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Andrés Bosch LA NOCHE © Andrés Bosch, 1959 Editorial Planeta, S, A.

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Primera parte Luis CanalesCAPÍTULO PRIMEROOYÓ LA VOZ, pero él solamente veía la lona gris enque apoyaba su rostro. Volvió a oír la voz, estavez muy claramente:—¡Tranquilo! ¡Tranquilo, Luis! ¡Espera aún!¡Tranquilo!Vio el rostro bajo la cuerda enfundada enterciopelo rojo. El cabello, blanco y liso,peinado hacia atrás; la piel rosácea, los ojosazules y el bigotillo breve, teñido de negro,formaban una imagen familiar; en los azules ojoshabía ansiedad; pero la boca, grande, de labiosdelgados, le sonreía. Respiró hondamente un par deveces, y miró a su izquierda. Junto al palo al queestaban atadas las cuerdas, el hombre desnudomovía las piernas como si corriese, pero sinavanzar. Sonreía y saltaba. Cuando vio que leestaba mirando, dejó de sonreír y de saltar.Oyó la voz:—¡Arriba, Luisito, arriba! ¡Arriba!Se puso a gatas, y luego rodilla en tierra. Elhombre en pie, junto al palo, le mirabaatentamente y sonreía, pero permanecía inmóvil.La voz que le había hablado anteriormente, era lade Velázquez. Le oyó otra vez:—¡Respira hondo! ¡Uno... Dos... Uno...!¡Tranquilo, Luisito! ¡Tranquilo!Por encima de su cabeza, de atrás hacia delante,pasó la mano del hombre vestido de blanco, queestaba en pie a su derecha, y cuando la mano llegóal fin de su trayecto, una voz nueva sonó alta ydistinta: "¡Siete!" Y la mano viajó hacia atráspara volver hacia delante. Miró a Velázquez y lesonrió para indicarle que el golpe no le habíacausado daño. La mano estaba otra vez frente a él,y la voz gritó: "¡Ocho!" Velázquez, perdido eldominio de sus nervios, chilló: —¡Arriba! ¡Tápatela cara y cruza al hígado! Echó una ojeada al otroboxeador, junto al palo; parecía desilusionado.Oyó la voz del hombre de pie a su derecha:

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"¡Nueve!" Saltó y quedó en pie frente a sucontrincante, dándose cuenta en aquel momento, ysólo por un instante, de que un gran clamor,formado por miles de voces, estremecía el ámbito.(Los espectadores frente a mí volvieron asentarse, y yo me senté también. Cuando Sousalanzó su golpe seco al mentón de Luis Canales yéste cayó de bruces en la lona, todos nos pusimosen pie. Bajo los conos de luz blanca que teníansus vértices en el armatoste metálico pendientesobre el ring, en aquella isla de luz blanca quedestacaba en la penumbra, de la sala, Canaleshabía estado sin sentido, tendido boca abajo,durante siete segundos. El golpe de Sousa habíasido bonito, limpio, bien ejecutado; su puño habíaascendido desde la altura de su cintura, en líneavertical casi, para ir a chocar precisa,exactamente, contra el mentón de Canales. Laspiernas de Canales, privadas de vida, se doblaron,y él abrió los brazos y cayó de cara contra lalona. Estábamos cerca del ring, y mientras Canalescaía, pude ver sus ojos en blanco. El hombre a milado dijo: "Está listo". Y yo pensé que teníarazón. Cuando el árbitro contó "cuatro", cogí miabrigo dispuesto a marcharme, porque Canalesestaba como un tronco. Los espectadores frente amí, fijos sus ojos en el ring, también se poníansus gabardinas y sobretodos. En el momento en queel árbitro contó "siete", vi que Canales mirabahacia el rincón en que estaba su entrenador, ysonreía. Los espectadores dejaron de ponerse susabrigos, y un murmullo se extendió por la sala.Canales movió sus manos como si buscaran apoyo enel suelo, y el murmullo se hizo más recio y seextendió más, y cuando Canales se puso en pie deun salto, el murmullo se convirtió en unaalgarabía de entusiasmo, un griterío ensordecedorde voces de ánimo, una marea sonora y poderosahecha de mil voces. El vecino me agarró el brazo ygritó: "¡Mira! ¡No se aguanta! ¡No se tiene enpie! ¡Le van a tumbar otra vez!" Yo le dije: "No".Canales estaba de pie en el centro del ring; suspies parecían clavados al suelo y sus puñospermanecían inmóviles ante su rostro; balanceaba

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el cuerpo en un movimiento lento y rítmico quepartía de su cintura. Tenía los labios hinchados yensangrentados, y en cada ceja una herida larga yancha, cuya sangre bajaba por los ojos y lasmejillas dejando el rostro rojo y carente deexpresión humana. Parecía estar inconsciente aún.Sousa avanzó hacia Canales.)Sousa avanzó y él se quedó quieto, esperándole.Vio llegar a su rostro el puño derecho de Sousa,bajó el cuerpo, y el puño pasó por encima de sucabeza en el mismo momento en que él lanzaba suizquierda, cruzada, al hígado de Sousa; peroSousa, al tiempo que se cubría el hígado con elantebrazo izquierdo, lanzó su derecha en un viajecorto y rápido; el golpe en el ojo izquierdo leaturdió y, antes de que se repusiera, recibió unaracha'de golpes, dados con las dos manos, quehicieron bambolear su cabeza a derecha eizquierda, como si fuera una pelota de goma quelos puños de Sousa hiciera rebotar el uno contrael otro. Se irguió y, con los puños bajos, sinprotegerse, se echó hacia delante. No veía aSousa, pero sabía que estaba allí, frente a él,saltando y esquivando golpes que aún no le habíansido dirigidos. Por un instante le vio y le lanzóun golpe con la derecha, de abajo arriba, a labarbilla. Sousa saltó hacia atrás y detuvo elgolpe con un ademán parecido al que se hace paraapartar una mosca. Él avanzó dos pasos y dirigióotra vez su izquierda al hígado de Sousa, y otravez el golpe se perdió en el aire, porque Sousahabía desaparecido de su vista. En el mismoinstante reapareció frente a él. Sintió el golpeardiente en la quijada, las piernas le fallaron y,mientras se iba abajo, Sousa le atizó una bofetadacon la izquierda.Estaba sentado en la lona y no podía levantarse.Una fatiga extraña le impedía moverse, pese a queestaba consciente. Le parecía sentir una deaquellas pesadillas en las que un animal feroz leperseguía y él quería escapar, pero no podíaporque no le obedecían sus piernas. Sousa estabaen un rincón, junto al palo, y otra vez sonreía ysaltaba. El árbitro, junto a él, contaba el tercer

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segundo. Tras la cortina de luz alrededor delring, vio al público en pie. Siempre se ponían enpie aquéllos al producirse el fuera de combate. Seestaban quietos y le miraban, y él no oía ningúnsonido. Como si súbitamente se abriesen laspuertas blindadas de una cámara secreta, dentro dela cual estuviera él, un raudal de sonido entró ensus oídos. Vio a Velázquez: su rojo rostro, sublanco cabello, su bigotillo pintado... El viejoembustero le gritaba como siempre: "¡Tranquilo,Luisito.,.! ¡Tranquilo!" Desde las gradas altas,el público coreaba al árbitro en su cuenta:"Cuatro... Cinco... Seis..." Las luces en lapuerta de salida habían sido ya encendidas. Elcoro cantó: "Ocho..." Y la mano del árbitro, comoun péndulo, avanzó hacia la izquierda: "¡Nueve!"Cuando la mano llegase al término de su próximoviaje, ya no sería un número lo que el corocantaría, sino una palabra: "¡Fuera!" "Out!" Aldarse cuenta de que estaba en pie, con los puñosfrente al rostro, se sorprendió. Sentíase igualque cuando estaba en la lona, incapaz de moverse.Y, cual si otra persona dentro de él ejecutasemovimientos, subió y bajó los puñosalternativamente, y avanzó y retrocedió un paso,dispuesto a pelear. Sousa estaba en el rincón, susbrazos caídos, como si no quisiera reanudar elcombate. Miraba al árbitro. Él también le miró:los ojos del árbitro estaban fijos en su rostro,tenía las cejas alzadas y parecía albergar unaduda en su mente. Las cejas descendieron y luegose fruncieron. El hombre vestido de blanco dio unapalmada e invitó a Sousa a seguir peleando. Élagachó el cuerpo y acercó más aún sus puños a surostro, Sousa llegó frente a él y, como sinquerer, sólo para distraerse, lanzó tres o cuatrogolpes al aire. Él bajó su puño izquierdo a lacintura, ladeó el cuerpo a la derecha y avanzó.Vio que Sousa le sonreía y subía y bajaba suantebrazo izquierdo del hígado al rostro, comoindicándole que estaba prevenido. Apenas veía. Lafigura de Sousa era tan sólo una silueta clarasobre el fondo oscuro que formaba la masa depúblico en la penumbra. Lanzó un puñetazo que no

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dio en el blanco, y, a cambio, recibió un golpeflojo en la sien: se llevó los dos puños al rostrojustamente a tiempo para que se estrellase enellos una serie de golpes secos, rápidos ypotentes. Con los puños cubriéndole la cabeza,aturdido, cabeceó y avanzó dos pasos. Recibió tresgolpes en cada sien. Bajó más la cabeza y lanzó supuño derecho hacia delante, en golpe directo.Sintió en su puño el rostro de Sousa y oyó ungrito largo y sorprendido del público. Se irguió yvio a Sousa descompuesto. Apenas se había dadocuenta de ello, y ya le había largado con las dosmanos una racha de golpes que dieron, todos, en elrostro de Sousa. El murmullo alto y excitado delpúblico llegó hasta sus oídos, y una oleada decalor le subió del pecho al rostro. Se echó haciadelante. El público ya no llenaba el aire con sumurmullo, sino que aullaba. Todo el mundo estabaen pie —él lo sabía porque le pareció que todosellos se le acercaban—, y el aullido "¡Hala, hala,hala! ¡Hala, Canales! ¡Hala!" estremecía el aire,y el vibrar del aire le transmitía el grito a lapiel. Su derecha, llevando todo el peso de sucuerpo, pegó contra la sien de Sousa, y viodesorbitarse sus ojos, pero ya la izquierda habíapegado en la sien izquierda. Derecha, izquierda,derecha... Sousa cayó a sus pies, pero como si susmanos hubieran hallado un resorte en la lona, sepuso en pie de un salto y se abrazó a él,sosteniéndose gracias al abrazo. Él le dio uncabezazo en la frente, y Sousa, en un movimientomuy rápido, se separó deshaciendo el abrazo y lecontestó con un golpe a la barbilla. Sus piernascedieron, y para sostenerse se agarró a Sousa. Elárbitro los separó. Y cuando se disponía areanudar la pelea, sonó la campana.Los minutos de descanso son muy breves. Velázquezle recibió en silencio. Él se sentó en eltaburete, estiró las piernas y apoyó la cabeza,por el occipucio, allí donde las cuerdas se unenal palo que marca el ángulo en el cuadrilátero. Lepreguntó a Velázquez.—¿Qué asalto es éste?—El próximo será el séptimo.

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Velázquez le aflojó los pantalones y le dijo:—Respira hondo. Uno... Dos... Uno...Y suavemente pasó varias veces la palma de lamano, en movimientos circulares, sobre suestómago, ayudándole a respirar. Le preguntó:-—¿Cómo te encuentras?Él no contestó. Velázquez dijo:—Bien... Bien... Esto marcha...Él escuchaba al público. Una oleada de voces,yendo y viniendo, como el vaivén del mar, cantabauna y otra vez: "Canales... Canales... Canales..."—Toma el agua, Luisito.Bebió un par de tragos y luego embuchó uno queescupió sobre su pecho y estómago. El agua, sobrela piel ardiente, era confortante.—Cierra los ojos, hijo.Cerró los ojos. Era lo de siempre: curar lasheridas en las cejas y en los pómulos. Siempre lepegaban en el rostro. En las cejas principalmente.Ya en sus primeros combates le partieron las cejasy, desde entonces, al menor golpe se le abrían lasheridas. Sus contrincantes sabían esto y siemprele pegaban allí. Cuando sus cejas comenzaban asangrar, él veía solamente sombras rosáceas, nopodía precisar sus golpes y la figura de suadversario quedaba reducida a una sombra huidiza,inmaterial. Pero era peor aún que le cerrasen unojo; el golpe en el ojo hinchaba la carne de talmodo, que tapaba la pupila, dejándole privado delsentido de la distancia; entonces ignoraba si suoponente estaba cerca o lejos, y sus golpes sequedaban cortos, terminaban en el aire, lejos delcuerpo de su contrincante.Velázquez le limpiaba el rostro con la toallahúmeda. Y luego manejó el pincel. Cuidadosamente,con toques mínimos, dio las pinceladas de líquidodesinfectante sobre la herida en la ceja derecha.Dijo:—¿Pica?Tampoco le contestó. Le parecía que Velázquezhablaba por hablar. Pues ¿qué quería que lecontestase? "Sí. Pica mucho." O quizá que se lasdiese de heroico y dijera: "No. No pica. Sigue,

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sigue haciendo la pascua". Claro que dolía, perono iba a llorar por eso.Con los ojos cerrados, a través de la piel de suspárpados, colaba la luz de los reflectores hacialos que estaba orientado su rostro. Era una luzigual y de color naranja. Se sentía soñoliento, yel público seguía coreando: "Ca-na-les, Ca-na-les..." Todo le parecía lejano como un recuerdo:el rugido del público, la luz naranja, la voz deVelázquez.—Ya está. Por la otra, Luisito. Este desinfectantees formidable.Daba igual. Que fuera formidable o asqueroso.Igual se despegaría. Siempre ocurre. Esosdesinfectantes esterilizan la herida, cortan lahemorragia y forman una película dura que es comoun esparadrapo. Pero al primer puñetazo toda lacosa se va al cuerno, y la sangre, contenida hastaaquel instante, sale a chorros casi. Y es peor.Suspiró y pensó un poco. Su nariz, encompensación, era muy buena, nunca sangraba, y notuvo necesidad de que le extrajeran la ternilla,porque había nacido con una nariz plana yflexible. Sus cejas, pómulos y párpados eran cosamala. Velázquez, el día que le tomó a su cargo, ledijo: "Tú no sabes boxear. Nunca serás unCarpentier, un Tunney, un Schmeling... No, nunca.Pero atizas unas castañas como coces. Tú no tepreocupes de esgrimas ni fintas ni de tácticas ninada. ¡Tú pega, atiza tus coces! Y si te pegan,piensa que cuanto más te peguen, más tienes quepegar tú. ¡Siempre pa-lantel Si te pegan un golpeen la cara, devuelve tres..."Velázquez había terminado con la segunda ceja. Élsuspiró, encogió sus piernas y se movió paraquedar sentado en el taburete, con el cuerpovertical. Miró al rincón de Sousa. Estaba en pie,de espaldas a él, y hablaba con su preparador comosi se confesase. Velázquez insistió:—¿Qué, cómo te sientes?Él, por toda contestación, bajó la vista y sequedó con la cabeza gacha. El juego no consiste ensentirse bien o mal, sino en tumbar alcontrincante. Y si él se encontraba mal, ¿qué

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haría Velázquez? Le diría: "¡Ánimo, Luisito! Tú,tranquilo, frío... Y si te tumban, espera a que tecuenten siete segundos y... ¡arriba! Tápate con laderecha y... ¡cruza la izquierda al hígado!"Velázquez sabía mucho de boxeo. Velázquez repitió:—¿Cómo te encuentras, hijo? ¿Eh, Luisito?Y pasaba la palma de su mano por su estómago,trazando lentas, suaves, amorosas líneascirculares. Él musitó:—Bien.Los segundos de descanso entre los asaltos sexto yséptimo estaban terminando. Esperaba que Velázquezle diera los consabidos consejos de última hora.Pensaba que Velázquez, en sus consejos ypredicciones, siempre tenía razón, no porqueadivinase lo que iba a ocurrir, sino porque élsiempre ganaba sus combates. El día en que dejasede ganarlos, Velázquez erraría. Velázquez dijo:—Mira, Luis...Y él le interrumpió:-—Sí, ya sé.Velázquez, mientras un combate se hallaba encurso, jamás perdía la paciencia. Dijo:—Luisito...Y él:—Sí, le cruzo mi izquierda al hígado y gano lapelea por K.O. Me cubro con la derecha y cruzo laizquierda al hígado. Y si me tumba, espero hastanueve, y luego... ¡zas!, ¡arriba!Velázquez tardó en contestar. Él sabía que habíatardado los segundos necesarios para reprimir loque de buena gana hubiera dicho. Dijo:—Sí, Luis, exactamente eso. No olvides jamás tuizquierda. Y si te sientes tocado alguna vez, note dejes caer, agárrate a él, trábale los brazos yaguántate así, y al salir del clinch, cuando elárbitro os separe...—Sí, cruzo mi izquierda al hígado.—Sí, pero ten cuidado. Ese hombre es peligroso enel momento de salir del clinch. Cúbrete deantemano con la derecha, porque suele lanzar ungancho de izquierda verdaderamente asesino...—Sí.Y sonó el gong anunciando el séptimo asalto.

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Los dos llegaron al centro del cuadrilátero almismo tiempo. Él le tiró un puñetazo a modo desaludo, y Sousa sonrió y se echó para atrás en unmovimiento rápido y cómico, como si tuviera miedo.Le vio quedarse lejos, fuera del alcance de suspuños, y desde aquella distancia fingirmovimientos de ataque, alzar y bajar los puños,balancearse a derecha e izquierda, avanzar un pasoy retroceder uno y medio, cambiando la guardia. Élbajó sus puños a la altura de su cintura e irguióel cuerpo invitándole a pegar. Sousa bufó como uncaballo que se asusta, y esgrimió sus puños, sinintención de golpear. Él sopló fuertemente porboca y nariz, y, agachando la cabeza, se echó paradelante. Sousa retrocedió, y él siguió avanzandohasta llegar a la distancia en que sus puñospodían alcanzar el rostro de Sousa. Lanzó un golpede derecha, Sousa lo esquivó ladeando el cuerpo ala izquierda, y él sintió un golpe en la cejaderecha. Fue un golpe llegado de lejos, hábilmentepropinado y de escasa fuerza; pero le obligó aretroceder dos pasos. E, inexplicablemente,recibió tres golpes más en el rostro.Contestó, a ciegas, con cinco puñetazos que seperdieron en el aire. Sus cejas sangraban denuevo, sentía la sangre resbalar por su rostro, yvolvió a sumergirse en un mundo sanguinolento enel que deambulaban las imágenes imprecisas deSousa, y la blanca, siempre más lejana y almargen, del árbitro. El centro de aquel mundo eraSousa, y fuera de él estaban el ruido del mar ylas cabezas de los espectadores que seguían lalucha.A distancia, movían brazos y piernas sin cambiarni un golpe. En las gradas altas sonaron tressilbidos. El resto del público guardaba silencio.Y él se dio cuenta de que el rumbo de la peleahabía variado. Sousa tenía el combate ganado, yparecía estar dispuesto a pelear sin exponerse arecibir golpes y sin empeñarse en darlos. Y élsabía que los golpes recibidos le habían conducidoa un estado en el que los nuevos golpes quepudiera recibir ya no le causarían mella. Ledañarían el rostro, le producirían dolor, pero no

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le derribarían. A mitad del asalto sonaron vocesde protesta. Los gritos animaron a Sousa. Le viollegar hasta él, esquivar sus golpes y lanzarle undirecto de derecha, y luego una serie, muy rápida,de golpes con las dos manos. No hizo nada paraesquivarlos. Y vio que Sousa le dirigía uno de susgolpes con la derecha, de abajo arriba, al mentón.Bajó la cabeza para recibirlo en la boca —un golpeen la boca causa dolor, parte los labios y rompedientes, pero no derriba— y retrocedió medio paso.Sousa avanzó rápidamente, su antebrazo izquierdosobre el hígado y el puño derecho ante el rostro.Él esperó la acometida. Con su derecha detuvo elgolpe que Sousa le lanzara con la derecha también.Sousa despegó de su hígado el antebrazo izquierdo,para proyectar el puño contra la cabeza deCanales. Él inclinó el cuerpo a la izquierda y,balanceándose hacia la derecha, dirigió su puñoizquierdo al hígado de Sousa. Sousa se dobló haciadelante —-por un instante él sólo vio espalda ycabeza con pelo negro— y en el instante siguienteoyó el ruido del cuerpo de Sousa al chocar contrala lona; luego cayó hacia la derecha y quedó bocaarriba, sus rodillas junto a la barbilla; susmanos, calzadas con los guantes negros, oprimiendosu hígado, la boca abierta buscando aire y sinhallarlo. Lenta, penosamente, Sousa rodó hacia laderecha, y volteó sobre sí mismo,espasmódicamente, una y otra vez, y otra vez yotra. El árbitro le seguía en su rodar y contabasolemne, parsimo- ¡liosamente: "cinco... seis...siete..." Desde el rincón neutral, él miró haciaabajo, al público. Todos estaban en pie y noatendían a la cuenta del árbitro. Aplaudían, y susaplausos eran la ovación final, porque sabían queSousa no se levantaría antes de que el árbitrocontase los diez segundos. El cuidador de Sousaestaba de pie en el borde del ring, una manodescansando sobre la cuerda superior y la otrasosteniendo una toalla, a la espera de queterminase la cuenta del árbitro, para ir a recogera su pupilo. Los aplausos formaban un sonidocontinuo, sin altibajos, y parecía que jamásfuesen a terminar. El árbitro alzó los dos brazos

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al aire, formando una uve, y gritó la palabra:"¡FUERA!" Sousa, fuera de combate. Corrió hastaLuis y, agarrándole el brazo derecho, lo alzó enel aire. Él se desasió y corrió hacia Sousa, queaún se hallaba en el suelo. Entre Velázquez, elcuidador de Sousa y él, lo levantaron y llevaron asu rincón. Y allí estuvieron hasta que Sousairguió el cuerpo y comenzó a suspirar, y conexpresión de incredulidad miró a su preparador,que, sereno y severo, le secaba el rostro y elpecho con la toalla, con delicadeza maternal,ademanes contradictorios con la expresión de surostro. Sousa dijo:—¿Qué ha pasado?Tenía voz aniñada. Su preparador, lenta,gravemente, dijo:-—Anda, felicítale.Y con la mano señaló a Luis. Sousa le miró comosi no supiera quién fuese. Y su preparador leordenó:—¡Felicítale!Sousa se puso en pie y le abrazó.Y él le arrastró hacia el centro delcuadrilátero y le besó las mejillas. Y luego,cogidos de la mano, los dos saludaron al público,una y otra vez. Y él alzó varias veces la manoderecha de Sousa en el aire, como si Sousa fueseel vencedor. Y así estuvieron hasta que Velázquezle llamó:—¡Luis, ven acá ya! ¡Basta! ¡Ven acá!A pasos lentos anduvo hasta Velázquez, quien leechó sobre los hombros la bata de seda azulceleste, y de las manos le arrancó los guantes.Veía rostros desconocidos junto a él, y las manosde aquella gente se tendían hacia él como siquisieran cogerle. Y, al frente, calmosos, los dosguardias apartaban con sus manos, enguantadas encolor castaño, a los que pretendían acercársele,abriéndole así el camino hacia el vestuario.Velázquez andaba tras él y le apremiaba: "¡Anda,Luis! ¡Anda! ¡De prisa!" Porque a Velázquez no legustaba que él saludase al público y diese lasgracias a los que le saludaban y le jaleaban.

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Cuando la puerta de madera pintada de verde secerró a sus espaldas, él echó a correr a lo largodel pasillo, estrecho y mal alumbrado, camino delos vestuarios, en tanto que Velázquez, que nopodía correr a causa de sus almorranas, andabasolemnemente tras él, con los guantes de combateen una mano, y la toalla y la bolsa botiquín en laotra.A la derecha de la gran sala había diez o docecuartos con puertas numeradas, y a la izquierda,las duchas. Allí había unas cincuenta personas.Muchos avanzaron hacia él. Y el que llegó primerole pasó el brazo sobre sus hombros y dijo:—¡Enhorabuena, gallito! ¡Enhorabuena!Y con el otro brazo apartaba a los que tambiénquerían abrazarlo. Así le condujo Paco al cuartonúmero dos, sin dejar de tenerlo ni por uninstante bajo su brazo.Él arrojó la bata al suelo y se tumbó sobre lamesa de masaje. Cerró los ojos. Se sentía mareado.Con los ojos cerrados, la oscuridad daba vueltas,y la dureza de la mesa de masaje le causabasensación de confortable seguridad. Oyó la voz deVelázquez.—¿Qué te ha parecido, Paco?—Bien, bien...Y él se sintió solo. Tenía náuseas. Dijo:—¿Dónde está Barba?Pero Velázquez no le contestó. Sintió la mano deVelázquez sobre su pecho. La voz de Velázquez sonójunto a su oido:—¿No quieres ducharte?Pensó que no. Dudaba de que pudiese llegar, por supie, hasta las duchas. Dijo:—No.—Estás cansado, ¿verdad?—Un poco. ¿Dónde está Barba?Y pasó largo rato sin que él oyese ni un solosonido. Pero no loadvirtió. Y cuando se dio cuenta, tuvo miedoporque pensó que quizá se hubiera desmayado odormido. Y dijo: —¿Velázquez?Y Velázquez, con ironía en su voz, preguntó: —¿Qué? ¿Pica?

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Velázquez le había estado curando las heridas. Élalzó su mano a la cabeza, y tocó la mano deVelázquez que sostenía el pincel. En la piel desus dedos y de la palma de la mano sintió el ardorde su cráneo. Se agarró la cabeza con ambas manos:palpó su volumen, intuyó su peso, sintió su calory su palpitación contra las palmas, pero la cabezano sintió el apretón de las manos. Abrió los ojosy los dirigió hacia Velázquez. Vio un mundo griscon manchas negras, muy hondas, y amarillas,deslumbrantes. Cerró los ojos y contuvo larespiración. Susurró:—¿Dónde está Barba?Segunda parteYoCAPÍTULO PRIMEROFUE BERNARDO BARBA quien me inició en el arte delos puñetazos. Los dos trabajábamos en la mismafábrica, en un pueblo cercano a la ciudad. Barba,todos los sábados, llegaba a la fábrica con elrostro marcado por los golpes recibidos en elcombate del viernes.Un día en el que él tenía que pelear, me llevó alboxeo.Cuando llegué a su casa, Bernardo me esperaba.Estaba sentado a la mesa del comedor, vestido conun traje azul marino, camisa blanca y corbataroja. Sus hermanas y su madre le rodeban, y encimade la mesa tenía el maletín de cuero marrón. Ibapeinado con fijapelo y recién afeitado. Cuando yoentré, Bernardo se puso en pie y me dijo:—Buenas noches, Luis.Charlamos un poco. Las mujeres, las hermanas —lamadre no—, entendían de boxeo, y estuvierondiciendo que el adversario de Bernardo, aquellanoche, era un welter de la mejor clase y queestaba dotado de un punch muy fuerte, pero queesperaban que Bernardo peleara "a la contra" enlos primeros asaltos, para luego aceptar el"cambio de golpes". Bernardo, impaciente, afirmabacon la cabeza. Y tan pronto como ellas terminaron,dijo:—Anda, vamos ya, Luis.

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Me hizo gracia la seriedad de las muchachas alhablar del combate y el gran respeto que mostraronhacia Bernardo.Durante el trayecto, en el tren, Bernardopermaneció silencioso y grave, con la miradaperdida fuera, en la oscuridad, tras el cristal dela ventanilla.Llegamos muy temprano a la sala de boxeo. Barbadio su maletín a un empleado y me condujo, através de la sala vacía, y en penumbra, hasta laprimera fila de butacas. Allí había un grupo dehombres, algunos vestidos con camisa y pantalónblancos. Me presentó diciendo:—Éste es Luis Canales, un aficionado local.Y ellos me miraron.Uno de los hombres dijo:—Bernardo, ¿sabes que hoy vendrá Velázquez paraver a Charly?Y otro, hundido en su butaca, hombre de rostroblanco, facciones inmóviles y cabello rubioencrespado, sin dejar de mirar al frente, a laimagen gris del cuadrilátero aún no iluminado ycon los palos abatidos, dijo-.—También te verá a ti, Bernardo.El que había hablado primero miró a Bernardo ysoltó una carcajada. Barba dijo:—Ahora estoy en forma...El rostro inmóvil dijo:—Eso ya se verá...Estas palabras desencadenaron la protesta devarios de los que allí estaban. Y siguió unaconversación en la que todos tomaron parte.Discutían las posibilidades de éxito de Bernardoante su contendiente. Yo tenía mis ojos fijos enBernardo. Parecía otro. Hablaba despacio y daba laimpresión de que sabía muy bien lo que decía. Losotros a veces le daban la razón y otras no, peroen todo momento le escuchaban atentamente. Algunasluces alrededor de la sala habían sido yaencendidas, y grupos de espectadores se dirigíandespaciosamente hacia sus asientos. A la reuniónjunto al ring llegaron cuatro hombres más ysaludaron a Bernardo estrechándole la mano.Al último que llegó, le preguntó Bernardo:

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—¿Vio usted a Charly?El otro sacudió la cabeza afirmativamente, altiempo que mantenía sus ojos fijos en Bernardo, enexpresión de cómica seriedad, como queriendoindicar que haber visto a Charly era una malanoticia para Bernardo. Barba sonrió y dijo:—¿Y qué?El otro se encogió de hombros. Dijo:—Es un auténtico primera serie. Uno de esos tiposque no abundan aquí. Pega duro con las dos manos,en cualquier posición, tiene buen juego depiernas, se mueve bien en las cuerdas...El de rostro inmóvil preguntó:—¿Le has visto pelear?El recién llegado le miró y dijo:—No, solamente le he visto entrenarse, pero creoque con eso basta...El del rostro inmóvil adujo:—No. Hay que verle frente a alguien que aticecandela.Y miró a Barba indicando que éste era quien"atizaba candela". Barba irguió la cabeza y nodijo palabra. El del rostro inmóvil, sin dejar demirar a Barba, dijo:—Como éste.Bernardo asintió de un cabezazo. Sí, él seríaquien "atizaría candela". El que había visto aCharly dijo:—El mes pasado, Charly Collado dejó K.O. aEspinosa.El del rostro inmóvil decidió moverlo, y susmúsculos compusieron, con acierto y sobriedad, unaexpresión de desprecio. No habló. El que habíavisto a Charly agregó:—Velázquez ha venido desde Madrid para ver estecombate.Y la frase tenía, al parecer, tanta importancia,que quien la dijera la remató con una brevecarcajada. El del rostro inmóvil y todos los demásestaban impresionados por lo que la noticiaimplicaba. Pero el inmóvil reaccionó, y con vozmuy recia, a gritos casi, dijo:—¡Éste tiene más cuento aún! Aquí el único quetiene la palabra es éste.

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Y señaló a Bernardo. Y Bernardo, solemne ygrave, dijo:—Pues le ha salido un hueso al Charly.El del rostro inmóvil aprobó la declaración deBernardo mediante un lento movimiento de párpados.Todos miraban a Bernardo, en silencio, sinexpresión en sus rostros.Barba pasó su brazo sobre mis hombros y dijo:—Anda, vamos.Y los dos cruzamos la sala camino de losvestuarios.Era una cuadra pequeña, de paredes cubiertas porlosetas blancas y azules en su parte baja, ypintadas con cal en la alta; a la izquierda, trasuna valla de madera, estaban los tubos negros delas duchas a presión, y a la derecha y al fondohabía unas puertecillas angostas y despintadas.Allí había unas diez o doce personas; casi todasllevaban el rostro marcado por el boxeo. Bernardofue saludado como se saluda a un viejo amigo. Y unhombre vestido muy elegantemente con un trajenuevo y planchado, se adelantó hacia Bernardo.Éste le saludó:—Buenas noches, don Paco. ¿Llegó ya CharlyCollado?Don Paco dijo:—Todavía no. Creo que llegará con Velázquez.Y miró a Bernardo como si esperase ver en surostro una expresión de sorpresa y desagrado,temida por él. Don Paco era un hombre de rostroredondo y cuerpo pesado, pero causaba la impresiónde que aquella gordura no fuese suya, de que se lahubiesen echado encima, porque su nariz eradelgada y fina, sus ojos tenían la expresiónnerviosa propia de casi todos los hombresdelgados, pero en sus carrillos, mentón y cuellose amontonaba la grasa formando paquetessuperpuestos a la estructura de su rostro dehombre delgado. Sus hombros eran estrechos yechados hacia delante, y parecían indicar unesfuerzo para sostener el peso desproporcionadodel corpachón.Bernardo preguntó:—¿Así ya está de acuerdo este par?

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—Creo que no. Pero ya sabes cómo es Velázquez.Barba dijo:—No.Y don Paco se echó a reír. Barba inquirió:—¿De qué se ríe?—De ti. Velázquez es un zorro.—Ya.Barba me dijo:—Éste es don Paco, el empresario.El empresario me miró y dijo:—Mucho gusto.Y yo sacudí la cabeza. Barba preguntó a donPaco:—¿Es cierto que está usted asociado con Velázquez?—Sí. —Y añadió—: Quiero explicarte eso. Necesitomás gente, más dinero, más boxeadores, intercambiocon peleadores de fuera, francesesprincipalmente... Esto también te conviene a ti,Bernardo... Os conviene a todos. Y Velázquez es elhombre que puede ayudarme en ello...Bernardo bajó la cabeza. El empresario sonrió parasí, y dijo:—¿En qué piensas, Bernardo?Se lo dijo dulcemente, como a un niño. Barba alzóla cabeza, miró a don Paco, y manteniendo sus ojosfijos en los del empresario, preguntó:—¿Cómo sabe que Collado y Velázquez acudiránjuntos?—Porque me lo acaba de decir el propio Velázouez.—Así, Velázquez, Collado y usted van juntos.Don Paco protestó;—¡No, no, no! Velázquez y yo...Barba le interrumpió:—Oiga: yo saldré al ring para tumbar a Charly. Selo juro. Me ha costado mucho llegar adonde hellegado, y no estoy dispuesto a aguantarpasteleos.Don Paco precisó:—Eso es lo que quiero. Adelante, tumba a Charly yyo seré el primero en felicitarte.Acto seguido me miró y dijo:—¿Tu amigo también boxea?Barba, aún torvo, contestó:—No.

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Barba y el empresario siguieron charlando.Bernardo, seria, gravemente, y el empresariosonriente y un poco burlón. Y yo no podía apartarde mí la sensación de que Barba, allí, era unhombre distinto al que yo trataba en la fábrica.Me fijaba en él, le miraba y le escuchaba como sijamás le hubiera visto, y cada uno de sus gestos,palabras y actitudes eran nuevos para mí.Al poco rato, todos cuantos estaban allí dejaronde hablar y miraron hacia la puerta. Yo me volvíhacia ella al tiempo que el empresario, dejando aBernardo, avanzaba al encuentro de los treshombres que acababan de entrar. Uno de ellos, elque iba en medio, era un muchacho de unos veinteaños, de rostro plano y cabello negro y brillante,peinado hacia atrás; en su rostro no había huellasde golpes. A su derecha iba un hombre de cabelloblanco, rostro rojo y bigotillo negro de ataúd,que vestía una chaqueta a cuadros escoceses yllevaba corbatín verde. Y a la izquierda iba untipo muy alto, encorvado, con un traje sucio yarrugado; tenía la mirada triste y parecía ser elde menor importancia de los tres. El empresarioestrechó la mano a Velázquez al tiempo que decía:—Bien venido a casa...Y Velázquez le abrazó y le palmoteo la espalda.Se desasió, y señalando al muchacho de rostroplano, dijo:—Mira, Paco, te presento a Charly Collado.El muchacho tendió su mano a don Paco, y en vozalta, un poco infantil, dijo:—Mucho gusto, don Paco.Y don Paco sacudió varias veces su mano y dijo:—Bien venido, campeón, bien venido...Luego estrechó la mano al hombre alto, diciéndole:—¿Qué tal, Calder?Y el hombre sonrió en una mueca melancólica,como si tuviera dolor de estómago.Barba se había colocado inmediatamente detrás dedon Paco e inmóvil observaba la escena. El hombreencorvado se fue hacia él y dijo:—Mira, Bernardo, voy a presentarte a tu adversariode esta no che...

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El empresario se apartó para que Barba quedase enprimera línea ante Collado. Y el llamado Calder,asiendo del brazo a Barba, agregó:—Éste es el señor Velázquez.Velázquez estrechó la mano a Bernardo y dijo:—Tendré mucho gusto en verle pelear.Calder continuó:—Y éste es Charly Collado, que hoy pelearácontigo...Barba tendió su mano a Collado, pero éste larechazó de un manotazo y abrazó a Bernardo. Leabrazó con fuerza y palmoteándole la espalda.Deshizo el abrazo y dijo:—Tenía muchas ganas de conocerte, palabra.Y dio un par de cachetes amistosos a Bernardo, yun tercer cachete muy fuerte, que sonó como unabofetada. Bernardo se puso colorado, apretó lasmandíbulas y cerró sus puños. Collado alzó lascejas como si estuviera sorprendido por la ferozexpresión de Bernardo, le abrazó de nuevo, riendo,y al salir del abrazo le dio otro cachete recio yredobló sus carcajadas. Bernardo estaba perplejo,irritado, y sin saber qué hacer. Su expresión eratan cómica, que todos cuantos estábamos a sualrededor nos echamos a reír. Collado le dio unapalmada en la espalda y dijo:—No te amosques, hombre...Collado fue presentado por el empresario a todoslos hombres de rostro marcado, impasible, queestaban en el vestuario. Collado, sonriente,estrechaba la mano a cada uno de ellos, y ellossonreían lenta, complacidamente. Bernardo y elhombre encorvado estaban juntos, un poco apartadosdel grupo alrededor de Collado, y mirabangravemente la escena.Con un gran grito, Collado saludó a uno de loshombres:—¡Perán! ¿Qué haces tú acá, viejo?Era un hombre casi calvo, de rostro congestivo,desfigurado por los golpes, sonrisa desdentada ycejas rubias que destacaban por claras sobre lapiel de su rostro. El hombre sonreía y sacudía lacabeza embargado por el placer de ver a su amigoCharly. Collado cogió con sus dos manos la cabeza

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del hombre, tal como algunos cogen a los niños, ydijo:—¡Tú siempre tan majo!Y miraba al desfigurado rostro con atenciónirónica, como si la observación de aquel rostro leprodujese un placer contradictorio, reflexivo... Eiba repitiendo: "¡Tú siempre tan majo!" El hombrereía complacido y en su rostro había la mueca deuna suave sonrisa, pero su pecho y estómago semovían en convulsiones de carcajadas. Y Colladorepitió lo que antes había hecho con Bernardo; alterminar uno de sus "tú siempre tan majo", dio uncachete al hombre y luego una bofetada. El hombredejó de reír y lanzó un puñetazo al rostro deCollado. Éste, sonriente, lo esquivó con un levemovimiento de cintura, y dio tres bofetadas alhombre, quien se abalanzó sobre él con los puñoscerrados. Collado colocó sus manos a la espalda, ycon levísimos movimientos de cuerpo y piernas fueesquivando todos los golpes que el hombre lelanzaba. La escena parecía el baile de una extrañapareja. Uno de los bailarines atacaba a puñetazosal otro, que los esquivaba siguiendo el ritmo deuna música que tan sólo él sabía. Todos reíamos.Cuando Collado se hartó del juego, fue calmando asu amigo con disculpas y palabras dulces, como sifuese un animal, hasta lograr que dejase deatacarle. Y al verle con el rostro sereno y losbrazos caídos a los lados, le ofreció su mano.Velázquez se fue, sonriente, hacia Collado —sumaravilla—, le cogió del brazo y se lo llevó a unode los cuartos con puerta numerada. Barba y elhombre del rostro triste se dirigieron hacia lapuerta número tres. Yo los seguí.Era un cuarto pequeño. En medio había una mesa,larga y estrecha; en un rincón, un silloncito y,junto a la mesa, dos sillas viejas de madera yrafia. De una de las paredes colgaba un espejogrande.Bernardo se desnudó, se puso un taparrabos negro yse tumbó panza arriba sobre la mesa. Calder sequitó la chaqueta y sobre la camisa se puso unjersey blanco de cuello alto. Anduvo hasta unbotiquín clavado en la pared y sacó una botella

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grande que contenía un líquido espeso yamarillento. Con la botella en la mano, se dirigióhacia Bernardo. Sus gestos eran lentos y tristes.Y en su boca se dibujaba una sonrisa dolida. Dabala sensación de no sonreír, pero al hacer sus ojosuna observación, al escuchar una palabra o unsonido, la boca, imperceptiblemente, marcaba lamueca de una sonrisa, y entonces uno se dabacuenta de que la sonrisa había estado siempre enlos labios y de que Calder, al recibir laimpresión, lo único que había hecho eraacentuarla. Dejó la botella sobre la mesa, junto alas piernas de Bernardo, y se acodó en la madera,de modo que su rostro quedó a dos dedos del deBarba. En voz baja, íntima, preguntó a Bernardo:—¿Qué tal? Bernardo suspiró: —Bien.El hombre susurro: —¿La nariz? —Bien.—A ver: respira.Bernardo, con los ojos cerrados, respiróhondamente por la nariz, con la boca cerrada.Estuvo respirando pacífica, dulcemente, h?<-a queCalder le dijo:—¿Qué?—Ya te lo dije: bien.Con gesto cansado, Calder cogió la botella, ladestapó y escanció un poco de líquido en la palmade su mano derecha, vertió el líquido en el pechode Barba y comenzó a friccionárselo en lentosmovimientos. Los dos permanecieron en silenciodurante largo rato, hasta que Barba musitó:—¿Le has visto pelear?Calder reveló su sonrisa de dolor de estómago.—Solamente entrenarse. Ayer.Hubo un silencio. Barba preguntó:—¿Qué lío hay entre esos tres?Calder, antes de contestar, concentró su atenciónen el movimiento de su mano sobre el pecho deBarba. Al fin dijo:—No sé...—Van juntos los tres, ¿verdad? Don Paco, Velázquezy Charly.Calder suspiró:—No sé...

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—Yo creo que Velázquez le observaba solamente.Para ver si es bueno.—Quizá.—¿Te ha dicho algo don Paco?—¿Algo de qué?—Sobre el combate.—No, nada. Tú sal a tumbarle, si puedes...Los músculos del rostro de Barba se tensaron porunos instantes, y dijo:—Bien.Y siguieron tensos los músculos. Se distendieronen una sonrisa. Dijo:—Es un poco chuleta el Charly, ¿verdad?—Sí lo es.Bernardo abrió los ojos, y con expresión deinocencia en ellos, para que Calder le creyese, ypara ver si Calder le creía, aseguró: —Yo no me heenfadado por lo del cachete... Calder no sonrió yse mostró de acuerdo: —No, no te has enfadado. Yame he dado cuenta. Barba cerró los ojossatisfecho, y, esbozando una sonrisa irónica,dijo:—El pobre Perán sí que se ha enfadado... —Ése estámás "sonado" que una campana... Barba soltó unacarcajada. Y afirmó: —¡Está "sonado"!Y volvió a reír. Calder suspiró resignado. Barbapreguntó: —¿Qué historial tiene el Collado?—Ha ganado todos sus combates y es aspiranteoficial al título nacional.En el rostro de Barba, cerrados sus ojos, seadivinaba el esfuerzo mental que estaba haciendo.Bernardo pensaba arduamente. Dijo:—Si yo le ganase esta noche, ¿me nombraríanaspirante a mí en si1 lugar?Calder musitó: —Seguro.Barba siguió pensando. Preguntó: —¿Qué tal estáahora Villavicencio?—Maduro para que cualquiera le quite su títulonacional. Ya sabes que fue a Alemania, y allí le"cascaron" para siempre. Cualquiera puede quitarleel título.—Así, si gano a Charly, ¿seré campeón nacional? —Seguro.

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El rostro de bernardo tomó serenidad de piedra.Calder le echó una ojeada y esbozó su sonrisaamarga. Los círculos de la palma de su mano sobreel pecho de Bernardo borraron su sonrisa.Bernardo, inesperadamente, dijo:—Collado es un don nadie. Collado todavía no se hatopado con un hombre de verdad.Calder calló. Barba dijo: —¿Hilario?Calder dijo: —¿Qué?—¿A ti qué te parece?Calder no contestó. Barba se incorporó, quedandosentado sobre la mesa. Calder se irguió y le miróa los ojos. Dijo: —Anda, túmbate.Y poniéndole la palma de la mano en la frente, leempujó hacia atrás. Bernardo volvió a quedartumbado. Calder dijo:—Puedes ganarle. Mira: ese muchacho es un"superclase", pega, esquiva, hace daño, encaja...Tiene buen estilo y no le importa fajarse. Pero túpuedes ganarle porque estás en un buen momento. Notiene ningún golpe especial del que tengas queprevenirte, porque los pega todos, desde cualquierángulo, con las dos manos... Velázquez me hapasado una película del combate que ese muchachohizo en Orán. Si no tiene el campeonato nacionales porque no le han dado ocasión para disputarlo.Pero tú puedes ganarle. Bernardo dijo:—No me aguantará ni cinco asaltos.Calder no sonrió. Meneó la cabeza en un gesto deimpotencia ante la general estupidez del génerohumano. Dijo:—No. No pasará del quinto asalto, pero aun cuandollegue el quinto asalto y Collado todavía esté enpie, tú tienes que seguir peleando... Peleadurante todo el combate, de punta a punta. Nointentes romper tu estilo, porque entonces él teimpondrá el suyo. Tú échate para delante y pega.No te andes con tácticas.En el cuarto hubo silencio hasta que llamaron a lapuerta. Yo abrí. Un hombre en camiseta asomó 'acabeza y le gritó a Calder: —Tenle preparado ya.Barba se incorporó, se pasó la mano por la frentey bostezó. Sus ojos se fijaron en mí y pareciósorprenderse por mi presencia. Dijo: —Vete a la

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sala ya, Luisito. Vamos a empezar. Calder me diouna cartulina, diciéndome: —Vete a las sillas delos federativos.La sala estaba atestada y en penumbra. Sobre elring caía la luz blanca de los focos que colgabanencima. Y el aire estaba denso de humo de tabaco.Un murmullo constante, sin alma, hecho de muchossonidos sin sentido, llenaba el ámbito. Sobre elring, un hombre de smoking hablaba por elmicrófono. Su voz sonaba tan fuertemente, queresultaba imposible comprender sus palabras. Alterminar su corto parlamento, señaló con ladiestra a un boxeador que estaba en una de lascuatro esquinas del cuadrilátero. El boxeadorseñalado echó a correr hacia la esquina opuesta yabrazó a otro boxeador que estaba allí. Y los dosfueron al centro del ring y saludaron al público,que aplaudía tibiamente. Uno de los púgiles secubría la cabeza con una toalla ensangrentada,puesta a modo de toca. Y los dos tenían losrostros rojos e hinchados.El ring quedó desierto.Yo me senté en una de las sillas de primera fila,entre los hombres vestidos con camisa y pantalónblancos, y entre aquellos de rostro machacado ymirada impasible. La gente, atrás, charlaba, leíael periódico y observaba a los demás.A poco, un hombre vestido con mono azul subió alring, y de sus cuerdas colgó dos pares de guantesde boxeo.Pasó más tiempo sin que nada ocurriera. Comenzarona sonar en las localidades altas voces deimpaciencia y palmas de "otro toro". Algunos, enlas localidades bajas, silbaron. Y entonces nacióun murmullo. Yo miré a todos lados y no vi nada.Pero a los pocos segundos vi a Bernardo, queestaba entrando en el ring. Se coló dentro porentre las cuerdas segunda y tercera, y en dossaltos se fue al centro del cuadrilátero. Puso susbrazos en cruz, y, manteniéndolos así, dio cuatroo cinco vueltas sobre sí mismo, al tiempo que dabacabezadas. Iba vestido con una bata de seda rojaen cuya espalda, escrito en letras verdes, seleía: Bernardo Barba. Y llevaba las manos liadas

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con vendas blancas. Los faldones de la bata deseda roja revoloteaban alrededor de las velludaspiernas de Bernardo a cada vuelta que él daba.Cuando terminó de saludar de esta manera, se quedófirme en medio del ring y lanzó besos, con las dosmanos, a derecha e izquierda. El público tableteóunos aplausos, y procedentes de arriba, se oyerongritos: "¡Barba, peludo!" "¡Barba, que hoy teafeitan!" "¡Hala, Bernardo, macho!" Calder, alborde del ring, fuera del recinto marcado por lascuerdas, miraba impasible a Bernardo en tanto quesus manos se ocupaban, a ciegas, en deshacer losnudos de los cordones blancos del par de guantesde boxeo que hasta aquel instante habían estadosolos, colgados de las cuerdas. Bernardo acudiójunto a Calder, se quitó la bata roja y se la echósobre ios hombros, a guisa de capa. Calderprocedió a calzarle los guantes.Por el pasillo, a mi derecha, vi avanzar a CharlyCollado. Corría a marcha atlética y sonreía. Leseguían tres hombres vestidos con pantalones yjerseys blancos, que también corrían. Colladoentró en el ring mediante un salto con los piesjuntos, sin que sus manos tocasen las cuerdas.Saludó un par de veces, secamente, a derecha eizquierda, y luego, dirigiéndose hacia Bernardo,le estrechó las dos manos. Tras esto se dirigiódespaciosamente al rincón opuesto al de Bernardo,y allí se enfrascó en colocarse los guantes,auxiliado por los tres hombres. Collado vestía unabata de seda negra, con la marca "Collado III" ala espalda. Velázquez pasó frente a mí, y todoslos que se sentaban en aquella fila, aquella gentevestida de blanco, y la otra, la del rostromarcado, al ver a Velázquez se saludaron conpalabras, sonrisas y gestos. Y un hombre que noera boxeador, se alzó de su silla para ir asaludar a Velázquez, cruzó frente a mí y llegóhasta él, sentado dos sillas a mi derecha. Y le oídecir:—Me han dicho que usted cuida a este chico.Y señaló a Collado. Velázquez rió y dijo:—Ya ve usted que no.—Pero ha venido con él.

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—Sí, sí... Le estoy observando. Es un boxeador muyinteresante. ¿Qué tal es este muchacho? El que vaa pegarse con Charly...—Bueno. Ahora está en un buen momento. Es unpegador. Hace un par de semanas dejó fuera decombate a González en el segundo asalto...Pero Velázquez no le escuchaba. Sonreía y agitabala mano. Y Collado, arriba, agitó su mano, yaenguantada.El árbitro saltó al ring, y desde su centro dio unpar de palmadas. Collado dio media vuelta y seacercó al árbitro, y Bernardo también. El árbitroles examinó los guantes, pasó sus brazos sobre loshombros de los dos púgiles, y les hablópaternalmente, sacudiendo la cabeza a cada frase.Collado miraba al suelo y chocaba sus guantes eluno con- ira el otro. Bernardo miraba severamenteal árbitro y asentía a cabezazos. El árbitroterminó su discurso, dio una palmada a cada uno delos boxeadores y los mandó a sus rincones. Calderquitó la bata roja de sobre los hombros deBernardo. Los dos preparadores de Collado lesecaban la frente con una toalla. El árbitro hizouna señal con la mano, y abajo sonó la campana quedaba inicio al combate. Calder puso en boca deBernardo un pequeño objeto rojo, y lospreparadores de Collado quitaron la bata a supupilo. Mientras los dos púgiles se dirigían alcentro del ring, sus cuidadores, fijos sus ojos enellos, bajaron, de espaldas, los tres escalones demadera que conducían de la platea al ring.Collado sonreía. Barba estaba ceñudo.A modo de saludo chocaron sus guantes derechos, yBernardo, a continuación de este gesto, lanzó ungañafón con la izquierda al rostro de Collado,quien sin perder su sonrisa, se echó hacia atrásesquivándolo; pero Bernardo avanzó muyrápidamente, sorprendentemente veloz, y alcanzó aCollado con un golpe de derecha que le dio enpleno rostro. Como si el golpe recibido hubieseliberado un resorte en su cuerpo, Charly Colladolanzó cinco puñetazos, de fuerza tremenda, alrostro de Bernardo. Los cinco puñetazos resonaronen la sala como cinco trallazos, levantando el

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clamor del público. Bernardo los recibió sinintentar siquiera esquivarlos, y su rostro quedóde color de rosa en su parte alta, y tinto ensangre en nariz y boca, y sin dejar de plantarcara a su adversario, contestó puñetazo porpuñetazo. Los dos boxeadores, por una décima desegundo, quedaron inmóviles, y a la décima desegundo siguiente, clavados sus pies en la lona,se fajaron en un cambio de golpes interminable. Elpúblico se había puesto en pie. Ninguno de los dospúgiles intentaba esquivar, eludir los golpes,sino que cada uno de ellos ofrecía el rostro ypegaba tantos golpes como recibía.La campana dando fin al asalto no fue oída por losboxeadores, y el árbitro tuvo que separarlos ymandarlos a sus rincones. El rojo rostro de Barbaestaba hinchado como el de un recién nacido. Lasangre le manchaba el pecho y parte de lospantalones amarillos con la raya verde al costado.Collado iba despeinado, su cabello, largo, negro yondulado, le caía sobre la frente y los ojos engreñas húmedas, sucias de sangre, sudor ybrillantina; su ojo izquierdo estaba cerrado en unguiño inmóvil, y tenía el pómulo derecho abiertoen una brecha sanguinolenta; el resto de su rostroestaba pálido, exangüe. Mientras caminaba hacia surincón, sonreía con su sonrisa de triunfador.El rugido del público, los interminables "¡Hala,hala, hala...!" con que habían acompañado elcambio de golpes, había cesado dando paso a unmurmullo excitado producido por mil conversacionesrápidas y apasionadas.Por el altavoz sonó la orden: "¡Segundos fuera!" Ylos preparadores descendieron del ring, al tiempoque los dos púgiles avanzaban hacia el centro delcuadrilátero. Barba anduvo con la cabeza gacha ylos ojos fijos en el rostro de Collado, quien ibaerguido y sonriente. Al llegar a la distanciaadecuada para el cambio de golpes, Bernardo tuvoun gesto de retroceso y espera, como si sedispusiera a boxear sabiamente. El públicomurmuró, creyendo que había llegado lo que yaesperaba. Collado siguió caminando hacia Barba, yal llegar a la distancia en que sus puños podían

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llegar al cuerpo de Bernardo, le lanzó dospuñetazos, como si diese un par de bofetadas a uninsolente, que se estrellaron en los guantes deBarba, quien contestó con tres golpes directos alrostro de Collado, que los recibió impasible, altiempo que replicaba con tres golpes a loscostados de Bernardo, y un cuarto al mentón.Bernardo se irguió. Ya estaba la pelea entablada,otra vez, en los mismos términos que en el asaltoanterior; se cambiaban los golpes a toma y daca, yotra vez el público en pie rugía su "¡Hala, hala,hala...!", y la masa de cabezas se balanceaba alcompás del balanceo de las cabezas de los dospeleadores. Parecía imposible que aquel par dehombres pudiera seguir pegándose, sin un momentode descanso, segundo tras segundo. Al sonar lacampana, cuando cada uno se dirigió a su rincón,una ovación sustituyó el clamor de "¡hala,hala...!", y la ovación se engrandeció,estremeciendo el aire, y se prolongó durante largorato, dando la sensación de que nunca pudieraterminar. Los rostros de Collado y Bernardo erandos masas sin forma, de carne roja, coronadas porcabelleras húmedas. Nadie, entre el público, sesentó durante el descanso. En este asalto, losboxeadores pelearon en forma distinta a como lohabían hecho durante el primero. Varias veces seabrazaron para sostenerse en pie; sus golpesfueron más lentos, como si los brazos les pesasen,y sus cuerpos permanecieron agachados, agazapadoscasi. Durante el descanso estuvieron en silencio,con la vista perdida en al aire, al frente, entanto que sus cuidadores les limpiaban el rostro,les daban a beber agua, les humedecían el cogote,les aflojaban los cinturones de sus calzones paraque pudieran respirar más libremente... Elmurmullo de los comentarios entre el público era,de vez en cuando, cortado por ovaciones cortas yrecias que nacían sin motivo inmediato. Parecíaque, en un momento dado, el público recordase unlance de la pelea y el recuerdo despertase laovación unánime.En el tercer asalto, los dos hombres estaban yaagotados. Se agarraban con frecuencia, y sus

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golpes eran angustiosamente lentos. Peleabanencorvados, la cabeza caída —el mentón tocando elpecho—, los ojos velados y la boca abierta. Setambaleaban como si estuvieran borrachos, y suscabezas, a cada golpe que recibían, se bamboleabaninertes. Yo tenía la impresión de que cualquierade los espectadores, el más débil de cuantosestábamos en la sala, hubiera sido capaz dederribar a Barba o a Collado de un solo puñetazo.Pero la excitación del público, en lugar demenguar, había crecido, porque era patente que deun instante a otro, cualquiera de los doscontendientes sería derribado. Cualquier golpepodía quebrar definitivamente la resistencia deCollado o de Barba.Poco antes de terminar este asalto, fue cuando seprodujo la caída. Vi a Bernardo derrumbarse sobrela lona, sonó un golpe sordo, y su cuerpo rodó porel piso del ring. Dejó de rodar y quedó bocaarriba, las piernas abiertas, las puntas de lospies apuntando al techo, los brazos en cruz y laboca abierta. Los que estaban a mi lado sesubieron a las sillas para ver mejor a Bernardo, yyo también lo hice. El árbitro alzaba y bajaba elbrazo en una cuenta lenta y solemne, y gritabacada número como si pronunciase una sentencia.Collado, junto a uno de los palos, tenía la bocaabierta, y la vista fija en el suelo o en lospies. Bamboleaba la cabeza como si aún estuvieraboxeando, y no parecía comprender lo que ocurría asu alrededor. Barba dio una vuelta sobre sí mismoy quedó boca abajo. El árbitro gritó el quintosegundo. Y en el momento en que gritaba elséptimo. Barba se puso en pie. Se tambaleaba,tenía sus manos extendidas hacia delante, como sitemiera caer al suelo, y miraba desconcertadoalrededor. Collado avanzó lentamente hacia él,dispuesto a rematar su trabajo, y le propinó unpuñetazo al rostro, no como hacen los boxeadores,sino de la misma manera en que alguna gentí pegapuñetazos en mesas o puertas para desfogar susnervios. Bernardo se tambaleó y, echándose haciadelante, se abrazó a Collado. El árbitro seinterpuso y de un empujón los separó. Barba

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avanzó, esquivó el gañafón que le tirara Collado,y volvió a abrazarse a él. El árbitro los separó.Bernardo, los puños ante el rostro, el cuerpoinclinado hacia delante, esperó la llegada deCollado, y cuando recibió el primer golpe, en vezde intentar esquivarlo, puso rodilla en tierra, yen el momento en que el árbitro, tras alejar aCollado a un rincón neutral, comenzaba a contar,Bernardo se puso en pie. Collado avanzó, Bernardole vio llegar y puso sus enguantadas manos sobresu cabeza de la manera que se cubre la cabeza elhombre apedreado; sus antebrazos le protegían elrostro y, teniendo el cuerpo encorvado, sus codosse clavaban en su estómago. En esta posiciónaguantó la lluvia de golpes que Colladodesencadenó sobre él, hasta que volvió a poner larodilla en tierra. Agarrándose a Collado, hincandola rodilla y aguantando los golpes en la posturade un animal apaleado, Bernardo aguardó el golpede gong que dio fin al asalto.Durante el intermedio, los comentarios fueronunánimes: Collado había quebrantadodefinitivamente a Barba, quien se sostenía pormilagro, pero durante el asalto siguiente seríapuesto fuera de combate.Al iniciarse el asalto, vimos que Barba se habíarecobrado un tanto, y durante los primerossegundos, Collado y Barba pelearon en igualdad defuerzas. Luego Collado logró pegar dos buenosgolpes a Bernardo y hacerle retroceder, peroBernardo contestó golpe por golpe. A mitad delasalto se produjo el final del combate. Colladocayó. Yo no pude ver cómo recibía el golpe que lederribara, pero le vi doblar las rodillas, echarlas manos para delante y quedar a gatas en elsuelo. A gatas estuvo, meneando la cabeza, como siquisiera quitarse de ella un peso o una atadura.Cuando el árbitro llegó al noveno segundo de sucuenta Collado se levantó, y Barba, al verle enpie, recobró toda aquella agresividad que tuvieraal principio de la pelea y, como empujado por untorrente de energía nueva, se abalanzó sobreCollado. Un raudal de puñetazos de derecha eizquierda cayó sobre el rostro de Collado. A

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puñetazos, Barba hacía retroceder a Collado, cuyacabeza era sacudida como una pelota de goma atadaa un palo, sacudida hacia atrás para rebotar haciadelante, hacia la izquierda para rebotar hacia laderecha. Collado retrocedía, su cabeza sebamboleaba, y sus brazos, descoyuntados y sinvida, se movían en el aire en sacudidassincrónicas con el bamboleo de su cabeza. Elpúblico, en un clamor ronco, coreaba una y otravez su "¡Hala, hala, hala...!", pero en estaocasión el grito no era de ánimo al que estabavenciendo, sino la expresión del ansia de ver aCollado rematado, del ansia de ver una laborterminada rotundamente, Je ver a Collado exánimepara siempre. En el momento en que Collado dio uncuarto de vuelta sobre sí mismo, todos nos dimoscuenta de que, pese a permanecer en pie, estabasin sentido. El árbitro gritó: "¡Alto!" Y corrióhacia los contendientes para detener la pelea,pero antes de que llegase a ellos. Barba dio suúltimo golpe. Fue un puñetazo preparado, lento,propinado a placer. Todo el peso del cuerpo deBernardo acompañó a su puño en el trayecto haciael rostro de Collado. El guante dio en plenabarbilla de Collado, el cuello de éste se doblóhacia atrás, y su occipucio rozó su columnavertebral. Collado, semicerrados los ojos, quedóen pie e inmóvil, y tras tambalearse cayó debruces.Calder y los tres elegantes preparadores deCollado saltaron al ring al mismo tiempo, ycorrieron hacia Collado, al que alzaron y llevaronen volandas a su rincón. Barba, alelado, losseguía a distancia, sin intentar ayudarlos. Elpúblico no aplaudía, sino que, fija su atención enCollado, comentaba excitado. El árbitro se dirigióhacia Bernardo, alzó su brazo en el aire,declarándole vencedor, y, con mucha prisa, bajódel ring. Calder se fue hacia Bernardo y,cogiéndole por la cintura, le acompañó, como unlazarillo a un ciego, al rincón. Ya en el rincón,Calder quitó los guantes a Barba, le limpió elrostro, le acarició las mejillas y le diocariñosas palmaditas en el cogote. Barba parecía

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no darse cuenta de nada. Y Calder lanzaba ojeadasal rincón en que estaba Collado. Collado seguíainconsciente. Uno de sus cuidadores descendió delring y echó a correr camina de los vestuarios. Doshombres con chaqueta y corbata —uno de ellos consombrero— estaban junto a Collado, y el que nollevaba sombrero le tomaba el pulso. Varias vocespidieron una camilla para Collado. Pero todosvimos que movía la cabeza y murmuraba algo.Cuantos le rodeaban se acercaron más a él, y todoshicieron algo. Unos le daban masaje en laspiernas, otro en el cogote, otros le ofrecíanagua... El público soltó un largo grito de alivio,y, fascinado, siguió contemplando la recuperaciónde Collado. Cuando se puso en pie, estalló unalarga ovación. Barba, con la bata puesta, singuantes, y con la toalla sobre la cabezaocultándole el rostro, se dirigió hacia Collado.Los dos hombres se abrazaron, y Barba besó aCollado, y los dos, enlazados por el medio abrazode sus brazos sobre sus espaldas, avanzaron haciael centro del ring para saludar al público.Cuando los dos boxeadores salieron delcuadrilátero, los focos se apagaron. Un obrero conmono y boina subió al ring y, hábilmente, abatiólos cuatro palos y desanudó las cuerdas. Elpúblico desfilaba lentamente hacia la salida,comentando y discutiendo.Fui a los vestuarios y, tras colarme por entre lamultitud, me encontré ante dos guardias que meprohibieron la entrada. Les mostré la cartulinaque me diera Calder, y me dejaron pasar. En losvestuarios había muy poca gente, y los que allíestaban hablaban en voz baja. Ante las puertassiete y tres, había guardias. Los que estaban anteel cuarto de Bernardo no me dejaron pasar; yo lesmostré mi cartulina, pero ellos, sin mirarla,dijeron que no. Les dije que avisasen a Calder, yuno de ellos lo hizo. Calder asomó la cabeza, y alverme tuvo un gesto de contrariedad. Dijo:—No puedes pasar, hijo. Mañana, mañana le verás.Y desapareció.Salí a la calle. La noche era fresca y la calleestaba desierta. Solamente pequeños grupos de

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aficionados parados ante las puertas de lucesapagadas del local, comentaban aún los lances dela pelea. Los faroles alumbraban débilmente, laspuertas de las casas estaban cerradas, y un vientodemasiado frío corría a lo largo de la calle. Yome sentía desconcertado y nervioso. Las imágenesde la pelea estaban en mi mente y me producíaninquietud, sensación de tener que hacer algo, detener que gastar energías de una manera u otra.Estuve paseando por las desiertas calles de laciudad hasta que amaneció. Entonces fui a laestación y cogí el primer tren para la pequeñaciudad en que Barba y yo vivíamos.Al día siguiente, al atardecer, me enteré de queCharly Collado había muerto. Lo leí en elperiódico. Decían que, tras recobrarse del knock-out, se trasladó al hotel, y que allí sintióvahídos y sufrió un desvanecimiento del que no serepuso, muriendo a las cinco de la madrugada.También decían que la causa de su muerte habíasido la fractura de una vértebra cervical. Loscompañeros de la fábrica me dijeron que Barbaestaba muy mal. Fui a su casa, y allí las hermanasy la madre me dijeron que Bernardo dormía, quehabía recibido un castigo muy duro, pero que seencontraba bien.A los tres días, ya estaba Bernardo de vuelta enla fábrica. Su rostro lucía las huellas delcombate, pero él ya estaba pensando en suspróximas peleas, entre las que figuraba la que ledaría el título nacional.El mismo día en que Barba regresó a la fábrica, yole esperé a la salida y anduve con el grupo dechavales que le rodeaban y le miraban como a undios. En cuanto quedamos solos, le dije: —Bernardo, quiero boxear. Me miró, sonrió y repuso:—Tú no sirves para eso. Yo pregunté: —¿Por qué nosirvo? Barba sonrió otra vez. Dijo: —Hay quetenerlos bien puestos.Yo siempre he creído que, en este mundo, todos lostenemos bien puestos cuando nos interesa. Yrepetí: —¿Por qué no sirvo? Él tardó en contestar.Y transigió:

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—Como quieras, pequeño. Cuando te parezca, tellevaré al gimnasio.CAPÍTULO IIEL GIMNASIO estaba fuera de la ciudad, allí dondela calle era ya camino de tierra a cuyos lados seextendían los verdes campos, los huertos de coles,acelgas, escarolas, de plantas de patata y alegresplantas de tomate. En aquel paraje se alzabaalguna que otra edificación fabril, destartalada ygrande, trazando el humo gris de las chimeneaslargos garabatos en el cielo, azul y blanco. Elbarracón estaba a la derecha del camino.Faltaba poco para la caída de la tarde. El aireera limpio y el sol aún iluminaba los camposverdes y la cadena de pequeñas montañasamoratadas, tan cercana. Había silencio en latarde, y Bernardo y yo caminábamos sin hablarnos.Yo estaba inquieto ante mi próxima presentación —como aspirante a boxeador— a Hilario Calder.Pensaba que de aquello no le diría ni una palabraa mi mujer, y a los compañeros de la fábricatampoco.El barracón, a la derecha del camino, era unaestación de gasolina. Adentro había penumbra, y unempleado vestido con mono blanco leía el periódicojunto a la bomba, roja y azul. Alzó la vista ysaludó a Bernardo: "Hele, campeón..." Al fondoestaba el taller mecánico. Su oscuridad era rotapor las zonas redondas de luz blanca de lasbombillas en el trípode de hierro negro. Olía ahierro, a hierro caliente, a sebo, a goma quemaday a polvo de carretera. El suelo estaba húmedo deagua, aceite y petróleo mezclados, y en el airesonaban los martillazos sobre el hierro. Junto alos camiones, los automóviles y alrededor depiezas de motor y motores trabajaban los obreros.Por la puerta del fondo entramos en otra cuadra.Era grande y estaba desierta. Por los ventanalesen la pared del fondo y en las de la derecha eizquierda, entraba la luz del atardecer. En mediohabía un cuadrilátero alzado cosa de medio metrosobre el suelo, y al lado una tarima, también decuatro lados. A lo largo de las paredes estabanlas espalderas, las escaleras horizontales y las

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inclinadas, los sacos de arena colgando del techo,y los palos con tablero horizontal al suelo y laamelonada pelota del punching pendiente deltablero. En su soledad y silencio, la sala degimnasia tenía cierta grandeza parecida a la deuna iglesia vacía. La luz del atardecer era doraday no llegaba al suelo, sino que, penetrandohorizontalmente por los ventanales, los rayos delsol que se iba se cruzaban en el aire sobre losdos rings. Hasta allí llegaban, amortiguados, losgolpes de martillo sobre hierro. Dije:—¿Aquí te entrenas?Bernardo me miró y preguntó:—¿Qué?Yo insistí:—¿Te entrenas aquí?Y él contestó:—Sí.Bernardo abrió la puerta del fondo.Estábamos en un patio vallado. En medio se alzabaotro cuadrilátero, y a lo largo de una de lasvallas había un par de espalderas. Al fondo sealzaba una caseta parecida a las que hay en losestablecimientos de baños de mar, pero un poco másgrande. Dentro del cuadrilátero, sentado en unasilla, con un cigarrillo entre los dedos y lamirada perdida más allá del patio, en el aire,estaba Hilario Calder. Sin necesidad de mirarnosse dio cuenta de nuestra llegada, y en sus labiosse dibujó la sonrisa de dolor de estómago. Miró ysaludó:—¡Hola, Bernardo!Vestía jersey azul, de cuello alto, pantalones depana de color tostado y calzaba alpargatasblancas.Bernardo saltó dentro del ring y allí hizo un parde movimientos de pelea, se dejó caer de espaldascontra las cuerdas y dejó que éstas le lanzasen —por la fuerza de muelle que tienen las cuerdasatadas a palos— hacia delante, y entonces se dejócaer sobre las cuerdas del otro lado y saltó haciadelante con los puños en guardia listos paraarremeter.

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Calder le había contemplado sonriente. Preguntó: —¿Cómo te encuentras hoy? Barba dijo: —Bien.Dio un par de puñetazos al aire y añadió:—Mira, te traigo a un amigo que quiere boxear.Calder me miró. Yo estaba abajo. Saludé:—Buenas tardes.Calder le preguntó a Bernardo:—Éste es el que vio tu combate con Collado... ¿no?Barba asintió de un cabezazo. Y repitió:—Quiere boxear.Yo asentí.—Sí, señor.Calder preguntó a Bernardo: —¿Sientes mareo osueño?Bernardo, sin dejar de moverse en el ring, como sipelease, contestó:—Un poco de sueño... Calder dijo:—Haz piernas y respiratoria. Y nada más. Barbasaltó fuera del ring y entró en la caseta, alfondo. Calder me preguntó:—¿Cuánto pesas? Yo no sabía eso. —No sé.Pero Hilario Calder no había prestado atención ami respuesta. Su vista estaba fija en el aire. Elsol, sobre la cadena de montañas, era redondo yflameante, de color de llama de leño. Yo me sentíaincómodo. De buena gana me hubiera ido de allípara jugar la diaria partida de dominó con loscompañeros. Me estuve inmóvil contemplando lapuesta de sol. Me parecía triste. Los golpes demartillo sobre hierro se oían como un rumorlejano. Un vientecillo fresco llegaba de la parteopuesta a las montañas, seguramente del mar, yestremecía la delicada armazón de cañas y tallosde las tomateras plantadas fuera de la valla. Enel aire libre, puro, se veían las volutas de humoazul del cigarrillo de Calder, destrenzándose ydesapareciendo al empuje del vientecillo.Bernardo salió de la caseta. Vestía un mono dedeporte, azul desteñido, con las palabras"Bernardo Barba" escritas sobre el pecho, enletras rojas. Saltó la valla y echó a correr porel sendero que dividía los dos sembrados alfrente, camino de la cadena montañosa. Corríadespacio, rítmicamente, y al compás de sus

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zancadas alzaba sus brazos al cielo para luegobajarlos, en una sacudida enérgica, a lo largo delcuerpo.Me aparté del ring para apoyarme en el vallado.Al poco rato comenzaron a llegar grupos demuchachos. Todos ellos eran obreros. Gente tres ocuatro años más joven que yo, chavales enrealidad. Entraban en la caseta, sin saludar aCalder, y salían de ella en calzones de gimnasia ycamiseta. Pronto dejaron de llegar. Y era casi denoche. La caseta tenía el color gris ceniza, elaire no recibía la luz del sol, y las tomateras,más allá de la valla, eran amoratadas, destacandoen el aire gris, por oscuras, más grises aún. Enla escasa luz, la figura de Calder, sentado dentrodel ring, parecía jorobada.Hilario Calder saltó fuera del ring y, al pasarjunto a mí, puso la mano sobre mi hombro derecho yme guió hacia la cuadra.Bajo la luz amarilla de un solo foco pendiente deltecho, todos los que yo había visto entrar en lacaseta estaban entrenándose. Sus figuras de niñoscon pantalones cortos pendían y avanzaban —pendiendo— a lo largo de las escalerashorizontales; y pendiendo, subían y bajaban lasescaleras inclinadas; firmes ante las poleasmovían los brazos en un ritmo monótono de uno-dos-, encima del cuadrilátero, un par de muchachos,protegidas sus cabezas por cascos de cuero negro,boxeaban lenta, concienzudamente. Y en un extremo,un grupo ordenado en hileras hacía gimnasia.La mano de Calder sobre mi hombro me condujo haciael grupo de los que hacían gimnasia. Frente algrupo había un hombre en camiseta roja ypantalones blancos. Era delgado, sus piernasparecían cañas y su rostro, largo y pálido, estabadesfigurado por los puñetazos, pero en contra delo que yo había observado en todos los boxeadores,su nariz, aunque torcida hacia la mejillaizquierda, era aguileña. Su cabello era negro y lollevaba largo, peinado hacia atrás y untado conbrillantina. Sus cejas estaban rotas, y, en elrostro, estrecho, austero, destacabacontradictoriamente una boca de labios gruesos,

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hinchados. Sus ojos, negros, pequeños y juntos,separados solamente por el estrecho puente de lanariz, se movían inquietos. Hilario Calder ledijo: —Mira, Lázaro, éste es un amigo de Barba yquiere boxear. Procura que haga gimnasia.Todos los muchachitos que hacían gimnasia, memiraron. Sentí un puñetazo en la espalda y oí lavoz de Bernardo: —Oye, Lázaro, éste es amigo mío.Lázaro se vino hacia mí y me dijo:—Si quieres empezar, ponte en el grupo. Mañanatráete unos calzones cortos y alpargatas.Me uní al grupo de muchachos que se ejercitaban alas órdenes de Lázaro.Estuve largo tiempo, quizá dos meses, yendo cadadía a la cuadra de Calder, sin que allí hicieraotra cosa que gimnasia. Llegaba y sin cambiarpalabra con los demás asiduos, me unía al grupo demuchachitos y con ellos hacía gimnasia. Durantelos ejercicios, oía el martilleo constante en elgaraje, y veía, sobre el cuadrilátero, las figurasde los boxeadores que, en movimientos lentos,fingían un combate bajo la dirección de Calder,que, al borde del ring, corregía sus movimientos,les chillaba censuras, los aprobaba con secos"¡bien!", los obligaba a repetir con un "¡otravez!"...Con los días fui conociendo a los que allí iban.Lázaro era el hombre de confianza de Calder, peroentre ellos dos había hondas diferencias. Meparecía que el principal cuidado de Calder eraevitar que Lázaro llegara a creerse tan importantey con tanto mando, dentro del gimnasio, como él.Lázaro, según me dijeron, ha bía sido un boxeadorde cartel, pero en aquellos tiempos estaba yaviejo, y solamente boxeaba para servir de "piedrade toque" a algún boxeador venido de fuera conánimos de escalar cumbres. Lázaro, a lo largo desu carrera, había aprendido todos los trucos delboxeo: sabía pegar con los codos, dar cabezazos,agarrarse al contrario inmovilizándole, empujarcon el cuerpo, fingir haber recibido golpesbajos... Todas las malas artes del boxeo le eranconocidas y sabía utilizarlas con tal gracia ydisimulo, que resultaba difícil darse cuenta de

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que las practicaba. Sus adversarios, los"fenómenos" que se presentaban al público por vezprimera, las pasaban moradas frente a Lázaro. Élestaba orgulloso de su sapiencia, pero reconocíaque era solamente el resultado de muchos años enel ejercicio de su profesión. Lázaro no trabajaba.Su única ocupación era ayudar a Calder en elgimnasio, y, de vez en cuando, pelear. Era hombrede gran amor propio y le gustaba que le respetasencomo a un maestro. Antes de salir del gimnasio, sepeinaba con gran cuidado. Solía vestir un trajenegro con rayas verticales blancas, siemprellevaba corbata, y calzaba zapatos puntiagudos,negros y relucientes. El prestigio de Lázaro en elgimnasio era grande. Entre nosotros tenía fama de"cascar" hombres; se decía que el boxeador quepeleaba con Lázaro quedaba maltrecho para el restode sus días, porque él, con sus cabezazos,codazos, disimulados golpes de rodilla en elvientre y puñetazos propinados allí donde más dañopodían causar, lograba producir lesiones internasde las que su adversario se resentiría en loscombates subsiguientes. Él sabía esto y estabaorgulloso de ello.A los que hacíamos gimnasia, Calder nos llamaba"mis leones". Los "leones" eran muchachos dedieciséis a veinte años que aspiraban a todocuando lleva consigo el boxeo, excepto pelear.Hubieran deseado tener el rostro martilleado, lascejas partidas, la nariz rota, las orejasabolladas y la mirada inexpresiva, de serenidadleonina, del boxeador veterano. Para lograr estohubieran pagado dinero, quizás hubieran soportadouna operación en la que un médico, con un bisturí,les hubiese dibujado en la carne las heridas, peroa lo que no estaban dispuestos era a enfrentarsecon otro peleador, a soportar asalto tras asaltoel castigo en el rostro, a aguantar minuto aminuto el esfuerzo de pelear con el rostrodeshecho, recibiendo golpes sobre las heridasabiertas, y sin dejar de contestar puñetazo porpuñetazo. Perdían horas en el gimnasio, deseabanser boxeadores; pero casi todos, cuando se lesofrecía la posibilidad de pelear, la rechazaban.

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En compensación de estas horas perdidas, presumíande boxeadores en los talleres en que trabajaban, eimitaban los modales de Bernardo, Lázaro, JoséCornelias, García-Paredes, Hortensio Forns y todoslos demás boxeadores que frecuentaban el gimnasiode Calder. Vestían jerseys de colores, ypantalones ceñidos y arrugados, calzaban zapatosde lona, y andaban por la calle con una pelotitade goma en la mano, presionándola con los dedoscontra la palma para "hacer muñeca" y desarrollarlos músculos del antebrazo, y en sus infantilesrostros intentaban lucir la expresión de piedra deBernardo Barba... Calder los llamaba, con sucazurra ironía, con su sonrisa estomacal, "misleones", y albergaba la esperanza de que entreellos apareciesen, poco a poco, los hombres quedebían sustituir, al paso del tiempo, a aquellosque formaban su cuadra de peleadoresprofesionales.Después de Bernardo Barba, los boxeadores másdestacados en el gimnasio eran José Cornelias yJim Echevarría. Cuando cualquiera de estos dossubía al cuadrilátero para "hacer guantes", Caldernos convocaba a nosotros, los "leones", alrededordel ring, para que presenciásemos el ejercicio yaprendiéramos. Cornelias era un muchacho defacciones negroides y piel blanca, hijo de padrescubanos, que boxeaba con gestos desmadejados,suaves, perezosos, con una media sonrisa en susgruesos labios y expresión de lánguido desafío ensus ojos. Calder le mimaba. Según decían,Cornelias, pese a pelear con muy buen estilo,perdía gran parte de sus combates debido a quecarecía de coraje. Sus contrincantes ganabanpuntos durante los primeros asaltos sin que JoséCornelias se inmutase, ya que solamente estabaatento a la belleza de su boxear. Cuando, ante losapremios de Calder, intentaba reaccionar, erademasiado tarde, se sentía cansado, y el margenfavorable a su adversario difícilmente podía sersuperado a lo largo de los asaltos restantes. Pesea ello, los últimos asaltos de sus combatesenardecían a los espectadores porque lesproporcionaban la emoción de la carrera, la

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emoción de ver si, con el poco tiempo que tenía asu disposición, Cornelias podría remontar ladiferencia favorable a su adversario. Entretanto,Calder seguía mimando a Cornelias, esperando quealgún día se despojase de su pereza antillana yluciese, durante todo un combate, cuanto de boxeosabía. Otra cosa que obstaculizaba su carrera erasu desmedida afición a las mujeres. Esto era algoincorregible en él, contra lo que Calder nisiquiera intentaba luchar.Jim Echevarría era un muchacho muy joven, de laedad de los leones casi. Era bajito y delgado,tenía el cabello negro y rizado, como el de unmoro, y facciones móviles, impropias de un púgil,de ojos pequeños y nerviosos. Jim boxeaba con granrapidez de movimientos, un poco embarulladamente;pero, pese a la velocidad con que sus puños semovían, él siempre regía con la cabeza lospuñetazos que propinaba, es decir, producía lasensación de pelear a tontas y a locas; pero noera así, ya que su cerebro, muy rápido, erasiempre el que ordenaba los movimientos de susmanos. Con su velocidad desconcertaba aladversario. Se decía de él que sus golpes carecíande fuerza, que "no pegaba ni un sello". Eradivertido ver los entrenamientos de Jim Echevarríacontra Lázaro. Lázaro intentaba todos sus trucos,todas sus viejas marrullerías, y Jim siempre ledaba en la cresta, veía llegar el truco de Lázaro,lo esperaba, y Lázaro bajaba del cuadriláteromalhumorado, humillado casi. Y Calder sonreíasarcásticamente.La estrella, en el gimnasio, era Bernardo Barba. Aéste ni siquiera se le veía entrenarse. Hacíagimnasia fuera del local, solo, y cuando regresabaa la cuadra se sentaba junto a Calder y charlabacon él mientras sus ojos seguían losentrenamientos de los demás. Luego, a la hora enque todos nos íbamos, Bernardo se quedaba, yCalder convocaba a alguno de los más destacadospara que le sirviese de adversario. Siempre mesorprendió, no pude habituarme a ello, ladiferencia existente entre el Bernardo Barba queyo trataba en la fábrica y aquel que se entrenaba

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en el gimnasio. En casa de Calder, Bernardo era unhombre grave, seguro de sí mismo, a quien todo elmundo respetaba, y cuando hablaba, con suentonación lenta, su razonamiento especial, se leescuchaba con atención. Y, contemplándole en elgimnasio, me parecía imposible que Bernardo, en lafábrica, pudiese caer en aquellos extremos desimpleza en que el más porro de nuestroscompañeros de trabajo le hacía caer. Conocía aBernardo desde hacía tres años y recordaba biensus primeros tiempos de boxeador, y las escenasque se producían todos los sábados por la mañana,cuando Bernardo acudía a trabajar con el rostrodeformado y tumefacto por los golpes recibidos lanoche anterior. Había un hombre que trabajaba enla misma cuadra que nosotros y que se llamabaPedros: siempre era éste quien comenzaba la grescasaludando a Bernardo con grandes gritos: "¡Mira,aquí está Barba, el campeón!" Todos mirábamos aBernardo y le veíamos con el rostro hecho cisco,vestido con sus ropas de trabajo, rotas ymanchadas. Imaginábamos sus sueños de gloria, delos que su rostro era testigo, y no podíamosevitar la risa. Al oír las carcajadas, Bernardocomponía en su maltrecho rostro una expresión deteatral dignidad, y nuestras risas arreciaban.Pedros insistía: "Ayer le afeitaron a puño aBernardo. ¿Eh, Bernardo? Tú no gastas en barbero,¿eh?" Otro, animado, seguía: "Ayer también ganó lapelea Bernardo. Se le nota en la cara..." Y otro:"Bernardo dejará pronto la fábrica por el boxeo.El boxeo le da más..." Y otro remataba: "Para elpelo le da más". Y otro añadía: "Sí, reíos, reíosde él. Cuando sea campeón del mundo, ya veréis..."Y Barba abandonaba su expresión de dignidad paracontestar las frases: "¡Pues sí gané!" "¡Quizá síque deje la fábrica! ¡Con vosotros dentro!" Y dabalargas explicaciones sobre el combate, contabapunto por punto cómo se había desarrollado lapelea, justificaba su derrota con un "golpe enfrío", daba las culpas al árbitro y acompañaba susexplicaciones con largos argumentos técnicos quenadie comprendía. Y para hacerse comprender, seponía en guardia en medio de la cuadra y, ceñudo,

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atento y grave, peleaba contra un inexistenteadversario, daba golpes al aire, esquivabaacometidas inteligentemente, abría y cerraba laguardia... A su alrededor se formaba un corro quele jaleaba, reía y gritaba. Muchas veces le dije aBernardo que no hiciera caso al Pedros ni a nadie,que se portase como si no oyera sus palabras, yBernardo me dio siempre la razón y me prometiódejar de hacerles caso. Pero no podía cumplir supromesa. Cuando Pedros le saludaba con su "¡Mirael campeón!", yo veía que Bernardo se descomponía.Y a los pocos segundos ya estaba perdido en ellaberinto de sus explicaciones y haciendo el micoen medio de la fábrica. Todos reían, y yo también,porque, realmente, Bernardo daba risa vestido consus pantalones remendados, calzado con alpargatasviejas que se le salían de los pies, y en surostro, hinchado y amoratado, con marcas de sangreen las heridas, la expresión feroz de combatientecontra el aire.Un buen día, Bernardo, ante la sorpresa de todos,se calzó el campeonato regional para aficionadosen pesos plumas. Al día siguiente se le recibió ensilencio y yo vi que Bernardo andaba inquieto,nervioso, y echando de menos las pullas que lepermitían explicarnos el combate. En los díassiguientes, vencida la sorpresa, las bromas sereanudaron, tomando en esta ocasión el rumbo deexagerar la importancia del triunfo de Bernardo.Le preguntaron que cuándo se iba a comprarautomóvil, le presentaban papeles para que losfirmase, se referían a sus éxitos con mujeres... YBernardo, al oír todo esto, sonreía y balanceabala cabeza sin poder ocultar su satisfacción, comosi todo ello fuese una ambición codiciada por él,y que al oírlo mencionar, aun en burlas, leconmoviera, porque la mención acercaba su sueño ala realidad. Comentaba Pedros: "No, no me extrañaque las mujeres se te rifen... Con esto de sercampeón... Y, además, de perfil no eres feo... Aver, Bernardo, ponte de perfil". Y Bernardo seponía de perfil, avergonzado y satisfecho, paraque viésemos si era feo o no. "Y luego, cuando te

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compres el automóvil." Y Bernardo se ruborizaba,reía, meneaba la cabeza y pateaba el suelo.Al combate para el título nacional entreaficionados fueron muchos de mis compañeros. Yono. Pero, según me contaron, Bernardo recibió unapaliza terrible. Tuvo que guardar cama varios díasy, cuando regresó al trabajo, estaba soñoliento,embrutecido aún. También le gastaron las bromashabituales; pero Bernardo, en su estado deembrutecimiento, no tuvo ánimo para contestarlas.En aquellos tiempos, Barba me tomó por confidente.Y un día me comunicó que se pasaba al campoprofesional. Dijo que como aficionado ya no podíallegar más alto de lo que había llegado. Y quecomo profesional iban a pagarle doscientas pesetaspor combate. Comenzó a boxear en las peleaspreliminares, en aquellas en que la sala está casivacía y los espectadores van llegando, se sientan,abren los periódicos de la noche, y sus ojosalternan la lectura de las noticias con los lancesen el cuadrilátero. El nombre de Bernardo constabaen los carteles, y bajo su nombre estaba supresentación: "Bernardo Barba, el combativo púgillocal". En los periódicos, tras el comentario alos combates principales, aparecía un párrafo enel que casi siempre se leía lo mismo: "X.X. venciópor puntos a Bernardo Barba, quien hizo unamagnífica exhibición de sus grandes dotes deencajador..." "En el preliminar, el impávidoBernardo Barba fue vencido por puntos..."Este periodo, en la carrera de Bernardo, duró unosdos años aproximadamente. El verle hecho uneccehomo todos los sábados era cosa rutinaria. Lasbromas eran también rutinarias, y las payasadas deBernardo siempre las mismas. Sin embargo, eldirector de la fábrica dio a Bernardo el destinode ayudante del conductor de la camioneta, pese aque el conductor no necesitaba ayudante. Bernardodejó de trabajar en la nave, para pasarse largashoras en el huerto haciendo gimnasia. Pero todoslos sábados, como aquel que no quiere, se daba ungarbeo por la cuadra para que viésemos su rostro,aquel testigo de sus hazañas.

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Un día Bernardo me confió: "Ahora van a presentara un fenómeno. Como piedra de toque me han puestoa mí. Le voy a dar para el pelo al fenómeno ese".Yo no hice caso. Y Bernardo ganó al fenómeno porfuera de combate. A partir de entonces entró en elcamino que pisan los buenos boxeadores. Peleaba elúltimo o penúltimo combate de la velada y vencíacon frecuencia. Cobraba más dinero, y el patrón dela fábrica le llamaba a su despacho para charlarcon él, porque, al parecer, creía que tenía a unacelebridad en su empresa. Fue relevado de su cargode ayudante del conductor de la camioneta, yBernardo vivía a su antojo, dormitando por losrincones, correteando alrededor del patio,haciendo gimnasia o tomando el sol en eljardincillo ante la entrada, de charla con elportero, el manco Mateo. Bernardo engordó, y pasódel peso pluma al ligero, y del ligero al welter.Parece ser que este cambio en su peso le fueventajoso, ya que desde que comenzó a militar enel welter sus victorias se hicieron másfrecuentes. Él decía: "Ahora estoy en mi pesonatural". Y los periódicos se referían a su"formidable pegada", le nombraban como "eldemoledor Bernardo Barba" y le llamaban "expertopúgil".Así llegó al combate con Charly Collado.Desde que yo comencé a frecuentar el gimnasio deCalder y vi lo que Barba representaba allí, y cómose portaba, las burlas de Pedros y los otros meparecían fruto de la ignorancia, como las risasque algunos ofrecen ante las vestiduras de unvisitante árabe. Y comprendí que cada uno es, engran parte, según se le trate. Lo que le ocurría aBernardo, seguramente les ocurría también a losdemás boxeadores que frecuentaban el gimnasio.Aquella gente que en el gimnasio era bienconsiderada, que tenía deberes yresponsabilidades, cuya personalidad era conociday estudiada, que, en fin, eran individuosclaramente determinados en su manera de ser, y decuyos actos se derivaban consecuenciasimportantes, eran, todos ellos, obreros comoBernardo y como yo, gente que lavaba madejas en

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las grandes bañeras, que cargaba paquetes en loscamiones, que hacía trabajos que cualquier otrohubiera podido hacer. ¿Qué importaba, en lafábrica, que el hombre que cargaba los paquetes asus espaldas se llamase José Cornelias o JimEchevarría? Cualquiera podía hacer aquello, peroera necesario que alguien —cualquiera— lo hiciese,y el que lo hacía no era José Cornelias o JimEchevarría, sino "el-que-carga-los-pa- quetes".Antes de ir al gimnasio, mejor dicho, antes decomenzar a boxear, yo nunca fui Luis Canales. Enla fábrica yo era "el-que-lava-las-ma- dejas" —exactamente lo que yo hacía—. Y en mi casa, con mimujer y mis hijos, tampoco lo fui. Yo creo que enmi casa, ante mi mujer y mis hijos, yo fuisolamente yo, nunca Luis Canales. Es muy difícilde explicar.Mi mujer y no nos llevábamos bien. Apenashablábamos, porque no teníamos nada que decirnos,y tampoco teníamos problemas porque nuestrasdificultades de cada día eran cosa sabida y no lasconsiderábamos como problemas; solamente de vez encuando ansiábamos que desapareciesen de la mismamanera que desaparecen las nubes del cielo. De vezen cuando, Luisa se ponía de mal humor, sin motivodeterminado, y me chillaba y se quejaba, pero yo aesto jamás le di importancia. Me casé estando enel servicio militar. Recuerdo la tarde en queluego de la clase de moral militar, de labios delsargento Bu- ñuel, cuando yo me disponía a echaruna siesta antes de que llegas- el momento de larevista y luego la salida a paseo, entró en lacompañía un gastador. Y al poco rato, el sargentoBuñuel me llamaba a su cuarto. Con él estaba elgastador, y los dos sonreían complacidos. Elsargento Buñuel me dijo: "Dentro de dos minutos teme presentas a punto de revista". Yo salí y mevestí. No sabía el porqué de aquel llamamiento,pero suponía que no podía ser para nada bueno. Enel ejército estas cosas nunca ocurren para bien, yademás las sonrisas de Buñuel y el gastador eraninquietantes. Me presenté a Buñuel: "A susórdenes, mi sargento". Él se puso en pie y examinómis ropas, mi rostro y mis manos, como un gitano

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puede examinar una caballería que desee comprar.Me dijo: "Das asco. Vas más guarro que nunca..."Pero en lugar de arrestarme "por cerdo", comosolía decir, me dijo que me apartase de su vista."¡Anda, desgraciado! ¡Vete de mi vista! ¡Veteantes de que me arrepienta!" Y en voz baja añadió:"El coronel quiere verte..." Y sonrió satisfecho.El gastador y yo salimos de la compañía, bajamosla escalera y cruzamos el patio de armas,silencioso y desierto, iluminado por el sol de latarde de verano. Entramos en el pabellón deoficinas y, por la escalera de mármol. subimos alsegundo piso. Aquello no parecía un cuartel. Elsuelo estaba cubierto por una alfombra verde,roja, amarilla, azul y blanca, y del techo pendíanlámparas que semejaban de cristal. El gastador eraun tipo al que yo conocía un poco porque antes deenchufarse estuvo en mi compañía. Por esto yo lepregunté qué quería el coronel, y él me dijo quela madre de Luisa había estado allí por la mañana.Yo pensé que lo iba a pasar muy mal. Pero meequivoqué. Entramos en el gran despacho y vi aUsía, sentado tras la mesa, leyendo unos papeles.Alzó la vista y yo dije: "A las órdenes de Usía,se presenta el soldado Luis Canales Santos, de latercera compañía del segundo batallón". Y medispuse a aguantar cuanto me fuese lanzado a lacabeza. Pero el coronel me trató muy bien. Deentrada me llamó "hijo", y dijo que un coronel escomo el padre de todo el regimiento, y que élsolamente quería nuestro bien, y que aun cuando aveces se mostrase un poco severo, él nos quería, ysu severidad se debía a que nos amaba a todos comoa hijos. Parecía emocionado. Yo recordaba susarrebatos, y pensaba que no estaba diciendo laverdad, pero yo decía de vez en cuando "sí, micoronel", porque tenía miedo de que le diese elataque aquel en que se le ponía el rostro rojocomo un pimiento, tieso el cuerpo, y sus manostemblaban y comenzaba a cargarse a todo el mundo asu alrededor. Pero en aquella ocasión estaba lejosdel ataque. En su rostro, grande y carnoso, habíauna sonrisa dulce, paternal. Me explicó lo quesignificaba ser padre y yo asentí con un "sí, mi

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coronel" y una sonrisa filial. Tras esto me dijoque él ya sabía lo que había ocurrido conLuisa, y me lo explicó. Por último me dijo que élnunca me enligaría a casarme con Luisa, no, esonunca, pero que me aconsejaba que me casase. Mehabló de lo honrada y buena mujer que Luisa era,el hijo "fruto de tus entrañas" —las mías—, y meseñaló con el dedo; de la Patria, de la Bandera,del Uniforme, de Dios, el Cielo y el Infierno...Yo iba diciendo "sí, mi coronel", y temblaba alpensar en el momento en que el coronel meconminase a contestar sí o no. Pero no lo hizo.Cuando yo menos lo esperaba, terminó su discurso,miró su reloj de pulsera, y me dijo: "Puede ustedretirarse". Lo dijo en el mismo tono en que lohubiera dicho si, en lugar de haberme habladodulcemente, me hubiese echado una bronca. Salí deldespacho.Regresé a la compañía, me quité el correaje y lasbotas, y me tumbé en la cama. Me sentía cansado. Yestaba contento de que aquel problema hubieseestallado de una vez. La tormenta ya había pasado.Y yo no deseaba casarme con Luisa ni con nadie.Pero estuve tranquilo poco rato, porque vino elcura. Le vi entrar y dirigirse rectamente hacia micamastro. Yo me puse en pie, pero él me invitó atumbarme otra vez. Dijo: "¡No, hijo, no! Yo novengo para molestar a nadie, sigue comoestabas..." Yo me quedé en pie, pero el páter meempujó para que me tumbase en la cama, y vi que nome quedaba otro remedio que tumbarme para que elhombre estuviese contento, pero cuando estuvetumbado me pareció que aquello era excesivo, ypude ver que al cura también le parecía demasiado.Opté por el término medio y me senté en elcamastro. El cura también me dijo que él era elpadre de todo el regimiento, que Luisa era muybuena, que yo tampoco era malo, me habló delinocente fruto de las entrañas de Luisa. Me dijoque yo era libre de casarme o no casarme, pero quediese una alegría a aquel pobre viejo —él—, ydijese que sí. Daba lástima. Yo dije que sí; quesi él quería, me casaría con Luisa. Y entonces elpáter dijo que quería que yo me casase, pero no

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por la fuerza, sino libremente, "¡De corazón!",gritó, y se arreó un puñetazo en mitad del pecho.También se despidió sin pedirme una respuesta.Aquella misma tarde vi a Luisa. Al coronel y alcura yo no pude decirles lo que pensaba, pero aLuisa sí que podía. Y se lo dije. Creo que meporté mal. Le eché las culpas de todo. Y Luisa nodijo palabra.Lo único que hizo fue llorar. Lloraba mansamente,y de vez en cuando me daba un beso en la mejilla yvolvía a llorar. Por la noche no pude dormir. Y almes siguiente Luisa y yo nos casábamos.Luisa y yo vivimos en paz. Es decente y quieremucho a los niños. Luisa tiene solamente unaafición: el cine. Todos los domingos tiene que iral cine, pase lo que pase. Aunque esté nevando,aunque tengamos que cruzar bajo la lluvia loscampos embarrados que rodean el grupo de casas enque vivimos, tiene que ir al cine. En ciertaocasión tuvo un dolor de muelas que le impidopegar un ojo en toda la noche del sábado, y eldomingo se levantó con una mejilla como un globo.Pues fue al cine. Dijo que en el cine se lepasaría. A veces me he preguntado si Luisa esguapa o fea. No lo sé. Creo que Luisa es solamentemi mujer. Yo la llamo "mi mujer" y los otros lallaman "tu mujer". Si yo veo a una mujer guapa porla calle, en seguida pienso en lovque ya se puedenustedes imaginar, pero lo que una mujer guapadespierta en mi imaginación Luisa no lo hadespertado nunca. Luisa no es "una mujer", sino"mi mujer". Es como si no existiese. Y si mepreguntasen si la quiero, tendría que contestarsinceramente que me es indiferente. Ahora bien, siLuisa muriera, yo me sentiría mutilado, como si mehubiesen cortado los brazos, y no creo que tuvieraánimos para buscar otra y acostumbrarme a ella.Por todo esto es por lo que antes he dicho que enmi casa yo soy solamente yo y no Luis Canales. Losmíos —mi mujer y mis hijos— son una parte de mímismo, y yo frente a ellos nunca seré LuisCanales.Al presenciar el combate de Bernardo contraCollado, me di cuenta de que en el boxeo uno podía

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llegar a ser lo que uno realmente valía. Que allíhabía una escala de valías, y que se podíafracasar o triunfar, dependiendo ello de la propiaconducta. Y que en aquel camino yo podía llegar aser Luis Canales.CAPÍTULO IIITODOS LOS "LEONES", vistiendo camiseta y calzonescortos, estábamos en pie alrededor del ring. Nossentíamos nerviosos. García-Paredes, JimEchevarría, Forns, Cornelias y todos los demás,formando una comisión de jueces, estaban sentadosjunto al ring. Lázaro, abajo, con calzones ycamiseta, se encasquetó una chichonera de cuero,se calzó los guantes y saltó al cuadrilátero.Calder, en pie, abajo, señaló a uno de los"leones", le puso la chichonera y los guantes, yle ordenó que subiera al ring. Era un muchacho decuello muy grueso y rostro curtido por el sol,piernas cortas y fuertes y torso muy desarrollado.Se fue a uno de los rincones y allí intentó calmarsus nervios dándose puñetazos en la nariz. Calder,desde abajo, dio una palmada ordenando a Lázaro yal muchacho que comenzasen a pelear. El chico, alllegar frente a Lázaro, extendió sus puños alfrente y le saludó como si se encontrase ante unasala atestada de público. Los "leones", abajo,reímos. Calder, García-Paredes, Echevarría y suscompañeros permanecieron graves, impasibles.Lázaro retrocedió un paso, afianzando bien suspiernas, inclinó su cuerpo hacia delante y pusosus manos ante su rostro. Sus ojos, por encima dela protección de sus guantes, miraban de hito enhito, expectantes, al muchacho. Calder gritó alchico-. "¡Anda, éntrale ya!" El chico movió suspuños, alternativamente, arriba y abajo, pero nointentó llegar a Lázaro. Lázaro avanzó un paso,bajó sus puños a la altura de la cintura y puso surostro al alcance de los puños del muchacho.Calder gritó: "¡Pégale ya!" El chico bufóferozmente por boca y nariz, y, con toda su alma,lanzó un swing —el golpe en que el brazo traza unsemicírculo en el aire, de atrás adelante,corriendo el puño paralelo al suelo, como elmovimiento de la hoz del segador— al rostro de

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Lázaro, quien en un movimiento leve de su manoizquierda detuvo el golpe, y su puño derechoavanzó en línea recta, directa, hacia el rostrodel muchacho, propinándole un puñetazo en plenanariz. Y luego, lenta, suavemente, sin deseos decausar daño, Lázaro tocó al chico, en rostro ycuerpo, con varios puñetazos de ambas manos. Elmuchacho, sin saber de dónde y cómo le llegabanlos golpes, retrocedió desconcertado, con sus dosmanos, enguantadas, alzadas al cielo. Y Lázarodejó de pegarle, y avanzó hacia él ofreciéndole elrostro como una invitación a que en él pegase. Elchico, al dejar de sentirse atacado, herido en suamor propio por su ridicula huida, se abalanzósobre Lázaro con los dos puños en alto, como siquisiera hundirle bajo tierra a puñetazos. Lázarohizo un quiebro, y el muchacho fue a dar con sucuerpo en tierra. Cayó boca abajo. Los "leones"estallamos en carcajadas, pero los otros siguieronimpasibles. El propio Lázaro, en el ring,permaneció grave, con las cejas alzadas enexpectativa. Cuando el muchacho, ciego de coraje,se puso en pie y vimos que se disponía a repetirla suerte, Calder le gritó: "Quieto... Quieto...Para el carro..." El chico se detuvo y, jadeante,miró a Calder en espera de instrucciones. Calder,lentamente, con voz cargada de paciencia, le dijo:"Mira, ahora tú vas a pegarle a éste —señaló aLázaro— todo cuanto puedas, le vas a pegar contodas tus fuerzas, y él no te contestará, no telanzará ni un golpe para que tú pegues a gusto.¿Entendido?" El chico asintió de una cabezada. YCalder le ordenó: "Ándale ya". El muchacho se fuepara Lázaro. Éste inclinó el cuerpo hacia delantey se cubrió el rostro con los puños. El muchachocomenzó a lanzarle golpes, y Lázaro, enmovimientos suaves, mínimos, desplazando el troncoa derecha e izquierda, adelante y atrás, fueesquivando todos los golpes. Parecía que hubiesenensayado aquel juego; Lázaro alzaba o bajaba supuño décimas de segundo antes de que el muchacholanzase su golpe, y el puño del chico iba aestrellarse contra el de Lázaro, como si éstefuese un imán que le llamase. Los puños de ambos

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contendientes se movían sincrónicamente reguladospor un extraño mecanismo. El muchacho jadeaba,estaba sudado y congestionado, y Lázaro seguíaimpasible, moviendo sus brazos con precisión demuñeco electrónico. El chico pegaba con feoestilo, como si quisiera arañar, tal como losgatos dan zarpadas, no como los boxeadorespuñetazos. Y tras cada golpe que propinaba, teníauna reacción instintiva de miedo, como si quisieraecharse hacia atrás por temor a la contestación.Calder interrumpió el juego con un "¡Basta!". Elchico descendió del cuadrilátero, y entregóchichonera y guantes a otro "león" que Calder leindicó.Unos cuatro o cinco aspirantes a boxeadoressubieron al ring antes de que llegara mi turno, ytodos hicieron, más o menos, lo mismo que elprimero. Algunos demostraron más serenidad, y casitodos lanzaron los golpes con mejor estilo. Lázarorepitió su juego casi sin variación y siempre conéxito. No recibió ni un golpe.La chichonera bailaba en mi cabeza, y los guantesestaban mojados de sudor. Salté dentro del ring yvi a Lázaro frente a mí. Oí la voz de Bernardo:"¡Anda, Luis, demuestra que sabes!" Los ojos deLázaro estaban fijos en los míos. Yo solamenteveía sus ojos, bajo el cuero de la chichonera ysobre el cuero de los guantes. Avancé hacia él;cuando estuve cerca, retrocedí un paso y avancéotro. Lo hice sin saber por qué, de la mismamanera que algunas personas carraspean antes dehablar aun cuando no sientan el picor en lagarganta. Calder me gritó: "¡Pega!" Me estabaportando igual que los que me habían precedido.Lancé un golpe a tontas y a locas, y Lázaro lodetuvo con el puño. El cuero de mi guante chasqueósecamente contra el cuero del guante de Lázaro. Einstantáneamente, apenas había yo oído elchasquido del golpe, vi que había dado otro golpe,con mi izquierda, al costado de Lázaro. Mis puñosse movieron más rápidamente que mi pensamiento."Mi pensamiento era tan sólo testigo de mismovimientos. Mis brazos se movían buscando golpearel cuerpo y el rostro de Lázaro, y yo veía su

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rostro subiendo y bajando, moviéndose a derecha eizquierda, rítmicamente, con la misma rapidez conque se movían mis puños, y sus guantes seinterponían siempre en el camino de los míos.Sentía calor, coraje y angustia. Las imágenes —lachichonera, los ojos, los guantes— ante mis ojosse hicieron imprecisas, pero los movimientos deLázaro tomaron sentido, advertí en ellos unarepetición, un ritmo, y yo lanzaba mis puñetazosarriba —al rostro—, abajo —al pecho y estómago—, alos costados... Buscando que, en aquellarepetición de movimientos de Lázaro mis puñosencontrasen el camino hasta su rostro o su cuerpo.Lázaro se movía más y más rápidamente, porque yopegaba con mayor rapidez, y advertí que en más deuna ocasión dudó. Redoblé la velocidad de misgolpes. Y sentí que mi puño derecho chocaba, confuerza, contra el cuerpo de Lázaro. Mi corajesubió de pronto, dejé de ver a Lázaro y me echéhacia delante. Pegué con todas mis fuerzas, ysentí que mi puño izquierdo se estrellaba contrael rostro de Lázaro, y luego, casi al mismotiempo, mi puño derecho dio en su estómago. Lázarose dobló hacia delante. En el momento en que sedoblaba, mis ojos vieron su cogote. Lancé un gritoy, allí en el cogote, pegué dos puñetazos quedieron con Lázaro en tierra. Cuando iba a lanzarmesobre él, me sentí cogido por la cintura, pordetrás, y frente a mí vi a Bernardo y a Cornelias,que saltaban al ring y se dirigían hacia Lázaro.Bernardo saltó por encima de Lázaro y me gritó:"¡Calma, Luisito! ¡Calma, calma!" Y alzó susmanazas en postura de imposición de paz. El que metenía agarrado por la cintura me empujó hacia laderecha y me sentí lanzado contra las cuerdas. Yentonces vi a Calder, a Bernardo, a Cornelias y aLázaro —ya en pie— frente a mí. El mundo delgimnasio, los detalles de las cuerdas del ring,los rostros que desde abajo me contemplaban, elsonido del martillo contra el hierro en el tallercontiguo, la luz amarilla de la bombilla pendientedel techo, todo cuanto me rodeaba y que yo habíaolvidado durante mi pelea con Lázaro, regresó a miconciencia. Estaba jadeante, excitado y sudoroso.

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Las palabras de Calder, que gesticulaba y avanzabahacia mí, llegaron a mis oídos: "...¡Animal! ¿Esque te has vuelto loco?" Y Calder, agarrándome porel brazo, me empujó fuera del ring. Yo saltéabajo, mientras Calder, desde arriba, seguíagritando: "...¡No quiero matones! ¡Aquí se viene aboxear!" Lázaro se había quitado la chichonera y,lentamente, se daba masaje en la nuca. Calder bajóy, rodeado por los "leones", soltó un discursodirigido a ellos. Dijo principalmente que el boxeoes un arte noble en el que se enfrentan, y peleande frente, dos hombres —subrayó la palabra"hombres"—; que en el mismo instante en que unboxeador cae, su adversario debe dejar de pegarle,debe esperar a que el árbitro termine su cuenta, yentonces ayudar al vencido a ponerse en pie,conducirle a su rincón... Dijo que propinar unpuñetazo en la nuca es causa bastante paradescalificar a un boxeador para el resto de sudías. Yo me sentía embargado por una sensación queme era familiar. Sensación de vergüenza,desaliento e impotencia. Varias veces me hanocurrido cosas de esta índole. Soy pacífico, soybueno y de carácter tranquilo, pero con frecuenciame paso de la raya. En ocasiones me he hallado enuna discusión de la que yo he sido meramentetestigo; los que eran parte en la discusiónhallábanse acalorados, verdaderamente ofendidoslos unos con los otros, e insultándose, y yo heintervenido para poner paz. Al intervenir yo,todos han callado, mis palabras han ofendido a lasdos partes, y todos se han vuelto contra mí comosi yo les hubiera dicho lo que no puede decirse.Con Luisa me ocurrió lo mismo-, éramos varios loscompañeros de cuartel que los domingos íbamos albaile con Luisa y sus amigas. Y cuando Luisa quedóembarazada, todos, las amigas de Luisa y misamigos, se pusieron contra mí, como si yo leshubiera traicionado, como si yo no fuese comoellos, y ellos estuvieran avergonzados de ser misamigos. A veces estoy con gente que se muestraalegre —en una reunión o en el café— y todosbromean; yo miro y callo y tengo miedo de entraren la rueda de gente que bromea, hasta que llega

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el momento en que pienso que sí, que sería buenoque entrase en la alegría general, y, entonces,hablo y bromeo. Y todos se callan y me miran comosi dijese inconveniencias. Y esto me hiere. Poreso suelo callar. Calder estuvo hablando largorato, y aun cuando no dijera nada en contra mía,todo cuanto decía iba contra mí. Los "leones" memiraban boquiabiertos, y los otros, los buenosboxeadores, miraban a Calder y me lanzaban algunaque otra ojeada curiosa. Cuando Calder terminó yfijó sus ojos en mi rostro, yo bajé la vista,arranqué los guantes de mis puños y los arrojé alsuelo, me quité la chichonera y también la tiré alsuelo. Emprendí el camino hacia la caseta, fueradel gimnasio, para vestirme y luego salir de allíy no volver jamás. No estar en mi lugar y quetengan que decírmelo, me humilla, me da coraje. Aldar media vuelta para encaminarme a la caseta, oía Lázaro;—El chico pega duro...Y Calder le respondió:—Ya lo sé. ¡Y en el cogote!Me fui.Cuando salí, ya vestido de calle, y, con la vistafija en el suelo,crucé la cuadra hacia la puerta que daba algaraje, los "leones" estaban haciendo gimnasia y,junto al ring, Calder y sus boxeadores discutían.Al pasar junto a ellos, Calder se vino hacia mí.Yo tenía la vista fija en el suelo, pero vi susombra en el suelo y su bulto en el aire. Me cogiósuavemente del brazo. Yo me detuve, sin alzar lavista. Y él me dijo:—¿Estás enfadado conmigo, Luis?Era la primera vez que me llamaba por mi nombre.Yo no contesté. Y permanecí quieto. Calder dijo: —Tú pegas duro, chico...Los boxeadores me miraban. Estaba seguro de ello.Y en la cuadra había silencio. Seguí callado.Calder dijo:—Bernardo me ha dicho que ésta es la primera vezque boxeas. ¿Es cierto eso?Claro que era cierto. Y él lo sabía. ¿Por quépreguntaba? No contesté. Y bruscamente me desasí

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del brazo de Calder, pero no di ningún paso haciala puerta, sino que me quedé parado allí dondeestaba. Oí a Lázaro:—El chico pega, Calder... Y Bernardo tambiénhabló: —Sí pega, sí...Calder puso su brazo sobre mis hombros y dijo: —Mira, hijo, mañana, si quieres, comenzaré aenseñarte en serio la cosa esa del boxeo...Se detuvo. Yo no alcé la vista del suelo porque nome atrevía a hacerlo. Calder parecía haberse dadocuenta de mi estado de ánimo, y me habló en vozbaja:—Si aprendes aprisa, te presentaré al trofeo TomásNavarro para aficionados... Tendrás que aplicartey trabajar de firme, porque esta competicióncomienza dentro de dos meses... Pero acuérdate deque cuando un boxeador cae, ya no se le puedetocar... Y que los golpes hay que pegarlos defrente, cara a cara, no al cogote como si el otrofuese un conejo... Lázaro dijo: —Lo hizo sinquerer.Alcé la vista y vi el rostro de Lázaro, largo yestrecho, enteco, pálido y devastado a puñetazos,que me sonreía. A su lado vi el rostro deBernardo, también sonriendo. Yo dije: —Sí, señor.No volveré a hacerlo.Y todos se echaron a reír como si yo hubiese dichoalgo muygracioso.Durante los dos meses anteriores a mi combate enel trofeo Tomás Navarro, aprendí los rudimentosdel boxeo. Mi posición en el gimnasio habíavariado. Lázaro hurtaba tiempo a los "leones" paradedicármelo, Calder me observaba constantemente, yEchevarría, Cornelias, García-Paredes y todos losdemás me trataban como a un camarada y meaconsejaban. Me enseñaron a propinar los golpesque ellos llamaban "clásicos", es decir, eluppercut, el jab, los ganchos, el crochet, elswing, el directo, el cruzado; a combatir cuerpo acuerpo, a media distancia, jugando las cuerdas, ala contra, a entrar en clinch y a salir delclinch... Todo era difícil y complicado, y debíahacerse con rapidez y precisión. Los compañeros

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del gimnasio estaban de acuerdo en que yo aprendíarápidamente y mostraba buena disposición para elboxeo, aun cuando quedaba por saber si mi rostroresultaría "duro" a los golpes. Bernardo estabaorgulloso de mí. A las tres semanas de haberiniciado esta preparación, Calder me pesó ydictaminó que yo era un peso gallo natural.La estrella, en el gimnasio, seguía siéndoloBernardo Barba. Durante aquellos dos meses yopresencié tres combates de Bernardo. Se le recibiócon una ovación cerrada, y Bernardo puso susbrazos en cruz —sus grandes manos vendadas— y diovueltas sobre sí mismo al tiempo que saludaba acabezazos, y los faldones de su bata de seda rojarevoloteaban alrededor de sus piernas. Y asaltitos, mientras lanzaba besos a derecha eizquierda, se iba a su rincón, donde Calder leesperaba con su sabia sonrisa de dolor deestómago. Los adversarios de Barba, en los doscombates, se mostraron atemorizados por la leyendaque la muerte de Charly Collado había creado. Alsonar la campana salieron de sus rincones,totalmente cubiertos —puños y antebrazosprotegiéndoles rostro y cuerpo— e inclinados arehuir la pelea. Parecía que el solo hecho deencerrarse en un cuadrilátero conBernardo Barba fuese ya una hombrada. Tan prontocomo vieron el puño de Bernardo avanzar hacia surostro o cuerpo, se encogieron, se agacharon,pusieron su rostro junto a las rodillas y losguantes ante la cabeza, y, hechos una pelota,esperaron el golpazo de Bernardo. Su actitudresultaba ridicula. Cierto es que Bernardo pegabamuy fuerte, pero no más que otros boxeadores. Elmiedo que sus adversarios sintieron aumentó elnatural efecto de los golpes de Bernardo, y ellos,en cuanto se notaron tocados, echaron rodilla entierra y, pálidos y temblorosos, dejaron que elárbitro contase los diez segundos. El públicoestuvo de parte de Bernardo, y cada vez que levieron dirigirse hacia su adversario, todoslanzaron un grito profundo, un "Huuuuu..." como elque, según se dice a los niños, lanzan losfantasmas. Este grito, lanzado por dos mil

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gargantas, era estremecedor, era como un vientonocturno, venido de lejos, como un viento densopasando entre troncos, ramas y follaje de unbosque; parecía que, con aquel grito, el públicose cerniese sobre el cuadrilátero. Y en elinstante en que Barba lanzó su golpazo, y se oyóel impacto del cuero contra la carne y los huesosde su adversario, y éste, demudado, desatado elmiedo que hasta entonces había a duras penascontenido, se dejaba caer sobre la lona en unsúbito relajamiento nervioso, el público tuvo unareacción magníficamente unánime, todos a una sealzaron de sus asientos al tiempo que un grangrito, un "¡Ah!" como una explosión, un "¡Ya estáaquí la tragedia!", un "¡Ahora se lo ha cargado!",estremecía el aire de la sala. Y el adversario deBernardo quedaba en el suelo, paralizado por elmiedo y la magia del momento más que por el golperecibido.En el gimnasio de Calder jamás se mencionó aCharly Collado, pero su recuerdo estaba vivo en lamente de todos. Bernardo tampoco mencionaba aCollado, pero se le veía convencido de que era unhombre que mataba con sus puños, y creíafirmemente que sus golpes habían puesto fuera decombate a aquel par de farsantes que pelearon conél.En el tercer combate de Bernardo Barba —el últimoantes de su I viaje a Alemania—, que yo presencié,su antagonista estuvo acobardado, inhibido por elmiedo durante los cuatro primeros asaltos, en losque no hizo otra cosa que poner la rodilla entierra cada vez que recibía un puñetazo. Pero enel quinto asalto Bernardo le propinó cinco golpesseguidos, rápidos y potentes, al rostro, y yopensé que con ello se terminaría el combate. Peroel muchacho, tras los golpes quedó con el rostrocolorado como un tomate y de sus ojos desaparecióla mirada de inteligente miedo para trocarse enotra de animalidad y obstinación. Animalizado yfurioso se lanzó hacia delante y logró propinardos buenos puñetazos al rostro de Bernardo, quien,sorprendentemente, cayó al suelo. Se levantó enseguida, pero todos vimos que estaba inconsciente.

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El público lanzó un grito de sorpresa. Y Bernardo,en el centro del ring, de pie e inconsciente,movió los brazos y piernas en movimientosautomáticos, de muñeco mecánico. Pero tuvo lasuerte de que su adversario hubiera recobrado laserenidad, y con ella el miedo, y no aprovecharala ocasión que se le ofrecía. En los asaltossiguientes, el antagonista de Barba, sin dudaaconsejado por su preparador, se lanzó al ataque,y Bernardo, desconcertado, no supo reaccionar.Pese a que Barba se llevó una soberana paliza, losjueces le consideraron ganador por puntos.Fue a Alemania contratado para realizar trescombates. En el primero fue derrotado por fuera decombate en el primer asalto. Rescindió el contratoy regresó a casa. En esta ocasión, igual que en ladel combate que ganó por escaso margen de puntos,Bernardo dijo que había recibido un "golpe enfrió". Y todos los del gimnasio le dieron larazón.Durante este período yo tan sólo dedicaba doshoras y media o tres al boxeo, en tanto que mitrabajo en la fábrica me ocupaba ocho horas. Sinembargo, para mí lo principal era el boxeo, y loaccesorio la fábrica. Consideraba mi trabajo comouna tarea pasajera, una espera para las horasfecundas de entrenamiento entre mis amigos Calder,Bernardo, Echevarría, Lázaro... El trabajo era unarealidad transitoria que alguna vez abandonaría. Yla idea de que no tardaría en subir a un ring paraenfrentarme con otro hombre, y que quien vencieseseguiría adelante, y tendría ocasión de abrirse uncamino hacia aquel mundo mágico en que viven losgrandes campeones, no se apartaba de mi mente niun segundo. Y con ella dentro, trabajaba en lafábrica, y en silencio —con ella dentro— estaba enmi casa con mi mujer y mis hijos. Yo veía en laimaginación mis combates victoriosos. No podíaapreciar detalladamente su desarrollo, y los veíacomo si yo fuese un espectador —mi propia imagenmuy borrosa—. Mientras pensaba en ello, vivía enlo futuro y muy lejos de cuanto me rodeaba.A Bernardo le había prohibido mencionar que yo ibaal gimnasio de Calder. Y como los entrenamientos

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no consistían en pegarse, yo no llevaba marcas enel rostro, y mi mujer creía que, al salir de lafábrica, yo iba al café a jugar la partida dedominó, como antes solía hacer.Un miércoles, a las siete y cuarto de la tarde,Calder, Bernardo, Jim Echevarría, Cornelias,Lázaro y yo tomamos el tren para la ciudad. Yo mesentía tranquilo y dueño de mí mismo, pese a que aBernardo le dio por gastarme bromas sobre elnerviosismo que acomete a los que comienzan.Los seis nos metimos en el mismo compartimiento, yhasta la segunda estación estuvimos solos. Allísubieron dos hombres. Tenían la misma edad,llevaban trajes parecidos y cubrían sus cabezascon sombreros grises. Los dos llevaban cartera. Noeran hermanos. Cuando ellos entraron, me di cuentade que nosotros formábamos una extraña partida.Cornelias, Jim y Bernardo iban con sus jerseys decuello alto, a franjas de colores, sus pantalonesarrugados, y calzaban borceguíes de gimnasia.Lázaro vestía su acostumbrado traje negro conrayas blancas, y llevaba su camisa negra y corbatablanca. Los rostros machacados a puñetazos meresultaban sorprendentes en comparación con losrostros intactos, cuidadosamente conservados, delos dos recién llegados. El rostro de Lázaro,largo y delgado, de boca hinchada y cejas rotas,pálido y de expresión ávida —a causa de los ojoshundidos e inquietos—, y coronado por el cabelloreluciente de brillantina y repeinado, hubieradestacado entre cien mil hombres. Yo pensaba en micombate y tenía miedo de caer en un estado denerviosismo. Por esto reprimía mis movimientos,procuraba retardar mi pensamiento, y permanecerfrío, tan impasible como los rostros de Barba yCornelias. Ni por un instante sentí los nerviosalterados, pero en compensación me hundí en unestado de ánimo extraño, como si me hubieraquedado sin sangre, sin venas y sin nervios. Casicomo si no existiera. Mis compañeros ibansilenciosos, y solamente de vez en cuandocambiaban algún comentario sobre una mujer quepasara por el pasillo, un apagón de luces, unabocanada de humo que se colara por la ventana mal

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cerrada. Comentarios cortos y chuscos que noalumbraban una conversación. Los dos señores nosmiraban y eran los únicos que sonreían antenuestros comentarios. Parecía que tuvieran deseosde trabar conversación con nosotros, y sus miradasnos observaban con sonriente curiosidad.Entramos juntos. Los acomodadores, sentados en lassillas junto a las puertas, leían los periódicosde la noche y charlaban. En el centro de la salase alzaba el ring, grisáceo, con el armatoste delos focos arriba, apagado y frío. Junto al ringhabía un grupo de hombres en pie. Al acercarme, vique muchos de ellos eran muchachos muy jóvenesvestidos al estilo de Bernardo y Cornelias, consacos de lona azul, roja, verde, amarilla, en lasmanos. Estaban silenciosos. Y los otros que ibancon ellos eran de más edad; muchos llevabancorbata de lazo y pantalón blanco, y hablaban ygesticulaban. Cuando nosotros llegamos, los quehablaban interrumpieron su charla para saludar congritos y gestos, con calor, a Calder, a Barba y aCornelias y a Jim y a Lázaro. Y los muchachos losmiraron reverentemente. Un hombre alto y de rostroblanco gritó alegremente a Barba:—¿Qué? ¿A quién matarás la próxima vez?Bernardo se dispuso a contestarle, pero Calder lohizo antes que él:—A nadie. Ahora le tengo descansando.El alto dijo:—¿Ya se te cansó?Y sin dar tiempo a responder, se echó a reír conuna carcajada de satisfacción por su dicharacho,que arrastró las carcajadas de los que iban conél.Otro, también con pantalón blanco y corbatín,preguntó a Calder:—Me han dicho que presentas un gallo al Navarro.Calder afirmó de una cabezada. El otro lepreguntó:—¿Cómo se llama?Calder me agarró por el cogote y me puso frente alque había hablado y dijo:—Es éste. Luisito Canales.

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El hombre sonrió alegremente, me dio un cachete amodo de saludo y dijo:—Mira, te voy a decir con quién vas a pegarte estanoche...Y sacó un papel del bolsillo de su pantalón.Pero el hombre alto que se había metido con Barbadijo:—Canales es el que peleará con el mío. Con EstebanCaño.Y un muchacho más alto que yo, delgado y moreno,de facciones agitanadas, se adelantó del grupo demuchachos con bolsas en las manos y se puso allado del que había hablado, quien me dijo, altiempo que señalaba al muchacho:—Es éste.Esteban Caño me tendió la mano, y yo le dije:—Mucho gusto.El que había querido informarme de quién era miadversario dijo:—Tu combate es el tercero...Y Calder preguntó que a qué hora comenzaría lavelada. Yo observaba a Esteban Caño. Y él tambiénintentaba observarme, pero cuando nuestras miradasse cruzaban, él apartaba la vista y movía los piesinquieto. Tenía la nariz aplastada por los golpesy una ceja rota. Oí a Calder:—Creo que Caño ya tomó parte en el Navarro del añopasado...El alto dijo:—Llegó a la semifinal, pero nos robaron elcombate.Esteban Caño asintió tristemente, mediante unacabezada; me dirigió una ojeada, bajó la vista,miró al suelo y otra vez movió sus pies. Calderdijo:—Anda, vamos, Luisito; quiero presentarte a unamigo mío.Mientras andábamos hacia la salida, Calder medijo, refiriéndose a la gente junto alcuadrilátero:—De todos éstos, el más bueno merece garrote.Afuera, en la calle, había bastante gente a laespera de que abriesen las puertas. Sobre laentrada, en luces de neón blancas, formando

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grandes letras, se leía: GRAN TROFEO TOMÁS NAVARRO— HOY. Soplaba viento frío y comenzaba alloviznar. Yo tenía la sensación de que me seríaimposible vencer a Esteban Caño, y me repetía, unay otra vez, que tenía que ganarle, fuera comofuese.Cruzamos la calle, y nos metimos en un bar. Estabaatestado. En el aire, denso de humo de tabaco,iluminado por la luz azulada de cuatro globos,vibraba el murmullo producido por lasconversaciones mezcladas de cuantos allí estaban.A la derecha había un mostrador con un cristaldetrás; en medio, sillas y mesas, y junto a lapared opuesta al mostrador se alineaban variasmeses de juegos eléctricos —-esos en que hay unbotón que al ser oprimido mueve una pelota o unasfiguras, y así, apretando el botón, se juega—. Nosacodamos en el mostrador. Pegadas al espejo habíafotografías en las que se veía —en todas ellas— almismo hombre, un boxeador de pecho abombado,piernas zambas y cabeza grande, vestido con unoscalzones que le llegaban hasta la rodilla, yanchos como faldas de lagarterana. Se le veía entrance de lucha con otros boxeadores, en pie juntoa otros púgiles tumbados en el suelo en tanto queel árbitro contaba, y en un par de fotos aparecíaa hombros de una multitud compuesta de tipos congrandes bigotes, sombreros hongos, y cuellosalmidonados, altísimos, que les atenazaban elcuello hasta la mandíbula. En una gran foto,tomada en un estudio, el boxeador estaba enactitud de pelea, como si pretendiese dar unpuñetazo a la cámara, y parecía que llevase loslabios pintados; una faja de seda con largoscolgajos ceñía su cintura.Calder pidió dos coñacs y preguntó por Baltasar.Al poco llegó, tras el mostrador, un hombrevestido con traje azul marino, corbata amarilla, ycon la cabeza cubierta con una gorra de sedanegra. Fumaba un puro. Avanzó hasta quedar frentea nosotros, se acodó en el mostrador y mirófijamente a Calder, sonriéndole en silencio.Calder le dio un puñetazo en el hombro derecho, yél se limitó a mirar, a lo lejos, por encima del

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hombro de Calder, a sonreír, a volver a mirar aCalder, y a acentuar su sonrisa para mirar a lolejos. Tenía el rostro morado, la nariz sin hueso—absolutamente plana—, y ojillos negros, muyvivos.Dijo en un susurro:—¿Qué hay, granuja?...Entonces llegó el camarero y sirvió los doscoñacs, y el hombredijo:—Trae otro para la casa.Y rió su gracia. El hombre de la gorra negra erael mismo que aparecía en las fotografías. Calderpreguntó: —¿Qué novedades hay?El otro respondió encogiendo sus hombros en unademán de asco. Y preguntó:—¿Qué tal Barba?Calder extendió las manos palma arriba. El otrodijo: —A éste ya te lo han cascado para siempre.No volverá a coger la forma en su vida. El pobreCharly Collado se lo cargó para siempre. Caldertomó un sorbo de coñac. Y el de la gorra comentópara sí: —Collado era de lo mejorcito que he vistoúltimamente... Lástima de muchacho.Calder me propinó una palmada en la espalda y,dirigiéndose al de la gorra, dijo:—Mira, Baltasar: éste es el fenómeno que presentoesta noche. El hombre me miró con gran ironía ensus ojillos, perdidos entre los párpados, de colormorado. Sus ojos chispeaban y daban la impresiónde que quisieran explicarme todas las cosasgraciosas en que estaba pensando el hombre. Dejóde mirarme, y, sin abandonar la sonrisa, lepreguntó a Calder: —¿Mosca? Calder dijo: —No,gallo. —No lo parece. —Pues pega como un welter.El llamado Baltasar me miró escépticamente ymusitó: —Ya veremos..., ya veremos...Suspiró y paseó su mirada por el bar. Parecía queestuviera deseando que nos fuésemos. Calder dijo:—A ver cuándo vienes al gimnasio... Verás a mis"leones"; y Barba y los otros estarán muycontentos de que tú los veas entrenarse...

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Baltasar, en un rasgo grandioso, tendió su mano aCalder al tiempo que le decía:—¡Adiós, chico! A más ver...Y se echó para atrás, mirándonos como si temieseque no hubiéramos comprendido que nos habíadespedido. Calder sacó su portamonedas, y Baltasardijo:—¡Deja, loco! La casa invita. Guarda tu dineropara cuando te haga falta...Nos fuimos.En la calle, Calder me explicó que el hombre de lagorra negra era Baltasar Cuenca, que había sidocampeón de Europa y que fue a América, en donde ledescalabraron para el resto de sus días. Dijo queera una auténtica gloria nacional. Calder añadió:—Pero éste ha sabido guardar su dinero, y en suvida ha probado el alcohol. Es todo un tipo. ¿Tehas fijado que no ha tomado ni un sorbo del coñacque ha pedido?Y se quedó sumido en reflexiones. Yo me acordéde Esteban Caño y, quizá porque la imagen me pillódesprevenido, tuve un estremecimiento nervioso.El público estaba entrando ya. Las luces habíansido encendidas, y muchas sillas estaban ocupadas.Los acomodadores se movían aprisa entre las filasde butacas, seguidos más lentamente por losparroquianos. El grupo junto al ring habíadesaparecido.Entramos en los vestuarios. Había gran confusión ygriterío. Todos los boxeadores que iban a actuaraquella noche —se celebrarían diez combates— y suscuidadores y acompañantes estaban allí. A laderecha había una hilera de duchas, y a laizquierda varias puertas numeradas, que aquellanoche permanecieron cerradas. Algunos de losparticipantes en el Tomás Navarro iban ya con elatuendo de boxear, algunos se estaban desnudando,y otros vestían el mono de gimnasia o bata.Alrededor de cada uno de ellos estaban sus amigos,y todos gritaban y bromeaban. Algunos hacíanmovimientos de gimnasia, y dos muchachos seentretenían en dar vueltas, corriendo, alrededorde la sala. Constantemente entraba y salía gente.Calder me dijo que me desnudase, y se marchó. Yo

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me desnudé y colgué mis ropas en una perchaclavada en la pared. Con calzones de boxeo, y conla toalla alrededor del cuello, esperé, sentado enel banco y observando a aquella gente. Pronto meentró frío y comencé a temblar como un perro. Vi aCalder en el otro extremo, charlando con un hombrebajísimo que gesticulaba mucho. Los dos parecíanestar muy interesados en la conversación quesostenían, y sus figuras, vistas desde donde yoestaba, me parecían absurdas, sin sentido.Temblaba y no sentía deseos de pelear. Una oleadade tristeza y cansancio me invadió. De buena ganahubiera regresado a casa. No sentía miedo, pero elcalor que solía acompañar mis sueños de llegar aser boxeador había desaparecido, y mis proyectosse me parecían ridículos. Era como si hubieradescubierto que había estado fingiendo,representando una comedia, y me hubiera dadocuenta en mitad de un gesto de comedia. Miraba aaquella gente y la veía perteneciente a un mundoque no era el mío. La fábrica, mi casa, mi mujer ymis hijos sí eran mi mundo. Vi a Esteban Caño.Estaba cosa de unos veinte pasos a mi izquierda,y, vestido con un mono azul cielo, se entreteníaen saltar a la comba. Saltaba muy rápidamente, yefectuaba raros movimientos de muñeca queimprimían a la cuerda un movimiento que causaba lasensación de que la mitad de la cuerda girara enun sentido y la otra mitad en otro. Decidí que, encuanto recibiera el primer golpe, me tumbaría ydejaría que el árbitro me contase los diezsegundos. Y al día siguiente acudiría a lafábrica, donde trabajaría sin pensar en elgimnasio —más tranquilamente, más normalmente—,luego iría a jugar al dominó, y luego a casa.Un altavoz tronó roncamente en la sala: "Primercombate. Pesos moscas. José González. Gon-zá-lez.Y Cayetano Almendros. Al-men- dros". Se levantó unmurmullo, y algunos salieron de la sala. Vi a unmuchacho, vestido con bata negra, y con las manosvendadas, que se dirigía hacia la salida; caminabamuy decidido. Le seguía el hombre bajísimo conquien Calder había estado hablando.Calder estaba frente a mí y me decía:

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—¿Tienes frío, Luis?Esto cualquiera lo hubiera adivinado. Estabatemblando. Dijo:—Muévete un poco. Haz sombra.Me puse en pie y comencé a fingir fintas y aamagar golpes a un inexistente adversario. Fijosmis ojos en mi sombra, procuraba cazarla apuñetazos. Pronto sentí romper el sudor en mifrente y axilas. Dejé de hacer sombra.Calder me llamó. Y los dos nos sentamos en unabanqueta, el uno al lado del otro, como una parejade novios. Calder dijo:-¿Qué?Yo contesté:—Bien.Él:—¿Aún tienes frío?Yo:—Ya no.Calder siguió:—Mira: este Esteban Caño es bueno. Lleva tres añospeleando y tiene experiencia, ¿sabes?Se detuvo. Me dio una palmada en el dorso de lamano, y siguió:—Pelea tal como yo te he enseñado. No intenteshacer nada nuevo, ocurra lo que ocurra...¿comprendes?—Sí.—Quizás en los primeros asaltos recibas leña. Note importe.—No, señor.—Aguanta.—Sí, señor.—Si te hace daño, si notas que te ha "tocado",echa rodilla en tierra y espera hasta que teencuentres bien... Pero siempre cuando oigas elsiete del árbitro, tienes que ponerte en pie...Cuando el árbitro llegue a siete, tú levántate,¿eh?—Sí.—-Si al ponerte en pie aún te sientes mal, buscael cuerpo a cuerpo, abrázate a Caño y trábale losbrazos... ¿Te acuerdas de cómo Lázaro lo hace?—Sí.

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—-Pues de esta manera. Y busca siempre pegar alhígado de Caño con tu izquierda. Si no aciertas ala primera, tú no te preocupes, sigue pegando...Tú pega siempre... Tu mejor arma es el golpe deizquierda. Ya te he dicho que Caño sabe más quetú. pero tú eres más boxeador, porque pegas más...Él te aventaja en experiencia, pero tú tienes algoque él nunca tendrá: dinamita en los puños.¿Comprendes, hijo?—Sí.Hasta el vestuario llegó el fragor de una ovaciónen la sala. Sonaba lejana y terminó pronto. Fuemuy corta. Al cabo de cuatro o cinco segundos, seoyó otra ovación, que fue más larga y más fuerte,dando la sensación de que la sala en que estaba elpúblico se hubiera acercado a los vestuarios.Calder metió la mano en el saco de lona y extrajolas vendas. Comenzó a liarme las manos, lenta,cuidadosamente, y yo me sentía revestido defuerza, como si las vendas me la dieran. Seabrieron las puertas del vestuario, y el rumor delas conversaciones y gritos del público invadió elcuarto. Entró el muchacho que yo había vistosalir, vestido con la bata negra; saltaba de gozo,y abrazaba a cuantos se le ponían al paso. Lasgreñas le caían sobre el ensangrentado rostro,pero reía, daba cabezadas, corría y saltaba locode alegría. Tres o cuatro muchachos fueron haciaél y le abrazaron largamente. Tras él habíaentrado su contrincante. Sonreía serenamente.Otros muchachos se acercaron a él y le hablaron, yél se encogió de hombros con resignación, y semetió en las duchas.La voz volvió a sonar por el amplificador:"Segundo combate. Pesos moscas. Boby Ruescas. Ru-es-cas. Y Felipe García Alonso. A- lon-so".Entró Barba. Muchos de los que estaban en elvestuario anduvieron hacia él para golpearle laespalda y saludarle con "¡Hola, Bernardo!","¡Hele, Barba!". Vino a sentarse a mi lado. Ydijo:—¿Qué hay, Luisito?—Nada.—¿Nerviosillo?

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—No, ni pizca.Barba se rió como si no me creyese. Señaló al quehabía entrado saltando y abrazando a todo elmundo, y dijo:—Éste ha tumbado al otro tipo. Ha sido un golpe desuerte. Un golpe en la barbilla. El otro ibaganando el combate...Y añadió, dirigiéndose a Calder:—Me he jugado una merienda a que Luisito gana porfuera de combate.Me sentí nervioso y fijé mi vista en mis manos,vendadas. Barba insistió:—No le durará ni medio asalto.Tuve deseos de orinar. Fui a las duchas. En una deellas, bajo el chorro de agua fría, estaba elmuchacho que había perdido la pelea, y ante él uncorro de amigos discutían. Oriné en la ducha de allado y luego me miré en el espejo. Me pareció queel hombre que el espejo reflejaba era distinto amí. Estuve contemplándome largo rato. No estabanervioso, y, sin embargo, sentí deseos de orinarde nuevo. Lo intenté y no pude. Pensé que quizáfuera mejor que regresara al vestuario. Y cuandome disponía a hacerlo, sentí pereza y decidíquedarme en las duchas. El vencido ya se habíamarchado acompañado de su coro, y yo estaba solo ya gusto. Así estuve hasta que se abrió la puerta,y Calder asomó la cabeza. Al verme, sonrió y dijo:—Anda, vamos.En el vestuario había más gente que cuando yo lodejé para ir a las duchas. Un grupo se concentrabaalrededor de uno de los púgiles que habíaterminado la pelea hacía unos segundos. Por elaltavoz sonó el aviso: "Tercer combate. Pesosgallos. Luis Canales. Ca-na-les. Esteban Caño. Ca-ño".Salimos al pasillo que conducía a la sala. Calderiba delante; llevaba en sus manos mis guantes depelea, un par de toallas y el saco de lona con laesponja, el protector dental, la botella de agua yel desinfectante. Barba caminaba a mi lado. Amedida que avanzábamos por el largo y estrechopasillo iluminado por las tristes bombillasamarillas que, desnudas, colgaban del techo, el

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rumor del público se hacía más claro y fuerte.Calder abrió la puerta al final del pasillo y lamantuvo abierta para mí. Estábamos ya en la sala.Avancé por entre las butacas, camino del ring,que, iluminado, se alzaba frente a mí. Algunosrostros se volvieron hacia mí. Bajé la cabeza yaceleré el paso. Subí los tres escalones y, porentre las cuerdas, me colé dentro delcuadrilátero. Calder se quedó fuera del recinto,de pie en el borde del ring.Fui al centro y di un par de cabezadas a derecha eizquierda. Sonó un débil tableteo de palmas.Regresé al rincón en donde Bernardo y Calder meesperaban. La sala estaba medio vacía y la gentecharlaba, discutía, leía el periódico. Nadieparecía estar interesado en el cuadrilátero.Calder me calzó los guantes y Bernardo me dioagua. Sonaron aplausos fuertes y me di cuenta deque iban dirigidos a Bernardo. Calder,distraídamente, le ordenó:—Bájate, Bernardo.Y Barba, de mala gana, fue a sentarse en laprimera fila de butacas.Esteban Caño saltó al ring, anduvo hasta mi y mesaludó con un apretón de manos. Luego saludó aCalder.El árbitro nos llamó. Era un hombre viejo queusaba gafas ahumadas. Nos dijo que no nosagarrásemos, que no nos diésemos cabezazos, que nopegásemos con los codos, que nos separásemos tanpronto como él lo ordenara, y que en todo momentoobedeciésemos sus órdenes. Luego nos exhortó a quenos pegásemos noblemente. Y nos mandó a nuestrosrincones.Las luces en la sala se apagaron, y los focossobre el ring me parecieron más luminosos. Calderme quitó la toalla que yo aún llevaba alrededordel cuello, me pasó la mano por la cara, como siyo fuese un niño... Y sonó el gong. Calder memetió el protector dental dentro de la boca, y meempujó hacia el centro del ring.Esteban Caño, sus ojos fijos en los míos, avanzabahacia mí.

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Cuando Caño llegó al alcance de mis puños, mesentí con todos mis músculos trabados, como si seme hubiesen agarrotado. Caño, sus ojos gravesfijos en los míos, avanzó un paso, retrocedió dos,balanceó el cuerpo, se agachó y se irguió. Simulóque se disponía a darme un golpe y luego sopló porlas narices, como un toro abanto, fingiendoasustarse ante un golpe que yo tuviera laintención de largarle, retrocedió rápidamente. Yome mantuve firme, a la espera. Caño, a pasos decostado, simulando siempre que se disponía apropinar golpes, se desplazó hacia mi izquierda, yluego hacia mi derecha, y estuvo bailoteando a mialrededor, sus puños moviéndose arriba y abajo, sucuerpo agachándose e irguiéndose, sus ojos fijosen los míos. Yo veía a Caño tal como se ve laimagen en la pantalla del cine, estando uno en laoscuridad. Oí un par de veces la voz de Calder:"Échate para delante, Luis". "¡Pega, ya!" Y la vozme pareció extraña, desconocida casi. Yo dabalentamente vueltas sobre mí mismo, para estarsiempre frente a Caño. A consecuencia de una deaquellas repetidas maniobras de Caño, recibí elprimer puñetazo. Fingió un retroceso y, en lugarde retroceder, avanzó medio paso y me propinó unpuñetazo en el rostro. Al sentir el golpe, como siéste hubiese sido la presión que liberase unresorte, me eché hacia delante y pegué un golpe dederecha, uno de izquierda, y tres más de derecha.Muy rápidamente. Todos mis golpes se perdieron enel aire. Caño, sus ojos fijos en los míos, estabamás allá del alcance de mis brazos. Y en elinstante en que me daba cuenta de ello, y desistíade seguir pegando, recibí tres golpes, secos yfuertes, en los ojos. Sentí dolor, y luego unaoleada cálida me invadió la cabeza; mi vista senubló, y por un instante no supe dónde me hallaba.Pero permanecí erguido. Y se me apareció el rostrode gitano de Caño, junto al mío. Le lancé miizquierda, de abajo arriba, a la barbilla, y en elmomento en que mi puño debía llegar al rostro deCaño, sentí un golpe, fuerte como la coz de unacaballería y frío como si me lo hubiesen pegado

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con un martillo, en mi ojo, ceja y pómuloizquierdos.Cuando, para levantarme, puse rodilla en tierra,me di cuenta de que mi ojo sangraba. Todo lo veíacubierto de un velo de color de rosa. Pero yo mesentía bien. Me alcé y fui en busca de Caño.A partir de aquel instante no hice otra cosa queandar a la busca de Esteban Caño, sin preocuparmede los golpes que pudiera darme. Y cuantos másgolpes recibía más fuerte era mi decisión dedescalabrar a Caño. La sensación de sorpresa anteel primer golpe, dio paso a otra de encarnizadatozudez. Cuantos más golpes recibía, más meencorajinaba, más golpes lanzaba yo, y menostrataba de protegerme. Mi rostro ardía, insensiblea los puñetazos que llovían sobre él. Cada vez quecaía al suelo —no sé cuántas fui derribado—, mealzaba inmediatamente, sin esperar a que laconciencia volviese a mí. Mis puñetazos, lanzadoscon todas mis fuerzas, se perdían en unincomprensible vacío. Y cada uno de mis puñetazosse convirtió en el anuncio del golpe que yo iba arecibir en el rostro. Al terminar el asalto, no oíla campana, y el árbitro tuvo que empujarme haciael rincón en que Calder me esperaba.Vi su sonrisa triste, y tan pronto como hubeescupido el protector dental, le pregunté:—¿Qué tal?Y él me dijo;—Anda, siéntate.Me senté en el taburete. Sentí la toalla húmeda enmi rostro. Calder, en movimientos lentos, suaves,me limpió la cara. Le oí;—Cierra los ojos.Y sentí la quemazón del antiséptico. Al abrirlos ojos vi la toalla colgando de la cuerdasuperior del ring, a mi derecha. Estaba roja desangre. El rostro de Calder se me apareció encimadel mío. Sus ojos examinaban mi cara. Yo dije;—¿Quién está ganando?Calder, sin mirarme a los ojos, dijo;—Él.Parecía decepcionado. Me dio agua. Y luego me pusosu mano sobre el pecho. Dijo;

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—Si quieres, en el próximo asalto lanzaré latoalla. Cuando vuelva a tumbarte, yo lanzo latoalla y nos vamos a casa...Le miré. Estaba grave y ceñudo; por un instante memiró a los ojos, y luego su vista recorrió mi caradeteniéndose en las cejas y pómulos. En su rostroapareció una súbita expresión de contrariedad.Dijo;—Vuelve a cerrar los ojos.Y su mano alcanzó el frasco de cicatrizante. Melimpió los párpados, y sentí el pincel sobre lascejas. Me limpió las mejillas, y sentí el pincelen los pómulos. Cuando hubo terminado, miré haciaabajo. Allí, en primera fila, estaban Jim,Cornelias, Lázaro y Bernardo. En el rincón deenfrente, Caño y su cuidador conversabanconfidencialmente. Caño asentía a cabezadas, y sucuidador acompañaba sus palabras confidencialescon ademanes, y de vez en cuando miraba hacia mí.Calder, silencioso, me daba masaje en el estómago.El segundo asalto se desarrolló igual que elprimero, con la salvedad de que Caño puso especialempeño en que sus golpes fuesen a dar exactamenteen las heridas que me había abierto anteriormente.Mis cejas y pómulo volvieron a sangrar, y yo mesumergí de nuevo en el mundo rosáceo, con lasombra de Caño frente a mí, y la otra sombra, ladel árbitro, moviéndose al margen. Caño me derribódos veces, y yo en las dos ocasiones me puse enpie inmediatamente, sin dar tiempo a que elárbitro iniciara su cuenta. A partir de la segundacaída, me acometió una sensación parecida almareo. Me parecía que el ring se balancease, seviniese hacia mí, por delante, y se moviese deizquierda a derecha y de derecha a izquierda. Pesea ello, mis puñetazos dieron, alguna que otra vez,en los guantes y antebrazos de Caño. Al igual queme ocurrió cuando por primera vez cambié golpescon Lázaro, yo había captado el sentido de lasrepetidas evoluciones de Caño e, instintivamente,sabía a qué distancia y en qué postura se hallabarespecto a mí. Cuando sonó la campana anunciandoel final del segundo asalto, el público rompió en

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una ovación dirigida a Caño. Calder y yo, duranteel descanso, no pronunciamos palabra.Le tumbé al principio del tercer asalto. Caño mesaludó con un directo en la frente y un swing alcostado izquierdo. Yo pegué con la derecha. Oí elrestallar del cuero de mi guante contra el guantede Caño. Pegué con la izquierda y mi puño sehundió en el estómago de Caño. Su rostro secrispó, cerró y abrió los ojos repetidas veces,tal como hacen los pollos moribundos, y abrió laboca en busca de aire, al tiempo que doblegaba elcuerpo hacia delante). Yo volví a pegar con laizquierda, pero esta vez a plena conciencia,sabiendo dónde iba a pegar, y dotando el golpe contodo el peso de mi cuerpo. Le vi doblegarse másaún, como si quisiera morderse las rodillas, yluego cayó hacia delante tocando el suelo,primero, con las rodillas, y luego, en seguimientode su movimiento de caída, con el rostro.Lentamente rodó a la derecha y quedó tumbado decostado sobre la lona, las piernas encogidas y losantebrazos sobre el estómago. El árbitro me empujóhacia un rincón y comenzó su cuenta. Algunos deentre el público estaban en pie, con la vista fijaen Caño. Cuando el árbitro llegó a diez, se vinohacia mí y alzó mi brazo derecho en el aire. Elpúblico emitía un murmullo de decepción, y unoscuantos, muy pocos, pal- moteaban. Entre elárbitro, Calder y yo llevamos a Caño a su rincón yle sentamos en su taburete. Meneaba la cabezalentamente, al compás de los espasmos dolorosos enel hígado, y respiraba trabajosamente, muyseguido, inhalando el aire por la boca y echándoloinmediatamente por boca y nariz. Con los ojos aúncerrados, musitó:—Quítame los guantes...Y su preparador procedió a desnudarle las cintasblancas. En el flanco derecho de Caño se extendíauna mancha rosada. Oí a Calder:—Anda, dale la mano.Caño ya tenía los ojos abiertos. Yo estreché susmanos, y él, dirigiéndose a su preparador, dijo:—Fue un golpe en frío...

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Su preparador no le contestó. Me dio su mano y medijo:—Enhorabuena, Canales. Ha sido un bonito golpe.Caño se puso en pie, me abrazó, y me empujó haciael centro del ring, donde recibimos unaovacioncilla entreverada de silbidos.Cuando, entre las filas de.butacas, me encaminabahacia los vestuarios, me crucé con los dos púgilesque iban a celebrar el combate siguiente. Los dosme miraron al rostro, y uno de ellos sonrióirónicamente y soltó un silbido de asombro.Barba, en el vestuario, se me echó encima, meabrazó y me gritó mil felicitaciones. Él mismo mequitó las vendas de las manos. Yo busqué a Caldercon la mirada, pero no estaba allí. Le pregunté aBarba:—¿Dónde está Calder?Y Barba, en un movimiento de hombros, queexpresaba desdén,dijo:—Déjale.Yo dije:—¿Qué le pasa? Parece que esté molesto conmigo...Barba repitió:—Déjale. Es un tipo raro.Al entrar en las duchas, vi mi rostro. La carnehinchada de mis mejillas y la sangre sobre la pielhabían convertido mi rostro en un globo rojo. Laceja izquierda estaba rota en un corte vertical,corto y hondo, que aún sangraba-, el párpadosuperior del ojo izquierdo estaba rajado, bajo,lalínea de la ceja, y los bordes de la herida erande color rosa pálido, en tanto que su interior erarojo oscuro. El ojo izquierdo aparecía achicado enun guiño inmóvil y picaresco; toda la carne a sualrededor estaba hinchada y amoratada. Mi labiosuperior se remangaba hacia arriba, como siquisiera alcanzar la punta de la nariz. Aquelrostro no era el mío. Me llevé las manos a la caray la toqueLas yemas de mis dedos sintieron el ardor de lapiel, pero en mi rostro no sentí el contacto demis manos. Me propiné un par de cachetes y sentídolor, pero no en la piel, sino dentro de la cara,

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en los huesos del rostro: un dolor sordo cuyaintensidad crecía en latidos.Bernardo, a mi lado, rió y dijo:—En cuanto te limpies la cara quedarás como nuevo,y mañana ya ni te acordarás...Al vestirme me sentí mejor. Mis ropas, viejas ysucias, olían a mí mismo, llevando a mi memoria micasa y mi trabajo. Sentí la tristeza de cada día yle di la bienvenida. Al día siguiente, a las ochode la mañana, estaría de nuevo en la fábrica, conPedros, Alcaraz, Juanín, Manzanas y todos. Estandoya vestido, volví a las duchas para contemplar mirostro. Estaba más hinchado aún. La piel, tirante,relucía como si le hubiesen dado barniz, y lasmanchas moradas y amarillentas estaban debajo dela piel y transparentaban por ella.No esperamos a que terminase la velada, porque elúltimo tren para la población en que vivíamossalía a las doce de la noche. Barba y yo, al salira la calle, nos encontramos con un grupo formadopor Calder, su amigo de la gorra negra, Lázaro,Cornelias y Jim Echevarría, que hablaban bajo unfarol. La calle estaba desierta, y las voces deCalder y Baltasar Cuenca seguramente se oían desdedentro de las casas, en los dormitorios. Lázarodijo que aquella noche la pasaría en la ciudad, ytodos reímos. El viejo boxeador nos acompañó a laestación en su automóvil, un trasto viejo y muygrande del que estaba orgulloso. Por el camino, yluego en la estación, mientras aguardábamos eltren, Calder y su amigo estuvieron hablando de susbuenos tiempos, contándose historias en las queaparecían los nombres de los grandes hombres delmundo del boxeo. En la soledad subterránea de laestación, bajo las luces intensas y falsas de losneones los rostros y las voces de los que estabanconmigo me parecían extrañas, como siperteneciesen a un sueño incongruente. La sonrisalenta del viejo Cuenca, sus palabras sentenciosasy su excéntrica gorra negra me causaban cansancioy tristeza. Echevarría, Cornelias y Bernardo eranfiguras de barro, gruesas, toscas, inmóviles, ycon grandes cabezas. Los oídos me zumbaban y mesentía infinitamente cansado, y, al mismo tiempo,

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presa de gran excitación nerviosa. Mis ojos veíanlos más leves movimientos de las manos, los dedos,los labios de mis amigos, pero mi cabeza andabademasiado de prisa en captarlos y por eso aquellosmovimientos me parecían lentísimos. Calder yCuenca daban la impresión de que, al conversar, seglorificasen el uno al otro. Jim, Bernardo yCornelias tenían sus miradas perdidas en lasparedes de la estación, en los anuncios de bebidasrefrescantes y pastas para los dientes, y yoestaba seguro de que en sus oídos había silencio yen sus mentes paz. Sentadas en un banco, un par degitanas, con tres grandes cestos cargados depiezas de tela de colores, charlabanincansablemente; llevaban vestidos blancos ybrillantes, el pelo negro, liso y reluciente, eiban maquilladas con coloretes vivos sobre su pielaceitunada; eran obesas como focas. Un muchachodelgado, alto y pálido, vestido con una gabardinaque colgaba de sus hombros como una bandera cuelgadel asta en un día sin viento, paseabanerviosamente, y miraba a las gitanas y nos mirabaa nosotros; su gabardina se balanceaba al compásde sus pasos. En otro banco había tres obreros yun niño: uno de los obreros daba cabezadas enlucha rutinaria contra el sueño; los otros dosfumaban lentamente, intentando hacer de la esperaun placer. Los rostros de los obreros meresultaban entrañables, porque eran los rostros demi gente, el rostro que yo tendría cuando llegasea la edad que ellos tenían. No había nadie más enel andén, y las palabras de Calder y su amigosonaban, entremezcladas con las de las gitanas, enel ámbito tubular.Pensé en mi mujer. Ella no sabía aún que yoboxeaba. ¿Por qué no se lo dije? ¿Y por qué looculté con tanto cuidado a mis compañeros detrabajo? No lo sabía, pero en aquellos instantesme pesaba haberlo hecho. El regreso a casa, trasla ausencia injustificada de aquella noche, meparecía penoso. Mi mujer era muy rara. Siempreestaba callada, miraba, pensaba para sí y no decíapalabra. Así organizaba sus reacciones, susdramas, sus esperanzas... Y llegaba un momento en

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que todo lo que había estado pensando, a sumanera, durante sus silencios, se le atrepellabaen la cabeza, y le faltaban palabras para decirlo.Y entonces hablaba rápidamente, moviendo mucho losbrazos y las manos, echándoseme encima y poniendogran pasión en sus palabras. Era inútil intentarcontradecirla porque ella creía que llevaba razón,y si se la contradecía se excitaba más y más, ychi- liaba... Y no quedaba otro remedio queatizarle un par de bofetadas. Yo pensaba en laescena de mi llegada, con aquel rostro... Estaríaen el papel de un embustero puesto aldescubierto... Comprendí entonces las escenas deBernardo Barba en la fábrica, cuando con el rostrohecho cisco declaraba, orgulloso, ante lascarcajadas de todos: "¡Pues gané por K.O.!"Cuando el tren llegó, el viejo campeón estrechó lamano a todo el mundo, y a mí me dijo: "Adiós,gallito. Iré a verte en tu próximo combate, y yaveremos qué es eso de tu izquierda... Yaveremos..." Y en sus palabras había amenaza yesperanzas mezcladas.Viajábamos en silencio. Bernardo dormía, su cabezase apoyaba en el cristal, sucio y grueso, de laventanilla, y se bamboleaba al compás deltraqueteo del tren. Tenía la boca abierta.Cornelias y Jim Echevarría, con sus grandes yduras manos inocentemente cruzadas sobre laspiernas, miraban al frente, a la nada, al aire enel vagón. Y Calder mantenía la cabeza baja, ymiraba de soslayo hacia fuera, hacia la oscuridaddel túnel; en su rostro había la sonrisa de dolorde estómago; parecía sumido en reflexionessatisfactoriamente amargas; quizás estuvierarecordando los buenos tiempos idos de su amigo elcampeón de la gorra negra. Todos estaban, a sumanera, en paz. La cara me dolía. Me llevé la manoal rostro, y la piel, con sólo el roce de lasyemas de mis dedos, se encendió de dolor como sihubiera recibido una descarga eléctrica. Y eldolor de la piel pasó a la carne, debajo, ytemblando llegó hasta los huesos, y desde allíregresó el dolor a la piel, y una y otra vez fue

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latiendo el dolor —de dentro afuera y de fueraadentro— hasta que murió.Se burlarían de mí de la misma forma que se habíanburlado de Bernardo. Ellos sabían lo que nosotrosdeseábamos. Parecía que ellos también lo hubiesendeseado y soñado, pero ellos nunca intentaronlograrlo. Y se reían porque nosotros lointentábamos, y lo único que lográbamos era quenos rompieran la cara, y regresar al trabajo conel rostro hinchado, y las cejas y pómulos ypárpados rotos. Y se reían del rostro herido, dela lucha en el ring, de las horas en el gimnasio,de lo que a solas uno ha pensado y deseado...Habíamos salido del túnel. A través de laventanilla veía la noche con estrellas sembradas,arriba, y el campo negro, con alguna luzeléctrica, abajo. Cerca del tren, los postes deelectricidad y las rayas de sus hilos pasabanrápidamente. Cornelias y Jim Echevarría tambiéndormían. Las gitanas se habían tumbado a lo largode sus asientos y dormían. Formaban dos bultosgrandes, como delfines pescados y puestos sobre laplaya. Calder seguía inmóvil, con su sonrisa, fijala mirada ensoñada en la oscuridad tras elcristal.En la estación no había una alma. No nos dijimospalabra. Calder, Jim y Cornelias marcharon haciala Plaza Mayor, en tanto que Bernardo y yotomábamos la calle que nos conducía a lacarretera. Nuestro barrio, formado por unas quincecasas, está separado de la población, y parallegar a él hay que andar a lo largo de un caminoentre campos de cultivo. íbamos aún por la calleasfaltada, dentro de la población; casi todos losfaroles estaban apagados, los portales de lascasas estaban cerrados, y dentro de ellas no habíaluces. Nuestros pasos resonaban en el asfalto,endurecido por el frío. Bernardo andaba de prisa,encorvado, y con las manos en los bolsillos delpantalón. Parecía medio dormido. La piel de mirostro se estremecía de dolor al ser tocada por elaire helado, las heridas se contraían con el frío,y yo sabía que mi rostro hinchado había adquiridodureza de piedra.

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Al entrar en el camino, vi los campos llanos yoscuros, y encima, sobre todo, el cielo libre yprofundo, con sus estrellas. El aire olía atierra. Al frente veía las luces de los tres ocuatro faroles que alumbraban nuestro barrio. Oí aBernardo:—Tengo un sueño que no veo...Y bostezó. Dijo después:—Te han cascado duro hoy... —Y, como si meditaseen voz alta, añadió—: El boxeo es así. Y si nofuese así, no valdría la pena ser boxeador. Tepegó más que a una estera, pero tú le cruzaste alhígado y le mandaste al cuerno... Cada cual tienesu oportunidad. Fue un bonito golpe.Yo le pregunté:—¿Qué te pareció el combate?Pero Bernardo contestó sin pensar; seguramenteseguía meditando en lo que antes había dicho.Dijo:—Bien.Yo insistí:—¿Peleé bien?No me contestó. Caminaba cabizbajo y tiritando defrío. Dijo:—Calder está loco.—¿Por qué? ¿Ha dicho algo?—Nada. Pero está loco.Yo pensaba que, pese a haberlo ganado, había hechoun mal combate. Me hubiera gustado que el próximocomenzara en aquel mismo instante. Sentí coraje.Estábamos ya cerca de casa. Yo vivía en una de lasprimeras casitas, y Bernardo al fondo del grupo.Sin decir palabra, Bernardo se echó a corrercamino de su casa.Abrí la puerta de mi casa. La luz estaba encendiday vi a mi mujer sentada a la mesa del comedor.Estaba dormida, sus brazos y su cabeza sobre eltablero. Cerré la puerta cuidando de no hacerruido. Pero ella alzó la cabeza y me miró. Yopensé en el aspecto que mi rostro ofrecía. Mimujer no estaba sorprendida. Me miraba fijamente,como si quisiera comprender todo lo ocurrido,aquilatar, quizá, lo que significaba un combate de

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boxeo. Comprendí que sabía tan bien como yo mismomis andanzas de aspirante a boxeador. Dije:—Buenas noches.Luisa no me contestó. Lanzó un suspiro y se pusoen pie. Mi mujer era pequeña, delgada, escurridade caderas, y tenía el rostro alargado y huesudo.Cuando la conocí tenía los negros ojos brillantesy muy vivos. Nunca fue guapa, y en aquellostiempos el brillo nervioso y vivo de sus ojos sehabía apagado-, solamente al salir del cine lorecobraba unos minutos. Me estuvo mirando y, porun instante, dudó como si no supiera exactamentequé hacer. Yo permanecí quieto y callado. Luisadio media vuelta y, arrastrando los pies, anduvohacia el dormitorio —la otra habitación de micasa—. Al llegar a la puerta, apoyó la manoderecha en el quicio, se volvió hacia mí y, en vozbaja, para no despertar a los crios, dijo:—¿Ganaste?Hay cosas que son difíciles de explicar. Yo sentívergüenza. Y luego tuve deseos de abofetear aLuisa. Yo estaba dentro de un mundo, el del boxeo,y sabía exactamente lo que "ganar" significaba.¿Qué se creía ella que significaba "ganar"? Yosabía cómo era y cómo pensaba Luisa, y sabía que"ganar" era —para ella— algo tan ridículo, tantriste y absurdo como "perder", porque todo hacíareferencia a algo incomprensible para ella, que sellamaba "boxear". Y lo que para ella significaba"ganar", "perder" y "boxear", me daba vergüenza.Contesté:—Sí.Y pensé en mi rostro.Lanzó otro suspiro y entró en nuestro dormitorio.Si yo hubiese dicho que no, ella hubiera hecho lomismo.Entré en el dormitorio. La oscuridad del cuartoera dulce, el aire estaba tibio por el calor delos cuerpos dormidos de mis hijos, y se sentía elolor de sus cuerpos. Oía la respiración jadeantede la niña —menor que Luisín—, que es un pocoasmática. Luisa, sentada en el otro borde de lacama, se estaba desnudando. A poco oí el murmulloconfuso de las palabras incoherentes de Luisín.

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Luisín —el mayor— tiene tres años y siempre padecepesadillas. Es un chico raro que gusta de estarsolo y jugar solo. Muchas veces, al regresar de lafábrica, me lo encuentro sentado en el suelo, decara a la pared, hablando él sólito. Todas lasnoches sueña en voz alta, a veces grita y terminadespertándose, y entonces llora. Luisa se habíaacostado ya. Sus pies estaban cerca de donde yoestaba sentado. Tiré los zapatos y me desnudé. Metumbé en la cama sobre mi costado derecho. Alsentir la almohada en el rostro, pensé que me loquemaban con brasas, solté un bufido y, sinquerer, me incorporé. Era como si tuviera la caraen carne viva. Cuidadosamente me volví a tumbar,cuidando de quedar boca arriba. Luisa tambiénestaba así: ella siempre ha dormido boca arriba. Yyo sabía que Luisa estaba despierta y pensando. Yaunque era mi mujer, yo no podía adivinar en quépensaba; la cabeza de una mujer es una cosacomplicada. Seguramente pensaba en una estupidez,pero yo no podía saber qué clase de estupidezocupaba su mente. Mi cansancio era infinito, peromi imaginación estaba excitada, y yo no tenía nadaen que pensar. Comprendí que no dormiría en todala noche. Pensé en Luisa. La oí suspirar.Seguramente quería decirme algo. Pero permaneciócallada. Yo escuchaba las palabras confusas deLuisín. Oí a Luisa:—¿Te han hecho mucho daño?—¡Cállate y duerme!La oí lanzar un suspiro de resignación.Luisa estaba, de seguro, con los ojos abiertos,orientados al techo, y pensaba lentamente.¿Pensaba en si me habían hecho mucho daño? No,estaba seguro de que no era eso. Seguramentepensaba en dinero, meditaba si el boxeo me daríadinero; si la casa, los hijos, todos andaríamosmejor. La oí:—Luis...Luisa me tenía miedo. Sabía muy bien que cuando yome enfadaba no admitía tonterías. Pero había algoen ella que podía más que el miedo. Era su ideametida dentro de la cabeza, su curiosidad, sudeseo de decir aquello que le rondaba la mente.

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Seguía teniendo miedo, estaba temblando de miedo,pero esta fuerza oculta, este querer hablar,querer preguntar, era superior a todo. Insistió:—Luis...Yo seguí callado. Pero ella sabía que mis oídosestaban atentos a sus palabras. Tenía miedo, perotenía que echar su idea fuera, aun jugándose labofetada. Habló en un susurro tembloroso.—Luis..., ¿te han dado dinero?—¡Si no te callas, te soplo dos tortas!Y juro que estaba dispuesto a dárselas. No hubierasido la primera vez.Para Luisa, "ellos" eran los que me dabanbofetadas en el rostro, y "ellos" eran los que medaban dinero. Y yo recibía bofetadas o dinero,según cayera. La oí suspirar resignada. Cerré losojos para dormir, y descubrí que estaba mareado.La espalda me dolía.Me puse los pantalones y el jersey, y salí afuera.En la noche fría y estrellada, vi, frente a mí, elcampo llano y negro, la tierra sembrada que por lanoche parece más fecunda a causa de la extraña luzde la luna y la humedad a ras del suelo. Y lassemillas y las raíces tiernas, dentro de latierra, reciben más vida. La tierra, por la noche,es una madre viva, ancha y silenciosa. Peromientras miraba los campos, en mi cabeza vivíanunas imágenes hirientes de las que no podíadesprenderme: las cuerdas del cuadrilátero,envueltas en terciopelo rojo, las luces de losfocos cayendo verticalmente sobre la lonagrisácea, la sombra del árbitro pasando yvolviendo a pasar a mi alrededor, nadando como unángel rosáceo en e! are sanguinolento, y siempreel rostro agitanado de Caño frente a mí. Y elmartilleo de sus puños sobre mi rostro. Mis ojosveían las sombras duras de unas fábricas —tres ocuatro— no muy lejanas, recortándose contra laoscuridad del cielo. A mi espalda estaba mi casa,con los chavales dormidos, las palabras perdidasde Luisín, y Luisa tendida boca arriba, con susojos abiertos, pensando si "ellos" me habían hechomucho daño, si "ellos" me habían dado dinero...Una y otra vez pasaban por mi imaginación las

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imágenes del combate. Dejé que me pasasen cuantasveces quisieran. Y así estuve hasta que me entrófrío.Al regresar al dormitorio, el calor, la oscuridad,la conciencia de la presencia cercana de Luisa y'os chicos, me dio paz y, luego, sueño.CAPÍTULO IVEL SOL ENTRABA por la puerta abierta e iluminabael comedor, del que yo, desde la cama, solamentepodía ver la parte que la abertura de la puertamostraba.En aquella estación del año, yo solía despertarmepoco antes de que el sol asomara por el horizonte.Me vestía a oscuras, procurando no despertar a losniños y, siendo aún de noche, salía a la carreteray andaba hacia la fábrica. Iba por el camino conlas manos en los bolsillos y el cuello encogidopara conservar en mi cuerpo el calor de la cama.Caminaba medio dormido, y veía la línea gris, a lolargo del horizonte, ensancharse poco a poco hastaocupar medio cielo; y el aire gris mataba lasestrellas nocturnas. Con el cielo mitad gris y sinestrellas y la otra mitad negra y con algunaestrella agonizante, el aire frío y pegándome enel rostro, y la tierra dura, helada, bajo mispies, andaba hacia el trabajo. Al llegar, cuandoveía la fábrica alta y delineada rotundamentecontra el cielo, el horizonte era de color de rosay el aire iba tomando una vida fuerte, luminosa ybella. A los pocos instantes sería ya día. Con elsol sobre la tierra y luz clara en el aire. En mitierra, antes de que yo viniera a trabajar en estaregión, veía la salida del sol sobre el mar, ysabía que el día entero sería mío. Para mí, lo mástriste era decir adiós al día naciente, a la vidalibre, para entrar en la fábrica y encerrarme enla nave con las madejas, y el Pedros y Alcaraz ytodos. Sabía que no saldría de allí hasta elanochecer, a tiempo para hallar el cielo claroaún, pero sin sol en él. Y ver a poniente el aireenrojecido, con las manchas flotantes azules,moradas y casi negras de alguna nube.Pero aquel día, al despertar, vi la luz de lamañana dentro de mi casa, y oí los gritos de los

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chiquillos afuera. Por un instante, sentí la pazde los domingos, pero al segundo siguiente meacordé del combate.Cuando salí al huerto, vi a lo lejos a mi mujerlavando en la pileta junto a otras mujeres. Podíahablarle, pero era necesario gritar para que meoyese. Mi mujer me vio. Su rostro, alineado juntoa otros, tenía los ojos fijos en mí. Me estuvomirando como si quisiera adivinar por mismovimientos qué era lo que yo proyectaba haceraquella mañana.Mi niña se me había agarrado a la pierna y meempujaba para que yo la balancease —ella sentadaen mi pie—. Y Luisín estaba serio, frente a mí,mirándome. Volví a mirar a mi mujer, y ella bajóla vista y siguió lavando. Le dije a Luisín:—¡Eh, Luisín! ¡Estás muy serio tú hoy!Y él alzó un hombro como queriendo decir: "Puessí, estoy serio. Qué le vas a hacer..." Y siguiómirándome. Luego me preguntó:—¿Iremos a pescar hoy?Yo le dije:—No. Hoy no es domingo, tengo que ir a la fábrica.Y Luisín no comprendió, pero hizo el mismo gestode antes, alzó un hombro y compuso expresión decomprensión. Miré hacia mi mujer, y, pese a quemis palabras no podían haber llegado hasta susoídos, me di cuenta de que había comprendido loque yo dijera a Luisín, porque alzó su rostro, memiró e inmediatamente volvió a bajarlo. Quizádurante la noche estuvo pensando si "ellos" metomarían consigo, y yo comenzaría una vidaextraña.Anduve hacia el camino.Era hermoso andar a lo largo del camino y ver loscampos lisos iluminados por el tierno sol deinvierno. Y escuchar el silencio de la tierra enpleno día. Y mirar hacia atrás para ver el grupode casas pequeñas entre las que estaba la mía,sabiendo que entre ellas andan las mujeres y loschiquillos. El rostro ya no me dolía, pero si metocaba las cejas o pómulos, sentía una punzadalarga y honda.

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Y del camino pasé a la carretera, desierta deautomóviles a aquella hora, y silenciosa, con árboles de troncospintados de blanco, y sin hojas en sus copas,bordeándola.La fábrica estaba a la izquierda, entre los camposverde claro. Era roja y tenía dos chimeneasdesproporcionadamente altas. Desde lejos parecíalo que verdaderamente era: una fábrica. Pero alllegar frente a ella y penetrar en el ancho caminoque terminaba en la puerta, se tenía la impresiónde que no era una fábrica, sino una casa de campo.Su fachada era ancha y con ventanas, como siviviera gente dentro, y tenía un portalón demadera vieja, adornado con un viejo cerrojo. Antela entrada se extendía un triste jardincillo quecuidaba Mateo. Este Mateo era un hombre joven, yextraordinariamente vago, que se pasaba las horassentado en una silla de raña, junto a la puerta,tomando el sol y enseñando palabras a sus pájaros.Se había quedado manco en un accidente de trabajo—en la fábrica— y por eso le dieron el puesto deguardián. Tomaba el sol en un estado de permanenteadormilamiento, sonriendo a la gente que entraba,gastando bromas a los trabajadores y silbando asus periquitos, encerrados en jaulas de alambre,junto a la puerta. El jardincillo, el portalón,los periquitos y Mateo era lo que se veía desdefuera, pero al pasar la puerta se penetraba en lacuadra, iluminada a todas horas por la luz de losarcos voltaicos. Sus paredes eran oscuras —porquela luz solamente iluminaba los espacios en que setrabajaba— y arriba los claros rectángulos de lasventanas, demasiado pequeñas para dejar entrar laluz del día con fuerza bastante para iluminarla.La cuadra olía a ácido, estaba siempre fría, y lossonidos de las máquinas hacían vibrar el airebroncamente.Vi a Mateo. Y a Bernardo sentado junto a él. Mateome vio y me estuvo mirando desde que entré en elcamino que conducía a la fábrica. Cuando estuve apocos pasos de él, dijo, dirigiéndose a Barba:—Mira, el otro artista.Yo no le hice caso, pero Mateo insistió:

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—A ti también te gusta trabajar, ¿eh?Y se rió con su risa de vago. Le gusta fastidiaral prójimo, sabe que nadie le va a zurrar, debidoa que es manco, y abusa de ello. Barba se rió dela gracia de Mateo y dijo:—Oye, el "branda" quiere verte. Me ha dicho quefuésemos a verle tan pronto como llegases.Yo sabía que el "branda" había llegado porque suautomóvil estaba bajo el emparrado. Él siempreentraba media hora más tarde que nosotros, perocuando nosotros nos marchábamos, él se quedaba.Era un muchacho de mi edad, alto y delgado, derostro alargado, cabello castaño y ojos azules demirada triste; caminaba encorvado y a pasos largosy nerviosos. Siempre que se cruzaba con alguno denosotros nos saludaba a gritos, como si estuvieramuy contento de vernos, pero la mirada tristeestaba en sus ojos. Parecía que nos saludara parahacerse simpático, y hacernos creer que era unomás entre nosotros. Pero su mirada y el automóvilbajo el emparrado, le traicionaban. Y siempre nosgastaba la misma broma, que yo no alcancé acomprender jamás. Nos gritaba: "¿Qué? ¿Ah? ¿Quétal? ¿Todo bien?" Nosotros le decíamos que sí, quetodo bien. Y, a grandes gritos, exclamaba: "¡Bien!¡Bien! ¡Todos criando pelo! ¿Eh? ¡Mientras criemospelo, todo marcha bien!" Y se pasaba la palma dela mano por las mejillas indicando que a éltambién le crecía pelo en el rostro. Y luegolanzaba una gran carcajada, como si aquello lediese mucha risa. Al terminar su broma, parecíafatigado, y sus ojos quedaban tristes, hundidos enmiseria. Mientras bromeaba ponía expresión de locopara dar más risa. Entre nosotros, al muchacho lellamábamos el "branda", que es como aquí se llamaal patrón, pero cuando hablábamos con él lellamábamos "Señor Juanito" . Era hijo del dueño dela fábrica —y de muchas otras empresas— y nietodel fundador de todo. Nosotros estábamos contentosde trabajar allí porque el empleo era seguro, y,en caso de accidente o de enfermedad, la casasuplementaba lo que el seguro pudiera darnos, y el"branda" se preocupaba de nosotros. Y si algunoquedaba inútil, le trataban como a Mateo. A los

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que llevaban años trabajando en la fábrica lesdaban "acciones", que no podían vender, pero quecada año les producían algún dinero. Los había quellevaban veinte y treinta años trabajando en lafábrica, y al "branda" le llamaban "Juanito", asecas, en sus propias narices. Eran tipos quehabían conocido al abuelo del "branda", que era unhombre al que decían iban a hacer santo porque sepreocupó mucho de sus trabajadores, y en ocasiónde un accidente en el que resultaron heridosvprios obreros, él dio sangre, y obligó a sushijos a que la diesen, para los heridos. Pareceser que todos los heridos se murieron poco tiempodespués de la transfusión.Miré el auto bajo el emparrado. Era largo,reluciente y hermoso como una yegua. Parecíadormido bajo el sol de invierno, y su color,negro, era rico, vivo y hondo. Le dije a Bernardo-—¿Qué quiere?Y Mateo dijo:—Darte un poco de sangre. También quiere que lehagan santo. Dile que sí, que después de la palizaque llevaste ayer, falta te hace...Y se desternilló de risa. Barba también rió. YMateo dijo:—¡Vaya paliza, gachó!Y me miraba el rostro, con placer en sus ojos ysonrisa lenta en sus labios. Bernardo dijo:—El "branda" fue al boxeo ayer, y quiere hablarte.Se puso en pie y dijo:-—Anda, vamos.El "branda" tenía su oficina en una casitaseparada de la fábrica por un huerto en el queMateo había plantado patatas y geranios. En laplanta baja de la casita estaba el garaje, en elque se encerraban las dos camionetas. Por unaescalera de madera, pintada de rojo, se subía a laprimera planta. Allí había una habitación grande,en la que trabajaban la secretaria del patrón ydos escribientes. Al fondo se alzaba un armatostede madera, con ventanas de cristales opacos y unapuerta, y, tras esto, estaba el despacho delpatrón. En esta oficina, siempre hacía demasiadocalor porque en invierno tenían tres estufas de

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carbón encendidas, y en verano el sol pegaba deplano en ella. La secretaria era robusta, llevabael cabello teñido de color rubio, y tenía aspectode ser sucia. Barb„ dijo a uno de losescribientes:—¿Está el "branda"?El escribiente le miró con asco y, sin decirpalabra, se alzó de su asiento y anduvo hasta eldespacho del patrón. La secretaria alzó su rostrode la máquina de escribir y nos echó una ojeada,parpadeó y devolvió su vista al teclado; llevabalos párpados pintados de azul Pru- sia, y losmovía rápida y espasmódicamente, como una muñecamecánica de esas que, si se les oprime la barriga,gimen. Llevaba un jersey blanco, muy ceñido. Elescribiente, desde la puerta del despacho del"branda", dijo:—Podéis pasar.Barba se quitó la boina y anduvo hacia allá. Yo leseguí.El patrón estaba detrás de una mesa de metal gris.Sobre la mesa había una hilera de libros viejossostenidos en pie por dos elefantes de piedrablanca; una gaveta llena de papeles; un teléfono;un tintero de bronce con un león y un caballo y unjinete encima del caballo —todo de metal dorado—;y un frasco de líquido desodorante colocado bajolas narices del "branda". También había unafotografía en la que se veía a una señora joven,de nariz muy larga, que sonreía triunfal- mente;en el escote llevaba un brillante, en las orejas yen las muñecas también llevaba brillantes; y conel brazo derecho sostenía junto a sí a una niñadelgadita y muy linda, que se parecía al "branda".Barba dijo:-—Buenos días.Y yo dije:—Buenos días.El "branda" alzó sus brazos al techo y, poniendosu cara de loco, gritó:—¡Ah! ¡Ah! ¡Bien! ¡Bien! ¿Cómo va eso, chicos?¿Eh? ¿Cómo va? ¿Criando pelo?Y se echó a reír a carcajadas. Barba hizo comoque reía, pero yo no pude hacerlo. El "branda"

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cesó de reír, puso expresión de pillastre y,suavemente, se pasó la palma de la mano por elmentón, las mejillas, el cuello, el mentón otravez... Y susurró:—Criando pelo... criando pelo...Y súbitamente repitió sus tremendas carcajadas.Cuando dejó de reír, se quedó triste, desmadejado,con sus agudos ojos azules fijos en la mesa. Alzóla vista, me miró, y, a gritos, al tiempo que meseñalaba con el dedo, dijo:—¡Éste! ¡Éste es el fenómeno que vi ayer en elboxeo!Se puso en pie, avanzó hacia mí y me tendió sumano. Estreché su mano, y él me golpéo la espaldavarias veces. Y regresó a su sillón tras la mesa.Barba sonreía y movía los pies obsequiosamente,con cortesía y respeto. Yo me sentía envarado ysin saber qué hacer con mis brazos. El señorJuanito habló:—Hiciste un gran combate. Eres una gran promesa.Además, tienes un estilo raro, dramático, como nosuele verse hoy en día, es un estilo de hombre depelo en pecho... Es el regreso a los principiosbásicos del noble arte del boxeo... Nada demarrullerías y tácticas y líos... No, señor: ¡adar la cara y a pegarse! ¡Torta va, torta viene!Así es como se debe boxear. En el boxeo es camelotodo lo que no sean tortas. Tú tienes un fabulosoporvenir al frente, y yo estoy orgulloso de ello.Porque en esta casa, desde su fundación por miabuelo, hemos sido siempre deportivos, amamos eldeporte y lo fomentamos...El "branda" se calló. Barba me sonrió, diciendomecon su sonrisa: "Está más loco que una cabra". El"branda" fijó su vista en el retrato de su mujer,la traspasó al frasco desodorante y luego a uno delos elefantes que sostenían los libros. Se le veíacaído en un vacío de ideas, buscandofrenéticamente palabras que decir. Me miró conexpresión desesperada. Alzó la mano derecha, abrióla boca y no dijo palabra. Cerró la boca. Y habló:—Estoy orgulloso de ti. Y de Barba también. Porquelos dos lucháis noblemente, con iniciativa, paraescalar las cumbres de la gloria deportiva. Y yo,

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la sociedad, no podemos ser ajenos a vuestralucha, porque yo, y mi padre, claro, todos,formamos una comunidad con vosotros. Nosotros, ynuestros quebrantos, nuestras dificultades,nuestros triunfos, son también dificultades ytriunfos de la comunidad que todos formamos.Quiero que nuestra fábrica sea un modelo dehermandad, de sentido social y humano... Si algunode entre nosotros destaca en cualquier actividad,quiero que ello sea para orgullo de esta familiaque trabaja y vive conjuntamente.Se calló. Me miró. Nuestros ojos se encontraron, yél apartó los suyos, refugiando su mirada en eltablero de la mesa, como si tuviera miedo de queal mirarnos nos igualásemos, o de que yo lecomprendiera, o de que ¿1 me comprendiera. No sé.Dudó e intentó proseguir su discurso, pero se armóun lío y terminó repitiendo lo del sentido de lahermandad, y no lo dijo tan bien dicho como lohabía dicho antes. Finalizó con un "¡Bien! Conesto basta". Barba dijo: —Sí, señor.Y yo asentí con la cabeza. El "branda" pulsó untimbre y quedó silencioso y grave. Se abrió lapuerta y la secretaria entró. Anduvo rectamentehacia el patrón, caminando lentamente, y ocupadaen tirar del jersey hacia abajo. Al llegar junto ala mesa, hinchó el pecho, lanzó un suspiro ysusurró:—Sí...El patrón la miró, la mujer parpadeó y el patrón,aterrorizado, bajó la vista al tablero de la mesa,y teniéndola clavada allí, dijo:—Señorita, Luis Canales quedará, a partir de hoy,en la misma situación que Bernardo Barba. Haga unanota para el jefe de personal y el capataz,diciendo que queda al servicio exclusivo de lagerencia. La categoría profesional y el salarioseguirán siendo los mismos.El patrón se calló y quedó con la miradaaprisionada en la gaveta de los papeles. Lasecretaria le miraba y, de vez en cuando, alzaba ybajaba sus párpados de hojalata pavonada. Elladijo-.—¿Algo más?

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Y el "branda", sin alzar la vista, dijo:—Nada más.Ella permaneció un par de segundos, su bustoerguido, clavando al hombre en su silla, en supostura; y él, consciente de la mirada, estuvoinmóvil. Ella lanzó un suspiro que nos estremecióa todos, me miró de pies a cabeza, dio mediavuelta y, despacio, majestuosamente, marchó haciala puerta. Cuando el patrón oyó el golpe de lapuerta al cerrarse, alzó la vista, nos miró yfingió aquella alegría que le daba aspecto deloco. Rugió:—¡Bien! ¡Hala, hala, a ganar combates! ¡Combates ypesetas! ¡Combates y pesetas!Verdaderamente parecía no estar en sus cabales, ydaba lástima.Bernardo y yo nos largamos. Mientras bajábamos laescalera, Bernardo me dijo:—¿Qué te parece?—Bien. Creo que quiere ayudarme, ¿verdad?—Sí. ¿Eh que parece estar loco?—No, es que es así.Barba meditó unos instantes y decidió:—Será mejor que esta mañana no nos entrenemos. Nossentamos a la puerta, con Mateo, y descansamos unpoco, ¿eh?Me pareció muy buena idea.Calder estaba a mi lado, desganado, como si con supresencia me hiciese un honor inmerecido, ylentamente me ponía los guantes. En la semana quemedió entre mi primera pelea y aquella que medisponía a disputar, Calder se había portado comosi hubiese perdido todas las esperanzas que un díapusiera en mí.En el patio de butacas apenas había cincuentapersonas. Afuera, la noche estaba fría y lluviosa.Vi a mi patrón y a su secretaria sentados ensegunda fila; él, hundido en su butaca, nervioso yavergonzado; ella, arrogante, vestida de rojo, elcuerpo erguido, y parpadeando a derecha eizquierda, al frente y atrás.Mi adversario subió al ring y saludó como si fueseun gran cam- péon. Era un chico de piernas y

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brazos largos, y muy cargado de espaldas, jorobadocasi.Ya al primer cambio de golpes me di cuenta de quemi adversario pegaba muy fuerte.A mitad del primer asalto recibí un tortazo en lamejilla derecha, que me hizo saltar de la boca lagoma protectora de los dientes. Y a los pocossegundos, mi adversario me partía los dientes.A lo largo del combate me abrió las dos cejas, merajó un pómulo, me cerró el ojo izquierdo, y merompió la ternilla de la nariz. Me pegó cuantoquiso, sumiéndome en un estado de mediainconsciencia y cansancio infinito, en el quesolamente veía su sombra móvil bajo el resplandorhiriente de los focos; y más allá de la cortina deluz que me envolvía, presentía en la oscuridad lapresencia del público observante.Al término de cada asalto, Calder me recibía ensilencio. Y durante los segundos de descanso no medirigió ni una palabra. Solamente las dos vecesque yo le pedí su opinión sobre la marcha delcombate, dijo con sorna: "Magnífico".En aquel combate sentí por primera vez el deseo dedejarme caer en la lona y allí esperar a quealguien me agarrase y me llevara a mi rincón. Y oíel murmullo excitado del público cuando, alterminar los asaltos, podían ver detalladamente mirostro. Y aprendí todas las actitudes mentales queluego me serían familiares: la paciencia ante losgolpes recibidos, el estar sereno en aquel mundorosáceo y viscoso producido por la sangre sobremis ojos, la sensación de soledad y aislamiento —si yo le decía a Calder "estoy cansado", él nuncapodría saber cómo y cuán cansado estaba—, laconstante vigilancia al hígado de mi adversario...Y finalmente supe, al ganar el combate, que mipaciencia tenía su recompensa. Lancé mi izquierda,como tantas otras veces, y mi puño se hundió en elflanco del muchacho, oí el sordo golpazo de sucuerpo, al desmoronarse sobre la lona, y luego, almismo tiempo, el grito corto y recio del público,seguido de una ovación súbita y fuerte. El árbitrocontaba y yo me sentía mareado, con el estómagolleno de aire tragado durante la lucha,

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impidiéndome respirar casi, y en el rostro laardiente insensibilidad que, a la media hora,sería dolor.Calder, al término del combate, siguió ensilencio. Y su actitud me pareció injusta.Cuando, después de siete días, salí a pelear miúltimo combate en el Trofeo Navarro, mi rostro aúnestaba magullado y las heridas mal cerradas. Eldía anterior Calder y Bernardo habían salido parala capital, en donde Bernardo tenía que disputarun combate. En mi rincón, aquella noche, estabaLázaro.Apenas iniciado el combate, tuve la sensación deque aquella pelea era la continuación de lalibrada la semana anterior. Apenas podía tenermeen pie.Lázaro, durante los descansos, se mostró nervioso,impaciente, y me apremiaba: "Cruza la izquierda alhígado... ¡No esperes más! Juégate el tipo, da lacara y cruza la izquierda..." Pero yo apenas veía,estaba atontado y fatigado, mis golpes erandébiles, y se perdían en el aire o iban a dar enel puño y antebrazo de mi contendiente.Cuando sonó la campana dando fin al combate y yollegué a mi rincón, Lázaro me arrojó la toalla alrostro y me gritó: "¡Tápate la cara!" Y a tironesme quitó los guantes, que arrojó al suelo en unademán irritado. Yo le dije: "Hice lo que pude". YLázaro no me contestó. Subió al ring el hombrevestido de smoking, con el micro en la manoizquierda, y clamó: "Vencedor del combate, y deltrofeo Tomás Navarro, en su categoría de pesosgallos..., ¡Gómez!" Y con la derecha señaló a miadversario, como si fuese un gran culpable. Gómezavanzó a saltitos atléticos hasta el centro delring y allí saludó un par de veces en un raro pasode baile, luego corrió hacia mí, me abrazó y mearrastró al centro para que juntos agradeciésemoslos aplausos. Estaba yo saludando, de la mano deGómez, cuando Lázaro me chilló: "¡Luis, ven acá!"Y cuando llegué junto a él, me dijo: "¡Basta dehacer el mico!" Me puso la toalla sobre la cabezay me condujo a los vestuarios.

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Me curó rápidamente las heridas, se quitó sujersey blanco para ponerse su chaqueta cruzadanegra y blanca, y, tras peinarse, se largó. Fui ala estación solo.Durante el viaje estuve pensando en aquellos trescombates. Había ganado los dos primeros, pero ellono me había sido de ningún provecho. Me parecíainjusto. Era como si mis victorias careciesen devalor. ¿Por qué Calder y Lázaro me trataban deaquella manera? Si ganaba un combate no me hacíancaso, y si lo perdía —Lázaro, al menos— parecíanofendidos conmigo. Pero yo estaba demasiadocansado para indignarme. Me daba todo igual.En casa, mi mujer me esperaba. Me miró y preguntócon la mirada. Yo me fui al dormitorio sin decirpalabra. Ella me siguió y preguntó:—¿Ganaste?Me metí en la cama. No me sentía excitado, y a lospocos segundos comenzaba a dormir. Deseaba olvidartodo aquello.Estuve tres días sin acudir al gimnasio, decididoa abandonar el boxeo. Pero, al cuarto día, mispasos se encaminaron por sí solos hacia la cuadrade Calder.Barba había regresado ya de la capital. Presentabael rostro hinchado, aunque sin heridas, y a juzgarpor las reseñas en los periódicos, había recibidouna gran paliza. Cuando yo llegué, Calder y Lázarono estaban. Bernardo se vino hacia mí y me explicósu combate, diciéndome que él no era de esa clasede boxeadores que sólo pelean en combatesamañados; éstos "son los únicos que no pierdencombates..." Los boxeadores como él de vez encuando son derrotados, y ello solamente significaque pelean sin trampa. Tras su explicación,Bernardo quedó satisfecho y casi orgulloso de suderrota.Calder y Lázaro llegaron juntos. Calder, al verme,hizo un gesto de disgusto y, sin saludarme, se fuehacia el grupo que formaban Jim, Cornelias y losdemás. Lázaro se vino hacia mí y, dando a entenderque estaba contento por mi regreso al gimnasio, medijo que no debía preocuparme por mi derrota y meaconsejó que siguiera entrenándome. Aquel día

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Lázaro se dedicó a entrenarme a mí solo, olvidandola gimnasia de los demás "leones".Bernardo, durante aquel día y los siguientes, nohizo ejercicio alguno. Se acercaba allí donde yome ejercitaba, se sentaba en el suelo y, con lamirada ensoñada, contemplaba mi entrenamiento. Porlas mañanas llegaba soñoliento a la fábrica,cambiaba algunas palabras con Mateo y decía: "Voya descansar un poco..." Y se iba a la caseta dondeguardábamos las camionetas, para pasarse la mañanaentera durmiendo. Se despertaba para comer y luegoseguía durmiendo. En alguna ocasión se adormilóestando en pie. Se apoyaba en la pared, en unárbol, en cualquier sitio, reclinaba la cabeza ycaía en un estado anormal, de semiinconsciencia,con los ojos entreabiertos y la mandíbula inferiorcaída, dejando separados los labios, por entre losque se veían las dos hileras de dientes y la puntade la lengua.Los días transcurrieron monótonamente. Yo meentrenaba bajo la dirección de Lázaro y ante laindiferencia de Calder. Cada vez que Bernardopeleaba, iba a ver el combate. Lázaro, con quienyo sostenía largas conversaciones a la salida delgimnasio, me dijo que Bernardo era hombre acabado,ya que Charly Collado le había dejado "torta" parael resto de sus días. Me explicó que los golpes enel rostro producen sacudidas de los sesos, que segolpean contra las paredes del cráneo, causandollagas y hemorragias. Esto es lo que conduce alestado de "torta". Estar "torta", dijo, significahablar lentamente, sin formar bien las palabras,tal como lo hacen algunos borrachos, perder lamemoria y no acordarse, a veces, ni siquiera de lacalle en que uno vive tener sueño a todas horas yreaccionar de manera anormal ante los golpes. Unboxeador "torta" es capaz de aguantar el más durocastigo sin pestañear, pero, a veces, un golpedébilísimo basta para tumbarle más de la cuenta. Ycualquier golpe puede llevarle a la idiotez eincluso a la muerte. Los "tortas" boxeanautomáticamente, como máquinas, repitiendo lo queaprendieran anteriormente, y, por lo general,

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engordan sin que exista ninguna razón quejustifique el aumento de peso.Lázaro, al terminar su información, me dijo:—Y tú también acabarás "torta" si sigues boxeandotal como ahora lo haces. Por eso Calder no quiereverte ni en pintura. Tú eres un tipo con unporvenir al frente. Puedes ganar a muchos quepresumen de campeones, pero a Calder no le gustacargar con responsabilidades, es un tipo raro. Lamuerte de Collado le impresionó mucho, y ahora lode Bernardo le ha dado la puntilla. Tú sabes queCalder confiaba en hacer de Bernardo un grancampeón, y así podía haber sido. Pero se lodejaron "torta".Yo dije:—¿Por qué no le retira? Si está "torta", que dejede boxear.Lázaro se echó a reír.—No. Ahora no. Sería inhumano retirarle. El chicoha estado años enteros aprendiendo a boxear,pegándose con todos los muertos de hambre quepretendían destacar, recibiendo palizas tremendassin cobrar una peseta... Y de pronto, cuando nadielo esperaba, ganó un combate, y le dieron otrocombate con un boxeador decente, Pardo, y ganóotra vez, y así fue para arriba hasta hacer aquelcombatazo con Collado. En el mismo combate en quese le abrieron buenas posibilidades, este conCollado, le dejaron "torta". Ahora puede cobrarbuen dinero por sus peleas. ¿Y quieres que seretire? ¿Qué vas a hacer con él? ¿Devolverle a lafábrica, sin una peseta en el bolsillo? En lafábrica da lo mismo estar "torta" que no estarlo,allí todos os portáis como si fueseis "tortas"...Ya tendrá ocasión de volver a la fábrica.Los combates de Bernardo eran penosos. Recuerdo unpar de ellos. Uno fue contra un italiano, campeónde su país. Bernardo, desde el principio delcombate, boxeó lentamente, como si le pesasen losbrazos y las piernas, y en el primer asalto encajóun par de puñetazos que restallaron en toda lasala, sin inmutarse. En los asaltos siguientes, lapelea estuvo nivelada porque el italiano teníamiedo de lanzarse a un ataque abierto, ya que

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Bernardo no había aún perdido su fama de hombreque mataba con sus puños. En el cuarto asalto, elitaliano lanzó un golpe muy flojo que Barba casiesquivó, pero el guante le rozó la mejilladerecha. Yo vi que Barba resbalaba y caía debruces. Todos esperábamos que se levantarainmediatamente, e incluso el árbitro permanecióalejado sin iniciar su cuenta. Pero Bernardo, enlugar de alzarse, se puso a gatas trabajosamente,inclinó su cabeza hacia el suelo, como si sucuello no pudiera sostenerla, y dio un par decabezadas laterales, cual un buey. El árbitrocorrió hacia él e inició la cuenta. El público,sorprendido, se puso en pie, y Bernardo se estiróen la lona, donde quedó inerte y moviendo lacabeza igual que si le doliese. Al terminar lacuenta de los diez segundos, entre Calder y elárbitro le llevaron a su rincón. Le acompañaron,más que le llevaron, porque Barba, tan pronto comoestuvo en pie, se sostuvo bien, y anduvo a pasoslentos, de sonámbulo.El otro combate fue contra un francés, al queanunciaron como "el extraordinario primera seriegalo". Cuando vimos aparecer al francés sobre elring nos faltó poco para echarnos a reír. Era unhombre viejo, calvo como una bola de billar, y conuna espantosa barri- gaza que temblequeaba cualmembrillo. Bernardo le pegó cuanto quiso, pero elhombre era valiente como él solo y daba la caraque era un primor. El buen señor no dobló larodilla ni una sola vez. Aguantaba los golpes deBernardo con dignidad de padre de familia ydignidad de ciudadano que ve sus derechos cívicosatropellados. Sin embargo, si los golpes deBernardo hubiesen tenido mediana potencia,hubieran tumbado al calvo a las primeras decambio.Lo más curioso era que Bernardo tenía elconvencimiento de que todos sus combates eranejemplares, de maestro. Y alardeaba de ello.Nosotros callábamos y Calder sonreía con susonrisa de dolor de estómago, que Barbainterpretaba como aprobación, y nosotros como loque en realidad significaba.

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Mi vivir no fue satisfactorio durante aquelperíodo. Mis entrenamientos carecían de sentido,ya que era seguro que Calder no me proporcionaríaningún combate. Pero yo había tomado el hábito deir al gimnasio, y la amistad con Lázaro me atraía.Irrazonablemente yo me portaba como si algún díapróximo tuviera que disputar un combateimportante. En casa, mi mujer, silenciosa, estabapendiente de cuanto yo hacía, y parecía preocupadapor un posible cambio en mi manera de ser.Recuerdo que, en aquellos días, vi, con mi mujer,una película que trataba de boxeo. La recuerdo muybien. Explicaba la historia de un boxeador quetenía un hermano cojo y una novia. El boxeadortriunfaba, se envanecía, dejaba la novia y seliaba con una mujer más guapa, pero bastantezorra; entonces el hermano cojo se casaba con lanovia de su hermano, pero éste, que era un tipomuy vanidoso, iba en busca de su antigua novia yse la quitaba a su hermano. Estando así las cosas,el boxeador peleaba para el campeonato del mundo;el combate le iba muy mal, ya que no hacía otracosa que recibir golpes tremendos, pero hacia elfinal, cuando estaba ya casi inconsciente y con elcombate perdido, tenía un ataque de coraje ytumbaba a su contrario. Pero era tanta la leñarecibida, que en el vestuario se volvía loco ymoría acto seguido. En el momento en que leenterraban, el hermano cojo, entristecido, decíaque el boxeador había sido un hombre de grantemple, aunque un poco pendejo. Al salir del cine,mi mujer me miró muy fijamente, y yo noté que lebailaba alguna idea dentro de la cabeza. Hice comosi no me diese cuenta. Cuando estábamos cerca decasa, ella me preguntó: "¿Te ha gustado lapelícula?" Me lo preguntó para ver qué era lo queyo pensaba. No le contesté. Sin embargo, mepareció que ella respetaba la idea de que yo fueseboxeador.El mundo del boxeo se había metido dentro de micabeza. Y yo no estaba aún dentro de él. Por esome parecía un recinto cerrado, mágico, en el queyo soñaba estar durante mis momentos de meditacióny ensueño, sentado a la puerta de la fábrica con

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Mateo y Bernardo. Había momentos en que yo mepercataba de que si las cosas seguian en el mismoestado, llegaría el día en que tendría que ir a laoficina del patrón para pedirle que volviese adestinarme a la nave. Uno no puede ser boxeadorsin boxear. Darme cuenta de esto me sumía en unestado de vergüenza, durante el que percibía, convista fría, mis actividades de aprendiz deboxeador. Y me sentía ridículo. Estos momentos sealternaban con otros de euforia y ensoñación,durante los que me veía a mí mismo triunfando enlos rings y cruzando mi izquierda.Poco antes de que terminara la temporada de boxeo,estando el verano en puertas, Bernardo puso enjuego el título de campeón nacional que ganara enun combate muy fácil poco después de su victoriafrente a Collado. Al principio, Calder se opuso aello, pero luego accedió, debido principalmente aque Lázaro le hizo notar que si esperaba a que laFederación obligase a Bernardo a jugarse eltítulo, el combate no sería tan bien pagado comoen aquella ocasión. Bernardo, por su parte,declaró que él ganaría por fuera de combate.Fuimos a la ciudad en el automóvil del "branda",quien se prestó a conducirlo. Calder estaba de unhumor de perros, y en un par de ocasiones se metiócon el señor Juanito, tratándole como si fuese uncrío. Una fue porque el "branda" se arriesgódemasiado al tomar una curva y el automóvil pasórozando a otro que venía hacia nosotros. Y otraporque un poco de ceniza del cigarrillo del señorJuanito fue a parar a su rostro. En ambasocasiones le dijo algo referente a portarse comoes debido y a prestar atención. El "branda" no lecontestó ni se excusó.Todos sabíamos que íbamos a presenciar la derrotade Bernardo; y temíamos no ya la derrota, sino eldurísimo castigo que seguramente recibiría.Bernardo se había convertido en un insensato, yseguramente se dejaría pegar hasta quedarconvertido en un guiñapo. Por otra parte seencontraba en un estado peligroso, y la palizapodía tener consecuencias irreparables. Todosestábamos nerviosos. Todos menos él, quien durante

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el trayecto a la ciudad durmió dulcemente,apoyando su cabeza en mi hombro.Barba, ágil y sonriente, saltó al ring. Ibarepeinado, su rostro brillaba de masajehemostático, y vestía su bata de seda roja. Diovueltas sobre sí mismo con los brazos en cruz, lasvendadas palmas de las manos orientadas hacia elpúblico y saludando a bruscas cabezadas.Subió su adversario. Era un muchacho muy delgado ycosa de un palmo más alto que Bernardo. Saludó alpúblico y luego se dirigió hacia Bernardo, a quienestrechó la mano, en tanto que Bernardo, con laizquierda, le daba benévolos, paternales cachetes.En el rincón del aspirante al título vi aVelázquez. Era la segunda vez en mi vida que leveía. Su roja cara, su blanco cabello y surecortado bigotiilo teñido de negro formaban laimagen más notable de cuantas estaban alrededordel ring. Trajeron la caja de madera, sellada, conlos guantes de campeonato dentro. El árbitrosorteó los guantes y Barba resultó favorecido.Bernardo sonrió con afable superioridad. Calder yVelázquez tomaron los guantes y anduvieron con suspupilos a sus respectivos rincones.Fue un combate corto. Barba, grave, ceñudo, avanzóhacia el centro. Y el otro también. Llegaron a la"media distancia", Bernardo soltó un bufido feroz,lanzó dos zarpazos al aire, balanceó el cuerpo, searreó un puñetazo en su propia nariz y volvió abufar. El aspirante retrocedió dos pasos, sindejar de mirar a Barba a los ojos, su miradatranquila, las pupilas frías y las cejas alzadascomo en asombro. Barba se abalanzó sobre elaspirante lanzándole una serie de golpes con lasdos manos. El aspirante retrocedió como si tuvieramiedo y sin hacer amagos de contratacar. Entre elpúblico nació un murmullo de sorpresa. No era elcombate que ellos esperaban ver. Y yo me sentínervioso porque comprendí que Bernardo podía muybien ganar aquel combate, y que todos losvaticinios anteriores habían sido prematuros.Bernardo era todavía un buen boxeador. Otra vezestaban los dos contendientes en el centro delring. Bernardo dispuesto a atacar de nuevo, y su

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contrario con las piernas en posición pararetroceder, sus puños caídos como si no tuvieraintención de contestar los ataques y solamentepensara en huir. Bernardo se lanzó para delante,soltando un bufido corajudo. Vi sus puños, enmovimiento alternativo, dirigirse al rostro delaspirante, quien, en lugar de retroceder, balanceóel cuerpo y esquivó los cuatro puñetazos que Barbale lanzara. Comprendí que el quinto y sextopuñetazos tenían que dar, forzosamente, en elrostro del aspirante, pero el puño derecho de ésteavanzó al frente, suave, seguro y lento, y seestrelló en el rostro de Bernardo, con unchasquido que resonó en toda la sala. Oí un largogrito multitudinario de asombro, y vi el rostro deBernardo —nariz y boca— cubierto de sangre.Bernardo resopló e intentó continuar su serie depuñetazos en busca del momento en que sucontendiente ya no pudiera esquivarlos, pero otravez los puños del muchacho, con la expresión desereno asombro, llegaron a Barba propinándole seisgolpes —tres en cada sien— que hicieron bambolearsu cabeza como si su cuello fuese el muelleflexible de un muñeco de pim-pam-pum. El públicose había puesto en pie, y en la sala sonaba elmurmullo excitado con que se recibe la noticiaincreíble. Barba, confuso, severamente castigado,con la sangre manándole de la nariz, y los labiosrotos, y su cabello, reluciente de brillantina,caído en greñas sobre los ojos, permanecíaencorvado, con la guardia cerrada —los puños anteel rostro—, agazapado a la espera de que pasase elmal momento para poder volver al ataque. Elaspirante, sus puños a la altura de la cintura,balanceaba lentamente su cuerpo y lo miraba a losojos con expresión de científica, fríaobservación. Fue anormal que Bernardo se lanzaranuevamente al ataque no estando aún repuesto delos golpes recibidos. El aspirante no huyó nimovió el cuerpo para esquivar los golpes, sino queesperó a Barba, Detuvo el primer golpe que éste lelanzara, mediante un movimiento de su puñoizquierdo, en tanto que su puño derecho viajó deabajo arriba para ir a pegar contra la punta del

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mentón de Bernardo. El cuerpo de Barba, encorvadoen el instante anterior al golpe, se estiró haciaarriba al tiempo que sus rodillas se doblaban.Cayó de rodillas, y así quedó, el cuerpo erguido,los puños calzados con los grandes guantes negrosentre los muslos, y la mirada, vacía deconciencia, perdida más allá de la cortina de luzque envolvía el cuadrilátero. El árbitro contó. Alcuarto segundo, Bernardo, sin variar la expresiónde su rostro, en movimientos lentos e imprecisos,se puso en pie. El árbitro se apartó y elaspirante se dirigió hacia Bernardo. Éste alzó suspuños al rostro en un movimiento cansado. Ysúbitamente movió los puños, el derecho haciaarriba, el izquierdo hacia abajo, el derecho haciaabajo, el izquierdo hacia arriba, y dio medio pasopara delante y medio para atrás, todo ello enmovimientos de autómata. El golpe le proyectócontra las cuerdas, en las que quedó apoyado, losbrazos caídos a lo largo del cuerpo; su mirada, enun guiño extraño, perdida en la nada, y su rostrocomo un mapa en rojo, rosa y amarillo, coronadopor las greñas negras y relucientes. El aspirantese fue para él y le propinó un directo en lamandíbula, apartándose al instante para que Barbano le cayese encima. Pero éste, rígido einconsciente, apoyado en las cuerdas, permanecióen pie sin hacer ni un gesto. En la sala hervía ungriterío contradictorio; unos protestaban, entanto que otros aplaudían frenéticos deentusiasmo. El aspirante, desconcertado, miró alpúblico y luego al árbitro. El árbitro le indicóque debía continuar el combate, y el público, alver el gesto del árbitro, arreció en sus aplausosy protestas. El aspirante miró a Bernardo: estabasin conocimiento, pero en pie. En su desconcierto,nervioso y asustado, en la misma disposición deánimo del hombre que quiere matar a su perroenfermo y yerra el primer golpe, y, perdido eldominio de sí mismo, hace una carnicería en elanimal, se lanzó sobre Bernardo, y una y otra vezle golpeó el rostro con directos de los dos puños.Bernardo, apoyada su espalda en las cuerdas, queactuaban como resortes, iba y venía hacia delante

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y atrás, como un cuerpo muerto, al impulso de lospuñetazos en su rostro, y la reacción de lascuerdas en su espalda. La sala estaba en pie, ymil gritos estremecían al aire empequeñeciendo elámbito. El rostro del aspirante estaba crispado.El griterío en la penumbra de la sala me parecíaformar un mundo oscuro y redondo y denso, cuyonúcleo era el ring iluminado por la luzdeslumbrante de los focos. Vi el pájaro blancovolar bajo la luz de los reflectores y caer muertosobre la lona. Y tras la toalla que lanzara enseñal de abandono, Calder saltó al ring y detuvoel combate. Cargó con Bernardo y se lo llevó alrincón, en tanto que el árbitro, rápidamente,alzaba en el aire el puño derecho del aspirante.El aspirante estaba en el rincón de Bernardo yayudaba a Calder a descalzarle los guantes. Barba,sentado en el taburete, permaneció inmóvil. Jim,Lázaro, Cornelias y yo corrimos hacia el rincón deBernardo, y Calder, al vernos, nos dijo:"Quietos..., quietos..." La vista de Bernardoestaba fija en el aire, al frente; movía la cabezay murmuraba palabras; su cuerpo, sudado, olía aembrocación, y sus labios, rotos e hinchados,temblequeaban como si tuviera frío. Bernardo miróa Calder. Su rostro, visto de frente, apenasparecía humano.Intentó decir algo a Calder, pero éste leaconsejó: "Calma, Bernardo... Calma..." El hombrevestido de smoking, micrófono en mano, voceaba:"¡Por abandono en el primer asalto...! ¡Delcampeón nacional Bernardo Barba...! ¡Vencedor delcombate y campeón nacional del peso medio...!¡Calvo!" El nuevo campeón acudió al rincón en queestaba Bernardo, le besó las mejillas y luego tiróde él para ponerle en pie y llevarle al centro delring y allí saludar, pero Bernardo no pudoalzarse. Calder abrazó al nuevo campeón, y ésteregresó al centro del ring, desde donde, con lamano, señalaba amablemente a Bernardo para hacerlepartícipe de los aplausos. Bernardo, sentado, alzóla mano en el aire un par de veces paracorresponderle.

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Durante el verano vi descender el prestigio deBernardo Barba hasta llegar allí donde estaba enlos tiempos en que comenzara a boxear. Bernardo,tras su derrota, empeoró mucho en su estadomental, y engordó hasta alcanzar la categoría depeso pesado; la grasa cubría su rostro y seamontonaba alrededor de sus cicatrices. Durante elverano peleó en varios combates en fiestaspueblerinas, contra boxeadores de peso inferior alsuyo. Le contrataban por su título de ex campeónnacional, lo que siempre atraía al público, dabarealce a la victoria de su adversario, y a él leproporcionaba algún dinero. Bernardo se habíaconvertido en un hombre adormilado que solamentehablaba para alardear, en infantil fanfarronería,de sus ciento y pico de combates librados, de superdido título nacional, de su machacado rostro, yde la muerte de Charly Collado.Calder rehuía a Barba, y un par de veces vi aBernardo ir a sentarse junto a Calder, pero éste,tras sonreírle y decirle una frase amable, selargó lejos de Bernardo. En los combates por lospueblos, era Lázaro quien cuidaba de Barba. En elgimnasio, la nueva estrella era Jim Echevarría. Sele consideraba el futuro campeón nacional de lospesos gallos —mi peso—, y él daba base a estasuposición ganando todos sus combates en formabrillante. Era un hombre muy jover listo, dereacciones muy rápidas y pegada débil. Bernardo,sin embargo, seguía portándose como si él fuese elcentro del gimnasio.A finales de verano se produjo un incidente que yocreo influyó en lo que posteriormente tenía queocurrir. Lázaro tenía por costumbre acudir alborde del ring, dejando de vigilar la gimnasia desus "leones", cuando Jim Echevarría subía al ringpara hacer guantes" con algún otro. El interés deLázaro por Jim molestaba a Calder, quien ledirigía miradas duras y le preguntaba si la sesiónde gimnasia de los "leones" había ya terminado osi no tenía nada más que hacer. Lázaro no lecontestaba y seguía impávido contemplando lasevoluciones de Echevarría. En una de estasocasiones, el oponente de Jim Echevarría se

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lastimó una mano, y como fuere que Cornelias debíacombatir aquella misma noche, así como García-Paredes, y yo podía sustituirle, Calder lanzó unamaldición y suspendió el entrenamiento. EntoncesLázaro le gritó:—Oye: ¿por qué no dejas que suba Luisito? Tambiénes gallo...Calder frunció las cejas irritado, y se dispuso ahablar, pero antes de hacerlo pensó un poco y, sinduda, varió lo que iba a decir. Preguntó:—¿Para qué?Lázaro sonrió con sorna y contestó:—Para entrenar a Jim.Calder dijo lo que seguramente había pensadoantes:—Lázaro, no creas que tú hagas ninguna falta aquí.Si quieres largarte, puedes hacerlo cuandoquieras.Lázaro insistió:—¿Y qué tiene que ver eso? ¿Qué pasa con Luisito?Calder dijo-.—O te callas, o te echo. A ti y al Luisito.Y dirigiéndose a Jim, le ordenó:—Anda, bájate. Mañana continuaremos.Jim Echevarría era en aquel entonces una metainalcanzable para mí. Jamás hubiera soñado enponerme frente a él. Sin embargo, Lázaro era ungran entendido en boxeo, y si él había propuestoque yo "hiciera guantes" con Jim, era porque yoestaba realmente capacitado para ello. A partirdel incidente, Lázaro me dedicó especialescuidados, como si con ello quisiera oponerse a lavoluntad de Calder. Tras los minutos de gimnasia,pasábamos largo rato cambiando golpes, ensayandoposiciones y guardias, corrigiendo la ejecución demi cruzado de izquierda, aprendiendo nuevos golpescon la derecha...CAPÍTULO VA PRINCIPIOS DE SETIEMBRE, Calder dio la sorpresa.Nos reunió a todos alrededor del ring, y subido aél, nos habló. Dijo que había firmado un contrato,por toda la temporada, con el empresario de lasala de boxeo, desplazando así al gran Velázquez.Iban a celebrarse varias veladas organizadas sobre

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la base de los boxeadores de Hilario Calder. Laprimera de ellas se celebraría a finales de mes yen ella tomarían parte García-Paredes, Cornelias,Bernardo Barba y Jim Echevarría. Éste, en elcombate de fondo, pelearía con el campeón nacionalsin estar el título en juego. Calder prometió aBernardo que le pondría en camino para recuperarsu título, y a Jim le aseguró que al término de latemporada sería campeón. Luego se dirigió a los"leones" y les advirtió que aquélla sería unaexcelente oportunidad para lanzarse al boxeoseriamente, ya que pensaba organizar varioscombates entre aficionados. Aconsejó a Lázaro queintensificara el entrenamiento de los "leones".Salí del gimnasio antes de terminar la jornada deentrenamiento. Tras el parlamento de Calder,Lázaro se dedicó a entrenar a los "leones", y yome quedé solo en el rincón en que colgaba un sacode arena; le lancé dos puñetazos con toda mi alma,le escupí y fui a vestirme a la caseta. Al pasarpor el patio, vi a Bernardo sentado en el suelo,con la cabeza entre las manos. Me miró de unamanera rara, como si no me viese, y se puso en piey se fue hacia dentro, para que yo no le hablase.Realmente, Calder le había hecho una jugada.Quizás entre la espesa bruma del cerebro deBernardo se hubiera abierto paso la idea de que élestaba ya acabado. Calder, tras decirle que iba aponerle en camino de recuperar su título, leanunció el nombre de su contrincante en la próximavelada. Era un recién llegado a las filasprofesionales, el hombre que desea y necesitavencer a boxeadores con nombre. Bernardo saldría afacilitar prestigio a un desconocido. Me alegré deque al fin se diera cuenta.Marché solo hacia mi casa.Al día siguiente, mientras me dirigía a lafábrica, decidí ir a ver al patrón y pedirle quevolviese a destinarme a mi puesto en la nave. Perocuando llegué, vi la puerta que daba paso a lanave, imaginé lo que tantas veces había visto y via Mateo sentado al sol de la hermosa mañana deotoño, charlando con Bernardo Barba, y pensé quesería mejor hablar con el patrón en cualquier otro

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momento. Aquel día quería pasarlo sentado al sol,llorando tiernamente mis difuntas ilusiones decampeón. Fue un día amargo, pese a mis propósitos,en el que vi progresar el sol en su camino haciael occidente, y variar la luz del día, y lassombras, al compás de las horas, mientras pensabaen lo iluso que había sido y seguía siendo. Ydaba, en mi mente, la razón a los compañeros de lanave. Ellos estaban en lo cierto. Intentar sergente, ser Luis Canales a través del boxeo, era unsueño inconfesable. La única realidad aceptableera trabajar en la fábrica. Lo otro era comorepresentar una comedia.Bernardo y Mateo se pasaron el día charlando. Yoestaba inmerso en mis pensamientos y sus palabrassonaban en mis oídos, pero yo no las comprendía.Por la noche no fui al gimnasio, sino que anduvepaseando por la ciudad, y cuando la hube recorridoentera, enfilé la carretera, en dirección opuestaa mi casa, y seguí por ella hasta que me sentícansado. Entonces fui a casa. Llegué muy tarde. Mimujer me esperaba. Me dijo:—Ha venido a verte un amigo.—¿Quién?—Un boxeador.■—¿Cómo se llama?—No sé. No era Bernardo.El corazón me dio un salto. Todas las esperanzasque yo enterrara durante el día, y que lloré en micaminar furioso por la carretera, resucitaronrebosantes de vida. Era el ring, con sus focossobre mi cabeza, la sombra blanca del árbitroyendo y viniendo inquieto, como las hienas en lasjaulas del zoológico; eran los murmullos, lasvoces, los gritos, los silbidos y aplausos deaquel gran animal palpitante en la penumbra, elpúblico. Y ser Luis Canales para pelear combates yganarlos o perderlos, para caer en aquel mundorosáceo, sonámbulo y angustiante, y cazar lasombra frente a mí, para quedar "torta" parasiempre, si preciso fuere... Ser Luis Canalesdentro del círculo mágico.—¿Qué dijo?

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Mi mujer tardó en contestar porque había adivinadoexactamente mis pensamientos. Dijo:—Nada.Y se quedó pensativa.Salí fuera de casa. Deseaba estar solo.Respiré hondamente el aire frío de la noche. Megustaba la oscuridad del cielo nocturno. Esextraña, y uno sabe, al mirarla, que aquellaoscuridad es más grande que el mundo entero einfinitamente honda, Y libre. Hay mundos y solesen ella, pero es tan grande que los mundos y lossoles son solamente puntitos de luz mortecina. Yabajo estaba la tierra llana, negra y dura,extendiéndose frente a mí. Comenzaba allí mismo,bajo mis pies, llegaba hasta las siluetas de lasdos fábricas lejanas, y seguía extendiéndose, bajola negrura palpitante del cielo, hasta donde seencontraba la ciudad con sus luces y su murmullosempiterno. En algún lugar, frente a mí, en laciudad, estaba la sala de boxeo con sus gritos, laluz de los focos cayendo sobre el cuadriláteroblanco, y en él un par de hombres que eran elcentro del griterío y hacían estallar lasovaciones. Respiré el aire frío y miré al cielooscuro buscando su medida, su forma. No pensaba enLázaro ni en ganar combates. Había renacido laesperanza de mí mismo, y era bastante. No pensabaen nada. Solamente veía el cielo escasamenteestrellado, y me sentía feliz. Sentí a mi mujer ami lado. Anduve unos pasos al frente paraapartarme. Y a los pocos segundos oí el golpe dela puerta de la casa al cerrarse tras ella.Al día siguiente, cuando me disponía a ir algimnasio. Lázaro llegó. Iba muy elegante —completo— con su traje negro con rayas blancas, sucamisa negra, de seda, y su corbata blanca. Medijo que quería hablar conmigo a solas.Por la carretera hablamos.—¿Qué te pareció lo de ayer?Yo dije:—Muy bien.Lázaro rió. Siguió:—¿Bien?

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—Sí. Muy bien. Los chicos tendrán ocasión depelear.—Pero para ti no es tan bueno.—Para los demás lo es.—¿Y te parece bien?—Sí. Voy a dejar el boxeo. Estoy harto.Lázaro no contestó. Se quedó silencioso. Y asíanduvimos varios minutos. Dijo:—Mira, Luisito, yo sé de boxeo más que Calder, donPaco y todos los del gimnasio juntos. Don Paco meha hablado de ti varias veces. Te conoce, ¿sabes?¿Tú quieres seguir peleando, sí o no?—-Sí quiero.—Pues, si sigues con Calder, en tu vida boxearás.Conmigo, sí. Si te parece bien, el sábado iremos aver a don Paco.Seguimos caminando en silencio. Lázaro dijo:—¿Sabes que en más de la mitad de los combatesesos que ha organizado Calder va a haber "tongo"?En el gimnasio no lo sabe nadie. Me lo ha dicho elempresario. A Jim van a llevarle al campeonatonacional a través de una serie de "tongos". YBernardo va a ser quien pague las consecuencias.Primero, a Barba le darán unos cuantos combates enlos que su contrario se tumbará él sólito y sedejará contar los diez segundos; entoncescomenzarán a decir que Bernardo se ha recuperado,y le prepararán una pelea, para que recobre sutítulo, pero antes de esta pelea, cuando seaaspirante ya casi oficialmente, le harán lucharcon Enciso, y en esa ocasión no habrá "tongo". YEnciso, luego de cargarse a Bernardo —que se locargará como dos y dos son cuatro—, le sustituiráen la pelea por el título. Enciso es un buenboxeador, pero hay que cuidarle mucho, ¿sabes? Acambio de esto, Romo, el preparador de Enciso,dejará que Jim se cargue a unos cuantos de suspupilos. Es un intercambio de servicios entre Romoy Calder, en beneficio de Enciso y Jim, y enperjuicio del pobre Bernardo.Atardecía. Al norte se alzaban unas montañasgrisáceas, pequeñas y muy próximas. El aire seenfriaba rápidamente y se hacía más puro, comoocurre en los atardeceres de otoño.

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Lázaro agregó:—Nadie sabe nada de eso. Calder los trata como acrios. Se lo dirá solamente si es necesario, y aúltima hora, cuando les esté poniendo los guantesen el ring, cuando ya no les quede otro remedioque aceptar. Bernardo no se enterará. Creerá quede veras ha tumbado a su contrario, y andaráfanfarroneando por ahí, y cuando Enciso le dé parael pelo, dirá que fue un golpe en frío y que esuna injusticia que no le dejen pelear para eltítulo nacional...Se echó a reír. Tenía toda la razón, pero mefastidiaba que la tuviera. En voz baja, hablandocon acentos de deseo, dijo:—Me gustaría verte pelear con Jim Echevarría. Silograra que peleases con él, ya estarías colocado.Jim es mejor que tú, pero tú siempre que peleescon él le ganarás... ¿No lo sabías? Tal como élboxea, no puede cubrirse el hígado en todoinstante. Tiene que descubrirlo o renunciar apegar... Además, tú tienes un rostro que aguantatodo lo que le caiga, y Jim apenas pega, esflojo... En cambio, Jim puede ganar fácilmente aboxeadores que a ti te harían sudar tinta...¿Comprendes la situación?—A medias. Pero a Jim le gano. A Jim me lo cargo.Palabra.Me lanzó una mala mirade, como si yo hubiese dichouna tontería. Y dijo:—Te vamos a bregar un poco. Te enseñaré a cubrirtela cara... Tú pelearás con frecuencia e irásganándote tu cartelito, y cuando llegue elmomento, Paco o yo vamos a lograrte un combate conJim. Nos conviene que Jim se encumbre. Cuando leganes, te colarás de rondón en el grupo delos.privilegiados. Tú déjalo todo de mi cuenta, yayúdame con tu izquierdazo.Las esperanzas de Lázaro contrastaban con elmomento. El cielo estaba gris sucio, la noche aúnno había limpiado las últimas sombras lívidas, losrestos de luz solar —sin vida— en el aire. Todoera triste, y hacía frío. A mi derecha se alzabanlas barracas destartaladas hechas de sacos y latasy maderas de cajas de embalaje, en las que vivían

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los emigrantes venidos de mi patria chica. Lázarohablaba satisfecho: —Yo me he retirado ya. Novolveré a pelear, pese a que aún podría hacerlodurante tres o cuatro años. Estoy fuerte y sabemás el diablo por viejo que por diablo... Pero no.No, chico, no. A partir de ahora, yo soy tuentrenador. ¿De acuerdo?Creo que antes ya he dicho que en este mundo todossomos soñadores. Y allí estaba Lázaro dándome larazón. Lázaro era la última persona de quienhubiera sospechado la existencia de sueños en sumente. Le dije: —Sí.—Mañana ve al gimnasio y no digas palabra de eso.Mientras podamos utilizar el gimnasio nosentrenaremos allí. Luego ya veremos. Lo mejorsería que pudiésemos ir a vivir a la ciudad...Lázaro era, todo él, sueños.A las cinco y media del sábado de la semanasiguiente, Lázaro y yo fuimos a la ciudad.En taxi nos dirigimos a la sala de boxeo, en dondedon Paco tenía su despacho.Subimos por una escalera estrecha y oscura queolía a coles hervidas y a café tostado. Penetramosen un pasillo con ventanas a los dos lados. Porlas ventanas de la izquierda se veía un patio devecindad gris, sucio y cruzado de tuberías decemento y hierro, con ropa tendida. Por las de laderecha se veía la sala de boxeo, con sus butacasvacías en la platea, y, en medio, el ring con lospalos abatidos. Al término del pasillo se abríaotra puerta. Entramos. Era una habitación pintadade verde, con una mesilla en medio, un divánarrimado a la pared de la derecha y tres sillonesfrente al diván. Olía a moho, como si llevase añossin que hombres hubiesen respirado en ella. Laatravesamos y entramos en otra habitación. Tras lamesa estaba don Paco. Alzó la vista, y con un grangrito saludó a Lázaro:—-¡Hola, viejo!Lázaro me agarró del brazo y me puso frente a donPaco. Dijo:—Mira, éste es el fenómeno de quien te hablé...Don Paco me sonrió como si yo fuese un amigo de

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toda la vida, y su vista me recorrió de cabeza apies. Sonriente, dijo:—¿Qué tal? Lázaro me ha dicho que tienes unaizquierda como un martillo de herrero... Yo sonreíy dije: —Sí, señor.Don Paco preguntó a Lázaro; —¿Le dijiste lascondiciones? Yo tercié: —No, señor. Don Paco dijo:—Mira, esto funciona así: tu apoderado seráLázaro, tú combatirás solamente en mi local y siboxeas fuera de él yo tendré derecho a un tantopor ciento de tus ganancias y, desde luego,solamente podrás hacerlo con mi autorización. Yopagaré tus combates en esta sala, daré dinero aLázaro, quien descontará los gastos que hayatenido y su comisión, y te dará el resto... Sitienes dudas sobre las liquidaciones, ven a verme,pero no creo que el caso llegue... ¿Verdad,Lázaro? —No, no...Don Paco me preguntó: —¿Te parece bien?Yo me acordé del contrato de Calder. Dije: —Yrespecto a "tongos", ¿qué?Don Paco se echó a reír, y riendo miró a Lázaro.Cesó de reír y me miró, pero en sus ojos aún habíasonrisa. Dijo:—El "tongo" es una palabra prohibida. Es algo queexiste, siempre ha existido, pero que jamás semenciona. Conozco a un boxeador, un gitanofrancés, que estuvo boxeando con "tongo" durantetres años seguidos y, que yo sepa, ni él ni supreparador pronunciaron jamás la palabra. Se hace,pero no se dice. Ni siquiera cuando se prepara.¿Verdad, Lázaro?Lázaro estaba ruborizado. Afirmó de una cabezada.Él, el veterano, había cometido una novatada. DonPaco prosiguió:—Por el momento, tú boxearás lo mejor que puedas,sin ceñirte a ninguna instrucción previa alcombate. Procurarás ganar todos tus combates, comoun buen chico, y nada más. Luego ya veremos. Pero,si el caso llega, nadie te forzará a tumbarte.Sencillamente te diremos: "Tenemos este plan". Ytú decidirás. Eso que tú llamas "tongo" no es tansucio e injusto como imaginas. Con frecuencia,mediante esta mentira llamada "tongo", la cosa esa

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de dejar que te venzan o ver cómo tu contrario sefinge vencido, se consigue un resultado que estodo lo contrario a la mentira; es decir, seconsigue la verdad... ¿Comprendes?—No, señor.—Mira: suponte que Jim Echevarría comienza a ganarcombates y más combates, y llega a ser campeónnacional; Jim es mejor que tú, Jim es un técnicoexcepcional; pero suponte que, en tanto Jim escampeón nacional, a ti te nombran aspirante altítulo, y entonces Jim, que sabe que, pese a sermejor que tú, le puedes ganar debido a tu dichosocruzado de izquierda, te ofrece todo el dinero quehasta entonces haya ganado para que tú le dejesganar. Sabes que puedes calzarte el campeonatotumbando a Jim, pero que, al cabo de un mes,cualquier quídam te lo quitará, y por eso aceptasla oferta de Jim. Llega el día del combate.Expectación: la sala llena, de banderas,fotógrafos... Jim te arrea un par de cachetes y túte tumbas tranquilamente, y dejas que el árbitrotrabaje durante diez segundos, luego pasas porcaja a cobrar. Resultado: Jim sigue siendo campeón—y se lo merece—, y tú, que le has hecho un favor,cobras lo que los dos habéis creído justo. ¿Ves lacosa?Sí la vi. En cierto aspecto era muy clara. Pero,según lo que Lázaro me dijera, aquél no eranuestro plan. Dije a don Paco.—Sí, está claro. Pero creo que nosotros no vamos ahacer eso, ¿verdad? Lázaro me dijo que haríamostodo lo contrario...Don Paco rió otra vez. Parecía que mis palabrassolamente servían para hacerle reír. Dijo:—Yo no tengo ningún plan. Eso lo dejo para Lázaro.Tú, Luisito, no pienses tanto; deja que Lázaropiense por ti. Tú pelea lo mejor que puedas, ynada más.No me gustó la respuesta de don Paco. Me acordé deque estaba asociado con Calder. Dije:—Bueno, pero yo creo que si Jim es campeón y yosoy capaz de ganarle, lo justo sería que elcampeón fuese yo... Me parece, vamos...

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Don Paco estaba irritado conmigo. Me contestóimpaciente:—Jim no es campeón ni es nada, y quizá nuncallegue a serlo, y quizá tú no seas capaz deganarle, ni a Jim ni a nadie. Por el momento nadaexiste. Solamente un buen contrato que yo teofrezco, basado en la confianza que tengo enLázaro... ¿Lo aceptas?Lázaro contestó por mí:—Sí.Y don Paco me tendió unos papeles y dijo:—Firma aquí.Firmé. Don Paco dijo:—Y aquí.Y firmé otro papel. Y luego otro, y otro. Cuatroen total.Cuatro o cinco días más tarde, cuando estabasaltando a la comba en el gimnasio de Calder,Lázaro se me acercó y, con acento de conspirador,me dijo:—A la salida te veré. El sábado peleas.Seguí saltando a la comba.Lázaro me llevó a un bar en el que yo nunca habíaentrado. Era uno de esos bares nuevos, todo élcristales de colores y taburetes tapizados entelas de colores distintos. El fonógrafo siempreestaba sonando, susurrante, llenando el aire devibraciones que eran música, en tono muy bajo. Yohabía pasado varias veces por delante de aquelbar, pero nunca había entrado porque pensaba queallí por un vaso de leche me cobrarían el salariode un par de meses. El camarero, un chaval muyperipuesto, de cabello ondulado y bigotillo conbrillantina, vestido de chaqueta blanca y corbatanegra, con su pluma estilográfica sacando lacabeza por encima del bolsillo de la chaqueta,saludó a Lázaro:—¡Hola, campeón!...En el bar no había una alma. Por el gramófonosonaba una voz que cantaba en idioma francés yestremecía el aire de la sala desierta, en tantoque los colorines verde claro, rosa ilusión, azulde cielo, calabaza, verde manzana, etc.,destacaban sin la competencia de los colores

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reales de los rostros y las manos de las gentes,de sus trajes y zapatos... Lázaro me dijo:—¿Qué vas a tomar?Y yo dije:—Un vaso de vino.Lázaro dijo al camarero:—Un "finis" para Luisito, y limonada para mí.Luego se calló y esperó a que me sirviesen elvino. Me bebí la mitad de un trago. Era un vinillodel país, claro, sin alcohol casi, y un poquitoagrio. Estaba bueno. Me bebí el resto. Lázaro miróel vaso vacío y se rió.Dijo:—El sábado peleas.Tragó limonada y continuó:—Un preliminar mixto, es decir, con un profesionalque se llama Cadierno. No sé qué tal es. Elcombate será a tres asaltos solamente y tú,oficialmente, no vas a cobrar ni un céntimo porqueaún vestirás la camiseta de aficionado.—Bien.—Desde mañana vas a dejar de ir al gimnasio porqueCalder esta noche, seguramente, se enterará detoda la cosa. Te entrenarás en la fábrica, ya lehablaré yo a tu patrón, y seguramente me dejaráestar allí contigo. Pienso pedirle a Bernardo quese entrene con nosotros...Sí, el "branda" estaría encantado de que Lázarofuese por allá. Y quizá nos llevaría a la ciudadcon su automóvil. Lázaro hablaba:—Tomaré algún otro boxeador... Ya les tengo el ojoechado a tres chavales, que prometen... Pero, porel momento, tú eres mi pieza reina. Me interesaque vayas para arriba, ¿sabes? Y cuando lleguesarriba, montaré un gimnasio en la ciudad. Pocagente, pero buena. No quiero nada al estilo de loque tiene Calder. No. Pocos y buenos. Ya le hehablado a Paco, y en principio está de acuerdo...Le brillaban los ojos. Yo me pregunté con quésoñaba mi patrón. Porque éste seguro que tambiénsueña. Tiene aspecto de ello. ¿Con tener todas lasfábricas del país? ¿Con que le hagan santo? Seguroque no pensaba en su secretaria. Y tampoco en lajoven señora de la nariz larga.

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Dije:—Otro vasito, por favor.Lázaro ordenó:—Otro "finis" para Luis.Y el camarero agarró la botella grande, sinetiqueta, llenó un vaso, y dejó vaso y botellafrente a mí. Me tragué mi vino. Lázaro callaba, ysu mirada estaba velada por las imágenesdeslumbrantes dentro de su cabeza. La música, quellenaba quedamente todo el aire del bar, meparecía muy bella. Yo no comprendía lo que decíala mujer que cantaba, pero me parecía que, en unsusurro muy dulce, me lo dijese a mí tan sólo.Pregunté:—¿El sábado boxea alguien del gimnasio de Calder?Lázaro rió y dijo:—¡Todos! Es la celebre velada en la que todos vana pelear...El camarero, desde lejos, de espaldas a nosotros,manejaba la cafetera. Dijo:—¿Este chico es tu campeón? ¿El del izquierdazo?Lázaro contestó:—Si. Luisito Canales. Ven a verle el sábadoY dirigiéndose a mí, anunció:—Mañana iré a ver a tu patrón.El "branda" le dijo que sí.Al salir de la oficina del patrón nos encontramosa Bernardo charlando con Mateo. Bernardo preguntóirónico a Lázaro; —¿Qué? ¿Cómo te va,"entrenador"? Lázaro, amoscado, dijo: —Mejor que amuchos. Barba rió. y, en el colmo de las ironías,dijo: —Si, el mejor del mundo.Y rió su propia gracia. Lázaro le dijo: —Pareceque Calder te llevó muy lejos a ti, ¿eh?Y Barba, con su sonrisa de fanfarrón, repuso:—Quizá más lejos de lo que tú piensas... Lázaroasintió: —Seguro.Y nos fuimos al garaje a entrenarnos.Mi primera pelea bajo la tutela de Lázaro fuetriste.Lázaro y yo fuimos en tren a la ciudad, en tantoque Calder se las arreglaba para ir en elautomóvil del patrón.

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En el vestuario no me fue asignado cuarto alguno ytuve que desnudarme en la sala común, entre losvisitantes, porque todos los demás púgilestuvieron su cuarto. La única persona, además deLázaro y yo, que estaba permanentemente en la gransala era un hombre viejo que, sentado al lado dela puerta de entrada, leía despaciosamente unsemanario de niños; cada vez que alguien entrabaalzaba la cabeza para ver quién era.Poco antes de la hora de salir al ring, entró donPaco. Iba muy elegante, con un traje marrón ycorbata de lazo. El portero le miró, don Pacosaludó, pero el portero no contestó al saludo. DonPaco se vino hacia nosotros y, poniendo su manosobre mi hombro, le preguntó a Lázaro,refiriéndose a mí:—¿Qué tal? ¿Cómo van esos ánimos?Lázaro dijo:—Bien, bien, bien...Don Paco dijo:—¡Bien! Esto es bueno. En vosotros confío.Tras esas palabras entró en el cuarto de JimEchevarría. Había varios cuartos vacíos, pero donPaco no nos ofreció ninguno. Yo se lo dije aLázaro, pero Lázaro dijo que la cosa no teníaimportancia y no valía la pena hacernos mal verpor don Paco por una estupidez como aquélla.No tardaron en avisarnos.La sala estaba casi vacía. Y el ring a oscuras.Lázaro y yo cruzamos la sala sin que nadie noshiciera caso. Estuvimos en el ring, esperando,durante largo rato. Al fin Cadierno subió alcuadrilátero y no se molestó en saludar al públiconi a mí. Era un hombre viejo, bajo.de piernas cortas y rostro machacado por milcombates en todas las ciudades y pueblos del país.Las luces sobre el ring se encendieron cuandosubió el hombre vestido de smoking. En laizquierda llevaba el micro y en la derecha unpapelito. A grandes voces leyó: "Señoras, señores,respetable público: va a dar comienzo la granvelada pugilística en la cual la nueva empresa deeste local presentará a los más destacados..." Yanunció todos los combates menos el mío. Al

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terminar, cuando yo creía que ya había terminado,dijo: "En combate preliminar se enfrentarán, a miderecha, con cincuenta y tres quilos doscientosgramos..., ¡Ca- dierno! Contra, a mi izquierda,con cincuenta y un quilos cuatrocientos gramos...,¡Canales!"El árbitro saltó al cuadrilátero y las luces sehicieron más intensas.En este combate comprendí, sorprendido, que laslargas, monótonas horas de entrenamiento, bajo ladirección de Lázaro, habían dado su fruto. Yadesde el principio pegué fácilmente con las dosmanos y esquivé bastantes de los golpes que elpobre Cadierno me lanzara. A partir del segundoasalto busqué propinar mi golpe de izquierda, peroCadierno, cada vez que lo presentía, se encogía,se hacía un ovillo y esperaba el golpe, que seestrellaba contra sus brazos, cruzados sobre suestómago. En el tercer asalto pude atizar miizquierdazo, y Cadierno se derrumbó por más de lacuenta.Durante los meses de octubre y noviembre actuéregularmente en los combates preliminares. Peleabacon gente en pleno declive, boxeadores totalmente"cascados", o bien con muchachos que aún estabanmuy verdes. Casi todas las peleas las gané porfuera de combate. Pero en mi rostro fueronacumulándose las huellas del boxeo. La razónestribaba en que yo siempre daba la cara, teníaorgullo en ello y me parecía que, haciéndolo, yoera más auténtico, más Luisito Canales. Noté queel público me conocía y me quería. Los cuatrogatos que gustaban de ver los combatespreliminares, esa gente para quien ir al boxeo esuna gran fiesta, me recibían con una salva deaplausos y luego me animaban con sus gritos:"¡Hala, Luisito! ¡Al hígado, Luis!"Y cuando yo cruzaba mi izquierda y mi adversariocaía fulminado, mis amigos rompían en una ovaciónfuerte.Mis antiguos compañeros de gimnasio progresabantal como Lázaro había vaticinado. Bernardo ganabacombates en los que su contrincante se dejabapegar moderadamente y terminaba tumbándose en la

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lona para que el árbitro le contase los diezsegundos. El público se dividía, y mientras unosenfurecidos gritaban "¡Tongo! ¡Tongo! ¡Tongo!",otros aplaudían rabiosamente. Bernardo estabaconvencido de que ganaba sus peleas honradamente yde que sus puños seguían siendo mortíferos. Decíaque a él se le exigía mucho porque era una granfigura, y que en nuestro país no había boxeadoresde talla bastante para enfrentarse con él.Yo tomé la costumbre de quedarme en la sala,después de mi combate, para presenciar las peleassiguientes. Las veladas solían terminar pasadaslas doce de la noche, y a esa hora ya no salíantrenes para la ciudad donde yo vivía. Por eso iba,en autobús o en metro, hasta el extremo de laciudad, tomaba la carretera y caminaba hasta lagarita de los consumeros, y allí esperaba el pasode algún camión cuyo conductor quisiera llevarme.Casi todos lo hacían, y jamás me cobraron uncéntimo. En los camiones pasé momentos muy gratos.Los conductores, al ver mi rostro, me tomabansimpatía y me trataban bien. Y yo, cansado por elcombate, con la imaginación poblada por lasimágenes hirientes del ring, tras el frío de laespera en la carretera, me sentía bien dentro dela cabina. El calor del motor, su ronquidoinalterable, firme, y la visión de los dos hacesde luz blanca abriéndose paso en la oscuridad dela carretera al frente, eran confortantes. A vecesiba detrás, con la carga, tumbado sobre algúnsaco, a solas, escuchando el sonido del rodar delos cauchos sobre el asfalto.A últimos de noviembre pasé a ser profesional. Yen diciembre el boxeo se tornó duro para mí.Lázaro y don Paco decidieron que ya había llegadola hora de que yo combatiera en los combates desemi- fondo, es decir, los que precedían al últimocombate de la velada, y con ello comencé a cobrarpor mis actuaciones. Mis contrincantes eranboxeadores expertos, duros, y con todos los viciosdel boxeador de oficio hondamente enraizados ensus cabezotas.Durante este período fui severamente castigado enel rostro, pese a lo cual seguí ganando mis

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combates gracias a mi cruzado de izquierda y acierta habilidad que adquirí en colocar el directode derecha. Ante este tipo de boxeadores, muyhábiles en estar siempre totalmente cubiertos, demodo que parece imposible poder llegar con el puñoa su rostro o cuerpo, tuve necesidad —no ya lujo ocapricho— de dejarme pegar, de aguantar castigo enel rostro, porque mientras un hombre pega, nopuede cubrirse, abriéndose así la posibilidad deatizar mi izquierdazo. Ese tipo de boxeadoressaltaban al cuadrilátero no para ganar combates,sino para causar el mayor daño posible a suscontrincantes, encaminarlos hacia la inutilidadpara seguir boxeando. Sus reacciones eran siemprelas mismas: si me partían un pómulo, buscaban, unay otra vez, desgarrar la herida fregándola con lared, dura y cortante, que formaban los cordonescruzados que ataban el guante a la muñeca;aprovechaban el agarrón o el boxear cuerpo acuerpo, para golpear con el codo y así abrirherida, desgarrar la piel; propinaban cabezazospara partir los labios y hacer saltar dientes;cuando tenían el combate ganado y en cualquierinstante podían derribar al enemigo, seentretenían en golpear levemente las heridasabiertas para castigar hasta la exasperación a unhombre que apenas se tenía en pie. La mayoría deestos púgiles habían ascendido camino de serestrellas y vieron su camino cerrado por labarrera de los mediocres, de los púgiles que eranaquello en que ellos se habían convertido. Algunoshabían llegado a la cumbre para luego serrechazados abajo. Todos ellos me recordaban unpoco a mis compañeros de fábrica. Eran gente quetuvo esperanzas que casi se convirtieron enrealidad, pero en un momento dado sus esperanzasse deshicieron entre sus manos, y entonces tomaroncomo verdad, su verdad, como única verdad en elboxeo, su parte más triste, más dura, más sórdida.Todo cuanto no fuese crueldad, era superfluo. Encierto modo, su reacción, al obrar así, eraparecida a la mía al tener el puntillo de dar lacara. Al principio me dijeron que yo era un tipoal que iban a pegar mucho en el rostro, y yo,

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orgulloso de ser yo, para ser más yo, dejé deprotegerme la cara. A ellos les tocó vivir laparte dura y cruel del boxeo, fueron obligados aello y lo tomaron como su verdad. Su identidad, lafidelidad a sí mismos, consistía en hacer daño. Lootro, el llegar a ser grandes campeones,luchadores nobles, era el sueño de un adolescente.Sabían que los de arriba, las estrellas, noobraban así, pero ¿qué sabían las estrellas de laverdadera vida del boxeador? Mimados por unasuerte irrazonable, vivían en el limbo. Losmediocres decían, y lo creían, de cualquiera delos grandes: "Que me suelten a mí al nene ese yverá lo que es bueno... Pero nunca se encerraráconmigo, no le interesa..." En alguna ocasión unode los mediocres peleaba con el privilegiado. Yallí se veía la parte de razón que cada cualllevaba. El mediocre, a codazos y cabezazos, abríalos pómulos, las cejas y los labios del campeón,le rompía los dientes y le rajaba las orejas; lepropinaba rodillazos en el vientre, machacaba lasheridas abiertas y se pegaba a él como unagarrapata, impidiéndole boxear. Pero el campeón,con el rostro devastado, los nervios deshechos,humillado y furioso, se lanzaba para delante yganaba la pelea. El mediocre, acostumbrado aperder combates, alardeaba: "Le dejé con una caracomo un mapa", "se ha pasado un mes en cama", "yaanda por la calle cazando moscas". Éstos fueronmis adversarios durante los meses de diciembre yenero.Luego del combate, los aplausos del público seextinguían. En la ducha, el agua refrescaba lapiel, herida e inflamada. Lázaro me daba masaje enlas piernas, endurecidas por el agua fría de laducha, y me cerraba las heridas con eldesinfectante y la pastilla. La respiración se meacompasaba... Y entonces aparecía el mareo. Unmareo hondo, como una agonía. Yo no quería verrostros ni escenas, sino que prefería tener lavista fija en una superficie lisa y de un solocolor —el techo o una pared—. El mareo se hacíatan intenso, que dominaba mi atención hasta elpunto de que no era capaz de fijarme en otra cosa

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que no fuese el mareo, y quedaba fascinado por lasensación de palpitación dolorosa de las heridas,cabeza hinchada, y la sensación de estar muriendo.La excitación física de la lucha desaparecía, y,para unirse al mareo, llegaba la fatiga, el deseode dejarme caer al suelo y quedarme inmóvil parasiempre, el no poder mover los brazos y laspiernas a causa del peso enorme que cada miembroadquiría. Deseaba dormir, pero no podía. Miimaginación estaba marcada a fuego por el combate,y en ella vivía un mundo de imágenes cortadas aretazos: el rostro del adversario; sus ojos,siempre fijos en los míos; su movimiento debalanceo, de aproximación y alejamiento; la sombradel árbitro, los destellos de los focos, laspalabras del entrenador, la mujer del vestidoprieto sentada en primera fila... Las náuseas, elmareo y el cansancio dominaban el cuerpo, pero laimaginación seguía febrilmente activa, poblada deimágenes no deseadas.Cuando, ya en casa, comenzaba a dormir, lasimágenes no desaparecían, sino que se convertíanen pesadilla. Al despertar al día siguiente, mesorprendía de no estar en el ring. Las náuseasvolvían, y las heridas estaban hinchadas, duras yextremadamente sensibles. Al poco rato de estedespertar, volvía a dormir, y en el segundo sueñoreposaba.CAPÍTULO VIEL CIELO, NEGRO, se tornó gris en oriente, y lapálida claridad se extendió sobre el cielodejándolo todo él gris y sin matices.Mientras caminaba por la carretera hacia lafábrica, comenzó la nevada. No hacía frío, y yogozaba viendo la mansa rapidez de los coposprecipitándose sobre la tierra, viendo el airepoblado de las plumas blancas que incesantementese renovaban en su caída.Por la noche debía combatir en una pelea derevancha. Mi adversario era un muchacho al que yohabía ganado, por puntos, un par de semanas antes.Encajaba mis golpes sonriente, y parecía decirmecon su sonrisa: "¡Anda, pega! A mí me gusta eljuego ese, tú pega lo que quieras y donde quieras,

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y verás que la cosa no me afecta excesivamente..."Y en cuanto yo me descuidaba un poco, me soltabauna racha de bofetadas que me dejaba en Babia.Al llegar a la fábrica vi su techumbre cubierta denieve. En el jardín, sobre la hierba, había unaespesa capa blanca, mientras que el suelo decemento, ante la puerta, estaba solamente mojado yproducía más sensación de frío que la nieve sobreel tejado y el jardín. Mateo y Barba no estaban.Los periquitos eran dos bolas de pluma verde. Meacerqué a ellos, y los dos me miraron alzando unpoco su párpado de piel blanca y rugosa. Sus ojostenían expresión de moribundo. Les dije:"Periquito, periquito, periquito". Y los dosescondieron sus cabezas bajo el ala. El rumor demáquinas en funcionamiento atravesaba la viejapuerta y sonaba extrañamente en la escena delpaisaje nevado. Adentro, la nieve no eraexcepción.Me pasé el día dentro del garaje, tumbado en unasiento de camio-neta desmontado, dormitando. Pensaba en la palizaque recibiría por la noche. ¿Hasta cuándo iba adurar aquello? Luego estaría una semana con elrostro hinchado. Jim Echevarría combatiría en lapelea de fondo contra un negro que se titulaba"campeón de la Martinica". Lázaro me había dichoque ser "campeón de la Martinica" eraabsolutamente nada, porque allí no hay boxeadores—hace demasiado calor—, y al primer loco que se leocurre decir que es boxeador le nombran campeón.Pero en la ciudad nadie sabía eso, y todo el mundodaría gran importancia al triunfo de Jim, quienseguramente cobraría buen dinero por aquellamojiganga.Llegué tarde a la sala, cuando la velada había yacomenzado. En los vestuarios había jaleo. Unamultitud se arremolinaba alrededor de don Paco,Calder y Jim. Don Paco estaba excitado, tenía lafrente sudorosa y una mancha roja en cada mejilla;gesticulaba y hablaba a gritos muy rápidamente.Parecía que tuviese razón en lo que decía. A sulado, Calder permanecía grave, sin tan siquiera lasonrisa de dolor de estómago. Y Jim estaba al

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borde de un ataque de nervios, se mordíaincesantemente la palma de la mano, y sus ojosbizcaban como si los moviese una corrienteeléctrica mal gobernada. Al fondo de losvestuarios, otra multitud se agrupaba alrededor deun negrito menudo, de rostro atónito, que estabaal lado del gran Velázquez. Éste sonreíatriunfante, su rostro de púrpura revestido depoder y dignidad. No hablaba, pero de vez encuando sacudía la cabeza negativamente y tronaba:"¡No!" Se veía que gozaba. Lázaro vino a miencuentro. Dijo:—El negro dice que no quiere pegarse. Bueno, él nodice nada, es el chorizo ese, el Velázquez, quienno quiere que el chaval boxee. Paco ha telefoneadoa la policía y al gobernador porque dice que estoes cosa de orden público, pero Velázquez se haquedado tan fresco, ha dicho que el negro essúbdito francés y que tengan cuidado con lo quehacen... Yo le he dicho a Calder que tú estabasdispuesto a pegarte con Jim en sustitución delnegro, pero me han mandado al cuerno...—¿Por qué no quiere pelear el negro?—Velázquez dice que ha recibido un radiogramacomunicándole que el chico ha sido nombradoaspirante a no sé qué título y que no estádispuesto a poner en peligro las chances de supupilo... Pero todo es cuento; él solamente quieremás dinero...Velázquez sonreía y meneaba la cabeza y decía queno una y otra vez. Daba gusto verle en medio deaquel fregado, tranquilo, fresco y sonriente,provocando las iras de todo el mundo con suscomplacidas negativas. Parecía orgulloso de lagitanada que estaba llevando a cabo.Lázaro me dijo:—Anda, vamos a vestirnos. Esto no nos interesa.Mi combate discurrió tal como yo había previsto.Los asaltos se sucedieron, uno tras otros, en unconstante cambio de golpes. Había momentos,larguísimos me parecían, en que mi adversario y yonos fajábamos a puñetazo limpio, peleando a toma ydaca, para ver cuál de los dos era el primero encaer. Y ninguno de los dos caía porque estábamos

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calientes y los golpes no nos hacían mella. Yosabía que mis fuerzas estaban agotadas, y quellevaba el rostro hecho una carnicería, y por estono cejaba en mi constante ataque, porque tenía laidea de que en el momento en que dejase de atacar,en el momento en que interrumpiese el fluir de mienergía nerviosa caería al suelo. Varias veces via mi adversario retroceder, al impulso de mispuñetazos, con los ojos sin vida, y aquellarigidez que preludia la relajación de todos losmúsculos y la caída; pero este estado le duraba uninstante tan sólo, ya que el muchacho reaccionabay volvía al ataque con fuerzas renovadas. Afinales del quinto asalto le crucé la izquierda alhígado, y, mientras se doblaba hacia delante, lepegué un gancho de derecha al mentón, que leenderezó, mandándole de espaldas a la lona. Tuvela impresión de que el muchacho volara. Pasadoslos diez segundos le llevamos, inconsciente, a surincón. El hombre del smoking podría señalarme consu dedo acusador y clamar: "Vencedor, por fuera decombate de Antonio Cobo, a los dos minutos treintay seis segundos del quinto asalto... ¡Canales!"Cuando, ya vestido, regresé a la sala, JimEchevarría y el negrito bailoteaban en medio delcuadrilátero. Al parecer, el problema se habíasolucionado. Los dos movían mucho las piernas ylos brazos, pero no se pegaban ni un golpe. Elpúblico batía palmas de "otro toro, otro toro".Algunos voceaban: "Tongo, tongo, tongo..." Pero lodecían tanaburridos, que la palabra no encendía laindignación popular. Otros, desde arriba, gritabanla chanza habitual en aquella sala: "Queremossangre, queremos sangre..." Los dos púgiles,ajenos a todo, proseguían tenazmente su comedia.Uno, desde arriba, gritó: "¡Jim, que vieneCanales!" Y sonaron aplausos. Otros comenzaron agritar: "Cana-Ies, Ca-na-les..." Yo me sentí tanturbado, que tuve miedo de perder el dominio de mímismo y cometer alguna estupidez. Salí de la sala.En la calle me sentí solo. Había dejado de caer lalluvia que a última hora de la tarde sustituyera ala nieve. El suelo asfaltado estaba mojado y

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brillante, reflejando las luces de las farolasazuladas, y el frío había barrido los transeúntesque a aquella hora solían verse por la ciudad. Lascristaleras de los bares estaban cubiertas —pordentro— de un vaho espeso que convertía lasescenas interiores en difusas nebulosas lívidas,con sombras móviles. Me metí las manos en losbolsillos y eché a andar camino de la estación delmetro. El aire helado me causaba un dolor vivo,lacerante, en las heridas recientes. Pensé contemor en los minutos, quizás una hora, de esperacon los consumeros. El calor de la estaciónsubterránea me echó a sudar, y el rostro mepalpitaba dolorosamente, como si todo él fuese unallaga. Cuando llegué al final del trayecto, lapelícula de cicatrizante que cubría la brecha enmi pómulo derecho, se había despegado, y la heridasangraba suave, tibiamente. Anduve por lascallejas del arrabal, formadas por casas bajas depuertas estrechas. No había faroles allí, y yometía los pies hasta los tobillos en los charcosde agua helada. Me entraron escalofríos, y eldolor en el rostro volvió a ser lacerante ydistinto en cada herida. Al llegar a la carretera,vi el campo abierto. La nieve que cubría la tierradestacaba en la oscuridad de la noche como sifuese luz.La garita de madera de los consumeros, al margende la carretera, estaba iluminada por la luz rojade una hoguera, y alrededor de la hoguera estabanlas cuatro sombras, rojas y negras, de los dosconsumeros y los dos guardias civiles. Cuando yollegué junto a ellos, todos sonrieron, y uno medijo:—-Mira, el campeón ya está aquí. Terminaste prontotu trabajo hoy.Uno de los civiles me era desconocido. Unconsumero dijo, refiriéndose a mi:—Éste pronto se va a comprar un automóvil como eldel Regalado...Y todos rieron mucho.Regalado era un antiguo conductor de camiones queen aquel entonces era propietario de una granempresa con muchos camiones que llevaban pintado

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en las puertas, con letras rojas, "TransportesRegalado". Pero al Regalado le conocía elconsumero de los tiempos en que el hombre andabaal volante de los camiones de otros empresarios. Yel consumero se reía de él, especialmente a causade su gran automóvil. Al consumero le parecía queel Regalado hacía comedia, pretendía ser lo que noera, al usar un coche tan elegante y grandioso. Yodije:—Sí, seguro. Mañana me lo compro.El guardia civil al que yo no conocía, me miraba ysonreía tímidamente. Parecía que le diesevergüenza no conocerme como si ello fuese otroindicio de que él era novato en el destino. Y elguardia civil al que yo conocía, para demostrarque era muy amigo mío y, en consecuencia, muchomás veterano que el otro, dijo:—¿Cómo hay que hacer para que le dejen a uno lacara así?Se refería a mis heridas. Yo dije:—Boxee usted.Y él opuso:—No, aunque boxeara no me pondrían así... Mira, sia mí me pegasen una sola puñada como cualquiera delas que te han dado a ti, echaba a correr y noparaba hasta mi pueblo.Y todos rieron. Yo también, porque lo dijo deuna manera muy graciosa. Un consumero insinuó:—Y a lo mejor ha ganado...Yo dije:—Sí, señor, por K.O.Y el guardia civil al que yo no conocía, quisoentrar en la conversación y dar risa también.Dijo:—Quizá mejor que hubiera ganado por cualquier otracosa...Pero los otros no se rieron. Y el que habíahablado, soltó una risita para salvar la vergüenzay se calló.Yo notaba que los cuatro hombres se portaban deuna manera rara aquella noche. Parecían estarexcitados por la nevada, contentos de sí mismos, ycon ganas de hablar y de reírse. Me acerqué alfuego y tuve que retirarme porque sentí quemazón

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en la piel del rostro. Oí una carcajada, y unconsumero dijo:—¿Qué, Luisito? ¿Un poco de medicina? Y me ofrecíauna botella de vino. La cogí y me senté junto alfuego.Cerca de la hoguera, en el suelo, había un cestode mimbre, pintado de verde, con dos pollos vivosdentro. Las aves permanecían inmóviles, y con susojos, redondos, duros y rojos, abiertos. Bebívarios tragos. Era un vino denso, muy áspero, ycálido, que me pareció bueno. Después de beber, nosolté la botella. Las llamas se movían haciaarriba, sin crecer. Siempre tenían la mismaaltura, y siempre estaban moviéndose hacia arriba.A mi derecha se alzaba la sombra de la caseta.Detrás de las llamas estaba el campo raso y blancode nieve. Encima, la honda oscuridad del cielo.Por la carretera, a mi izquierda, pasaban loscamiones camino de la ciudad; al acercarse alpuesto de consumos, aminoraban su velocidad, y lasombra negra del civil, contrastando con el blancode los campos, el pararrayos de su fusilsobresaliendo del hombro derecho, les hacía ungesto indicándoles que siguieran hacia delante. Mirostro, pecho y piernas estaban calientes, peropor la nuca y espalda me corrían escalofríos. Alcéla botella y bebí larga, seguidamente. Al bajarlasenti dulce calor en mi cabeza. Embuché otro tragoy lo escupí sobre los pollos. Los animalessoltaron un torrente de gritos, se menearon, ysúbitamente volvieron a quedarse inmóviles, comopiedras pintadas, mojadas de vino tinto sussedosas plumas. Estaban atontados. Yo sentí sueño.Las llamas atraían mi vista, su substancia, larara substancia del fuego —a veces parece líquida,y otras un viento raro—, atraía mi atención másaún que su color y su movimiento incomprensible.Sentí sueño, y la excitación del boxeo, dentro demi imaginación, se hizo angustiosa. Alcé labotella y bebí de nuevo. Le dije al consumero: —Esbueno el vino ese. ¿De dónde lo sacaste?El guardia civil al que yo no conocía, miró labotella, casi vacía en mi mano, y dijo, para darrisa:

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—Tiene buen saque el boxeador, ¿eh? Tiene buensaque...Nadie rió. El guardia civil, esperanzado aún,repitió;—Tiene buen saque...Y como que los otros no rieron, él rió.El consumero contestó a mi pregunta;—Es de mi tierra. Me lo mandó mi hermana. Allí síque hay buen vino. No estas porqueríasartificiales que tenéis acá. Allí tenemos un vino,no este que habéis bebido, otro, que con unabotella puedes emborrachar a un regimiento. ¡Todospatas arriba! Yo tuve un amigo que se bebió unabotella por una apuesta, y tuvieron que llevarleal hospital.El guardia civil al que yo conocía, dijo:—¡Anda, calla ya!Estaba molesto, como si le hubiesen insultado.Dijo;—El día que tú quieras, nos vamos a tu pueblo, yme bebo, yo solo, dos botellas del vino ese de quehablas...El consumero se indignó:—¿Tú? ¡Tú! ¡Tú no te bebes una botella del vinoese! ¿Y sabes por qué? Pues porque allí, lasviñas...Yo bebí largamente, mi vista fija en las llamas, ycuando dejé la botella —vacía ya— me sentíadormecido. Oia las voces del consumero y elguardia civil, pero eran solamente sonidoslejanos, cadencias, arentos de discusión, y yo nocomprendía su significado. Veía las llamas, ysabía que todo un mundo de campos nevados y cielooscuro envolvía la hoguera, y yo me sentía aisladode aquel mundo por una cáscara de cristal que meprotegía de su frío, su aire, su substancia y sualma. Sin dejar de estar sentado sobre los sacosde serrín, me di un golpe en la cabeza contra elárbol a mi espalda. Pensé que me estaba durmiendo.Enderecé el cuerpo y fijé mi vista en las llamas.Sentí la palmada en la espalda. Vi otra vez lasllamas. Y oí otra vez: "¡Eh! ¡Luisito!¡Despierta!" Y comprendí que era la tercera ocuarta vez que me decían que despertara. Junto a

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mi rostro estaba el rostro del guardia civil; susmúsculos se movían y me estaba hablando. Siguiendola indicación de su mano, miré a la carretera: losdos consumeros y el otro guardia civil estabanjunto a un automóvil blanco, grande. Me puse enpie, me tambaleé un poco, y me pareció irrazonableque me tambalease, porque pensaba que yo no estababorracho. Asomado a la ventanilla del automóvil,vi el rostro de Velázquez. Éste agitó la mano, yen el aire extraño de la noche sonó su gritocascado:—¡Canales, ven acá!Haciendo eses anduve hasta el auto. Los queestaban junto a él se apartaron, la portezuela seabrió, y Velázquez me invitó a entrar. Entré y mesenté junto a Velázquez. Y el Velázquez gritóalgo, como si diese las gracias, pero sin darlas,a los que estaban en la carretera. El automóvil sepuso en marcha, y yo saqué la cabeza por laventanilla y dije adiós a mis amigos.El automóvil avanzaba, y a mi me parecía que elaire que hendía estuviera teñido de blanco por lasluces de sus faros, y la carretera sobre la querodaba, pintada de blanco por las mismas luces. Mesentía muy mal: cansado, mareado y con sueño, peroel rostro no me dolía. Parecía que lo tuviesemuerto. Pensé que Velázquez había sido muyinoportuno, porque yo. junto a la hoguera, dormíabien Velázquez dijo:—He visto tu combate y no me ha parecido del todomal... No, señor. Tienes una buena coz deizquierda... Muy buena coz...Eso lo sabía todo el mundo. No era necesario serun Velázquez para darse cuenta de ello. Le dije:—Si.Y me di cuenta de que mi mano derecha llevaba unabotella de vino. Bebí. Y me puse a dormir. En elautomóvil también se dormía bien.Supe que estaba anocheciendo porque la luz queentraba por la ventana de mi derecha, en midormitorio, era más clara que la luz que entrabapor la ventana a mi izquierda. El sol, no teníanecesidad de saltar de la cama para saberlo, ya nopegaba en el grupo de casitas. Fuera oi las voces

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de los niños, y pude distinguir entre ellas la deLuisito. Recorrí con la vista mi dormitorio. Mesentía infinitamente cansado, y las imágenes demis muebles —la silla mallorquína, el baúl, elespejo cuadrado ante el que mi mujer se peinabapara ir al cine...— me causaron mayor cansancio.Cerré los ojos. Llamé a Luisín. y al instanteentraron Luisín y Rocío, la pequeña. Le pregunté aLuisito:—¿Dónde está mamá?Y él tardó en contestar. Dijo;—Lava.Y Rocío, en su hablar cortado, acompañando susmedias palabras con muchos gestos y visajes, meexplicó que su mamá lavaba. Rocío era muyjuiciosa.Los dos se quedaron callados, mirándome. Yo lesdije:—Anda. Andad a jugar fuera.Y, en silencio, se marcharon a pasitos decididos ycortos. A los pocos segundos se reanudó, fuera, laalgarabía de los juegos de los niños.Intenté recordar la noche anterior, pero mimemoria no podía precisar los acontecimientos.Tenía un recuerdo confuso de las llamas, el vino,y las voces de mis amigos los consumeros y losciviles. Luego entré en el automóvil de Velázquezy él me dijo que yo tenía 'una buena coz deizquierda", y siguió hablando, pero yo queríadormir, y tuvimos una discusión. Tenia la idea deque Velázquez y yo nos habíamos peleadoagriamente.Por la ventana de mi izquierda veía el cielonegro, y por la de mi derecha, gris oscuro.Oí la voz de mi mujer, que hablaba con otras juntoa la casa. Pensé en Velázquez: el hombreseguramente había ido a buscarme para proponermeser mi preparador. Era la gran oportunidad, eraentrar en el círculo mágico y quedarme en él parasiempre. Velázquez era el hombre que apoderaba alos boxeadores que tenían la marca de vencedoresen su rostro, en su aire, en sus ojos. Me sentíinquieto. Yo no era de ese tipo. La voz de mimujer sonaba junto a la puerta. La voz de mi mujer

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cesó. Y a los dos segundos vi su pequeña siluetaante la puerta del dormitorio —el marco de lapuerta abierta—. Ella se había dado cuenta de queyo estaba despierto, porque dejó en el suelo elcesto de la ropa recién lavada. Y avanzó hacia lacama. Me preguntó:—¿Cómo te encuentras?—Bien.—Ayer te trajo un señor en un automóvil. Estabasborracho,—No. no lo estaba. Hice una pelea muy dura y teníasueño.Se calló. Y durante el silencio permanecióinmóvil, como si esperase que yo hablara de nuevoy dijera estupideces otra vez. Yo callé. Elladijo:—Ese señor ha vuelto esta mañana. Dijo que noquería despertarte y que mañana, sin falta, vayasa verle a su hotel. Ha dejado un papel.Si Velázquez estaba equivocado, tanto peor paraél. Yo no pensaba desaprovechar la oportunidad. Oía mi mujer.—Ayer apestabas a vino y no te tenías en pie.—Sí, me emborraché. Y luego me fui con una mujer.Mi mujer salió.La noticia me había desvelado. Estaba nervioso ytenía miedo de todo cuanto Velázquez pudieradarme. Oí a Rocío, la pequeña, echarse a llorar agritos, y luego el ruido de un cachete. Oí a mimujer gritando a la pequeña que dejase de llorar.Y la niña lloró más fuertemente. Oí el sonido dedos cachetes. La niña comenzó a lanzar chillidos,y mi mujer también. Mi mujer decía que iba a darleuna paliza que la dejaría tonta. Y la niña lloró yberreó desesperadamente. Oí cuatro o cincocachetes. Y mi mujer entró en el dormitorio,andando muy de prisa, se tumbó en la cama, a milado, y se echó a llorar. La niña berreaba fuera.Yo me puse sobre el lado derecho, dando la espaldaa mi mujer, y pensé en Velázquez. Quizá no ledefraudara.Para no ver a Lázaro, antes de mi entrevista conVelázquez, cogí el tren de las siete y media de lamañana.

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Cuando pregunté por Velázquez, me dijeron que noconocían a aquel señor. Yo dije que tenían queconocerle, porque se alojaba en aquel hotel, y elcamarero me contestó que aquello no era un hotel,sino un bar, y que el hotel estaba al lado.En la gran habitación había silencio. El sueloestaba cubierto por una alfombra azul de cielo,con grandes hojas blanquecinas entrelazadas. A laizquierda se alzaba un larguísimo mostrador demadera oscura, barnizada, y tías el mostrador, doshombres con chaqueta negra y chaleco blancomanejaban papeles con ademanes precisos yelegantes. Se pasaban los papeles el uno al otro.Varios hombres y algunos niños, vestidos conchaqueta cruzada azul marino, con botones deplata, y pantalones también de color azul marino ycon una costura de seda azul de cielo a lo largo,estaban sentados en un banco. Dos de los chavalesjugaban a empujarse. Fui al mostrador y preguntépor Velázquez. El hombre dejó sus papeles y mepreguntó:—¿Su nombre, por favor?—Luis Canales.Agarró el teléfono y marcó un número. Estuvo largorato con el teléfono pegado al oído, sin decirpalabra. Al fin habló, muy despacio y en voz baja:—Señor Velázquez... Señor Velázquez... Ha llegadoel señor Canales... Ca-na-les. Bien, señor.Y colgó. Me dijo que subiera a la habitación deVelázquez. Y se me quedó mirando sonriente. Yoseguí al niño uniformado que me guiaba hacia elascensor, y tenía la sensación de que la miradadel hombre del mostrador estaba fija en miespalda. Al entrar en el ascensor, le vi riendo yhablando con su compañero. Mientras el ascensorsubía, el chico que me acompañaba me echó un parde ojeadas al rostro, y al ver que yo le estabamirando, bajó la vista y la fijó en mis zapatos.La habitación de Velázquez estaba en uno de lospisos altos del hotel.Por el amplio ventanal entraba la luz clara de lamañana de invierno (la luz en la calle no eraclara, porque estaba nublado, pero allí arriba sílo era, porque era la luz de todo el cielo la que

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la habitación recibía), sin que ningún edificioensombreciera la visión del cielo, alto y gris.Velázquez estaba en cama. Su blanco cabello lecaía sobre la frente, y, en la parte de atrás dela cabeza, formaba un remolino que se alzaba en elaire como un plumero-, sus ojos estaban achicadospor la hinchazón de sus párpados, y el pelo blancode sus mejillas formaba una capa de sal sobre lapiel roja, en tanto que su bigote parecía unamancha de tinta.Al verme, se rascó la cabeza y me guiñó un ojo.Dijo:—¡Hola, campeón!Se dirigió al botones y le dijo que le subiera eldesayuno y una botella de jerez. Me miró y dijo:—Bueno... ¿Quieres boxear bajo mi dirección?Yo estuve callado unos instantes. El insistió:—¿Sí o no?Yo dije:—Sí, señor.—Bien. Pues quizá puedas...Yo pensé en Lázaro, y dije:—Tengo contrato firmado con don Paco y con Lázaro.—No te preocupes. Si se ponen pesados, también loscontrataré a ellos. A Lázaro, a don Paco, alsursuncorda...Saltó de la cama y, en pie, comenzó a rascarse.Parecía que se rascara no porque algo le picase,sino para despertar su piel, sentirse vivo y estarconsciente de sí mismo. Cuando le pareció que yase había rascado lo suficiente, lanzó un suspiro yanduvo hacia el espejo, en el que se miródetenidamente el rostro, pasándose varias veces lapalma de la mano por las mejillas, y comprobandosatisfecho que tenía pelo lujuriante en ellas.Sacó la lengua y la examinó con gran atención.Por la puerta de la izquierda pasó al baño. A lospocos segundos oí el ruido del agua de la ducha, ybocanadas de vapor, denso como humo de unincendio, comenzaron a entrar en el dormitorio.Era imposible que Velázquez pudiera ponerse bajoaquella ducha. A gritos me preguntó si le habíantraído el desayuno. Yo le contesté que no. Y él

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soltó un rosario de blasfemias, en jovial muestrade contrariedad.El vapor había empañado el cristal de la ventana.Sobre la mesilla de noche vi tres o cuatro libros,y en el suelo, junto a la cama, otro libro queestaba abierto, y en él se veían dibujos decolores.Cuando trajeron el desayuno se lo dije aVelázquez, y él me dijo que descorchase la botellade jerez.Regresó al dormitorio en pelota. Su piel estabahúmeda a causa del vapor. Era grueso, de panzaabultada y blanda, con dobleces de grasa, y pechoancho, muy desarrollado. Sus piernas eran flacascomo patas de canario. Todo él estaba cubierto depelo largo y blanco, salvo en la parte de laspiernas que queda cubierta con los calcetines, queera pelada y brillante. Llenó el vaso y bebió lamitad del jerez. De la mesilla de noche sacó uncigarro, lo encendió y echó un par de satisfechasbocanadas de humo. Bebió más jerez, y echó unaasqueada mirada al desayuno.Con el cigarro en la boca y el vaso —que habíallenado— en la mano, regresó al baño.El agua de la ducha dejó de sonar, y el vapor dejóde entrar en el dormitorio. Velázquez silbaba untango. El agua volvió a sonar, Velázquez cesó desilbar y comenzó a maldecir en voz baja, intensa,al tiempo que el sonido del agua se hacíairregular. El sonido del agua cesó, y hasta eldormitorio solamente llegaban los resoplidos deVelázquez, unos resoplidos parecidos a los quehace un hombre al intentar alzar un peso superiora sus fuerzas. Luego se hizo un silencio tenso,indicativo de que Velázquez estaba haciendo algoque requería su mayor atención. Luego el sonido dela maquinilla de afeitar eléctrica, retazos decanciones, melodías silbadas, el ruido del cepillode los dientes contra los dientes, actuando laboca como caja de resonancia. Y otra vez unsilencio largo. El vaho que antes cubriera elcristal de la ventana, se había convertido enagua, y formaba pequeñas goti- tas y pequeños ríosque resbalaban cristal abajo.

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Me alcé del silloncito y, por la ventana, miré ala calle. Tenía un paseo central bordeado por doshileras de árboles. Entre los árboles se alzabanquioscos de armazón verdinegra, moteada a loslados por los colorines contrastados y chillonesde las portadas de libros y revistas. Siguiendocon la vista el paseo hacia abajo, los quioscoseran sustituidos por puestos de flores de coloresclaros, suaves, y en ocasiones blancos casi. Losárboles, desnudos de hojas, dejaban ver bajo susramas la multitud que discurría lentamente por elpaseo central, formando una riada de puntososcuros. Tranvías grandes, rojos y ruidososcirculaban lentamente por los arroyos laterales,ocupándolos casi del todo. La calle seguía haciaabajo, hacia el mar, no en línea recta, sinoformando una leve sinuosidad que parecía habersido trazada por el discurrir del agua de unatorrentera más que por el pensamiento y

la mano del hombre. Daba la sensación —la calle—-de ser una vía natural que el hombre aprovechó. Ybajo la luz gris clara del cielo de invierno, elcolor de los troncos y las ramas de árboles, delos tranvías rojos y los taxis amarillos, de lasflores rosadas y blancas, de los quioscosverdinegros, de los semanarios amontonados enellos, de los escaparates de cristalesdestellantes de luz reflejada, todo aquelloformaba un conjunto risueño como un juguetepintado por una sabia mano ingenua, y rico como laobra hecha durante largos años, día a día,mediante actos amorosos de cada uno de losindividuos de una comunidad.Miré hacia dentro. Velázquez, desnudo, se peinabacon gran cuidado. Se volvió y llenó otra vez suvaso de jerez, dejándolo sobre la mesilla denoche, al alcance de su mano. Se había afeitadosalvajemente, hasta el límite con el desuello, ysu piel relucía como cuero curtido y pintado. Subigotillo, recién teñido, brillaba como un zapatode charol. Dejó el peine y contempló su rostro enel espejo. Se miraba severamente como si quisierainfundirse miedo, cejijunto y feroz. Luego, en

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expresión de renuncia, se apartó del espejo.Velázquez me daba la sensación de que estuvieracumpliendo un rito que cada día repetía, unaespecie de entrenamiento necesario paraenfrentarle con el mundo y comenzar su bregadiaria.Se vistió con increíble rapidez, sin volver amirarse al espejo ni siquiera para anudarse lacorbata.Se vino hacia mí. me cogió el rostro entre susmanos, y dijo:—¿Quién te ha curado?—Lázaro.—¡Dios mío! ¡Te ha hecho más daño que tucontrincante! Yo no sé cómo permiten estascosas... Os destrozan. No me sorprende que hayaquien diga que el boxeo es una salvajada. ¿Teencuentras bien?—Sí, señor, muy bien.—¿No te tira un poco la piel de la cara?—Un poco.—¿No estás un poquito sordo?dije:Yo no me había dado cuenta, pero sí lo estaba.Sorprendido,K. ' l A/v, ^—Sí, bastante...

—¿Y ves las cosas claras? ¿Ves bien aquelloslibros? Los veía borrosos.—Después de una pelea siempre veo las cosasborrosas, pero esto le ocurre a todo tipo al quele hinchen los ojos...—¿Un poco mareado, como si tuvieses la cabezallena de aire?—Sí, claro, pero no gran cosa...—¿Cuántas horas dormiste, después de la pelea?—No sé; desde que usted me llevó a casa hasta lasseis de la tarde del día siguiente, y desde lassiete hasta las seis de la mañana de hoy.Pero Velázquez no escuchó mi contestación porqueestaba ocupado en llenar un vaso y en beberse eljerez luego. Al terminar, dijo:—Anda, vamos.

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En la calle hacía mucho frío. Fuimos a buscar elautomóvil blanco, y en él subimos hasta la partemedia de la ciudad, tomamos una calle muy ancha,hacia poniente, que nos llevó fuera, a lacarretera.Con su vista, perdida al frente, y su cabeza,inclinada hacia mí, para indicar que era a mí aquien hablaba, Velázquez refirió sus proyectos:—Mira-, yo voy a encargarme de todo. De todo,menos de pelear. Tú no tendrás que preocuparte detu contrato con Lázaro y Paco, del sitio ese enque trabajas, de tu familia... De nada enabsoluto. Y yo voy a darte lo mejor, lo mejor detodo cuanto necesites. Ahora bien, quiero queganes todos tus combates. En las peleas tendrásque dar cuanto lleves dentro.—Sí, señor.—No basta con decir sí, señor. Hay que hacerlo.—Sí, señor.—¡Ni sí, señor, ni nada! ¡Hacerlo!Estaba ofendido por mis asentimientos. Repitió:—¡Hacerlo!Yo no contesté y mi silencio le apaciguó.Avanzábamos hacia poniente por una carreteraancha, de piso suave. Campos verdes se extendían alos dos lados.Velázquez, cuidadosamente, aumentóla velocidad de su automóvil. Y dijo:—Estarás cosa de un mes sin pelear. Los primerosdías vas a dedicarlos a olvidar todo lo que te hanenseñado. Y luego comenzarás como si en tu vidahubieses tomado parte en un combate. Por elmomento yo correré con todos los gastos; luego yame resarciré. Esto significa un riesgo muy gravepara mí, ¿sabes? ¿Te das cuenta de lo quesignifica?—Sí, señor.Velázquez meditó. Y dijo:—Charly Collado me costó mucho dinero. Le recogíen la miseria. Gasté mucho y luego, ¡zas!, a paseoen el momento en que podía comenzar a recuperardinero...El recuerdo del "¡zas!" de Collado le puso de malhumor. Estaba maldiciendo a alguien por aquel

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"¡zas!" y cuando habló supe que era al propioCollado a quien estaba maldiciendo:—Un gran chico el Collado... Un santo... Sí, sí,un santo...Pero se le veía irritado. La carretera cruzaba unapineda. De trecho en trecho, bajo el cieloencapotado y gris, y contra el verde oscuro de lascopas de los pinos mojadas por la lluvia reciente,aparecían los grandes cartelones blancos configuras y letras de colores, anunciandoestablecimientos de baños, playas, hoteles ycampings. Se veían figuras de muchachas y hombrescon traje de baño, con el mar al fondo y un solamarillo arriba. Cielos con nubecillas blancas ymar con balandros. Los cartelones estabanchorreantes de agua, y sus colores, corridos,formaban un sucio arco iris vertical.Velázquez preguntó:—¿Tienes algún amigo?—No.Pero lo pensé mejor, y rectifiqué:—Sí, Bernardo Barba.Velázquez soltó un bufido. Seguramente se acordóde Collado.Yo añadí:—Y Lázaro.Lázaro no era verdaderamente amigo mío, pero enaquellos instantes pensé que ante Velázquez,Lázaro bien podía ser considerado mi amigo.Velázquez preguntó:—¿Ése es el que ha estado entrenándoteúltimamente?—Si no hubiese sido por él, yo no hubiera vuelto apelear después del Trofeo Navarro.—Ya. ¿Y qué te decía el Lázaro ese?—Lo que todo el mundo: que pegase el cruzado deizquierda. Directo de derecha y cruzado deizquierda...Yelázquez bufó despectivamente y comentó para sí:—Así anda el boxeo hoy en día...Yo dije:—Lázaro quería que yo peleara con Jim Echevarría.Decía que yo podía tumbar a Jim cuando quisiera.

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Él tenía el plan de esperar a que Jim llegasearriba y, entonces, enfrentarme con él...Velázquez objetó:—¡Bah, bah, bah...! ¡Tonterías! Tendrás queolvidarte de todas esas memeces... —Y meneó lacabeza como si no alcanzase a comprender tantainepcia—. Ahora iremos a la casa de campo de unamigo mío. Y yo no quiero que estés solo,¿comprendes? Lázaro me parece un buen tipo paraque te acompañe y hagas guantes con él. Barba, no.¿Sois muy amigos tú y Barba?—Es mi mejor amigo.—Bien, pues Barba también estará con nosotros.La carretera se había hecho muy estrecha. Y elautomóvil seguía despaciosa, rítmicamente, lasinfinitas curvas que subían por la montaña. Abajo,a mi izquierda, y extendiéndose hasta elhorizonte, estaba la masa gris, revuelta y fríadel mar. Era un mar desierto salpicado de espumas,sobre el que de nuevo comenzaba a caer la lluvia.Una y otra vez viraba el automóvil a derecha eizquierda, compensando el desnivel, y las manos deYelázquez manejaban incesantemente el volante enuno y otro sentido. Lo que Velázquez me dijera,había despertado en mí una sensación de orden.Todo estaba claro. Ya no tenía la sensación de queyo pudiera decepcionar a Velázquez.Descendimos y entramos en un tramo de carreterarecta. A los pocos kilómetros viramos a laderecha, penetrando en un camino sin asfaltar quenos condujo hasta una casa parda, grande, y delestilo de todas las casas de campo que yo he vistoen esta región. Velázquez detuvo el automóvil antela puerta.Un hombre avanzó hacia nosotros. Me echó una largaojeada y dijo a Velázquez:—Le he estado esperando desde el sábado. Podiausted haberme dicho algo, me parece...Velázquez se revistió de dignidad:—Lo siento. Lo siento yo más que usted, pero no hetenido ni un solo minuto libre... Me ha sidoabsolutamente imposible comunicar con usted.El hombre hizo un gesto de fastidio y comentó parasí:

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—Más vale dejarlo... —Me miró y me sonrió—: ¿Éstees su descubrimiento?Velázquez me echó el brazo sobre los hombros, ypregonó:—¡Sí, señor! ¡El futuro campeón continental! ¡Y lamejor izquierda que he visto en mi vida...!El hombre me miraba. Era muy alto, de cabezagrande. Su cabello, negro, un poco canoso,avanzaba frente abajo, reduciéndola a una estrechafranja de piel gruesa y arrugada en pliegueshorizontales. Su nariz era ancha, carnosa yganchuda, y la boca muy grande y de labiosgruesos. Los párpados inferiores estaban cubiertosde vello negro y fino, y sus ojos eran pequeños,hundidos y negros. Su mirada estaba cargada deilusión casi infantil. Me sonrió y murmuró:—Bien..., bien...Parecía que quisiera decirme algo y no seatreviese. Que quisiera ser amable conmigo, peroque una barrera de timidez se lo impidiera. Mehabló en voz baja, con humildad:—Aquí está usted en su casa... No se preocupe pornada... Ahora lo más importante es que se entrenepara ganar todos sus combates... Olvídese detodo... Y si necesita el automóvil dígamelo,porque yo apenas lo utilizo, tengo otro máspequeño que apenas gasta gasolina... Ya ve queVelázquez lo ha utilizado durante una semana casi,así es que no tenga reparo en decírmelo...Velázquez le interrumpió, y la mirada del hombre,que al hablarme había sido amable, se puso enguardia. Pero escuchó a Velázquez.—Tengo pensado traer acá a unos amigos de Luisito,por razonespsicológicas, para que no se sienta solo. Se tratade dos boxeadores, que también cuidarán deentrenarle... El hombre le interrumpió secamente:—Sí, de acuerdo. Que vengan. Velázquez se irguió,alzó al cielo su rostro, y explicó: —Tengo paraLuisito un plan de entrenamiento totalmentedistinto al que hasta ahora ha seguido. Desde quecomenzó a boxear, le fue inculcada la falsaidea...

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El hombre le interrumpió de nuevo. Antes de hablarmeneó la cabeza impacientemente, como si nopudiera soportar ni una sola palabra de Velázquez.Dijo:—Sí, sí, sí, seguro que sí. Hace usted muy bien.Usted sabe más que nadie de estas cosas.Me miró, me sonrió, como si yo perteneciese a unaespecie distinta a la de todos los Velázquez quepor el mundo circulaban y, como si se excusaraconmigo, dijo: —Debo marcharme...En un arranque de atrevimiento me dio una palmadaen el brazo y, bajando la cabeza, su vista fija enel suelo, emprendió el camino hacia el automóvil,lanzando a Velázquez un gruñido de despedida.Velázquez me miró sonriente y me guiñó un ojo,refiriéndose al hombre que acababa de dejarnos.CAPÍTULO VIIEL MISMO DÍA en que llegamos a la casa, tras unalarga siesta y poco antes de anochecer fui algimnasio, que estaba instalado en una largagalería con cristaleras al mediodía. Velázquez sehabía largado a la ciudad, después de la comida,dejándome encomendado que mi único cuidado debíaser no dar ni golpe. Podía hacer lo que quisiera,salvo entrenarme.En el gimnasio, sólo para distraerme, le di un parde tortas al saco de arena. Paseé por la galería,y, al pasar junto al punching le pegué cuatrosopapos. Vi mi sombra en el suelo, y la esquivécon un salto hacia atrás, contraataquéinmediatamente con golpes rápidos de derecha eizquierda, y me sentí feliz. Me quité la camisa yme lié a pegarle al punching y luego al saco.Cuando me sentí cansado, corrí a marcha atlética alo largo de la galería, cuidando de respirarhonda, acompasadamente. Luego salté dentro delring y "jugué las cuerdas" yo solo, dejándome caerde espaldas contra ellas, para sentirme lanzadopor la presión de muelle hacia delante y,entonces, quebrar mi camino a un lado o a otro, afin de esquivar la acometida del imaginario rivalque me había proyectado contra las cuerdas, yatizarle el directo de derecha y el cruzado deizquierda.

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En esto estaba cuando vi una sombra junto a lapuerta. Miré y vi a la muchachita que nos habíaservido la comida del mediodía. Era baja, delgaday de cabeza grande, con rostro largo, de narizlarga y delgada, que parecía tener tendencia aunirse con la barbilla. La muchacha tendría unoscatorce años, pero su cara era la de una anciana.Al mirarla yo, ella se escondió. Yo proseguí mi"juego de cuerdas", ya poco, miré hacia la muchacha. Vi su asombradorostro junto al quicio de la puerta. Ante mimirada, el rostro se escondió con el movimientodel caracol al esconder sus cuernos al contactocon el soplo del viento raso o con una hoja. Seguími entrenamiento. La tercera vez que la miré, lesonreí, y ella no se escondió, pero no contestó ami sonrisa. Le dije: "¡Hola!" Y entonces seescondió, y al instante oí sus ágiles zancadascorriendo hacia la escalera, y luego escaleraabajo, saltando escalones de tres en tres.Velázquez regresó al día siguiente. Llegóacompañado de Lázaro, que cargaba las tres maletasde Velázquez, y del padre de la muchacha, cargadocon tres cajas de jerez. Velázquez fumaba uncigarro. Me saludó alegremente:—¿Qué? ¿Cómo va el descanso?Lázaro me sonrió tristemente, llevando su sonrisatoda la amargura de su reciente degradación de"entrenador" a maletero. Me saludó:—¡Hola, Luis!Y arrojó al suelo las tres maletas, con laintención de que even- tualmente alguna reventara.Se le veía rabioso.Velázquez dijo:—Ya puedes estar contento, Luis: aquí tienes a tuamigo Lázaro. Por el momento, él será quien teentrene. Mañana o pasado llegará desde MadridRamón Kutz. Hoy le he enviado un telegrama, yentonces Kutz será tu sparring. Ramón es unauténtico "primera serie" y gran amigo mío... Porel momento, Lázaro te servirá.Luego echó un discurso asegurando que haría de miotro hombre, y que para ello contaba con Kutz.Lázaro le escuchó resignado y es- céptico.

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Al anochecer del día siguiente llegó el gran Kutz.Era un muchacho algo más joven que yo, alto,delgado, rubio y con ojos azules que parecían dosflorecillas silvestres en su rostro de hombreguapo. Iba vestido con un traje azul de cielo, yllevaba corbata blanca y amarilla, y calcetinesamarillos y zapatos de color azul marino.Velázquez y Kutz se abrazaron, se dieron palmadasen la espalda y rieron de placer por el solo hechode verse. Kutz llevaba el rostro marcado por elboxeo, pero las cicatrices y la nariz aplastada lesentaban bien, le hacían parecer más guapo.Velázquez, Kutz, la muchachita con cara de vieja,Lázaro y yo formábamos el grupo viviente dentro dela casa. Los padres de la muchacha, su hermano yel dueño de la casa —el hombre de rostro de animaly ademanes tímidos— eran las sombras. A losparientes de la muchacha, aunque vivían en lamisma casa, no se les veía, y al propietario, quevivía en la ciudad, se le tenía presente como unhecho, algo de lo que se depende, ya que suya erala casa y el automóvil que utilizábamos.Velázquez raramente estaba con nosotros, y tansólo nos acompañaba en los primeros minutos de losentrenamientos y a la hora de comer. Su presenciase notaba principalmente por el constante trajínde botellas de jerez. Calculé que se bebía tresbotellas diarias.Ramón Kutz resultó ser un muchacho simpático, queapenas hablaba, pero que sonreía y soltabacarcajadas ante cualquier cosa. Era un hombrenaturalmente feliz. Si yo le decía "buenos días",él contestaba "buenos días" y se echaba a reírsatisfecho, como si decir buenos días fuese unacosa muy graciosa. Tenía una extensísima colecciónde pantalones y jerseys, todos de colores muyclaros y vivos, y prestaba gran cuidado a supeinado. Llevaba un peine en el bolsillo y.durante los entrenamientos, a la hora de comer, enel bar del pueblo al que íbamos a jugar al dominótodas las noches, en cualquier instante, se sacabael peine y lo pasaba amorosamente por su doradocabello. Miraba a todas las mujeres, fuesen guapaso feas, jóvenes o viejas, y a todas les guiñaba el

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ojo y les decía algo, generalmente "guapa" u"¡hola!", y fuere cual fuere su reacción, yasimulasen desprecio o le sonrieran, Ramón Kutzsoltaba su carcajada feliz. Era de Tenerife yhablaba con acento dulce, lentamente. Boxeaba muybien, pero se preocupaba más de la elegancia desus movimientos que de pegar tortas o esquivarlas.Todo cuanto Velázquez dijera de mí respecto a"crear otro hombre", "olvidar todo lo anterior ycomenzar de nuevo", resultó falso.Los entrenamientos se desarrollaban bajo ladirección de Lázaro, sin que Velázquez lesprestase atención alguna. La técnica de directo dederecha —como arma complementaria— y cruzado deizquierda —arma principal— era la que yo seguiadepurando.Lo más notable de este período fue que yo era elcentro de cuanto ocurrió en la casa. El dueño dela casa, Velázquez. Kutz y Lázaro, todos, formabanun círculo cuyo centro era yo. Recuerdo quedurante una sesión de guantes con Kutz, le aticéun izquierdazo al hígado que le tumbó. Lázaro mechilló: "¡Luisito, cuidado con lo que haces!" YVelázquez. que estaba allí, le gritó a Lázaro:"¡Cállate!", y saltando al ring, ayudó a Kutz aponerse en pie. Kutz sonrió y dijo: "Pega duro..."Y Velázquez me dijo que no me preocupara por habertumbado a Kutz, y que siguiera pegando fuertedurante los entrenamientos. A partir de aquel día,Kutz, para hacer guantes conmigo, se ceñía elestómago con dos cámaras de rueda de automóvil,colocando entre ellas una pieza de amianto. Y yopegaba cuanto quería al hígado de Ramón Kutz. Siyo deseaba descansar, lodos descansaban, y cuandoquería ir al café para jugar al dominó, todosiban, y si quería entrenarme, todos se entrenaban.Por la noche, cuando me quedaba solo, leía algunode los libros de Velázquez. Los tenía de dosclases. Unos eran novelas, y otros eran libros conmuy poca letra y muchas láminas en colores quereproducían cuadros de pintores famosos, paisajes,hombres a caballo, hombres a pie, mujeresvestidas, mujeres desnudas, calles y plazas deciudades, campos, mar. montes, rostros de gente...

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Unos quince días después de mi llegada vino unfotógrafo y nos retrató a todos en actitudes deboxear, y del brazo de Velázquez.Estábamos en el comedor, cenando, cuando Velázquezentró como una tromba. Regresaba de la ciudad.Bajo el brazo derecho llevaba un gran paquetecuadrado, y bajo el izquierdo otro largo ycilindrico, y en su rostro lucía una sonrisamalévola, como si llevase algo oculto dentro de lacabeza y el hecho de que nosotros no lo supiésemosle hiciera sonreír. Por el color de su rostro senotaba que iba muy cargado de jerez. Anduvodecidido hasta la mesa y gritó:—¡Fuera! ¡Fuera platos! Ya tendréis tiempo decenar cualquier otro día.Y abalanzándose sobre la mesa quitó platos ymanteles, dejándolo todo en el suelo. Puso supaquete sobre el tablero, y antes de abrirlo soltóla noticia:—El sábado boxeáis. Todos. Tú, Lázaro; tú, Ramón,y tú, Lui-sito.Soltó una carcajada, y abrió el paquete cuadrado.Extrajo unos calzones de seda verde y se los dio aLázaro.—Para ti.Metió mano en el paquete y sacó una corbata azulde cielo, con grandes flores rosadas yblanquecinas, y se la dio a Kutz.—¿Qué te parece, Ramón?Kutz rió satisfecho.Y luego, solemnemente, Velázquez me entregó elresto del paquete. Contenía una bata de seda azulmarino, con mi nombre escrito en letras blancas ala espalda, y el escudo del club de fútbol de laciudad bordado en el bolsillo del pecho, unoscalzones azul marino, también con el escudo delclub de fútbol, a un costado, unos borceguíes ydos pares de calcetines, uno de ellos con loscolores de la bandera nacional en su partesuperior. También había una especie de faja deseda con los colores nacionales. Velázquez,señalando los calcetines y la faja, dijo:

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—Esto no te lo podrás poner hasta que hayastumbado a Jim Echevarría y seas campeón nacional,pero ya lo he comprado...Y rompió a reír. Cuando cesó, me entregó unrecorte de periódico, y, mirándome picaresco,dijo:—Anda, lee...Leí. Decía que en la Federación de Boxeo había"marea" debido a que algunos no me tomaban encuenta como aspirante al título nacional; que JimEchevarría, el campeón nacional de los gallos,había sido derrotado por fuera de combate en elcuarto asalto por un tal Mo- barki, y queVelázquez tenía la intención de hacerme pelear conMo- barki a fin de demostrar que yo era superior aMobarki, y, por tanto, superior a Jim. Decíantambién que era una vergüenza que Calder,preparador de Jim, se negase a firmar un combatevaledero para eltítulo, entre Jim y yo, pero que si yo ganaba aMobarki —como así ocurriría probablemente—, Calderno podría seguir negándose. Luego comentaba que yoera uno de los poquísimos boxeadores que jamáshabían sido derrotados en su carrera profesional,y que había ganado por fuera de combate un ochentay tres coma cinco por ciento de mis peleas, y queestando en manos del prestigioso Áureo Velázquezno sería de extrañar que en un futuro próximo mecalzase el título continental, lo cual no dejaríade ser una vergüenza para el boxeo patrio, ya quevolvería a darse el caso de un boxeador nacionalcon el título del continente y sin el titulo de supaís, debido ello a los "hábiles" manejos de tiposal estilo de Calder. Y así era como el noble artedel boxeo se iba a paseo en nuestro país.Alcé la vista y miré a Velázquez. Soltó lacarcajada y dijo-.—¿Qué te parece? Esto se publicó hace diez días.Lo escribí yo. Y ahora... ¡Mira!Abrió el paquete cilindrico, y extendió en elsuelo un gran cartel largo y cuadrangular. Erarojo y verde: a lo largo de su parte derechaestaba mi fotografía de cuerpo entero. Yo iba conla chichonera, vestido de boxeo y con los guantes

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puestos; tenía la cabeza agachada y mirabatorvamente al frente, en tanto que mis puñosestaban amena- zadoramente avanzados. Arriba, enletras grandes, se leía mi nombre: LUISITOCANALES. Y abajo, en letras grandes también,aunque no tanto, se leían dos nombres: Canales,Mobarki. Todos rodeábamos el cartel en el suelo.Yo lo leí entero: "Presentación por la empresa deÁureo Velázquez del extraordinario púgil LUISITOCANALES, im- batido en su carrera profesional,quien se enfrentará, a la distancia de ochoasaltos y en el límite de los pesos gallos, alprimera serie de la Federación Francesa, vencedorpor fuera de combate del campeón nacional JimEchevarría, ALÍ BEN MOBARKI". Tras este párrafovenía el anuncio de los otros combates: unpreliminar, "el discutido púgil" Lázaro se pegaríacon un destacado púgil galo, el "científico" RamónKutz pelearía con Louis Garrat, ex campeón deFrancia... Y luego, en letras grandes: LuisCanales, imbatido en su carrera profesional,contra Alí Ben Mobarki, vencedor por K.O. de JimEchevarría.Era un bonito cartel. Mi vista lo recorrió variasveces y siempre terminó cayendo sobre mi retrato,quedando allí posada como si a través de mi fotoquisiera adivinar quién era yo, cómo era yo antetodos los que en el mundo pudieran verme. Unacarcajada de Velázquez me sacó del trance. Memiraba con expresión de picardía en sus ojos,,turbios por el alcohol, como si comprendiera queyo era un presumido, y estuviera satisfecho dehaberme dado aquella ocasión de satisfacer mivanidad. Sonreí y miré alrededor. Lázarocontemplaba tristemente el cartel, alzadas suscejas y la mirada melancólica. Velázquez miró alfondo de la habitación, a mis espaldas. Seguí sumirada y vi allí, contemplando desde lejos elcartel, a la muchachita aquella que se quedaba enlos quicios de las puertas. Velázquez le gritó:—Anda, ven... Ven, hija, ven...Y con la mano, la invitó dulcemente a que entrara.Ella avanzó despacio hacia el cartel. Todoscallábamos, y Kutz miraba a la muchacha como si

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fuese una bella mujer. Ella se detuvo muy cercadel cartel, y yo vi que su mirada estaba fija enmi fotografía. Velázquez le preguntó:—¿Sabes quién es éste?Ella soltó un gruñido sarcástico y me señaló conel dedo. Luego sacudió sus hombros en gesto dedesprecio e indiferencia, en un "¡Bah!" quedespertó una tempestad de carcajadas. Andando deprisa, como si escapase, se encaminó hacia lapuerta y, antes de cruzarla, se volvió hacianosotros y nos miró. Estaba colorada de vergüenza.Las carcajadas volvieron a estallar. Velázquez lallamó, pero ella no hizo caso. Y fue Lázaro quientuvo que ir a buscar las botellas de jerez.Estando sentados alrededor del cartel, Velázqueznos contó todos sus trabajos para organizar aquelcombate. Y fue pasándonos recortes de periódico.En ellos se hablaba de "Canales, el primer pesogallo de nuestro país...", se decía que el combatecon Mobarki podía ser la definitiva consagracióndel extraordinario Luisito Canales..., seanunciaba "la demoledora izquierda de Canalesquedará enfrentada a la técnica de unextraordinario púgil internacional...". Casi todoslos recortes estaban encabezados con mifotografía. En una entrevista conmigo —que nuncase había celebrado— me preguntaban si pensabaganar, y yo contestaba que tras haberme entrenadocon Velázquez tenía absoluta seguridad en mitriunfo; me preguntaban si pensaba ganar por fuerade combate, y contestaba: "¡Desde luego!" Laentrevista terminaba con un párrafo en el que sedecía que yo tenía "una extraordinariapersonalidad humana".Velázquez me entregaba más recortes, pero yo nolos tomé. Las palabras y las figuras de mialrededor no penetraban er. mi cerebro, tenía unavaga conciencia del cartel con mi fotografía en elsuelo y de que yo estaba bajo la campana de luzque la lámpara de pie vertía sobre nosotros; elresto de la habitación estaba en la penumbra, y,frente a mí, la gran cristalera ocultaba, con susreflejos, la noche afuera.

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Pensaba en Luis Canales. Calder le habíarechazado, y en aquellos días, posiblemente, temíaque tumbara a su Jim Echevarría por más de lacuenta. ¿Qué pensaría Bernardo en sus horassentado al sol a la entrada de la fábrica, conMateo al lado? Y ante todos, Luis Canales era unboxeador imbatido, el aspirante al títulonacional, hombre dotado de un golpe potentísimocon el puño izquierdo que le hacía temible, y unhombre bravo que no temía a su adversario. Y meresultaba hermoso saber que Luis Canales era yo.El día de mi combate con Mobarki, a primera horade la tarde llegó el dueño de la casa. Yo estabaen el gimnasio, tumbado en una mecedora, dejandoque transcurriera el tiempo. De un cabezazo saludóa Lázaro, que andaba por allí ocupado en susmovimientos gimnásticos. Me puso la mano en elhombro y yo intenté ponerme en pie, pero su manome lo impidió. En su rostro, cuadrado, de ojoshundidos bajo la sombra de sus cejas, de peloduro, apenas se insinuaba una sonrisa tímida,embarazada. Era chocante ver en aquel panorama debestialidad su sonrisa, humilde y tierna. Su vozaguda, sin inflexiones, sonó solamente para mí:—¡Hola, Canales! Esta noche iré a verte pelear...Y ahora he venido para desearte mucha suerte...—Gracias.—¿Te encuentras bien? ¿En forma?—Sí, muy bien. Pienso ganar.Sonrió dulcemente.—¿Sí? ¿Piensas ganar?En su afán de dulzura, me trataba como si yo fueseun niño.—Sí, sí. Además, tengo que ganar. No me queda otraalternativa.—No te queda otra alternativa, ¿verdad? ¿Tienesque ganar?—Claro. ¿No le parece?—Sí, estoy seguro de que ganarás. Seguro,seguro... Con el golpe ese que te ha enseñado apegar el señor Velázquez...Se calló, quedando meditativo. Añadió:—Pero si no ganases, tú no debes preocuparte... Lavida es muy larga, y tú eres joven aún...

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—No tan joven.—¿No tan joven? ¿No? ¿Qué edad tienes?—Veinticuatro años.Se echó a reír. Dijo;—Me gustaría poder charlar contigo...—Cuando usted quiera.—No, ahora no. Ahora estás preocupado por elcombate... ¿Verdad?—No. Si quiere, podemos hablar ahora.—De ninguna manera. Otro día será.Y su mano sobre mi hombro, que habia estadodescansando plana, me aprisionó el hombro confuerza increíble, y mantuvo su tenaza, en tantoque sus pequeños ojos de animal me sonreíansilenciosa, humildemente. Sin decir palabra, soltósu presa y se fue.Lázaro se me acercó.—¿Qué quería éste?—Nada. Desearme suerte. Me ha dicho que si no ganoel combate no me preocupe, porque la vida es largay yo soy muy joven.—¡Chalao! Si vas para arriba conocerás a muchostipos como éste. Están todos locos.—Si, parece un poco loco.Lázaro bufó y a marcha atlética se fue al otroextremo de la galería. A los pocos minutos estabayo con él, "haciendo guantes".Velázquez llegó, con muchas prisas, a las ocho dela tarde. Venía de la ciudad y estaba excitado.Iba con un vestido azul de cielo, con las solapasde la chaqueta cortadas como las de un smoking,corbatín verde claro, y, en la mano, un gransombrero de artista. Su blanco cabelloresplandecía de brillantina, y el bigotillo negro,sobre la piel púrpura, hería la vista. Sus ojosbrillaban, y su aliento embriagaba de aroma dejerez.Me vestí rápidamente bajo la mirada impaciente deVelázquez, y los dos bajamos a la primera planta.Allí estaba el dueño de la casa, cabizbajo yextraño. Lázaro y Kutz también esperaban. Lázaro,con su traje negro a rayas y sus agudos zapatos decharol, y Kutz, con camisa de color de rosa ypantalones negros, tranquilo y sonriente. Cuando

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yo llegué, sin decir palabra emprendieron elcamino hacia el automóvil.Durante el viaje hubo un silencio importante, queme hizo centrarme con Luis Canales, esperado en lasala de boxeo.En la sala municipal de deportes dejamos a Kutz ya Lázaro. El dueño de la casa, Velázquez y yofuimos a casa del primero.En el piso había muchas luces, y al entrar setenía la sensación de que no hubiera orden, de quetodo estuviera revuelto, pero al poco rato uno sedaba cuenta de que no era así. Estaba alfombradoen gris y encima de la alfombra gris había otrasde colores muy vivos —verdemar, azul cielo, rosapálido...—. Hacía un calor tremendo. El hombre nosllevó a un gabinete en el que las paredes estabancubiertas de libros. Había varias mesitas ysilloncitos, cuatro o cinco lámparas de pie, y unpar de divanes anchos y hondos. El hombre preguntóa Velázquez:—¿Puede perjudicarle al campeón una copita decoñac?Velázquez sonrió complaciente.—No, un boxeador puede beber moderadamente... Enel boxeo hay mucho cuento; dicen que ni beber nimujeres ni excesos... Son tonterías. Pero mejorque coñac sería vino dulce o seco, vino quierodecir...El hombre me sonrió y dijo:—¿Qué prefiere, seco o dulce?Me daba igual. Dije:—Seco.Y Velázquez corroboró mi afirmación con unasabia cabezada.Los tres quedamos en silencio hasta la llegada dela camareraempujando un carrito. El hombre sirvió las copas.Velázquez se echó la suya al coleto, apenas latuvo entre los dedos. Entonces, el hombre alzó sucopa y brindó por mi triunfo, y Velázquez,rápidamente, volvió a llenar su vaso, y aún llegóa tiempo para unirse al brindis.El hombre me sonrió y dijo:—Bien...

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Y Velázquez se dispuso a decir algo, pero enaquel instante entró una mujer, y al vernos dijo:—Perdón...Pero el hombre dijo:—Pasa... Mira, quiero presentarte a unos amigos...Ella sonrió y avanzó. Tendría la misma edad queVelázquez, pero aún era muy guapa. Velázquez sehabía puesto en pie y sonreía con sonrisafascinadora, con todos sus dientes al aire, y losojos casi cerrados por los músculos del rostrorealzados por la mueca de la sonrisa. El hombredijo:—Éste es el señor Velázquez...Velázquez se puso tieso como una vara. La mujer letendió la mano. Velázquez se la besó y, alenderezar el cuerpo, aulló:—¡A sus pies, señora!Y como si se hubiese vuelto loco de placer,meneó la cabeza y el cuerpo. Y luego miróalrededor para ver el efecto que había causado oquizá si nos reíamos de él.El hombre estaba diciendo:—Y éste es Luisito Canales, un boxeador muy bueno,que dentro de unos minutos combatirá con uncampeón francés... Es una pelea muycomprometida...La mujer me miró a los ojos. La piel de su rostroestaba arrugada, tenía la nariz grande y los ojosgrises, brillantes y expresivos. Pese a lasarrugas y a la nariz, era muy guapa. Preguntó:—¿Usted es boxeador? ¿De veras?—Sí, señora.Velázquez dijo:—De lo mejorcito que hay hoy en día...Pero la mujer no le hizo caso.—Yo pensaba que los boxeadores eran gente muy altay fuerte. Quiero decir, como gigantes...Yo intervine:—Es que yo soy gallo.Y la mujer se echó a reír. Y luego todos reímosporque ella se reía. Con la sonrisa aún en loslabios, dijo, dirigiéndose a su marido y a mí:—Pero tiene que ser una profesión terrible...,¿no?

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Velázquez dijo:—Efectivamente, señora, es una profesión parahombres...La mujer dejó de reír y anunció a su marido:—Ha telefoneado José. Quería hablarte...—Bueno. Si vuelve a llamar, dile que mañana lellamaré.La mujer me sonrió y dijo:—Que tenga mucha suerte en el combate este...Buenas noches.Yo respondí:—Gracias, buenas noches.Velázquez habló una vez más:—A sus pies, señora... A sus pies...Pero ella no le miró ni le contestó. Mientrascaminaba hacia la puerta, vi que tenía piernaslargas, bonitas, como las de una muchacha joven.Velázquez llenaba su vaso. Cuando hubo bebido elprimer sor- bito, miró a su alrededor, a lasparedes cubiertas de libros, y rompió el silencioque nos había acogotado desde el instante en quela señora saliera.—Veo que tiene usted una magnífica biblioteca...—Sí, es muy completa.Velázquez sorbió jerez y, con indulgencia hacia símismo, tratándose tiernamente, dijo:—Yo soy un gran lector... Es el único vicio quetengo: ¡leer!El hombre dijo:—Sí.Velázquez, embargado por un interés avasallador,prosiguió:—¿Tiene usted libros franceses? Yo leo mucho enfrancés...El hombre respondió secamente:—Lo tengo todo. Esta biblioteca está valorada ensetecientas mil pesetas, y aquí está todo...—Sinceramente: le envidio.—Yo no tengo tiempo para leer. Los negocios metraen demasiados quebraderos de cabeza...—Sí, los negocios... Los negocios...Y Velázquez hizo un gesto de hombre agobiado porlos negocios. Vi que el otro se impacientaba, como

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si Velázquez hubiese dicho una ofensivainconveniencia. Advirtió:—Creo que ya es hora de que vayamos a la sala deboxeo.Velázquez se sorprendió.—¿Ya? ¡Es pronto aún!Pero el otro estaba en pie y avanzaba hacia lapuerta. Dijo:—Los acompañaré hasta allí en el automóvil. Yotengo algunas cosillas que hacer aún.Al llegar al estadio municipal, Velázquez y yo nosapeamos. El hombre asomó la cabeza por laventanilla y dijo-.—Luisito...Yo fui hasta él. Me cogió la mano, y, en unsusurro, la mirada embarazada por la amabilidadque quería tener conmigo, y que no se atrevía amostrar lisa y llanamente, dijo:—Suerte, mucha suerte... ¡Y duro al hígado, Luis!Y estrechó, demasiado fuertemente, mi mano entrelas suyas.Velázquez estaba entre la gente que rodeaba alpalacio de los deportes; se había calado susombrero de artista hasta las cejas, y mirabaalrededor como un delincuente que temiera serdescubierto. Había una multitud. Los automóvilesse detenían, la gente bajaba de ellos y losguardias ordenaban al conductor que se alejase,para dar entrada a otro automóvil. Había colascortas y densas ante las ventanillas en que sevendían las entradas. Los guardias de tráfico, lospolicías uniformados, a pie, y una pareja depolicías a caballo, trataban de imponer orden. Ylas luces de los reflectores que coronaban eledificio de cristal y cemento, caían desde arriba,en largo y estrecho cono, sobre la multituddesordenada, inquieta y murmurante.Velázquez me agarró el brazo y susurró:—Vámonos de aquí...Fuimos a una calle lateral, oscura y silenciosa,en la que los automóviles dormidos formaban doslargas hileras. Entramos en el bar de la esquina.Era uno de esos bares que solamente se encuentranen las vecindades extremas de las ciudades, en que

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el vino se vende a granel y se hacen bocadilloscon dos grandes rebanadas de pan y sardinas fritaso anchoas, preparadas por el propio dueño del bary guardadas en una vieja lata de almejas. Elmostrador era de marmol, y estaba descantillado,quebrado y sucio. Junto a la cafetera había doscalendarios: en uno se veía a una manóla tocandola guitarra y sonriendo al público, y en el otro auna muchacha sentada sobre una motocicleta,enseñando las piernas y sonriendo al públicotambién. Sentados a una mesa había tres obrerossoñolientos, vestidos con las ropas de trabajo.Velázquez se tomó un par de copas y me aconsejóque no bebiese. Estuvimos allí seis o sieteminutos. Velázquez miró el reloj y dijo:—Vamos.Cruzamos rápidamente por entre la multitud yentramos en el palacio de los deportes.El camino hacia los vestuarios fue un caminotriunfal. Velázquez me tenía cogido del brazo, yllevaba su sombrero en la mano izquierda. Sonreíaa todos lados, saludaba a todo el mundo y losgritos de :"¡Hola, Velázquez!", "¡Hele, campeón!","¡El más grande!", nos acompañaban. Aquél era elgran momento de Velázquez; allí se sentía másVelázquez que nunca, allí era él.Antes de empujar la puerta del vestuario, pasó subrazo sobre mis hombros e hinchó el pecho.La luz era muy fuerte, el aire estaba denso dehumo de tabaco y vibrante de mil palabras. Era unasala circular pintada de color crema y con unahilera de puertas pequeñas, iguales y pintadas deblanco. La aparición de Velázquez hizo crecer laintensidad del murmullo, y muchos avanzaron haciaél. Pronto estuvimos rodeados de gente. Milpreguntas, mil saludos eran dirigidos a Velázquez,quien, seguro y sonriente, contestaba cuantopodia."¿Éste es su campeón?" —"¡Todavía no escampeón!" —-"¿En qué asalto se producirá el fuerade combate?" —"¡En el primero!" —"¿Cuándo secelebrará el combate conJim?" —"¡Cuando Jim se atreva!" Yo, en imágenesvagas diluidas por el tiempo, tenía conciencia dela llegada de Velázquez al viejo salón de boxeo,

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acompañando a Charly Collado. Y me sentía lleno depremoniciones extrañas, como avisos de muerte. Laimagen de Bernardo, embrutecido, sentado a lapuerta de la fábrica, junto a Mateo, y esperandoser campeón otra vez, estaba también presente.Poco antes de entrar en el cuarto, vi a Calderjunto a su amigo, el hombre de la gorra de sedanegra. Calder estaba encorvado, con las manos enlos bolsillos del pantalón y la espalda apoyada enla pared. Me miró, sin saludarme, sonrió a sumanera. Me pareció un ave de mal agüero, como unzamuro sobrevolando un paraje siniestro. El hombrede la gorra me miraba con sus ojos encandilados, ymanteniendo la boca firmemente cerrada. Creo quemi aparición le recordó sus mejores tiempos.Entramos, y Velázquez cerró la puerta en lasnarices de nuestros seguidores. El cuarto eragrande. En él había la mesa de masaje, tressilloncitos y un par de banquetas. Un hombrejoven, calvo, de rostro almohadillado de grasa ysin pelo en las mejillas, nos estaba esperando.Hablando con voz asustada, y muy rápidamente,saludó a Velázquez:—Buenas noches, señor Velázquez.Velázquez, campechano, le dio un cachete en lacalva y correspondió:—¿Qué tal, hijo? Éste es Luisito Canales.El hombre me dijo:—Mucho gusto.Y cuando yo le miré, se sonrojó y bajó la vista.Velázquez sonrió divertido, me miró y, guiñándomeel ojo, dijo:—Éste es Dalmiro, el masajista.Dalmiro murmuró:—Servidor...Y me sonrió entre sonrojos. Yo pregunté:—¿Dónde está Lázaro?Velázquez dijo a Dalmiro:—Vete a buscar a Lázaro. Dile que Luis quiereverle.Dalmiro salió. Yo me desnudé y me tumbé en lamesa. Velázquez se quitó sus ropas y se puso unjersey blanco, de cuello alto, y pantalonesblancos, de hilo. Estaba impresionante.

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Entró Lázaro, seguido de Dalmiro. Iba con su viejoalbornoz amarillo, muy peinado, con el rostrobrillante de masaje, y las manos vendadas ya. Mesoltó un "¡Hola, Luisito!".Era bueno ver a Lázaro. Le sonreí y le dije:—¿Cuándo empieza tu combate?Hizo una mueca de tristeza. Respondió:—Tan pronto termine el preliminar entreaficionados.—Que haya suerte.—Gracias, pero igual da.Y me atizó un cachete. Velázquez, que habíaobservado la escena en silencio, dijo:—Lázaro, tan pronto como termines tu pelea, venacá.Lázaro asintió de un cabezazo y se largó.Dalmiro comenzó a darme masaje. Sus dedos teníanfuerza sorprendente. El movimiento de sus manos yla presión graduada de sus dedos infundían vidanueva a cada uno de mis músculos. Dalmiro hacía sutrabajo con expresión de atención concentrada, lapunta de su lengua saliendo entre sus labios comola de un colegial aprendiendo a dibujar letras. Ledije:—Lo hace usted muy bien, Dalmiro...Parpadeó y se sonrojó complacido, como si un calortierno le llegase del alma a la piel del rostro. Ysusurró:—Gracias...Se dio cuenta de que yo le miraba sonriente y seturbó más. Sus manos, por un instante, actuaroncon fuerza violenta: Dijo:—¡Cómo gritan!Hasta el cuarto llegaban gritos de una discusiónen el vestuario.Cerré los ojos.El clamor de las voces, súbitamente, invadió elcuarto; entró en él. Y luego se alejó y quedófuera.Oí la voz de Lázaro:—Voy para allá, tan pronto como termine estaré convosotros.

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Vi su rostro, alargado y duro, sus pequeñosojillos y su pelo, planchado, pegado al cráneo. Ledije:—Suerte.Otra vez entraron los gritos en el cuarto y otravez se alejaron tras el portazo.Velázquez ordenó:—Basta por el momento, Dalmiro.Y mis músculos quedaron sin la compañía de lasmanos de Dalmiro. Sentí que Velázquez me ponía lamascarilla para respirar oxígeno. Le oí:—Ten los ojos cerrados.Y luego:—Respira... Uno... Dos...Y otra vez:—Aspira: uno... Espira: dos...En mis pulmones entraba un aire liviano y fresco.Y comencé a sentir un mareo alegre, saltarín yvital...—Uno... Dos...La mano de Velázquez, sobre mi pecho, me ayudaba aregular el ritmo de mi respiración.Cuando mi compás respiratorio artificial se hizoautomático, Velázquez apartó su mano. Y en vozbaja, hablando lentamente, dijo:—Luis... Son ocho asaltos: no intentes forzar elcombate en los primeros. Tendrás tiempo sobradopara cruzar tu izquierda... Y no te calientes.Frío, frío, siempre frío... Un boxeador que secalienta la cabeza termina peleando como unamujer... No hagas cosas nuevas; pelea como siemprelo has hecho, a tu manera, tranquilo... Y si tepega duro, no quieras hacer el macho: con rodillaen tierra y espera hasta que te hayas recuperado.Siempre, cuando oigas el siete, ¡arriba! Nuncaesperes a que el árbitro llegue a contar ocho...Era lo mismo que me dijera Calder. Lo mismo que medijera Lázaro. Siempre lo mismo. Y, en definitiva,lo importante también era lo mismo: mi golpe deizquierda. Pero el cuarto amplio en que mehallaba, el prestigio de Velázquez cobijándome, lapresencia de Dalmiro, la mascarilla de oxígeno, lacompañía de Lázaro... Todo daba un valorexcepcional a los consejos de Velázquez. Me acordé

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de Charly Collado. Seguramente había recibido losmismos consejos y respirado el oxígeno y gozadodel vivificante masaje del Dalmiro. Pero Bernardole partió la nuca. Dije:—Bien.Velázquez me quitó la mascarilla, y otra vez lasmanos de Dalmiro trabajaron mis músculos.Velázquez habló:—Con Mobarki no debes tener manías; lo único queimporta es ganarle. No intentes hacer un buencombate; busca ganarle solamente. Ya sabes: sipasas un momento apurado, abrázate a él, trábalelos brazos, y si mientras le tienes cogido puedesatizarle un cabezazo, se lo atizas.El tiempo, para mí, se hizo eterno. Y una y otravez repitió Velázquez sus instrucciones en vozsusurrante, monótona, amorosa, como las deaquellos novios de los bancos públicos que, díatras día, hora tras hora, repiten una y otra vezque sí, que se aman... Y Velázquez repetía:"Crúzale al hígado; mantente frío; pégale cabezazoal rostro, si puedes..."Entró Lázaro. Iba vestido con su traje a rayas. Surostro estaba pálido, y la mitad izquierda de suslabios aparecía hinchada, formando un montoncillode carne húmeda y tumefacta. En sus cejas ypómulos se veían las manchas brillantes delcicatrizante. Habló con el sonido silbante queacompaña las palabras de los desdentados:—¿Qué? ¿Cómo va eso?Yo dije:—Eso digo: ¿qué?—Bien. Le rompí la ternilla de la nariz en eltercer asalto, y tuvo que abandonar. El chicoestaba ganando el combate, pelea bien. Pero yo lepegué con mala uva, de abajo arriba, pararemangarle la nariz, y le rompí la ternilla,poniéndosela casi de través dentro de la nariz. Eltipo escupió el protector y alzó la mano...Velázquez soltó una carcajada. Yo dije:—Lázaro, viejo zorro... No me pegaría contigo pornada del mundo...Lázaro encogió sus hombros y dijo a Velázquez:—Ahora está comenzando la pelea de Kutz.

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Yo pensé que Velázquez quizá fuera a la sala paraver el combate de su amigo. Pero no lo hizo.Lázaro dijo:—He visto a Calder, a Bernardo y a Jim... Y a tupatrón también. Están todos en primera fila.Se me ocurrió que en algún cuarto cercano estaríaAlí Ben Mo- barki, haciendo lo mismo que yo:esperando el momento de subir al ring para dejarmefuera de combate. Sentí una punzada de inquietud.Velázquez dijo:—¿Quieres que Lázaro esté en el rincón connosotros?Yo dije:—Como él quiera. No creo que sea necesario. ¿Eh,tú?Lázaro dijo:—Como tú quieras.Yo respondí:—Mejor que no. Quédate en primera fila, y luego medirás qué tal te ha parecido la pelea.Fuera, en el vestíbulo, había un silencio anormal.Velázquez dijo:—Anda, vístete.Salté de la mesa y me puse la coquilla, luego loscalzones azules con el escudo del club de fútbolal costado. Velázquez me vendó las manos, luegopreparó los guantes y puso la bata azul sobre unode los silloncitos. Fue metiendo cosas —elprotector de los dientes, el antiséptico, unastijeras, toallas...— dentro de la bolsa de lona.En el vestuario se oyeron voces, gritos yaplausos. Velázquez hizo un guiño compasivo,equivalente a un "¡pobre Kutz!". Lázaro salió, ydurante los instantes en que la puerta estuvoabierta, vi una multitud arremolinándose alrededorde alguien.Lázaro regresó. Dijo:—A Kutz le han tumbado en el cuarto asalto.Velázquez dictaminó:—Demasiadas mujeres.Luego preguntó:—¿Cómo se encuentra?Lázaro dijo:—Bien.

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Velázquez me ordenó: —Anda, Luisito, ponte labata.Al abrir Velázquez la puerta, todos los queestaban en el vestíbulo se arremolinaron anteella, avanzando hacia mí. Velázquez abrió paso.Lázaro y Dalmiro caminaban a mi lado. Sonó untableteo de aplausos, y oí voces: "¡Luisito, a versi le tumbas!" "¡Hala, campeón!" "¡Luis, alhígado!" Anduvimos rápidamente a través de lagente. Avanzamos a lo largo del pasillo malalumbrado. Velázquez abrió la puerta a su términoy la mantuvo abierta para mí. Crucé la puerta. Alfin de la escalerilla de cinco peldaños, quecomenzaba en la puerta, se extendía la salailuminada. Al pie de la escalera esperaban los dosguardias. El público estaba en pie y miraba haciala escalera. Velázquez bajó los cinco peldaños, yyo le seguí. Los dos guardias nos abrieron paso,apartando a la gente, con sus manos enguantadas encolor castaño. El público en las gradas altasaplaudía, y los que estaban cerca hablaban,formando sus voces un murmullo excitante. Alfrente, bajo la luz de los focos, se alzaba elring blanco, con palos verdes en las esquinas ycuerdas forradas de terciopelo morado.Subí al ring y saludé a mi manera, dando un par desecas reverencias a derecha e izquierda. Y sonóuna salva de aplausos. Fui al rincón en que meesperaba Velázquez. La lona del piso del ring eranueva y muy blanca; en su centro había manchasgrises de múltiples pisadas, y cerca de uno de losrincones una constelación de gotas de sangre.Pensé que probablemente provenían de Kutz o de lasnarices del contrincante de Lázaro.Mobarki saltó al cuadrilátero, y saludó lanzandobesos con ambas manos, alternativamente, a derechae izquierda, y dando vueltas sobre sí mismo, conrapidez de mico. Era un morito blanco, de cabellocorto y rizado, y rostro alargado que terminabacon una barbilla puntiaguda. Vino hacia mí, meestrechó las manos y me dijo en francés algo, queyo no comprendí. Luego saludó a Velázquez: —Haló,mesié Veslasqués! Y Velázquez, paternal, dijo: —Haló, Alt.

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Mobarki, a paso atlético, regresó a su rincón. Lepregunté a Velázquez:—¿Le conoce? Velázquez dijo:—Yo conozco a todo el mundo.El combate con Mobarki me demostró que nada habíacambiado en mí. Todo el tinglado organizado porVelázquez no había podido variar mi manera de sery de pelear. Mobarki, desde el principio, semostró un boxeador cobardón, retador, peligroso, ydotado de un estilo excéntrico. Boxeaba adistancia, su cuerpo erguido, el rostro aldescubierto, y su barbilla adelantada. Manteníalos párpados caídos, casi cerrados, y me mirabacomo una princesa pueda mirar a un escarabajo,mientras balanceaba lentamente el cuerpo. Estacomposición de expresión, postura y movimientollevaba un mensaje de reto, un "anda, pega si teatreves; pega y verás lo que es bueno..." Cuandoyo atacaba, el morito huía descaradamente, peromedía su retroceso de tal manera que, en unmomento dado, yo quedaba al alcance de su derecha,y entonces soltaba una andanada rapidísima degolpes secos, duros y precisos, que me hacíaretroceder con mi guardia descompuesta. A lo largode los cinco asaltos que duró la pelea, Mobarki mesumió en aquel mundo sanguinolento, rosáceo yviscoso, con las dos sombras —la del árbitro y lade Mobarki— nadando en el aire a mi alrededor, yla sensación de frustración a causa de mis golpesperdidos en el aire, y la idea fija martillándomeel cerebro: "Cuanto más te pegue, más tienes quepegar tú". Yo atacaba, él huía, mis golpes seperdían en el vacío, veía a Mobarki peligrosamentecerca y, en el mismo instante, el cuero de susguantes, duro como el hierro frío, se estrellabacontra mi rostro, contra mis pómulos, mis cejas,sobre las heridas ya abiertas... Y oía el murmullode desencanto del público, que nacía, crecía,invadía rápidamente todo el ámbito, y terminaba enuna ovación cerrada y corta en reconocimiento dela superioridad de Mobarki sobre mí.Mi golpe de izquierda llegó en el quinto asalto. Yvi a Mobarki caer fulminado, doblado por su mitad,con la mueca de dolor paralizante en el rostro.

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Como una explosión sonó el ¡ah! del público, yaquel campo sembrado de cabezas —en la penumbraalrededor del ring, más allá de las cuerdascubiertas de terciopelo morado— creció un metro. Yla gran ovación empequeñecía el ámbito de la sala,y sonaban los gritos: "¡Ca-na-les! ¡Ca-na-les!¡Ca-na-les!" Y Mobarki en el suelo, en medio delcuadrilátero, la boca contra la lona, las manos alhígado, las piernas juntas y dobladas, intentabaponerse en pie y no podía y, al no poder, rodabapor el suelo una vez y otra... Y la sombra blancadel árbitro le seguía, en tanto que el brazoblanco se balanceaba dramáticamente sobre elcuerpo de Mobarki, al compás de la cuenta firme eirremisible: "cuatro..., cinco..., seis...,siete..." Y finalmente los dos brazos del árbitroalzados en el aire, y su grito superando las vocesy los aplausos, el "¡Fuera!" ritual. Y la ovacióndel público parecía que quisiera hacerse infinita,para siempre.Cuando el árbitro gritó su "fuera", Velázquez,Lázaro y Barba saltaron al ring para abrazarme. Yoquería ayudar a Mobarki a ponerse en pie yllevarle a su rincón. El árbitro quería expulsardel ring a Lázaro y a Barba, que vestían ropas decalle. El público había vencido a los guardias yestaba allí, al borde del ring, asiendo lasfantasiosas cuerdas de terciopelo morado ymetiendo las cabezas por entre ellas. Los guardiassubieron al cuadrilátero. Y en aquellos momentosde confusión, yo sabía claramente que me habíaconvertido en Luisito Canales.CAPÍTULO VIIITRAS MI COMBATE con Mobarki, Bernardo se unió algrupo de los que vivíamos alrededor de Velázquez.En el automóvil, durante el viaje de regreso, meacometió la invencible lasitud. Mi movimientorespiratorio era pobre y lento, llevando poco airea mis pulmones, de manera que, de vez en cuando,me veía obligado a suspirar largamente. Y micorazón no había aún acompasado sus latidos. Mivista no podía permanecer quieta, y los ojos,acostumbrados aún a estar alerta para seguir losmovimientos de Mobarki, descubrir su más leve

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signo de ataque, miraban todas las cosas, iban deun lado para otro, y todo lo veían con grandetalle. Las oscilaciones de la aguja de velocidadverde, entre las rayas y los números pintados enblanco sobre el cristal iluminado, la goma dellimpia- parabrisas un poco salida fuera de sucarril... Todos mis músculos estaban quietos,adormilados por la fatiga, pero aquellos objetosen que mi vista se fijaba, tenían una vidafascinante, y no podía dejar de mirarlos, y misojos saltaban de uno a otro, y lo observaban todo,porque yo sentía en la cabeza una fuerza que meobligaba a hacerlo.

Al acostarme sentí mareo. Estuve paseandolentamente por mi dormitorio hasta que,sintiéndome incapaz de moverme más, me arriesgué aregresar a la cama. Y tras de aguantar de nuevolas tarascadas del mareo, me dormí.Estuve durmiendo durante tres días, en los quesolamente me levanté cosa de tres cuartos de horacada uno, para comer e ir al retrete. En el cuartodía hubiera continuado durmiendo, a no ser porVelázquez, que me obligó a tomar dos tazas de té ya hacer un poco de gimnasia. Por la tarde vino unmédico. Era un tipo bajo y regordete, de rostrosin pelo, cabeza calva, y ojos gris claro trasgafas de cristales limpísimos, brillantes. A cadainstante soltaba grandes gritos exclamando:"¡Espléndido!", "¡Magnífico!", "¡Formidable!", sinmotivo alguno. Cuando Velázquez dijo: "Éste es mipupilo Luis Canales", el hombre chilló:"¡Formidable!" Y acto seguido señaló a Bernardo,que estaba allí, tumbado en una mecedora, y gritó:"¡Éste también es boxeador!" Y parecía que hubierahecho un gran descubrimiento. Velázquez le dijoque sí, y el hombre soltó una larga carcajada yrepitió sus "espléndido", "magnífico","formidable"... Me miró y, sonriendo complacido,dijo con aire de picaro:—A ver, a ver... Veamos qué tiene el campeón...Velázquez dijo:

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—No tiene nada. Solamente lo normal después de uncombate duro, pero quiero que usted le examinepara mayor seguridad.El médico dijo:—Claro, claro... ¡Formidable, formidable...!Y, despaciosamente, sin pretender dar vida oentusiasmo a sus palabras, sólo por vicio, como sihablase consigo mismo, susurró:—Espléndido, espléndido, espléndido...Y me reconoció comentando cada examen con susexclamaciones. Tras auscultarme, tomarme el pulso,examinar con lamparillas mis ojos y nariz, elmédico me presionó la par e baja del occipucio,allí donde comienza el cogote, y me preguntó:—¿Duele?—No, señor.Apretó más fuertemente.—¿Duele?—No, señor.—¡Formidable!Con las yemas de los dedos me presionó lasheridas, aún hinchadas, en cejas y pómulos.—¿Duele?—Sí, señor.Presionó más fuerte.—¿Mucho?—Sí, bastante.Presionó más fuertemente aún. Yo solté un bufido.Y él exclamó:—¡Magnífico!Dictaminó:—Se trata de una paliza formidable, magnífica... Ynada más. Como usted ha dicho muy bien, señorVelázquez, es lo normal tras un combateencarnizado... Pero creo que sería mejor hacer unexamen a fondo, así estaríamos absolutamenteciertos de que no existen lesiones internas.Al día siguiente fuimos a la ciudad, y allí elmédico que me había visto y otro volvieron aexaminarme, y me hicieron un electroencefalograma.Dijeron que yo estaba bien.En los meses que siguieron, mis entrenamientos nofueron tan intensos. Velázquez decía que el mayorpeligro que me acechaba era caer en

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"sobreentrenamiento", y que lo que yo debía hacerera "conservar la forma" tan sólo. Me entrenabatres días a la semana.Durante aquella época, alguno de mis combates"tuvo tongo", es decir, fue convenido de antemanoen su desarrollo y resultado. Velázquez, en estoscasos, me decía: "Déjate pegar un poco en los dosprimeros asaltos, y luego, en el tercero o cuarto,el muchacho ese se tumbará por más de la cuenta...No le pegues fuerte con la izquierda. Apunta elgolpe solamente..." En alguna ocasión, Velázquez,con una hojita de afeitar, me hizo un par decortes en las cejas, los hizo sangrarpresionándolos con los dedos y luego limpió lasheridas y les puso una leve película decicatrizante. Eran dos heriditas de nada pero elprimer puñetazo que recibía en ellas —puñetazodébil— abría las heridas, haciéndolas sangrar ydejándome el rostro rojo de sangre. El públicocreía que yo había recibido dos tremendospuñetazos, en tanto que yo apenas lo notaba, porcuanto no me afectaban a la cabeza por dentro.Tras estos golpes, mi adversario no teníanecesidad de golpearme más, el público estabaconvencido de que el combate era encarnizado ynosotros —los dos sobre el cuadrilátero— solamenteesperábamosmomento de representar la comedia de mi golpecruzado al hígado. En algún momento subsiguiente,mi adversario se ponía a tiro, yo cruzaba miizquierda, señalando el golpe tan sólo, y micontrario caía al suelo fulminado, retorciéndosecomo una sabandija herida. La gente se ponía enpie, su clamor conmovía el aire, el árbitrocontaba dramáticamente. No era injusto. Hastacierto punto era necesario. Me hacía falta ganardinero, y para ello tenía que boxear casi cadasemana. Si todos mis combates hubiesen sidosinceros, sin trampa, tan sólo hubiera podidocombatir una vez cada quince días, a lo sumo.Velázquez había gastado mucho dinero en mipreparación y propaganda... Y yo no tenía ni unreal. Era necesario pelear. Y los boxeadores quese tumbaban eran gente que de seguro hubiera yo

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puesto fuera de combate en una pelea honesta. Loúnico que hacíamos era simular lo que, sin ayudade la ficción, hubiese sido realidad. Sin embargo,el entusiasmo del público cuando se producía unode estos ficticios "fuera de combate" mehumillaba. Ver aquella masa ponerse en pie yprorrumpir en la ovación emocionada, larga yentrañable hacia Luisito Canales, verlos a todoscreer a pies juntillas la comedia representadaentre las cuerdas, me entristecía, me hacíasentirme envilecido. A veces mi sensación devergüenza se transformaba irrazonablemente en otrade desprecio hacia aquellos que me aclamaban, ypensaba que de buena gana me hubiera cargado apuñetazos a aquella multitud de imbéciles.Durante aquel período, Lázaro, debido a lapresencia de Bernardo, dejó de pelear, siendo éstequien actuaba en las veladas en que yo combatía.Bernardo tomaba el sol, no se entrenaba,fanfarroneaba y perdía, una tras otra,invariablemente, todas sus peleas. Con frecuenciahablaba de su próximo combate para la reconquistadel título nacional, y al mismo tiempo se excusabade sus derrotas diciendo: "Me dejo ganar. No puedopelear con interés contra estos principiantes. Medejo ganar. No sé qué diablos me ocurre, pero enestas peleas no logro calentarme... Tengo ganas deque me suelten de una vez al chaval ese que tieneahora el título..." Terminaba lanzando un suspiroy diciendo: "En fin..., a entrenarnos otra vez..."Y proseguía su entrenamiento. dormitando al sol ytomándole el pelo a Kutz. Bernardo, desde elprimer día que vivió entre nosotros, la tomó conel pobreKutz. Era éste hombre que gozaba haciendo losejercicios de entrenamiento; con frecuencia seejercitaba durante cuatro o cinco horas seguidas.De vez en cuando, cada media hora o tres cuartosde hora, Kutz interrumpía sus ejercicios y, paradescansar, paseaba lentamente por la habitación,se detenía, sacaba del bolsillo de sus calzones elpeine y lenta, amorosamente, peinaba su cabello,largo y rubio. Paseaba otra vez, y de nuevo apeinarse, y así estaba durante unos cinco o siete

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minutos. Esta actitud era la que provocabainfaliblemente los sarcasmos de Barba. Eran unaspullas tontas que daban la medida del estado deestupidez en que había caído Bernardo. Decía:"Kutz, tú sí que vives en el mundo..., ¿eh? Éstesí que vive en el mundo, ¿verdad, Lázaro?" Ysentado al sol y el sol dando en su deformadorostro, que lucía una embrutecida sonrisa irónica,Bernardo miraba implacablemente a Kutz peinándose,y en silencio se reía de él. En ocasiones lecriticaba el peinado. Le decía: "No, Ramón, no, elpelito un poco más hacia atrás... Así... A ver sile sacas otra onda..." Y, vencido por su propiagracia, Bernardo estallaba en complacidascarcajadas. Ramón Kutz enrojecía ante la burla,apretando sus mandíbulas, y seguía peinándoselenta, deliberadamente, para indicar que la burlano le afectaba, pero todos advertíamos que elsencillo placer que derivaba del hecho de peinarsehabía sido asesinado por Bernardo. Creo que todos,Lázaro, Velázquez, Kutz y yo, sentíamos lo mismoante las memeces de Bernardo. No era su burla loque nos hacía sentirnos avergonzados, sino laestupidez con que hacía la burla, aquella muestrade su estado. Y él, con frecuencia, tras susironías, se dormía placenteramente, con unasonrisa de beatitud suavemente dibujada en susrotos labios. La amistad entre Bernardo y yoseguía inalterable. Bernardo me trataba como si élme protegiese, como si yo fuese un obediente hijosuyo con un porvenir al frente tan brillante comoel suyo propio. Bernardo observaba atentamente misentrenamientos y me daba ánimos con sus "bien,bien, Luisito, bien..., sigue así... Eso es:directo de derecha..., ¡cruza la izquierda!".A partir del mes de marzo, los días fueronhermosos, con sol y mucha luz en el cielo, sobreel mar algo alejado, y en los campos frente a lacasa. El avance del tiempo cálido fue a la par conmis avances en el boxeo. Casi todos mis combatesfueron importantes. Y tras cada uno de ellos, másseguro de mí mismo me sentía, y más de acuerdo concuanto de mí decían los periódicos y mis

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compañeros. Cada día me acercaba más y más a LuisCanales.Durante aquella primavera estuve levantándome,cada día, a la salida del sol, cuando a mi cuarto,grande y de techo alto, cruzado por vigas demadera, apenas llegaba la luz del nuevo día. Pisarel suelo de ladrillos rojos, ásperos y frescos,daba a mis pies desnudos la primera sensación derealidad. Desde la ventana, veía la luz gris delsol, no nacido aún, ir resbalando cielo arriba. Laluz gris, dentro del cuarto, iluminaba la pareddel fondo con su estampa grande y coloreada delSagrado Corazón, y la cama vasta y alta, dejandoen la penumbra, nocturna aún, las paredeslaterales y el techo. Por la ventana, mediante loscambios de luz en el cielo adivinaba los progresosdel sol aún oculto. El mar, más allá de los camposinmediatos, era una sombra azulada, muy oscura,que me parecía la espalda de un gran animal. Antesde que el sol hubiera salido, pero cuando su luz,sin rayos, estaba ya en el cielo, el mar era unaplanicie inmóvil, gris y bella como los fondos delos cuadros de un pintor que pinta sin manchas,con bellos colores grisáceos que formansuperficies perfectamente lisas. Luego comenzaba aasomar el sol, convirtiendo en dorada la luz delcielo, y haciendo roja la luz a lo lejos, en ellímite entre el mar y el cielo. Y entonces ocurríaalgo que a mí me parecía raro: el mar no era azulaún, pero se notaba que dentro, bajo las aguas,llevaba todo su azul, y este azul transparentabaun poco en su superficie, pero sin salir a ella. Yen aquel instante todo se ponía en marcha, yparecía que la música de una gran orquestacompuesta por miles de instrumentos estuviera apunto de comenzar a sonar; una música del mar, delsol, del aire tembloroso, del mundo entero. Erauna armonía retenida, frenada, pero que estallaríaen el momento en que el sol estuviera arriba. Elsol ascendía y llegaba al cielo, y entonces, porun instante, justamente en el momento en que elmar se ponía azul brillante, hondo y puro, parecíaque la música debiera oírse, pero no se oía nada.Y todo seguía acallado, y se acallaba

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definitivamente, porque el sol ya estaba en susitio, y el mar tenía su color, y era la hora enque los hombres comenzaban a moverse en suslechos, saltaban de la cama, orinaban, se vestíane iban al trabajo. Me gustaba contemplar la salidadel sol desde mi cuarto. Sabía que Bernardo, Kutzy Lázaro dormían en las habitaciones contiguas ala mía, y que yo no era como ellos. Era la hora enque yo caía en ensoñación. No pensaba, en misensueños, ser un gran campeón ni en ganar combatesni en públicos enfervorizados... No, todo estoestaba fuera de mi cabeza. Mi ensueño consistíasolamente en una fuerte sensación de que yo eraexactamente yo mismo, mejor dicho, que yo teníaocasión de ser todo lo que podía llegar a ser, deque yo podía llegar a ser, de verdad, LuisCanales. Es muy difícil de explicar. A uno no ledejan ser casi nunca lo que uno es verdaderamente,y yo, en mi ensueño, superaba este impedimento, yera yo.Estaba en la ventana hasta el momento de comenzarel entrenamiento.Al anochecer íbamos los cuatro —Lázaro, Bernardo,Kutz y yo— al café del pueblo para jugar unapartida de dominó. Era un café grande y oscuro,con mesas de mármol blanco y patas de hierropintadas de azul. Los que iban allá eranpescadores y obreros de una cercana fábrica decemento, que pasaban las horas charlando y jugandoa las cartas. El dueño del café y sus hijosrecorrían la sala e intervenían en lasconversaciones de sus parroquianos, a los quetrataban con paternal autoridad. Se advertía queellos eran gente más importante que susparroquianos. El dueño nos trataba con muchomiramiento, pero se advertía que nosotros noéramos de su agrado. Pese a ello, en sus palabrashabía siempre un tonillo de paternal autoridad.Nos decía: "¿Qué tal, señores? ¿Qué tal...? ¿Quévamos a tomar hoy? Lo de siempre, ¿eh? Lo desiempre..." Soltaba una carcajadita amable y unpoco fastidiosa, y como un gran padre, cansado ybenevolente, se ib" camino del mostrador,murmurando: "Bien..., bien..., bien..." Al

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principio de ir allí, todo el mundo nos miró concuriosidad y, a los pocos días, algunos de losasiduos se colocaron, como quien no quiere, anuestras espaldas para observarnos y, a poco,comenzaron a comentar las incidencias del juego.Comentaban entre sí, pero para que nosotros lesoyésemos y trabásemos conversación con ellos. Notardamos en conocer a todos los concurrentes alcafé. Eran gente como nosotros, pero ellos no losabían. Se advertía que no comprendían nuestramanera de vivir, creyéndola mucho más complicadade lo que en realidad era. Algunas veces serefirieron, en tono de mundana comprensión, anosotros: "Ustedes siempre arriba y abajo..." "Conla gente que ustedes conocen..." y "Con los líosque ustedes tienen cuando están de vacaciones..."Al salir, siendo ya noche cerrada, andábamos a lolargo de la playa, derivábamos a la izquierda ysubíamos despacio el camino que nos llevaba a lacarretera, la cruzábamos y seguíamos otro caminoque nos llevaba a la casa. A la vuelta, Bernardo yyo solíamos ir juntos; Kutz y Lázaro nosadelantaban. Barba solía reflexionar y de vez encuando hablaba. Recuerdo que un día, mientrasíbamos por la playa, Bernardo dijo:—Es un zorro ese Velázquez...Y se quedó pensando. Añadió:—¿Tú ves? A ti te puso en camino. Nadie lo hubierahecho, ni siquiera Calder. El boxeo es duro,leñe... ¡Tanto sufrir!Y se calló. Pero su pensamiento siguió la sendamarcada por sus palabras, avanzó por ella, y en unmomento dado, volvió a expresar lo que pensaba,tras el avance escondido.—Ya verás, pequeño... Si tienes suerte, puedesllegar arriba, pero es difícil... A mí me costómucho... Y ya ves el pobre Collado... —Se echó areír—. ¡Se fue al cuerno para siempre!Rió otra vez. Luego suspiró, resignado. Y añadió:—A ver cuándo me dejarán pelear por el título...De buena gana le hubiera dicho: "nunca". Nuncavolverás a pelear con un boxeador de medianavalía. Porque tú, ahora, eres, como dicen losperiódicos, y los carteles, "el berroqueño

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Bernardo Barba". El hombre de piedra, el saco dearena para que en él peguen y se luzcan loschavales que empiezan a pelear. Y quien de entreellos te cause más daño, no quien te gane, porquetodos te ganan, será el más brillante. Y si nofuera por Velázquez, que quiere que tú estés a milado, ni siquiera tendrías ocasión de subir a unring. Pero no dije nada. Bernardo puso su brazosobre mis hombros.—Tú tienes madera... Puedes llegar arriba, pero yaverás lo duro que es. Me gustaría que los dosfuésemos campeones nacionales al mismo tiempo. Yofui quien te descubrió, ¿verdad?—Seguro. Tú me llevaste al gimnasio de Calder.—Sí. Primero te llevé a ver un combate. Fue lapelea en que me cargué a Charly Collado, ¿eh, tú?—Sí.—Fue un buen combate.—Sí, fue bueno.—Y si no hubiese sido por mí, Calder te hubieraechado de su gimnasio después de tu primera pelea.¿Sabes qué dijo?—No.Barba se echó a reír. El sonido de su risa en laoscuridad de la noche tenía un dramatismosobrecogedor. Comenzamos a subir el camino por eltalud que abocaba a la carretera. Bernardo jadeabacomo un viejo, y su brazo, protectoramente echadosobre mis hombros, se apoyaba en ellos.—Calder dijo: "Este chaval es carne de ring. Entres combates me lo van a dejar 'sonado' para todala vida. No le quiero. No quiero ni verle. Dileque no venga más al gimnasio".Se calló para respirar honda, precipitadamente.Jadeante añadió:—Porque al Calder le impresionó mucho lo deCollado. —Y como pensando comentó—: ¡Qué combate!Yo dije:—¿Así Calder creía que me pasaría lo que aCollado? ¿O que me sonarían?Barba rió con una risita infantil, y dijo:—Sí, sí, sí, sí, sí...—¿Por qué?

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—Quizá porque siempre andas poniendo la cara pordelante...—Si pongo la cara, es porque así puedo pegar elcruzado al hígado, no porque me guste. Además,hasta ahora nunca me han tumbado por más de lacuenta... Lo he encajado todo...—Sí, tú encajas. Yo también encajo mucho. Encajares la base principal del boxeo...La noche en que Bernardo me habló así, tardé enconciliar el sueño. Me sentía inquieto yhumillado. No era el que Barba me comparase con éllo que me humillaba, sino el pensar que Bernardo,en cierto aspecto, tenía razón. Sí, yo era de esosboxeadores que suben al ring con la certidumbre deque van a recibir leña. Y eso no armonizaba conLuisito Canales. A la luz de mi conversación conBernardo, mis ensoñaciones a la salida del sol seme aparecían grotescas, de iluso, y eso meproducía una amargura honda, esencial. Pese atodo, al amanecer del día siguiente yo caí en miensoñación.A mediados de abril se concertó mi combate con JimEchevarría. Aquello puso de un humor de perros aLázaro, quien creía tener derechos de propiedadsobre aquel combate y consideraba a Velázquez comousurpador de sus derechos. Cuando Velázquez contoda su pompa anunció el combate, Lázaro selevantó de su silla y, sin decir palabra, selargó. Luego, él mismo me dijo que había salidofuera para "comerme los puños sin que nadie meviera".Unos días antes de mi combate con Jim, Velázquezme llevó, juntamente con Bernardo, a casa, paraque viese a los míos. Dijo que era"psicológicamente conveniente" para mí.Velázquez nos dejó en la carretera, cerca delbarrio en que Bernardo y yo vivíamos. Anduvimos ensilencio hacia las casas. Y al verlas, pequeñas yagrupadas en el paraje familiar, me di cuenta deque algo, en la situación de aquel instante,desentonaba. No sabía si era mi alegría por volvera casa, o la tristeza que emanaba de aquel barrio.Una de las dos realidades era inadecuada a mimismo, tal como yo era en aquel entonces. A medida

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que me acercaba a las casas, me sentía más y másinquieto.Barba se metió por la calleja que conducía a sucasa. Eran las seis de la tarde de un día hermoso,con sol claro y aire tibio. A lo lejos, las cuatroo cinco chimeneas de las fábricas se dibujabanclaramente contra el cielo azul. Las mujereslavaban la ropa. Vi mi casa. La puerta estabaabierta. Tuve deseos de irme en aquel mismoinstante. Imaginé a mi mujer, con sus ojos muyabiertos, intentando adivinar, supliendo cuanto nopodía comprender, con imágenes extrañas, confantasías que acudían a ella para rellenar losvacíos de la falta de comprensión.Entré en la casa. En el primer cuarto, el quehacíamos servir de comedor, no había nadie. Todoestaba en orden, con las sillas puestas junto a lamesa, de modo que el respaldo tocaba el borde y elasiento quedaba debajo del tablero. El armario enque mi mujer guardaba sus cosas estaba cerrado, yla llave no estaba en la cerradura. Entré en eldormitorio. Estaba a oscuras, pero yo sabía queallí había el mismo orden que en el comedor. Se meocurrió que si me marchara en aquel mismoinstante, y previniera a Barba, nadie sabría queyo había estado allí. Y pensando en esto me tumbéen la cama. Y seguí meditando lo fácil que seríamarcharme sin que nadie se enterase de mi visita.Y así estuve hasta que se encendió la luz delcomedor —durante mi espera había anochecido—, y oílas voces de Luisito y la niña, que hablaban a sumadre, y ella les contestaba. Me sentí atrapado ypensé que había hecho mal en no marcharme cuandohubiera podido hacerlo. Hubiera querido que todami historia hubiese ya terminado, que yo hubieseganado todos los campeonatos y combates, y fuesedefinitivamente Luis Canales para todo el mundo.Entonces podría ver a mi mujer y a mis hijos,tranquilamente, porque yo sería, sin duda, y parasiempre, Luis Canales. En aquellos momentos todoestaba en transición, transformándose, y lapresencia de otros, sus pensamientos —en lamirada—, sus palabras, me eran perjudiciales.Parecía que pudieran cortar mi proceso de

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transformación, o que, cuando menos, me obligarana luchar contra ellos para defender la parte de mímismo ya conquistada, y poder seguir, caminoadelante, hasta el Final. Mi mujer, que aún no sehabía dado cuenta de que yo estaba en casa, dejabaque los chicos le hablasen y de vez en cuando lescontestaba seriamente, como si fuesen personasmayores. Vi su sombra cruzar sobre el encuadre deluz que la puerta dejaba entrar en el dormitorio.Las voces de los niños, poco a poco, cesaron. Lasombra de mi mujer siguió pasando sobre la luz delsuelo. Yo sentía tristeza. Para ellos nada habíavariado y nada podría jamás variar. Un hombre hacelo suyo —yo boxeaba— y la vida cambia para él, yhay lances victoriosos, y lances duros, y lancesde derrota, y el hombre los afronta solo, y vavariando al transcurso de aquellos conocimientosque vive. Quien no los vive, no varía. Mi mujer nopodría comprender jamás lo que significaba para mítumbar sobre la lona a mi contrario, la ovación dela gente, el saber que yo iba siendo LuisitoCanales de día en día, y que por las mañanassoñaba en mí mismo. Oí el asustado grito de mimujer y su sombra, que había estado allí en elsuelo, se retiró de la luz. Luego oí su voz, altay temerosa: "Luis..." Ella sabía que alguienestaba en el dormitorio, y tenía miedo de quefuera un extraño.Yo dije: ¿Qué?Entró y encendió la luz. Los chicos entraron trasella. La niña se agarraba a sus faldas. Y en elquicio de la puerta, con una mano sobre elinterruptor de la luz y la otra sobre su boca, sequedó mirándome. Yo dije:—¿Qué tal? He venido a pasar el sábado aquí...Para descansar, ¿sabes?Parecía asustada. Yo sonreí y dije:—¡Eh, Luisito! ¿Qué haces tú, malo?Y el chico se escondió detrás de su madre, y luegoasomó la cabeza, y me sonrió con expresión depicaro. Estaba contento de verme. Miró a su madrey, para llamar su atención, tiró de su vestido.Ella dijo: "Estáte quieto..." Y Luisito tiró de lafalda otra vez, y la llamó: "Mamá..." Mi mujer le

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miró. Luisito sonreía y, como si diese unanoticia, dijo a su madre: "Es papá..." Se echó areír, me miró, escondió la cabeza detrás de sumadre, la asomó y me sacó la lengua. La pequeñaestaba con la boca abierta y los ojos desorbitadosmirándome. Y de pronto se puso tiesa, tendió subrazo hacia mí, y gritó a su madre: "¡Papá, papá,papá, papá...!" Su voz sonaba excitada, en lacantilena chillona de un alcaraván, como sihubiese hecho un sensacional descubrimiento.Mi mujer se sentó en una silla, junto a la cama,con las manos cruzadas sobre los muslos, y sequedó mirándome. Yo, en silencio, sonreía y mirabaa los chicos y a ella. Se alzó bruscamente, sellevó la mano derecha a la cabeza e intentóarreglarse el pelo, dio un suspiro y se dirigió alespejo. Mientras se peinaba, volvía de vez encuando la cabeza y me lanzaba una ojeada Yo estabasentado en la cama, ha-ciendo rabiar a los chicos. Para los niños eltiempo es más importante que para los mayores. Enlos dos o tres meses que yo había estado ausente,casi me habían olvidado, debido, yo creo, que aellos les parecieron cuatro o cinco años. Perosolamente en el transcurso de aquellos minutos yase habían acostumbrado a mi presencia, tendiendoun puente definitivo sobre el tiempo de ausencia.Y yo me divertía haciéndoles perrerías. Al chicole agarraba por la cintura y le colocaba cabezaabajo, lo que le ponía frenético, y cuando yo leenderezaba, sus ojos bailaban en sus órbitas comolos de un loco, y sacudía la cabeza, los hombros ylas manos como si estuviera cargado deelectricidad, y parecía que él no supiera dóndeestaba. Ver las cosas estando cabeza abajo leponía loco. Y a la niña le hacía aquel juegoconsistente en decirle: "Mira... ¿Qué tienes aquí?¿Una pupa?" Y yo miraba atento y preocupado lamejilla de la niña, y ella se preocupaba por lapupa, y decía un poco desorientada: "¿Una pupa?¿Dónde? ¿Aquí una pupa?"Y con el dedo se señalaba la mejilla a la que yomiraba. Y ponía una cara de boba que daba risa. Yentonces yo decía: "¡No es nada grave!"

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Y como si estuviera muy contento de que no fueranada grave, y para celebrarlo, le atizaba doscachetes fuertes. Dos cachetes en broma, pero quecausaban daño. Y la niña no sabía si reír ollorar, y al fin reía, pero protegiéndose lasmejillas con las dos manos, no fuera que yo leatizase otra vez.Estaba yo así cuando mi mujer me echó del cuarto.Me dijo:—Anda, vete fuera un momento.Y yo pregunté:—¿Para qué?Ella insistió:—¡Vete! Vete te digo...Y lo decía sonriente. Yo me negué:—No me da la gana.Y mi mujer, por un instante, me miró con duda ytemor, porque no sabía si yo bromeaba o no. Perose dio cuenta de que yo estaba tranquilo, se vinopara mí, me agarró por el cabello, y tirando deél, me arrastró fuera de la habitación. Y dijo:—Vuelve dentro de un rato.Yo pensé en ir a ver a Barba. Dije:—Voy a casa de Bernardo.Y ella-—Pues iré a buscarte allá.Me encontré a Bernardo sentado a la mesa ycomiendo. Estaba rodeado de sus hermanas y sumadre, que le miraban en tanto él comíasilenciosamente. Tenía frente a sí cuatro o cincoplatos con comida. Alzó la cabeza, me miró, tardounos segundos en reconocerme, y al fin, sin dejarde masticar, me sonrió con su sonrisa de sonado,su lenta sonrisa idiotizada.La madre de Bernardo era vieja y seca, con cara debruja, y sucia. Sus hermanas eran jóvenes, bajas ygordetas; tenían ojos negros, muy lindos, cara delínea redonda, y mejillas algo velludas, consombras de bigote y patillas, pero eran guapas.Las chicas me recibieron con gran contento, metrajeron una silla y me felicitaron por miséxitos. Me dijeron que habían leído en losperiódicos las crónicas de todos mis combates, yque yo era un gran boxeador.

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Bernardo, siempre masticanuo, las miraba consorna, como si ellas estuvieran diciendoestupideces, Y dijo:—Anda, dadle de comer a éste...Pero yo no tenía apetito y dije que no. Y con elloprovoqué un conflicto, porque parecía que si yo nocomía, aquella gente iba a ofenderse, y pensaríanque mis éxitos me habían envanecido. Bernardoinsistió: "No seas animal, hombre. ¡Come!" Peroyo, por puntillo, dije que no. Y no comí.Las hermanas hablaron del boxeo, utilizando lostérminos técnicos que tan bien conocían. Peroraronvehementemente y se mostraron seguras de que suhermano sería campeón nacional otra vez, en fechapróxima. Y una de ellas parecía estar resentidacon Velázquez, a quien culpaba de obligar acombatir a Bernardo en peleas de poco lucimiento,en las que él nada podía ganar. Pero las otrashermana.-, la hicieron callar porque, sin duda,recordaron que Bernardo pertenecía al equipo deVelázquez gracias a mí. La mujer vieja asistía alparloteo de sus hijas y daba la impresión de queno se enteraba de nada, pero que prefería que sushijas tuvieran esta afición a que tuvieran otras,que ella ya se sabía y que llevaban a malos pasosLas chicas dijeron que me habían visto en variosde mis combates y que, a su juicio, yo tenía una"pegada" superior a mi peso, que yo era un "gallo"con pegada de welter. "Esto —dijo una de ellas— esun don de Dios, es algo que no se aprende. Setiene o no se tiene." En sus palabras se adivinabaque tener este "don de Dios" era una injusticiapara Bernardo. Es decir, que a ella le dolía quehubiera tipos como yo, en tanto que otros, como suhermano, tenían que confiar solamente en su buenarte de peleadores.Así estuvimos hasta que llegó mi mujer. Bernardohabía terminado su cena y estaba sumido en unestado de embrutecimiento más hondo que el normalen él. Tenía los ojos sanguinolentos, el rostrocongestionado y sus labios eran dos pedazos decarne grisácea, muerta.Y entró mi mujer. Llevaba un vestido nuevo, decolor azul claro, con grandes flores de color de

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rosa y amarillo claro, estampadas por todos lados.Desde que nos casamos, solamente había tenido unvestido bueno, para los domingos, que le era tanpropio como su nariz. Iba con el rostro pintado —era la primera vez que yo la veía así—, con un parde manchones rosados en las mejillas, y los labiosde color sangre de toro. Parecía estar un pocoavergonzada, pero gozosa, por su disfraz. Tuve laimpresión de que mi mujer había estado pensando enél durante largo tiempo, como si también hubierasoñado en llegar a ser ella misma, en descubrircualidades encerradas dentro, y nunca hastaentonces mostradas. Parecía que también quisierahuir de la frustración de no llegar a ser nunca loque ella era en verdad. Y que ser ella mismaconsistía en ponerse aquel vestido y pintarse elrostro. Bernardo la miraba lentamente, apreciandocualidades; no había duda de que la nuevaapariencia de mi mujer le gustaba más que laantigua. Las hermanas sonreían nerviosamente, y lamadre tenía en su rostro expresión de comprensiónde lo que son las cosas de la vida en general.Yo dije:—Vete a casa y cámbiate.Le hubiera dado de bofetadas. Mi mujer se quedóinmóvil, la mirada dubitativa, esforzándose enadivinar, en mis ojos, mis pensamientos. Pero noestaba sorprendida. Parecía que ella hubieseprevisto ya mi reacción, aunque en un momento deoptimismo, empujada por su deseo, hubiese creídoque yo no llegaría a enfadarme. Pero en aquellosinstantes se daba cuenta de que su previsiónprimera era la cierta. Y en su expresión deatontamiento, el coloreado vestido y las pinturasen la cara eran un contrapunto grotesco. Gritando,le dije que se quitase aquel vestido y se lavasela cara.Las hermanas de Bernardo reían a chillidos comorelincho de caballo, como si intentasen tomar lacosa a broma y la risa les b/otase falsamenteporque la situación era demasiado embarazosa. Mimujer dio medio vuelta y salió. Bernardo estallóen largas carcajadas, reía a grandes gritosroncos, que mezclaba con palabras, con

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exclamaciones como "¡Ay, ay, Dios mío!" "¡Ay, ay,ay!...", como si la risa le produjese dolor. Y devez en cuando descargaba tremendos puñetazos sobrela mesa.Yo me fui.La noche era fresca, y el viento que suele soplaren esta estación del año había dejado el cielonocturno limpio y estrellado.Mi mujer estaba en casa. Se había lavado la cara yya no llevaba el lindo vestido. Los niños noestaban. Le pregunté por ellos, y me dijo que loshabía dejado en casa de una vecina. Le preguntépor qué. Y ella, en lugar de contestarme, se echóa llorar. Lo sentí y le dije que no llorase. Yella siguió llorando. Me senté en la cama, junto aella, y le dije que yo no había tenido intenciónde apenarla al decirle que se quitara el vestido.Y ella lloró más fuerte y seguidamente. Puse lapalma de mi mano sobre su cabeza. Me agarró elbrazo, y apartó mi mano bruscamente. Yo le dijeque se pusiera el vestido aquel y que se pintasetodo lo que quisiera. Pero tampoco cesó en sullanto. Entonces le dije que se fuera al cuerno, yme levanté para irme. Cuando ya estaba a lapuerta, me llamó, y yo me detuve bajo el dintel ydije: "¿Qué?" Y ella tardó en contestarme, pero alfin preguntó: "¿Adonde vas?" Regresé aldormitorio.Por la mañana del domingo fui en busca deBernardo, y pasamos unas horas haciendo gimnasia ycambiando golpes.La llegada de Velázquez, Kutz y Lázaro, a las seisde la tarde, me pareció una liberación, porque mimujer, los niños y yo no sabíamos qué hacer todosjuntos. Los recién llegados parecían estar un pocobebidos. No sabia de dónde venían. Velázquezsaludó a mi mujer como si fuese una gran señora, ydio cariñosas palmadas en las mejillas de losniños. Preguntó a Luisa:—¿Recibe las transferencias con regularidad,señora? Mi mujer no comprendió. Yo le aclaré: —Quesi recibes el dinero cada semana. Y ella dijo:—Sí, señor-, sí, señor... Todos los sábados...Velázquez sonrió satisfecho, y su sonrisa derramó

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en el aire de mi casa el aroma de cien botellas dejerez. Dijo: —Confío en que sean suficiente... Mimujer dijo: —Sí, señor; sí, señor... Velázquez,envalentonado, insistió:—Yo quiero que Luis esté tranquilo, sinpreocupaciones... Así es que si necesita másdinero, dígamelo, por favor.. Mi mujer se dioprisa en contestar: —¡No, no, señor!Parecía que Velázquez le mandase millones. —¿Sonsuficientes? —Sí, sí, señor...Creo que mi mujer temía que si ella contradecía aaquel gran señor, o se atrevía a pedirle algo más,una terrible desgracia podría sucedemos a ella y amí.Al salir de la casa, Velázquez suspiró aliviado.Dentro del automóvil estábamos los cinco:Velázquez, Bernardo, Lázaro, Kutz y yo. Y nossentíamos a gusto. Velázquez puso el automóvil enmarcha y dijo:—Hoy he visitado a tu amigo Calder. Yo repuse: —Noes amigo mío. Velázquez rió complacido. Dijo:—No sé cómo ese hombre se atreve a prepararboxeadores en aquella pocilga. Es poco saludableaquello... No hay aire puro. La Federación debieraprohibir la existencia de cuadras como aquélla.Lázaro preguntó:—¿Habló con Jim?—¡Oh..., sí! Con Jim, con Calder, con todos... Fuia ver qué tal estaba el ambiente antes del combatecon Luisito...Velázquez dejó que nuestro silencio se prolongaralargo rato. Gozaba con la expectación. Al fin,Lázaro preguntó lo que todos habíamos estadopensando:—¿Calder propuso llegar a algún acuerdo sobre elcombate?Velázquez dijo:—No. Dice que no quiere "tongo". Que él nunca haintervenido en marranadas así.Lázaro soltó un resoplido sarcástico. Dijo:—Es un cerdo...Velázquez rió. Dijo:—La situación está magnífica para ti, Luisito.Magnífica. Calder asegura que Jim va a ganar el

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combate de punta a punta. Yo le dije que quizá sí.Y me quedé allí un ratito. Vi a Jim entrenarse.Sigue igual, como siempre. Es un magníficoboxeador. Sí, Luisito, un gran boxeador...Mientras hablaba mantenía la cabeza alta, y losojos entornados, fijos en la carretera. Lázaro yKutz sonreían cazurramente ante las palabras deVelázquez, que continuó:—Un gran campeón que, en cuanto le suelten a unmuchacho que oegue un poquito, un poquitosolamente...Se interrumpió para tomar artísticamente unacurva. Y terminó, al enfilar la recta siguiente:—Se irá a paseo para el resto de sus días.Todos sonreíamos. Y pensábamos en el "muchacho quepegue un poquito". Apartó su mano del volante y mepropinó una palmada en la espalda. Dijo:—¡Boxeo de salón! Como si hubiese aprendido en unlibro y se entrenase rodeado de espejos, paraverse... Mueve muy bien las piernas, pega a granvelocidad... Sus golpes no tienen potencia...Lázaro apostilló:—No pega ni un sello.Bernardo se mostró de acuerdo:—No.Velázquez preguntó:—Tampoco encaja, ¿verdad?Lázaro dijo:—En la cara, bastante; pero la "cocina" y elhígado los tiene de papel.Velázquez, acompañando sus palabras con ademanescomo si hablase en público, dijo:—Pero hay algo peor. Echevarría no tiene moral. Noes ni una décima parte lo hombre que es Luisito.Es nerviosillo, impresionable... Parece unartista. Es de esos tipos a los que en losperiódicos llaman "un artista del ring". Lilas,los llamaría yo. Lilas son.No pude evitar sonreír. Me sentía feliz.Llegamos a casa a las nueve de la noche. Lamuchacha acababa de regresar del cine y estabapreparando la mesa para la cena. El tiempo sehabía puesto frío, y encendimos el hogar.Velázquez se quedó con nosotros. Después de cenar,

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hizo traer unas botellas de jerez, y hasta muyavanzada la noche nos estuvo explicando cosas delboxeo, que él había vivido. Era feliz elVelázquez, con su botella de jerez al alcance dela mano, su rojo rostro caldeado desde dentro porel jerez, e iluminado, desde fuera, por las llamasdel hogar, y nosotros, sus chicos, los peleadorespor él escogidos, sentados a su alrededorescuchándole. La muchacha, sin que nosotros nosdiésemos cuenta, se colocó a nuestras espaldas.Velázquez la invitó a que se sentara con nosotros.La chica lo hizo y, tan embobada como cualquierade nosotros, escuchó en las palabras mágicas deVelázquez el relato de los combates de los másgrandes púgiles del mundo. Y Velázquez, conunción, fue pronunciando los nombres prodigiosos:el negro Johnson, Carpentier, Demp- sey y JackTunney, Max Schmeling, Max y Buddy Baer, JoeLouis, Uzcudun, Ara, Sangchilli, Rayo y Gironés,Marcel Cerdan y Robin- son...Velázquez mantenía los ojos entornados, ora fijosen las llamas, ora en la oscuridad más allá denuestro círculo, o mirándome a los ojos y hablandosolamente para mí... Parecía que tuviera dentro desu cabeza todo un mundo colorido, vivo y cálido,que al influjo de las llamas del hogar, y deljerez, expresaba con palabras justas. Y no era deboxeo tan sólo de lo que Velázquez hablaba, sinoque también se refería al vivir de aquellosgrandes hombres, fuera del ring, a susextravagancias y genialidades, a sus grandestonterías. Parecían hombres exhuberantes de símismos. Como monarcas medievales. En su relato,Velázquez pronunciaba palabras en francés, alemán,inglés e italiano, y en todo instante sevislumbraba un mundo brillante en el que lavoluntad de aquellos hombres se imponía.Cuando Velázquez calló, el tinte de su bigoteestaba marchito, la rojez de su rostro quebrada enmanchas púrpuras unas y amarillentas las otras, elcabello blanco sin brillo y caído en las sienes, ysus ojos, fijos en las llamas, estaban tristes yresignados. Parecía viejo.La muchachita rompió el silencio:

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—Señor Velázquez...Velázquez puso, sentimentalmente, su mano sobre lacabeza de la niña y dijo:—¿Qué, hija?La muchacha me señaló con el dedo y preguntó:—¿Éste es tan bueno como Carpentier?Creo que todos hubiéramos querido reír, pero nadiese atrevió. Por un instante hubo un silencioembarazoso. Velázquez dijo:—Todavía no. Pero puede ser que lo sea. Y quizámejor.La chica dedujo:—Así éste está aprendiendo ahora, ¿verdad?Y había una sonrisa de picardía en su flacorostro. Lázaro dijo-,—¡Anda, guapa, vete a dormir! No incordies más.La chica rió, burlándose de mí, y se fuecorriendo.El día siguiente amaneció gris, y a poco comenzó acaer lluvia densa. Los días que antecedieron al demi combate con Jim, fueron fríos y lluviosos. Losentrenamientos discurrieron tranquila,rutinariamente.El miércoles no vi a Bernardo en todo el día. Lepregunté a Lázaro por él, y Lázaro me dijo queBernardo estaba "torta" perdido, pretendiendo darcon ello por contestada mi pregunta. Yo insistí, yLázaro, brevemente, me dijo que Bernardo, durantela noche anterior, había intentado abusar de lamuchacha y que Velázquez le había abofeteado,encerrándole luego en su habitación. Por sucuenta, Lázaro añadió que era el único medio demeter en cintura a un hombre en el estado deBernardo. Dijo: "Son como bestias". Fui al cuartode Bernardo. Cuando me vio, hundió el rostro en laalmohada y se echó a llorar. Luego me hablóapasionadamente, poniendo en sus palabras cuantode sentimiento e inteligencia le quedaba, y yocomprendí lo que significaba "estar sonado".Comenzó diciendo que Velázquez le había llamado"sonado" y "torta", que le había dado de bofetadasy le había amenazado con romperle las costillas apalos y llamar a la policía. Dijo que a eso nohabía derecho, porque él nunca había intentado

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hacer nada malo con la niña, ya que sólo quería"un poco de broma". Luego dijo que él estaba"sonado" y que nunca podría recuperar elcampeonato nacional, Y se echó a llorar de nuevo.Volvió a hablar para decir que todo cuanto podíaesperar del boxeo era seguir peleando conprincipiantes y recibiendo palizas. Dijo que yoera su amigo y que tenía que ayudarle a recuperarel campeonato, porque él era un gran boxeador, talcomo había demostrado en su combate con CharlyCollado. Estuvo mezclando lloros, gimoteos,jactancias y esperanzas hasta que logré calmarle,y entonces, dulcemente, se durmió.El viernes por la mañana hice mis últimosejercicios antes de mi pelea con Jim.A primera hora de la tarde del mismo día,Velázquez regresó de la ciudad, acompañado de treshombres muy elegantes, que dijo eran periodistas yquerían hacerme unas preguntas. Eran gentesimpática, que me preguntaron infinidad de cosas.—¿Piensa ganar a Jim Echevarría por fuera decombate?Velázquez dijo:—¡Desde luego!Y yo:—Sí.El que había preguntado dijo sonriente aVelázquez:—Deje que el chico conteste las preguntas...Velázquez rió benévolo y comentó:—Ya que hemos contestado lo mismo...Y los visitantes se liaron a hacer preguntas sobremi combate con Jim. Cuando el tema estuvo agotado,uno de ellos preguntó:—¿Ha visto algún caso de boxeador inutilizado parala profesión? ¿De boxeador "torta"?Se hizo un silencio. Dije:—Sí, señor. Un amigo mío.—¿Quién?—No quiero decirlo porque es amigo mío.—¿Cree usted que eso le puede ocurrir acualquiera, o que si le ocurrió a su amigo fueporque no estaba suficientemente preparado, o

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tenía algún defecto físico, cabeza floja o algoasí...?—No lo sé. Hay boxeadores que quedan "tortas" yotros que no.—¿Usted puede quedar "sonado"?—No. Yo nunca quedaré "torta".—¿Por qué?—No lo sé.—¿Su amigo también creía que nunca quedaría"torta"?—No lo sé. No creo que él pensase en que iba aquedarse así, porque si lo hubiese creído, nohabría empezado a boxear.—Si a usted le dijesen que iba a quedar "sonado",¿seguiría boxeando?Aquella pregunta me dejó embarazado y con dudas.Velázquez terció:—No, éste nunca quedará "torta", porque yo empleocon él los mayores cuidados. Después de cadacombate es examinado por un especialista, y yoprocuro entrenarle de manera que para él no sea elboxeo una salvajada, sino el ejercicio de unarte... Del noble arte del box, como dicen losingleses, porque el boxeador que...El periodista dejó de atenderle, y mirándomerepitió:—Si a usted le dijesen, ahora, que iba a quedar"torta", ¿seguiría peleando?Yo lo pensé bien. Contesté: —Sí, señor.—¿Por qué? ¿Por el dinero? ¿Por vocación? ¿Por losaplausos? —Por el dinero.—¿Usted boxea por dinero solamente? —No, señor;también por afición.—Si no le pagasen ni cinco céntimos, ¿seguiríaboxeando? —Sí. Antes no cobraba. Peleaba por lanoche, y luego iba a la salida de la ciudad aesperar a que el conductor de algún camión meadmitiese en la cabina y me llevase a casa... Y alas ocho de la mañana, ya estaba trabajando en lafábrica.Se hizo un silencio respetuoso. Otro lo rompiópreguntándome: —¿Qué proyectos tiene para elfuturo?

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Y yo advertí que, a partir de mi última respuesta,aquella gente me trataba con respeto.—Tumbar a Jim Echevarría. —¿Y luego?—El señor Velázquez decidirá.—¿Usted, sin Velázquez, sería quien es hoy en día?—Yo siempre soy el mismo.El hombre preguntó a Velázquez:—¿Está de acuerdo?Velázquez sonrió tristemente y dijo:—Con frecuencia, los campeones se endiosan unpoquito, pero yo creo que Luis tiene razón. Elperiodista dijo:—¿Así usted sería el mismo sin Velázquez que conVelázquez?-Sí—¿Usted sabe que Velázquez se lleva el cincuentapor ciento de sus ganancias netas, es decir, másdel doble de lo que se llevaría cualquier otropreparador?—No. Yo no sé nada de dinero. Ni quiero saber. Séque Velázquez me dirige bien, y creo que es justoque tenga su recompensa.—¿Así usted no sabía lo del cincuenta por ciento?—No, pero ya he dicho que me parece bien.—¿Cuáles son, a su juicio, los mejores boxeadoresactúale^—Bernardo Barba, Lázaro Fuentes, Ramón Kutz, JimEchevarría, Mobarki...—¿En resumen: todos?—Sí, señor.—¿Cuál es el boxeador a quien más teme?—Yo no temo a nadie.—¿Se considera invencible?—Yo no he dicho eso, pero por el momento aún no mehe topado con el boxeador que pueda tumbarme.—¿Cómo ve el final de su carrera?—El que Velázquez diga.El que había preguntado, miró a Velázquezinterrogativamente. Velázquez dijo:—No sé cuál será el fin, porque estamos empezandotan sólo. Pero los pasos inmediatos serán,primero, quitarle el título a Jim, y luego,posiblemente, en la próxima temporada, una gira

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por el continente y la pelea por el títulocontinental.—¿Está seguro de que Canales es boxeador de tallainternacional?—Absolutamente.El que había estado preguntando sobre quedarsonado, volvió a lacarga:—¿Cree usted que un deporte que consisteesencialmente en causar daño, a sabiendas, a unsemejante, es educativo, cumple con los fines deldeporte, tal como en buena ley debe concebirse?—Sí, señor. Si se hace de acuerdo con losreglamentos, sin marranadas, sí, señor. Yo en lacalle jamás me he peleado.Velázquez comentó:—Prefiere llamar a un guardia.Todos reímos mucho.El que había preguntado, prosiguió:—Usted ha dicho que está convencido de que no levan a dejar "sonado"; sin embargo, es posible queusted, con sus golpes, deje "torta" a algún otroboxeador. ¿Cierto?—Claro.—¿Usted cree que es aceptable andar metido en unjuego que puede conducir a que usted deje, con susgolpes, inútil para la sociedad a un hombre?Yo repuse:—Eso no es cuenta mía, sino del otro. Que aprendana boxear, que dejen de boxear, que hagan lo queles dé la gana; pero si pelean, si se encierranconmigo en un ring con la intención de cascarme...Velázquez interrumpió mis palabras, sonriente:—No, no, no... Luisito no puede dejar "torta" anadie porque él pega al hígado, y nadie puededejar "sonado" del hígado.Reímos.Después de beber unas copas de jerez, los treshombres regresaron a la ciudad acompañados deVelázquez. Al día siguiente leí las entrevistas.Me trataban muy bien. Decían que yo tenía granconfianza en mí mismo, que era un gran boxeador yque, además, era un muchacho de buenos modales einteligente. Todo lo referente a quedar "sonado" y

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al cincuenta por ciento de Velázquez, no aparecíaen ninguna entrevista.A las siete y media de la tarde, bajo la lluvia,dejamos la casa, y en el automóvil color de crema,nos dirigimos a la ciudad. La carretera estabadesierta y fría. Durante el camino estuvimosviendo el mar, grisáceo, a nuestra izquierda,alzado en temporal fuerte. La lluvia sobre el mar,sobre las rocas pardas —relucientes— y sobre loscampos de cultivo, a nuestra derecha, me producíatristeza. Anocheció rápidamente porque sólopudimos apreciar la última parte del crepúsculo —aquella en que el cielo pasa de color gris oscuroal negro—, ya que durante toda la tarde, el cieloy el aire tuvieron el tono gris del anochecer. Enla oscuridad de la noche, yo solamente veía lalluvia cayendo uniformemente sobre el cristalparabrisas, causando un susurro monótono, y lasoscilaciones del limpiaparabrisas, acompañadas delsonido seco, espaciado, del golpe con su tope. Alfrente, la carretera brillaba como hule negro.Cuando entramos en la ciudad, había dejado dellover. Las calzadas estaban aún mojadas, y lagente iba con impermeables y gabardinas.Ante el palacio de los deportes se agrupaba lamultitud, densa y móvil. Los reflectoresiluminaban la graciosa estructura de colmena deledificio. Dejamos a Lázaro, Bernardo y Kutz, entanto que Velázquez y yo íbamos a cualquier partepara dejar pasar el tiempo y poder hacer luegonuestra entrada triunfal.En el ángulo opuesto del ring estaba JimEchevarría, Calder y García-Paredes. Jim llevabauna bata de seda color de rosa, y tenía losguantes de pelea ya puestos. Calder y García-Paredes, inclinados sobre él, le hablabanconfidencialmente y le secaban el rostro consuaves golpecitos de toalla. A Jim se le advertíadistraído, sentadito en su banqueta como uncolegial obediente, la vista perdida en el aire, ylas manos enguantadas, entre los muslos. En elinstante en que yo salté dentro del cuadrilátero,se puso en pie de un salto, con una sacudida dehombros se quitó la bata, e hizo ademán de

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dirigirse hacia mí, pero Calder le agarró delbrazo y le obligó a sentarse otra vez. Se sentócon el aire del que obedece, sin saber por qué, yse quedó boquiabierto y mirándome. Yo me fui paraél, le di una palmada en el hombro y le saludé:—¡Hola, Jim!Jim se puso en pie y me dijo:—¡Hola!...Y sonrió una sonrisa nerviosa que le dioexpresión de loco. Calder me sonrió a su manera yme dijo:—¿Qué tal, Luisito?Yo respondí:—Buenas noches, señor Calder.Y regresé a mi rincón.Velázquez me dijo:—¿Te has fijado en la bata que Calder le ha puestoal Jim?—Sí.—Se la habrá prestado una bailarina.Cuando el árbitro nos llamó al centro delcuadrilátero, Jim acudió corriendo. Al llegarjunto al árbitro, chocó varias veces los guantes,como si tuviera prisa en comenzar a pegar, altiempo que pateaba al suelo. Estaba muy nervioso ysu mirada no parecía ver las cosas y la gente. Alterminar la conferencia con el árbitro, Jim meatizó un cachete que me hizo daño, einmediatamente se excusó con un "¡Oh! ¡Perdona,chico! Perdona...". Los espectadores de primerafila rieron.Velázquez me dio a morder el protector dental, mequitó la bata de encima de los hombros y me secóel rostro por primera vez.Me volví. Había oído al gong. Jim, desde surincón, avanzaba hacia mí.Se abalanzó sobre mí, como si quisiera asesinarme,prietas las mandíbulas, brillante la mirada, elrostro crispado. Recibí un chaparrón de golpes,que fueron a dar todos en mi rostro, y, sin sabercómo, me encontré sentado en la lona, pese a queninguno de los golpes recibidos me había causadodaño. Desde el suelo, le vi excitado, en el rincónneutral, saltando y chocando sus guantes entre sí

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a velocidad endiablada, y en su crispado rostrobailaba una trágica sonrisa de triunfo. No dejéque el árbitro contase ni un segundo. Me puse enpie de un salto. Jim volvió al ataque, yo afiancémis pies en el suelo, y dejé que me pegase cuantoquisiera, hasta que creí que el juego ya habíadurado bastante y hube comprobado que sus golpeseran increíblemente débiles; entonces le tiré ungañafón con la izquierda, que Jim esquivóquebrando la cintura, pero el peso de mi guanterozando casi su mejilla le descompuso, y todo suempuje anterior se convirtió en espanto. Se cubrióla cabeza con los dos brazos, dobló el cuerpohacia delante y pegó un salto hacia atrás. Oí elrumor de las risas del público ante la "espantá"de Jim. No le perseguí, para que se diera cuentade que yo solamente había pretendido asustarle.Avanzó de nuevo hacia mí, y sin llegar a ladistancia adecuada para el cambio de golpes, hizouna serie de movimientos de fantasía con brazos ypiernas. Yo me sentía tan tranquilo y seguro de mímismo, que dejé que Jim hiciera el payaso. Y,luego, que me pegase un poco. Al terminar elasalto, mi ceja derecha sangraba, pero yo mesentía fresco, bien. Desde mi rincón vi a Calder,que me miraba y sonreía tristemente. Velázquez medijo:—Mira a Calder...Yo contesté:—Ya le he visto. ¿Por qué se ríe?Velázquez, con sarcasmo teatral, dijo:—Para no llorar. —Y añadió—: No dejes que vuelva aatizarte...Yo respondí:—No hace daño.—Da igual. Aprovecha una de estas series de swingsque te lanza, y atízale al hígado.En el segundo asalto, el placer de darme cuenta deque sus golpes no me hacían mella, y de que mehallaba ante él tan seguro como ante el saco dearena, fue superior a mis deseos de terminar elcombate. Gozaba recibiendo sus golpes de anémico,viéndole con el rostro crispado. poniendo toda sualma en cada golpe, y yo recibiéndolos impasible.

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Cuanto más me pegaba, más débiles eran sus golpes,y yo tenía la sensación de que mi rostro era unmuro en el que Jim se extenuaba golpeándolo una yotra vez.Al terminar el tercer asalto, Velázquez me avisóque Jim me estaba ganando una gran ventaja depuntos, y que yo debía tumbarle en el asaltosiguiente, sin más contemplaciones.Salí dispuesto a tumbarle, pero mi decisión no setradujo en actos. Me sentía preso en el ritmo, enla repetición de movimientos que yo había seguidodesde el principio del combate, y no podía salirmede él. Parecía que fuese esclavo de mis propiosmovimientos. Jim creía que mi pasividad eraimpotencia, y su falsa idea me desesperaba, porqueyo veía que iba camino de convertirse en realidad.Llevábamos cuatro asaltos combatiendo cada uno denosotros en distintos papeles, él en el devencedor, y yo en el de vencido, y yo tenía lasensación de que no podía variar la situación.Sabia que era ficticia, pero no podía evitarla. Lapostura de iluso de Jim me crispaba los nervios, yeso empeoraba mi situación.Al regresar al rincón, tras el sexto asalto,sonaron palmas de tango. Velázquez me puso caraseria, pero no me dirigió ningún reproche. Suamabilidad, sus frases habituales —"ten siempre unojo puesto en su hígado...", "el combate aún no haterminado...", "la ocasión de cruzar al hígadosiempre se presenta..."— sonaban falsamente en misoídos; yo me sentía invadido de soledad.Al terminar el noveno asalto, los golpes recibidoshabían sido tantos, aun cuando débiles, que todasmis antiguas heridas estaban abiertas. Sentía undolor de cabeza hondo, que, partiendo de los ojos,me cruzaba la cabeza para llegar a la base delcráneo. Estaba mareado. Jim había agotado susenergías y pegaba sin fuerza, como si el levantarel puño tan sólo le resultase difícil. Todo sehabía apelmazado. Al término de este asalto, sonóuna pita formidable.Cuando faltaban tres asaltos para que el combateterminase, el estilo de la pelea varió. Jim,obedeciendo órdenes de Calder, dejó de atacar y,

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en lugar de pelear, se abrazaba a mí, trabándomelos brazos y empujándome hacia las cuerdas. Elárbitro nos separaba, Jim esquivaba mis golpes yvolvía a agarrarse. Durante estos agarrones, medirigía cabezazos al rostro, que yo procurabaesquivar como mejor podía. En el undécimo asalto,uno de los cabezazos dio en mi sien, mis piernasse doblaron, y me desperté de bruces en la lona,con el árbitro inclinado sobre mí, y contando elquinto segundo. Al séptimo segundo me puse en pie,atontado aún, y sin saber quién era el boxeadorque tenía enfrente ni el asalto en que me hallaba.Lancé mi derecha, en golpe directo, al rostro deJim, Jim alzó su izquierda, y yo cruzé limpiamentemi izquierda a su hígado.Fue una triste manera de ganar el campeonato.Calder me felicitó secamente, y yo vi en su rostroel convencimiento de que yo no valía para elboxeo, que era carne de ring, y que el desarrollodel combate, pese a haberlo ganado, habíaconfirmado sus ideas. Jim me felicitó y me abrazó,y en la mueca de su sonrisa había toda la amargurade una triste previsión confirmada. Su impacienciay agresividad durante el combate tomaban entoncesotro sentido, y parecía que con ellas hubierasolamente querido combatir el convencimiento deque la pelea estaba perdida para él desde que elgolpe de campana anunciara el comienzo delcombate.Velázquez era el único que aparentabasatisfacción. El viejo embustero sonreía, saludabaa la gente y aceptaba felicitaciones, como siaquélla hubiese sido la mejor pelea de mi vida.En el vestuario me sentí mal, con náuseas ysensación de estar flotando en el aire. Vomité unpar de veces y seguí mal. Aquel día Velázquez dejóque una multitud de desconocidos entrasen en micuarto. Casi todos eran muchachos jóvenes que memiraban ávidamente, como si yo llevase monospintados en la cara, y me daban palmadas en loshombros, en los brazos, en las piernas, dondepodían.y me felicitaban largamente. Cuando Velázquez,magistralmente, me curó las heridas en el rostro,

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todos callaron, y, chupando sus pitillos,achicaron los ojos para ver mejor. Todos sabíanque yo era Luis Canales y me nombraban. Pero ellosy yo estábamos encerrados en distintos recipientesde cristal; nos veíamos, nos hablábamos, pero sumundo y mi mundo estaban aislados el uno del otro.En la lucha para conocernos y ser amigos, nuestraspalabras eran sonidos que solamente teníansignificado dentro del recipiente en que sehallaba el que las pronunciaba. Sentí otra vez lasoledad. Dije:—¿Dónde está Bernardo?Y Velázquez gritó:—¡Qué venga Barba! ¿Dónde está Barba? ¡Barba!Y muchos se movieron. Se abrió la puerta paracerrarse en seguida. Pasaron minutos ocupadossolamente por las palabras y los gestos de aquellagente.Vi a Bernardo abrirse paso entre los hombros deaquéllos. Y su rostro apareció sobre mi cabeza enla mesa de masaje. Bernardo tenía el rostrohinchado y el ojo izquierdo cubierto de una manchamorada. Su cabello estaba aún húmedo del agua dela ducha. Dije:—¡Eh, Bernardo!...Y él me sonrió. Dijo:—Hoy he ganado por fuera de combate... Una seriede "uno, dos", y luego un "gancho"...Y miró a Velázquez, pero éste, que le habíaestado mirando, apartó la vista de él. Yo dije:—Ahora, a buscar el campeonato. Bernardo...Bernardo me preguntó:—¿Qué tal te fue?—¿No has visto la pelea?Sacudió la cabeza negativamente.Yo le enteré:—Tumbé a Jim en el undécimo asalto...Bernardo no parecía escucharme. Dijo:—Es duro el chico ese...Y yo:—No es duro. Apenas pega...Bernardo sonrió burlón y comentó:—¿No pega? ¿Que no pega dices?

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Y con el dedo índice se señalaba el pómuloizquierdo, morado, con puntitos rojos en la piel,tirante y con brillo.Velázquez echaba a mis visitantes, qüe sedespedían con mil felicitaciones, gritos,palmadas, cachetes, apretones de manos...No sé qué hora sería cuando Velázquez, Lázaro,Bernardo, Kutz y yo salimos del estadio. La nocheestaba solitaria. En la calle —los farolesapagados— reinaba el silencio. Las puertas de lascasas estaban cerradas y el suelo presentabagrandes manchas de humedad. Las voces de Velázquezy Lázaro sonaban claramente en la noche. En unaesquina, solitario y con expresión reservada,estaba el gran coche color de crema.CAPÍTULO IXOí LA VOZ DE VELAZQUEZ llamando a la muchacha, yluego gritando mi nombre. La voz de Velázquezrepetía la llamada y cada vez sonaba más cercana ala galería, donde yo me encontraba.Le vi subiendo la escalera, y él, cuando me vio,se detuvo. No estaba bebido, pero su miradabrillaba de excitación. Me gritó:—¡Ven acá!Me acerqué.Velázquez cogio mi cabeza entre sus manos y meexaminó el rostro. Aprobó mediante un severocabezazo y me preguntó en tonos decisivos:—Luis, ¿te encuentras bien?—Sí, señor.—¡Todavía tienes el rostro hinchado!Parecía que me culpase de ello, cuando en realidadera lo natural, ya que solamente hacía tres díasque había celebrado el combate con Jim Echevarría.Yo dije:—Pero me encuentro bien.Frunció las cejas y me miró al fondo de los ojos.No dijo nada. Dio media vuelta y bajó, muy aprisa,los escalones que segundos antes había subido.Desde abajo me gritó:—¡Aprisa! ¡Vístete y llama a los otros! Vamos a laciudad.

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Y dirigiéndose al teléfono, y siempre silencioso,comenzó a manipularlo y a gritar a la muchacha dela centralita en el pueblo.Cuando regresé, vestido con mi traje nuevo,encontré a Velázquez paseando arriba y abajo porla habitación. Miró el reloj, y como si yo fueseresponsable de los demás, me gritó:—¿Qué hace esa gente, que no baja? ¡Diles quebajen!Y sin esperar respuesta, siguió paseando. Yo no memoví. Él se detuvo y me miró. Dijo:—Vamos a firmar contrato para el campeonatocontinental. Definitivamente, te lanzo. Trevertestá esperándonos en la ciudad. Yo pensaba haceresto el próximo año, pero Trevert me ha ofrecidola ocasión ahora, y creo que vale la penaaprovecharla. Hoy firmaremos cinco combates, elúltimo con Gérard Grand, para el título. Loscuatro primeros serán con gente de auténtica valíainternacional. ¿Te sientes capaz de afrontar esto?—Seguro.—¿Te das cuenta de lo que significa?—Sí.En aquellos instantes llegaron Lázaro, Kutz yBarba. Velázquez les informó:—Estaba diciendo que vamos a firmar el contratopara el campeonato continental. Trevert, elapoderado de Grand, nos está esperando. Ha sidouna cosa imprevista. Vosotros no estáis incluidosen el contrato, pero indirectamente osbeneficiaréis, porque vais a pelear en las veladasen que Luis combata. Hoy habrá reportajes yfotografías para todos.Al llegar frente al hotel, en la ciudad, Velázquezordenó a Lázaro que me acompañara a comprar unacorbata. Velázquez, Barba y Kutz entraron en elhotel.Lázaro y yo fuimos a una tienda muy lujosa, conluz azul, cristales negros y plateados en lasparedes, y sillas rojas y verdes. Una alfombrablanca y verde cubría el suelo. Había silencio yhacía calor allí dentro. Cuando entramos, las dosdependientas estaban charlando en susurros. Lasdos se callaron y nos miraron. Iban pintadas como

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máscaras y llevaban vestidos escotados. Eran lasdos muy guapas. Compré una corbata muy bonita,marrón con rayas verdes y rojas, y me la puse.Encontramos a Velázquez en un saloncito pequeño,al lado del salón grande del hotel. En el centrohabía una mesilla, y al lado otra mesilla conbotellas, vasos y platos. El aire estaba gris dehumo de tabaco. Alrededor de la mesa se sentabansiete u ocho personas. Ver-lázquez, Kutz y Barba estaban uno al lado delotro, y se les advertía cohibidos. Cuando entré,todo el mundo se puso en pie. Velázquez cogió delbrazo a un hombre bajito y calvo, y le condujohacia mí. El hombre tenía una nariz pequeña yremangada, y llevaba un bigote extraño que dabarisa; era como una mariposa, cada ala del bigotetenía la forma de una ala de- mariposa. Y su calvatenía forma, de cúpula. El hombre no era japonés,pero lo parecía. Velázquez dijo:—¡Éste es mi campeón!El hombre me tendió la mano y me sonrió sindespegar los labios. Luego dijo:—Mucho gusto, campeón... Mucho gusto...Hablaba a salivazos, y se le notaba que erafrancés o inglés o alemán. Velázquez me dijo:—Éste es monsieur Trevert.Y pronunció el nombre con unción e inclinando unpoco la cabeza. Trevert me estuvo sacudiendo lamano un buen rato, en tanto que me sonreíaamistosamente.Uno de los hombres que estaba allí se vino hacianosotros, y le indicó a Trevert que volviese aestrecharme la mano. Trevert lo hizo, y el hombrealzó su máquina de fotografiar e hizo saltar suchispazo de luz cuatro o cinco veces. EntoncesVelázquez dijo:—Un momento.Se puso entre Trevert y yo, nos pasó sus brazossobre los hombros y sonrió anchamente alfotógrafo, quien tiró más fotos. EntoncesVelázquez llamó a Kutz y a Bernardo y a Lázaro,quienes acudieron con embarazadas sonrisas yplacer escondido, dispuestos a que les retrataran.

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Trevert se retiró discretamente y el fotógrafo ledijo a Velázquez:—Oiga, estas fotos son de su cuenta, ¿no? ¿Ustedlas paga?Velázquez, molesto, le gritó que desde luego, queél pagaría. Y otra vez saltaron los chispazos.Mientras nos dirigíamos a la mesa en el centro,Velázquez me presentó a tres hombres más.Cuando estuvimos sentados alrededor de la mesa,Velázquez intentó lanzar un discurso, dirigido alos periodistas:—El centro alrededor del que gira todo cuanto seha estipulado en este contrato, es la disputa deltítulo continental entre Luis Canales...Yo dejé de atender y bebí la copa de vino quealguien me había servido, y la llené otra vez. Laconversación entre Velázquez y los periodistas seestaba animando, pero Trevert la cortó:—Oiga, Velázquez, quiero hacer constar que lagarantía tiene que ser depositada antes del díatreinta. Velázquez, un poco molesto, dijo: —Sí,señor; así se hará, tal como consta en elcontrato.Y Trevert insistió:—Bien. Pero yo quiero que se cumpla.Velázquez puso su mano derecha sobre su pecho ydijo:—Yo siempre cumplo.Trevert alzó las cejas y lanzó un gruñido. Losperiodistas y el fotógrafo rieron. Uno de losperiodistas intervino: —Un par de preguntassolamente, las últimas... Todos se callaron, y elperiodista, con una sonrisa benévola, amable, enlos labios, preguntó a Velázquez:—¿Usted cree que Canales está ya maduro paracombatir por el título continental?—Absolutamente. Retrasar ese combate, seríaperjudicial para Luis.El periodista dijo:—Canales es un boxeador valiente. En pocos meses,los boxeadores locales le han marcado el rostrodejándoselo como si fuera veterano del ring.¿Usted cree que Canales podrá soportar el castigo

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que posiblemente le producirán los asesinternacionales, gente dotada de gran pegada?—Luis, igual que hasta ahora ha venido haciendo,les ganará por fuera de combate. Recuerden supelea con Mobarki. Yo asentí: —Sí, señor.Y Trevert me dirigió una mirada de curiosidad.El periodista hizo otra pre6unta, pero Trevertimpidió la contestación de Velázquez:—Señores, ¿vamos a firmar ya?Velázquez agarró los papeles, les echó un vistazoy puso tres veces su firma en ellos. Luego pasólos papeles a Trevert, quien rápidamente puso sustres firmas. Me pasaron los papei .-s y yo tambiénfirmé. Trevert se puso en pie, y el periodista quehabía preguntado a Velázquez le pidió quecontestase a unas preguntas. Trevert objetó:—Ya he contestado antes todo cuanto sé.Se dirigió a mí, me estrechó la mano y me dijo:—Mucha suerte. La base de mi negocio, igual que ladel señor Velázquez, consiste en que haya buenosboxeadores en el mundo; me importa poco que túseas uno de ellos. Yo quiero que los hayasolamente... Así es que buena suerte y que ganestodos tus combates por K.O.Y me sonrió con una mueca que parecía partir surostro en dos. porque su boca, al sonreír, seextendía mucho y se metía hacia dentro.Estrechó la mano a Velázquez y se despidió de losotros mediante un gesto.Después de salir Trevert, todos nos sentimos menosimportantes. A los pocos instantes, Velázquez seestaba peleando con el fotógrafo. Velázquez estabacongestionado, y el fotógrafo gritaba. Losperiodistas pusieron paz. Los periodistascomenzaron a hacerme preguntas y Velázquez, sinencontrar oposición, las contestó por mí, en tantoque yo bebía vaso de coñac tras vaso de coñac.Al fin, los periodistas se largaron.Los cinco cenamos en el hotel.Al terminar la cena, Bernardo estaba borrachoperdido. Tuvimos que llevarle al automóvil, endonde le dejamos durmiendo. Kutz se reía por nada,echando la cabeza hacia atrás como una tanguista,y yo creo que también estaba bebido. Lázaro tenía

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el rostro más largo y pálido que de costumbre,pero sus ojillos estaban sanguinolentos y en ellosbailaba la llama de una alegría maligna, agresiva.Y Velázquez, rojo como un pimiento, y rebosante desatisfacción, reía a carcajadas, que sonaban comouna larga serie de hipos encadenados. Velázquez yLázaro, sorprendentemente, se hicieron grandesamigos durante la cena, y al terminarla estuvieronlargo rato contándose chistes y riéndose.Velázquez propuso que saliéramos a airearnos unpoco.Anduvimos calle abajo, lenta, pausadamente. En lasfachadas de las casas brillaban y parpadeaban losanuncios luminosos, en colores distintos, tiñendoel aire húmedo frente a ellos. En el centro, bajocada hilera de árboles, brillaba la luz blanca delos focos eléctricos, colocados de tal manera queno sólo iluminaban la calle, sino que tambiénvertían su luz en el follaje de primavera de losplátanos, dejándolo de color verde, brillante,como si las hojas hubiesen sido barnizadas, y porentre las hojas se veía, a retazos, la negrura dela noche. El río de luz iluminando el follajeverde líquido avanzaba hacia el puerto de laciudad, al final de la calle.Entramos en una casa de puerta estrecha. Subimosunos peldaños, y tras cruzar otra puerta, hechacon espejos, nos encontramos en una sala, enpenumbra, en la que había mesas alrededor de unapista de baile de madera brillante. Al fondo habíauna orquesta, y a la izquierda un mostrador.Nos sentamos a una mesa cercana a la orquesta.Tres o cuatro parejas bailaban en la pista,redonda. A una mesa cercana, a mi izquierda, sehallaba sentada una mujer muy guapa, con los ojospintados, y vestida con un traje verde muyescotado. Estaba acompañada de un hombre de laedad de Velázquez, calvo, de rostro grave yredondo. Los dos miraban a las parejas debailarines y permanecían silenciosos. En las otrasmesas había muchachas solas que parecíanaburrirse.La orquesta armaba mucho ruido. Kutz, sentadofrente a mí, seguía el ritmo de la música dando

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cabezadas y golpeando la mesa con las palmas desus manos. Velázquez, con los ojos entornados,miraba a su alrededor y tenía la boca distendidaen una sonrisa alerta y benévola. Lázaro miraba atodos lados, como un hombre que busca.Yo me sentía atraído por la mujer a mi izquierda.Ella se había dado cuenta y de vez en cuando medirigía una ojeada y me sonreía. El hombre que ibacon ella, inclinaba con frecuencia su cabeza haciala mujer y le decía algo; entonces la mujer reía,inclinándose hacia él, y se propinaban uncabezazo. Tras esto volvían a su seriedad y a lacontemplación de los que bailaban. La mujer meechaba su ojeada y me sonreía mirando hacia otrolado, como si sonriese para sí.Nos trajeron las botellas que Velázquez habíapedido, y yo co- meneé a beber. Bebía ycontemplaba a los que bailaban y a la mujer a miizquierda, que cada instante me parecía más guapa.Vi a Lázaro en la pista bailando con una muchacharubia, de cabello largo y liso. Velázquez hablabacon tres muchachas sentadas a una mesa tras lanuestra, y por la manera de hablar parecía que seestuviera peleando con ellas, pero no era así,porque se reían. Las muchachas vinieron a nuestramesa. Dos de ellas se sentaron junto a Velázquez yla otra con Kutz. Yo seguí bebiendo. Una mujer queestaba sola, sentada a una mesa bastante alejada ala nuestra, se alzó y vino hacia mí. Me pidió uncigarrillo. Yo le pedí el cigarrillo a Velázquez,y en tanto éste buscaba el paquete para dármelo,la mujer se sentó a mi lado. Era fea. Le di elcigarrillo. Y ella me pidió fuego. Tuve quepedírselo a Velázquez. Tras haber encendido elpitillo, la mujer me preguntó si yo era boxeador.Yo le dije que sí, y ella comentó: "¡Qué miedo!" Yse echó a reír. Yo le dije que era campeónnacional. Y ella, como si quisiera demostraradmiración, dijo: "¡Anda!" Velázquez bailaba; semovía con mucha gracia y demostraba agilidad. Lamuchacha agarró una de las botellas, la sacudió ydijo: "Ya os lo habéis bebido todo... ¡Viciosos!"Se echó a reír, me dio un arrechucho con la piernay llamó a un camarero. Cuando trajeron las

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botellas, la chica dijo que quería bailar. Yo ledije que no sabía, y ella contestó que lo mismodaba y que le reventaba estarse quieta. Salimos ala pista. Era más alta que yo, tenía el cuellolargo y unos hombros bien dibujados, redondos ygraciosos. Mi mano casi abarcaba su cintura. Meempujaba a derecha e izquierda, para delante ypara atrás, haciéndome seguir el ritmo de lamúsica. Sonriendo, dijo: "Tienes las bisagrasenmohecidas..." Yo pregunté: "¿Por qué?" Y ellarepuso: "¡Muévete, hombre!" Quise seguir el compásde la música, tal como yo lo sentía, y poco faltópara que derribase a la muchacha. Ella, en lugarde enfadarse, se rió. Y entonces sentí un par depalmadas en la espalda, miré hacia atrás y vi a unhombre desconocido, de cabello gris, y con gafasde concha, que me sonreía. El hombre dijo: "¡Hola,Canales...!" Y la mujer que bailaba con él, que mepareció muy guapa, de rostro redondo y ojosgrandes y negros, llenos de luz, me sonrió como siyo le gustase. Vi a Kutz y a Velázquez en la mesa,y dije a la chica que ya habíamos bailadobastante.Velázquez estaba muy animado. Tenía a una chica acada lado agarrándolas por los hombros, charlabaincesantemente y reía. Las chicas también reían.Kutz había cambiado de pareja. La mujer que estabaa su lado en aquellos instantes, llevaba elcabello teñido de blanco casi, los labios pintadosde color de rosa blanquecino, y los párpados conpolvillo verde. Tenía pestañas larguísimas, queparecían hechas de alambre fino. Kutz estabadistraído y grave. Se notaba que aquel par eranviejos amigos. La muchacha le pegó un codazo enlas costillas y, luego, agarrando el brazo deKutz, se lo puso encima de sus hombros. Kutz lamiró y le sonrió tiernamente, pero no dijo nada,porque no tenía nada que decir. Al cabo de unosinstantes, Kutz me señaló y dijo:—Éste es Luisito Canales, el compañero de quien tehablé.Ella me miró y pareció decepcionada. Saludó:—¡Hola!

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Luego se inclinó hacia Kutz y le dijo algo aloído. Kutz sonrió y advirtió:—No sé si Velázquez querrá... Ya se lo diré.Y ella insistió:—Díselo ahora.Kutz se puso en pie y, acercándose a Velázquez, lehabló al oído. Velázquez le contestó mediante unalarga explicación en voz baja, en la que yo pudeoír mi nombre. Para terminar, Velázquez, en vozalta, se dirigió a la acompañante de Kutz y ledijo:—Ya veremos. Hoy es martes solamente.Y siguió su conversación con las dos mujeres.Kutz regresó al lado de la muchacha rubia y losdos quedaron silenciosos. Ella estaba molesta porla contestación de Velázquez, y Kutz resignado.Yo, entretanto, había bebido tres o cuatro copasmás. La chica a mi lado agitó sus manos delante demis ojos, tal como se hace para sacar de su trancea un embobado, y dijo:—¿En qué piensas?Y rió. Yo dije:—¿Bailamos?Ella comentó:—Pero si no sabes...Salimos a bailar. Desde la pista vi a la parejasentada a la mesa a la izquierda de la mía. Losdos estaban silenciosos, sumidos en abatimiento.Sobre su mesa había solamente dos copas pequeñas.Mi pareja señaló a la mujer y dijo:—¿Sabes quien es ésta?Yo le dije que no. Y ella me explicó que la mujera la que yo había estado mirando era la estrelladel local y que cantaba canciones mejicanas. Dijoadmirativamente: "¡Ya verás cómo canta!" Lo dijoen un éxtasis de gozo anticipado. Luego me informóde que ella también actuaba en el espectáculobailando una polca. Y se quejó de que su númeroresultaba muy soso, porque no la dejaban vestirsetal como ella quería. Dijo que en una gira quehabía hecho con el "maestro" por Turquía y Egipto,el número de la polca había tenido un gran éxitoporque allí lo bailaba con un vestido que era"así" y "así", y señaló una franja en el pecho, y

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otra en el vientre. Terminó encogiendo sus hombrosen un ademán de renuncia y tristeza. Tras unosinstantes de silencio, me miró y exclamó: "Pero¡qué serio eres, hijo!" La orquesta entera, todossus instrumentos acordados, dio el sonido de tresgolpes de gong. La chica dijo: "¡El espectáculo!"Y me arrastró fuera de la pista, pero en lugar dedirigirse a nuestra mesa, se dirigió a la de lamujer y el hombre graves. Con la mano derechacogió la derecha de la mujer, se inclinó haciaella y suplicó: "Oye: ¿verdad que cantarás Labarca de oro? ¿Verdad que sí?" Y la mujer la mirósonriente, acentuó su sonrisa y dijo: "Sí, siquieres la cantaré..." Mi pareja soltó un"¡Guapa!" de agradecimiento y besó a la otra en lamejilla. La mujer que iba a cantar me miró, consonrisa en sus ojos, y dijo:—¿Usted es Luisito Canales?Y me tendió la mano. Yo estreché la suya yrespondí:—Sí, señora.Y ella dijo:—He visto casi todos sus combates. Enhorabuena porel campeonato, pero esa pelea no me gustó. ¿Qué leocurrió? Me dio la impresión de que estuvieraenfermo.—No, no lo estaba. Me pasó que no pude entrar encalor, ¿sabe? No cogí el ritmo...Su acompañante, con acentos juiciosos y expresiónde gravedad científica en el rostro, explicó:—Le pegaron mucho...Y dirigiéndose a mí, dijo:—Tiene usted que andar con cuidado con eso porque,a la larga, es peligroso...Yo contesté:—Por el momento no me afecta.Y el hombre alzó en el aire su mano derecha enun ademán de alto a mi confianza, y previsión demuy probables futuros males, y dijo simplemente,pero con gran expresividad en la voz y visaje:—¡Oh...!La mujer lanzó una mirada de desaprobación a suamigo y, son- riéndome, dijo:—Pegó usted un bonito golpe...

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Y poniendo expresión cómicamente feroz, imitó migolpe cruzado al hígado, con su mano derecha, y seechó a reír. Me tendió la mano y volvió afelicitarme.Mi pareja me dejó en mi mesa, con Velázquez y Kutz—Lázaro se había marchado—, y se fue a vestir parasu actuación. Las mujeres que habían estado conVelázquez y Kutz, también se habían marchado. Enla pista, un hombre leía, ante un micro, un papel:"Las hermanas Cuadrado, bailarinas clásicas;Daniel y Lucy, gran pareja de baile; Lalo,humorista moderno..." Y al final de la largalista: "Y la gran estrella de la canciónhispanoamericana, la cantante internacional..." Ydijo el nombre, pero yo no pude comprenderlo,porque el hombre gritó demasiado y, al mismotiempo, todas las mujeres en la sala rompieron enaplausos.El hombre se fue de la pista, y la orquesta atacóun pasodoble. Eran unos compases muy marchosos,coronados, a ratos, por el repique de castañuelas.El sonido de las castañuelas era muy agradableporque sonaba fuera de la orquesta, solo, aislado.A mi derecha, entre las cortinas en la puerta, enla semioscuridad de un pasillo, vi a una mujervestida de andaluza, que repicaba las castañuelas.La mujer estaba de pie entre dos sillas. Vi que searreglaba la falda de volantes y decía algo a otramujer que estaba cerca de ella. La orquesta hizouna brevísima pausa, en silencio muy breve y, alvolver a tocar, los compases eran solemnes ylentos. Las castañuelas repicaron, y la mujer quelas repicaba, salió a la pista seguida por la luzde un foco. Iba con un vestido de falda hasta lostobillos, muy amplia, peineta y mantilla blanca.Se movía con aire de buque de vela. Tenía narizgrande y curvada, y ojos negros bajo dos cejas detrazo muy negro también. La orquesta retuvo unpoco su sonido, y la mujer comenzó a contar unahistoria. Era una historia triste, pero al llegaral momento en que todo era más triste, la mujer sepuso contenta y, repicando las castañuelas, se dioun par de vueltas por la pista, rozando con sufalda los manteles de las mesas. Luego se fue al

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centro y repitió la historia. Cuando se fue, todosaplaudimos.Salió más gente, y cada cual hacía su número. Yoapenas atendía porque estaba ocupado en observar ala mujer sentada a la mesa de al lado. Y ella, sinmoverse, me observaba con el rabillo del ojo, ysonreía al aire.Apareció la muchacha que había estado bailandoconmigo. Iba con una especie de traje de bañocubierto de lentejuelas, muy ceñido, de colorverde. Llevaba un sombrero con plumas blancas,zapatos rojos de tacón muy alto y un paraguasrosa. Blandiendo el paraguas a diestro ysiniestro, y haciéndolo rodar por encima de sucabeza, estuvo bailando una polca muy movida. Alcompás de la música daba pasos, tiraba pataditasal aire y, de vez en cuando, sacudía graciosamenteel trasero.La siguiente fue la pareja de Kutz, la chica delcabello blanco y los párpados pintados de verde.Llevaba muy poca ropa. Bailó una pieza de músicalenta en la que destacaba el sonido quejumbroso deuna trompeta. Bailaba con expresión depreocupación en su rostro, como si toda suatención estuviera concentrada en seguir la músicacon los movimientos que, partiendo de su vientre,se transmitían a piernas, brazos y tronco. En losmomentos en que la línea melódica de la trompetase retorcía sobre sí misma, la chica seguía elsonido retorciendo su vientre —las piernasdobladas por las rodillas, el estómago para dentroy el vientre salido— en un movimiento circular deizquierda a derecha, de atrás para delante y dedelante para atrás. Y mientras hacía esto, surostro adquiría mayor seriedad, expresiónpreocupada casi. La gente reía. Y Kutz, su miradaperdida en el cuerpo de la muchacha, sonreíacomplacido.La vecina ya no estaba.Los anunciados fueron saliendo. Y yo fui bebiendocopa tras copa, a falta de otra cosa que hacer.Al fin salió la mujer. Fue saludada con una salvade aplausos, y ella correspondió muy brevemente,casi igual que yo hacía al salir al ring. Calzaba

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botas altas, de cuero rojo y con arabescos verdes,y vestía una falda con grandes listas verticalesnegras, rojas, verdes, blancas y azules, y unablusa blanca bordada en oro. Cubría su cabeza conun enorme sombrero mejicano. Con voz recia, dehombre casi, cantó una canción mejicana. Desde elcomienzo de la canción la atención de cuantosestábamos en la sala quedó prendida en la voz dela mujer, quien, de vez en cuando, la bajaba hastaconvertirla en un susurro. Cuando la cantante,tras su primera canción, correspondía a losaplausos, la muchacha que había bailado la polcallegó corriendo a mi mesa y se sentó junto a mí.Ávidamente me preguntó:—¿Cuántas canciones ha cantado?Y sin esperar contestación, fijó sus ojos en lacantante y avanzó el cuerpo por encima de la mesa.Parecía que quisiera ver y oír cada gesto, cadapedazo de realidad de la estrella y cada matiz desu voz, cada inhalación de aire que luego soltaríaen sílabas. Escuchó la canción siguiente con laboca abierta, y por sus ojos pasaban sombras deestremecimiento, emoción y ternura. Me habíacogido una mano y la tenía amorosamente entre lassuyas. Al término de la canción, abandonó mi manoy rompió en aplausos frenéticos. Al acallarse laovación avanzó aún más la cabeza para escuchar eltítulo de la canción siguiente. La artista cantóvarias canciones. Y al anuncio de cada una deellas, la muchacha que había bailado la polcacomentaba extasiada para sí misma lascaracterísticas de la canción: "¡Es aquella tantriste!", "¡es preciosa ésta!"... Y a las primerasestrofas, sin mirarme, fija su vista amorosa en laque cantaba, buscaba mi mano y la encerraba entrelas suyas.Al fin, la cantante miró a la mesa en que yoestaba, y vi que me miraba a mi. Dijo:—Y ahora voy a cantar, dedicándolo a una granfigura del de- porte nacional y deseándole toda lasuerte del mundo, La barca de oro. Para LuisitoCanales.Mi pareja se estremeció y me lanzó una mirada deenvidia.

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La otra cantó la canción entera para mí, y sóloapartaba su vista de mis ojos para fijarlaextática en el techo.Ésta fue su última canción aquella noche.El foco fue apagado, retiraron el micro y laorquesta reanudó su música de baile.Yo no me encontraba bien, tenía náuseas y tododaba vueltas a mi alrededor. No estabaacostumbrado a beber. Mi acompañante, tras lascanciones, había quedado pensativa. Salió de suensimismamiento y dijo:—Anda, vamos a bailar.Al ponerme en pie me di cuenta de que apenas podíasostenerme. Pero estuve bailando durante unossegundos, hasta que la chica dijo:—Anda, vamos a sentarnos, que no te aguantasderecho.Me lo dijo como si yo fuese imbécil. Yo me negué:—No me da la gana. Ahora quiero bailar.Y la agarré para seguir bailando. Pero ella seretorció como un gato que no quiere dejarse coger,y chilló:—¡Ea, sin maltratar!Estaba furiosa. Pero luego de decir esto, sedominó y dijo suavemente:—Bueno, bailaremos un poco, y luego nos sentamos,¿eh?No le contesté. Aquella mujer creía que yo estabamás borracho de lo que en realidad estaba. Ellabailaba pensativa. Yo me acordé de la cantante, yle pregunté:—¿Canta todos los días?—¿Quién?—Tu amiga.—Sí.Sin que yo me diese cuenta, mi pareja me llevó ala mesa. Y cuando estábamos allí, un camarero vinoe hizo ademán de coger las botellas y llevárselas,pero la chica dijo que no con la mano. Velázquez ylos otros se habían ido. En la mesa de al ladoestaba la cantante. Yo le dije:—Gracias por la dedicatoria.Ella se dio cuenta de que yo estaba borracho, yriéndose, dijo:

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—¿Por qué no se sienta con nosotros? ¿Por qué noos sentáis con nosotros?Mi pareja se levantó y fue a sentarse con ellos.Yo me sentía tan feliz de verme libre de ella, queno me moví. De todos modos, si yo hablaba con lacantante desde mi mesa, estaría mejor que si yohablaba con ella desde su mesa, porque estando enmesas distintas ella tenía que separarse un pocode su acompañante para hablar conmigo. Yo le dije:—Canta usted muy bien.—¿Le gustan las canciones mejicanas?—Mucho.—También canto canciones modernas.—No me gustan.—¿Por qué? Las hay que son muy bonitas.—Si las canta usted, quizá.Y volvió a reír, pero esta vez de veras.—Es usted muy amable.Y se inició un silencio. Y el silencio seprolongó, sin que yo dejara de mirar a la mujer ysin que ella apartara su atención de mí. Era, deverdad, muy guapa. Ella dijo:—¡Qué música tan linda!, ¿verdad?—Sí.Yo no había escuchado ni una sola nota de aquellamúsica. Hice esfuerzos para captarla, pero no pudeporque los pensamientos me taponaban los oídos.La mujer me sacó a bailar.En la pista todo el mundo nos miraba, a ella y amí. Y algunos hacían comentarios, sobre nosotros,con sus parejas. La cantante también era más altaque yo. Mis ojos quedaban a la altura de subarbilla. Bailaba muy bien, llevándome por loscaminos de la música sin que yo me diera cuenta.Al regresar a la mesa dijo:—El campeón baila maravillosamente...La que había bailado la polca, alzó las cejas enexpresión sorprendida, pero no se atrevió a decirlo que pensaba. Y el hombre que acompañaba a lacantante, dictaminó:—Por lo general, los boxeadores bailan bien. Losha habido qv?, al retirarse, se han dedicado abailarines profesionales.

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Hizo algunos comentarios sobre la relación entreel boxeo y el baile, y dijo que era ya hora demarcharse. Se puso en pie y yo comprendí que lacantante iba a marcharse con él. Los dos sedespidieron dándome la mano.Me sentí solo. Y borracho.La chica dijo:—¡Eh! ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan triste?Le hubiera dado de bofetadas. Pero no lo hice. Yella, al ver mi expresión rabiosa, se rió, se rióa gusto. Yo la amenacé:—Si no te callas, te parto la cara.Y pensaba hacerlo. Y precisamente para nohacerlo, me levanté, crucé la pista, caminé a lolargo del mostrador, desanduve lo andado y lleguéa una pared pintada de negro que me desconcertó.Fui al bar y pedí una bebida. Costó trabajo que mela sirvieran porque ellos querían saber qué bebidaquería, y yo solamente quería una bebida. Tanpronto como terminé la primera copa, pedí otra, yluego otra.No sé exactamente lo que ocurrió. Solamenterecuerdo que había mucha gente a mi alrededor, yque algunos querían llamar a alguien, y otrosdecían que no, que no era necesario. Y yo me reíade todos. Algunos avanzaron hacia mí y quisieroncogerme, pero yo no les dejé, y entonces, cuandolos rechacé, oí chillidos de mujer. Y una voz quedecía.- "Está loco". Y los que querían cogerme sequedaron quietos y lejos de mí. Yo no comprendíanada. Estaba furioso, y no sabia por qué.Y de pronto todo se calmó. Vi a Velázquez a milado, y todo el mundo me sonreía.Me desperté en mi cama, en el cuarto de techoalto, con la puerta que comunicaba con la galeríaen que hacíamos la gimnasia, y la ventana abiertaa los campos que terminaban en la playa. En lacasa había silencio, y el día —a través de laventana—- era claro, de sol limpio.sobre el mar azul resplandeciente. Serían las tresde la tarde. Tenía la cabeza pesada. Me acordé deTrevert y de la muchacha que cantaba en elcabaret.

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Aldo Constantini, André Clergerie, Michel Joris,Hermán Horst Ramfeld y Joao Sousa eran los nombresde los púgiles con quienes tenía que enfrentarmeantes de mi combate para el título continentalcontra Gérard Grand.El día siguiente al de la firma del contrato conTrevert, Velázquez dibujó en una cartulina cincograndes recuadros, puso en cada uno de ellos elnombre de cada boxeador con quien debía pelear ycolgó la cartulina junto a la ventana en midormitorio. Yo me aprendí de memoria los cinconombres.Los combates se sucedieron en la cadencia seguraescriturada en el contrato, marcando cada uno deellos un hito en el camino que terminaría en elcombate para el título continental.Yo me sentía inmerso en un río poderoso que mearrastraba en su avance. No podía remontar lacorriente ni desviarme hacia cualquiera de susorillas, sino que debía llegar a la desembocadura.La conciencia de que existía toda aquella gentedesconocida que sabía mi nombre y quién era yo, yque me aplaudían al aparecer sobre el ring; elsaber que mis contrincantes temían mi golpecruzado de izquierda, las noticias que de mí dabanlos periódicos... En fin, mi existencia ante unmundo vasto que me conocía, formaba la corrientedel río que me arrastraba. Y durante aquel períodoyo viví olvidado de todo, excepto de la figura queme aguardaba al final de mi camino, a ladesembocadura de mi río: Luis Canales, yo mismo.Velázquez dirigía nuestro vivir en la casa yapenas se ausentaba de ella. Lázaro, Bernardo yKutz estaban siempre a mi alrededor, arropándomecomo los cabestros arropan al toro bravo, yguiando sus palabras y sus actos hacia mi mejorpreparación para el próximo combate.Una meta ordenaba nuestra conducta; era la últimameta: mi combate con Gérard Grand. Velázquez, lomismo que los otros cama- radas, jamás nombraron aGrand por su nombre, y solamente se referían a élindirectamente, al hablar del combate para eltítulo. Gérard Grand era solamente la fuerza quese opondría a la mía en la ocasión de la pelea. De

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esta manera, Velázquez logró que Grand fuese paramí un enemigo familiar que difícilmente podríasorprenderme, y al mismo tiempo evitar que surostro, su persona, se me hiciera temible. Nuncapensé en él como en el hombre que podía quebrarmis esperanzas para siempre, y, sin embargo, sabíasu estilo de pelear con tanta exactitud comoconocía el de Bernardo Barba. Sabía que boxeabacon el cuerpo encorvado —echado hacia delante—, lacabeza baja, y los puños en guardia cerradajustamente debajo de sus ojos, y que el día que meenfrentase con él, solamente vería sus ojos y elcuero de sus guantes; que boxeaba sin apenasevolucionar sobre el cuadrilátero, evitando losgolpes mediante movimientos de cintura, y quelanzaba sus puñetazos de tal modo que sus puñosquedaban a mayor altura que su cabeza; que pegabapocas veces, pero con fuerza y dando siempre en ellugar preciso en que más daño podía causar.También sabía sus defectos: era viejo, por lo quea partir del quinto o sexto asalto le fallaban lospulmones, "encajaba" poco, ya que los golpes biencolocados le dejaban atontado durante un par desegundos, pero su vetera- nía le había enseñado amantenerse en pie después de recibir el golpe y,aun estando medio inconsciente, a lanzarse a unataque feroz con el que ocultaba su estado deatontamiento, asustando al contrario y, entretantoéste retrocedía, él superaba los efectos del golperecibido. De Gérard Grand sabía datos que eran,para mí, como piezas de un juego de ajedrez.La actitud de Velázquez a partir de la firma delcontrato con Trevert, fue distinta a la suyahabitual. Dirigía los entrenamientospersonalmente, con mano maestra. En ellos estabasereno, fríamente autoritario y muy razonable. Suconsumo de jerez disminuyó notablemente. ElVelázquez colorido, fanfarrón y sonriente habíadesaparecido. En los días de combate, se convertíaen un hombre nervioso, dubitativo y, en ocasiones,acobardado. En el instante de salir del cuartopara encaminarnos al ring, solía estar irritable,preocupado por detalles prolijos y propenso aecharle unas broncas tremendas al pobre Dalmiro.

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Me empujaba fuera del cuarto como si yo tuvieramiedo de salir, y me gritaba: "¡Anda, Luisito,vamos ya!" "¡Anda, no te retrases más!" Que yosepa, la irritabilidad le duraba hasta el momentoen que yo, tras el primer asalto, regresaba alrincón. Parecía que el contemplar mi lidia duranteel primer round le causase un miedo atroz que leimpidiera incluso darme consejos entre asalto yasalto. Solamente me hacía las advertenciasrutinarias reducidas a su mínima expresión ydichas en tono dulce, como si temiera que suintervención pudiese dar al traste con mivictoria. Daba la impresión de que creyera que yoera una fuerza, por él preparada, y salida de sudominio, y que lo mejor era dejar que lanaturaleza —yo— siguiera su curso... Al regresaral rincón, hallaba a un Velázquez cohibido, que mepreguntaba: "¿Qué tal Luisito, hijo...?", "¿teencuentras bien...?", "¿cómo va la vista...?","¿algo cansado quizá...?" Y, en silencio, mepasaba las palmas de sus manos por el estómago...De vez en cuando se arriesgaba: "Fíjate bien en elhígado... Y, cuando puedas, cruza la izquierda..."O bien: "No des tanto la cara... Tápate un poquitomás... Ese chico pega muy duro..." Al término delcombate, cuando el árbitro alzaba mi brazodeclarándome vencedor, Velázquez recuperaba suantigua manera de actuar y sonreía fanfarrón,seguro de sí mismo, como si fuese él, y solamenteél, quien hubiera ganado el combate. Pero en elcamino a casa, dentro del automóvil, su euforiadesaparecía para dar paso al estado de ánimosereno y grave que tenía durante las sesiones deentrenamiento.La serenidad imperante en mis entrenamientos ibaaliada a la serenidad en mis cotidianos ensueños.Al despertar, mientras miraba los progresos delsol en el horizonte marcado por la lejana líneadel mar, sentía que faltaba muy poco para que,dentro de mi cabeza, apareciesen imágenesconcretas. Un sentido de inminencia, de algogrande que está a punto de suceder, dominaba elensueño. El objeto estaba muy cercano, y sucercanía me daba sensación de calor íntimo. Sabia

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que Luisito Canales estaba dentro de mí, y casi leveía. Las láminas de uno de los libros deVelázquez coadyuvaron a formar las casi-imágenesen mi cabeza. Era un libro dedicado a los cuadrosde un pintor, medio ruso medio francés, quepintaba gentes muy dulces, objetos bellos y raros,y noches ricas en luz, la luz extraña que tiene lanoche cuando cae sobre las casas y los pueblos. Enmuchos de los cuadros de este gran hombre, sobrelas figuras y sobre los poblados, en la noche,arriba, en el cielo nocturno, había unas bolas ohuevos hechos de luz y con hermosos coloresdentro, y cabezas de mujer y de caballos ynubecillas blancas, y, por dentro, el huevo o laesfera, estaba forrado de luz rosácea o azulada.Mientras yo miraba el mar y el cielo grises alfrente, y las montañas dormidas aún, sentíaaquellas esferas pendientes en el aire comoinminentes pedazos de vida próxima, de mí mismo.Luego, al salir el sol, cuando la línea delhorizonte se hacía clara, tan clara que cualquiercosa podía ocurrir, el mundo pendiente sobre micabeza se hacía casi concreto, casi verdad. A lospocos instantes la claridad en el horizonte seresolvía en luz roja. Y del mar salía el sol rojo,pesado y fuerte, y se remontaba hacia el altocielo. Entonces, los óvalos y las esferas, losmundos con luz, repletos de cabezas de niña, y demanos cogiendo violines, y de gallos azulespuestos cabeza abajo, y cabezas de caballo y devaca, parecían difuminarse, perderse, comenzaban adiluirse en el aire, a quedarse sin su luz. Ycuando el sol llegaba a su sitio todo cesaba, y elmundo de Marc Chagall se iba, y yo sabía queVelázquez, Bernardo, Lázaro y Kutz comenzaban aagitarse en sus camas echando el sueño hacia laparte de atrás de sus cabezas.Después de la ensoñación, el entrenamiento de cadadía me daba equilibrio. Doblaba piernas, brazos ycintura-, cuello, pies, muñecas... Golpeaba elpesado saco de arena siguiendo la voz deVelázquez: "Directo de derecha... ¡Cruza laizquierda! Cambia la guardia, ¡uno, dos! ¡Cruza laizquierda!" Y el saco se bamboleaba al compás de

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mis golpes, yo sentía plenamente el choque delguante contra el saco, y el saco casi cobrabavida. Y luego "hacer guantes" con Kutz o Lázaro, y"sombra", y marcha atlética, precedido por Kutz yseguido por Lázaro y Bernardo, a lo largo de laplaya o por los montes cercanos.Los combates durante este período, significaron,para mí, todos ellos lo mismo. Mi victoria porfuera de combate, y el castigo durísimo en mirostro, las cejas y los pómulos abiertos, y loslabios partidos. Al descender del cuadrilátero.Bernardo, Kutz y Lázaro se abalanzaban sobre mí yme abrazaban, y entre abrazos y felicitaciones meacompañaban a lo largo del pasillo camino de losvestuarios, mientras los dos guardias nosprecedían apartando a la gente que nos cerraba elpaso. Y tras esto comenzaba el largo sufrimiento.El atontamiento, que me duraba tres o cuatro días,el sueño anormal, el dolor de cabeza desgarrador.En esos tiempos, llegué a sentir miedo a las horassubsiguientes al combate. Pero el dolor y lavictoria iban juntos, eran dos hermanos mellizos.Pero si, en el palacio de los deportes, antes dela pelea pensaba en el castigo, no podía remediarel sentir miedo, los deseos de irme, de huir... Eldolor, en sí mismo, no es nada. Es solamentedolor. Pero a mí, el dolor en el rostro y dentrode la cabeza, me parecía un heraldo de otrasrealidades que podían llegar. Tenía la sensaciónde que algo estaba muriendo dentro de mi cabeza, ydurante los días que mediaban entre el combate yla reanudación de mis ejercicios, la idea de queyo estaba recorriendo inevitablemente el mismocamino de Bernardo, me atormentaba. Pero el té, lagimnasia, la atención concentrada en mi próximocombate, el horario rígido, mis esperanzas y misensueños me encajonaban en el sendero de larutina. La corriente de aquel río volvía allevarme. Y en la víspera del combate siguiente,que yo sabía iba a conducirme otra vez alembrutecimiento y al dolor, mi angustia regresaba.Tras cada combate, Velázquez acudía a midormitorio y pintaba un círculo sobre el nombredel boxeador al que yo había vencido. Así vi

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aparecer los círculos sobre los nombres deConstantini, Clergerie y Joris.Tercera parteLuis CanalesLLCAPÍTULO PRIMEROY ÉL VOLVIÓ A PREGUNTAR:—¿Dónde está Bernardo?Oyó a Velázquez:—Ahora viene. Lázaro ha ido a avisarle.Y otra vez habló Velázquez:—Dalmiro, ve a buscar a Bernardo.Y él alzó las manos a su cabeza, y con ellas setocó los parietales.Y así quedó, abarcando con sus manos el volumende su cabeza. No sentía las manos en su cabeza,pero sí la cabeza en las palmas de sus manos.Velázquez le dijo:—Luis, hoy has peleado un gran combate. El mejorde tu vida.No le contestó. Hubiera deseado abrir los ojos,pero no se atrevía. Recordaba aquel mundo informede manchas negras, hondas, y deslumbrantes manchasamarillentas, y temía que cuando abriese los ojosvolviera a verlo.La voz de Velázquez sonó junto a su oído, y sentíala vibración del aire causada por el aliento deVelázquez, en la piel del rostro.—¿Luis?—¿Qué quieres?Era la primera vez que le tuteaba.—Antes de la pelea, he tenido una conferenciatelefónica con Trevert. Hemos acordado que, siganabas esta pelea, anticiparíamos el combate parael título con Gérard Grand. Podríamos celebrarlodentro de quince días. ¿Que te parece?Él no le contestó. Estaba pensando en la oscuridadante sus ojos y en Bernardo Barba. Cuando Barballegara, él volvería a abrir los ojos. SinBernardo a su lado, no tenía valor para hacerlo.Velázquez, confidencial, íntimamente, le dijo:—El combate podríamos hacerlo aquí mismo, ante tupúblico... Di, Luisito, ¿qué te parece?

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Abrió ojos. Velázquez no estaba. Allí no habíanada. Solamente aquella oscuridad manchada deamarillo constituía todo el mundo. Y sin embargo,sentía las manos de Velázquez en su estómago, y sualiento en su mejilla derecha. Él se incorporó ymiró hacia abajo, a su estómago. Y sólo vio labarrera de niebla negra traspasada, en algunospuntos, por un sol deslumbrante, más allá. Miró aderecha y a izquierda. Y a la izquierda vio elmovimiento del extractor de aire, arriba en loalto de la pared; era solamente la niebla negraremovida en un molinillo. Se dejó caer de espaldasa la mesa de masaje y cerró los ojos. La oscuridadde ojos cerrados era confortante, cuando menos eranatual, era la misma, la propia de ojos cerrados.Oyó a Velázquez:—Luis, ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal?—No.La cabeza no le dolía. Allí solamente tenía lasensación de no existencia, de pierna o brazodormido e insensible. Pero el corazón le latíadolorosamente, y sus labios temblaban, sin que élpudiera dominarlos, y sentía frío en todo elcuerpo. Cuando llegase Bernardo, todo volvería alorden habitual. Entonces abriría los ojos, y,estaba seguro, no podría dejar de ver a Bernardo.Velázquez gritaba:—¡Luis! ¿Que te ocurre? ¡Luis! ¿Te encuentras mal,hijo?La voz de Velázquez llevaba una carga extraña,como un temblor en las palabras, de miedocontenido. De temor a que sus palabras fuesencontestadas.Él pensó que esperaría a que llegase Bernardo.Dijo:—No me ocurre nada.Y, en aquel instante, oyó la voz llana y ronca ylenta de Bernardo. Seguramente estaba a los piesde la mesa.-—¡Hola, Luisito!Se sintió seguro, protegido por la voz y lapresencia de Bernardo.

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Sonrió para su amigo, pero no abrió los ojos. Lasmanos de Velázquez habían dejado su estómago. Élpreguntó:—¿Qué te ha parecido el combate, Bernardo?—Bueno. Si le atizas así a Grand, está listo.Velázquez, con precaución en su voz, llevando suspalabras una intención distinta a la que por símismas expresaban, dijo:—-Luis, vamos a la ducha.Y él no se movió ni contestó. Y tuvo miedo,porque tendría que abrir los ojos. Pensó queBernardo le ayudaría con su presencia, que algoharia por él. Y dijo:—¿Cómo te fue el combate?Bernardo contestó:—Los jueces me lo robaron. De todas maneras, elpollo se llevó una tanda de bofetadas que letendrán una semana durmiendo...Y Bernardo rió. Estaba más cerca de él, quizá sehubiera movido hacia él y a la izquierda.Velázquez puso la palma de su mano sobre el pechode Luis Canales, y dijo:—Luis...Y la mano presionó suavemente el pecho. Presionómás, fuertemente, y cuando mayor era la presión,Velázquez, en tonos apremiantes, conminatorios,dijo:—¡Luis...!Y él ya sabía qué quería decir Velázquez, ytambién comprendió que Velázquez sabía lo que'a élle estaba ocurriendo. Dijo:—Déjame en paz. Estoy cansado. Déjame estar aquíun rato. Para descansar.Oyó a Bernardo. Se había acercado tanto, quesentía el calor de su cuerpo. Estaba al ladoopuesto del que se encontraba Velázquez. Bernardodijo:—¿Qué te pasa, Luis? ¡Tú estás malo!Y él dijo:—Un poco. Sólo un poco. Estoy muy mareado.Bernardo dijo:—Ponte en pie y haz un poco de respiratoria...Él calló. Y Bernardo se ofreció:

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—¿Quieres hacer un poco de guantes conmigo? Loharemos luave...—Ño. Quiero estar quieto.Bernardo insistió:—Es malo estarse quieto.Él no contestó. Y se hizo un silencio largo. Y élsabía que, durante el silencio, Velázquez ibaadquiriendo la certeza sobre lo que a él leocurría, y llegaba a conocerlo con toda exactitud.Tuvo miedo de que Velázquez hablara, y por eso élhabló. Dijo:—Bernardo, ¿de verdad te ha gustado mi combate?Nadie le contestó. Parecía que Bernardo tambiénhubiera adivinado. Sintió angustia.Y Velázquez habló:—Luis, mírame.Y él, sin abrir los ojos, dijo:—No tengo nada.Una fuerza alzó su cabeza. Le pareció que sucabeza se alzara por sí sola. Y pensó que eran lasmanos de Velázquez. El aroma de jerez en elaliento de Velázquez invadió sus narices. Y la vozsonó junto a él.—Mírame.Él sonrió. Velázquez había hablado con acentodramático. Y el drama de Velázquez era teatral.Como una caricatura del miedo que él sentía. Abriólos ojos. Toda su voluntad, toda su atención seaplicaban a ver el rostro de Velázquez, que sabíaestaba a dos dedos del suyo propio. Sentía larespiración, el aliento, y el calor del cuerpo deVelázquez, pero sus ojos sólo veían oscuridad. Noera oscuridad. Era nada, como si sus ojos hubiesensido taladrados.Oyó a Velázquez:—Luis, ¿me ves? Mírame, Luis.Agarró los brazos de Velázquez y los apartó lejosde sí. Y se dejó caer de espaldas en la mesa.Cerró los ojos. Dijo:—Claro que te veo.Pero luego:—Bernardo, estoy ciego.Por un momento hubo silencio. Luis Canales oyó elmurmullo de una conversación en el cuarto de al

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lado, y tuvo la impresión de que él y los queestaban en el otro cuarto estuvieran en el mismo.La voz de Velázquez le dio, por contraste, lanoción del ámbito del cuarto en que se hallaban.—Ten los ojos cerrados. Y no te preocupes, esosuele ocurrir, carece de importancia. No tepreocupes.Velázquez se dirigió a Bernardo:—Quédate con él. No dejes entrar a nadie. Yovuelvo en seguida.Bernardo no le contestó. Luis oyó el murmullo enel vestíbulo, el portero, y otra vez el murmulloconfinado tras la puerta.Bernardo callaba. Él le dijo:—Bernardo, ¿te ha ocurrido esto alguna vez?Bernardo preguntó:—¿Estás ciego, Luis? ¿No ves nada?Y Canales no le contestó. Sabía que Bernardo, conexpresión preocupada en su rostro, le mirabafijamente. Los instantes de silencio ledesconcertaban, porque le hacían perder la nocióndel tiempo.Otra vez el rumor en el vestíbulo entró y quedócortado por el portazo. Oyó una voz conocida quele hablaba alegremente, como si quisiera darlebuenas noticias.—¿Qué tal, Luisito?—¿Quién es?—Soy yo, Paco. El empresario de la otra sala,¿sabes?Él no dijo nada. Y don Paco habló.—Estáte tranquilo, Luis. Quieto tal como estás.Ahora te examinará un médico, uno de los mejoresespecialistas del país... Y luego iremos a casa adescansar, y ya verás como eso que tienes no esnada... Esto le ocurrió a Fariñas, el año pasado,y ya ves, ahora está como nunca... Es sóloconmoción, un K.O. que te ha afectado a la cabeza.Velázquez le había pedido auxilio, y,privadamente, fuera del alcance de los oídos deLuis Canales, le había explicado lo que ocurría. Ydon Paco había dicho que él se cuidaría desolucionarlo todo... Luis Canales dijo:—Bien.

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Velázquez habló:—¿Puedes despejar la sala? Echar afuera a toda esagente que hay...Don Paco, gravemente, dijo:—Es mejor esperar un poco. Se olerían lo que hapasado... ¿Qué hacemos con Sousa?Velázquez dijo:—Le dejaremos entrar un momento solamente.Sintió una mano sobre su hombro, y la voz deVelázquez susurró:—Sousa quiere felicitarte... Entrará un momento ytú le darás las gracias por la felicitación...Ponte estas gafas. Yo me encargaré de que selargue en seguida.Y en lugar de dárselas, Velázquez le colocó lasgafas.Oyó la puerta al abrirse, y luego, tras el golpecontra el quicio, sonaron pasos firmes y sonoros.Dirigió la cabeza hacia la derecha, y dos manoscogieron la suya, al tiempo que una voz delgada,de tenor, soltaba junto a él un torrente depalabras en francés. No comprendió nada. Y la vozapremiante de Velázquez, disfrazada con acentos deoptimismo, dijo:—¡Bien! Anda, dale las gracias, Luisito, y dileque él también es un gran campeón...Luis Canales, inmóvil su cabeza, orientada a suderecha, dijo:—Gracias, Sousa. Tú también eres un gran campeón.Las manos que tenían la suya, se la oprimieron confuerza, en un apretón cordial, que fue acompañadode palabras en portugués, que Canales tampococomprendió. Canales sonrió, inmóvil su cabeza. Yoyó a Velázquez, que hablaba en francés, y lasmanos soltaron la suya, y los pasos firmes sealejaron, y la puerta dejó entrar el aire vibrantede palabras en el vestíbulo, y oyó el golpe de lamadera de la puerta y el metal del cerrojoautomático. Sin razón, súbitamente, sintió deseosde verlo todo, ver los rostros de los que estabancon él, las paredes del cuarto, sus pies... Noabrió los ojos, y sintió por un instante lacongoja que se padece cuando se tienen deseos dellorar. Dijo:

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—Bernardo, ¿qué ha dicho Sousa?Y Velázquez advirtió:_—Bernardo ha salido un instante, volverá enseguida.Velázquez y don Paco cuchicheaban. Y cuandoterminaron, Velázquez, en voz demasiado alta ysincera, dijo: —Luis, vámonos. Anda, vamos,levántate.Y sus manos le cogieron por las axilas y lealzaron, y Canales puso sus pies en el suelo,apoyando sus manos en el borde de la mesa demasaje. Velázquez decía:—Paco ha llamado a la clínica y ahora vamos allá.Ha hablado con el médico y le ha explicado lo quete pasa. El médico dice que seguramente no esgrave, pero quiere verte, ¿sabes? Es muy buenmédico, de los mejores del mundo... Ahora vamosallá...Velázquez le dio una palmada en el hombro ysusurró a su oído: —¡Ánimo! ¡Esto no es nada!Dentro de quince días cruzarás tu izquierda alhígado de Grand... ¡Ánimo, Luisito! Oía aBernardo: —Levanta las patas.Y alguien, seguramente Bernardo, le agarró lospies y se los levantó del suelo. Y él sintió quele ponían los pantalones.Velázquez le cogió por los brazos y dijo: —Anda,ponte en pie.Estando ya en pie, le pusieron la camisa. Y luegola chaqueta. Sintió que le quitaban las gafas, yla voz de Velázquez dijo: —¿Ves un poco? Abrió losojos. Y dijo: —Veo su chaqueta.La veía como una mancha de color castaño, a suderecha. Alargó la mano para tocarla, pero su manose perdió en el aire, en tanto que su codotropezaba con el rostro de Velázquez. Alguien lepuso otra vez las gafas. Don Paco dijo:—Un momento, dejadme ver...Y él oyó el ruido de la puerta al abrirse, peroen esta ocasión no entró en el cuarto murmullo deconversaciones. Don Paco dijo:—Adelante.Velázquez le anunció:—Afuera no hay nadie. Nadie te verá.

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Echaron a andar. Velázquez le cogía de un brazo, yBarba del otro.Despacio anduvieron el camino hacia la salida, entanto que él reconocía por sus pasos el pasillolargo y estrecho, los cinco escalones queconducían a la gran sala del público, el caminohacia la gran puerta de salida. Todo estaba ensilencio, y posiblemente en penumbra.Sintió el aire de la noche en su rostro y en suspulmones, y oyó el ruido de los tranvíaseléctricos, el vocear de los vendedores deperiódicos y el ronquido amortiguado de losmotores de automóviles y motocicletas. A lo lejossonó, dos veces, el silbato de un policía detráfico.Los que le llevaban del brazo se detuvieron. Y unode ellos, Velázquez, le dejó. Oyó la portezueladel automóvil al abrirse, y alguien, frente a él,le cogió las dos manos y dijo:—Agáchate y entra.Era Lázaro. Bernardo le puso la mano en la partede atrás de la cabeza y se la bajó, en tanto quecon la otra mano, puesta en la espalda, un palmopor encima de los ríñones, le empujaba haciadelante, y las dos manos que tenían las suyastiraban de él. Entró en el automóvil y se sentó. Asu izquierda estaba Lázaro, y a su derecha alguienmás. Oyó a Lázaro:—¡Perra suerte, Luisito! ¡El boxeo es así! Malditaprofesión, profesión de esclavos, está maldito elboxeo, Luis. Tú pagas ahora, pero hace unos mesesfue el pobre Charly Collado... Y todos pagamos,incluso aquellos que como yo...La voz de Velázquez sonó alta, autoritaria yenfurecida-,—¡Cállate, Lázaro!Lázaro lanzó un suspiro y se calló. Y se hizo unsilencio tenso, dentro del automóvil.Él preguntó:—¿Quién está aquí?Y el que estaba a su derecha contestó:—Yo.Era Ramón Kutz.

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Enfrente, junto al conductor, que era Velázquez,estaba don Paco, que cuchicheaba con Velázquez, yseguramente Barba.El automóvil, lentamente, se puso en marcha. En lacalle había silencio. Él preguntó:—¿Qué hora es?Y Velázquez contestó:—Las dos y media.El automóvil adquirió velocidad, pero en seguidala redujo y se detuvo. Volvió a avanzar, perodespacio, y se detuvo otra vez. Y así hizo cincoveces. Luego adquirió velocidad y la sostuvo. Elsilencio no fue roto ni una sola vez. Él creía queiban a llegar en muy poco tiempo, y el viaje leparecía demasiado largo ya. Dijo:—¿Adonde vamos?Y don Paco contestó:—En seguida llegaremos, está muy cerca.Y sobre su pierna derecha recibió un puñetazo,seguido de otro en su hombro izquierdo. Y oyó aBernardo:—¡Ah, Luisito! ¡Ah, ah, ah!Y recibió tres puñetazos más en la pierna.Bernardo quería animarle. Le oyó:—Esto no es nada. Tú no tienes nada, Luis. AReñaga le ocurrió lo mismo el año pasado.Él recordó a Reñaga. Le había visto un par deveces, y Bernardo le había explicado lo que leocurriera. Se quedó tuerto debido adesprendimiento de retina. La retina es como unapelícula que hay en los ojos, y si la películacae, uno no ve. Y a Reñaga le cayó la película deun ojo. Por eso se quedó tuerto. La causa fue elhaber recibido demasiados golpes en el ojo.É1 dijo:—Esto que yo tengo puede ser desprendimiento deretina.Pero él solamente lo dijo para que todos los queestaban dentro del automóvil le dijesen que no,que aquello era imposible. Lázaro le reprendió:—No digas estupideces...Y don Paco, delante, dijo:—¡No! —Soltó una carcajada de actor. Y prosiguió—:Desprendimiento no puede ser. A ti lo que te

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ocurre, Luisito, es que tienes una cabeza muydura. Llevas un K.O. dentro, pero porque eres uncabe-zota, todavía estás en pie... ¡Tú no sabes cómo teha pegado el Sousa ese!Barba, que estaba delante, pero sin duda vuelto einclinado hacia atrás —fue el que le diera lospuñetazos en la pierna y hombro—, dijo:—Sí, pega el tipo. Cada golpe que te arreabasonaba como una campanada de la catedral.Y, en una meditación subsiguiente, añadió:—Me gustaría toparme con él.El automóvil avanzaba aprisa, como si corriese alo largo de una carretera. Su motor producía unzumbido suave y bajo. Y cuando pasaba por encimade un bache, no se notaba un movimiento dehundimientos y elevación, sino una sacudida deatrás hacia delante. Seguramente iban a muchavelocidad. Un par de veces él sintió la presiónlateral, acompañada de un breve gemido.El automóvil se detuvo.Velázquez dijo:—Mejor que vosotros os quedéis aquí. Vamos aentrar Luis, Paco y yo.Barba y Lázaro le ayudaron a descender delautomóvil, y una mano le bajó la cabeza para queno se diera contra la parte alta del marco de laportezuela.Estaba lloviendo, pero los tres anduvierondespacio, bajo la lluvia, para que él notropezase.Dentro de la casa hacía calor, y el aire era seco.Don Paco habló en voz muy alta y con palabrasrápidas. Dijo que el doctor los esperaba. Y unamujer, en voz baja, hablando lentamente, les pidiósus nombres.Una mano firme y suave le agarró el antebrazoderecho, y otra mano le tocó apenas la manoderecha, al tiempo que la voz de la mujer decía:—Siga la barandilla.Y sintió en la palma de la mano un cilindro suaveque invitaba a la mano a recorrerlo. El cilindrole llevó hacia delante, y luego a la derecha. Y alfin se convirtió en barrera que le detuvo.

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Oyó a Velázquez y a don Paco. Los dos dijeron:"Buenas noches,doctor". Y él también dijo: "Buenas noches". Y lavoz de un hombre viejo, que preguntó: —¿Éste esCanales? Velázquez respondió: —Sí, señor.La voz del médico sonó cerca de su rostro. —Llevasel rostro muy herido.Y él dijo:—Hace sólo media hora que terminó el combate. Elmédico le cogió por el antebrazo izquierdo y lecondujo hacia delante. Y dijo: —Siéntate.Él se sentó en una silla dura, fija en el suelo. Yalguien le quitó las gafas. Hubo un silencio, y élcreyó que el médico estaría mirando fijamente a surostro. Y quizá Velázquez y don Paco miraran almédico de la manera que la gente mira a losmédicos cuando ellos reconocen al enfermo amigo.La voz vieja preguntó suavemente: —¿Por quémantienes los ojos cerrados?Y él dijo: —No lo sé.El médico volvió a hablar: —¿Ganaste el combate? —Sí, señor; por K.O.—Enhorabuena. Es muy importante para ti haberganado este combate, ¿verdad?—Sí, señor. Mucho. —Explícame cómo ganaste.La voz del médico era sabia y amiga. Más amiga quela de Velázquez y don Paco. Y él estuvo seguro deque el médico comprendería bien sus palabras. Y lecontó su pelea. Cuando terminó su relato, elmédico afirmó:—Eres un valiente.Y él no respondió. El médico añadió: —Cuéntamelo que te ocurre en la vista.Y él se lo dijo.—¿Cuándo te diste cuenta de que no veías?—Cuando quise ver a Velázquez, que me curaba lacara. Yo no sabía que me estaba curando la cara, ytenía los ojos cerrados. Y él me dijo: "¿Pica?" Yyo pensé que me había desmayado, porque no sentíael picor del antiséptico en las heridas, y abrílos ojos y no vi a Velázquez.—Ven —le indicó el médico.Y guiándole con su mano le llevó a otro cuarto.Y él no supo lo que el médico estuvo haciendo,

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pero en el cuarto había otro hombre, al parecermédico también y al que el primero llamaba Bosch.Y entre los dos se cambiaban breves palabras, sinsentido para él, pero que entre ellos bastabanpara entenderse. Fue un largo examen. Al terminarel examen, el primer médico se fue del cuarto, yel llamado Bosch preguntó a Luis Canales unainfinidad de cosas. Cuándo nació, qué enfermedadeshabía tenido, si estaba casado, de qué habíanmuerto sus padres, en qué trabajaba... Y cuandoterminó, le condujo fuera del cuarto, a otrahabitación en la que estaban el primer médico,Velázquez y don Paco. Bosch le condujo hasta unasilla, y entonces oyó la voz vieja y amiga delprimer médico:—Quédate con nosotros, Bosch,Y el otro dijo:—Bien.Y la voz vieja le preguntó:—¿Cuánto tiempo hace que boxeas?—Un año, o menos quizá...—Has recibido muchos golpes en el rostro, alparecer...—Sí, señor.—¿Te han dejado fuera de combate, inconsciente,con frecuencia?Velázquez dijo:—Luisito siempre aguanta el castigo en pie...Y él argüyó:—Pero me han tumbado varias veces. Quiero decirque me tumban con frecuencia, pero yo me levantoantes del diez.—¿Qué quieres decir con eso?—Que antes de que el árbitro cuente los diezsegundos me pongo en pie...—¿Y cuántos segundos te cuenta el arbitro antes deque tú te pongas en pie?—Depende. A veces ocho, e incluso nueve...—¿Y cuándo te pones en pie te sientes bien?—No. Muchas veces estoy groggy aún...—Claro-Hubo un silencio. Y él sintió la mano del médicoen su muslo. Y la voz amiga sonó con acentos defranqueza y sencillez:

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—Mira, Canales: ya les he explicado a estosseñores, tus amigos, lo que creo que te ocurre. Eldoctor Bosch y yo estamos casi seguros en nuestrodictamen. ¿Verdad, Bosch?—Sí, doctor.—Lo que tú tienes, Canales, es bastante grave. Tusojos están bien, no hay lesiones en ellos ycumplen su función. La lesión está localizada enel centro óptico, dentro de la cabeza, ¿sabes? Yes esa lesión en la cabeza lo que te impide ver.—¿Qué quiere decir con esto?—Imagínate un automóvil o una locomotora. El motorfunciona perfectamente, y las ruedas están en buenestado, pero el sistema de transmisión, losengranajes que transmiten la energía del motor alas ruedas están rotos, o desajustados. En talcaso, el automóvil o la locomotora no corren, nopueden moverse. Tus ojos reciben bien lasimágenes, pero tu cerebro, que también está bien,no las recibe, y por eso no ves.—¿Es grave esto?—Sí.—¿Hasta quedarme ciego para siempre?—Sí, incluso esto...—Pero ¿yo volveré a ver?—Eso es lo que intentaremos.—¿Cuándo?—Escucha, Canales: mi deseo es que tú vuelvas aver, y que vuelvas a ver cuanto antes. Si en mimano estuviera, saldrías de aquí, esta mismanoche, curado. Pero yo no sé si volverás a ver, nicuándo volverás a ver si es que a eso llegamos.Él dijo:—Velázquez, ¿verdad que podrá obtener unaplazamiento de la pelea con Grand? Sin romper elcontrato con Trevert, solamente aplazarla hastaque yo vea.Fue el médico quien contestó y su voz fue dura:—Es posible que no recuperes la vista. Si larecuperas será un regalo que Dios te hará, perocualquier golpe, aun leve, podría dejarte ciegopara siempre. Olvídate del boxeo. Olvídate de élpara siempre.

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Las palabras del médico, la noción del lugar enque él estaba, y la de la existencia de aquellosque estaban a su alrededor, se hicieron confusas.Hasta aquel instante él solamente había pensado enque no veía. Tras las palabras del médico, lanoción de la ceguera había penetrado en su mente.Penetró, v por un instante tomó todo su ánimo, ysintió los temblores sutiles del miedo colarsehasta el núcleo más íntimo de su corazón, resbalarpor sus manos hasta las puntas de los dedos,paralizar nervios y músculos del cuello y elrostro, y anonadar su cerebro en una presaparalizante. Solamente la idea "ciego parasiempre" estaba en su conciencia. Pero esto durósolamente un instante, porque él pensó en GérardGrand y no quiso pensar en la posibilidad de queaquella pelea se celebrase, sino en ella misma, yen la seguridad con que él cruzaría su izquierdaal hígado de Grand, y Grand caería por la cuentade diez.Y Velázquez le preguntó:—¿Qué te parece, Luis?Y Luis regresó a la realidad del lugar, y tuvoconciencia de las palabras que ellos habíanpronunciado durante su breve lucha con el miedo.Habían dicho algo sobre internarle en la clínica,sobre otra consulta al día siguiente, sobre lo queél tenía que hacer durante las horas que mediaranentre aquel instante y la consulta siguiente.Contestó:—Bien.Velázquez dijo:—Muchas gracias, doctor. Muchas gracias.Y don Paco:—Gracias.Y la voz amiga:—Adiós, Canales.Y él:—Buenas noches, doctor.Y el otro médico: —Buenas noches.El camino de vuelta fue el más largo recorrido ensu vida. Estaba penetrado por la idea de que encuanto llegase a la casa, algo variaría, secrearía un orden, se producirían unas

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circunstancias que le conducirían a la luz, a lanormalidad de siempre.En el mundo del ring, el mundo cruel de los golpesy las luces, del rostro del contrincante, y elárbitro, del público más allá de las cuerdas —comoun mar o un gran animal— que se expresaba enclamores rotundos, en rumores sutiles y poderosos,en vaivenes de sonidos contradictorios y se cerníasobre el ring en el instante del "fuera decombate", en aquel mundo, cualquier cosa podíaocurrir. Aquél era el mundo de sus increíblesvictorias. Y también de su ceguera. En casa lascosas no eran así.Durante el viaje procuró no pensar, y toda suatención se concentró en el tiempo, en espera deque discurriesen las dos horas que debían llevarlea la casa. Pero el tiempo se le hizo indivisible,y en ocasiones Luis Canales existió mucho, traspreguntar la hora, y al volverla a preguntar,Lázaro le contestó: "Te lo acabo de decir". Y élinsistió: "¿Cuánto tiempo ha pasado?" Y Lázaro ledecía: "Nada. Diez o doce segundos".Al llegar a la casa, él anduvo entre Velázquez yBernardo, que le tenían cogido de los brazos. Ytodos —Kutz y Lázaro también— anduvieron sobre lagrava sonora camino de la puerta. Y luego lospies, calzados con zapatos de suelas duras, dieronsus pasos sobre las baldosas rojas de tierracocida, sonando límpidamente. Y todos los pasos sodesordenaron y confundieron al iniciar la subidade la escalera. Y todos ellos iban en silencio. Yél sabía que iban hacia su dormitorio. Cuando yaestuvieron dentro del cuarto, Velázquez lepreguntó: —¿Quieres que te acompañemos esta noche?Podemos turnarnos.Él se negó:—No. Prefiero estar solo.Velázquez le acompañó hasta la cama. Y dijo:—Lázaro, ayúdale a desnudarse.Y Canales insistió:—Quiero estar solo. Mejor que os larguéis.Velázquez añadió:

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—Mañana iremos a la consulta esa con los otrosmédicos. Son de lo mejor del mundo, Luis. Todosellos son primeras espadas.Él no contestó. Y ellos se fueron.Se desnudó. Y al hacerlo se dio cuenta de quehabía estado llevando los calzones y losborceguíes de boxeo.Ya en la cama, oyó el sonido de los pasos deVelázquez y los otros, alejándose por la galería.En el silencio y con la conciencia de su soledad,se sintió tranquilo y supo que su ceguera erapasajera y que lo único que debía hacer eradormir. Poco a poco, todas las sensacioneshabituales en él, tras un combate, aparecieron. Yfueron recibidas con la alegría con que se recibea un ser querido, tras larga ausencia. El dolor enel rostro, las palpitaciones dolorosas en lasbrechas de las cejas y pómulos, la sensación depiel tirante sobre la carne hinchada, y el dolorde cabeza, también palpitante; el cansancioinfinito en todos sus músculos, dormidos y sinembargo doloridos; y la excitación de laimaginación, la visión del rostro de Sousaapareciendo y desapareciendo tras sus negrosguantes. Se sintió seguro de sí mismo, y pensó ensu próximo combate con Gérard Grand. Dejaría aGérard Grand fuera de combate. Estaba seguro.Estuvo imaginando su combate con Gérard, veía surostro, que se le antojaba el de Bernardo, porqueni siquiera una foto de Grand había visto, bajo laluz de los focos de la sala de deportes, y en laimaginación iba creando, como en una película de:ine, el combate, uno de sus característicoscombates. Grand le pegaba duramente, él aguantabala tarascada y replicaba al hígado. Varias vecesrepitió en su imaginación el momento del fuera decombate de Gérard Grand.Y pensaba que en aquel combate todo seríadistinto porque subiría al ring para ser LuisitoCanales. Para, en el momento en que el árbitroalzara su brazo hacia los focos, ser, frente atodos, Luis Canales. Subiría al ring, comosiempre, con la cabeza gacha, saludaría brevementeal público y a Gérard Grand, y se retiraría al

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rincón junto a Velázquez. Y en silencio esperaría,desde entonces y a lo largo de todos los lances dela pelea, el momento de cruzar su izquierda alhígado de Grand.Así se sentía bien. Normal. Con el dolor en elrostro, el cansancio en los músculos y laimaginación excitada. La rara insensibilidad de sucabeza, el silencio tenso y grave de Velázquez,Kutz y Lázaro y Bernardo, todo aquello habíadesaparecido.Se durmió tranquilamente, conservando en su cabezalas imágenes del futuro combate con Grand.Al despertar, vio la luz del amanecer encuadradaen el marco de la ventana. No movió ni un músculo.Extasiado, contemplaba la luz. Desde la camasolamente podía ver aquello: el aire vibrandosutilmente al contacto con la luz suave que lellegaba de lejos, del sol aún escondido. Solamentela luz en el aire azulado. Estaba sola, y era puray alta, y no se podía tocar. No tenía forma, y erasolamente luz. Velázquez no llevaba razón; elcombate con Grand se celebraría al término de lasdos semanas siguientes. Y él iba a ganarlo, talcomo había imaginado aquella noche: cruzaría laizquierda, y Grand, doblado por la mitad, caeríade narices sobre la lona, culo al aire, rostro yrodillas sobre la lona, e intentaría ponerse enpie, pero fallándole las piernas, paralizadas porel golpe al hígado, y sin aire en los pulmones,rodaría, en aquella postura, sobre la lona,mientras el árbitro le seguiría en sus volteos,avanzando en su cuenta hasta los "¡ocho!" y"¡nueve!", y finalmente el "¡Fuera!".Saltó de la cama y anduvo hasta la ventana. Vio uncurioso paisaje. El sol estaba ya arriba, en elcielo, pero su luz era pálida como si aún nohubiese salido de tras el mar. Abajo los montes noeran de tierra ocre y vegetación verde, sinofotografiados en blanco y negro. El mar era gris.Y en los montes habían manchas como las queaparecen en los grabados estropeados por eltiempo.Regresó a la cama, y fijó sus ojos en la luz delcielo. Pero pronto los cerró, porque tenía la idea

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de que, teniéndolos cerrados, la vista volvía aellos. Quedó así, con paz en su ánimo, y la vagapresencia de su combate con Grand, dispuesto adejar pasar el día entero.Oyó ruido, y en la puerta vio a Velázquez. Sucabeza le pareció más pequeña de lo normal. Nopodía ver su blanco cabello. Y el bigote era unamancha redonda en la parte baja del rostro. LuisCanales le miró fijamente y le sonrió. Velázquezse acercó despaciosamente a la cama. Y cuandoestaba junto a ella, Luis Canales vio sus ojos:tenía las cejas fruncidas y le miraba fijamente,con expresión de incredulidad y duda, como si sufuerza de incredulidad no quisiera admitir la dudaque se formaba en su mente. Dijo:—Luis, ¿ves?—Claro que sí.Despacio alzó en el aire su mano derecha y lamovió de derecha a izquierda. Él ni la miró y seechó a reír. Velázquez calló. Él dijo:—¿Qué te pasa, hombre?—Nada. Has tenido mucha suerte, Luis...—No. Fue un K.O. en pie y nada más. Fue uno deesos "caos" raros, parecido al que tuvo Bernardoen su combate de campeonato. Le dejaron K.O. enpie. Yo quedé K.O. en parte. Ahora estoy bien.—¿Ves bien? ¿Igual que antes?—No. Como antes, no.Velázquez, que había estado sentado en la cama, sepuso en pie y anduvo hasta la ventana. De espaldasa Luis Canales, miraba el paisaje. Canales dijo:—Pero veo lo bastante para pelear, hoy mismo, conGérard Grand.Velázquez anunció:—Me ha telefoneado Paco. Dice que hoy a las cuatrovan a examinarte los médicos que el de ayer llamóa consulta.Canales calló. Velázquez dijo:—Paco estuvo hablando con el médico que te vioayer. Dijo que no creía que volvieses a ver.Él miró la luz azul pálido en el cielo. Era lo máshermoso que había visto en toda su vida. Dijo:—Pues falló. El médico ese quizá sea el mejor delmundo, estoy

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seguro de que es el mejor del mundo, pero esta vezla cagó. Velázquez, yo no creo que sea necesarioque vayamos a ver a los médicos esos. Si te parecebien, hoy me quedaré en cama durmiendo, y mañanacomenzaremos los entrenamientos para el combatecon Grand. Ve tú a la ciudad y habla con losmédicos para que no se enfaden...Velázquez no contestó. Estaba de espaldas a él, ymiraba hacia fuera, pero seguramente no veía nadaporque estaba pensando.Canales continuó:— Tú arregla todo lo del combate. Sobre todo,procura que no tenga que aplazarse ni nada...Y vio que Velázquez no se movía ni contestaba. Yestuvo seguro de que no había escuchado suspalabras, pero al instante siguiente comprendióque Velázquez fingía que no las había oído. Yadvirtió:—Velázquez, tú no sabes lo que significa para míesta pelea. Quiero ser campeón continental antesde que termine el mes. Estoy en forma, como nuncahe estado, y tumbaré a Grand por la cuenta. Te lojuro. Velázquez, ¿me oyes?—Sí. Luis.—Veo. Veo bien. Y estoy en forma. Como nunca.Llama a Trevert y dile que lo prepare todo. Nohagas ninguna estupidez; quiero pelear con Grand.Ahora mismo, si pudiera, pelearía con él... Y letumbaría.Velázquez musitó:—Bien, de acuerdo.—¿Has hecho algo?—¿Qué quieres decir?—No habrás cancelado el contrato o hablado con losperiódicos...—No.Volvióse Velázquez y, caminando lentamente, sedirigió a la puerta. Iba con la cabeza baja,abatido. Al llegar a la puerta dijo:—A las dos iremos a la ciudad para consulta.Canales se opuso:—No. Ve tú, pero yo no voy. Yo estoy bien, nonecesito médicos. Ve y diles que ya estoy bien y

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que no les necesitamos. Que el engranaje entre elmotor y las ruedas ya funciona.Velázquez, sin levantar la cabeza, alzó los ojos.Y lentamente* en voz muy baja, dijo: —Está bien,Luis. Y sin decir más se fue.Eran las diez de la mañana. Él cayó en un estadode duermevela, en el que el cansancio del combatefue remitiendo lenta, firmemente. Y de laduermevela pasó al sueño profundo.Hacia las seis de la tarde, Bernardo Barba entróen el cuarto, despertándole. Bernardo se sentó enel suelo, junto a la cama, y dijo:—Velázquez me ha dicho que ya ves.—Sí. ¿Qué ha dicho Velázquez?—Eso: que ya ves.—¿Y nada más?Bernardo se encogió de hombros.—Nada, solamente eso. Kutz y Lázaro se han largadoya. Velázquez me ha dicho que yo también deboirme, pero yo le he contestado que solamente memarcharía contigo.—¿Ha despedido a Kutz y a Lázaro? ¿Por qué?—Les ha dicho que da por terminada la temporada yque el sábado vayan a su hotel, en la ciudad, parapasar cuentas. Yo también tengo que ir. Velázquezha empaquetado sus cosas y se larga también. Diceque se va a Sudamérica.Bernardo se calló. Y se quedó con la cabeza baja,la vista fija en sus grandes alpargatas azules,meditando tristemente sobre todo aquello.Canales miró al cielo por la ventana. La luz erala misma que viera al despertar: azul tenue ytemblorosa. Y el rostro de Bernardo era una manchablancuzca.Bernardo dijo:—Volveré con Calder. Él sabe que yo soy un buenboxeador. Me conocen bien, ¿sabes? Y ahora estoycolocado para pelear por el título...Canales dijo:—Tu estás listo, Bernardo. Nunca volverás a pelearpor el título. Estás "sonado"Y pensó: "Y yo solamente veo sombras; en realidad,no puedo pelear".

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Barba no dijo palabra. Miró fijamente a Canales ycalló. Se puso en pie y salió de la habitación.Él se levantó y fue a la ventana. Vio el extrañopaisaje de montañas —como manchas negruzcas— conmanchas amarillentas, y la bella luz tenue, azul ytemblorosa, en el cielo. La luz le pareció muybella otra vez. Regresó a la cama.Velázquez no tardó en regresar. Luis oyó el motordel automóvil avanzar por la carretera, y luegodirigirse por el camino hacia la casa. Y elfrenazo inútil. Y el silencio. Y tras un minuto,los pasos de Velázquez al subir la escalera, yluego en la galería. La puerta se abrió, yVelázquez dio los últimos pasos del caminoemprendido en la ciudad y que terminaba en la camade Canales. Se detuvo junto a la cama. Y fijó susojos en Canales.Él le sonrió. Velázquez dijo:—Los médicos me han confirmado lo que ya sabía ytú debieras haber supuesto: si vuelves a pelear,es casi seguro que pierdes la vista para siempre.Ha sido un verdadero milagro el que la hayasrecuperado.Canales no varió su sonrisa. Y calló.Velázquez siguió:—En el examen de ayer, y tú quizá no lo sepas, sevio que tienes el cerebro acribillado a heriditas,heridas pequeñas, muchas, y que es un verdaderomilagro que no estés "torta" perdido. Pero esocarece de importancia. Lo grave es tu lesión en elcentro óptico. Otro golpe, un golpe débil, puededejarte ciego para siempre.Canales, sin borrar su sonrisa, permaneció ensilencio. Porque no tenía nada que oponer a todoaquello. Él sabía algo más importante. Algo queVelázquez ignoraba. Y era que cuanto los médicosopinaran, le tenía sin cuidado. Quizá tuvieranrazón. Pero la cosa no tenía importancia, porque aél le era imposible tener presente en su mente laposibilidad de perder la vista. Otra realidad másfuerte, estaba al frente. Era Luisito Canales.Era, no su vista, sino él mismo, todo él.Velázquez le preguntó:—¿Qué piensas hacer?

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—Pelear con Grand.Velázquez se movió inquieto. Dijo:—Yo no quiero estar en tu rincón. No quierointervenir en eso.—Me da igual. Haz lo que quieras. De todos modos,tú no puedes prohibirme que pelee.—Sí puedo. La Federación está obligada a suspenderel combate si tiene conocimiento de tu estado.—Pero usted no comunicará nada a la Federación.—No.La voz de Barba sonó junto a la puerta:—Luis ganará el combate.Velázquez miró hacia atrás. Y objetó:—No. Si supiera que Luis iba a ganar, cualquieraque fuesen las consecuencias, yo estaría en surincón. Entiendo de boxeo más que todos vosotros.Que tú, Bernardo, que tú, Canales, y que Lázaro yKutz y Paco y todos. Yo sé lo que significa ganaruna pelea, no ya una pelea para el campeonatocontinental, cualquier pelea... Presenciar como túpeleas, Luis, es más duro que hacerlo, que pelear.Al menos para mí. Grand, o cualquier otroboxeador, tal como tú te encuentras, puedetumbarte por la cuenta al primer asalto. Tú noves, Luis. Sólo ves sombras, ¿verdad? Contéstame.—Sí.—No verás los ojos de Grand. Tú crees que es tuinstinto, y sólo el instinto el que te guía en tuscambios de posición, en tus fintas, ataques...Pero no es así, no es por instinto, sino porquehas aprendido a ver en los ojos de tu contrario elmovimiento que se dispone a efectuar. Y tú, ahora,no puedes ver eso.Él pensó que Velázquez decía verdad. Pero podíasuperar esta desventaja peleando con mayorprecaución, y aguzando su atención para propinarel izquierdazo. Insistió:—Puedo ganar. Y ningún médico ha dicho que fueseseguro que por pelear este combate yo fuese aperder la vista. Además, los médicos ya seequivocaron una vez. ¿No es cierto?Velázquez se miró las manos, y luego su vista miróla mesilla de noche, el techo y el suelo.Respondió:

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—No quiero discutir. Yo me voy. Voy a darte unconsejo: vuelve al trabajo. Lo más seguro es quete den un puesto de confianza, bien pagado, porquea la gente siempre impresiona eso de que un tipohaya sido campeón nacional. Yo tengo algún dineropara ti. Es una suma pequeña, porque el momento deganar dinero no había llegado aún, y he estadopasando una pensión a tu mujer. Si dejas el boxeoahora vas a tener trabajo, unos ahorrillos,conservarás tu fama y, lo que es más importante,tu salud, tu vista...Velázquez calló. Bernardo y Canales no rompieronel silencio.Velázquez expuso entonces:—Luis, voy a ofrecerte una buena oportunidad. Siquieres, organizaré una velada en la que pondrásen juego tu título nacional ante Jim Echevarría.Tú cobrarías la bolsa entera porque eres elpropietario del título; en ese combate yo no tecobraría mi comisión. Y probablemente Calder tepagaría también. Jim no te atizaría ni un sologolpe al rostro, y tú, poco antes de terminar elcombate, te tumbarías por la cuenta de diez. Esopuede darte dinero. Vas a necesitarlo.Tras ese combate no había nada. Tras el combatecon Grand estaba todo, todo lo que él había estadobuscando desde que en su pelea en el TrofeoNavarro se enfrentara con Esteban Caño.—No.—Bien. No tengas miedo, Luis; no diré nada anadie, me callaré como un muerto. No creas; yotambién me jugaría la vista y la vida, y todo, poralgunas personas a las que quiero, y quizá poralguna tontería menos importante que el campeonatocontinental. Así es que respeto tu actitud, auncuando me parece una estupidez. Pediréautorización a Trevert y traspasaré mis derechos aPaco, o a Calder, o a Echauri, o a cualquiera. Yono quiero intervenir en ningún aspecto.CAPÍTULO IIBARBA REGRESÓ a la población donde estaba lafábrica, donde los dos habían vivido. Él leacompañó a la estación y le vio subir al tren de

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las nueve y diez. Le encomendó que no hablase consu mujer ni siquiera para darle recuerdos.Anduvo lentamente por la calle que desembocaba alpuerto, y cuando estaba cerca de la plaza en quedaba principio la calle, penetró en otra,estrecha, a su izquierda.Volvió a su pensión. La escalera era empinada, conpeldaños de ladrillos rojos. Olía a tuberíadespanzurrada, perfume de mujer y verdura hervida.Al entrar en el piso uno se topaba con una pared yentonces debía seguir un pasillo a la izquierda.La tercera puerta en el pasillo era la de sucuarto. Dentro había un lavabo, una mesa pequeña,una cama, un armario y tres sillas.Se tumbó en la cama y apagó la luz.—¿En dónde quiere usted cenar? ¿Aquí o en elcomedor?—Aquí.—Cuando se vayan los de enfrente, le pondré allí.Es una habitación con balcón a la calle...—Bien.—Ahora le traigo la cena...—Bien.Le sirvió una cena abundantísima, que él no pudocomer en su totalidad.Tan pronto como hubo terminado se acostó y apagóla luz.Desde que comenzaron a cenar, una armónica estuvosonando en la habitación de al lado. Quien latocaba era una mujer. Él la oyó hablar con lapatrona.En la oscuridad de su habitación estuvo oyendo lostangos de la armónica y, al fin del pasillo, lasvoces de una conversación entre cuatro o cincopersonas. Se sentía solo, pero en paz.En cuanto la armónica dejó de sonar, comenzó adormir.Se despertó al alba. Saltó de la cama y anduvo porel pasillo hasta el retrete. Al regresar aldormitorio, no pudo conciliar el sueño durantemedia hora o tres cuartos de hora, y oyó el ruidode la puerta de la casa al cerrarse tras un reciénllegado, y luego el taconeo de su vecina, la de laarmónica, hasta el cuarto. Y dentro del cuarto de

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al lado, el sonido de los zapatos al ser arrojadosa.1 suelo. Y ruido de agua en el lavabo. La mujercantaba en un murmullo bajo. Las palabras de lacanción que ella no sabía las sustituía contarareos. La luz del nuevo día, que seguramenteestaba en el cielo ya, entraba grisácea por laventana, a la derecha, que sin duda daba a algúnpatio interior.La voz de la mujer cesó. Y a los pocos instantesLuis Canales dormía de nuevo.A las dos de la tarde la patrona le despertó, y,bloqueando con su cuerpo la puerta, dijo:—Hay un señor que quiere verle.—Que pase.Ella se apartó y dejó paso a Velázquez, que entrósonriente y triunfador, con el mismo aire que leenvolviera en la entrada triunfal acompañando aCharly Collado.—Todo arreglado, Luisito. Paco se queda con elcontrato, y Trevert lo autoriza.Velázquez se sentó en una silla junto a la cama ysonrió alegremente.—Hoy salgo para la capital en el avión de la seisy veinte. ¿Cómo te encuentras?—Como un reloj.—¿Y la vista cómo anda?—Cada día mejor.—Me alegro, me alegro...Se puso en pie, le dio un cachete y dijo:—¡Vale! Estoy seguro de que te vas a calzar elcampeonato continental. ¡Pobre Grand! Será unagran alegría para mí. Y parecía que estuvieradiciendo la verdad. —Gracias, yo también creo quevoy a ganar. —¡Seguro! Hasta la vista, Luisín. Yve a ver a Paco lo antes posible. —Iré.—Adiós y suerte, Luis. —Adiós, Velázquez.Por la tarde fue a la vieja sala de boxeo, allídonde don Paco tenía su despacho. Era una tardehermosa y soleada. Por las calles se veían gruposde visitantes extranjeros que caminabanlentamente, mirándolo todo, y gozando de lalibertad de estar en un país que no era el suyo,desligados de toda obligación habitual en ellos.Las gentes de la ciudad andaban aprisa, se

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amontonaban en los pasos de peatones, dondeesperaban impacientes el cambio de luces.Anduvo despacio gozando de la tarde.Ante la sala de deportas había grupos de gentejoven y colas ante las taquillas. Sobre la puertade entrada, las letras formadas por bombillaspintadas de blanco, decían: "Hoy, gran baile".Pegados en las paredes aún estaban los carteles delas veladas de boxeo recientemente celebradas. Enuno de ellos se decía: "Luis Canales, imbatido ensu carrera profesional, aspirante al títulocontinental, contra Joao Sousa, vencedor porpuntos del campeón continental Gérard Grand". Enotros carteles estaban los nombres de Jim, Berr.rdo y García-Paredes.El portero le pidió la entrada, pero él le dijoque no iba a bailar, sino a ver a don Paco. Y elportero le reconoció y le estrechó la mano y ledejó pasar. Unos muchachos que estaban junto a laentrada también le reconocieron y le saludaron.Don Paco estaba solo en su despacho. Escribíapalabras en unpapel muy pequeño, el rostro a dos dedos delpapel. Alzó la vista y le saludó con un grangrito:—¡El campeón! ¡Tanto bueno por aquí!La luz era escasa, y las gafas negras apenas lepermitían ver. Se las quitó.—Velázquez me dijo que viniera a verle.—Sí, quisiera hablar un poco contigo.—Adelante, pues.—¿Cómo te encuentras?—Bien.—Velázquez me dijo que en la consulta de losmédicos, después de la primera visita, aquella enla que yo estuve presente, se diagnosticó que túya estabas bien, que todo fue un K.O. normal ycorriente... ¿Es cierto eso, Luisito?Él pensó: "¿Por qué pregunta este embustero?"—Sí.—No hay peligro de que tu lesión se reproduzca,¿verdad?—No.

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—Ya. Yo he tomado el contrato de Velázquezperdiendo dinero. Deseo que ganes la pelea aGrand; pero, si no la ganases, no debemospreocuparnos. Para mí son más importantes loscombates que seguirán al de Grand, que no es ésteen sí mismo... Así es que si tú crees que no estásen forma para ganar a Grand, dímelo. Yo siemprepodría llegar a un acuerdo con Trevert,¿comprendes? No quiero, en manera alguna, queGrand te machaque y se te vuelva a reproducir esoen la vista. Me entendería con Trevert, túsaldrías de la pelea entero, y luego, en loscombates siguientes, nos resarciríamos... Tunombre pesa mucho hoy en día...Él pensó que no estaba dispuesto a aquello. Dijo:—Sí, de acuerdo. Pero me encuentro muy bien.Don Paco preguntó:—¿Quién estará en tu rincón el día de la pelea?—Da igual. Cualquiera. Bernardo.—¿Barba?—Sí.—Pero si está sonado como una campana...—Ya sé.—Yo creo que Lázaro aceptaría...—No. Quiero a Bernardo.—Como tú quieras. ¿En dónde piensas entrenarte?—Me entrenaré yo mismo. De vez en cuando vendréaquí.—Yo preferiría que te entrenase Angiano...—No, no. Yo mismo.Y se levantó para irse. Don Paco parecía nervioso,inquieto.—Quisiera verte por aquí durante estos días...—¿Para qué?—Los dos andamos metidos en la misma aventura, yquisiera verte con alguna frecuencia...—Bueno, ya vendré.Canales se acordó de Bernando. Dijo:—No avise a Bernardo hasta un par de días antesdel combate.Don Paco se rebeló:—Eso no puede ser, Luis. Tienes que comprenderlo.Barba debe estar contigo. ¿Con quién teentrenarías, sin Barba? Ya sabes que yo preferiría

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que te entrenase Angiano. Si quieres, Angiano teentrenará, y el día de la pelea Bernardo tecuidará en el rincón...—No. Me entrenaré solo. Y a Barba no le avisaráusted hasta el mismo día de la pelea...—Lo siento, pero yo no haré eso.—Si no lo hace, no peleo.Don Paco se reclinó en la silla y le miró ensilencio. Accedió:—Como tú quieras.Siete días antes del combate, Bernardo Barba llegóa la pensión.Él estaba tumbado en cama y oyó el timbre. Aaquella hora nadie llamaba a la casa. Eramediodía. Los dos amigos que tenían su habitaciónjunto a la cocina, al final del pasillo, salíanmuy de mañana y no regresaban hasta las siete dela tarde; la mujer de la armónica dormía; y losotros —el matrimonio reciente y las dos mujeres—acababan de salir. Nadie acudió a abrir. El timbresonó de nuevo, insistentemente.Y oyó los pasos de la patroua al dirigirse haciala puerta. Tras unos instantes, oyó la voz deBernardo:—Buenos días. ¿Está aquí Luis Canales, unboxeador?La mujer contestó:—No sé si está. Voy a ver.Y sus pasos se acercaron a la habitación de LuisCanales. Él vio su sombra encuadrada en la puerta.—Luis...—Dígale que no estoy.Y ella tardó en contestar, pero al fin lo hizo,y en su voz había contento:—Bien..,, bien...—Dígale que casi nunca paro aquí.—¡Bien, bien!—Dígale que vaya al gimnasio, a ver a don Paco.La mujer no contestó y salió de la habitación. Suspasos se alejaron, pasilllo adelante, camino delrecibidor. Su voz sonó muy alta y firme:—Luis no está. Casi nunca está, ¿sabe?Oyó la voz de Bernardo:—¿A qué hora regresa?

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—¡Tardísimo! A las tres o las cuatro de lamadrugada... Yo casi nunca le veo, porque, aveces, a las ocho de la mañana ya sale de casa.Hubo un silencio largo. Bernardo seguramenteintentaba pasar y se pasaba las manos por elrostro y se rascaba las orejas, la cabeza y lasmejillas. La mujer dijo:—Es que pronto tendrá que pelear en un combate muyimportante, y claro, tiene que prepararse muybien...Barba preguntó;—¿Tiene habitación para mí?La voz de la mujer tardó un poco en contestar.—¿Para cuántos días?—Siete u ocho.—No sé. Siete u ocho... No sé. Espere un momento.Desde el cuarto oyó los pasos de la mujerencaminarse hacia allí.Otra vez la silueta negra quedó recortada en lapuerta, y el susurro penetró en la habitación:—Su amigo quiere quedarse aquí. ¿Qué hago?—Haga lo que quiera.—Oiga: vamos a hacer una cosa: yo le pondré en lahabitación de delante y me las arreglaré para queno le vea. Diré que usted está fuera, y usted secierra con llave por dentro.Luis no contestó. La figura desapareció y otra vezlos pasos anduvieron hacia la puerta.—Sí, tengo sitio para usted. Es una habitación conbalcón a la calle...Barba volvió a preguntar:—¿A qué hora volverá Luis?—No sé. Está muy atareado con el combate ese...Bernardo vivió en la pensión hasta el día delcombate. Luis Canales le oyó preguntar por él envarias ocasiones. Y la mujer siempre contestabaque ella solamente sabía que Luis no estaba. YBernardo insistía: "¿A qué hora salió?" "¿Cuándovolverá?" "¿Adonde ha ido?"Los pasos de Bernardo a lo largo del pasillollegaron a ser para Luis, tan reconocibles yfamiliares como el mismo rostro o la voz de suamigo. Eran pasos lentos, largos y pesados. Y eltiempo que Bernardo empleaba en la ducha o en el

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retrete era también característico. Al principiolos pasos de Bernardo inquietaban a Luis Canales,pero aprendió a recordar que su puerta estabacerrada con llave, y así adquirió sentido deseguridad. Y más tarde el sonido de los pasos,unido a la conciencia de la seguridad de suencierro, le causó una sensación muy agradable.Finalmente, los pasos llegaron a ser un sonidoquerido, tan amado como el propio Barba.Varias veces intentó Bernardo abrir la puerta delcuarto en que se hallaba Luis Canales. Éste, ensilencio, desde la cama, contemplaba el movimientodel pomo de la puerta. Bernardo insistíapacientemente, y alguna vez le llamaba: "Luis,Luis..."El día de la pelea para el campeonato, LuisCanales se despertó a las seis de la mañana.Fue al cuarto de Bernardo Barba. Estaba durmiendo,estreabierta su desdentada boca, al aire lasdesnudas encías, y los ojos, de párpados partidose hinchados, medio cerrados tan sólo; respiraba enun levísimo, suave ronquido. Canales abrió elbalcón y se asomó. La casa de enfrente estabacercana, tanto que daba la impresión de que con lamano pudiera tocarse su fachada. Arriba, el cieloera de color gris, y abajo los faroles lucíantristes, como manchas rojizas, vencidos casi porla luz del día. A la izquierda, al término de lacalle, se veían los árboles de la otra calle, laque conducía al puerto. Se dejó caer en el estadode ensueño que solía envolverse en los amaneceresen la casa de campo. Y por el color de las hojasde los árboles, al final de la calle, siguió lasalida del sol. Las hojas de los árboles fueron,al principio, de color verde mate y agrisado; sindejar de tener este color, las hojas en las copas,al recibir más luz, se concentraron, adquiriendolas copas delincación de encaje. Cuando los rayosdel sol dieron directamente en los árboles, lashojas más altas adquirieron un color verde claro ybrillante, y las que estaban bajo su sombra eranverde oscuro. Su sensación de ensueño era suave ypoderosa, y su vista, como por milagro, perfecta.

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Ni una sola mancha turbaba la claridad de suvisión.Cuando entró en el cuarto, Bernardo Barba estabaya despierto y le miraba tranquilo y sonriente. Ledijo:—¡Hola, Bernardo! ¿Qué me cuentas?Bernardo sonrió:—¿Por qué te encerraste?—Quería estar solo. Supongo que no te habrásofendido.-—No. Ayer te anduvo buscando el don Paco. Yo ledije que tú no estabas en la pensión, y te buscópor toda la ciudad. Quería presentarte al Grandese, que llegó ayer. Pero yo le dije que tú noestabas. —Y rió. Luego, con acentos petulantes,añadió—: Yo te dirigiré esta noche.Luis contestó:—Bueno.—El pesaje será a las tres de la tarde. Habráfotógrafos y periodistas...—Ya me lo imaginaba.—¿Qué tal andas de la vista?—Perfectamente.Barba lanzó un gruñido. Luis Canales dijo:—Voy a dormir un poco. A las dos, llámame.Bernardo frunció el entrecejo.—Más vale que vayas a pesarte, no sea que estéspasado de peso.Sí, tenía razón.Los dos fueron a una farmacia. Y Luis Canales,vistiendo pantalón y camisa —sin zapatos y vacíossus bolsillos—, pesó trescientos gramos menos delpeso límite para los gallos.Regresó a la pensión y se tumbó en la cama.Sentíase tranquilo y seguro de sí mismo. Y enaquella ocasión ni siquierta pensó en lasconsecuencias del combate, tal como solía hacer enlos tiempos anteriores. No tardó en entrar en unestado de dulce sopor.

Cuando Luis Canales, a las tres en punto de latarde, entró en el gimnasio, vio una multitudarremolinándose alrededor de cuatro hombres. Unode ellos era don Paco, y a su lado estaban un

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hombre gordo, con una gran cabeza de ojos grandes,saltones y verdes, y un hombre de la mismaestatura de Luis Canales, algo más viejo que él,de rostro alargado y seco, nariz grande yaguileña, y expresión nerviosa, inquieta en susojos, pardos, y que llevaba el cabello, rubio decáñamo, cortado en cepillo. Con ellos estaba otrohombre, alto y flaco, vestido muy elegantemente,de rostro delgado, piel pálida y ojos de colorazul marino. Este hombre parecía sentirsecohibido, y sus ojos observaban cuanto ocurríaalrededor.Luis Canales avanzó hacia ellos. Y cuando estaba amitad de camino. sonaron unas palmas que en uninstante se convirtieron en ovación. Don Paco fuea su encuentro, le estrechó la mano y le abrazó.Luego le presentó al hombre de nariz aguileña,expresión nerviosa y cabello rubio de cáñamo.—Mira, Luisito, éste es el campeón continentalGérard Grand.Gérard Grand le miró de cabeza a pies, midiendo sucuerpo, le sonrió y dijo:—Mucho gusto...Don Paco agregó:—Tienes suerte, Luis; hasta habla tu idioma...Grand rió, y al reír, sus ojos chispearon.—Yo lo aprendí en la América... Mi mujer escolombiana... Y solamente habla su lengua...Y sus propias palabras le dieron risa. Y se rió.Era un tipo simpático. Mientras hablaba, movía lamandíbula inferior hacia delante y atrás, en untic nervioso, como si le doliese la garganta ymoviendo la mandíbula pudiera aliviarse. Don Pacopresentó a Canales a los otros dos. El de los ojosverdes era el hermano de Trevert y entrenador deGrand. Y el tímido elegante era un periodistafrancés que, al serle presentado Canales, susurróalgo y dio medio paso atrás, como si quisieraesconderse.Los periodistas comenzaron a preguntar. Primero aGrand:—¿Quién ganará?Grand sonrió cazurramente, y en voz baja contestó:

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—Yo no sé... —Se encogió de hombros, y, como dandouna explicación a su perplejidad, añadió—: Losabremos todos después del combate... Para eso sehace la pelea, ¿verdad?—¿Cree que Luis Canales es un adversario difícilpara usted, o se trata de una pelea rutinaria?—Toda pelea es difícil cuando uno es campeóncontinental. Todo el mundo quiere hacerle daño auno... Y me han dicho que Canales pega muy fuertecon la izquierda... —Rió y puntualizó—: En elhígado,E hizo un cómico visaje de dolor en el hígado.Todos rieron.Otro periodista preguntó en voz muy alta, conacento conminatorio:—Si pierde este combate, ¿piensa retirarse delboxeo?Grand contestó rápidamente, tras dos tirones demandíbula, y en voz muy baja:—No pienso perderlo.Otro preguntó:—¿Es cierto que no piensa pelear para elcampeonato del mundo, mientras el campeón delmundo no se avenga a ir a París?Grand repuso:—Yo no comprendo.Y su entrenador intervino. Y preguntó qué habíasido preguntado a su pupilo. Don Paco se lotradujo, y el entrenador dio una larga e indignadacontestación. Su rostro estaba congestionado y subarbilla temblequeaba de coraje. Don Paco tradujola contestación:—Dice que Grand combatirá para el campeonato delmundo en el momento y lugar que M. Trevertconsidere oportuno. Y que su campeón está fatigadoy tiene que pelear esta noche, por lo que lesruega dejen de preguntarle.Grand sonrió al periodista y se excusó con unmovimiento de hombros. Entonces preguntaron aCanales:—¿Quién ganará?—Yo. Por fuera de combate.—¿En qué asalto calcula llegará el fuera decombate?

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—En el tercero o cuarto.—¿Se considera usted campeón continental?—Sí, señor.—Su último combate, contra Sousa, fue durísimo y,según rumores, usted padeció una grave lesión enla vista. ¿Es cierto?—No. Fue un combate muy duro, y por unas horastuve visión defectuosa, pero en seguida volví a lanormalidad. Eso puede ocurrirle a cualquiera.—¿Cuándo empezó a boxear?—Hace cosa de un año.—¿A qué atribuye el haber llegado, en tan sólo unaño, al campeonato del continente?—A mi pegada con la izquierda. Y a haber peleadodando siempre la cara, sin rehuir la pelea.Eran varios los que le dirigían preguntas, y él,mientras contestaba, veía rostros desconocidos, yel de don Paco tranquilamente sonriente, y el deBernardo boquiabierto, y el irónico de GérardGrand, y el del hombre de los ojos verdes,intentando comprender aquel idioma y suspicaz comosi creyera que algo contrario a sus intereses seestaba tramando.—¿Se ha peleado con Áureo Velázquez?—No. Nos hemos separado amistosamente. Ahora donPaco cuida de mis intereses, y el ex campeónnacional Bernardo Barba me entrena.—¿Ha tenido dificultades en dar el peso?—Esta mañana, vestido, estaba trescientos gramospor debajo del límite.—¿Cuántas peleas ha ganado por fuera de combate?—Todas menos tres.—¿Todos los fuera de combate lo iueron por golpecruzado al hígado?—Casi todos.—¿Le han puesto K.O. alguna vez?—Nunca.—¿Le tumban con frecuencia?—Sí, pero me levanto antes de la cuenta, y luegogano por K.O.Don Paco interrumpió el interrogatorio. Grand yCanales se desnudaron, un delegado de laFederación les pesó y otro levantó acta. A Grandle faltaban tan sólo cinco gramos para llegar al

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límite. Cuando el hombre de la Federación dio elpeso en voz alta, un murmullo excitado se extendiópor la sala. Y un periodista se adelantó ypreguntó a Grand:—¿Ha tenido que tomar baños de vapor para rebajarpeso?Y el hombre de los ojos verdes se adelantó haciael periodista, como si fuera a agredirle, y legritó:—¡No contesta! ¡No contesta! ¡No contesta!Y regresó junto a su pupilo, murmurandoferozmente en francés.Pesaron a Luis Canales, quien dio quinientosveinte gramosmenos del peso máximo para los gallos. Hubo unmurmullo de satisfacción, y don Paco dio un par depalmadas en la espalda de Luis Canales, al tiempoque murmuraba:—Bien, Luisito, bien...Llegaron los fotógrafos. Grand y Canales se dieronla mano, y los chispazos saltaron. En el momentoen que Luis daba la mano a Grand, sonó una voz:"¡Luisito, aprovecha la ocasión: atízale ya!"Sonaron risas.Luis Canales y Barba regresaron a la pensión.Canales se tumbó en la cama; Barba creyó que debíaestar con él y se sentó en una silla dispuesto avelar el sueño de Canales. Pero Luis Canales sesentía inquieto, y no pudo conciliar el sueño.Desde la cama vio la lucha del sueño y la vigiliaen el rostro de Bernardo. Y el sueño venciófácilmente.A las diez de la noche, Luis Canales despertó aBernardo, y los dos, en un taxi, fueron a la salade deportes.Todos los focos, en la parte exterior deledificio, estaban encendidos, y en la noche tibiade la casi terminada primavera, junto al palaciode líneas rectas, se arremolinaba una multitudruidosa. En las esquinas había parejas de policíaa caballo, y en los arroyos, guardias de tráficoluchaban con automóviles indecisos e insistentesen su indecisión, que despacio pretendíandescubrir un camino milagroso por el cual avanzar

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unos metros. Afuera llegaba el murmullo de lamultitud encerrada dentro del estadio. BernardoBarba y Luis Canales entraron por la puertapequeña, de madera, y el portero los saludó conuna sonrisa. A lo largo de un pasillo de cemento,sin cubrir, sobre el que se alzaban las gradas,anduvieron hasta la otra puerta, y entraron en unsala iluminada con cinco o seis ramilletes depequeños focos, colocados en el techo. Allí habíamucha gente, y los rostros le eran familiares aLuis Canales. Cuando entró, sonaron palmas debienvenida. Don Paco llegó hasta ellos dos y losacompañó a uno de los cuartos. Era una habitaciónamplia, con ducha, mesa de masaje y varias sillas;también había un punching y un gran espejo. DonPaco dijo:—He puesto un par de hombres a la puerta para quenadie os moleste; dentro de un par de segundosDalmiro estará aquí.Miró sonriente a Luis Canales y preguntó:—¿Qué? ¿Todo bien?—Bien.Se restregó las manos, satisfecho. Y con una mediasonrisa añadió:—Grand ya está aquí. Llegó hace media hora. Haestado haciendo sombra...Y lo dijo con extraña satisfacción, como si Grandestuviera sentenciado al fuera de combate. Dejó dereír, su rostro adquirió expresión de severacomplacencia y de sus bolsillos sacó un papelazul. Se lo dio a Luis Canales. Era un telegrama:"Mucha suerte combate campeonato. Abrazos,Velázquez". Canales dijo:—¿Dónde anda el tipo ese?—En la capital. Yo le invité a que viniese a verla pelea, pero no quiso.Dalmiro entró. Iba vestido de blaco. Sonrió aCanales y se ruborizó. Dijo a don Paco:—El señor Calder está aquí fuera y quiere ver aLuisito.Don Paco se opuso:—Dile que no puede recibir a nadie.Dalmiro insistió:—El señor Calder ya lo sabe, pero...

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Luis Canales accedió:—Que pase.Dalmiro dio entrada a Calder. Éste miró a LuisitoCanales y en su rostro había su sonrisa de dolorde estómago y la mirada de sarcás- ticacomprensión de todas las cosas. Acentuó su sonrisay habló:—¿Qué tal, Luis?Dudó, y saludó a don Paco y a Barba con un "¡Hola,Paco!", "¡Hola, Bernardo!". Luego miró a todoslados, a las paredes, al suelo, como si buscasealgo. Y al fin fijó sus ojos en Canales.—Luisito —dijo—, he venido para desearte toda lasuerte del mundo. Si esta noche quedas campeón,nadie estará más contento que yo.Avanzó hacia Canales y le abrazó. Y sin decir másse dirigió a la puerta. Cuando estuvo junto a elladio media vuelta y dijo, dirigiéndose a don Paco:—Fuera están Jim Echevarría, Cornelias, García-Paredes y todos mis chicos... Quisieran desearsuerte a Luis...Don Paco contestó:—Diles que los iremos llamando para que lo hagan.Calder agradeció mediante una cabezada, y se fue.Cuando la puerta se cerró tras él, Bernardosuspiró. Uno a uno fueron pasando Jim, Cornelias,Luna, Bobby, todos... Todos parecían estar segurosde que Luis Canales sería, aquella noche, el nuevocampeón continental. Entraban, sonreían y decían:"¡Hola, Luisito!... ¿Qué tal? Bueno... Suerte".Dudaban un instante, sonreían, meneaban la cabezay se iban.Y Luis Canales oyó, lejana, pero clara y distinta,la voz del público. Primero, una pita fuerte,luego protestas, y al fin una ovación cerrada,unánime. Se estaba celebrando el segundo combatede la velada. Luis Canales se desnudó y se pusolos calzones de boxear. Luego hizo sombra duranteunos segundos, y cuando notó que comenzaba asudar, se tumbó en la mesa y pidió a Dalmiro quele diese masaje en las piernas. Cerró los ojos, y,sin motivo alguno, se sintió dominado por unaoleada de miedo y nerviosismo. En el momento decerrar los ojos, se le apareció la imagen de

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Gérard Grand, su rostro convulso por el ticnervioso en la mandíbula, y sintió dolor en elrostro, y la oscuridad de los ojos cerrados lepareció falta de visión. Pensó en los puñetazos deaquel hombre, de rostro seco y nervioso, contrasus pómulos, sus cejas, sus párpados. Sintió elsudor de sus manos y se le hizo difícil respirar.Y un mareo extraño, como un vahído que le dejabadesamparado, sin fuerzas, le invadió la cabeza.Tuvo una racha de escalofríos. Pero no abrió losojos ni luchó contra el vahído ni intentó apartarde su mente la imagen del rostro de Grand. LuisCanales preguntó la hora. Le dijeron que eran lasonce. Entonces preguntó que cuántos asaltosfaltaban para que empezase su combate, y don Pacosalió para enterarse. Dalmiro le dijo-.—Cálmate. Haz un poco de respiratoria, y luego yote daré masaje en el estómago... Anda...Lo dijo como si pidiera un favor, pero LuisCanales no se movió. Regresó don Paco y dijo queestaban en el quinto asalto del antepenúltimocombate, es decir, que faltaban dos asaltos y uncombate entero de ocho asaltos. Luis Canales sepuso en pie y, siguiendo el consejo de Dalmiro,emprendió los movimientos de gimnasiarespiratoria.Dalmiro le daba masaje en el estómago. Y él teníalos ojos entreabiertos, y veía a Barba, vestido deblanco —jersey y pantalones—, sentado en unasilla, las manos entre las piernas, la cabezagacha, la boca abierta, y los ojos vacíos de vida,interés, mirada. Jamás le habíavisto con tan tremendo aspecto de "sonado". Afueraestalló un grito unánime, largo, y Luis Canalescomenzó a contar. Cuando llegó a ocho oyó unmurmullo del público, que crecía más y más, y enel momento en que contaba diez, fuera estalló unaovación. Dalmiro musitó:—Se han cargado a Mañas.Canales preguntó:—Éste era el combate del semifondo, ¿no?Don Paco dijo:—Ponle las vendas ya.

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Bernardo se puso en pie y buscó las vendas en el'maletín.Cuando Bernardo terminó de vendarle las manos,Luis Canales preguntó la hora. Habían pasadocuatro minutos. Dijo que las vendas estaban malpuestas. Y Bernardo se las quitó, y, cogiendootras, volvió a vendarle las manos. Cuando terminóla operación, él no preguntó la hora porque supusoque habían transcurrido cinco o seis minutos tansólo. Pidió a Dalmiro que le peinara y le pusierafijapelo. Dalmiro dijo que él no tenía fijapelo. YLuis Canales maldijo a Dalmiro. Bernardo le diomasaje en el rostro, y luego le puso ungüento enlos pómulos y frente. Y con mucho cuidado le quitóel ungüento, de manera que la piel quedase algograsienta para que el cuero de los guantes deGrand resbalase sobre la piel del rostro de LuisCanales.Luis Canales pensaba que aún faltaban cinco osiete minutos, cuando el empleado entró y dijo:—Cuando quieran, al ring.Se puso la bata azul de cielo con ribetes blancosy su nombre en letras blancas a la espalda. Fue alespejo y se miró. Su rostro le fascinaba. Tenía lacabeza cuadrada, y el cabello, rubio y rebelde,alzado, en la parte de atrás, en una cresta. Surostro era más ancho que largo, y la nariz corta yancha; tenía boca de labios gruesos y biendibujados, y los ojos, pardos, muy separados eluno del otro. Las cejas, pómulos y párpados milveces rotos, le daban expresión preocupada;parecía que sus ojos estuvieran un poco hinchadosde tanto pensar.Don Paco le daba prisa. Y Bernardo, disfrazado depreparador, estaba a su lado y no sabía qué hacer.Él dijo a Barba:—Anda, vamos.Salieron. Todos los que estaban en el vestíbulo,le aplaudieron. Yel los saludó con la mano, bajó la cabeza y, apaso atlético. recorrió el pasillo hasta la puertaque daba a la sala.Al abrir la puerta vio el palacio de los deportescolmado de público hasta las últimas gradas. La

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gente, en los laterales, formaban dos rampas dehumanidad que se elevaban y retrocedían hasta latechumbre de cristal, en la que brillaban laslargas hileras de luces apiñadas. Abajo, en lapista, la gente estaba de pie, y en medio sealzaba el ring, blanco y rectangular, con elgracioso dibujo de las doce cuerdas rojas. Loshaces de luz que bajaban del techo iluminabancapas densas de humo de tabaco inmóviles en elaire, formando estratos grises. Y un murmullointenso llenaba el ámbito. Vio los rostros de losespectadores más cercanos volverse hacia él, ysonaron palmas. Todos los rostros le miraron y laspalmas se multiplicaron y se propagaron a lo largoy ancho de la sala hasta formar una ovaciónatronadora. Algunos espectadores avanzaron haciaél. Dos guardias le abrieron un camino hasta elring. Subió los cuatro escalones y colándose porentre las cuerdas, entró en el rectángulo de lonay saludó a todos lados. Fue a su rincón, sentóseen su banqueta y esperó. Sonaron unos aplausos, yvio a Gérard Grand —su cabeza solamente— junto alring. Vio a Grand de cuerpo entero entrando en elring, y los aplausos arreciaron. Grand avanzóhacia él, y él se puso en pie, y los dos seestrecharon las manos.Las luces sobre el ring se intensificaron altiempo que se apagaban las de la sala. Se oyó unrumor que no era de palabras y el movimiento delpúblico al sentarse le dio la sensación de que lasgradas laterales se alejaban un poco, y el patiode butacas se hundía cosa de medio metro.Bernardo y Luisito Canales por un lado, y GérardGrand y su preparador por otro, acudieron a laconvocatoria del árbitro. Los guantes fueronsorteados. El árbitro dio sus instrucciones eninglés, Canales y Grand asintieron a cabezadas yel árbitro les mandó a sus rincones.Chocó los guantes, ya calzados, y miró haciaGrand. Estaba de espaldas a él y ya no llevaba labata. Los huesos de la espina dorsal y lascostillas se le marcaban en líneas duras en lapiel. Aquel hombre era solamente piel, hueso ynervios.

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El árbitro dio la señal y sonó la campana.Vio a Gérard Grand acudir hacia él, con la guardiabaja, y la sonrisa en los labios. Él le esperó conla guardia cerrada y la cabeza gacha, y guandoGrand llegó a su jurisdicción, él retrocedió unpaso, balanceó el cuerpo un par de veces y,avanzando rápidamente dos pasos, lanzó un directode derecha que dio plenamente en el rostro deGrand. Grand no pestañeó y tampoco hizo ademán decontestar el golpe. Sus puños estaban a la alturade la cintura, dejándole al descubierto. Canales,bien cubierto con los dos puños, se echó paradelante y lanzó una serie muy rápida de directoscon las dos manos, sin que ni uno solo llegara alrostro de Grand, que se había encorvadoprotegiéndose el rostro con los dos puños. Canalesbajó su guardia, invitando a Grand a que pegase, yhasta sus oídos llegó excitado el rumor delpúblico. Grand se movió, de costado, hacia laizquierda, y Canales avanzó lanzándole doscrochets que dieron en el rostro de Grand, sonandocomo un badajo contra el bronce de su campana;pero, en el mismo instante, Canales sintió tresgolpes, muy duros, en cada una de sus sienes. Seirguió y contestó golpe por golpe, pero ni unosolo de sus puñetazos dio en Grand, porque éstelos esquivó fácilmente. Canales vio el rostro deGrand frente a él, y en el momento en que Canaleslanzaba su izquierda, sintió su frente invadidapor una extraña insensibilidad y fue proyectadohacia atrás, y mientras procedía a impulso delpuñetazo recibido, solamente veía las cuerdas alotro lado, y se sentía incapaz de dominar susmovimientos. Por un instante volvió a ver elcrispado rostro de Grand junto al suyo, y sucabeza fue sacudida a derecha, a izquierda y aderecha otra vez. Sintió la ardienteinsensibilidad en la frente, dejó de ver elrostro, las cuerdas, y todo se hizo una masa grisoscura, negra luego, y sus piernas se doblaron, yse sintió caer, y siguió cayendo, y fue cayendo enun abismo sin fin, sin hallar jamás la lona.Oyó su propia voz. Y otra vez oyó su gemido. Otravoz, lejana y desconocida, dijo: "Vuelve en sí..."

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Y una voz muy cercana y amiga, susurró: "Luis...,Luis..." Una mano se posó sobre sus ojos, y la vozamiga dijo: "Estáte tranquilo... Cierra losojos..., tranquilo". Y él no sabía de quién era lavoz. Agarró la mano que estaba tapándole los ojos,con sus dos manos, y la apartó de sí, y miró atodos lados, pero no vio. Y con las manos buscó elrostro del hombre que había puesto la mano sobresus ojos. Y muchas manos cogieron a Luis Canales yle obligaron a yacer de nuevo. Y Luis Canales, porun instante, se quedó inmóvil. Sus manos tocabansábanas. Hacía calor allí donde él estaba. Y todoslos que se hallaban en la habitación guardabansilencio absoluto y no se movían. Oyó el ruido deun motor de automóvil, frente a la casa. LuisCanales dijo: "Bernardo, ¿dónde está Bernardo?" Eincorporándose, extendió sus brazos al frente. Susmanos tocaron un rostro que no huyó. Y la voz deBarba dijo: "¿Qué, Luisito...?" Canales dejó caersus brazos sobre el lecho. Y oyó a Bernardo otravez: "Cierra los ojos, Luis..." Luis Canales sabíaque estaba en cama, boca arriba. Cerró los ojos,dio media vuelta, para quedar con el rostro contrala almohada de modo que los que allí estaban nopudieran vérselo, y comenzó a llorar.EpílogoHAN PASADO ya casi dos años desde mi combate conGérard Grand, y la luz no ha regresado. Y, segúndicen, no regresará.A mi alrededor todo es definitivo, todo estáterminado como un gran paisaje. Ei paisaje varíasu aspecto según la estación del año, el tiempoque hace, y la hora del día y la noche, pero essiempre el mismo. Aunque en ocasiones mi situaciónme parezca triste y en otras casi risueña, yo ycuanto me rodea formamos un todo invariable.Soy Luisito Canales, No como yo hubiera deseadoser, pero lo soy.Vivo en la ciudad, trabajo y tengo amigos. Jamáspodré decir lo que casi todos los grandes púgilesdicen: "Cuando uno está en la cumbre, todo elmundo es amigo; invitan, felicitan y llevan a unodel brazo a todas partes. Pero luego, cuandocomienza a perder combates, y echa a rodar cuesta

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abajo, ni el propio padre conoce a uno..." No, micaso es distinto: estos amigos me han conocidodespués que la noche viniera y se quedara parasiempre en mis ojos. Sus voces nuevas han pobladomi oscuridad, y por ellas he conocido a un LuisCanales que yo he aceptado tal como me lo han dadolas voces.Casi todos aquellos a quienes yo conociera en misdías de peleador, vienen a verme. Jim Echevarría,Cornelias, García-Paredes, Ramón Kutz, Lázaro ylos demás, cuando pasan por la ciudad, me visitany me cuentan sus cosas. Tienen poco que contar,pero lo cuentan todo. Calder también viene, y meha presentado a un muchacho en el que tienepuestas sus esperanzas. Nos dijo: "Mirad, estechico es un peso medio que hoy empieza, y que va arepartir mucha leña durante los próximos meses..."Y Baltasar Cuenca intervino: "A ver si esverdad... A ver..." Y yo: "Mucho gusto..." Y lavoz de Calder: "Éstos son Baltasar Cuenca yLuisito Canales, chico..." Y una voz joven,insegura y esperanzada: "Mucho gusto..." BernardoBarba también acude, y él es quien menos habla ymás tiempo está conmigo. Llega, me saluda, nossentamos a una mesa y allí nos quedamos ensilencio; a ratos me pregunto si Bernardo está aúnconmigo o si se ha marchado sin despedirse.Bernardo no boxea desde hace año y medio, porquenadie lo contrata, pero él se considera en activo,y me asegura: "La semana próxima reanudaré losentrenamientos, porque Velázquez se interesa pormí... El nuevo campeón es zurdo, ¿sabes?, por esoestoy entrenándome con la guardia cambiada..."A Velázquez no le he tratado más, pese a que haestado en la ciudad en tres o cuatro ocasiones.Velázquez es la persona menos inteligente decuantas traté en mis tiempos. No ha venido a vermeporque tiene miedo a todo lo que sea triste, y estan zote que no ha sido capaz de comprender que misituación no es triste. Velázquez es un pobrehombre. Con su jerez.Trabajo y vivo en el bar de Baltasar Cuenca, elhombre de la gorra de seda negra, enfrente de lavieja sala de boxeo. Calder fue quien, cuando yo

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tenía que acudir casi cada día a la consulta delmédico, le pidió a Baltasar que me dejase dormirallí. Y con el paso del tiempo me he quedado parasiempre. Baltasar solamente me impuso la condiciónde que ante la gente le llamase "señor Baltasar",y él me llama su "secretario" porque yo tomorecados para él, y cuando él no está, hago lasveces de dueño del bar.

Durante estos dos años han sido muchas lassituaciones que, considerándolas yo al principiotemporales, las he aceptado, finalmente, comodefinitivas. Así mi ceguera, mi estancia en casade Baltasar Cuenca y lo de mi mujer. En losprimeros días, cuando yo aún no me habíaacostumbrado a no tener esperanzas, pensaba que noiría a ver a mi mujer en tanto no hubierarecuperado la vista o no supiera, definitivamente,que no iba a recuperarla. Todavía no he ido a suencuentro ni pienso hacerlo. Pero ahora, que ya mimente se ha serenado, tengo buenas razones paraello. Para mi mujer, yo soy "Luis". Y mi historiaes: "Luis quiso ser boxeador, y le dejaron ciego".Antes, Luisa me preguntaba si "ellos" me habíanhecho daño y si "ellos" me habían dado dinero. Yluego, Luisa supo que "ellos" me habían dejadociego. Ella no sabe, ni puede saber, quién esLuisito Canales. Luisa es un problema. A vecespienso que no regreso junto a ella porque me davergüenza regresar tal como estoy; otras, porquesería deshonesto, una traición casi, regresarsiendo yo otro —Luisito Canales—, y otras veces seme ocurre que Luisa está en lo cierto y que yo soyun hombre que quiso ser boxeador y al que dejaronciego. Pero esta última razón la desecho enseguida, porque aceptarla significa el hundimientode todo cuanto pone tierra bajo mis pies, suelosobre el que seguir viviendo. Por esto no quieroir con ella. Más tarde, algún día, sé quevolveremos a vivir juntos, porque yo la echo demenos,Y esto es todo cuanto hay a mi alrededor.Muchas veces, cuando, por la noche, BaltasarCuenca cierra las puertas de su establecimiento, y

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yo me quedo solo, vuelvo a caer en ensueños eimagino que subo a un ring, escoltado por el granVeláz- quez, y peleo, y doy la cara, y aguantocastigo en ella, y al fin cruzo mi izquierda alhígado, y mi adversario rueda por la lona, yvoltea una y otra vez hasta que el árbitro alzasus brazos al cielo y grita su "¡Fuera!". No sonrecuerdos de peleas pasadas; son sueños de futuroscombates. ¿Por qué sueño eso, siendo lo que soy,estando como estoy, sabiendo que es absolutamenteimposible que pueda suceder? No lo sé. Sinembargo, sé que hay pájaros hembras que, sinmacho, ponen huevos —que son malos— y los empollandesesperadamente. Me parece que yo empollo elhuevo estéril de mis sueños porque me esnecesario, porque me lo manda la misma fuerza queme impelía a subir al ring y a pelear. La mismafuerza que me impulsa a seguir viviendo, siendo,existiendo.