que se movían en la estanciaeran solo destacados por un esfuerzosuperior de la memoria. El recuerdo delo que sintió o lo que había estadohaciendo y pensando hacía solo tres

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días, se había borrado por completo.Por otra parte, cada objeto del cuarto, lapropia cama, su cuerpo con sus diversosmiembros y distintas sensacionestomaban más y más importancia de díaen día. Estaba completamenteincomunicada; completamente aisladadel resto del mundo. Aislada yenteramente sola con su cuerpo. Horas yhoras pasaban así, sin ir más allá de lamañana, luego unos cortos minutos depleno día y saltaba a las honduras de lanoche.

Un atardecer, cuando la habitaciónse veía en tinieblas, quizá por ser tardeo por estar las persianas muy echadas,Helen se acercó para decirle:

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—Alguien va a estar aquí esta nochecontigo. ¿No te importará?

Abriendo los ojos, Rachel vio nosolo a Helen, sino a una enfermera congafas, cuya cara le recordó algo quehubiese visto vagamente. La había vistoen la capilla.

—La enfermera Mc. Junis —dijoHelen, y la aludida sonrió igualmenteserena, como hacían todas.

Después de esperar unos momentos,las dos desaparecieron, y Rachel sedespertó para encontrarse de nuevo enmedio de una de aquellas interminablesnoches. Ella se daba cuenta de que nohabía nada que le impidiese seguir aquelrumbo, si así le placía. A una distancia

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grande, una mujer mayor se sentabaagachando la cabeza. Rachel se empinóun poco y vio con sobresalto que seentretenía jugando a las cartas a la luzde una vela que tenía en el hueco queformaba un periódico. La visión teníaalgo inexplicablemente siniestro.Aterrada, lloró sin poder explicarse porqué. La mujer dejó las cartas y atravesóla habitación, haciendo sombra a la velacon su mano. Acercábase cada vez más.Por fin se detuvo a la cabecera deRachel y le dijo:

—¿Aun despierta? Déjeme ponerlacómoda. —Dejó la vela y arregló laropa de la cama.

Rachel pensó que una mujer que

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jugara a las cartas toda la noche en unacaverna, tenía forzosamente que tenerlas manos muy frías, y se encogió parano sentir su contacto.

—Debe probar a estarse quietecita—seguía diciéndole—, porque asísentirá menos el calor. Aumentará almoverse y no queremos que se sientamás ardorosa aún de lo que está. —Sequedó mirando a Rachel por unaeternidad.

—Cuanto más quietecita esté, antesse pondrá buena. Rachel fijaba sus ojosen la sombra picuda del techo yconcentraba toda su energía en el deseode que aquella sombra se moviese. Perola sombra y la mujer parecían fijadas

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eternamente sobre ella. Cerró los ojos.Cuando los abrió de nuevo, habíantranscurrido varias horas. La nocheseguía aún implacable. La mujer seguíajugando a las cartas, solo que ahora sesentaba en un túnel, bajo un río y la luzse veía en un arco en la pared sobreella. Gritó: «¡Terence!», y la sombrapicuda se cernía otra vez en el techo. Lamujer, con sus calmosos movimientos,se levantó y acercóse de nuevo a sucabecera.

—Es tan difícil mantenerla en lacama como lo era tener al señor Forresten la suya —dijo la mujer.

Para librarse de aquella visiónestacionada, Rachel cerró otra vez los

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ojos, y se encontró andando por un túnelbajo el Támesis. Había allí pequeñas ydeformadas mujeres sentadas en unosarcos jugando a las cartas, mientras enlas paredes de ladrillos se veíanmanchas de humedad, que acababanformando gotas o resbalando por lapared. Pero las pequeñas y viejasmujeres se convirtieron en Helen y laenfermera Mc. Junis. Estaban en pie antela ventana, cuchicheandoincesantemente. Fuera de su dormitorio,los sonidos y movimientos y las vidasde la otra gente de la casa seguían elcurso corriente del sol, pasando por lasucesión de todas sus horas. Ya en elprimer día de su enfermedad, se vio

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claro que estaba bastante mal. Latemperatura fue muy alta hasta elviernes. Aquel día, martes, Terencesentía un gran resentimiento, no contraella, sino contra la fuerza exterior queles separaba. Él contaba los díasperdidos para su amor. Se daba cuenta,con una rara mezcla de placer y fastidio,de que por primera vez en su vidadependía de otra persona y de que sufelicidad estaba en su poder.

Los días transcurrían triviales y lascosas no tenían importancia. Después detres semanas de intimidad e intensidaden sus afectos, todas las ocupacionescorrientes eran insoportablemente sosasy aburridas. La ocupación menos

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intolerable era hablarle a John sobre laenfermedad de Rachel. Discutir cadasíntoma y su sentido y cuando estemotivo se agotaba, discutían laenfermedad, sus motivos y su curación.

Dos veces al día entraba a sentarsecon Rachel, y dos veces al día sucedíalo mismo. Entraba en su habitación, queno estaba muy obscura y donde lamúsica se veía por todos los lados, igualque antes, todos sus libros y cartas.Entonces su ánimo se levantabainstantáneamente. Al verla, se sentíacompletamente reanimado. Ella noparecía muy enferma. Sentado a su lado,le decía lo que había estado haciendo,en su tono de voz natural, solo un poco

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más bajo. A los cinco minutos de estarsentado a su lado, se veía acometido deuna tristeza profunda. Ella no parecía lamisma. Siempre concluía dejando lahabitación con la convicción de que erapeor verla que no verla.

Conforme pasaba el día, el deseo deverla volvía y se hacía tan imperioso,que repetía la visita.

El jueves por la mañana, cuandoTerence entró en el dormitorio, sintióaumentar su confianza. Rachel se volvióhacia él, haciendo el esfuerzo derecordar ciertos hechos del mundo delque estaba tantos millones de millasalejada.

—¿Has venido del hotel? —le

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preguntó ella.—No, estoy parando aquí por ahora

—dijo él—. Acabamos de comer y hallegado el correo. Hay un montón decartas para ti, cartas de Inglaterra.

En lugar de decirle, como él estabadeseando, que quería verlas, Rachelestuvo un rato en silencio.

—¿No ves? Por ahí van, rodandopor el filo de la pendiente —dijo ella depronto.

—¿Rodando, Rachel? ¿Qué vesrodar? No hay nada que ruede.

—La vieja con el cuchillo —contestó ella. Pero al hablar, no sedirigía a Terence en particular. Mirabaun jarro en la mesa de enfrente.

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Él se levantó y lo bajó.—Así no puede rodar más —dijo en

tono alegre.No obstante, ella seguía con la vista

fija en el mismo sitio, y no volvió ahacerle caso, a pesar de que él probó dedistraerla. Estaba tan profundamenteabatido que no pudo soportar el seguirsentado a su lado. Se fue a dar vueltas, aandar por la casa, hasta encontrar a Johnque leía el Times en la veranda.

Hirst dejó el periódico a un lado yoyó con paciencia lo que Terence lecontaba sobre el delirio. Le trataba conafecto, como si fuera un niño.

El viernes ya se vio que laenfermedad era cosa seria, que requería

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los cuidados de varias personas. Perotampoco había motivo suficiente paraalarmarse. Rodríguez dio a entender quehabía mucha variedad en aquella clasede enfermedades y opinó que estabandándole a todo demasiada importancia.Sus visitas tenían siempre unaapariencia de confianza y en susentrevistas con Terence hacía casoomiso de sus apremiantes preguntas conel pretexto de que se apurabademasiado. Se le veía reacio a sentarse.

—Una temperatura alta —dijo,mirando furtivamente a todos lados yaparentando más interés por los mueblesy el bordado de Helen que por otra cosa—. En este clima hay que esperar

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siempre temperaturas altas. No hay porqué alarmarse. El pulso es nuestro guía(se dio unos golpecitos en la muñecavelluda), y el pulso sigue excelente.

Al decir esto, se inclinórespetuosamente y se escurrió fuera.

La entrevista era sostenida condificultad por ambas partes en francés, yello unido al hecho de que era optimistay de que Terence respetaba la profesiónmédica en todos los aspectos, hizo quefuese más tolerante que con otro médicomejor capacitado. Inconscientemente sepuso del lado del médico y en contra deHelen, que parecía mirarle con ciertoprejuicio.

Cuando llegó el sábado se vio bien

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que era preciso llevar las cosas másordenadamente que hasta entonces. Hirstofreció sus servicios; dijo que no teníanada que hacer y que podía pasarse eldía en la villa, si es que así podía serlesútil. Como si iniciaran juntos unaexpedición difícil, se repartieron losquehaceres entre los dos muchachos,apuntando en una hoja grande un largo ymetódico horario que clavaron en lapuerta de la sala. Su alejamiento de laciudad y la dificultad de procurarse losmedicamentos, hizo necesario que loplaneasen todo cuidadosamente y de queencontraran difícil conseguir las cosasque de ellos se requerían.

John debía traer todo lo que

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necesitaba de la ciudad. Así que Terencepodía quedarse durante las horascalurosas en la sala, cerca de la puertaabierta, presto a cualquier llamada deHelen. Siempre se le olvidaba bajar laspersianas y se pasaba las horas sentadoa pleno sol, abrumado y mortificado sindarse cuenta de la causa.

La habitación era poco acogedora eincómoda. Probaba a leer, pero loslibros buenos eran demasiado buenos, otodo lo contrario. Lo único que podíatolerar eran los periódicos, con noticiasde Londres. Aquello daba algún fondode realidad a lo que de otra manera erauna interminable pesadilla. Cuandoconseguía fijar su atención en la lectura,

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una llamada suave de Helen o la señoraChailey reclamaba su atención.

Quitándose los zapatos, subía sinhacer ruido y dejaba lo pedido en lamesita atestada de jarros que habíanpuesto. Si lograba ver a Helen, lepreguntaba:

—¿Cómo sigue?—Muy inquieta… pero algo mejor;

por lo menos, así me parece.La imaginación se estancaba, la vida

misma parecía haberse detenido.El domingo fue peor que los otros

días, simplemente porque habíatranscurrido un día más y el esfuerzo seprolongaba. A pesar de ello, nada habíacambiado. Los sentimientos se

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sumergían en una prolongada sensaciónde angustia y temor unidos a unaprofunda importancia. Nunca se sintióTerence tan abatido. Al ver a Rachel,casi no podía creer que hubieran sidoalguna vez felices, ni que estuvierancomprometidos para casarse. ¿Quéhabía en sus sentimientos? Unaconfusión grande lo cubría todo. Leparecía ver a John, a Ridley y a losdemás que subían del hotel a preguntarde vez en cuando, como a través de unaniebla. Las únicas personas que no seocultaban en aquella niebla eran Helen yRodríguez, aquéllos eran los únicos quepodían decirle algo concreto de Rachel.

El día seguía su ritmo habitual. A

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determinadas horas se reunían en elcomedor y hablaban de cosasindiferentes. Generalmente era Johnquien iniciaba la conversación y lamantenía a viva fuerza.

—He descubierto el modo de hacerque Sancho pase la casa blanca —dijoJohn el domingo durante la comida delmediodía—. Arrugas un papel junto a suoreja, y sale de estampida unos cuantosmetros, luego sigue andando bien.

—Sí, pero lo que él quiere es granode trigo. Deberías enterarte si se lo dan.

—No me fío mucho de lo que le den;y Angelo me parece un pilletesinvergüenza.

Hubo un largo silencio. Ridley

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recitaba unas estrofas; entre dientes yavergonzado, dijo:

—Hace un calor excesivo.—Dos grados más que ayer —dijo

John—. ¿De dónde serán estas nueces?—observó a continuación, tomando delplato una y contemplándola entre susdedos con curiosidad.

—Supongo que de Londres —dijoTerence, mirándolas a su vez.

—Un hombre que fuese competenteen el negocio podría hacer aquí unafortuna en poco tiempo —continuó John—. Supongo que el calor trastorna algola inteligencia. Hasta los ingleses sevuelven raros. Es imposible tratar conellos. Esta mañana, sin causa que lo

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justificase, me tuvieron esperando trescuartos de hora en la botica.

Hubo otra larga pausa. Ridleypreguntó:

—¿Rodríguez está satisfecho?—Completamente —dijo Terence

con decisión—, solo tiene que seguir sucurso.

Ridley dio un gran suspiro.Lamentaba sinceramente la enfermedadde Rachel y el trastorno que causaba atodos, pero a ratos echaba de menos aHelen. Esto le contrariaba como tambiénla constante presencia de los dosmuchachos. Éstos se fueron a la sala.

—Mira, Hirst —dijo Terence—, nohay nada que hacer por lo menos en dos

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horas.Consultó la hoja de papel pegada a

la puerta.—Ve a echarte. Yo esperaré aquí.

Chailey se queda con Rachel mientrasHelen baja a comer.

Era mucho pedirle a Hirst, decirleque se fuera sin ver a Helen. Siquierafuera para preguntarle algo de laenferma. Esto, servía de algún consueloa todo el tedio y esfuerzo que suponíapara él aquella incomodidad. Pero comoestaban tan unidos en aquella prueba,decidió obedecer y se marchó sinrechistar. Helen tardó mucho en bajar.Tenía el aspecto de haber estado muchorato a obscuras. Estaba muy pálida y

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delgada y la expresión de sus ojos eraangustiosa, pero decidida. Comió conrapidez, indiferente a todo lo que larodeaba. No hizo mucho caso a laspreguntas de Hewet. Por fin le miró conel entrecejo fruncido:

—No podemos seguir así, Terence.O encuentras otro médico, o le dices aRodríguez que deje de venir y ya me lascompondré yo sola. Es inútil que digaque encuentra a Rachel mejor. No estámejor; está peor.

Terence sufrió tal impresión que seabstuvo de contradecirla.

—¿Cree que está en peligro? —preguntó.

—Nadie puede sostenerse tantos

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días en este estado —contestó Helen.Le miraba y hablaba como si

estuviera indignada con alguien.—Muy bien; esta tarde mismo

hablaré con Rodríguez —replicó él.Helen subió arriba en seguida. Nada

podía ahora atenuar la ansiedad deTerence. No podía leer ni estar quieto.Su sentido de seguridad se tambaleaba,a pesar de que probaba de asegurar queHelen exageraba y que Rachel no podíaestar tan enferma. Pero necesitaba untercero que confirmase su creencia.

Tan pronto como Rodríguez bajó deverla, le abordó:

—Bueno. ¿Cómo la encuentra usted?¿Cree que está peor?

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—No hay ningún motivo para estaansiedad —dijo Rodríguez en su infamefrancés, sonriendo forzadamente, y conlos gestos de quien desea escapar cuantoantes. Hewet se plantó con firmeza entreél y la puerta. Estaba decidido a saber laverdad. Su confianza en el hombre sevino a tierra al mirarle fijamente ycomprobar su insignificancia, su aspectosucio y desaliñado, su inestabilidad y lafalta de inteligencia de su velludorostro. Era raro que no se hubiese dadocuenta antes de todo aquello queentonces veía.

—¿No tendrá inconveniente si lepedimos que consulte con otro médico?—continuó él.

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El hombrecillo se sulfuró.—¡Ah! —dijo—. ¿No tienen

confianza en mí? ¿Están en contra de mitratamiento? ¿Desean que abandone elcaso?

—Nada de eso —replicó Terence—;pero en casos graves…

Rodríguez se encogió de hombros.—No es tan grave, se lo aseguro.

Están demasiado preocupados. Laseñorita joven no está grave, y yo soy unmédico. La señora está asustada —dijodespreciativamente—. Me hago cargo.

—¿El nombre y dirección delmédico es…? —preguntó Terence.

—No hay otro médico —replicóRodríguez con malos modos—. Todos

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tienen confianza en mí. Mire. —Sacó unpaquete de cartas viejas y empezó arevolverlas como si buscara una queconfundiese las suspicacias de Terence.Conforme buscaba, empezó a contar unahistoria de un Lord inglés, que se confióa él, un gran Lord inglés, cuyo nombre,por desgracia, no recordaba.

—No hay ningún otro médico poraquí —concluyó, revolviendo las cartas.

—No importa —dijo secamenteTerence—. Ya me cuidaré yo deinformarme.

Rodríguez volvió a meterse lascartas en el bolsillo.

—Muy bien —dijo—. No tengoningún inconveniente.

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Se encogió de hombros, enarcandolas cejas, como si quisiera repetir quetomaban la enfermedad demasiado enserio y que no había otro médico; yescurriéndose, salió, dejando en todos laimpresión que se daba cuenta de quedesconfiaban de él.

Terence no pudo aguantarse abajomás tiempo. Subió, llamando con losnudillos en la puerta de Rachel ypreguntó a Helen si podría verla unosminutos. Ella no se negó, yendo asentarse cerca de la ventana donde habíauna mesita. Terence se sentó al lado dela cama.

La cara de Rachel había cambiado.Parecía que concentraba todo su

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esfuerzo en vivir. Sus labios se veíansecos, sus mejillas hundidas yarreboladas, pero sin color. Los grandesy bellos ojos medio entornados, como siel tenerlos cerrados le costase excesivoesfuerzo. Al besarla él, los abrió deltodo. Pero solo veía a una viejacortándole la cabeza a un hombre con uncuchillo. Se volvió hacia Terence,preguntándole ansiosamente algo de unhombre con mulas, que él no entendió.

—¿Por qué no viene? ¿Cómo noviene? —repetía.

Él se aterraba de pensar en elhombrecillo desaliñado que estabaencargado de salvar su vida. Y se volvióinstintivamente a Helen. Ésta se hallaba

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ocupada y no parecía darse cuenta de laimpresión tan tremenda de Hewet. Éstese levantó para salir. No podía aguantarmás la visión de la muchacha y sucorazón le latía fuerte y dolorosamente.Estaba enfadado y angustiado. Al pasarjunto a Helen, ésta le dijo con vozcansada y poco natural, pero firme, quele trajera más hielo y que llenara eljarro de leche fresca. Cuando hubocumplido aquellos encargos, fue enbusca de Hirst. Se había dejado caertendido en una cama y estabaprofundamente dormido, poro Terence lodespertó sin escrúpulos.

—Helen cree que está peor —dijo—; no hay duda que está muy mal.

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Rodríguez es una inutilidad.—Debemos buscar otro módico —

dijo Hirst, restregándose los ojos, mediodormido— si lo hay…

—No seas idiota —exclamó Terence—. Claro que hay otro médico, y si no lohay, tú tienes que encontrarlo. Debimosde haberlo hecho hace ya días. Voy aensillar el caballo.

No podía estarse quieto en ningúnsitio. En menos de diez minutos John ibamontado hacia la ciudad bajo un solabrasador.

«Debimos de haberlo hecho hace yadías», se repetía Hewet, furioso.

Al regresar a la sala, encontró a laseñora Flushing en pie en el centro de la

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habitación; habiendo llegado comotodos, por la cocina o el jardín, sinanunciarse.

—¿Está mejor? —preguntóbruscamente, sin intentar siquiera darlela mano.

—No —dijo Terence—, creen queestá peor. La señora Flushing mirófijamente a Terence largo rato.

—Sin duda ha estado usted aquísolo, pensando y preocupándose durantetodo el día y cree que está peor —dijo—; pero alguien que la viese sinprejuicios, la encontraría mejor. Elseñor Elliot ha tenido fiebre, pero yaestá bien —dijo de un tirón—. ¡Quéimportan unos cuantos días de fiebre! Mi

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hermano tuvo una vez fiebre duranteveintiséis días. Y en una semana o dosse levantó tan campante. No tomaba másque leche y unas hierbas.

La señora Chailey entró con unrecado.

—Me llaman arriba —dijo Terence.—Ya verá cómo está mejor —

repitió la señora Flushing al salir de lahabitación.

Su ansiedad por convencer aTerence era grande, y cuando él hubosalido, se sintió desasosegada einquieta. No le gustaba quedarse y no sedecidía a marcharse. Fue de un cuarto aotro, buscando a alguien con quienpoder hablar. Todas las habitaciones

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estaban vacías. Terence tomó losencargos de Helen y miró a Rachel, perono intentó hablarle.

Rachel conseguía darse cuentavagamente de su presencia, pero éstaparecía perturbarla, pues se volvióhacia el otro lado, dándole la espalda.Hacía seis días que se había olvidadodel mundo exterior. Necesitaba toda suatención para seguir las ardientes yrojizas visiones que pasabanincesantemente ante sus ojos. Sabía queera de enorme importancia que atendieraa tales visiones y lograse entenderlas,pero siempre llegaba un poco tarde paraconocerlas completamente. Las caras deHelen, de la enfermera, de Terence, la

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del médico —que algunas veces veía tancerca—, la apuraban, porque distraíansu atención y le impedían desentrañar laclave. Por eso, a partir del cuarto día, encuanto alguien la movía, daba la vueltapor completo.

Empezaba a murmurar entonces algoininteligible, como siempre. Lasvisiones que se ofrecían a suimaginación trataban de alguna intriga,aventura o evasión, que tomabandiversos giros incesantemente, aunqueexistía un motivo central para todo elloque Rachel se esforzaba en aprehender.La escena tan pronto se desarrollabaentre bosques y salvajes como en el maro sobre los tejados de elevadas torres.

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Rachel saltaba unas veces y parecíacomo si volase otras. Cuando la crisistocaba a su fin, siempre permanecía algode todo ello en su imaginación hasta querecobraba nuevamente su intensidad…El calor se había hecho sofocante. Losrostros de los circunstantes acabaronpor desaparecer para ella; se sentíacomo sumergida en las aguas revueltasde un estanque. No se veía ni escuchabanada, salvo un débil estallido, como elde las aguas al romperse por encima desu cabeza. Mientras todos sus verdugosla creían muerta, ella vivía aún, pero seencontraba escondida en el fondo delmar. Permaneció allí, no viendo más quesombras profundas unas veces y súbitas

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claridades otras, cuando, de tanto entanto, alguien la sacaba del seno de lasaguas.

John Hirst pasó las horas de soldiscutiendo con gruñones y evasivosnativos, y pudo sacar la información deque había un médico francés que sehallaba en las montañas descansando ytomando unas vacaciones. Decían eracompletamente imposible dar con él.Con la experiencia que tenía del país,creyó improbable que un telegramapudiera serle enviado y, mucho menos,recibido, pero habiendo logrado reducirla distancia del pueblecito de cienkilómetros a treinta, alquiló un cochecon caballos y se decidió a ir por él.

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Consiguió dar con el doctor ypersuadirle para que dejase a su jovenesposa y le acompañase. Llegaron a lavilla el martes a mediodía. Terence salióa recibirlos, y John notó que estababastante más delgado, muy pálido y susojos tenían un aspecto de gran ansiedad.El modo de hablar seco y dominante deldoctor Lesage impresionó a los dosfavorablemente.

Una vez realizada la visita, dioórdenes terminantemente, pero seabstuvo de dar su opinión, quizá por lapresencia de Rodríguez.

Al preguntarle Terence si estaba muyenferma, contestó con un encogimientode hombros:

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—Desde luego.Todos sintieron cierta sensación de

alivio cuando se fue, prometiendo otravisita dentro de unas horas. Los nerviosles hicieron discutir. Riñeron sobre unacalle, la de Portsmouth. John dijo queestaba afirmada con macadam al pasarpor Flindhead, y Terence afirmó sabertan cierto, como conocía su nombre, queno lo estaba al llegar a aquel punto. Enla discusión se dijeron palabras fuertesy terminó tomándose la comida ensilencio, salvo alguna reflexión banal deRidley.

Cuando se hizo de noche yencendieron las lámparas, Terence seencontraba incapaz de aguantar su

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irritación por más tiempo. John seacostó, completamente rendido decansancio moral y físico, dandoafectuosamente las buenas noches aTerence. Ridley se retiró con sus libros.Otra vez solo, Terence paseaba arriba yabajo por la habitación. A veces sedetenía ante la ventana. Se veían relucirlas luces de la ciudad a lo lejos. Seconsideraba en una isla pequeñita,completamente solo. No importaba queRachel estuviese buena o enferma; noimportaba que estuviesen separados oreunidos; nada tenía consecuencias, todoera lo mismo. Las olas del mar se oían alo lejos romper sobre la playa. El vientoligero pasaba rozando los ramajes de

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los árboles, acariciándole. Deseabapoder hablar con alguien, pero Hirst sehabía acostado y dormía, y Ridleydormiría igualmente; no se oía ruido enla habitación de Rachel. El único ruidode la casa era el que hacía la señoraChailey en la cocina. Por fin hubo ruidode pasos en lo alto de la escalera. Era laenfermera McJunis que bajabaarreglándose los puños del uniforme,preparada para su vigilancia nocturna.

Terence la detuvo. Nunca habíanhablado, pero quizá fuese posible queella le confirmase en la creencia que aunpersistía en su cerebro, de que Rachelno estaba tan grave como creían. Le dijocuchicheando que el doctor Lesage la

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había visto y lo que éste dijera.—Ahora —continuó—, por favor,

déme su opinión. ¿Usted cree que estágravemente enferma?

—El médico ha dicho… —empezóella.

—Sí, pero yo quiero su opinión.Usted tiene la experiencia de muchoscasos semejantes.

—Yo no puedo decirle más que eldoctor Lesage, señor Hewet —replicó,temiendo que sus palabras pudieranusarse en su perjuicio—. El caso esserio, pero puede tener la certezacompleta de que estamos haciendo todolo posible por la señorita Vinrace.

Hablaba con cierto tono profesional,

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pero comprendió que no dejabasatisfecho al pobre muchacho, que aúnse interponía en su camino. Miró por laventana desde la que se veía la lunareflejándose en el mar. Habló en un tonocuriosamente raro.

—Nunca me gusta mayo para mispacientes.

—¿Mayo? —repitió Terence.—Puede ser fantasía, pero cuando

alguien cae enfermo este mes… —continuó ella—. Las cosas parecenmarchar mal en mayo. Quizá sea la luna.Dicen que afecta al cerebro, ¿no es eso,señor?

Él la miró, pero sin podercontestarle. Era la sensación que invadía

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a todos al mirarla. Ella se escurrió comopudo y desapareció.

Aunque se retiró a su habitación, nofue capaz siquiera de quitarse las ropas.Largo rato se paseó arriba y abajo, yapoyándose en la ventana, contempló latierra obscura en contraste con el pálidoazul del cielo. Con una mezcla de temory odio, se fijó en los altos y esbeltoscipreses. Nunca comprendió antes quebajo cada acción, bajo los actossencillos de cada día yacía el dolor,listo para atacar. Pareció ser capaz dever el sufrimiento, como si se tratase dealgo material. Un gigante comiéndose apuñados las vidas de hombres ymujeres. Conoció por primera vez el

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sentido de las palabras que otras vecesle sonaban a hueco. La lucha por la vida.La dureza de ésta. Ahora, por sí mismo,sabía que la vida era muy dura y querebosaba dolor hasta los bordes. Veíalas luces salpicadas de la ciudad abajo ypensó en Arthur y Susan, en Evelyn yPerrot, aventurándose inconscientes ensu gozo y exponiéndose abiertamente asufrimientos como el suyo. ¿Cómo seatrevían a amar de aquella manera?, sepreguntaba. ¿Cómo se atrevió él mismoa vivir como lo había hecho, rápido ydescuidado, pasando de una cosa a otray amando a Rachel como la amaba?Nunca volvería a sentirse seguro. Ya nocreería en la estabilidad de la vida, u

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olvidaría los abismos de dolor queexisten bajo una aparente felicidad ycubiertos también por sentimientos dealegría y seguridad. A pesar de estarconvencido de que era absurda y risiblesu pequeñez, no perdió el sentido detales pensamientos que formaban partede una vida. Él y Rachel vivirían unidos.

Quizá, debido al cambio de médico,Rachel parecía estar bastante mejorada.

Helen, terriblemente pálida yrendida, pareció animarse algo.

—Me ha hablado —dijo,voluntariamente—. Me preguntó a quédía de la semana estábamos.

De repente, sin razón aparente, laslágrimas se formaron en sus ojos y

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resbalaron por sus mejillas. Lloraba sinestremecimientos y sin probar decontenerse, como si ignorara que estaballorando.

Terence se sobresaltó al verla así.¿No había límites al poder de laenfermedad? ¿Se vendría todo abajo?Siempre vio a Helen fuerte y decidida, yahora parecía una criatura. Se acercó aella, rodeándole los hombros, ella seapoyó en él, sin poder contener sussollozos. Se rehizo y limpió sus ojos.Era tonto portarse así, muy tonto,repetía. No había duda de que Rachelestaba mejor. Pidió a Terence queperdonase su simpleza. Se detuvo en lapuerta y, volviéndose, la besó en la

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frente, sin decir palabra.Aquel día Rachel tuvo conciencia de

lo que la rodeaba. Había vuelto a lasuperficie del obscuro y pegajoso lago,y una ola parecía sostenerla. Cesó detener voluntad propia y se dejó llevar.Sentía una gran debilidad. La ola fuesubstituida por la ladera de unamontaña. Su cuerpo se convirtió en unmontón de nieve derretida. Sus rodillaseran picos montañosos de huesoshelados. Veía a Helen y el cuarto, perotodo muy pálido y transparente.

A veces la veía atravesar la paredque tenía ante ella. Otras veces, Helense iba tan lejos que sus ojosescasamente podían verla. La habitación

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parecía tener un raro poder deexpansión. Su cerebro, en un rincónremoto de su cuerpo, recorría como unrelámpago la habitación. Todo lo queveía suponía un esfuerzo, pero el mayorde todos fue ver a Terence. Su vista laobligó a unir el entendimiento al cuerpoen su deseo de recordar algo. Nodeseaba recordar; le mortificaba cuandola gente probaba de perturbar susoledad. Deseaba estar sola. Nodeseaba otra cosa más en el mundo.

Terence se dio cuenta de la nuevaesperanza que alentaba en Helen, vioesto como un triunfo. Esperó al doctorLesage, aquella tarde, con crecienteansiedad, pero con la misma certeza en

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el fondo de su ser, de que todos admitíansu equivocación.

El doctor Lesage estuvomalhumorado y estuvo muy escueto ensus contestaciones. A las palabras deTerence.

—Parece estar mejor —replicó,mirándole de un modo extraño—. Tieneuna remota probabilidad de salvarse.

La puerta se cerró y Terence sedirigió hacia la ventana, apoyando lacabeza contra el quicio.

«Rachel —se repetía a sí mismo—tiene una remota probabilidad de vida.Rachel. ¿Cómo podían decir tales cosasde Rachel?».

Estuvieron en relaciones cuatro

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semanas. Hacía quince días que estabaperfectamente bien. ¿Qué podíanaquellos catorce días haberle hecho paraponerla en aquel estado? Él no podíavivir sin ella. Después de aquellamomentánea lucha, la cortina cayó denuevo. No veía nada ni podía sentirclaramente. Todo seguía su curso comoantes. Salvo un dolor físico cuando lelatía el corazón y el hecho de tener losdedos helados, no se daba cuenta de sucreciente ansiedad. En su entendimientoél parecía no sentir nada de Rachel o denadie en el mundo.

Aquella noche, el doctor Lesagepareció estar menos enojado. Se quedóvoluntariamente unos momentos, y

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dirigiéndose a John y a Terence, como sino recordara cuál de los dos estuvieraprometido con la pobre enferma, lesdijo:

—Yo considero que está sumamentegrave.

Ninguno de los dos se acostó, nisugirió que el otro lo hiciese. Sesentaron montando guardia en la puertaabierta. John formó una especie de camaen el sofá, y cuando la tuvo lista insistiópara que Terence se echara. Empezarona reñir sobre quién se echaría allí yquién sobre un par de butacas arregladocon unas mantas. John forzó a Terencepara que se echara en el sofá.

—No seas tonto, Terence —le dijo

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—. Solo conseguirás ponerte malo si noduermes.

Al seguir Terence negándose, élcalló bruscamente, temiendo ponersesentimental. Estaba a punto de romper allorar. Comenzó a decir lo que hacíamucho tiempo deseó decirles, que sentíacomo Terence, que quería a éste ytambién a Rachel. Estaba muy ansiosode poder decir todo aquello, pero secontuvo, pensando que era egoísta. Alfin y al cabo, ¿a qué conducía darle lamurga a Terence hablándole de todoaquello? A él no le importaba lo quepasara, siempre que la sucesión deaquellos duros y tristes días serompiera; hasta le parecía que no le

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importaba que se muriese. Se sentíadesleal al no sentirlo, pero parecíacomo si su sensibilidad se hubieseagotado.

Durante la noche entera no hubollamada ni movimiento, exceptuando elabrir y cerrar de la puerta una sola vez.Gradualmente, la luz entró en lahabitación desordenada. A las seis seoyeron movimientos de las criadasarriba. A las siete bajaron a la cocina, ymedia hora después, el día se iniciabade nuevo.

Sin embargo, éste no fue igual quelos anteriores, aunque hubiera sidodifícil de decir en qué estaba ladiferencia. Tal vez, en que todos

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parecían estar esperando algo; y,ciertamente, había muy pocas cosas queesperar. Algunas personas paseaban porel salón. Allí estaban el señor Flushing,la señora Thornbury y su marido.Hablaban en voz alta con exaltación,permaneciendo todo el tiempo en pie,aunque la única cosa que tenían quedecir era: «¿Podemos ser útiles enalgo?». Pero ellos nada podían hacer.

Terence recordó lo que había dichoHelen de que al entrar en el máximopeligro la gente reaccionaba. ¿Estaba enlo cierto o se equivocaba? La niebla deirrealidad que le envolvía se ibahaciendo honda y profunda. Parecíaentumecerle todos los miembros. ¿Era

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aquél su cuerpo?Aquella mañana, por vez primera, a

Ridley le fue imposible sentarse solo ensu despacho. Se sentía incómodo y comono se daba cuenta bien de todo,entorpecía constantemente, pero noconsentía en irse de la sala. Demasiadoinquieto para leer, y sin nada que hacer,empezó a pasear arriba y abajorecitando versos en voz baja. Ocupadosen distintas cosas, desenvolverpaquetes, descorchar botellas, ponerunas direcciones, el canturreo de Ridleyy el ruido de sus pisadas se grababan enlas cabezas de John y Terence.

—¡Oh, esto es intolerable! —exclamó Hirst deteniéndose.

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Los dos expresaron su interés en loque les dijo el doctor Lesage a sullegada. Les parecía muy extraño. Aqueldía a todos les pasó la hora de lacomida. La misma señora Chailey estabarara. Llevaba una bata a rayitas y teníalas mangas remangadas hasta el codo. Sedaba tanta cuenta de su extrañaapariencia, como si a medianochehubiese saltado de la cama avisada poruna alarma de fuego. Se le olvidó sureserva y compostura. Hablaba confamiliaridad, como si desde chicos loshubiera sostenido sobre sus rodillas,asegurándoles una y otra vez que eradeber suyo comer.

La tarde pasó más aprisa de lo que

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esperaban.Una vez abrió la puerta la señora

Flushing, pero al verlos, la cerró denuevo aprisa. Bajó Helen a coger algo yse detuvo al dejar la habitación,fijándose en una carta dirigida a ella.Estuvo por un momento dándole vueltas;mirando el sobre; y la extraordinaria ytriste belleza de su actitud, se quedógrabada en Terence del modo quequedan las cosas impresas. Escasamentehablaban. Ya el sol de la tarde seretiraba de la fachada de la casa. Ridleypaseaba por la terraza, repitiendoestrofas de un largo poema en voz baja.Fragmentos del poema entraban aráfagas por la abierta ventana al pasarla

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y repasarla. El sonido de estas palabrascolmaba de desconsuelo el alma de losdos muchachos, pero las soportaron.

Al acercarse el atardecer y ver la luzrojiza del sol que se ponía sobre el mar,la misma sensación de desesperanzaatacó a los dos. La idea de que el día seacababa y otra noche les esperaba, erauna tortura. La aparición de una luz,seguida de otra allá abajo en la ciudad,produjo en Hirst una repetición delterrible y abrumador deseo de romper ensollozos.

La señora Chailey trajo unaslámparas. Explicó que María, aldescorchar una botella, había sido tantonta como para cortarse el brazo, pero

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ya se lo había vendado. Era unainoportunidad cuando había ahora tantatarea que hacer. Ella cojeaba a causa dereuma en su pie.

El atardecer avanzó. El doctorLesage llegó inesperadamente y estuvoarriba un largo rato. Bajó y bebió unataza de café.

—Está muy mal —contestó a lapregunta de Ridley.

Todo el enojo había desaparecido desus modales. Estaba grave y formal,pero al mismo tiempo tenía una actitudllena de consideración. Subió de nuevo.Los tres hombres se sentaron en la sala.Ridley estaba completamente quieto,salvo unos pequeños e involuntarios

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movimientos y exclamaciones queacallaba súbitamente. Parecía que al findaban la cara abiertamente a algodefinido. Eran cerca de las once cuandootra vez apareció el doctor Lesage en lahabitación.

Se aproximó a ellos muy lentamente.Miró primero a John y después aTerence, diciéndole a este último:

—Señor Hewet, creo que puedesubir.

Terence se puso en pieinmediatamente, dejando a los otros conel doctor Lesage.

La señora Chailey estaba en elcorredor, repitiendo una y otra vez:

—Es malo, es cruel.

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Terence no paró atención en ella.Oía lo qué decía, pero sin comprendersu significado. Al subir, se decía a símismo. «Esto no me está pasando a mí.No es posible que me esté pasando».Miraba con curiosidad su mano sobre labaranda. Los peldaños de la escaleraeran hondos y le tomó tiempo el subir.Parecía inconsciente.

Al abrir la puerta vio a Helensentada al lado de la cama. Había lucesveladas en la mesa y la habitación, yaunque se veía llena de cosas todoestaba muy ordenado. Percibíase unsuave olor a desinfectante. Helen selevantó y le cedió su silla en silencio.Al cruzarse sus ojos se encontraron. Él

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se extrañó de la claridad extraordinariade su mirada y al mismo tiempo de lahonda calma y tristeza que había enellos. Se sentó al lado de la cama, y unmomento después oyó cerrar la puertasuavemente. Se encontró solo conRachel y un reflejo pálido de alivio seposesionó de él. La miró. Esperabaencontrar en ella un terrible cambio,pero no lo vio. Estaba muy delgada yparecía muy cansada. Le sonrió y ledijo:

—Hola, Terence.La cortina que tanto tiempo estuvo

corrida entre los dos se evaporócompletamente.

—Bien, Rachel —replicó él. Y le

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sonrió como antes con su gesto familiar.La besó y tomó su mano entre las

suyas.—Ha sido tremendo sin ti —dijo él.Ella le miró sonriendo, pero pronto

un ligero gesto de fatiga y perplejidadvino a sus ojos y los cerró de nuevo.

—Cuando estamos juntos somoscompletamente felices —dijo él.

Continuaba sujetándole la mano, eraimposible ver ningún cambio en su cara.Un inmenso consuelo de sentirse en pazinvadió a Terence, tanto, que no deseómoverse ni hablar. La terrible tortura eirrealidad de los días pasados habíaterminado. Encontraba de nuevo unaperfecta certeza unida a una paz

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espiritual. Su entendimiento trabajaba denuevo con naturalidad y facilidad.Cuanto más tiempo permanecía sentadoallí, más profundamente se daba cuentade que la paz invadía todos los rinconesde su alma. Hubo un instante en el que lepareció sentir su aliento y se puso aescuchar ávidamente; sí, respirabaaún… Comprendió que se engañaba.Rachel había dejado de vivir. Pero eramejor así; esto era la muerte, la nada, norespirar ya más. Era la felicidad, lafelicidad absoluta. Ellos tenían ahora loque tanto habían deseado; la perfectaunión, que no les era posible conseguirmientras ella estaba en vida.Inconscientemente, en voz baja, o con el

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pensamiento tan solo, se dijo: «Nuncahan sido tan felices dos personas comolo fuimos nosotros. Nadie se ha amadotanto como nos amamos nosotros».Pensó las palabras y las pronunció:

—Ningunas otras personas hantenido nunca el mismo goce quenosotros. Nadie se quiso nunca como túy yo nos quisimos.

Le parecía a él que su completaunión y felicidad se desbordaba por lahabitación, en círculos que seagrandaban más y más. No tenía ya en elmundo ningún deseo incumplido.Poseían lo que ya nunca se les podríaquitar.

No se dio cuenta de que alguien

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había entrado en la habitación.Momentos u horas después sintió detrásde él un brazo. Los brazos le rodearon.Él no quería sentir aquellos brazos y lasmisteriosas voces que cuchicheaban lemolestaban. Dejó la ya helada mano deRachel sobre la colcha y levantándosede la silla fue hacia la ventana.

Las ventanas carecían de cortinas ymostraban la luna, y un camino largo yplateado sobre la superficie de las olas.

—¿Por qué —dijo él— hay un haloalrededor de la luna?

Los brazos, ¿eran de hombre omujer?, le rodearon de nuevo y leempujaban con suavidad hacia la puerta.Se volvió y anduvo firmemente hacia la

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puerta, consciente y a la vez extrañadode la forma que la gente se comportabasolo porque alguien había muerto. Seiría, si así lo deseaban, pero nada de loque ellos hiciesen podía perturbar sufelicidad.

Al ver el corredor fuera de lahabitación y la mesita con las tazas y losplatos, comprendió que nunca másvolvería a ver a Rachel.

—¡Rachel! ¡Rachel!

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XXVI

Durante dos o tres horas más, losreflejos de la luna iluminaron la obscuranoche. Sin interceptarla las nubes, suclaridad bañaba toda la tierra y el marcomo un blanco y frío sudario. Enaquellas horas el silencio fue completo,y el único ruido perceptible el causadopor el movimiento del aire al pasar entrelas ramas y hojas. Las sombras quehabía en la tierra se movían también. Eneste profundo silencio se oyó como unllanto inarticulado, que parecía de niñosmuy pobres, de gente débil o dolorida.Estaba ya el sol en el horizonte, el aire,

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tímido, se hizo a cada momento más ricoy lleno de vida, y los ruidos másatrevidos, rebosando arrojo y autoridad.El humo ascendía titubeante sobre lascasas. El sol brilló sobre unas ventanasobscuras.

Hacía ya muchas horas que el solbrillaba y coloreaba con sus rayos antesde que se viera movimiento alguno en elhotel. Sobre las nueve y media laseñorita Allan llegó muy despacio alvestíbulo, se acercó sin ganas a una delas mesitas donde estaban los periódicosde la mañana, pero no alargó la manohacia ellos. Se quedó parada, pensativa,con la cabeza algo inclinada sobre loshombros. Se la notaba aviejada, se

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podía fácilmente adivinar cómo seríadentro de unos años. Otras personasentraron pero no habló a nadie. Nisiquiera los miró. Por fin, como sicomprendiera que algo tenía que hacer,se sentó muy quietecita en un butacónmirando con fijeza ante ella. Se sentíamuy vieja e inútil, como si su vidahubiera sido un fracaso, como si sudureza y laboriosidad no sirviesen paranada. No tenía empeño en seguirviviendo, y sabía que así tenía que ser.Era tan fuerte que viviría hasta ser unamujer muy vieja. Probablemente viviríahasta los ochenta. Ahora contabacincuenta. ¡Treinta años más de vida! Semiraba las manos con curiosidad; sus

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viejas manos que tanto trabajaron paraella. No parecía tener afán por nada.Levantó los ojos y se encontró con laseñora Thornbury en pie ante ella, con elentrecejo fruncido y los labiosentreabiertos. Parecía no atreverse ahacer la pregunta. La señorita Allan seanticipó:

—Sí, murió esta madrugada. Muytemprano. A eso de las tres.

La señora Thornbury lanzó unapequeña exclamación, apretó sus labiosy los ojos se le llenaron de lágrimas.Por encima de los demás dirigió sumirada hacia el vestíbulo, inundadoahora por raudales de luz, y hacia losgrupos que, despreocupadamente,

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permanecieron de pie junto a lossillones y las mesas. A su vez, ellos lamiraban como a un ser irreal, o comomirarían quienes no se dieran cuenta deque una gran explosión había estalladojunto a ellos. Pero, en realidad, no habíahabido ninguna explosión, y ellospermanecían allí, junto a sus sillas y susmesas. La señora Thornbury no los viodurante mucho tiempo, pues a través deellos, como si sus cuerpos fuerantransparentes, empezó a ver la casa, susmoradores, la habitación, el lecho quehabía en ésta, la figura de la muerta,inmóvil en la obscuridad, bajo la sábanaque la cubría. Sí, le pareció ver sucuerpo, y escuchar los sollozos de las

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plañideras…—¿Esperaban esto? —preguntó al

fin.La señorita Allan se limitó a mover

la cabeza.—No sé nada —dijo después—:

Solo lo que la señora Flushing me hadicho: que murió esta mañana a primerahora.

Las dos se miraban con una miradacomprensiva y significante, sintiéndoseextrañamente atontadas. Buscando nosabía qué, la señora Thornbury se fuedespacio para arriba, tocando con lasmanos las paredes de los corredorespara sostenerse. Las camareras pasabanligeramente de cuarto en cuarto, pero las

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evitaba. Ni aun miró al detenerlaEvelyn. Se veía que ésta había estadollorando, y cuando la vio rompió denuevo en llanto. Juntas se fueron alhueco de la ventana y estuvieron allí ensilencio. Palabras entrecortadas seformaron por fin entre los sollozos deEvelyn.

—¡Eran tan felices!La señora Thornbury le daba unas

palmaditas en el hombro.—Es duro, muy duro.Veía a través de la cuesta, en la

altura, la villa de los Ambrose. Lasventanas brillaban al sol, y pensó almatraspasaría aquellas ventanas. Algo sehabía elevado del mundo dejándolo

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extrañamente vacío. Los sollozos deEvelyn se aquietaban.

—Tiene que haber una razón. Nopuede ser tan solo un accidente.

La señora Thornbury suspiróhondamente.

—No debemos pensar en ello —añadió—, y que ellos tampoco lopiensen.

—Estas terribles enfermedades. Nohay ninguna razón, no creo que hayarazón alguna —estalló Evelyn, bajandola persiana con ímpetu y haciéndolasubir de nuevo—. ¿Por qué ocurrenestas cosas? ¿Por qué sufrirán tanto losseres? Creo yo que Rachel está en elcielo, pero ojalá que Terence…

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La señora Thornbury sacudió lacabeza ligeramente sin contestar; dio unapretoncito a la mano de Evelyn y siguiócorredor abajo, impelida por el deseode tener noticias más extensas, pero sedirigió hacia la habitación de losFlushing. Al abrir la puerta, sintió queinterrumpía una discusión entre marido ymujer. La señora Flushing estaba sentadade espaldas a la luz, y su marido, junto aella, discutía tratando de convencerlaacerca de algo.

—¡Ah! Aquí está la señoraThornbury —dijo él con cierto alivio enel tono de su voz—. Mi mujer cree que,en cierta manera, ella es responsable.Ella animó a la pobre criatura a que

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viniese a la expedición. Estoy seguro deque usted opinará que es muy pocorazonable. Ni siquiera sabemos queadquiriese la enfermedad allí. Además,que ella estaba empeñada en ir. Hubieseido, la invitaras o no, Alice.

—No sigas, Wilfrid, ¿qué se sacacon hablar tanto? —dijo su mujer sinlevantar los ojos del suelo—. ¿De quésirve hablar? ¿De qué sirve?

La señora Thornbury, dirigiéndose aWilfrid, en vista de que con su esposaera inútil hablar, dijo:

—¿Hay algo que podamos hacer?¿Ha llegado el padre? ¿Se podría ir averle?

El deseo más fuerte en ella era

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consolar a los pobres que sufrían,verles, ayudarles. Era tremendo estar tanalejados de ellos. Pero el señor Flushingmovía la cabeza.

—Más tarde quizás…Su esposa se levantó y pasó muy

tiesa entre ellos hacia el tocador queestaba enfrente. Se la veía contener lossollozos por el movimiento del busto.Pero su dolor era callado. Cerró lapuerta tras de sí. Al quedarse sola, dabagolpes con los puños cerrados en elrespaldo de una silla. Era como unanimal herido. Aborrecía la muerte,estaba furiosa, encoraginada, indignadacon la muerte, como si ésta fuese un serviviente. Se negaba a entregar a la

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muerte a los que ésta quería. Leresultaba imposible aceptar que todo sedisolviera entre las sombras y en lanada. Empezó a pasear arriba y abajo,sin preocuparse de detener las lágrimasque se deslizaban por sus mejillas.Después se sentó, pero sin resignarse,con una mirada acerada y rebelde en susojos cuando dejó de llorar.

En la habitación de al lado Wilfridse explayaba con la señora Thornbury,puesto que allí no podía ser oído por sumujer.

—Esto es lo peor de lugares comoéste —decía—. Hay quien se cree estáen Londres y, claro, no es lo mismo. Nome cabe la menor duda de que la

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señorita Vinrace cogió la infección en lamisma ciudad. Por lo menos doce vecesal día debió correr ese riesgo. Esabsurdo decir que la cogió entrenosotros.

Si no estuviera sinceramenteafectado habría resultado enojoso.

—Pepper me dijo —añadió— quehabía abandonado la casa porqueencontró mucho desaseo en ella. Segúnél, nunca se preocupan de lavar laslegumbres cuidadosamente. ¡Pobregente! ¡Bien caro lo pagan! En todaspartes sucede igual. La gente se olvidade que estas cosas ocurren confrecuencia y luego se sorprenden si lessobreviene una desgracia.

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La señora Thornbury le daba alseñor Flushing la razón en todo, ydespués de hablar un poco de cosasindiferentes, se fue con tristeza hacia suhabitación. «Tenía que haber una razónpara que estas cosas ocurrieran»,pensaba para sí, al cerrar la puerta. Eratan extraño, tan increíble. Solo hacíatres semanas, solo quince días que habíavisto a Rachel; al cerrar los ojos, leparecía verla de nuevo. La tímida ycallada muchachita, que iba a casarse.Pensó en todo lo que había perdido, sise hubiese muerto a la edad de Rachel.Los hijos, su vida de casada.

Al mirar hacia atrás veía su vida díaa día y año tras año. El entumecimiento

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que sintiera y que le hacía dificultosohasta el pensar, iba poco a pococonvirtiéndose en algo contrario.Pensaba muy aprisa y con gran claridad,repasando todas sus experiencias yprobando a colocarlas en cierto orden.Había sin duda alguna muchosufrimiento, mucha lucha, pero enconjunto había un balance favorablepara la felicidad. Después de todo, lopeor no era el que muriese gente joven.Muchos se salvan, se conservan con unasalud excelente. Además, la muerte —yella pensaba entonces en los que de unamanera imprevista habían muerto decorta edad— también es bella. Lo habíavisto así, en sueños, muchas veces.

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Se acercó a su marido, echándolelos brazos al cuello y besándolo conmás intensidad que otras veces. Alsentarse los dos juntos, le acariciaba ydaba palmaditas, preguntándole como sifuera un bebé. Un bebé grandón yquejumbroso que tenía que mimar. No lehabló de la pobre muerta. ¿Qué tendríaque estaba tan preocupado? ¿Políticaotra vez? Toda la mañana estuvodiscutiendo sobre política con sumarido, y llegó a interesarse en lo quehablaban. Pero de vez en cuando, lo quedecía le parecía hueco, sin sentido. Almediodía, a la hora de comer, se notóque los huéspedes iniciaban la marcha.Había menos cada día. Solo quedaban

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cuarenta, cuando pocos días antespasaban de sesenta. Así lo comprobó laseñora Paley al mirar a su alrededor,antes de sentarse a su mesa.Generalmente comía con ella el señorPerrot y además de Arthur y Susan,Evelyn les acompañaba aquel día.Advirtiendo en ella señales de llanto yadivinando el motivo, procurabanmantener la conversación sobre otroasunto. Ella los dejó hablar, y de repentesin probar siquiera la sopa, apoyó losbrazos en la mesa y dijo con decisión:

—Yo no sé cómo estarán ustedes,pero yo no puedo pensar más que enella.

Los caballeros murmuraron algo

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entre dientes y pusieron gesto grave.Susan replicó:

—Sí, es tremendo. Cuando piensauno lo simpática y buena que era —ymiró a Arthur como pidiéndole quecontinuara él.

—Fue una locura aquella excursiónpor el río —dijo moviendo la cabeza—.Debieron suponerlo. No se puedeesperar que una inglesa resista losrigores como una nativa. Quiseadvertirles, aquella tarde cuando en lamerienda lo decidieron. Pero ¿de quéhubiese servido?

La señora Paley, que tranquilamentetomaba su sopa, quiso saber de qué setrataba. Susan le dijo lo que era, pero

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siguió sin enterarse de nada. Arthur fueen su ayuda.

—La señorita Vinrace está muerta—dijo claramente. La sorda siguió sinentender.

—¿Eh?—La señorita Vinrace está muerta

—repitió, y solo por un supremoesfuerzo pudo contenerse y no romper areír al pronunciar por tercera vez lamisma frase.

No solo las palabras, sino loshechos en sí tardaban en penetrar en suconciencia. Parecía tener un peso en elcerebro que, sin perjudicarla, entorpecíatoda su acción. Estuvo pensativa unossegundos, antes de comprender el

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significado de lo que Arthur habíadicho.

—¿Muerta? —dijo con vaguedad—.¿La señorita Vinrace muerta? Diosmío… es muy triste. Pero no recuerdobien cuál era. Hemos hecho tantosconocimientos nuevos —miró a Susanpara que la sacara de dudas—. ¿Unamuchacha alta, morena, que casi eraguapa, con subido color en las mejillas?

Susan intervino, pero tuvo que darsepor vencida. ¿Para qué explicarle que laconfundía con otra persona?

—No debiera de haberse muerto —continuó la señora—. Parecía saludable.Pero la gente se empeña en beber estaagua, y no me explico por qué. Es una

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cosa tan sencilla tener una botella deagua de Seltz en su cuarto. Es la únicaprecaución que he tomado siempre, y heestado en todas partes y lugares delmundo. En Italia más de una docena deveces… pero los jóvenes siempre creensaber más, y pagan las consecuencias.Pobrecilla, lo siento por ella.

Y dedicó toda su atención a un platode patatas, que tenía delante. Arthur ySusan deseaban que no se discutiera másaquel asunto. Pero Evelyn no era de lamisma opinión. ¿Por qué la genteevitaba hablar de aquello?

—¡No creo que usted se preocupe deello lo más mínimo! —dijo volviéndoseintempestivamente hacia el señor Perrot,

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quien había estado en silencio desde elprincipio.

—¿Yo? ¡Oh, sí! ¡Ya lo creo que mepreocupo! —contestó torpemente, perocon visible sinceridad. La pregunta deEvelyn le hizo sentirse a disgusto.

—Parece tan inexplicable —continuó Evelyn—, quiero decir, ¿porqué le tocó a ella y no a usted o a mí?

—Solo hace dos semanas que seencontraba aquí, como una de tantas —dijo el señor Perrot.

—¿Qué cree usted? —preguntóluego Evelyn—. ¿Cree que todoconcluye para siempre, que no es másque un puro juego y que al morir nosdeshacemos en la nada, o cree que ella

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continúa viviendo en algún sitio? Yoestoy completamente segura de queRachel no ha muerto.

El señor Perrot hubiera queridocontestar lo que Evelyn deseaba, sinduda, que dijera, pero la afirmación deque creía en la inmortalidad del almaera superior a sus fuerzas. Guardósilencio, pues, más arrugada su frenteque de ordinario y haciendo migajas desu trozo de pan con objeto de queEvelyn soslayara su pregunta, Arthur,después de una pausa tan prolongadaque equivalía enteramente a unaintercepción, se desvió hacia un temadistinto por completo.

—Supongan —dijo— que un hombre

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les escribe para pedirles cinco librascon el pretexto de que conoció a algunode sus abuelos respectivos, ¿qué harían?Verán; el caso es el siguiente: miabuelo…

—Inventó un nuevo modelo de estufa—dijo Evelyn—, estoy enterada de todoeso. Nosotros teníamos una en elinvernadero para que las floresestuvieran calientes.

—¡No sabía que fuera tan famoso!—contestó Arthur, y después, decidido allegar hasta el fin de su relato, prosiguió—: Bien. El viejo, habiendo sido uno delos mejores inventores de su tiempo ybuen conocedor de las leyes además,murió, como siempre sucede con

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personas así, sin testar: Ahora, Fielding,su escribiente, ignoro si asistido deverdadero derecho, reclamacontinuamente diciendo que él quisodejarle algo en herencia. Yo he ido averle alguna vez en Peuge, donde vive.El asunto es si yo estoy obligado a algoo no. ¿Qué considera usted, Perrot, queexige el espíritu de la justicia?Recuerde: yo no recibo beneficio algunode la herencia de mi tío ni poseo medioalguno para comprobar la veracidad desemejante promesa.

—Yo no sé mucho acerca de eseespíritu abstracto de la justicia —dijoSusan, dirigiendo una sonrisacomplaciente a los demás—; pero de lo

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que estoy segura es de que él obtendrásus cinco libras.

Como el señor Perrot se puso aformular una opinión, y Evelyn insistióen que, como todo leguleyo, era muytacaño, pensando más en la letra que enel espíritu, y la señora Paley solicitaba acada momento que se la informaseacerca de cuanto se estaba discutiendo,la comida discurrió sin intervalos desilencio, felicitándose Arthur por su actoal haber desviado la conversaciónprimitiva.

Al dejar el comedor se cruzaron conlos Elliot. Arthur y Susan felicitaron almarido por su restablecimiento. Estabamuy pálido y abatido y salía por vez

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primera.El señor Perrot aprovechó la

ocasión para hablar en privado aEvelyn:

—¿Podría bajar esta tarde al jardín,a esto de las tres y media? Yo estarécerca de la fuente.

Se separaron antes de que ellapudiera contestar. Pero al dejarles en elvestíbulo miró a Perrot con interés,diciéndole:

—¿A las tres y media dijo? Bueno,perfectamente.

Fue hacia su cuarto, con laexaltación que aquellas escenas deemoción le proporcionaban siempre.Que Perrot iba de nuevo a declarársele

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era cosa segura y se daba cuenta de quedebía contestarle definitivamente, puestoque se marchaba dentro de unos días.Pero tomar una decisión le era difícil.Odiaba hacer algo decisivo yterminante, le gustaba la inquietud. Seocupó en sacar ropa y ponerla encima dela cama. Vio que algunas prendasestaban muy usadas. Tomó la fotografíade sus padres y antes de meterla en elbaúl, la retuvo unos instantes en lamano. Rachel la había mirado. Depronto, la viva personalidad de ésta laencogió. Sintió como si estuviese a sulado. Poco a poco su presencia fuedesapareciendo. Pero aquellamomentánea sensación la dejó

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deprimida y fatigada. ¿Qué había hechoella con su vida? ¿Qué futuro había anteella? ¿Cuál era la fantasía y cuál larealidad? Todas aquellas declaraciones,intimidades y aventuras ¿eranverdades?, ¿o era el contento que vio enlos rostros de Rachel y Susan más realque las sensaciones que ella percibía?

Se arregló maquinalmente, y al bajarfue animándose como otras veces; perosu inteligencia parecía no funcionar.

El señor Perrot la aguardabapaseando sin cesar, en un estado deaguda inquietud.

—Llego tarde, como siempre —exclamó ella como primer saludo, alverle—. Tiene que perdonarme… tuve

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que empaquetar cosas… ¡Dios mío!¡Parece que el tiempo está tormentoso!¿Hay otro barco en la bahía, no es así?

Miró al lugar indicado y vio que enaquel preciso momento un barco devapor levaba anclas, rodeado de humotodavía.

—Señorita Murgatroyd —empezó élcon su formalidad característica—. Lerogué que viniese por un motivo muyegoísta. Creo que no necesita usted quele asegure una vez más mis sentimientos,pero como nos deja tan pronto, sientoque no podría separarme de usted sinpreguntarle si puedo esperar a que usted,alguna vez, llegue a interesarse por mí—estaba muy pálido y parecía incapaz

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de poder decir nada más.La inseguridad propia de su carácter

volvió a aparecer en Evelyn.—Claro que yo le aprecio —empezó

—. Sería muy insensible si no sintiese.Creo que es usted uno de los hombresmejores que he conocido y uno de losmás nobles también. Pero desearía…desearía que usted no me quisiese deesta forma. ¿Está usted seguro de que esasí como lo siente? —deseaba con todasu alma que él dijese que no.

—Completamente seguro —dijo elseñor Perrot.

—Yo no soy tan sencilla como sonotras mujeres —continuó Evelyn—.Creo siempre desear más. No sé, con

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exactitud, cómo siento.Él se sentaba a su lado, mirándola y

sin decir palabra.—Algunas veces creo que soy

incapaz de sentir mucho cariño por unasola persona. Me lo imagino muy felizcon otra mujer, pero conmigo…

—Si usted cree que hay una pequeñaesperanza de que pueda quererme, estoydispuesto a esperar —dijo Perrot.

—Bien, entonces no hay prisa,¿verdad? —comentó Evelyn—.Supongamos que yo lo meditase y leescribiera para cuando volviera. Me voya Moscú, le escribiré desde allí.

Pero Perrot insistía.—¿No me puede dar una idea? No

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pido siquiera una fecha… —calló,contemplando la arena del camino, ycomo ella no contestase en seguida,continuó—: Sé muy bien que yo no tengomucho que ofrecerle, ni en mi persona nien mi posición. Hasta que la encontréseguía mi vida tranquilo, junto con mihermana, muy pacíficos, completamentesatisfechos con nuestra suerte. Miamistad con Arthur fue lo mássobresaliente de mi vida. Ahora que laconozco, todo ha cambiado. Usted ponetanta alma en todo. La vida parece tenertantas posibilidades que yo ni siquierasoñé.

—Eso es espléndido —exclamóEvelyn cogiéndole la mano—. Ahora

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regresará y empezará por hacerse unnombre en el mundo, y seguiremossiendo amigos. Pase lo que pase…seremos verdaderos amigos, ¿verdad?

Evelyn sollozó. El pobre, tomándolaen sus brazos, la besó. Ella no seresintió, a pesar de causarle impresión.

—No veo por qué no se puedeseguir siendo amigos, a pesar de lo quedigan. La amistad es una de las cosas,que más valen en la vida.

Él la contemplaba con expresiónangustiosa, como si no comprendiese loque estaba diciendo. Con gran esfuerzose puso de pie. Rehaciéndose, dijo:

—Ahora creo que ya le he dicho loque siento. Solo puedo añadir que

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esperaré tanto como usted desee.Ya sola, Evelyn se paseaba

nerviosamente. ¿Qué era lo que teníaverdadera importancia? ¿Cuál era elsignificado de todo aquello?

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XXVII

Todo el atardecer, las nubes seamontonaban hasta cerrarse porcompleto sobre el azul del cielo.Parecían estrechar el espacio entre éstey la tierra, hasta faltar sitio al aire paramoverse libremente. Las olas tambiénestaban en reposo y sin movimiento. Lashojas y arbustos se abrazabanestrechamente. Tan raras eran las luces yel silencio, que el murmullo incesante delas voces que llenaban el comedor enlas horas de la comida sonaba extrañocon largas pausas en las que se oía conmás claridad el choque de los cubiertos

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contra los platos.El primer trueno y las primeras gotas

causaron sensación. «¡Ya viene!»,dijeron simultáneamente en variaslenguas. Hubo entonces un profundosilencio.

La gente iniciaba su comida cuandouna racha de viento fresco atravesó laventana, levantando manteles y faldas.Un relámpago brilló, cegador, seguidodel rugido de un trueno, encima mismodel hotel. La lluvia se oyó chasquear, einmediatamente los ruidos propios decerrar las ventanas y puertas conviolencia. El viento parecía traer olasde obscuridad sobre toda la tierra.Nadie intentaba comer y estaban

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pendientes de lo que ocurría en eljardín. Los relámpagos les iluminaban,sorprendiéndoles en posturas poconaturales. El trueno seguía de cerca ycada vez con más violencia. Loscamareros tenían que llamar la atenciónsobre los platos a los comensales yéstos a los camareros, por estar todosabstraídos en el desarrollo de latormenta. Ésta crecía por momentos yaumentaban los relámpagos y truenos.

Un incierto malestar ocupó el lugarde la primera excitación. Acabando decomer aprisa, la gente se congregaba enel vestíbulo. Encontrábanse allí másseguros que en otro lugar. Podíanapartarse de las ventanas y, a pesar de

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oír los truenos, no se apercibían de loque ocurría afuera. A un pequeñín se lotuvieron que llevar llorando en losbrazos de su madre. Mientras duró latormenta nadie pareció dispuesto asentarse. Se reunieron en pequeñosgrupos bajo la claraboya del centro,donde, mirando de vez en cuando haciala claridad amarillenta de arriba, lascaras se ponían blancas a la luz de losrelámpagos. Finalmente, un terribletrueno hizo vibrar los cristales de laclaraboya, con el consiguientesobresalto. La lluvia caía a cántaros ypareció extinguir los relámpagos y lostruenos, dejando el vestíbulo casicompletamente obscuras. Al cabo de

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unos minutos, cuando solo se oía el caerdel agua sobre los cristales, el ruidodisminuyó algo y la atmósfera se aclaróbastante. A un toque, todas las luceseléctricas se encendieron, revelando unamontonamiento de personas en pie,mirando con gestos forzados hacia laclaraboya.

Al verse unos a otros bajo la luzartificial, se disolvieron rápidamente.La lluvia siguió sonando en los cristales,y los truenos volvieron a repetirse una odos veces. Pero era evidente que latempestad de aire se iba alejando de allíhacia alta mar. El edificio, que parecíatan frágil en el tumulto de la tormenta,adquirió de nuevo sus proporciones

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reales.Conforme la tormenta se alejaba, iba

la gente acomodándose; con ciertoalivio, empezaron a contarse historiasde otras tormentas. La mesa de juego semontó y el señor Elliot, que llevaba unabufanda en vez de cuello, como señal deconvalecencia, pero estaba poco más omenos como siempre, apostó a Pepperpara una contienda final. Alrededor deellos se agruparon varias señoras condistintas labores. Otras sacaron susnovelas y echaban ojeadas al curso deljuego, como si estuvieran al cargo dedos pequeños. Miraban al tablero ydaban su opinión.

La señora Paley tenía sus cartas en

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orden ante ella. De vez en cuando, ungran moscón grisáceo, de cuerpobrillante, zumbaba por encima de lascabezas, y se estrellaba después contralas lámparas. Una joven dejó su labor yexclamó:

—¡Pobre bicho! Sería mejormatarle.

Pero nadie se tomó la molestia dehacerlo. Veían cómo se estrellaba delámpara en lámpara, pero nada más.

En el sofá, junto a los jugadores, laseñora Elliot le enseñaba un punto demedia nuevo a la señora Thornbury. Suscabezas se unían y solo las separaba lagorrita de encajes finos que esta últimase ponía por las noches. En su punto la

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señora Elliot era una experta y recibíalos cumplidos con evidente orgullo.

—Supongo que todos nos preciamosde algo —dijo-y yo lo estoy de mipunto. Creo que viene ya de familia.Todos hacemos el punto bien. Tuve untío que se hacía a punto sus calcetineshasta el día de su muerte, y lo hacíamejor que sus propias hijas; ¡queridoviejecito! Su voz bajó al tono suave ysatisfecho de toda experta en labores.Las palabras salían claras una a una.

—En tanto que yo pueda hacer algo,creeré que no estoy malgastando mitiempo.

La señorita Allan, a quien se dirigíala frase, cerró su novela y observó a los

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otros plácidamente. No se tomó eltrabajo de contradecirla. Arthur, que sepaseaba, parándose unas veces ante losjugadores y otras ojeando alguna revista,miró a la señorita Allan, que daba suscabezaditas, y dijo tomándola a broma:

—Un penique por sus pensamientos,señorita Allan.

Los demás miraron hacia él,alegrándose de que no se dirigiera aellos. La señorita Allan replicó sintitubear:

—Pensaba en mi tío imaginario. ¿Notienen todos un tío así? —continuó—.Yo tengo uno —un delicioso viejecito—. Siempre me está regalando cosas.Algunas veces es un reloj de oro; otras

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es un carruaje con caballos, y… unapreciosa y linda casita en el NewForest. Otras veces… un billete paravisitar el lugar que más deseo ver.

Eso les dio a todos la idea demeditar vagamente en las cosas que másdeseaban. La señora Elliot sabíaexactamente cuál era su mayor deseo.Quería una criaturita; y el fruncimientode su entrecejo se acentuó másprofundamente.

—Tenemos tanta suerte nosotros —dijo mirando a su marido—, que notenemos ningún deseo.

Era lo que solía decir, en parte paraconvencerse ella misma y también paraconvencer a los demás. Pero se evitó

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comprobar hasta qué punto convencía,por la aparición de los Flushing, quepasaron por el vestíbulo, deteniéndoseante la mesita de juego.

La señora Flushing estaba másagitada que nunca. Un gran mechón depelo negro caía sobre su frente, susmejillas estaban de un rojo subido ygotas de lluvia resbalaban por su rostro.El señor Flushing explicó que habíanestado en el tejado, contemplando latormenta.

—Era un espectáculo maravilloso—dijo—. Los relámpagos iban derechoshacia el mar, iluminando las olas y losbarcos desde muy lejos. Puedenfigurarse la maravilla de las montañas

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con las luces sobre ellas y las grandesmasas de sombras. Todo terminó ya.

Se escurrió en un sillón,interesándose en la fase final del juego.

—¿Y ustedes regresan mañana? —dijo la señora Thornbury, mirando a laseñora Flushing.

—Sí —replicó ésta.—Yo, desde luego, no lo siento —

dijo la señora Elliot adoptando un airetristón— después de tantasenfermedades.

—¿Tiene usted miedo a morirse? —preguntó desdeñosamente la señoraFlushing.

—Creo que a todos nos inspiracierto temor —dijo con dignidad la

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señora Elliot.—Supongo que todos somos

cobardes cuando llega el momento —observó la señora Flushing,restregándose la mejilla en el dorso deun sillón—. Estoy segura de que yo losoy.

—Nada de eso —intervino el señorFlushing, volviéndose, pues Peppertardaba mucho antes de realizar sujugada—. No es cobarde el deseo devivir, Alice. Es el reverso de locobarde. Personalmente, me gustaríavivir hasta los cien años; por supuestoque conservando el uso completo detodas mis facultades. Piensa en todo loque tiene forzosamente que suceder.

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—Eso es justamente lo que yo siento—se unió la señora Thornbury—. Loscambios, los inventos, la belleza…Siento algunas veces que debe serinsoportable morir y cesar de ver tantabelleza como nos rodea.

—Sería muy soso morirse antes dedescubrir si existe la vida en Marte —añadió la señorita Allan.

—¿Cree usted que en Marte existe lavida? —preguntó vivamente interesadala señora Flushing, volviéndose haciaella por primera vez. ¿Quién le ha dichoa usted eso? Conoce usted a un hombrellamado…

La señora Thornbury dejó a un ladosu labor, y con una mirada de extrema

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solicitud dijo quedamente:—Ahí está el señor Hirst.John acababa de entrar por la puerta

giratoria. Se le veía muy ajetreado porel viento. Sus mejillas estabanterriblemente pálidas, sin afeitar y muyhundidas. Después de quitarse el abrigo,pensó atravesar el vestíbulo para irderechamente hacia su dormitorio; perono le fue posible ignorar la presencia detantas personas conocidas,especialmente la señora Thornbury, que,levantándose, se dirigía hacia él.

La habitación acogedora, caldeada eiluminada, unido a la visión de tantaspersonas reunidas a placer, en contrastea la caminata en la obscura y lluviosa

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noche, después de la tensión de losúltimos días de dolor y horror, levencieron completamente. Miraba a laseñora Thornbury y no podía hablar.Todos quedaron en silencio. El señorPepper, sin terminar la jugada. Laseñora Thornbury le hizo sentar en unsillón, colocándose a su lado, y con losojos arrasados en lágrimas, le dijo:

—Ha hecho usted cuanto se puedehacer por un amigo.

Su acción pareció dar ocasión a quetodo se reanudara, como si no sehubiesen interrumpido. Siguió laconversación y prosiguió el juego.

—Todo fue inútil —dijo John,hablando muy despacio—. Parece

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imposible.Se llevó las manos a los ojos, como

si algún sueño se interpusiese entre él ylos demás y le impidiera darse cuenta dedónde estaba.

—¿Y ese pobre chico? —dijo laseñora Thornbury, cayéndolenuevamente las lágrimas en el rostro.

—Parece imposible —repitió John.—Si tuviera el consuelo de saber…

—Inició la señora Thornbury con elpropósito de sacarle algo.

Pero John no contestó. Se recostóhacia atrás. Estaba terriblementecansado, y la luz, el calor, elmovimiento de las manos en las laboresy las voces suaves y comunicativas le

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aliviaban como un bálsamo. Sentía unextraño bienestar. Cesó de pensar enTerence y Rachel. Los movimientos y lasvoces parecían unirse de distintas partesdel salón y combinarse como si sedesenvolviera ante él un dibujo. Locontemplaba en silencio, observandocómo se formaba y disolvía. El juego seponía interesante. Pepper y Elliot seempeñaban más que nunca en la lucha.La señora Thornbury, dándose cuenta deque era mejor no hacerle hablar, reanudósu punto.

—¡Relámpagos otra vez! —exclamórepentinamente la señora Flushing.

Una luz amarillenta relampagueó,atravesando la ventana azul, y por un

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segundo vieron los árboles verdes deljardín. Se levantó, dio unos pasos haciala puerta, abriéndola, y se quedó de pieal aire libre. Pero la luz fue solo elreflejo de la tormenta que había pasado.La lluvia cesó, las pesadas nubes seevaporaron y el aire era ligero y sutil, apesar de verse algunas nubecillas pasarvelando la luna. El cielo era de unintenso y limpio azul. La forma de latierra era visible en el fondo del aire,enorme, obscura y sólida, elevándose enuna cordillera ondulante por lasmontañas y salpicada aquí y allá en susladeras por las centelleantes luces de lasvillas. El viento ligero, el susurro de lashojas de los árboles y la luz

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relampagueante que de vez en cuandoiluminaba toda la tierra llenó a la señoraFlushing de exaltación. Su pecho subía ybajaba, contemplando el espectáculo.«¡Espectáculo!», «¡Espléndido!»,«¡Maravilloso!», se decía a sí misma.Se volvió, entrando de nuevo en elvestíbulo y exclamó con su tonoautoritario:

—Ven y mira, Wilfrid; es unahermosura.

Algunos se levantaron, otros sefueron y algunas señoras rodaron susovillos de lana, bajándose a recogerlos:

—A la cama, a dormir —dijo laseñorita Allan.

—Fue el avance con tu reina el que

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te traicionó, Pepper —exclamótriunfalmente el señor Elliot, echandolas piezas sobre el tablero y poniéndoseen pie. Él había ganado.

—¿Qué Pepper? ¿Vencido al fin? ¡Lefelicito! —dijo Arthur Venning, queempujaba el sillón de la señora Paley endirección a su dormitorio.

Todas aquellas voces sonaban conagrado a los oídos de John, tendido ymedio dormido, vivamente conscientede todo lo que le rodeaba. Por sus ojospasó una procesión de objetos negros eindistintos, las personas que recogíansus libros, sus cartas, sus ovillos de lanay sus cestitas de labor. Uno tras otroiban en dirección a sus habitaciones.

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ADELINE VIRGINIA WOOLF (Stephende soltera; Londres, 25 de enero de1882 – Lewes, Sussex, 28 de marzo de1941) fue una novelista, ensayista,escritora de cartas, editora, feminista yescritora de cuentos británica,considerada como una de las másdestacadas figuras del modernismo

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literario del siglo XX.

Durante el período de entreguerras,Woolf fue una figura significativa en lasociedad literaria de Londres y unmiembro del grupo de Bloomsbury. Susobras más famosas incluyen las novelasLa señora Dalloway (1925), Al faro(1927) y Orlando (1928), y su largoensayo Una habitación propia (1929),con su famosa sentencia «Una mujerdebe tener dinero y una habitaciónpropia si va a escribir ficción». Fueredescubierta durante la década de1970, gracias a este ensayo, uno de lostextos más citados del movimientofeminista, que expone las dificultades de

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las mujeres para consagrarse a laescritura en un mundo dominado por loshombres.

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Notas

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[1] Pepper = pimienta. <<