APROXIMACION A LAS CRISIS Tan antigua como la Historia...

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APROXIMACION A LAS CRISIS Tan antigua como la Historia debe ser la imagen de la crisis y colapso de los pueblos y los grupos históricos. la tendencia a homologar la vida colectiva de las sociedades o civilizaciones con la fragilidad de la vida humana. Y justamente en aquellas colectividades que no habían lle- gado al estadio lógico del pensamiento racional, donde la Magia no abría el paso a la Ciencia y prevalecía un sentimiento de inseguridad ante el tiempo y el cosmos, la relación entre el Hombre y la Historia se expresa de angustiada manera mítica. La idea moderna del progre- so, de que los tiempos futuros pueden devenir mejores yel hombre ha de perfeccionar e incrementar las expe- riencias del pasado, no existe en las cosmo- La co§nua espera de una catastro!!;: de que toda la belleza y orden del mundo pueden que- brantarse súbitamente y por el solo capricho de los dio- ses, es vivencia desgarrada en las concepciones religio- sas de mayas y aztecas. Lo que se llamaría la Historius para ellos-como lo atestiguan todas las leyendas del Popol Vu y los más trágicos mitos aztecas-un Al plano religioso se transporta la imagen de Una existencia colectiva insegura, amenazada por gue- rras, éxodos e invasiones de pueblos, querella y sustitu- ción de dioses, terremotos y cataclismos, piedras que se 11

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APROXIMACION A LAS CRISIS

Tan antigua como la Historia debe ser la imagen de la crisis y colapso de los pueblos y los grupos históricos. la tendencia a homologar la vida colectiva de las sociedades o civilizaciones con la fragilidad de la vida humana. Y justamente en aquellas colectividades que no habían lle­gado al estadio lógico del pensamiento racional, donde la Magia no abría el paso a la Ciencia y prevalecía un sentimiento de inseguridad ante el tiempo y el cosmos, la relación entre el Hombre y la Historia se expresa de angustiada manera mítica. La idea moderna del progre­so, de que los tiempos futuros pueden devenir mejores

yel hombre ha de perfeccionar e incrementar las expe­riencias del pasado, no existe en las ~rimitivas cosmo­g9-nías_amerL~anas. La co§nua espera de una catastro!!;: de que toda la belleza y orden del mundo pueden que­brantarse súbitamente y por el solo capricho de los dio­ses, es vivencia desgarrada en las concepciones religio­sas de mayas y aztecas. Lo que se llamaría la Historius para ellos-como lo atestiguan todas las leyendas del Popol Vu y los más trágicos mitos aztecas-un in~ des~r.. Al plano religioso se transporta la imagen de Una existencia colectiva insegura, amenazada por gue­rras, éxodos e invasiones de pueblos, querella y sustitu­ción de dioses, terremotos y cataclismos, piedras que se

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• superponen sobre los antiguos templos y tumbas, y a veces no dejan siquiera el nombre de los primeros pobla­dores. Sobre esas culturas pesa contra la ilusión hedo­nista de nuestra vida moderna, un continuo «Memento mori». Y las religiones de sangre y los horrendos sacri­ficios humanos son como el pacto y el tributo diario que los hombres aterrados pagan a sus dioses monstruosos j para que les dejen gozar del sol y de la vida, para que no se apaguen de pronto los verdores del mundo y el gru-po social siga subsistiendo. Esos dioses son ávidos y se les implora con espanto. Racionalistamente pudie-ran interpretarse dichas religiones de sangre en el alba de la Historia, diciendo que si la meta final es la deS-] trucción de todo, acaso se calme la cólera y la prisa de la divinidad adelantándoles en el ~:!ficio humano, unas cuotas de destrucción. Y al mancebo que-l?cfda año en la fiesta de Huitzilopochitl se iba a ofrendar al dios, los me­xicanos lo agasajaban previamente, lo trataban con tanta veneración como a sus príncipes, ya que iba a prestar enorme servicio a la colectividad. Era como un plenipo­tenciario o adelantado del frágil mundo de los hombres al país de los dioses creadores y destructores, donde la sangre es, a la vez, rúbrica de la muerte y la vida. El hlstoriador de la civilización que ve el proceso en pers­pectiva de siglos ú que trata de definir en su análisis o síntesis el perfil de determinado pueblo-griego, francés, germano, chino, etc.-no atiende demasiado al continuo proceso de mutaciones, de amalgamas o crisis que for-jan en escala milenaria, el carácter o la estructura de los grupos históricos. Piensa, por ejemplo-y esta fué una de las más acendradas ilusiones del «romanticismo» cuando puso de moda la teoría del genio de los pueblos-que si se junta en fusión de siglos un galo romano con un celta o con uno de los «francos» del rey Clodoveo, habrá sur-gido un francés con todas las características somáticas y espirituales que le atribuyamos. La historia biológica o puramente organicista puede llegar a pensar que para semejantes fusiones regiría la misma contingencia y de-

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terminismo que la de dos partes de oxígeno y dos de hi­drógeno para crear el agua. Piensa asimismo que toda Historia acaso realice una especie de esquema prestable­cido que hubo de conducir por resultado necesario, de los francos de Clodoveo a los franceses de la tercera Re­pública. Pero un historiador de la categoría de Eduard Meyer observa qUe muchas otréHt..5.QlucmD.es.iueronpp.si­bIes, X_q!!.~.e!"Lill_!f~~~o~ia~por más lógica que. pr::endan imponerle los historiadores para lograr su exphcaclOn me­tódica-predomina también lJ}l.É!G!.Qx:.. .. d~".9Z..'!.I'J __ <¿'!~i de milagro. ContraeI<leterÍninismo naturalista se precisa aquí la emergencia de las grandes personalidades y una historia interna y espiritual más compleja que el de los productos naturales. Hace notar Meyer contra los cono­cidos mitos biológicos de «sangre» y «raza» con que pre­tendió explicarse el llamado «genio de los pueblos», que quien hubiera contemplado el mundo europeo hace mil años, en la época de la descomposición de la monarquía carolingia, no hubiera tenIdo el menor atisbo de la fu-

tllralol'mación de las naciones de Europa. En aquella época-escribe-«apenas existía un solo de los pueblos de la Europa actual, no sólo en cuanto a su conformación exterior sino a su esencia interna.» Advierte que en el proceso era posible y pensable otra solución, y los ele­mentos y grupos particulares aglutinarse de di~erente manera. «Alemania del N orte-explica-pudo muy bien fundirse con Escandinavia o trocárse en nación indepen­diente como aconteció con un fragmento extraído del blo­que germánico, los Países Bajos; provenzales y catalanes pudieron ser también naciones autónomas entre los fran­ceses y los españoles, etc.» (1).

Pero como suma representación y proyecclOn de lo humano, teñida del amor y temor de toda vida, es lógico que el hombre sienta ante la Historia la m~~1!..c!lutela ~~E>l>rª_<I!!Lªnte el cambio y la muerte. La idea de

(1) E. MUER: Histoire de l'antiquité, Introducción, págs. 84, 85. Pans, 1912.

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apogeo, crisis, violenta mutación, senilidad y destrucción, son profundas vivencias con que el hombre colora el acontecer. Cuando los hechos que maneja o en los que se mueve no le iluminan el porvenir posible, quiere pe­netrarlo-como los Profetas de Israel-con el ímpetu de la profecía. Así las revelaciones del Prof~ta Daniel anun­ciando que después de su tiempo vendrá un quinto reino de la tierra que tendrá la fuerza y duración del hierro y donde el hierro domará y quebrantará todo; y el com­plemento que muchos siglos después hace San Jerónimo a la misma profecía anunciando que ya el hierro se mez­cló con la arcilla y comienza con la muerte de Roma-que él define-una nueva edad del mundo. Si siempre fué.;. semos sanos y la vida se desenvolviese como sosegado proceso inalterable e invisible que nos condujera como arroyo manso al mar de la muerte, casi no nos sentiría­mos vivir o la existencia no formulara al hombre su con­tinua perplejidad y congoja que se proyecta en ese es­pejo múlt_il?_~~ de sucesivos cambios y generaciones q:U"e' tlariíanúm mstoila.Acféñias, 'comó 'ló' há notado Ortega y ~'Gasset en sus lecciones sobre Galileo, es característico de algunas épocas, no sólo que «algo cambia en nuestro mundo», contraste frecuente en el paso de una a otra generación sino de modo más radical «que cambia el mun­do». Según la clarísima definición de Ortega-a fuerza de ser obvia-«hay crisis histórica cuando el cambio de mun­do que se produce consiste en que al mundo o sistema de convicciones de la generación anterior sucede un es­tado vital en que el hombre se queda sin aquellas con­vicciones y por tanto sin mundo». Y agrega el filósofo español: «el hombre vuelve a no saber qué hacer porque vuelve a no saber qué pensar sobre el mundo. El cambio del mundo ha consistido en que el mundo en que se vi­vía' se ha venido abajo, y por lo pronto, en nada más. Es un cambio que comienza por ser negativo, crítico. No se sabe qué pensar de nuevo-sólo se sabe o se cree

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saber que las ideas y normas tradicionales son falsas, inad­misibles» (1).

Todo proceso histórico-aunque no aceptemos la teo­ría spengleriana de los ciclos-ofrece asi estos contras­tes de afirmación o negación vital, o de acuerdo con la metáfora biológica, de plenitud o decadencia. Es muy diversa en la cultura antigua el asombro y extrañeza lo­cuaz con que Herodoto miraba el mundo, a la desilusión de San Jerónimo al anunciar la desolada vejez a que ha­bían llegado los tiempos, o en nuestra época moderna el optimismo iluminista con que Edward Gibbon cerraba ("n 1776-en víspera de grandes cambios mundiales que no pudo prever-su monumental «Historia de la decaden­cia del Imperio Romano», al trágico tono apocalíptico con que Oswald Spengler escribia las últimas páginas de su libro ciento cuarenta y cuatro años más tarde. Como hueno y moderado hijo de la ilustración al comparar el mundo moderno con el antiguo Gibbon concluía su obra acendrando una profunda fe en la perfectibilidad del hombre, se apuntaba a la teoría del.m:Qgreso, y al hacer el inventario de los b~'sUépoca en relación con los de los romanos, todo el saldo y previsión favora­ble eran para los nuevos tiempos. Y al visible progreso del mundo en leyes e instituciones políticas, avance de las ciencias, expansión universal del comercio y refina­miento de las costumbres, atribuía su confianza en el as­censo de la humanidad. «A menos que una revolución trastorne el mundo, ninguno de los pueblos que lo habi­tan volverá a caer en su barbarie origina!», decía Gibbon. y aunque a renglón seguido recordaba que «una nube es­pesa de ignorancia eclipsó en la antigüedad los días hri­llantes de Augusto y de Trajano y los bárbaros destruye­ron las leyes y palacios de Roma», no hacía para la épo­ca venidera una profecía semejante «porque cada siglo

(1) ORTEGA y GASSET: En torno a Galileo, Obras Completas, tomo V, págs. 69, 70.

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aumentó léis riquezas reales, la felicidad, la inteligencia y quizás las virtudes de la raza humana» O).

Desde esta posición optimista Gibbon encarnaba bien el espíritu de la historiografía del siglo XVIII edificada sobre dos mitos: el mito del progreso y el de la razón "perf~(!ti!?le. Ld validez que sé-atribúía a amb3.s~teorras se expresaba <!n varios juicios de Voltaire «Los hom­bres han adquirido de uno a otro límite de Europa mu­chas más lUCeS ,!ue en todas las edades precedentes», de­cía el pensadúr de Ferney y agregaba: «la única arma contra el monstruo es la Razón; la única manera de im­pedir que los hombres sean absurdos y malvados es ilu­minarlos, y para hacer al fanatismo execrable no es ne­cesario sino describirlo». Voltaire parecía ver el porve­nir del mundo como un desenvolvimiento progresivo de las minorías ilustradas que habrían de continuar con ma­yor éxito la lucha ::;ecular contra la superstición y el des­potismo, y afirmaba que «en medio dé lbs saqueos y des­trucciones se adVIerte un amor al orden que anima en secreto al género humano y que lo ha defendido de su rui­na total. Es uno de los resorte~ de la Naturaleza que read­quiere siempre su fuerza» (2). Según la utopía volteria­na habría en los tIempos venideros muchos más filósofos Voltaire templandú el furor de los príncipes o la codicia de los pueblos.

Como lo advierte muy bien Benedetto Croce (3), el triunfo y catástrofe de la historiografía iluminista fué la Revolución Francesa, y contra la ilusión de progreso y razón universal de los historiadores del siglo XVIII, emer­gerían en la época posterior formas históricas mucho más dramáticas e imprevIstas. Esta «Historia de las costum­bres» no seguiría siempre en el futuro aquel plan cre-

(1) V. E. GmBON: Histoire de la décadence et de la chute de l'Empire Romain, trad. francesa. París, 1840, t. 1, págs. 937-938.

(2) VOLTAIRE: Essai sur les moeurs. (3) B. CROCE: Teoria e storia della Storiografta, cap. VI,

págs. 244 y ss.

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cientemente tolerante, pulido y bonancible, que ya supo­nía tan seguro el autor del «Diccionario Filosófico».

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La labor histórica del romanticismo que más allá de su doble corriente de historiografía «nostálgica» y «res­tauradora» de que habla Croce, insiste en lo particular. histórico y quebranta, por ello, algunos de los mitos u~li­versales del siglo XVIII traerá una visión. ~ás patétI:a del pasado humano. Diríase que el RomantICIsmo empI~ za a acentuar aquella concepción desarrollada despuea por Spengler de la contemporaneidad de to?a Historia. Es decir, que el hombre busca de preferenCia en e~ pa-, sado épocas, formas y actitudes vitales que consIdera afines. Mira en el pasado otro espejo lejano de sus pro­blemas y dolencias y contra el progreso en línea recta soñado por los racionalistas, advierte estos meanrlros, regresos, restauraciones Y torbellinos en la corriente del acontecer. La inmensa celeridad y ritmo dinámico que adquiere la vida europea en el período que va de 1789 a 1848 cuando los contemporáneos ven, junto con el fin del Antiguo Régimen, el auge de la burgu~sía, la.s guerr.as y el cesarismo napoleónico, la nueva socIedad mdustnal y la primera gran emergencia de la~ ma.s~s, ahondan la conciencia de una más turbulenta b.~rlcldad y se bus­can en forma más concreta las leiés posibles del proce­so histórico. Se ha entrado, contra el ideal de paz kantia­na o volteriana, en unos nuevos «tiempos revueltos». Con su múltiple afán y variedad la época parece un bullente microcosmos de todas las formas históricas posibles. A veces parece que en menos de seis década~, el ~iglo ha vivido un proceso comparable al que experImento Roma en su marcha de la República al Imperio. La patética vivencia de lo contemporáneo hace que algunos histo­riadores como Ranke tengan una visión que puede lla­marse napoleónica de las sociedades. Cuando Ranke defi-

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ne, por ejemplo, la Historia como «un conflicto de v~ luntades humanas en que las naturalezas fuertes imponen su decisión» acaso esté pensando en Bonaparte. Si con­tinuando la ilusión progresista del siglo anterior algunos divinizan los progresos técnicos de entonces como el fe­rrocarril y verán en la «sociedad industrial»-a la ma­nera como la describe Spencer-la meta y apogeo de los tiempos, otros se atemorizan por la creciente mecaniza­ción de la vida, su aplebeya miento y pobreza espiritual. O amenazan como Marx con un tercer reino vengador en que los humillados serán loa amos.

Tampoco la época de museos abarrotados, de vasta e incansable exploración del mundo, de datos etnográficos y etnológicos sobre civilizaciones lejanas-no enclavadas en el «ecumene» clásico--se contenta con las fórmulas tradicionales de la antigua Historiografía. Grecia, por ejemplo, aparecerá ante la crítica histórica mucho menos blanca y serena que como la había cantado Lessing. Y en toda Historia-según el ejemplo de Burckhardt-ya no se ve aquella firme meta hacia el progreso y la razón perfectible. sino cambios, cesuras y cortes profundos. Si los historiadores iluministas parecían haber partido de un esquema ideológico preestablecido--como el intelec­tualizarlo y falso de Voltaire sobre las religiones-los de la segunda mitad del siglo XIX, presionados por los pr~ fundos cambios que han visto, no desdeñan los factores irracionales. ¿En nombre de la purísima Razón y de la fraternidad humana no cometieron innumerables críme­nes las turbas jacobinas del París de 1793 y sus verdugos oficiales? Esos acelerados años que van de la Revolución de 1789 a la de 1848. de la declaración de los derechos del hombre a la primera apocalipsis marxista han visto muy grandes mutaciones para que no se les plantee con viva instancia el problema histórico de los cambios y las crisis. Que es posible con la ingente masa de noticias que maneia la época. crear una «sociolo~a de los hechos del espfritw) es un problema que hace cavilar profundamente a algunos de los más brillantes historiadores del siglo XIX.

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Es, por ejemplo, cuando un profesor suizo que no qui:r~ mirar en la Historia solamente ideas y procesos POhtI­cos sino también cosas concretas y atribuye tanto valor histórico a un busto romano como a un discurso de Ci­cerón, define la vida histórica como un proceso de rela­ción entre tres fuerzas colectivas que se llaman «Estado». «Religión», «Cultura». Y con un sentido estético de la His­toria, será la manera equilibrada o violenta como se pro­duzca la interacción de esas tres fuerzas lo que nos defi­na la normalidad o anormalidad en la vida de un grupo histórico. Es Jacob Burckhardt, también, quien se sume de cabeza en el análisis del proceso espiritual de una crisis en su juvenil libro sobre la época de Constantino el Grande. Más que un gran pensador es Burckhardt un penetrante analista espiritual de las civilizaciones, una pupila que sabe descifrar el signo de los tie~pos hasta ~n el escorzo de una estatua, en las ceremomas de un rito iniciático o en el melancólico epitafio de un sarcófago romano del siglo IV.

La idea de crisis de todas las civilizaciones y aun de la contemporaneidad de toda historia es uno de los h.ilOs conductores de su pensamiento. Espíritu de extraordma­ria sensibilidad para lo plástico, el sentido de la Histo­ria se configura en todas las formas del quehacer huma­no y singularmente de las obras de arte. Quebranta para mirar el arte de la antigüedad los cánones de belleza es­tablecidos por los estetas e hIstoriadores neo-clásic~s ! estudia las vivencias particulares de cada época hIsto­rica. Como además es un "espíritu aristocrático y uno de los mayores humanistas de Europa, asocia la. i~ea de crisis a la destrucción o colapso de las clases dlrlgentes y cultas, y al predomino grosero de lo colectivo. Entre el tormentoso invierno de la antigüedad que pinta en su libro juvenil y los tiempos que pueden ~e~~r, t.raza una serie de coordenadas. Si la maravillosa cIvlhzaclón paga­na pudo morir, la nuestra tampoco ha adquirido una pri­ma de inmortalidad. y su concepción de las crisis se pue­de ordenar en la siguiente tabla de valores:

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1. Una civilización decae por el envejecimiento so­cial. (Este concepto de Burckhardt hoy muy discutible y rechazado, por ejemplo por Toynbee, procede, segura­mente, de la aplicación del lamarckismo biológico a la Historia.) El mundo romano desde el siglo nI degenera «por la mengua gradual de aquellas fuentes de vida que en un tiempo prestaron a la nación su noble cuño espi:­ritual y corporab. En esta época a consecuencia de las guerras, las pestes y el violento mestizaje bárbaro, se­gún Burckardt «se produce una degradación de la raza por lo menos en las clases altas». Observa que en la ma­yoría de las esculturas de ese tiempo domina en parte una fealdad natural, algo enfermiza, escrofulosa, abota­gado o decadente (1).

2. La regresión intelectual coincide con el debilita­miento físico. Advierte que en aquella época contra la explicación clara del cosmos y del orden social en que Se había afanado la Filosofía y la Literatura antigua, el mundo comienza a invadirse de un vago y humoso senti­miento místico. Se produce un retorno a los hábitos del pensamiento primitivo; se cree más en la magia que en la ciencia. Desconfiado o desengañado del mundo te­rrenal, el hombre invoca a los genios inmateriales. Has­ta el sentido plástico y concreto de las divinidades paga­nas empieza a desaparecer en medio de los sombríos cultos y misterios. Así en los numerosos epitafios de la época se diviniza la Muerte como que ella sólo pueae ofrecer la calma y la beatitud, negadas al hombre en la tierra. El pesado despotismo en que muere la antigüe­dad, hace ya de la vida una carga y se sueña en las som­bras liberadoras del más allá.

3. Este retroceso intelectual produce naturalmente un colapso de lo que puede llamarse el espíritu de coor­dinación y coherencia. El arte de la época constantinia-

(1) :TACOD BURCXHARDT: La época de Constantino el Grandp., tradUCCIón espaftola Del Paganismo al Cristianismo, México, 1945 págs. 241 y ss.

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na no se preocupa como el clásico por las leyes de pro­porción y armonía de las partes, sino se expresa en efec­tos bizarros y desordenados de colorido, en superabun­dancia de materiales y detalles; ahoga en profusión or­namental y lujo inútil la idea representativa. El brutal colosalismo de los edificios y estatuas constantinianas quie­re sustituir la euritmia perdida. En los retratos de la época la máscara patética y desproporcionada, reempla­za a los rostros.

4. El espíritu creador de la!> minorías dirigentes des­aparece en la masificación de la cultura, ya que el Es­tado tiene que satisfacer de preferencia los reclamos más mediatos y elementales de la multitud. Pero un descon­solado invierno de las culturas-<!omo el de los días cons­tantinianos-está precedido naturalmente por una lúrga f:lintomatología de las crisis. Lo que suscita su prevención y recelo y lo qUe puede augurar un cambil' impr~visi­ble en la Historia contemporánea, es precisamente la si· tuación histórica que comenzó para el mundo desde la Re­volución francesa. Hojeando los capítulos a veces muy digresivos y desordenados de sus «Reflexiones sobre la Historia Universal» podemos esquematizar la parte de fu­turo que ya atisbaba desde su época. Como cantor de Grecia e hijo de la libre y diminuta Suiza, un espíritu como el de Burckhardt temía a los grandes Estados mun­diales como destructores de la varia y espontánea acti­vidad de las naciones pequeñas. Fué la inmenBa estatifi· cación y petrificación romana lo que ahogó o revolvió en horrible mescolanza la autónoma vida creadora de las culturas locales. Las formas y el espíritu' se yuxtaponían sin integrarse, en el sincretismo. La ley y la libre vo­luntad se reemplazan por la fuerza. En el rito oriental de salvación, en la penumbra de la ceremonia iniciática, en esa nueva «comunión de las almas» busca el hombre agobiado de aquellos días la esperanza que le niega la tierra.

Veamos, sin que esto fije un paralelismo con la crisis que hubo de conducir al colapso de la antigüedad clási-

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ca, lo que según Burckhardt había pasado en su mundo contemporáneo desde los días napoleónicos:

1. La aventura de hegemonía militar que empezó en Europa con las guerras napoleónicas ha disminuído en torno de los intereses y presiones de las grandes poten­cias, el valor de las pequeñas naciones. (En las páginas de las «Reflexiones sobre la Historia Universab, Bur­ckhardt intuye que el próximo futuro irá perfilando la pretensión hacia los «Estados mundiales)) como preten­den serlo en nuestra época la Rusia Soviética y los Es­tados Unidos. Y dentro de su peculiar concepción his­tórica el «Estado mundiab significa--como en la anti­güedad clásica-la petrificación de la Cultura, la cercanía del invierno. El aparato de poderío, guer!"u y tributación de un «Estado mundiab esclaviza al hombre y destru­ye la diversidad creadora. Contra la previsión del filan­tropismo del siglo XVIII, las guerras se irán haciendo cada día más destructoras y feroces.

2. El siglo XIX produjo en la mayoría de los países de Europa un cisma y relación anormal entre el poder político y lo que los románticos llamaron «el espíritu de los pueblos». Los llamados Gobiernos degitimistas» que reaccionaron contra Napoleón en nombre de un caduco derecho dinástico, querían amenguar las fecundas con­quistas jurídicas que trajo la revolución francesa (igual­dad ante la ley, igualdad de impuestos, igualdad heredi­taria, movilización de la propiedad territorial, etc.). Y el rechazo de los pueblos a perder lo que habían ganado, hizo que el opuesto polo obligatorio de la restauración legitimista fué el acrecentamiento del espíritu revolucio­nario. El espíritu de revolución--como en ninguna otra época de la Historia-se hace constante (l endémico. Lo característico de esta nueva actitud revolucionaria que ya es fuerza tremenda de la Historia en e1 siglo XIX, es todo un sistema singular de ideas y hechos que Toynbee ha definido en nuestros días como un «cisma en las al­mas». Deade abaj<>-Begún Burckhardt-no se reconoce ya ningún derecho especial al Estado. Todo es discuti-

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ble; más aún, en el fondo la reflexión exige que el Estado cambie constantemente de forma con arreglo a sus capri­chos». Cada partido o secta quiere configurar el Estado a su manera con la exclusión de los contrarios. Por otra parte se exige o carga a la cuenta del Estado la satisfac­ción cada vez creciente de nuevas necesidades. La pro­testa acumulada contra el pasado o presente de una si­tuación histórica engendra dos cosas: actitud de insur­gencia que lleva al anhelo de destruir al adversario como única salvación posible o imagen fantástica del futuro como la que ofrecía a los proletarios de 1848 la apocalip­sis marxista. Pero fenómenos espirituales concomitan­tes son aquellos que ya advirtió Tucídides al describir «el terrorismo del demos y de los sicofantes contra todo el que significaba algo». Cada grupo en lucha pretende el monopolio de la verdad, y hasta cambia el valor y sig­nificado de las palabras cuando se cruzan como instru­mentos de guerra civil entre unos y otros. En las quere­llas de nuestro tiempo--como lo ha demostrado Man­heim-se suele erguir sobre la realidad histórica un mi­to o ficción verbal en torno del cual se aglutinan las sec­tas y se cohesionan los odios.

y adelantándose a profetizar los «totalitarismos» que vería el siglo XX, Burckhardt advierte al referirse a Ru­sia que «es el Estado que ha convertido a su Iglesia más marcadamente en institución suya en el interior, y que al mismo tiempo, más la necesita como instrumento polí­tico en el exterior. El pueblo ruso es indolente y tole­rante; el Estado ruso, en cambio, es proselitista y tiende (frente al Catolicismo polaco y al Protestantismo báltico) a la persecución (1).»

3. El lucro y el dinero como predominante valor so­cial es otro de los síntomas críticos que perfila la época según el autor de las «Reflexiones». Después de la gue­rra franco-prusiana de 1870 se espanta del «nuevo auge

(1) BURCKHARDT: Reflexiones sobre la Historia Universal, ver­sión de W. Roces, México, 1943, págs. 148 Y ss.

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extraordinario del espíritu de lucro, que se remonta, muy, por encima del simple deseo de llenar las lagunas y repa­rar las pérdidas, la explotación y movilización de una cantidad infinita de valores y el movimiento de especu­lación que lleva aparejado. Las consecuencias espiritua­les que en parte se han producido ya y en todas partes habrán de producirse, son las siguientes: las llamadas «mejores cabezas» se dedican a los negocios o son reser­vadas por sus padres para estas actividadeslt. «La pro­ducción espiritual del arte y la ciencia tiene que esfor­zarse extraordinariamente para no degenerar en una sim­ple rama de los negocios de las grandes ciudades, para no .vers.e arrastrada por la propaganda y el prestigio, por la mqUIetud general» (1). y piensa con espanto el Pisto­Tiador suizo que a causa de la presión económica de la gran prensa y el tráfico cosmopolita (todavía no existía en aquellos años el cine, la radio, la televisión), aun la Cul­tura corre el peligro de convertirse en un simple ebussi­nes» como ya Se observa en Norteamérica.

Síntomas desde el siglo XX

. Sería muy erudito pero quizás ocioso-y poco gana­ríamos en la explicación sintética del problema-seguir en detalle el análisis de las crisis y particularmente de la que comporta nuestro siglo, a través de pensadores e his­toriadores de estos días como Spengler, Max Weber, Or­tega y Gasset, Karl Manheim, Toynbee Sorokin, Berdaieff, Wilhem Ropke, Lewis Mumford, etc. Y el examen es­pecial de todas las formas históricas-Estado, Religión, Cultura, Economía, Técnica-en nuestra centuria turbu­lp.nta ofrecería meditación y trabajo para toda una vida.

Acaso resulte más inmediato y pertinente distinguir qué «aire comúnlt circula por todos estos estudios y cómo la instancia de nuestro 13iglo, la masa de hechos terribles

(t) !bid., págs. 235-236.

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con que ha tropezado el hombre contemporáneo contra las utopías optimistas sobre el progreso y la ciencia, han ampliado o modificado los esquemas de las crisis. Si las intuiciones de un Burckhardt en la segunda mitad del siglo XIX parecen las de un historiador esteta a quien lastima el demasiado ruido, vulgaridad y desarmonía aportados por la sociedad industrial, la cosmovisión apo­calíptica de Spengler en 1919 o la noble y estoica lec­ción de Manheim en los días del horror nazi, se impreg­nan de la más problemática contemporaneidad. Y es que contra los días pacíficos y prósperos que Europa vivió desde la guerra franco-prusiana hasta el crimen de Sara­jevo en 1914, los últimos cuarenta años han sido de uná­nime convulsión y prueba y remecimiento catastrófico de todo lo que parecía seguro y establecido. El Capitalismo liberal que había nutrido a Europa con más abundancia y distribución de bienes que en ninguna otra época de la Historia, empezó a fallar en sus repetidas crisis eco­nómicas y en sus marejadas de desempleo, pero tampoco los ensayos de control socializante resultaron en todas partes y no compensaban al hombre de su menoscabo de iniciativas y de libertad. El «paraíso de la sociedad sin -clasesJl anunciado por el profeta Karl Marx se prolonga­ba en una sedicente edictadura del proletariado», estati­ficó la libre función de la Cultura y parecfa organizarse como una «Eclesia» cerrada y exclusivista pronunciando a cada instante sus destructores edictos de «herejía». Si era muy noble redimir al proletariado, llegó a olvidarse en la divinización e idealización de e~a clase, que tam­bién las otras estaban compuestas de hombres. El huma­no universalismo con que había soñado el pensamiento del siglo XVlII-y paradójicamente en la época del avión y de las aceleradas comunicaciones mundiales-degene­raba bajo los regímenes totalitarios en un nacionalismo mítico e irracional fundamentado en el odio más qUe en la creación. Se enseñaba oficialmente a odiar, así como el Cristianismo y el filantropismo dieciochesco pensaron que se podía enseñar a amar. En protesta confusa con-

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tra una situación que podría ser transitoria, conductores y masas gozaban en la destrucción o negación del lega­do cultural precedente, y porque la razón no es la tota­lidad del hombre se proscribía la razón y se invocaron -como al final de la antigüedad-los humosos númenes de la magia y del inconsciente. En política contra la re­presentación colectiva de la sociedad y la soberanía po­pular, consigna viviente de las revoluciones del siglo XIX volvió a surgir la imagen del caudillo carismático co~ algo de brujo o hechicero o nocturno a la manera de Hít­ler, de gran demagogo y bufón de plaza pública a la ma­nera de Mussolini, o de padrecito desvelado de todas las Rusias, mezcla bizantina de Zar o Pantacrator infali­ble, como Stalin. y la necesidad de mover a las masas como rebaño dócil y no deliberante produjo el falso ideal de simplificación, de servir la idea o el mito hecho sin el esfuerzo de analizarlos. Hasta en biología o en filoÍogía había que creer lo que creía Stalin, así como Hitler se proclamaba el sumo esteta del pueblo alemán. . Qu~ estas dolencias no son sólo de los países totalita­

rIOS smo afectan también a los liberales y capitalistas -:-porque en la Historia ninguna nación o grupo de na­CIOnes puede aspirar a merecer el premio de la suma bondad o perfecci6n--es lo que están esclareciendo los ~ás pr~bos pensadores de nuestros días. Y quizás hay dIferenCIa en el grado de coacción pero no de espíritu. entre el proceso de simplificación rusa que niega, lla'llan­?o «cu~tura burguesa» todo. lo que no coincide con la IdeologIa o la necesidad del instante, y la simplificación norteamericana-al estilo de los diarios de Hearst--que po~ contraste llamará «comunista» a todo lo que no bene­fiCIe a sus prósperos intereses. Epoca en que la totalidad y co~p!ejidad del hombre se somete a rótulos y «sloganslt, a adJetIVOS que nadie examina y que frecuentemente es­tán desprovistos de contenido y auténtica significación. Como lo repetía Keyserling el hombre de nuestros días el lector de «Pravda» o del «Reader's Digest» acaso está informado pero no comprende. Por eso se observa que

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la más aguda crítica histórica de nuestros días, superado ya el determinismo positivista (la insuficiencia del posi­tivismo para explicar la Historia ha sido probada por una serie de filósofos e historiadores contemporáneos desde Croce hasta Toynbee), se afinca de nuevo en una filo­sofía de los valores. Justamente contra el mundo de la naturaleza en que la exageración y deformación positi­vista quiso enclavar la Historia, el hombre crea el sis­tema moral y estético de los valores. «A los hombres no los mueven sólo, y ni siquiera de modo primordial, sus intereses de clase, sino, a la par, sentimientos y juicios valorativos de carácter general y elemental que los unen por encima de las diferencias de clases e intereses, y sin los cuales no es posible la sociedad y el Estado, bastando apelar a ellos para encontrar eco», dice un sociólogo ac­tual de la importancia de Ropke (1). y quizás sólo estu­{fiando la instancia y metamorfosis de los valores, lle­gamos a la vida interna y a la conciencia de la Historia.

La época está en crisis porque a presencia nuestra he­mos visto destruirse e invalidarse todo un sistema de va­lores, sin que surja todavía en la Religión, la Moral y la Ciencia, una nueva y coherente ordenación cósmica. La ex­plotación del falso mito político en los países totalita­rios, la canonización, por ejemplo, en Rusia de un m¡'rxis­mo gazmoño que ha concluído por negar su propia esen­cia dialéctica y que asume la fuerza de una Religión ya petrificada e inalterable, expresa e3e vacío de creencia. tan peculiar de los tiempos y casi la necesidad de estatuir un credo como si éste fuera un arancel de aduanas o Uf'"l or­denanza de higiene pública. Claro que la presión de la ideología impuesta sobre las masas y las minorías, ~an­ca el proceso crítico y creador de la Cultura, y por eso Rusia que produjo en el siglo XIX algunos de los mayo­res novelistas de Europa ha visto en nuestros d:as. con­trastando con su desarrollo de poder, un estancamiento

(1) W. ROPKE: «La crisis social de nuestro tiempo», revista de Occidente, Madrid, págs. 7 Y 8.

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filosófico y artístico. Los escritores de sus dos primeras décadas revolucionarias que iban a revelar al Occidente con un residuo de humanismo, el drama de la revolución -como Fedin y Pilniak-fueron castigados y excomulga­dos por el nuevo Santo Sínodo. Y es que la vida com aleja del espíritu no puede someterse a ningún «plan quirque­nab>, y desde el viejo ejemplo de Bizancio ninguna oficina del Estado es capaz de producir el Arte, la Literatur¡ y la Filosofía, que el hombre elabora como Descartes en su caverna meditadora, inclinado en la libre soledad de su alma.

Quizás en nuestra época-como lo piensa Ortega y Gas­set en sus inconclusas lecciones sobre Galileo, que iban a estudiar toda la extensa genealogía de una larga crisis del alma moderna-está culminando el gran proceso crí­tico y disociador que comenzó con el mecanismo post-ré­nacentista. Se disolvió desde entonces la concepción je­rárquica del ser y el sentido integrador de la persona; perdimos el concepto de un orden cósmico, y como diria Max Sheler, se privó de toda intención o instancia supe­:rior a la vida. Lo que se había quitado a la Fe cristiana y medieval, el siglo XVIII y el pre-romanticismo lo vol­caron en una nueva mística panteista sobre el orden de la naturaleza, y cuando pudo demostrarse la falsedad de la utopía rusoniana, se trasladó al doble mito del pr(}o greso y la ciencia la nueva esperanza del hombre. Srto las masas ingenuas pueden creer hoy en el Progreso en lí­nea recta, en esa forma de Historia que con las adquisi­ciones del pasado capitalizará sus intereses compuestos y hará forzosamente más felices a los hombres del si­glo XXI en comparación con los del siglo XX. El nor­teamericano «standard» de vida ha reemplazado al senti­do de la vida. Y la vulgarización del progreso parece en­señarnos que poseyendo automóvil, nevera o cocina eléc­trica, debemos desinteresarnos por 10 que acontecf en la interioridad de nuestro ser. Pero el problema de la cHis­toria es mucho más complejo que el de «aquel género de perfeccionamiento que puede medirse con estadísticas» en

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que todavía se complace el determinismo matcrial~ta (1). y cada Cultura-fué la insistencia de Spengler-tlene la limitación de su propia alma histórica. Tampoco la Cien­cia, supremo numen del positivismo decimonónico. ?O­seía esta respuesta de gran esfinge para el nuevo EdlpO "ammstiado. Todavía vivía el viejo Herbet Spencer, su­pr:mo mentor del positivismo científico más populariza­do, cuando la teoría de los «cuanta» formulada por Planck en 1901 destrozaba la vieja concepción mecanicista. Has­ta en el mundo físico y matemático al que se atribuyó la más firme certeza, aparecía esta temblorosa Í' 'mtera de la probabilidad. En aquel encadenamiento riguroso con que el hombre pretendía haberse explicado ya el Cosmos físico de acuerdo con la Ciencia positivista, brotaban ex­cepciones y problemas inesperados. y ni siquiera en esta peripecia del saber, ahora tan teñid! de angustia: ~l ho~­bre logra la seguridad con que sonaron los enClC Op~dlS­tas de la época de Voltaire y los lectores de los "Pnme­ros principios» en 1870.

La visión apocalíptica que daba del futuro de ~ueg... tra Civilización occidental Spengler en su famoso lIbro, ha merecido, sin embargo, rectificaciones cautelosas. si no más optimistas, de historiadores como Toynbee y de soció­logos como Manheim. Como en un largo drama en tres actos parece desenvolverse para Toynbee el proceso des­integrador de una Cultura. Primero aparec~~ unos l~a­mados «tiempos revueltos», en que la estabIlIdad SOCIal y las normas y creencias de la comunidad sufren el im­pacto de nuevas ideas e impulsos históricns. El mundo .en que vivían comienza a camb~ar bruscam:nte a los OJos de los contemporáneos; no solo es co~fhcto de ge~e~a­ciones, es guerra civil de creencias. MIentras se aSlm.ila esa corriente y se acaba de deshacer el mundo anterlOr para que emerja el nuevo, hay una ~olisión de formas y valores como el que sufre Roma al impregnarse de Cul-

(1) v. W. R. INGE: The Idea oi Progress, citado por A. J. Toyn­bee. Estudio de la Historia, trad. espafiola, pág. 453,

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tura helénica y de religiones y despotismo oriental. Los «tiempos revueltos» pueden prolongarse en un gran in­terregno en que el hombre ya no sabe en qué creer o el más revuelto sincretismo y la superposición de formas y estilos parecen ocupar el sitio de la creencia vacía. O acaso-oomo en nuestra época-ponemos en las cosas, en la máquina trans'ormadora, la fe y la seguridad que per­dimos en los seres. Somos «megalólatras»--como anota R6pke-y confiamos a estructuras e instituciones colo­sales lo que ya no puede cumplir la libre conciencia de los hombres.

«Se quieren cosechar, por ejemplo, en Economía «los frutos de la técnica y la organización dejando a un lado las fuerzas inmateriales que los impulsan: la libertad, la propiedad, la competencia y el mercado (U». Al juego normal de la vida, se opone el rigor inexorable de la má­quina. Y entre las gentes sin destino para quienes la existencia careCe ya de intención, surge lenta o desespe­radamente--como en el impacto cristiano sobre la des­moronada romanidad--el anhelo conciliador de una nue­va fe universalista. Ha perdido sentido todo lo que exis­tió antes y en la penumbra de las catacumbas. las víc­timas, los «humillados y ofen !idos» de toda cO·!lunidad. inician una nueva comunión de las almas, otra creencia integradora. Mientras se inicia ese penoso tránsito de la sombra a la luz, el mundo está como desolado, vive toda la inclemencia del llamado invierno constantiniano y los últimos y más finos representantes de la cultura murien­te lloran como Sfmaco al final de la antigüedad, la mar­chita alegría de las cosas (2). Los últimos representantes de la cultura pagana se preguntaban entonces cómo se puede ser cristiano. así como los polfticos de laf naciones imperialistas de nuestros días también inquieren cómo se puede ser hindú, malayo o musulmán. Más allá de las termas, los anfiteatros y arcos de triunfo que levantara

(1) RQpKE, ob. cit .• pág. 136. (2) Véase GASTóN BOISSER: El fin del paganismo.

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el orgullo romano, esclavizado también por las cosas, empezaba a buscarse oscura y trágicamente otra razón de la vida.

Que en medio de toda crisis el hombre puede aplicar BU previsión y experiencia histórica y hacer el reajuste de sus valores, fijar las esencias y las formas en medio del dinamismo autónomo y la vulgar «masificación» en que se disgrega la época, es la lección alentadora de so­ciólogos de la categoría de Manheim. Contra las sociolo­gías deterministas este noble y valiente pensador que aceptó la parte de sino trágico de los luchadores espiri­tuales de nuestro tiempo, reafirma en el examen de la sociedad una nueva y enérgica teoría de l('~ valores y se afanó en su último y admirable libro «Libertad, Poder y Planificación democrática»-sumo alegato por la causa del hombre-en conciliar los trágicos extremos de nuestra presente vida histórica, y en ofrecernos un camino de superación de la crisis. Una rehumanización de todas las técnicas, poderes y estructuras con que el hombre se ha esclavizado es la única vía de salida. La lucha por la paz y la felicidad del hombre--eterna nos­talgia y vivencia creadora de la Historia-no es sólo tra­bajo de economistas y tecnólogos; también los poetas y los filósofos necesitan enseñarnos. En el desgarrado des­orden de nuestro inmanentismo moderno parece emerger ya otra dimensión de religiosidad. Se trata--como diría Max Sheler-de fijar de nuevo el puesto del hombre en el cosmos; darle a este engranaje de funciones en que se reparte y disgrega la sociedad moderna una nueva intención integradora.

Sólo que esta tarea que parece la mayor de la época no la pueden cumplir únicamel1te los políticos pr'lfesionales a quienes los mitos relativistas de poder hegemónico, zo­nas de influencia, dominios de mercados y camhiante segu­ridad estratégica, obtura la visión de los problemas p~r­manentes. Habría que soñar--como Paúl Valery--en un poder supranacional del espíritu, en una especie de Corte Suprema en que estuviera representando el pensamiento

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del mundo y a la que se pidiera una justicia lo más obje­tiva posible en esta querella de pueblos, continentes y razas, que ya nos están amenazando con una tercera gue­rra mundial. Que debe hacerse algo superior a los trata­dos entre países y conferencias de los políticos de los bandos y pueblos en lucha, es el disparadero de nue~tros días porque a las puertas de la Historia, al final de los tiempos revueltos, están tocando-como en el crepúsculo de la antigüedad-revoluciones imprevisibles.

EL CAMBIO DE LOS TIEMPOS

En esta conferencia me toca hablar de un tema que aun el más desprevenido sociólogo despacharía en un par de volúmenes. Ninguna idea brota con más desgarrada instancia ante el contemplador contemporáneo como la que nuestro estilo de vivir en el mundo ha cambiado te­rriblemente en los últimos cincuenta años; que entre nueg.;; tra generación y la de nuestros padres media ya una fron­tera de escombros, formas y sentimientos casi desapare­cidos y que avanzamos hacia la generación de nuestros hijos en actitud humana muy diversa a la de aquel pro­gresista abuelo de 1870 que leyendo a Spencer y a Dar­win y el bello libro de Renán «L'avenir de la science» parecía embelesarse invocando el futuro con la más jubi­losa confianza. El siglo XIX-después de las grandes lu­chas libertarias que lo mauguraron-había humanizado en forma incomparable las costumbres políticas; prodUjO algunos de los hombre~ más intelIgentes que conociera la Historia occidental; divulgó la Cultura aun en las ca­pas más soterradas de la sociedad; aproximó las más di­versas civilizaciones y vivió inigualados momentos de plenitud cósmica cuando muchos de los tesoros y delei­tes de la tierra estuvieron merced al tráfico mundial y al desarrollo técnico, al alcance de inmensas multitudes de todo el planeta. Quizáfl el mundo no había presenciado

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horas de felicidad parecida como las que experimentó Europa entre 1875 y IlHº-cuando un~ vida urb.ana refi­nadísima y un estado común de segundad y SOSIego ~er­mitía junto con el equilibrio material, los más alqmta­rados goces del espíritu. Sin pasaporte y casi sin aduanas podía recorrerse entonces casi toda la tierra, y la::; colec­ciones de Arte, la gran música y los grandes libros-que antes fueron patrimonio de minorías aristocráticas--es­taban a disposición de todos en henchidos museos, libre-rías y salas de conciertos. Fuera de Rusia, los Balkanes--con sus tenebrosos crímenes dinásticos--y algunos esta-dos suramericanos dirigidos por un Cipriano Castro o un Estrada Cabrera, cada individuo podía pasearse por todas las calles y circular por todos los caminos sin temor de encuentro peligroso, e invocaba a sus dioses o a sus mi-tos políticos sin sufrir agresión ni persecución de las sec-tas contrarias. La libertad de juicio, análisis o interpre­tación parecía haber hecho a los hombres más inteligen-tes, y nos queda de tan opulenta edad un legado de ~­teligencia como el que ejemplarizó hasta nuestros dIas la bullente suma de temas del teatro de un Bernard Shaw. o la sagacísima cruzada contra el prejuicio de un Ber­trand Rusell, último enciclopedista de una Edad que ya olvidó el universalismo de la Enciclopedia. N o es que se trate de detener los cuadros de la Cultura en las con­quistas espirituales del siglo XIX, ni de ser positivista cuando los fundamentos de todo Positivismo fueron des­truídos por la Filosofía posterior, sino de evocar con nos­talgia y añoranza aquella consigna de libertad creadora, siempre cambiante y progresiva, que parecía fin ya ase­gurado e indestructible de la ~ivilizaci~n occidental.. QUD el hombre de hoy se siente mas a~gust~ado ~ esclaVIzado i que el de hace medio siglo es tr~glca ,vIVe.ncIa. conte.mpo­ránea recogida en una vasta soclOlogIa, hIstoria y lItera­tura de las crisis.

Los cambios en el estilo de vida y la nueva imagen del mundo que se hace cada generación, suelen compene­trarse con los cambios políticos, pero como todo proceso

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interno que alude al juicio, la sensibilidad y la conciencia más que a la pura acción, no pueden establecerse con. la exactitud y rigor cronológico que señalamos para la SIm­ple Historia fáctica. Se afirma con certeza que los acon­tecimientos inmediatos que suscitaron la explosión de la

.primera guerra euro~a se desenvUelven trágicamente e~­tre el ~_ºe junio y,el 4 de ago~~_~.)914, pero e~ mas difícil definir en que momento se forja en el espíritu de un Henri Bergson la reacción contra el Positivismo del siglo XIX, o cuando la concepción pictórica sobre la .luz y los aimósfera de los pintore~ i:mpresionistas s.e empIeza a reemplazar por el constructlvlsmo postcezamano o cu­bista. Nos entretenemos en las láminas de un tan grato libro como la «Historia Social e ilustrada de Inglaterra» de Trevelyan, contemplando de que manera que ho! nos parece tan rígida, iban las multitudes a las playas mgle­sas en 1880 o se encorsetaban las mujeres para las recep­ciones del fin del siglo o lucían los muebles y ornamentos domésticos una profusión inútil de formas, pero subsiste el problema de averiguar por qué más allá de las frívolas necesidades de la moda, el hombre siente bruscamente el cansancio de un estilo y decide vestirse, amoblar su casa, recibir sus amistades de modo muy diverso a como lo había hecho hasta entonces. Por qué las bañistas de hace ' sesenta años tomaban tan inútiles precauciones y usaban tan incómodos trajes para bañarse en una playa y por qué una lámpara casera de 1900 tiene tantas volutas. y arrequives ornamentales que nos aparecen totalmente m­necesarios, es un te,ma de Historia de la Cultura de no menor importancia que el tránsito de ~ a otra Filos~­fía o el cambio en las ideologías políticas. Y en todos esos cambios=:::aun los que parezcan más superficiales--se ex­presa una entrañable y recóndita v ntad histórica, u~ sino transformador de las almas. Buscan o estas caSI invisibles coordenadas entre técnicas, hábitos y sistemas de pensamiento, pensó erigir Spengler su impresionante Morfología de la Historia Universal. Apenas llegó el gran historiador germano en su visión y profecía histórica hasta

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el final de la primera gran guerra, y cabe presumir los curiosos paralelos que hubiera formulado entre formas aparentemente distintas como el auge del nudismo .y de cierto narcisismo deportivo masculino en la Alemama de los años 20, y el alarde de irracionalidad Y violenci~ fí­sica que desató la pseudo-mística nazi. En dichas I?a~llfes­taciones ¿no se patentizaba el anhelo de destruIr Junto con el vestido los cánones y límites de toda civilización; de entregarse 'a un vago panteismo naturalista y sl!stituir la razón por ciertos sedicentes derechos de la vIda au-tónoma? Sobre~. ínsitos acaso a la tecnología maqui­

nista se levantaron muchos de los complejos de nuestro más ~oderno estilo de vida: dinamismo J ~ La rapidez y exactitud con que las ~áquina~ podían .comple­tar determinada porción de trabajo se qUISO tambIén con­vertir en norma del quehacer humano. Ya el hombre no buscaba sus arquetipos en hér~_y ~~~, sino parecía -querer subordinarse a sus propias creaCIOnes. La lámpa­ra de Aladino dejó de ser el regalo de un genio visitante para trocarse en el genio mismo. En la racionalización in­dustrial capitalista como el sistema Taylor, el hombre más perfecto era el que podía obrar con el rigor d: una locomotora o de un telar mecánico. Y víctima y cautIvo de su propio invento, parecía uncirse a él como la última fuerza subyugada.

No se trata de formular una manida e inútil homilía contra el exceso maquinista de nuestra civilización. Pero junto con las ventajas materiales que trajo el progreso tecnológico al distribuir por todo el mundo mayor suma de productos que en cualquiera época de la Historia, al vencer distancias y. ahorrar dispendio de energías, se crearon otras ilusiones mitos eligrosos. La máquina

10 u po er a hombre-masa quien por el hecho de mover un motor, desconociendo frecuentemente el di­fícil y elaborado proceso mental que dió origen a la i~­vención, ya se sentía dueño de un tiempo y un espaCIO de que no disfrutaron Leonardo y Galileo e invertía a su

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modo el sentido grandioso del viejo mito prometeico. N o era el Prometeo que se desveló y rebeló por arrancar un secreto a los dioses, sino el que lo recibe pasivamente co­mo una dádiva. Poseer el artilugio mecánico fué signo de primacía social como en otra época conquistar un impe­rio o escribir un gran poema. Lo que apenas se poseía y estaba fuera del hombre como su camisa, su sombrero, BU carruaje, se revestía de más importancia que su ser mismo. Se luchaba por tener un Cadillac acaJO con más desvelada angustia que la de Newton al fijar las leyes de la gravitación universal o la de Descartes al escribir el «Discurso del método». Y se atribuía a la época y a los hombres que la poblaban mayor inteligencia y destreza que los de cualquiera otra, porque podían medir el valor de las cosas usuales en caballos de fuerza. La época me­cánica-es casi un pleonasmo decirlo--sobrepuso al an­tiguo orden cósmico o espiritual un orden también me­cánico. El ideal de perfección no se lograba por un pro­ceso afincado en la persona como la de la ascética o la mística medieval, como la emulación por la maestría en el Renacimiento, sino por el poder de adquirir cosas. Y no es por eso raro que una ~nºmtL(tua-posesión de-J senfrenada, una lucha económica erguida sobre cualquie=¡

ra-ótra vigencia humana, desatara también las peores" crisis; y muchos de los que jugaron a la bolsa de New York con más diabólica audacia y codicia, concluyeron vendiendo manzanas durante el colapso de 1929.

Si la vida es un frenesí, un desorbitado correr sobre las cosas o se acendra mejor en la meditación y el sosie­go, en ese poco de ocio creador que ensalzan los versos horacranos, es habitual pregunta que ya nos formulamos en esta época en que fueron más abundantes que en cual­quiera otra, las anginas de pecho y las muertes súbitas. Y aquel dinamismo que la generación romántica llevó a la vida emocional impregnó en nuestro tiempo las aven­turas-a veces tenebrosas-de poder o dinero. Actuar a ciegas y aun sin saber porqué, fué endiablada voluntad de la época desde el discutible momento en que Goethe

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con todo su genio cambió las palabras liminares del «Evan­gelio de San Juan», y en lugar de «en principio era el verbo» dijo que «al principio estaba la acción». Al quitar­le a la vida después de un largo proceso po¡:;itivista y ma­terialista toda trascendencia, todo último fin metafísico, el hombre sólo se juzgó en función de aquella desatada fUerza dinámica; pretendió devenir su propio taumaturgo. y una racionalización mecánica semejante a la que pue­de regir en una fábrica de acero o de productos químicos se quiso imponer hasta en las formas más per¡:;onales df' creación humana. Quitarle a la existencia todo elemento de azar y sorpresa, ordenar científicamente hasta nues­tras emociones, es la presunción frankesténica de nuestros días. Y un poco la uniformidad y desabrimiento que hoy. a pesar de la plétora de bienes materiales, asume la vi­da en las grandes urbes, procede de tan monstruosa ra­cionalización. El mundo ya no aspira a modelos superio­res y canones de belleza singular como los de los griegos o los renacentistas, porque prefiere nivelarse en gustos públicos y hábitos, en deportes o música mecánica, con la masa más ignara y elemental. Y esta insurgencia de lo

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Chabacano contra lo culto y preminente es uno de los escollos espirituales mayores cuando la tecnificación .y el asedio monstruoso de la propaganda y el comerCIO ahogan en el producto estandardizado el reclamo de toda forma -superior.

Semejante revuelta de valores ha coexistido o impreg­nado, naturalmente, las estructuras políticas tradiciona­les y veremos en un esquema sencillo qué es lo que se hizo más crítico y problemático en la existencia de Oc­cidente a partir de 1914. Los primeros y más palpables cambios acontecieron en la actitud psicológica general ante el mundo y en la vida del Estado.

Cambios en la actitud psicológica

Desde el año de la primera gran guerra, fecha que muchos sociológos e historiadores como el norteamericano

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'-' ..................... "'-" , V 1'1. J.Y.L .o .1. u . TrtAlJIUION

Mumford señalan como verdadero inicio de nuestro tor­mentoso siglo XX, el mundo ha perdido aquel creciente sentimiento de optimismo y seguridad en el futuro que caracterizó al espíritu europeo desde la filosofía de la ilustración en el siglo XVIII y pareció consolidarse con el ingente desenvolvimiento científico y material de Eu­ropa durante el XIX. Un como magna plutómico y ame­nazante de la civilización que podía subsistir bajo la pla­taforma de progreso material más espléndido, y que ape­nas intuyeron algunos escritores e historiadores de la centuria precedente, se hizo quemante y visible al fin de la primera conflagración. Un profeta de tanta fuerza poé­tica y exploradora como Oswald Spengler ofrecía a la mente europea al finalizar la guerra este «memento mori» de un nuevo horror. Según la morfología spengleriana es­tábamos marchando a un enrarecido tiempo invernal de la Cultura como el que vivió Roma después del siglo III de nuestra era. La teoría dieciochesca del progreso por las luces y la meta promisoria de una perfectible evolu­ción, ínsita en el positivismo decimonónico, fué enmen­dada por la tesis de fragilidad de todas las civilizaciones. «Las civilizaciones son mortales», repetía con insistencia Paúl Valery. Crisis económicas, revueltas crueles, di~ paras, miseria y desgarramiento humano, marcaron en to­dos los países europeos la liquidación del conflicto. Los combatientes de cuatro años de trincheras, gases asfixian­tes, bombardeos y unánime mutilación, miraban el mundo con la sombría desesperanza de los personajes de Bar­busse o Remarque o con aquel dinamismo patético, casi sin sosiego y objeto con que se mueven los melancólicos y agitados protagonistas de «las ciudades y los años» de Fedin, inclinándose a recoger un poco de amor entre los escombros. La juventud, opuesta a los padres, en una verdadera guerra civil de generaciones, parecía haber madurado en violento proceso abortivo, y contradecían a los mayores, a su viejo optimi¡:;mo y sus tradicionales cuentos de hadas, con el violento realismo y desnudez del muy divulgado libro de Glaeser «Los que teníamos

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doce años». A la antigua seguridad, previsión y espera en una transformación evolutiva de la burguesía, estaba oponiéndose, en el mejor de los ca¡:;os, una épica apoca­líptica, un ansia de revolucionarlo todo como la que se admiraba en la inmensa conmoción soviética y en la en­tonces muy difundida doctrina trostkista de la «revolu­ción permanente». Junto a Marx y su escatología prole­taria parecía haber triunfado Nietzsche y su mística de la crueldad y la violencia. Y no hay que olvidar estos nombres porque ellos fueron fecundadores trágico¡:; del estado de alma europea entre las dos grandes guerras y de las corrientes contrarias pero igualmente antiliberales, de Fascismo y Comunismo. Otro profeta y gran excava­dor de horrores, estudioso de lo más nocturno, arbitra­rio e imprevisible de la naturaleza humana, el Dr. Freud descubría contra el viejo mundo claro del «common sense» la fronda y los monstruos del subconsciente y las rafees oscuras e irracionales de toda conducta. N o sólo en el te­rreno técnico, sino también emocional, el mundo estaba inventando las armas secretas más peligrosas; y destruí­dos los vínculos morales de la antigua sociedad, nuevas formas de condotierismo político, de demagogia y de pro­paganda y hasta la Utopía de la revolución vengadora que habría de lavar todos los pecados, lanzaron al hombre en una peripecia autónoma y desenfrenada. Fué el mo­mento en que los valores arraigado¡:; de las generaciones precedentes como «Libertad» o «Democracia» se sometie­ron a encarnizada crítica, en parte explicable, ya que ni Locke ni Rousseau ni siquiera Stuart Mili pudieron pre­ver la antinomia moderna entre derecho político y tecni­ficación, ni el avance de la desbordada marea social. En enorme naufragio perecían los supuestos y módulos vi­tales que rigieron durante el siglo XIX, aunque la letra de los códigos, las instituciones arcaicas y las burocracias de los Estados se esforzaron en decir lo contrario. ¡Qué ingenuo resultaba para los líderes semi-endemoniados de una Europa revuelta (Rusia, Hungría, los Balkanes, Ita­lia) una profecía social como la de Stuart Mill que espe-

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raba el progreso del mundo por un sistema completo de sufragio, una nueva distribución de la riqueza por los impuestos directos y una legislación crecientemente pro­tectora de las clases proletarias! Las multitudes y los lí­deres que brotaron después de 1918 no parecían dispues­tos a esperar el sosegado desarrollo de las instituciones. y la preocupación de llegar más lejos, fué el terrible con­flicto faústico de nuestra Edad. Hubo de repercutir de inmediato en el Estado y el poder político, la fuerza de tan universal tentación.

Historia Política

Para observar lo hondo del cambio pudiera imaginar­se por un momento una Historia política de los últimos cincuenta años que hubiera evitado las dos conflagracio­nes mundiales, prolongado el balance de poderes que Eu­ropa logró entre 1890 y 1904 con la alianza franco-rusa y la entente franco-inglesa, y continuado y perfecciona­do la línea espiritual del siglo XIX. Pensar como se habría desenvuelto esa Historia optimista, bendecida acaso por Spencer y Stuart Mill, es medir hasta donde llegaron las grietas del cataclismo. Si en 1904 o en 1905 hubiéramos preguntado a un culto burgués de Londre¡:; o de París como se desenvolvería la Historia cuarenta años después, no habría tenido el más leve atisbo de las fuerzas socia­les en trance de desencadenarse, o el futuro previsible le habría parecido más optimista. Todo en aquella época -a pesar del pensamiento solitario y misantrópico de un Georges Sorel-hacía prever un proceso tranquilo y fe­cundamente evolutivo. Hasta el Marxismo que ya había enviado a los presidios de Siberia y a las posadas suizas y cafés de París a numerosos estudiantes y agitadores ru­sos, parecía en aquellos días quimera o fantasma asimi­lable por la civilización. Más bien, la ya encanecida apo­calipsis de Marx se había ido limando con los evidentes progresos políticos del siglo XIX. Una sociología clara

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y barata-riguroso y popular esquema del Positivismo-­como la de Monsieur Gustave Le Bon, ofrecía al burgués una satisfactoria prolongación de la edad razonable. Del lado del reformismo y de la lucha parlamentaria de un Jaurés, parecía que habría de orientarse y ampliarse la acendrada utopía socialista. Tanto en Inglaterra como en Francia las reformas fueron evidentes desde 1880 y sobre todo en el período de gobiernos radicales-Waldeck Rou­sseau, Combes, Clemenceau en Francia; Lloyd George en Inglaterra-hasta las vísperas mismas de la primera conflagración. El vaticinio que entonces hubiera podido hacer no sólo un político moderado, partidario del (<apa­ciguamiento» como Briand, sino otro socialista como Jau­rés, sería que el siglo XX sin destruir la democracia a lo Locke o a lo Rousseau, trataría de complementarla con una más audaz política obrera y una economía de las masas. El Socialismo que fatalmente iría conquistando mayor número de asientos parlamentarios e influencia sindical, parecía incorporarse a la más culta tradición hu­manística de Occidente. Las garantías del Estado demo­crático moderno surgido con la revolución francesa y la lucha liberal del siglo XIX, se juzgaban sólidamente es­tablecidas. El ceaffaire Dreyfus» puso en el primer plano de la vida política francesa y aun europea, un problema moral, un combate por la justicia absoluta, más allá de la razón de Estado. Y la distancia ética entre nuestros días y los comienzos del siglo puede avaluarse pensando qué millares de cuestiones Dreyfus se suscitaron después en los países totalitarios europeos sin que ya nadie se preocupara por ellos. También nuestra sensibilidad se ha amortiguado o ha retrocedido a más primitivos estados mentales, en los últimos cuarenta años.

Al sosiego social sucede en la Historia contemporánea la Apocalipsis social. Las naciones de más débil cultura política y consolidada firmeza jurídica en las que la li­quidación de la guerra dejó masas hambreadas y resen­tidas luchando por reincorporarse a una vida económica estable, fueron propicias a la organización del terror re-

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volucionario, a los golpes de Estado sorpresivo s y a los regímenes de violencia. Del tirano, o del convulsivo cam­bio de situación se esperaba el milagro como lo aguarda­ban los atenienses del siglo VI al romper el viejo régi­men de los eupátridas. Se culpaba al pasado, sin ninguna atenuante, de la situación de caos a que llegó al mundo '1 se soñaba en una nueva creación partiendo de la nada y la negación de todo lo existente. Las masas hechizadas por las palabras y el rito carismático que lograban crear los nuevos sicofantes renunciaron su viejo derecho de so­beranía popular ante el taumaturgo que prometía cumplir el milagro; aguardaron bajo el Comunismo y el Fascismo la promesa de un Tercer Reino. N o importan tanto las ideologías que presidieron la forja de semejantes revolu­ciones o cambios radicales, como la nueva actitud de con­ciencia, la inmensa aventura en un hipotético futuro y salto mortal en el vacío, que daba entonces la Humani­dad. Y tan compleja situación trajo a la conciencia del hombre contemporáneo--justificando a Freud-e:,tados psíquicos de una época primitiva, ajenos a aquella razón iluminista que según el más elaborado pensamiento eu­ropeo debía presidir el gobierno de las sociedades, coexis­tiendo con otros mitos o lemas modernos como el de la «eficiencia)), la «rapidez)), «dinamismO)) y cevigor deporti­vO)). Toda la plataforma política de Mussolini, pongamos por caso, parecía volverse por necesidad demagógica de agitación, contra los conceptos humanos y pacíficos de la democracia del siglo XIX. ceCuando nuestra violencia-lle­gó a decir el Duce-resuelve una situación grangrenosa, es sacrosanta y necesaria)). E irguiéndose como único in­térprete de la voluntad itálica, también afirmaba en una arenga que sus compatriotas estaban cefatigados de ltber­tad)). y en cuanto a Hitler, quería obrar sobre las enfe­brecidas multitudes nazis no por un proceso de razona­miento como el de los anteriores políticos europeos, ni en nombre de una Filosofía coherente, sino suscitando un estado de turbia emocionalidad e hipnosis colectiva. Ya no la verdad sino la creencia, aunque esta no soportara

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el menor análisis objetivo, era la idea fuerza del estado totalitario. El Jefe o Conductor se trocaba en una espe­cie de Cagliostro o Paganini diabólico, hechicero y mago de las multitudes. Cansaba la exigencia racional y ana­lítica que la civilización había impuesto a la vida del hombre en sociedad, y trasfiriendo al ¡"ührer los deberes mágicos de la tribu las masas renunciaban a pensar. Pa­recía que la Cultura se había tornado en lastre muy fa­tigoso y aun en la sapientísima Alemania los nazis se lanzaron a quemar libros y destruir estatuas. O bien la reacción era que si la Cultura no había servido para pre­venir o detener las catástrofes de la época lo mejor era destruírla. Era el complejo parricida que ya Freud definió en el alba sangrienta y confusa de toda civilización. Si la lucha por el Estado profano y terrenal fué instancia constante de la historia europea desde la polémica medie­val de las investiduras, siguiendo los albores de la poli­tica moderna y la fundación de las nacionalidades hasta el parlamentarismo inglés y la república francesa, ahora los gobiernos totalitarios pretendían absorber una vacan­te función de Iglesia. Y en derecho, tolerancia y benevo­lencia humana parecía regresarse a los peores días de la Historia.

Muerte o metamorfosis democrática

Sería equivocado, sin embargo, inmovilizarnos en la añoranza plañidera de los vestigios de una gran Historia. Nunca a través del pasado humano, de los veinticinco si­glos qUe nos separan de la Atenas de Pericles, pereció por enteró la idea democrática que en su forma más sim­ple no es más que la libre consulta y acuerdo de la co­munidad organizada; la posible superación de las desi­gualdades trágicas que separan las clases y los hombres y aquel general anhelo de armoniosa y serena legalidad que el genio estético de los griegos parecía pedir a cual­quiera creación humana. Que un sistema político nos haga

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más felices es permanente nostalgia y conjuro de toda Historia. Por tan constante sueño se desvelaron los hom­bres desde Salan hasta Locke o Montesquieu. Ningún de­creto ni sistema puede abolir la semilla y raíz de tan te­naz esperanza. Y después del diagnóstico, los grandes so­ciólogos e historiadores no dejan de señalar el camino de aalida.

Será el disparadero de la época poner de acuerdo el reclamo de libertad y de paz de todos los grupos humanos con la nueva técnica-como de Ingeniería y planificación social-que ahora exige el Estado. Una diferencia histó­rica considerable entre nuestro siglo y cualquier otro es el crecimiento desmesurado de las masas, los nuevos uaos y necesidades que creó el maquinismo, el ensanche gi­gantesco del tráfico y los mercados, la natural insurgen­cia de los lejanos pueblos coloniales contra sus patrones europeos, la búsqueda que hacen los expertos de nuevos alimentos y combust~bles, la unánime y casi demoníaca exploración de la tierra y la complejidad problemática de un mundo donde sobre los factores naturale¡:;, tan deter­minantes todavía hace cien años, se superpone otra es­tructura inventada por la ciencia y la tecnología. Mucho ha cambiado el paisaje humano desde los días de Locke o de Rousseau, y la solución tampoco puede ya ser una democracia individualista como la que se expresó en las admirables páginas del «Ensayo sobre el gobierno civil». Aquel mensaje por la paz y la concordia del hombre que escribieron los venerables pensadores del iluminismo, aho­ra debe ensancharse para dar cabida a un mundo más intrincado y gigantomáquico. Mr. Swift debe trasladar a Gulliver al país de los gigantes. Las masas se volcaron sobre la Historia. Del modo que ellas comprendan la exi­gencia de arquetipos y valores superiores de toda civili­zación, y del modo como las interpreten sus conductores depende el siempre frágil destino de la Cultura. Era ló­gico que la Revolución industrial al transformar el es­tilo de la existencia llevara también su turbulenta ma­rejada a todas las formas jurídicas y políticas tradiciona-

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les. El Derecho Romano y el código napoleónico comba­ten cada día en la calle con el nuevo derecho social. Nues­tra época es tan compleja que obliga a dialogar y a en­tenderse al técnico, al obrero, al filósofo. El paisaje en que vivimos ya no se parece a la Ginebra calvinista, ar­tesana y relojera donde nació Rousseau, ni a las sose­gadas alamedas de Weimar que Gothe miraba desde su cuarto de trabajo, ni a aquel Londres de carromatos de madera, pelucas y alegres cervecerías que Locke reco­rría en los tiempos de la segunda revolución inglesa, porque se semeja, más bien, a un laboratorio o una usina donde en cualquier momento estallará el gas o cundirá la radiación atómica. Del antiguo mundo dieciochesco del pastor, el artesano, el noble petrimetre o el sólido burgo­maestre; o del político declamador, el poeta romántico, el panzudo burgués de Daumier y la sublime mujer pá­lida de hace cien años, hemos pasado al Universo--a ve­ces inhumano-del experto. ¿Quién humaniza las terri­bles fuerzas luciferinas que esconde nuestra civiliza­ción? El nuevo Mefistófeles ya no corromperá mucha­chas a la salida de la iglesia si no se apoderó del labo­ratorio del Doctor Fausto, modernizó el instrumental y ensaya pruebas imprevisibles. Y es una difícil ecuación de masas necesitadas y exigentes, de trabajo de especia­listas y tecnócratas y de libertad para que no muera la Cultura y al hombre no lo sustituya el «robot», lo que debe resolver nuestro tiempo. La Historia ha alcanzado tan trágica celeridad que Murnford compara el proceso que hemos visto a partir de 1914 con los tres siglos que én Roma condujeron desde la gran paz y civilización de la época de Marco Aurelio a la fundación de la orden be­nedictina en el siglo V. Nacimos-dice Murnford-en el confiado Universo de Bernard Shaw y vivimos ahora en un desolado mundo semejante al de las confesiones de San Agustín.

Sin embargo, con espacio todavía para el hombre en grandes regiones del mundo-América, Africa, Australia; dueños de instrumentos de transformación 'superiores a

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los de ninguna época, la crisis o turbulento interregno que hemos vivido no es todavía de deficiencia, sino de superabundancia desorganizada y rebelión caótica de mul­titudes que piden una nueva fe. Quizás el problema ma­yor para vencer la unánime neurosis de miedo e incerti­dumbre y hallar otra vez los derroteros de una nueva Historia pacífica,sea el de la inteligencia dirigente. En muchos y grandes países la Política captada por el dinero y el condotierismo demagógico, perdió toda alta finalidad y Filosofía y se redujo a sortear de cualquier modo los reclamos más toscos o más inmediatos. Las grandes po­tencias esperan, como los Reyes franceses de los siglos XV y XVI, que los pequeños países les sirvan mercenariamen­te como los piqueros suizos a Luis XI o Francisco l. Y cabe pensar, no obstante, que algunos de los más escla­recidos cerebros de nuestra época descubran contra la limitación de los políticos, los coherentes caminos que nos conducirían a una armoniosa ciudad terrena. N o carece nuestro tiempo de un legado espiritual que podría incor­porarse a los planes más prácticos de la Política y del Estado, cuando los llamados hombres de acción se deci­dan a ser más inteligentes. Pienso en esos grandes viejos europeos o norteamericanos, legatarios de la más escru­pulosa tradición científica occidental, espíritus señeros como Whitehead, John Dewey, Benedetto Croce, Bertrand Rusell, que al insurgir contra los falsos mitos de nuestra civilización se preocuparon de fijar la más feliz aventura del hombre. Pienso en inteligencias políticas tan agudas como fueron Karl Mannheim o Harold Laski. Parecen los guías de una nueva democracia que sin negar la tradición humanística, ordene el embrollo económico y la comple­jidad técnica de nuestro estilo de vida. Pero, ¿cuándo so­bre el temor de la guerra próxima y el peligroso juego de las alianzas y de las zonas de influencia, habrán de convencerse las grandes naciones que hace falta primero. la lealtad a las ideas y el reajuste mental y psíquico de nuestro tormentoso tiempo?

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LAS AMERICAS EN SU HISTORIA

En casi novecientas páginas, comprime el Profesor Ha­rold Davis la Historia de las Américas, desde sus com­probables orígenes más remotOll, hasta estos atribulados días recientes de la bomba atómica (<<The Americas in History», Ronald Press Company, New York, 1953). Una valiosa introducción de Geografía humana en que descri­be a grandes rasgos el perfil del Continente, tocado y mo­dificado por el hombre, los contrastes de clima y relie­ve de las dos grandes masas continentales y los usos y abusos que desde el legendario tiempo de los indios le estamos imponiendo a nuestra naturaleza, sirve de ama­ble convite al libro. En este territorio de casi quince mi­llones de millas cuadradas, extendido entre Alaska y Tierra del Fuego, moran ya-muy desigualmente re­partidos-trescientos millones de seres humanos. Améri­ca es simultánamente la flecha envenenada del indio ama­zónico, la barca de cuero del fuegino, los rascacielos de New York y las palaciegas avenidas de Buenos Aires y Río Janeiro.

Es-en busca del mestizaje ecuménico-el blanco, el indio, el negro, el católico, el protestante, el israelita; la mayor empresa de fusión y quizás de concordia que se haya iniciado en el plano de la Historia Universal. En información y don de síntesis, en esa suma de tan varios

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factores que aspiran, sin embargo, a la unidad, es el del Profesor Davis uno de los manuales más útiles y de más clara actitud moderna. Trata de poner al día (concluye su narración después de la Conferencia de Bogotá en 1948) los problemas más permanentes de nuestra existenda continental.

Los hispano-americanos solemos quejarnos, discutir y resentirnos cuando un catedrático de los Estados Unidos nos escribe nuestra propia Historia, ya que el contraste entre las formas de vida, origen y cultura de las dos grandes zonas de América, determina con frecuencia el método de interpretación histórica. A menudo los va­lores que ellos buscan en el pasado antagonizan con los nuestros, como si se prolongaran de este lado del Atlán­tico las querellas europeas de hace tres siglos. El común optimismo inmanentista de la Historiografía norteameri.., cana, contrasta con la actitud patética, a veces desga­rradamente existencial, con que el hispano-americano se inclina sobre su pasado. La Historia-al modo estadu~ nidense-quiere narrar una giganfesca experieñ'cfá de' éxi-____, -----..... _---.-~ •• - __ o - - "~_". __ •••• "

to economico colectIVO, mientras la nuestra prefiere des-taéarenprocesóinás trágico algunas grandes vidas, que si fueron estética y heroicamente bellas, se consumieron en el propio drama. Desde Miranda, siguiendo con Bolí­var, Sucre, Morazán, Martí, Juárez, Balmaceda o Eloy Al­faro, los hombres que el hispano-americano admira más, vivieron y sufrieron de modo tan tormentoso, que sólo la muerte vino a poner de resalto la magnitud de su lección y mensaje, Casi no imaginamos un gran drama en torno de la vida de Washington, mientras que en His­pano-América no sólo los héroes de la Independencia, sino los líderes de la época republicana como un Leandro Alem, un Balmaceda, un Baltasar Brum, un Gaitán, vi­vieron en plena tensión trágica. Más que triunfadores, nuestros grandes hombres combaten en la fatalidad y el infortunio. Se admira el gesto más que el éxito.

Acaso por esa diferencia de problemas y valores, los métodos usuales de la Historiof,'Tafía nacional nortcame-

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ricana (no es el caso de la utilísima obra del Profesor Davis) suelen fracasar cuando se aplican a materia y so­ciedad tan extraña a su tradición, como la de los países que viven al sur del Río Grande. Porque no nos con­tentamos en que se vea nuestro proceso histórico en torno de los kilómetros de ferrocarril, la Estadística mer­cantil o marítima o el inventario público de las leyes e instituciones, y pretendemos llegar a más apasionadas vi­vencias. Por qué se suicidaron Balmaceda y Baltasar Brum; murieron trágicamente Eloy Alfaro y Jorge Elié­cer Gaitán, Rubén Darío escribió los «Cantos de Vida y Esperanza» y los pintores mexicanos pintaron la His­toria y símbolos de su país en grandes murales, suelen ser para nosotros asuntos de tanta o mayor significación his­tórica que las toneladas de trigo que salieron del puerto de Buenos Aires o los barriles de petróleo que exportó Venezuela.

Ese carácter casi antagónico de nuestras respectivas historias que afecta al modo de entenderlas y narrar­las, procede, naturalmente, de su vertedero originario. La actitud espiritual pareció adelantarse a configurar la actitud económica y a plantear un como previo debate sobre el destino y fin de la vida. No basta decir que allá se avanzaba hacia la democracia-a lo John Locke-mien­tras que al Sur quedamos petrificados en formas todavfa feudales de existencia. En una Historia tan simple, ellos serían los alumnos aplicados, y nosotros los incorregi­bles. Hasta Dios manifestaría la voluntad de ser anglo­sajón, y continuaríamos tan sólo en América los debates de la época de Felipe II e Isabel de Inglaterra .. Mientras que los Estados Unidos parecieron heredar y desenvolver en inmensa escala pragmática los métorios del empiris­mo moderno que debía trocarse, naturalmente, en Capi­talismo y Tecnología, las gentes del Sur del Río Bravo pasamos de modo revolucionario y turbulento del Esco­lasticismo medieval redivivo en la España de la Contra­Reforma, a la democracia y jacobinismo a la francesa sin que hubieran madurado las nuevas instituciones que de-

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bían reemplazar a las otras. Y desde el alba jurídica de nuestras Repúblicas se marcó una grave colisión entre ley y realidad, letra escrita y acontecer, en nuestra es­tructura política. Formas caudillescas de ]a época del Cid o de los conquistadores españoles en el Perú, han po­dido convivir o más bien colidir, con leyes e institucio­nes de la Tercera República francesa. Es también obvio explicar que para ser una segunda Europa altamente tecnificada-como lograron serlo los norteamericanos­luchábamos en Hispano-América con una Geografía más dura e inaccesible; se nos interponían los Andes y 1a selva tórrida y una estructura social-aún feudalista-sin el dinamismo de los pioneros yanquis. Las poblaciones in­dígenas que durante la Colonia fueron subyugadas por el encomendero, conservan un estilo arcaico de vida que aproxima a ratos el mundo hispano-americano al extraño mundo oriental. Se explica por ese contraste de «tempos» históricos y misteriosa complejidad, gran parte de ]as revueltas y disturbios de nuestro desarrollo político. Cada país parece producir las revoluciones de que está necesi­tado: Estados Unidos consolidan su unidad nacional en la guerra de secesión y Lincoln completa lo que no pudo hacer Washington; nuestra guerra federal venezolana yer­gue contra las viejas oligarquías el poderoso impulso igualitario del pueblo, como el turbulento proceso de Mé­xico entre 1910 y 1920 marca el afloramiento y toma de razón de su conciencia indígena y mestiz:.1.

Quizás el Profesor Davis en su denso volumen nos demuestra que a pesar de las diferencias y contrastes entre las dos grandes zonas continentales, puede hablar­se de una Historia común de América en lo que el Con­tinente entero representa como experimento y esperan­za conciliadora de pueblos y razas. Una frase de Aquiles Loria, el famoso sociólogo italiano-citada en el libro­alude a esa especial dialéctica universalista que se aso­cia a la experiencia americana. «América-decía Loria­posee la clave de los enigmas que Europa durante siglos quiso resolver en vano; y la tierra que no tenía Histo-

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ria, revela luminosamente el curso de la Historia Univer­saL» Señalando el carácter épico de este largo abrir al uso humano los recursos y esperanzas del Nuevo Mun­do, de los cruces y mestizajes para lograr una nueva «ecumene» Davis evoca los versos del poeta Sidney La­nier en su (cCentennial Cantata»:

Despite the land, despite the sea 1 was: 1 am: and 1 shall be.

y en extraña coincidencia americanista, esos versos ingleses equivalen a la conocida frase de Bolívar: «Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella hasta ven­cerla.» Tanto los norteamericanos como nosotro::;, mira­mos en nuestro desenvolvimiento histórico no sólo la pro­longación ultramarina de la cultura de las antiguas me­trópolis, sino también una suma de hechos nuevos y ori­ginalísimos que Davis explica con documentada agudeza en los primero::; capítulos de la obra. Y se acercan a esa definición de nuestra Historia no sólo como pasado y pre­sente, sino también como prospecto de futuro, estas re­veladoras palabras de Carl Van Doren: «América es his­tóricamente una colonia cuya madre patria es el Univer­so todo.»

¿Hasta qué punto América correspondió a su esperan, za?, cabe preguntar ante la masa de noticias que se com­primen en este libro. El autor no deja de anotar cierto sentido de frustración que después de tantos años de op­timismo obligatorio surgió en los propios Estados Uni­dos, y que parece nota casi permanente en la Literatura y el pensamiento hispano-americano. Tanto en el Norte como en el Sur, no acaba de realizarse-según él-la com­pleta redención del indio y del negro y la absoluta ar­monía mestiza. Y muchos de los principos democráticos que se asociaron al nacimiento de las Repúblicas ameri­canas, aunque se dan por resueltos en las conferencias internacionales y en reuniones oficiosas de juristas, están como preteridos y disminuídos y sufren grave colapso,

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en la realidad. América no es todavía f~l continente ruso­nianamente pacífico, dispensador de concordia y felicidad que imaginara J effcrson y los padres de Filadelfia en 1776. En Hispano-América tampoco prevalece el «Poder mo­ral» soñado por Bolívar. La democracia sufre en el Norte la coacción plutocrática y en el Sur la autocrática. Los hombres que rodean al Senador Muc Carty son los anti­Jefferson, como los que se agrupan en torno de un Ra­fael Leonidas Trujillo serían los anti-Martí o los anti­Bolívar. Ubico negaba a Morazán como Machado a Mar­tí. A pesar de sus trescientos millones de hombres y la esperanza que suscitan los recursos de la tierra, la Amé­rica de hoy se mueve en medio de imprevisibles antí­tesis. Parece todavía un Continente incompleto y un poco menos humano de como lo soñó Tomás Moro, y lo quisieron e invocaron los filósofol> y libertadores. Sin em­bargo, el gigantesco y progresivo auge de América fren­te al estancamiento europeo y la prolongada convulsión de Asia, la convierten en decisivo escenario de la His­toria más inmediata.

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PEQUERO TRATADO DE LA TRADICION

Historia desde el presente.

Con mucho énfasis se habla en los últimos años de actualizar la Historia de Venezuela, buscar en el frecuen­te caos que fué nuestro proceso social las coordenadas directivas, salvar para el presente lo que aun tiene vi­gencia del pretérito, y descubrir hegelianamente la «idea» que marque nuestra posición y destino en el mundo. El pueblo venezolano sabe que a pesar de sus largos perío­dos de adversidad, siempre fue inteligente; que su His­toria en un impulso de hacer desmesurado dentro de la dimensión americana, rebasó con los grandes jefes de l,a !ndependencia las fronteras patrias y fué a ganar sus ultlrr.as batallas y a escribir las constituciones de los recién nacidos países, en las distantes tierras peruanas y bolivianas. Que éramos gentes para no estar quietas, bastante revolvedoras y con un feroz impulso igualitario de romper el sistema de castas y rígidos estamentos de \ la Colonia, se di?e d~ los ~enezolanos en todos los docu- \/ mentos de la HIstonografIa española de la época desde l~s cartas de Morillo hasta las elegantes páginas neoclá­s~cas del Conde Toreno. Y este último inquiría, al escri­bIr su ~ermoso libro, si había algo peculiar y tonificante en el clIma de Caracas que moviera los ánimos insurgen­tes con imprevisible decisión, porque la pequeña Capita-

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nía había producido a la metrópoli española más derro­che de sangre y recursos bélicos que los Virreinatos más prósperos.

La palabra «tradición» está resonando con patética ins­tancia en un momento curioso de la Historia nacional cuando Venezuela experimenta los mayores cambios ma­teriales, e inmigrantes que ya empiezan a contarse por centenas de miles se esparcen por el país y alternativa­mente lo siembran y lo despojan, fundan sus hogares nuevos en llanos y serranías, en calurosos valles y fres­cas altiplanicies y producen singulares metamorfosis en hábitos alimenticios, formas de producción y aun estilos de sociabilidad. La Venezuela que ya aflora a la super­ficie histórica será no sólo la suma tradicional de los crio­llos descendientes de españoles, los indios. los africanos y todas las gamas mestizas surgidas de la primera fusión, sino también ofrecerá el nuevo aporte considerable de italianos y portugueses, centro-europeos, germanos y es­lavos. Siguiendo a Argentina y Brasil es el país latino­americano que ha recibido hasta hoy mayor suma de in­migrantes; y el tiempo ha de decir si emulará con aque­llas naciones del Sur en cuanto a la fuerza y dinámica de esta población nueva. Si a ello se agrega la gran revo­lución sanitaria que desde 1936 venció l~ endemias más conocidas de las zonas tropicales y repobló regiones casi abandonadas, y l.as nuevas oportunidades educativas y tecnológicas que ofrece la ascendente riqueza nacional, podemos decir que estamos presenciando las vísperas de una nación que será significativamente grande y abas­tecida entre las de Suramérica. El crecimiento de ciuda­rles como Caracas, Maracaibo, Barquisimeto, Puerto la Cruz, Maracay, etc., cuyas cifras humanas se triplica­ron en la última década, es indicio palpable de que la rueda del azar o de la fortuna nos ofrece, por lo menos, un destino material más promisorio que el de aquella es­tancada vida que padecieron nuestros padres y abuelos. El auge venezolano desde 1936 sólo así puede comparar­se en escala continental al que vivió Argentina de 1880

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a 1910, el sur del Brasil después de 1889 y los Estados Unidos después de la guerra de secesión. La Historia es­taría resuelta, y nos pondríamos a esperar que se desen­vuelva y nos regale como un fruto maduro, si se avan­zara siempre en línea recta y cada progreso conseguido aparejara simultáneamente una opulenta copia de feli­cidad y de bienes. Pero también la prosperidad plantea una especial problemática, y ni aun la Utopía o la organi­zación más perfecta logran abolir la parte de contra­tiempo y desventura de toda tarea humana. ¡Cuánto se debilitó el gran impulso de libertad y veracidad con que nacieron los Estados Unidos, en aquellos días en que el centro vital de la nación no fue la Cultura sino los ne­gocios de los grandes «trusts», y el personaje arquetípi­co ya no se llamaba Emerson o Walt Whitman sino mís­ter Babbitt!

Lo que contrasta profundamente el pensamiento his­tórico de nuestro siglo del positivista siglo XIX es que ya no podemos creer en el progreso de los pueblos por espontánea evolución como la que habrían vivido en sus anales milenarios las especies zoológicas, o por un cam­bio en las formas de producción como el de aquella bien­aventurada sociedad industrial, meta feliz de la Histo­ria, según Spencer. Pensamos que aun los más perfectos instrumentos y~ técnicas no sirven si no están orienta­dos por el espíritu del hombre, y si éste no fija su tra­yectoria terrestre lo que con palabra U!l poco pedante debemos llamar «teleología». El hombre adelantándose o interviniendo, en una palabra, en la llamada evoluci6n. El nivel cultural medio de los venezolanos y su cuadro de apetencias espirituales es hoy mucho más alto que lo que era en 1935, al final de la dictadura de Gómez, porque un grupo de venezolanos, entre los que también quiero incluirme, nos pusimos a hacer el balance desga­rrado de nuestro atraso, y a donde nos llevó el oficio o la fortuna introdujimos una necesaria idea de reforma. N o esperamos la lenta evolución natural, tan grata a los sociólogos positivistas. Pensábamos que el país era ya

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suficientemente despierto para que constituyera filosofía política alguna el elemental ruralismo de Juan Vicente Gómez; sus torpes palabras de gran compadre. El país debía abrirse, y se abrió a todas las anchas y fecundas corrientes de la vida moderna. Debíamos ocuparnos de la Cultura y el destino del hombre con mayor interés que el que había dedicado la prensa oficialista a los potreros y rebaños del gran mayoral. Con refranes de Pedro Rimales o con los vieios cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo no era ya posible abordar las urgencias del país. Requeríamos intelectuales y técnicos que lo fueran auténticamente y que actu.aran sobre la vida nacional sin «tabús» e inhibiciones. Que ahora se f'stmlie con ma­yor ahinco en las Universidades venezolan<ls; que liceos y escuelas sean incomparablemente mejores de lo que eran hace veinte años; que se haya formado sobre el país una literatura crítica en oposición al conformismo que prevalecíera tan prolongadamente, es el rf:sultado de ese impulso de la conciencia nacional a partir de 1936.

. Así, rectificando el naturalismo histórico del si ~lo XIX decimos que si toda Historia está sometida a contingen­cias naturales que pueden ser propicias o adversas, es la voluntad, la inteligencia y el trabajo humano, la posibili­dad del espíritu de crear o expresarse, la que hizo de la pequeña Hélade un hogar históricamente más signifi­cativo que la pesada Persia de Jerjes o Daría, o que la vida de una ciudad como Florencia represente mucho más en la conciencia humana que la de grandes imperios desaparecidos. Es conveniente decirlo y repetirlo, aun a trueque de que parezca obvio, ya que la creencia de mu­chos venezolanos en los días actuales es que el petró­leo y el hierro y la abundancia de nuestros recursos, nos aseguran inalterable prima de felicidad y que podemos dejarnos llevar por la Historia como por las aguas plá­cidas y adormecedoras de un inmenso río lento. Esto mar­ca quizás la dura y casi antipática emergencia de los intelectuales en sociedades que quieren vivir al día y no

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alterarse por nada, como el rubicundo y estúpidamente saludable Mr. Babbitt pintado por Sinclair Lewis.

Pero simultáneamente el cambio del país y hasta el ineludible impacto y la sorpresa que han producido las corrientes inmigratorias llegadas en los últimos años, impulsan a las conciencias más desveladas a inquirir por un signo determinante de la «venezolanidad» que acaso los una frente al extranjero, o impulse a éste a respet.ar una tradición venezolana, como requisito para arraigar y fundar en la tierra. Problema sumamente complejo cuan­do se le mira desde el ángulo contemporáneo, porque hay siempre el peligro de que el legítimo sentimiento na­cional degenere en xenofobia, o en nombre del tradi­cionalismo disfracemos tan sólo un soterrado complejo de inferioridad. La convivencia de los hombres en nuestro país requiere, así, en este momento, un como doble im­pulso cordial y asimilativo del venezolano al recién ve­nido, y de éste a nuestras formas históricas. Ni la vana soberbia por la tradición autóctona, sin someterla a nin­gún análisis, ni la otra vanidad de muchos nuevos pobla­dores de que sus estilos de vida son los civilizados y ejemplares, han de servirnos para esta etapa tan apasio­nadamente movida que emerge en la Historia nacional. Frecuentemente se olvida que el espíritu de un país no' se forma por el simple y mecánico traslado de ideas o de técnicas, sino es como una gran experiencia colectiva padecida y modificada por largas generaciones. Ya la con­quista de América en el siglo XVI indianizaba o mese­zaba-antes de que acabaran de cruzarse las pangres­al español peninsular cuyos hábitos alimenticios, formas de producción y aun estilos arquitectónicos, sufrían la influencia modeladora de la tierra. Hay un legado an­cestral, una forma de contacto del hombre con el am­biente que no puede violentar impunemente ninguna tecnología. Y el inmigrante que hoy llega y forma su fa­milia en los llanos o en los Andes, tendrá que aprender del paisaje y las gentes entre quienes se fije, una nueva enseñanza terrígena que no le dió ninguna escuela euro-

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pea. La mejor venezolanización (ya que pronto habrá cen­tenares de miles de ciudadanos de nuestro país que no nacieron en él) será la que armonice adecuadamente como síntesis y no como discordia o simple superposición, este juego de influencias recíprocas.

Pero al exaltar frente a venezolanos e inmigrantes el valor o ejemplo de una tradición venezolana, el mensa­je y destino que nuestro pueblo se asigne en el pasado y el futuro de América, debemos preguntarnos de qué especie de tradición se habla, pues todo pasado por el hecho de haber existido no es en sí mismo venerable, y aun hay tiempos pretéritos de cuya memoria quisiéra­mos librarnos como de un mal sueño. Contra esa frase banal dicha hace ya ciento treinta y tantos años por He­O'el-y los grandes filósofos también pueden decir frases banales--de que el mundo americano está aún f~era de la Historia, creo que sí tenemos un pasado que SI no se cuenta por tantos milenios como el de la «ecumenelt clásica actúa como estímulo, drama o impulso en todas nuestr~s vivencias. Si América careciese de «historici­dad» la Alemania de Hegel tampoco la tendría en rela­ción 'con pueblos más viejos como los del mundo medi­terráneo. Pero también la «historicidad» europea sigue desenvolviéndose en América.

Lo que quizás olvidaron aquellos filóso.f~s. tan m:­tropolitanamente dispuestos a sermonear o dIrigIr a Ame­rica, es que por el solo hecho de traslación al.Nu~vo MUI~­do de una serie de formas occidentales, la HIstOria adqm­rió otro «tempo», otra velocidad que la de Europa. Y en muchos fenómenos específicos como la ruptura de los viejos estamentos de clases, la convivencia ?e ra.zas. y re­ligiones, América llegó a más temprana e 19uaht?rm so­lución que la de los países europeos. Aun l~ mas atra­sada nación suramericana liberalizaba en el SIglo XIX su Derecho Público y sus instituciones civiles antes que Es­paña y otros estados eslavos y balcánicos. Mucho~ c~I?­bios tecnológicos, reformas obreras y democratlzaclOn de las costumbres se operaron primero en América que

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en numerosos y prejuiciados países del viejo mundo. J:'or otra parte-y como curiosa paradoja de nuestra vida histórica-América siente más próximas sus gestas, su mundo mítico de héroes y tempestuosas luchas por for­mar las nacionalidades, que lo que un europeo de hoy puede sentir a Carlomagno, El Cid, Bayardo o Juana de Arco. Bolívar, San Martín, Sucre, Páez, El Cura Hi­dalgo, Benito Juárez o Martí son ya personajes de epope­ya, más inmediatos a las vivencias del hombre hispano­americano que lo que están del hombre francés los hé­roes de «La Chanson de RolIand». Tal vez lo que inco­moda a algunos personajes ultramarinos al juzgar nues­tra Historia es qu'e los momentos de mayor historicidad americana coinciden-como en las guerras de Indepen­dencia-con una situación de lucha y antítesis frente al viejo estilo de dominio europeo. Enmendando a Hegel. y para entrar justamente en la Historia Universal, con ideas de Europa metamorfoseadas por nuestra conciencia co­lectiva, intentábamos librarnos del coloniaje y descubrir el camino de nuestra peculiaridad y autonomía. Los je­fes de la gesta emancipadora eran los fundadores de nues­tras naciones de un modo semejante a como lo fueron en la Historia europea Carlomagno o Hugo Capeto, San Esteban o San Wenceslao.

Concepto de la tradición.

Junto a la Historia pública y visible ¿qué cosa es esa tr¿¡dición, esa suma de recuerdos, hábitos y experiencias comunes que peculiarizan el espíritu de un país como la vida de sus próceres, las ideas de sus pensadores, las formas jurídicas del Estado? Aunque tan viejo ('omo Ho­mero, que ya decía en el momento auroral de la cul­tura griega que dos dioses disponen de los destinos hu­manos y deciden la caída de los hombres a fin de que las generaciones puedan componer cantos», el valor históri­co de la tradición ,se acentúa con la Historiografía ro-

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mántica. O los románticos oponen a la imagen de un mundo matemático, regido y compuesto por esos gra~d:s «relojeros» que eran los príncipes y reyes del Ilu~llms­mo, guiado por las leyes intemporales de la razon, la de otro en continuo proceso que abre campo a los fact?res irracionales a la obra oculta del pueblo, él los latidos del subcon~ciente histórico. A la nueva Historia que .se va a formar desde la Revolución, clases Y grupos SOCIa­les que hasta ese momento no habían contado en el quehacer político, envían sus «cahiers de doléances» <;omo las aldeas y parroquias francesas al tumul~uoso ~e~,ac~lo de la Asamblea Nacional. Frente a la anti~a VISlOn Je­rárquica de la sociedad, tal como pudo realIzarse en el reglamentista Estado de Luis XIV, se levanta ahora u~a visión dinámica que parece homologar el proceso SOCIal al transformismo biológico. y ya no sólo la obra «razo­nable» de príncipes y legisladores, las leyes d.e una ra­zón clara y universalmente válida es lo que Importa a los historiadores, sino hundirse Y remont~rse e? la. tor­mentosa fluencia del tiempo. Ya no es solo HIstona la batalla famosa, el tratado público, el. cuerpo ~; leyes, la voluntad compulsiva del Soberano, smo tambIen la obra anónima de las generaciones, el cuento o el canto po~u­lar o como en aquel gran poema a Francia que es la HIS-. toria de Michelet, la huella del hombre en la natura­leza, la vida de los caminos y los, rí.os, los ~itos del pue­blo. Con un impulso lírico y titamco eqUIval~nte ~l .de Víctor Hugo en la Poesía o un Geoffroy ~e Samt~HIlaIre en las Ciencias Naturales, Michelet quena ~esuCItar to­dos los cambiantes, y al mismo ~ie.mpo, p:rsIstentes, ros­tros de la nación francesa, Y reVIVIr magIcamente (con:o en la linterna mágica) tal o cual m~ment_o de Fra~cla durante las Cruzadas o la Guerra de CIen ano~. Menos r;­flexión histórica que conjuro o entrega emoclOn~l al pa­sado. Por su boca iba a hablar todo ~n extrano y va­riado linaje de muertos. Parecían segUIrle y acosarle to­das las voces de Francia como a Juana de Arco; Pre­tendía remontar esa Historia como el cur¡,o del Rodana,

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hasta su primer hilillo alpino. No necesita como Walter Scott escribir la novela hstórica porque su Historia con­sigue mejor movimiento, drama, colorido y tipología per­sonal. Bajo la Historia escrita, documentada y visible alientan como capas geológicas, como subsuelo madrepó­rico, este encantador misterio de la tradición. Histórico no es sólo lo que tuvo existencia objetiva, físicamente demostrable, sino también lo que se creyó o se fabuló. El mito y la creencia pasan a tener parecido valor histó­rico que el hecho mismo. Mientras que un siglo antes el cauteloso Voltaire hubiera separado de su relato lo que no le parecía concepto claro y distinto, Michelet pue­de entretenerse aun en la explicación histórica de la con­seja y escribir un tan extraño libro como «La Sorciére». Para su tantálica sed de historiador, para su inflamado hu­manismo radical todo lo vivido y padecido por la espe­cie humana debiera ser Historia. El historiador es para él-según su propia metáfora-«un administrador de los bienes de los muertos» como lo era el poeta Camoens en­tre los primeros colonos portugueses en la India; y la tradición de un país tan pulido por el tiempo y la cultu­ra como su hermosa Francia es el recuerdo de familia, y la ciudad común que comparten los vivos y los difun­tos. Frente a la Historia para políticos e historiadores -al estilo de Monsieur Guizot-él quiere abrir y ofrecer la suya como un monumento público. Con la mística romántica de la nación, la Historia era como «una bi­blia de la humanidad y del pueblo», la depositaria de los sueños y nostalgias colectivas y todos deberían tener derecho a transitar sus caminos y hundirse en sus año­sas arboledas, como los excursionistas domingueros por los jardines y museos de París. Con la Historia, los ro­mánticos habían hecho lo que los demócratas y revolu­cionarios con los viejos sitios reales: abrirlos a la curio­sidad del público.

y con el instinto poético que colorea toda su obra, en Michelet-más que en cualquiera otro historiador­encontramos casi una teoría de la tradición. Este «admi-

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nistrador de bienes de muertos» dice enfáticamente que conduce el pasado «como podría llevar las cenizas de mi hijo». Y anota en su libro «Le Peuple» una tan curiosa ley como la de que «en nacionalidad como en geología, el calor está abajo» y que son el campesino y el artesa­no, las clases aparentemente más estáticas y a quienes conjuraba el radicalismo y el socialismo romántico, quie­nes conservan mejor el sentido de la tradición, advir­tiendo que ésta se debilita y es menos puro el sentimien­to nacional cuando la complejidad de los intereses econó­micos, el egoísmo y el miedo, desprenden al hombre de esa calurosa y secular relación con su tierra. Habla de los distintos «suelos sociales» en que las altas clases de la sociedad viven ya sin contacto con la «vieja vegeta­ción moral de la nación» y supeditan el espontáneo amor de la patria por el amor de las cifras. Por contraste, y como en el cuadro de su contemporáneo Millet, pinta al campesino de Francia desposado milenariamente con la tierra francesa. «Los pobres aman la Francia por ser su obligación, los ricos la aman como su pertenencia», decía un poco jacobinamente el gran historiador romántico.

Pero además de instinto ·subconsciente y asidero emo­cional de todos los pueblos, la tradición tiene también un valor dialéctico no sólo en cuanto trae a la conciencia del presente experiencias del pasado y fija la continui­dad histórica de un grupo humano, sino replantea para el futuro problemas que fueron desviados o no encontra­ron adecuada solución. O al destino tradicional de un país la Historia-como los afluentes de un gran río-apor­ta nuevos mensajes y hace hegelianamente la síntesis de lo que parecía contradictorio y distinto. A la idea de «Cristianismo» que configura la nación francesa durante tantos siglos, Francia agrega en los albores del mundo contemporáneo la idea de «Revolución». y el gran his­toriador romántico se complacía en inquirir si esta nue­va idea completaba, cambiaba o daba otra dimensión, al Cristianismo inicial. La tradición-y etimológicamente la palabra lo expresa-vincula el pasado con el presente y

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el futuro; abre lo que en la metáfora más simple podría­mos llamar la «cuenta corriente» de un pueblo. Es obvio y apriorístico decir que de los antecedentes del pasado depende en gran parte la Historia venidera, pero no es solo lo <matural», sino «lo creado» O «histórico» lo que de­termina finalmente el proceso nacional.

Como enmienda al «positivismo histórico» que preva­leció en los estudios de nuestro pasado hasta días muy recientes, los venezolanos podemos preguntarnos (y esto no hallaría razón dentro de una simple explicación na­turalística) por qué nuestra guerra de Independencia emprendida en una de las colonias más abandonadas del Imperio espaüol, amplió su órbita hasta distantes países andinos como el Perú, y bajo conductores venezolanos al­canzó suma resonancia internacional. Otras soluciones hu­bieran sido posibles como que la empresa de Bolívar se volcara hacia el más inmediato mar antillano, hasta Cuba y Puerto Rico, o que los líderes de la Independencia en vez de subir los páramos en la marcha solar hacia El Cuzco, hubieran descendido en diáspora inversa hasta los llanos de Venezuela. Sobre el factor natural y la tradi­ción madrepórica, ocurren en toda Historia estos hechos casi milagrosos que la historiografía norteamericana llama de «emergencia». Y aun aplicando a lo histórico el des­usado método de las Ciencias naturales podrían compa­rarse estos hechos a los fenómenos de la llamada «evo­luc:ión emergente» en Biología, al modo como la explican biólogos como J ennings y Lloyd Morgan. Como metáfora podríamos aceptar en Historia esta tesis de la evolución emergente, formulada así por Jennings: «En el curso de la evolución han surgido cosas nuevas, de una clase dis­tinta de todas las conocidas anteriormente; cosas que no era posible predecir partiendo de un conocimiento de las partículas preexistentes, de sus combinaciones y movi­mientos». (H. S. Jennings, «Bases biológicas de la natu­raleza humana».)

Acercados ya al complejo histórico y lingiiístico que

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suscita la palabra «tradición», intentaremos la respuesta de por qué el hombre venezolano comienza a invocarla tanto.

Tradición como nostalgia y como valor histórico.

Hay en nuestro actual conjuro a la tradición un poco de nostalgia como si en un medio tan cambiante como el de Venezuela, nos dolieran los viejos usos y costumbres que sepultamos cada día. O vemos en el hábito u objeto sustituido, su valor añorante y no las imperfecciones que debió tener. Duelen, por ejemplo, los árboles, arcadas y patios de los extintos caserones coloniales y se olvida la incomodidad de sus cuartos de baño o el trabajo de es­clavos que debía cumplir la antigua servidumbre para mantenerlos limpios. El venezolano de hace tres o cua­tro décadas no tenía-a menos que fuese excesivamente conservador-por qué lamentarse del eclipse de muchos módulos tradicionales, ya que el país, entonces tan atra­sado. era solo tradición estática. Y ésta a veces se con­fundía con la más roñosa rutina. ¿No fué un largo per­manecer trágico e inmutable un período como el de la dictadura de Gómez? Al final de aquel régimen lo que queria el país era insistir menos en la tradición que en el violento cambio. O lo que las gentes viejas o enmohe­cidas de no pensar, de haber olvidado el necesario pro­ceso dialéctico de la sociedad, nos servían como «tradi­ción» o «realidad venezolana» era un conjunto de fórmu­las que habían perdido ya toda vigencia histórica. No ha­bía que escribir elegías a la tradición auténtica porque ésta seguía reinando en vestidos, alimentos, cantares y consejas del pueblo venezolano y en el agua que destila­ban los últimos tinajeros. En nuevos objetos y artesanías que con otros medios técnicos empieza a producir el ve­nezolano de hoy, más adecuados a las nuevas necesida­des que emergieron, pondrán nuestros descpndientes de mañana tanta emoción como la que nosotros proyectamos

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en las obras de hace un siglo. Estas cosas en un día le­jano serán también folklore. El tiempo renueva sus pá­tinas. Y las manifestaciones folklóricas de un país que recibe una gran corriente inmigratoria no podrán ser las mismas que las que prevalecieron hasta ahora, aun­que mucho del subconsciente colectivo y de la peculia­ridad tradicional habrá de transmitirse a los nuevos po­bladores.

Pero hay otra tradición que nos interesa más que aque­lla que sólo suscita la contemplación elegíaca o el llanto poético de las cosas que se destruyen, y es la que por su vivo contenido histórico puede siempre repensarse y f'S idea o dirección del pueblo venezolano. La tradición di­námica, en continuo proceso crítico o interpretativo, fren­te a la tradición estática. Y aquí cabe preguntarse qué es lo que hacen las generaciones con la Historia. Si el pasado marcara desde el momento en que aconteció su única inteligibilidad posible, compararíamos apenas la obra del historiador con la del notario que fija en un documento el acta de un nacimiento o los linderos y prpdoR de una propiedad. El pasado estaría archivado pa­ra siempre como 10R papeles de venta, compra y sucesión en el registro público. (Hay todavía muchas gentes que e&(')"iben la Historia con el estilo e inmovilidad de un acta "otari'AU Pero es otra posibilidad de actualización y metamorfosis lo que marca la vigencia de lo histórico, que sin eIto sería mero entretenimiento de coleccionis­ta o de m~m;at~co CU!'~OSO de las cosas viejas.

ETJ Vetl(~zllc-la, por razones obvias para cualquier con­temnlador sociológico, hemos insistido menos en esa tra­dici!'ln dinflmica. Y aun en Literatura siempre nos ame­naza un c-onllnLO canto a la casa de adobe que se demo­lió, a la decadencia de las tinajas, del fraBuno ¡;:illón de suela o d· ,1 (¡('(leno» y el estribo del jinete llclnero. La nos­talgi.l t.mí!c;c·nal que suscitan esas cosas puede calmarse con la ,"isita a un museo folklórico o un ·jic:tante merca­do aldeano. Y la Historia debe servirnos más q~e para la rpmimseenci.... o la jactancia, para la comprensión ve-

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raz de nuestra problemática humana. Muy significativo es-desdt~ (;EtE- punto de vista-la manera :,omo los ve­ne7.01a'tos YCl1é'j'amOS el mayor de nuestrr:s nomb"es his­tóricos que es el de Bolívar.

Es natural que lo que puede llamarse (1 gran mito de Venezuela, las mayores ejecutorias ancestrale::; y nues-­tro supremo arquetipo lo asociemos a su per"onalidad eléctricamente creadora. Bolívar es síntesis y conciencia altiva de Venezuela porque en él se tornó pensamiento y acción el deseo de Historia del hombre colonial, la lar­ga fusión mestiza de donde surgió nuestro pueblo, la es­peranza de una América Hispana libre y unificada que tuviera poder bastante para constituirse autónomamen­te. Bolívar ganó batallas; midió, padeció y expresó todas las realidades del continente en un inmenso periplo que va desde las Antillas hasta el alto Perú; convivió con blancos, indios y negros; sojuzgó jefes altivos y psicoló­gicamente tan distintos como pudieron ser el llanero Páez y el «cholo» Santa Cruz, y configuró con su palabra una problemática social y política hispanoamericana que en él no fue sólo utopía de ideólogo sino captación ilumina­dora de los hechos. Tenía en su irradiante personalidad descarnado realismo para juzgar el presente y altísima poesía para vaticinar el futuro. Todavía muchos escritos suyos constituyen puntos de partida y definiciones pre­vias de una naciente Sociología americana. Vivió y fue el intérprete de una gran crisis, de una hora tormentosa de la Historia Universal cuando se liquidaba un vasto imperio y emergían revoluciones, nacionalidades y for­mas políticas y económicas enteramente nuevas, y llegó con su genio hasta los más desgarrados estratos de la realidad. N o sólo las batallas ganadas ni la diáspora in­mensa de gentes que precipitó por América en su cruza­da de Independencia, marcan la historicidad de Bolívar. sino hasta la multitud de cosas no hechas, pero intuídas o planeadas por su genio pro~ético.

Pero el legítimo culto de su nombre-voz con que los venezolanos invocamos lo universal-frecuentemente

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se congeló entre nosotros en vanagloria estática. Se ~só y abusó de Bolívar haciéndose descender hasta el nIvel de nuestras querellas, facciones y vanidades locales. To­mando su nombre en vano, caudillos de nuestras gue­rras civiles quisieron legitimar aventuras o rapiñas frati­cidas o políticos conservadores y convencionales, afer:a­dos a una palabra suya e imponiéndola como texto ffi­

mutable, hubieran detenido el necesario cambio social. Todavía-con la debida excusa a historiadores venezola­nos de tanto renombre como Blanco Fombona y Parra Pérez-no se ha hecho un estudio cumplido de las ideas de Bolívar, quien como hombre de acción y no solit?rio de gabinete, debió varias veces modificar su pensamIen­to al descarnado contacto con las realidades que desen­cadenaba la revolución americana. Para penetrar sus ideas no basta decir que había leído muy bien a Locke, a Rousseau, a Montesquieu, que conoela las clásicos de Francia y había meditado mucho más de lo que se cree los cronistas e historiadores de Indias; que se adelanta en la valorización del mito y los factores irracionales en la Historia a muchos conceptos de la Historiografía ro­mántica, porque lo verdaderamente significativo es cómo esas ideas son configuradas de nuevo por la fuerza plaa­madora de su personalidad y la propia dialéctica de 109 hechos. Ya en el juvenil «Manifiesto de Cartagenalt sacaba la revolución venezolana de su primitivo «impasselt ideo­lógico, del culto de las palabras abstr.actas, para definir el fenómeno peculiar. Y esta especificIdad, contra las dos corrientes históricas beligerantes que ya se perfilaban entonces: la de una falsa autoctonía indigenista y la de un tradicionalismo hispanizante, se define también en la «Carta de Jamaicalt y en el Mensaje de Angostura cuan­do llama a Hispanoamérica «un pequeño género huma­no» y explica por qué nuestro pueblo no puede compa­rarse al europeo o el americano del Norte.

Pero en la Historia de Venezuela habría que liberar a nuestro Libertador de tantos usos y abusos proliferan­tes como los que impuso a su gran nombre la vanaglo-

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ria y la jactancia, el mal gusto literario o el oportunis­mo político. En general puede decirse (aunque ello las­time nuestra vanidad vernácula) que Bolívar aun care­ce de una Historia interpretativa a la altura de su nom­bre, como la tiene César o quizás Napoleón. Si desde O'Leary hasta Lecuna se ha completado ejemplarmente la Historia documental y cronológica, necesitamos ahora integrar todos esos documentos al proceso dinámico de su vida y sus ideas, a la problemática americana que en ellos se expresó. Y es que para lograr la visión adecuada de Bolívar el historiador tiene que ser tan culto como para conocer al detalle la política europea en sus intrigas me­tropolitanas y coloniales, el escenario de América en di­mensión de hombres y Geografía tan vasta como la que media entre el mar Caribe y los altiplanos de Bolivia; las fuerzas y estructuras que se desencadenan con la guerra de Independencia, y la compleja metamorfosis que sufren las ideas de la Ilustración y el Romanticismo al pasar la doble prueba de la América insurgente y su titánica personalidad. A la simple Literatura p&negírica, permanente y a veces farisaico incienso que ofrecimos a nuestros próceres, hay que oponerle ya una Dialéctica que siga recorriendo los tiempos y nos ayude en la nece­saria discusión crítica de nuestra realidad. La Historia no es sólo la suma jactanciosa de lo realizado, sino la con­tinua agonía con que cada generación se asoma a enten­der su destino.

Soportar la Historia con sus ejemplos estimulantes y su adversidad aleccionadora es la prueba de madurez de los pueblos; trocar el patriotismo de frenesí y pasión ex­plosiva en comprensión y deber ético es e! signo de ple­nitud de las culturas. Y la Historia no es más hermosa o más fea de como la invoca nuestro instinto, porque ella forja el balance de las complejas circunstancias de un pueblo en determinada hora de su acontecer. Porque ella comporta simultáneamente la virtud y la ruindad, el rea­lismo rastrero y la Utopía desinteresada, de los hombres que poblaron aquel momento. En ella como en las pelícu-

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:,1 A R 1 A N O P 1 C O N-S A L A S

hs de gran «suspenso», hay héroes y villanos. Pero la <1eformación romántica y nacionalista pretendería que los ángeles de ese Paraíso perdido fuesen siempre nuestros amigos, compatriotas y copartidarios y los demonios quie­nes actuaron en la frontera opuesta. Así para cualquier capítulo de la Historia nacional como el de la guerra de Independencia, no nos hemos atrevido a enfrentarnos con el análisis total de las fuentes o nos disgustarí;:¡ conocer los documentos de la parte contraria, como si ella fuera a disminuir un ápice de nuestra gloria. Y nada más inútil que el narcisismo y la gazmoñería histórica. Quien sólo se ve a sí mismo, ni siquiera puede verse porque nuestra individualidad se define frente a los otros, frente a la circunstancia social que nos señaló como valientes o pu­silánimes, como cultos o zafios, como serenos o turbulen­tos. Así el valor de la tradición histórica no radica en la liturgia o el elogio convencional que le prodiguemos, sino en el espíritu libre y ecuánime, en la tranquila jus­ticia y comprensión ante la obra que nos dejaron los muertos. Hasta la imperfección y adversidad que tam­bién nos ofrezca el pasado, constituye un estímulo para que cada generación rectifique, amplíe o enmiende el tra­bajo de los predecesores. Nada daña más la fecundidad y experiencia que puede darnos la Historia que su conser­vación hierática, el congelamiento en frases y juicios he­chos; el cubrirla de intocable nimbo. La inerte santifica­ción no la acerca sino la aleja como quien contempla una momia en un hipogeo egipcio. El cuerpo petrificado y las bandas y manteletas que lo cubren, no nos permiten lle­gar hasta lo que fué la materia sangrante de su corazón.

¡Y de cuántas figuras pintadas de modo convencional o momificadas por el abuso retórico está poblado el hi­pogeo venezolano! La fórmula acuñada precipitadamente en un discurso y repetida por historiadores y rapsodas perezosos, oculta más que desentraña el carácter de un personaje. Recuerdo que cuando escribía la biografía de Miranda viví la sorpresa de descubrir algunas almas ve­nezolanas, un poco diferentes a como las acuñara cierta

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CRISIS, CAMBIO, TRADICION

rutina hi~t()riográfica. Un caso singular era, por ejem­plo, el del Licenciado Sanz, quien se me aparecía con rasgos mucho más vitales, complejos y tormentosos que el del pacífico y sereno letrado de que nos hablaban los compendios, y un poco olvidado como el mármol que le conmemora en el Palacio de Justicia. ¿Cómo era posible que semejante político, de tan firme raíz revolucionaria, tan informado sobre el mundo histórico de su tiempo, tan diestro y audaz consejero de Miranda, no hubiera sido estudiado con el detenimiento que merece? De segundón civil de la Independencia, adornado por la retórica de virtudes plausibles pero un poco pacatas, Sanz se me ele­vaba desmesuradamente a la condición de político de mayor genio y voluntad más audaz que conocieron los días iniciales de la República, antes que emergiese la personalidad de Bolívar. Y pienso que como en el caso de Sanz, un viaje sin prejuicios, con métodos exhausti­vos de análisis e interpretación, nos devolvería otros ros­tros de nuestros grandes hombres, distintos de los que se enfriaron en la repetición mecánica de nuestros libros de enseñanza.

La conquista de esa tradición dinámica es lo que nos hace falta; conciencia de continuidad histórica más que simple nostalgia ante las cosas que desaparecieron; acti­tud crítica, combativa y viril ante el pasado en cuanto él ya contribuye a configurar lo presente y lo venidero. Traer a los debates y la sensibilidad de hoy el legado de semejantes hombres; fijar las coordenadas espirituales de nuestra nación. Aquellos personajes no eran siempre semi­dioses, amaron y padecieron en esta tierra y estaban he­chos de la misma sangre y los instintos de los venezn):l­nos de ahora. Si la moda de la época les impuso usar alternativamente pelucas, levitas o sombreros de copa, ante muchas contingencias de la vida nacional ,hubieran reaccionado como nosotros, aunque emplearan distinta sintaxis y distinta fraseología. Ellos nos acompañan o preceden en la expedición agónica de un pueblo por for­jar su destino. Muchos se frustraron, y como los israeli-

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MARIANO P 1 O O N-S A L A ~

tas en el desierto no alcanzaron a ver en su peregrina­ción entre piedras y arenales, los primeros verdores de la tierra esperada. Pero la investigación de la verdad, la justicia y la belleza-ya lo decía Lessing-importa más al futuro humano que el triunfo efímero de los violen­tos y furiosos. Algunos fracasados heroicos de la Histo­ria venezolana-Miguel José Sanz, José María Vargas, Juan Manuel Cajigal, Rafael Rangel-nos dan una 1ec­ción ética equiparable a la de los mayores triunfadores.

Ojalá que con talento, veracidad y agudeza, los ve­nezolanos logren convertir siempre en Historia lo que a veces sólo intuímos como brumosa Mitología. Ojalá que el culto de la tradición que ahora se invoca no de­genere en inútil y verboso ditirambo, en resentida xeno­fobia, en localismo aislador o en cuento de descendientes cansados que se satisfacen en rememorar las proezas de los abuelos. Ojalá-en las vísperas de un país que ahora crece en dimensión velocísima-la inteligencia nacional. el trabajo del escritor, del historiador, del intérprete Que todavía cuenta socialmente menos que el del mercader afortunado, revele en nuestra tradición lo que todavía tie­ne vigencia y ejemplar contenido humano, lo que mere­ce sentirse en presente y ayudarnos en la marcha hacia el futuro.

NUESTRO cAIRE» CULTURAL

Nota primera

Para la Historia Cultural de la Humanidad que pre­para la UNESCO, el Profesor Ralph Turner, Presidente del Comité de Redacción, me insinúa de respuesta a esta pregunta: «¿Cuáles son las corrientes dominantes en la Li­teratura latino-americana durante el presente siglo?» La contestación, para que no peque de banal y adocenada, casi obliga a revisar previamente las formas y los im­pulsos profundos de nuestra psique histórica, y aunque el tema merecería desenvolverse en un tratado por un cuerpo de especialistas, intentaremos la aventura de ofre­cer en varias notas una visión-un poco personal-de tan complejo asunto.

Decir que todas las corrientes intelectuales que han agitado a Europa desde hace tres cuartos de siglo y que contienen cosas tan varias como «Positivismo», «Marxis­mo», cHistoricismo», «Psico-análisis», «Existencialismo», etcétera, repercutieron en la América Latina parece su­mamente obvio, ya que somos provincias de la Cultura de Occidente y hablamos y-perü;amos en lenguas occi­dentales. Pero el problema histórico consiste en escla-

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recer sobre qué formas o ángulos de la realidad se refle­jaron entre nosotros dichas corrientes, o qué hemos hecho o pensamos hacer, con esos instrumentos elaborados por

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