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CUADERNO DE FORMACIÓN nº 5 ANTIGUO TESTAMENTO ESCRITOS PROFÉTICOS: PROFETAS MAYORES

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CUADERNO DE FORMACIÓN nº 5

ANTIGUO TESTAMENTO

ESCRITOS PROFÉTICOS:

PROFETAS MAYORES

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ANTIGUO TESTAMENTO: ESCRITOS PROFÉTICOS

INTRODUCCIÓN

1. LA IDENTIDAD PROFÉTICA

Para una gran mayoría en la actualidad, la palabra “profeta”, es

sinónimo de adivino, futurólogo o visionario. Es verdad que los

profetas bíblicos se refieren al futuro, anticipándolo y abriéndolo;

pero también se refieren, mucho más frecuentemente, al presente

y al pasado.

Para definir con un mínimo de objetividad a los profetas es preciso

recurrir a los relatos de vocación, ya que son el mejor medio de

que disponemos para saber cómo se comprendieron a sí mismos

y cómo los vieron sus discípulos y contemporáneos. Estos relatos

coinciden en destacar cuatro rasgos principales que nos permiten

reconstruir el “perfil del profeta”.

Llamados y enviados por Dios

No se es profeta por propia iniciativa, por determinadas

cualidades o condiciones heredadas. Se es profeta por decisión y

elección de Dios. Todos los relatos de vocación coinciden en

señalar la iniciativa divina que culmina en la llamada divina a

cada uno de los profetas. Estos a su vez, perciben dicha llamada

o vocación, en el marco de un encuentro especial con Dios que

cambia radicalmente sus vidas, dándoles una nueva orientación.

Por eso, a la llamada sigue normalmente la misión que constituye

al llamado en un enviado, es decir, alguien que no actúa ya por

cuenta propia, sino por cuenta y en nombre de Dios. Es lo que

expresan frases como: así dice el Señor, oráculo del Señor,

palabra del Señor. Todo ello apunta a una misma dirección: el

profeta es el “hombre de Dios”. Por eso, ha de hablar y actuar

desde la fe y la experiencia de Dios.

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Misión pública

La llamada y el envío convierten al profeta en un personaje

público, que no puede guardar para sí la experiencia de Dios,

pues la misión lo sitúa pública y abiertamente ante unos

destinatarios a menudo refractarios e incluso hostiles a su

misión. Esta misión pública exige al profeta enfrentarse

abiertamente a personas e instituciones poderosas, debiendo

superar los propios miedos y las amenazas de quienes pretenden

amordazarlo.

Ministerio de la palabra

El profeta es también, y sobre todo, el “hombre de la palabra”.

Podríamos decir que la palabra es la herramienta más

característica del oficio profético. Es muy significativo que los tres

grandes profetas: Isaías, Jeremías y Ezequiel reciban como

“investidura” de su misión un gesto que los habilita para el

ministerio de la palabra (Is 6,6-7; Jr 1,9; Ez 3,1-3). De esta

manera el profeta ya no hablaré por su cuenta, ni dirá sus propias

palabras, sino que se convertirá en un atento “oyente de la

palabra” (Is 50,4-5) y en un fiel transmisor del designio divino: Yo

pongo mis palabras en tu boca (Jr 1,9). A través del profeta y su

ministerio, la palabra de Dios interviene en la historia y se

encarna en ella para juzgarla, reconvertirla y salvarla.

Un mensaje en dos direcciones

El encargo recibido por Jeremías para arrancar y destruir…para

edificar y plantar (Jr 1,10) resume las dos vertientes de la palabra

profética. La expresión “arrancar y destruir” refleja la dimensión

crítica del profeta, conocida también como “denuncia profética”

ejercida sobre el pasado y presente del pueblo (o las naciones

extranjeras) y sus más cualificados representantes. El profeta se

convierte así en instancia crítica frente al orden (o desorden)

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establecido, proyectando su denuncia a todas las áreas de la vida

(religiosa, social, económica, política, etc.).

Pero su mensaje va más allá de la denuncia y el castigo. Su

objetivo último es “edificar y plantar”, es decir, promover el

cambio y la conversión, alimentar la esperanza, anunciar la

salvación prometida, construir el futuro. Esta dimensión

esperanzadora y salvífica se refleja especialmente en las llamadas

“utopías proféticas”.

2. EDAD DE ORO DEL PROFETISMO BÍBLICO

El fenómeno profético hace acto de presencia en Israel de la mano

de Samuel, coincidiendo con el nacimiento de la monarquía

(finales del siglo XI a.C.). Se podría decir que la monarquía y el

profetismo nacen juntos y mueren juntos. Son dos instituciones

estrechamente relacionadas entre sí. De hecho, la edad de oro del

profetismo coincide con los tres últimos siglos de la monarquía

(VIII-VI a.C.), que a su vez corresponden a los llamados profetas

clásicos o escritores.

Podemos decir que el movimiento profético en el sentido estricto

de la palabra termina con el destierro.

3. GÉNEROS PROFÉTICOS

Hacia el 750 a.C., se abre una nueva etapa y comienza la edad de

oro en la historia del profetismo bíblico. Hasta ese momento, se

habían conservado numerosas tradiciones sobre la vida y la

actividad de los profetas. Esas tradiciones, muchas de las cuales

fueron luego incorporadas a los libros de Samuel y de los Reyes,

atestiguan la extraordinaria vitalidad del movimiento profético en

Israel, pero solo ocasionalmente y como de paso hacen referencia

al mensaje de estos enviados del Señor. A partir del siglo VIII a.C.,

en cambio, el interés se centra más bien en la “palabra” misma

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de los profetas, y así comienzan a formarse las “colecciones” que

conservan su predicación fijada por escrito.

La forma más frecuente de transmisión del mensaje profético es

el “oráculo” o declaración solemne hecha en nombre de Dios. Pero

también se encuentran otros géneros literarios como la parábola,

la alegoría, la exhortación, e incluso el monólogo. Por lo general,

los profetas recurren al lenguaje poético. Su poesía es vibrante,

construida rítmicamente, está cargada de expresiones simbólicas,

a fin de impresionar la imaginación de los oyentes y hacer que las

palabras queden bien grabadas en la memoria. El profeta tiene la

firme convicción de que ha recibido un mensaje de Dios y que

debe comunicarlo necesariamente (Jr 20,9; Am 3,8). Esto implica

que el profeta no dispone a su antojo del mensaje divino. Depende

totalmente de Dios, que no solo habla cuando quiere, sino que a

veces parece guardar silencio y mantiene a su enviado en una

actitud de espera (Jr 42,4-7)

Pero los profetas no solo hablan con “palabras”. Cuando el

lenguaje resulta insuficiente y poco eficaz, suelen valerse de

acciones simbólicas, muchas veces desconcertantes, pero llenas

de significado. Lo que pretenden con estos gestos es provocar

extrañeza y llamar la atención, con el fin de sacudir la inercia de

sus contemporáneos y llevarlos a la conversión.

Los profetas eran hombres de acción. Si bien algunas veces

recibieron de Dios la orden de poner por escrito una visión

determinada o una serie de oráculos, sin embargo, ninguno de

ellos pensó en escribir un libro. Fueron sus discípulos los que

recogieron el mensaje profético, lo fijaron por escrito y formaron

las colecciones incorporadas posteriormente al canon de los libros

sagrados. Esta formación progresiva de los libros proféticos

explica el “desorden” y la falta de continuidad que se advierte con

frecuencia en la recopilación de los diversos oráculos.

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4. EL MENSAJE DE LOS PROFETAS

El mensaje de los profetas viene determinado por los rasgos que

configuran su personalidad, especialmente por su condición de

hombres de Dios, por la dimensión pública de su ministerio y por

las dos direcciones predominantes de su palabra: denuncia y

utopía. Como “hombres de Dios”, han profundizado en el

conocimiento de la divinidad, han interiorizado y personalizado la

vida cultual y han contribuido al avance cualitativo de la

religiosidad de Israel. Su ministerio público los ha puesto

además, en contacto con la historia de su pueblo y con los

problemas de su tiempo, sobre todo en las esferas social, política,

económica y jurídica, a través de vigorosas denuncias y lúcidas

reflexiones. Como mensajeros de salvación, han abierto la

historia hacia el futuro, contribuyendo decisivamente a la

doctrina escatológica (sobre el fin de los tiempos).

Desde el punto de vista religioso, el profetismo se sitúa en el

corazón del AT. Los profetas son los centinelas de la alianza, los

paladines del yahvismo frente a los dioses extranjeros, a las

creencias y a las prácticas politeístas cananeas. Son los creyentes

y teólogos que han profundizado en el conocimiento del Dios

único y han expresado con mayor claridad y perfección verdades

tan importantes como el monoteísmo, la creación, la elección, la

alianza, el mesianismo, el culto auténtico, etc.

Pero esta profunda experiencia religiosa nunca alejó a los profetas

de los problemas de su tiempo, ni los aisló al margen de la historia

de Israel. Buena parte de la predicación profética va encaminada

a denunciar las situaciones de injusticia, desigualdad y opresión,

y a defender los derechos de los pobres y oprimidos frente a los

abusos de las clases dominantes.

La mayoría de los profetas desempeñaron, además, un papel

relevante en el ámbito político de su tiempo. Se hicieron presentes

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en momentos críticos de la vida del pueblo y su actuación fue

decisiva para el destino de la nación. En general, el profetismo

significaba el elemento carismático que recordaba a los reyes y

dirigentes que toda la vida del pueblo elegido y todas sus

instituciones, incluida la monarquía, debían estar atentos a los

designios y a la voluntad de Dios, manifestada a través de la voz

de los profetas.

Finalmente, los profetas fueron auténticos forjadores de

esperanzas, que abrieron la historia y los horizontes de su pueblo

hacia un futuro de salvación y plenitud. Los profetas esperan una

nueva alianza, una nueva Jerusalén y un nuevo David que

instaure sobre la tierra el reino de Dios (mesianismo). Estas, junto

con las promesas de un nuevo pueblo e incluso de una nueva

creación, son las esperanzas que constituyen los grandes ejes de

la utopía profética.

PROFETAS MAYORES

ISAÍAS

Introducción

El libro de Isaías es probablemente el más conocido y

representativo de toda la literatura profética. Su dominio del

lenguaje, su belleza poética y la riqueza de sus imágenes lo

convierten en un clásico de la literatura universal. A nivel

teológico, sus oráculos mesiánicos, los poemas de la consolación

y el nuevo éxodo, los cantos del Siervo, los himnos a Sión, etc.,

hacen de él uno de los libros más densos del AT y el más citado o

aludido en el NT. Sin embargo, más que una sola obra, el libro de

Isaías es una compleja colección en la que se dan cita, al menos,

tres profetas, conocidos convencionalmente como Primer,

Segundo y Tercer Isaías.

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Los fundamentos en los que se basa la teoría de los tres Isaías,

son:

En primer lugar, tenemos los personajes y circunstancias

históricas que se mencionan a lo largo del libro. En algunos

lugares se sugiere la presencia en Siria-Palestina del poderoso

ejército asirio; en otros se habla con toda claridad de la llamada

guerra sirio-efraimita, que enfrentó de manera fratricida a Israel

con Judá. Ahora bien, ambos acontecimientos tuvieron lugar en

la segunda mitad del siglo VIII a.C. Por tanto, algunas de las

tradiciones que reflejan parte del libro de Isaías deberán

remontarse a esta época. Sin embargo, en otros lugares de este

libro profético se mencionan personajes y acontecimientos más

tardíos: algunos poemas, en concreto, presuponen la destrucción

de Jerusalén o la presencia en Babilonia de desterrados israelitas;

o bien hablan de la intervención del persa Ciro en Oriente. La

conclusión es obvia: las tradiciones que subyacen a estos últimos

acontecimientos no pueden ser anteriores a mediados del siglo VI

a.C. Es decir, entre unas partes y otras del libro de Isaías hay una

distancia en el tiempo de al menos dos siglos. Pero hay más.

Ciertos poemas reflejan una circunstancia histórica más tardía

aún: el comienzo de los trabajos de reconstrucción de Jerusalén,

que sólo pudo tener lugar cuando al menos parte de los israelitas

desterrados en Babilonia habían regresado a la patria con ocasión

de la subida al poder de los reyes persas en el área de

Mesopotamia. Y tales acontecimientos sucedieron entre finales

del siglo VI y comienzos del V a.C. En consecuencia, las

tradiciones recogidas en el libro de Isaías abarcan un segmento

de la historia de Israel de al menos doscientos cincuenta años.

En segundo lugar, no puede decirse que la temática del libro sea

unitaria y homogénea. A pesar de los evidentes puntos de

contacto teológico entre muchas partes, salta a la vista la

presencia de distintos focos de interés. Así, mientras algunas

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partes del libro hacen hincapié en la culpa del pueblo y en la

decisión de Dios de exterminarlo, otras reflejan a un profeta

empeñado en consolar y en anunciar una inminente

restauración. Hay partes que desarrollan una audaz teología de

la creación, algo desconocido en el resto del libro. Hay más

ejemplos de este tipo.

En tercer lugar, en la crítica literaria se descubre con relativa

facilidad diferencias de estilo y vocabulario a lo largo del libro.

Junto a poemas solemnes, de exquisita sensibilidad, que

desarrollan imágenes audaces y poderosas, se encuentran otros

que, sin dejar de ser llamativos, carecen del poder sugerente y

conmovedor de los anteriores.

Por todo esto, hace ya mucho tiempo que los críticos hablan,

como señalamos anteriormente, de la existencia de al menos tres

partes en el libro. Por criterios de comodidad, se ha denominado

a cada una de estas partes Primer Isaías (capítulos 1-39),

Segundo Isaías (capítulos 40-55), Tercer Isaías (capítulos 56-66).

Ahora bien, esto no quiere decir que los poemas y oráculos de

cada una de las partes correspondan exclusivamente a cada uno

de los respectivos “Isaías”. Hay oráculos que, por su temática

histórica, no pueden ser fechados en el siglo VIII a.C. Serían

textos posteriores insertados por el recopilador o recopiladores de

la obra.

En todo caso, la recopilación definitiva de los poemas y oráculos

que llevan el nombre de gran profeta del siglo VIII a.C. tuvo

probablemente lugar en el periodo postexílico, en un periodo

imposible de determinar, en la segunda mitad del siglo V a.C. o

quizás más tarde.

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Isaías el profeta

De la persona de Isaías solo sabemos lo que él mismo dice en su

libro y lo que nos deja leer entre líneas: un hombre

exquisitamente culto, de buena posición social, quien siguiendo

quizás una tradición familiar ocupó un puesto importante en la

corte real de Jerusalén. Hijo de un tal Amós, sintió la vocación

profética en el año 742 a.C. toda su actividad profética se

desarrolla en Jerusalén, durante los reinados de Ozías (Azarías),

Jotán (739-734 a.C.), Ajaz (734-727 a.C.) y Ezequías (727-698

a.C.).

Marco histórico

En el terreno de la política internacional, el libro de Isaías nos

transmite los ecos de un periodo de angustia que discurre bajo la

sombra amenazadora del expansionismo del imperio asirio. El

año 745 a.C. sube al trono Tiglat Piléser III, consumado y creativo

militar. Con un ejército incontrastable va sometiendo naciones

con la táctica del vasallaje forzado, los impuestos crecientes, la

represión despiadada. Sus sucesores, Salmanasar V (727-722

a.C.) y Senaquerib (704-681 a.C.), siguen la misma política de

conquistas. Cae pueblo tras pueblo, entre ellos Israel, el reino del

Norte, cuya capital, Samaria, es conquistada (722 a.C.), a lo que

seguiría poco después, una gran deportación de israelitas y la

instalación de colonos extranjeros en el territorio ocupado.

Mientras tanto, el reino de Judá, que ha mantenido un equilibrio

inestable ante la amenaza asiria, se suma en coalición con otras

naciones y contra el consejo de Isaías, a un intento de rebelión, y

provoca la intervención armada del emperador que pone cerco a

Jerusalén. La capital se libra de modo inesperado: el invasor

levanta el cerco, pero impone un fuerte tributo (2 Re 18,14).

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Teología de Isaías

En los textos que se le pueden asignar con más seguridad a Isaías

de Jerusalén (siglo VIII a.C.), notamos una clase dirigente judía

que goza de riquezas y prestigio social; que se apropia de las

tierras y es observante de las prácticas religiosas del templo, como

sacrificios y fiestas.

Aunque aparentemente Isaías pertenece al sacerdocio del templo,

percibe estos hechos como grandes injusticias sociales. Son

injusticias y pecado a los ojos de Dios, aunque estos “grandes”

creen que no deben rendirle cuentas a nadie. El profeta tiene

acceso a las más altas esferas sociales, al menos a algunos de los

reyes; puede interpelarlo en nombre de Yahvé, ofrecerle cualquier

señal del cielo, en la tierra o debajo de la tierra. Pero no puede

llevarlo a confiar más allá de la lógica político militar (Is 7).

Isaías es el más grande de los profetas mesiánicos. Su fe está

profundamente arraigada en la tradición davídica. La dinastía de

David ha sido establecida para siempre en Jerusalén, que no solo

es el centro de Judá y de Israel, sino el punto hacia el que

convergerán todas las naciones de la tierra (Is 2,1-6). El mesías

anunciado por Isaías es un descendiente de David, que hará

reinar la justicia y la paz sobre la tierra (Is 7,10-17; 9,1-6; 11,1-

9).

El desarrollo posterior de los hechos históricos mostró que esas

esperanzas fueron desmentidas. Judá y Jerusalén, con su altivez,

sus falsas seguridades y su injusticia social, política y religiosa

habían hecho un “contrato con la muerte” (Is 28). Nabucodonosor

y su ejército arrasaron con la elegida de Yahvé. Lo impensable

había sucedido. ¿Dónde estaba Dios? Sin duda los interrogantes

estaban sobre la mesa.

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Ante esta situación, la visión de la santidad y el poder universal

de Dios que Isaías ha tenido en su llamada profética, dominará

toda su predicación. Verá la injusticia contra el pobre y el

oprimido como una ofensa al “Santo de Israel”, su nombre favorito

para designar a Dios. Desde esa santidad tratará de avivar la fe

vacilante del pueblo.

A la soberanía de Dios se opone el orgullo de las naciones

poderosas, orgullo que será castigado, pues el destino de todas

las naciones está en sus manos. Es justamente este orgullo,

antítesis de la fe, de labrarse su propio destino a través de

alianzas con potencias vecinas, el pecado de Judá que más

denunciará el profeta. Pero a pesar de las infidelidades del pueblo

y sus dirigentes, Isaías abrirá un horizonte mesiánico de

esperanza: Dios se reservará un “resto” fiel de elegidos, hará que

perdure la dinastía de David y convertirá a Jerusalén en el centro

donde se cumplirán sus promesas.

JEREMÍAS

Introducción

El libro de Jeremías es mucho más que una amplia colección de

oráculos. Es ante todo una biografía profética que nos remonta a

las mismas esencias del profetismo, nos pone en contacto vivo

con la persona de un profeta a corazón abierto, y nos

transparenta su grandeza y su tragedia. Jeremías recorre su libro

con todos sus miedos, dudas y debilidades a cuestas; pero

también con la firme confianza de que solo Dios puede sostener y

dar sentido a una existencia como la suya, aparentemente

marcada por la incomprensión y el fracaso. Jeremías nos acerca,

como ningún otro profeta, a la verdadera dimensión de la

vocación profética, a sus abismos de soledad y abandono, a sus

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riesgos y desafíos, y a esa fidelidad última a una palabra

encendida en sus entrañas que pugnará por salir, venciendo

todas las decepciones y resistencias.

Época

Sobre la época del ministerio de Jeremías estamos bastante bien

informados, gracias a los libros de Reyes y Crónicas, algunos

documentos extrabíblicos y el mismo libro de Jeremías. Es una

época de cambios importantes en la esfera internacional,

dramática y trágica para los judíos. Durante la segunda mitad del

siglo VII a.C. Asiria declina rápidamente, se desmorona y cede

ante el ataque combinado de medos y persas. Josías, rey de Judá

(640-609 a.C.), aprovecha la coyuntura para afianzar su reforma,

extender sus dominios hacia el norte y atraer a miembros del

destrozado reino del norte.

También se aprovecha Egipto para extender sus dominios sobre

Siria y contrarrestar el poder creciente de Babilonia. Los dos

imperios se enfrentan, el faraón es derrotado y cede la hegemonía

a Babilonia. Josías, envuelto en rivalidades, muere en 609 a.C.

En Judá comienza el juego de sumisión y rebelión que acabará

trágicamente. La rebelión de uno de los reyes, Joaquín (609-598

a.C.) contra el pago del tributo, provoca la primera deportación

de gente notable a Babilonia y el nombramiento de un rey sumiso,

Sedecías. La rebelión de éste provoca el asedio, la matanza y la

gran deportación (586 a.C.). Judá deja de existir como nación

soberana.

El profeta Jeremías

Pocas personalidades del AT nos resultan tan conocidas y

próximas como el profeta Jeremías. Era miembro de una familia

sacerdotal de Anatot, un pequeño pueblo de la tribu de Benjamín,

situado a unos pocos kilómetros al norte de Jerusalén. Nació a

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mediados del siglo VII a.C., poco más de un siglo después de

Isaías, y todavía era muy joven cuando Yahvé lo llamó a ejercer el

ministerio profético. A Jeremías lo conocemos a través de los

relatos, de las confesiones en las que se desahoga con Dios, por

sus irrupciones líricas en la retórica de la predicación.

Comparado con el “clásico” Isaías, lo llamaríamos “romántico”.

Como sus escritos (Jr 36,23), Jeremías es el “profeta quemado”.

Su itinerario profético, que comienza con su vocación en 627 a.C.,

es trágico y conmovedor. Tras una primera etapa de ilusión y gozo

en su ministerio, sucede la resistencia pasiva del pueblo, y activa

y creciente de sus rivales, entre los que se encuentran

autoridades, profetas y familiares. Su predicación es antipática y

sus consignas impopulares. En su actuación, va de fracaso en

fracaso; su vocación llega a hacerse intolerable, necesitando la

consolación de Dios.

Se siente desgarrado entre la nostalgia de los oráculos de promesa

y la presencia de los de amenaza que Dios le impone; entre la

solidaridad a su pueblo, que le empuja a la intercesión, y la

Palabra de Dios que le ordena apartarse y no interceder, entre la

obediencia a la misión divina y la empatía con su pueblo. Con la

mirada lúcida del profeta, contempla el fracaso sistemático de

toda su vida y actividad, hasta hacerle exclamar en un arrebato

de desesperación: “¡maldito el día en que nací!... ¿por qué salí del

vientre para pasar trabajos y penas y acabar mis días derrotado?

(Jr 20,14.18).

Jeremías es como un anti-Moisés. Se le prohíbe interceder. Tiene

que abandonar la tierra y marchar forzado a Egipto, donde seis

años después muere asesinado a manos de sus compatriotas. De

su muerte trágica se salva un libro, y en ese libro pervive la

personalidad de Jeremías con vigor excepcional. Su vida y pasión

parecen en muchos aspectos una anticipación de las de Cristo.

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El libro de Jeremías

Tal como ha llegado hasta nosotros, el libro de Jeremías es uno

de los más desordenados del AT. Este desorden atestigua que el

libro atravesó por un largo proceso de formación antes de llegar a

su composición definitiva. En el origen de la colección actual

están los oráculos dictados por el mismo Jeremías (Jr 36,32):

“Entonces Jeremías tomó otro rollo y se lo dio a Baruc, su

secretario, quien escribió todo lo que Jeremías le dictó, es decir,

todo lo que estaba escrito en el rollo que el rey Joaquim había

quemado. Jeremías añadió además muchas otras cosas

parecidas.”

A este núcleo original se añadieron más tarde otros materiales,

muchos de ellos reelaborados por sus discípulos, y una especie

de “biografía” del profeta, atribuida generalmente a su

colaborador Baruc. Finalmente, al comienzo del exilio, un

redactor anónimo reunió todos esos elementos en un solo

volumen.

Jeremías es un poeta que desarrolla con gran originalidad la

tradición de sus predecesores. Sobresale su capacidad de crear

imágenes y de trascender visiones simples y caseras. El estilo de

la poesía se distingue por la riqueza imaginativa y la intensidad

emotiva. La prosa narrativa, siguiendo la tradición israelita de

brevedad, inmediatez e intensidad, es de lo mejor que leemos en

el AT, haciendo de la obra una de las más asequibles para los

lectores de hoy.

Se suelen repartir los materiales del libro en tres grandes grupos:

1. Oráculos en verso, subdivididos en: oráculos para el pueblo y

el rey, confesiones del profeta y oráculos contra naciones

paganas.

2. Textos narrativos con palabras del profeta incorporadas.

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3. Discursos en prosa elaborados en estilo deuteronomista.

Mensaje religioso

Jeremías es un profeta que vive en su propia carne el drama de

la fidelidad absoluta a Dios y la absoluta solidaridad con el pueblo

rebelde y desertor a quien, fiel a su vocación profética, tiene que

anunciar la catástrofe a la que le llevan sus pecados.

Su fidelidad y continuo contacto con Dios, sellados por el

sufrimiento, llevará a la conciencia del pueblo la necesidad de un

nuevo tipo de relación con Yahvé más íntima y personal, más

enraizada en el corazón de las personas que en una alianza

jurídica y externa. Esta relación de obediencia es el culto que Dios

desea y que deberá manifestarse en juzgar según derecho y en la

defensa de la causa del huérfano y el pobre, es decir, de los más

vulnerables de la sociedad.

EZEQUIEL

Introducción

Místico y razonador, utópico y realista, poeta y jurista, sacerdote

y profeta, son algunas de las características de la personalidad

compleja y paradójica de Ezequiel. Por lo enigmático de sus

escritos y el gran simbolismo de los mismos, se le considera el

profeta más misterioso del AT, pero al mismo tiempo uno de los

más influyentes.

El profeta Ezequiel

Hijo de un tal Buzi, no sabemos cuándo nació ni murió, aunque

se da como fecha probable de nacimiento hacia el año 623 a.C.

Probablemente en su infancia y juventud conoció algo de la

reforma de Josías, de su muerte trágica, de la caída de Nínive y

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del ascenso del nuevo imperio babilónico. De familia sacerdotal,

recibiría su formación en el templo, donde debió oficiar como

sacerdote hasta el momento del destierro. Así, siendo un joven

sacerdote, el rey Nabucodonosor lo llevó cautivo a Babilonia con

parte de la población del reino de Judá, en el año 598 a.C.

Al principio los desterrados conservaban la esperanza de volver

pronto a su tierra, y vivían anhelando el día de regreso a

Jerusalén. Pero en el año 593 a.C., Ezequiel recibió en Babilonia

la vocación profética para anunciar un duro mensaje a sus

hermanos: no volverán a ver a su amada Jerusalén, porque ésta

será pronto destruida.

La personalidad de Ezequiel es una de las más extrañas de la

Biblia. Tiene frecuentes visiones, es proclive a la depresión y el

abatimiento, pierde la voz en varias oportunidades, padece una

hemiplejia en la parte derecha del cuerpo por más de un año y en

la izquierda por más de un mes, aplaude y patalea ante la gente,

juega en el suelo con un ladrillo que tiene dibujada una ciudad,

se afeita la cabeza y la varaba y prende fuego a sus cabellos.

Todo esto ha hecho que muchos autores consideren a Ezequiel

un desequilibrado, y le atribuyan diversas patologías. Unos ven

en él los síntomas de una esquizofrenia, de algún tipo de psicosis

o de un trastorno depresivo. Otros consideran ciertos capítulos

de su obra como el diario de un enfermo.

El problema de estas interpretaciones es que toman al pie de la

letra todos los detalles narrados en el libro, cuando, en realidad,

muchos de ellos solo pretenden transmitir un mensaje simbólico.

Por otra parte, varios de esos detalles parecen haber sido

añadidos por una mano posterior, y en tal caso no servirían para

conocer la personalidad del profeta.

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De todos modos, lo cierto es que Ezequiel poseía un

temperamento extraño y paradójico. Era un hombre de una gran

sensibilidad y le tocó vivir uno de los periodos más trágicos de

toda la historia de Israel. En circunstancias tan críticas no sería

extraño que hubiera padecido algún trastorno.

Su actividad se divide en dos etapas con un corte violento. La

primera dura unos siete años, hasta la caída de Jerusalén; en

ella, su tarea es destruir sistemáticamente toda esperanza falsa.

Con denuncias y anuncios hace comprender que es en vano

confiar en Egipto y en Sedecías, que la primera deportación es

sólo el primer acto, preparatorio de la catástrofe definitiva. La

caída de Jerusalén sella la validez de su profecía.

Viene un entreacto de silencio forzado, casi más trágico que la

palabra precedente. Unos siete meses de intermedio fúnebre sin

ritos ni palabras, sin consuelo ni compasión.

El profeta comienza la segunda etapa pronunciando sus oráculos

contra las naciones: a la vez que socava toda esperanza humana

en otros poderes, afirma el juicio de Dios en la historia. Después

comienza a rehacer una nueva esperanza, fundada solamente en

la gracia y la fidelidad de Dios. Sus oráculos precedentes reciben

una nueva luz, los completa, les añade nuevos finales y otros

oráculos de pura esperanza.

Autor del libro

Lo que hoy conocemos como libro de Ezequiel no es enteramente

obra del profeta, sino también de su escuela. Por una parte se le

incorporan bastantes adiciones; especulaciones teológicas,

fragmentos legislativos al final, aclaraciones exigidas por

acontecimientos posteriores; por otra, con todo ese material se

realiza una tarea de composición unitaria de un libro.

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Su estructura es clara en grandes líneas y responde a las etapas

de su actividad: hasta la caída de Jerusalén (caps. 1-24); oráculos

contra las naciones (25-32); después de la caída de Jerusalén (33-

48). Esta construcción ofrece el esquema ideal de amenaza-

promesa, tragedia-restauración. El libro se puede leer como una

unidad amplia, dentro de la cual se cobijan piezas no bien

armonizadas.

Mensaje religioso

La lectura del libro nos hace descubrir el dinamismo de una

palabra que interpreta la historia para re-crearla, el dinamismo

de una acción divina que, por propia iniciativa de Dios, sin

esperar que el pueblo se vuelva hacia Él, establecerá una nueva

alianza con él, ya que Dios no quiere devastarlo. Esta nueva

alianza no consistirá en cumplir normas y leyes, sino en escuchar

a su Espíritu, que Dios mismo pondrá en el corazón de cada

persona. Se trata de un concepto revolucionario de alianza,

llevada a cabo más tarde por Jesús.

Este mensaje es el que hace a Ezequiel el profeta de la ruina y de

la reconstrucción, cuya absoluta novedad él solo acierta a

entrever en el llamado “Apocalipsis de Ezequiel” (caps. 39 y

siguientes), donde contempla en nuevo reino de Dios y al pueblo

renovado reconociendo con gozo al Señor en Jerusalén, la ciudad

del nuevo templo.

El punto central de la predicación de Ezequiel es la

responsabilidad personal (18) que lleva a cada persona a

responder de sus propias acciones ante Dios. Y estas obras que

salvarán o condenarán a la persona están basadas en la justicia

hacia el pobre y el oprimido. En una sociedad donde la

explotación del débil era rampante, Ezequiel se alza como

defensor del hambriento y del desnudo, del oprimido por la

injusticia y por los intereses de los usureros. Truena contra los

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atropellos y los maltratos y llama constantemente a la conversión.

Sin derecho y sin justicia no puede haber conversión.

UN CASO PARTICULAR: DANIEL

DANIEL: el profeta que no fue

Introducción

Con el libro de Daniel nos adentramos en un paraje nuevo,

original y único en todo el AT. Aunque tradicionalmente ha

formado parte en la Biblia cristiana de la colección profética, no

es un libro profético en sentido estricto. Tampoco se deja

clasificar entre los demás géneros conocidos (ley, historia, poesía,

sabiduría). Con Daniel irrumpe en el AT la apocalíptica, un género

especialmente desarrollado en los últimos siglos del AT y primeros

del cristianismo. La apocalíptica es heredera de la profecía; surge

cuando la profecía se ha extinguido y pretende llevar adelante su

misión. En momentos de crisis, la apocalíptica trae un mensaje

de esperanza: la tribulación es pasajera, Dios actuará, pronto y

de modo definitivo. En varias ocasiones la apocalíptica se

presenta como la visión actualizada de la profecía.

Es también el único libro apocalíptico que fue incluido en el canon

hebreo y el único que nos ha llegado escrito en las tres lenguas

bíblicas: hebreo, arameo y griego. Este dato sugiere un complejo

proceso de composición que ha provocado distintas hipótesis. En

su redacción final, el libro aparece como un conjunto en el que es

posible identificar tres partes bien diferenciadas entre sí:

1. La historia de Daniel (Dn 1-6): son relatos en tercera persona,

que sitúan a Daniel y sus compañeros judíos en la corte

babilónica, enfrentados a los sabios y adivinos y sometidos, a

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causa de su fe, a diversas pruebas, de las que salen vencedores y

revalorizados en prestigio.

2. Las visiones de Daniel (Dn 7-12): relatos en primera persona en

los que Daniel cuenta sus visiones y ofrece las interpretaciones

(obtenidas con la ayuda de seres celestiales) que afectan al

desenlace de la historia y a los acontecimientos de los “últimos

tiempos” (escatología).

3. Relatos griegos (Dn 13-14): se trata de tres nuevos relatos en

tercera persona, protagonizados por Daniel, de contenido similar

a los de Dn 1-6. Son la historia de Susana, Daniel y los sacerdotes

de Bel y Daniel y el dragón.

Por tener en su seno tantos estilos distintos: oráculos,

narraciones e historias ejemplares, y apocalíptica, y aparecer

tardíamente, la Biblia hebrea lo colocó entre los Escritos, entre

Ester y Esdras.

Pocos libros del AT han ejercido una influencia tan decisiva y

duradera, en la imaginación y el vocabulario religioso de nuestra

cultura, como el libro de Daniel. La idea de un juicio final, de un

premio al inocente y de un castigo para el culpable, la imagen de

Dios como juez, la existencia de los ángeles y de la providencia de

Dios en el peligro, son nociones que han transcendido el ámbito

de lo meramente religioso en nuestras sociedades.

Autor

El personaje Daniel “Dios es mi juez” en hebreo, es introducido

unas veces en tercera persona y otras en primera, como si fuera

el autor del libro. Daniel vive en cautividad en Babilonia bajo el

reinado de los últimos reyes del imperio babilónico y los primeros

del imperio medo-persa. Parece ser que en la antigüedad hubo un

personaje famoso por su bondad y sabiduría, llamado Daniel (Ez

14,14). Fuera de la Biblia aparece como “Dnil” o “Dan-El” en el

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poema ugarítico de Aqhat. ¿Existió un personaje semejante, del

mismo nombre, en tiempo del destierro? No lo sabemos. El caso

es que Daniel se hizo legendario y popular, por eso lo

seleccionaron como protagonista para esta obra. La pseudonimia

es normal en el género apocalíptico: hay apocalipsis de Henoc, de

Moisés, de Isaías, de Baruc, etc.

Época

El libro está compuesto durante la persecución de Antíoco IV

(175-163 a.C.), después del 167 a.C. y algo antes de su muerte,

durante la rebelión macabea. Por la persecución religiosa y las

rivalidades internas, los judíos atraviesan una grave crisis. El

autor quiere infundirles ánimo y esperanza: lo hace con un

personaje ficticio y aureolado, en un género nuevo, el

apocalíptico. Las adiciones griegas, por su carácter ficticio o

fantástico, no permiten una datación probable.

Mensaje religioso

En primer lugar, hay que tener en cuenta que se trata de un

mensaje para tiempos de persecución y de crisis. Son momentos

en que está en juego la misma identidad religiosa y cultural judía.

En tal coyuntura se hace necesario volver a las esencias, aferrarse

a los fundamentos y proponer modelos. Se trata por tanto, de un

mensaje de defensa de los valores religiosos fundamentales del

judaísmo, como son la primacía de la ley, el monoteísmo yahvista

opuesto a cualquier forma de idolatría, el recurso a la oración en

los momentos comprometidos, la exaltación de la prueba y el

martirio. Se trata sobre todo de un mensaje de consuelo y aliento:

no hay que tener miedo a las dificultades, pruebas y

persecuciones, pues Dios sigue cuidando y protegiendo a sus

fieles y a su pueblo.

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En segundo lugar, Daniel ofrece una sólida y bien elaborada

interpretación teológica de la historia, en clave apocalíptica. El

punto de partida de esta interpretación es la concepción de Dios

como Señor de la historia. Ésta es producto de su misterioso

designio y, por tanto, él la dirige en su desarrollo y la conduce

hacia su desenlace último. Es verdad que las apariencias parecen

desmentir esta convicción: los imperios que se han sucedido,

desde el exilio hasta la dominación seléucida, muestran una

degradación progresiva que es fruto del pecado y que hace

suponer el triunfo del mal y el fracaso del designio divino. Pero se

trata sólo de un paréntesis, un tiempo de espera, previo a la

intervención decisiva de Dios que vencerá a las potencias del mal

representadas en los imperios crueles e inhumanos, las someterá

a juicio e instaurará su reino eterno. El “hoy” del autor y de sus

destinatarios, es el momento del enfrentamiento decisivo, en que

se acrecientan las pruebas y persecuciones. Pero es necesario

resistir, porque el triunfo está revelado y garantizado: Dios

entregará el poder al pueblo de sus santos, representado en la

imagen del “Hijo de hombre”. Este título se convertirá, dos siglos

más tarde, en mediación privilegiada para expresar la fe de las

primeras comunidades cristianas en Cristo Jesús, el Hijo de

hombre que vendrá sobre las nubes del cielo (Dn 7,13; Mc 14,62).

Finalmente, y como sucedía en los relatos ejemplares, esta

“revelación” apocalíptica contiene un mensaje de consuelo y

esperanza. A pesar de sus tonos sombríos y amenazadores, y de

sus imágenes catastrofistas, lo que se pretende es provocar una

actitud de confianza en la providencia de Dios y en el

cumplimiento de las antiguas promesas, y transmitir una visión

esperanzada del futuro. En este contexto hay que situar la

afirmación neta y explícita (por primera vez en el AT) de la

resurrección de los muertos. Es verdad que el texto aclara muy

poco respecto a las circunstancias de dicha resurrección, pero el

hecho supone un claro progreso respecto a textos anteriores y

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prepara, junto a 2 Mac 7, la plenitud de la revelación

neotestamentaria.