Analisis - Borracho Estaba, Pero Me Acuerdo

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8/14/2019 Analisis - Borracho Estaba, Pero Me Acuerdo http://slidepdf.com/reader/full/analisis-borracho-estaba-pero-me-acuerdo 1/12 ILUSTRACIÓN: MANJARREZ Las mil noches del BOLIVIANO FOTOGRAFÍA: ISTOCKPHOTO

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ILUSTRACIÓN: MANJARREZ

Las mil noches del

BOLIVIANO

FOTOGRAFÍA: ISTOCKPHOTO

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La de Víc-

tor Hugo

V i s c a r r a

es una his-

toria ex-cepcional.

In d ig en te

desde los

12 años,

se educó a sí

mismo y a todos

los maleantes, prosti-

tutas y vagos que tuvo a su

alrededor. Lo hizo a su manera.

Leyó y escribió a marchas forza-

das. Bebió tanto alcohol como

pudo, resistiendo el pesado frío

de las madrugadas en las calles

bolivianas. Inusualmente, gozó

de un respetable “éxito”: publicóvarios libros, con buenas críticas,

y de tanto en tanto lo entrevis-

taron los medios. Pero nunca

dejó las calles, la noche y el alco-

hol. Finalmente, Víctor Hugo no

murió como quería: “solo y como

un perro, pero libre, tomando el

último trago”, sino en una cama

de hospital. Esta es la historia de

las mil noches de este hombre

llamado “el Bukowski boliviano”.

Por Álex Ayala Ugarte*

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La Paz, Bolivia.- Víctor Hugo Viscarra no murió en su ley,como quería: “solo y como un perro, pero libre, toman-do el último trago”. No pudo decirle nada a l alcohol –quetanto le dio y tanto le quitó– en sus últimos suspiros. Nopudo brindar ni tan siquiera con una gota de licor adulte-rado. Porque dijo adiós desde una cama de hospital, no enuna cantina. Porque su estómago maltrecho sólo admitíalas cucharaditas de sopa que la escritora Vicky Ayllón ledaba en la boca con la paciencia de un editor de textos.

Viscarra solía decir a sus amigos más cercanos que nopasaría de los 50. Que si lo hacía, “nacionalizaría  un re-vólver para pegarse un tiro”. Pero no hizo falta. El cuadroclínico que lo llevó a la tumba resultó más contundenteque un disparo: reumatismo, neumonía crónica, altera-ciones digestivas y cirrosis galopante. Se fue un miérco-les, a las 10 de la mañana del 24 de mayo de 2006, a los49 años.

Antes, intuyendo probablemente la fatalidad, bauti-zó el último libro que publicó en vida con un título pre-monitorio:  Avisos necrológicos. Y poco después el suyoapareció en las páginas de los periódicos más importan-tes del país a modo de noticia.

“El Bukowski boliviano” o “Viskarrowski”, le llama-

ban algunos periodistas. “El narrador de los márgenes”,decían otros. Pero él se definía simplemente como unpobre diablo que esperaba ir al infierno. Porque allí, bro-meaba, “por lo menos hay calefacción”.

Mi primer encuentro con Víctor Hugo fue sin trago depor medio, en enero de 2004, a las siete y media de lanoche en la Casa de la Cultura de La Paz. Yo no lo cono-cía. No había visto antes ninguna fotografía suya. Y lasinterrogantes eran muchas. ¿Serán sus lentes gruesos?¿Será dueño de una barba mal cor tada o de un bigote biencuidado? ¿Llevará una botella estrangulada en alguna desus manos? ¿Fumará negro?, me preguntaba. Hasta queel portero de la Casa de la Cultura me devolvió a la rea-lidad con un anuncio escueto. “Ahí está”, dijo, estirandoluego el dedo índice como un pirata, hacia lo lejos.

Más que una persona, medio encorvado, parecía unasombra. Caminaba lento, a pasos cortos, mezclado entrela gente sin que nadie reparara en su presencia. Se cubríacon una chamarra café, una camisa medio blanca, me-dio sucia, un suéter viejo y un pantalón negro. Tenía lapinta lúgubre de un enterrador antes de meter pala a unatumba.

Cuando le hice una señal se acercó enseguida y alargóla mano para darme un apretón tibio. Después soltó unode los chistes que usaba a veces para romper el hielo.

–Hola, soy Víctor Hugo Viscarra, el a ntropólogo –medijo.

–¿El antropólogo? –contesté con un ademán desorpresa, medio confundido.

–Sí, sí, el especialista en antros –dijo él con cara deno haber roto nunca un plato. Y luego me mostró unasonrisa de niño malo a la que le faltaban varios dientes.

Días atrás, Viscarra había llamado a la redacción deldiario en el que yo trabajaba porque lo había menciona-do en un reportaje sobre el binomio escritura-alcoholy quería conocerme. Hablamos un ratito por teléfono yacordamos una cita. Pero con él los compromisos teníanmenos valor que un cheque sin fondos. Y corría el riesgo

de que no se presentara. Un año antes, unaperiodista del diario chileno  La Nación pasólas de Caín para ubicarlo. Pablo Gozalves, sueditor en aquel tiempo, lo había dejado es-perando en la capilla del Sagrado Corazón,pero escapó para continuar con su farra in-terminable y demoraron casi una semana enrescatarlo de las calles para que atendiera laentrevista.

Por eso, el hecho de tenerlo frente a mí eraun alivio. Y en un par de minutos comprendí elpor qué de su puntualidad y su buen aspecto,cuando me confesó que llevaba casi 11 mesessin beber para cumplir con un tratamientocontra la tuberculosis que le había impuestoel médico. Porque, aunque borracho de co-razón, lo hizo con la misma determinacióncon la que un predicador alza la Biblia parapregonar el fin del mundo. En los momentosde mayor flaqueza, Viscarra solía lanzar unaamenaza contra sí mismo como quien recitauna poesía: “El trago o yo”, decía. Esta vezfue él y su salud se lo agradeció.

De mutuo acuerdo decidimos ir a una ca-fetería cercana en los bajos del hotel Gloria, alabrigo de una ciudad gris, con olor a orín enlas aceras, paredes mal pintadas y subidas ybajadas en cada esquina. El escritor pidió unmate y un sándwich de jamón con queso. Y acontinuación depositó en la mesa un amasijode recortes y varios de sus libros con un gestode cierta pesadez, como si también dejara ahíencima sus más de 30 años vividos en la ca-lle, la apariencia de alguien de 60 y su tos deperro apaleado.

“Nací viejo”, escribió Viscarra en  Borra-

cho estaba, pero me acuerdo, quizás su obramás autobiográfica. “Si es cierto eso de queen cada hombre hay un niño, el que habita enmí debe de ser muy triste”, añadía unos ren-glones más abajo. Su madre, según él mismocontaba, rompió varias escobas contra su es-palda. Su padre, “aunque un buen hombre”,tras una paliza de su madrastra, cuando Vis-carra le dio a escoger entre él o ella, la prefirióa ella; y a los 12 años comenzó el vía crucis delautor en la indigencia.

Desde entonces, no dejó de sentir frío.“Es artero, sale como de un gigantesco re-frigerador y lo envuelve a uno por completo”,

describía. Por eso andaba siempre encogido.Por eso observaba a todos de abajo arriba y node arriba abajo. Y desde esa posición me vigi-laba mientras esperaba su tentempié con unaansiedad no disimulada.

–Esto es un robo a mano ar mada –me dijoapenas tuvo la oportunidad, tras echar unamirada a la carta de los precios. Acostum-brado a pagar sólo unos pesos por los “sol-daditos” –pequeños envases de plástico conalcohol casi puro dentro–, el café con lechede dos dólares que yo acababa de pedirme leparecía quizás un caro capricho.

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Tras la muerte de Viscarra, visité en Villa Copacabana uno de los hombres que mejor lo conocía: Manuel Vargasu último editor.

Villa Copacabana es un barrio en el que rige el caos dlas laderas, sin un orden lógico de números en el marcde las puertas, con algunas edificaciones de ladrillo descubierto y otras salpicadas de cal blanca. Un lugar en eque los perros –esos perros que fueron durante décadalos compañeros más fieles de Víctor Hugo– suelen buscaalgún resto de comida entre las bolsas de basura. Y Manuel es un hombre espigado que rodea de silencios prolongados todo lo que hace, que oculta su rostro alargadbajo unos lentes de alambre y que luce siempre una perilla bien dibujada que otorga un aire de mayor calidez a lexpresión de su cara. El día que me recibió usaba una gorra de chulapo madrileño para recoger su media melenaY no tardó en confirmarme una realidad que a menudhabía sospechado: tras mi primer encuentro con él, Víctor Hugo volvió enseguida al trago. “Estuvo sin chupa11 meses y tres días –me dijo Manuel–. Y estoy seguro dque eso fue para él una auténtica condena”.

Cuando Manuel me hizo pasar a su escritorio habíallí decenas de libros: muchos, bien ordenados en loestantes; otros, formando montañitas que crecían desde el suelo. Hallé de todo: literatura inglesa, francesa latinoamericana. Y también estaban a la vista las obrade Viscarra: Coba, lenguaje secreto del hampa bolivian(1981), Relatos de Víctor Hugo (1996), Alcoholatum y otrodrinks: crónicas para gatos y pelagatos (2001), Borrach

estaba, pero me acuerdo  (2002) y  Avisos necrológico(2005).

Coba es una experiencia creativa que refleja la jerarquización de clases y la división de la sociedad a travédel lenguaje. Viscarra publicó la primera edición con layuda desinteresada del escritor tradicionalista Antonio Paredes Candia, ya fallecido. Y solía compartir unanécdota muy jugosa sobre la publicación con sus colegas. “Me entregaron el primer ejemplar en la plaza Alonso de Mendoza, una tarde nublada. Me fui a festejar y slo regalé a la mesera que me atendía sin saber si ella sabíleer”.

Con  Relatos,  Alcoholatum,  Borracho estaba y  Avisonecrológicos, el escritor se adentró en un universo de supervivencia que, en palabras del crítico Germán Aráuz“bebió a cada momento en carne propia”. Y en las páginas de Alcoholatum dejó además plasmado su único testamento conocido, un testamento literario que muestraun Víctor Hugo con todos sus aderezos: irónico, sarcás

tico y tremendamente ácido.El “documento”, en algunas de sus partes, dice así

“Mis libros los dono a la Biblioteca de Alejandría. Puesto que los he perdido irremediablemente, presumo que ese lugar han ido a parar. Los textos que me fueron robados quedan en calidad de perdidos. Ya que no pude hacenada para retenerlos, menos puedo hacer para recuperarlos. Mis pensamientos se los cedo a la humanidad enterano para que los aproveche, sino para que aprenda cómen el más completo estado de abandono uno puede cultivarse y educarse sin pasar por institutos, universidadessimposios, congresos, diplomados, maestrías y demátucuymas. Todas mis deudas se las dejo generosament

De cerca, los rasgos de Víctor Hugo seintensificaban. Su nariz, fruto de las caídasy los golpes recibidos, parecía un gancho re-torcido de derecha a izquierda. La línea de suscejas subrayaba unos ojos achinados y medi-tabundos. Y disimulaba la lámina de grasaque le invadía el pelo con un peinado clásicocon la raya a un lado.

Conversamos, sobre todo, de la calle. Sumáxima era ésta: “Allí, con mis delincuentes,mis putas, mis mendigos y mis ladrones, mesiento en casa”. Me comentaba que los am-bientes en los que se movía eran los tuguriosque pueblan diferentes rincones de la ciudad:La Garita de Lima, Tembladerani, Achachi-cala, Gran Poder, Alto Tejar y Chijini, entreotros. Que los protagonistas de sus escritossubsistían en los callejones de algunos deestos lúgubres enclaves. Y aseguraba que elmayor halago que recordaba se lo debe a unamujer en estado de embriaguez. “Escritor, heleído tu libro. No mentiste”, le dijo.

Memorioso, Víctor Hugo enlazaba una

anécdota detrás de otra, recordando condetalle cada fecha, cada espacio, cada nue-vo remiendo en la ropa de sus cuates, cadacicatriz que conformaba el mapa de sus ros-tros. Era capaz de recitar párrafos enteros desus libros. Es más, lo hacía a menudo porquerecordar se convirtió en su estrategia de su-pervivencia. Como escribía en servilletasy pedacitos de papel que solía perder por elcamino, aprendió a reconstruir los textos entan sólo unos minutos. Y manifestaba tantoarte a la hora de reescribirse  que cualquieradiría que vivía en un monólogo constante.

Al hablar, sus mañas se hacían más vi-sibles. Sus manos se movían rápidas de unlado para otro, como las de un mago vetera-no. Silabeaba. Se secaba los labios una y otravez relamiéndolos con la lengua sin sutileza.Marcaba las eses y las pes para dar mayorénfasis a las palabras. Y un leve tartamudeo,imperceptible casi, acompañaba su discur-so.

También se mostraba deslenguado:–Aunque digan que no tengo estilo litera-

rio, a mí me encanta escribir de esta manera.Es mi forma de hacer las cosas, y al que no leguste que se meta su dedo y su desagrado en

el orificio de su disgusto –me dijo mientrashincaba el diente al emparedado.

Y cuando la charla no dio más de sí, seretiró con lentitud a tomar un minibús condirección a la parroquia del Rosario, de suamigo Humberto, cura en el barrio de VillaDolores, de la ciudad de El Alto.

Allí Viscarra dormía a veces porque elsacerdote le prestaba una computadora enla que escupía sus historias tremebundas;y porque luego le guardaba los archivos, yaque él no sabía manejar bien aquella má-quina.

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teaba: fotocopiaba sus Relatos de Víctor Hugo para multiplicar la plata.

Según Manuel, cuando Viscarra esta-ba farreando no se podía contar con él paranada. Sano, sin embargo, era serio y respon-sable.

–Y durante esos guiños de sobriedadaprovechábamos para trabajar juntos.

Solían juntarse en casa de Manuel, en unasala con suelo de madera y olor a pipa en laque el editor intentaba transmitirle a VíctorHugo algo del calor que le faltaba.

–Yo le daba ropa y él, cuando conseguíanuevas prendas, regalaba las viejas o las ti-raba. Su ropa interior, decía, estaba sucia ydestrozada. No lavaba.

Sus enseres eran siempre de usar y tirar. Ycomo las serpientes cambian de piel, él mu-

daba de aspecto a cada rato. Para mimetizar-se con las calles que tantas veces se convir-tieron en su madriguera y lo ocultaban.

Viscarra pudo escapar de ellas, pero noquiso. Por eso, cuando se mencionaba sunombre en algún sitio, la pregunta era casiinevitable: ¿Seguirá vivo?

Mi segundo encuentro con Víctor Hugo fuecasual, en 2005, otra vez en las puertas de laCasa de la Cultura. A las tres de la tarde deun día de lluvia. Lo vi venir mientras estabaesperando a que escampara, con sus pisa-das irregulares pero bien marcadas. Apare-ció tambaleándose, dando saltitos, como unduende salido de las entrañas de una bestia,como un don Quijote que no se acuerda dón-de dejó a su Dulcinea. Su cara me pareció unamueca macabra, muy distinta a la del escritorque un año antes compartió conmigo un cafédulce y una charla amena sin vapores etílicos

de por medio.Cuando se acercó hasta donde estaba,

masculló primero un par de maldiciones.Después puteó a unos policías. Se quejó ade-más de dos mujeres que yo no conocía. Yluego ahogó sus palabras en un susurro in-comprensible. Estaba borracho. Temblaba.Una capa de mugre envolvía su ropa ajada. Sunoche había sido demasiado “la rga”, me con-fesó apenas.

Cuando tomaba, Viscarra caminaba amenudo sin rumbo para luchar contra las ba-jas temperaturas. A veces se animaba a dor-

a mis acreedores, porque, sabiendo que yo vine al mundosin traer nada, ¿cómo voy a tener algo para pagar deudasa otarios y prestamistas? Lo que sé es que cada obrero esdigno de su salario. Por lo tanto, lo único que hice fue co-brarme las lecciones que les di, desasnándolos. Los cul-turicé un poco. Las pocas ropas que poseo son sólo paramí. A los que se jactaban y se jactan todavía de ser misenemigos les dejó mi perdón.

“Y mi pobre corazón, hecho pomada desde los tiem-pos en que era ingenuo y cándido y con el que recorrí loscaminos de la frustración y el desengaño, se lo dejo aaquellas personitas que se divirtieron hasta el cansan-cio con sus juegos sentimentales; a esas personitas quesupieron poner en práctica sus ardides y sus mañas fe-meninas, lastimando a su gusto mis pálidos estertorespersonales para dejarme llorando mi desconsuelo encantinas y chicherías donde estúpidamente moría aho-gado en ingentes cantidades de licor. Sólo a ellas perte-

necen los guiñapos de mi devaluado corazón”.Tras leerme en voz alta algunos fragmentos de ese

texto cuando menos curioso, Manuel quiso enseñarmela edición española de Borracho estaba, pero me acuerdo,que llegó a La Paz tan sólo dos días después de la muertede Viscarra. Un libro de tapa blanca con una botella decristal, una hoja de libreta y un lapicero ilustrando unaportada –según un lector– “ajena al miedo y asco que seesconde entre las páginas”.

–¿Y por qué quisiste publicar a Víctor Hugo en tu edi-torial (Correveidile)? –pregunté a Manuel aprovechan-do un minuto en el que no decía nada. Y él simplementese sentó, sonrió y acomodó su voz grave y pausada a laacústica de papel de su refugio.

–Marcela Gutiérrez, una amiga suya, tenía en susmanos un cuaderno con los escritos de Víctor Hugo. Ha-bía buenos textos, pero ella no sabía si él estaba vivo omuerto porque hacía ya mucho que no lo veía. Luego, élme buscó y me dejó una caja mal amarrada llena de re-cortes. “De ahí escoge tú”, me dijo. Era todo una especiede rompecabezas, con hojas sueltas, relatos incompletos,cuartillas rotas y un sinfín de anotaciones. En ocasiones,

escribía un párrafo, lo numeraba y había que buscar enotro de los papeles la numeración siguiente para conti-nuar con la lectura. Al final, logré hacer una selección delo rescatable y de ahí nació Alcoholatum, la primera obrasuya que edité.

Por convenio, Manuel le daba a Viscarra sus dere-chos de autor en ejemplares. A veces, todos de golpe y aveces unos cuantos, porque, cuando peor estaba, VíctorHugo todo lo que vendía lo bebía de un trago: cambiabaejemplares por una botella o los ofrecía sin ton ni son enlas cantinas. En una ocasión, en pleno proceso de impre-sión, llegó a aparecerse completamente borracho en laimprenta para pedir libros. Y a veces él mismo se pira-

“De ahí escoge tú”, me dijo. Era una especie de rompecabezas, con ho-

 jas sueltas, relatos incompletos, cuartillas rotas (...) escribía un párrafo,

lo numeraba y había que buscar en otro de los papeles la numeraciónsiguiente para continuar con la lectura. De ahí nació Alcoholatum

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ILUSTRACIÓN: ÁLVARO ÁLVARE

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mitar en alguna gradita. Pero no siempre, porque cuandolo hacía no faltaba el vecino madrugador que lo desper-taba temprano con un balde de agua. Cuando su cuerpoestaba helado, se animaba a armar una fogata con los ma-leantes que suelen rodear algunos basurales, sacrifican-do los cartones mal cortados que le servían para enrollarsu propio cuerpo en los amaneceres congelados.

Antes de irse, Viscarra me pidió sin mucha amabili-dad 20 pesitos.

–No tengo más que 10, Víctor Hugo –le dije mientrasbuscaba en mi cartera.

–Entonces, me das 10 ahora nomás y me debes otros10 –me dijo. Aquella frase era habitual en él, y la solíaconjuntar con la sonrisa más pícara de su repertorio.

Le entregué un billete arrugado y antes de meterlo ensu bolsillo jaló la tela para comprobar que no había agu-jeros por donde pudiera salir la plata. De cerca, pude veruna cara muy hinchada; y me di cuenta también de quefruncía el ceño impulsivamente, como si de un tic se tra-tara, concentrando un mar de arrugas sobre su nariz des-viada.

Se marchó sin despedirse. Para seguir peregrinandoen su improvisado papel de recaudador de impuestos.

Porque cuando deseaba alcohol, visitaba a los amigos yles reclamaba dinero sin cuidar las formas. Sobrio, sinembargo, el orgullo le podía. Y no se dejaba invitar ni si-quiera a un té o un pan con queso. Incluso se permitía ellujo de dar li mosna a algún borracho. “Yo sé lo que es ne-cesitar para tomar un trago”, decía.

Se alejó atravesando puestos llenos de enchufes,dulces, peluches, devedés y libros pirata. Esquivando acharlatanes que ofrecían lociones contra la calvicie, an-tenas de televisión y manuales para todo y para nada. Pa-rando después frente a una nutrida marcha de protesta. Yno tardó en ser absorbido por el magma de una ciudad queal mismo tiempo era su trinchera, rumbo a las cantinashasta quién sabe qué día del almanaque.

Él resumía esta experiencia itinerante mejor que na-die. “Pierdo la noción del tiempo y algunas noches, víc-tima de los insomnios prolongados, me hace fechorías micerebro. Se acelera, se me escapa todo lo negativo y measusto. A veces lloro, pero como estoy sin compañía nadiese entera. La hora avanza y espero la amanecida para huirdel antro en el que me encuentre en ese momento. Enton-ces me pongo más tranquilo. Cuando me siento ya muymal, tengo mi propio tratamiento: primer día, puro líqui-do, agua, mates o refrescos; después, cosas suaves, comosopa; y luego me meto lo que venga: pollo, res o lo que sea.Soy como un perro, sin ayuda me curo, yo solito”.

Uno de los “infiernos” favoritos de Viscarra era el Bo-caisapo, una taberna impregnada por un profundo olor aviejo, iluminada por la luz delgada de un puñado de ve-las, con mesas robustas y embovedada rústicamente conladrillos rojizos que parecen recién horneados. Un puntode reunión casi obligado para jóvenes universitarios, al-cohólicos con cierto pedigrí y poetas trasnochados. Y ellugar en el que semanas después de la muerte de VíctorHugo me cité con Erick Ortega, periodista y buen amigodel escritor.

El viernes en el que nos encontramos el ritmo del fol-

clor boliviano armaba la banda sonora dellocal: morenadas, cuecas, sayas, diabladas ydemás familia. Los vasos chocaban con ener-gía y se repartían sin cesar cuencos con hojade coca desde una pequeña barra adornadacon una campana que quisiera pensar que es-taba allí para dar el toque de queda a los últi-mos borrachos. Un vaho de humo de cigarrolo inundaba todo, conformando un sinfín deformas caprichosas que se confundían sutil-mente con la decoración. Un mural con per-sonajes de la bohemia de La Paz ocupaba unade las paredes. Y, como no podía ser de otramanera, en él también estaba inmortalizadoVíctor Hugo.

Erick pidió un yungueñito –aguardientecon naranja– para recordar los buenos tiem-pos. Tenía ojeras profundas, pero ya no porlas noches en vela a lomos de una copa “sinopor mi beba, que no perdona”, me dijo. Luegome contó que siempre traía aquí a sus chicaspara que las conociera Víctor Hugo. Que a unale recitó algunos versos en quechua y quedó

enamoradísima. “Pero lo que jamás olvida-ré –me confesó Erick– es cuando le presentéa la madre de mi hija. ‘Por fin te has jodido lavida’, se reía a carcajadas. Así era él, conci-so y directo en sus apreciaciones, y lleno deanécdotas. Una vez me habló de un morgueroque tenía relaciones con una cholita muerta.Y cuando se deprimía lloraba, lloraba muchí-simo, con un llanto bien indígena, sin soltarlágrimas”.

Erick fue un privilegiado. Sin ser alcohó-lico, pudo acompañar a Viscarra en algunasde sus muchas escaramuzas para calentar elalma, un alma que el escritor sentía siemprefría. Y en cada salida con él se sorprendía.“Un par de veces quiso llevarme al Averno,un local de mala reputación, pero ya no exis-tía, y en una ocasión terminamos en un bar enel que sólo había baldes para tomar. ‘Si entrasaquí, no vas a querer salir’, me dijo”.

En  Borracho estaba, pero me acuerdo Víctor Hugo dibuja con sus afiladas descrip-ciones escondrijos similares. Uno de ellos esel famoso Cementerio de los Elefantes. Y lodescribe así: “Para los que quieren suicidarsebebiendo sin parar está el traguerío de doñaHortensia, conocido entre los ‘artistas’ –los

borrachos– como el Cementerio de los Ele-fantes, un lugar en el que el ‘artista’ que de-cide suicidarse es conducido a un cuarto paraque pueda terminar con su existencia. Comolos bebedores tienen el pulso de pajero, doñaHortensia les vende el trago en un balde deplástico en el que caben dos litros de líquido.Para beber, a falta de un vaso de cristal, les daun vasito vacío de yogurt. Y para que el tipo nose eche atrás, cierra la puerta con un candado,cuya llave guarda luego en uno de los bolsillosde su  pollera  [falda]. Cuando hay necesidadde botarlo a la calle –porque está tieso–, no

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ILUSTRACIÓN:MARTÍN ELFMAN

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al escritor, pero con asco. Hasta que VíctorHugo volteó los ojos y, sin pronunciar pala-bra, los tuteó con apenas un golpe de vista.Fue como si dijera: más asco les tengo yo y nopasa nada.

–No soy como ellos. No me gusta el de-porte. No me gusta la política. Y no me gustanlos intelectuales. Pero bueno, aunque otrosganan el quivo (la plata), yo me he llevado lafama. Hay que tener agallas para desenvol-verse en este mundo y no en el cuento de ha-das donde habita la mayor par te de esta gente–resumió Viscarra de un tirón (porque Mabely yo reaccionamos como si no entendiéramosbien lo que pasaba).

Era un Viscarra envuelto en una bufandaroja desgastada y en un suéter gris con agu-jeros que se veía igual de mal que el escritor,igual de maltratado. Lucía como un viejoachacoso. Su tos se había vuelto crónica. Untemblor repetitivo en una mano dificultabasus movimientos. Y su listado de dolenciasse había multiplicado. Por eso el reencuentro

duró menos de lo habitual, de lo esperado. Ycon la ensalada todavía a medio terminar nosretiramos del café despacio, a su paso.

Cuando salimos, Viscarra se agarró albrazo de Mabel como si fuera una botella. An-damos unos pocos metros, hicimos parar untaxi y él se despidió con una sola frase:

–Ya estoy demasiado mayor para amar-garme –nos dijo.

Ya nunca más volvería a escuchar su voz.Dos semanas más tarde, ingresó al hospitalArco Iris. Otras dos después murió.

Vicky Ayllón estuvo a su lado en esos momen-tos tan difíciles. Aquellos días muchos de losque conocían a Víctor Hugo desaparecieron.Ella no: el escritor le había rescatado en una delas dictaduras más sangrientas de Bolivia, lade García Meza, en los ochenta, que persiguióy castigó con saña a muchos de los miembrosdel Partido Comunista.

Cuando me entrevisté con Vicky en undespacho de la editorial Plural, poco despuésdel fallecimiento de Viscarra, ella combatía elfrío con cafés y cigarrillos. Y recordaba conlos párpados completamente cerrados cómo

el escritor le guió por una parte de la ciudadque desconocía para protegerla de los tortu-radores que por aquel entonces la acechaban.Concentrada, sin abrirlos ni siquiera un se-gundo mientras hablaba.

–El día que Víctor Hugo me ayudó a es-capar de los que me buscaban nos vimos enel mercado Uruguay. ¿Estás dispuesta a irdonde sea?, me dijo. Le contesté que sí. Es-taba anocheciendo y me llevó primero por unsinfín de recovecos. Yo era una intrusa, perosabía que él dominaba bien el barrio y eso medaba confianza. Seguimos por más callejones

faltan nunca voluntarios para llevarlo al callejón, dondelo recoge luego la furgoneta de homicidios”.

Según Erick, la mayoría de los sitios que Viscarravisitaba eran sórdidos, sucios, desaconsejables para losestómagos sensibles, pero excelentes para que VíctorHugo alimentara sus relatos. El escritor asegu raba que enLa Casa Blanca, donde atendían de domingo a domingo,tomó una vez 19 días y 19 noches consecutivos y que norecordaba haber comido nada en aquella aventura. En elCallejón Tapia, ubicado en un rincón con el mismo nom-bre, tuvo su bautizo de fuego: allí, a los 16 años, comenzó aprobar sus primeros tragos fuertes; y al lí comprendió quecon alcohol en el cuerpo las bajas temperaturas son másllevaderas. Del Averno destacaba las peleas, tan violentasque “a nadie le extrañaba ver el empedrado manchado desangre cuando amanecía”. Y contaba que, cuando teníaplata, trataba de no abandonar estos tugurios hasta lasprimeras luces, cuando el sol entraba en el cuerpo de unocomo si fuera agua bendita.

–Cuando tomaba, él era consciente de que moriría jo-ven –me dijo Erick antes de que abandonáramos juntos elBocaisapo.

Después subimos las graditas que conectan con la ca-

lle Jaén, una vía estrecha y adoquinada, llena de balconesseñoriales, donde los vecinos aseguran haber escuchadocascos de caballo, lamentos de condenado y los pasos deuna viuda negra.

Mi último encuentro con Víctor Hugo fue en abril de2006, en el café Alexander de Sopocachi, un barrio de LaPaz con casas de pocas alturas y grandes edificios dondeen los últimos años se ha instalado una buena parte de labohemia de la ciudad, pero una bohemia bastante ligadaa una clase media que desagradaba especialmente al es-critor.

Quizá por eso no tardó mucho en llegar el primer re-proche de la tarde:

–¡Esta mate no tiene nada de sabor, parece agua, ca-rajo! –protestó.

Aquel día estaba a mi lado Mabel Franco, tambiénamiga de Viscarra y periodista del diario La Razón. Aun-que él quería irse, insistimos en quedarnos para que lle-nara el buche con algo consistente. Y al final pidió a rega-ñadientes una ensalada muy frugal: sin champiñones, nipepino, ni tomate, ni pan, ni al iño. Lechuga y punto.

–El estómago no me acepta casi nada –justificó al no-tarnos a Mabel y a mí un poco inquietos. Su cara estabainflada, parecía una caricatura. Sus palabras, a ratos, so-naban como un aull ido apagado. Pero no había perdido su

buen humor: su humor negro.–Si pudiera, me compraría un cuerpo a medio uso en

el Barrio Chi no –nos dijo, divertido, acto seguido.El Barrio Chino es un pequeño territorio de La Paz,

entre las calles Sagárnaga e Isaac Tamayo, donde transanlos volteadores, descuidistas, rateros y raterillos. Y dondese dan cita habitualmente los “vizcachas” (vendedores deobjetos robados), quienes, según Viscarra, están sindica-lizados y afiliados a la Central Obrera Boliviana.

Mientras Víctor Hugo hablaba, algunas miradas fur-tivas se concentraban a nuestro alrededor. Un par de en-corbatados de las mesas contiguas parecían incómodoscon nuestra presencia. Examinaban disimuladamente

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FOTOGRAFÍAS:ÁLEX AYALA UGARTE

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tumbas, todas parecidas, con flores de plásti-co y pequeñas fotos de los fallecidos inserta-das en portarretratos minimalistas. Mientrascaminaba, pensaba que en lugares como éstetambién hay clases: granito, mármol y mau-soleos para la gente con plata y cemento, mu-cho cemento, para el resto. Seguí andando yme topé con dos o tres tumbas sin lápida, conuna inscripción mal hecha cuando el cementoestaba todavía fresco. Y tardé un rato en ha-llar la de Viscarra, aún más sencilla. Su fa-milia –al parecer– no quiso gastar ni un solopeso para adecentar su sepultura.

Como hicieron otros antes, le llevé unabotella de aguardiente. Para que matara laspenas. O las quemara. Porque su madre, a laque tanto odiaba, ni siquiera muerto lo dejódescansar tranquilo. “Sinvergüenza, lo queme has hecho sufrir, te has dejado vencer por-que eres un débil”, cuenta el cineasta Arman-do Urioste que exclamó ella en pleno entierro.

Ese día, Ayllón brindó a su salud con losalcohólicos que seguían la comitiva fúnebre.

–¡Viva La Guerra! –gritó alzando un bo-tellín de cerveza en honor al antro donde unavez se emborracharon juntos.

–¡Ya, mierda, así como pateaste la vidapatea ahora la muerte! –dijo después. Y la tie-rra se tragó a Viscarra con la misma velocidadcon la que él vaciaba los vasos una y otra vezcuando estaban llenos.

Víctor Hugo sostenía que los marginados–como él– conforman un gremio en extin-ción permanente. “Pero, por suerte, siguenllegando nuevos adscritos”, añadía.

  Hacen falta. Porque a veces los que pa-recen no tener ninguna dignidad cargan contoda la dignidad del hombre, como lo hacíaViscarra, que continúa todavía vivo comopersonaje literario, en sus libros.

Salí del cementerio y atrás quedaron las“aves funerarias”, adolescentes que cono-cen las historias de cada una de las fosas delcamposanto; los rezadores profesionales, quereparten ave marías y padres nuestros con lamisma seriedad con la que los panaderos hor-nean el pan cada mañana; las lloronas, quelloran como lo hacía Víctor Hugo, sin verterlágrimas; los limpiadores de tumbas, queescalera en mano, por unos pocos pesos, se

encargan de que los sepulcros se mantenganblancos; los niños sin techo, que esnifan pe-gamento en los nichos vacíos; y Viscarra.

A falta de fogatas, esperaba que el escritorse mantuviera caliente con la botella de al-cohol que unos minutos antes dejé a su lado.Aquel día hacía frío, mucho frío.

* Este texto forma parte del libroLos mercaderes del Che y otras cróni-

cas a ras del suelo , publicado en marzo de2012 por la editorial boliviana El Cuervo.

hasta llegar a una puerta de latón. Y luego comenzamosa bajar hasta un lugar con una tela blanca. Detrás habíaun hueco. Era un cuarto de tierra con las paredes blan-queadas con cal, un colchón de paja y una manta. Habíaque usar velas para ver bien. Y me dejó all í sola. Dos horasmás tarde volvió con una hamburguesa y varias revistas:Vanidades y Cosmopolitan. Me salvó la vida. Y yo le que-dé eternamente agradecida.

La complicidad creció y Vicky se convirtió despuésen una incondicional de Víctor Hugo. Por eso no me ex-trañó ver encima de su mesa un par de libros de Viscarra.Mientras hablábamos los manoseaba. Pero sin detenersea mirar ninguna de las páginas.

–Su estrategia, sin duda, se basaba en la superviven-cia –siguió contando Ayllón mientras sorbía su café de apoco, como si eso le tranquilizara–. Y consiguió algo muydifícil de lograr cuando la calle es casi el único mundo enel que uno se desenvuelve: ser respetado. En una ocasiónme invitó a La Guerra, un local de los bajos fondos de LaPaz, y la experiencia fue hermosa. “Puedes poner tu car-tera y el celular sobre la mesa. Han destinado a un tipopara cuidarnos”, me dijo. Luego, la señora que nos aten-día lo felicitó sincera. “Podías habernos delatado y no lo

has hecho. Eso sign ifica que eres un buen escritor”, le dijo.Para mí no hay crítica literaria más profunda que esa.

En casa de Vicky, Víctor Hugo, que no tenía un pesocasi nunca, y menos para comprarse libros, leía a los clá-sicos y a los no tan clásicos con la voracidad de un lectoral que le quema el papel entre las manos.

–Cuando lo hacía, se encogía. Mostraba toda su joro-ba y volcaba su cuerpo sobre el libro. Era muy inquieto.Reía, puteaba, exclamaba. No era educado. Ejercía su de-recho activo sobre la lectura: hacía escuchar las reaccio-nes que le provocaba el texto.

Gracias a estos encuentros, Vicky pudo saber algomás de su pasado, aunque tampoco mucho. Supo queViscarra estuvo en un albergue para menores. Que luegoentró al seminario como novicio. Que allí no duró mucho.Que perteneció a las juventudes comunistas. Que trabajópara el Servicio de Aduanas en la localidad fronteriza deCharaña, conocida por su dureza, por ser un punto per-dido en mitad del Altiplano. Que le dieron un puesto en laCasa de Cultura de Cochabamba. Que no aguantaba esode estar en medio de oficinas. Que su psiquiatra le reco-mendó escribir todo lo que sentía. Y que así lo hizo, perollevando la experiencia con el alcohol hasta las últimasconsecuencias.

La conversación se interrumpió cuando Vicky reci-bió una llamada telefónica de sus amigos, que le estabanconvocando a tomar unos “traguines” más tarde en el

Bocaisapo. Unos de esos que a Viscarra tanto le gustaban.Porque le distraían. Porque le relajaban. Porque supura-ban las heridas.

En diciembre de 2006, casi siete meses después de sumuerte, fui al Cementerio General para volver a ver a Víc-tor Hugo. Tardé un poco en dar con su tumba. Las ún icasreferencias para localizarla me las había proporcionadoManuel Vargas, su editor, tomando como único punto departida la capil la donde se realizan los responsos a los di-funtos antes de los entierros.

Desde ahí desfilé frente a una hilera interminable de