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ACCÉSIT TEMÁTICA SOBRARBE DEL III CERTAMEN DE CUENTOS Y RELATOS BREVES “JUNTO AL FOGARIL” , AÍNSA 2010. AUTOR: ENRIQUE FERNÁNDEZ MARTÍNEZ TÍTULO: MACERACANDOS MACERACANDOS Pichampú

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ACCÉSIT TEMÁTICA SOBRARBE DEL III CERTAMEN DE CUENTOS Y RELATOS BREVES “JUNTO AL FOGARIL” , AÍNSA 2010. AUTOR: ENRIQUE FERNÁNDEZ MARTÍNEZ TÍTULO: MACERACANDOS

MACERACANDOS

Pichampú

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Era el año mil cuando mi madre me parió entre miedos de historias de monstruos

y de apocalipsis en la masada de Escaloneta, fajas abajo de las bordas de Muro y dando

vista al Castillo del Señor, al fondo, en las terrazas de Maceracandos.

Aunque la gente dice que un ninón recién parido no tiene memoria, yo siempre

identifico el olor de sebo derretido en la lámpara con mi venida a la valle, a la miseria.

Mi mai me parió sobre paja de centeno y cuatro paños de cáñamo bien viejos, tan viejos

que yo era el décimo en limpiar mi sangre con ellos, y el segundo que conseguí vivir.

Las crabas se asomaban subiendo la escalera, toda llena de sirrio, para ver el

acontecimiento en el rincón lleno de humo donde yo empezaba a dar alentadas en la

vida.

Aquel olor, mezcla de vida y de miseria, se me grabó en las sienes, y muy

pronto, quizá en aquel instante, al olor se le unió la rabia contra el mundo. Pero, ¡qué

mundo! Era lo único que me hacía un poco benévolo en mi rabia de miseria.

El paisaje de enfrente a la masada era, y es, ya que él no cuenta el tiempo a

nuestra manera, sobrecogedor. Te llenaba de latidos de planeta ser parte del mismo.

El pico d´Aso sobresalía entre sus hermanos cercanos cerrando la vista por el

Norte. Por oriente, el Sol peleaba cada mañana por brillar por encima de la peña, la gran

Peña que protegía de los rigores del invierno a los hombres santos de Asán.

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Entre ellos y mi lugar, el Zinca escurría sus aguas de los altos para ver otros

mundos, como escapando de su cuna. Río fiero cuando quería, pero nunca traidor en sus

avenidas, no como el Bellos, que remontaba la angostura de las Cambras hacia poniente,

y que de vez en cuando vomitaba todo el agua de los montes de golpe, sin aviso. Malos

caminos eran esos que llevaban a la cueva del Santo francés tan venerado en estas

tierras por traer agua del cielo cuando era preciso.

Y allí abajo, entre los dos ríos, asentada en la terraza que formaran las aguas años ha, se

levantaba la torre del Señor de Maceracandos. La más grande construcción que viera yo

en años, hasta que siendo mozo bajara a l´Ainsa o a Boltaña y viera sus castillos

poderosos.

La torre medía más de quince varas de altura por siete de lado, todo piedra

oscura traída del río Yesa, cerca del lugar. Un muro no demasiado alto rodeaba la torre

y las estancias de animales y criados, y huertos de judías y berzas rodeaban la muralla

por el sur hacia el Bellos, lo demás era hierba y cereal del Señor, al que todos rendíamos

tributo de miseria, y el que hacía ya años no rendía cuentas a nadie, ni al Señor de

Puértolas, ni al abadiado d´Asán. No era un gran Señor, aún no sabía yo porqué, pero

alguien importante le cubría las espaldas sintiéndose él impune entre estos montes.

Quizá el acudir a l´Aínsa en ayuda del liberador Sancho, que consiguió echar a los

infieles después de tantos años de incertidumbre y saqueos, le hizo tener el

consentimiento de los grandes.

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Tenía yo diecisiete años y la piel ya quemada por el sol de las montañas, cuando

muchos hombres, casi salvajes, de los valles altos bajaron a los llanos de l´Aínsa para

echar al sarraceno. Qué poco se imaginaban. Los nuevos señores serían fieles cristianos,

sí, pero les harían pasar aún peor vida por la presión tributaria a la que serían sometidos.

No habría saqueos a cuchillo como antes, pero nos apretarían a todos día a día, grano a

grano. La ambición no entiende de dioses diferentes.

Trabajar de Sol a Sol para nada, criar ganado para el Señor, cosechar para el

Señor, vivir muriendo para el Señor.

El olor de sebo quemando en mi nacimiento se me remeraba en estos casos de

cavilaciones como anunciándome que así nací y así moriría. La miseria. El horror solo

un poco iluminado por las purnas de la chera, haciendo dibujos entre las estrellas

colgantes en el cielo.

Mi rabia y mi odio hacia esta vida de opresión se fue formando, y en mi fuero

interno me prometí hacer algo, no sabía qué aún, pero algo.

Antón de Bielsa, Señor de Maceracandos, algún día me miraría a los ojos sin

poder, sin ver a un pobre miserable cabizbajo, como hacían todos besándole los aros de

las manos a su paso.

Antón de Bielsa era hombre grande y rudo. Peludo, tanto que le llamaban “el

Onso de Maceracandos”. Era un pequeño Señor, sí. Pero más temido por las gentes que

otros más poderosos. Su fama le precedía. Siempre supo sacar tajada de las situaciones.

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Antes de la llegada del gran Sancho, Antón de Bielsa hizo fortuna mercando

hierro y plata de las minas del puerto á coté de la Francia, pero no con cualquiera. Se

dice que bajó bastante plata al walí de Huesca, sarraceno poderoso que le pagaba su

osadía con abundantes sueldos y prebendas.

Pero cuando Sancho entro en l´Aínsa, Antón estaba allí acuchillando infieles

para el gran Señor de todas las tierras altas de este país.

Eran tiempos de saber sobrevivir dependiendo de quién mandara y eso Antón lo

hizo muy bien.

Cuatro caballos negros cordobeses le dio Sancho como recompensa por su

ayuda. Cuando pastaban en los prados al oeste de Maceracandos parecían azabaches

brillando en el paisaje. No se habían visto animales iguales en todo el lugar.

El otoño de mis veinte años cambió mi vida. Ese verano la desgracia entró en

casa. Pai murió quemado por un rayo cuando marchaba acordonando el ganado allá

arriba en Mallabasa. Su cuerpo rígido y negruzco lo trajeron en un estirazo, y le dimos

tierra cerca del muro de la iglesia que se estaba construyendo en Escaloneta, mi lugar.

Mi mai también murió ese verano, como otros tantos en la valle, debido a la pasa

de viruelas que asolaba estos lugares en esos años de negriura.

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Y yo me quedé solo, pues mi hermana fue llamada por el Señor a la Torre, “para

todo tipo de necesidades”. Las mozas de buen ver de estos lugares, sabían su destino

desde crías, salvo alguna que casó fuera y marchó a otros sitios, quizá con otros señores,

quizá libres.

Yo era ayudante de los canteros que hacían los muros de la iglesia. Cargas de

piedra de sol a sol, madera, buro, lo que mandaban. Pero, al menos, comía tocino del

que les sobraba a los maestros de la piedra. A veces, me quedaba ausente viéndoles

hacer magia con el mazo al dar forma a los peñones. Había algunos de bien lejos.

El Señor me hizo llamar una tarde de noviembre. Los pocos queixigos que

quedaban entre las fajas de centeno estaban casi dorados. Críos mugrientos recogían

glanes en espuertas de cáñamo para llevar a los tocinos del Señor, mientras bajaba yo de

mi lugar para, cruzando el Bellos cerca del Zinca, llegar a la Torre.

Cada vez que pasaba cerca, me parecía más grande, más oscura. Mi hermana con

otras mujeres y críos espardía fiemo por los prados de encima de los huertos. Nos

miramos de lejos sin decirnos nada, con resignación, sabíamos que nuestras vidas no

estaban en nuestras manos.

Entré dentro de los muros y esperé. Entonces bajó el Señor con sus cueros

brillantes; sus ropas y aparejos era lo más limpio que había yo visto aparte de las flores

en los montes. No me dio explicaciones, luego me enteraría de que Sancho obligó a sus

tenentes y señores a mandar hombres para ayudar a recuperar Asán, saqueado, quemado

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y casi en ruinas debido a los ataques sarracenos. Solo me dijo: “Coge un par de bajes y

marcha a Asán, di quien te manda”.

Dio media vuelta y desapareció tras el portón recio de la Torre.

Esa tarde aparejé dos machos y me eché a dormir entre las pajas calientes de las

cuadras. Mañana el amanecer me vería cruzar el Zinca por la rasa de Maceracandos

camino d´Asán. Nunca había estado en tan nombrado sitio. Mañana lo vería.

Esa mañana era limpia como lo son todas en los días despejados de noviembre,

brillante, sin boiras ni calimas. El Zinca estaba bajo, no había llovido desde las

tormentas de verano, apenas me metí más arriba del tobillo. Subí hasta Fuensanta entre

fajas y queixigos viejos por camino ya conocido. Nunca pasé de aquí. La sombra de la

Peña me tapaba contrastando con las luces de las laderas al otro lado del Zinca, ya

doradas. Y me encaminé hacia Oriente, hacia la luz, hacia lo que al fin sería acabar con

la ignorancia, con las tinieblas.

Laderas de carrascas arrasadas por los fuegos de estos años, era el paisaje que

me rodeaba, vigas y barreros de carrasca y queixigos muertos se amontonaban a los

lados de la senda. Decenas de hombres para mí desconocidos la mayoría, arrastraban

madera con sus bajes. Al saber mi dirección, me engancharon un cuarentén de ocho

varas para aprovechar mi presentación en Asán.

Bueyes y vacas pasaban el aladro entre tierras calcinadas. Poco verde y poco

árbol quedaban en la ladera de la gran Peña. Algún caserío de buena cantería con

dibujos tallados de animales extraños vi por el camino. El paso era lento, pero los

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machos tiraban a gusto del madero acostumbrados a peores trochas. Al remontar la

cuesta por encima del molino de la clamor d´Asán, vi el cenobio. Entre prados verdes

con fraixins y queixigos, subían al cielo al menos diez columnas de humo, de otros

tantos hogares encendidos. Gente, bulla, vida se veía a lo lejos. Pero ante todo, se sentía

la luz del saber, del conocer el mundo, no como el resto de los mortales que

habitábamos en negriuras más densas que el averno.

Gentes más rápidas en su marcha que yo, me adelantaban con burricallos flacos

cargados de carnes secas, pollos o almudes de cereal. Todo prebendas y censos que

sacaban de lo más querido de sus lugares para cumplir con los hombres santos desde

hacía mucho tiempo.

Casi todo el mundo en estas tierras les pagaba obligaciones y diezmos ancestrales

decididos por Señores, para así obtener un beneplácito, quizá divino, quizá terrenal.

Casi todos, pero Antón de Bielsa no. No salía ni un pollo de Maceracandos que

alimentara a los hombres sabios, ni un gramo de ordio. Todo lo más que hacía el Señor

era mandar manos a trabajar, y después de recibir presiones más altas, imagino.

El Señor llevaba ya casi tres años de batallas contra el moro. Pasaba más tiempo

fuera del lugar de su Torre, que entre sus muros. Pero siempre que había vuelto, venía

con gentes desconocidas, con sonido de metales dispuestos hacia la muerte. Con

caballos y botines de saqueos de a saber qué pobre gente, fueran infieles o cristianos.

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En muchas ocasiones saqueó lugares y mató gentes bien pobres sin mandato

alguno. No parecía tener señor más alto que le hiciera obedecer. Era altivo. Orgulloso, e

incluso astuto en ocasiones.

Una espada ensangrentada sobre un campo de trigo con tres montañas de fondo

era la marca de su pendón, para que las gentes de sus lugares no olvidaran quien

mandaba sobre las vidas y aún las muertes de sus almas.

Así pues, no es de extrañar, que al presentarme en San Martín d´Asán, lugar que

fuera morada del santo varón Beturián de Italia y faro del que emanaba la poca luz de

estos paisajes, más de uno quisiera saber cosas del Señor de Maceracandos, demasiados

cuentos se contaban, no todos ciertos.

Eran tiempos malos, de ruinas y campos yermos, y aún así, cuando se llegaba a

las cercanías del cenobio, los ojos de cualquier montañés miserable no habían visto

tantas cosas juntas, gentes, mercancías,…olores diferentes de inciensos y romeros en el

aire se mezclaban con el humo de las cheras saturado de fragancias de chinebro con

carrasca.

Canteros, carpinteros y maestros de obra bebían en cuencos de madera caldo con

olor de casa, de riqueza.

A pesar de su estado, la construcción viéndola por fuera era imponente, recios

muros de esquinas trabajadas escondían las estancias del saber y la abundancia a unos

ojos que solo vieron piedra negra y paja junto al fuego en muchos años y lugares.

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Pajares, graneros, almacenes y cuadras, unos ya de pie, otros tumbados por los tiempos,

rodeaban las estancias de los liberadores de las almas de la tierra.

Más de cincuenta bajes hacían un alto en su faena en el ensanche de poniente de

los muros. Cargas de leña y maderas para obrar se amontonaban en la margin alta del

fenal. Allí dejé mi cruz liberando a los animales de su arrastre obediente. Entonces se

oyeron cantos, voces comunicadas con los cielos surgían del interior de las piedras

ordenadas. Era un sonido que se fundía con la tierra. Todos los hombres y mujeres que

estaban a mi alrededor, hincaron rodilla en tierra y rezaron mirando hacía el cenobio.

Yo también lo hice. Me parecía haber cambiado de mundo en unas horas.

La tarde se escapaba por Canciás, y me marché a dormir junto a los machos sin

haber visto a un solo habitante de la casa, pero sintiéndolos como nunca había sentido

nada proveniente de un hombre de carne y hueso. De un hombre como yo.

Cantos de gais encelados, volando de queixigo en queixigo sobre la ladera

d´Asán, me despertaron. Crepitar de cheras con purnas revoloteando por encima de la

boira que llegaba rasa hasta el lugar, sonido que se mezclaba con las primeras voces de

los hombres antes del tajo, dando buena cuenta de las sopas de pan con sebo rancio,

pero abundante. Y mientras todos comíamos con prisa, se volvieron a oír voces al

unísono que surgían de la misma tierra, fundiéndose con los humos del entorno,

haciendo volutas caprichosas, bailarinas, en armonía con el mundo.

Y separando los humos de las cheras y la boira, apareció en el fenal Galindo,

l´abate, seguido de unos doce hombres vestidos de telas recias de lana negra hasta el

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suelo. Todo el mundo hincó rodilla en tierra, yo también, y Galindo nos bendijo antes

de la faena con palabras extrañas todavía para mi.

Pero lo que yo vi era el gesto, la mirada. No era un hombre de este mundo, por

lo menos del mundo que yo había conocido hasta entonces.

El no miraba como todos, el veía, comprendía el mundo, o al menos así me lo

pareció a mí.

Cuando los hombres santos volvieron a sus muros, arrancamos cada uno a su

camino con los bajes, en busca de madera, piedras y buro. Otros hacían cal en el horno

camino de la Espelunga, otros bajaban a lugares distantes en busca de viandas o lo que

fuera.

Éramos más de doscientas almas trabajando, viendo pasar la vida cada día sin

saber muy bien el porqué de nuestra existencia ni de nuestra esclavitud consentida. Eran

tiempos de callar para comer, aunque la mayoría callara por no saber.

L´abate Galindo provenía de tierras navarras, era alto y royo, con ojos azules

como los de la chen de Gistau, y joven para el cargo que ostentaba. Debía haber tenido

buenos amigos entre los poderosos y, por supuesto, buen talante religioso y

administrativo para su elección.

Ahora, con las obras, estaba en Asán de continuo, pero viajaba mucho, sobre

todo a otros cenobios del territorio cristiano e incluso a Francia en ocasiones.

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A los cuatro días de llegar a Asán, cuando desaparejaba los machos, me mandó

llamar. Aurelio. Un monje regordete y risueño me condujo al recinto puertas adentro de

los muros, muros que nunca imaginé traspasar. Abrió la puerta del cuarto y allí estaban

once hombres santos con Galindo en la cabecera de la mesa, dispuestos a comer las

sopas. Aurelio me mandó silencio y me sentó en el único sitio vacío de la mesa,

mientras él se fue a un altillo de nogal con grabados nunca vistos por mis ojos, ni en la

Torre del señor Antón. Y comenzó a leer en lengua culta al tiempo que todos

comenzaron a comer despacio, lentamente, recreándose en lo que Dios les ofrecía cada

día. Yo intenté hacerlo igual, pero no tenía costumbre de dejar la sopa viva tanto

tiempo, así que terminé el primero y me quedé quieto como el aire.

Aurelio seguía leyendo. No entendía yo como estaba tan gordo si no comía.

Cuando terminaron el cuenco, casi todos a la vez, lo limpiaron con un paño. Yo

iba a imitarles, pero no tenía nada que pudiera limpiar del cuenco reluciente que ya

había dejado. Se levantaron. Aurelio dejó de leer. Todos sin excepción me tocaron la

cabeza al salir del cuarto, y Galindo l´abate, ante mi asombro, se sentó a mi lado con

gesto amable.

Yo le besé la mano y me arrodillé, pero él me levantó y empezó a hablar con

lengua suave, casi musical para lo que yo tenía costumbre. Me agradeció el trabajo que

hacíamos los hombres de estas tierras a favor de Dios y el Santo Beturián. Me preguntó

por mi, mi lugar, mi familia, mi vida. Mientras yo le contaba entrecortado, y entre

temores, mi corta y negra existencia, él me escuchaba atento sin apenas pestañear y con

una sonrisa casi fija en su rostro. Cuando callé, él me pregunto si sabía porqué había

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venido yo aquí, al lugar santo. Le dije que mi Señor, Antón de Bielsa, señor de

Maceracandos, me había mandado. Levantó la mano, quitó su sonrisa y me dijo: “El

único Señor que te manda es Dios y Don Sancho, señor de estos lugares. Acuérdate. No

temas en hablar de la gente de este mundo y menos de ese hombre que no ve más Dios

que a él mismo y más señor que las riquezas. Entiendo tu silencio por tu miedo. Ahora

ve y duerme, nos veremos pronto.”

Me tendió la mano, le besé los aros y salí de ese lugar para volver al mundo

normal. Mi mundo, con mis gentes. Me pareció haber vivido un sueño de sonidos y

silencios. De paz y de miedos internos. No pude dormir en toda la noche, ni en otras

muchas después, y ya nunca nada fue igual para mí.

También me di cuenta de que l´abate tenía el mismo aprecio que yo al Señor de

la Torre de Maceracandos, que ahora solo intuía hacia el oeste y me hacia remerar lo

poco que me quedaba allí, mi hermana y mi paisaje.

En ese mi primer invierno en Asán, cambió mi rutina de miserias. Entablé buena

relación con Aurelio y con algún otro, como Bernardo, monje serio pero atento a todo lo

que le rodeaba, aunque era al que las ropas negras le daban un aspecto más sombrío. Era

en el cenobio la antitesis de Aurelio “el risueño”.

Ya no quedaban muchos hombres en el tajo, y a mi me cambiaron de faena. Pasé

a ser el pastor de los pocos ganados que había en Asán.

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Cuando el tiempo lo permitía, aunque hubiera un furco de nieve, soltaba las

uellas y crabas por encima del lugar hasta las chinebrizas del castillo de San Martín,

prácticamente en ruinas, pero aún habitable, aunque ahora desierto después de tantos

años de hegemonía en la ladera de la peña. Los infieles habían hecho bien su labor de

destrucción en sus antiguas, aunque no lejanas y aún temidas, incursiones de castigo a

los cristianos

Cuando volvía a la tardada a cerrar el ganado, casi siempre me encontraba con

Aurelio sentado en el pedriño de poniente leyendo el Salterio. Al llegar, yo me sentaba a

su lado y el me leía salmos en voz alta para que yo los escuchara aunque no

comprendiera demasiado sus palabras.

Ante mi atención diaria, Aurelio se empeñó en enseñarme a reconocer los signos

escritos en el grueso papel, y cuando llegaron los primeros brillos de la primavera ya era

capaz de leer bastante bien y de escribir casi legible, si no fuera porque no controlaba la

tinta y emporquiaba casi siempre los papeles viejos que me dejaba Aurelio. Él estaba

muy contento con mi aprendizaje y así se lo hizo saber a Galindo l`abate, que me dejó

un libro viejo, casi a medias, que hablaba de los antiguos señores de antes del gran

Sancho. Nombres extranjeros que llenaban estas tierras antes de la llegada del

sarraceno. Yo lo leía línea a línea, repitiendo palabras sin saber que significaban pero

cogiendo soltura con las frases.

Los domingos y otras fechas señaladas me dejaban entrar en la iglesia para el

culto de la mañana. Era entonces una iglesia oscura pero bella, con sus dos pequeñas

naves en crucero. En el altar donde Galindo ejercía de interlocutor con Dios, se

encontraba la urna de madera y plata con los restos del santo varón Beturian, y al lado,

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en el ábside, pinturas de colores brillantes a la luz de las lampas, con nuestro Señor y

San Martín de Tours, otro gran santo venerado en este cenobio desde antiguo.

La iglesia fue lo primero que se reconstruyó después de los saqueos, y entonces los

monjes dormían y comían en ella por no haber más estancias en condiciones. Ahora que

han pasado los años, ya se empiezan a ver algunos edificios terminados a poniente de la

iglesia. A ésta, se entraba por la puerta del fenal del sur de la misma y en la pared sur

del ábside estaba el paso hacia las criptas de los monjes y de aquí, por un pasadizo

estrecho, se accedía al patio y las otras dependencias con salidas al sur y a poniente, sin

tener que entrar en la iglesia para llegar a ellas.

Una tarde de ese verano, Andrés de Campo, el monje más viejo del cenobio,

nativo del valle al oriente de la Peña, pasó a mejor vida. Entre cantos y letanías lo

condujeron con sus hábitos por dentro de la iglesia hasta la cripta, y allí quedó su

cuerpo, ya sin alma, al lado de harapos y osamentas de otros anteriores.

Para San Miguel, estaba yo haciendo troxetas de fraixin al sur de la casa cuando

se me acercó l´abate y me hizo bajar del árbol ya desnudo por mi obra. Me habló de lo

contento que estaba con mi actitud de trabajador y de buena persona para con todos

hasta ahora. De mi predisposición a aprender todo lo que se me enseñaba y de que mi

relación con las gentes del valle, al lado del Zinca, podría ser beneficiosa para el

cenobio, así que meditara, escuchara al Señor y pensara seriamente en hacerme uno de

ellos, un monje más. Me tocó la frente y se retiró a sus silencios diarios.

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Me quedé parado, nunca pensé en poder formar parte de la luz del mundo.

Realmente, yo no era demasiado religioso, comparado con ellos, pero esa vida me

gustaba, quería aprender y tener un sitio como no lo tuve desde que marché de

Escaloneta. Pero no me decidía a dar el paso hacia las celdas de soledad.

Aurelio me convenció. Me hizo ver las partes positivas de mi ingreso en la

comunidad. Ya no seria nunca un miserable mas, sino un monje venerado por las gentes

y respetado por los grandes, aunque no creo que a Antón de Bielsa le fuera a hacer

mucha gracia.

.Y así fue como, el día de Navidad de mis veintidós años, jure los votos de la

regla, y pasé a ser monje d´Asán. El ultimo en rango. Pero monje.

Los días anteriores Aurelio me instruyó para la ceremonia que se hizo en la

iglesia, con todos los monjes y l´abate Galindo con sus mejores ropas. Estrené lanas

negras hasta las abarcas, y me tumbé ante el Santo Beturián, San Martín y Nuestro

Señor, en el crucero delante del ábside, escuchando con sentimientos contrarios todas

las palabras de Galindo. Obediencia. Soledad. Caridad. Generosidad y trabajo. Ese era

mi camino hacia la supuesta santidad. Aunque yo, a decir verdad, esperaba más

aprender del mundo de los hombres que del de Dios. Él me perdone.

Galindo también me interrogó días antes sobre mis creencias. No creo que

estuviera muy seguro de mi fe hacia Dios, pero no pareció darle mucha importancia.

Quizá pensó que otras eran mis misiones en este mundo.

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A partir de esos días de recogimiento navideño dejé el pastoreo, y empecé el

nuevo año ayudando a Aurelio en el incipientemente restaurado archivo y escritorio del

cenobio. Él repasaba y arreglaba legajos destrozados. Copiaba e ilustraba los más

importantes.

En los lomos de los volúmenes que aún no lo tenían, escribía el nombre de su

propietario, “Domus Sancti Victorianis”.

Repasaba documentos de pequeñas donaciones de gentes de estos lugares.

Huertos. Carnes. Derechos de pastos, e incluso hombres, como fue mi caso.

Misales y salterios, así como libros importantes de allende los mares, escritos

por sabios, no siempre religiosos, quedaban poco a poco arreglados y a buen recaudo.

Yo le ayudaba a preparar las tintas, a que nunca le faltara buena luz, y a “reír con

él”, como decía Aurelio. Aprendía todo lo que podía en aquellas horas de trabajo. El

resto era rutina física y espiritual. Las comidas. Los silencios. Las soledades. El frío. El

calor. La vida. Y casi hasta la muerte.

Y así pasaban los meses, apartado del mundo del resto de los mortales de los

valles, excepto por alguna noticia que llegaba con los hombres de la obra. Casi siempre

habladurías. Y, entre ellas, las del Señor de Maceracandos seguían siendo las más

oscuras. Las más opresoras hacia sus esclavos. Entre ellos mi hermana, a la que no

podía apartar de mi memoria.

Una tarde de verano l´abate me dijo: “No te impacientes, todo llega.”

Y tenía razón, bien lo sabía.

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Llevaba yo ya tres años de monje, en Asán, cuando me eligió Galindo con tres

más para bajar a mi lugar, a Escaloneta, para consagrar la iglesia recién terminada. Allí

estarían todos los míos, los que quedaran. Y también Antón de Bielsa y Gonzalo, hijo

del Gran Sancho, que empezaba a conocer las tierras de su señor padre, benefactor de

estas montañas y aún más lejos.

Cuando me lo comunicó Aurelio se le veía contento por mí, sabía de mis anhelos

por mi hermana y mi lugar. Dejé el códice del obispo Odisendo en su lugar y me

preparé para el día siguiente, quince de agosto, para bajar con la comitiva hacia lo

profundo de la valle.

Aún de noche aparejamos los burricallos y la yegua blanca de l´abate. Cargamos

el cáliz, los paños, cirios y un pequeño relicario con un mechón de cabello de San

Beturian, la Cruz procesional, libros de celebrar y vino de consagrar.

Cuando empezaba a adivinarse el día por Oriente de la Peña comenzamos el

camino. Galindo, Bernardo, los dos franceses y yo mismo marchamos camino d´Oncins

para luego seguir por poniente hasta el Zinca. Pasamos al lado de las ruinas de la Torre

de Eriza, aún a medias. Y después de dejar San Lorién, al sur del camino, nos llegamos

a la Fuensanta, donde el santo hizo brotar agua pura curadora de males. Hicimos un alto

para las oraciones. Todos bebimos, y Galindo salpicó con el agua santa las hostias de

comulgar dentro del venerado cáliz, quizá el objeto más antiguo del cenobio.

Bernardo, tan serio. Los franceses, ausentes, como siempre. Galindo en su papel,

y yo ilusionado por ver mi lugar ya desde lejos, con la iglesia levantada.

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Los campos agostados por el sol contrastaban con las tascas altas de los puertos,

bien visibles y bien verdes todavía. Allí radicaba la riqueza escasa de estos montes, en

los altos. “Igual que Dios”, como decía Galindo.

Cuando amanecía y el sol ya pegaba en la ladera de Muro, la sombra de la Peña

se dibujaba en la valle, pasando por encima de Maceracandos, aún en tinieblas. Pero ya

se divisaba el follón allá abajo. Veíanse gentes, bulla, bajes como nunca había habido en

el campo de Oriente de la Torre del Señor. Tenía yo ganas de ver a mi hermana pero

también me moría por dentro de ver a Antón de Bielsa y mirarle cara a cara. Al fin y al

cabo yo ya era un “monje d´Asán”. Y eso era bastante para que tuviera que callar ante

los presentes.

Cruzamos el Zinca en pleno estío. En la orilla de poniente se hallaba la gente de

los lugares de la redolada. Con rodilla en tierra tocaban la yegua blanca de Galindo e

incluso sus pies. También a nosotros, simples monjes, nos tocaban mientras oraban sin

parar. Vi rostros conocidos de crío que me miraban con admiración. Uno de ellos había

llegado a ser algo más que pura vida.

Felipón de Scohayn pastor en las altas peñas de la valle, Barrau de Bestué,

Marión de Santa Justa y otros conocidos de mi infancia estaban allí junto a otros

muchos.

Al llegar al frente de la Torre nos esperaba la comitiva con la que subiríamos a

Escaloneta.

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Los Señores de Puértolas y Biés. Prohombres de Puyarruego y de Belsierre. El

prior de Santa Justa y el de San Vicente. Ante todos ellos, en el medio de la puerta, se

hallaba Antón con gesto serio. Rodeado de hombres con cueros y metales, pendones y

estandartes, gente extraña entre la que se hallaba Gonzalo, hijo de Sancho, Señor de

estos lugares. Yo me lo imaginaba un gran señor, y en realidad no era más que un mozo,

con buenas ropas y escuderos, sí, pero bastante más joven que yo. No creo que

alcanzara los diecisiete años. Aún así, su gesto era firme ante sus futuros súbditos. Solo

Antón de Bielsa pareció despreciarle poniéndose el primero para besar los aros de

Galindo, con desgana, pero dejando claro a los de fuera quien mandaba en esta valle.

Todos, uno a uno, besaban los aros de Galindo, mientras yo me apartaba un poco

de la muchedumbre y el bullicio. Entonces llegó Ginta, mi hermana. Se arrodilló y me

besó los pies. La levanté para besarla cuando vi su estado de preñez avanzada. Poco

hablamos. Nada pregunté. Todo sabía. Siempre era igual. Aún así parecía sana y fuerte,

y sobre todo orgullosa de su hermano.

Desde que juré los votos, ella ya no era una cualquiera. Era la hermana de un

monje d´Asán. Y eso para las gentes de estos valles era suficiente ante la honra.

Félix y Julián, amigos de Escaloneta, me ayudaron a descargar los bajes con

cuidado. Cuando todo estuvo listo y los señores y l´abate terminaron sus protocolos y

saludos, Bernardo cogió la Cruz y los franceses el cáliz y los libros de liturgia. Yo

llevaba los paños y el vino. Todos delante, con Galindo portando la reliquia del Santo,

nos encaminamos hacia el Bellos con Gonzalo, Antón, los prohombres y demás

comitiva siguiéndonos en silencio con el pueblo detrás camino de Escaloneta.

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Había un rato.

Antón de Bielsa solo me miró a los ojos una vez, pero bastó para darme cuenta

de que el odio y la crueldad seguían siendo sus compañeros de existencia. Demasiado

orgullo. Demasiada codicia en un mundo sin riquezas. Yo le miré firme y bondadoso

como buen monje, pero el miedo de mi infancia estaba aún dentro de mi alma. Muchos

recuerdos me vinieron a la mente mientras subíamos la ladera hasta el lugar que me vio

dar la primera alentada en este mundo.

Al llegar a Escaloneta sentí tristeza. La casa humilde de mis padres y de mi

infancia ya no estaba. Solo un marrueño la anunciaba. Luego me enteré que Antón de

Bielsa la había mandado tirar para coger piedra cercana y construir un aljibe por encima

de la iglesia y debajo de la torre. Quizá quiso así borrar el rastro de mi familia en estas

tierras.

La nueva iglesia era pequeña, pero bonita y con torre poderosa. Al entrar se

mezclaban el olor de las flores y del buro reciente entre las piedras. Cuando todos

ocupamos nuestro sitio, Galindo abrió el nuevo sagrario de madera tallada y metió la

reliquia del santo y el cáliz con las hostias. Y comenzó su ceremonia. Bien aprendida

hacía años.

Después de lo obligado, todos salimos al prado de enfrente de los muros de la

iglesia. Antón de Bielsa, como señor de este lugar, brindó comida y bebida a los

hombres de poder, y carne bullita para el pueblo, que hacía días no probaban.

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Mientras yo me dedicaba a mi hermana y a los míos, veía de reojo la

conversación entre Antón y Gonzalo, hijo de Sancho. Galindo y los demás prohombres

les hacían corro. Logré adivinar voces fuertes que no logré entender. Luego bajamos

todos a Maceracandos. Despedidas. Protocolos y besamanos anticiparon nuestra salida,

ya de tarde, hacia nuestro retiro bajo la Peña. En silencio subimos a Fuensanta, donde

paramos como se hacía siempre. Desde allí hasta Asán, Galindo se puso a mi lado y, sin

que yo le preguntara, me contó la conversación ante la iglesia de Escaloneta, ya lejana,

pero reciente en mi recuerdo.

Gonzalo, con voz firme, adiestrada desde crío para estos menesteres, le

comunicó a Antón de Bielsa los deseos de su padre. Le recordó su deber de obediencia

para con él. De que debía pagar censos y diezmos tanto a él como al abate d´Asán.

Antón de Bielsa le escuchaba sin mirarle, despreciando al que solo veía como un crío, y

cuando Gonzalo terminó, Antón le respondió con rudeza. Le dijo que más hambre

pasaban en sus tierras que en la casa del gran Sancho, al que no le hacian falta sus

sueldos. Y respecto a Asán, contestó, que Dios ayudaría a sus súbditos, no él. Que ya

mandó gente para el trabajo y los perdió entre los muros del cenobio. Para terminar

diciendo que si Sancho quería sus armas y su ayuda en la batalla, las tendría, pero a

cambio de prebendas.

Gonzalo calló, ya había dicho lo que le habían encomendado. No era su misión

enfrentarse con Antón. Ya habría tiempo.

Llegamos a Asán ya de noche y después de los rezos nos fuimos a nuestros

retiros entre las piedras, agradablemente frescas en verano.

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El otoño fue triste. Más que nunca. El crío nació muerto y mi hermana Ginta

murió de hemorragias a los dos días. Bajé solo a Maceracandos. Antón de Bielsa no

estaba. Se encontraba en tierras sarracenas a saber a qué. Con la ayuda de los míos le

dimos tierra en Escaloneta al lado de la iglesia junto a pai. Yo celebré. Fue mi primera

vez, y ojalá no hubiera tenido que ser para este fin. El dolor me duró tiempo. Ahora si

que estaba solo. Ya no había familia con la que estar en este mundo. Recé por ellos

como nunca lo había hecho. Todo Asán me apoyó en mi dolor, y l´abate tuvo el detalle

de hacer un oficio por sus almas. Creo que más por la mía que por la de ellos.

Aurelio siguió siendo mi apoyo más fiel en estos días, en los que mi talante

estaba cambiando, quizá por la edad, quizá por lo vivido. Seguimos los dos junto a los

libros, a los que yo amaba cada día más. Me parecían flores en los yermos, auténticas

oquedades donde se escondía el saber. La verdad es que a los referentes a la regla y a

los santos, así como a los antiguos evangelios, los cuidaba bien, sí, y con esmero. Pero

no perdía mucho tiempo en estudiarlos salvo por mi obligación como monje. En cuanto

a los demás… eran la vida. Libros de física, medicina, ciencias y culturas de otras

tierras. Volúmenes de la antigua Roma, Plinio el Viejo, Séneca, se mezclaban con los de

Aristóteles de Siracusa sobre ciencias que asemejaban magia. Libros de historia escritos

por prohombres, Musancio, Gaudosio o Aquilino de Narbona.

El que estos volúmenes llegaran a Asán, salvo los pocos recuperados después de

los incendios sarracenos, fue gracias a Sancho, el gran hombre que reconstruyó este

cenobio, y aunque sin exceso de bienes, le procuró el saber del mundo acaecido hasta

nuestros días. Tan vasto que harían falta diez existencias para empezar a comprender.

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Un doce de enero, como siempre, y respetando el necrologio d´Asán, se

veneramos a San Beturian, santo que encaminaba nuestras vidas hacia el bien. Galindo

sacaba la urna de plata, incrustada en noble nogal, ayudado por Bernardo, que era el

encargado de su custodia. Todos juntos en el fenal del sur de la iglesia rodeamos la caja

de la que emanó el saber y la caridad en estos lugares, y esperamos.

Sancho el Mayor llegaba a Asán para tal acto. Sonidos de metales y caballos

sonaban todavía por Oncins, ya cerca del cenobio. Más de dos furcos de nieve cubrían

el lugar. La Peña encima de nosotros parecía más un pastel rebosante de natas. El aire

estaba quieto. Los pies fríos, como siempre.

Aún no sabía Sancho que este seria su último invierno en Asán cuando entró en

el cenobio por la parte de poniente. Dos lanceros sarracenos iban al frente, delante de él

y del joven Gonzalo, que ya había cambiado su aspecto infantil y era un buen mozo.

Detrás, Antón, el primero, con su mejor caballo cordobés, y más de cuarenta

prohombres de todos los valles de estas tierras. Entre ellos , Ximeno de Fraxen ,Sancho

Galicio de Fanlo , Anthon de Buysán , Pedro Borue de Nerín, Pere Arnalt de Buerba,

Antón de Campal de Yena , Johan de Latre de Ciresuela , Sancho el Pueyo de Bió,

Guillem de Ciresuela de Muro, Pere Sese de Puértolas , Garcia Galicia de Bestué ,

Johan de Bielsa de Tella , Guillem Garcez de Rebiella , Pero Vila de Scohayn , Johan

Palazin de Belsierre y Ramon de Panyar de Bielsa . Hombres que, en una u otra ocasión,

habían ayudado a Sancho en sus incursiones contra el infiel y habían sacado buen

provecho de ello, juntando tierras y prebendas para sus casas, haciéndolas importantes

en estos sitios de miserias.

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Después de los saludos, interminables por el frío, entramos a la iglesia con la

reliquia delante de la comitiva, para celebrar la liturgia correspondiente a tal

celebración. Luego hubo comida de gran día, cocinada por Aurelio con mi ayuda en los

días anteriores. Mas de veinte pollos y un par de borregos, todo junto en la gran olla con

todas las verduras que quedaban en el pobre huerto en ese invierno, que básicamente

eran coles de pelar y poco más. Con el caldo sobrante, en día tan señalado, se hacían

sopas para las gentes de los lugares que habían venido a la celebración, que esperaban

fuera en silencio absoluto ante el poderío de los grandes.

En la sobremesa hubo corrillos entre Galindo, Sancho, Gonzalo y otros, a los

que Antón de Bielsa eludía, más dado a alparcear con alguno de sus vecinos intentando

convencerles de a saber que negocios. La tarde se cubrió de nubes cuando partió la

comitiva camino de sus lugares unos y a tierras mas lejanas otros. Galindo y Sancho

nunca más se volverían a ver. Ese fin de invierno l´abate cogió unas fiebres que

acabarían con sus días en este mundo , casi al mismo tiempo que el Gran Sancho , en su

afán de territorios , caería gravemente herido, y moriría por ello , luchando en tierras de

Castilla, a orillas del río Pisuerga. No sin antes dar en herencia sus dominios. Y todas

las tierras por encima de la sierra d´Arbe le correspondieron a Gonzalo como ya estaba

previsto desde hacia tiempo. Todo cambió en poco tiempo. Yo me recluí en la

Espelunga algunos días, hasta que llego el nuevo abad, Juan de Alaón, que, por lo visto

más tarde, ya venía bien informado por los grandes sobre el comportamiento de Antón

de Bielsa. Él sería el encargado de cambiarlo junto con el joven Gonzalo. Los días de

soberbia de Antón pronto terminarían. O eso creían ellos.

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Los días, las semanas, los meses, pasaron. L´abate Juan era hombre menos

próximo que Galindo, que para mi fue como un padre. Pasaba su tiempo más lejos del

cenobio que en él, entrevistándose con señores poderosos para así buscar riquezas y

mejoras, más para sus amigos que para el lugar. Antón de Bielsa le traía de cabeza, pues

seguía sin pagar ningún tributo y además se jactaba de ello ante las gentes de la redolada

y ante los enemigos políticos de Gonzalo, que los tenía, y muchos. Antón se sentía

protegido por los grandes, que veían en el joven un simple advenedizo en el reparto de

las riquezas de estas tierras . Pocas. Pero riquezas al fin y al cabo.

Pasó el tiempo entre tiranteces y tiempos de más calma. Juan aguantaba. Antón

urdía su plan poco a poco, sin prisa. Yo mientras tanto me dedicaba a cuidar a Aurelio,

ya viejo, y al huerto, donde disfrutaba tranquilamente ausentándome de las ansias del

poder, esperando sin más lo que vendría. Yo ya no era un joven monje. Me había

convertido en alguien importante en Asán. Juan confiaba en mí, y más de una vez me

insinuó que Antón de Bielsa no podía seguir así. Que había gentes cercanas a Gonzalo

que trataban con él con ningún buen fin. Y que algún día , algo habría que hacer. Y que

mejor sería hacerlo desde dentro que encargárselo a alguien de fuera de estos muros. Yo

me asombré de la forma seria en que l´abate se dirigió a mí en estos términos. Me habló

de muerte, un hombre que supuestamente estaba en conexión con el Señor. Pero la

política para Juan era más importante que los cielos.

No sé que le prometieron a Antón, ni que sueldos le ofrecieron, ni podría

asegurar quien realmente fue el artífice de la trama, aunque me lo podía imaginar. Solo

lo hace el que algo saca, y era claro que solo Ramiro, que llevaba tiempo

entrevistándose con Antón a escondidas, tenía motivos para hacer lo que hizo.

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Gonzalo venía de Ribagorza , camino de Palo, por la Foradada, cuando Antón de

Bielsa con tres de sus incondicionales, aprovechando que el Señor solo venía con cuatro

acompañantes para reposar en Abizanda, se le vino encima , en el barranco de Monclús

,justo antes de llegar al antiguo puente. Al verle, Gonzalo se detuvo, y antes de que

pudiera siquiera saludarle, uno de los esbirros, bien pagados de Antón, le lanceó debajo

de los petos. Los demás no ofrecieron ninguna resistencia, quizá ya sabían lo que les

esperaba. Allí murió Gonzalo, hijo del Gran Sancho, entre salagones y cuatro

chinebrizas. Antón y los suyos huyeron, sin prisa, sabedores de que nadie les

perseguiría y de que ya se habían ganado su buena recompensa, para así poder vivir

algún tiempo algo lejos de estas tierras.

La noticia no tardó en llegar a Asán. Juan la esperaba. Lo sabía. Y entonces me

llamó. Me habló de la necesidad de que Antón tenía que desaparecer de este mundo. Ya

lo tenía pensado hacía tiempo, sabedor del odio que yo profesaba por él, por tantas y

tantas injurias hacia los míos en el pasado. Me encargó que le fuera a buscar allí donde

estuviera y le diera muerte, que sería bien recompensado por los interesados en que todo

pasara al olvido, y así por fin el cenobio se haría con las tierras y la torre de

Maceracandos.

Yo, en un primer momento, noté hervir mi sangre como un humano normal

después de tantos años de aguantar, y casi acepté el encargo criminal. Pero ya no era el

mismo que cuando entré en Asán. Habían pasado demasiadas cosas, demasiado tiempo.

El odio se me fue de pronto. Solo quería disfrutar de lo que me quedara de vida, alejado

de las inquinas de los hombres. Y me negué. Juan, dispuesto a finalizar su plan, le

encargó el trabajo a un hombre rudo de Laspuña, prometiéndole tierras y vasallos.

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Lo intentó por dos veces, pero Antón estaba prevenido y le logró dar esquinazo

en ambas ocasiones. La última vez que se le vio cruzaba el puerto de la Madera con diez

hombres y una buena recua de mulos y caballos camino de las Francias. Nunca más se

oyó hablar de él. Solo algún comentario lejano que le hacían en Normandía, mercando,

como siempre, con el que hiciera falta.

L´abate Juan no perdió tiempo, y en menos de un mes, no quedó ni una piedra

encima de otra de la torre de Maceracandos. Todas fueron a parar a otras construcciones

de l´Aínsa y la redolada. Las tierras pasaron a manos del cenobio, y poco a poco las

pocas gentes de Escaloneta y de Muro fueron bajando a vivir a orillas del Zinca .

Yo me recluí en los libros y en el huerto. Juan casi ni me hablaba, pero me dejó

vivir mis soledades.

Ya nunca nada fue igual. El poder y la codicia corrompen a las personas, aunque

oren a los cielos. El mundo que había conocido ya había cambiado.

El Zinca y la Peña seguían allí.

FIN

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Nota del autor: Esta solución a la historia es fruto de la ficción. Hay personajes que

existieron. Otros que no. La única verdad es que, en la actual Escalona, nadie recuerda

el nombre de Maceracandos. No hay ni una fuente, ni un camino, ni un lugar con ese

nombre. El último documento en que aparece data del año 1110. Será porque la historia

borra lo que no quiere que subsista. De este hecho de olvido nacieron estas líneas.