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Autora,
María Ester Nostro
Fotografía de la portada y fotografías en el texto,
María Ester Nostro
Este capítulo "Amanecer en Tiahuanaco" pertenece al libro:
© Entremundos: crónicas del mundo invisible.
ISBN: 9789878611341
Autores
Pablo Alvarez Ana Lorenzo María Ester Nostro María Cristina Oliva
Diego Vartabedian
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Amanecer en
Tiahuanaco
por María Ester Nostro
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Amanecer en
Tiahuanaco
por María Ester Nostro
Esta historia probablemente se inició hace muchos años,
cuando era redactora en una revista femenina de gran tirada y fui a
hacer una nota a la provincia de Formosa. El tema: mortalidad
infantil. Hice mi trabajo periodístico. Fui al ministerio de salud
pública, entrevisté a los médicos del hospital provincial y el fotógrafo
registró muchas situaciones elocuentes. Pero sucedió que un ministro,
ya no sé de qué, tenía que ir a la otra punta de la provincia, al límite
con Salta, a comer un asado en el pueblo de Ingeniero Juárez. Fletó
dos avionetas de la gobernación y nos invitó a acompañarlo. La
experiencia de ese día fue un punto de no retorno.
La población del lugar era mayoritariamente wichí y toba,
hombres y mujeres de piel oscura, delgadísimos y con una actitud
reticente, algunos “criollos” del monte igualmente distantes y un activo
grupo de misioneros anglicanos que salió a nuestro encuentro. Azorada,
no dejaba de cuestionar lo que veía: ¿¿¿¿¿Indios en Argentina????
El hospital de ese entonces, a cargo de un joven médico de
nombre Omar, alcanzaba para muy pocos enfermos, por lo que había
alguien, infectado del mal de Chagas, agonizando en una camilla en
el lavadero. Omar me explicó que ese hombre dormía en una cucha
para perros hasta que un día no salió de ella como acostumbraba.
Tampoco lo hizo los dos días siguientes, lo que motivó que, como
médico del hospital se acercara al lugar, y con ayuda de la policía,
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levantara la cucha hasta dejarlo al descubierto. Inmediatamente un
mar de vinchucas huyó hacia el exterior, aunque algunas quedaron
todavía sobre el cuerpo, ahora a la intemperie.
Sentenciado a una muerte inevitable y a muy corto plazo, el
hombre solo tenía una opción: esperarla. Al médico tampoco le
quedaban muchas, salvo ponerlo a resguardo y atenderlo lo mejor
posible en el único lugar que tenía disponible, el lavadero.
Fue una realidad muy dura que tuve que aceptar: era todo
lo que se podía hacer por él y los recursos de otro tipo de atención,
tan elementales como una cama con colchón, estaban ocupados por
otros, por los que tenían alguna posibilidad de sobrevivencia.
Más tarde, pusieron en mis manos uno de los famosos
“vales”, solo recordadas por mí a causa de lejanas lecturas de
verano en las páginas de esos viejos libros que quedan arrumbados
en el fondo de la biblioteca. Son los recibos con que los
almaceneros, que la literatura folklórica identificaba como
“turcos”, pagaban por los troncos de quebracho o cualquier otro
producto o servicio a indios y criollos, y que solo eran canjeables
en su propio almacén. También supe que el precio de un tronco de
quebracho era desproporcionadamente menor al del azúcar o los
fideos con que se lo pagaba.
Vi gente viviendo en chozas, con ropas harapientas y chicos
desnutridos en los flaquísimos brazos de sus madres o sobre sus
estrechas espaldas. También hablé largamente con los misioneros
protestantes y con un joven cura católico llamado Francisco Nazar.
Por primera vez, sentí que mi mundo porteño era muy, pero muy
estrecho frente a tanta realidad ni siquiera presentida.
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Acostumbrada a circular entre veleidosas estrellas del
espectáculo, a los desfiles de modas o a reflexionar en abstracto
sobre el problema de chicos que mojan la cama, una vergüenza
enorme me apabulló ya que, ésta, como tantas otras, sería una nota
donde no sólo me atrevería a describir los hechos (o mejor dicho lo
poco que percibía), sino también a opinar…
La nota fue muy dura e impactante y a poco de andar estaba
en Chaco haciendo otra sobre desnutrición infantil. En este caso un
médico de Villa Angela me reveló, en respuesta a una observación
mía, que esas simpáticas pancitas de los chicos no se debían a la
abundancia de alimentos ingeridos, sino a los parásitos acumulados
desde el día de sus nacimientos y a la falta de proteínas.
Por último, hubo una tercera nota en una escuelaalbergue
en la precordillera, en una reservación mapuche de Chubut. El
“gancho” era la novedad de que en ese lugar se dictaba clases en
verano. El día de nuestra visita como “los periodistas de Buenos
Aires”, era el cumpleaños de una nena, de grandes ojos negros y
trencitas muy ajustadas. La recuerdo comiendo polenta (sempiterno
alimento al alcance del presupuesto escolar), en un plato de lata y
mirándome con curiosidad mientras se llevaba la cuchara (único
cubierto disponible) a la boca. Como centro de la atención infantil,
me sentí obligada a hacer “algo” y propuse que le cantáramos el
“feliz cumpleaños”.
Entusiasmada, empecé la canción, pero nadie me
siguió…porque ninguno de los chicos la conocía.
Así, la intuición de la existencia de “otro mundo” se convirtió
en evidencia y, al regreso del sur, renuncié a mi trabajo y empecé a
estudiar antropología.
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De la mano de la antropología conocí profundamente la
jujeña Quebrada de Humahuaca y su gente, que me introdujo en el
pensamiento de los pueblos originarios y su cultura más allá de las
fronteras políticas. En principio participé en una investigación sobre
la vivienda rural en Tilcara, lo que me abrió un mundo de vidas muy
sencillas, pero de significaciones profundas, así como el acceso a un
profuso universo ritual, eje del complejo engranaje de interacciones
que conectan al hombre con el cosmos, con la Totalidad.
Allí escuché cosas como “el indígena vive inserto en la
naturaleza”, “la Pachamama es Todo” y también su inversa en “Todo es
uno”. O “Pachamama es la conjunción de Tiempo y Espacio”, “el
Tiempo es cíclico”, “Todo es de a dos en el mundo”, “si la Pacha no
quiere, no quiere”. También aprendí a dejar caer al piso unas gotitas
del líquido por beber para compartirlo con la Madre Tierra, a pedir
permiso antes de iniciar cualquier tarea o a poner una piedra en la
“apacheta” en el cruce de caminos o en el abra del cerro a “davueltar”.
Aprendí a ofrendar en el challaco (dar de comer a la Tierra y/o
sahumar la casa en el mes de agosto), a entregar el kintu (hojas de
coca) ritual y a cortar las orejas de ovejas y chivos en la señalada que se
realiza en carnaval. También compartí simbeadas (ceremonia de corte
de simbas o trencitas de los niños) y casamientos en lejanas iglesitas
que el cura visita una vez al año aprovechando para unir religiosamente
a las parejas en serviñakuy (unión de hecho o de prueba)
Posteriormente, por invitación de la ONG P.I.R.C.A (Proyecto de
Integración y Rescate de la Cultura Andina) creada por lugareños de
Tilcara, en la Quebrada de Humahuaca, participé de la ejecución y
evaluación del proyecto de “Construcción de Viviendas con tecnología
regional” y en numerosas “flechadas” con que se inauguraron las casas.
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Fue con motivo de en una de esas flechadas cuando se acercó
a la Quebrada un grupo de arquitectos de la provincia de Buenos
Aires, atraídos por la novedad de las viviendas construidas con
tecnología de piedra y adobes. Sentados en la ladera del Cerro Negro
sobre el que se recuesta Tilcara, en el predio que ahora ocupa Radio
PIRCA, contemplábamos el atardecer cuando, mirando los farallones
al otro lado del río Grande, a espaldas de la ruta 9, uno de ellos
comentó que el paisaje le recordaba a las viviendas trogloditas de
Capadocia, esas cuevas de Anatolia (Turquía) que, desde hace
milenios, la gente utiliza como moradas. No pude dejar de notar la
risita socarrona con que don Fausto Campos, un tilcareño de mediana
edad que en ese momento organizaba el riego del jardín de la casa,
se expresó al oír el comentario, sin levantar la vista del suelo ni
pronunciar palabra.
Conociendo a don Fausto y su habitual parquedad expresiva,
me acerqué más tarde a preguntarle qué le había hecho gracia. Una
confianza asentada a lo largo de algunos años y muchas horas de
escucha de sus conocimientos y experiencias facilitó la confidencia y
don Fausto me reveló un secreto fundamental: “Es que en esas peñas
SÍ vive gente. Son los que entraron en la Salamanca”.
Mi reflejo condicionado periodísticoantropológico se tradujo
inmediatamente en la pregunta “¿y cómo se hace para entrar en la
Salamanca?”, dando por sentado que sabía de lo que me estaba
hablando, es decir, esa fiesta diabólica e interminable de aquellos que
han entregado el alma al “Tres dedos”. “No lo puedo decir”,
respondió don Fausto y no pude sacarle más nada. Días más tarde,
una vez terminado su trabajo diario, volví sobre el tema y, un poco a
los tirones, pronunció para mí la palabra mágica con el compromiso,
claro, de que no la revelaría nunca. Naturalmente, nunca se la dije a
nadie, pero confieso que tampoco la pronuncié delante de las peñas.
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Fue probablemente en ese momento, y de la mano de don
Fausto, cuando empecé a intuir el grado de materialidad de los
enunciados que hasta el momento había tomado como expresiones
poéticas, traducción en palabras de conceptos abstractos que no iban
más allá de manifestaciones de un misticismo dibujado por los
hábitos ancestrales pero sin verdadera significación en la vida
cotidiana. Una tradición que se repite por costumbre y no por
convicción. Pero por primera vez don Fausto me descubrió el Misterio
como algo concreto, vigente y actuante en el mundo andino.
Más tarde llegó 1992, y estábamos a las puertas del V*
Centenario de la llegada de los europeos a América, lo que había
movilizado las raíces del continente. Cada vez se oía hablar con más
frecuencia de las profecías, así en general, hasta que el discurso
hispanista del momento cedió en su épica de gesta civilizadora, y
términos como Pachakuti o Quinto Sol ocuparon el centro del
imaginario alternativo.
Se inició entonces un gran contacto entre los indígenas de
todo el continente, motivados por una convocatoria concreta: el
Encuentro del Águila del Norte y el Cóndor del Sur, con un preciso
eje en el Quetzal maya de Centroamérica pregonando el
advenimiento del Quinto Sol para diciembre del 2012.
Lo particular tal vez fue que, paralelamente a los reclamos
reivindicatorios luego de 500 años de sometimiento, desde el
comienzo, se trató de una convocatoria alrededor de la
espiritualidad, de esa forma tan propia, común a todos los originarios
americanos, de relacionarse con la Tierra y el Cosmos. Y la
advertencia al mundo occidental sobre la destrucción del planeta.
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En este contexto se creó el Concejo Continental de Ancianos
Indígenas, Guías Espirituales y Seres Puente de América, activado por
don Alejandro Cirilo Pérez Oxlaj, maya quiché de Guatemala,
Anciano Mayor del Concejo Maya, Xinca y Garífuna de ese país.
A una querida amiga, la artista jujeña Sebastiana Cristina
García, y a su hijo Sebastián les debo el haberme puesto en contacto
con el Consejo Continental a través del yatiri boliviano Valentín
Mejillones, quien nos incluyó en el encuentro realizado en Nambé,
Nuevo México, en 1999. Durante los días que permanecimos en el
lugar, la dinámica del encuentro giró alrededor de dos ejes: las
ceremonias al amanecer y los encuentros alrededor del fuego
sagrado, siempre encendido, donde los Ancianos narraban los mitos
de sus pueblos, en ese acto regenerativo de los tiempos originarios y
las significaciones profundas de la cultura.
Recuerdo especialmente a una anciana (nunca pude saber su
edad, pero parecía tener muchos años) muy delgada, vestida con una
túnica larga de color indefinido, que, de pie frente al fuego, hablaba
en un idioma para mí inentendible (luego me enteré que era de un
pueblo amazónico y que, en realidad, salvo los miembros de su
grupo, nadie entendió literalmente sus palabras), pero lo hacía en un
tono de voz y una actitud de solemnidad corporal que transmitía el
sentido profundo y significativo de su narración. Reinaba un
respetuoso silencio mientras la mujer hablaba y se escuchaba el
crepitar del fuego. En un costado, un anciano maya contenía
delicadamente en sus manos una pequeña imagen de un sacerdote en
terracota, un nahual con ojos de turquesa, recién devuelto por
“gringo”, muy rubio y de ojos claros, que no pudo sostener su
presencia luego de haberlo adquirido en el mercado negro de
antigüedades. “No podía tolerar su mirada”, argumentó.
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Este encuentro fue también el inicio de un episodio ingrato
que se prolongó por varios años y concluyó en el Willkakutjta de
2007, en Tiahuanaco.
Don Alejandro Cirilo Pérez Oxlaj, Wakatel Utiú (Lobo
Errante, en maya quiché), como inspirador del Concejo, había
establecido desde el comienzo la ceremonia de traspaso de un bello
bastón de mando, herencia de siete generaciones de su familia, al
anciano que ameritase encargarse de la próxima reunión, dos años
más tarde, del Concejo. En Nambé, tal responsabilidad recayó en un
“joven” amauta sudamericano quien se vio imposibilitado, por
razones políticas y económicas de su país, sacudido por turbulencias
propias de esos años, de concretar un encuentro a la altura de las
expectativas del Concejo.
Se le concedió entonces un nuevo período de tiempo para
lograrlo, sin que se presentara la posibilidad de hacerlo con la
solemnidad requerida. Desde Argentina intentamos facilitar una
conciliación y reintegro del emblemático bastón a su legítimo
custodio por herencia familiar. A tal fin procuramos dos encuentros
(el Primer Encuentro de Ancianos en Junin de los Andes en 2005 y la
reunión en Buenos Aires que denominamos Segundo Encuentro
Sudamericano de Ancianos en 2006).
Hubo otros encuentros del Concejo Continental, especialmente
el realizado en Yucatán (México) con su ceremonia central en las ruinas
de Mayapán (ciudad de los mayas cocom, vencedores de los itzaes de
Chichen Itzá poco antes de la llegada de los españoles), donde un friso
bajo la pirámide solar muestra a un personaje sin rostro sosteniendo un
águila en una mano y un cóndor en otra. Fue allí donde vi como un
joven amauta del Cuzco, de muchos nombres y ninguno en particular,
era seguido por un rayo del sol sin proponérselo.
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En estos encuentros conocí, en lugares rituales, a “ancianos”
de mucha sabiduría y se me permitió participar respetuosamente de
ceremonias sagradas y tener experiencias profundas, como la ofrenda
a la Pacha en La Muela del Diablo, en La Paz (Bolivia), o el amanecer
en Dzibilchaltun (Yucatán) en el equinoccio de primavera. Pero sin
dudas, ninguna como el Willkakutja en Tiahuanaco.
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Eran cerca de las 2 de la madrugada en un patio de la
Universidad de Tiahuanaco, la fecha 21 de junio de 2007 y a 3800 m
de altura. El frío cortaba como un cuchillo las mejillas y se
introducía, hiriente, las fosas nasales. Los movimientos se habían
hecho difíciles y las manos me dolían de puro heladas, alrededor de
un fuego que solo alcanzaba para iluminar vagamente un círculo de
rostros indígenas, estáticos y concentrados.
De pronto una intensa vibración sacudió la atmósfera, y una
bola rojiza cruzó rugiente el cielo para terminar estrellándose detrás
del horizonte montañoso. Era un meteorito que cayó como el broche
de un día intenso, más intenso que de costumbre en Tiahuanaco, en
el altiplano boliviano, donde unas 15 mil personas nos habíamos
reunido para festejar el Wilkakutjta, “el retorno del sol” en el solsticio
de invierno que marca el fin de los días cortos, oscuros, y el lento
regreso de la luz y la vida en el mundo andino. Pero fue también un
anticipo de lo que estaba por pasar.
Lo único que yo sabía era que me habían sacado del cuarto que
compartía con dos compañeras de viaje (una francesa, alumna mía de
la universidad y una jamaiquina), cada una arrebujada, agotada, en su
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bolsa de dormir sobre desnudos colchones rellenos de chala mientras,
en un cuarto vecino, un español amigo superaba estoicamente un
“brote” de asma, tan inoportuno como previsible en esas circunstancias.
Lo único que se me explicó fue: “Debes saberlo porque has
trabajado para esto. Don Alejandro (Pérez Oxlaj) está en Tiahuanaco
y ha venido a buscar el Bastón”. Todos sabíamos que el Bastón estaba
entre nosotros desde que salimos de La Paz, que algo iba a suceder
con él, pero ignorábamos (creo que incluso temíamos) cómo podían
desarrollarse los acontecimientos. Y mucho menos que el Tata Cirilo
vinera a reclamarlo.
000
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Willkakutjta,el retorno del Sol
Siempre se ha colocado la concepción del tiempo entre los
pueblos originarios americanos como opuesta a la occidental
europea: una es circular (pensada en ciclos que periódicamente se
cierran y vuelven a abrirse) y la otra es acumulativa (el tiempo se va
sumando indefinidamente).
Los tiempos originarios se desenvuelven en ciclos de distintas
duraciones: desde los “pachakuti” andinos (de aproximadamente 1.000
años cada uno) y los “soles” mayas en Centroamérica (de
aproximadamente 5 mil años), hasta los ciclos anuales definidos por la
trayectoria del sol y su permanencia diaria en el firmamento. Es justamente
la observación de este proceso lo que en cierta forma los iguala con la
tradición europea, ya que tanto el Willkakutjta (21 de junio) como las
celebraciones del Año Nuevo europeo, (31 de diciembre) suceden en el
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solsticio de invierno marcando el lento retorno de la luz, portadora
de vida y abundancia luego de la noche más larga del año.
Sin embargo, ni el Willkakutjta aymara ni su equivalente, el
Inti Raymi quechua, son asimilables a un Año Nuevo, distinto al que
termina, pues el ciclo que se reinaugura es la reiteración de ciclos
similares que han ocurrido en el pasado. La percepción es que el
presente es como el pasado y el futuro será como el presente y el
pasado. Es decir, que hoy es siempre y el Sol no renace, porque no ha
muerto, sino que vuelve revitalizado.
Hay asimismo una certeza que lo que sucede en el tiempo
sucede también en el espacio, por lo que en muchos pueblos originarios
se ubica el pasado hacia adelante pues ya se lo conoce y el futuro a
espaldas de la persona involucrada, dado que aún no se lo ha vivido. Si
se pregunta a un andino dónde está el futuro, señalará hacia atrás.
Otra relación espacial es la expresada en la idea un cosmos
(Wiñaypacha) tripartito, organizado alrededor de un centro, el
Akapacha (Kaipacha en quechua) o mundo terreno, bajo un mundo
astral superior, el Alaxpacha (Hananpacha en quechua) y ambos por
arriba del Manqapacha (Urinpacha en quechua) o mundo
subterráneo.
Akapacha, a su vez, presenta el Urqusuyu (tierra alta,
asociada a la montaña, los aymara y los guerreros) Taypisuyu (tierra
del medio) y Umasuyu (tierra baja, zona llana, uros y pukinas, lo
femenino y la agricultura).
En este contexto se vuelve especialmente significativa la
agrupación de construcciones en el ángulo NE del complejo
ceremonial de Tiahuanaco, con el Templete Semisubterraneo en
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representación de Manqapacha, el Kalasasaya como espacio
fundamentalmente humano (Akapacha) y la pirámide de Akapana
como elevación hacia Alaxpacha.
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TiahuanacoTaypi Kala
El sitio arqueológico de TIAHUANACO, llamado también
TAYPI KALA (Piedra del Medio o Centro del Mundo) se encuentran a
70 km al NO de la ciudad de La Paz, Bolivia, y a 15 km al SE del lago
Titicaca, a una altura de 3.800 m sobre el nivel del mar.
Se trata del centro ceremonial de la capital de un vasto
imperio preincaico que abarcó el altiplano boliviano y se expandió
hasta el sur de Perú y norte de Argentina y Chile. Se estima que, en
su momento de esplendor, la ciudad habría tenido una población
cercana a los 100.000 habitantes y su ocupación inicial se remontaría
al 1589 a.C.
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Esta cultura se desarrolló enérgicamente en los primeros diez
siglos de la era cristiana, pasando de una situación aldeana a un
Estado regional y finalmente a una expansión imperial que terminó
por guerras en el 1172 d.C.
Sus habitantes pertenecían al pueblo Pukina, que, junto con
los Uros, constituyeron la población original de la región. Los
Aymara, actuales pobladores del territorio provenían de la alta puna
y, por su bravura, estaban al servicio guerrero de las élites
gobernantes. En el siglo XIII, al producirse la expansión incaica, este
pueblo, heredero del legado tiwanakota, se dispersa territorialmente
dificultando su dominación por parte de los incas.
A pesar de su declinación, la cultura tiwanakota dejó su
impronta a lo largo de los Andes, en especial en muchos artefactos,
tecnologías y creencias adoptadas luego por los incas y otros pueblos
(el cultivo en “camellones” y andenes, los sistemas de regadío, la
concepción cuatripartita del espacio y el culto al felino, entre otros
rasgos culturales).
Tras su desactivación como capital del imperio, Tiahuanaco
cayó en decadencia y en la actualidad es un sitio arqueológico
centrado especialmente en lo que fue su espléndido y monumental
conjunto ceremonial. Este sitio, que se va recuperando
trabajosamente, no ha dejado, sin embargo, de ejercer una fuerte
influencia simbólica sobre el pueblo aymara y boliviano en general.
Allí se consagró ritualmente a Evo Morales el día anterior a su
primera asunción como presidente de Bolivia, otorgándosele los
atributos el bastón de mando en particular detentados por
Wirakocha en el friso central de la Puerta del Sol, emblema de
Tiahuanaco. Incluso, en esa ocasión, se recitaron las escasas rogativas
en lengua pukina que perduran en la memoria de los aymara. Desde
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entonces, cada año el presidente vuelve a ser ungido por los amautas
(hombres de sabiduría) en el mismo lugar, en general con motivo del
solsticio de invierno, en el amanecer del 21 de junio, cuando se
festeja el Willkakutjta.
Grandes observadores del cielo, los tiwanakotas dispusieron
los edificios del centro ceremonial en sentido E – 0, con tal precisión
astronómica que durante los equinoccios (otoño el 21 de marzo y
primavera el 21 de septiembre), desde el interior del Kalasasaya
puede verse el sol saliendo exactamente en el centro de la puerta
monolítica de entrada. En el solsticio de invierno (21 de junio) el
amanecer se observa en el ángulo NE de este acceso, y en el de
verano (21 de diciembre) en su ángulo SE.
Su cosmovisión se refleja también en la disposición de los
tres edificios del sector NE del conjunto, donde el mundo subterráneo
se halla representado por el Templete Semisubterráneo, el mundo
humano por el Kalasasaya y el mundo celestial por la pirámide de
Akapana (en su plataforma superior se halló el trazo de una cruz
andina semisubterránea en cuyo centro presumiblemente se erguía
uno de los monolitos hallados en las cercanías).
En compensación y algo alejado, cumpliendo con el concepto
de dualidad y complementación, en diagonal al conjunto nuclear, se
encuentra el PUMA PUNKU (Puerta del Puma), cuya escalinata de
acceso está orientada hacia el oeste, es decir, a la puesta del sol.
000
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Tiahuanaco 2007
El día anterior al solsticio de invierno de 2007, habíamos
saludado al sol en su ocaso desde las escalinatas del Puma Punku,
orientadas al poniente. Con ese gesto de brazos abiertos, alzados
hacia el horizonte, un grupo de estudiantes universitarios del lugar y
los que veníamos peregrinando desde La Paz en compañía de algunos
amautas, nos reunimos a acompañar a Willka, el sol, en su último
atardecer antes de su regreso lleno de energía. De allí nos
trasladamos caminando al centro del pueblo de Tiahuanaco, en lo
que ya era una noche poderosa, llena de acontecimientos posibles,
como lo son en la cultura occidental y cristiana las noches de Viernes
Santo e incluso la Nochebuena, en las que se realizan
encantamientos, curaciones o se transmiten fórmulas mágicas. A los
pocos minutos (o los muchos, quién sabe) los amautas volvieron a
alzar los brazos, rememorando el gesto de Wiracocha en la Puerta del
Sol, y, cargados de poder, las impusieron, una por una, a las personas
que esperaban arrodilladas en el centro de la plaza, mientras un
grupo de acólitos los “limpiaba” rodeándolos con el humo de hierbas
sagradas, inmoladas a las brasas dentro de pequeñas vasijas de barro.
Fue un acto de sanación, donde algunos vinieron a curar sus
dolencias, pero principalmente se trató de un rito iniciático, en el que
los iniciados, en su mayoría jóvenes, recibieron el halo del poder que
emanaba de las manos de los amautas. Un poder que ya no se pierde
y coloca a hombres y mujeres en la intersección de un sinnúmero de
relaciones posibles con el mundo espiritual.
Eran las 3 de la madrugada cuando, después de la reunión en
el patio de la universidad me volví a tender sobre los colchones de
paja, sin poder dormir por exceso de cansancio, falta de oxígeno, las
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experiencias vividas y, principalmente, por el cúmulo de expectativas
con respecto a los acontecimientos que se avecinaban.
Apenas pasadas las 7 y tras circular dificultosamente entre la
multitud que se arremolinaba a la entrada del centro ceremonial, nos
ubicamos en el interior del Kalasasaya, detrás del monolito central de
la explanada, mirando hacia Este, hacia la puerta del templo, donde
se abría un espacio limitado por pequeñas vasijas con fuego que
servían más de bella señalización del lugar destinado a los Amautas
oficiantes que de fuente de luz o calor. En el medio, una plataforma
de adobes donde los Amautas alimentaban permanentemente un
fuego de gran tamaño.
La oscuridad era densa y se tenía la sensación de una
ceguera profunda donde la presencia de los demás se adivinaba por
intuición de movimientos o un murmullo indefinido que emanaba de
la noche. En determinado momento hubo unos destellos alargados,
como serpientes luminosas y verticales del otro lado del espacio
destinado a los Ancianos, justo detrás de una de las vasijas ardientes.
Automáticamente, “tiré” varias fotos que, de manejarme todavía con
las viejas cámaras con rollo, no me hubiera atrevido a arriesgar.
Poco a poco, a través de la puerta del templo y por encima de los
muros, el cielo empezó a clarear. El entorno comenzó a hacerse visible y
recuerdo el perfil
de un hombre
con poncho y
chulo que me
daba la espalda,
de cara a la
salida del sol,
mientras
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saludaba al sol naciente con los brazos abiertos, las palmas apuntando al
infinito, nuevamente con el gesto del Wiracocha en la Puerta del Sol. Giré
hacia la derecha, hacia la pirámide de Akhapana y saqué una última foto.
Después hubo un silencio estremecedor, vibrante y eterno.
Exactamente lo opuesto, pero idénticamente intenso, al paso del
meteorito de la noche anterior. Sentí que me diluía en el espacio como
una ráfaga de aire, incorpórea, fresca, que abarcaba todo sin límites.
Recuerdo que cuando “volví” al lugar, el sol ya estaba por
arriba del horizonte y todos gritábamos con las manos hacia el cielo,
abrazándonos, reconociéndonos y ensayando pasos de baile al son de
cientos de sikus, quenas y redoblantes. Fue todo muy tumultuoso,
hasta que de pronto me encontré frente a Don Alejandro, el Tata
Cirilo, como acostumbramos llamarlo, con su tocado de plumas de
pavo real y su Bastón en
la mano derecha alzada
hacia el cielo. Después,
bajó la cabeza y lo
apretó contra su pecho,
como se abraza a un ser
querido después de una
larga ausencia.
No hubo drama ni
reproches, sólo ese acto
de recuperación
opacando las tristes
energías de un
entredicho que no debió
existir nunca. En
silencio y conmovido, El
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Tata se perdió entre la gente para seguir con la tarea de mensajero de
los nuevos tiempos que le fuera asignada por sus ancestros.
Fue una fiesta larga y alegre, probablemente por ese
sentimiento de armonía recuperada, del objetivo cumplido después
de tantos años y la bendición de Willka que nos llenaba de energía.
Sólo al cabo de algunas horas dimos por terminado el festejo y
emprendimos el regreso al mundo urbano de La Paz.
de vuelta enBuenos Aires
Días más tarde estaba de vuelta en Buenos Aires. En ese
choque seco con la ciudad imperativa de urgencias irrevocables,
impersonal y desacralizada.
Empecé a trabajar mis fotos durante la noche, a las 3 o 4 de
la madrugada, cuando mi mente, descansada después de un breve
sueño, me permitía seleccionar las imágenes, combinarlas, darles
fondos y efectos visuales que me ayudaran a expresar más
profundamente las vivencias que quería mostrar. Estaba “copada” con
mi tarea y por casualidad no apreté la tecla “supr” cuando tropecé
con unas fotos muy oscuras. Creo que fue nuevamente la atracción
de los reflejos apenas perceptibles que había registrado en el
Kalasasaya a la luz de las pequeñas pero hipnóticas tinajas llameantes
las que me lo impidieron.
Empecé a jugar con los comandos para aumentar y
disminuir el brillo y el contraste, hasta que la pantalla me mostró una
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escena inesperada: una docena de personajes con máscaras plateadas
y largos ponchos con guardas reflectantes que rodeaban, en actitud
ceremonial, incluso algunos postrados, a un personaje que parecía
presidir el momento. Su actitud dramática, solemne, me evocaron el
mundo de la tragedia griega, tal vez por la fuerza de esas máscaras
metálicas, destinadas a oficiar en un rito de tal potencia que no se
puede concretar a cara descubierta.
Inmediatamente reviví las sensaciones que había
experimentado esa noche en Tiahuanaco: una aplastante y helada
pequeñez bajo el cielo profundo y esa oscuridad escondedora de
Misterios ancestrales, tal vez amigables pero tal vez peligrosos, como
todo aquello que desconocemos.
También aquello de lo sagrado como “fascinante y terrible”,
como lo había leído tantas veces en páginas de Rudolph Otto y
Mircea Eliade, y que ahora en mí se traducía en un sentimiento muy
simple: Tenía miedo. ¿Y si lo temible era sólo una creación de mi
miedo? Recordé que me dije “Acá estoy. Esto es único y puede ser
maravilloso. No voy a dejar que el miedo lo estropee”. Vino a mi
mente el pensamiento de C. G. Jung acerca de que el mejor acceso a
la luz es el que llega después de aceptar la oscuridad, y creo que a
partir de allí fue que pude esperar el amanecer con serenidad y
confianza hasta ese momento brevísimo de comunión con el sol
elevándose más allá de la puerta imperial del Kalasasaya.
Tuve la certeza de que las imágenes que ahora me mostraba
la compu eran un premio por haber confiado en el Misterio. ¿Cuántos
más Misterios se habrán manifestado delante de todos, pero fueron
invisibles para la mayoría (yo incluida)?
Por supuesto, también surgieron las preguntas inevitables: ¿Qué es
esto?, ¿quiénes son estos personajes?, ¿qué están haciendo?
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Fotos impresas en mano empecé a preguntar a mis colegas y
conocidos andinos. Nadie supo contestarme, ni siquiera algunos de los
Amautas de Tiahuanaco a quienes entrevisté posteriormente. La
mayoría opinó que se trataba de espíritus, captados por esas
“capacidades” inesperadas de las cámaras digitales. Otros, colegas
universitarios, opinaron que podía tratarse de un ritual mistérico, al
estilo de los realizados en la antigua Grecia, pero finalmente, preferí
pensar en la lógica dual del mundo andino y la presencia de un culto
lunar (la luna representada por las máscaras de plata), femenino,
complementario de una ceremonia solar, masculina, como el
Willkakutjta.
Curiosamente, nunca seguí con la investigación. Es obvio, y
así se desprende de las imágenes, que difícilmente un espíritu
permitiría ser fotografiado en la desprolijidad de una máscara
sostenida con una cinta por detrás de la cabeza, o mostrando los
pantalones y los borcegos por debajo de los ponchos. Tampoco parece
muy viable la hipótesis del ritual mistérico, ya que este tipo de
experiencia, incluido el trance shamánico, no se realizan en lugares
públicos, multitudinarios, aunque lo hagan protegidos por la
oscuridad, sino en una privacidad donde se pueda invocar
eficazmente a los espíritus auxiliares.
Es cierto que la presencia de estas personas fue concreta y su
contexto nos acerca a la espiritualidad concebida en términos andinos.
Pero también es cierto, y en esto confieso haber perdido la intención
antropológica de develar las realidades culturales, que la actitud de
sacralidad de estas personas me impulsa a respetar su secreto.
Sé que hubo otros testigos que se vislumbran en el fondo de
las fotos y tal vez ellos también hayan captado la escena. Las fotos
son bellas e impactantes, pero me siento inhibida de publicarlas, ya
que me espanta la posibilidad de verlas algún día ilustrando un
almanaque o como un “flash” en un “spot” turístico.
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Aún así, sé que lo importante no está en las imágenes sino en
su sentido, donde yace el secreto del Misterio. En este aspecto, cada
vez que pienso este tema, me viene a la mente Fred Murdock, el
personaje del cuento “El etnógrafo”, de Jorge Luis Borges, quien en
su investigación conoció los secretos rituales que los brujos (sic) le
revelaron como iniciado, pero a su regreso del trabajo de campo, se
negó a descubrirlos para la ciencia.
“En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir”, le
comunica Murdock a su jefe. “¿Acaso el idioma inglés es
insuficiente?”, le pregunta el otro. “Nada de eso, señor –explica
Murdock Ahora que poseo el secreto podría enunciarlo de cien
modos distintos y aún
contradictorios. No sé
cómo decirle que el
secreto es precioso y que
ahora la ciencia, nuestra
ciencia, me parece una
mera frivolidad”.
Y luego de una
pausa agrega:
“El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que
me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos”. Son los
caminos entre mundos.
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Identidad, cosmovisión y espiritualidad en los pueblos indígenas.
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Segunda edición revisada. 1999. La Paz.
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Ponce Sanginés, Carlos. Tiwanaku y su fascinante desarrollo
cultural. T I. Entorno y sistema político. T III. El sistema
sociocultural prehispánico. T IV Cosmovisión y religión.
Universidad AmericanaProducciones CIMA. Sin fecha. La Paz.
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Este capítulo del libro Entremundos. Crónicas del mundo invisible se publicó
digitalmente en julio 2019 en www.todossomosuno.com.ar/entremundos,
por el grupo Entremundos 20112016.