Articulos Gilbert Durand

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Exploración de lo imaginal por GILBERT DURAND (Spring 1971, incluido en Working with Images, Spring 2000) Traducido por Enrique Eskenazi "En una época en que el hombre ha puesto pie en la luna, gracias a una hazaña triunfal de la tecnología, parecería paradójico que alguien deseara recrearse en el anticuado reino del ensueño. Disipemos tales errores desde el comienzo: comparados con los pocos hombres que de hecho han aterrizado en la superficie gris y polvorienta de la luna, son incontables los que han hecho "viajes en sueños" de la tierra a la una a lo largo de los milenios, viajes que que han acompañado, sumergido y amplificado la narración más bien pobre de los astronautas. Podría incluso decirse que precisamente porque la luna ha originado sueños siempre recurrentes a lo largo de los siglos, las tecnocracias de nuestro tiempo han puesto en movimiento la estupenda maquinaria que ha hecho posible alcanzar la luna en julio de 1969. Tomar nuestros deseos por realidades objetivas, es decir, confundir la dimensión mítica con la utilitaria, constituye una de las grandes mistificaciones de nuestro tiempo- tan preocupado en desmitologizarlo todo. La enfermedad básica de la que puede estar muriendo nuestra cultura es la minimización por parte del hombre de las imágenes y los mitos, así como su fe en una civilización positivista, racionalista, aséptica. En el mismo momento en que -junto con el fracaso del simbolismo, el principio teorético que subyace a todas las mitologías- el hombre Occidental proclamó que "Dios ha muerto", también "soñó" el nacimiento extravagante de un superhombre planetario, democrático e igualitario, capaz de condensar todas las teologías y metafísicas en una forma radiante de positivismo -un superhombre capaz de reducir incluso este positivismo al ritmo regular y desapasionado del pensamiento informatizado. Empero la venganza de los Dioses no demoró en llegar. Detrás de la fachada hipócrita de la iconoclasia oficial, las imágenes alzaron sus cabezas en profusión el mito clandestino comenzó a proliferar. Paradójicamente, la tecnología proporcionó una especie de extensión pictórica para el mundo imaginal de nuestros antepasados. Lejos de hacer trizas las imágenes del cuento oralmente transmitido, de la saga re-citada incontables ocasiones, el descubrimiento del arte de la imprenta ofreció una dimensión adicional. Como lo dijo Bachelard, la imagen escrita, literaria se añadió a lo que una vez fue sólo un mero intercambio de palabras. Con el arte de la imprenta lo imaginal se volvió un bien que podía emplearse, es decir, puso los cimientos para la forma moderna de expresión poética. ¿Cómo apreciar el desarrollo subsiguiente de los siglos XIX y XX? Como resultado de la expansión "fantástica" de los medios impresos, y más tarde del progreso tecnológico en la reproducción iconográfica -el desarrollo de la fotografía y sus derivados en instantáneas o en animación- la imagen una vez más se volvió vital para la transmisión de ideas. Expresando algo de ansiedad, los antropólogos, los psicólogos y los sociólogos por igual han acusado a nuestra civilización de ser una "civilización de la imagen visual" (1)

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Gilber Durand: antropólogo frances, creador de la teoría de la mitocritica la cual parte de una interpretación antropologica de la cultura. Es fiel seguidor de la postura filosofica apositivista de Gastond Bachelard.Los presentes Articulos, fueron directamente extraidos de la web http://homepage.mac.com/eeskenazi/Menu11.html. Para lo interesados en estudios de la filosofia del espiritu por favor visitarla.

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Exploración de lo imaginal

por GILBERT DURAND

(Spring 1971, incluido en Working with Images, Spring 2000)

Traducido por Enrique Eskenazi

"En una época en que el hombre ha puesto pie en la luna, gracias a una hazaña triunfal de la tecnología,

parecería paradójico que alguien deseara recrearse en el anticuado reino del ensueño. Disipemos tales errores

desde el comienzo: comparados con los pocos hombres que de hecho han aterrizado en la superficie gris y

polvorienta de la luna, son incontables los que han hecho "viajes en sueños" de la tierra a la una a lo largo de los

milenios, viajes que que han acompañado, sumergido y amplificado la narración más bien pobre de los

astronautas. Podría incluso decirse que precisamente porque la luna ha originado sueños siempre recurrentes a

lo largo de los siglos, las tecnocracias de nuestro tiempo han puesto en movimiento la estupenda maquinaria que

ha hecho posible alcanzar la luna en julio de 1969.

Tomar nuestros deseos por realidades objetivas, es decir, confundir la dimensión mítica con la utilitaria,

constituye una de las grandes mistificaciones de nuestro tiempo- tan preocupado en desmitologizarlo todo. La

enfermedad básica de la que puede estar muriendo nuestra cultura es la minimización por parte del hombre de

las imágenes y los mitos, así como su fe en una civilización positivista, racionalista, aséptica. En el mismo

momento en que -junto con el fracaso del simbolismo, el principio teorético que subyace a todas las mitologías-

el hombre Occidental proclamó que "Dios ha muerto", también "soñó" el nacimiento extravagante de un

superhombre planetario, democrático e igualitario, capaz de condensar todas las teologías y metafísicas en una

forma radiante de positivismo -un superhombre capaz de reducir incluso este positivismo al ritmo regular y

desapasionado del pensamiento informatizado.

Empero la venganza de los Dioses no demoró en llegar. Detrás de la fachada hipócrita de la iconoclasia oficial,

las imágenes alzaron sus cabezas en profusión el mito clandestino comenzó a proliferar. Paradójicamente, la

tecnología proporcionó una especie de extensión pictórica para el mundo imaginal de nuestros antepasados.

Lejos de hacer trizas las imágenes del cuento oralmente transmitido, de la saga re-citada incontables ocasiones,

el descubrimiento del arte de la imprenta ofreció una dimensión adicional. Como lo dijo Bachelard, la imagen

escrita, literaria se añadió a lo que una vez fue sólo un mero intercambio de palabras. Con el arte de la imprenta

lo imaginal se volvió un bien que podía emplearse, es decir, puso los cimientos para la forma moderna de

expresión poética.

¿Cómo apreciar el desarrollo subsiguiente de los siglos XIX y XX? Como resultado de la expansión "fantástica"

de los medios impresos, y más tarde del progreso tecnológico en la reproducción iconográfica -el desarrollo de la

fotografía y sus derivados en instantáneas o en animación- la imagen una vez más se volvió vital para la

transmisión de ideas. Expresando algo de ansiedad, los antropólogos, los psicólogos y los sociólogos por igual

han acusado a nuestra civilización de ser una "civilización de la imagen visual" (1)

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En la segunda mitad del s. XX, la tarea de estudiar lo imaginal se confió a las disciplinas de la antropología.

Hace cincuenta años James dijo que lo inconsciente fue el mayor descubrimiento del siglo XX. Ahora podríamos

decir que los contenidos de las imágenes inconscientes será el campo de exploración más importante para el

siglo XXI. Con vistas a este fin, no hay duda de que la obra de Freud ha sido un paso decisivo, aunque muy

limitado, que pronto necesitó las amplificaciones adleriana y junguiana. El psicoanálisis resultó en parte de todo

un movimiento dedicado a la rehabilitación de lo imaginal por medio de un estudio sistemático de la imagen y de

las modalidades de la imaginación. Este movimiento no fue sino la gran revolución romántica, el tremendo

esfuerzo hecho por los románticos para la restauración de lo imaginal, un esfuerzo que resonó como un grito de

protesta en el alba de los siglos de hierro de tecnocracia y cibernética. Para calibrar la amplitud de este

movimiento es indispensable considerarlo tanto en términos de lo que intentó evitar y en términos de lo que

descartó como fuente de futura corrupción y alienación. Podría ser útil recordar que la devaluación clásica de lo

imaginal, desde Aristóteles a los cartesianos, se relaciona con su devaluación del alma. Acaso sería mejor decir

que el alma se reduce una racionalidad intercambiable que alienta la unicidad creativa, el valor ontológico, a

favor de un poder indefinido de comunicar. La intercomunicación se volvió el valor de cambio por el cual el artista

indulge en copulae dramáticas, empañando la situación por medio de la lógica, reduciendo el alma a un

menguante estado fantasmal, donde no es sino cogito, un "organon" o un "método" que anémicamente funcional.

La razón por la que el clasicismo desde Aristóteles a Descartes sólo fue una forma de pseudo-espiritualismo, un

espiritualismo de tipo fantasmal, es que negó la realidad concreta del alma al separar la forma de la materia, y

con ello al alma reflexiva del cuerpo. Ya leamos a Aristóteles o San Anselmo, Santo Tomás o Descarte, la mente

(el alma) siempre se concibe de acuerdo con las modalidades de la experiencia objetiva: res cogitans se concibe

de acuerdo con el método de res extensa.

Aquí reside la alienación fundamental, el desastre antropológico, que todos los románticos -poetas, políticos,

novelistas e historiadores por igual- denunciaron con el mismo vigor. Henry Corbin (2) atribuye este desastre,

sobre el cual la metafísica Occidental naufraga desde el comienzo mismo, a Averroes y al averroismo latino, que

dio origen directamente al tomismo aristotélico (3), es decir, al momento en que la filosofía occidental, con el

apoyo de las enseñanzas autoritarias de la Iglesia Católica Romana, repudió la teoría de Platón y de Avicena de

un intellectus agens. Como resultado, la inspiración profética y teosófica, la apertura misma del alma, tuvo que

dar paso a una mente humana que no era sino una herramienta, un organon o un método para adaptarse al

mundo material, o -como lo dijo Bergson, ese romántico tardío- "al mundo de los sólidos". Desde entonces el

alma humana se volvió hacia la experiencia causal y la razón. La psique se redujo a percepción y razonamiento,

mientras que la memoria y la imaginación se abandonaron como pertenecientes a la prehistoria del método.

Todas las fuentes de inspiración profética se volvieron sospechosas: fueron etiquetadas como heréticas a los

ojos de la ortodoxia racionalista occidental. Porque eran puro contenido, porque proponían e escándalo del

concretismo espiritual, tanto la imaginación como la memoria fueron confinadas al reino de lo superfluo, de la

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incoherencia, de la locura o la parcialidad, tan vigorosamente rechazado por los cartesianos. Imagen y mito no

constituían sino la "basura" (4) del discurso racional.

Desde el romanticismo (5) sin embargo hemos presenciado un esfuerzo gigantesco para re-establecer la

imagen. Al mismo tiempo se hicieron intentos para recuperar el principio espiritual concreto, el alma, como

distinto del principio de razón "de pequeño cambio". En el curso del siglo XVIII, la marea del racionalismo

gradualmente menguó, conduciendo eventualmente -vía Hume, Rousseau y Kant- a la sustitución del

razonamiento experimental por la sensibilidad emocional. La consciencia clásica, por supuesto, fue desgarrada:

la pura razón fue mutilada, relegada a la tarea de la rutinaria experimentación con cosas utilitarias y al

intercambio de información. En su Crítica del Juicio Kant sustentó un futuro para una realidad espiritual creativa,

que por su acto mismo huía de las antinomias de la razón. Empero fueron los puestos, los exploradores directos

de la realidad espiritual nuevamente encontrada, lo que al comienzo del s. XIX dieron los mayores pasos hacia el

redescubrimiento de este mundus imaginalis. Además el romanticismo era una gnosis opuesta a la marea

agnóstica del clasicismo, que había separado el reino de la fe del reino del conocimiento. La alienación siempre

es agnóstica; opera en detrimento del conocimiento; la filosofía racionalista no era sino la sierva (transformada

progresivamente en ama agnóstica) de la teología.

Con los poetas románticos la exploración de lo imaginal se volvió un campo real de conocimiento, mientras que

la conciencia de "sobrenaturalismo" se volvió en sí misma una fuente de revelación. Aquí está el corazón de la

gran revolución romántica. Después del largo periodo de positivismo y formalismo aristotélico, una reminiscencia

platónica imprevistamente asumió significación: la teología se volvió teosofía y se internalizó en la búsqueda

poética. Con la repentina devaluación de las enseñanzas eclesiásticas y escolásticas, el mito helénico de la

Musa fue revivido; y aquello que medio siglo antes había hallado expresión en la rebelión de Rousseau contra

los enciclopedistas en nombre de aquellas cosas garantizadas por naturaleza -de hecho el indestructible derecho

de cada alma- fue afirmado por os poetas románticos Holderlin, Novalis, Carus, Ritter y Coleridge como un

estado y un derecho conferido por una sobre-naturaleza. Las teorías elaboradas por los poetas se usaron para

exploraciones poéticas. Así, casi un siglo antes de Freud, Schubert (6) puso los fundamentos para el significado

de los sueños, mientras Coleridge (7) disoció la imaginación creativa -el verdadero "imaginer", para usar una de

las expresiones de Corbin- de la simple sierva reproductiva de la percepción, la mera dispersión de la fantasía.

Con esta concepción Coleridge anticipó la teoría junguiana del inconsciente colectivo, el depósito de recuerdos

de la psique humana.

A pesar de los méritos de un libre que revela plenamente el interés del siglo en los sueños, no nos satisfaría

volvernos a Hervey de Saint-Denis (8) para hallar un equivalente francés a Novalis o Coleridge, sino a ese gran

explorador, Gerard de Nerval, Gracias a él, la imagen adquirió profundidad ontológica. En efecto, hasta el

desarrollo de la contemporánea psicología profunda y terapia de sueños, nadie igualó a Nerval en cuanto a

penetración de lo imaginal. Recordemos la famosa frase inaugural de Aurelia:

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"Los sueños son como otra vida. No sin temblor abrí aquellas puertas de cuerno y marfil, que nos separan del

mundo invisible. Los primeros instantes el sueño son la imagen de la muerte..."

Aquí abandonamos el campo de la exploración menor, a la que nos han acostumbrado aquellos como Maury,

Hildebrandt, Binz y más tarde Foucault, Dumas, Bergson e incluso Freud. Para Freud el sueño era una facultad

revalorizada, sin duda, pero sólo una entre varias otras. Con Nerval y Baudelaire, y más tarde Rimbaud, Novalis

y Holderlin, un Nuevo Mundo se nos abría para ser explorado, un mundo más allá de las puertas de "cuerno y

marfil", una que pertenece a la espiritualidad específica de la sinrazón. La asimilación inicial de sueños y muerte

en Aurelia encarnaba la certeza gnóstica. Según ella, la espiritualidad no es de este mundo; no pertenece al

mundo burgués de Daumier, de los "haberes" y de Joseph Prud'homme. El alma, por el contrario, está hecha

para otro mundo o, en términos kantianos, para un mundo más allá del fenomenal. La imaginación es por lo tanto

la posibilidad de experimentar lo nouménico, y lo imaginal es el Nuevo Mundo que permite la revivificación de

esta gnosis.

Las investigaciones sobre los sueños nos muestra que aquí son abolidas las famosas "formas a priori de la

intuición sensible", que proporcionan el molde necesario para toda experiencia de vigilia:

"Después de pocos minutos de somnolencia, comienza una nueva vida, una desprovista de la noción de tiempo

y espacio e indudablemente semejante a esa que nos aguarda después de la muerte. Quién sabe, puede haber

una relación entre las dos formas de existencia y el alma puede ser capaz de establecerla ahora mismo" (9)

En primer lugar los sueños, y todas las "imágenes activas" como diríamos, derogan las limitaciones espaciales,

preservando sólo la libertad de extensión: la imágenes activas son ambiguas -toda una escuela literaria

anglosajona se dedicó a estudiar el estrato de esta ambigüedad (10)- y son ubicuas. En los sueños, el aquí es

cualquier sitio, los lugares son amplificados, perdiendo tanto su contexto geográfico como geométrico.

Más que nada, el tiempo (se está casi tentado de decir el tempo) de la imagen activa elude los antecedentes

causales, mezclando el éxtasis del tiempo (pasado-presente-futuro) en una "duración pura" concreta, como más

tarde señalaría Bergson (11). La memoria deja de ser restauración, repetición y mimesis, deviniendo en cambio

reminiscencia creativa (anamnesis) y, sobre todo, creadora de sí mismo. Mediante esta exploración concreta del

romanticismo, redescubrimos el verdadero Platonismo, desvestido de sus adornos aristotélicos y racionalistas,

un Platonismo que pone el acento en intelligentia agens, que no es sino la inspiración, la Musa tan querida para

los corazones de nuestros románticos.

Si fuéramos aún más profundo en esta ruptura de la cronicidad revelada por las imágenes activas,

encontraríamos en el efecto de la reminiscencia los prolegómenos a una filosofía del Eterno Retorno, esto es, la

indestructibilidad e la creatividad, la sustancia misma del alma. Así, Nerval, meditando sobre el Faust de Goethe,

anticipó tanto a Nietzsche como Jung al decir:

"Sería reconfortante creer que nada que haya tocado la inteligencia se ha perdido y que la eternidad preserva un

tipo de HISTORIA UNIVERSAL (esta expresión es tan Junguiana antes de su tiempo que quisimos acentuarla)

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que puede ser percibida por el ojo del alma como un divino sincronismo, iniciándonos acaso algún día en la

ciencia de aquellos que puede captar con una mirada todo el futuro y todo el pasado" (12)

Como más tarde descubrieron laboriosamente los asociacionistas, las imágenes tienen muchos modos más de

establecer relaciones que los conceptos; a las cuatro causas de Aristóteles la imagen añade todo la gama de

sincronicidades, relaciones espaciales, relaciones debidas a las múltiples manifestaciones de color, forma y

consonancia. La imagen tiene una lógica específica propia, que requiere un abandono completo del principio de

identidad así como de sus famosos corolarios: no contradicción y tercero excluido. Habiendo abolido la

cronología del tiempo y la tridimensionalidad del espacio, la imagen no está limitada por el pensamiento linear y

las secuencias lógicas bivalentes. Se relaciona sobre la base de analogías, o mejor dicho, de "homologías",

usando el completo arsenal de la retórica- tanto más vasto que el de la lógica: litotes, hipotiposis, catachresis,

etc. (13) . La ambigüedad del símbolo significa ante todo que no hay elección, que a imagen simbólica compele

el reconocimiento como un resultado de su presencia lógica, existencial. Gerard experimenta con fuerza la

multiplicación y, a la vez, la concentración del sí, que primero duplicado, luego se multiplica indefinidamente. El

Conde de Saint-Germain experimentó esta pérdida de identidad así: "Me parecía percibir una cadena

ininterrumpida de hombres y mujeres, en los cuales yo estaba y que yo era" (14).

Aquí, el espacio fenoménico es abolido y reemplazado por la extensión -es decir, una representación concreta-

donde los estados de disociación, multiplicación y concentración concretizan la ubicuidad del yo y de los valores

que le pertenecen. El tiempo involucrado en esta experiencia también difiere radicalmente del tiempo del reloj, en

tanto el anacronismo del sueño, la experiencia de re-vivir y "re-cordar", debilita las exigencias del viejo Chronos.

Todo esto resulta no sólo en la famosa desorientación de los sentidos, o las correspondencias bien conocidas

reconocidas por los poetas, sino también en la total subversión de la lógica racionalista. En este universo

sincrónico, del cual son típicos el eterno retorno y la redundancia del cuento imaginario (15), ya no operan la

causalidad linear y el determinismo basados en la identidad y la no contradicción, sumergidos como están por la

marea de relaciones ambiguas; el hilo del discurso está atrapado en la massa sincrónica de significados.

Mediante la exploración poética de lo imaginal, el romanticismo descubrió un modo de ser que no es ni parte del

mundo de los fenómenos, sometido a la razón pura, ni es parte del "sujeto trascendental", que piensa el mundo y

constituye este mundo para el pensamiento, ni es capaz de huir de esta condición esencial de reflejo, salvo por

el furor absurdo de la fragmentación existencialista.

Más allá del yo trascendental, más allá del yo fragmentado por la existencia, más allá del mundo de los

fenómenos, se revela otra modalidad del ser: la modalidad del mundos imaginalis, esa red gigante, tejida por los

sueños los deseos de las especies, en el que las pequeñas realidades de la vida cotidiana están atrapadas a

pesar de sí mismas.

Vía surrealismo esta exploración se extiende hasta la poética contemporánea. Sin negar el genio de Freud,

debiera empero reconocerse que este experimento fue continuado sin tomarle en cuenta. En comparación con

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las exploraciones contemporáneas de lo imaginal, Freud desempeñó el rol que en el siglo XIX jugó Hervey de

Saint-Denis o los psicólogos: fue el popularizador y codificado, reduciendo la exploración de los poetas al niel de

la epistemología mecanicista de ese tiempo. La exploración de un mundo profundo, comenzada por Nerval,

Arnim o Holderlin y llevada a cabo por Breton y sus sucesores, tenía que salirse del Freudismo. Pues pese a sus

grandes méritos, la interpretación freudiana, como señaló Ricoeur (16), representa los tímidos ensayos de

hermenéutica de un médico vienés. Freud no dio a la imagen el intrépido status que los poetas e incluso

Nietzsche le confirieron. Para Freud la imagen no era sino síntoma de otra cosa, lo que reducía nuevamente lo

imaginal a un modo de ser ajeno a su naturaleza y estructura (17). No fue hasta Jung y Bachelard que lo

imaginal fue reconocido como real.

Con todo el vigor romántico necesario, Jung asumió la investigación del mundo profundamente individualizador

que encontramos en sueños y símbolos. Repudiando el sueño como una forma de simple desinterés, Bergson

(18) contempló este mundo desde lejos como un tierra prometida confusa. Empero nunca entró en ella, dejando

así las muertas -hechas ni de marfil ni de cuerno- abierta para los existencialistas, estos neo-clasicistas

desesperados, abasteciendo a los gustos nihilistas de nuestros tiempos. Gracias a su conocimiento de etnología

de filosofía tradicional, Jung entendió el significado espiritual de este mundo más profundo. A la vez, Gaston

Bachelard proporcionó la base epistemológica para diseñar un estatuto de lo poético como opuesto a la mente

positivista.

En otra parte hemos descrito la extraña aventura espiritual de Gaston Bachelard (19), químico francés y autor de

"La Formación del Espíritu Científico". Inicialmente se propuso demostrar la inanidad e inofensividad de los

residuos irracionales, usando el ejemplo dramático del simbolismo del fuego (20). Empero, sometido a una

especie de conversión poética, se dio cuenta de la coherencia y realidad poética de la imaginería mental.

A partir de este momento, Bachelard procedió a restablecer la importancia tanto del ensueño como del soñador,

ubicándolos en un nivel igual al del enfoque científico. Demostró que los filósofos de nuestro día debieran

mostrar la misma devoción a los dos intereses polares del intelecto: ciencia y poesía. La vaga forma de intuición,

que Bergson usó como un antítesis a la "ciencia" (es decir, el pensamiento racional), fue definida por Bachelard

como "poética" y estudiada como tal. El epistemólogo semi-convertido dedicó entonces una parte importante de

su exploración al ensueño literario. Usando la matriz de los cuatro "elementos", Bachelard llegó a descubrir que,

a diferencia del funcionamiento estéril de la metodología científica, las imágenes son materia dinámica derivada

de nuestra participación activa en el mundo y constituyen la "carne" espiritual, la florescencia de lo que más

profundamente sentido y expresado por el hombre en su yo más interno. Y finalmente, sus últimos escritos más

sincréticos Poética del Ensueño y Poética del Espacio, en los que continuó los resultados de su investigación

publicada en El Aire y los Sueños, Bachelard iba a hacer el importante descubrimiento, que constituyó la base de

mis propias investigaciones, de que la imaginación es el producto de fuerzas imaginativas, que el denominador

común de toda construcción imaginal es "verbal" (dinámico) más que "substantivo" (estático) o incluso

"calificativo" (descriptivo).

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El principal mérito de Bachelard fue tener el coraje -él, un profesor de filosofía de la ciencia en la Sorbona- de

erigir la imaginación poética a un nivel igual en importancia con el conocimiento científico. En tiempos recientes

el pensamiento filosófica ha tendido a oscilar entre el existencialismo, con su actitud negativa hacia la ciencia así

como con su alienación de la poética, por un lado, y el estructuralismo formalista, que inútilmente intentó reducir

el estudio del hombre, la antropología, al formalismo de las ciencias y la materia, por el otro. Bachelard, empero,

mostró ingenuamente que había un tercer enfoque. Era lo mismo que había sido afirmado tan brillantemente por

los poetas románticos: el sendero real de la imaginación creativa. Es por supuesto verdad que Bachelard, a

diferencia de algunos surrealistas, nunca abandonó completamente sus actitudes positivistas (21). Sigue siendo

cierto sin embargo que el estudio de Bachelard de la poesía constituye el bagaje más sólido para cualquiera que

desee embarcarse en algunas exploraciones de mayor alcance de lo imaginal.

Finalmente, empero, fue Jung el que gana el mayor mérito con su búsqueda e investigación de lo imaginal en su

autobiografía (22), en su búsqueda de verdades imaginales fuer de nuestra propia civilización, en su

investigación clínica. La devoción dual de Jung al reino de la poesía y al psicoanálisis le hicieron en un sentido el

continuador de Freud. En otro, por supuesto, también le apartó, en tanto ubicó su psicología profundamente en

un nivel totalmente distinto al del psicoanálisis.

Recogiendo la experimentación adonde la habían dejado los románticos, Jung insistió en la finalidad del

simbolismo expresado en imágenes del sueño. Para él la imagen no simplemente una grabación de algo que ha

ocurrido antes, una reproducción, sino más bien un plan, un diseño. Freud redujo el significado de los sueños a

una pantalla sintomática simplista, tramada por las limitaciones limitadas de la libido. Jung, por otra parte,

atribuyó un valor intrínseco a la opulencia polimorfa de imágenes oníricas. Esta florescencia de imágenes es

incluso más que un diseño; es el trabajo ambiguo de filigrana del destino. Además, Jung como los románticos,

insistió en un enfoque genético a la exploración de las imágenes oníricas. El alma del sueño no es sólo una

forma de prospección individual, sino que es arcaica. Más que la expresión de un destino individualizador, es la

recolección del destino ancestral de la especie entera. A esta función radical de ciertas imágenes (las imágenes

primordiales o arquetípica) Jung le dio el muy discutible nombre de "inconsciente colectivo".

Puede imaginarse fácilmente el límite al que la investigación junguiana del mundo de imágenes fue una fuente

terrible de embarazo para el cientificismo occidental e incluso para la blanda cautela de los freudianos. Como

resultado del trabajo de Jung, la buena consciencia del psicologismo clásico, cuestionada primeramente por los

poetas románticos, fue subvertida hasta un punto sin retorno. No sólo se afirmó lo imaginal en un nivel surreal,

sino que para empeorar las cosas, resultó tener un propósito útil, una necesidad escatológica. Jung sacudió la

filosofía tradicional de occidente en sus mismos fundamentos. Los surrealistas fueron los primeros en intentar

una rehabilitación filosófica de Lautreamont, Arnim, Nietsche, Sade, Arcimboldo, Meryon, Bresdid y todos

aquellos descartados por la buena ciencia de los racionalistas. Con Jung, como con Bachelard, la alquimia

retomó su lugar entre las filosofías. Con Jung Goethe reemplazó a Hume, Paracelso a Descartes, y Boehme a

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Galileo. Comenzamos a ver el bosquejo de una anti-historia de la filosofía, acerca de lo cual mucho podría

escribirse: sería la historia de todas las oportunidades perdidas por Occidente y, en particular, la oportunidad de

permanecer femenino, que tanto lamentó Levi-Strauss como una pérdida de nuestra cultura.

Gracias a Bachelard y a Jung, se estableció un lao entre las obras de la imaginación -la literatura y las artes- y

las manifestaciones psíquicas de lo imaginal. A diferencia de la reducción de Freud de la cultura a una mera

mala aventura de la libido, en Bachelard y Jung tenemos un enfoque no sólo unidireccional sino de doble vía.

Supusieron que la cultura y sus obras a la vez inspiran y guían las visones de deseo, sin censurarlas ni

mutilarlas necesariamente (23). La exploración del arte tomó nuevas dimensiones: las obras de arte ya no se

consideraron meras expresiones subjetivas de las limitaciones del deseo y sus proyecciones sublimadas, sino

que se les atribuyó una función genética y socialmente compensatoria. Las obras de arte son la guía, la anti-

fatalidad (según Malraux), que da a la sociedad humana la posibilidad de compensar las necesidades urgentes

de su destino socio-histórico.

Con la total subversión del modo de pensar occidental típicamente iconoclasta, se estableció una relación entre

la filosofía del mundus imaginalis y las tradiciones que eran no-Occidentales y no meros reflejos de la razón. El

sincronismo bachelardiano o junguiano fue el producto de la anti-historia, una forma de existencia humana que

se manifiesta obstinadamente, a pesar de y en contra la historia del progreso tecnológico o la sucesión de

acontecimientos políticos. Similarmente, la ruptura con los hábitos culturales de la filosofía occidental resultó en

la introducción de la filosofía oriental -entendiendo por Oriente aquí aquello que está en discrepancia con

Occidente.

No es raro que, al igual que Jung, Nerval -al modo típico de tantos pintores, poetas músicos románticos- partiera

hacia "Oriente" en busca de confirmación cultural de ciertas experiencias psíquicas. En los escritos de Nerval la

insuficiencia mortal de la pseudo-espiritualidad occidental era un leitmotiv para su búsqueda iniciática; sus

Voyages en Orient y Notes de Voyage iban a la par con sus ensayos en Illuminés et Illuminisme así como con

sus cuentos de iniciación, tales como "L'Histoire de la Reine du Matin et de Soliman". La asociación de Nerval

con la Francmasonería, cuyas filiaciones orientales y templaras son bien conocidas, indica que el defensor del

sueño, el autor de Aurelia, buscaba un paliativo filosófico fuera del cristianismo. Pues los intentos esotéricos

occidentales ocultaban las verdaderas realidades espirituales.

Debiéramos reflexionar sobre la moda del exotismo, que comenzó en el siglo XVII y que se vuelve cada vez más

popular. Es fácil hablar de los "resultados" de las conquistas coloniales. Pero el curso marcado por los Persas

imaginativos y los Hurones del siglo XVIII y el Zarathustra del s. XIX no pueden reducirse a un mero

epifenómeno de la historia político-económica. El mundo japonés descubierto por Van Gogh en Arles era

infinitamente más profundo que el descubierto por Loti. La egiptomanía expresada en La Flauta Mágica y en las

logias martinistas precedieron y prologaron las campañas de Napoleón en Egipto y el estilo Imperio. Las miserias

del alma pueden llevarnos tan lejos como cualquier medio de transporte tecnológico.

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Los muchos viajes de Jung a Africa del Norte, Kenya, Uganda, India o su visita a los indios Pueblo fueron

diseñados, como aquellos de sus predecesores románticos y etnólogos contemporáneos, a fin de obtener

"confirmación" antropológica de las verdades que había hallado cuando exploraba la imaginación de la gente de

Zurich y alrededores. Para su propia sorpresa, el pare de la psicología profunda descubrió que las

construcciones más íntimas, más predestinadas de los sueños de los occidentales ignorantes, eran material y

estructuralmente comparables a las de los mitos y ritos Indios y Tibetanos. De modo semejante, al final de la

última búsqueda interior de Aurelia, después de haber abierto y asado más allá de "los portales de cuerno y

marfil", Nerval pudo comparar su penetración en las profundidades del yo con los ritos de iniciación que había

observado en el curso de sus viajes al Oriente geográfico: "Sin embargo, me siento satisfecho con las

convicciones que obtuve y sólo pueden asimilar las pruebas por las que tuve que pasar con lo que nuestras

antepasados hubieran llamado un descenso al Infierno" (24)

Los relatos de Nerval y de Jung de sus peregrinajes al Este, su retorno a la fuente, son prueba clara del papel

importante que jugó la etnología y el Orientalismo en la exploración de lo imaginal durante el siglo pasado. A

diferencia de la nuestra, otras culturas tenían lo que Levi-Strauss tan adecuadamente llamó "el privilegio de

permanecer femenina" (o mejor dicho, el privilegio de la androginia), de no descuidar la guía femenina de la

imaginación, la Sophia creativa.

En esta conexión, es útil recordar dos antologías publicadas en los últimos años: Les Songes et leur

Interpretation, y Le Rêve et les Societés Humaines (25). Estos volúmenes demuestran el valor que todas las

culturas no-Occidentales atribuían a la experiencia de la imaginación pura, es decir, los sueños. Reconocieron

en los sueños la manifestación auténtica del yo más espiritual del hombre. Estos volúmenes presentan historias

de civilizaciones que van más allá de nuestra pequeña historia fáustica de los últimos mil años y describen la

historia del hombre en el espacio etnológico- el espacio del hombre tal como realmente es, del individuo que está

más allá de la ilusión Occidental de representar la Civilización.

Del inmenso repertorio de etnología, podemos recoger innumerables ejemplos, amplificando y describiendo

claramente los redescubrimientos de los románticos. Sin tomar en cuenta lo que alguna gente aún persiste en

llamar culturas "primitivas", nos basta sólo volvernos al Budismo Tántrico (26) para una exégesis precisa de una

investigación en un mundo donde los sueños se funden con el estado post mortem (Bardo), tal como lo había

intuido Nerval. La ciencia de imágenes que guían está subraya con sorprendente precisión por ejemplo en el

Libro Tibetano de los Muertos, que describe cómo el alma es guiada al estado Bardo después de la muerte. En

el Occidente la ciencia de los sueños-guías, esbozada por Hervey de Saint-Denis, nunca ha sido desarrollada

sobre la base de una investigación tan precisa.

Volvámonos, empero, a otra gran cultura, una más cercana a nosotros -puesto que, como la nuestra, tiene

lejanos orígenes abrahámicos- y que de hecho estaba aún más próxima antes del malentendido averroísta. Me

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refiero a la cultura islámica, en la que durante trece siglos lo imaginal fue el punto focal, la encrucijada donde el

mundo tangible (lo sensible) se encontraba con el mundo del significado (el sentido). El pensamiento islámico

está totalmente enfocado en el lugar, no en el tiempo, como en el historicismo cristiano (27), donde el alma,

modelada sobre el ejemplo del Profeta, extrae el significado que establece orden en la materia. Este lugar

privilegiado de Alam al-Mithal (mundus imaginalis) es el lugar de revelación espiritual, y todas las imágenes,

todos los símbolos así como todos los sueños, gravitan alrededor de este mundo intermedio.

Es abrumador ver que incluso antes del año 1000 D.C, en sólo cuatro siglos, la literatura islámica estaba

enriquecida por 7500 tratado sobre los sueños. Al Khallal citaba 6000 autoridades en el tema (28). Al igual que

Coleridge, Bachelard y Paracelso, todos estos autores cuidadosamente diferenciaban entre el sueño puramente

humoral, o e que involucra percepción distorsionada, y el sueño verdadero, que nos da puro y pleno acceso a

nuestras facultades mentales. Así como los románticos, y especialmente Gerard de Nerval, compararon la

experiencia del sueño con la experiencia del más allá, muchos hadiths e incluso el Corán igualaron los sueños

con la supervivencia del alma después de la muerte; "Dios recibirá las almas en el momento de su muerte, y

aquéllos que no están muertos, durante su sueño..." (Corán 34:42; ver 42:50-51)

Empero, el aspecto más importante de la tradición fantasmológica en Islam no fue conectar los sueños con una

visión profética o una predicción (una práctica perfectamente usual en las sociedades no-Occidentales), sino en

valorar eso otro mundo revelado por los sueños, símbolos y visiones. Para la filosofía Occidental y cristiana, hay

un vacío entre la mente y el cuerpo, la mente yendo sólo tan lejos como la extensión corporal, y más allá de eso

desvaneciéndose en aire, como si derretida por el método limitado del positivismo. En contraste, para el Oriente

islámico, así como para el tantrismo, hay un mundo intermedio (barzakh), el Alam al-Mithal, el mundus

imaginalis, cuya imaginación constituye un exploración.

Los exploradores y teóricos de este mundus imaginalis hallaron sus representantes más brillantes en el gran

Avicena (m. 1037), Sohrawardî (m. 1191), Ibn 'Arabi (m.1240) y Molla Sadra. Todos bucearon en el mundo de la

imagen, este mundo intermediario que el pre-romanticismo kantiano sólo comenzó a sospechar siete siglos más

tarde. Es el mundo donde las ideas, es decir, las puras formas espirituales del platonismo (los esquemas

dinámicos, como lo dirían los psicólogos modernos) están de hecho incorporados, donde asumen forma

simbólica o "cuerpo" y polarizan el deseo. Aquí los cuerpos, es decir, los objetos del mundo tangible, se

espiritualizan, adquiriendo significado y extendiendo el deseo hacia sus horizontes semánticos y escatológicos.

Como el mi'raj (ascenso) ejemplar del Profeta, las visiones y los dueños dan acceso directo al mundo del

significado, es decir, la unión del significante con lo significado. El gran estudioso de la literatura y el

pensamiento visionario islámico, Henry Corbin, indicó que el mundo de imágenes es muy real; retiene las

manifestaciones ricas y diversas del mundo tangible, tal como los sueños de Nerval. A la vez, están apartados

del mundo del tiempo fijo y de las limitaciones del espacio. "La existencia de este mundo presupone la capacidad

de poder trascender el espacio tangible sin abandonar la extensión". Recordando la experiencia onírica de

Nerval así como la intuición de Bergson (¡aunque no llegara al final!) podríamos incluso añadir: uno puede

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trascender el tiempo sin abandonar la individuación de la duración concreta, es decir, la concentración

anticipadora, como resultado de lo cual el individuo se define por medio de un super-cogito, como constituyendo

una presencia suficiente aunque no-esencial para sí mismo.

Y en la misma manera en que los románticos, los surrealistas y los psicólogos profundos redescubrieron la

experiencia espiritual concreta mediante la imagen, los pensadores Chiítas y los Sufis desarrollaron una teoría

de la "imaginación creativa" cuyo alcance, precisión y profundidad sobrepasaban cualquier cosa descubierta en

Occidente. La imaginación, la reina de las facultades, fue demostrada y experimentada. Su investigación en

visiones no perceptuales, sueños, ensueños, epifanías simbólicas, nos permite alcanzar y visualizaron nivel de

verdad que es inaccesible al camino de la razón o al impacto utilitario de las percepciones tangibles.

Sobre la base de la inestimable contribución hecha por la investigación "oriental" en lo imaginal y en la psicología

profunda, nos encontramos en un curso de exploración que da clara preeminencia a lo imaginal, excluyendo su

reducción a los senderos trillados del racionalismo y del perceptivismo clásicos. Antropológicamente, nos vemos

obligados a tomar en cuenta lo que los autores islámicos llamarían la confluencia o armonía de los dos enfoques

exploratorios; el enfoque Sophianico del Oriente y el más reciente y más didáctico de una cultura Occidental que

ha sido de-mistificado después de mil años de estrechez de miras alienante. Esta estrechez de visión, que

"cuando alguien apunta a la luna ve sólo la punta del dedo", y la actitud intelectual mutilada, degradada, del

racionalismo estrecho y del historicismo simplista -estos puntos negros frustrantes del genio Occidental- han sido

derribados por la exégesis exploratoria de lo imaginal.

Notas

(1) R. Huyghe, L'Art et l'âme, Paris, 1960

(2) H. Corbin, Avicenne et le récit visionnaire, 2 vol. Paris-Teheran, 1964. Hay trad. castellana: Avicena y el

relato visionario

(3) E. Gilson, La Philosophie au Moyen Age, Paris, 1962. Hay trad. castellana: La Filosofía en la Edad Media.

(4) La expresión fue acuñada por C. Levy-Strauss en La Pensée sauvage, Paris, 1962

(5) A. Beguin, L'Âme romantique et le rêve, Paris, J. Corti, 1967

(6) G. H. von Schubert, Symbolik der Traume, Berlin, 1812

(7) P. Deschamps, La Formation de la pensée de Coleridge, Paris, 1964

(8) Hervey de Saint-Denis, Les Rêves, les moyens de les diriger, Paris, reed:1964

(9) G. de Nerval, Aurelia

(10) P. Deschamps, La notion d'ambiguité.

(11) H. Bergson, Matiére et Memoire.

(12) G. de Nerval, "Les deux Faust de Goethe"

(13) G. Durand, Estructuras antropológicas de lo imaginario, parte 3: Estructuras y figuras del estilo.

(14) G. de Nerval, Cagliostro

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(15) Levy-Strauss escribió en L'Anthropologie structurale, Paris, 1958, que los mitos se caracterizan por la

"redundancia". Gracias a esta "redundancia" es posible estudiar un cuento o una serie de cuentos

temáticamente.

(16) P. Ricoeur, "Essai sur Freud", De l'interpretation, Paris, 1965

(17) G. Durand, L'imagination symbolique, Paris, 1964

(18) Bergson, L'Energie spirituelle.

(19) G. Durand, L'Imagination symbolique, op. cit

(20) G. Bachelard, Psicoanálisis del Fuego.

(21) En esta diferenciación bachelardiana podemos, empero, descubrir la distinción tradicional hecha entre la

fantasía puramente arbitraria, y la verdadera imaginación creativa.

(22) C. G. Jung, Recuerdos, Sueños, Pensamientos.

(23) Esto no siempre ha sido logrado por el psico-criticismo de Charles Mauron, que está limitado por un punto

de vista demasiado estrictamente freudiano.

(24) Sources orientales, Paris, du Seuil, 1959

(25) Preparados con la colaboración de varios autores y editados por R. Caillois y G. E. von Grunebaum, Paris,

1967

(26) Lama Anagarika Govinda, Les Fondements de la mystique thibetaine, Paris, 1960

(27) Sobre la "espacialización" del pensamiento islámico, ver F. Schuon, Comprendre l'Islam, Paris, 1962

(28) Toufy Fahd, "Les songes et leur interpretation selon l'Islam", Les Songes et leur interpretation, op. cit. Ver

también L. Massignon, "Les Themes archetypiques en onirocritique musulmane", Eranos Jahrbuch XII, Zurich,

1945

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La victoria de los iconoclastas o el revés de los positivismos

por GILBERT DURAND

(cap. 1 de "L'imagination symbolique")

traducido por Enrique Eskenazi

"El positivismo es la filosofía que, en un mismo movimiento, suprime a Dios y clericaliza todo pensamiento" (Jean

Lacroix, "La sociologie d'Auguste Comte", p. 110)

Puede parecer doblemente paradójico querer tratar sobre "el Occidente iconoclasta". ¿Acaso la historia de la

cultura no reserva este epíteto para la crisis que sacudió al Oriente bizantino en el siglo VII? ¿Y como puede

tacharse de iconoclasta a la civilización que rebosa de imágenes, que ha inventado la fotografía, el cine, los

innumerables medios de reproducción iconográfica?

Pero hay muchas formas de iconoclasia. Una, por defecto, rigorista, es aquella de Bizancio la cual, desde el siglo

V, con San Epifanio, se manifiesta y se irá fortaleciendo bajo la influencia del legalismo judío o musulmán, y que

será más bien una exigencia reformadora de "pureza" del símbolo contra el realismo demasiado antropomórfico

del humanismo cristológico de San Germán de Constantinopla y después de Teodoro Estudita. Otra, más

insidiosa, es de algún modo, por exceso, inversa en intenciones a la de los píos concilios bizantinos. Pues, si la

iconoclasia del primer tipo ha sido un simple accidente en la ortodoxia, se tratará de mostrar que la iconoclasia

del segundo tipo, por exceso, por evaporación del sentido, ha sido el rasgo constitutivo y contínuamente

agravado de la cultura occidental.

En principio el conocimiento simbólico, definido triplemente como pensamiento siempre indirecto, como

presencia figurada de la trascendencia y como comprehensión epifánica, aparece en las antípodas de la

pedagogía del saber tal como se instituye desde hace diez siglos en Occidente. Si como O. Spengler se hace

comenzar plausiblemente nuestra civilización con la herencia de Carlomagno, se nota que Occidente siempre ha

opuesto a los tres criterios precedentes elementos pedagógicos violentamente antagónicos: a la presencia

epifánica de la trascendencia, las iglesias opusieron dogmas y clericalismos, al "pensamiento indirecto" los

pragmatismos opusieron el pensamiento directo, el "concepto" -cuando no el "percepto"- y finalmente, ante la

imaginación comprehensiva "madre de error y de falsedad", la Ciencia dirigirá las largas cadenas de razones de

la explicación semiológica, asimilando además estas últimas a largas cadenas de "hechos" de la explicación

positivista. De alguna manera los famosos "tres estados" sucesivos del triunfo de la explicación positivista son

los tres estados de la extinción simbólica.

Son estos "tres estados" de la iconoclasia occidental los que recorreremos brevemente. Sin embargo esto "tres

estados" no tienen la misma evidencia iconoclasta y para proceder de lo más evidente a lo menos evidente, en

nuestro estudio debemos invertir el curso de la historia, intentando, a partir de la iconoclasia demasiado notoria

del cientificismo, remontarnos a las fuentes más profundas de este gran cisma del Occidente por relación a la

vocación tradicional del conocimiento humano.

Page 14: Articulos Gilbert Durand

La depreciación más evidente de los símbolos que nos presenta la historia de nuestra civilización es ciertamente

la que se manifiesta en la corriente cientificista surgida del cartesianismo. Ciertamente, como ha escrito

excelentemente un cartesiano contemporáneo, no porque Descartes rechace usar la noción de símbolo. Pero el

único símbolo para el Descartes de la tercera Meditación, es la misma conciencia "a imagen y semejanza" de

Dios. Es por ello exacto pretender que con Descartes el simbolismo va a perder su carta de ciudadanía en

filosofía. Incluso un epistemólogo de un no cartesianismo tan decidido como Bachelard escribe aún en nuestros

días, que los ejes de la ciencia y de lo imaginario son primeramente opuestos, y que el científico debe ante todo

limpiar al objeto de su saber, por un "psicoanálisis objetivo", de todas las pérfidas secuelas de la imaginación

"deformadora". Descartes instaura el reino del algoritmo matemático, y Pascal, matemático, católico y místico, no

se engañaba cuando denuncia a Descartes. El cartesianismo asegura el triunfo de la iconoclasia, el triunfo del

"signo" sobre el símbolo. La imaginación, como también la sensación, se rechazada por todos los cartesianos

como la madre del error. Ciertamente, para Descartes sólo el universo material se reduce al algoritmo

matemático gracias a la famosa analogía funcional: el mundo físico no es sino figura y movimiento, es decir, res

extensa, y en consecuencia toda figura geométrica no es sino ecuación algebraica.

Pero tal método de reducción a "evidencias" analíticas pretende ser el método universal. Se aplica justamente, y

ya con Descartes, al "yo pienso" último "símbolo" de ser cierto, más cuan temible símbolo a fin de que el

pensamiento, por tanto el método -es decir, el método matemático- devenga el único símbolo del ser! El símbolo

-cuyo significante no tiene sino la diafanidad del signo- se difumina poco a poco en la pura semiología, se

evapora por así decirlo, metódicamente en signo. Por este sesgo que con Malebranche y sobre todo con

Spinoza el método reductivo de la geometría analítica se aplicará al Ser absoluto, al mismo Dios.

Con el siglo XVIII, ciertamente, comienza una reacción contra el cartesianismo. Pero esta reacción será

inspirada por el empirismo escolástico en Leibniz como en Newton, y más adelante veremos que este empirismo

es tan iconoclasta como el método cartesiano. Todo el saber de los dos últimos siglos se resumirá en un método

de análisis y de medida matemática nacido de un deseo de numeración y de observación en el cual la ciencia

histórica hallará recuento. Es así que se inaugura la era de la explicación científica que en el siglo XIX, bajo las

presiones de la historia y de su filosofía, se volverá positivismo.

Esta concepción "semiológica" del mundo será la concepción oficial de las universidades occidentales y

especialmente de la universidad francesa, primogénita de Augusto Comte y nieta de Descartes. No sólo es

pasible de exploración científica el mundo, sino que sólo la exploración científica tiene derecho al título de

conocimiento. Durante dos siglos la imaginación fue violentamente anatemizada. Brunschvig la considera aún

como "pecado contra el espíritu" en tanto que Alain no ve en ella sino la infancia confusa de la consciencia;

Sartre descubre en lo imaginario "la nada", "objeto fantasma", "pobreza esencial".

En la filosofía contemporánea de descendencia cartesiana se produce una doble hemorragia de simbolismo: sea

que se reduzca el cogito a "cogitaciones" y entonces se obtiene el mundo de la ciencia donde el signo sólo se

piensa como término adecuado de una relación, se que se "quiera tornar el ser interior a la conciencia" y

entonces se obtienen fenomenologías viudas de trascendencia para las que la colección de los fenómenos no

Page 15: Articulos Gilbert Durand

orienta ya hacia un polo metafísico, ya no evoca lo ontológico puesto que no lo invoca, no alcanza sino una

"verdad a distancia, una verdad reducida". En resumen, puede decirse que la denuncia cartesiana de las causas

finales y la reducción del ser al tejido de relaciones objetivas resultante han liquidado en el significante todo lo

que era sentido figurado, toda reconducción a la profundidad vital del llamado ontológico.

Una iconoclasia radical de ese modo no se desarrolló sin graves repercusiones sobre la imagen artística pintada

o esculpida. El rol cultural de la imagen pintada se minimiza al extremo en un universo donde cada día triunfa la

potencia pragmática del signo. Incluso Pascal afirma su desprecio por la pintura, preludiando así el desamparo

social en el que será tenido "el artista" por el consenso occidental a través mismo de la revolución artística del

romanticismo. El artista, como el icono, ya no tiene lugar en una sociedad que poco a poco ha eliminado la

función esencial de la imagen simbólica. Además, después de las vastas y ambiciosas alegorías del

Renacimiento, el arte del siglo XVII y XVIII se pretende, en conjunto, minimizar en un mero "divertimento", en un

puro "ornamento". La misma imagen pintada, tanto en la alegoría enfriada de Le Sueur, en la alegoría política de

Lebrun y de David, como en la "escena de género" del siglo XVIII, ya no intenta "evocar". De este rechazo de la

evocación nace el ornamentalismo académico que, desde los epígonos de Rafael a Fernand Léger, pasando por

David y los epígonos de Ingres, reducen el rol del icono a decorado. Y aún en las revueltas románticas e

impresionistas contra esta condición devaluada, la imagen y su artista no recuperarán más, en los tiempos

modernos, la potencia de significación plena que poseen en las sociedades iconófilas, en el Bizancio

macedónico como en la China de los Song. Y en abundante y vindicativa anarquía de las imagenes que

repentinamente se desencadena y sumerge al siglo XX, el artista busca desesperadamente anclar su evocación

más allá del desierto cientificista de nuestra pedagogía cultural.

Si se remontan algunos siglos antes del cartesianismo, se percibe una corriente aún más profunda de

iconoclasia, corriente que repudiará la mentalidad cartesiana. Esta corriente es vehículo, del siglo XIII al XIX,

para el conceptualismo aristotélico o más exactamente para la variante ockhamista y averroista de este último.

La Edad Media occidental retoma por su cuenta la vieja querella filosófica de la antigüedad clásica. El

platonismo, tanto grecolatino como alejandrino, es una filosofía de "cifra" de la trascendencia, es decir, implica

una simbólica. Ciertamente, diez siglos de racionalismo han corregido, a nuestros ojos, los diálogos del discípulo

de Sócrates donde no leemos ya sino las premisas de la dialéctica y la lógica de Aristóteles, incluso del

matematicismo de Descartes. Pero la utilización sistemática del simbolismo mítico y aún de juegos de palabras

etimológicos, por parte del autor del Banquete y del Timeo, basta para convencernos de que el gran problema

platónico era el de la reconducción de los objetos sensibles al mundo de las ideas, el de la reminiscencia que,

lejos de ser una vulgar memoria, es por el contrario una imaginación epifánica.

Al otro extremo del alba medieval, es aún una doctrina semejante la que sostendrá Juan Scoto Erígena: Cristo

deviene el principio de esta reversio, inversa de la creatio, por la cual se efectuará la divinización, deificatio, de

todas las cosas. Pero la solución adecuada del problema platónica la propone finalmente la gnosis valentiniana

en aquél lejano Occidente de los primeros siglos de la era cristiana. A la pregunta que obsesiona al platonismo;

"¿Cómo es que el Ser sin raíces y sin lugar ha llegado hasta las cosas?", planteada por el alejandrino Basílides,

Volantín responde con una angeleología, una doctrina de los "ángeles", intermediarios, los eones que son los

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modelos eternos y perfectos de este mundo imperfecto puesto que separado, en tanto que la reunión de los

eones constituye la Plenitud (el Pléroma)

Estos ángeles, que se encuentran en otras tradiciones orientales, son como bien ha mostrado Henri Corbin, el

criterio mismo de una ontología simbólica son símbolos de la misma función simbólica que es- ¡como ellos!-

mediadora entre la trascendencia del significado y el mundo manifiesto de los signos concretos, encarnados, que

por ella devienen símbolos.

Ahora bien, este angeleología, constitutiva de una doctrina del sentido trascendente mediado por el humilde

símbolo, consecuencia extrema de un desarrollo histórico del platonismo, será rechazada en nombre del

"pensamiento directo" por la crisis de los universales que inaugura en Occidente el conceptualismo aristotélico.

Conceptualismo cada vez más coloreado de empirismo al que Occidente en conjunto será fiel durante cinco o

seis siglos al menos (si se hace acabar la era peripatética con Descartes, sin tener en cuenta el conceptualismo

kantiano ni el positivismo comtiano...). El aristotelismo medieval, aquel surgido de Averroes y al que se acogen

Siger de Brabante y Ockham, es la apología del "pensamiento directo" contra todos los prestigios del

pensamiento indirecto. El mundo de la percepción, lo sensible, ya no es un mundo de intercesión ontológica

donde se epifaniza un misterio como era el caso en Escoto Erígena o aún en San Buenaventura. Es un mundo

material, el de lugar propio, separado de un motor inmóvil tan abstracto que no merece el nombre de Dios. La

"física" de Aristóteles, que la cristiandad adoptará hasta Galileo, es la física de un mundo dado de baja,

combinación de cualidades sensibles que no reconducen sino a lo sensible o a la ilusión ontológica que bautiza

con la palabra "ser" a la cópula que une un sujeto a un atributo. Lo que Descartes denunciará en esta física en

primera instancia no es su positivismo sino su precipitación. Ciertamente, para el conceptualismo la idea posee

una realidad "in re", en la cosa sensible de donde la extrae el intelecto, pero no conducen sino a un concepto, a

una definición pedestre que se pretende sentido estricto, ya no reconduce, como la idea platónica, de impulso

meditativo en impulso meditativo al supremo sentido trascendente que está "más allá del ser en dignidad y en

potencia". Y se sabe con qué facilidad este conceptualismo se difuminará en el nominalismo de Ockham. Los

comentadores de los tratados de física peripatéticos no se engañan al oponer las "historiai" (las investigaciones)

aristotélicas, tan cercanas en espíritu de la entidad "histórica" del positivismo moderno, a los "mirabilia" (los

acontecimiento extraños y maravillosos) o bien a los "idiotes" (acontecimientos singulares) de todas las

tradiciones herméticas. Estas últimas procedían por relaciones "simpáticas", por homologías simbólicas.

Este delizamiento hacia el mundo del realismo perceptivo, donde el expresionismo es decir el sensualismo-

reemplaza la evocación simbólica, es más visible en el paso del arte románico al arte gótico. La primavera

románica vio florecer una iconografía simbólica heredada del Oriente, pero esta primavera fue muy breve con

respecto a los tres siglos de arte "occidental", de arte llamado gótico. El arte románico es un arte "indirecto",

pleno de evocación simbólica, frente al arte gótico tan "directo" del cual será prolongación natural el

sorprendente "trompe-l'oeil'. Aquello que se transparentaba en la encarnación escultural del símbolo románico

era la gloria de Dios y su victoria sobrehumana sobre la muerte. Lo que muestra cada vez más la estatuaria

gótica son los sufrimientos del hombre-Dios.

Page 17: Articulos Gilbert Durand

Mientras que el estilo románico, con menos continuidad ciertamente que Bizancio, conserva un arte del icono

que reposa sobre el principio teofánico de una angeleología, el arte gótico aparece en su proceso como el tipo

mismo de iconoclasia por exceso: acentúa a tal punto el significante que se desliza del icono a la imagen muy

naturalista, que pierde su sentido sagrado y deviene simple ornamento realista, simple "objeto de arte".

Paradójicamente, es menos iconoclasta el purismo austero de San Bernardo que el realismo estético de los

góticos alimentado por la escolástica peripatética de Santo Tomás. Ciertamente, esta depreciación del

"pensamiento indirecto" y de la evocación angélica que se le asocia, por parte del buen sentido pedestre de la

filosofía aristotélica y del averroismo latino, no se cumplirá en un sólo día. Habrá resistencias difícilmente

ocultadas; la floración del estilo cortés, del culto del amor platónico por los Fedeli d'Amore, como el renacimiento

franciscano del simbolismo con San Buenaventura. Igualmente, es necesario señalar que en el realismo de

ciertos artistas, de Memling por ejemplo y más tarde del Bosco, se transparenta un misticismo oculto que

transfigura la minuciosidad trivial de la visión. Pero no es menos verdad que el régimen de pensamiento que

adopta el Occidente fáustico del siglo XIII, haciendo del aristotelismo la filosofía oficial de la cristiandad, es un

régimen que privilegia el "pensamiento directo" en detrimento de la imaginación simbólica y de los modos de

pensamiento indirecto.

Desde el siglo XIII las artes y la conciencia ya no tienen por objetivo reconducir a un sentido, sino "copiar la

naturaleza". El conceptualismo gótico pretende ser una copia realista de las cosas tal como son. La imagen del

mundo, sea pintada, esculpida o pensada, se des-figura y reemplaza el sentido de la Belleza y la invocación al

Ser por el manierismo de la gracia o el expresionismo de las angustias de la fealdad. Puede escribirse que si el

cartesianismo y el cientificismo que de él brota era una iconoclasia por defecto y por desprecio generalizado a la

imagen, la iconoclasia peripatética el tipo de iconoclasia por exceso: en el símbolo descuida el significado para

no inculcarse sino a la epidermis del sentido, al significante. Todo el arte, toda la imaginación, se pone al servicio

de la única curiosidad fáustica y conquistadora de la cristiandad. Es verdad que aún más profundamente la

consciencia de Occidente había sido preparada para este papel ornamentalista por una corriente de iconoclasia

más primitiva y más fundamental, que ahora examinaremos.

El racionalismo, aristotélico o cartesiano, tienen la inmensa ventaja de pretenderse universales por distribución

individual del "sentido común" o del "buen sentido". No vale lo mismo para las imágenes; son esclavizadas a un

acontecimiento, a una situación histórica o existencial que las colorea. Por ello una imagen simbólica necesita

sin cesar ser revivida, un poco como un trozo de música o un personaje de teatro que necesitan de un intérprete.

Y el símbolo, como toda imagen, es amenazado por el regionalismo de la significación, y corre el riesgo de

transformarse en cada instante en lo que R. Alleau nombra juiciosamente un "sintema", es decir, una imagen que

ante todo tiene por función un reconocimiento social, una segregación convencional. Podría decirse que es un

símbolo reducido a su potencia sociológica. Toda "convención", aunque esté animada por las mejores

intenciones de "defensa simbólica" es fatalmente dogmática. En el plano de la reconducción ontológica y de la

vocación personal se produce una degeneración que distingue claramente el pastor Bernard Morel: "La teología

latina ha traducido la palabra griega "misterio" por "sacramento", pero la palabra latina no tiene toda la riqueza

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de la palabra griega. En el misterio griego hay una apertura al cielo, un respeto por lo inefable, un realismo

espiritual, una fuerza en la exultación, que no expresa la moderación lógica y la concisión jurídica del

sacramento romano". La imagen simbólica perderá esas virtudes de apertura a la trascendencia en el seno de la

libre inmanencia. Al devenir sintema, se funcionaliza podríamos decir, con respecto a los clericalismos que

pretenden definirla, y así se funcionariza. La imagen simbólica que se encarna en una cultura y en un lenguaje

cultural, corre el riesgo de esclerosamiento en dogma y en sintaxis. En este punto la letra amenaza al espíritu, en

tanto la poética profética se vuelve sospechosa y amordazada. Ciertamente, es una de las grandes paradojas

del símbolo el no expresarse sino por una "letra" más o menos sintemática. Pero la inspiración simbólica aspira a

despertar al espíritu más allá de la letra, so riesgo de morir. Pero toda Iglesia es funcionalmente dogmática,

institucionalmente está del lado de la letra. Una Iglesia, como cuerpo sociológico, "corta el mundo en dos; los

fieles y los sacrílegos", y especialmente la Iglesia romana que, en el momento culminante de su historia,

teniendo con mano firme el cuchillo de doble filo, no podrá admitir la libertad de inspiración y la imaginación

simbólica. La virtud esencial del símbolo, ya hemos dicho, consiste en asegurar en el seno del misterio personal

la presencia misma de la trascendencia. Tal pretensión aparece como la puerta abierta al sacrilegio para un

pensamiento eclesiástico. Ya sea fariseo, sunita o "romano", el legalismo religioso se enfrenta siempre

fundamentalmente con la afirmación de que para cada individualidad espiritual hay una "inteligencia agente

separada, su Espíritu Santo, su señor personal que le vincula con el Pléroma sin otra mediación". Dicho de otro

modo, en el proceso simbólico puro, el Mediador, Angel o Espíritu Santo, es personal, emano de algún modo del

libre examen, o mejor aún de la libre exultación, y por ello escapa a toda formulación dogmática impuesta desde

fuera. El vínculo de la persona, por mediación de su ángel, con lo Absoluto ontológico, escamotea incluso la

segregación sacramental de la Iglesia. Como en el platonismo, y especialmente el platonismo valentiniano, bajo

la cubierta de la angeleología, existe una relación personal con el ángel del conocimiento y de la revelación.

Todo simbolismo es por tanto un tipo de gnosis, es decir, un proceso de mediación por un conocimiento concreto

y experimental. Como una gnosis, el símbolo es un "conocimiento beatificante", un "conocimiento redentor", que

no necesita de un intermediario social, es decir, sacramental y eclesiástico. Pero esta gnosis, puesto que

concreta y experimental, siempre tendrá la tendencia a figurar al ángel en mediadores personales de segundo

grado: profetas, mesías y sobre todo la mujer. Para la gnosis propiamente dicha lo "ángeles supremos" son

Sofia, Barbeló, Nuestra-Señora-Espíritu-Santo, Helena, etc., de las cuales la caída y la salvación figuran las

mismas esperanzas de la via simbólica: la reconducción de lo concreto a su sentido iluminante. Pues la Mujer,

como los Ángeles de la teofanía plotiniana, posee en oposición al hombre una doble naturaleza que es la doble

naturaleza del "symbolon" mismo: creadora de un sentido y a la vez receptáculo concreto de ese sentido. La

feminidad es la única mediadora porque es a la vez "pasiva" y "activa". Eso era lo que ya había expresado

Platón, y lo que expresa la figura judía de Shejiná así como la figura musulmana de Fátima. La Mujer es por

tanto como el ángel, el símbolo de los símbolos, tal como aparece en la mariología ortodoxa bajo la figura de la

Theotokos, o en la liturgia de las Iglesias cristianas, que se identifican voluntariamente como intermediaria

suprema con "La Esposa".

Page 19: Articulos Gilbert Durand

Ahora bien, es significativo que todo el misticismo de Occidente abrevará en estas fuentes platónicas. San

Agustín jamás renegó el neo platonismo. Y Escoto Erígena introdujo en el siglo XI en Occidente los escritos de

Dionisio Areopagita. Bernardo de Claraval, como su amigo Guillermo de Saint Thierry, como Hildegarde de

Bingen, todos son familiares de la anámnesis platónica. Pero ante esta transfusión de misticismo la Iglesia vigilia

funcionalmente con sospecha.

Tocamos aquí el factor más importante de la iconoclasia occidental, pues la actitud dogmática implica un

rechazo categórico del icono en tanto que apertura espiritual para una sensibilidad, una epifanía de comunión

individual. Para las Iglesias orientales, el icono está ciertamente pintado según medios canónicamente fijos, y

pareciera que más rígidamente fijos que en la iconografía occidental. Pero no es menos cierto que el culto de los

iconos utiliza plenamente el doble poder de reconducción y de epifanía sobrenatural del símbolo. Sólo la Iglesia

ortodoxa, aplicando plenamente las decisiones del concilio ecuménico VIIº, que prescribe la veneración de los

iconos, da a la imagen el rol sacramental plenamente de "doble esclavitud" que hace que, por el vehículo de la

imagen, del significante, las conexiones entre el significado y la conciencia que adora "no son puramente

convencionales, sino que son radicalmente íntimos". Ahora se revela el rol profundo del símbolo: es confirmación

de un sentido en una libertad personal. Es por esto que el símbolo no puede explicarse: la alquimia de la

transmutación, de la transfiguración simbólica sólo puede efectuarse, en última instancia, en el crisol de una

libertad. Y la potencia poética del símbolo define la libertad humana mejor que cualquier especulación filosófica:

esta última se obstina en ver en la libertad algo objetivo, mientras que en la experiencia del símbolo

experimentamos que la libertad es creadora de un sentido; es poética de una trascendencia en el seno del sujeto

más objetivo, más comprometido en el acontecimiento concreto. Es el motor de la simbólica. Es el Ala del Ángel.

Henri Gouhier escribió que la Edad Media se extingue cuando desaparecen los Ángeles. Puede añadirse que se

disuelve una espiritualidad concreta cuando quedan vacantes los iconos y se los reemplaza por alegorías. Ahora

bien, en épocas de reanudación de dogmatismo y endurecimiento doctrinal, en el apogeo del poder papal bajo

Inocencio III o después del Concilio de Trento, el arte occidental es esencialmente alegórico. El arte católico

romano es un arte dictado por la formulación conceptual de un dogma. No reconduce a una iluminación,

simplemente ilustra las verdades de la Fe dogmáticamente definidas. Decir que la catedral gótica es una "biblia

de piedra" no implica en absoluto que aquí se tolere una libre interpretación que la Iglesia rehúsa a la Biblia

escrita. Simplemente esas expresiones quieren decir que la escultura, el vitral, el fresco son ilustraciones de la

interpretación dogmática del Libro. Si el gran arte cristiano se confunde con el arte bizantino y el arte románico

(que son artes del icono del símbolo) se confunde con el "realismo" y la ornamentación gótica como con la

ornamentación el expresionismo barroco. La pintura del "triunfo de la Iglesia" es Rubens, no André Roublev o

cuando menos Rembrandt.

Así, en al alba del pensamiento contemporáneo, en el instante en que la Revolución Francesa terminó de

desarticular los soportes culturales de la civilización de Occidente, uno advierte que la iconoclasia occidental sale

notablemente reforzada de seis siglos de "progreso de la conciencia". Pues si el dogmatismo de la letra, el

empirismo del pensamiento directo y el cientificismo semiológico son iconoclasias divergentes, su común efecto

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se va reforzando en el curso de la historia. Es esta acumulación de "tres estadios de nuestras concepciones

principales" la que constató A. Comte y la que funda el positivismo del siglo XX. Pues el positivismo que Comte

destaca del balance de la historia occidental del pensamiento es a la vez dogmatismo "dictatorial" y "clerical",

pensamiento directo al nivel de los "hechos" "reales" por oposición a las "quimeras", y legalismo cientificista.

Para retomar una expresión que Jean Lacroix aplica al positivismo de Augusto Comte, podría decirse que el

"encogimiento" progresivo del campo simbólico conduce en el alba del siglo XIX a una concepción y a un papel

extremadamente "estrecho" del simbolismo. Uno puede preguntarse a justo título si estos "tres estadios" que son

los del progreso de la conciencia, no son acaso sino tres etapas de la obnubilación y sobre todo de la alienación

del espíritu. Dogmatismo "teológico", conceptualismo "metafísico" con sus prolongaciones ockhamistas, y

finalmente semiología "positivista", no son más que una progresiva extinción del poder humano de relacionarse

con la trascendencia, del poder de mediación natural del símbolo.