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ESTADOS GENERALES DEL SABER ARCHIVO: SOCIOLOGÍA y ANTROPOLOGÍA 28, 30 y 31 de octubre de 2014 PUBLICACIONES DE LA SECRETARÍA ACADÉMICA DE LA UNSAM ISSN 2545-6938

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ESTADOS GENERALES DEL SABER

ARCHIVO: SOCIOLOGÍA y ANTROPOLOGÍA

28, 30 y 31 de octubre de 2014

PUBLICACIONES DE LA SECRETARÍA ACADÉMICA DE LA UNSAM

ISSN 2545-6938

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EST ADO S GE NER AL E S D EL SA BE R : SO C IO LO G ÍA Y ANT RO PO LO G ÍA [2]

Índice

Presentaciones _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 3

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Apertura _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 6

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Mesa 1: Conversaciones sobre tradiciones e historia de la Sociología y la Antropología _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 9

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Mesa 2: Saberes Cruzados: Política y Ciencias Sociales _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág.28

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Saberes Cruzados: Filosofía, Arte y Ciencias Sociales

Mesa 3: Comentarios a la performance “Escenas de familia” (Oscar Aráiz y Yamil Ostrovsky) _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 48

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Estados Generales de la Antropología _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 58

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Mesa 4: Historia y tradición / El IDAES en el campo _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 58

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Mesa 5: Formación, inserción profesional e investigación _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 63

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Mesa 6: Internacionalización, articulaciones y futuro _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 73

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Estados Generales de la Sociología _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 80

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Mesa 7: Historia y tradición / El IDAES en el campo _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 80

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Mesa 8: Formación, inserción profesional e investigación _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 91

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Mesa 9: Internacionalización, articulaciones y futuro _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Pág. 101

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EST ADO S GE NER AL E S D EL SA BE R : SO C IO LO G ÍA Y ANT RO PO LO G ÍA [3]

Presentación

Bajo el nombre de Estados Generales, el rey Felipe IV de Francia (“el hermoso”) convocó, por

primera vez en 1302, a una serie de asambleas extraordinarias con el fin de que los representantes

de la nobleza, el clero y el Tercer Estado se reunieran y pudiesen discutir acerca de determinados

problemas coyunturales. Este tipo de reuniones se repitió unas veinte veces durante tres siglos,

hasta que Luis XIII dispuso su clausura. Muchos años más tarde, en los albores de la revolución de

Termidor, se volvieron a encontrar en una asamblea de Estados Generales, el rey y los tres estados

para debatir la situación (calamitosa) del reino francés. La enorme diferencia que distinguió a esta última sesión fue la fuerte unión de los representantes del

Tercer Estado, quienes juraron dar una nueva constitución a su nación, dando un lugar institucional

a nuevas ideas políticas que habrían de dar forma a uno de los hitos fundamentales en la historia

occidental. La experiencia de los Estados Generales implicó, por lo tanto, la posibilidad de darle sitio

a todas las partes de una comunidad de sentido para que puedan expresarse mutuamente sus

perspectivas y preocupaciones. Una expresión contemporánea de esta experiencia se inició, también en Francia, a principios de la

década de 1970. Esta vez los Estados Generales fueron la inspiración de una serie de reflexiones en

la universidad, en el área de filosofía. Esta nueva puesta en acto puso el acento en la suspensión

temporal de la rutina de la vida académica para permitir que haya una meditación de los saberes con

y sobre sí mismos, una especie de meta-reflexión. Con este espíritu, desde la Secretaría Académica de la UNSAM, surgió la idea de abrir un espacio

de reflexividad, diálogo y debate que permita la innovación y la transformación del saber y el

quehacer universitario. Independientemente de la inspiración que aporten las experiencias pasadas,

nuestro punto de vista es particular y responde a las necesidades y los objetivos específicos que nos

plantea nuestra universidad y nuestro tiempo histórico. Estos Estados Generales del Saber pretenden desarrollarse, de manera sistemática, permanente y

conjunta, con la mirada puesta en una serie de cuestiones de singular importancia para el presente

de la universidad, en tanto que institución académica, pero también social, cultural y política,

conformando un yo colectivo que reflexione sobre sus propias ideas y prácticas.

¿Por qué “archivos”?

Archivo es el término que fue utilizado por Michel Foucault en La arqueología del saber para

designar al conjunto de elementos proporcionados por una cultura durante un determinado período.

A través de ellos, se puede observar sobre qué principios una sociedad construye sus valores y

saberes. De ese modo, el archivo es la fuente material y conceptual que permite comprender la

lógica de las modalidades discursivas y las verdades históricas que dan forma a una comunidad de

sentido. En palabras del propio Foucault, “en lugar de ver alinearse, sobre el gran libro mítico de la

historia, palabras que traducen en caracteres visibles pensamientos constituidos antes y en otra

parte, se tiene, en el espesor de las prácticas discursivas, sistemas que instauran los enunciados

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como acontecimientos (con sus condiciones y su dominio de aparición) y cosas (comportando su

posibilidad y su campo de utilización). Son todos esos sistemas de enunciados (acontecimientos por

una parte, y cosas por otra) los que propongo llamar archivo”. El archivo no es una memoria que pretende conservar la identidad de una cultura. Tampoco es el

resultado de una voluntad de preservación. Al contrario, “es el sistema general de la formación y de

la transformación de los enunciados”, es decir, es la muestra de que las prácticas sociales no

responden a un desarrollo armónico y lineal. Por eso, el archivo se encuentra a mitad de camino

entre la tradición y el olvido, como posibilidad de comprender una constelación conceptual situada

histórica y geográficamente, garantizando la subsistencia y la continua metamorfosis de un campo

discursivo. Por otra parte, los archivos nunca pueden dar cuenta de todo, sino que presentan parcialidades,

áreas específicas, zonas e intensidades en las que algún sistema enunciativo funciona. Por eso,

pensamos que esta categoría se aplica con justicia al temperamento de los volúmenes que aquí

presentamos. Estos textos no han sido mentados como meras “memorias” o registros de lo que

alguna vez han dicho miembros de la comunidad de un área del saber, sino como pista de las

intuiciones y realidades que atravesamos en este momento concreto, en continuidad y ruptura con

tiempos pasados y con la mirada puesta en el mejoramiento de la calidad educativa y social de la

función de la universidad en la vida comunal. En este sentido, la conformación de archivos de los

Estados Generales del Saber sobre las distintas áreas del conocimiento en las que la UNSAM

desarrolla su actividad aspira a dar cuenta de los procesos de reflexividad de todos sus integrantes

comprometidos con el saber. Esperamos que sean, por lo antedicho, una herramienta que aporte a

la construcción de nuevos horizontes.

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EST ADO S GE NER AL E S D EL SA BE R : SO C IO LO G ÍA Y ANT RO PO LO G ÍA [5]

Estados Generales del Saber: Sociología y Antropología

Los orígenes modernos de las humanidades y las ciencias sociales estuvieron signados por una

importantísima influencia del positivismo. De ese modo, hacia finales del siglo XIX y principios del

XX, un importante número de universidades inauguraron sus carreras de Antropología y Sociología,

como formas científicas de acercarse a las sociedades. Si bien en un primer momento estas

disciplinas se diferenciaron por sus objetos (la otredad para la primera, Occidente para la segunda) y

sus métodos (observación directa, reflexión sistemática), en el desarrollo histórico los cruces e

interrelaciones se volvieron cada vez más evidentes. Así, en la actualidad, podemos encontrar una

enorme cantidad de estudios mixtos y grupos multidisciplinarios, en los cuales los límites entre “lo

antropológico” y “lo sociológico” se vuelven difíciles de precisar. Con todo, hay aún una mirada, una

perspectiva, una configuración o posicionamiento que definen líneas y maneras que dan cuenta de

formaciones claramente diferenciables, si bien vinculadas.

Dado este panorama, y el hecho de que en la UNSAM ambas carreras comparten un tronco común

que permite el intercambio y la integración, desde los Estados Generales del Saber nos hemos

planteado el desafío de organizar una actividad de diálogo y reflexión que tome, entre otras

temáticas, los vínculos y tensiones entre la Antropología y la Sociología y las proyecciones que

ambas manifiestan en nuestro contexto actual.

Los interrogantes sobre los cuales se concibió el debate se centraron alrededor de temas histórico-

disciplinares (las primeras generaciones de sociólogos y antropólogos en comparación con la actual;

la existencia o no de una “Historia” de las disciplinas; la especificidad argentina y latinoamericana

frente a tradiciones anglosajona y francesa; las definiciones de sociología y antropología -en general

y en el IDAES, en lo metodológico y en lo profesional-), de cuestiones relativas a la formación (¿en

qué sentido la creación de nuevas formaciones reproduce o modifica modalidades más

tradicionales?; ¿se propicia la articulación con otras ciencias sociales? ¿y con la historia y la

filosofía?; ¿cómo enseñar a hacer investigación?), de los aspectos profesionales (inserción,

colaboración), de la investigación (en general, en la Argentina, en el IDAES), de las articulaciones

(hacia el exterior, con otros centros de estudio, al interior de la UNSAM y con el espacio

público/político y los medios de comunicación) y de los desafíos y líneas de acción que pueden

plantearse para el corto, mediano y largo plazo.

Sin pretender hallar respuestas cerradas, y con un espíritu constructivo, los Estados Generales del

Saber en Sociología y Antropología implicaron una intensa reflexividad que puso al descubierto

rigideces, incertidumbres, apuestas y densidades que estas disciplinas (y carreras) alojan, combaten

y permiten observar. Su realización se ha evidenciado como un paso muy valioso para la

construcción de significantes comunes y la visibilización de espacios simbólicos y concretos para el

pensamiento y las acciones colectivas.

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EST ADO S GE NER AL E S D EL SA BE R : SO C IO LO G ÍA Y ANT RO PO LO G ÍA [6]

Apertura

-Silvia Bernatené:

Buenos días a todos. Soy Silvia Bernatené, secretaria académica de la Universidad; les doy la bienvenida

y les agradezco, también, por formar parte de estos Estados Generales del Saber. La Universidad viene

realizando este tipo de encuentros desde hace dos años, y la discusión sistemática y colectiva en torno al

saber ya ha pasado a ser una de las políticas centrales de esta Secretaría. La Universidad produce y

forma sujetos en todas las disciplinas y áreas. Si me permiten, hablaré de la noción de “área” de

conocimiento; muchas de las actividades de una universidad como esta, pluridisciplinar, no tienen un

recorte ni una tradición de tipo disciplinario ni mucho menos universitario; se trata de un desafío a futuro.

Por primera vez en las dos o tres últimas décadas hay áreas en las que la Universidad ha tomado la

iniciativa en la producción de conocimiento, investigación y en la formación ulterior de profesionales.

Creemos que tal modelo de universidad –una institución que piensa en la producción de conocimiento,

que debate de manera sistemática y de forma colectiva– puede recurrir a su propia historia cuando llega

el momento de tomar decisiones para pensar nuevas propuestas de formación e investigación, asumir

nuevos desafíos y construir acuerdos. Las discusiones surgidas de estos Estados Generales sean, quizá,

un modo de recuperar una voz colectiva en torno –en este caso– a la sociología y la antropología. Hasta

el momento han participado, con experiencias similares, la Escuela de Ciencia y Tecnología –con un

debate en torno a la producción de conocimiento en el área de energía– y la gente del área de educación

–también en relación con un objeto y un conjunto de disciplinas que pudieron sostener un debate

interesante–. Finalmente y a principios de este año, un debate análogo se dio al interior del área de

turismo. En todos los casos hubo recurrencias y siempre estuvo presente la reflexión en torno a cómo se

constituye el objeto de la disciplina en cuestión, cuál es la historia de esa disciplina. De esas experiencias

participaron, también, el mundo de la empresa y diversos actores sociales –ambos, ciertamente, con algo

que decir sobre energía, educación y turismo–, de lo que surge una cuestión interesante: cómo otras

manifestaciones pueden dar origen a un cruce de saberes. Hablaba yo de reflexión, de la incorporación

de los otros y de la generación de controversia. Lo cierto es que la intención no es construir un consenso

y una voz única en torno a posiciones asumidas al interior de los distintos campos del saber, sino dejar

constancia de esas posiciones manifiestas y poder actuar en consecuencia, reconociendo las

discrepancias. Aun así, siempre hay, en la diversidad, hay algo común que nos reúne: la discusión en

torno al saber. Una universidad como esta, con veintidós años de vida, algo habrá aprendido sobre sí

misma y habrá dejado, en consecuencia, un espacio institucional para que una experiencia de esta

naturaleza se siga realizando regularmente. El objetivo es que más áreas de conocimiento se sumen y

participen de estos Estados Generales y que esta experiencia gane periodicidad: que dentro de cuatro o

cinco años podamos sentarnos nuevamente en torno a esta mesa y recuperar la palabra de especialistas,

formadores, investigadores, en fin; todos aquellos que tienen algo para decir. Por último, quisiera señalar,

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a modo de agradecimiento, que esta es una experiencia iniciada con Alexandre desde la Secretaría

Académica y sostenida, con mucho trabajo, en dialogo con colegas de otras unidades académicas.

Gracias por haber venido.

-Alexandre Roig:

Muchas gracias, Silvia; buenos días a todos. Venimos pensando en esta experiencia –los así llamados

Estados Generales del Saber– desde hace dos años y a partir una lógica que tiene que ver con varios

procesos. Quisiera contar, brevemente y desde el IDAES, qué significa eso. El primer punto a entender es

que, en las universidades en general, coexisten varios mapas y que el mapa predominante es el del

organigrama; este mapa, muchas veces, no se superpone con el mapa de los saberes y sus lógicas. Es

importante, pues, que con cierta regularidad se ponga la lógica del organigrama en suspenso para que

aparezca aquel otro mapa: el de los saberes, y que lo haga de la forma más pragmática posible –que no

se vea eclipsado ni por la figura del director del área, ni por el decano, etcétera–. Las preguntas a

hacerse son: ¿de qué se trata la disciplina? ¿Con qué saberes contamos al momento? ¿Cuáles son sus

dinámicas y sus lineamientos? ¿Qué es lo que, realmente, se está haciendo a nivel investigativo? Eso

implica retomar, a través de los Estados Generales, una tradición fruto de una experiencia francesa que

se hizo en los años setentas –después de mayo del ’68– cuando los filósofos asumieron el hecho de que

ya no era posible producir filosofía del mismo modo que antes: el mayo del ’68 había sido, efectivamente,

una divisoria de aguas. Inicialmente, se trató de una idea de Derrida; desde entonces es una práctica que

la filosofía francesa lleva a cabo regularmente –es, nos parece, lo que en algunas empresas se llama

buenas prácticas y que nosotros buscamos retomar como un ejercicio regular de reflexividad–. ¿Qué

implican los así llamados Estados Generales? La expresión “Estado General” refiere a un momento de

suspensión del organigrama: Si bien los expositores serán quienes, inicialmente, den comienzo al

discurso, la idea es que haya cierta circulación de la palabra –esta apertura implica, en sí, una

contradicción con la propia lógica de un Estado General, pero de alguna manera hay que explicarlo–. Una

vez que hayamos hablado, la idea es que no haya decano, ni secretario, ni director de carrera; que el

organigrama desaparezca y que haya concretamente investigadores que hacen cosas, docentes que

enseñan cosas, estudiantes que aprenden cosas y así sucesivamente. Ese es un primer punto. Después

de la presentación de Alejandro Blanco y Rosana Guber vamos a llevar a cabo una presentación sobre el

IDAES: datos de investigación y resultados de una encuesta que hicimos entre nuestros investigadores y

que apunta a objetivar lo que hacemos, dar cuenta de nuestras representaciones, redes de trabajo y

lógicas de funcionamiento. Del mismo modo, esto también implica una suspensión del organigrama pero

también una suspensión de la rutina. La práctica científica, como tantas otras prácticas profesionales,

corre el riesgo de volverse rutinaria y perder de vista lo importante. En ese punto, creemos que conocer la

historia de una disciplina es, precisamente, una forma de tomar distancia, poner la rutina en suspenso y

comprender que, como sociólogos y antropólogos que somos, todo lo que hacemos se inscribe en una

trayectoria. Fue por eso que pedimos a Alejandro y a Rosana que vengan a hablarnos, respectivamente,

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de la historia de la sociología y la antropología para que podamos reflexionar juntos y tomar distancia en

relación a nuestra propia historia desde el IDAES. Advertirán que las intervenciones de estos días no

serán dadas por profesores del IDAES; la idea era precisamente esa: poder poner en juego la dimensión

especular; contar con un otro que nos ayude a pensarnos. Se trata de dar cuenta, como decía Silvia, de

un ejercicio de reflexión; de pensar la disciplina en relación con el otro –por eso, el jueves vamos a llevar

adelante una muestra de danza con Oscar Aráiz, y reflexionar respecto a la relación entre arte y ciencias

sociales con la intervención de Walter Cenci, que va a mediar entre esa variedad de discursos–. Hoy, a la

tarde, vendrá Eduardo Rinesi a hablarnos de los vínculos entre ciencias sociales y política –tal vez la

pregunta a formularse sea si existe, realmente, un “otro” de las ciencias sociales–. No fue sino en tal

sentido que llevamos adelante, en el IDAES, una serie de almuerzos con investigadores y que versaron

sobre las relaciones entre ciencias sociales y filosofía, ciencias sociales y política, etcétera. Es decir, se

trata de pensar en ese “otro” –el mismo ánimo impulsó la relación con la Secretaría de Extensión y su

trabajo con organizaciones del partido de San Martín–. El otro punto es la controversia: ¿qué significa la

controversia? No significa, ciertamente, la producción de consenso sobre perspectivas académicas sino,

justamente, entender que si algo que caracteriza al proyecto intelectual del IDAES –más allá de acuerdos

básicos sobre la calidad de la labor a realizar– es la coexistencia de varias formas de producir

conocimiento y de enseñar, y la convicción de que esas divergencias deben explicitarse. La controversia

tiene que ver, precisamente, no con suturar la diferencia sino con explicitarla, pensarla y dotarla de

productividad. En este sentido, una nota al pie metodológica: verán que somos muchos; sería bueno que,

con el objetivo de permitir la circulación de la palabra, las intervenciones de cada uno no excedan los dos

minutos. Para finalizar: esa experiencia de que doy cuenta –que ya existió en otras unidades académicas

y que ahora estamos realizando en el IDAES– tiene que ver con una forma de pensar la institución en su

conjunto. Por tanto, quisiera agradecer a la Secretaría Académica, con la cual hemos organizado estas

jornadas –más que un agradecimiento, es un trabajo común–, a Lectura Mundi y al Observatorio de

Educación Superior, que también participa de la experiencia mencionada. Cedo la palabra; muchas

gracias.

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Mesa 1: Conversaciones sobre tradiciones e historia

de la Sociología y la Antropología

-Mariana Heredia:

Buenos días a todos; es un gusto coordinar esta primer mesa de los Estados Generales. Gracias a la

UNSAM y al IDAES por este espacio de reflexividad colectiva. Quisiera presentar a Rosana Guber.

Rosana es antropóloga por la UBA, magister de FLACSO, doctora en antropología por la Hopkins

University. Hoy es investigadora principal del CONICET con sede en el IDES, y directora del Centro de

Antropología Social de la misma institución. Coordina, además, la maestría en antropología social que se

dicta entre el IDES y el IDAES. Es autora de diversos trabajos sobre la guerra de Malvinas y las

perspectivas de sus distintos participantes y tiene una extensa producción reflexiva en torno a la

etnografía y el trabajo de campo en la antropología –quisiera mencionar, en particular, su libro “Historia y

estilos de trabajo de campo de la antropología”, escrito junto a Sergio Visacovsky en 2002, y la

articulación etnográfica que llevó adelante en 2013, entre otras obras de reflexión sobre esta materia–.

Cedo la palabra a Rosana, y después presentamos y escuchamos a Alejandro.

-Rosana Guber:

Agradezco la invitación. Hablar de la propia disciplina es un compromiso pero también un reconocimiento.

Hablar de la “antropología de la antropología” es, forzosamente, hablar de algo del pasado –me refiero a

la historia de la antropología, particularmente de la antropología social desde 1990–. Estos estudios que

llevé adelante fueron paralelos a mi otra investigación, aquella de la guerra de Malvinas entre Argentina y

Gran Bretaña, en 1982. Quisiera decir que me parece fantástica la idea de llevar a cabo los Estados

Generales; es cierto que tienen una intensa carga de balance –además, tremendamente estatal y

francés–. Lo primero que hice fue reflexionar en torno a cómo conectarme con ustedes; me empecé a

preguntar cómo objetivar el estado de la disciplina en el IDAES en relación a la historia y tradición

antropológicas. Hay, sin dudas, en esta disciplina, una orientación universal –por supuesto, si es francés

es universal, que más que menos–. Como yo me defino como argentina y madre –o madre y argentina,

como decía un insigne prócer del humor argentino, Jorge Luz–, entonces me planteaba esta tensión

existente entre una disciplina supuestamente universal, que a la vez es –y debe ser– local y nacional.

Surge, entonces, la cuestión en torno a cómo conjugar y combinar esto. En parte, es una decisión de

cada quien; es parte de nuestra voluntad. Somos nosotros los que queremos ver de qué manera dar

cuenta y conjugar esa tensión. Pero la combinación también viene dada por las trayectorias: así como la

estructura y la agencia definen y determinan a la gente con la que trabajamos, también nos definen a

nosotros. Entonces, la primera pregunta que yo me formulaba es la siguiente: ¿cómo nos rige la tensión

entre la determinación estructural –la trayectoria, lo heredado, ese campo ya cultivado, y arado– y nuestro

trabajo actual y futuro? ¿Cómo esta tensión entre lo dado y lo creado nos rige a los argentinos que

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hacemos antropología y a los extranjeros que hacen antropología en la Argentina –no solamente en el

campo, sino también en instituciones argentinas–? La segunda cuestión está vinculada a determinar

cómo la disciplina nacional y local hace la antropología. Me parece que son dos cuestiones que están

presentes en mis interrogantes, del mismo modo que estuvieron presentes en un hecho que excede lo

nacional como es una guerra. Yo empecé a trabajar, en rigor de verdad, antes de la década de los

noventas, más bien cuando empecé a estudiar. No quería hacer antropología convencional, en parte por

cuestiones de afinidad política; eran los setentas –más precisamente, 1977–; yo estudiaba y los primeros

antropólogos que conocí en la vida –Hebe Vessuri y Santiago Bilbao, ambos exiliados en Venezuela– se

definían como antropólogos sociales. Esa era la antropología que a me interesaba; cuando tuve que dar

mi examen de candidatura doctoral, uno de los gigantescos listados de examen era sobre área, sobre

región, y yo había tomado el sur de Sudamérica. Fue así que me puse a leer sobre las etnografías

argentinas, algo sobre lo que no había leído nunca. Presenté una lista a uno de mis profesores del

comité, Sidney Mintz, que me dijo: “no, pero acá faltan todos; faltan los abipones…”. Le digo que esos ya

no están; me contesta: “No, pero la etnología es parte de la antropología”, y me devolvió, como en un

camino de ida, toda la etnología que yo había querido evitar entre los años 1974 y 1975; en 1982 me

recibí. Es decir que hice toda la carrera en resistencia activa, repitiendo lo que querían que dijese. Así es

como me inicié en la historia de la antropología, con mi vivencia como estudiante de una carrera cuyo

director era el fascista Bórmida –además de fascista, fenomenólogo y hermeneuta–, y atrás de quien

venía una horda de católicos exacerbados; nada de eso sirve. Quisiera destacar la figura de Martha

Blache –quien nos dio cuenta de una versión más renovada del folklore– y, fundamentalmente, de

Augusto Raúl Cortázar, uno de los primeros fundadores del folklore en América Latina. Cortázar inició el

estudio del folklore visto no sólo como el estudio de la cultura oral, que era la tendencia norteamericana,

sino también –y sobre todo– desde el punto de vista patrimonial; toda la cuestión vinculada al patrimonio

inmaterial tan de moda hoy en día él ya la manejaba entonces permanentemente –de esa visión surgió su

libro “El Carnaval en el folklore calchaquí"–. En aquel momento estaban los etnólogos y estaban los

arqueólogos; yo no iba a ser arqueóloga, de manera que la etnología se perfilaba como la opción a

seguir. Mientras tanto, iba haciendo mis averiguaciones en torno a la antropología social en el IDES,

donde había antropólogos sociales formados en los sesentas y setentas. Cuando me tuve que poner a

leer sobre los abipones –y, por ejemplo y en particular “Del algarrobo al algodón”, de Cordeau y Siffredi,

etnólogos y profesores de mi carrera–, me encontré con un panorama muy distinto. Bórmida– por caso,

en “Mito y cultura”– decía que había que estudiar los mitos de Eva Perón, que, a la sazón, acababa de

publicar Judith Taylor. En un panorama de esta naturaleza, los buenos y los malos se me empezaron a

mezclar y a entrecruzar. Claro que esto es indicativo de una época determinada que se extendió, incluso,

más allá del retorno de la democracia. Cuando se comienza a indagar, en mi caso sobre la antropología y

la trayectoria antropológica, ¿de dónde salen las preguntas? ¿A quién le está escribiendo uno? ¿A quién

le escribo cuando escribo sobre Malvinas? ¿Y a quién, cuando escribo sobre la antropología,

particularmente la antropología social en la Argentina? Fue hace alrededor de veinte años, a partir de

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1994, que me puse a trabajar más seriamente en torno a la antropología social en particular. Mirándolo de

forma retrospectiva, mi proceso de investigación fue un constante darme cuenta de los sentidos comunes

más acendrados y profundos, aquellos que eran parte de mi instrumental de investigación. Se dio en mí

un intento y un empeño por formarme en una carrera posterior a la carrera efectivamente realizada,

porque yo había negado la carrera que había hecho. Creo, efectivamente, que lo que marca no sólo a la

antropología, sino a todos nosotros en la Argentina es la idea de ruptura; la relación entre las distintas

capas geológicas que nos forman. Pertenecemos a una capa geológica que vino después de un

cataclismo qué sucedió a otra capa geológica, que a su vez vino desde un cataclismo de una capa

geológica que pertenece a nuestros ancestros y que está vinculado a la emigración y al desplazamiento.

Siempre está presente la cuestión de la reinvención, del redescubrimiento; creo que se trata de algo muy

inherente a nuestra manera de pensarnos –y es algo que la antropología en la Argentina sostiene a

muerte–. La licenciatura en ciencias antropológicas de la UBA se firmó en 1958 y se empezó a dictar al

año siguiente. Mientras La Plata sigue una línea más biológica, la UBA tiene una orientación etnológica

más de índole folklore-arqueológica. Precisamente, la novedad que traía la licenciatura consistía en estas

tres orientaciones: folklore, etnología y arqueología. Se venía haciendo arqueología y antropología física,

pero fue con Bórmida que la etnología comenzó a tener más preponderancia. Uno de los temas a los que

hicimos alusión fue el de los guiños a antropología del norte: una –del sur del norte– que, en general, no

aparece mencionada es la tradición italiana. Se habla de la francesa, también de la norteamericana y de

la inglesa; lo cierto es que la escuela italiana es tan importante con Germani como lo es con Bórmida, y

es a partir de allí que surge un etnólogo del propio país, de Martino, un "folklorólogo". De Martino era

ambas cosas porque, además, estudiaba en la misma zona donde había trabajado. En esta escuela

estaba muy presente la figura de Gramsci, con quien se dialogaba permanentemente. De hecho, el

programa académico de Bórmida estaba estructurado sobre la base de la tesis doctoral de De Martino,

que era socialista y comunista. Me dirijo a plantear la siguiente inquietud: ¿qué agenda nos compramos,

que no nos corresponde y que no es nuestra? Traté de responder a este interrogante por la vía que me

resultaba más familiar, que era la de la antropología social, con cuyos referentes estaba en contacto. A

diferencia de lo que ocurrió con los sociólogos, la mayor parte de los antropólogos sociales que se exilió

del país –Eduardo Menéndez, los mencionados Hebe Vessuri y Santiago Bilbao, Eduardo Archetti,

etcétera– no volvió nunca más; era gente que ya no estaba en la UBA, estaba en otras universidades.

Con lo cual cabe plantearse: ¿había tenido la UBA, en verdad, una antropología social? La respuesta es

no, no la había tenido. Lo que había existido era un movimiento –en 1972, 1973– vinculado a las así

llamadas cátedras nacionales, en cuyo ámbito se hablaba de antropología social –lo que para algunos

era, despectivamente, la antropología del tango y del dulce de leche, temas que para nosotros, hoy,

serían completamente aceptables pero que no lo eran en aquella época–. Los antropólogos sociales de

entonces eran los que trabajaban sobre el mundo rural y no estaban, precisamente, en Buenos Aires sino

haciendo trabajo de campo en Misiones, Tucumán, Santa Fe, Mar del Plata, etcétera. Mi objetivo,

entonces, fue intentar reconstruir esa antropología social y recuperarla en el sentido más llano y vulgar

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vinculado al concepto de la memoria. En mi opinión, la mejor antropología social que conoció la Argentina

fue una antropología social surgida de cara a una realidad concreta y actual; una forma totalmente

innovadora de filiación británica y francesa, algunos de cuyos exponentes –como Leopoldo Bartolomé–

fueron publicados tremendamente tarde; yo descubrí, en los años que siguieron al regreso de la

democracia, que los estudiantes no conocían nada de esta antropología social. Esto es algo que quisiera

señalar. Y aquello con lo que quisiera cerrar es con la otra línea de investigación, y está vinculado a la

antropología social con trabajo de campo intensivo e inserción institucional. De particular relevancia me

parece la cuestión del organigrama. El organigrama, en Argentina, tiene una presencia tan fuerte que las

jefaturas no suelen dejar resquicio para el pensamiento sobre la otredad. Da lugar a controversias

controladas y políticamente correctas para la institución, pero lo cierto es que, por citar un ejemplo, Esther

Hermitte no entró al CONICET siendo la mejor tesis de la Universidad de Chicago y no entró a la UBA

sino en los últimos años de su vida, en 1984 –y en su caso se trató, más bien, de un título honorífico;

mientras tanto, se murió de hambre–. Esther Hermitte trajo la antropología social al país, y siempre

destacó la importancia del trabajo de campo; a ella le debo mi trabajo sobre esa línea de investigación

que es el trabajo de campo intensivo. Lo cierto es que a Esther Hermitte no se la conoce y yo me

propongo a mí misma que se la conozca; porque ella fue el “enganche” con la antropología social en un

momento –1984– en el que la mayor parte de los antropólogos sociales estaba fuera del país y no había

regresado. Aquellos quienes nos decíamos antropólogos sociales no teníamos ejercicio; hecha la

salvedad del caso particular de Misiones, que desafiaba el carácter autoritario del organigrama y su

vínculo con el saber, la práctica de la antropología social estaba muy desperdigada y recién comenzó a

formarse a partir de 1984. Espero que siga ese camino.

-Mariana Heredia:

Gracias, Rosana. Ahora vamos a escuchar a Alejandro Blanco.; sociólogo por la Universidad de Buenos

Aires, máster en sociología de la cultura por el IDAES, y doctor en historia por la Universidad de Buenos

Aires. Enseñó en distintas casas de estudio y produjo una diversa cantidad de artículos y capítulos de

libros; en particular se lo conoce como un especialista de Gino Germani y, en general, como un estudioso

de los padres fundadores de la sociología argentina –algo que dejó cristalizado en dos de sus obras:

“Razón y modernidad” (2006), y “Sociología en el espejo. Ensayistas, sociólogos y críticos literarios en

Argentina y Brasil”, que acaba de publicarse–. Lo escuchamos.

-Alejandro Blanco:

Muchas gracias, Mariana; me siento muy honrado por la invitación. Les confieso sentirme un poco

intimidado por la cantidad de gente aquí presente; les agradezco mucho a los organizadores del evento.

Como acaba de señalar Mariana, mi trabajo sobre la historia de la disciplina nunca fue más allá de los

años sesentas; es decir, soy simplemente un observador profano de estos últimos treinta años y voy a

hablar en calidad de tal. Mi intervención será similar a la de Rosana; quizá añada un costado

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autobiográfico, si me permiten –y aunque sé que es horrible hablar de uno mismo–, porque será útil a la

hora de objetivarse, objetivar la propia trayectoria y trazar un esquema de comprensión que me gustaría

presentar, como pensado en voz alta, en torno a la discusión sobre estos treinta años. Lo primero que

uno podría decir está vinculado a la treintena: uno está acostumbrado a que las historias que escribía

durasen cinco, cuatro, ocho años –y este es un dato no menor de la cultura argentina y de la relación de

su sistema académico con su sistema político–. Yo estudié en Brasil, y pensando en su sistema

universitario traigo el ejemplo de la Universidade de São Paulo, fundada durante el período autoritario de

los años treintas. A nadie vinculado a las ciencias sociales se le ocurriría pensar la repercusión que esa

característica pudiera haber tenido en el sistema educativo –Florestán Fernández no empezó escribiendo

sobre el “varguismo”–; es decir: la experiencia y la vinculación que las ciencias sociales tienen con la

cuestión política es, en ambos países, muy distinta. De manera que, creo, ya es un dato relevante el que

podamos pensar en treinta años de acumulación intelectual en ciencias sociales. Y, ciertamente, las

observaciones que yo haga también quisiera hacerlas en comparación, porque aunque las

comparaciones son odiosas, son útiles y sirven a la reflexión. Podríamos decir que, con el retorno de la

democracia, la sociología sufrió una segunda fundación –su primera fundación, en los años cincuenta,

está vinculada a la figura de Germani–. En este sentido, quisiera destacar lo siguiente: mirando en

perspectiva estos treinta años, en relación con aquellos años cincuentas y sesentas, mi opinión es que,

en aquellos años fundacionales, la sociología alcanzó relieve, presencia pública y se convirtió en una

disciplina carismática atrayendo hacia sí vocaciones intelectuales que iban completamente en otra

dirección: estudiantes de filosofía y de letras, por ejemplo, migraban a sociología. Si uno analiza esta

cuestión de forma comparada, advierte que el éxito de la sociología de los cincuentas está vinculado al

haber encontrado un tema alrededor del cual generó una tradición de discusión: el peronismo. Hoy,

precisamente, es difícil ver eso: una tradición de discusión; y lo es, particularmente, en dos cuestiones

centrales: peronismo e inmigración masiva. Sobre esas dos cuestiones, los sociólogos hemos venido

discutiendo desde los cincuentas hasta los ochentas. Ciertamente hubo otros temas, pero fueron esos

dos los que atrajeron la atención de sociólogos, economistas e historiadores; es decir, se formó una

agenda mucho más interdisciplinaria –respecto a esto último también quisiera referirme luego,

comparándolo con el momento actual–. Cuando uno puede recorrer la historia de la sociología a través de

ciertos libros es que se ha consolidado una tradición; y tal es el caso: empieza con los dos grandes textos

de Germani sobre el peronismo y sobre inmigración masiva; luego, esa discusión continúa con

Portantiero y Murmis y es cerrada por Juan Carlos Torre. Se trata de un arco perfecto que va de los años

cincuentas, atraviesa los setentas y llega a los ochentas; tal arco da cuenta de una tradición de discusión

y de un campo de interlocutores. Lo mismo ocurrió con el tema de la inmigración; fue la sociología la que

armó la agenda de los historiadores. Podría argumentarse: “Fue Romero el primero en hablar sobre

inmigración”; ciertamente que la narración está en el ensayo, en la narrativa; pero, ¿quién discute

movilizando instrumentos de objetivación distintos a los narrativos, a los ficcionales, a los ensayísticos?

La sociología. Esa discusión ciertamente sigue; podríamos empezar con Germani y terminar con el libro

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de Devoto. Uno puede, entonces, reconstruir un linaje, y esa es una característica que tuvo el período

fundacional de la sociología y lo que ayuda a explicar la presencia gravitante de esa disciplina en el

campo intelectual argentino durante aquel período de modernización cultural y disciplinar. Un segundo

aspecto característico de aquella etapa está vinculado a la ambición intelectual: uno lee el ensayo de

treinta páginas sobre la inmigración masiva y no sólo entiende la inmigración, sino que entiende también

el tango, la cultura, el sistema político, la estructura y movilización sociales, el igualitarismo, etcétera; todo

contenido en un texto de esa extensión –lo mismo va a ocurrir con los trabajos sobre el peronismo–. Creo

que nosotros no fuimos capaces de escribir libros de esa calaña. Entiendo que quizá sea una impresión

exagerada y que se trató de un momento carismático de índole fundacional; sí. Pero me gustaría

desafiarlos a pensar; a mí, por lo pronto, me cuesta pensar en la generación de textos de esa

envergadura –textos que producen, en el lector, la sensación de que la sociedad ha mejorado tras la

lectura–, no estoy seguro de que hayamos podido lograr ese nivel de producción en estos treinta años de

sociología. No estoy abriendo un juicio sobre la calidad de las producciones, aunque no sabría qué otro

calificativo ponerle.

Quisiera hablar de los esquemas, y ahí me introduzco en una suerte de autobiografía. Cuando uno intenta

armar un esquema de estos treinta años en democracia, advierte de qué forma la periodización cultural

está pegada a la periodización política. Es increíble; en la Argentina no se puede hacer de otro modo. Es

decir, tenemos: 1983–1990; 1990–2003 y 2003–a la fecha. Es notable hasta qué punto la cultura no

puede zafarse de la periodización política. Yo seguí ese esquema –quizá alguien tenga un esquema o

argumentos distintos; de ser así, me gustaría escucharlo–. De manera que tenemos así: 1983, apertura;

1990, una cierta morfología del sistema de educación superior y de la sociología. ¿Qué es lo que ocurre

allí? Hay dedicación simple, no hay profesión académica –no puede haberla porque no hay condiciones

para que la haya–. Claro: hay cosas mucho más urgentes –desmontar el aparato represivo, democratizar,

etcétera– que llevan su tiempo. Los sociólogos siempre somos más sensibles al espacio, pero el tiempo

es una dimensión de la experiencia que –esto lo aprendí de los historiadores– es vital: sino, uno exagera,

sobreinterpreta; llevó tiempo advertir eso. Aquellos fueron los años en los que yo –y muchos de los

presentes– nos formamos; se trató de una muy buena formación porque recibimos a los profesores que

volvían del exilio en la plenitud de su desarrollo intelectual, en un período productivo y –dato significativo–

afirmándose por primera vez en su trayectoria como productores culturales –antes eran un poco de todo:

escritores, militantes, etcétera– y viéndose, por así decirlo, confinados en un espacio cerrado como lo es

la universidad. Sin embargo y con todo, no se advierte un verdadero compromiso en la enseñanza, y esto

porque todavía no hay condiciones para la consagración, en términos weberianos, de cuerpo y alma a la

academia. Esta etapa de dedicación simple se prolonga hasta los noventas. A los años noventas,

nosotros, los sociólogos, llegamos sin rumbo. No hay qué hacer porque, si bien estábamos aventajados

en cuanto a que nuestra escolaridad de grado es larga –de seis años en promedio, cuando el promedio

internacional es de cuatro–, un dato no menor es que no había posgrados. Como sea, los años noventas

serán recordados, entre otras cosas, porque fue cuando se estableció la, por así decirlo, infraestructura

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inicial de lo que hoy es la carrera académica; la ampliación del sistema de educación superior,

llamémosle su “democratización” –con ella, las primeras generaciones de universitarios en San Martín,

Quilmes, General Sarmiento, etcétera–. Siempre se habla del gasto público y de la infraestructura;

evidentemente, en ese caso la inversión pública lo hizo bien, porque generó un sistema de educación en

el conurbano –la creación de seis universidades en pocos años– hasta entonces inexistente, irradiando

desde la periferia al sistema central que era la Universidad de Buenos Aires. Ahora bien; ¿cuándo

empieza una institución de educación superior, a dar sus frutos? Al menos quince años después que

arma sus programas de investigación. Todo lo que advertimos después de 2003 –la disciplina bien

instalada a nivel financiero, el volumen de papers, la calidad de los investigadores, etcétera– es el

resultado de una acumulación que surgió del conglomerado inicial de instituciones universitarias creado

en los noventas. Ahora viene la parte autobiográfica. Esta carrera sin rumbo fue, sin embargo y para

nosotros, muy importante en virtud de la vitalidad que rezumaba; esto se volvía visible –como un rasgo

morfológico de la cultura argentina– en las revistas culturales. Sociales siempre fue una carrera

insatisfecha consigo misma, y esta suerte de insatisfacción y rebeldía se manifestaba a través de estas

revistas, verdaderos movilizadores vocacionales de mediados de los años ochentas. Allí escribían

colegas un poco más grandes que nosotros –Ciro Morello, Christian Ferrer Toro, etcétera– y era a través

de esos canales que ingresaban las novedades intelectuales. Después estaban aquellas revistas que, si

bien contestatarias, no estaban fuera del sistema; hay dos de ellas que fueron decisivas para mi

formación: “Ciudad Futura” y “Punto de vista”. Yo no me podría explicar, como lector, sin esas revistas.

Por supuesto, uno leía libros –fotocopias de un texto de teoría social– pero, en el fondo, la vitalidad

estaba en aquellas revistas. Por eso, aquel periodo, flaco institucionalmente, fue muy poderoso a nivel

cultural –y más poderoso aún que los posteriores años noventas, por el grado de concentración en la

agenda de la disciplina–. Uno podría hablar de la “transitología” de los ochentas: la democracia, la cultura

autoritaria, O’Donnell, Portantiero, el discurso político, las nuevas reglas, el pacto, etcétera. La Facultad

de Ciencias Sociales siempre fue un bazar donde cada uno tenía su cursito. Nunca tuvo orientación ni

nadie se atrevió nunca a poner allí orden. Cabe preguntarse: eso, ¿es bueno o malo? No lo sé, quizá no

lo sepamos ahora y podamos medirlo mejor más adelante. Quiero hacer mención a “Punto de vista”,

porque fue un capítulo aparte en sintonía con ese momento muy particular de la historia argentina que fue

la transición democrática. Nos preguntábamos entonces: ¿qué se va decir en “Punto de vista”? ¿Por qué,

para mí, es un capítulo aparte? Porque nosotros, en la Argentina, tenemos una formidable tradición

sociológica que no es fácil de encontrar en América Latina; en los noventas se dio un fenómeno notable

de innovación cultural que hoy llamaríamos “sociología de la cultura” –hasta entonces nosotros no

contábamos con ese término–. ¿Cuáles son, para mí, los datos sorprendentes a la hora de revisar los

papeles y la bibliografía? En Argentina, el primer programa de sociología de la cultura lo dirigieron –me

refiero a sus mentores y directores– dos personas provenientes de las letras –e integrantes de “Punto de

vista”–: Sarlo y Altamirano. El primer libro que codifica el conocimiento cultural en la Argentina –y también

en América Latina, pero pensemos en la Argentina–, lo edita Carlos Altamirano, que viene de letras. En

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los noventas, entonces, se dieron dos fenómenos. Uno, ya conocido; la desagregación y desafiliación

social –los nuevos pobres, la pobreza estructural–. Pero por otro lado, se empezaron a vislumbrar

procesos de hibridación de rol –me gustaría llamarlos así–. Pablo Semán es una hibridación de rol, yo –

sociólogo, historiador– soy una hibridación de rol. Somos gente que va mezclando las disciplinas, porque

fue un momento de confusión de agenda y de orfandad temática en donde lo que quedó fue lo

sociológico; es entonces cuando se escribe el segundo capítulo de la estructura social de Germani –

porque Torrado también saca su libro entonces, que es la actualización de ese volumen formidable y

fundador de nuestra disciplina–. Entonces, aquellos que teníamos inquietudes culturales adoptamos la

estrategia de infiltrar otras disciplinas. Yo, por caso, infiltré la historia intelectual; empezamos a hibridar

los roles y nos abrimos a otros contextos. Una última cosa para pensar: el saber tiene una ecología; por lo

tanto, el espacio pasa a ser muy importante, además del tiempo. Nuestra tradición se fundó en un

espacio que fue el de la Facultad de Filosofía y Letras, con un polo atrayente de las humanidades al lado

suyo y que incidió fuertemente en la disciplina –fue tal su influencia, que la sociología en los años

sesentas se escribió junto con la historia social; la mejor producción de la época fue fruto esa alianza.

Nuestra mudanza e independencia –en los ochentas, o noventas, no recuerdo– cambia las cosas. Los

sociólogos, al cambiar de vecindario, desertamos un poco del pasado. ¿Por qué le dejamos la historia a

los historiadores? Así como, durante mucho tiempo, le dejamos también la cultura, ¿por qué la historia es

objeto de estudio sólo de historiadores y críticos? ¿Por qué no también de nosotros? De manera tal que,

en virtud de esa reconfiguración ecológica, creo yo que también nuestra disciplina se vio afectada –

perjudicada y beneficiada en diversos aspectos–; nos abrimos mucho, por ejemplo, a los lenguajes de la

comunicación –no sé si lo hubiéramos hecho de otro modo–. Estábamos junto a la carrera de

comunicación, que era una disciplina pujante, poderosa, atractiva e innovadora y fue así que el lenguaje

de los medios empezó a infiltrarnos a nosotros.

-Mariana Heredia:

Pensaba, escuchándolos, que cada uno de nosotros tiene una biografía y una historia que recorta

tradiciones diferentes; parte de esa pluralidad se aglutina hoy en esta sala –las luces y las sombras del

pasado–. Esto puede funcionar como uno de los disparadores para las futuras intervenciones: qué

rescatar de esa tradición y de esa historia; qué cambios son, hoy, más propicios para el desarrollo de la

sociología y la antropología en la Argentina en general y en la UNSAM en particular. Los que quieran

tomar la palabra están invitados a hacerlo.

-Luciana Anapios:

Yo vengo de historia; entonces, sólo por el impulso de sentirme interpelada por lo que decía Alejandro,

me parece muy atinada la idea de que la agenda de la historia fue configurada por la sociología. Creo que

con eso ya podemos lanzar la pelota para empezar los Estados Generales del año próximo –que van a

versar sobre historia–. A modo de chicana, uno puede decir que la agenda de los historiadores y que la

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agenda de la sociología de la cultura fue estructurada por aquellos formados en letras, etcétera; Se trata

del juego de la circulación de las disciplinas. Quería reflexionar en torno a esto que se mencionó, que no

hemos sido capaces de escribir obras sistemáticas. No lo veo como algo peyorativo, al menos en el caso

de historia. Tal vez esta etapa –esta larga etapa– involucre más una tarea de hormiga: la de horadar

lentamente algunas imágenes y representaciones del pasado que están muy instaladas por lo que tienen

de sólidas y verosímiles –pienso desde Terán, en nuestros años sesentas, hasta Luis Alberto Romero y

su visión sobre los sectores populares–. Me parece que es interesante pensarlo, por cuanto estos

aspectos de las obras que mencioné permiten entender mejor a la sociedad argentina. Creo que lo que se

escribe hoy –me remito a la disciplina que yo conozco–, no permite entender mejor a la sociedad

argentina; los trabajos que me parecen más inspiradores permiten, sí, quizá, complejizarla mejor, pero no

sé si entenderla. Siempre hay, allí, una tensión. Otra cuestión: se mencionaba la periodización cultural en

la Argentina y el hecho de que siempre está unida a la periodización política. Coincido, pero me parece

que el despegarse y armar periodizaciones propias, por así decirlo, es un desafío que se viene

planteando cada vez de manera más patente. Por último, quiero recuperar lo que se ha mencionado en

torno al tiempo y el espacio, que me pareció genial porque –por lo menos en historia y en sociología– a la

vez que el tiempo está sobredimensionado el espacio está muy difuminado. Y no es un dato menor el

hecho de que el espacio también ha condicionado a las disciplinas y a los diálogos interdisciplinarios. En

ese sentido, sería interesante pensar en el espacio disciplinario en el IDAES –tanto en este espacio, el

campus, como en otros–, y analizar su grado de influencia.

-Axel Lazzari:

Al escuchar las dos intervenciones precias, una impresión me surgió espontáneamente: su fuerte

contraste. A Rosana la tomo como suerte de punta del iceberg de una forma de pensar la antropología,

no sé si en la Argentina en general, pero por lo menos sí en la UBA y sus alrededores en particular–

porque eso es, a fin de cuentas, lo que de alguna forma es lo que nos ha constituido–. Rosana hizo un

ajuste de cuentas: habló mal de Bórmida, después lo reivindicó un poco; no tiene importancia juzgar si

está bien o mal –después reivindicó, finalmente, a Esther Hermitte–. Alejandro pudo dar cuenta de un

esquema –no así Rosana, y no lo digo ni positiva ni negativamente–. Creo que, si Alejandro pudo dar

cuenta de un esquema es porque se valió, en efecto, de cuatro o cinco libros en un período, tres o cuatro

en el otro; me llamó mucho la atención –y creo que es un síntoma bastante preciso del estado actual de

nuestras disciplinas–. Otra cuestión que mencionó Alejandro fue el descubrimiento, en los noventas, de la

cultura por parte de los sociólogos; creo que el funcionalismo estructural viene de ahí –Rosana hablaba

de la antropología social, que es justamente eso–, de algo parecido a Germani; nuevamente se ve a las

claras la cuestión de la hibridación. Rosana mencionaba que la antropología de tronco francés-británico,

estructural funcionalista, debería haberse desarrollado más, sobre todo por el componente metodológico

–vale decir, el trabajo de campo–; en términos de ecología, cabe preguntarse: ¿qué tiene que ver esa

antropología con Gino Germani? Para profundizar: ¿cuál es la idea de cultura que tenían los sociólogos

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en los años noventas? Porque es muy diferente de la antropología de raigambre Filosofía-y-Letras-de-la-

UBA –una sociología de la cultura al estilo Sarlo, Altamirano– y de la formación de nuestra generación, a

través de la cual accedimos a la problemática cultural y que no necesariamente se traduce en cuestiones

de campo o de morfología.

-Máximo Badaró:

Soy profesor de antropología en el IDAES-UNSAM. Las preguntas que tengo son varias y bien concretas;

la primera pregunta para Rosana –reforzando lo que acaba de decir Axel–: ¿cómo dialoga tu relato con el

proceso de desarrollo de la sociología que mencionó Alejandro? La segunda pregunta es: ¿cómo

dialogan los procesos de los que ustedes dieron cuenta con un campo disciplinario que encarna la

hibridez y la impureza como lo es el campo de la comunicación? Es el caso, también, de la sociología –

por aquello de compartir el mismo vecindario–, pero la antropología también fue una disciplina que se

nutrió mucho de la comunicación, sobre todo en los noventas. La tercera pregunta, nuevamente para

Rosana: ¿qué pasa, concretamente en los noventas, en términos de la agenda temática de la

antropología?

-Rosana Guber:

Es cierto que hay un contraste notorio entre las dos presentaciones. Lo primero a mencionar es que la

sociología también le marcó la agenda a los antropólogos sociales, pero sucede que los antropólogos

sociales eran muy pocos y además venían, en general, de formarse en el exterior –Alain Touraine tenía

comunicación con la sociología argentina, algo similar ocurre con Bierce; además daba antropología

social tanto en sociología como en antropología–, de manera que el diálogo era no solamente entre

sociología e historia con antropología, sino que existía mucha influencia de las discusiones que se

estaban dando en Francia, cuyo eco se multiplicaba en el país muy claramente. El proceso brasileño,

como espejo en el que mirarse, fue mucho más tardío –de fines de los ochentas, noventas–; antes, en

toda la época precedente, los espejos habían sido Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. La pregunta,

Axel, creo que es ¿qué tipo de academia y qué tipo de búsqueda producen un campo del saber más

disciplinado? Se ha hablado de una “primera fundación” y una “segunda fundación” de la sociología; lo

cierto es que la cuestión de una periodización de esa naturaleza es problemática por el tema de las

catástrofes, las divisorias de aguas. ¿Qué sucede con aquel que se quedó en el país? Porque el que se

quedó atravesó todas las capas de ese proceso. ¿Es que acaso el que se quedó no trabajaba? Porque

resulta claro que no había una sociología moderna, una sociología útil, empírica; ¿qué pasó con esa

gente? El problema de ese tipo de periodización es que no todos los períodos valen lo mismo y,

entonces, hay que tomar un punto de vista. El que hemos adoptado es, en este sentido, necesariamente

estatal –en eso somos claramente franceses– y lo es porque es el mismo Estado el que te exonera en

1947 que el que mata de pena a Francisco de Aparicio –el maestro de Esther Hermitte–, e implica,

también, la reacción tremendamente anti-establishment y anti-empirista. Sobre este punto, una cuestión:

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¿qué quería decir ser anti-empirista en aquella época? En 1990 se llevó a cabo el tercer Congreso de

Antropología Social en Rosario –y el segundo en democracia–; a Esther Hermitte no la invitaron y se

murió en su departamento. Ustedes dirán que en esa muerte influyeron muchos otros componentes, sí,

pero es que los períodos son eso; tienen que ver, también, con los signos vitales. Entonces la pregunta

que cabría formularse es dónde ponemos el acento de nuestras búsquedas con el objeto de romper

precisamente esas periodizaciones dicotómicas totalmente connotadas –por lo menos en cuanto a la

academia– porque refieren a nuestra historia y a la historia de aquellos a quienes identificamos como

profesores o como maestros. En antropología se puede –pero no se quiere– construir linajes; ¿de qué

manera dialoga la antropología social de aquella época? Dialoga, fundamentalmente, con Germani. Pero

también es necesario advertir la cuestión cualitativa: el trabajo de campo antropológico es adoptado por

todos y es una práctica muy profunda –al punto que Esther Hermitte produce un artículo que se llama “La

observación por medio de la participación”, que fue publicado por nosotros en 2002, en “Historia y estilos

de trabajo de campo de la antropología”–. La cuestión de los vínculos con comunicación es más bien

novedosa y más actual –antropología siempre fue un lugar aparte–. Según lo veo yo, lo que sucede es

que antropología es el gran consumidor de trabajo de campo etnográfico a escala; es la disciplina que

precisa de métodos cualitativos y son los que realmente dan cuenta de la importancia de los métodos

etnográficos. Yo sí creo que hay una razón por la cual los antropólogos sociales, en los sesentas y

setentas hicieron cosas que después no fueron replicadas: en parte, tiene que ver con la falta, cada vez

más notoria, de trabajo de campo. Respecto a los noventas, ¿te referías a algo en particular o

preguntabas en términos generales?

-Máximo Badaró:

A la agenda temática.

-Rosana Guber:

Yo califico a la agenda temática como una agenda de trabajo social; es la agenda que –disfrazada de

antropología urbana, antropología rural, antropología de los sectores populares–, va a parar a salud,

educación, pobreza y vivienda. Verdaderamente creo que eso es lo que apareció en los ochentas y

noventas. Pero quisiera advertir esto: quienes ahora son titulares de cátedra aprendieron a hacer

antropología en esos años –en los ochentas y parte de los noventas–; no sabíamos entonces qué era la

antropología social, pero sí sabíamos lo que era la militancia. He ahí un problema.

-Alejandro Blanco:

Axel se preguntaba por a la idea de cultura. Si uno hace un rastreo, advertirá que quienes primero

elaboraron una reflexión sistemática y ambiciosa en torno a los medios en la Argentina fueron los Rivera;

esa es una veta. Luego están las así llamadas culturas juveniles –las tribus urbanas de moda en los

noventas– y, dentro de los consumos culturales, los consumos religiosos. Hibridando aún más su rol, la

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cultura también llega como “nueva actitud objetiva”, más amistosa, no ya bajo la forma de un cuadro

estadístico sino como dato estadístico fruto de la conversación en el terreno y del trabajo de campo; esta

es otra veta. Luego está aquella de la familia de los críticos historiadores del pasado, que llevaron

adelante una especie de historia de las élites culturales que también es la cultura –pienso en el libro de

Beatriz Sarlo, “Una modernidad periférica” y en aquel otro suyo sobre los folletines, ambos muy buenas

muestras de estilo de trabajo intelectual–. Yo entiendo que todo esto dejó bastante, que se trató de

modelos interesante sobre los cuales trabajar un registro bajo de la cultura y darle dignidad intelectual.

Hasta donde yo sé, Sarlo fue la primera que lo hizo –la primera, sobre todo proveniente de esa así

llamada familia intelectual, en estudiar un consumo de baja densidad cultural y hacerlo rendir–; se trata,

desde un punto de vista ambicioso de la sociología de la cultura, de un nicho de innovación que no ha

sido lo suficientemente explorado. Y no lo ha sido porque la disciplina no tiene todavía muy claro un

programa o una determinada metodología de trabajo; no se armó una “maquinita”, por decirlo así, como

armó Germani en su momento y que puso a todos bajo un mismo eje. Bourdieu, por caso, sí generó una

determinada metodología y puso a todos a trabajar bajo esa metodología. Capítulo aparte y extraordinario

merece la aparición de los medios masivos de comunicación –y el surgimiento de las encuestas y las

grandes consultoras de opinión pública–. Se mezclaba, entonces, la política de los medios masivos –la

"mediología"– con Walsh y la manera en que los lenguajes suburbanos se sometían a los grandes

lenguajes de la literatura. ¿Recuerdan ustedes aquel artículo, por así decirlo, agresivo de Beatriz Sarlo

sobre la televisión?

-Alejandro Blanco:

Yo no recuerdo realmente un artículo tan furibundo. Independientemente del nivel de agresividad,

justamente lo que extraño de aquella época es, precisamente eso: el nivel de polémica pública que se

generaba. No sé si es eso bueno o malo, pero yo lo recuerdo con cariño.

-Gerardo Aboy Carlés:

Me sentí muy reconocido en la periodización de que diste cuenta y te quería hacer una pregunta al

respecto. Para quienes empezamos a estudiar sociología a mediados de los ochentas y nos recibimos a

principios de los noventas existía una concepción según la cual la sociología no era un objeto, sino una

cualidad, una determinada mirada. Todos quienes nos recibimos en aquella época participamos de esa

hibridez y esa generalidad que se ha mencionado; es de todos. Así pues, es imposible encasillarnos

como historiadores, teóricos políticos, sociólogos, etcétera. Esto recién empieza a modificarse hacia fines

de los ochentas –influencia también percibida y recibida por nosotros– en lo que yo llamaría “el momento

Sidicaro”. Es a partir de ese momento cuando se produce una inflexión disciplinaria que termina

construyendo una suerte de abismo productivo en la formación, muy evidente para quienes se instruyeron

en la primera camada de la democracia –por la manera en la que se concibe el propio quehacer y la

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formación posterior. Como si existieran, en la disciplina, dos momentos: uno de institucionalización y uno

de disciplinización. ¿Qué pensás, vos, en torno a esos dos momentos?

-Andrea Mastrangelo:

Las secuencias históricas y los procesos políticos son los que marcan los procesos de calificación, y cada

vez que intenté aplicar eso en una investigación, el resultado más interesante lo obtuve de los intersticios.

Cuando mencionaban la cuestión de la antropología en los centros periféricos recordé este problema que

trajo la descolonización del saber. La carrera donde yo estudié y donde me especialicé –la Universidad de

Misiones– pervivió durante toda la dictadura y funcionó como una suerte de exilio interno. Cuando la

gendarmería acudió, por mandato, a cerrar todas las carreras de ciencias sociales, el entonces rector –

Nicoletti, un jesuita que ahora trabaja en la UNSAM– convenció a los gendarmes de que la antropología

social no era antropología –le dijo: “no acá es ‘social’, acá es antropología social” – y fue así que la

carrera acogió a un grupo importante de investigadores que, durante la dictadura, pudo seguir haciendo

antropología social con una fuerte inserción en el terreno. De ahí viene un pensamiento de Rosana en

torno a las matrices disciplinares –la sociología del contagio–; de qué forma ser vecino de un historiador

no es lo mismo que serlo de un comunicólogo. Ese problema no es sino el de las clasificaciones –

aplicado al momento de las presentaciones– que determina el adentro y el afuera de la academia; vale

decir, hablando de la militancia, en qué medida tenemos que responder a las interpelaciones del contexto.

Cito un ejemplo a propósito de la militancia: Leopoldo Bartolomé, mi director a través de la formación de

posgrado, me decía lo siguiente: “yo traté de correrme del salto al Banco Mundial, hasta que vino la ‘mina’

del Banco, que quería hacer un estudio de evaluación del impacto de la represa de Yacyretá en Posadas.

La llevé con el auto a hacer la visita guiada por todos los lugares con mi auto y la ‘mina’ me decía ‘¿acá

no hay nadie que pueda hacer el estudio?’. Yo sabía que, si no me involucraba personalmente en ese

proceso de generación de conocimiento, iban a traer a un investigador del Banco Mundial con doce años

de trabajo en Namibia a decir cualquier cosa de la población misionera”. Así pues, me parece que la

cuestión relativa a la militancia es, también, otro de los problemas de clasificación propios de la actividad;

yo me forme en antropología para hacer antropología de campo y emprender, por así decirlo, una ciencia

social crítica. La idea de una ciencia social crítica tiene, necesariamente, un centro en la militancia, un

determinado compromiso con la alteridad y con el lugar político que ocupa el conocimiento.

-Silvia Hirsch:

Quisiera retomar el tema del trabajo de campo. Según mi punto de vista, el trabajo de campo ha sido el

hilo conductor de la disciplina desde los precursores, ya sea desde los años treintas ––Palavecino– y

cuarentas en adelante –Bórmida y compañía– haciendo hincapié en el trabajo de campo como

constitución disciplinar. Retomando esta cuestión –y vinculándolo con lo autobiográfico, como hoy ya se

ha hecho– quisiera señalar esto: yo trabajé en la cátedra Ford a fines de los ochentas, y nos solía

suceder algo incomprensible hoy en día para nuestros estudiantes; en la cátedra dábamos a leer desde

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Clifford Geertz hasta Bateson, Carlo Ginzburg y la orientación peronista cultural de Ford, por llamarla de

algún modo. Los estudiantes nos lo cuestionaban todo el tiempo: “¿esta es una cátedra “nac-pop” o

“posmo”?”, palabras que, quizá, ni existan hoy en día. Pero entonces sí había una fuerte puesta en

cuestión respecto a por qué había que, en una misma cátedra, dar cuenta de distintos puntos de vista.

Volviendo a lo se mencionaba respecto a la disciplina, resulta notable lo innovadora que la carrera de

comunicación era en aquel momento y cómo fue nutriéndose, de manera fructífera, de distintos campos

del saber.

-Ariel Wilkis:

Yo soy un efecto de lo que Gerardo llamó “el momento Sidicaro”; es desde ahí que hablo. Y hablo,

primeramente, para discutir con Alejandro Blanco –qué bueno tenerlo acá–: noto en su reconstrucción

cierta nostalgia sobre el pasado –quizá juzgo bajo el así los influjos del efecto mencionado, pero no en

virtud de su arista negativa sino para poder dar cuenta de un proceso de recomposición que no remite al

pasado sino que se constituye como algo diferente–. Creo que –en el caso de sociología– no es justo

reclamarle a los treinta o veinte años posteriores al retorno a la democracia los mismos interrogantes que

formulamos a las tradiciones del pasado; reclamos de la índole de: “¿qué gran libro escribieron los

sociólogos de la Argentina en los noventas para adelante?” no me parecen justos. Creo que las preguntas

a formularse son otras. Es decir: creo que a esta –nuestra– tradición hay que interrogarla desde otro lado;

tal vez haya otros textos, otras maneras de producir y otra manera de hacer circular el conocimiento que

así lo justifican. Será a partir del aprovechamiento de esa reconstrucción de la tradición que aquí se nos

brinda que podremos pensar cuáles son las preguntas exactas que nuestra generación vale la pena que

se formule y que ahora está en condiciones de poder responder. La reivindicación de la sociología

carismática los cincuentas y sesentas no existe más, y creo que es fantástico que no exista más; prefiero

una sociología anti-carismática, absoluta y profana –la mejor sociología, la que me enseñaron a mí–. Las

situaciones profanas son las mejores situaciones para pensar a la sociología. Ojalá que nunca volvamos

a la sociología carismática sino que, cuando de hacer sociología se trata, seamos radicalmente profanos

en la enseñanza y en la práctica. No es una pregunta.

-Alejandro Blanco:

No; es una expresión de deseo.

-Ariel Wilkis:

Y es allí donde surge la pregunta para el experto. De cara al pasado, vos reconstruís la ruptura

institucional y das cuenta de una continuidad temática, como si la agenda del peronismo, para con la

sociología, fuese el hogar que las instituciones no le pudieron o supieron dar. Ahora, sin embargo,

tenemos continuidad institucional; tenemos –vos bien lo decís– treinta años de acumulación intelectual.

Quizá sea hora sacrificar ese espacio paternal, bien protegido por los padres fundadores de la disciplina y

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por ese ámbito común que es el peronismo. Quizá podamos, entonces, transitar otros temas y hacer una

sociología mucho más plural. Una última reflexión: cuando pienso en la forma en la que Rosana

reconstituyó nuestra historia, cuando digo “nuestra” lo digo en este sentido: nosotros, que nos conocemos

todos, estamos hablando de la UBA, y lo que necesitamos es una historia descentrada –en virtud de que,

en gran medida, la sociología y antropología pasan, hoy día, por la UBA–. Hay otras historias, otros

ámbitos –la UNSAM, la Universidad Nacional del Litoral, Mar del Plata, etcétera– que no figuran en la

historia que vos contás. Pienso, por ejemplo, en instituciones como el CEIL y su vínculo con la

Universidad del Salvador, o la figura de Floreal Forni –central para entender la historia de la sociología,

de la pobreza y de su vínculo con la religión–. Así pues, creo necesario dar cuenta de una historia de la

sociología que busque descentrar el rol preponderante de la UBA y abrirse a un juego más plural. Una

pregunta para Rosana: ¿cómo imaginás un diálogo más productivo entre sociología y antropología?

-Ana Castellani:

Soy socióloga; trabajo en el IDAES hace ocho años. Mi pregunta es para Alejandro, tiene que ver con un

vínculo sobre el cual no se ha hablado y al que quiero hacer referencia: la relación entre la sociología y la

economía política. Hubo muchos economistas heterodoxos o historiadores económicos –básicamente,

gente que venía de la economía política y que había quedado rezagada en los años noventas en virtud

del replegamiento de la hegemonía heterodoxa– que terminaron en la Ciencias Sociales. Yo tuve la

fortuna de poder formarme con varios de ellos –se crearon, incluso, ciertas orientaciones que tuvieron en

cuenta su formación en términos de historia institucional–, de hecho, fui de las primeras egresadas de

sociología económica, en 1993 ó 1994. Con lo cual quiero señalar que, ya a principios de los noventas se

advertía un vínculo fuerte –una hibridación, como bien se dijo– no sólo con comunicación, sino con

economía y más claramente con economía política; hibridación que habilitó nuevas de producción

sociológica. Creo que esto también se vincula fuertemente con la etapa fundacional de la disciplina.

-Pablo Semán:

Creo que hay una noción importante –y que está vinculada con el ideario de los Estados Generales– que

es la de dar cuenta de un espejo que nos devuelva nuestros puntos ciegos. Hay un punto ciego que vos

nos mostraste y con el cual yo estoy de acuerdo; tiene que ver con una dimensión que, según lo veo, es

de índole demográfico-institucional. Si uno se atiene a los últimos tiempos se verifica, efectivamente, una

redefinición de prácticas por hibridación de roles que ha sacudido la definición de las disciplinas, como

bien se dijo. Pero yo le agregaría a esto algo más, vinculado a este proceso: un momento que lleva más

de veinte años y que cuenta con una densidad demográfica e institucional propia. No sólo están los

antropólogos –como resultado de la historia de que ha dado cuenta Rosana– ni los sociólogos de la

historia, sino que además hay otros antropólogos, otros sociólogos, otros politólogos, otros historiadores y

otros comunicadores que son resultado de historias posteriores; es a esa una nueva camada disciplinar a

la que hay que tener en cuenta, siempre poniéndola en relación con un pasado en constante presente.

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Hay algo mencionado por Ariel, muy importante a los efectos de esta discusión sobre los Estados

Generales: este nuevo modelo del que damos cuenta –con toda la positividad que le asiste– es un

modelo que es preciso objetivar. Creo que lo que se señaló en torno al “momento Sidicaro” es cierto;

también podría pensarse en un “momento Sarlo”, un “momento Portantiero” –por mencionar personas con

las que he interactuado–. Sobre Sidicaro quisiera relatar esta anécdota: hace dos años, cuando fundó

una carrera de sociología en Santa Fe y tuvo que decidir quiénes iban a ser los docentes a cargo del

taller de tesis, convocó a gente que no tenía nada que ver con lo que él decía que era la sociología. Me

llamó a mí, y él sabía perfectamente lo que yo hacía. De manera que creo que hay que rescatar, en esos

viejos maestros, una especie de pluralismo intelectual en virtud del cual nunca nos prohibieron nada, nos

lo dejaron hacer todo, nos alentaron y nos sostuvieron incluso en nuestras desviaciones. Yo no les puedo

contar el escándalo que tiene conmigo Beatriz Sarlo desde que yo me dediqué, hace ya muchísimos

años, a estudiar a los evangélicos; pero pudo soportarlo y pudo darme una enorme ayuda en ese trabajo.

Retomo lo que decía antes, que es una cuestión más general de cara a los Estados Generales –aparte de

la positividad del modelo emergente, que es algo que hay que objetivar y ponderar–: estos nuevos

ámbitos, la hibridación, las relaciones interdisciplinares que surgen en el modelo contemporáneo tienen

que ver, me parece, con un cambio en el lugar que la sociedad argentina le asignó a la diferencia. Y creo

que tal cambio tuvo que ver, en parte, con una emergencia muy fuerte de la antropología a partir de los

años noventas –vinculada a la insatisfacción metodológica de muchos– y la manera en que esta

antropología pudo pensar otras diferencias que no eran tomadas en cuenta –algo que, de forma pionera,

también hicieron Rosana y Alejandro Isla, como ser la inclusión de los sectores populares a la agenda de

una antropología más actual–. Esto es muy importante, también, por otro motivo –y con esto termino–:

esa agenda social que permite y avala la entrada de la diferencia también tiene que ver con la posición

que la antropología, la sociología y las derivaciones interdisciplinarias de los cruces entre ellas mantienen

al interior de nuestra sociedad contemporánea. No tendríamos una seria discusión de la agenda pública

como la que hoy estamos teniendo si no fuese porque en la sociedad argentina operó un cambio que le

abrió el paso a la diferencia y a unos especialistas –sean sociólogos, antropólogos, etcétera– que

empezaron a pensar en serio la diferencia y la alteridad.

-Valeria Hernández:

Soy antropóloga formada en la UBA; en 1994 continué mi formación en el exterior y al volver –diez años

después– me costó mucho entender a la UBA en general y a la carrera de antropología en particular.

Quizá tuviese que ver, como se dijo, con el hecho de que aquellos investigadores que habían hecho del

trabajo de campo el centro de su mirada antropológica no estaban en la UBA –Hermitte estaba afuera,

etcétera–. Traigo esto a colación porque se habló del organigrama y de la institucionalización del

conocimiento y del saber. Para mí, la UBA es un caos –con el “cajoneo” de sus concursos, sus miles de

cátedras paralelas, etcétera–. No creo que nada de ello signifique ni diversidad ni un aporte cultural.

Andrea mencionaba el caso de Misiones, y ahí sí hay una suerte de impronta, de identidad. ¿Cuál es la

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identidad de la carrera de antropología de la UBA, como espacio institucional con cierto grado de

historicidad? No lo sé. Una segunda cuestión, vinculada a lo mencionado en torno a la fragmentación y

las sociologías profana o carismática. Hay relatos y saberes que dan cuenta de la sociedad argentina

actual; hay, también, una fragmentación que genera la pregunta sobre la significancia social y crítica de

esa producción y que no tiene que ver con el “gran relato” evolutivo de la sociedad. Los Estados

Generales no solamente son un balance sino que, a futuro, plantean la pregunta: ¿hacia dónde vamos?

Me parece que, como comunidad, debemos darnos un espacio desde el cual interrogarse acerca de qué

antropología y qué sociología estamos produciendo con respecto a esa mirada crítica sobre la sociedad.

-Natalia Gavazzo:

Soy graduada de la UBA –al parecer, la nave nodriza de varios de nosotros acá–, profesora de

antropología en el IDAES y secretaria de extensión. Algo me llamó la atención de las exposiciones: esta

diferencia, por así decirlo, entre las tradiciones de la antropología y de la sociología; pensando en los

Estados Generales, en los que se dio cuenta de la contaminación y la hibridación entre ambas disciplinas,

llama incluso la atención que aún pervivan diferencias. Mi pregunta apunta a saber si identifican, aún hoy

en estas épocas de hibridación, diferencias entre los quehaceres de la antropología y de la sociología; si

vale la pena seguir haciendo distinciones entre la una y la otra.

-Máximo Badaró:

Quiero hacer una pregunta muy breve, casi oracular: ¿qué pasa con la antropología en un momento –

como el que se vive a nivel mundial– en el que se ha expandido la etnografía como práctica

metodológica? Te lo pregunto a vos, Rosana, que has sido una de las principales instructoras de la

disciplina y sobre la que has teorizado extensamente –tus teorizaciones en torno al discurso de la

etnografía han sido muy importantes para las formaciones de antropólogos, sociólogos y gente de otras

disciplinas–: ¿cómo ves esta democratización, ampliación y expansión de la etnografía a todo el campo

de la antropología e incluso de otras disciplinas y como se enmarcaría ese fenómeno en la genealogía de

la cual querés dar cuenta?

-Rosana Guber:

Axel, inevitablemente, va a hablar de la UBA; yo voy a hablar de la UBA. Pero los antropólogos sociales

de los sesentas y setentas prácticamente no tocaron la UBA. Es decir, esa antropología social de la que

hablamos circuló por otro lado, no estuvo en la UBA. Esto es muy importante porque la disciplina está,

entonces, muy asociada a sus respectivos trabajos de campo: Hebe Vessuri, de Santiago del Estero,

hace su trabajo de campo doctoral en La Banda; Archetti, también santiagueño, se va al norte de Santa

Fe; Leopoldo Bartolomé produce su magnífico trabajo sobre los colonos de Apóstoles, en su provincia

natal. Si cuando hacemos nuestras investigaciones no buscamos los rasgos identitarios, específicos de

un grupo étnico, ¿por qué sí los exigimos en las instituciones? ¿Podemos hablar de una “etnia UBA”?

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¿Dónde habría que buscar esos rasgos de identificación? Quizá en otro tipo de material; por ejemplo, en

la forma que tiene la universidad de producir determinado tipo de profesional, determinado tipo de

discurso inquietamente militante. Pues ahí surge la cuestión de la militancia, me parece que es del orden

de lo "carismático-sidicárico-profano". Yo creo que, como dije antes, hay que posicionarse en

determinadas coordenadas espacio-temporales en las que uno estuvo Porque eso es lo que define dónde

se está y de qué lado se está. Creo que nuestras intervenciones e investigaciones están excesivamente

atravesadas por la moral. Ahora se habla mucho de lo políticamente correcto; creo que lo que nos sucede

es eso: que, en general, no somos libres, hay una serie de temas sobre los que no nos animamos a

pensar. No querrán saber lo que se dijo de mí cuando se me ocurrió trabajar sobre Malvinas. Al principio

no fue fácil –era la época de las rebeliones militares, etcétera–. A la mañana, al monte tucumano iban los

antropólogos, a la tarde iban los tercermundistas y a la noche iba el ERP–. Bien señaló Hebe Vessuri que

los tiempos de los militantes no permitían, a los antropólogos, hacer su propia transformación social a

través del trabajo de campo. La militancia y la transformación social en ella implícita están muy bien: pero

lo cierto es que, en la Argentina, es algo que ha dejado muchísimos caídos. De allí la importancia del

trabajo de campo como herramienta transformadora, porque el trabajo de campo me permite –si tengo la

libertad suficiente como para que el fruto del trabajo se traduzca al papel o a la computadora– reconocer

voces que han sido tradicionalmente domesticadas por todas las militancias. Entonces, para mí, el trabajo

de campo es una herramienta política de primer orden. Creo, también, que las instituciones deben

proteger a sus investigadores –darles tiempo, exigirles, sí, pero darles tiempo para hacer trabajo de

investigación, sobre todo a los tesistas– e intentar llevar adelante un mecanismo de manera tal que la

academia no termine masticando y vomitando profesionales que no saben hacer investigación. Lo cierto

es que no se puede hacer trabajo de campo “rapidito”; investigación etnográfica “rapidito” –el trabajo de

campo se termina malogrando por eso–. Vos me preguntabas por esta suerte de democratización del

trabajo de campo; hay gente que la critica, claro. A mí no me parece mal. Nosotros nos hicimos a

nosotros mismos, aprendimos solos –con la ayuda de muy pocas personas–; entonces, ¿por qué me voy

a asustar si la gente de comunicación, la gente de letras, veterinaria, medicina, etcétera, quieran o

sientan la necesidad de hacer trabajo de otra manera? Lo harán y probablemente lo hagan infinitamente

mejor que yo y que muchos otros.

-Alejandro Blanco:

Respondo a Ana Castellani, a quien conocía pero a quien ahora conozco personalmente. No sabría bien

cómo responderte. Podría contarte, claro, lo de los sesentas; pero respecto a los noventas, no lo sé. Sé

que existían las materias, pero no mucho más. Después del “momento Sidicaro” habría que añadir otra

pata, que es la del “momento Ojo Mocho". Ambas instancias van juntas y es en medio de ellas que

estamos circulando. Si yo tuviese que hacer mi reconstrucción, honestamente debería decir que me

desencanté un poco y me refugié en la literatura. Mi primer gran texto es una entrevista a Juan José

Saavedra; fue la primera cosa que hice con gusto, en 1995, y hoy me gustaría reivindicarla. Aprendí a

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hacer sociología de grande, un poco deshaciéndome de esa herencia de índole culturalista-erudita. La

historia, lo sabrán, es una disciplina distinta a la sociología –entre otras cosas, porque exige una erudición

que la sociología no demanda–. Lo cierto es que todas las disciplinas también tienen sus cuotas de

capital y exigen movilizar recursos distintos y de diversa envergadura. Hoy en día reivindico el “momento

Sidicaro” –si lo podemos llamar así–, me he vuelto más sociólogo y con gusto. Un comentario sobre lo de

Ariel. Él establece un pequeño engaño que consiste en crear una distinción entre lo carismático y lo

profano, y esa no es una buena distinción: lo carismático no es –aunque puede asimilarse a– lo religioso.

Yo pienso lo carismático en términos weberianos: es el momento de la innovación y, en el caso de los

grupos intelectuales, la idea de un grupo que se siente investido de una misión intelectual. Eso es lo que

falta. Los sociólogos no sienten tener una gran misión que cumplir; se trata de una disciplina que se ha

secularizado –y no estoy arrojando consideraciones valorativas, esto no es ni bueno ni malo–. Es decir

que ha perdido, la sociología, su momento carismático –momento en el que los sociólogos veníamos a

salvar al mundo y la disciplina estaba imbuida de una altísima carga emocional–. Esta cuestión ha sido

estudiada y se puede dar cuenta de ella a través de casos, ejemplos de movimientos religiosos, políticos

e intelectuales. Yo trataría de acordar con Ariel en lo siguiente: el momento carismático tiene sus costos –

altísimos–, algunos de los cuales intenté esbozar: el carisma deja mucho afuera porque se concentra en

un mensaje; el momento carismático de la sociología concentró toda su energía en dos problemas: el

peronismo y las migraciones. ¿Cuál es el costo? El costo es que la experiencia argentina no es sólo eso.

Hoy estamos, entonces, de cara a un momento –bien lo señala Ariel– pluralista, de mayor diversidad y

muy vinculado a un proceso de descentralización de la producción cultural –en una tradición, como la

nuestra, totalmente centrada–. Hasta el día de hoy –las cifras siguen asustando y quizá exagero– “el 90%

de todo sale de la UBA”, la producción sigue siendo muy “ubacéntrica” pero se ha ido generando una

apertura que ha dado aire a nuevos estilos de trabajo; apertura a la que habría que sumarle las

innovaciones que se provocan, la introducción de nuevos temas y estilos de trabajo, etcétera. Todas

estas, cuestiones están por ser estudiadas; no hay nada más que una fenomenología de esa experiencia

que resta sistematizar.

-Mariana Heredia:

Muchas gracias a todos.

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Mesa 2: Saberes Cruzados: Política y Ciencias Sociales

-José Garriga Zucal:

Muy buenas tardes, vamos a continuar con las actividades. Damos inicio al panel “Saberes cruzados:

política y ciencias sociales”. Tenemos el honor de contar como invitado a Eduardo Rinesi. Filósofo,

politólogo y educador argentino; obtuvo su licenciatura en ciencias políticas por la Universidad Nacional

de Rosario y su maestría en ciencias sociales por FLACSO. En 2002 se doctoró en filosofía en la

Universidad de San Pablo, fue director del Instituto de Desarrollo Humano de la Universidad Nacional de

General Sarmiento entre 2003 y 2010 y actualmente se desempeña como rector en la Universidad

Nacional de General Sarmiento. Por último, también está a cargo –desde hace más de veinte años– de la

cátedra de sociología dictada en el Colegio Nacional de Buenos Aires y ha dictado clases de grado y

posgrado en diversas universidades e institutos. El objetivo de esta charla es trazar un mapa del diálogo –

que supone, también, generar algo del orden de la provocación– entre la ciencia política, la sociología y la

antropología, particularmente entre estas últimas.

-Eduardo Rinesi:

No soy más rector de la Universidad; hace ya unos meses que tiene, finalmente, una rectora como Dios

manda –por lo demás, una querida amiga y compañera que se hizo cargo–. Les aseguro que no tengo la

menor idea de que voy a decir, de modo que si alguno de los presente tiene una pregunta o comentario

inicial, será agradecido.

-Alexandre Roig:

La sociología habilita a trabajar bajo una suerte de emancipación, permite ver cosas que no se ven sólo

desde la militancia. El video que vimos es un planteo de la relación entre política y militancia, un diálogo y

una interpelación entre un militante –que dice que la sociología no sirve para nada–, y un sociólogo –

Bourdieu, que se defiende de esa interpelación y que trata de mostrar la disciplina sí sirve, y sirve para

mucho–. Existieron en la Argentina, sobre todo en los últimos tiempos, discusiones en torno a los usos o

la utilidad de las ciencias sociales. Se trata, en efecto, de una pregunta inquietante. Hoy a la mañana

surgió, también, una serie de interrogantes en torno a la relación entre militancia y disciplina y sobre los

vínculos entre política y sociología –por un lado– y política y antropología –por el otro–. Se manifestó un

contrapunto interesante por cuanto se produjo la sensación mayoritaria de que, precisamente, no existía

ningún tipo de relación.

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-Eduardo Rinesi:

Ese podría ser un buen punto para empezar. ¿Para qué sirven –si es que sirven –, la sociología y las

ciencias sociales en general y Bourdieu, en particular? ¿Para qué sirve Bourdieu? ¿Para qué debería

servirnos? A condición de que no lo usemos para dejar de formularnos las grandes preguntas acerca de

la sociedad, el saber del sociólogo puede actuar como correctivo y como advertencia para el militante

señalándole, allí donde lo advierta, que las cosas son necesariamente más difíciles que lo que el militante

está obligado a suponer que son. Este rol admonitorio es interesante a condición de no creer que

estamos en condiciones de ofrecer la clave última de inteligibilidad de la vida social. Por ejemplo, no

estaría bien que Bourdieu nos sirviera para explicarnos por qué, en las aulas de nuestras universidades

públicas, abandonan en mucha mayor medida nuestros estudiantes pobres que los que provienen de las

clases medias y medias altas. Personalmente, cada vez que abandona un estudiante, quisiera creer que

lo ha hecho porque entendió que hay cosas mucho más interesantes que ser egresado universitario –por

ejemplo, convertirse en bailarina clásica o corredor de Fórmula 1–; pero si, por casualidad, el muchacho o

la chica en cuestión insisten en ser universitarios –en otro lado o estudiando otra carrera– es que hemos

sido nosotros quienes hemos fracasamos en nuestro intento por entusiasmarlos, enamorarlos,

enseñarles. Pasan a engrosar las filas de aquellos a quienes, después, desagradablemente llamamos

desertores, no aptos para incorporar nuestro legado de aprendizajes. Nunca se nos ocurre pensar que,

quizá, son nuestros aprendizajes los que no son lo suficientemente elevados como para que los

estudiantes aprendan y los incorporen. Hablamos de desertores como si se tratara de una película de

guerra norteamericana y como si no debiéramos mirar introspectivamente a la institución y advertir qué

está fallando en su –nuestra– práctica pedagógica. Allí, entonces, la sociología acudiría en nuestro auxilio

para explicarnos por qué las cosas no podían haber sido de otra manera –ya lo dijo Bourdieu, los pobres

fracasan más–. Si Bourdieu sirviera para eso, estaría mal. Si Bourdieu sirve, en cambio, para corregir

entusiasmos voluntaristas que nos obligan a suponer que podemos llevarnos el mundo por delante,

incorpora entonces un saber que es interesante considerar como ejercicio autorreflexivo en nuestra

práctica política. Pero quisiera referirme, de forma más particular, a este momento de la vida pública,

social y política argentina –también latinoamericana–. La relación entre las ciencias sociales y la política

podría plantearse como la adecuación o inadecuación, en distintos momentos de la historia, de nuestras

ciencias sociales a las sociedades en que se desenvuelven –sus agendas pública y política, nuestras

agendas académicas, teorías y paradigmas–. Si volviera uno atrás, al momento en el que comienza el

largo siglo político del que ahora, en la Argentina, se cumplen tres décadas, advertiría que lo que

nosotros llamamos “años ochentas” es en realidad un lapso muy breve, un conjunto muy pequeño de

años –ya hablaba Hobbes de siglos largos y siglos cortos–. La década de los ochentas duró tres años y

medio: desde mediados de 1983 hasta mediados de 1987; como mucho, cuatro años. Durante ese breve

período, la discusión académica en el campo de las ciencias sociales incorporó a la democracia como

asunto fundamental, como tema que aparecía decisivo en nuestras discusiones públicas y

preocupaciones privadas. Circulaba, incluso, en los años ochentas y en la Facultad de Ciencias Sociales,

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la así llamada Revista de las 3D –una tonta regla mnemotécnica que, sin embargo, daba cuenta de los

temas que habían dominado la discusión en el campo de las ciencias sociales durante los años sesentas,

setentas y ochentas–: respectivamente, las “d” de “desarrollo”, “dependencia” y “democracia”, con lo que

esta última transformación suponía –en términos de orientación– un cambio de énfasis muy fuerte en la

historia interna de la disciplina. Es interesante recordar que los epistemólogos y los sociólogos del

conocimiento distinguen entre las historias interna y externa de las disciplinas. La historia interna de

nuestras ciencias sociales latinoamericanas participa pues, de este pasaje de una hegemonía conceptual

del problema del desarrollo –con sus teorías– a una hegemonía conceptual de la teoría de la

dependencia. Así pues, fue tratando de responder acertadamente a las preguntas que la vieja teoría del

desarrollo había formulado, pero no supo encontrar instrumentos conceptuales adecuados para generar

otro tipo de respuestas. No hubo allí una renovación de las preguntas; hubo una mirada más aguda, un

descubrimiento respecto a que había cuestiones que los límites conceptuales de la teoría del desarrollo

no habían permitido pensar. En cambio, entre los años de la teoría de la dependencia y los años de la

hegemonía conceptual –años en que la democracia fue asunto, problema y preocupación–, ahí sí se

verifica un corte radical que ya no podemos explicar remitiéndonos a la historia interna de nuestras

disciplinas; ese pasaje no se explica sin ese golpe a la historia de nuestros países que representó el ciclo

de las dictaduras. Digo esto no con un objetivo condenatorio sino –muy por el contrario– para dar cuenta

de hasta qué punto las ciencias sociales de los años ochentas sí estuvieron a la altura cuando se trató de

asumir como propios los problemas centrales del discurso político de aquellos años. Es decir: si en la

arena política, en los discursos que se pronunciaban desde la casa de gobierno y en los diarios que

leíamos cotidianamente se discutía sobre democracia, la teoría tenía que discutir también sobre lo mismo.

El problema no fue el modo en que las ciencias sociales abrazaron esa cuestión central de la discusión

pública, sino la manera apresurada en la que se sintieron en la obligación de abandonar, como hipótesis

de interpretación de ese problema, las viejas preguntas y respuestas que planteaba la teoría. Quiero

decir: el problema fue que, por preocuparse exclusivamente por la democracia, los ochentas produjeron

mala teoría; una teoría que no supo darse cuenta de que esa democracia no era la democracia de un

país desarrollado sino la democracia de un país dependiente y pobre. La idea de que los sociólogos

debían ocuparse de la pobreza y los politólogos de la ciudadanía produjo, como resultado, sociólogos

incapaces de entender que los pobres también eran ciudadanos y politólogos incapaces de dar cuenta de

la existencia de una ciudadanía pobre. Los politólogos argentinos, en efecto, volvimos absoluto el valor de

la ciudadanía; sobre aquello discutíamos durante los años ochentas al tiempo que el país sufría

consecuencias devastadoras que muy pocos advirtieron tempranamente y que muchos se dedicaron a

estudiar con más cuidado una vez que ya eran inocultables. En los ochentas, pues, discutíamos la

democracia con categorías y modos de pensar que la volvían independiente de las variables

socioeconómicas de los ciudadanos que bajo ella se regían; la Argentina se reveló un entramado más

complejo del que se hubiera debido dar cuenta. ¿Qué tipo de sociedad –al margen de qué tipo de

cultura–, nos había dejado la dictadura? Quien tempranamente se formuló esta pregunta fue Juan

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Villarreal –en un artículo compilado junto a Jozami y Paz–. Ya que estamos, vamos a empezar con la

recomendaciones bibliográficas: quisiera hablar del mejor libro escrito en Argentina sobre ciencias

sociales –por lo menos en las últimas décadas–, que es el de Emilio de Ípola. Emilio recrea la fantástica

historia de una antropóloga –Patrocinio Tucci– que se dedica a estudiar a algunos indios tehuelches a lo

largo de toda su vida. En los años sesentas, al momento de escribir su tesis de licenciatura, descubre que

los tehuelches tienen una palabra que se podría traducir en algo así como “cambio constante”, o bien

“revolución permanente”. Al momento de redactar su tesis de maestría, en los setentas, vuelve a recurrir

a ellos y descubre que tenían el mito de un, por así decirlo, anciano líder que había tenido que estar

muchas lunas afuera pero que estaba por volver del exilio forzoso. En los ochentas –ya subsecretaria de

Asuntos Indígenas de la Provincia de Buenos Aires durante la presencia de Alfonsín– hace su tesis

doctoral, naturalmente postergada por las vicisitudes de la vida política argentina, y retoma a los viejos

caciques tehuelches con los que había trabajado toda su vida. Descubre que los tehuelches siempre

habían tenido una fuerte vocación por la libertad, por la participación y por el dialogo. Su tesis doctoral es

sobre el pueblo tehuelche y se intitula “la Atenas del Plata”. La narración termina cuando a Patrocinio

Tucci le dan un premio otorgado por la Fundación Libre Mercado –ya es ella una señora grande, de la

edad del narrador– por haber descubierto todo aquello que los tehuelches condenaban, todo tipo de

intervención en el intercambio de mercancías. Ese y otros cuentos no pueden sino ser resultado de la

versatilidad de los orígenes. Yo creo que esas cosas de Emilio de Ípola son muy graciosas y creo también

que son las mejores cosas que escribió. Vuelvo a Villarreal: lo que Villareal escribió, en ese contexto,

tenía que ser escrito. El argumento es muy simple: una sociedad, que había sido estructuralmente muy

heterogénea pero superficialmente homogénea, emerge de la dictadura excesivamente fragmentada y

astillada. Villarreal lo advertiría cuando todavía nos hacíamos los distraídos e imaginábamos que la

Argentina seguiría siendo un país más o menos industrial. Los noventas profundizan este hiato, y es por

eso que tantas veces hemos bromeado en torno a aquella regla mnemotécnica de las de las tres “d” y

fantaseado con la necesaria existencia de cuartas o quintas “d” que remitiesen a “desregulación”,

“desguace” de un tipo de sociedad que muchos sectores de nuestras ciencias sociales tendieron a

naturalizar y a considerar como el resultado inexorable del agotamiento de un modelo –calificado como

keynesiano, populista, mercado-internista, etcétera–. Recuerdo que Portantiero –un autor al que recuerdo

con mucha consideración y respeto aunque no estuviese siempre de acuerdo– escribió algo así: nos

pasamos los últimos años pensando en que había un tipo de transición que debíamos protagonizar –la

transición de la sociedad autoritaria a la sociedad democrática– y no nos dimos cuenta de que había otra

transición quizá más trascendente: la transición de la sociedad estatista a la sociedad libre, la sociedad

del libre juego de las fuerzas del mercado. Existió una forma naturalizada y tranquilizadora de la

transición, pero lo cierto es que fue cualquier cosa menos natural y que no fue sino el resultado de ciertas

decisiones –o derrotas políticas– a las que las ciencias sociales no eran ajenas. Los colegas que

advirtieron con sensatez y lucidez hacia dónde iba la cosa eran un puñado; en general, y durante los

noventas, las ciencias sociales tendieron a naturalizar el modo en el que este país iba siendo destruido, a

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suponerlo inscripto en un orden natural de las cosas. En la Argentina se supo pensar mucho más en torno

al problema del Estado; el problema de la dictadura militar no se pensó sino bastante después. Por caso,

en los ochentas se supuso que el proceso de democratización incluía, necesariamente, a las instituciones

y a la cultura política. Guillermo O’Donnell nos advirtió que no; que sólo tenía en consideración a un

proceso determinado de democratización del Estado. Lo cierto es que no supimos construir una teoría del

Estado a la altura de la complejidad de la academia que venía de los ochentas. Cuando, en los noventas,

el mercado “se llevó puesto”, por decirlo así, al Estado tal y como lo conocemos, las ciencias sociales no

dieron cuenta de ello. No fue sino recién a fines de los noventas o comienzos del dos mil cuando uno

puede empezar a advertir que un momento de fuerte renovación ya está más cercano en el tiempo;

proceso del que muchos de nosotros fuimos productores atentos y recientes y unos pocos de ustedes,

protagonistas notorios. Hay, allí, una renovación de las preguntas y de las miradas históricas. Volviendo a

la mnemotécnica, nuestra quinta “d” –desarrollo, dependencia, desguace, etcétera–, cedió su puesto a

una toma de conciencia –la “d” de ¿dios mío qué hemos hecho?–. Días pasados les recordaba a unos

alumnos un programa de televisión que supo ser de los más importantes de la televisión política

argentina, que era el programa de Mariano Grondona –incluso se llegó a dar en la televisión pública, ATC

en aquel entonces–. La manera en la que el programa de Grondona estaba organizado era muy

interesante y dice mucho también respecto al modo en que estaba organizada nuestra propia ciencia

social universitaria: con un primer bloque –fue Grondona quien generalizó esa jerga televisiva; antes de

Grondona uno decía bloque y pensaba en Gramsci– del que invariablemente participaban economistas –

era un bloque en el que se hablaba en serio y que, por lo demás, era extenso: cuarenta, cincuenta

minutos– como Roberto Alemann o Domingo Cavallo. Ellos no debatían, sino que explicaban cómo eran

las cosas. Grondona se bajaba los lentes, miraba por debajo y aprendía de los científicos cuáles eran y

hasta dónde llegaban las fronteras en la economía –poniendo a raya cualquier voluntad transformadora–;

cómo era el estado general de las cosas, cómo funcionaban las leyes que gobernaban el mundo de las

fuerzas económicas, etcétera. Después de las publicidades venía el segundo bloque: el bloque político –

el propio Grondona los anunciaba así, con esos calificativos: el bloque económico, el bloque político– en

el que Grondona se sentía en su salsa, porque solía invitar siempre a una serie de políticos más o menos

impresentables, muchos de ellos sospechosos de todo tipo de hechos de corrupción –a los que se

increpaba en tal sentido– y, en general, también a algún izquierdista más o menos ridículo con el que

Grondona se divertía como loco poniéndolo en apuros –o simplemente dejándolo gritar–; con lo cual el

mensaje quedaba claro: “los señores mayores del bloque anterior hablan en serio porque son

científicos, estos son unos ‘cachivaches’”. Ya cerca de la medianoche, cuando todos estábamos

cansados, Grondona nos miraba a los ojos y nos decía que después del corte publicitario venía el bloque

social. El bloque social, generalmente, estaba protagonizado por algún curita más o menos lloroso y

filantrópico que en general hablaba de los pobres con voz siempre muy bajita y con mucha sensibilidad;

hablaba de la dignidad de los pobres y a Grondona le brillaban los ojitos porque la pobreza lo ponía

invariablemente triste. Esa organización de los bloques al interior del programa de Grondona era por

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demás interesante, ya que replicaba un modo al que nos habíamos acostumbrado y que

habíamos naturalizado como división del trabajo intelectual. Economistas, políticos y sociólogos que

hablaban de distintas zonas de la vida social y que trataban de no mezclar sus nomenclaturas: cada vez

que un politólogo usaba, por ejemplo, la palabra “clase social”, si casualmente había un sociólogo en el

plató, lo miraba como pidiendo permiso. Esto que estoy señalando de manera esquemática y

ridicularizadora es el efecto de lo que, en términos muy adecuados y pertinentes, toma como objeto de

análisis mi amigo Denis en su libro “Pobres ciudadanos” – título atinado y muy pertinente cuya gracia

consiste en que cada una de esas dos palabras puede ser utilizada como sustantivo o adjetivo de la otra–

; por un lado, los pobres no son meros objetos de su pobreza sino que son sujetos políticos que,

instalados en esa pobreza, se organizan y hacen cosas –cortan rutas, peticionan a las autoridades,

etcétera. Del mismo modo, los ciudadanos lo son de un país pobre y su acción política viene

(sobre)determinada por su pobreza. Creo que hacia fin del siglo pasado y los primeros años de este se

produjo, al interior de nuestras ciencias sociales, un proceso de renovación interesante que continúa sin

duda hasta hoy y que se verifica a través de una producción intensa y creciente, por lo demás

multiplicada por las extraordinarias e inéditas condiciones en las que se hace ciencia social –ciencias, en

general– en la Argentina: nunca se escribieron ni publicaron tantas tesis doctorales como ahora. De todos

modos, sobre esto también habría que reflexionar: por supuesto que está muy bien, pero también va a

llegar el momento en que deberíamos pensar qué tipo de cultura académica estamos naturalizando. No

para rasgarnos las vestiduras e ironizar cínicamente, pero sí para reflexionar en torno a ciertos

fetichismos. El fetichismo de la cantidad de doctores, fetichismo de la cantidad de años que deben pasar

para que una persona obtenga su doctorado, las obligaciones con las que nos carga la generosidad

estatal, el financiamiento de nuestros propios doctorados, posdoctorados, etcétera. Desde la sala de

cuatro hasta el posdoctorado, todo nos lo financia el Estado argentino. Habría que reflexionar un poco

sobre qué hizo con nuestra subjetividad el nefasto programa de incentivos que nadie se anima a tocar

porque nuestra corporación saltaría como leche hervida. Hemos llegado a tomarnos en serio que

somos “categoría uno”, “categoría dos”, etcétera. Con el verbo “ser” se han dicho cosas muy importantes,

–“ser o no ser”, “serás lo que debas ser”–; ahora se dice, sacando pecho, “yo soy categoría dos del

programa de incentivo”. Creo que reflexionar un poco sobre la propia tribu también forma parte de un

ejercicio de reflexión del pensamiento sobre nosotros mismos, que no es sino el objetivo que estos

Estados Generales persiguen. Esta reflexión también debería extenderse a nuestra cultura académica, y

supone pensar qué compromisos asumimos al decir que, en Argentina, la educación superior es un

derecho humano universal. ¿Qué quiere decir esto? ¿Derecho a qué? ¿A entrar? Quizá seamos

nosotros, los docentes, los que no estamos a la altura de lo que esa tan remanida expresión –que

repetimos a diario– quiere significar; suele suceder que estemos más preocupados por la publicación en

chino mandarín de nuestro próximo paper que por cumplir con la obligación que tenemos de garantizar a

los alumnos el ejercicio efectivo del derecho que les asiste. Creo que aquellos años postreros del siglo

pasado y los primeros de este han sido años de fuertísima renovación de las ciencias sociales

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argentinas. Días pasados releía, en virtud de un curso que dicto hace mucho, el clásico libro compilado

por Maristella Svampa, ”Desde abajo”, editado a comienzos de este siglo y escrito pocos meses antes de

diciembre de 2001. Resulta interesante leerlo hoy bajo esa perspectiva: uno no puede dejar de tener la

sensación de que los nuevos pobres objeto de la investigación es gente que se cayó de la clase media. Y

que los investigadores, al entrevistarlos, intentan dar cuenta y comprender algo que les pasó y de lo que

fueron objeto, no una acción de la que fueron protagonistas. Sobre este tema y sobre los modos en que

los sujetos se representan, hay un muy interesante artículo de Daniel Leibovich, “Colgados de una soga”,

que da cuenta de los modos en que los nuevos pobres siguen representando su frágil adherencia a una

clase media a la ya no pertenecen de manera objetiva, pero a la que subjetivamente pertenecerán

siempre –puesto que la clase media es un sentimiento–. En los libros de Denis y de Pablo son sujetos de

prácticas de colaboración, de prácticas barriales, vecinales, de cortes de rutas, de prácticas de lectura, de

prácticas musicales, de prácticas religiosas, etcétera. Termino con lo siguiente: estos tiempos que

estamos atravesando en el país me resultan apasionantes, creo que hay mucho entusiasmo puesto en el

pensamiento. No hablo de la militancia; estoy hablando de las ciencias: en este sentido, esta época actual

plantea, al conocimiento teórico de nuestras ciencias sociales, desafíos inéditos y muy distintos de

aquellos “democratistas” de los ochentas o neoliberales de los noventas. Creo que aún no han sido

fructíferas las discusiones que nos hemos dado en torno la crisis de 2001. Ni los entusiasmos excesivos

de aquellos que imaginaron que estábamos a punto de tocar el cielo con las manos en términos de

libertad y autonomía, ni los temores excesivos de quienes avizoraban el peligro fascista para con las

instituciones. A mí me parece que este tiempo abre un conjunto de preguntas nuevas; no sé si nuestras

ciencias sociales y políticas las están tomando con la centralidad y la importancia que, para mí,

tienen. Hace un rato conversábamos con Alexandre acerca del carácter insuficiente de la ciencia política

–en sus formatos más o menos convencionales y establecidos– para dar cuenta de este nuevo tiempo

argentino. Esta evidente incapacidad está relacionada, sin dudas, con nuestra propia formación de base.

Yo me vengo peleando hace décadas con mi formación de base como politólogo; en efecto, tengo la

sospecha que no sirve para pensar la política, o al menos para pensarla cabalmente. No sirve sin la

sociología, sin el psicoanálisis, sin la filosofía. Las ciencias sociales, de forma demasiado orgullosa y

autocomplaciente, se han sacudido el lastre de una filosofía que se les aparecía como una cosa vetusta y

antigua; error gravísimo. Hay que volver a Filosofía y Letras, no desde el punto de vista institucional-

arquitectónico ni organizacional o burocrático, pero sí desde un tipo de vista conceptual: es imposible

pensar la política sin pensar los grandes problemas filosóficos a los que la política está indisolublemente

ligada; no se puede, tampoco pensar la política sin pensar la sociedad; no se puede pensar –como hacía

Mariano Grondona– en bloques como si entre ellos no existiesen vasos comunicantes –como si no fuera

evidente que los pobres por los que lloraba el cura de la medianoche eran los pobres producidos por los

saberes de los economistas del bloque uno y por la cobardía de los políticos del bloque dos. Me parece

que es necesario pensar y discutir la división disciplinaria de saberes que no tiene mérito alguno. Y

después, dar cuenta de los nuevos temas en agenda. Esto lo voy a decir muy someramente, tan solo voy

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a efectuar una enumeración de asuntos. Nuestra representación de la democracia, en los ochentas, fue

básicamente una representación liberal: el valor fundamental que le asignábamos a la idea de lo social-

democrático era la libertad. En aquellos años nos pasamos discutiendo en torno a distintas formas de

pensar la libertad entre los individuos o bien de estos frente al Estado –que aparecía como una

amenaza–. Me parece que dos cosas han pasado en relación con aquellos años y con el pasaje de

aquella época a esta. Lo primero es que, me parece, vamos entendiendo –un entendimiento y una

comprensión mucho más propias del ámbito político que de nuestros discursos académicos– que nadie

puede ser libre en un país que no es libre. Esta idea de libertad –cuyo sujeto no es el individuo frente al

Estado, sino la comunidad que ese Estado representa y encarna jurídicamente– me parece muy

interesante y abreva de las fuentes de un autor del republicanismo inglés de la primera mitad del siglo

XVII que a mí me gusta mucho, Quentin Skinner –él las llama “ideas republicanas de libertad”. La libertad,

pensada como cosa pública y no individual, se vuelve casi sinónimo de soberanía. Segundo asunto: la

enorme centralidad que tiene el discurso político y nuestras percepciones políticas cotidianas hoy en

día, mucho más centrales que la idea misma de libertad o de derechos. Me parece que, si en los

ochentas pensábamos a la democracia como el punto de llegada de un proceso de transición –vieja

palabra de la historiografía marchita y de la sociología del desarrollo–, hoy pensamos la democratización

más bien como un proceso progresivo de ampliación, profundización y universalización de derechos. Este

es, sin duda, el núcleo central de la retórica oficial. Incluso si uno es crítico respecto a que esta retórica

describa adecuadamente los procesos hoy en curso en la Argentina, no hay duda de que todos nosotros

–oficialistas o no–, estaremos de acuerdo en que una sociedad es, hoy en día, tanto más democrática

cuantas más libertades y derechos tengan sus ciudadanos. Esto nos lleva a un conjunto de cuestiones

que nuestras ciencias sociales deben ayudarnos a pensar: Primero, la cuestión –teóricamente

fundamental– de los derechos; si en los ochentas discutimos tanto sobre la cuestión de la libertad y de los

derechos –Benjamín Constant, James Mill, John Stuart Mill–, ¿por qué hoy no estamos hoy discutiendo –

en el marco institucional de nuestras carreras de ciencias sociales, en nuestro discurso de filosofía

política– la enorme cantidad de preguntas que plantea la cuestión de los derechos? Desde la más básica

y elemental: ¿qué es un derecho? Allí, me parece, hay un segundo asunto muy importante –y muy difícil–

sobre el que pensar y que no debería llevarnos ni a un antiestatismo ingenuo ni a un

estatismo escandaloso e imperdonable; el hecho de que el gobierno que circunstancialmente maneja hoy

el Estado transmita mucho más que otros que lo manejaron antes no debe llevarnos a los brazos de

Hegel: no debemos olvidar que el Estado es, ante todo, un reproductor de relaciones sociales muy

injustas, una estructura de disciplinación social y un violador serial de los derechos humanos. Pero si algo

hemos aprendido dolorosamente en la Argentina, es que no es del otro lado de ese Estado donde

encontraremos la libertad, la autonomía, la realización y sobre todo los derechos a que anhelamos. Voy a

decir algo provocador, sobre todo en un contexto universitario que siempre pensó la cuestión de la

autonomía, en primer lugar, contra el Estado: yo estoy dispuesto a discutir que el Estado no es una

amenaza importante a la autonomía universitaria, sino que es, más bien, su mejor garante. Yo soy

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autonomista y temo por la autonomía universitaria cada vez que, caminando por alguna gran ciudad del

país, paso frente a una facultad de medicina de una universidad pública y veo congresos organizados por

la Roche Corporation o la Bayer Corporation. No veo amenazas a la autonomía universitaria cuando un

Estado activo financia líneas de investigación o privilegia temas que considera estratégicos para el

desarrollo nacional. El Estado no solo tiene la facultad para hacer tal cosa, sino que es su deber hacerlo.

Entonces, es justamente la relación entre Estado y autonomía –viejísimo problema de las tradiciones

republicanas– la que tenemos que pensar; la idea misma de república. No les regalemos esa preciosa

palabra del lenguaje político de occidente a los conservadores que se han apropiado de ella en el

debate público argentino. No tenemos que aceptar tan dócilmente que la gran discusión político-

teórica en la Argentina de hoy es la discusión entre republicanos y populistas; no concordemos tan

fácilmente en torno a la idea según la cual el republicanismo tiene una cierta lógica, en cuyas antípodas

está el populismo. Es necesario llegar a cabo este tipo de discusión porque no la escucharán de boca de

los politólogos mainstream, en quienes uno encuentra una distancia conmovedora respecto a los temas

que de verdad importan –cuando no actitudes francamente coloniales de aceptación acrítica de

categorías, conceptos y paradigmas–. Basta de suponer que un país, una región entera de millones de

personas, es una anomalía respecto a los dictados de Alain Touraine; pensemos un instante si no es

menester volver un poco las cosas un poco más sofisticas y tomarnos a nosotros mismos un poco más en

serio.

-José Garriga Zucal:

Muchísimas gracias, Eduardo. Vamos a abrir una ronda de debates, preguntas y comentarios.

-Laura Panizo:

Me gustó mucho tu intervención; muy inteligente, pero –sobre todo– muy divertida. Mi pregunta es la

siguiente: ¿cómo hacer para ser exigente y, al mismo tiempo, incluyente?

-Gerardo Aboy Carlés:

Quería señalar dos hechos, Eduardo, que vos analizás en términos muy rupturistas en relación con los

derechos y yo quisiera interpretarlos en una relación de continuidad –siguiendo a Hobbes en esto de que

las leyes son obligaciones o restricciones y los derechos son libertades–. Al calor, quizá, de la coyuntura,

presentamos como muy divergentes dos escenarios –el de los ochentas y el de principios del siglo XXI–

que quizá no sean tan opuestos. Lo segundo: es casi inevitable que toda época sea relativamente ciega a

si misma salvo en los márgenes; en aquella época, más allá de si copiaban o no a Touraine, había un

sector amplio de la sociedad que, sin ser necesariamente neoliberal, estaba de acuerdo con que la

industrialización por sustitución de importaciones no era un mecanismo viable y estable de organización

de la vida colectiva. Y de alguna forma aun puede pasarnos el que, si la restricción externa volviera a

abatirse sobre nosotros dentro de cuatro o cinco años, pensemos entonces que esos límites no eran

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visibles a nuestros pensamientos de hoy. No creo, entonces, que asistamos a una ruptura entre dos

temporalidades, la de los ochentas y la de los dos mil.

-Verónica Gago:

Mi pregunta, sobre todo proveniente de alguien que tuvo la fortuna –la palabra no es azarosa– de

estudiar Maquiavelo en tus clases, es: ¿qué pasa con la palabra “realismo”? ¿No es un término que nos

permite salir de una noción ingenua y romántica del voluntarismo? Romántica, sí, pero también trágica –lo

digo pensando en la militancia–. Por otro lado, ¿cómo salir de esta concepción de las ciencias sociales

vistas como enclaves normativos, austeros y autosuficientes? Me pregunto si, a propósito de esto, no

habría que volver a pasar por la cuestión del realismo, que echa luz tanto sobre la pregunta respecto a las

ciencias sociales como respecto a la cuestión de la militancia. El segundo punto está vinculado a cómo

pensar un realismo no cínico y, a la vez, tampoco ingenuo ni banal. Esto me parece relevante a la hora de

analizar la discusión que señalaste someramente en relación con el período 2001-2002; cómo pensar en

la autonomía y su relación con un protagonismo ciudadano pensado con y para los pobres.

-Axel Lazzari:

Hablando de esta cuestión tan “blanco sobre negro” respecto al tema de los derechos, te quería

preguntar: ¿cómo ves, en esas circunstancias, la cuestión del control social? Sobre todo porque ya hay

indicios –la ley inmigratoria y otra serie de iniciativas represivas, etcétera– respecto a que las ciencias

sociales no están tematizando el control social, están sistematizando solamente la problemática de los

derechos.

-Eduardo Rinesi:

Trato de tomar algunas de las cosas, no para responder de manera terminante. Retomo una de las cosas

que decía Vero sobre el realismo, que me interesa mucho. Por supuesto; también nos hacemos la

pregunta que te haces vos respecto a qué significa enseñar en estas universidades. Pero me quiero

formular esta última parte de la pregunta de manera muy cautelosa y con mucha prudencia; de otro modo

sería fácil caer en el paternalismo y la condescendencia, suponiendo así que los sujetos a los que en

estas universidades enseñamos son distintos a los de otros lugares donde también enseñamos.

Francamente, después de haber enseñado mucho en unas universidades y en otras, no lo creo. Creo, sí,

que hay rutinas profesorales, hábitos, modos de enseñar, etcétera, que deberíamos revisar y adaptar a

las circunstancias. Puedo contar un chiste de Woody Allen en el Colegio Nacional de Buenos Aires o en

la UBA y se van a reír conmigo; voy a la Universidad de General Sarmiento y no se va a reír nadie. Lo

que tengo que hacer es pensar otro chiste y no pensar que los chicos tienen un problema de aprendizaje.

Realmente, es muy impresionante y conmovedora la capacidad democratizadora que tienen ciertas

universidades que reciben a estudiantes universitarios de primera generación; pero ya tanta insistencia en

esa característica empieza a fastidarme. ¿Por qué se insiste tanto en que son la primera generación de

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estudiantes? Hay implícito un juicio de estas características: “no son como nosotros, son especiales,

son distintos”; con el subsecuente –e imperdonable– corolario: "no les podemos exigir lo mismo, hay un

paso que muchos tardan en dar”. Creo, pues, imperioso revisar nuestros modos de dar clase; si

solamente sabemos contar chistes de Woody Allen estamos en un problema. Hay que repetir –y

repetirse– cotidianamente, aún dos siglos después de la Revolución Francesa; que son iguales –no que

deberían serlo, sino que lo son efectivamente–. La objeción ya la conozco: “eso te gustaría a vos, pero

de hecho no son iguales: algunos llegan a los diecinueve y ni preguntan dónde va la “h” en Durkheim

porque ya lo saben, otros tienen veintitrés y no tienen la menor idea”. Sí, algunos tuvieron la suerte de ir a

una buena escuela secundaria, otros no; algunos saben acentuar las graves; otros no. Pero suponer que

eso marca diferencias importantes entre los individuos es tener, verdaderamente, una concepción muy

pobre de los hombres en general y de nuestra tarea como educadores en particular. Hay una cuestión

que Rancière –en quien, evidentemente, me estoy inspirando para decir esto que digo–, toma de Blanqui

en el prólogo de “La eternidad a través de los astros”; como ustedes saben, Blanqui –como un Mandela

del siglo XIX– estuvo casi toda su vida preso en una pequeña ventanita desde la que veía el cielo, única

porción de paisaje que se le permitió contemplar durante extensas horas. Llevando agua para su molino –

aportando a su teoría sobre la igualdad–, Rancière afirma que, desde hace miles y miles de años los

hombres de toda condición, género y origen vienen sospechando que hay, en las estrellas, un mensaje

cifrado que les está destinado a ellos; mensaje que, desde el comienzo de los tiempos, intentan sin éxito

descifrar. Es esa la igualdad radical relevante, no si la “h” de Durkheim fue o no puesta en el lugar

correcto. Estoy hablando en serio: innumerable cantidad de veces di clases en universidades cuyos

estudiantes lo eran por tercera o cuarta generación; del mismo modo, di clases en universidades de

primera generación de estudiantes y aún también en el así llamado gran colegio de la patria. Son iguales,

son todos iguales; algunos son más empeñosos que otros porque la tienen menos fácil, nos dan

sorpresas y, a veces, nos gratifican con muy buenos resultados. Es desde allí desde donde debemos

revisar nuestra metodología; porque el problema está en nosotros, y si podemos solucionarlo, entonces a

partir de allí podremos ser más justos. Algo sobre lo que mencionó Gerardo: es cierto que toda época es

ciega a si misma o, por lo menos, que tiene altas posibilidades de cegarse; de allí la importancia de

intentar mantener una perspectiva de las cosas para poder mejorarlas. De todas maneras, yo me refería a

algo bastante más elemental que lo que vos mencionás, y es que, de manera más o menos evidente,

la agenda de la disciplinas académicas en los ochentas asumió como problemas de discusión los propios

de la agenda política. Cuando uno toma hoy el discurso político –los temas en agenda, las primeras

planas de Clarín– advierte que esas cuestiones no son asumidas como propias por las ciencias sociales.

No veo a las ciencias sociales decir “se advierte una narrativa o retórica oficial de los derechos”; no me

parece que el problema de los derechos sea un problema que haya sido incorporado por nuestras

ciencias sociales y por nuestra filosofía política y yo creo que debería serlo. Por otro lado, la discusión en

torno a los derecho es, teórica y filosóficamente, apasionante. Déjenme plantear un temario mínimo de

cara a un programa de investigación sobre los derechos. Primero: ¿qué es un derecho? Es algo que, en

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los últimos tres siglos, la filosofía política ha venido discutiendo: ¿qué quiere decir que alguien tiene un

derecho? Un positivista arriesgaría que alguien tiene un derecho porque hay un código o una ley se lo

otorga, pero es evidente que ese no es el uso político al que nos referimos, sino que es una palabra que

usamos precisamente cuando no tenemos de hecho el derecho que decimos tener. Lo que se está

postulando, en ese caso, es lo que se debería tener pero no se tiene –con lo cual, la tensión entre el ser y

el deber ser, entre lo descriptivo y lo normativo, se vuelve constitutiva de la idea misma de derecho y allí

radica lo interesante de la idea–. Las ciencias sociales, en general, tienden a sentirse incómodas con las

categorías normativas, pero cuando pensamos en términos de derechos tenemos que aceptar que

estamos haciendo uso de una categoría opinable y descriptiva, fácilmente apropiable por una

multiplicidad de actores para decir cosas invariablemente diferentes. Cuando uno plantea la discusión

política en términos de derechos tiene que advertir que esa palabra podrá ser apropiable por cualquiera.

Una cuestión a definir es si lo que define a un derecho es que pueda ser “universalizable”. Un ejemplo:

“yo no defiendo el derecho a propiedad privada, defiendo el derecho a la propiedad privada de todos los

hombres”. Yo podría retrucar: “lo que estás defendiendo no es un derecho, es un privilegio”. Al volverse

una categoría tan lábil, tan opinable, eso es precisamente lo que la vuelve atractiva desde el punto de

vista filosófico. Como también lo es la siguiente pregunta: ¿cuáles, de entre dos derechos eventualmente

en colisión –sobre todo en un contexto de ampliación general de derechos– debe ser privilegiado o

incluso defendido y preservado por el Estado? ¿Cuántas veces hemos discutido si hay que respetar más

el derecho de los pobres trabajadores desempleados a cortar la calle para hacerse ver –como último

recurso desesperado– o el derecho de los honestos trabajadores de poder llegar a horario al trabajo para

que no les descuenten el presentismo? Es discusión interminable e infinita que no tiene solución a priori.

Otra cuestión que me gustaría señalar, porque creo que tiene gran importancia es la siguiente:

la cuestión de los derechos de quienes no están allí para defenderlos –me parece una

gran cuestión teórica político-filosófica que incluye sobre todo a los ausentes porque ya no están –en

particular los que han sido asesinados por el Estado–. Un abogado positivista diría: “si no pueden

usufructuar ese derecho, no pueden ir a los tribunales a pleitear porque están muertos”. Entonces,

¿qué quiere decir un derecho que no puede ser reclamado? ¿qué quiere decir el derecho que nuestros

tataranietos –a quienes no conoceremos– tienen hoy (cuando todavía no existen) a que les dejemos un

planeta respirable? Hay muchos juristas europeos que se están preguntando estas cuestiones; eso es

importante. Si tomamos estas cuestiones seriamente se modificarían nuestras prácticas económicas

extractivas, etcétera –cito, como ejemplo, al constitucionalismo andino tan interesante de los últimos

años–. Así pues, me parece que la categoría del derecho oculta muchas aristas para ser pensada en

relación a lo que decía Gerardo, con toda razón, respecto a que toda época es un poco ciega sobre sí

misma. Sin embargo, hay cosas más básicas: por ejemplo, se advierte un desajuste, un hiato entre los

temas de la agenda pública y los temas de la agenda académica –como mencioné–. Por supuesto, me

interesa mucho lo que vos observaste en relación a continuidades y rupturas. ¿Cuánto de ruptura y

cuánto de continuidad hay entre los ochentas y el año 2000? Yo, como vos, advierto continuidades

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fuertísimas. Un ejemplo: creo que la cantidad de homenajes que le prodigó el matrimonio Kirchner

a Raúl Alfonsín durante los meses inmediatamente posteriores a su muerte no fueron una gentileza ni

una cuestión de buenos modales, sino el resultado de una continuidad profunda y de un legado muy

visible, sobre todo en Cristina Kirchner más que en Néstor –particularmente en momentos importantes en

la historia reciente, como en la primer mitad de 2008–. Así como hemos vuelto sobre 2001 y 2002 gran

cantidad de veces, creo que hay que acordarse de 2008 como un año clave en el que un modelo de

democracia fue puesto en disputa. Cuando Cristina dice: “yo soy la representante legítima de los

ciudadanos que me votaron en las urnas hace dos meses y ustedes no son más que los delegados

corporativos de unas organizaciones que tienen intereses que no son universales”, si en lugar de Cristina

hubiera dicho Alfonsín, la frase es absolutamente alfonsinista. No es alfonsinista el paso que dio Cristina

en el discurso siguiente a ese, cuando pronunció la democrática frase “sola no puedo”, que alude a la

necesidad de la movilización social y la participación popular más o menos anárquica y espontanea. Por

supuesto que allí hay un tema con el realismo; podríamos establecer una diferencia entre un realismo

ingenuo-posibilista y un realismo maquiavélico –más interesante– que variará en función de cómo se

interpreten y caractericen los hechos. Me parece que, si uno acepta las descripciones de los hechos que

vienen dadas y no son hegemónicas en un momento determinado, acepta del mismo modo los límites

que la cuestionada hegemonía ha marcado para el mundo –y que se presentan, a priori, como

inexorables. No digo nada nuevo; cada vez que se habla de “correr los límites de lo posible” o se

menciona aquello de “seamos realistas pidamos lo imposible”, ¿cuál es el chiste de esa frase? implica

desconocer el modo en que un cierto pensamiento hegemónico ha construido hechos que se nos

presentan como ineludibles y poder pensarlos de otro modo. Maquiavelo, como todo realista, trata de

actuar en un mundo de hecho y no en un mundo normativo, abstracto, utópico o ideal; en un mundo de

hecho, pero de hechos “no hechos”. Ahí estamos, como siempre, en una zona de discusión por los

modos en que la ideología naturaliza cierto orden de cosas. Tomo lo que se dijo antes: el científico que no

quiera comprar el mundo tal como el mundo le viene dado tiene y debe tener la actitud militante de

sospechar que allí hay una ideología encerrada que es necesario desnudar. Por último, completo una

idea tanto en relación con tu última pregunta como para con la de Axel. No podría estar más de acuerdo

en que no estamos pensando suficientemente el problema del control social, de la represión, el carácter

fuertemente disciplinante y coercitivo de un Estado que, al tiempo que reprime la protesta social, reparte

asignaciones universales y derechos de la índole más diversa por la ventanilla de al lado. Como

deberíamos ser capaces de dar cuenta de ese carácter intrincado es que debemos darnos una teoría del

Estado que esté a la altura de la complejidad del Estado que tenemos. Durante demasiado tiempo,

relatos más o menos simplificadores de la historia argentina nos hicieron ver al Estado como estando

solamente del lado de los malos, o bien solamente como aquel sin el cual no podríamos gozar de

libertades, derechos y autonomías. Me parece tenemos que pensar al Estado como ese sujeto,

organismo o dispositivo complejo que, al mismo tiempo que es un reproductor de relaciones sociales muy

injustas, un disciplinador social y violador serial de los derechos humanos, es también un garante de una

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serie de derechos y libertades; ni en una ni en otra de sus dimensiones lo estamos pensando hoy en las

ciencias sociales.

-Axel Lazzari:

Entre medio de estas dos, ¿no hay una tercera dimensión? Sería la de un Estado que genera

disposiciones de los individuos, no ya como un garante ni como un represor, sino como generador

de disposiciones de "autodisciplinamiento" de las personas.

-Eduardo Rinesi:

Sí.

-Axel Lazzari:

Por un lado, se internaliza la idea del garante y la idea del represor en un momento jurídico abstracto, En

el otro caso, se trata de un momento de “cuerpo a cuerpo” que atraviesa el tema durkheniano por

excelencia –el disciplinamiento a través de la moral del Estado– y sus diversos contenidos de índole

patriótico.

-Eduardo Rinesi:

No, lo pensaba como algo separado de las otras dos dimensiones –más objetivables– de acción del

Estado. Uno podría afirmar que el Estado cumple una tarea de control, de disciplinamiento y de coerción

que puede adoptar desde formas extremas –cuando mata a un pibe en la comisaria– hasta

formas más mediadas en las que ese control se convierte en el autocontrol de una sociedad ordenada y

cuyas funciones incluyen la generación de mejores posibilidades vitales para el (auto)desarrollo de las

personas; estas funciones abarcan desde la sanción de una ley que dice que uno puede casarse con

quien quiera hasta la generación de un cierto clima que lo anima a uno a salir a la calle a decir lo que

piensa. Desde las medidas más concretas y puntuales hasta este clima al que vos hacés referencia, lo

cierto es que todo puede incluirse como formando parte de estas dos dimensiones, que por otro lado se

entrelazan permanentemente –yo las presento como antitéticas, pero un buen anarquista no vería en

ellas contradicción alguna–.

-Claudia Merlo (Presidente del Centro de Estudiantes de Sociología y Antropología):

Me pareció interesante la idea del derecho; yo no la había pensado en el sentido de su universalización.

De todas maneras, lo que quiero preguntarte está en relación con lo que mencionabas en torno a la

autonomía universitaria. Vos decís: “paso casualmente por algún congreso en alguna facultad de

medicina y lo veo auspiciado por Roemmers, Bagó o cualquier otro laboratorio”. Pero también advierto

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una gran disparidad de aportes nacionales según de qué universidad se trate –menciono esto más allá de

que me parece bien que el Estado cumpla este rol–.

-Alexandre Roig:

Tu intervención me resultó muy interesante precisamente porque, en cierto modo, viene a invalidar

nuestra interpretación en este sentido: no hablaste de “ciencias sociales y políticas” sino de las ciencias

sociales “en” la política –dicho de otro modo, de la política en las ciencias sociales–. Lo que vos planteás

como eje de análisis sale de la idea de los usos y, creo, de la noción de “utilidad”; me gustaría ahondar un

poco más en aquello. En cierto modo, me hizo recordar a un libro de Karsenti, “De una filosofía a otra”, en

el que sostiene que la filosofía no puede ser pensada de la misma forma antes que después de la

aparición de las ciencias sociales. Siguiendo esa idea, la política no puede pensarse a sí misma en

función de cómo las ciencias sociales marcan su agenda –por otro lado, la agenda de las ciencias

sociales variará en función de cómo la política determina su agenda–. Una discusión que reaparece

continuamente –la volvimos a tener hoy a la mañana– es la que tiene que ver con la “temporalización" de

los debates políticos y académicos; en este sentido, tu planteo es interesante porque vuelve a invalidar –

para mejorarla–nuestra convocatoria. Circuló implícitamente en las discusiones que tuvimos esta mañana

una advertencia que acabás de hacer pública y que tiene que ver con una suerte de urgencia por parte de

las ciencias sociales en responder a sus interrogantes, con lo cual surgiría una segunda dimensión

vinculada a las tensiones de la temporalidad en la política y en el saber en general. El problema de fondo

es el de la tensión entre el ser y el deber ser, y los modos de imbricación de la ciencia política en la

política y de la política en las ciencias sociales.

-Ariel Wilkis:

A la mañana, Alejandro Blanco hizo una suerte de reconstrucción de la historia de la sociología en los

últimos treinta años; una sociología que perdió, por decirlo de algún modo, sus grandes figuras

carismáticas y que se ha vuelto una disciplina más rutinaria y burocratizada. Quisiera dar cuenta de un

contrapunto: por lo menos de 2001 para acá yo advierto una especie de regeneración de las ciencias

sociales “positivas” en términos de temática y de estilo de trabajo. Me da la impresión de que asistimos a

un momento de álgido debate en torno a las ciencias sociales, momento en el que nos interrogamos

sobre las propias tradiciones de nuestras disciplinas y cómo nos relacionamos con ella. La particularidad

de este proceso está, sin dudas, vinculado con los treinta años ininterrumpidos de acumulación de

saberes y conocimientos en ciencias sociales –algo inédito en una tradición intelectual como la nuestra,

acostumbrada a interrupciones permanentes–. Esta peculiaridad debe, necesariamente, colocarnos en un

lugar de mayor reflexividad en torno a nuestra tradición. Y es en este punto que reaparece,

inevitablemente, la pregunta en torno a qué vinculo hay entre ciencias sociales y política. En ese contexto

se da una tensión particular vinculada a una progresiva autonomía y profesionalización de las ciencias

sociales cuya propia dinámica tiende a que soslayemos la pregunta por aquel vínculo al que hacía

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referencia. Somos parte, también, de una tradición intelectual para la cual hacer ciencias sociales implica

necesariamente pensar la política –no como un déficit, sino como una obligación y una necesidad

generacional–. Estamos, pues, recreando una tradición que nos obliga a pensar la política con otras –

nuevas, más profanas– herramientas que las del pasado. Creo que no fue una pregunta.

-Eduardo Rinesi:

No sé si lo mío será una respuesta.

-Luciana Anapios:

Mi pregunta es muy abierta y desordenada; su formulación es resultado de reflexiones que

surgían mientras te escuchaba; tiene que ver con lo que hablabas respecto al Estado como dispositivo

complejo. Dos cuestiones; por un lado –y haciendo uso de tus expresiones “ciudadanos pobres” y “pobres

ciudadanos”–, pensaba en esta nueva categoría latinoamericana del “trabajador pobre” –no ya

meramente desocupado– y en cómo esta categoría se vincula con la cuestión de los derechos en un país

como Argentina, en el que –a diferencia de otros países latinoamericanos– los trabajadores gozan de

ciertas prerrogativas efectivas. La otra cuestión, sobre la cual no se ha hablado, es la vinculada a la

nueva la reforma penal y la estigmatización del extranjero –como una especie de regreso de la Ley de

residencia–. Se escucha discutir mucho mediáticamente y la discusión suele girar en torno a quién

tiene más derechos, si el argentino trabajador honesto o el extranjero. Hay una especie de regateo de

derechos y no se plantea –al lo menos yo no lo escuché– una impugnación en virtud de la

inconstitucionalidad subyacente.

- “Chino” Beltrán Besada (estudiante):

Si partimos de la hipótesis de que las ciencias sociales deberían ser un oficio de combate, tal hipótesis

implica necesariamente algún tipo de diálogo o comunión con la política –y este es un tema renuente e

incómodo–. ¿Hay una relación de utilidad entre las ciencias sociales y la política o habría que pensar a

las ciencias sociales como “en” la política? Es interesante pensar esta cuestión, de otro modo uno caería

en la exigencia de pedirles, a aquellos que quieren desarrollar una carrera de investigación en ciencias

sociales –o son ya investigadores– que asuman un compromiso militante, y lo cierto es que se trata de un

imperativo inadmisible. ¿Cómo pensar esa comunión a partir de las herramientas de las que disponen las

ciencias sociales para aportar a la construcción política? ¿Cómo dar cuenta de un lugar de comunión en

donde el aporte que se pueda dar desde ambos ámbitos no venga connotado con una suerte de

estigmatización, una desconfianza?

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-Marcelo Urresti:

Quisiera felicitar a Eduardo por su exposición y hacer una pregunta. Cada vez que asisto o escucho

charlas sobre ciencias sociales y política, la política que surge es la política con mayúsculas –la que se

refiere al Estado como centro del proceso de tomas de decisiones–; pero hay otra política que algunos

autores llaman “lo político –como dimensión– y que se vincula sobre todo a las relaciones de poder. Esta

política abre otra agenda y otros diálogos, abriéndose a temas como la corporalidad, la alimentación, la

sexualidad, la relación entre género y construcción de masculinidad, identidades, etcétera. Todo eso, que

compone toda una novedosa agenda de investigación, no tiene vínculo aparente alguno con la así

llamada gran política y por eso se soslaya. Quería, simplemente, recordarlo y ponerlo sobre la mesa.

-Eduardo Rinesi:

Yo voy a tomar la cuestión de la autonomía en relación a algo que mencionó Claudia al comienzo y que

luego reapareció. Hay, en la historia universitaria argentina, un tono tributario de la gran tradición liberal

transformista del siglo XVIII y posterior. La misma historia argentina del siglo XX nos ha dado sobrados

motivos para ser especialmente celosos de la independencia de las universidades frente al

avasallamiento del autoritarismo estatal. No se puede sino comprender la fuerza de una tradición que ha

tendido a interpretar la autonomía –en un sentido parcial y pobre del término– como sinónimo de

independencia, sobre todo frente al Estado. Si podemos hoy dar a este término un enfoque más completo

y complejo es gracias a que este no es, manifiestamente, un Estado avasallador de tales libertades; en tal

sentido, podemos ir recuperando la vieja historia de una palabra que no se define sólo por la negativa,

sino también por la positiva, implicando, por ejemplo, “capacidad de pensar por uno mismo”, “capacidad

de darse a uno mismo la propia norma”, etcétera. Una persona es autónoma porque no precisa de

preceptores para pensar –ya lo decía Kant–; lo mismo vale para un país. En ese sentido, la vocación

autonómica de las universidades es inseparable de un ejercicio como el que ahora estamos llevando a

cabo: un ejercicio reflexivo de introspección crítica. Por supuesto, esa autonomía no es absoluta y conoce

límites –el presupuesto del que disponemos es uno–. Aún así, no creo que no pueda decirse que una

universidad no es autónoma porque se le asigne una cantidad determinada de dinero; eso tiene que ver

con el modo de funcionamiento de todas las instituciones del país, y si algo se puede decir respecto a lo

que ha ocurrido en los últimos años en relación con el presupuesto universitario en Argentina, no solo es

que ha crecido de manera extraordinaria sino que, además, el carácter sistémico de esa asignación de

recursos se ha fortalecido mucho. Quiero decir: son las propias universidades –a través del Consejo

Interuniversitario, y no el Estado arbitrariamente– las que discuten los criterios de distribución del

presupuesto; es entre ellas que se decide el porcentual que le corresponde a cada una del total de la

masa presupuestaria asignada a la educación superior. Ese era un punto. Por otro lado, volviendo a

Bourdieu, quisiera abordar la cuestión de la utilidad o inutilidad de las ciencias sociales y vincular esa

cuestión con el tema de los derechos. Aldo Caballero, actual secretario de política universitaria de la

Nación y ex rector de la Universidad de Misiones –por otro lado, un muy atento pensador de estos

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asuntos– siempre insiste con la cuestión del derecho a la universidad. En cuanto derecho individual, el

derecho a la universidad supone el derecho de los individuos a poder estudiar en ella o el que, habiendo

ya ingresado, tienen a no ser expulsados de ella por profesores incompetentes que los hostigan, etcétera.

Pero es, además, un derecho colectivo del pueblo en su conjunto y es ahí cuando la cuestión se vuelve

interesante. ¿Qué quiere decir que la universidad es un derecho del pueblo? No es sólo el derecho de la

sociedad a estudiar en la universidad sino nuestro derecho como pueblo –por poner una categoría bien

política– de apropiarnos de los resultados del trabajo de esa institución que sostenemos con nuestros

recursos. Creo que no es necesario, ni posible ni justo obligar a todo investigador docente a ser un

militante político. También creo que la universidad investiga cosas demasiado importantes –cosas que el

pueblo argentino, a través de su Estado, financia con mucho dinero– como para que los resultados sean

costosas investigaciones que sólo terminan siendo legibles por universitarios aburridos. En ese sentido,

creo que en las universidades tenemos la obligación –que tenemos que pensar institucionalmente y no

sólo a título individual– de que lo producido de las investigaciones que se realizan en su seno contribuya

a mejorar la calidad de los debates públicos que se mantienen en el país. No puede ser que todo lo que

sabemos sobre –por ejemplo– seguridad, xenofobia, petróleo, etcétera, no termine aportando nada al

debate colectivo. Creo que cuando uno se toma en serio la idea de que el pueblo, como sujeto colectivo,

tiene derecho a la universidad, eso genera una obligación de la universidad para con el pueblo. Desdoblar

esta idea, creo, nos lleva en tres direcciones complementarias. Primero, las universidades deben trabajar

con las organizaciones sociales allí donde desarrollan su trabajo, sobre todo en el caso de universidades

como esta, con una fuerte inscripción territorial en partidos cuyas organizaciones vecinales, por ejemplo,

venían pidiendo la fundación de una universidad desde mucho antes que se convirtiese aquello en una

política institucional –distinto es el caso de universidades como la Universidad Nacional de Córdoba o la

Universidad de Buenos Aires, que no tienen un territorio fácilmente demarcable–. En universidades como

esta, en efecto, el vínculo con el territorio es mucho más concreto y genera obligaciones de parte nuestra.

Es interesante que esta pertenencia tenga, además, correlatos institucionales. En muchas de nuestras

universidades tenemos consejos sociales asesores conformados por –es un ejemplo– una treintena de

dirigentes de organizaciones territoriales con los que discutimos los grandes problemas de la universidad

–no los problemas de la política de extensión ni de los torneos de futbol del fin de semana–: nuestra

política de investigación, nuestra política de formación, las carreras que habría que crear, etcétera. Sobre

todo eso les pedimos opinión –ciertamente no decisión, estamos de acuerdo en que sería un disparate–,

opinión que, por otro lado, valoramos mucho. Segundo, tenemos la obligación –lo traigo a modo de

provocación– de trabajar con el Estado. Por un lado porque nos financia, y por otro lado porque, hasta

nuevo aviso, es la encarnación jurídico-institucional de la comunidad del pueblo –no lo digo en términos

hegelianos–; es el que asigna los recursos que esa comunidad paga con sus impuestos. De manera tal

que hay, para con el Estado, una suerte de obligación. Si llaman de un ministerio y nos dicen: “señores de

la Universidad Nacional de San Martín –por ejemplo–, ¿pueden hacernos, por favor, un informe sobre el

impacto de la Asignación Universal por Hijo en el primer cordón del conurbano bonaerense?” o “¿nos

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pueden indicar cómo deberíamos llevar adelante un plan de vacunación obligatoria en la provincia en la

que está inserta su universidad?” No podemos –y lo digo enfáticamente– no atender a ese llamado. Y no

suele pasar que el Estado busque influir en el informe final. Lo digo por experiencia personal: es

mucho más frecuente que el gerente de una empresa de aquellas con las que nuestros jóvenes

investigadores docentes se mueren por hacer convenios nos sugiera qué poner en un informe final que

nos lo diga un secretario de Estado. ¿Qué amenaza hay allí a la autonomía universitaria? ¿Qué peligro

hay de que el Estado burgués…? Etcétera. Entonces; primero, las organizaciones sociales de índole

territorial; segundo, el Estado; y tercero, la opinión pública. Las universidades públicas tenemos la

obligación de aprender a hablar un lenguaje distinto del que hablamos –más allá de que este lo sigamos

empleando, con sus reglas, su gramática, etcétera–. Tenemos que aprender a hablar ese otro lenguaje

que, en rigor de verdad, es mucho más difícil que el lenguaje académico. Porque es mucho más difícil

escribir un artículo que esté a la altura retórica, política y moral de los grandes debates colectivos –y que,

por lo tanto, tenga impacto en la opinión pública e influya en la vida democrática de una sociedad– que

escribir un paper académico. Quisiera señalar una última cosa: alguno de ustedes observaba –creo que

acertadamente– que después de 2001 las ciencias sociales argentinas vienen atravesando un

momento interesante, a tono con el momento interesante que atraviesa el país en su conjunto –una

cantidad inaudita de jóvenes que, en condiciones de financiamiento nunca antes conocidas en la historia

de las ciencias sociales argentinas, están pudiendo hacer sus tesis de maestría, doctorado, etcétera–. A

partir de eso, nuestras ciencias sociales están dando cuenta de un estado de debate en torno a sus

tradiciones. Ese debate debería extenderse, creo yo, a nuestras propias practicas académicas. Algunos

de ustedes dijo, al pasar, “en el currículum del CONICET no podemos poner las charlas que damos en

organizaciones políticas”. Primera cuestión: no todo lo que uno hace lo hace para plasmarlo en

el currículum; uno milita porque tiene convicciones políticas, no para decírselo al CONICET. Segunda

cuestión: el CIN y el Ministerio de Educación de la Nación acaban de suscribir un convenio colectivo de

trabajo que garantiza la estabilidad laboral de todos los investigadores docentes del Sistema Universitario

Nacional; entonces paremos un poco con el asunto del CONICET; todos nosotros tenemos el trabajo

asegurado, todos nos vamos a jubilar por el puesto que hoy tenemos en la universidad. Por lo tanto,

podemos militar un poco, si queremos; no nos va a castigar el CONICET, no teman. Resumiendo: el

debate que, creo, debemos darnos en el campo de nuestras ciencias sociales –además de una discusión

sobre nuestras tradiciones, sobre el temario, sobre la agenda, etcétera– tiene que ser un debate sobre

nuestras prácticas. ¿Cómo es posible que uno se vea en la obligación de escribir notas –lo hago con

suma frecuencia– al secretario de posgrado de nuestras universidades públicas para que el mencionado

tenga la amabilidad de permitir que el dirigido, licenciado fulano de tal, escriba una tesis de maestría de

más de ciento cincuenta páginas “puesto que el desarrollo de su argumentación así lo exige”? Cantidad

de páginas que, por otro lado, algún funcionario imaginó como límite porque a la universidad a la que

pertenece tiene que mostrar cierta tasa de productividad, etcétera. ¿Cómo puede uno ser tan desgraciado

como para decirle a alguien de veinticinco años que tiene que acotar? A mí me conmueve el comienzo de

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la ética de Spinoza, sobre todo las primeras cuatro palabras: “Todo lo que es, o es en sí, o en otra cosa

(…). Todo lo que es, es en Dios”; pero particularmente ese comienzo: “Todo lo que es…”. Imagínense

siendo Spinoza y topándose con algunos de nosotros, directores de tesis de maestría del CONICET, a

quienes nos dan becas por no sé cuántos meses y en seguida se nos vence el plazo. Hay que pensar

sobre esto; sobre las tesis que leemos y que evaluamos todos los días. Hay excepciones, claro; gente

que se rebela y produce tesis muy buenas; pero, francamente, frente al “todo lo que es” spinoziano, los

comienzos de nuestras tesis doctorales suelen ser muy desalentadores. Tenemos que pensar en lo que

Wright Mills llamaba la “practicidad” de las ciencias sociales; ciertas cuestiones epistemológicas, hijas de

definiciones institucionales y presupuestarias, tienen consecuencias sobre los conocimientos que

producimos. No habrá inconvenientes siempre y cuando uno escoja el camino del cinismo, pero no

supongamos que una cosa es buena siempre que sea acotada. Digamos con sinceridad, en todo caso,

que no queremos cambiar el mundo y hemos decidido, en cambio, abrazar la profesión de

investigadores rentados por el Estado argentino y producir papers en inglés; papers que, por otra parte,

que cada vez servirán menos en la medida en que la insignificante carrera académica que hemos

decidido abrazar nos aleja de las necesidades y los derechos del pueblo que nos paga. De ser el caso,

mejor reconocerlo.

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Mesa 3: Saberes Cruzados: Filosofía, Arte y Ciencias Sociales

Comentarios a la performance Artística “Escenas de familia”

(Grupo de Danza UNSAM - Dirección Oscar Aráiz y Yamil Ostrovsky)

-Alexandre Roig:

Le pido a Walter Cenci, a quien también agradezco por su predisposición en la organización de esa

actividad –la obra de Oscar Aráiz que vamos a ver– que construya algunas preguntas que sirvan como

mediación entre esos lenguajes de manera que podamos contornear el silencio y construir algún tipo de

diálogo. La idea, en este momento, es llevar a cabo una experimentación en torno a la relación con el arte

y cómo nosotros –sociólogos, antropólogos– nos situamos frente a ese modo de expresión. Les cedo la

palabra a Oscar y a Walter

-Oscar Aráiz:

Buenos días a todos. Lamentablemente, el contacto directo sería mucho más interesante en vivo. Es la

primera vez que yo veré este registro; pienso que será mejor conversar después de haber tenido una

primera impresión. Lo único que quisiera agregar es que lo que van a ver, aunque es un espectáculo de

danza contemporánea, es una obra que tiene cuarenta años y que apela al melodrama –es decir, que

oscila entre lo trágico, lo ridículo y lo absurdo; juega con el límite–, de manera que tienen que mirarla bajo

esa perspectiva. Gracias.

-Walter Cenci:

Tengo un fragmento que quizás pueda funcionar como disparador de cierta reflexión de orden

metodológico para los sociólogos y antropólogos. ¿Alguien lo puede leer?

[Se lee el fragmento (traído por Walter Cenci) de Garry Crawford]

“En la sociología ha existido siempre una extendida reticencia a la incorporación de las nuevas

tecnologías audiovisuales como instrumento metodológico. La sociología se constituye como una

disciplina conceptual y abstracta que recoge datos y comunica sus resultados en términos verbales y

numéricos, pero no en imágenes. Lo impersonal, la generalización y la abstracción, no puede ser más

que palabras; la imagen, al contrario que la palabra, es semánticamente rica pero sintácticamente pobre

y, por tanto, estaría imposibilitada para representar la generalización y categorías abstractas que una

ciencia de la sociedad parecería requerir. Lo que ofrecían las imágenes no eran conceptos o

generalizaciones deductivas, sino situaciones concretas, individuos específicos, interacciones de una

extraordinaria riqueza semántica que quedaría inexplorada por los sociólogos”.

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EST ADO S GE NER AL E S D EL SA BE R : SO C IO LO G ÍA Y ANT RO PO LO G ÍA [49]

-Walter Cenci:

Creo que esta cita es interesante no simplemente a modo de referencia, sino como forma de plantear qué

sería un objeto de estudio. Nosotros, quizá, pensemos a la práctica artística no como un objeto de

reflexión futura sino como sujeto de saber y de producción donde se dan dita herramientas cognitivas de

distinto orden y maneras de formalizar ese saber a través herramientas simbólicas (movimientos, gestos).

Creo que, cuando ese retrato se pone en movimiento, activa saberes, valores y referencias de un modo

distinto al metalenguaje que una ciencia puede generar. Me parece que esta cita proponía tal ejercicio de

reflexión; puede ser motivo de discusión en torno a cómo puede ser posible ese cruce entre las

producciones artísticas y las de las ciencias sociales. Lo traigo a colación especialmente pensando que la

universidad es un ámbito en el que conviven ambos; creo que la universidad se vuelve un espacio más

complejo, rico y heterogéneo en la medida en que incorpora al arte no sólo como objeto de

representación, sino como un sujeto capaz de crear y recrear tradiciones y de generar –o cuestionar– a

su vez, lenguajes, visiones y perspectivas.

-Me encantó la obra; me emocionó. Simplemente voy a hacer un comentario. Una "tesista" de doctorado,

actriz hace muchos años y además becaria a CONICET –mezcla rara– que no pudo venir hoy, está

trabajando con las representaciones que la prensa gráfica hace de los jóvenes pobres. Como no lograba

avanzar en su investigación, recurrió al lenguaje que mejor conoce –el lenguaje de la dramaturgia– y

comenzó a analizar todo un corpus visual gráfico –a partir de cuestiones como la iluminación, la utilería,

etcétera– que le dio a su trabajo una riqueza y una profundidad de análisis que excedía a la semiótica

pura. Pensaba, mientras veía la obra, que habría que diferenciar, como dos distintos niveles de análisis,

entre contenido y lenguaje específico, En términos de lenguaje, Bárbara está encontrando un lenguaje

diferente para mirar lo mismo que miramos siempre; no sé bien cómo encontrar el puente entre –en este

caso– la sociología visual y el lenguaje que ella propone para mirar las imágenes.

-Alexandre Roig:

Es la segunda vez que veo la obra, y el efecto emocional es mayor todavía. Te diría que sintetiza mis

últimos diez años. Haciendo ese ejercicio de tomar distancia, implícito en el espíritu sociológico –la

objetivación es un mecanismo tremendo– pensaba en el IDAES. En el IDEAES –esto es muy importante

e interesante para mí– tenemos mucha historia del arte; la carrera de historia y particularmente el

doctorado está muy articulado con la historia del arte y hay una suerte de pulsión a tomar el arte como

archivo: es una dimensión que está dentro de los historiadores. Ahora, surge el problema del archivo, que

también atañe al arte pero ¿en qué sentido? Se me ocurre una serie de preguntas: ¿por qué decidiste

que estén esos personajes? ¿Qué es lo que te inspiró a generar ese tipo de tensiones y de movimientos?

Estas preguntas, resumidas, podrían expresarse así: ¿qué saberes movilizaste para expresar lo que

expresaste? Implicaría pensar que hubo un proceso racional que se objetivó en una obra y que la obra,

entonces, objetiva el pensamiento de su autor. Allí encontramos un cruce con el tipo de trabajo que

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hacemos. Otro cruce podría manifestarse así: el registro del artista manifiesta el espíritu de su tiempo

independientemente de su conciencia, más allá de que medie un saber particular; en ese caso, el artista

se convierte en un archivo en sí mismo. Para nosotros este es un interrogante, a punto tal que uno podría

preguntarse si lo que nosotros hacemos no es también una forma de archivo y no solamente la

producción de un saber particular. Así pues, una primera interpretación es la relacionada al estatus de lo

que producimos; verificamos que no escapamos a hacer archivo y que, de hecho, lo hacemos nosotros

también. Me encanta el gesto de Louis Dumont, cuando abreva tanto de Marx como de los Vedas del

hinduismo –al fin y al cabo, se trata de archivos–. Después surge la cuestión del lenguaje, y de un

lenguaje en particular; irrumpe, entonces, el problema de la discusión sobre lo real –si bien no solemos

dialogar con el psicoanálisis, en el IDAES tenemos una maestría en clínica psicoanalítica–. Menciono al

psicoanálisis porque quisiera traer aquí aquella sentencia de Lacan según la cual lo real es lo indecible.

De esta tesis, que para nosotros es un problema, también participa el arte: una obra de arte dice sin decir

lo que a nosotros nos llevaría páginas y páginas detallar. Es muy difícil “decir” el antagonismo, “decir” la

sutileza, lo entreverado; la escritura de eso es sumamente complicada. Y ahí, quisiera agregar, también

está la cuestión de tu frase, la tensión entre la semántica y la sintaxis. El registro audiovisual también

supone, para nosotros, un problema en términos de cómo dar cuenta y cómo escoger, en lo relativo a

nuestras formas de producción y de entre la pluralidad de lenguajes posibles, aquellos que son legítimos

y están disponibles para ser utilizados –sobre todo cuando una parte de lo que tratamos de asir escapa al

lenguaje. Otros problemas: el problema del cuerpo, el problema de las emociones –sobre este punto, hay

toda una rama de la sociología y de la antropología que se ocupa del tema–, el problema de la

experiencia. Somos testigos de un lenguaje que interpela a la (propia) experiencia y que a la vez es

sumamente rico. ¿En qué medida nuestro lenguaje interpela a la experiencia? Esto, me arriesgaría, se

conecta con la discusión que tuvimos el martes sobre la relación con la política. Al interpelar las ciencias

sociales a la política, también se está interpelando cierto modo de experiencia, vale decir, cierta forma de

significar y sentir la existencia. Dando cuenta de todo esto, advierto cuán improductiva es la ausencia de

diálogo entre la sociología y la antropología para con el arte.

-Luciana Anapios:

Haciendo un esfuerzo por recordar que estamos en los Estados Generales e intentando vincular esta

obra con otras cuestiones –en particular con la cuestión del archivo–, quisiera señalar lo siguiente.

Cuando escuché que el protagonista estaba enfermo y que por ese motivo no se hacía la obra acá, en

vivo, advertí que el archivo también supone toparse con esos mismos obstáculos y desafíos; uno piensa

que va a buscar a un protagonista –su objeto de estudio, o lo que piense que va a encontrar, no importa–

y lo que encuentra son, precisamente, desvíos. De repente, el protagonista es otro y no el que uno busca,

o se topa uno con un personaje secundario que capta toda su atención; es en esos desvíos, pienso, que

surge lo más interesante del trabajo. Pensaba en la frase que trajo a colación Walter, respecto a que la

sociología no está acostumbrada a trabajar con situaciones concretas o con individuos específicos; tal

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vez en historia –lo digo como historiadora– ese camino esté más allanado, sea por las características

mismas del oficio, sea por los aportes de algunas historiografías centradas en lo particular, pero de todos

modos sigue suponiendo un desafío. Este tipo de trabajos me parece, en ese sentido, movilizador.

-Me quedé pensando en algunas cosas que se mencionaron, en particular en relación con lo indecible.

Yo, que trabajo con la danza y con la música, me preguntaba si son categorías o materias del orden de lo

indecible; si dicen o no dicen, o simplemente no se dice lo que no está escrito. Hay sin duda, en todo este

trabajo, un proceso inconsciente resultado de un mundo de asociaciones internas –no sé si de orden

psicológico o simplemente sensible–.

-Ariel Wilkis:

Si podemos plantear al arte como forma de conocimiento me gustaría, de manera análoga, plantear a las

ciencias sociales como formas de emoción. En efecto, pareciera ser esperable y lógico que los productos

artísticos generasen emociones de diversa índole, mientras que no lo sería que nos las produzcan los

textos de cualquier rama vinculada con las ciencias sociales. Y, sin embargo, a mí me producen

emociones. La angustia que a Vanesa le produjo esta obra, a mí –y a muchos otros– nos la produce la

lectura de los textos de sociología o antropología; sin embargo y debido a cierta manera en que

entendemos la división social de las emociones no lo consideramos legítimo. No se considera que la

enseñanza de la sociología y de la antropología pueden implicar, también, una educación sentimental. A

eso voy: la educación sentimental es el derecho de entrada para acceder a ese universo que es el arte y

esto no aparece en ninguno de nuestros registros. El texto totémico de la sociología –“El suicidio”, de

Durkheim– está plagado de estadísticas sobre el suicidio y lo cierto es que a mí me emociona

terriblemente y me parece un drama grandilocuente de la misma naturaleza que otros textos y que otras

obras de teatro. Lo que ocurre es que allí operó una educación sentimental que me llevó a captar que, si

la sociología y la antropología no están atravesadas por algún tipo de drama, no producen ningún efecto.

Sucede que, en nuestros registros, no está presente la idea de que la educación sentimental es parte

fundacional de nuestra educación, no como una materia especial sino como la naturaleza general de

nuestro ser sociólogos o antropólogos.

-No soy un asiduo consumidor de obras artísticas, aunque sí me gusta el arte; siempre me generó cosas;

tal vez cualidades más que representaciones. Una cosa que quisiera destacar es la capacidad del arte

para la evocación de aquello que no está –es decir, esa poderosa capacidad metafórica, presente en la

literatura, la pintura, la escultura, el cine, el ballet, etcétera–. Lo siguiente que quisiera señalar –que está

en relación con lo anterior– es el vínculo que el arte mantiene con la temporalidad y que, así lo creo, es

muy distinto al mantienen las ciencias sociales en general. Hecha la salvedad de la historia, en términos

generales las ciencias sociales estudian el aquí y el ahora; el arte se puede dar el lujo de hacerlo aquí

ahora pero reproducirlo luego, ad infinitum, manteniendo el mismo poder evocador. Hay ahí una cuestión

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central que es radicalmente diferente entre las ciencias sociales y el arte; algo similar ocurre con el

espacio. Por último, hay otra característica que considero central a la cuestión artística: hay, en el arte,

una cierta capacidad o competencia para experimentar y tratar con y sobre la realidad que nosotros no

tenemos. Desde el positivismo más extremo del siglo XIX, la mera idea de experimentar o la sola mención

a la palabra “experimento” ha quedado desterrada de las ciencias sociales. Digámoslo así: no tenemos

formas de re-experimentar eso que ustedes hacen, por ejemplo, a través de la dramatización de una

escena. Y creo que poder volver a una misma situación –representarla y recrearla como hacen ustedes,

manteniendo ese diálogo con lo temporal como sólo puede hacerlo el lenguaje artístico– nos serviría

enormemente para poder comprender mucho más acerca de los fenómenos de la vida cotidiana. Como

bien señalaba Luis, antropología sí tuvo ciertas líneas de pensamiento teórico o de desarrollo conceptual

que se fundamentaban en el diálogo con el arte –está el caso paradigmático de Turner, pero no es el

único; Clifford Geertz también lo hizo. En el ámbito de la sociología, Erving Goffman hizo uso de la

metáfora teatral para dar cuenta de la vida social–. Quiero decir: no es que no hayan existido

aproximaciones entre las ciencias sociales y el arte, pero me parece que las aproximaciones que hubo –

al menos en muchos casos– fueron monopólicamente orientadas hacia la construcción de paradigmas

posibles para acercarnos al fenómeno de lo social desde miradas alternativas. Esto no debería, por

decirlo así, volver invisible otro tipo de características del arte que harían más fructífera la práctica de las

ciencias sociales –dentro de las cuales, la metaforización y la capacidad de experimentar sobre la vida

social me parecen las fundamentales–.

-Belén:

Quisiera preguntar, y preguntarme, respecto a la dicotomía entre palabra y experiencia. Yo formo parte

del grupo de antropología de la danza del IDAES; allí tenemos no pocas discusiones sobre las

interrelaciones entre pares dicotómicos: movimiento-palabra, experiencia-cuerpo –por un lado– y

pensamiento-palabra –por el otro– y de qué manera poder generar combinaciones; no necesariamente

las experiencias involucran únicamente al cuerpo, también se transforman en conversación. Quisiera

poner como ejemplo el trabajo de una colega, Amada Morado. Dando una clase de antropología en un

profesorado de danza, se dispuso a trabajar, con un grupo de bailarinas –todas mujeres–, un texto sobre

sacrificios humanos. Les pidió, primero, que lo leyeran y dieran su opinión por escrito. Así lo hicieron,

hablaron sobre lo salvaje y, en general, dieron cuenta de una visión muy negativa de la situación que el

texto describía. El siguiente paso del ejercicio consistió en poner ese texto en movimiento y bailar el

sacrificio humano; una vez hecho esto debían reescribir sus impresiones. El resultado fue que, tras la

danza, en general el sacrificio humano fue reinterpretado positivamente o, por lo menos, puesto en

contexto –en el sentido de apertura del mundo, etcétera–. Creo que generar este entrelazamiento de

lenguajes, en lugar de mantenerlos como categorías estancas, es un desafío que deberíamos enfrentar.

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-Vanesa Vázquez Laba:

A mí también me producen emoción una serie de textos de sociología y de antropología. Creo que el

problema no radica en los temas o en los interrogantes que se plantean y sí, quizá, en las metodologías y

en los paradigmas. Un problema puntual y evidente es que no nos sabemos abrir a las emociones. Nos

han enseñado a separar la mente del cuerpo y a mantener un espíritu objetivo de manera tal de poder

abstraernos y analizar claramente. Así pues, nos está vedado todo lo que involucre al cuerpo, a la

experiencia, a la sensibilidad, a la sexualidad y al placer; todo eso interfiere en nuestra construcción

abstracta de la realidad. Mi experiencia particular buscó desafiar ese paradigma: fue desde el feminismo

desde donde busqué enfrentar esa forma de pensar. Por suerte, el feminismo me habilitó a abrirme a otro

tipo de experiencia; sería imposible de otra manera, porque cada tema, cada problema y cada texto nos

fortalece –esto no significa, por lo demás, que no seamos igualmente rigurosas desde lo metodológico–;

la clave, creo, es buscar un punto de equilibrio que nos lleve a ser capaces de producir conocimiento

también a partir de disparadores como pueden serlo las experiencias personal y colectiva a la vez. No me

paro ni en un lugar ni en el otro; es un ida y vuelta que se retroalimenta constantemente.

-Oscar Aráiz:

Esa es la definición de lo dinámico. Hablando de emociones, quisiera señalar que el espectro de

emociones es infinito: las hay más intelectualizadas, más refinadas, más primitivas. Como yo trabajo con

el movimiento, sé que el movimiento es un transformarse continuo, de estar vivo a estar muerto y a volver

a estar vivo. Eso mismo sucede con la respiración y con nuestro caminar–que es dejarse caer para morir

y volver a vivir, levantándose con el otro pie–; es algo dinámico, esa es la clave. Las negociaciones y las

maneras de encuentro entre emoción y pensamiento y entre lo académico y lo visceral son muy difíciles y

son siempre resultado de negociaciones muy refinadas, delicadas y frágiles, pero tiene que haber una

forma.

[RECESO; BAILE]

-Alexandre Roig:

Me parece que hay un problema de legitimación que ha surgido claramente en estos diálogos, y pienso

que es clave que lo pensemos. Decimos “la antropología me emociona”, “la sociología me emociona”,

pero lo decimos en este contexto. No creo que lo digamos en otro contexto; quiero decir: me parece muy

importante, para la reflexividad, advertir en qué situaciones nos permitimos decir y pensar tales y cuales

cosas y en qué situaciones no –y qué implicancias tiene esto, desde un punto de vista conceptual y

profundo, en un instituto donde el arte está presente–. Yo creo que, para nosotros, el efecto

“representación” es fundamental: tenemos una carrera de historia del arte, hay gente que piensa el arte

desde disciplinas como la antropología o la historia y, sin embargo, no acabamos de darle al arte ese

lugar que podría y debería tener al interior del IDAES; lo digo para que lo pensemos. Lo segundo que

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quería decir tiene que ver con la educación sentimental. Hace algunos años visitó la universidad un grupo

de colegas de la Universidad de Sevilla que trabaja mucho sobre la generación de dispositivos artísticos

al interior de las cátedras –lo cual no significa tener una cátedra donde se de educación sentimental–; hay

en ello fundamental que tiene que ver con la fundación simbólica –hablo de metáforas, de capacidad de

abstracción–. El ejercicio que hemos hecho, donde dimos cuenta de lo que nos produce la obra, no es

sino un ejercicio de abstracción y de simbolización. El arte es una de las grandes herramientas de la

formación simbólica y eso también merece ser pensado y discutido provocativamente. Si pusiéramos en

el centro de la discusión al IDAES y el lugar que debería dársele al arte en la formación, ¿estaríamos

dispuestos a formar a nuestros estudiantes de antropología y de sociología poniendo a funcionar al arte

como parte de la formación? ¿Cómo se reaccionaría frente a eso?

-Axel Lazzari:

Todas las prevenciones que tenemos son resultado de nuestra formación, de problemas de campo, de

legitimación, etcétera. Ariel habló de derechos de entrada, y lo cierto es que los sentimientos y el género

son cuestiones que se educan. Con Walter –aquí presente– iniciamos, el año pasado, un experimento de

encuentro con profesionales de distintas áreas; fue una convocatoria universal: acudió gente de

sociología, de antropología y de arte. No había una agenda clara y cada cual traía, a cuestas, sus propios

prejuicios de tipo instrumental –de los dos lados–: los titiriteros nos pedían que diésemos cuenta del mito

folklórico del lobizón porque ellos querían dramatizarlo; nosotros les pedíamos que nos hicieran una

pequeña obrita que representara el suicidio. Poco a poco, empezamos a darnos cuenta de que

queríamos generar un espacio de encuentro más allá de esas prevenciones naturales. Fue con el nombre

que, una vez dado, terminó el encuentro: “Encontrados”. Empezamos a aflojar los límites disciplinarios y a

jugar un poco; pareciera como la profesión nos colonizase la vida, que uno fuera antropólogo o sociólogo

las veinticuatro horas del día. Pero lo cierto es que uno no está constantemente jugando ese rol de

manera estratégica. Es posible, entonces, darse ese lugar de encuentro –que implica, también, correr al

otro de su lugar canónico de artista–. Creo que es muy positivo que en la UNSAM –y en el IDAES,

particularmente a través de su unidad de Arte– se generen espacios que fomenten ese entrelazamiento.

Por supuesto que estos “guiños” entre las disciplinas, cuyo resultado desconocemos, llevan mucho

tiempo en consolidarse. Recién ahora, después de un año y medio de ese “nosotros” que fue

“Encontrados”, empezamos a dejar de ver al otro como “el antropólogo”, “el sociólogo”, “el titiritero” o “el

músico”. No se trata, reitero, sino de aflojar un poco los formalismos institucionales, las propias

tradiciones disciplinares y las prevenciones epistemológicas y metodológicas. Desde mi experiencia

personal –enseñando Teoría antropológica desde hace dos años y medio, aquí en la UNSAM– puedo

atestiguar que el juego es posible. Fue así que, por ejemplo, empezamos a diseñar experimentos que, si

bien no implicaban necesariamente una teatralización, sí suponían un trabajo sobre el campo visual y la

puesta en juego de otras sensorialidades y corporalidades diferentes de las expuestas al dar clase.

Lógicamente, algunos experimentos salen mejor que otros; pero los que salían bien eran

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interesantísimos. Termino con un ejemplo: teníamos que dar una clase sobre “El arte primitivo”, texto en

el que Boas analiza la forma desdoblada del arte de los kwakiutl: por si no lo recuerdan, se trata de

imágenes muy estilizadas de animales que al ojo occidental podrían pasar por cubistas; en efecto, no se

sabe bien dónde está el punto de vista. Uno lee a Boas, ve las figuritas, la explicación de Boas, pasa las

paginas y entendió todo. A Soledad Córdoba se le ocurrió que, siguiendo la descripción que Boas hace

del arte kwakiutl, nosotros podíamos intentar algo parecido: concretamente, dar cuenta de un arte

pictórico que tiene frente a sí una estructura y la tiene que llenar completamente de forma tridimensional;

vale decir, la imagen tiene que estar del todo distribuida en la estructura de acuerdo a ciertas reglas –

Boas las describe–. Empezamos a probar; nos dimos cuenta que era imposible hacerlo con nuestro trazo.

He ahí la moraleja; la –si se quiere– diferencia cultural, que era una diferencia vinculada a habilidades

manuales y perceptivas –pero que advertimos no sólo a partir del texto de Boas, sino experimentándolo

nosotros mismos–.

-Walter Cenci:

Existe un desafío inverso, si se quiere, que se lleva a cabo en el Instituto de Arte, a través del cual se está

analizando la forma en que los artistas en formación dialogan con las ciencias humanas, sociales o de

otro tipo –por caso, biomecánica, anatomía, etcétera– buscando ese desafío mutuo a través del cual la

capacidad expresiva del artista se conjugue con la capacidad interpretativa propia de las ciencias

humanas y el resultado sea una visión enriquecida del mundo. Estoy convencido de que la complejidad y

riqueza de estos diálogos ha generado un tipo de obra que no hubiera podido emerger en otro ámbito;

aunque no sabría cómo llamarlo, sí advierto una especie de estilo particular que no puede sino ser

resultado de estos entrecruzamientos. Nosotros, desde las ciencias sociales, también intentamos salir un

poco de ese lugar y sentirnos desinhibidos, provocados, entusiasmados y transitados por una cierta

angustia de un “no saber”. Es inevitable transmitir eso, pero se transmite también una pasión por esa

ignorancia y una vocación por el acercamiento. Después de todo, no se trata sino de rodear lo real pero

no abordarlo nunca; aceptar modestamente lo inefable y, al mismo tiempo, crecer simbólica e

imaginariamente a partir de ahí. Creo –por otro lado– que unido a este aspecto se suma una especie de

eficacia de la imaginación creadora en general: en efecto, soy de la idea de que las ciencias han

avanzado con la imaginación. Dentro de nuestra disciplina, hay textos teóricos cuya dimensión

imaginativa es muy potente –pienso, por caso, en Clifford Geertz–; libros cuyos mundos, aún después de

cerrados, siguen habitando dentro nuestro. Creo que la palabra es, también, un tesoro del arte –no sólo,

ni exclusivamente, de las formas literarias–. El desafío es como integrar el arte a la universidad de

manera que se funda constitutivamente y no sólo signifique un momento de esparcimiento al final de la

jornada.

-Alexandre Roig:

Entretenimiento.

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-Walter Cenci:

Claro; el arte no como adorno o entretenimiento, sino como elemento integrador. Al interior de la

universidad, hemos tratado de lograr que el arte no circule como un mero objeto o solamente a modo de

ejemplo. El arte es un artificio que se abre y se multiplica de mil maneras; la riqueza con que puede

contribuir o que puede generar es incalculable. Hemos intentado, incluso, incursionar en las artes que no

forman parte del canon –por ejemplo, no el teatro convencional sino el de títeres y objetos; no la danza

clásica sino la danza contemporánea; no el cine de ficción sino el documental, etcétera–. Para nosotros,

todo esto implica un desafío muy agradable y una motivación; somos agradecidos receptores del arte y

contribuimos con ello a darle vida.

-Alexandre Roig:

Estoy totalmente de acuerdo con lo planteado; no quiero decir esto como palabra habilitante. Se ha

hablado de la heterogeneidad de los estilos y creo, precisamente, que del estilo se trata; no hablamos de

agregar una materia ni de crear una nueva maestría –nada que tenga que ver con los procesos formales–

pero tampoco hablamos de lo meramente azaroso: la propuesta es que nos atrevamos a experimentar

estilos y que ese atrevimiento pueda provocar el encuentros y abrirse, así, a cierto imprevisible; las

condiciones están dadas las condiciones para ello, tanto por la existencia del Instituto del Arte como por

la existencia del arte dentro del Instituto. Esta apertura de la que hablo lleva implícita la necesidad de

asumir que no hay alguien en algún lugar dispuesto al castigo por esa práctica y, de manera análoga,

tampoco hay que premiar ni castigar el estilo catedrático tradicional. Lo importante es que estén todos los

órdenes de práctica estén habilitados, que se pueda generar un flujo abierto al devenir. Creo que eso

puede tener múltiples efectos en términos de formación y en términos investigativos. Me parece una

apuesta interesante y original; en este sentido, uno de los enemigos a vencer es el propio represor que –

hablo como profesor– todos llevamos dentro y que está vinculado a una supuesta opinión de los colegas.

Lo cierto es que, cuando uno se deja llevar por experiencias de esta naturaleza, la opinión de los

estudiantes es entusiasta y la de los colegas, por lo menos, de una cierta curiosidad.

-Ariel Wilkis:

Me parece que, en parte, esa represión es resultado de una lectura sesgada de la propia tradición de la

que venimos. Por eso yo remarco la idea de que hay que acompañarla con una educación sentimental,

una educación de nuestras propias tradiciones en virtual de la cual –vuelvo a la sociología– el arte está

en el corazón de la disciplina. Yo saco el libro “Afinidades selectivas”, de Goethe, y Max Weber

desaparece. Saco Kafka, Bourdieu desaparece. El arte no sólo está en el futuro, sino que también está el

pasado de la disciplina y está en su mejor tradición. De manera tal que hay algo en el modo en que

enseñamos y releemos nuestra tradición que debe recuperar ese aspecto; uno reprime porque lees

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sesgadamente, y yo creo que si llevamos adelante una relectura de nuestras tradiciones en estos

términos que menciono, veríamos que para que el arte esté en el futuro es porque necesariamente ha de

haber estado en el pasado.

-Silvia Bernatené:

A modo de conclusión… venía pensando en que la obra que vimos es circular, termina como comienza.

No creo que aquí, en el IDAES, ni en la universidad, las cosas empiecen de la misma forma como

terminan: por la reflexión que aquí se va gestando alrededor de la disciplina, en virtud de sus propias

prácticas –como profesores, como investigadores– cuestionadoras de las posiciones de autoridad y de su

visión superadora. Estoy convencida de saber cómo comienza esta historia, y bien sé que no va a

terminar en el mismo punto.

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Estados Generales de la Antropología: controversias y acuerdos

Mesa 4: Historia y tradición / El IDAES en el campo

-Alexandre Roig:

Buenos días. Este es el tercer día de los Estados Generales. Ayer estuvimos con Oscar Aráiz; vimos la

obra “Escenas de familia” y pensamos la relación entre las ciencias sociales y arte. El martes estuvimos

pensando la historia de la sociología y la antropología en conjunto. Hoy, el objetivo es pensarlas, entre

comillas, por separado –el entrecomillado es porque todo el mundo está invitado a ambos espacios–. Nos

vamos a organizarnos en torno a tres bloques, con animadores en cada uno de ellos de manera de hacer

circular la palabra e invitar a la discusión. Si te parece, Ariel, podés explicar la dinámica más en detalle y

arrancamos.

-Ariel Wilkis:

Es básicamente así. Como bien señaló Alejandro, son los Estado Generales de la antropología, pero los

antropólogos no tienen el monopolio de la palabra –de allí lo de “generales”–. Le cedo la intervención a

Alejandro Grimson, quien será el primer coordinador.

-Silvia Hirsch:

Quisiera intervenir medio minuto. A veces pienso que, en la antropología –al menos es lo que intento

enseñar acá–, los nombres fundamentales son los de los años treintas y cuarentas; son ellos con quienes

yo dialogo por la práctica etnográfica. Creo el diálogo con la tradición está vinculado a qué retomamos y

rescatamos en nuestro trabajo de los que nos precedieron en la práctica etnográfica. Si yo trabajo con

indígenas –por definición, “el” tema originario de la disciplina–, tengo que dialogar con los antropólogos

Métraux, Palavecino y demás; fueron ellos los forjadores del trabajo de campo. Simplemente eso.

-Valeria Hernández:

Yo me peleo un poco con cierto rasgo culturalista que tiene el programa de formación de la UNSAM; una

carencia que no me cierra desde el punto de vista teórico. También en la UBA hay disputa entre

tradiciones hermenéuticas, estructuralistas, tradiciones propias de la antropología simbólica, etcétera.

Creo que estas disputas no son luchas fratricidas sino duros combates, los propios que forman parte del

debate teórico en cualquier tradición. Yo propondría dejar de lado la comparación con sociología ya que

ninguno de nosotros es experto en estudios sociales de las ciencias y, por otro lado, me parece que el

objetivo de los Estados Generales es de índole más propositivo: nuestro programa estructura la formación

de jóvenes que van a disputar un campo interdisciplinario; la pregunta entonces sería: ¿cómo dialogamos

con esas otras tradiciones teóricas qué hacen a la formación de nuestros estudiantes en la UNSAM?

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EST ADO S GE NER AL E S D EL SA BE R : SO C IO LO G ÍA Y ANT RO PO LO G ÍA [59]

-Máximo Badaró:

Creo que la reformulación que Pablo hizo de a la consigna da en la tecla al señalar que nuestro campo de

interlocución no es el de la antropología sino el de las ciencias sociales. Entonces me parece que la

pregunta inicial respecto a qué rescatamos de las generaciones anteriores debería ser qué rescatamos

del conjunto de las ciencias sociales, por cuanto deberíamos prestar atención a cuáles son nuestras

historias de formación y de recorridos académicos en tanto antropólogos en la UNSAM. En relación a la

etnografía quisiera reconocer el trabajo metodológico de Rosana, reivindicando y retomando una tradición

sin pretensión fundacional como fue la de Hebe Vessuri; su trabajo ha calado hondo y ha tenido mucho

impacto en el modo en que se estipulado la idea de lo que implica hacer etnografía en otro ámbito de las

ciencias sociales.

-Luis Ferreira:

Yo quería hacer una contribución con respecto a la narrativa o narrativas de la antropología retomando

las intervenciones de Rosana y de Alejandro y a partir de una reflexión de Axel el pasado día martes.

Creo que, más que pensar en términos de periodizaciones políticas, habría que poner el foco más largo

plazo y, a nivel epistemológico, en la formación nacional de alteridad. Si Claudia Fonseca dice que la

tendencia en la antropología de los Estados Unidos ha sido la de excluir el estudio de caso social,

quienes hemos pasado por la academia brasileña sabemos que, en Brasil, la tendencia es, por así

decirlo, integracionista. De tal manera conviven, en la formación nacional, dos fracciones fuertemente

enfrentadas; pero conviven, están las dos presentes y no se aniquilan la una a la otra. Sentí que el

planteo de Rosana era como una suerte de periodización unitaria, como si debiera haber una sola

narrativa, un solo relato. Me llamó la atención cuando ella dice: “del Congreso de Antropología fueron

excluidos los que estudiaban con Lévi-Strauss”; como su hubiera habido, en la Argentina, un juicio

unitario y hegemónico sobre la propia academia –al menos en el campo de la antropología–. De lo que

estamos siendo testigos, quizá, es de la ruptura de ese modelo unitario, de una apertura en la formación

de la sociedad argentina y de nuestra participación en esa apertura. Oliveira hablaba de una matriz de

paradigmas; no de un cambio de paradigma sino de una negociación y una convivencia de varios

paradigmas. Lo traigo a colación para reflexionar sobre las tradiciones de la Argentina que estamos

transitando.

-Alejandro Grimson:

Acá hay un punto fundamental: el IDAES. Quisiera formular este interrogante: ¿qué rasgo diferencial tiene

la antropología que se hace en el IDAES? Creo que no hay tanta diferencia con otras antropologías,

hecha la salvedad de Misiones o de Córdoba; creo que es una discusión sobre la que debemos

profundizar con más tiempo; ese es un punto. El otro punto está vinculado a las tradiciones culturales. Por

caso –y en relación con algo mencionado por Andrea– para mí, Wright es un genio, pero no es un genio

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EST ADO S GE NER AL E S D EL SA BE R : SO C IO LO G ÍA Y ANT RO PO LO G ÍA [60]

sobre el cual yo construiría una identidad disciplinar. Para mí, tal identidad disciplinar tendría más que ver

con “El salvaje metropolitano”. En mi opinión, no tenemos “una” tradición sino que tenemos “tradiciones” –

en plural, entiendo por tales todas aquellas cosas que hoy tienen significado para nosotros–. No me

interesa en lo más mínimo si Evans Richard era o no colonialista; lo digo en serio y se lo digo a mis

alumnos. Del mismo modo que “El salvaje metropolitano”, Richard Evans me dice cosas que me

interesan. Acá ha surgido una pregunta: ¿cómo se encuentran las ciencias sociales argentinas en

relación a las ciencias sociales de otros países? Yo quisiera señalar que la tradición –tradiciones– en las

que a mí me gustaría inscribirme y reconocerme son tradiciones cosmopolitas donde la tradición

argentina ocupa un lugar contingente entre muchas otras y no más relevante que el resto.

-Gustavo Ludueña:

En principio, no sé bien de se está hablando cuando se habla de tradición. Creo que, analizado desde

una perspectiva histórica, de cada década se podrían desprender varias –tres, cuatro, cinco– líneas de

trabajo. La pregunta por la tradición, creo, lleva implícita a pregunta sobre el método –los objetos y los

temas de investigación son cuestiones, también, muy ligadas a lo metodológico–. Creo que si hubiera que

hacer un análisis muy general sobre el campo de producción de la antropología en la Argentina de hoy

diría –empleando una terminología muy economicista– que estamos frente a un escenario mucho más

desregulado del que se podría haber encontrado uno cuatro o cinco décadas atrás. No sé,

verdaderamente, qué vínculo mantenemos con las tradiciones, tampoco sé si llamarlas así. No sé si no

fueron más que líneas de trabajo que, por las dinámicas propias del campo académico de las ciencias

sociales y específicamente de la antropología –resultado de un modelo unitario que condicionó la

construcción histórica de nuestra propia disciplina en general– han dejado en nosotros marcas implícitas

que condicionaron nuestras miradas acerca de la historiografía de la carrera y lo siguen haciendo hoy en

día. Quisiera insistir en la necesidad de relativizar las tradiciones. Algo en lo que remarco en mis clases –

sobre todo frente a alumnos de Introducción a la antropología, que todavía no tienen muy claro si van a

estudiar indios o escavar el suelo para encontrar huesos de dinosaurio– es en la apertura mental. Esto

que dije no implica que no podamos discutir líneas de trabajo, su regulación o desregulación, la

construcción de objetos de estudio y preguntas de investigación, etcétera. Me parece que sí tenemos, en

cambio, un mercado muy concentrado en términos metodológicos –todo lo contrario de lo que ocurre en

términos de objeto o de líneas de investigación–; una especie de mirada muy “etnograficocéntrica” de lo

que es la disciplina. No digo que esté bien o mal; lo cierto es que la mirada que tenemos acerca de la

antropología social y la etnografía nos viene heredada de Rosana. Yo doy el manual de Rosana en todos

los cursos que he dado en Metodología –he dado varios y lo vengo haciendo hace años– porque, de

alguna forma, es inevitable: es uno de los pocos que tenemos en español y escrito por una persona

formada en América Latina.

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-Pablo Semán:

Quisiera retomar algo que dijo Gustavo y que me pareció muy importante vinculado a la etnografía.

Efectivamente, uno podría decir que la antropología social que practicamos acá es, sobre todo,

“etnograficocéntrica"; pero, en todo caso, eso es resultado de la historia, El otro día dije que Rosana era

responsable por la transmisión del método etnográfico en Buenos Aires. Pero hubo mucha gente que vino

de otras tradiciones de ciencias sociales y que, sea por la vía de Rosana o por otras vías, llegaron a

poner en al método etnográfico en el centro; eso configuró una corriente de pensamiento. Puede dejar de

pasar, puede cambiar; no sabemos. Yo coincido en que la antropología no se agota en ello y que por

tanto es necesario el debate. Retomo la cuestión de la tradición o tradiciones; cada vez que se plantea

este tema advierto una cierta beligerancia. Obviamente tenemos tradiciones y tenemos combates

fuertísimos con la tradición y, particularmente en el IDAES, con la tradición del combate excluyente y el

pluralismo efectivo pero no normativo. En el Instituto, el pluralismo es normativo, y creo que es algo

importantísimo. Cuando discutimos sobre el problema de la tradición combinamos dos cosas: al tiempo

que tendemos a desconocer la propensión natural de la disciplina hacia el pluralismo, hemos sabido

tomar conciencia de que es precisamente la pluralidad lo que asusta del ejercicio de nuestra disciplina.

Cada uno hace de la antropología una cosa distinta y no hay juicio político ni académico; no hay exclusión

ni discriminación. Este no es un rasgo meramente institucional sino que ha sido una toma de conciencia

al costo de durísimas batallas. Así pues y en relación con la tradición, creo que hay que asumir la

pluralidad constitutiva de la disciplina y no matarnos entre nosotros.

-Máximo Badaró:

No sé si hay una valoración en sí de la pluralidad en tanto tal, tiendo a pensar que sí. Lo que sí advierto

es una fuerte intención de no heredar ni hacerse cargo de vicios ajenos. Y en ese sentido creo que hay

una suerte de mínimo común denominador que Pablo muy bien mencionó como “pluralidad normativa”.

La pluralidad normativa no se da por sí sola, sino que es fruto de un trabajo institucional y de actividades

como la que estamos llevando a cabo. La segunda cuestión que quería mencionar está vinculada a la

centralidad de la etnografía. Puede haber algo de eso, pero no estoy del todo de acuerdo en que sea así.

Cuando pensamos en crear el Centro de Antropología, con Alejandro, este debate surgió claramente y los

hechos nos muestran que tenemos antropólogos que hacen excelentísima antropología y que no tienen

un componente etnográfico. De manera tal que quizá sí haya una fuerte presencia de la etnografía a nivel

discursivo, pero en la práctica concreta tenemos gente que produce trabajos reconocidos y de gran

calidad y que no tienen un componente etnográfico –y eso tiene una fuerte presencia y protagonismo

dentro de lo que llamamos antropología en la UNSAM–. El no equiparar antropología con etnografía

entonces, es una toma de posición del Centro y del IDAES desde sus orígenes.

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-Mariane Moya:

Brevemente, quisiera aportar algo a la cuestión de la pluralidad. Incluso entre quienes nos formamos en

la UBA existen diferencias de formación que generan, necesariamente, concepciones diferentes respecto

a qué es la antropología. Por ejemplo, quienes ingresamos a la carrera tras la apertura democrática

pudimos experimentar una suerte de “sociologización” de la antropología, ya que la etnografía estaba

muy ligada a determinadas cátedras cuyos docentes estaban, de una u otra manera, vinculados con la

dictadura. Así pues, casi ni leímos sobre etnografía durante la carrera; si lo hicimos luego fue por

iniciativa individual o a raíz de cursar estudios de posgrado; pero este hecho marca, inevitablemente,

ciertas diferencias en la forma en que nosotros concebimos creo la antropología inicialmente. Por otro

lado, quisiera señalar que, precisamente, este carácter híbrido u holístico es una de las marcas

identificatorias de la antropología como disciplina y es algo que no hay que perder de vista. De manera tal

que toda clasificación o subclasificación que se haga de la antropología debería pensarse de manera

integrada siguiendo ese principio. Una última cuestión, respecto al trabajo de Rosana como propuesta de

una etnografía de matriz local. He dado clases de etnografía en la Universidad Abierta de Cataluña y

puedo dar fe de que “El salvaje metropolitano” es texto de lectura obligada en su bibliografía como lo es

en muchas otras universidades de habla hispana. Creo que es importante remarcar cómo es valorado en

el exterior el trabajo que producimos y de qué manera es posible dar cuenta de una tradición local en la

antropología.

-Alejandro Grimson:

La idea de un pluralismo normativo lleva consigo la posibilidad de alegrarse de los éxitos o los avances

incluso de aquellos que piensan diferente. Me parece que es un punto sobre el cual reflexionar, porque

esa convivencia en la pluralidad lleva a apostar a que se pueda construir una tradición. Mencioné

anteriormente lugares donde para mí se da este pluralismo normativo: Misiones, Córdoba, Bariloche.

Creo que hay que tener ese horizonte en mente e ir a por más.

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EST ADO S GE NER AL E S D EL SA BE R : SO C IO LO G ÍA Y ANT RO PO LO G ÍA [63]

Mesa 5: Formación, inserción profesional e investigación

-Gustavo Ludueña:

Lo que nos compete ahora, en esta parte, está directamente relacionado con la formación.

Indudablemente se retomarán las temáticas de las que hemos venido hablando: tradición, líneas de

trabajo, métodos, problemas, objetos, etcétera. Someramente, voy a formular un par de preguntas para

empezar a reflexionar acerca de la formación y destinadas a que pensemos si han habido o no cambios

en la formación en ciencias sociales: ¿cómo se forma hoy en antropología? ¿Cómo formamos

básicamente a nuestros graduados, a nuestros estudiantes en el IDAES? ¿Cómo deberíamos formarlos?

¿Qué vínculos habría que establecer –o dejar de establecer– con las tradiciones, la disciplina y los

métodos? ¿Cómo pensamos, todos y hoy en día, la formación?

-Silvia Hirsch:

Voy a hablar específicamente del grado. Me parece que, en términos generales, la formación está muy

bien, es muy interesante. Sin embargo, desde mi perspectiva –quizá porque no me formé en la UBA sino

en una tradición muy antropológica– creo que a la formación de grado le falta antropología –en particular,

política antropológica–. Al mismo tiempo, es muy interesante la manera en que se ha planteado el

entrecruzamiento con la sociología y con ciertos aspectos del ámbito de la comunicación. Si bien es otro

debate, yo reformularía por completo el ciclo general; creo que se pierde tiempo en materias que no

aportan realmente a la formación. Sobre la pregunta de cómo enseñar a hacer investigación y qué

operaciones o dispositivos se deben poner en juego creo que, precisamente, algo que falta y que

tenemos que enseñar más en las materias es a hacer investigación.

-Andrea Mastrangelo:

Me parece que, vinculado a la formación, el tema de la convivencia no es una cuestión menor. Hay que

aceptar que los alumnos crecen y hay que poder, eventualmente, incorporarlos como colegas y darles

continuidad; tomarles la mano para que salten y continúen trabajando. En ese sentido, creo que el

organizar programas de investigación que den a los alumnos una experiencia de campo y que los

contengan es una herramienta fundamental y fundacional de la tradición: un antropólogo que no se forma

en una experiencia de investigación no sabe qué hacer; pienso que es un rol fundamental de la formación

el ayudar a los alumnos a que tengan experiencias de campo.

-Valeria Hernández:

Yo doy la materia Etnografía y métodos de trabajo de campo; imaginarán qué pienso de la etnografía.

Como antropóloga, creo que se necesita más filosofía; no puede haber una discusión sobre etnografía ni

no se introduce más filosofía, filosofía para antropólogos. Creo que la filosofía es central para bucear en

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profundidad en los debates teóricos; de otra manera nos quedamos nadando en la superficie –y nosotros,

en la antropología, necesitamos la proliferación de debates–. En ese sentido, resulta para mí desolador el

que haya un solo libro de referencia –“El salvaje metropolitano”– en toda la carrera. Al mismo tiempo, es

un espacio enorme que espera ser llenado y creo que es una oportunidad que la UNSAM tiene que

aprovechar para poder posicionarse. Para mí, fue un desafío intelectual sumarme a la UNSAM como

antropóloga; una apuesta para construir la antropología que uno sueña y que se terminó construyendo en

función de la experiencia de la UBA y de otras experiencias que terminaron confluyendo en esta carrera.

Me parece, entonces, que la carrera tiene que poder reflejar una antropología con la cual se pueda

discutir y de la que los estudiantes puedan extraer algo concreto y consistente –que no sea un caos que

fluye en todas direcciones–.

-Laura Panizo:

Es interesante lo que dijo Valeria sobre la importancia de la filosofía en la disciplina. Quisiera recordar la

performance artística del día de ayer, tras la cual todos quienes estuvimos presentes resaltamos la

importancia de vincular a las ciencias sociales con el arte desde un lugar diferente al del mero objeto de

estudio. Me generaba curiosidad la gente que había venido el martes, vino hoy, pero no vino ayer a la

actividad con Oscar Aráiz; como si hubiera, pensaba, una suerte de barrera inconsciente que separa lo

artístico de lo estrictamente disciplinar. Y yo creo que fue muy importante y fundamental. Del mismo

modo, reforzar los vínculos entre filosofía y nuestra disciplina sería igual de relevante.

-Axel Lazzari:

En relación a la modificación del plan de estudios, yo creo que no se tiene que tocar nada que forme

parte del corpus estrictamente antropológico. Pero pensaba lo siguiente: hay, en todos lados –pienso en

la UBA, Misiones, etcétera– una noción de construcción del conocimiento bastante estructurada según la

cual se empieza con las materias básicas o generales y se avanza en sucesivos grados de

especialización. Qué sucedería si planteamos una estructura independiente de los contenidos, si se

quiere más espiralada o dialéctica en la que puedan recuperarse materias –epistemología, prehistoria,

etcétera– que, puestas al comienzo de las carreras, no alumnos son incapaces de poner en contexto.

Pienso en algún tipo de formato que pueda cerrarse sobre sí al final de la carrera –una especie de

síntesis, algún dispositivo para recuperar lo que quedó olvidado atrás–. Pero hablo de una síntesis más

orgánica, no de la de índole investigativo; esa función la cumple la tesis. Sobre la antropología aplicada,

me parece que es algo que queda muy “suelto”, por decirlo así. Teniendo en cuenta que es una de las

vertientes de graduación, tendría que estar más amarrada a, por lo menos, la mitad de la carrera –no

puede tratarse únicamente de una materia y un taller–; para usar una metáfora visual, tiene que

conformarse una construcción “en escalera”. Hay, en antropología aplicada, todo un corpus de saberes

específicos y de ejemplos de los que se podría dar cuenta y que creo que vale la pena armar mejor. Estoy

de acuerdo, nuevamente, en que el proceso de formación en investigación tiene que ser gradual y debe

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comenzar con la experiencia, con la salida al campo; creo, también, que tiene que exceder a las materias

metodológicas y distribuirse atmosféricamente en todo el plan de estudios. La otra cuestión que se

planteó estaba vinculada a la relación entre la formación disciplinar de antropología y su vínculo con otras

ciencias sociales. En el caso concreto de la materia que yo doy –Teoría antropológica– la relación con

otras ciencias sociales, en particular con la historia, es inherente e intrínseca; ahí yo veo una articulación

de hecho.

-Mariane Moya:

En primer lugar, quiero retomar algo que decía Alejandro en relación con la necesidad de salir del ámbito

académico –concebido como una torre de marfil– y también formar desde la experiencia. En tal sentido,

creo que la UNSAM ha generado una marca de diferenciación con respecto a otras universidades, incluso

en relación con estas nuevas universidades, las así llamadas del conurbano. Esta diferenciación viene

dada, creo, por un grado de vinculación con el territorio distinto, por ejemplo, al de la UBA o al de otras

universidades en donde se dicta la carrera de antropología –como distinto es, también, el perfil del

estudiante–. Por un lado, los estudiantes están integrados a la comunidad por fuera de la UNSAM; al

mismo tiempo, son estimulados continuamente a salir del ámbito cerrado de la institución. Ambos son

activos que, como docentes, deberíamos aprovechar. Otra ventaja de la cual podríamos valernos es de la

estructura de la UNSAM en el territorio de San Martín. En relación con la antropología aplicada quisiera

decir lo siguiente: es una materia que yo doy desde hace casi cinco años. Por supuesto que hay que

hacer ajustes, pero es notable –me lo ha demostrado la experiencia– cómo los estudiantes se apropian

de la materia. Es importante destacar que es una de las pocas experiencias en proceso que hay en el

país; en ese sentido, la UNSAM invita a estar a la vanguardia y creo que configura una marca de

identidad nuestra como carrera e institución, diferencia y distinción que tiene que hacer valer. Uno de los

puntos en los que, me parece, se debería reforzar la carrera –yo trato de hacerlo dentro del ámbito del

curso que dicto, pero creo que es un esfuerzo que debe ser repensado de manera colectiva– es en un

mayor entrenamiento del estudiante para poder combinar el trabajo en la academia. Me refiero a ciertas

capacidades y habilidades diferentes a las que requiere el trabajo académico –una mayor flexibilidad y

capacidad de adaptación a otros espacios, etcétera–. Somos antropólogos y estamos, continuamente,

trabajando en donde se nos demande; es el trabajo el que lo elije a uno. Es allí donde se necesita una

capacidad de adaptación a condiciones de trabajo que no son las académicas; y en esto también entra en

juego la dimensión interdisciplinaria, porque el antropólogo no está trabajando todo el tiempo con pares

sino que se vincula a profesionales provenientes de otros ámbitos y disciplinas –funcionarios, militantes,

activistas, etcétera– cuyo lenguaje y universo de significados será diferente. Allí se necesitará, entonces,

una capacidad de adaptación particular. También creo, y ya se mencionó, que no se puede concebir la

antropología aplicada como una disciplina completamente escindida de lo académico-teórico, sino que el

diálogo tiene que ser permanente; creo que son ámbitos que deberían retroalimentarse continuamente.

Una última cosa: para que nos llamen a trabajar fuera de la academia necesitamos que nos conozcan;

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ganar visibilidad. Lo que está haciendo Alejandro, por ejemplo, a través del programa de televisión, o lo

que hacen muchos de ustedes cuando aparecen en los medios, me parece fundamental. Hay que vencer

esa resistencia. Gracias.

-Alexandre Roig:

Quería volver al problema de la formación. La discusión sobre el plan de estudios es una discusión

posterior a otra, acaso más urgente, que responde a la pregunta: ¿cómo formamos? Y que está

relacionada con que nosotros formamos analistas simbólicos que tienen particularidades y peculiaridades

en función, precisamente, de su proyecto formativo. Una primera pregunta que cabe formularse en

relación a la formación es: desde su forma de ver el mundo –en tanto analista simbólico–, ¿cuál es la

especificidad del antropólogo? Indudablemente, la formación desde una disciplina como la antropología

nos dirige a una segunda pregunta: ¿con qué tipo de disposiciones cognitivas y prácticas cuenta un

antropólogo –disposiciones que lo llevan a ser un tipo particular de analista simbólico–? Es decir; el

antropólogo, ¿administra la vida social de la misma forma que el investigador o que el sociólogo? ¿Cuál

es la especificidad de sus dilemas? Cuando se lanzaron las carreras de grado hubo un momento en el

que, junto a Alejandro y Pablo, se planteó el interrogante respecto a si formar desde el problema, formar

desde la disciplina, formar desde la investigación, etcétera –hay que tener presente que el 80% de la

carrera es compartido entre sociología y antropología–. Formar desde la investigación, del mismo modo

que desde la disciplina, es importante: si bien no todos nuestros estudiantes están formándose para ser

investigadores, hemos apostado como institución y desde hace años a que la investigación integre el

proceso formativo –por cuanto esto implica, también, una cierta disposición cognitiva y práctica que

puede ser aplicada en muchos campos–. En síntesis: formar desde la investigación implica que nuestros

estudiantes van a aplicar una antropología procesal porque, entre otras cosas, están formados para

investigar –lo cual no implica, necesariamente que vayan a ser investigadores–. Entonces, sobre todo por

las características del territorio y de nuestro estudiantado –pero no por ello exclusivamente–, estamos

convencidos de que el papel brindado a la experiencia durante la formación es, como bien señala

Alejandro, central. La clave, lo que marca la distinción es –siguiendo a Bourdieu– la formación cultural,

pero además que esto sea reconocido durante el proceso formativo; de hecho, el programa de formación

experiencial tiene que ver con el reconocimiento de esta dimensión al interior de los procesos formativos.

Para ordenarnos: estoy dando cuenta de distintas modalidades sobre la formación ya que nos debemos,

aún, un debate sobre cuál es el contenido de esas modalidades en relación con la pregunta ¿qué tipo de

disposiciones cognitivas y prácticas tiene un antropólogo? Después veremos en qué tipo de materias esto

se traduce, pero es menester darnos, primero, esta reflexión colectiva.

-Valeria Hernández:

Cuando se trata de a la academia –decía Gadamer– cualquier investigación tiene una dimensión

aplicativa. Yo dejaría de pensar las diferencias entre aquello que llamamos “aplicado” y lo que llamamos

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“académico” en función de cómo juega la mercancía en relación con la producción de conocimiento; lo

cierto es que la dimensión aplicativa está presente, de manera explícita o implícita, en todos los procesos

de investigación. Ahora yo quisiera abordar la cuestión más terrenal de los recursos. Mi materia está

estructurada a partir del trabajo de campo; se hace desde el primer día y lo que se lleva adelante, durante

cuatro meses, constituye el primer proyecto etnográfico de cierta envergadura de la carrera. Ahora que

empezamos a tener más alumnos, es necesario hacer un seguimiento e informes semanales, para lo cual

necesito un ayudante.

-Ariel Wilkis:

Quizás la cuestión de los recursos sea algo terrenal y central. Es importante, de todos modos,

preguntarse: recursos, ¿para qué? ¿Cuál es el mapa de operaciones cognitivas que, según nuestra

opinión, los antropólogos –ya preguntaremos a los sociólogos– tienen que realizar? Fue un ejercicio que

hicimos con los directores de carrera de posgrado, de grado, y está llegando a todos los niveles de

decisión; es importante estudiar ese mapa conjuntamente, ya que será a partir de ahí que podremos

empezar a discutir cómo utilizar mejor los recursos, qué tipo de materias dar, etcétera. Pero eso no puede

sino ser resultado de haber arribado a un consenso previo en torno a las operaciones cognitivas que

mencionaba recién. ¿Cuál es el listado básico de las cinco o diez operaciones cognitivas que los

antropólogos tienen que cumplir? ¿En qué sentido nuestro plan de estudio está o no cumpliendo con ese

objetivo?

-Alejandro Grimson:

Un debate necesario es plantear con quién tiene que dialogar la antropología. ¿Con la arqueología? ¿Con

la sociología? ¿Con todos? Creo que la arqueología está yendo camino a una autonomización: sus

parámetros de producción científica están muy alejado de los nuestros y, por otro lado, creo que los

lugares donde existe la arqueología per se son aquellos lugares donde hay investigación arqueológica, y

no sólo teoría arqueológica. Nosotros hemos construido a la antropología, claramente, como ciencia

social. En tal sentido, mi propuesta es: dialoguemos con la sociología y con la filosofía –como se dijo acá,

y resignemos otros diálogos; que queden, en todo caso, como materias optativas; ese es mi primer punto.

Segundo punto: creo que las operaciones cognitivas que se ponen en juego cuando uno quiere

comprender el mundo e interpretarlo –que es, en definitiva, lo que uno más hace– son distintas de

aquellas de las que se echa mano cuando se quiere transformarlo. Seamos sinceros: el antropólogo que

se dedica específicamente a la investigación académica –y, en mayor o menor medida, todos nosotros–

desconoce estas últimas, y creo que hay que darle un espacio específico de formación. Bartolomé, en

Misiones, enseña –por ejemplo– cómo negociar con el Banco Mundial; no sé quién más hace este tipo de

cosas. Hay, luego, una amplia gama de operaciones cognitivas que son imposibles de dictar pero que

todos conocemos: la familiarización, la "exotización", la distinción entre el discurso del nativo y el discurso

teórico –y el resultado de esa tensión–, etcétera. Creo que son operaciones clave en tanto son

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específicas de los antropólogos; no puede haber un discurso antropológico que se precie de tal que pase

por alto las tensiones entre el discurso teórico y el discurso del nativo.

-Andrea Mastrangelo:

Comparto con Valeria la idea de que la ciencia básica y la ciencia aplicada tienden a dos distintos

estándares de calidad; yo lo planteo desde el punto de vista de la transferencia porque entiendo que

Leopoldo Bartolomé también lo entendió así: la ciencia aplicada es una manera de posicionar el

conocimiento de la universidad en el mundo. Rinesi mencionaba que la responsabilidad de las

universidades del conurbano estaba, precisamente, vinculada a un particular compromiso con el territorio

y con su transformación; es ahí, entonces, donde surge la diferencia entre lo básico y aplicado, vinculada

la forma en que se diseña la investigación para pensar la transferencia. Me parece que eso es,

precisamente, pensar a las ciencias sociales como herramientas de transformación de la realidad y el

conocimiento como praxis.

-Máximo Badaró:

En la cuestión que planteó Rinesi y que vos citaste hay un riesgo implícito que dejo planteado: ¿cuál es el

territorio de la Universidad de Córdoba? ¿Cuál es el territorio de la Universidad de Buenos Aires?

Mientras que no hay duda en torno a que el territorio de la Universidad de San Martín es el partido de San

Martín, entonces a la Universidad de San Martín –y al resto de las así llamadas universidades del

conurbano– les quedaría pensar el territorio, el terruño y a aquellas otras les queda pensar la Nación. De

manera que advierto: no caigamos en el riesgo de la "hiperterritorialización" de nuestras universidades,

un tipo de formación de la experiencia en donde el territorio aparece como el referente central. Me parece

central la cuestión que planteó Alejandro sobre el descentramiento y la "exotización". Parafraseando a

Pierre Clastres, se trata de identificar lo múltiple en aquellas versiones normativas de la sociedad –

promovidas desde el Estado, desde los movimientos sociales, desde los medios, etcétera–: en la medida

en que empecemos a sumar multiplicidades, la estructura comenzará a tambalearse. Un primer paso que

la antropología debería darse es identificar esa multiplicidad. Dar cuenta de su significado es, creo, parte

de un debate posterior.

-Axel Lazzari:

Yo creo que también las operaciones cognitivas son afectivas y estoy de acuerdo con lo que se ha

planteado. Creo que surge, primero, la cuestión de la diferencia: ¿cuál es el óptimo grado de diferencia

dentro una política de igualdad o de igualación? Trasladaría este interrogante a las operaciones cognitivo-

afectivas de los antropólogos: ¿cuál es el óptimo de diferencia para que el discurso antropológico pueda

echarse a andar y, al mismo tiempo, diferenciarse y autonomizarse de otros discursos –por caso, el

sociológico–? Estoy planteando una doble relación: la relación entre una sensibilidad específica –en la

cual somos educados– que sirve para reconocer diferencias allí donde otras ciencias sociales no las

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advierten –o las advierten como variaciones, y no como diferencias– y una operación de generalización.

Es necesario analizar cuánto se juega en la primera para comenzar la operación de la segunda. Y eso, a

su vez, ¿qué relación tiene con las políticas de igualdad? ¿Cuál es el óptimo de diferencia para unas

políticas de igualdad de manera tal de que ese nivel de pluralismo no termine por difuminarnos?

-Pablo Semán:

Yo no hablé de eso.

-Axel Lazzari:

Bueno; pero sí hablaste de un pluralismo normativo y no uno salvaje, librado a su propia lógica.

-Pablo Semán:

Mi concepción pluralista de la pluralidad.

-Axel Lazzari:

El desafío es buscar, de alguna manera, la forma de encuadrarse dentro de una normativa de igualación

y de expansión de derechos. La diferencia y la tolerancia, ambas operaciones cognitivas de la

antropología, van a incidir en la forma en cómo, juntos, nos articulemos al espacio público, sea, por así

decirlo y entre comillas, como antropólogos aplicados o como académicos investigadores.

-Pablo Semán:

Vuelvo a algo más general y previo. A esta altura de los acontecimientos –no sé si es posible o no–, no

quisiera que nuestros alumnos del IDAES –ya sea en sus carreras de antropología, sociología o lo que

sea– salgan sin haber leído nunca a Malinowski, a Rödel o a Marx –por citar autores de la sociología y

antropología clásicas; no quisiera que los descubran en el posgrado porque sería una desgracia. Creo el

imperativo es formar gente que esté construida en la prioridad constitutiva de las ciencias sociales. El

mundo de las disciplinas es importantísimo y va seguir siéndolo, pero no tenemos control sobre la erosión

de lo disciplinar –y, hay que decirlo, eso nos condiciona–. Decir, tan suelto de cuerpo, "yo soy sociólogo",

"yo soy antropólogo" es como decir "yo soy ciudadano del Imperio Austrohúngaro”. No existe más. No

podemos encaminar a los alumnos a una formación tan genérica en ciencias sociales que después nunca

vayan a tener viabilidad en el mercado de trabajo (en donde lo salvaje convive con el pluralismo nefasto).

No vamos a mandar a nuestros alumnos al patíbulo, por así decirlo, pero tampoco vamos a dejarlos

ciegos. En mi opinión, esa es la verdad última; después, cómo se organiza el plan de estudios, si el

programa es espiralado, alambicado, si se sacan o ponen materias, etcétera, eso me parece que es

material para una discusión posterior que tiene que ver también con la forma de dar clase. Lo que yo

quisiera de nuestros profesores es que tengan inscripta en la mente la pluralidad constitutiva de las

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disciplinas de las ciencias sociales. Los proyectos de investigación actuales –no las carreras ni las

comisiones del CONICET– hacen participar a gente muy diversa en problemas de investigación que los

unifica; el mundo de la investigación también brinda esas posibilidades, esas verdades parciales que es

necesario recuperar. También voy a pensar desde una perspectiva más generalista, si se quiere, la

discusión entre aplicado y no aplicado: también se produce muy buena antropología en los museos, en

las escuelas, en las cárceles. Entonces, sería interesante recuperarse, para sí, esa dimensión de lo que

la antropología también puede ser.

-Rubens Bayardo:

A riesgo de sonar anticuado, cuando hablo con gente proveniente de otras disciplinas –léase sociólogos,

politólogos, historiadores del arte, etcétera– me sorprende e impacta la sublime ignorancia que tienen

sobre las poblaciones indígenas; creo que los antropólogos somos los únicos que hablamos de ellos. Es

cierto que se ha discutido largamente sobre ese concepto de la antropología –de hecho, muchos otros,

entre los que me incluyo, no investigamos sobre poblaciones indígenas–, pero me resulta muy claro hasta

qué punto ha resultado fundamental para la condición de la disciplina el paradigma de la figura del otro.

Es cierto que compartimos con los arqueólogos y los historiadores la preocupación por las poblaciones

indígenas –Lévi-Strauss plantea su situación como un antecedente del modelo de explotación del

proletariado que luego perfeccionaría el sistema capitalista–. A mí me resulta, a priori, importante el

acercamiento y el diálogo con la arqueología, la comunicación y la historia porque sus miradas podrían

enriquecer la nuestra; pero, por otro lado, encuentro que en esas disciplinas –sociología y comunicación,

sobre todo– hasta podría llegar a resultarnos molesto y contraproducente el hecho de que haya gente

que, directamente, no tiene idea de que hay indígenas o que, si conoce vagamente sobre su existencia, le

parecen reivindicaciones tontas u oportunistas. Para cerrar quería decir lo siguiente, so pena de volver a

parecer anticuado: creo que, en la antropología, hay dos cosas fundamentales: una cuestión es la

perspectiva evolutiva –me refiero la posibilidad de pensar en plazos que pueden extenderse por décadas,

cientos o miles de años–; y la otra es la mirada etnográfica –vale decir, el hecho de localizarse en el

presente, en un contexto y en una determinada interacción. Tanto una como la otra reconducen a otros

lados –el holismo, de que hablaban antes, o la cuestión vinculada a la reciprocidad–.

-Luis Ferreira:

Sobre lo discutido respecto a territorialidad, creo que la así llamada territorialización –la presencia de la

UNSAM en el partido de San Martín– es algo positivo a nivel de grado. Y un comentario más: también

sería interesante proyectar las investigaciones fuera de los límites del país –pienso en Bolivia, Paraguay o

Guinea Ecuatorial, el país de habla hispana en África– siempre que se trate de problemas que

trasciendan el ámbito nacional. Por mi formación en la Universidad de Brasilia sé que los departamentos

de historia y de antropología tenían vínculos con la Cancillería y que era un lugar de tránsito de

conocimiento y de aplicabilidad en ámbitos de la política exterior del Estado.

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-Nicolás Kwiatkowski:

Yo doy clases de grado para sociólogos y para antropólogos; en el IDAES doy Sociedad, cultura y poder,

en el turno noche. Una primera observación que quería hacer es que el hecho de que los estudiantes de

grado del IDAES compartan muchas materias entre sociología y antropología implica, de por sí, una serie

de intercambios entre ellos y con los docentes que les otorga una apertura disciplinar muy valorable y

que, por otro lado, les obliga a vincularse con las ciencias sociales en el sentido más amplio del término y

ya desde la formación de grado. Una segunda observación: dentro de la natural diversidad del

estudiantado me ha tocado, en general, alumnos que sí tienen muy presente cuáles son las tradiciones

antropológicas y sociológicas a las que pertenecen y a las que no –y cuáles son las que se enseñan y

cuáles no–. Por así decirlo, en el momento en que yo tomo contacto con ellos es para mí muy claro

cuáles son los estudiantes que tienen algún tutor de tesis y cuáles son los que no –y a qué tradición

pertenece cada uno de ellos, cuáles son las líneas de investigación y de adscripción disciplinar que cada

uno de ellos despierta, etcétera–. Con lo cual, si acá hay alguna duda respecto de las tradiciones

disciplinares que se enseñan en el IDAES, quiero decirles que los alumnos las tienen muy claro –al

menos las suyas propias y las de sus docentes– y saben expresar con mucha claridad posiciones

divergentes al respecto, incluso trazando cruces entre las tradiciones disciplinares de la sociología y

antropología, cruces que –por otra parte– se producen cotidianamente. Con lo cual, de hecho, creo que la

cuestión interdisciplinaria y de entrelazamiento de carreras puede hacerse –y de hecho se hace, en el

grado de sociología y de antropología–, sin necesidad de llevar a cabo, de antemano, una reforma del

plan de estudios. Depende mucho de cómo nosotros, como docentes, promovamos ese cruce

disciplinario. Dos últimas cuestiones, para ser breve: respecto a cuáles son las carencias que yo advierto

en los estudiantes, hace un rato se planteó la irrelevancia, por así decirlo, de las cuestiones básicas para

la formación; precisamente esa es una carencia que yo veo en los estudiantes. Hay, hasta cierto punto –

me atrevería a decir–, alguna ignorancia de cuestiones familiares y elementales de la sociedad y del

mundo en el que viven que, creo, deberíamos plantear como una necesidad para su formación desde un

primer momento. Esta debilidad de que doy cuenta, la advierto sobre todo en su formación y en su

conocimiento histórico –por un lado– y en el conocimiento que tienen de la conformación básica de la

sociedad nacional industrial en la que viven. La última cuestión, respecto al territorio y en relación a la

afirmación de Rinesi –que, por lo visto, tanto resquemor provocó en la charla de hoy–: estoy muy de

acuerdo con lo que decía Máximo respecto a que un excesivo énfasis puesto en el territorio puede

provocar cierta limitación en cuanto a la formación que pretendemos impartir a nuestros estudiantes.

Aquello que sería interesante promover en ellos sería, por un lado, la inserción en este territorio a fin de

permitirles comprender mejor la realidad en la que viven e intervenir en ella; pero, y por otro lado, también

incentivar en los alumnos una formación amplia tal que les permita tener la conciencia de que ese

territorio –en donde acaso se desenvuelva su práctica futura– no está escindido del resto del mundo en el

que viven. Insistir, una vez más, en que este territorio en el que vamos a concentrar una parte de

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información está conectado y vinculado con otra serie de procesos que lo exceden; esto nos permitiría

articular este énfasis en el territorio con los límites que este territorio tiene en relación el resto del

entramado en el que él está inserto.

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Mesa 6: Internacionalización, articulaciones y futuro

-Ariel Wilkis:

Retornamos la última discusión. La idea del último bloque era discutir en torno a una mirada mucho más

proyectiva sobre el futuro y los desafíos que, en ese sentido, se le plantean a la antropología en el

IDAES. A partir de ahí, quisiera que retomemos algunas preguntas que están formuladas para este tercer

bloque ٴ–o discusiones que se hayan planteado durante alguna de estas tres jornadas de los Estados

Generales–pero pensándolas de cara al futuro. Como es evidente, el cierre no podrá ser más que

provisorio, pues quedarán muchas cosas para seguir conversando.

-Silvia Hirsch:

¿Cómo se escriben nuestras investigaciones –o las investigaciones que, en general, se hacen en la

Argentina–? Lo pregunto porque en muchísimos artículos –especialmente los escritos por la generación

más joven, publicadas en revistas latinoamericanas o en otros idiomas– advierto una redacción tan local

en sus modismos o descripciones que un público lector de otro país no las podría entender: “el pueblito

tal, en Argentina”, o bien “el barrio tal”, etcétera. No es que necesariamente sean buenas revistas, pero

los así llamados Journals de antropología de Estados Unidos –y que, por caso, pueden escribir sobre

África o cualquier lugar del mundo– dan, a sus lectores, un contexto tal que se les hace sencillo

decodificar las características del lugar aún sin conocerlo, tan solo por la manera de escribir. Hablar de

internacionalización también tiene que ver con esto, con dónde se publica, en qué idioma se publica y de

qué manera.

-Pablo Semán:

El que tiene intención de retomar lo discutido en ejes anteriores –internacionalización, articulación al

interior de la UNSAM, etcétera– de cara al futuro, bienvenido sea; pero también la idea es que, si a

alguno se le ocurren otros ejes distintos de estos y que sirvan para aportar a la discusión, no tenga

problemas en traerlos al debate.

-Gustavo Ludueña:

Creo que acá se han tocado dos grandes núcleos. Por un lado la cuestión de los dispositivos cognitivos,

que está relacionada –sobre todo– con el ejercicio y la práctica pedagógica y con cierto tipo de

estrategias didácticas o pedagógicas aplicadas en el trabajo de campo, en la reflexión, y en el "habitus",

si se quiere, de nuestra disciplina. Por otro lado, está la cuestión del por qué y para qué de la o las

antropologías. Esta arista de una antropología supuestamente más ligada a una producción de ciencia

básica es una discusión que siempre está presente; ambos ejes de análisis se vinculan entre sí y son

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fundamentales para pensar qué carrera queremos construir y qué le queremos transmitir a nuestros

estudiantes.

-Andrea Mastrangelo:

En relación a si existe regulación entre el grado y el posgrado, un tema que me preocupa un tema que no

sé si está o no resuelto –a nivel de posgrado– es la relación entre la maestría y el doctorado; ¿cómo está

planteado ese ensamblaje? Lo digo en relación a la formación de los becarios que entran en CONICET.

Respecto a la internacionalización, quisiera destacar que la Universidad de Lanús tiene un sistema de

publicaciones según el cual uno presenta el paper, se lo traduce entero y se lo publica –tiene, en línea,

una versión de la revista en inglés y una en español–. El surgimiento de la edición virtual, que abarata

costos y distribución, creo que podría pensarse como alternativa acá en la UNSAM; por otro lado, la

cuestión de la traducción y la circulación en otros repositorios de revistas es algo digno de ser

mencionado. En relación a la articulación con otras organizaciones, yo tengo en curso, hace un año, dos

convenios; desde que hice el traspaso del cargo del CONICET a la Universidad inicié la gestión de un

convenio con el Instituto Nacional de Medicina Tropical, con dos laboratorios del Ministerio de Salud –uno

de medicina tropical y el otro, el Centro Nacional de Diagnóstico e Investigación en Endemo-Epidemias–,

donde estoy sosteniendo mi proyecto de agencia; estoy formando allí a cinco becarios. A nivel de la

articulación intrauniversitaria, por último, vamos a abrir unas pasantías para estudiantes de antropología y

sociología en un proyecto que se haría con la cátedra –empezaría a mitad del año que viene– en el área

de extensión de la Universidad.

-Alejandro Grimson:

En una conferencia que dio en Panamá, Burawoy planteó una visión de la sociología según la cual la

disciplina sociológica podía la podía ser divisible en cuatro –lo traigo al debate porque es del todo

trasladable a la antropología–: la sociología teórica –lo que nosotros llamaríamos ciencia básica–, la

sociología profesional, la sociología militante y la sociología pública; él hace un rombo porque el esquema

es cuádruple. Burawoy afirma que cada arista de ese rombo puede implicar buena sociología, incluso la

sociología militante –que podría ser la más sospechada–, puede serlo siempre que lleve implícita en sí

una distancia crítica y una dimensión reflexiva –es decir, mientras no deje de ser sociología–. Creo que

esa distinción es útil en este sentido: Hay una disciplina, una formación en ciencias sociales, que puede

ser apropiada bajo distintas formas de uso, y podría servirnos de guía para determinar con qué tipo de

organizaciones, fuera o dentro del Estado, queremos vincularnos. Quiero mencionar algo sobre la

internacionalización –que es como una palabra de moda a nivel mundial–. En una mesa sobre

internacionalización de las ciencias sociales a la que asistí en Brasil, uno de los expositores dijo que la

antropología brasileña nació internacionalizada, o que por lo menos lo está desde hace ochenta años. Me

surge esta pregunta: ¿internacionalizarnos para qué? Me parece que hay muchas razones distintas para

internacionalizarnos, y cómo y hacia dónde hacerlo. Por ejemplo, internacionalizarnos para generar una

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comunicación pública en virtud de la cual a la Universidad de San Martín vendrían grandes figuras está

bien; pero eso no es internacionalizarse, es tener una buena estrategia de comunicación. Si se hacen

reuniones con tal o cual investigador y se lo lleva a una clase, eso ya es otra cosa. Para mí, hay una

agenda en virtud de la cual cuando se trae a alguien del exterior, hay que llevarlo a una clase, tiene que

tener una reunión con investigadores y una conferencia pública. Ahora; ¿internacionalización, hacia

dónde? Este programa ha nacido, en cierta manera, un poco ya internacionalizado con Brasil, con

América Latina y con Francia –será una discusión que, algún día, habrá que asumir en el IDAES en

conjunto–. Ahora se están dando pasos importantes, por ejemplo, hacia China y Sudáfrica –entre otras

cosas porque aquellos lugares con los que nosotros nacimos internacionalizados ya no están mirando

hacia nosotros–. Entonces quizá sea un buen momento para cambiar los niveles estratégicos. No digo

que no haya que renovar los convenios con Brasil –hay fondos para ello y está bien que en ello se

aprovechen– pero no puede ser el centro de nuestras preocupaciones, que tienen que pensarse

estratégicamente e ir a por más. Quiero terminar con dos propuestas, una estrictamente destinada a

antropólogos: propongo –el año que viene o cuando se encuentre el momento– organizar una jornada

sobre tradiciones antropológicas, pero una jornada con papers. Axel tiene mucha reflexión escrita sobre la

historia de la antropología en Argentina, sé que Rolando también, yo mismo escribí un trabajo sobre

etnografía y Nación; en fin, mucha otra gente también podría colaborar. Creo que habría que hacer, en

segundo término, otra jornada del IDAES sobre la agenda de investigación en ciencias sociales, dicho

esto en forma conjunta; una reunión en la cual los problemas de las ciencias sociales puedan ser

abordados interdisciplinariamente, incluyendo a la historia –que ocupa un lugar muy relevante en la

formación de grado–.

-José Garriga Zucal:

Al fin y al cabo, están terminando los Estados Generales y a mí no me queda claro cuál o debería ser la

agenda de la antropología; no dilucidé si hay una o varias agendas y es una discusión que nos

merecemos plantear para ver dónde está parada la disciplina. En ese sentido, es importante analizar qué

hay detrás de la mentada pluralidad de que daba cuenta Pablo y cuáles son sus recurrencias. Esto me

lleva a otra cuestión que puede llegar a ser problemática: el desconocimiento. Laura mostró, días

pasados, un mapa que resultó sumamente interesante porque, por caso, vi que había alguien que estaba

trabajando sobre violencia –además de mí–que no sé quién es. Es necesario saber qué se está

investigando en la universidad, por quién –sobre todo para pensar qué tipo de formación queremos o

podemos darnos–.

-Mariane Moya:

Una breve introducción respecto a las personas que hacen trabajo de campo fuera del país. Yo estuve

diez años en Japón –ocho de los cuales los pasé haciendo trabajo de campo–. Durante ese período –yo

estaba más vinculada a otra institución– quise llevar a cabo convenios; se iniciaron las tratativas en tal

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sentido pero, supongo que debido a desprolijidades varias, nunca se llevaron a la práctica. No me

perjudicó particularmente, pero me decidí a no hacer más convenios con Japón porque allá es muy

importante asumir los compromisos asumidos, de otro modo uno es un muerto académico en vida. Como

no quisiera repetir esa historia, espero que los canales institucionales sean fluidos serios y funcionen lo

suficientemente bien como para llevar adelante convenios de esa naturaleza. El recelo es mutuo: el

Centro Cultural de la Embajada del Japón tiene que invertir y dar cuenta de actividades que se estén

haciendo en el país, pero son reacios a trabajar con instituciones argentinas y me dicen: “en Argentina

siempre nos pasa lo mismo, viene mucha gente con innumerable cantidad de proyectos y ninguno se

concreta”. Un obstáculo no menor en estas cuestiones es el resultado de la escritura en otros idiomas, y

eso también tiene que ver con la formación de los estudiantes. Encontramos, de parte de ellos, mucha

resistencia a leer en otros idiomas –en primer lugar, inglés, mucha más resistencia a leer en francés,

alemán o ruso; en japonés ni me quiero imaginar–. Habría que hacer una campaña de sensibilización y

concientización hacia los estudiantes porque, por no leer en otros idiomas, se están perdiendo

información de gran valor. Por último –perdón por el carácter autorreferencial de este aporte–: sé que

somos los menos, pero en Japón estudié temas locales japoneses y eso, en su momento, fue allá muy

valorado; mi perspectiva como argentina que provenía de un concepto sociocultural y político muy distinto

al del Japón fue tomado como un aporte muy enriquecedor. Espero que mi experiencia pueda ser útil y

replicarse.

-Laura Panizo:

Voy a hablar en representación de la Secretaría de Investigación. Respecto al desconocimiento sobre en

qué se está trabajando a nivel investigativo –recién se mencionó eso–, quisiera mencionar que esa

información está; en la secretaría de investigación tenemos una base de datos y está disponible siempre.

-Ariel Wilkis:

Lo que planteó Silvina está vinculado a la interrogación, más general, respecto a qué tipo de públicos la

antropología está orientada a construir –si públicos tradicionales, públicos nuevos, etcétera– y qué

formatos nuevos implicaría esa comunicación y divulgación en términos estratégicos. Toda la experiencia

resultado de estas jornadas generan un archivo de conocimiento que se vincula y pasa a engrosar los

archivos con que el IDAES ya cuenta –y que son resultado de informes, seminarios, etcétera–. Este

archivo no sólo está disponible, como señalaba Laura, sino que es un instrumento necesario de

autoconocimiento cuyos efectos van desde el largo plazo hasta lo inmediato –pienso en propuestas como

la de Alejandro o la de José, que ya podrían implementarse–. Entonces pensemos en esa dinámica:

actividades que van dejando archivos cuya utilidad es la de ser instrumentos de conocimiento y, al mismo

tiempo, insumos para la generación de actividades.

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-Ana Fabaron:

Yo quería hablar de dos cuestiones. La primera es la relativa a la interdisciplina; hoy se mencionó varias

veces. Como saben, mi formación personal es interdisciplinaria –me gradué en diseño gráfico– y siento

que la antropología enriqueció muchísimo mi formación... En ese sentido, creo que hay mucho por hacer

en el campo del diálogo entre disciplinas, no solo dentro de esta universidad sino también con otras

universidades. Personalmente, tuve la oportunidad de dar un pequeño seminario de enfoques

antropológicos en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo que me permitió volver un poco sobre

mis pasos y analizar qué es lo que, desde la antropología, podemos aportar para arquitectos y

diseñadores. Y, en tal sentido, creo que la mirada antropológica puede ser muy enriquecedora. La

segunda cuestión respecto a la que quería hablar es el siguiente: la semana pasada tuve la oportunidad

de participar de la mesa de cierre de una jornada organizada por los doctorandos; allí participaron

personas de sociología –Mariana Heredia– y de antropología que hicieron una presentación de sus

trayectorias profesionales –desde la formación hasta la trayectoria personal–. Creo que resultó muy

enriquecedor, porque se trató de gente con trayectorias muy disímiles y, además, pertenecientes a

distintas generaciones. Hacia el final de aquel encuentro surgió una discusión respecto a cómo las

estrategias académicas se pueden ir construyendo desde el inicio de la carrera –en lo tocante a cuántas

publicaciones habría que tener, a cuántos congresos habría que ir, etcétera–. En ese sentido, sería

interesante armar una pequeña jornada –destinada a estudiantes de grado y de posgrado– en la que uno

pueda dar cuenta de cómo fue transitando estas experiencias. Hay cosas que es bueno saber desde el

principio del posgrado –o ya en los últimos años del grado– y sería bueno generar un encuentro de esa

naturaleza.

-Máximo Badaró:

Un par de cosas muy concretas. Sobre el acceso al espacio público: una de sus variantes –que es el

acceso a los medios– sabemos de sobra que se materializa a través de redes muy personalizadas de

amigos o conocidos; es decir, es de un nivel de precariedad terrible. Creo que, a nivel institucional, sería

muy bueno que la UNSAM lleve adelante algún tipo de política que pueda generar un contacto entre los

individuos y diversas redes –de otra manera, todo queda en un plano muy despersonalizado de azaroso

resultado–. Otra cosa: la internacionalización –que, como bien dice Alejandro, no sabemos bien qué

significa pero es algo que está en el aire– plantea, es cierto, la pregunta del para qué. En términos

concretos, hay una modalidad que conocemos: la conferencia magistral; pero lo que a nosotros nos sirve

–y es la modalidad que hemos implementado cada vez que hemos podido– es tratar de insertar las visitas

en la dinámica ya existente, porque eso es lo que luego sedimenta, nutre y va estableciendo redes. Es

decir: vienen los colegas del exterior –China, Paraguay, etcétera– y lo ven a uno y a los estudiantes

trabajando en concreto –dando clases, haciendo investigación–; ese tipo de articulación en prácticas

concretas me parece muy importante. Otra cosa que habría que estimular es la creación de mecanismos

institucionales para que existan cursos en otros idiomas –en particular y en nuestro contexto, inglés y

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portugués–porque, si nos habituamos a ello, podemos tener profesores de otros lugares del mundo para

que brinden charlas a nuestros estudiantes sin que esto genere una resistencia tan marcada. Una

posibilidad de esa naturaleza también nos permitiría difundir nuestro trabajo por otros canales –me

refiero, especialmente, a publicar en otros idiomas–. Se trata de una cuestión de estrategia de discusión

de nuestros trabajos, y es allí veo necesario algún tipo de apoyo institucional –que no necesariamente

implica recursos, sino la posibilidad de habilitar ciertos canales de difusión y divulgación– para que

nuestra producción trascienda lo meramente local. Por otro lado; hablábamos de Francia, cuando

mencionábamos una cierta tradición de internacionalización. Cuidado con eso: estamos en momentos de

una redefinición bastante radical de la geopolítica del conocimiento; también existe el riesgo de comprar

un internacionalismo en desuso.

-José Garriga Zucal:

Hay un debate, en efecto, sobre la difusión del propio trabajo más allá del mundo académico. Este debate

involucra las cuestiones de cómo se difunde y para qué se lo difunde. Se requiere de una habilidad

especial para transmitir el propio conocimiento, y no todos tienen ese saber. Lo cierto es que es muy

difícil hablar con los medios de comunicación, que se entienda nuestro trabajo y no terminar, a veces,

diciendo lo contrario de lo que se quería decir. Siguiendo a Rinesi, hay que aprender a hablar con los

medios de comunicación y saber transmitir un determinado discurso.

-Pablo Semán:

Me parece importante la propuesta de Alejandro de realizar jornadas para discutir la tradición –o

tradiciones–. Es más, yo diría esas jornadas no deberían darse para discutir las tradiciones de una sola

disciplina, sino para mantener un diálogo con el resto de las ciencias sociales. Yo creo que el germen de

la propuesta de Alejandro es la certeza de que los debates hoy no resueltos nos seguirán esperando en

el futuro; por eso vale su propuesta; porque el pluralismo normativo al que me referí como logro nuestro

es un logro totalmente inestable y que deberemos sostener cotidianamente. Los Estados Generales

tienen mucho que ver en este sostenimiento. Alejandro decía algo cierto: los programas no se pueden

renovar permanentemente; pero lo contrario también es cierto. Los programas de grado y posgrado

actuales de las universidades se hacen intentando dialogar y contemporizar con tantas situaciones y tan

fluctuantes que terminan por ser inestables por naturaleza. No es lo mismo erigir disciplinas universitarias

en el siglo XIX –o en los inicios del XX–, que ahora; nosotros, en las ciencias sociales, todavía seguimos

en una idea de las disciplinas y de los programas de tipo decimonónico. Entonces: es cierto que no se

puede renovar el programa cada tres meses, pero, al mismo tiempo, también lo es que hay un esfuerzo

de monitoreo y de diálogo del que nosotros tenemos que ser parte y que nos espera en el futuro. Una

última cosa, muy dramática, nos espera en el futuro: vamos a tener que salir, no ya al mercado de los

sujetos y las empresas, sino a un ámbito en el que confluyen empresas, instituciones y organismos

gubernamentales ante los cuales tendremos que legitimar la existencia y roles posibles de aquellos que

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egresan de nuestras carreras. Esto tiene que ver con pensar cuáles son los lugares posibles de los

antropólogos; no podemos seguir pensando que los únicos son el ingreso al sistema científico-tecnológico

por la vía del CONICET o un cargo de profesor de dedicación exclusiva. Tenemos que –además de

gestionar la formación de los alumnos– idear la forma que pueda darse nuestra institución de gestionar

vínculos con una amplia gama de instituciones entre las cuales vamos a pregonar la necesidad de los

cientistas sociales –antropólogos, sociólogos o historiadores–.

-Ariel Wilkis:

En el corazón del dispositivo de los Estados Generales está un poco esto que aparece como proyección,

como acuerdo en torno a la discusión futura; volver reflexivamente sobre las tradiciones es uno de los

efectos más concretos. Los Estados Generales implican estar permanentemente volviendo a discutir

sobre lo que nos funda y colocar un mecanismo institucional que habilite esa reflexión. Que ese espíritu

de reflexión no se detenga acá, sino que sea un equilibrio que seamos capaces de generar regularmente.

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Estados Generales de la Sociología

Mesa 7: Historia y tradición / El IDAES en el campo

-Alexandre Roig:

El martes tuvimos una discusión con Alejandro blanco y Rosana Guber cuyo objeto fue poner en

perspectiva la historia de la sociología y de la antropología para confrontar con ella, permitir tomar cierta

distancia y poder objetivar ciertos procesos. A la tarde, con Eduardo Rinesi, se continuó esa discusión

bajo otro perfil: el de la relación entre las ciencias sociales y la política. Ayer tuvimos un encuentro muy

interesante con Oscar Aráiz; vimos una obra de danza y discutimos respecto a los vínculos entre el arte y

las ciencias sociales. La idea de hoy es que tengamos una discusión abierta en torno a tres ejes, o tres

bloques. Un primer eje de historia y tradición, un segundo eje de articulación al interior de la UNSAM y un

tercer eje vinculado a la internacionalización de la disciplina. En tanto Estados Generales, la idea es que

circule la palabra –por lo cual, es importante que las intervenciones sean de un minuto y medio, dos

minutos, no más–.

-Sebastián Pereyra:

Voy a iniciar de moderador y comentar, brevemente, algunos de los ítems sobre los cuales estuvo

pensado este primer bloque de discusión; después de eso cederé la palabra para dar inicio. El primer

bloque está estructurado sobre dos grandes temas: la historia y la tradición disciplinaria –por un lado– y el

lugar del IDAES dentro de la disciplina –por el otro–. Respecto a lo primero, las preguntas generales

están vinculadas a la evaluación que hacemos respecto a las generaciones anteriores. En el caso

nuestro, como sociólogos: ¿cómo pensamos nuestra relación con aquella historia de la disciplina? ¿Qué

rescate hacemos de las tradiciones y cuál es nuestra distanciación respecto a las grandes tradiciones de

la sociología internacional? Se propone, asimismo, una discusión sobre el estado de las ciencias sociales

en la Argentina. El segundo núcleo de este primer bloque está destinado a conversar sobre el lugar que

ocupa el IDAES al interior del campo de la sociología actual: en qué consisten los estilos y esquemas de

trabajo, cómo se relacionan –o no– con la disciplina de fuera del IDAES; si se propone o no poner en

debate cuestiones metodológicas, teóricas o del ejercicio profesional, etcétera. Este será el plan de

trabajo para el primer bloque; abrimos un poco la discusión.

-Paula Abal Medina:

Vine a los Estados Generales sin saber bien a qué venía y me encontré con algo muy fructífero que,

como bien dijo Alejandro, puso en suspenso la rutina. Todo surgió de una forma muy rica, muy

interesante. Con la intervención de Rinesi, yo sentí que íbamos llegando a pequeñas conclusiones que

tenían que ver con cuál era nuestra singularidad –en este momento, en esta universidad–, en particular a

partir de su noción de “universidad de territorio“ –aquellas atravesadas por todas las formas de la

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polarización y de lo popular–. En efecto, hay algo en esta Universidad que nos define: una ciencia social

enraizada y arraigada; una riqueza, una vitalidad y una circularidad del territorio de San Martín y de sus

problemáticas que es enriquecedora. Al mismo tiempo, es interesante aquello de que no hacemos una

ciencia social de la subsistencia o de la resistencia; hacemos ciencia social acá. Lo que ha crecido la

Universidad en ese sentido, en términos de acumulación, me parece impresionante. Son ciencias sociales

que se hacen en momentos de acumulación; en esa acumulación hay que pensar cuáles son las formas

de compromiso y eso, también, implica un desafío: cada minuto estamos desafiados y comprometidos, al

dar clase, con consolidar ese proceso de acumulación que lleva implícito el espacio universitario.

-Ernesto Funes:

Yo soy docente de la carrera de sociología. Me veo en la posición de plantear una pregunta: ¿Por qué

tengo la sensación de que la carrera de sociología es una carrera de antropología disfrazada? El señor

decano decía, recién, que no quiere fortalecer o reforzar fronteras. Yo sí quisiera hacerlo, aunque más no

sea mínimamente, porque no alcanzo a ver la diferencia que hay entre los contenidos de la carrera de

sociología –de la cual estamos hablando en este momento– y la formación general que se le da a los

alumnos en distintas carreras que conciernen al campo de las ciencias sociales en la UNSAM,

particularmente en relación con al IDAES. Me da la impresión de que no se establece una clara diferencia

entre el nombre que se les da las carreras y de las disciplinas que abordan –ya se trate de ciencia

política, ciencia económica, sociología, etcétera–. Tengo la sensación de que la antropología de los

últimos lustros va llevando a cabo un ejercicio de colonización o de imperialismo académico-intelectual en

virtud del cual se va apoderando, poco a poco, de los contenidos de los programas, proyectos de

investigación y, en términos generales, del temario y agenda de las otras disciplinas y saberes. A mí no

me da la impresión de que yo esté trabajando en una carrera de sociología en la UNSAM.

-Carla Grass:

Me parece muy interesante el planteo del colega, pero opinaría con una liviandad absoluta porque –más

allá de los títulos de las materias, y no de todas– no tengo una experiencia directa con la formación

sociológica que brinda esta carrera. Pero a lo que quería referirme tiene un poco que ver con mi propia

experiencia. Yo trabajo la sociología rural, y a pesar de que me definí siempre como socióloga rural,

siempre trabajé junto a antropólogos, economistas e ingenieros agrónomos. Nunca me fue difícil

interactuar con ellos ni reconocer la especificidad de mi mirada, primero intuitivamente y luego de manera

más sistemática. Definirme así me permitió dialogar sin sentir grandes rupturas con generaciones

anteriores porque, al menos en el caso de esta –por así decirlo– subdisciplina, hay una tradición que es

retomada de manera permanente incluso hasta en el modo de enseñar –sí hubo algunas discusiones

epistemológicas respecto a si hacíamos estudios rurales o agrarios que tenían que ver con cuestiones de

mutación del objeto–, pero rescato la cuestión de los problemas como lo que ha guiado la relación con las

tradiciones y las producciones. Lo que quiero plantear es que, me parece, más que pensar solamente las

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cuestiones disciplinarias habría que pensar los problemas, porque lo que nos interroga, desde distintas

perspectivas, son ciertas problemáticas. Sí coincido, al menos en lo tocante a mi trayectoria, en que

efectivamente trabajamos mucho –y ahí sí marco una diferencia con sociólogos de generaciones

anteriores–; me parece que estuvimos, de alguna manera, atacados por esa mirada de la heterogeneidad

y la pluralidad –que tenía su correlato metodológico– y abandonamos dos cosas que habían sido de

importancia en la tradición sociológica: el estudio del poder y la cuestión del diálogo con la tradición

latinoamericana –aunque ahora hay incipientes esbozos de que eso se está retomando; creo que allí

deberíamos hacer un esfuerzo importante–. Cuando se hable de internacionalización, en el tercer bloque,

seguramente se podrá profundizar en cuestiones que a mí me interpelan en especial y que tienen que

ver, por ejemplo, con la cuestión del desarrollo como una tradición latinoamericana a la que algunos

volvemos poco a poco.

-Ana Castellani:

En relación a la reflexión de Ernesto –aunque no para responderle, porque no tendría capacidad para

hacerlo–, creo que en el IDAES hay una particularidad –por lo menos cuando yo era alumna– que tiene

que ver con los vínculos que la sociología que se enseñaba en el IDAES tendía hacia otras disciplinas –

no casualmente existen una sociología de la cultura, una sociología económica y una maestría en ciencia

política–. Creo que hay, entonces, algo del orden de la recuperación de la tradición que venía de la

formación de muchos de nosotros –los de más de cuarenta y provenientes de la sociología en la UBA– y

que tiene que ver con los vínculos que la disciplina estableció entonces, de manera especialmente fuerte,

con la economía y con las tradiciones provenientes de la teoría política; eso fue lo que estructuró el mapa

del posgrado en el IDAES, y precisamente el desafío de esta etapa, en donde se incorpora el grado, es

lograr extraer, de esta multiplicidad de influencias y como bien señala Ernesto, una impronta propia. No

sé si la antropología coloniza, no creo que sea un problema particular del IDAES, pero creo que hay algo

del orden de lo metodológico inherente a la antropología y a la cuestión más etnográfica de los abordajes

en estudio de caso que sí ha penetrado a la sociología en general. Nuestro desafío es poder brindar a

nuestros estudiantes de grado una sociología que quede bien articulada con la producción de sociología

en la investigación, porque la producción en sociología en la investigación del IDAES está muy

atravesada por el diálogo con la historia, con la ciencia política, con la antropología y con la economía –y

me parece que tendríamos que poder dar cuenta de ese fuerte componente interdisciplinario a nivel de

grado–.

-Gerardo Aboy Carlés:

Creo que Ernesto plantea un tema crucial y que muchos nos sentimos identificados con aquello. Ana lo

formuló muy bien: hay una pluralidad de concepciones sobre qué es la sociología dentro del IDAES que

no está siendo recogida en nuestra estructura de grado. Creo que esto está vinculado a elementos

diversos que tienen que ver con los cambios que se han producido en la disciplina misma. Aquellos que

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nos formamos más cerca de una sociología más solista o de índole general para la que las preguntas por

el poder y por las asimetrías eran centrales, ciertamente van a encontrarse más desorientados en un

escenario en el que la tendencia a la microsociología es creciente. Es decir, para muchos sociólogos

formados a principios de los ochentas la sociología es, hoy, más el reservorio de una tradición de teoría

sociológica que una multiplicidad de estudios específicos. Creo que el intento por establecer puentes que

den cuenta de la riqueza que el IDAES alberga en su estructura de posgrado es, en alguna medida, un

camino que deberíamos ensayar a nivel de grado –sin que esto implique la ausencia de aquellas nuevas

concepciones de la sociología y que no son propias del IDAES sino extendidas generalmente en la

disciplina–.

-Luciana Anapios:

Tras las intervenciones de Alejandro Blanco y Rosana Guber me quedó la sensación de que hay algo del

orden de lo inmóvil en la forma en que hablamos de historia y tradición. En ese sentido, mi pregunta

sería: ¿cómo dialoga, para ustedes, este pasado de la disciplina con el presente? ¿Cómo dialoga en la

sociología que se hace en el IDAES?

-Sebastián Pereyra:

Cuando uno le pregunta a gente de otras disciplinas sobre nuestro trabajo, rápidamente nos ubican en el

mundo de las ciencias sociales –nosotros, hacia afuera y en términos generales, no tendríamos

problemas en reconocer todo aquello que nos une–. Pero en este tipo de discusión, creo que lo más

interesante es abandonar la idea de que formamos parte de las ciencias sociales, entendiendo a estas

como un todo homogéneo y avanzar, en cambio y hacia adentro, en la identificación de todas las fuentes

de tensión y conflicto posibles –estilos de trabajo y tradiciones heredadas, reproducidas y modificadas en

el IDAES que están cruzadas por tensiones vinculadas a cómo se organiza la formación y la

investigación–. Es menos problemático, para nosotros, resolverlo en términos de investigación –porque

tenemos más flexibilidad, porque los temas ayudan a que las fronteras disciplinarias no estorben–; es en

términos de la formación donde la pregunta disciplinar se ha vuelto más urgente para el IDAES, porque la

matriz de formación –tanto en grado como en posgrado– es de índole disciplinar. Más tarde o más

temprano vamos a tener que establecer fronteras. De todos modos, bien sabemos que el IDAES es más

una historia de confluencia y de búsqueda de similitudes que de matrices diferenciadas. En ese sentido,

yo estoy convencido que hay mucha sociología en el IDAES y al mismo tiempo me cuesta reconocerla y

distinguirla claramente. ¿Cuáles son esas sociologías? ¿Cómo están compuestas? ¿Dónde terminan y

dónde empiezan? Y, como corolario, ¿qué efectos tiene eso? Podríamos, apelando al criterio ordenador

heredado de la tradición, dividirlas en tres ramas: cultura, política y economía. Son tres sociologías

distintas en términos de estilos de trabajo de investigación y de metodologías. Es interesante advertir

hasta qué punto cuesta leer esa pluralidad de estilos –en la concepción de la disciplina, formas de

investigación, jerarquización de contenido– respecto de nuestras propias tradiciones de las ciencias

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sociales. Hay vínculos y hay puentes, claro está, pero igual me resulta difícil; si uno piensa en los clivajes

con los que estamos acostumbrados a pensar la historia en la sociología o en las ciencias sociales en la

Argentina, yo no advierto tan claramente una distinción entre una sociología teórica y una empírica. Creo

que parte del problema es que todos tenemos más o menos claro que hay gente, dentro del área de

sociología del IDAES, que hace cosas muy distintas entre sí. Eso es bueno en términos generales; al

mismo tiempo, y aunque no es una tarea sencilla, sería bueno dar cuenta de esas diferencias y

similitudes.

-Pablo Semán:

El argumento de los antropólogos para justificar que eran mucho mejores que los sociólogos y que tienen,

por ende, derecho a colonizar el mundo, era que son, por así decirlo, holistas. Me parece que las

fronteras preexisten, son naturales, no son porosas ni cambiantes sino resultado de un desarrollo

histórico, De manera que es cierto; la formación en sociología tendría que reflejar mucho más la

pluralidad de la disciplina de la misma manera que yo les sugería a los antropólogos un pluralismo

normativo y no uno meramente de hechos y disciplinas –dicho esto en virtud de que lo que asiste a todos

los fenómenos sociales es que son construidos socialmente y, por lo tanto, las fronteras no son

naturales–. Creo que la tensión "estructurante" de los practicantes de las ciencias sociales –desde hace

muchísimo tiempo– tiene que ver con una tensión entre universalismo y romanticismo y que las

variaciones de esta tensión abarcan todos los casos posibles de sociologías y antropologías que aquí se

enumeraron. Me parece que la forma en la que esa tensión cuaja al interior de nuestra formación

disciplinar debería ser nuestra discusión en este momento.

-Ariel Wilkis:

Me parece que lo que plantea Ernesto es sumamente provocador. Trataré de decir algo en relación con

eso. Comienzo por la negativa: por ejemplo, la sociología de los ochentas, ¿no era una filosofía-política

disfrazada? Se llamaba sociología pero, en verdad, enseñaba autores de filosofía política y temas que

uno podría definir –hoy en día y mirado contemporáneamente– como menos propios de la sociología y

mucho más cerca de la teoría política clásica. De manera que la idea de que la sociología está disfrazada

de algo siempre está dando vueltas; algo que está siendo velado y que, en determinado momento de

lucidez, podemos develar. Así pues, el malestar resultado de esta idea de una antropología disfrazada –y

que muchos, en cierto sentido, podemos llegar a compartir– creo que tiene que ver con el momento

actual de la sociología. El disfraz de antropólogo nos resultó muy útil a la hora de romper con una manera

de hacer sociología que estaba más cerca de la filosofía política que de otra cosa. Ahora, evidentemente,

estamos en un momento de transición en el cual descubrimos la famosa categoría de Ernesto –que

podemos llegar a compartir–; esto quizá nos sirva menos como denuncia que para advertir la emergencia

de un problema: ¿qué es ahora la sociología? ¿Qué incorpora? ¿Cuáles son sus límites? Creo que la

respuesta va por el lado de una sociología que piensa y se piensa a partir de una pluralidad normativa.

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No hay un definición esencial de qué es la antropología, por lo menos eso entiendo yo; existen fronteras

que se redefinen y modifican y es en ese sentido que, quizá, la generación posterior denuncia la anterior

como un disfraz, una impostura. Yo le agregaría, a esa pluralidad normativa de que habla Pablo, la idea

de una pluralidad reflexiva; vale decir, una lo suficientemente sagaz como para tener en cuenta el

momento actual de la disciplina y advertir cómo un estilo se vuelve dominante frente a otro para, de

alguna manera, corregirlo. Se trata, entonces, de poder apuntar a una normatividad que incorpore el

punto de vista de una sociología completa, no una sociología excluyente. Tuvimos un proceso orientado

hacia la filosofía política en los ochentas, uno más orientado a la antropología desde los noventas y quizá

ahora tengamos una acumulación de reflexión. Lo que habría que analizar es cómo se traducen y de qué

manera dialogan o no estos estilos; de qué manera volverlos a todos parte de un mismo proceso

intelectual.

-Leandro López:

De alguna manera, cuando discutimos sobre la sociología y su carácter central en el IDAES, estamos

redefiniendo qué es la sociología para nosotros. Se dijo, y no estoy de acuerdo, que en IDAES no es

central la pregunta por el poder. Yo los miro a todos ustedes, cuyas producciones más o menos conozco

y advierto una reflexión permanente sobre el poder o sobre la dominación. Gerardo, por otro lado, habló

de la microsociología. No me parece, tampoco, que la microsociología sea hegemónica en el IDAES –ni

siquiera a nivel de grado–. Me parece que en el IDAES hay una pluralidad de investigaciones y

desarrollos teóricos que deberíamos seguir ampliando. Por otro lado, que la sociología tenga vínculo con

la antropología –vínculo que, quizá, no tuvo en otro momento de la tradición argentina– no es

necesariamente algo malo. Y ponerlo permanentemente en un juego como si fuera un partido de futbol

entre sociólogos y antropólogos tampoco colabora mucho.

-Esteban de Gori:

Creo que hubo –tal vez en la última década, o un poco antes– una serie de cambios profundos en la

sociología, sobre los estilos de trabajo y lo que implica la sociología para los otros, que resultan

interesantes. El CONICET implicó, también, transformaciones en el trabajo intelectual. Me parece que

hizo implosión una idea nostálgica que aún pervive en nosotros y según la cual la sociología piensa el

cambio o el orden. Descubrimos, de pronto, en la sociología, una multiplicidad de estilos, trabajos y

miradas; esto no es ni bueno ni es malo; la época así lo requirió. Particularmente, no me molesta la

tensión que eso produce con la nostalgia por el viejo orden; creo que aquel es un rasgo interesante de la

sociología que no hay que perder de vista. En efecto, hay algo de la sociología que siempre se ve

interpelado por los grandes cambios, los grandes procesos e inclusive por los grandes llamados al orden.

Ese es un punto interesante. El otro punto es el de la multiplicidad. No creo que estemos en un momento

de transición ni creo que tenga mucho sentido distinguir si nos dedicamos a la macro o microsociología

en tanto todo eso es sociología. En ese sentido, creo que es imposible trazar férreas fronteras

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disciplinarias porque lo propio de la sociología es el diálogo con todos los otros, con la historia, con la

antropología, etcétera. El problema que se me aparece como malestar creo que es, en cambio, el de la

sociología en tanto comunidad imaginada con respecto a los otros; creo que allí está la crisis, porque creo

que la sociología ha dejado de disputar los lenguajes de la época. Es decir, tenemos una minoritaria

intervención en los léxicos de la época –algo en lo que la sociología siempre fue muy fuerte–. Más allá de

cuáles eran las distintas brújulas y coordenadas que guiasen a sus teóricos, la sociología siempre fue una

especie de comunidad imaginada para los otros, por así decirlo, un “lugar”. Creo que, lamentablemente,

ahora nadie nos viene a buscar. Lo digo en este sentido: dejamos de disputar los léxicos y los lenguajes

de la época, con la paradoja de que los recursos humanos están mucho más preparados que antes y de

que hemos acumulado una cantidad de saber, capital simbólico, recursos y dinero. Creo que allí radica el

malestar.

-Alexandre Roig:

Alejandro Blanco habló, el martes, de que en los treinta años llevados de acumulación disciplinar en

democracia ha habido, en efecto, una densificación y una ampliación de la masa crítica –particularmente

en los últimos diez años–. Las generaciones, en sociología, son muy cortas –cinco, seis años– y se

identifican más por ser una red que por formar parte de una banda etaria. Gran parte de esa generación

está acá en el IDAES, lo menciono para que asumamos cierto peso en la discusión que estamos

teniendo. Segundo punto. En estos treinta años, el IDAES ha tenido un rol particular, ha sido el primer

instituto en crear posgrados y lo hizo sobre la base de divisiones –como bien señaló Ana– heredadas de

la tradición clásica: cultura, economía, política. Después vinieron la antropología y la historia. La realidad

es que, hoy en día, somos un instituto en cuyo interior coexisten tres disciplinas: sociología, antropología

e historia. Pensemos lo que pensemos, los efectos de nuestra coexistencia –en el sentido de la influencia

de la vecindad– van a ser un hecho; la hibridez está dada. Les diría que la carrera de grado ya es un

efecto de esa causa –el 80% del contenido de las cursadas de sociología y antropología es el mismo–.

Por otro lado, los profesores que dan el grado son los mismos que dan el posgrado y todos llevan allí sus

preocupaciones en torno al poder, sus líneas de investigación y sus perspectivas. De manera tal que la

imbricación ya se da desde el punto de vista práctico. El tema es si normativizamos o no ese pluralismo;

vale decir: no si existe o no, sino si se lo asume o no –y creo que no queda otra opción que asumirlo–. Lo

importante, entonces, será reforzar, en la coexistencia al interior del IDAES, estas formas de hacer

sociología, antropología e historia –sabiendo que todas ellas se contagiarán las unas de las otras–.

-Carla Grass:

Yo, que me formé en los ochentas, no creo haber tenido filosofía política disfrazada de sociología, ahí

disiento como conocedora directa del proceso. Creo, Gerardo, haber aprendido sociología, y no una

impostura o una disciplina escondida detrás de otra; en aquel entonces la pluralidad de estilo ya era un

hecho y creo que no habría que perder el foco respecto a que una cuestión es la pluralidad de estilos y la

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otra es la especificidad de la mirada sociológica, mirada que celebraría que continúe existiendo. No

quiero volver esto una cuestión referencial, pero desde el campo en el que trabajo está presente esta

cuestión de la especificidad de las miradas; no digo que no sea problemática, pero sí que se ha podido

sostener. Lo segundo a lo que quería hacer referencia es esto: quizá porque hace poco que estoy en el

IDAES es que no he atravesado sus procesos constitutivos con la misma intensidad que varios de

ustedes; pero no me parece que la pluralidad de estilos a que hacen referencia esté plenamente aquí

reflejada. No todas las cosas que se están haciendo en el campo de la sociología tienen su correlato en el

IDAES; hay cosas que no y me parece que es bueno saberlo para también saber con quiénes

interactuamos.

-Marina Moguillansky:

A propósito de la discusión en torno a la sociología y la antropología, quería hacer una reflexión a partir la

práctica docente. Con María Graciela damos, en tercer año, una materia –Sociedad, cultura y poder–

tanto para estudiantes de sociología como de antropología. Ya se advierten, en esa instancia, diferentes

intereses, estilos de intervención, interrogantes –sin preguntar, uno advierte quién será antropólogo y

quién sociólogo–. Al final de la cursada solemos hacer un balance en el que discutimos junto a los

alumnos. Nos suele pasar que los estudiantes de antropología comenten cuán interesante les resultó

estudiar cuestiones vinculadas al poder –Foucault, Gramsci, etcétera–; y que los estudiantes de

sociología comenten, de manera análoga, qué provechoso les pareció leer y discutir cuestiones

relacionadas con la cultura –Stuart Hall, Raymond Williams, etcétera–. Todavía nunca nos pasó que nos

dijeran que les interesó hablar de la sociedad, la tercera pata de la materia que nadie recupera. A la

pregunta sobre qué define a la sociología que hace el IDAES respondería, precisamente, que una de las

cosas que la caracteriza es que la hacemos junto a la antropología –en efecto, una de las originalidades,

problemas y fortalezas del IDAES–.

-Pablo Semán:

Creo que estamos mezclando dos discusiones diferentes, una de las cuales –para mí– es más importante

que la otra. Por un lado, discutimos como si fuésemos una comisión de reforma de los planes de estudio;

por otro lado, como practicantes de distintas disciplinas de las ciencias sociales que tratan de tomar

conciencia en torno a cuál es el estado de las disciplinas en su conjunto. Yo trato de asentarme en este

último plano, más evanescente y más sutil, pero “sobredeterminante”. Es un ejercicio que no se hace

habitualmente pero que tendría que hacerse, justamente para que no nos pase como les pasa a los

alumnos de que dieron cuenta recién, que repiten inercialmente la disciplina matricial que los formó y,

entonces, enuncian fórmulas del tipo: “yo soy antropólogo, pero me gustó leer a Gramsci” o bien “yo soy

sociólogo, pero me gustó leer sobre cultura”. Tenemos que poder salir de esa cotidianeidad aunque,

desgraciadamente, a ella debamos retornar. Ahora, ¿qué mirada tenemos de la disciplina del otro? Hace

mucho que se extinguieron los antropólogos hippies convertidos a sus nativos; están en la mazmorra de

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la disciplina. Y el sociólogo no es ya un tipo que repite como un zombi un discurso normativo, ese modelo

también se extinguió. De manera que deberíamos tratar de tener una mirada más seria y más profunda

de las disciplinas y superar la del mero sentido común; les puedo decir que, en la antropología

contemporánea, no hay eso que se cree que hay y lo mismo ocurre con la sociología. Creo que, por otro

lado, esto tiene que ver con otra cuestión: creo que no se puede partir de la idea de disciplinas

predefinidas; sociología y antropología quieren decir cosas muy distintas en Inglaterra que en Francia, en

el siglo XIX que en el siglo XX. Nosotros –al menos así parece– le damos una significación única. Eso es

lo que hay que superar y a eso apunta el pluralismo normativo y reflexivo del que estuvimos hablando hoy

a la mañana, que no es sino una toma de conciencia de la pluralidad constitutiva de las ciencias sociales

en general y de la antropología y de la sociología en particular. A través de esa toma de conciencia

descubriremos cosas que estuvimos dejando de lado y que están, por decirlo así, subrepresentadas tanto

en la antropología como en la sociología. Una nota histórica más particular: una parte del diálogo con la

antropología sobrevino, efectivamente, porque los que estábamos en esa generación –alentados por De

Ípola y por Portantiero– pudimos darnos esa toma de distancia y advertir que la sociología estaba siendo

atravesada por un discurso normativo y zombi e iba en camino, en consecuencia, de perder la disputa de

sus léxicos. Además del problema del financiamiento, esto ocurría por un problema recurrente en

nuestras disciplinas: todos nosotros, cuando hablamos de nuestras disciplinas, no hablamos de la

sociedad de la que forman parte. En los últimos treinta años, la sociedad argentina vivió una activación

muy fuerte de sus planteos, reclamos y conflictos en términos de desigualdad y de diferencia. Por más

que a uno no le guste, esos discursos fueron acogidos más empáticamente y de forma menos

problemática por la antropología que por la sociología; así pues, la activación de las categorías de

diferencia en el medio del conflicto de desigualdad en los últimos treinta años transformó radicalmente la

situación relativa de la antropología frente a la sociología en sus respectivas contingencias.

-Mariana Heredia:

Polemizaré con Pablo. Me parece que hay dos singularidades propias de quienes estamos sentados en

esta mesa. Una es que, por suerte, vivimos ya bastante tiempo en democracia y algún tiempo –bastante

menos, aunque sustantivo– durante el cual han florecido, por así decirlo, los recursos para las ciencias

sociales en la Argentina. Eso nos responsabiliza en lo tocante al diseño de las instituciones que

dejaremos para el futuro. Este debate –sobre qué ciencias sociales queremos construir– no se dio en el

pasado, y es ahora que debe plantearse. En ese sentido, no se me escapa que el contrapunto planteado

por esta primera mesa es la relación entre antropología y sociología, pero permítanme hacer un salto –

por una cuestión de formación de intereses temáticos–, a lo que eran las ciencias sociales en los

cincuentas y comprar aquel momento con el presente. Al leer las revistas de ciencias sociales de

entonces uno constata que allí intercambiaban ideas y comentarios politólogos, sociólogos, economistas,

antropólogos, etcétera. Que hoy estemos hablando de antropología y sociología, me parece que no es

sólo un efecto de selección del IDAES, sino que es resultado de que la ciencia política y la economía se

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han ido separando mucho de lo que nosotros hacemos. En el momento en que yo escribí mi tesis me

preguntaba: ¿qué definía y define a la ciencia económica? Lo cierto es que lo económico no está en el

ser sino en el atributo que se le asigna; lo mismo podría decirse de la sociología: que la sociología es el

estudio de lo social. Pero –y esto me parece importante– la economía es un modo de concebir al sujeto y

a la integración, y ahí también surge una reflexión útil para la sociología, que del mismo modo tiende a

tratar de explicar lo individual y lo singular en función a ciertos procesos. En ese sentido, me parece que

el acercamiento de la sociología y la antropología da cuenta de una manera de entender lo social que, si

bien no es necesariamente microsociológica, sí tiende a trabajar de una manera más inductiva y atenta a

las practicas interpersonales. En este sentido, mi preocupación concreta es que si algo que caracteriza a

la sociología no es solo la pluralidad teórica ni la forma de recortar y concebir su realidad sino también la

probabilidad metodológica. Es allí donde el acercamiento a la antropología me preocupa, porque me

parece que la antropología se define –en última instancia– por lo que tiene de singular, que es la

etnografía. Yo creo que lo singular de la sociología no es –ni debe ser– una adscripción metodológica

especifica; ahí sí creo que tenemos una vacante importante en el IDAES. Eso, por un lado, nos inhabilita

a discutir con esos otros “cientistas” sociales que se alejaron de nosotros y que tienen una relación con el

poder mucho menos problematizada y más eficaz. En segundo lugar y en términos profesionales, eso nos

vuelve discapacitados en un espacio donde, muchas veces, se paga mucho mejor y se reclama más. Así

pues –y respetando todas estas pluralidades– yo me haría cargo de que el IDAES implica un

acercamiento tal vez con la antropología, está enfatizando ciertas técnicas y elabora maneras de definir lo

social y de estudiarlo.

-Pablo Semán:

Mariana, no estás polemizando conmigo por dos razones. Primero, porque yo estoy de acuerdo en que

entre las cosas subrepresentadas están las que has nombrada nombraste. Segundo, porque –justamente

hablábamos de eso a la mañana– yo no estoy pensando que la etnografía tenga una única versión y sea

el único método ni lo propio de la antropología; por último, no estoy pensando que los métodos

cuantitativos –en el sentido en que vos das cuenta de ellos–no tengan que estar presentes.

-Ariel Wilkis:

En el mismo sentido en el que lo mencionaba Pablo yo creo que hay dos verdades, una de las cuales es

el análisis de la historia de las disciplinas, la historia particular del IDAES. Hay, en ese sentido, una

tendencia generalizada hacia el polo más cualitativo –que es el correlato de lo que, en términos

generales, ocurrió con la disciplina en el país durante los últimos veinte años–. Ahora; uno cruza el charco

y encuentra que, en Uruguay, el departamento de sociología de la Universidad de la República es

absolutamente cualitativo en el grado; no ocurre lo mismo acá y por eso digo que pensar en un pluralismo

reflexivo implica, también, advertir ese desbalance para incorporar lo que estamos perdiendo como parte

de una sensibilidad plural como es la sociológica. Y ahí sí; la reflexión general también tiene que estar

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articulada con una reflexión análoga sobre el programa de investigación porque, en los programas, la

dimensión vinculada a operaciones cognitivas vinculadas a análisis cualitativos es débil –y es algo que

debemos reconocer–. Un análisis reflexivo de esa debilidad debería ser pensado de manera urgente para

restablecer un equilibrio dentro de la cosmovisión plural, normativa y reflexiva.

-Gerardo Aboy Carlés:

No vamos a llegar a ningún lado si el debate aparece planteado como una discusión cuasi corporativa

entre sociólogos y antropólogos ni si pasa por ser un cuestionamiento entre interdisciplinariedad y

"supradisciplinariedad". El temario desde el que está enfocado el grado es muy rico, entonces ¿por qué

estamos hablando exclusivamente de sociología y antropología y de la relación entre ambas? En el

IDAES hay muchos más cruces y relaciones disciplinares de los que se dio cuenta acá y están, de hecho,

reflejados en nuestros posgrados. Pienso en la gente que, al interior del IDAES, trabaja mucho más entre

sociología y economía política, entre sociología y teoría política o entre sociología e historia.

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Mesa 8: Formación, inserción profesional e investigación

-Ana Castellani:

Hablaremos en tres bloques que organizarán la discusión: uno relativo a la formación, el otro a la

inserción profesional y el tercero sobre investigación. Me gustaría que nos focalicemos en las

cuestiones más vinculadas a las operaciones cognitivas para dar el segundo bloque –y al sub-bloque de

formación– y cómo desarrollar nuestras prácticas cotidianas de docencia para incluir cuestiones

vinculadas a la inserción profesional en general y la investigación, en particular.

-Alejandro Gaggero:

Yo solo quería trasmitir una inquietud que tengo, un desafío a la hora de repensar la carrera. Creo que

deberíamos reforzar la formación en relación con las transformaciones estructurales de la sociedad

argentina de las últimas décadas. Mi impresión es que los alumnos egresan con una muy buena

formación en ciertos aspectos –como por ejemplo, en el ámbito de la teoría social– pero con muy poca

idea respecto a lo que ha sucedido en términos macrosociales en la Argentina desde, por caso, el retorno

de la democracia. La poca formación de la que hablo está relacionada con un escaso conocimiento de los

procesos políticos que vivió la Argentina y el correlato que aquello tuvo en los cambios sociales de

las últimas décadas –por ejemplo, los cambios resultantes de la crisis económica de 2001 y sus

estertores–. Creo, incluso, que los mismos alumnos identifican esta carencia suya como un problema. Me

parece, por otro lado, que la solución no tiene que ver, estrictamente, con agregar materias sino con

reordenar las existentes de manera que los estudiantes cuenten con mayores

herramientas metodológicas para aprovechar. Muchos de los contenidos de estas cuestiones vinculadas

a los cambios estructurales en la Argentina en los últimos veinte años –que los alumnos vieron a través

de algunos textos en la materia Estructura y desigualdad, en primer año– están totalmente olvidadas para

cuando se llega al final de la carrera –que es cuando tienen clases conmigo y con Mariana–. Creo que

esto también está vinculado a un déficit de conocimientos impartidos sobre economía política; en algún

punto, aquello no ha sido refrescado o no hemos sabido generar un diálogo que vincule estos cambios

estructurales con algunas otras problemáticas que sí ven en profundidad. Por otro lado y del mismo

modo, me parece que ciertos contenidos teóricos no solo son vistos en profundidad sino, incluso,

innecesariamente repetidos; esto podría repensarse.

-Alexandre Roig:

Solo voy a hacer una aclaración. En este momento no estamos pensando una reforma del plan de

estudios. Hoy a la mañana hice la misma aclaración –me disculpo por la repetición–, pero la cuestión

tiene que ver con lo siguiente: vos me estás marcando que hay un olvido; la pregunta es: ¿es necesario

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que los estudiantes de sociología sepan memorizar? ¿qué tipo de disposiciones cognitivas y prácticas

implicaría eso?

-Ana Castellani:

Describir, relacionar, comparar, explicar, etcétera. Todos verbos en infinitivo que se usan en

la planificación secundaria.

-Sebastián Pereyra:

Quería hacer un comentario breve y un poco antipático. Noto, en general y en relación a las discusiones

mantenidas entre el primer y segundo bloque una cierta dificultad para pensar nuestras inscripciones en

términos institucionales; por así decirlo, una tendencia a rehuir a algunos problemas resultado de las

discusiones institucionales suelen traer –discusiones que no pueden ser pensadas de la misma manera

que las discusiones más generales sobre la disciplina o la pluralidad de estilos de trabajo–. Creo, sobre

este último aspecto, que algo del reino de la pluralidad de los estilos de trabajo y de la elasticidad infinita

de las disciplinas y sus convergencias en el amplio y maravilloso mundo de las ciencias sociales se

termina volviendo, en ciertas instancias, muy problemático. Esto es particularmente así en aquellas

situaciones en las cuales es necesario decidir o dirimir conflictos, priorizar un punto de vista o un estilo de

trabajo por sobre otro. Lo antipático es esto: el tono y espíritu colaborativo y amplio y plural de la primera

parte no resuelve –así lo creo– el problema de las carreras de matriz disciplinar que, por el momento,

tenemos. Este problema de la elasticidad infinita de las disciplinas afecta también a las evaluaciones del

trabajo hecho por los pares en las instancias de formación; la pluralidad de estilos de trabajo, en realidad,

establece criterios ad hoc y no discutidos sobre qué tipo de trabajo es un trabajo sociológico o qué tipo no

lo es. Yo tengo la sensación de que, en muchas instancias, tenemos dificultades para encarar este tipo de

discusiones sobre cuáles son los criterios en este sentido. Quiero decir; las fronteras pueden ser

artificiales, artificiosas, porosas, etcétera; pero suponen un criterio de división entre un adentro y un

afuera que, al menos para el ámbito de las discusiones institucionales, es inevitable –en el sentido de que

sirve para demarcar puntos antagónicos y diferencias concretas–. Decir que no podemos hablar de la

existencia de una sociología en el IDAES –sino de muchas– es problemático; estamos

muchos más proclives a mostrar que las fronteras de nuestra disciplina son porosas pero nunca pasamos

a mirar la cuestión del otro lado. Lo cierto es que, en nuestro quehacer cotidiano asumimos y tomamos

determinadas decisiones que son tomas de posición, implican decir: “la sociología es esto” o bien, “la

sociología no es esto”. Podríamos cambiar un poco el tono de la discusión y darle un sesgo más

programático –sin transformar esto en un debate sobre planes de estudio–. Digamos, por lo menos, que

implícita o explícitamente existe cierto consenso en torno a qué es lo que define el perfil formativo de

la disciplina, sus criterios de evaluación o de reconocimiento mutuo, etcétera. Creo que nos falta ese

criterio ad hoc del que hablaba anteriormente; nunca decimos: “por supuesto que lo que hacemos es

sociología y por supuesto que está bien”. Sin embargo, a veces sí aplicamos criterios ad hoc cuando

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decimos: “este proyecto de investigación es más apropiado para la defensa de un doctorado de

antropología que para una tesis”. ¿Por qué? Porque hay dos, tres, cuatro estilos de trabajo sociológico

del doctorado y no encaja con ninguno. Creo que, en algún momento, habría que tratar de explicitar esta

cuestión; adoptar un punto de vista más institucional y responsable y no el propio

de amplitud indeterminada.

-Daniela Slipak:

Siguiendo con lo que dijo Sebastián. Ya dijimos muchísimas veces “pluralidad”; pero, ¿qué es? Pluralidad

es la reproducción de ciertas lógicas endógenas de trabajo propias de cada uno en donde surge un

principio de comunicación o inteligibilidad relacionado con la diversidad. Creo que sería interesante

discutir sobre un principio de dialogo común. En relación con el plan de estudios –no quisiera ser

una nostálgica de los viejos sistemas de enseñanza integradora– quisiera saber si hay un principio de

diálogo en aquella mirada sobre lo plural y, en ese sentido, me preocupa que en la carrera no haya

historia –que los chicos no sepan gran cosa de historia argentina, en particular, o latinoamericana, en

general– del mismo modo que le preocupaba a Pablo el que los chicos comprendan la lucha de clases

sólo a partir de Bourdieu.

-Laura Malosetti:

No soy ni antropóloga ni socióloga, sino historiadora del arte; pero sí fui, en algún momento, directora de

la carrera de posgrado de sociología de la cultura y dicté la materia Cultura y sociedad durante seis o

siete años. Escuchaba la discusión y, por un lado, advertía una cierta nostalgia por los tiempos heroicos

del pasado; en Uruguay, que es de donde vengo, esas épocas de gloria de la sociología están

relacionadas con quienes enseñaban en aquella época, todos ellos grandes historiadores económicos –

como José Pedro Barrán o Roque Aragón–. Me remito al posgrado, cuya historia en el IDAES conozco –

no así la del grado–: mi opinión es que han habido cambios muy importantes en las ciencias sociales en

los últimos años y que uno de esos cambios fue la creación del posgrado. En ese sentido, el IDAES ha

sido un espacio pionero. Creo que esa formación de posgrado del IDAES modifica mucho en lugar de

reproducir –para seguir hablando de esa dicotomía–, y modifica en tanto permite una gran convivencia

e interacción de disciplinas –los cruces de los que se ha hablado–. Pero creo que tenemos que separar

las dos discusiones; una cosa es el grado y otra el posgrado. Creo que la formación específica de grado –

con sus saberes tradicionales, la discusión de sus metodologías de trabajo y sus intereses específicos– le

da al investigador una textura en el debate que se servirá incluso en el posgrado. El grado, con su

formación disciplinar nodal, agrupa una serie de saberes que son como habilidades casi del orden de lo

manual y que no hacen sino enriquecer la formación de posgrado.

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-Mariana Heredia:

Dos cosas para retomar lo que se ha venido diciendo. No haría distinciones entre el grado y el posgrado;

me parece que quienes damos clases en el sistema universitario hoy y pretendemos sostener la

integración como un valor, nos enfrentamos con todas las carencias del sistema de educación que nos

precede –y que nos vemos obligados a subsanar, a veces con muchas dificultades–. No sé si los

estudiantes deberían o no memorizar, pero sí sé que deberían aprender ciertas competencias básicas

que van más allá de los contenidos diversos que me parece que logramos transmitir, y me parece que

esas competencias básicas son: saber leer y escribir, saber argumentar y saber probar. Saber leer en el

sentido de que uno no le puede pedir infinitas cosas a un texto, hay que ver cuál es la pregunta que se

formula, de qué nos quiere convencer, hasta qué punto es sólido al hacerlo. Con Lorena introducimos, en

Análisis de la estructura social, un ejercicio en el que los estudiantes tenían que producir una reseña de

tres páginas; resulta maravilloso lo que se puede enseñar a partir de esa premisa, porque los chicos

suelen pedir a los textos cosas que los textos jamás les proponen hacer; la limitación de tres páginas

también sirve, también, como ejercicio de escritura crítica. De manera que me parece que es un trabajo

colectivo importante. La segunda cuestión es la relativa a la argumentación. Creo que, en general, en la

crítica del ensayo nos hemos olvidado de algo fundamental que transmitían las generaciones anteriores:

saber argumentar. ¿De qué me querés convencer? ¿A través de qué argumentos vas a sostener tu

afirmación? Nuestra sensación es que, en los distintos niveles de la formación, los estudiantes no saben

argumentar. Solemos hacer otro ejercicio con los estudiantes en el que damos un postulado y les

pedimos que nos devuelvan tres razones por las cuales uno debería adherir a ese postulado o rechazarlo;

es increíble el advertir que los chicos no saben qué es un argumento ni son capaces de distinguirlo de

una ilustración. Creo que ese es un punto muy importante sobre el que debemos trabajar. Es allí donde

me acerco y comparto plenamente lo que decía Sebastián: nosotros pretendemos, como antropólogos y

sociólogos, no sólo argumentar sino probar. Probar no es lo mismo que argumentar, es producir pruebas

de distinto carácter y en función de diversas epistemologías; implica, sin embargo, producir pruebas ante

las que otros –con otras orientaciones, valores e intereses– habrán de rendirse y darse por convencidos.

Creo que el desafío en el grado y el posgrado –amén de la transmisión de técnicas y teorías– es poder

ser capaces de enseñar cómo se argumenta y cómo se prueba. Esa es la primera cuestión. La segunda

tiene que ver con el desafío del que daba cuenta Sebastián, y yo comparto: me parece que el riesgo de la

pluralidad es que diluye la especificidad y que, en cierto modo, es la especificidad la que se nos demanda

–para creernos, para probarnos, para darnos trabajo–. En este sentido hay una frase muy acertada de

Georg Simmel, en torno a la noción de frontera. Dice Simmel que la frontera no es, necesariamente, el

lugar donde se traza la línea que separa, sino aquel lugar donde los sujetos empiezan a mirar hacia

núcleos distintos.

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-Alexandre Roig:

Tres cosas. La primera: estoy totalmente de acuerdo con lo que está diciendo Mariana; creo que,

efectivamente, es el tipo de ejercicios de reflexividad que tenemos que hacer si queremos pegar un salto

cualitativo en la formación. Una de las cosas importantes para mí a nivel pedagógico es que el estudiante

se ve confrontado, de forma repetida, con distintas operaciones cognitivas que va aprendiendo e

incorporando –porque lo que se aprende o incorpora no es, solamente, una materia–. Como bien

señalaba Alejandro antes, hay operaciones sobre las que hay que repetir, repetir y repetir. ¿Para qué?

Efectivamente ahí está el “para qué” de la sociología que reaparece –y vale la pena tomar el guante que

tiró Mariana en relación a esos ejercicios de argumentación; podríamos organizar alguna actividad en

torno a eso–. La segunda cosa, en relación a lo que planteaba Sebastián: Un comentario recurrente de

estos días tiene que ver con que ya no estaríamos inmersos en el contexto de una sociología carismática;

ya no hay un jefe de fila, por así decirlo. Ahora, uno puede adoptar una actitud nostálgica para con ese

diagnóstico o festejarlo –yo estoy, más bien, del lado del que los festejan–. El problema que plantea la

ausencia de un carisma es que no hay autoridad que arbitre –y, de alguna manera, creo que estamos

enfrentándonos a una ausencia de arbitraje legítimo–. La lógica de uno no es adherir a una postura, sino

la de confrontar los unos con los otros; ese aspecto, precisamente, me parece positivo y muy productivo a

la hora de reflexionar sobre cuáles son los principios arbitrales que hacen a la regulación de nuestros

conflictos. En este sentido, una pluralidad explícita, argumentada y razonada no es una amenaza; en ese

sentido, me parece que nos debemos una discusión que explicite esos argumentos y abrir, entonces, esa

discusión metodológica a una discusión teórica –por ejemplo, sobre el estatus de lo social y cómo las

metodologías están vinculadas a las preguntas sobre el estatus de la estructura, de lo social y del lapso–.

La tercer cosa: Alejandro Grimson hablaba de la poliglotía, es decir de cuán importante sería que en el

IDAES sepamos hablar el idioma del historiador, el del antropólogo y el del sociólogo –siendo sociólogos,

antropólogos o historiadores–. Eso, que es sumamente importante, tiene que ver con el diálogo con los

textos. Un ejercicio que habíamos pensado para estos Estados Generales era que todos leyéramos un

texto de Norbert Elías –un autor leído por las tres disciplinas– y ver qué rescataba cada uno de este texto

a partir de la propia tradición. Digo esto porque, indudablemente, esa poliglotía implica una actitud

cognitiva que tiene que ver con los procesos de formación y con cómo, en virtud de esa plasticidad,

hablar varios idiomas no implica perder el idioma materno.

-Ariel Wilkis:

Varias cuestiones, yo no creo que el pluralismo sea ilimitado; muy por el contrario, creo que es bastante

limitado: en todo hay límites, polos, tensiones –muchas de esas tensiones atravesadoras de la pluralidad

no son sino lo que nosotros hacemos, nuestro trabajo–. Esto se vuelve explícito en momentos de

operaciones concretas; por ejemplo, cuando generamos dispositivos como este o también a través de

dispositivos mucho más localizados y rutinarios –por caso, como los ejercicios citados anteriormente,

como prácticas estudiantiles de cara a la argumentación–. En antropología también apareció la propuesta

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de generar algún dispositivo de reflexividad que no suponga tener que esperar a los próximos Estados

Generales, sino que pueda instalarse a partir del año que viene: se trata de una jornada sobre discusión

de textos para los miembros de la comunidad de antropología y sobre la propia tradición antropológica.

Creo que es necesario establecer este tipo de dispositivos con mayor regularidad de manera que, cuando

lleguemos a los momentos de operación concreta de decisión, podamos contar con el beneficio de esas

argumentaciones.

-Ana Castellani:

Quisiera hablar sobre dos cuestiones. La primera es la siguiente: retomando algo a lo que hacía mención

Mariana respecto a reforzar las operaciones cognitivas en las distintas instancias de formación, yo creo

esto es particularmente importante en el nivel del grado. Al margen de los interesantísimos ejemplos de

que dio cuenta ella, una de las capacidades cognitivas en las que habría que hacer hincapié es en la

capacidad de relacionar –en el sentido de relacionar fenómenos diversos: procesos con datos, ámbitos

políticos con económicos y sociales, etcétera–, entendida como aquello propio de la reflexión sociológica

en sus múltiples dimensiones. Otra –bien distintiva de la tradición y trayectoria de la UBA– es la

capacidad de historizar, entendida no sólo como la capacidad de ponerle historización a nuestros

procesos sino, y particularmente, como el análisis de la manera en que esos procesos se desenvuelven y

desarrollan en un marco mucho más amplio. Vale decir; no incumbe ni está relacionado específicamente

con la historia como disciplina, sino que supone la capacidad cognitiva de introducir la dimensión histórica

en el análisis sociológico. Luego hay otra –que debería venir de la secundaria, pero que no viene– que es

la capacidad de abstracción; nosotros, como sociólogos, necesitamos claramente que los estudiantes de

grado tengan una capacidad de abstracción tal que les permita despegar el análisis del que dan cuenta

del mero –y permanente– ejemplo ilustrativo o la simple descripción de datos. Y la distinción –el trabajar

sobre la distinción entre una categoría teórica, un indicador empírico y un hecho– es, creo, algo trasversal

a todas las materias tocantes a nuestra disciplina; diferenciar argumentos, categorías, datos y técnicas

concretas de investigación me parecen, pues, temas clave en cuanto a las habilidades de las que se ha

venido hablando. Por último: estas operaciones cognitivas no incumben específicamente a la sociología o

al trabajo sociológico sino que tienen que ver con la inserción profesional de nuestros estudiantes. Más

allá de cualquier inserción profesional, un egresado de sociología de esta Universidad tiene que tener

muy en claro cuáles son los cinco o diez textos fundamentales de su disciplina como para poder decir con

certeza que tiene algún dominio de la producción sociológica. Termino con lo siguiente: la pregunta sobre

qué competencias son transversales a las múltiples inserciones profesionales que tenemos –hay un

trabajo en las organizaciones sociales, en el sector público, en las agencias de consultoría, de mercadeo,

el trabajo de campo, etcétera–. Debemos plantearnos, entonces, de manera transversal o por áreas de

especialización, qué tipo de orientación tendríamos que tratar de dar.

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-María Graciela Rodríguez:

Mariana mencionó competencias básicas: escribir, leer, argumentar, probar. Ana agregó relacionar,

"historizar", abstraer, distinguir. Me preguntaba, entonces, cuál será la especificidad de la sociología.

-Luisina Perelmiter:

La cuestión de la formación en competencias es algo que me preocupa mucho. Incluso cuando recién

había egresado, me preguntaba qué sabía hacer concretamente. Creo que a las dimensiones antedichas

le agregaría una: una capacidad para la discusión. Quienes venimos de la UBA podemos atestiguar

respecto a un formato muy expositivo del docente –que, por otra parte, no es exclusivo de la disciplina

sociológica–. Me parece interesante pensar el aula como un espacio concebido integralmente como un

diálogo; y un diálogo, sabemos, tiene reglas, ciertas maneras de estructurarse; todo eso debe ser

enseñado. Yo no me preguntaría qué sabe hacer un egresado de sociología o antropología de la UNSAM;

sí me parece importante pensar qué queremos que sepan hacer los estudiantes más allá de qué

queremos que sepan en términos generales –estoy, entonces, hablando de destrezas, habilidades que

pueden serles útiles en distintos ámbitos, no sólo en la investigación académica sino en la investigación

de mercado o en otros ámbitos–.

-Vanesa Vázquez Laba:

Lo que plantean Ana y Mariana me preocupa como docente porque yo, que doy el Taller de redacción de

tesis II en sociología, no advierto aquello que ustedes sí. Esos baches que ustedes plantean –quizá

porque van siendo tapados por los docentes a lo largo de la carrera– yo no los noto; me parece que los

chicos llegan con un grado de formación y un ejercicio reflexivo de abstracción y puesta en relación que

es resultado de un trabajo continuo; por eso me preocupa que ustedes adviertan lo que advierten. Como

docente, creo, tenemos que entablar un dialogo más estrecho para poder dar cuenta de estas falencias,

revertirlas y poder acompañar mejor a los alumnos.

-Paula Abal Medina:

Días pasados, Rinesi nos dijo: “estoy podrido de los docentes que se las pasan hablando mal de sus

alumnos”; y luego contó la anécdota del chiste de Woody Allen. En la UBA funciona y los estudiantes se

ríen; en otros lados no funciona y se piensa que el problema es de los estudiantes y no del docente.

Precisamente, creo que lo que nos falta es pensar más en los estudiantes. En ese sentido, nos debemos,

los docentes, un ejercicio reflexivo que involucre miramos a nosotros mismos, preguntarnos cuáles son

nuestros límites de la enseñanza para seducir al estudiantado y para retenerlo. Creo que, en futuros

encuentros, deberíamos discutir en torno a la figura del estudiante, particularmente del estudiante de los

primeros años: imaginar por qué tantos dejan la carrera y cuál es la responsabilidad que en aquello nos

cabe.

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-Leandro López:

En una gran cantidad de materias se hacen ejercicios vinculados a lo que señalaba Vanesa. Ya desde las

primeras materias se hacen observaciones, análisis de datos, reseñas, etcétera. Por caso, en

Introducción a la sociología los estudiantes llevan a cabo muchísimas actividades. Quizá deberíamos

reflexionar sobre los dispositivos pedagógicos que podríamos mejorar o crear, pero insisto con esto: yo,

que doy clases al principio y al final de la carrera soy testigo de un verdadero proceso formativo en los

estudiantes...

-Pablo Semán:

Sospecho que los profesores que tuve en ciencias sociales –yo estudié psicología, antropología y

sociología– nunca se preocuparon colectivamente por atendernos como alumnos de esta forma, y no está

mal que haya sido así. En ese sentido, ¿cómo empleamos el tiempo que tenemos, como docentes, para

agilizar los mecanismos necesarios para permitirnos compartir y tomar provecho del trabajo de los otros y

elaborar colectiva y sistemáticamente contenidos de índole docente? No sé si esta pregunta está

vinculada a los Estados Generales, a una hipotética comisión de reforma del programa o a un dispositivo

de la relación pedagógica, pero me sí me parece muy relevante formularla. La segunda cuestión –creo

que no se la mencionó para nada– es que, entre las cosas que creo que son parte de la formación, hay

una presencia de la filosofía en su esencia que deberíamos tratar y abordar. Todas nuestras disciplinas

están posicionadas en relación a programas elaborados por la filosofía, entonces nos encontramos con

que los estudiantes hablan de cosas respecto a las cuales son incapaces de la más mínima toma de

conciencia. Con esto quiero señalar que la antropología no es el único cruce: también son cruces la

historia, la economía, la comunicación y muy fundamentalmente la filosofía –que, por otro lado, tiene una

posición de convergencia con ciertos dispositivos y habilidades intelectuales que nosotros pretendemos

instalar–.

-Ariel Wilkis:

Busquemos un punto de equilibrio. Hay cosas muy buenas e innovadoras que estamos llevando adelante.

Por otro lado, tenemos falencias inobjetables: tenemos, por ejemplo, solamente cuatro graduados de

sociología –algo evidentemente problemático–. Segundo: el trabajo reflexivo no debe darse únicamente

en momentos como este sino de forma permanente.

-Ana Castellani:

Hay una paradoja vinculada a la cantidad de docentes investigadores que tenemos en nuestro plantel.

Creo que es una singularidad que no se advierte en otras carreras; y, sin embargo, solo tenemos cuatro

estudiantes graduados. Entonces, parecería ser que los dos grandes problemas del grado son la

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retención en primer año y la graduación al terminar el ciclo. Creo que son problemáticas que siguen

atravesándonos y nos interpelan directamente en la relación entre investigación y formación. ¿Qué está

pasando para que, en una carrera en donde todos los docentes somos investigadores –la gran mayoría

con dedicación exclusiva a esta institución–, tengamos una dificultad de articulación, una incapacidad

para lograr la incorporación de nuestros estudiantes de sociología a los equipos concretos de

investigación?

-Gerardo Aboy Carlés:

Una cuestión sobre el tema profesional y la salida laboral. Como docente de muchos años de la UBA y de

algunos años en UNSAM me niego a reconocer una distancia sustantiva entre los integrantes de un lado

y de otro. La "meritocracia" de la primera fila, por decirlo así, acaso sea más amplia en la UBA, pero para

mí no hay ninguna diferencia ni en el tipo de estudiante, en el grado de avance o de conocimiento –lo

menciono porque he escuchado en otros lugares cierta condescendencia no fundada hacia nuestro

estudiantado que advierto preocupante–. Sí debe preocuparnos, en cambio, la cuestión de la salida

laboral. Y debería preocuparnos porque, obviamente, estamos inscriptos en un territorio con una realidad

específica. Pensar en la salida laboral no es buscar soluciones urgentes como podría ser algún ejercicio

precario de pasantía o una estupidez por el estilo. Lo mejor que podemos hacer en pos de garantizar de

la forma más fehaciente una salida profesional es brindar a nuestros estudiantes la mejor formación

posible, y esto tiene que ver, también, con la pluralidad de métodos, técnicas y formación teórica. Que

nuestros estudiantes sepan qué es una intervención sociológica, que sepan escribir, que sepan manejar

datos cuantitativos, que sepan hacer etnografía, etcétera; todo eso será la mejor carta profesional que a

nuestros estudiantes podremos dejarles.

-Nicolás Kwiatkowski:

Yo voy a decir algo en relación a lo que mencionaba Pablo sobre la carencia de formación filosófica entre

los estudiantes. Una forma de resolver esa carencia, o al menos paliarla, seria incentivando a los

estudiantes de sociología y antropología para que aprovechen la existencia de las otras carreras en la

universidad y cursen las materias optativas que tienen disponibles. Hay, en la Universidad, una carrera de

filosofía que los estudiantes de sociología y antropología podrían aprovechar para complementar su

formación a través de materias optativas. Así pues, hasta cierto punto hay una necesidad de la

Universidad en su conjunto –y del IDAES en particular– de aprovechar los recursos con que la propia

institución cuenta y a través de los cuales podría resolver o reducir las carencias que estamos

mencionando. Segundo, y respecto a los problemas y virtudes que advertimos en nuestro estudiantado,

yo recibo a los estudiantes de sociología y antropología en el tercer año, y noto una clara diferencia entre

aquellos estudiantes que tienen una experiencia clara de salida al campo y aquellos que no la tienen; una

clara diferencia análoga entre quienes pasan un largo tiempo en la biblioteca de la Universidad y aquellos

que no lo hacen. Allí, creo yo, la responsabilidad también es nuestra; somos nosotros quienes debemos ir

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llevando a los estudiantes a utilizar esos recursos que están a su disposición e integrándolos, también, a

equipos de investigación para que gocen de los beneficios que salida práctica supone –enriqueciéndolos

e incentivándolos desde temprano y obligándolos a ir a la biblioteca–. Tenemos formas de llevar eso a la

práctica y esas modalidades permitirían que nuestros estudiantes –dentro de la medida de sus

posibilidades y de sus propias restricciones individuales– puedan formarse de mejor manera. Lo cual me

lleva, también e inevitablemente, al problema de los contenidos y de las habilidades –que está, según

advertí, en el centro de las discusiones de hoy–. Más allá de cuáles son las habilidades y actitudes que

tenemos que lograr que los egresados de sociología tengan ni bien ingresan a la carrera, tenemos que

plantearnos cuáles son los contenidos que necesitamos. Doy un ejemplo: ¿qué contenidos necesita Aboy

Carlés que un estudiante de sociología tenga incorporados cuando llega a su materia, en el último año de

la carrera? Si él advierte como un problema el que ningún estudiante que llega a su materia sabe con

certeza qué fue la Revolución Mexicana, entonces necesitamos generar un canal de diálogo en la carrera

para que –en la historia social, latinoamericana o argentina– esos contenidos estén presentes; de otra

manera estaríamos forzando a los alumnos a incorporar, al final de la carrera, contenidos que tendrían

que saber desde el principio. Una última cuestión, sobre la baja tasa de graduación. Alexandre sabe

mejor que yo que no es un problema exclusivo del IDAES sino uno general que atañe a toda la

Universidad. Sí me parece que, en el IDAES, la explicación merece un aparte. En filosofía, por ejemplo,

también hay una tasa bajísima de graduación –hasta el año pasado había dos graduados de filosofía en

los trece o catorce años de existencia que lleva la carrera–, pero allí podría explicarse por el hecho de

que es una carrera interminable que tiene treinta y cinco materias y que resulta imposible que un alumno

normal la termine en el período de su formación habitual. En nuestro caso, creo que el problema es

distinto: los alumnos terminan las cursadas –tenemos una primera cohorte 2011–, pero no se reciben.

Creo que la iniciativa que se ha mencionado en torno a la modificación de las tesinas, acompañada de un

mayor acompañamiento docente a través de tutorías, etcétera, podría ayudarnos a resolver ese problema

específico relativo a por qué los sociólogos no se reciben –que es distinto de por qué los filósofos o los

antropólogos no se reciben–.

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Mesa 9: Internacionalización, articulaciones y futuro

-Gerardo Aboy Carlés:

Presento los puntos que vamos a discutir es este tercer bloque. En primer lugar, una reflexión acerca de

lo que ha sido, en los últimos años, la internacionalización de las ciencias sociales en la Argentina en

general y en el IDAES en particular –cómo la vemos, qué aspectos de esas redes de cooperación y de

intercambio deberían modificarse de manera de ampliar el espectro y la participación de los involucrados–

. En segundo lugar, qué tipo de articulación pensamos que debería existir con las demás unidades que

forman parte de la UNSAM. En tercer lugar, la idea es reflexionar un poco acerca de la participación de la

UNSAM en el espacio público y cómo se da esa dinámica –las formas y lenguajes con que intervenimos,

o no, en el debate público–. En cuarto –y último– lugar, reflexionaremos acerca de qué tipo de vinculación

existe entre el IDAES y los diversos actores sociales, políticos, económicos y estatales en el nivel de

nuestras prácticas cotidianas. El cierre, obviamente, involucrará una perspectiva a futuro de aquellas

condiciones que, según nuestro punto de vista, deberían perfilar las líneas generales del desarrollo del

IDAES. Propongo, entonces, abrir la el debate comenzando por la cuestión relativa a la

internacionalización. En ese sentido, algo que me ha sorprendido de una encuesta enviada ayer –en el

caso concreto de sociología– es la absoluta dependencia de su superación internacional respecto de la

historia. En relación al resto de las disciplinas, el desequilibrio es muy evidente.

-Marina Moguillansky:

Disiento un poco en el diagnóstico. De la encuesta a que hace referencia Gerardo me sorprendió la

cantidad de doctorados de la École y que el 40 % se haya doctorado en la UBA; eso es algo que hace

diez o veinte años no pasaba y que tiene muchas consecuencias positivas –aunque implique, por otro

lado, un cierto problema de "parroquialización". Es decir, muchos de nosotros –me incluyo– hicimos toda

la carrera en Argentina y por ende no conocemos otros estilos de trabajo. Es en ese sentido que realizar,

en algún momento, una instancia de pasaje que pluralice la propia formación no puede sino ser positivo.

Estoy de acuerdo en que, en el plano de las visitas internacionales, hay una excesiva dependencia de la

École y que, en ese sentido, hay líneas de cooperación que no estamos aprovechando. Deberíamos traer

más gente de América Latina y aprovechar las líneas de cooperación sur-sur para que nos visite gente de

África. Creo, para resumir; que habría que pluralizar la internacionalización.

-Alexandre Roig:

En relación a la École: efectivamente, hay un efecto vinculado a que varios tienen su doctorado hecho

allí, con lo cual actualizan sus redes. Pero hay otros dos efectos que resulta interesante señalar; uno

tiene que ver con la política que lleva la unidad central en relación a la École –me refiero a invitaciones

que el propio rectorado hace y que nosotros aprovechamos– a lo que se suma que el Centro Franco-

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Argentino de la Ciudad de Buenos Aires es un gran promotor de vínculos con Francia –los alemanes

están siendo muy activos también y, de hecho, la cooperación alemana para con el IDAES ha aumentado

mucho–. En relación a los Estados Unidos, hay vínculos muy fuertes con la New School –tuvimos un

profesor invitado por primera vez y nuestras cursadas tienen reconocimiento allí– y lazos bastante

concretos con Princeton; son redes para utilizar e incentivar. Sobre la cooperación sur-sur –que también

depende de la unidad central– hay varios proyectos en danza y hemos tenido varias invitaciones y visitas

de profesores de África y de la India, en particular en lo tocante a estudios poscoloniales. Pero quisiera ir

al segundo punto. Lo que nos falta, efectivamente, es pensar cuál sería el sentido de una

internacionalización más allá del efecto más bien frívolo que todos conocemos. Creo que el valor pasa

por la conformación de redes, por cuanto aquello conlleva un efecto de prestigio muy importante para el

IDAES y la UNSAM que no hay que desmerecer; nos identifica, visibiliza y valoriza. Esa es una de las

dimensiones de la internacionalización: la transferencia simbólica y la participación de redes. Hay otro

efecto –que ya se ha mencionado– vinculado a nuestra propia formación y la forma en la que

confrontamos a criterios académicos internacionalizados. En cierto modo, es interesante que, tras una

historia muy parroquial de la sociología, cerremos con una perspectiva "desparroquializada". Quiero decir:

el desafío pasa por confrontar nuestro trabajo y releer nuestros criterios en otras esferas; desde el punto

de vista de las políticas de publicación, traducción y circulación tenemos mucho pendiente. Quisiera

mencionar otra cosa respecto al “para qué” de la internacionalización y en relación a los estudiantes: hay

un programa de movilidad internacional que representa mucha plata; no los hay tantos a nivel de grado,

pero algunos hay. El caso es que nuestros estudiantes se presentan y ganan –tal vez se presenten

pocos, pero los que se presentan, ganan–. Una pregunta interesante, en relación a las visitas extranjeras

y siguiendo con la problemática de la internacionalización, es ¿con qué generaciones vamos a cooperar?

Me puso muy contento el que nos visitase Peter Hoffman, de la New School, porque es un investigador

de cuarenta y cinco años –no ya, ni necesariamente, un prohombre de ochenta–. Nosotros también

somos una institución joven y tenemos que ser capaces de proyectar que, de aquí a veinte años, Peter

Hoffman probablemente ocupe una posición de relevancia –es entonces cuando la internacionalización

adquiere una dimensión estratégica–.

-Mariana Heredia:

Quiero dar cuenta de tres puntos que, en cierta manera, enlazan lo que se ha venido discutiendo.

Primeramente, quisiera hacer un poco de historia en torno a qué significa la internacionalización en la

Argentina. Las ciencias sociales de este país fueron –a diferencia de otros países de América Latina–

particularmente inestables durante un período prolongado –durante ese lapso no se pudo vivir de ellas

dignamente, hubo purgas recurrentes, no pudieron consolidarse criterios académicos de excelencia que

fuesen específicamente nacionales o regionales, etcétera–. Es por eso que mucha de la gente que

admiramos construyó o consolidó parte de su prestigio en el exterior. Cuando muchos de nosotros nos

fuimos al exterior esta situación estaba vigente, pues no había doctorados nacionales y recién –de

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manera incipiente– empezaba a haber maestrías; de tal modo, quienes buscábamos prestigio académico

debíamos buscarlo afuera –siempre que contásemos con el financiamiento para hacerlo–. En ese sentido,

siempre me resulta muy injusta esa situación con respecto a los que se quedaron; es allí donde el IDAES

puede jugar una carta importante que es la de la excelencia. Cuando yo voy a la UBA, pareciera que hay

un consenso tácito entre los jurados de tesis respecto a que a todo el mundo hay que ponerle diez. Esa

dinámica no hace sino devaluar el criterio de excelencia. En pos de la construcción de prestigios locales

debemos generar, entonces, criterios de excelencia propios y sostenerlos en el tiempo. Segundo punto.

Efectivamente debemos preguntarnos cuál es el tipo de internacionalización propio del IDAES. En tal

sentido, más que criticar el vínculo con la École –que estuvo bien en ser establecido y está bien

mantenerlo–, tenemos que crear otros polos semejantes con una relación tan exitosa como aquella. Así –

y teniendo en cuenta que los recursos son limitados–, creo que deberíamos ocuparnos de complementar

aquello que nos falta: acaso se trate de una integración mayor con Estados Unidos, o una relación

regional más fuerte: vale decir, los convenios deben establecerse con aquellas instituciones con las que

nos interesaría dialogar y construir un vínculo intelectual sustantivo. Último punto, y con esto termino:

¿cómo podemos pensar una internalización más simétrica? Por suerte, ya no estamos en la época de la

inestabilidad y la de los prestigios importados; por un conjunto de motivos que sería muy largo enumerar,

me parece que es razonable que busquemos, con aquellos polos metropolitanos de las ciencias sociales

con que dialogamos, algún tipo de dialogo más simétrico. Hoy, gracias a la tecnología, existe Amazon,

Jstor, etcétera; mecanismos por los cuales nuestros estudiantes que hablan otras lenguas –algo que hay

que incentivar, en efecto– pueden tener acceso a una amplia gama de recursos bibliográficos que antes

solo eran accesibles al que viajaba. Quiero agregar una cosa vinculada a cuál es, en nuestros trabajos y

en los trabajos de nuestros estudiantes, la política de citas. Se cita a autores europeos para las teorías y

se cita a autores locales para los estudios de caso –aún los estudios más antiimperialistas y críticos

replican este mecanismo: se piensa en el norte, se ilustra en el sur–. Creo que el sur también puede

reformular las categorías, criticar sus pertinencias, adjetivarse. Esto también se vincula a la

internacionalización de manera clara: podemos a esa figurita linda y conocida que aparece en el diario,

nos da prestigio y profetiza un poco acá y allá. En realidad, lo que se está haciendo es contribuir a

replicar asimetrías. Así se hizo con los profesores de la École; por supuesto que transfiere prestigio y uno

se nutre de su pensamiento, pero acá hay más que un mero auditorio, hay un grupo de interlocutores en

reflexión que, en ciertos casos, incluso podrían desafiarlos intelectualmente.

-Pablo Semán:

Estoy de acuerdo con algunas de las cosas que dijo Mariana. Un problema que nos trae la

internacionalización es que invitamos a tanta gente y organizamos tantos eventos que después hay que

hacer grandes esfuerzos para que la gente vaya. Creo que estos eventos merecen una mejor

coordinación y jerarquización, de otro modo estamos trayendo gente por la simple reciprocidad implícita

en la invitación –lo cual es una locura–. Podemos, por ejemplo, organizar eventos más acotados –y ahí

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me asocio a los efectos conducibles y positivos de la internacionalización que mencionó Mariana–. En el

sentido inverso, el viajar también genera problemas; muchos alumnos terminan creyendo que la vida del

“cientista” social consiste en viajar a congresos y seminarios, como si fuera una suerte de beneficio

secundario de la disciplina –y eso es algo que no debemos fomentar en los alumnos–. Por otro lado, y

más allá del goce y aprovechamiento individual, el que viaja, ¿qué nos aporta colectivamente? No digo

que traiga un informe, pero sí pienso que el viaje tiene que ser pensado en función de un proyecto

colectivo. No va de suyo que viajar sea necesariamente bueno y productivo; creo que habría que acabar

con esa fantasía. A veces, quien viaja vuelve perdido y le cuesta reubicarse –es ese el costado perverso

de la internacionalización que nosotros tenemos que controlar–.

-Gerardo Aboy Carlés:

Quisiera agregar una sola cosa antes de darle la palabra a Nicolás. Pablo pone el tema del turismo

académico como un punto sobre el que reflexionar que es, sin dudas, importante. Entendemos que la

Universidad está en una política de posicionamiento que incluye, como estrategia de mercadeo, la

presencia de grandes figuras. Nosotros, sin embargo, tenemos que apostar a investigadores de edad

intermedia que vengan durante un periodo e interactúen, no sólo con el cuerpo de investigadores sino

también con los estudiantes. Vale decir, nuestra política de invitaciones tiene que dirigirse hacia una

franja de investigadores que estén dispuestos a venir, discutir e interactuar con los estudiantes por un

período no muy corto de tiempo.

-Nicolás Kwiatkowski:

Primero, como decían Ariel y Alex, creo que hay una serie de cosas que el IDAES podría encarar para

aprovechar de mejor manera los recursos destinados a la internacionalización. Por ejemplo, abriendo

concursos de profesores visitantes para puntos concretos que se quieran reforzar. Cito el ejemplo de una

serie de universidades italianas que han puesto en marcha este mecanismo abierto en el que se pueden

presentar expositores de todo el mundo que van a dar clases por un período determinado de tiempo –

pueden ser siete, seis, cinco meses, lo que queramos–. Esto podría complementarse y aprovechar, me

parece, con aquellas instituciones que hacen concursos de la misma naturaleza por fuera del IDAES. Por

lo que escuché, hay bastante interés en que el IDAES afiance sus vínculos con Estados Unidos. En ese

sentido, la comisión tiene un programa a través del cual convoca, todos los años, a que se invite a

profesores extranjeros que estén interesados en venir a universidades argentinas; el único compromiso

es que la universidad argentina asuma pagar parte de los gastos. Creo que es algo que podríamos

aprovechar. Respecto a la proliferación indiscriminada de eventos, estoy de acuerdo en que puede ser

perjudicial para la vida universitaria. En lugar de gastar millones en que vengan los premios Nobel a

pavoneare un par de días, sería más inteligente usar esos recursos para que vengan muchos profesores

a enseñar. Sobre el problema de la excelencia que preocupa a Mariana, creo que tiene ya que ver más

con la estructura interna del IDAES y menos con la internacionalización. Una cosa que el IDAES podría

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empezar a hacer –tiene los recursos legales para hacerlo– es implementar algo con que la universidad

cuenta desde 2004: la evaluación docente. La Universidad tiene un reglamento de evaluación docente al

que supuestamente todos estamos obligados a someternos cada cuatro años. Que yo sepa, la

Universidad nunca lo puso en práctica y creo que sería algo muy beneficioso para el IDAES en tanto

ayudaría claramente a mejorar la calidad de sus docentes.

-Alexandre Roig:

En la sección cultural estamos llevando adelante un programa de doble titulación con Ca’ Foscari, la

Universidad de Venecia que, de alguna manera, va a significar un primer aprendizaje institucional. Los

dobles diplomas tienen sentido en la medida en que estructuren relaciones de largo plazo con

instituciones en las que se identifique un interés común, como es el caso. Respecto a la cuestión de la

evaluación, efectivamente es en la evaluación de la persona que se juega gran parte de la objetivación de

los criterios. Estos criterios de que hablo son, las más de las veces, categorías muy generales, pero será

a la hora de definir qué es la excelencia cuando empezará a darse un debate que pronostico más que

interesante. Sé que está habiendo una discusión vinculada a criterios de evaluación en el CONICET –

varios del IDAES participan de la misma–; en efecto, tiene que ver con una tarea pendiente de la

Universidad en su conjunto y del IDAES en particular. Como ex secretario académico puedo decir esto: si

el mecanismo de evaluación docente en la UNSAM no es aplicó nunca, es porque el sistema tiene varias

fallas. De hecho, no es tan solo una evaluación lo que debería hacerse, sino volver a alguna clase de

sistema de oposiciones. ¿Cuáles son los criterios de evaluación de la producción académica? ¿Cuál es el

criterio de evaluación de la producción pedagógica? ¿Cuál es la evaluación de las intervenciones públicas

y cómo las valoramos? Todas estas preguntas forman parte de una agenda aún en gestación. Lo

menciono porque, en general, los criterios de evaluación docente son muy situacionales –en relación a

una clase y a un momento– y, en ese sentido, creo importante ir hacia modelos de evaluación continua y

hacia lógicas que inciten mucho más a la producción, a la (auto)formación y no tanto hacia dinámicas de

índole punitivas o “sancionatorias”.

-Ana Castellani:

Me parece que no podemos dejar hablar de las articulaciones con el espacio público y cómo reforzamos

este aspecto al interior de la UNSAM. Creo que, en ese sentido, el IDAES padece de una excesiva

diversificación. La experiencia demuestra que siempre y en todo proceso de reestructuración se debe

hacer foco en tres, cuatro o cinco cuestiones clave. En ese sentido, me parece muy bien que nos

juntemos y distingamos esas cuatro o cinco cuestiones clave de la internacionalización, de la articulación

con el espacio público, con las organizaciones sociales, con el Estado, etcétera, que tendríamos que

pensar y apuntalar. Hay una serie de redes que se han constituido más o menos espontáneamente por el

motivo que fuese; pero creo que, cuando hablamos de internacionalización, habrá que tomar alguna

decisión sobre cuál red sería la más conveniente en tanto su trayectoria nos atraviesa de forma más

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transversal. A nivel internacional, tendríamos que pensar dos o tres articulaciones transversales que

permitan focalizarnos y apuntalar la internacionalización tanto de profesores como de estudiantes. La otra

cuestión es la relativa a la articulación con el sector público: si algo he aprendido en mi pase por la unidad

central en relación a la posibilidad de brindar servicios de distinta índole al sector público es que nosotros

podemos hacerlo perfectamente. Tenemos que poder aprovechar esa habilidad para construir lazos de

consultoría en el sector público –o para satisfacer la demanda de tal o cual organismo internacional– con

lo cual podríamos financiar, por ejemplo, las dos o tres visitas al año que queramos hacer.

-Alexandre Roig:

Lo que plantea Ana es fundamental; me permito radicalizarlo porque hace al estado de la disciplina y está

bien que se trate acá: tenemos que avanzar con la tesis del "amesetamiento" y la disminución de los

recursos destinados a las ciencias sociales –lo cual implica ampliar la imaginación financiera–. Les

transmito una preocupación que tenemos. Como el problema salarial va a reaparecer, anticipamos dos

factores: uno, un factor de demanda de aumento de clases –profesores que piden más horas de clase

para llegar a fin de mes– La posibilidad de regular la demanda por esa vía no es infinita. Dos: todo el

mundo va a empezar a buscar recursos de consultoría por su propia cuenta. Si pudiéramos pensar en un

modelo de institución que siga manteniendo criterios académicos y en el cual las consultorías puedan ser

funcionales al sostenimiento de la formación en investigación y en internacionalización –y que no sea, por

el contrario, un factor centrifugo–, estaríamos muy bien encaminados. Eso implica, por cierto, un nivel de

sinceramiento vinculado a la necesidad de desmoralizar algunas discusiones. Aprovecho lo que dijo Ana

para decir lo siguiente: pensemos la posibilidad de incorporar, dentro del quehacer del IDAES, una

práctica de consultoría que no sea condenada moralmente sino que esté explicitada como tal y que

redunde en un beneficio para el proyecto institucional. La interpelación de Ana es fundamental; no es fácil

plantear esa discusión e implica un nivel de maduración institucional que aplaudo.

-Sebastián Pereyra:

Creo que tenemos una cierta experiencia y un recorrido transitado en términos de reflexión como para

permitirnos, de manera más o menos rápida y ordenada, distinguir un tipo de internacionalización que no

resulta demasiado funcional a nuestro estilo de trabajo, y otro que sí. Es importante intentar financiar

proyectos de investigación de más larga duración, un intercambio genuino orientado a un diálogo más

simétrico. Hay dos o tres cosas que permiten distinguir, dentro del paquete de internacionalización,

aspectos deseables desde nuestro punto de vista. Consultoría, por caso, es una de las cosas que no

tenemos. Pero, así como no veo clara la cuestión de la internacionalización, tampoco tengo muy en claro

cuál sería el modelo de consultoría virtuosa. Las experiencias de transferencia que hemos tenido han sido

de lo más heterogéneas de una heterogeneidad y han generado una variedad enorme de modelos de

vinculación y de trabajo. Creo que nos hemos vinculado bastante con el Estado y muy poco con el sector

privado o con otro tipo de organizaciones. Creo que falta algún proceso de preevaluación –lo hemos

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hecho con internacionalización, pero no con los procesos de consultoría– y una definición más clara de

en qué consistiría un modelo virtuoso de consultoría, convenio, transferencia, etcétera; yo no lo tengo

claro. Los tiempos y modos de financiamiento del Estado son problemáticos para el trabajo del IDAES y

para su organización; hemos logrado cierto tipo de articulación con agencias estatales –sobre la base de

contactos y convenios– pero no hemos tenido capacidad para presentarnos a concursos de

financiamiento y no sé bien por qué. Creo que falta una idea más clara de qué podemos hacer en función

de qué la infraestructura con la que contamos.

-Ariel Wilkis:

Creo que mucho de esa dinámica es resultado del esfuerzo individual y no sé si hemos sido capaces de

acumular institucionalmente experiencias respecto a esta modalidad del trabajo sociológico que es la

consultoría. Por un lado, es importante reconocer que se trata de una estrategia financiera necesaria –y,

por otro lado–legítima en nuestra cultura institucional. Hay instituciones en las cuales la consultoría es,

insisto, una modalidad legítima; en nuestra cultura el “paper”, la publicación académica, etcétera, siguen

teniendo mucho peso, pero el pasado está cambiando de naturaleza. Creo que es necesario advertir esos

cambios y reconocer la necesidad de generar una estructura institucional que pueda dar respuestas a eso

de manera legítima –como parte integrante del trabajo sociológico actual–. Habría que invertir el

razonamiento y preguntarse: ¿cómo nuestras líneas de investigación pueden convertirse en líneas de

consultoría? A partir de ahí, ir en busca de la interlocución.

-Mariana Heredia:

Cuando yo empecé a trabajar sobre los economistas. A los economistas de los centros privados solían

pagarles las empresas; eran como sus intelectuales orgánicos. Se decía que no había habido

financiamiento público sostenido y que, al fin y al cabo, los investigadores de algo tienen que vivir. Para

mi sorpresa hubo un contrapunto que resultó muy interesante. Cuando fui a CIEL –que era pagado por

los empresarios– me llamó la atención que tenía una estructura burocrática eficaz que respaldaba a los

investigadores-consultores; contaban –esto es lo relevante– con un porcentaje importante de dinero que

se quedaban y que era luego distribuido en función de los proyectos que, colegiadamente, eran definidos

como de interés institucional. Bajo un formato de organización de la consultoría, tenían una suerte de filtro

que les permitía mantener cierta autonomía de agenda en relación con la institución que les financiaba.

En cambio, en estos otros espacios más progresistas y menos preocupados por hasta qué punto el dinero

paga conciencias, este tipo de filtro no existía; el resultado es que los investigadores investigaban

individualmente y distribuían los recursos entre ellos –esto propició que áreas enteras de sus sedes

desapareciesen por completo: no hubo ningún filtro colegiado que mantuviera cierta autonomía de temas

y cierta protección para aquellos menos eficaces o hábiles en el arte de conseguir recursos. Menciono

esto como elemento para pensar la consultoría en un sentido más cooperativo pero, al mismo tiempo,

apuntalado institucionalmente desde el IDAES. Porque si el IDAES no ofrece nada y todo queda sobre

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sujeto a la generosa voluntad de los investigadores, cada uno preferirá hacer lo que pueda en virtud a las

condiciones a las que se enfrente.

-Esteban De Gori:

Sobre los invitados, por así decirlo, de prestigio. Quizá olvidemos algo que, me parece, es central para la

formación: la invitación a determinados actores políticos, sociales y económicos a nuestros espacios de

cátedra. Es positivo que estudiantes de sociología conozcan a actores sociales, políticos o económicos

de los cuales siempre hablamos pero de quienes los estudiantes saben poco. Asumiría esto como una

tarea institucional: hay actores relevantes a nivel coyuntural, al margen de la consideración moral que

tengamos de ellos –eso, creo también, enriquecería mucho el campo simbólico de los estudiantes–.

Quiero tocar, por último, la cuestión de la articulación con el espacio público, los medios y la divulgación

del conocimiento. Hay algo de la construcción de un léxico particular que tiene que ver con cómo

intervenir en el espacio público y divulgar el trabajo que acá se hace.

-Alexandre Roig:

Simplemente quisiera mencionar algunas cuestiones y retomar algunos puntos. De todos estos días ha

resultado una agenda que empeñaremos en organizar de cara a una propuesta que refleje estos debates.

Vamos a seguir trabajando con las encuestas para que los datos que de allí se obtengan sean aún más

fidedignos. Con los Estados Generales queríamos, también, instalar un estilo de trabajo que estuviese a

la altura de la responsabilidad que tenemos en tanto que institución. Si hay algo de lo cual me termino de

convencer después de esta semana, es de que el IDAES tiene una responsabilidad dentro del campo en

el que se desenvuelve y que vincula, sobre todo, a la sociología, a la antropología y a la historia. Tener la

conciencia de esa responsabilidad no es menor, con lo cual –para mí– al ejercicio de reflexividad se suma

o superpone otro de responsabilidad hacia el campo. ¿Por qué no pensar que el IDAES puede ser un

agente dinamizador de este tipo de discusiones más allá de sus fronteras? Segundo: creo que una

cuestión muy importante en las ciencias sociales en la Argentina de hoy tiene que ver con ese balance

que hicimos respecto a la ausencia de autoridades indiscutibles de tipo carismático. Con sus aciertos y

errores, la idea de una experiencia como esta es la de generar una construcción lo más colectiva posible

para transformar la institución desde dentro. Hemos organizado varios Estados Generales en la

Universidad. Creo que estos marcan un salto cualitativo, una determinada forma de trabajar a través de la

cual la recomposición y la relación con las otras disciplinas o con los otros espacios de la Universidad no

se reduce a una cuestión meramente presupuestaria o burocrática. Creo, justamente, que los Estados

Generales tienen que ver con plantear la discusión desde lo esencial del Instituto, que son sus

comunidades científicas. No es fácil, porque hay una tendencia a seguir liderazgos que arbitren en forma

relativamente solitaria los destinos de una institución; eso no funciona y va a funcionar cada vez menos

en el futuro. Cuando iniciamos este tránsito ninguno de nosotros sabía cuál sería el resultado; no quiero

sacar conclusiones sino, simplemente, extraer un modo de proponer una dinámica de funcionamiento a

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una institución compleja y creciente que ha llegado a un momento de madurez. Tal momento es el

momento de la reflexividad, que no es sino lo que hemos venido ejercitando todos estos días. Nos

merecemos un aplauso.