Amanece

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Parte del cuento "Amanece", perteneciente al libro "El jardín de las almuercas".

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Fantástico. Sencillamente esto es... fantástico. Adoro sentarme al sol después de haber trabajado durante las horas de la noche, y

dejarme calentar el cuerpo y las manos llenas de barro, y sentir cómo el barro va secándose y descascarándose. En esos momentos me siento en armonía con la tierra, con el sol, con el agua, con la enorme vida que hay aquí adentro. Y siento que liberé a la tierra, una vez más, de lo que la tierra no puede digerir. Eso me dará mi alimento hasta que algún día, sí, me digiera a mí.

Para sentarme al sol elijo la pared este de la bóveda de la familia Pedroza. Está alejada de cualquier pared que pudiera hacerle sombra, y justo al fondo de la calle que se abre frente a ella amanece; al menos durante la mayor parte de los meses del año. Desde allí tengo, además, una magnífica vista de las rosas y geranios del sector H.

Adoro este cementerio. Me dijeron que otros cementerios son más lindos. Puede ser, pero ya se sabe cómo es

esto: nada es mejor que nuestra infancia, nuestros juegos infantiles fueron los más divertidos y no hay dulces ni amaneceres como los de nuestra infancia. ¿Hay de verdad, entonces, algún cementerio más lindo que éste?

Mi infancia fue feliz, aunque debo confesar que la relación con los otros chicos era, a veces, un tanto difícil. Parece ser que, a la edad en que las mamás llaman a sus chicos a la casa para que dejen de jugar en la calle, mi mamá me llamaba para aquí, y aquí, bajo su mirada protectora, me hacía jugar, y jugar...

Los otros chicos me rechazaban. A mí mucho no me importaba. Ellos me decían que yo estaba loco, que me habían cagado el cerebro; creo que hasta me tenían miedo. En realidad, lo que ocurría era que yo era distinto. A mí me parece bien que los chicos jueguen en la plaza. Todos los que tienen un papá y una mamá que los esperan en casa juegan en la plaza. Pero si a mí mi mamá me esperaba en el cementerio, y en el cementerio hay mucho verde, ¿por qué no me podía quedar jugando aquí? A mí me parece, ¿no?, que si uno de chiquito se siente protegido cuando está con la mamá y la mamá está en el cementerio, está bien que se quede con ella en el cementerio. Y si por las noches los niños necesitábamos sentir el abrigo de nuestras mamitas, ¿por qué yo no iba a poder quedarme bajo las alas del ángel, mientras mi mamita me calentaba el alma con sus dulces cantos?

Sólo Úlrico, un chico más bien taciturno con quien solíamos comer pizza en lo de Ralfi, parecía guardarme cierto aprecio sincero. Él sabía que yo era feliz, y eso le bastaba.

Sin duda, algo producía ese estado mío en quienes concurrían al cementerio, pues de hecho, aunque yo me divertía jugando y haciendo piruetas, y eso me alcanzaba, quienes ocasionalmente me veían no se retiraban sin antes entregarme algunos dineros. De modo que, casi imperceptiblemente, lo que me hacía feliz se fue transformando también en un sustento. Nunca, sin embargo, dejé de jugar por puro placer.

El tiempo iba pasando. Las copas de los árboles cantaban con las lluvias, se ponían naranjas, se desnudaban, se ponían verdes y naranjas nuevamente.

Yo fui creciendo y el ángel me seguía protegiendo.

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Hubo un tiempo de desagradable inquietud. Curiosamente, recuerdo que peor me sentía cuando veía pasar a muchachos de mi edad tomados de la mano de jóvenes bonitas. Y si los veía besarse, yo estaba perdido.

Fue uno de esos atardeceres en que me invadía un extraño desasosiego, una sensación como de incompletez, cuando comprendí que debía labrarme mi futuro. Ya no podía depender de las limosnas que me reportaran mis cabriolas de bufón.

Y fue entonces cuando reparé en ellos por primera vez. Úlrico me los había mencionado, y tal vez yo mismo alguna vez ya los habría visto para entonces. Al caer la tarde se descolgaban como insectos por el muro posterior del cementerio, el que daba sobre las vías del ferrocarril. Para mí eso era todo, pero aquella noche los seguí. Canturreando melodías alegres, descuidados en el vestir y algo alcoholizados, unos diez hombres avanzaron, dispuestos en grupos de tres o cuatro; con las manos vacías caminaron los largos pabellones de nichos, doblaron hacia el norte por entre la principal avenida de bóvedas y, al llegar al sector de tierra, tomaron, contra mis presunciones, por el sendero que llevaba hacia el sector pobre del cementerio. El tiempo se me hacía eterno, tan larga se me hacía la marcha. Sin embargo, el talante de los hombres, lejos de parecer lerdo, dejaba ver la seguridad de quienes realizan una tarea conocida. La luna, afortunadamente, todo lo alegraba con su claridad de niebla. En el grupo de tres más retrasado, el del medio iba silbando una canción que yo había oído de niño.

Se detuvieron frente a una vieja, vieja bóveda que debería haber recibido desde hacía tiempo al último de la familia, pues hacía rato que no la visitaba nadie y mostraba un notorio estado de abandono. Por suerte, la tumba donde yo solía sentarme a tomar la leche se encontraba cerca y tenía una lápida amplia, detrás de la cual me ubiqué para observar mejor.

La puerta de la bóveda estaba cerrada con doble vuelta de cadena, y ésta trabada por un candado... que fue abierto con dos dedos por uno de los hombres, de modo que supuse que era un candado roto que sólo les servía para mantener en la bóveda la apariencia de estar cerrada. Ahora estaban todos en silencio. Dos de ellos, guiándose con la luz amarillenta de una pequeña linterna, entraron. Sentí claramente pasos que bajaban unos escalones, un ataúd que se abría y luego el entrechocar de cosas que no pude distinguir. Afuera, los hombres bebían. Los dos hombres salieron, cargados con picos, palas y algunas barras de hierro, y repartieron las herramientas entre los que estaban. Luego, todos se retiraron. Pensé en lo divertido que sería esconderme en la bóveda y aguardar que regresaran, pero recordé que ya no estaba ahí para jugar, aunque tuviera ganas, y que debía tratar de establecer contacto con esa gente, si en verdad quería aprender de qué vivían y cómo se ganaban su sustento. De modo que los seguí.

Mantuve con el grupo una distancia prudente, nunca menor a diez tumbas, lo bastante cerca sin embargo como para darme cuenta que, excepto algún que otro murmullo, los hombres no hablaban. Sí se escuchaba el continuo silbido del hombre que había escuchado silbar antes. Finalmente, se detuvieron al costado de una pequeña parcela, poblada por una veintena de tumbas no muy bien cuidadas; y yo, no sé por qué, percibí que el pecho me golpeaba con mucha fuerza. Tenía la frente húmeda y una

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extraña sensación en la yema de los dedos. Los hombres depositaron las herramientas en el suelo y, antes que yo pudiera entender lo que ocurría, comenzaron a cavar.

Media hora después, de tres de ellos sólo se veía de la cintura para arriba, cada uno metido en una tumba y cada uno ayudado desde fuera por uno o dos compañeros en una tarea que, luego comprendería, consistís en buscar cosas entre los restos. Cosas, luego me explicarían, que sirvieran para cambiar por dinero, o por comida, fuera del cementerio. Es decir, no sé si queda claro, la gente fuera del cementerio parece que le da determinado valor a cosas que no se valoran adentro, y esa diferencia aprovechaban los hombres buscando cosas que pudieran vender, que así llamaban a ese intercambio. Sólo un hombre permanecía ajeno a toda la actividad, y no dejaba de caminar en círculos alrededor de la parcela girando la cabeza a un lado y a otro. La brasita roja de un cigarrillo iba y venía de sus labios.

Nuestro encuentro no tuvo nada de extraordinario. Cuando emprendían el regreso hacia la bóveda que usaban como depósito de las herramientas y me encontraron parado en medio del camino, pasado el sobresalto inicial, comprendieron que yo había visto todo. Y me uní al grupo. Al poco tiempo, distinguía como el más experto lo útil de lo carente de valor; ellos me enseñaron, entre otras cosas, los nombres de los huesos, y mi presencia durante el día en el cementerio empezó a ser de gran utilidad para detectar los entierros recientes y que, a juzgar por el cortejo, permitieran suponer que el difunto bajaba a la tierra con algún recuerdo de valor.

Confieso que esta tarea no era fácil y que, a menudo, nos llevaba a ingratas decepciones luego de horas de trabajo. Cabría suponer que si uno veía un cortejo abundante y lujoso, le habrían permitido al difunto conservar en el cajón, aunque sea por olvido, algún anillo de oro, algún reloj; no sé, algo. Con frecuencia, lo único rescatable eran los dientes de oro. De modo que la expresión “hay dientes” pasó a significar entre nosotros que se trataba de un funeral de gente adinerada que, aunque tal vez hubiera sido despojada de lo suyo antes de bajar, en vida habría tenido suficiente dinero para arreglarse los dientes con ese metal. En los funerales pobres, con frecuencia no teníamos ni siquiera esa satisfacción. Lo curioso es que suele ser difícil diferenciar si se trata de un entierro rico o un entierro pobre, pues un entierro es una ocasión en la que a la gente le agrada lucir bien.

Así fue como mi vida dio un vuelco, y comencé a sentirme productivamente útil dentro de la sociedad. Es muy grato cuando el hallazgo de uno sólo sirve para que alguien menos afortunado del grupo pueda almorzar al día siguiente.

Debo confesar, sin embargo, que un día me sentí muy mal, casi como si algo, dentro mío, sintiera la necesidad de reprocharme alguna cosa. Fue la tarde en que me presentaron a Níger, el andrajoso. “Ante todo es un hombre sabio”, me dijeron de él. Tal vez sabio, en verdad, pero llamaba la atención porque todo, personas o asuntos, era tratado por él con evidente respeto. Luego de estrecharme la mano, me dijo:

- No es bueno lo que haces. Ante mi extrañeza, el hombre agregó: - ¿Qué dirías si se tratara de la tumba de tu madre?...