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Arqueología molecular El 17.10.05, en Innovación , por alpoma En auxilio de la arqueología Los restos orgánicos de seres vivos desaparecidos hace milenios pueden decirnos mucho más de lo que se imagina. Durante siglos, las momias han sido tratadas de muy mala manera. Las que han corrido mejor suerte han terminado en las esquinas de olvidados museos. Otras no han sobrevivido hasta nuestros días. Momias reducidas a polvo para utilizarlas en dudosas pócimas con virtudes medicinales, antiguos restos convertidos en cenizas en el interior de calderas de máquinas a vapor, porque según parece arden muy bien y proporcionan bastante energía, o cientos de momias apiladas en montones para ser quemadas y quitarse de encima algo que no era guardado más que como basura. Ahora las cosas han cambiado. Las momias y, en general, cualquier resto orgánico procedente de la antigüedad, son tratados como tesoros, aunque en algunos lugares todavía queda mucho por hacer en favor de la conservación de estos tesoros. Con restos de este tipo se puede conocer mucho sobre la vida, las enfermedades, conflictos, alimentación y rituales de nuestros antepasados. Las técnicas bioquímicas se han convertido desde hace pocos años en un poderoso aliado de la arqueología. En un futuro cercano, es seguro que las tecnologías biológicas ofrecerán mucho más al conocimiento del pasado y muchos arqueólogos las utilizarán como técnicas auxiliares en su trabajo. La batalla por desentrañar los secretos de viejos tejidos vivos ha sido dura, pero los resultados son impresionantes. Se recuperan proteínas, ácidos nucleicos, se secuencian genes, se diagnostican enfermedades… incluso del polvo óseo se puede llegar a conocer mucho más de lo que hace una década se imaginaba. Así, los estudios paleogenéticos unidos a los esfuerzos de lingüistas, paleoclimatólogos y genetistas de poblaciones, están reconstruyendo el enmarañado árbol de la vida humana, con sus incesantes migraciones y conflictos. La biología molecular ya ha respondido, en muchos casos, a preguntas clave sobre la alimentación pretérita, los cambios climáticos y los movimientos de población a ellos asociados o cuáles eran las enfermedades más comunes en diversas épocas. Pero la ambición de la nueva tecnología es llegar mucho más allá. Se especula con la capacidad de analizar la propia evolución biológica en todos sus aspectos, conseguir ver por dónde caminan los cambios biológicos en el momento mismo en que se produzcan. Sería como dibujar un detallado esquema de la vida en el pasado, a partir de minúsculas pruebas

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Arqueología molecularEl 17.10.05, en Innovación, por alpoma

En auxilio de la arqueología

Los restos orgánicos de seres vivos desaparecidos hace milenios pueden decirnos mucho más de lo que

se imagina. Durante siglos, las momias han sido tratadas de muy mala manera. Las que han corrido mejor

suerte han terminado en las esquinas de olvidados museos. Otras no han sobrevivido hasta nuestros

días. Momias reducidas a polvo para utilizarlas en dudosas pócimas con virtudes medicinales, antiguos

restos convertidos en cenizas en el interior de calderas de máquinas a vapor, porque según parece arden

muy bien y proporcionan bastante energía, o cientos de momias apiladas en montones para ser

quemadas y quitarse de encima algo que no era guardado más que como basura. Ahora las cosas han

cambiado. Las momias y, en general, cualquier resto orgánico procedente de la antigüedad, son tratados

como tesoros, aunque en algunos lugares todavía queda mucho por hacer en favor de la conservación de

estos tesoros.

Con restos de este tipo se puede conocer mucho sobre la vida, las enfermedades, conflictos, alimentación

y rituales de nuestros antepasados. Las técnicas bioquímicas se han convertido desde hace pocos años

en un poderoso aliado de la arqueología. En un futuro cercano, es seguro que las tecnologías biológicas

ofrecerán mucho más al conocimiento del pasado y muchos arqueólogos las utilizarán como técnicas

auxiliares en su trabajo. La batalla por desentrañar los secretos de viejos tejidos vivos ha sido dura, pero

los resultados son impresionantes. Se recuperan proteínas, ácidos nucleicos, se secuencian genes, se

diagnostican enfermedades… incluso del polvo óseo se puede llegar a conocer mucho más de lo que

hace una década se imaginaba.

Así, los estudios paleogenéticos unidos a los esfuerzos de lingüistas, paleoclimatólogos y genetistas de

poblaciones, están reconstruyendo el enmarañado árbol de la vida humana, con sus incesantes

migraciones y conflictos. La biología molecular ya ha respondido, en muchos casos, a preguntas clave

sobre la alimentación pretérita, los cambios climáticos y los movimientos de población a ellos asociados o

cuáles eran las enfermedades más comunes en diversas épocas. Pero la ambición de la nueva tecnología

es llegar mucho más allá. Se especula con la capacidad de analizar la propia evolución biológica en todos

sus aspectos, conseguir ver por dónde caminan los cambios biológicos en el momento mismo en que se

produzcan. Sería como dibujar un detallado esquema de la vida en el pasado, a partir de minúsculas

pruebas orgánicas, una labor que llevará décadas, sino siglos, pero que no por ello deja de ser

apasionante.

Se ha llegado a extraer ADN de restos vegetales que datan de hace unos 20 millones de años y se

comienza a extraer material genético de los restos óseos de homínidos primitivos, aunque de momento

sea algo muy complicado y los resultados son bastante fragmentarios. Las mejores muestras localizadas

hasta hoy pueden remontarse a más de 10.000 años, pero a la velocidad actual en los hallazgos, esa

fecha quedará pronto muy superada. Ya en el año 1985, Svante Pääbo, de la Universidad de Munich,

había demostrado que era viable clonar el ADN de una momia, esto es, hacer copias del material genético

para estudiarlo desde el punto de vista arqueológico y biológico.

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¿Se dañan las muestras?

Uno de los problemas de las técnicas bioquímicas aplicadas a la arqueología es su necesidad de dañar,

cuando no destruir por completo, la muestra sometida a estudio. Hay muchos grupos de investigación

paleomolecular en el mundo y, en la mayoría de ellos, pende un fantasma que no deja de molestarles: la

degradación de las muestras. El problema es mayúsculo si se tiene en cuenta la escasez de ejemplares

válidos para estudio y su incalculable valor. Aunque muchos laboratorios lo hayan negado, o suavizado

las críticas, la verdad es que la mayoría de las técnicas biomoleculares dañan las muestras de forma

irremediable. Además, los análisis químicos deben de afinarse mucho si no se quiere tener datos

falseados por contaminación porque, una vez desintegrada la muestra, y con resultado no concluyente, no

suele ser posible que los museos cedan más restos que ya nunca volverán a ver. Este es el motivo por el

que las nuevas tecnologías se esfuerzan en optimizar los buenos resultados, partiendo de materiales

minúsculos, pequeños fragmentos que hace solo unos pocos años no era posible identificar en el

laboratorio.

Hasta mediados de la década de los ochenta, la única forma de extraer material biológico para estudios

filogenéticos era recurrir a la sangre. Pero esto, naturalmente, no permitía llegar muy lejos en el tiempo,

una momia no tiene sangre “fresca”, y mucho menos un resto óseo de cualquier homínido. Allá por 1984,

en Berkeley, llegó la revolución al conseguir una identificación positiva de ADN procedente de restos de

un mamífero africano extinguido en el siglo XIX. Fue todo un triunfo, aunque el siglo XIX parezca a la

vuelta de la esquina, porque nunca antes se había logrado identificar nada en muestras antiguas. Como la

cuestión camina a pasos de gigante, solo un año después llegó el ya mencionado Svante Päävo, clonó el

ADN de una momia egipcia con más de 4.400 años de antigüedad y al poco tiempo probó una técnica

nueva por aquellas fechas, para ver qué sucedía.

Se trata de la famosa RCP, Reacción en Cadena de la Polimerasa, una técnica bioquímica que permite, a

partir de una minúscula muestra de ADN, multiplicarla al gusto, para estudiar sus características sin

problemas de escasez de material de base. El triunfo definitivo, y a la vez punto de inicio de la revolución

arqueomolecular, tuvo lugar en 1989. En ese año, un equipo de la Universidad de Oxford, multiplicó ADN

que provenía, nada más y nada menos, que de un hueso humano con cientos de años de antigüedad.

Muchos al principio no lo creyeron, pues siempre se consideró que eso era algo poco menos que

imposible. La potencia de las técnicas RCP es tan alta, que genera muchos problemas. Se han diseñado

protocolos muy rigurosos para impedir los dos grandes escollos de la investigación paleomolecular, a

saber: el daño en las muestras más allá de lo necesario y la contaminación. El ADN antiguo suele estar

tan degradado, que amplificarlo en una máquina de RCP es complejo. Con una sola y minúscula célula o

resto orgánico del personal del laboratorio, o de quienes hayan manipulado la muestra, que se “cuele” en

la RCP, lo que resultará del análisis no será ADN antiguo, sino una lectura genética de alguien muy vivo y

próximo. Además, contar con los genes de momias y otros antepasados es una cosa, descifrar su

contenido otra muy distinta.

Por ejemplo, es algo muy complejo por ahora discernir el sexo que poseía el propietario de la muestra

ósea analizada, dado el estado de degradación del material genético. Así que, de momento, que se vayan

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olvidando los soñadores de construir un Parque Jurásico al estilo Crichton, a partir de ADN de dinosaurio

atrapado en insectos embutidos en ámbar. Sí se ha logrado ADN de dinosaurios, pero tan fragmentado y

dañado que poca cosa puede hacerse con él.

Tras los genes antiguos

El ADN que se extrae con mayor facilidad pertenece a momias, dado su “buen” estado de conservación.

Se ha intentado localizar muestras de cuerpos conservados en turba, muchos de los cuales proceden de

rituales celebrados en Europa durante la Edad de Hielo. Son cuerpos muy bien conservados, pero su

ADN se halla irremisiblemente dañado por el ácido tánico en el que están curtidos. En algunos casos ha

habido más suerte, como en las turberas de Windover, Florida, donde la presencia de calizas neutralizó

parcialmente la acción tánica, permitiendo extraer ADN en buenas condiciones a partir de los restos

humanos allí encontrados. Algunas de las muestras datan de más de 8.000 años en el pasado.

En 1991 se consiguieron localizar secuencias completas en el material de uno de los Hombres de

Windover. Los estudios de estas muestras están capacitando a los científicos para averiguar a qué

enfermedades eran propensas aquellas lejanas poblaciones. Ya se han averiguado cosas muy

interesantes. Por ejemplo, de todas las muestras de Windover, que abarcan individuos que habitaron la

zona durante 1.000 años, se sabe que casi no existió influencia externa. Esto es, fueron prácticamente

endogámicos, no se han localizado cambios importantes en su estructura genética, así que la presencia

de extranjeros ajenos a la comunidad era prácticamente nula. El reto ahora consiste en reunir miles de

datos genéticos de momias, restos óseos de turberas, homínidos, y también de grupos humanos actuales,

para construir el árbol genético detallado de nuestra especie.

Pero la utilidad de la arqueología molecular va mucho más allá. Se está investigando con muestras de

amerindios, la incidencia real de la viruela y el sarampión en aquellas poblaciones tras el primer contacto

con los europeos. También se están asociando análisis genéticos a los lingüísticos para seguir las pistas

de la evolución de los idiomas.

La arqueología molecular no se basa solo en la localización de genes arcaicos encerrados en el ADN

antiguo. Otros investigadores pretenden seguir el rastro evolutivo de las enfermedades que nos afectan,

localizando su curso desde los más remotos tiempos. Para localizar restos de infecciones, como la sífilis o

la tuberculosis no se utiliza ADN, sino anticuerpos. Son estas moléculas proteínicas, las resultantes de la

reacción del sistema inmunitario humano a las agresiones patógenas. Aunque parezca imposible, ya se

han localizado anticuerpos específicos en el tejido óseo de esqueletos pertenecientes a amerindios de

hace más de 400 años.

Pequeña selección bibliográfica:

Arqueología molecular. La nueva técnica biológica de la reacción en cadena polimerasa, o RCP, permite a los

arqueólogos obtener secuencias de nucleótidos de ADN antiguo y compararlas directamente con las actuales.

Revista Investigación y Ciencia: 155 – AGOSTO 1989

Restos que hablan. Ross, Philip E. Los ácidos nucleicos y las proteínas que se encuentran en vetustas momias

y en huesos aún más antiguos constituyen los cofres donde se encierran los secretos de nuestra prehistoria. La

biología molecular podría tener la llave. Revista Investigación y Ciencia: 190 – JULIO 1992

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