Abregú, Victoria. La Escuela Sola No Puede

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La escuela sola no puede En los orígenes de nuestro sistema educativo, la promesa de la escuela como generadora de igualdad de oportunidades y de crecimiento económico nos hizo construir una ilusión que luego no logró cumplir. Y a ese desencanto le siguió una despiadada crítica a la escuela en tanto agente de producción y reproducción de las desigualdades sociales existentes. Al optimismo pedagógico que confiaba en que la escuela lo podía todo, le siguió el pesimismo pedagógico que denunciaba que la escuela no solo no podía nada sino que, además, contribuía a generar injusticia social. Las posiciones más críticas sobre el lugar de la escuela pueden agruparse en lo que denominamos “corrientes pesimistas” acerca del poder de la educación. Su principal argumento consiste en afirmar que la escuela puede poco y nada frente a otras variables mucho más determinantes, como ser el origen socio económico de los alumnos, sus capital cultural, etc. A modo de ejemplo, podemos reconocer dentro de esta línea teórica, al conocido informe Coleman y a las denominadas corriente reproductivistas. El Informe Coleman, realizado en 1966 en estados Unidos, es un famoso estudio sobre la desigualdad educativa que demuestra a partir de pruebas estandarizadas, la escasa influencia de la escuela sobre los resultados de los alumnos. Utilizando dichas pruebas como metodología de abordaje, el informe demuestra que, una vez controlado el status socio económico, los factores internos de la institución educativa (gasto por alumno, experiencia de los profesores, cantidad de libros, recursos en laboratorio de ciencias, etc.) poseen escasa influencia sobre el rendimiento de los alumnos. El informe concluye en que la escuela tiene poco margen de acción e influencia en los alumnos que provienen de sectores desfavorecidos. El alumno que llega en peores condiciones de entrada, sale de la escuela casi en las mismas condiciones. El alumno que llega a la escuela en mejores condiciones, egresa con mayores herramientas pero esto no tiene que ver con la escuela sino con aquello con lo que el alumno ya contaba desde el momento de su ingreso. En la misma línea, las corrientes reproductivistas (Bourdieu y Passeron; Althusser), denuncian en la década del 70 que la escuela no solo tiene escasa influencia sino que además, con su accionar discriminatorio contribuye a agudizar las desigualdades de origen. Desde estas posturas, la escuela produce y reproduce desigualdad, es decir, refuerza las diferencias que los alumnos traen al ingresar a la escuela. Estas perspectivas las denominamos “pesimismo pedagógico” ya que dejan a las escuelas muy poco margen de acción. Reconocemos sin embargo, el enorme potencial de estas corrientes teóricas para hacernos reflexionar sobre los circuitos paralelos que encontramos dentro de los sistemas educativos (diferente calidad de escuelas según los sectores sociales de los que provienen los alumnos) y para denunciar la discriminación interna del sistema, que, una vez masificado el acceso de los alumnos, se ocupa de realizar la segmentación “desde adentro”. Frente a estas posturas pesimistas, surgen diferentes respuestas defendiendo el lugar de la escuela y su margen de acción. Surgen así los primeros cuestionamientos al informe Coleman argumentando que las pruebas estandarizadas no representan la complejidad de todo lo que sucede dentro del aula. Se le cuestiona además que el informe sobreestima las variables estructurales (presupuesto, condiciones edilicias, inversión, etc.) y que descuida las variables de proceso (liderazgo, clima, vinculo docente-alumno, nivel de consenso).

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Habla sobre la gestión escolar y define qué es una buena escuela.Tiene parte del libro "Construir una buena escuela: el rol del director" de Gvirtz, Zacarias y Abregú

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La escuela sola no puede

En los orígenes de nuestro sistema educativo, la promesa de la escuela como generadora de igualdad de oportunidades y de crecimiento económico nos hizo construir una ilusión que luego no logró cumplir. Y a ese desencanto le siguió una despiadada crítica a la escuela en tanto agente de producción y reproducción de las desigualdades sociales existentes. Al optimismo pedagógico que confiaba en que la escuela lo podía todo, le siguió el pesimismo pedagógico que denunciaba que la escuela no solo no podía nada sino que, además, contribuía a generar injusticia social.

Las posiciones más críticas sobre el lugar de la escuela pueden agruparse en lo que denominamos “corrientes pesimistas” acerca del poder de la educación. Su principal argumento consiste en afirmar que la escuela puede poco y nada frente a otras variables mucho más determinantes, como ser el origen socio económico de los alumnos, sus capital cultural, etc. A modo de ejemplo, podemos reconocer dentro de esta línea teórica, al conocido informe Coleman y a las denominadas corriente reproductivistas.

El Informe Coleman, realizado en 1966 en estados Unidos, es un famoso estudio sobre la desigualdad educativa que demuestra a partir de pruebas estandarizadas, la escasa influencia de la escuela sobre los resultados de los alumnos. Utilizando dichas pruebas como metodología de abordaje, el informe demuestra que, una vez controlado el status socio económico, los factores internos de la institución educativa (gasto por alumno, experiencia de los profesores, cantidad de libros, recursos en laboratorio de ciencias, etc.) poseen escasa influencia sobre el rendimiento de los alumnos. El informe concluye en que la escuela tiene poco margen de acción e influencia en los alumnos que provienen de sectores desfavorecidos. El alumno que llega en peores condiciones de entrada, sale de la escuela casi en las mismas condiciones. El alumno que llega a la escuela en mejores condiciones, egresa con mayores herramientas pero esto no tiene que ver con la escuela sino con aquello con lo que el alumno ya contaba desde el momento de su ingreso.

En la misma línea, las corrientes reproductivistas (Bourdieu y Passeron; Althusser), denuncian en la década del 70 que la escuela no solo tiene escasa influencia sino que además, con su accionar discriminatorio contribuye a agudizar las desigualdades de origen. Desde estas posturas, la escuela produce y reproduce desigualdad, es decir, refuerza las diferencias que los alumnos traen al ingresar a la escuela.

Estas perspectivas las denominamos “pesimismo pedagógico” ya que dejan a las escuelas muy poco margen de acción. Reconocemos sin embargo, el enorme potencial de estas corrientes teóricas para hacernos reflexionar sobre los circuitos paralelos que encontramos dentro de los sistemas educativos (diferente calidad de escuelas según los sectores sociales de los que provienen los alumnos) y para denunciar la discriminación interna del sistema, que, una vez masificado el acceso de los alumnos, se ocupa de realizar la segmentación “desde adentro”.

Frente a estas posturas pesimistas, surgen diferentes respuestas defendiendo el lugar de la escuela y su margen de acción. Surgen así los primeros cuestionamientos al informe Coleman argumentando que las pruebas estandarizadas no representan la complejidad de todo lo que sucede dentro del aula. Se le cuestiona además que el informe sobreestima las variables estructurales (presupuesto, condiciones edilicias, inversión, etc.) y que descuida las variables de proceso (liderazgo, clima, vinculo docente-alumno, nivel de consenso).

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Si polarizamos las posiciones, encontramos entonces desde posturas que confían ciegamente en el poder de la escuela, llegando incluso a culpabilizarla si no se logran los objetivos buscados, hasta posturas que desconfían y hasta niegan sus posibilidades de revertir las desigualdades de origen.

Creemos que es hora de situarnos en un punto intermedio; lo que nosotros llamamos un “optimismo pedagógico sin ingenuidad”, que sigue valorando a la escuela como agente de cambio, pero sin dejar de reconocer las condiciones necesarias para la mejora y sin cargar a la escuela con toda la responsabilidad de construir una sociedad mejor. Las condiciones a las que nos referimos tienen que ver con las políticas públicas con las que necesitamos contar para que nuestras escuelas trabajen en condiciones dignas: infraestructura, recursos y materiales didácticos, libros de texto, un mínimo de días de clase y salarios docentes dignos. Pero alertar sobre las necesidades de dichas políticas no implica, desde nuestra perspectiva, sentarnos a esperar sino asumir una posición proactiva que, al mismo tiempo que reclame sin resignarse, asuma la responsabilidad de sus funciones a cargo. Esto implica que cada actor se haga cargo de su capacidad de influencia y asuma la responsabilidad por esa parte de la mejora que a cada uno le corresponde. ¿Qué puedo yo como educador? ¿Qué puedo yo como director? ¿Qué puedo yo como docente? ¿Qué puedo yo como padre o madre?

Esta actitud implica reconocer que hay cosas que podemos desde nuestro rol y otras que no. Hay aspectos sobre los que podemos influir y es nuestra responsabilidad hacerlo y otros que, aún cuando somos permeables a ellos, trascienden nuestro rol. Delimitar las atribuciones de cada rol ayuda a construir las responsabilidades compartidas. En este sentido, Blejmar (2005) señala “El grado de autonomía hace a la discrecionalidad del rol que le es otorgado en la estructura para desarrollar su tarea. El maestro debe calificar a sus alumnos. Esto no lo decide él sino el sistema. Pero cómo aplicará su juicio en esa evaluación, cómo organizará la tarea, está bajo su autoridad” (Blejmar, 2005: 82). Diferenciamos así las cosas sobre las que tenemos control y aquellas sobre las que no podemos operar.

¿Y cómo se relaciona esto con la gestión?

Como ya dijimos, nos parece importante reflexionar sobre el lugar de la escuela para pensar en una gestión “posible”. Una gestión concebida dentro de “escenarios optimistas, pesimistas y probables”, como afirma Blejmar.

Así como encontramos posturas bien diferentes, hasta antagónicas, respecto al margen de acción de la escuela, también encontramos concepciones diferentes acerca de la gestión educativa.

Una primera aproximación concibe a la gestión como un hecho meramente técnico y neutral. Concepción heredada de la mirada empresarial, la gestión así entendida busca racionalizar las tareas o administrar eficientemente.

Algunas definiciones de gestión que podemos agrupar en esta primera postura: “la gestión busca previsibilidad en los resultados” “la gestión es el medio para buscar el control mediante indicadores formales”. Si bien algunas cuestiones podemos reconocer como válidas, esta concepción de la gestión parece al menos insuficiente para pensarla en términos educativos.

Una segunda concepción de la gestión agrega un componente interesante a ese primer grupo de definiciones: el componente político. Esta mirada sobre la gestión reconoce que las organizaciones están atravesadas por conflictos, intereses, resistencias, negociaciones y que todo eso es parte inherente de toda institución. Supera así la mirada neutral de la gestión e incluye la dimensión

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política de la misma. Frigerio (2004) realiza una definición de gestión que podría representar esta postura “la gestión es un instrumento de gobierno y como tal conlleva un carácter político que en algunos casos se fue estrechando, neutralizando, tecnocratizando, burocratizando...nosotros podemos reconquistar este carácter político que significa ser director de escuela o ser maestro”.

Si bien esa segunda postura marca un valioso avance respecto de la primera, la consideramos aún insuficiente para pensar la gestión educativa. Falta, desde nuestra perspectiva, el componente clave de la gestión escolar: la dimensión pedagógica. Les ofrecemos algunas definiciones dentro de esta mirada más amplia y abarcativa de la gestión:

Gestionar es hacer que las cosas sucedan. Gestionar es, más que hacer, crear las condiciones para el mejor hacer de un colectivo institucional, y eso a veces se “hace” no haciendo. Gestionar es escuchar más allá de oír y comprender y decir más allá de hablar (Blejmar, 2005)

La gestión escolar es el gobierno y la toma de decisiones a nivel micro. Se refiere a proceso de toma de decisiones, participación, tiempos, espacios, agrupamientos, etc. Y tiene como finalidad centrar los objetivos de la institución educativa alrededor de la búsqueda de aprendizajes de calidad. (Aguerrondo, 2001)

Proponemos entonces, una concepción de gestión que recupere el componente técnico, le agregue el componente político pero que no pierda de vista la dimensión pedagógica.

Romero (2009) define de este modo las tres perspectivas recién analizadas:

“Gestionar es controlar y administrar: En esta perspectiva se pone el énfasis en lo que hay que conservar, en el control de la aplicación de la norma, en garantizar la transmisión desde los actores centrales o que toman decisiones hacia los actores periféricos o “ejecutores”. En la década de los 90, comienzan a incorporarse al mundo educativo conceptos y herramientas del ámbito de la Administración y de la empresa, del “management”, con el fin de aumentar la “eficacia” y la “eficiencia” del sistema educativo. Si bien es interesante abrir el campo educativo al diálogo fecundo con otros campos, resulta de suma importancia no trasvasar acríticamente modelos concebidos para otros fines que podrían poner en riesgo el sentido pedagógico y las metas de calidad y equidad educativas (…)

Gestionar es gobernar: Gestionar implica vérselas con el poder, el conflicto, la complejidad, las resistencias, las negociaciones y la incertidumbre (...) La búsqueda de consensos, la participación de los distintos actores, las dinámicas institucionales, el liderazgo, son los procesos que se privilegian en esta concepción (…)

Gestionar es gestar: Esta concepción nos invita a pensar en la escuela en situación de cambio y también en la gestión del cambio. En este sentido, mejorar la gestión escolar significa empezar a pensarla en el contexto de la mejora escolar. Proponemos entonces una perspectiva que, en un juego de palabras, define la gestión como gesta (Romero, 2004b). La gestión preocupada por mejorar la escuela constituye una auténtica “gesta”, no sólo en el sentido primero de hazaña cultural, sino, además, en el sentido de volver a “gestar” la escuela, volver a concebirla (…)”

La autora sintetiza: “La gestión escolar, el trabajo de director y también el de supervisor, que se centra en hacer de la escuela un proyecto y gestar su mejora, es un asunto complejo y multidimensional. Se requiere un saber hacer, un poder hacer y un querer hacer que no pueden agotarse en una actuación meramente técnica o de operatividad básicamente política sino que,

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incluyendo las dimensiones técnica y política, se plantea la gestión escolar como una práctica crítica y profundamente vital cuyo sentido último es hacer de una escuela, una buena escuela”

Pero ¿qué es una buena escuela?1

Una buena escuela es, básicamente, una escuela que enseña. Nada más y nada menos. Pero con esa definición no alcanza porque enseñar ha significado diferentes cosas a lo largo del tiempo: disciplinar, moralizar, formar para el trabajo, instruir, transmitir, construir, desafiar…

Actualmente los autores definen a una “buena escuela” como:

Una escuela que ha aprendido cómo aprender y que mejora en forma permanente

Una escuela que confía en que todos sus alumnos pueden aprender

Una escuela que se responsabiliza por los aprendizajes de sus alumnos (Stoll y Fink, 2004)

Una buena escuela es una “organización inteligente”, una organización que aprende y que

continuamente expende su capacidad para crear en el futuro. Organizaciones capaces de

sobrevivir a las dificultades, reconocer las amenazas y enfrentar nuevas oportunidades (Senge,

1992)

Una buena escuela es una organización que facilita el aprendizaje de todos sus miembros y se

transforma a si misma de modo continuo (Pedler et al, 1992)

En la década de los 80, las teorías de la mejora escolar iniciaron un proceso de reflexión sobre las instituciones educativas y sobre cómo mejorarlas. Mortimore, uno de los representantes de aquella línea teórica, definió como Buena Escuela aquella en la que los alumnos progresan más allá de lo que cabría esperar al considerar aquello que el alumno trae al momento de entrar (Mortimore, 1991). De esta manera, aparece el concepto de “valor agregado”, como componente fundamental de la mejora: una buena escuela es aquella que enseña lo que el alumno no podría aprender por sí mismo. En la década del 90 se incluye a la definición de Buena Escuela el concepto de equidad y se define como Buena Escuela a aquella en la que todos sus alumnos progresan. Se combina así el concepto de valor agregado con una concepción de justicia educacional. Surge de este modo una nueva ola de pensamiento sobre la mejora que agrega características de buenas escuelas a la corriente de eficacia, característica de los 80.

Situados en esa perspectiva, Stoll y Fink (2004), definen como Buena Escuela aquella que:

1 Este texto forma parte del libro Construir una buena escuela: el rol del director, Gvirtz, Zacarias y Abregú

(mimeo)

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Promueve el progreso para que todos alumnos más allá de los conocimientos que

poseen y de los factores ambientales.

Garantiza que cada alumno alcance el máximo nivel posible.

Aumenta todos los aspectos relativos al conocimiento y desarrollo del alumno

(desarrollo integral más allá de las áreas académicas).

Sigue mejorando año a año.

Algunos autores inician así investigaciones que buscan identificar los factores que caracterizan y a las Buenas Escuelas y las diferencian de aquellas que obtiene bajos resultados o fracasan en forma permanente. Si bien es necesario ser cautelosos a la hora de enunciar dichas características ya que no es posible pensarlas como “recetas universales” a ser aplicadas en cualquier escuela, creemos que sí vale la pena revisarlas, ya no para pensarlas como la “llave hacia el éxito” sino como aquellos factores que las investigaciones detectaron como elementos recurrentes en escuelas con buenos resultados. Siguiendo a Sammons (1995), algunos de esos factores son:

Liderazgo profesional participativo, distribuido

Ambiente que estimula el aprendizaje

Concentración en la enseñanza y el aprendizaje

Altas expectativas

Seguimiento del progreso de los alumnos

Enseñanza con sentido

Organización que aprende

Relación familia escuela

En la misma línea de investigación, Rosenholtzn (1989) diferencia las escuelas “transformadoras” de las “escuelas inmovilistas o con empobrecimiento del aprendizaje” y señala algunas características encontradas en escuelas con bajo rendimiento:

Falta de visión

Liderazgo desenfocado

Disfunciones en las relaciones de personal (control, culpa, silencio, creación de mitos,

desconfianza)

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Prácticas de aula ineficaces (enfoques meramente transmisivos, escasa interacción

Docente-Alumno y Alumno-Alumno, practicas rutinarias, escasos estímulos positivos,

etc.)

Reynolds et al (1997), a su vez, agregan los resultados académicos como foco de las buenas escuelas y enuncian las siguientes características encontradas en las “buenas escuelas”:

La clave del éxito son los resultados de los alumnos en el campo

académico.

Necesidad de utilizar datos cuantitativos duros para evaluar los resultados

y generar el compromiso de los participantes (responsabilidades

compartidas).

Orientación centrada en el problema (estrategias apropiadas para

problemas concretos y no objetivos ideales).

Foco en el aula: el nivel de aprendizaje en el aula probablemente influye

dos o tres veces más en los resultados de los alumnos que el nivel de la

escuela (Creemers, 1994; Reynolds et al).

Relevancia del papel del distrito escolar en el proceso de mejora.