Argantonio en Chiclana

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Colección En humor y compañía, nº 4

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ARGANTONIO EN CHICLANA O

LOS ENIGMAS DEL SANTO PREPUCIO

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ARGANTONIO EN CHICLANA O

LOS ENIGMAS DEL SANTO PREPUCIO

Guillermo Alonso del Real

QUORUM EDITORES

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Colección En humor y compañía

1ª edición: Abril, 2013.

© de los textos: Guillermo Alonso del Real© de las ilustraciones: Willy Dyc© de la presente edición: QUORUM EDITORES

Todos los derechos reservados. Este libro no puede ser, ni total-mente ni en parte, reproducido, memorizado en sistemas de archivo o transmitido en cualquier forma o medio electrónico, mecánico, fotocopiado o cualquier otro sistema, sin la previa auto-rización de quien ostenta los derechos de autor.

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Ilustración de portada: Willy Dyc.Diseño y maquetación: Taller de Quorum.

Edita: QUORUM EDITORES c/ Ancha, 27 - 11001 CÁDIZ Tlf: 956 80 70 26 Fax: 956 80 70 29 [email protected] www.grupoquorum.com

ISBN: 978-84-92581-71-9Depósito Legal: CA 103-2013Impresión: Publidisa.

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A la memoria de Manuel Piñero de Lema

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POR SI HAY QUE DAR EXPLICACIONES

La novela es, según la Real Academia Española:

Obra literaria en prosa en la que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores con la descrip-ción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de pasiones y de costumbres.

Traigo la cita a colación porque me viene al pelo. Si no llega a coincidir la Academia con mis pro-pias intenciones, lo siento, pero hubiera prescindido tranquilamente de su muy autorizada opinión. Me explico:

Argantonio en Chiclana o Los enigmas del Santo Prepu-cio es una obra literaria en prosa, porque en verso ya no se lleva y, por añadidura, la poesía no hay manera de publicarla. Así que, de momento, bien.

La acción iba a ser fingida en todo o en parte, y ahí viene el primer escollo. Casi todos los autores se ven obligados a excusarse con aquello de que todo

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parecido con la realidad es mera coincidencia, lo que suele ser una mentira como la copa de un pino, por-que, entonces, ¿qué hacemos con Stendhal y su es-pejo a lo largo del camino? Algo tendrá que reflejar, digo yo, por muy deformado y valleinclanesco que el espejo quiera ser. Total: averigüe Vargas en qué porcentaje es mi «acción» fingida y en qué porcen-taje real, porque yo mismo no lo tengo claro. Igual sucede con los personajes, aunque me he tomado muchísimas molestias para cambiar nombres y otras características.

De todos modos va a dar lo mismo, puesto que hay gente muy picajosa y siempre dispuesta a darse por aludida. Pues mira: el que se pica, ajos come.

Respecto a lo de causar placer, eso depende mu-cho. Por poner un ejemplo, novelas de Galdós, que a mi me divirtieron mucho, como El Grande Oriente, a los masones parece que les fastidiaron bastante; tanto, que dejaron sin Premio Nobel a don Benito y se lo otorgaron gentilmente al inútil de Echegaray. Cada uno habla de la feria según le va en ella. Se ve que a los masones de la época les mosqueó mucho que se cachondearan de ellos. Normal.

¿Sucesos o lances interesantes? Estamos en las mismas. Hoy en día cualquiera sabe qué es lo que le interesa al respetable. Después de conocer las ele-vadas tasas de audiencia que alcanzan determinados bodrios televisivos, amén de las cifras de ventas de algunos novelones de moda, más vale no preocu-parse por eso y tirar por la calle de en medio. Cierto

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que sobre gustos no hay nada escrito, y hay gente a la que interesa muchísimo la obra de Marcel Proust, que a mi me parece francamente aburrida. Se ve que tampoco es cuestión de calidad ni de prestigio.

¿Caracteres? Bien: en esta obra salen personas de buen carácter, de mal carácter y de carácter versátil, variable. Por ahí vamos cumpliendo.

Con las pasiones sucede algo semejante. Aquí hay quien siente pasión por la arqueología, quien la experimenta (desenfrenada) por la pasta, quien es víctima de la auténtica pasión, la buena, la pasión erótico-amorosa. Pues en pasiones me parece que también salimos del paso.

Y costumbres las hay la mar de curiosas. Por añadidura, la costumbre dicen que hace ley; así que la mala costumbre también puede hacer ley, lo que explica las leyes tan disparatadas que dictan algu-nos gobiernos de costumbres dudosas, y no va por nadie. Pero, en términos literarios, siempre me ha parecido mucho más interesante lo insólito o des-acostumbrado. Si te limitas a lo consuetudinario acabas como don José María de Pereda, que, con el respeto debido, me parece una gaita de novelista. Prefiero Clarín.

En resumen: la definición de la Academia me vale por aproximación, pero no de forma literal. Claro que, como vi que me traía cuenta más o menos, la puse al principio de esta introducción. Como argu-mentum auctoritatis, más que nada.

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Otra explicación, ésta de carácter lingüístico: no he intentado reproducir la peculiar fonética del ha-bla chiclanera. Eso exigiría un trabajoso recurso al AFI (alfabeto fonético internacional) ampliado, lo que pondría al eventual lector en serios apuros de desciframiento. Si llego a limitarme a una chapuza estilo Álvarez Quintero, me moriría de vergüenza, porque no es nada riguroso incurrir en semejante simplificación. Y yo tiendo a ser bastante preciso, salvo cuando se me va la olla.

Demostración al canto:

Menudo lío, ¿eh? Y eso que no he puesto las vo-cales.

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Por último, tengo que decir que Chiclana me gus-ta mucho y que en Chiclana me siento como pez en el agua. Cómo funcionan las cosas en esta ciudad es harina de otro costal. Por eso resulto algo criticón; pero no más que los muchos chiclaneros sagaces cuando se ponen ocurrentes.

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TRAS LAS HUELLAS DE ARGANTONIO

Me disponía a abrir la bolsa de las hamburguesas con la boca hecha agua. ¡Qué delicia! Dos excelen-tes hamburguesas con su bolsa de patatas fritas, sobrecito de ketchup, sobrecito de mostaza… ¡Iba a ser un banquete occidental en toda regla! Tenía en el pequeño frigorífico del apartamento un par de cocacolas frescas y, por añadidura, me habían ob-sequiado por mi compra con una artística figurilla de Disney (Pocahontas, en concreto), que luciría de forma excelente sobre el televisor. En mi Irkutsk natal me hubiera sido muy difícil hacerme con to-dos estos pequeños lujos, que aquí, en Chiclana, estaban al alcance de cualquiera, y casi sin hacer cola.

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Comenzaba a preguntarme: ¿Argantonio come-ría hamburguesas? Solté una gran carcajada ante semejante ocurrencia y miré a través de la celosía de obra que sirve de ventilación a la minúscula co-cina americana, para toparme con la mirada ceñuda de la señora del apartamento vecino, cuya distancia respecto al que yo ocupo no irá más allá de los tres o cuatro metros. Aquí se aprovecha el espacio una barbaridad. Esa señora mostraba un amplio escote sudoroso y un rostro embadurnado de crema hidra-tante, lo que no hacía de ella un espectáculo particu-larmente atractivo. Estaba friendo unos productos congelados, según colegí por la densa humareda más bien pestilente que medio velaba su hosca presen-cia, y también porque los envoltorios de plástico, que ella había arrojado displicentemente sobre la zona ajardinada, flotaban de acá para allá en alas del viento de levante.

–¡Víctor Joaquín, para quieto de una puñetera vez! ¡Víctor Joaquín sácale eso de la oreja a tu her-mana! ¡Víctor Joaquín, mira que como vaya! ¡Coño, Enrique! ¿Es que no puedes hacerles un poco de caso a los niños? ¡Luego te quejarás de que la cena esté quemada!

Se trataba de una mujer muy enérgica, eso era evidente; así que el mentado Enrique se aplicó de inmediato a «hacer caso a los niños», según puso en evidencia la mezcolanza de gritos, porrazos y llantos subsiguiente.

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Mientras me dirigía al comedor-salón-dormitorio con mi cena sobre su bandeja, decidí anotar en mi particular diccionario de castellano coloquial mo-derno la expresión «hacer caso a los niños». Tengo que ponerme al día.

Me disponía a hincarle el diente a la primera de las delicias gastronómicas, ya embadurnadas ambas de mostaza y ketchup, cuando unas voces próximas me hicieron detenerme para escuchar. La emoción casi hizo saltar las lágrimas hasta mis ojos y agradecí al viejo Melkart los económicos criterios arquitectó-nicos y constructivos vigentes en la zona, pues, de otro modo, no hubiera podido escuchar con nitidez y transcribir puntualmente un texto así de alentador y sorprendente:

Amabo, mea dulcis Ipsitilla,meae deliciae, mei lepores,

(Resuellos, crujido de somier)iube ad te ueniam meridiatum.

(Suspiro, gemido, chupeteo)Et si iusseris, illud adiuuato,ne quis liminis obseret tabellam,

(Berrido, gorgoteo)neu tibi iubeat foras abire,sed domi maneas paresque nobisnouem continuas fututiones.

(Rotura de cristales, probablemente) uerum si quid ages, statim iubeto:

(Más suspiros, más gorgoteo, mugidos o similar)nam pransus iaceo et satur supinus

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pertundo tunicamque palliumque. (Barritos de elefanta, resuello masculino)1

¡Admirable! Los naturales del país, imbuidos has-ta la médula de cultura clásica, hacen el amor reci-tando versos latinos, en vez de decir las marranadas y ordinarieces comunes en otras latitudes. No me iba a arrepentir de haber realizado un viaje tan largo y fatigoso tras las huellas del mítico Argantonio. Tal había sido mi estupefacción, similar a un éxtasis, que, sin darme cuenta había engullido una tras otra las dos hamburguesas y me había bebido una cocacola de litro, en tanto garrapateaba apresuradamente el asombroso diálogo de amor sobre la bolsa un tanto grasienta que otrora contuviera el delicado manjar.

1 No quisiera ofender a la inteligencia del lector español, traduciendo este poema. Sé sobradamente que un elevado porcentaje de hispanos domina a la perfección la lengua latina. Sin embargo, por si alguna minoría no posee este conocimiento, resumo el sentido de los versos: el petulante poeta Catulo comunica a una amiga suya que quiere ir a verla a su casa, motivo por el cual esta señora o señorita ha de franquearle la entrada y evitar una salida extempo-ránea (de compras con una amiga, por ejemplo). El muy fatuo asevera que, de cumplir la dama estas indicaciones, será obsequiada con nueve (¡!) coitos consecutivos; item más (y esto ya es pasarse), informa de su intención de ponerse morado de comer y alardea –impúdico– de una desmesurada capacidad eréctil, apta incluso para perforar las prendas de ropa de su presunta coima. Peculiar sentido del humor. La traducción me fue facilitada por el profesor Antoñanzas, ya que yo, de latín, ni pajolera idea.

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Eructé emocionadísimo y bendije mi fortuna. ¡Estaba en la patria del gran turdetano, el longevo y dadivoso monarca tartesio! ¡Y no cabía esperar me-jores augurios, justo en el primer día de mi estancia en ella!

Tan sólo lamenté que el apresuramiento en la ingesta, provocado por mi estado de excitación, me hubiera impedido saborear adecuadamente la siba-rítica cumbre gastronómica de la moderna cultura. Sin embargo me consolé pensando que muy pronto cumpliría una de las últimas voluntades de papá, quien, al expirar lejos de la añorada patria, me había pedido que, si lograba alguna vez pisar el suelo de España, probaría la fabada asturiana. Así pues, nada más llegar, había adquirido un bote de fabada Lito-ral, que pensaba desayunarme a la mañana siguiente, si bien la consumiría en frío, a causa de las elevadas temperaturas propias de la estación estival.

Eructé gloriosamente, satisfechísimo con la exce-lente cena y su asombroso acompañamiento lírico-sexual, extendí las piernas sobre la mesita del tresillo y miré en torno a mi. En muy poco tiempo había conseguido convertir el apartamentito playero en un confortable hogar. Había descolgado de la pared el cromo de ciervos, cisnes, jinetes y aves del paraíso y, en su lugar, lucía el viejo collage familiar, compuesto por las manos artesanas de papá y la camarada Or-tigosa en las largas veladas invernales. El padrecito Stalin, la Virgen de la Fuensanta y los sensacionales jugadores Ciriaco y Quincoces armonizaban a las mil

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maravillas sobre el fondo rojo algo descolorido, or-lados por una bonita cenefa floral. Cuatro figuras de menor tamaño e importancia: paisaje del lago Baikal, panorámica del Pilar de Zaragoza, vista del Mausoleo de Lenin y rostro sonriente de Mae West ornaban las esquinas del laborioso y artístico trabajo.

Sobre la pared frontera había clavado con chin-chetas los planos resultantes de mi laboriosa investi-gación, años y años de trabajos y desvelos, en torno a la probable ubicación del sepulcro de Argantonio. ¡Tenía que ser aquí, precisamente aquí! ¡El actual término municipal de Chiclana de la Frontera, la antigua Sicania! En concreto, y si mis cálculos eran precisos, bajo el cerro que hoy ocupa la ermita de Santa Ana, una sorprendente construcción que, vista desde una distancia prudencial, recordaba alternati-vamente a los morabitos musulmanes y a los meren-gues que cada Primero de Mayo solía elaborar nues-tra providencial mentora, la camarada Ortigosa.

¡Ah, la camarada Ortigosa y sus merengues! Aquel suntuoso complemento anual de nuestra habitual dieta de shchí, borstsch y blinis con pan de centeno… Sus desvelos para ahorrar una cantidad suficiente de huevos, mantequilla y azúcar…

Y en Navidades, su infatigable laborar en la con-secución de los añorados turrones, dulce patrio que obtenía a base de melaza y almortas, en sustitución –según explicaba cada mes de diciembre– de la miel y las almendras originarios… ¡Qué mujer más tenaz, caramba!

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A esta noble y fidelísima anciana se lo debo todo, empezando por mi nombre: José, Pepe en términos familiares, que me fue impuesto en homenaje al ca-marada Iósiv Visariónovich Dzhugachvili, Stalin, a quien, a su vez, debo la supervivencia de mis padres, Felipe y Libertad, acogidos en la Unión Soviética, todavía niños, durante la sangrienta rebelión militar de 1936 y, en consecuencia, también adeudo mi pro-pia existencia. De alguna manera, soy hijo, tanto de Felipe García Morentín y Libertad García Comeras, como de la camarada Ortigosa y el padrecito Stalin. Yo, José (Pepe) García García.

La camarada Ortigosa (excuso su nombre de pila, que nunca he llegado a conocer) era una joven maes-tra de escuela, militante de las Juventudes Socialis-tas, en un pueblo de Extremadura cuando estalló la asonada fascista; así que, ante la nada agradable perspectiva de acabar sus cortos años arrimada a una tapia del cementerio, como venía sucediendo con todos sus colegas de los pueblos vecinos, según iban siendo ocupados por los rebeldes, tomó las de Villadiego disfrazada de monja salesiana y no paró hasta Madrid. Parece ser que las gloriosas tropas del general Franco y, muy en particular las milicias falangistas, detentaban como punto central de su ideario la extinción de cualquier bicho viviente u objeto legible próxima o remotamente asociado a la cultura y sus entornos.

Llegada la joven maestra a territorio republicano, intentó incorporarse de inmediato a las milicias que

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combatían en defensa de la capital, pero sus pocos años y endeble constitución hicieron considerar a los responsables militares que mejor sería que se quedase en retaguardia y allí siguiese desempeñando las tareas docentes que le eran propias. Gracias a tan sensata determinación, la camarada Ortigosa acabó siendo destinada, como acompañante e instructora, a un convoy de niños con destino a la Unión So-viética, precisamente aquel en que viajaban papá y mamá, que todavía, como lógica consecuencia de su temprana edad, no eran papá y mamá, sino la niña Libertad García Comeras, hija de Obdulio y Sebas-tiana, combatientes a la sazón en la Columna Durru-ti, y Felipe García Morentín, hijo de Atanasio, cabo del Quinto Regimiento, y Vicenta, sus labores.

Los niños españoles fueron alojados inicialmente en un estupendo palacete rural no muy alejado de Moscú, antaño propiedad de un repugnante barin, señor de quinientas almas, que acabó sus lamenta-bles y alcohólicos días en Siberia, tras haberle sido expropiado por el ejército rojo su deteriorado feu-do y convertido el mentado palacete en colonia ve-raniega de Pioneros. Los pequeños exiliados y sus acompañantes vivieron allí algunos meses a papo de rey, como se dice en castellano coloquial; pero la in-vasión del territorio ruso por el deplorable fantoche llamado Adolf Hitler, obstinado en sepultar sus de-lirios expansionistas bajo un helado sudario, obligó a las autoridades soviéticas a ordenar la inmediata evacuación de la colonia infantil en dirección al Este,

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muy al Este, todo lo que se pudiera avanzar hacia el Este. ¿Rumbo a qué destino? ¡Pues cualquiera sabe: hacia el Este!

Lo precipitado de la orden de evacuación, unido a un notable desconcierto por parte de los respon-sables de la colonia, provocó una diáspora del grupo y de sus mentores, de forma tal que cada uno de los maestros y comisarios puso pies en polvorosa echando mano a la gavilla de chavales que le vino más a mano, sin contar con que algunos de los ma-yorcitos decidieron hacer la guerra por su cuenta. Quiénes, acabaron uniéndose a algún núcleo partisa-no, quiénes, vagaron de la ceca a la meca por el vasto territorio soviético hasta el final de la guerra.

La camarada Ortigosa, que era la más disciplinada de la pandilla, decidió aguantar en la residencia hasta recibir órdenes más precisas del mando, órdenes que nunca llegaron a producirse; pero sí el hallazgo de dos muchachitos especialmente glotones, que habían decidido aprovechar el éxodo de sus compañeros para atiborrarse de empanadillas en la abandonada despensa: se trataba de papá y mamá, que ya para entonces habían hecho muy buenas migas.

Así fue cómo la joven maestra tomó bajo su pro-tección a la parejita y con ellos permaneció algunos días en espera de las hipotéticas consignas, hasta que los pepinazos de los tanques germanos comenzaron a hacerse perfectamente audibles y visibles desde su posición y optó por una prudente retirada en la prescrita ruta al Oriente. A ese fin y efecto logró

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enganchar a una extraña carretela, abandonada des-de nadie sabe cuándo en la vieja cuadra del palace-te, un anciano cuadrúpedo que halló vagando por los desiertos campos con expresión ausente. Se ve que su naturaleza rústica había impedido al animal adaptarse a la disciplina colectiva y conservaba la ancestral mentalidad individualista del campesinado, así que tampoco él había obedecido las consignas de evacuación inmediata.

La camarada Ortigosa y sus prohijados consi-guieron plantarse en Irkutsk, merced a la tenacidad de la maestrita y a la enorme provisión de avena y pescado seco rescatados de la bien provista colonia desalojada. Allí aguantaron las privaciones de la gue-rra y conocieron la victoria aliada sobre las potencias imperialistas del Eje. Allí iniciaron una nueva vida, producto de la cual y de sus inevitables derivacio-nes asociadas al paso del tiempo, resultó el amor y matrimonio de papá y mamá y mi nacimiento en el mes de marzo de 1957.

Me vino muy bien resultar un estudiante aplica-do, que obtuvo excelentes calificaciones en Quími-ca, Álgebra, Materialismo Histórico y otras mate-rias troncales, aunque no resultara tan brillante en Gimnasia y Formación Premilitar, porque así pude convertirme en técnico de primera clase especialista en manipulación de pasta de papel y, simultánea-mente, cursar estudios en el Instituto de Lenguas Extranjeras y Artes Liberales de Irkutsk.

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Si no hubiera sido por la primera de estas cir-cunstancias, la familia compuesta por papá, mamá, mi hermanita Oleysa, la camarada Ortigosa y yo mismo no hubiera podido gozar de comodidades tales como nuestro amplio apartamento de cuaren-ta metros cuadrados cerca de la plaza Kirova y la proverbial dacha, notable fuente complementaria de nuestra alimentación, ya que en ella cultivábamos los fines de semana hermosísimas coles, suculentos na-bos y sensacionales patatas, amén de otras hortalizas estacionales. Los salarios sumados de papá (operario del aluminio), de mamá (suboficial del Ejército So-viético), de la camarada Ortigosa (intérprete para la KGB) y del propio Pepe García García (o sea, un servidor) nos procuraban un buen pasar.

La segunda de las circunstancias referidas resul-tó verdaderamente providencial, ya que en aquella prestigiosa institución docente me permitió adquirir un amplio conocimiento de las lenguas pre-clásicas y, sobre todo, trabar conocimiento y amistad con el anciano y sabio profesor Schluckenbuch, un alemán exiliado en la Patria Soviética desde los turbulentos años treinta. Este admirable maestro había conocido personalmente al gran Adolf Schulten y merced a ese trato había adquirido un gran conocimiento y, a partir de él, una profunda vocación por los estudios sobre Tartesos. Me sentí inmediatamente subyugado por aquella extraordinaria cultura ibérica y dediqué todos mis tiempos de ocio y desvelo a profundizar e investigar en torno a tan sugestivo campo. Confesaré

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sin vacilación que el profesor Kaspar Schluckenbuch fue mi padre y mentor espiritual.

Años de concienzudo y sacrificado ahorro, rublo tras rublo, copek sobre copek, me habían procurado, por fin, la soñada oportunidad de completar sobre el terreno mis estudios tartésicos y en este momento me hallaba a muy pocos kilómetros del núcleo de mi investigación: el sepulcro del gran Argantonio, que, según mis cálculos, tenía que hallarse, como dije anteriormente, bajo el cerro coronado por la ermita de Santa Ana.

Debo añadir que la camarada Ortigosa, ya muy anciana, completó mis limitados recursos econó-micos sacrificando un pequeño tesoro, que había guardado celosamente durante todo aquel tiempo de exilio: una bolsa de antiguos duros de plata su-mamente valiosos en el mercado negro moscovita, según pude comprobar durante mi breve escala en la capital antes de emprender vuelo hacia Madrid.

A todas estas rememoraciones me entregaba aquella noche, cuando comprobé lo avanzado de la hora y decidí entregarme al sueño sobre el gastado sofá cama, que había de ser mi lecho durante mi estancia en Chiclana de la Frontera (Cádiz). Recogí, pues, los restos de la excelente cena occidental, me lavé los dientes, me quité la ropa y apagué la luz.

Me quedé profundamente dormido bajo el único acompañamiento de los rugidos de las motocicletas playeras, los berridos de los televisores a todo volu-men y algunos llantos de criaturas insomnes.

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