Auto Inteligente

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Ni se distraen con el celular ni se quedan dormidos de cansancio. De diez millones de accidentes de tránsito al año en Estados Unidos, más de nueve millones son por culpa del hombre. Hoy, para salvarnos la vida, unos ingenieros de Google están diseñando un carro que se maneja solo. ¿A quién culpar cuando un auto sin chofer atropelle a tu perro? Un texto de Burkhard Bilger Ilustraciones de Javier Gonzáles Pérez Traducción de Soledad Marambio SIN CHOFER NO SE EMBORRACHAN LOS AUTOS

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Texto sobre el auto de google, un automovil que se puede manejar solo.

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Ni se distraen con el celular ni se quedan dormidos de cansancio.De diez millones de accidentes de tránsito al año en Estados Unidos,

más de nueve millones son por culpa del hombre.Hoy, para salvarnos la vida, unos ingenieros de Google

están diseñando un carro que se maneja solo.¿A quién culpar cuando un auto sin chofer

atropelle a tu perro?

Un texto de Burkhard Bilger Ilustraciones de Javier Gonzáles Pérez

Traducción de Soledad Marambio

SIN CHOFERNO SE EMBORRACHAN

LOS AUTOS

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toman la curva muy brusco, se derraman el café encima y vuelcan sus autos. De los diez millones de accidentes que protagonizan los estadounidenses cada año, nueve millones y medio son por su maldita culpa.

Un buen ejemplo: el conductor que está en la pista a mi derecha. Está volteado en su asiento tratando de tomar una foto al auto Lexus en el que viajo junto a un ingenie-ro llamado Anthony Levandowski. Los dos carros corren hacia el sur por la carretera 880, en Oakland, a más de cien kilómetros por hora, sin embargo el hombre se toma su tiempo. Sostiene su teléfono contra la ventana, con las dos manos, hasta que el auto queda bien enmarcado. Entonces toma la foto, la revisa, y tipea con sus pulgares un mensaje de texto bastante largo. Para cuando vuelve a mirar el camino y a poner sus manos sobre el volante ha pasado medio minuto.

Levandowski sacude la cabeza, molesto. Está acos-tumbrado a este tipo de cosas. Su Lexus es lo que uno podría llamar un modelo a medida. Está coronado con una torrecilla láser giratoria y lleno de cámaras, radares, antenas y GPS. Parece un camión de helados moderada-mente armado y blindado para cumplir un trabajo urba-no. Levandowski solía decir a la gente que el auto estaba diseñado para cazar tornados o para rastrear mosquitos, o que él era parte de un grupo de élite de cazafantasmas. Pero en estos días, el vehículo está claramente marcado: «Auto sin conductor».

Cada semana, desde hace un año y medio, Levandows-ki lleva al Lexus por el mismo recorrido ligeramente su-rreal. Sale de su casa en Berkeley cerca de las ocho de la mañana, se despide de su novia y de su hijo, y maneja hasta su oficina en Mountain View, a cuarentaitrés millas de distancia. El circuito lo lleva por calles, autopistas, sa-linas añosas, colinas llenas de pinos, lo hace atravesar las aguas tormentosas de la bahía de San Francisco y lo deja en el corazón de Silicon Valley. En horario de punta, el

viaje puede durar dos horas, pero a Levandowski no le importa. Lo ve como parte de la investigación. Mientras otros conductores lo miran embobados, él los observa: registra sus maniobras en los archivos de los sensores de su auto, analiza el flujo del tráfico y destaca cualquier problema que haya que revisar en el futuro. La única par-te fastidiosa es cuando hay obras de construcción en la ruta o un accidente más adelante y el Lexus insiste para que Levandowski tome el volante. Suena una campana-da, agradable pero insistente, luego aparece una adver-tencia en la pantalla del tablero: «En una milla prepárese para retomar el control manual».

Levandowski es uno de los ingenieros del semisecreto Google X, el laboratorio para tecnología experimental de Google. Levandowski cumplió treinta y tres años en marzo, pero todavía tiene el cuerpo larguirucho y el buen carácter medio nerd de los chicos del club de ciencias de mi secundaria. Usa anteojos de marco negro y unas enormes zapatillas fosforescentes, tiene el paso largo, fá-cil —mide dos metros y unos pocos centímetros más— y le encanta tener conversaciones excitantes sobre temas fantásticos: ¡Delfines cibernéticos! ¡Granjas que se cose-chan solas! Como muchos de sus colegas en Mountain View, Levandowski es por partes iguales un idealista y un capitalista voraz. Quiere arreglar el mundo y hacer una fortuna mientras lo hace. Estos impulsos le nacen de manera natural: su madre es una diplomática francesa y su padre un empresario estadounidense. Aunque Levan-dowski pasó la mayor parte de su infancia en Bruselas no hay nada en su inglés que lo delate, excepto una leve au-sencia de inflexión en la voz: la charla brillante, eléctrica, de un procesador en overdrive. «Mi novia es, en el alma, una bailarina», me dijo. «Yo soy un robot».

Lo que separa a Levandowski de los nerds que yo co-nocía es que sus ideas desquiciadas suelen concretarse. «Solo hago cosas que son cool», dice. Cuando recién co-

Los seres humanos son conductores terribles. Hablan por teléfono y se pasan semáforos en rojo, señalan que van a doblar a la izquierda y doblan a la derecha. Toman mucha cerveza y se estrellan contra árboles o pierden el control del volante mientras dan

coscorrones a sus hijos. Tienen puntos ciegos, calambres en las piernas, ataques e infartos. Son chismosos, se pavonean, muestran compasión por las tortugas, causan accidentes menores, choques múltiples y colisiones frontales. Cabecean al volante, luchan con los mapas, enredan los dedos en la palanca de cambio, tienen peleas matrimoniales, toman la curva muy tarde,

menzaba en Berkeley lanzó desde su sótano un servicio de intranet que le reportó cincuenta mil dólares al año. Cuando terminaba la carrera, ganó un concurso nacional de robótica con una máquina hecha de Legos que podía ordenar dinero del Monopoly: una analogía justa para el trabajo que ha estado haciendo últimamente para Goo-gle. Él fue uno de los principales arquitectos de Street View y de la base de datos de Google Maps, pero esos proyectos solo fueron para calentar. «La era de los her-manos Wright llegó a su fin», me aseguró Levandowski mientras el Lexus cruzaba el puente Dumbarton. «Esto se parece más al avión de Charles Lindberg. Y estamos tratando de hacerlo tan firme y confiable como un 747».

No todo el mundo encuentra atractivo este proyecto. Así lo describió un comercial para el Dodge Charger, dos años atrás: «¿Conducción sin manos, autos que se esta-cionan solos, un auto sin tripulación manejado por una compañía de softwares? Hemos visto esta película. Termi-na con robots que cosechan nuestros cuerpos para sacar energía». Levandowski entiende el sentimiento. Solo que él tiene más fe en los robots que la mayoría de nosotros. «La gente cree que les vamos a arrancar el volante de sus manos frías y muertas», me dijo, pero es exactamente lo contrario. Un día, muy pronto —asegura— un auto que se maneja solo va a salvarte la vida.

El auto de Google es una especie de ciencia ficción anti-

cuada: el modelo del año pero hecho en el siglo pasado. Es parte de la deslumbrante era plateada de las mochilas-jet y de los cohetes espaciales, de la teletransportación y de las ciudades bajo el mar, de la predicción de un futuro aún muy lejano para el estado actual de nuestra tecnología. En 1939, en la Feria Mundial de Nueva York, la gente hizo dos millas de fila para ver la exhibición Futurama, de la Gene-ral Motors. Adentro una cinta transportadora los llevaba muy alto, sobre un paisaje en miniatura que se extendía bajo un vidrio. Sus suburbios y sus rascacielos se conecta-ban por medio de supercarreteras llenas de autos guiados por radio. «¿Parece extraño? ¿Increíble?», preguntaba una voz en off. «Recuerde, este es el mundo de 1960».

No fue tan así. Los rascacielos y las supercarreteras cumplieron el plazo, pero los autos sin conductor aún dan vueltas en versión prototipo. Resulta que los seres humanos son difíciles de superar. Por cada accidente que

causan, evitan otros miles. Pueden navegar en el tráfico más denso y anticipar peligro, evaluar distancias, direc-ción, velocidades y momentum. Los estadounidenses ma-nejan cerca de tres trillones de millas al año, según Ron Medford, un ex administrador adjunto de la Administra-ción Nacional para la Seguridad del Tráfico en las Carre-teras que ahora trabaja para Google. No es sorprendente que tengamos treinta y dos mil muertes al año, me dijo. Lo sorprendente es que el número sea tan bajo.

Levandowski tiene en su laptop una colección de ilus-traciones vintage y de noticieros viejos de todos los planes fallidos y las desaparecidas tecnologías del pasado. Cuando me la mostró una noche, en su casa, su cara lucía una sonrisa torcida, como la de un padre que ve a su hijo errar todas las pelotas en la liga infantil de béisbol. De 1957: un sedán corre suavemente carretera abajo guiado por una serie de circui-tos en el camino mientras adentro una familia juega domi-nó. «Sin embotellamientos. Sin choques. Sin conductores cansados». De 1977: un grupo de ingenieros se amontona alrededor de un Ford que se maneja solo. «¡Autos como este pueden estar en los caminos del país para 2000!». Levan-dowski sacude la cabeza. «Nosotros no fuimos los que apa-recimos con la idea», dijo. «Solo tuvimos la suerte de que las computadoras y los sensores estaban listos para nosotros».

Casi desde el comienzo, el campo se dividió en dos áreas rivales: caminos inteligentes y autos inteligentes. General Motors fue el pionero del primer enfoque a fina-les de los cincuenta. El prototipo Firebird III —un auto con forma de jet de combate, con aletas y cola de titanio, y una cabina de vidrio azul— fue diseñado para correr en una pista que tenía inserto un cable eléctrico, como en una ranura de una autopista de juguete. Cuando el auto pasaba sobre el cable un recibidor ubicado al fren-te del vehículo se conectaba con una señal de radio que luego seguía a lo largo de la curva. Después un grupo de ingenieros de Berkeley fue un paso más allá: salpicaron la pista con magnetos alternando su polaridad en patro-nes binarios para mandar mensajes al auto: «disminuye la velocidad, curva peligrosa a la derecha». Sistemas de este estilo eran simples y confiables pero tenían un pro-blema tipo qué-vino-primero-el-huevo-o-la-gallina: para ser útiles tenían que ser construidos a gran escala, para ser construidos a gran escala tenían que ser útiles. «No tenemos el dinero para arreglar los hoyos de las calles», dice Levandowski. «¿Por qué invertiríamos en poner ca-bles bajo el pavimento?».

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Los autos inteligentes permitían más flexibilidad, pero también eran más complejos. Necesitaban senso-res para guiarlos, computadoras para manejarlos, ma-pas digitales que seguir. En los ochenta, un ingeniero alemán llamando Ernst Dickmanns, de la Bundeswehr University en Múnich, equipó a una van Mercedes con cámaras y procesadores, y la programó para seguir las líneas de una pista. Muy pronto la van se manejaba sola alrededor de una pista. Para 1995 el auto de Dickmanns era capaz de manejarse sin ayuda a cien millas por hora por la Autobahn desde Múnich hasta Odense, en Dina-marca. ¡Seguro que la era del auto sin conductor estaba a la vuelta de la esquina! No todavía. Los autos inteli-gentes eran apenas suficientemente astutos como para meter en problemas a los choferes. Las carreteras y las pistas de pruebas que solían circular eran ambientes to-talmente controlados. En el instante en que más varia-bles se agregaban —un peatón, un policía de ruta—, la programación comenzaba a fallar. Noventa y ocho por ciento del manejo es seguir la línea punteada. El otro dos por ciento es el que importa.

«Antes de 2000 no había manera de hacer algo intere-sante», me dijo el experto en robótica Sebastian Thrun. «Los sensores no servían, las computadoras no servían y los mapas tampoco servían. Un radar era un aparato desplegado en una colina que costaba doscientos mi-llones de dólares. No era algo que uno pudiera com-prar en RadioShack». Thrun, que tiene cuarenta y dos años, es el fundador del proyecto Google Car. Un niño prodigio de la occidental ciudad alemana de Solingen programó su primer simulador de manejo cuando tenía doce años. Delgado y bronceado, de ojos azules y porte liviano, ingrávido casi, parece recién salido de una pista de baile de Ibiza. Y, sin embargo, como Levandowski, tiene el don para ver las cosas a través de los ojos de una máquina, para intuir la lógica con la cual esta podría comprender el mundo.

Cuando Thrun recién llegó a Estados Unidos, en 1995, aceptó un trabajo en el principal centro de investigación sobre autos sin conductor: Carnegie Mellon Universi-ty. Se dedicó a construir robots que exploraban minas en Virginia, guiaban a los visitantes del Smithsonian y charlaban con los pacientes de un hogar de ancianos. Lo que no hizo fue construir autos que se manejaran solos. Para entonces se había acabado el financiamiento para la investigación privada en el campo de los autos sin con-

ductor. Y aunque el Congreso había puesto por meta que para 2015 un tercio de todos los vehículos de combate terrestre se manejaran solos, poco se había hecho al res-pecto. De vez en cuando —recuerda Thrun— contra-tistas militares financiados por la Agencia de Defensa para Proyectos de Investigación Avanzada (Darpa, por sus siglas en inglés), probaban sus últimos prototipos. «La mayoría de las demostraciones que vi terminaban en choques o averías en la primera media milla», me dijo. «Darpa financiaba a gente que no solucionaba el proble-ma, pero no lograban darse cuenta si era por causa de la gente o de la tecnología. Entonces hicieron esta locura, que fue realmente visionaria».

Convocaron a una carrera.

El primer Darpa Grand Challenge se hizo en el desierto

de Mojave el 13 de marzo de 2004. El premio era un millón de dólares por lograr una tarea que parecía sencilla: cons-truir un auto capaz de manejar 142 millas sin intervención humana. El auto de Ernst Dickmanns había recorrido una distancia similar en la Autobahn, pero con un conduc-tor en el asiento del piloto para encargarse de las partes complicadas del camino. En el Grand Challenge, los autos irían vacíos y la ruta iba a ser ruda: desde Barstow, en Cali-fornia, hasta Primm, en Nevada. En vez de caminos rectos y curvas suaves, habría cuestas rocosas y curvas cerradí-simas; en vez de señales de tránsito y pistas demarcadas, coordenadas de GPS. «Hoy podríamos hacerlo en unas horas», me dijo Thrun. «Pero en ese momento era como ir a la luna en zapatillas en vez de cohetes».

Levandowski supo de la carrera por su madre. Ella ha-bía visto un anuncio online en 2002, y recordó que su hijo solía jugar con autos a control remoto cuando era niño y los estrellaba contra las cosas del dormitorio. ¿Qué tan distinto podía ser esto? Levandowski era ahora un es-tudiante en Berkeley, en el Departamento de Ingenie-ría Industrial. Cuando no estudiaba o practicaba con el equipo de remo o ganaba competencias de Lego, se la pasaba buscando nuevas tonterías cool que construir, y que ojalá que le dieran ganancias. «Si está ganando plata, tiene su confirmación de que está creando algo de valor», me dijo su amigo Randy Miller. «Me acuerdo de un día en su casa, cuando aún estudiábamos en la universidad, en que me contó que había arrendado su cuarto. Había

puesto una muralla en su living y dormía en un sofá, en una de las mitades de la sala, junto a una torre de com-putadora que acababa de construir. Yo le dije: «Anthony, ¿qué demonios estás haciendo? Tienes un montón de di-nero. ¿Por qué no tienes un lugar para ti solo?» Y él me respondió: “No, hasta que no me pueda mudar a la suite presidencial de un 747, quiero vivir así”».

Las reglas de la Darpa eran vagas en cuanto a los ve-hículos a usar: podía ser cualquier cosa que se manejara sola. Levandowski tomó una decisión arriesgada. Iba a construir la primera motocicleta autónoma. En el mo-mento pareció una movida genial (Miller dice que se les ocurrió la idea en una tina caliente en Tahoe, lo que

suena coherente). Al final la buena ingeniería es saber sortear el sistema —dice Levandowski—, evadir obstá-culos más que tratar de pasarlos por encima. Su ejemplo favorito lo sacó de un concurso de robótica que el MIT hizo en 1991. Con la tarea de construir una máquina que lograse meter la mayor cantidad de pelotas de ping-pong en un tubo, los estudiantes terminaron diseñando doce-nas de artilugios ingeniosos. Pero el diseño ganador era tan simple que daba rabia: tenía un brazo mecánico que se levantaba, ponía una pelota en el tubo y luego lo tapa-ba para que ninguna otra pelota pudiera entrar. Ganó el concurso con un solo movimiento. La motocicleta podía ser así, pensó Levandowski: con una partida más rápida que la del auto y más fácil de maniobrar. Podía pasar en-tre barreras angostas y ser tan veloz como un carro. Tam-bién era una buena manera de vengarse de su madre, que nunca lo dejó andar en moto cuando era niño. «Perfecto —pensó—. Voy a hacer una que se maneje sola».

El defecto del plan era evidente: una moto no puede pararse sola. Necesita un conductor que le dé balance o un complejo sistema de ejes y motores controlados por computadora que ajuste su posición cada centésima de segundo. «Antes de recorrer tres metros tienes que hacer un año de ingeniería», dice Levandowski. Los otros com-petidores no tenían ese problema. Y también tenían un respaldo sustancial de la academia y de distintas corpo-raciones: el equipo de la Carnegie Mellon trabajaba con General Motors; Caltech, con Northrop Group; Ohio State con los fabricantes de camiones Oshkosh. Cuando Levandowski se acercó al profesorado de Berkeley para contar su idea, la reacción fue, en el mejor de los ca-

sos, un desconcierto incrédulo. Su tutor, Ken Goldberg, le dijo francamente que no tenía posibilidad de ganar. «Anthony es probablemente el estudiante más creativo que he conocido en veinte años», me dijo. «Pero esto de la moto era demasiado».

Levandowski no se inmutó. En los dos años que si-guieron hizo más de doscientas presentaciones para po-sibles auspiciadores. Poco a poco logró juntar treinta mil dólares de Raytheon, Advanced Micro Devices y otras compañías (ninguna compañía de motocicletas quería involucrar su nombre en el proyecto). Luego puso cien mil dólares de su propio bolsillo. Mientras tanto cazaba furtivamente a los estudiantes de posgrado de su facul-tad. «Nos pagaba en burritos», me contó Charles Smart, quien ahora es profesor de matemáticas en el MIT. «Siempre los mismos burritos. Aun así me acuerdo que pensaba que ‘ojalá le guste lo que hago y me deje trabajar con él’». Levandowski lograba ese efecto en la gente. Su

El auto de Google no puede distinguir entre pista mojada y pista seca.

No puede oír el silbato de un policía y tampoco puede entender señales hechas

con las manos. Pero, por cada una de sus fallas, tiene sus fortalezas.

Nunca se adormece ni se distrae, nunca se pregunta si tiene el derecho al paso.

Conoce cada esquina, cada árbol, cada semáforo al detalle y en 3D. El auto ya

ha manejado más de ochocientos mil kilómetros sin causar ningún accidente:

casi el doble de kilómetros que un estadounidense logra manejar antes de chocar

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entusiasmo desquiciado por el proyecto solo se corres-pondía con su dominio de los desafíos técnicos que se le imponían y con la voluntad de ir hasta cualquier extremo con tal de vencerlos. En un momento ofreció a la novia y futura esposa de Smart cinco mil dólares para que termi-nara con él hasta que el proyecto estuviera acabado. «Era una oferta totalmente seria», me dijo Smart. «Ella odiaba el proyecto de la moto».

Llegó el día cuando Goldberg se dio cuenta de que la mi-tad de sus estudiantes de doctorado habían estado trabajan-do con Levandowski. Empezaron con una sucia moto Yama-ha, hecha para un niño, a la que desarmaron hasta dejar solo el esqueleto. Le pusieron cámaras, giroscopios, GPS, com-putadoras, barras estabilizadoras y un motor eléctrico para dirigir el volante. Escribieron decenas de miles de líneas de código. Si se editan y se ponen todos juntos, los videos de las primeras pruebas parecen una versión nerviosa de El show dE bEnny hill: la moto arranca sola, los ingenieros sal-tan felices, la moto se cae más de seiscientas veces seguidas. «Construimos la moto y la reconstruimos como tanteando en la oscuridad», me contó Smart. «Es como me dijo una vez uno de mis colegas: ‘No entiendes, Charlie, esto es robótica. En realidad nada funciona’».

Finalmente un año después de comenzado el proyec-to un ingeniero ruso llamado Alex Krasnov descifró el código. Todos pensaban que la estabilidad era un pro-blema complejo, no lineal; pero resultó ser bastante simple. Cuando la moto se iba hacia un lado, Krasnov la dejaba inclinarse apenas un poco más en la misma di-rección. Esto creaba la aceleración centrífuga que em-pujaba a la moto hacia la posición correcta del inicio. Haciendo esto mismo una y otra vez, dibujando peque-ñas curvas en S a medida que avanzaba, la motocicleta logró seguir una línea recta. En el videoclip de ese día la moto se tambalea un poco al comienzo, como una jirafa bebé que prueba sus piernas, hasta que de pronto sale confiadamente a dar vueltas por la pista, como guiada por una mano invisible. La llamaron The Ghost Rider.

El Grand Challenge resultó ser una de las experiencias

más humillantes de la historia automovilística. Su único consuelo fue el de la miseria compartida. Ninguno de los quince finalistas logró pasar las primeras diez millas. Sie-te se arruinaron en la milla inicial. El TerraMax de seis

ruedas y trece toneladas de la Universidad de Ohio State fue vencido por unos arbustos: el Chevy Tahoe de la Cal-tech chocó contra una reja. Incluso el equipo ganador, de Carnegie Mellon, no logró más que una victoria pírrica: su Sandstorm, un Humvee robótico, recorrió solo siete millas y media antes de salirse del circuito. Un helicópte-ro lo encontró varado en un banco de arena, envuelto en humo, las ruedas traseras giraban tan furiosamente que habían estallado en llamas.

En cuanto a The Ghost Rider, se las arregló para derrotar a más de noventa autos en la ronda clasificatoria: una milla y media de obstáculos en la carretera de Fontana, California. Pero ese fue su punto alto. El día del Grand Challenge, en la línea de partida, Levandowski, delirante de adrenalina y cansancio, se olvidó de encender el programa de estabili-dad. Cuando sonó el disparo de partida, la moto dio un salto adelante, rodó por menos de un metro y se cayó.

«Fue un día negro», dijo Levandowski. Le costó un tiempo superarlo, por lo menos en lo que se refiere a sus estándares hiperactivos. «Creo que me tomé unos cuatro días libres», me dijo. «Y entonces pensé: ¡Hey, esto no se acaba aquí! ¡Tengo que arreglarlo». Aparentemente la Darpa pensaba igual. Tres meses después la agencia convocó a un segundo Grand Challenge, para el siguien-te octubre, y dobló el premio a dos millones de dólares. Para ganar los equipos tenían que enfrentar un número enorme de fallas y carencias, desde discos duros que se habían derretido hasta sistemas satelitales defectuosos. Pero el problema de fondo era siempre el mismo: como escribió Joshua Davis en wirEd: los robots no eran lo suficientemente inteligentes. Con cierta luz no podían distinguir entre un arbusto y una roca, entre una sombra y un objeto sólido. Reducían el mundo a un laberinto de piedra y luego se perdían en la espesura más allá de los caminos. Era necesario que aumentaran su IQ.

A comienzo de los noventa, Dean Pomerlau, un experto en robótica de la Carnegie Mellon, había llegado a una so-lución muy eficiente para el problema: dejaba que su auto se enseñara a sí mismo. Pomerlau equipó a la computado-ra de su miniván con una serie de circuitos neurológicos artificiales, copiados de los circuitos cerebrales. Mientras manejaba por Pittsburgh, estas neuronas artificiales regis-traban las decisiones de manejo que él tomaba, creaban es-tadísticas y formulaban sus propias reglas de conducción. «Cuando empezamos el auto andaba entre dos y cuatro millas por hora. Un triciclo puede ir más rápido que eso»,

me dijo Pomerlau. «Para el final del proyecto, el auto an-daba a cincuenta y cinco millas por hora en carretera». En 1996 la miniván se manejó sola, con mínima intervención, desde Washington DC hasta San Diego, casi cuatro veces más lejos que la distancia recorrida apenas un año antes por el auto de Ernst Dickmanns. «Sin manos a través de América», bautizó Pomerlau a su iniciativa.

El aprendizaje de las máquinas es una idea tan vieja como la misma ciencia de la computación. Alan Turing, uno de los padres de la disciplina, lo consideraba como la esencia de la inteligencia artificial. A menudo es la for-ma más rápida como una computadora puede aprender un comportamiento complejo, pero tiene sus inconvenientes.

Un auto que se maneja solo puede sacar conclusiones ex-trañas. Puede confundir la sombra de un árbol con el bor-de de un camino o el reflejo de unos focos con la línea en-tre las pistas. Puede decidir que una bolsa que flota sobre el pavimento es en realidad un objeto sólido, y entonces hacer una maniobra brusca para esquivarla. Es como un bebé en un cochecito que adivina el mundo a través de las caras y fachadas de edificios que ojea en el camino. Es di-fícil saber qué sabe. «Las redes neuronales son como cajas negras», dice Pomerlau. «Ponen nerviosa a la gente, sobre todo cuando conducen un vehículo de dos toneladas».

Las computadoras, como los niños, suelen aprender de memoria y por repetición. Se les da miles de reglas y datos que memorizar —si pasa X haz Y: evita las rocas— para después probarlas a través de ensayo y error. Es un trabajo lento, minucioso; pero más fácil de predecir y re-finar que el aprendizaje de las máquinas. El truco, como en cualquier sistema educacional, es combinar las dos en

su medida justa. Mucho aprendizaje de memoria pue-de resultar en una máquina lenta y predecible. Mucho aprendizaje experiencial puede dar pie para puntos cie-gos y caprichos. Los caminos con más baches del Grand Challenge fueron en su mayoría los más fáciles de nave-gar porque estaban bien demarcados. Fue en los caminos abiertos, más arenosos, que los autos tendían a perder el control. «Dale demasiada inteligencia a un auto y se vuelve creativo», me dijo Sebastian Thrun.

El Segundo Grand Challenge puso a prueba estas dos estrategias. Cerca de doscientos equipos se inscribie-ron para la carrera, pero desde el principio estuvo cla-ro quiénes eran los rivales principales: Carnegie Mellon

University y Stanford. El equipo de la CMU estaba lide-rado por el legendario experto en robótica William (Red) Whittaker. (Para la fecha, Pomerlau había dejado la uni-versidad para lanzar su propia empresa). Un ex marine de porte impresionante y cabeza de proyectil, Whittaker, se especializaba en máquinas construidas para zonas re-motas y peligrosas. Sus robots han gateado sobre hielos antárticos y volcanes activos y han inspeccionado los re-actores nucleares dañados de Three Mile Island y Cher-nobyl. Secundado por un ingeniero joven y brillante lla-mado Chris Urmson, Whittaker encaró la carrera como si fuera una operación militar, que habría de ganarse con el uso de una fuerza aplastante. Su equipo pasó 28 días escaneando a láser el Mojave para crear un modelo computacional de su topografía. Luego combinaron esas imágenes con información satelital para poder identificar obstáculos. «La gente no recuerda después quiénes mu-rieron intentando», me diría después.

Tarde o temprano, un auto sin conductor puede matar a alguien.

Hay un horror peculiar ligado a la idea de una muerte por culpa de

una computadora. La pantalla se congela o falla la fuente de poder.

Los sensores se atoran o leen mal un cartel. El auto se detiene en seco o

se lanza contra el tráfico. Un circuito va a fallar, y ese único defecto en

trescientos mil aciertos va a sacar a un auto de su pista o lo va a estrellar

contra un árbol. Y al final, ¿quién es el responsable si algo sale mal?

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El equipo de Stanford lo lideraba Thrun, quien no ha-bía participado en la primera competencia, hecha cuan-do él era un recién llegado al cuerpo de académicos de la CMU. Para el verano siguiente había aceptado una cátedra en Palo Alto. Supo por uno de sus estudiantes, Mike Montemerlo, que la Darpa había anunciado una segunda carrera. «El resultado de su evaluación era que no debíamos participar, pero sus ojos, su cuerpo, todo el resto de él, decía que sí», recuerda Thrun. «Y me arrastró con él». La competencia se convertiría en un estudio de opuestos: Thurn el cosmopolita encantador; Whittaker el petulante mariscal de campo. Carnegie Mellon con sus vehículos militares: Sandstorm y Highlander; Stanford con su enclenque Volkswagen Touareg, llamado Stanley.

Era un encuentro parejo. Los dos equipos tenían sensores y softwares similares, pero Thrun y Montemer-lo se concentraron mucho más en el aprendizaje de la máquina. «Era nuestra arma secreta», me contó Thrun. En vez de programar al auto con modelos de las rocas y arbustos que debía evitar, Thrun y Montemerlo simple-mente lo manejaron hasta el corazón de un camino del desierto. Los láseres del techo escanearon el área alre-dedor del auto, mientras la cámara miraba más adelante. Analizando esa información, la computadora aprendió a identificar las partes planas como rutas y las más irre-gulares como bordes del camino. También comparó las imágenes de la cámara con las del láser para poder dis-tinguir terreno plano con cierta anticipación, y así poder manejar mucho más rápido. «Todos los días era lo mis-mo», se acuerda Thrun. «Salíamos, manejábamos veinte minutos, nos dábamos cuenta de que había algún bicho en el software y pasábamos cuatro horas reprogramando y volviendo a intentar. Hicimos eso durante cuatro me-ses». Cuando empezaron, uno de cada ocho píxeles que la computadora marcaba como obstáculo, no lo era. Para cuando el proyecto estuvo listo, el porcentaje de error había caído a uno de cada cincuenta mil.

El día de la carrera, dos horas antes de que comenzara, la Darpa dio las coordenadas de GPS del circuito. Era in-cluso más difícil que la primera vez: más giros, pistas más delgadas, tres túneles y el paso por una montaña. Carne-gie Mellon, con dos autos en vez del único de Stanford, decidió apostar por lo seguro. Pusieron a Highlander a correr más rápido —más de veinte millas por hora de promedio—, mientras Sandstorm se quedaba más atrás. La diferencia fue la necesaria para costarles la compe-

tencia. Cuando Highlander comenzó a perder velocidad por culpa de un pinchazo en una manguera de combus-tible, Stanley pasó adelante. Para cuando cruzó la meta, seis horas y cincuenta y tres minutos después de haber comenzado, le llevaba más de diez minutos de ventaja a Sandstorm y más de veinte a Highlander.

Fue el triunfo del más débil, la victoria del cerebro por encima de los músculos. Pero menos para Stanford que para todo el campo. Cinco autos terminaron el recorrido de ciento treinta y dos millas, más de veinte fueron más allá de lo logrado por el ganador de 2004. En un año ha-bían progresado más que los contratistas de la Darpa en dos décadas. «Tenías a este montón de desquiciados que no sabían lo difícil que iba a ser», me dijo Thrun. «Pensa-ron: “a ver tengo un auto, tengo una computadora y ne-cesito un millón de dólares”. Y se lanzaron a inventar en sus garajes, haciendo cosas que nunca antes se habían he-cho en robótica, muchas locamente impresionantes». Un grupo de estudiantes de secundaria de la escuela de Palos Verdes, California, liderado por un chico de diecisiete años llamado Chris Seide, inventó un ‘Doom Buggy’ que se manejaba solo. Thrun recuerda que podía cambiar de pista y parar en los signos ‘Pare’. Una Ford SUV progra-mada por unos empleados de una aseguradora en Luisia-na llegó a la meta solo 37 minutos después de Stanley. Su programador principal había sacado los algoritmos preli-minares de libros sobre diseño de videojuegos.

«Si miras atrás, al primer Grand Challenge, te das cuen-ta de que estábamos en la edad de piedra comparado con ahora», me dijo Levandowski. Su moticicleta encarna esa evolución. Aunque no pasó de las semifinales de la segun-da carrera —se tropezó con unas tablas de madera—, The Ghost Rider se convirtió a su manera en una maravilla de la ingeniería, pues venció a 78 vehículos de cuatro ruedas. Dos años después, el Smithsonian sumó a la moto a su colección; un año después de eso, agregó también a Stanley. Para en-tonces Thrun y Levandowski trabajaban para Google.

El proyecto del auto sin conductor ocupa un espacio

enorme, parecido a un garaje, en los suburbios de Mou-ntain View. Es parte de la extensión de un campus cons-truido a principio de los noventa por Silicon Graphics y reocupado por Google, el ejército conquistador, una dé-cada después. Como muchas oficinas de alta tecnología

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es una mezcla de capricho con adicción al trabajo: hojas de metal coloreadas como caramelos sobre un chasís de resortes acerados. Hay una mesa de fútbol de mano en el lobby, pelotas de ejercicio en la sala de estar y una hilera llena de lo que parecen bicicletas de payaso estacionadas afuera del edificio, y que se pueden usar gratis. Cuando entras, lo primero que notas son las figuritas excéntri-cas en los escritorios: pitufos, juguetes de la GuErra dE las Galaxias, artefactos creados por Rube Goldberg. Lo siguiente que llama la atención son los escritorios en sí mismos: fila tras fila tras fila, cada uno con alguien que mira absorto una pantalla.

Me llevó dos años acceder a este lugar, y me lo permi-tieron solo con un miembro del equipo que seguía cada uno de mis pasos. Google guarda sus secretos con más celo que la mayoría. En las cafeterías gourmet instaladas a lo largo del campus hay signos que les advierten contra los tailgaters: espías corporativos que pueden colarse de-trás de un empleado antes de que las puertas automáticas se cierren. Una vez adentro, la atmósfera pasa desde el estado de vigilancia a uno de casi fervor misionero. «Fun-damentalmente queremos cambiar el mundo con esto», me dijo Sergey Brin, cofundador de Google.

Brin estaba vestido con una sudadera de color carbón, pantalones sueltos y zapatillas. Su barba dispareja y su mirada plana y penetrante le daban un aire a Raspu-tín, un aire deslavado por los anteojos Google Glass que usaba. En un momento me preguntó si quería probar los lentes. Cuando ajusté el proyector en miniatura sobre mi ojo derecho, una sola línea de texto flotó ante mis ojos: «3.51 PM. Está todo bien». «Cuando miras afuera y caminas por estacionamientos o calles de muchas pistas, te das cuenta de que la infraestructura para transporte domina todo», dijo Brin. «Eso tiene un gran costo para la tierra». La mayoría de los autos se usan una o dos horas por día, siguió. El resto del tiempo están esta-cionados en la calle o en garajes. Pero si los autos se manejaran solos, la mayoría de la gente no necesitaría ser dueño de uno. Una flota de vehículos funcionaría como un sistema de transporte público personalizado; recogería y dejaría gente independientemente una de la otra, esperaría en estacionamientos entre las llamadas. Serían más baratos y eficientes que los taxis. Según al-gunos cálculos ocuparían la mitad del combustible y el quinto del espacio que un auto normal, y serían mucho más flexibles que trenes y buses. Las calles se descon-

gestionarían, las carreteras se podrían achicar, los esta-cionamientos se volverían parques. «No estamos tratan-do de ajustarnos a un modelo de negocios existente», dijo Brin. «Estamos en otro planeta».

Cuando Thrun y Levandowski recién llegaron a Google, en 2007, les fue dada una tarea más simple: crear un mapa virtual del país. La idea fue de Larry Page, el otro cofun-dador de la compañía. Cinco años antes, Page había ama-rrado una cámara de video a su auto y había filmado varias horas por los alrededores de la bahía. Le mandó el material a Marc Levoy, un experto en gráficos computacionales de Stanford que había creado un programa que podía pegar ese tipo de imágenes y recrear todo un paisaje urbano. Un grupo de ingenieros de Google improvisó sobre varias van, puso GPS y cámaras que podían grabar todos los ángu-los posibles. Eventualmente fueron capaces de lanzar un sistema que podía mostrar panorámicas de 360 grados de cualquier dirección dada. Pero la tecnología usada no era confiable. Cuando Thrun y Levandowski llegaron a bordo ayudaron al grupo a cambiar de herramientas y a repro-gramar. Después de eso equiparon cien autos y los manda-ron a recorrer todo Estados Unidos.

Desde entonces Google Street View se ha expandido a más de cien países. Es, al mismo tiempo, una herramien-ta práctica y una especie de truco mágico, una mirada hacia mundos distantes. Sin embargo, para Levandowski era solo el comienzo. La misma información —asegura-ba— podía usarse para hacer mapas digitales más pre-cisos que los basados en datos de GPS, los que Google había estado arrendando a compañías como Navteq. Por ejemplo, los nombres de las calles y de las salidas de las autopistas podían sacarse directo de las fotografías en vez de usar registros gubernamentales llenos de errores. Esto sonaba fácil, pero terminó siendo terriblemente complicado. Street View cubría mayormente áreas urba-nas, pero Google Maps tenía que abarcar más: cada ca-mino cubierto de barro debía estar asentado, cada ruta de ripio, registrada en la computadora. Durante los dos años que siguieron, Levandowski fue y volvió de Hyde-rabad, India, para entrenar a más de dos mil procesado-res de información para crear mapas nuevos y arreglar los viejos. Cuando el nuevo software para mapas de Apple falló tan espectacularmente en 2012, Levandowski supo exactamente el porqué del fracaso. Para ese entonces, su equipo había pasado cinco años introduciendo varios millones de correcciones al día.

Street View y Maps eran extensiones lógicas de una búsqueda en Google. Te mostraban dónde localizar las cosas que habías encontrado. Lo que faltaba era una forma de llegar ahí. Thrun, a pesar de su victoria en el Segundo Grand Challenge, no creía que un auto sin conductor podía funcionar en calles de uso cotidia-no, las variables eran demasiadas. «En ese momento te hubiera dicho que no había ninguna manera de que podamos conducir totalmente a salvo», dice. «Estába-mos bloqueados, no podíamos pensar que esto fuera posible». Entonces, en febrero de 2008, Levandows-ki recibió una llamada de un productor de PrototyPE this!, una serie del Discovery Channel. ¿Le interesaría

construir un auto que se manejara solo e hiciera deli-very de pizzas? Cinco semanas más tarde, Levandowski y un grupo de colegas graduados de Berkeley y otros ingenieros habían readaptado un Prius para estos fi-nes. Improvisaron un sistema de navegación y conven-cieron a la Policía de Carreteras de California para que permitiera al auto cruzar el Bay Bridge, desde San Francisco hasta Treasure Island. Iba a ser la primera vez que un auto sin tripulación manejara legalmente en calles estadounidenses.

El día del rodaje, la ciudad parecía estar bajo ley mar-cial. El nivel inferior del puente estaba cerrado para trá-fico regular y ocho patrullas, y otras ocho motocicletas policiales tenían la misión de acompañar al Prius por el nivel superior. «Obama estuvo allí una semana antes que nosotros y tuvo una escolta más pequeña», recuerda Le-vandowski. El auto atravesó el centro y cruzó el puen-te en buena forma, solo para empotrarse en un muro de

concreto cuando llegaba la final. De todas maneras, la aventura dio a Google el impulso que necesitaba. Unos meses después, Page y Brin habían hablado con Thrun para que este diera luz verde a un proyecto sobre autos sin conductor. «Ni siquiera hablaron de presupuesto», dice Thrun. «Solo me preguntaron cuánta gente necesi-taba y cómo podíamos encontrar a esas personas. Yo les dije: sé exactamente quiénes son».

Todos los lunes, a las 11:30, los ingenieros jefes del pro-yecto automovilístico de Google se reúnen para ponerse al día. La mayoría se ajusta a un perfil demográfico fami-liar para Silicon Valley: son hombres, blancos, de treinta a cuarenta años, pero vienen de todas partes del mundo.

En una reunión había gente de Bélgica, Holanda, Cana-dá, Nueva Zelanda, Francia, Alemania, China y Rusia. Thrun comenzó por ir a buscar las guindas de la torta de los dos Grand Challenge: Chris Urmson fue contratado para desarrollar el software, Levandowski, el hardware, Mike Montemerlo los mapas digitales. (Urmson dirige ahora el proyecto, luego de que Thrun pusiera toda su atención en Udacity, una compañía de educación online que cofundó hace dos años). Después comenzaron a bus-car prodigios en distintas áreas: abogados, diseñadores láser, gurús de la interfaz; todos menos ingenieros auto-motores. «Contratamos una nueva raza», me dijo Thrun. La gente de Google X tiene la costumbre de decir que X persona del equipo es la más inteligente que han co-nocido en la vida, así hasta que el círculo se cierra y casi todos hayan sido nombrados por alguien más. Como Le-vandowski que dijo de Thrun: «Él piensa a cien millas por hora. A mí me gusta pensar a noventa».

Una noche Dimitri Dolgov, el programador en jefe del equipo de Google,

estaba yendo por una zona boscosa en el auto sin chofer cuando, de

repente, el carro disminuyó la velocidad a lo mínimo. «Pensé: ¿qué

demonios? Debe ser un virus», me contó. «Y entonces vimos a los ciervos

al borde del camino». El auto, a diferencia de sus pasajeros, puede ver en

la noche. Sus sensores reconocen un objeto de treinta y cinco centímetros a

cincuenta metros de distancia

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Una mañana llegué y todos los del equipo estaban encorvados alrededor de una mesa de conferencias, en jeans y poleras; discutían la diferencia entre el calen-dario gregoriano y el juliano. El trasfondo, como siem-pre, era el tiempo. La meta de Google no es crear un prototipo de auto esplendoroso, una idea espectacular que nunca llegue a las calles, sino un producto comer-cial listo para usarse. Eso significa plazos reales, redise-ños y pruebas continuas. Esa mañana el tema principal fue la interfaz del usuario. ¿Cuán agresivos tienen que ser los sonidos de las señales de advertencia? ¿Cuán-tos peatones deberían mostrarse en la pantalla? En una versión, un peatón imprudente aparecía como un punto rojo delineado de blanco. «No me gusta para nada», dijo Urmson. «Parece un cartel de una inmobiliaria». El di-señador holandés asintió con la cabeza y prometió una alternativa para la siguiente ronda. Cada semana varias docenas de voluntarios de Google manejan los autos para hacer pruebas y llenar encuestas de usuarios. «En Dios confiamos», les gusta decir a los creyentes de la compañía. «El resto, traiga data».

Al comienzo Brin y Page pusieron al equipo de Thurn una serie de desafíos parecidos a los del Grand Challenge de la Darpa. Lograron vencer el primero en menos de un año: conducir cien mil millas por caminos públicos. Después la cosa se puso más difícil. Como niños que pla-nean una búsqueda del tesoro, Brin y Page juntaron diez itinerarios de cien millas cada uno. Los caminos serpen-teaban a través de toda el área de la bahía: desde los fron-dosos bordes del Menlo Park hasta los caminos en zigzag de Lombard Street. Si el conductor tomaba el volante o frenaba aunque fuera una sola vez, el viaje quedaba in-validado. «Me acuerdo haber pensado, ¿cómo es posible hacer eso?», me dijo Urmson. «Es difícil jugar al manejo automático por el medio de San Francisco».

Comenzaron el proyecto con el auto repartidor de piz-za de Levandowski y con el software de código abierto de Stanford. Pero muy pronto se dieron cuenta de que te-nían que comenzar de nuevo desde cero: los sensores del auto ya estaban obsoletos y el software tenía tantas fallas menores que no servía para nada. Los autos de la Dar-pa no contemplaban la comodidad de los pasajeros. Solo iban de un punto A hasta un punto B de la forma más efi-ciente posible. Para hacer la experiencia más placentera, Thrun y Urmson tenían que estudiar a fondo la física del manejo. ¿Cómo cambia el plano de una ruta cuando do-

bla en una curva? ¿Cómo afectan al control del volante el arrastre y la deformación de un neumático? Frenar ante una luz roja suena simple, pero los buenos conductores no aplican una presión constante en el freno, como lo haría una computadora. Ponen la presión poco a poco, la sostienen por un momento, luego la sueltan otra vez.

Para movimientos complicados como este, el equipo de Thurn solía empezar con la estrategia del aprendi-zaje de máquinas, la que luego reforzaban con progra-mación basada en reglas: un superego para controlar al ello. Por ejemplo hacían que el auto se enseñara a sí mismo a leer las señales urbanas y luego fortalecían ese conocimiento con instrucciones específicas: ‘PARE’ significa ‘pare’. Si el auto seguía teniendo problemas, bajaban la información del sensor, la hacían correr en la computadora y afinaban la respuesta. Otras veces pre-paraban simulaciones basadas en accidentes documen-tados por la Administración Nacional para la Seguridad del Tráfico en las Carreteras. Un colchón se cae de la parte trasera de un camión. ¿El auto debería maniobrar y esquivarlo o debería ganar más fuerza y seguir ade-lante? ¿Cuánto tiempo necesita para reaccionar? ¿Qué pasa si se le cruza un gato? ¿Un ciervo? ¿Un niño? Estas eran preguntas tanto éticas como técnicas que nunca antes los ingenieros habían tenido que contestar. Los autos de la Darpa ni siquiera se tomaban la molestia de distinguir entre señales de tránsito y peatones, u ‘orgá-nicos’, como a veces los llaman los ingenieros. Todavía pensaban como máquinas.

Una intersección con cuatro signos PARE es un buen ejemplo. La mayoría de los conductores no se quedan sen-tados esperando su turno. Asoman la punta del auto, y co-mienzan a andar cuando el auto con preferencia aún cruza la intersección. El auto de Google no hacía eso. Siendo un robot muy respetuoso de la ley, esperaba hasta que la intersección estuviera completamente clara, por lo que perdía su turno muy rápido. «Asomar la punta del auto es una forma de comunicación», me dijo Thrun. «Le dice a la gente que es tu turno. Lo mismo pasa con el cambio de pista: si comienzas a tratar de meterte en un espacio y el conductor que va un poco más atrás en esa pista acelera, te está diciendo claramente que no te da el paso. Si se queda atrás, es un sí. El auto tiene que aprender ese lenguaje».

El equipo se tardó un año y medio en dominar las diez rutas de cien millas de Page y Brin. La primera iba de Monterey a Cambria bordeando los acantilados de la

Highway 1. «Yo iba en el asiento de atrás, gritando como una niñita», me dijo Levandowski. Una de las últimas ru-tas comenzaba en Mountain View, cruzaba Dumbarton Bridge hasta llegar a Union City, se devolvía hacia el oes-te por la bahía de San Mateo, giraba al norte en 101, al este sobre el Bay Bridge hasta Oakland, norte a través de Berkeley y Richmond, de vuelta al oeste a través de la ba-hía de San Rafael, sur por las calles laberínticas de la pe-nínsula Tiburón, tan estrechas que tuvieron que plegar los espejos retrovisores, y sobre el Golden Gate Bridge hasta el centro de San Francisco. Cuando finalmente lle-garon, pasada la medianoche, celebraron con una botella de champaña. Ahora solo tenían que diseñar un sistema

que pudiera hacer lo mismo en cualquier ciudad, en todo tipo de climas, sin ninguna posibilidad de repetir algo que saliera mal. En realidad recién habían comenzado.

En estos días, Levandowski y los otros ingenieros divi-

den su tiempo entre dos modelos: el Prius, que se usa para probar nuevos sensores y software, y el Lexus, que ofrece un paseo más depurado pero también con más limitacio-nes (el Prius puede andar en calles de una ciudad, el Lexus solo en carreteras). A medida que los autos han ido evo-lucionando, han desarrollado apéndices que han perdido después, como si fueran criaturas criadas en los tanques de una película de ciencia ficción. Cámaras y radares aho-ra están debajo de capas de metal y vidrio, la torrecilla láser pasó de ser algo así como un cono de tránsito a un

montoncito de arena. Todo es más pequeño, elegante, y más poderoso que antes, pero todavía los autos no pasan inadvertidos. Cuando Levandowski me dejaba o me reco-gía cerca del campus en Berkeley, los estudiantes sacaban los ojos de sus laptops, daban gritos agudos y luego corrían a fotografiar el auto con sus teléfonos. Era su versión del Wienermobile, el auto-hotdog de Oscar Mayer.

Aun así lo primero que pensé al acomodarme en el Le-xus fue lo normal que se veía por dentro. Los experimen-tos de Google no han dejado cicatrices, ninguna señal de alteraciones cibernéticas. El interior era como el de cual-quier auto de lujo: burlwood y cuero, acabado metálico y parlantes Bose. En el centro del tablero había una pantalla

para mapas digitales, sobre esta, otra para los mensajes de la computadora. El volante tenía un botón de encendido a la izquierda y uno de apagado a la derecha, los que pren-dían o apagaban una tenue fibra óptica, roja y verde. Pero no había nada que acusara su exótico cometido. El único elemento discordante era la enorme perilla roja en medio de los asientos. «Ese es el interruptor maestro, que termina con todo», dijo Levandowski. «No lo hemos usado nunca».

Mientras viajábamos, Levandowski mantenía a su lado una laptop abierta. La pantalla mostraba una imagen gráfi-ca de toda la data que los sensores iban captando: un mun-do de objetos de neón flotaba a la deriva en un paisaje de bosques virtuales. Cada sensor mostraba una perspectiva diferente del mundo. El láser proveía profundidad tridi-mensional: sus sesenta y cuatro fuentes de luz giraban diez veces por segundo; escaneaban 1.3 millones de puntos en olas concéntricas que empezaban a dos metros y medio

A los ingenieros de Google les gusta comparar el auto sin chofer con los aviones

en piloto automático. Pero los pilotos aéreos están entrenados para permanecer

alertas y tomar el control si la máquina falla. ¿Qué conductor de auto haría

algo así? Los choferes alertas, totalmente comprometidos, están quedando en

el pasado. Más de la mitad de los conductores de entre dieciocho y veinticuatro

años admite mandar mensajes de texto mientras conduce, y más del ochenta

por ciento maneja mientras habla por teléfono. Para estas personas conducir sin

manos debería parecer algo natural: han estado haciéndolo todo el tiempo

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del auto. Podía detectar un objeto de treinta y cinco cen-tímetros a cincuenta metros de distancia. El radar tenía el doble de alcance, pero estaba muy lejos de ofrecer esa precisión. La cámara era buena identificando señales del camino, flechas para doblar, colores y luces. Las tres vistas eran combinadas y dotadas de códigos de color por una computadora instalada en la maleta del auto, luego eran superpuestas con los mapas y Street Views que Google ya había recolectado. El resultado fue un atlas caminero como ningún otro: un simulacro del mundo.

Yo iba pensando en todo esto mientras el Lexus se di-rigía desde Berkeley al sur, por la Highway 24. En lo que no pensaba era en mi seguridad. Al principio era un poco alarmante ver que el timón doblaba por sí solo. Pero esa sensación pasó pronto. Era evidente que el auto sabía lo que hacía. Cuando el conductor del costado se acercaba distraído a nuestra pista, el Lexus se alejaba, manteniendo la distancia. El Lexus disminuía la velocidad antes de que el conductor de adelante frenara. Sus sensores podían ver tan lejos, y en todas direcciones, que detectaban patrones del movimiento del tráfico mucho antes que nosotros. Se tenía la sensación de que el Lexus era un caballero: se que-daba atrás para dejar que los demás pasaran, mantenía la velocidad sin esfuerzo, como un bailarín en una cuadrilla.

El Prius era aún más capaz, pero también era más bruto. Cuando di una vuelta en él con Dimitri Dolgov, el progra-mador en jefe del equipo, el auto tuvo un par de errores de juicio: se pegó demasiado a un camión en una salida de una carretera, aceleró y pasó tarde una luz amarilla que ya cam-biaba a roja. Dolgov tomó notas en su laptop en cada ocasión. Esa noche ya había ajustado los algoritmos e hizo simulacio-nes hasta que la computadora logró hacer todo bien.

El auto de Google ya ha manejado más de medio millón de millas sin causar ningún accidente, casi el doble del promedio de millas que un estadounidense logra manejar antes de chocar. Por supuesto la computadora siempre ha viajado con un humano que toma el volante en las situa-ciones más complicadas. Solo con sus dispositivos —dice Thrun— no podría recorrer más de cincuenta mil millas sin cometer un error de consecuencias graves. Google llama a esta etapa ‘comida para perros’: no adecuada del todo para consumo humano. «El riesgo es muy alto», dice Thrun. «No podemos aceptarlo». Por ejemplo, el auto tie-ne problemas en la lluvia, cuando sus láseres rebotan sobre las superficies brillantes (las primeras gotas hacen que se encienda en la pantalla un ícono con una pequeña nube y

que suene una voz que advierte que el piloto automático se desconectará pronto). No puede distinguir entre pis-ta mojada y pista seca o entre asfalto movedizo y asfalto firme. No puede oír el pitido de un policía de tránsito y tampoco puede seguir señales hechas con las manos.

De todos modos, por cada una de sus fallas el auto tiene sus correspondientes fortalezas. Nunca se adormece ni se distrae, nunca se pregunta quién tendrá el derecho al paso. Conoce cada esquina, cada árbol, cada semáforo al detalle y en 3D. Dolgov estaba manejando por una zona boscosa una noche, cuando de repente el auto disminuyó la velocidad a lo mínimo. «Pensé, ¿qué demonios? Debe ser un virus», me contó. «Y entonces vimos a los ciervos al borde del camino». El auto, a diferencia de sus pasaje-ros, puede ver en la noche. Dentro de un año —agregó Thrun— debería ser seguro para recorrer cien mil millas.

La gran pregunta es quién construirá este auto. Google es

una compañía de softwares, no una fábrica de autos. Vendería sus programas y sensores a Ford o GM antes que construir sus propios autos. Las compañías podrían entonces reenvasar los programas y pasarlos por propios, como hacen con las unida-des de GPS de Navteq o TomTom. La diferencia es que las firmas de autos nunca se han preocupado de hacer sus pro-pios mapas digitales, pero sí han pasado décadas trabajando en automóviles que se manejen solos. General Motors patro-cinó las participaciones de la Carnegie Mellon en las carreras de la Darpa y afuera de Detroit tiene instalaciones enormes destinadas solo a la prueba de autos sin conductor. Toyota inauguró en el pasado noviembre un laboratorio de tres hec-táreas y media a los pies del monte Fuji. Allí construyó un «ambiente urbano simulado» para autos que se manejan solos. Pero aparte de Nissan, que anunció que para 2020 venderá autos totalmente autónomos, los fabricantes de vehículos son mucho más pesimistas acerca de esta tecnología. «Va a suceder, pero queda un largo camino por delante», me dijo John Capp, director de eléctrica, controles e investigación de seguridad activa de General Motors. «Una cosa es hacer una demostración del tipo, ¡mira mamá, sin manos! Pero yo estoy hablando acerca de variaciones reales de producción y de sis-temas que sean confiables, no de un vehículo circo».

Cuando visité el más reciente International Auto Show en Nueva York vi que las exhibiciones guardaban un no-torio silencio en torno al manejo autónomo. Lo que no

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quiere decir que no se mostrara. Afuera del centro de convenciones Jeep había preparado un circuito con obs-táculos para su nuevo Wrangler que incluía una hilera de troncos, que había que pasar manejando, y una colina en miniatura para subir. Cuando bajé la colina con un vendedor de Jeep, este no paraba de decirme que sacara el pie del freno. El auto estaba equipado con un ‘control de descenso’ —me explicó—, pero, como los otros ex-positores, evadió términos como ‘manejo sin conductor’. «Ni siquiera está incluido en nuestro vocabulario», me dijo Alan Hall, el mánager de comunicaciones de la Ford. «Nuestra visión de futuro es que el conductor sigue a cargo del vehículo. Él es el capitán de la nave».

Eso fue un poco deshonesto: hacer pasar la falta por principio. Las compañías de auto por ahora no pueden lograr autonomía total, así que avanzan poco a poco. Cada década agregan otro poco de automaticidad, una tarea más que le sacan de entre las manos al capitán: di-rección hidráulica en los cincuenta, control de velocidad crucero estándar para los setenta, frenos antibloqueo en los ochenta, control de estabilidad electrónica en los no-venta, los primeros autos que se estacionan solos en los 2000. Los últimos modelos pueden detectar una pista y maniobrar por sí solos para quedarse allí. Pueden mante-ner una distancia constante con el auto que va adelante, frenando hasta parar si es necesario. Tienen visión noc-turna, detectores de puntos ciegos y cámaras estéreo que pueden identificar peatones. Pero el enfoque no ha cam-biado. Como dice Levandowski: «Quieren hacer autos que produzcan mejores conductores. Nosotros queremos hacer autos que sean mejores que los conductores».

Junto con Nissan, Toyota y Mercedes son los que es-tán más cerca de desarrollar sistemas como el de Goo-gle. Pero dudan acerca de sacarlos a la luz por distintas razones. Los clientes de Toyota son un grupo conser-vador, menos preocupados por el estilo que por la co-modidad. «Tienden a tener una curva de adaptación extremadamente larga», me dijo Jim Pisz, el mánager corporativo de la sección de estrategia de negocios de Toyota en Estados Unidos. «Fue solo hace cinco años que logramos eliminar los tocacasetes». Otras veces la compañía se ha adelantado mucho a la curva. En 2005 Toyota presentó el primer auto del mundo que podía es-tacionarse solo, pero era complicado y lento de manio-brar, además de caro. «Necesitamos construir niveles de confianza graduales», dijo Pisz.

Mercedes tiene un problema más enredado. Se ha he-cho una reputación con sus lujosos instrumentos electró-nicos y con su larga historia de innovación. Su auto ex-perimental más reciente puede maniobrar en medio del tráfico, manejar en calles regulares y detectar obstáculos con cámaras y radares tal como hace Google. Pero Mer-cedes hace autos para gente que ama manejar y que paga grandes sumas por el privilegio. Sacarles el volante de las manos sería un despropósito, como poner una torrecilla láser encima de un chasís hermoso. «Aparte del problema de la precisión, que fácilmente puede volverse una pesa-dilla, no es agradable de ver», me dijo Ralf Herrtwich, di-rector de asistencia de manejo y sistemas de chasís de la Mercedes. «Uno de mis diseñadores dijo: Ralf, si alguna vez llegas a sugerir que pongamos una cosa así sobre uno de nuestro autos, te saco de la compañía».

Aunque los componentes pudieran hacerse invisibles, dice Herrtwich que le preocupa la idea de apartar a las personas del proceso de conducción. A los ingenieros de Google les gusta comparar a los autos sin conductores con los aviones en piloto automático, pero los pilotos están en-trenados para permanecer alertas y tomar el control en caso de que la computadora falle. ¿Quién haría algo similar con los conductores? «Tal vez no es sabia esta idea de la oportu-nidad única, este enfoque de el-ganador-se-lo-lleva-todo», dice Herrtwich. Pero, de nuevo, los conductores alertas, totalmente comprometidos, están quedando en el pasado. Más de la mitad de los conductores de dieciocho a vein-ticuatro años admiten mandar mensajes de texto mientras manejan, y más del ochenta por ciento manejan mientras hablan por teléfono. Conducir sin manos debería parecerles a ellos algo natural: han estado haciéndolo todo el tiempo.

Una tarde, no mucho después de la exhibición de au-tos en Nueva York, un grupo de ingenieros de la Volvo me dio una inquietante demostración. Yo estaba sentado detrás del volante de unos de sus sedanes S60 en el esta-cionamiento del cuartel general de la compañía en Roc-kleigh, Nueva Jersey. Unos cien metros más adelante, los ingenieros habían puesto una figura tamaño real de un niño. Vestía pantalones caqui y una polera blanca. Pare-cía de unos seis años. Mi misión era tratar de atropellarlo.

Volvo tiene menos fe en los conductores que la mayoría de las compañías. Desde los setenta tiene de guardia perma-nente en sus cuarteles suizos de Gotemburgo a un equipo forense. Cada vez que un Volvo participa en un accidente ocurrido dentro de un radio de cien kilómetros, el equipo

corre a la escena junto con la policía local para hacer un ba-lance del daño material y de los heridos. Cuatro décadas de ese tipo de investigación ha dado a los ingenieros de la Vol-vo una idea visceral de todo lo que puede salir mal con un auto y una base de datos con más de cuarenta mil accidentes de la que sacar información para sus propios diseños. Como resultado, las posibilidades de salir herido de un Volvo han bajado de por sobre un diez por ciento a menos de un tres por ciento durante la vida útil de un auto. La compañía dice que ese es solo el comienzo. «Nuestra apuesta es que para 2020 nadie muera o salga herido de un Volvo», declaró hace tres años en un comunicado. «En última instancia, eso sig-nifica diseñar un auto que no choque».

La mayoría de los accidentes son causados por distrac-ción, adormilamiento, borrachera o error del conductor. El sistema de seguridad más reciente de la Volvo trata de atacar cada una de estas variables. Para mantener al con-ductor alerta usan cámaras, radares y láser para monito-rear el progreso del auto. Si el auto se cambia de pista sin antes señalar que lo va a hacer, suena una alarma. Si se transforma en un patrón, el tablero comienza a hacer parpadear una pequeña taza de café humeante junto con la frase ‘tiempo de tomarse un descanso’. Para incentivar mejores hábitos mientras el conductor maneja, el auto evalúa con barras como las de la señal de un celular la atención del conductor mientras maneja (Mercedes va aún más lejos: su control de velocidad crucero no fun-ciona a menos que una de las manos del chofer esté en el volante). En Europa algunos Volvo vienen incluso con un sistema personal para medir el nivel de alcohol en la sangre, para disuadir el deseo de manejar en medio de

una borrachera. Cuando todo esto falla, el auto toma me-didas preventivas: ajusta más los cinturones de seguridad, carga los frenos con la máxima tracción posible y, como último recurso, se detiene.

Este es el sistema que yo tenía que probar en el es-tacionamiento. Adam Kopstein, el mánager de la Volvo en el área de seguridad y obediencia a las normas, es un hombre de estadísticas claras y de escrúpulos casi escan-dinavos, por lo que era un poco enervante escucharlo pe-dirme que fuera más rápido. Había pasado los primeros quince minutos tratando de chocar contra un auto infla-ble a unos aletargados treinta y dos kilómetros por hora. Tres cuartos de los accidentes ocurren a esta velocidad,

y el Volvo pasó por el trance con facilidad. Pero Kopstein estaba buscando un desafío más serio. «Dale, pisa el ace-lerador», me dijo. «No vas a lastimar a nadie».

Hice lo que me dijo. Después de todo, el niño era solo un muñeco, relleno con material pensado para simular el agua del cuerpo humano. Primero, una cámara ubicada detrás del parabrisas lo identificaría como un peatón. Acto seguido un radar escondido detrás de la rejilla de ventilación haría rebotar sus ondas sobre sus entrañas de mentira para calcu-lar la distancia hasta el impacto. «Alguna gente grita», dijo Kopstein. «Otros simplemente no pueden hacerlo. Es muy antinatura». Mientras el auto aceleraba —veinte, treinta, sesenta kilómetros por hora—, la alarma sonó, pero no fre-né. De pronto el auto se detuvo corcoveando hacia el niño con dos pequeños impulsos más hacia adelante. Finalmente se detuvo a unos doce centímetros de la figura.

Desde 2010 los Volvo equipados con sistema de seguri-dad han tenido veintisiete por ciento menos reclamos de

Al principio, era un poco alarmante ver al timón doblar por sí solo. Pero

esa sensación pasó pronto: el carro sin chofer sabía lo que hacía. Cuando el

conductor del costado se acercaba distraído, el auto se alejaba, manteniendo

la distancia. El carro que se maneja solo disminuía la velocidad antes de

que el conductor de adelante frenara. La sensación era de que el auto era un

caballero: se quedaba atrás para dejar que los demás pasen primero y luego

mantenía la velocidad, como un bailarín en una cuadrilla

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daño a la propiedad que los autos sin el sistema, según un estudio del Instituto de Seguros de Carretera. El sistema, que deja el camino libre para que el conductor esté a car-go, frena solo en situaciones extremas y cede el control al recibir un golpecito en el pedal o un giro del volan-te. De todas maneras, el auto a veces se confunde. Esa misma tarde saqué el auto para probarlo en la Palisades Parkway. Me dediqué a maniobrar el volante mientras el auto se encargaba de frenar y acelerar. Como el Lexus de Levandowski, el auto se ganó mi confianza muy pronto: se mantuvo a la par con el tráfico de la carretera, frenó suavemente en los semáforos. Entonces pasó algo extra-ño. Había dado la vuelta hacia los cuarteles de la Volvo y estaba por entrar a los estacionamientos, cuando el auto se lanzó hacia adelante, acelerando para tomar la curva.

El incidente duró solo un momento, en cuanto frené el sistema se desactivó, pero causó un poco de alarma. Kopstein sugirió que el auto debe haber ‘pensado’ que aún estaba en la carretera, en control de velocidad cru-cero. La mayor parte del camino yo fui siguiendo al Volvo de Kopstein, pero cuando el auto dobló en el estaciona-miento mi auto vio un camino libre al frente de nosotros. Ahí es cuando aceleró a lo que ‘pensó’ era el límite de velocidad: 80 kilómetros por hora.

Para algunos conductores, esto puede sonar peor que el distraerse o adormilarse frente al volante, que de al-guna manera se pueden controlar. Pero hay un horror peculiar ligado a la idea de una muerte por computado-ra. La pantalla se congela o falla la fuente de poder. Los sensores se atoran o leen mal un cartel. El auto para en seco en medio de la carretera o se lanza contra el tráfi-co. «Somos bastante tolerantes con las fallas de laptops y celulares», me dijo John Capp de GM. «Pero no estamos confiando nuestras vidas ni al teléfono ni al laptop».

Toyota probó un poco del desastre en 2009, cuando algunos conductores comenzaron a quejarse de que sus autos aceleraban solos, a veces hasta ciento sesenta kiló-metros por hora. Los anuncios causaron pánico entre los dueños de Toyota: los autos fueron acusados de causar treinta y nueve muertes. Luego se comprobó que eso era casi pura ficción. Un estudio de diez meses de la NASA y de la Administración Nacional para la Seguridad del Tráfico en las Carreteras determinó que la mayoría de los accidentes se debieron a errores del conductor o a obstáculos en el camino, y solo unos pocos a pedales que se quedaron atascados. Para ese momento, Toyota había

retirado más de diez millones de autos del mercado y pa-gado más de un billón de dólares en acuerdos legales. «Francamente ese fue un indicador de que teníamos que ir lento», me dijo Pisz. «Deliberadamente lento».

Una carretera automatizada también podría ser un ob-jetivo perfecto para el ciberterrorismo. El año pasado, la Darpa financió a un conocido par de hackers, Charlie Mi-ller y Chris Valasek, para ver cuán vulnerables eran los autos automatizados existentes. En agosto Miller presen-tó parte de sus descubrimientos en la conferencia anual de hackers, Defcon, en Las Vegas. Mandando órdenes desde su computadora, los hackers habían sido capaces de tocar la bocina, de arrebatar el volante de las manos del conductor y de frenar en seco a ciento treinta kilómetros por hora. Es cierto que Miller y Valasek habían tenido que usar un cable para entrar en el sistema de mante-nimiento del auto, pero un equipo de la Universidad de California, San Diego, liderado por el científico en com-putación Stefan Savage, ha demostrado que es posible mandar instrucciones similares sin necesidad de ningún cable, a través de sistemas tan inocentes como Bluetooth. «La tecnología existente no es tan sólida como pensamos que es», me dijo Levandowski.

Google dice que tiene respuesta para todas estas ame-nazas. Sus ingenieros saben que un auto sin conductor tiene que ser casi perfecto para que sea admitido en la ruta. «Hay que llegar a lo que la industria llama el nivel six sigma: tres defectos por millón», me dijo Ken Goldberg, el ingeniero industrial de Berkeley. «Noventa y cinco por ciento no es lo suficientemente bueno». Más allá de sus pruebas de manejo y sus simulaciones, Google ha rodeado a sus softwares con firewalls, respaldos y fuentes de poder de apoyo. Su programa de diagnóstico lanza miles de test internos cada segundo, para buscar errores en el sistema o anomalías, monitorear el motor y los frenos, y recalcu-lar continuamente el camino y la posición en la pista. Las computadoras, a diferencia de las personas, nunca se can-san de autoevaluarse. «Queremos que falle con dignidad», me dijo Dolgov. «Queremos que haga algo razonable al colapsar, como disminuir la velocidad, irse a la berma del camino y prender las luces de emergencia».

Aun así, tarde o temprano, un auto sin conductor pue-de matar a alguien. Un circuito va a fallar o va a colapsar un firewall, y ese único defecto en trescientos mil aciertos sacará a un auto de su pista o lo estrellará contra un ár-bol. «Va a haber choques y demandas», dice Dean Pomer-

lau. «Y como las compañías automotoras tienen billeteras enormes van a ir detrás de ellas, tengan o no la culpa. No necesitas muchas indemnizaciones de cincuenta o cien mil dólares para disminuir el desarrollo de esta tecnolo-gía». Incluso un invento tan beneficioso como el airbag se demoró décadas en llegar a los autos estadounidenses, según Pomerlau. «Yo solía decir que faltaban quince o veinte años para la llegada de los autos sin conductor. Eso fue hace veinte años. Todavía no los tenemos y yo todavía pienso que van a llegar en diez».

Si en un principio los autos sin conductor se vieron retrasados por su propia tecnología, y luego por ideas, ahora el factor limitante es la ley. Técnicamente el auto

de Google ya es legal: los conductores deben tener li-cencia, nadie ha dicho nada sobre computadoras. Pero la compañía sabe que ese alegato no pasa una corte y quiere que los autos sean regulados de igual modo que conductores de carne y hueso. En los últimos dos años, Levandowski ha pasado bastante tiempo viajando a lo largo del país para que los legisladores apoyen esta tecnología. Nevada, Florida, California y el Distrito de Columbia ya han legalizado los autos sin conductores a cambio de que sean fiables y estén asegurados, pero otros Estados ven el tema con más recelo. Por ejemplo, las propuestas de ley de Michigan y Wisconsin clasifi-can a los autos sin conductores como tecnología expe-rimental, legal solo bajo límites estrictos.

Queda mucho por definir. ¿Cómo se deben probar es-tos autos? ¿Cuál es una velocidad adecuada para ellos y cuánta distancia deben mantener con otros vehículos? ¿Quién es responsable si algo sale mal? Google quiere

dejar estas materias específicas en manos de los departa-mentos de vehículos y motores, y de aseguradoras (como las primas están basadas en estadísticas de riesgo, debe-rían bajar para un auto sin conductor). Pero las compa-ñías de autos dicen que esto las pone en una posición muy vulnerable. «Su postura original fue: no deberíamos apurarnos con esto. No está listo para el debut, no debe-ría legalizarse», me dijo Álex Padilla, el senador estatal que patrocinó el proyecto en California. Él cree que el objetivo real de las compañías automotoras era comprar tiempo para ponerse al día. «Me quedó claro que lo que había aquí es una carrera hacia el mercado. Y todos están en esa carrera». La pregunta es cuán rápido deberían ir.

En la reunión técnica a la que fui, Levandowski mostró al equipo un video del más reciente láser de Google, agendado para instalarse durante el año. Con mucho más alcance que el anterior —trescientos treinta y cinco kilómetros en vez de ochenta— y treinta veces la resolución. A una distancia de treinta metros es capaz de detectar una placa de metal de cinco centímetros de espesor. El láser tendrá el tamaño de una taza de café y costará alrededor de diez mil dólares, setenta mil menos que el modelo actual.

«El costo es la menor de las preocupaciones», me ha-bía dicho Sergey Brin un poco antes. «Bajar el precio de una tecnología es como…», dijo, e hizo tronar los dedos. «Espera un mes. No es esencialmente cara». Brin y sus ingenieros están motivados por preocupaciones más per-sonales. Los padres de Brin tienen setenta y tantos, y es-tán comenzando a sentirse inestables detrás del volante. Thrun perdió a su mejor amigo en un accidente de auto y Urmson tiene hijos que en pocos años podrán manejar.

Algunos carros Volvo tienen un sistema para disuadir el deseo de manejar en una

persona ebria. Cuando esto falla, el auto toma medidas preventivas: ajusta más los

cinturones, carga los frenos con la máxima tracción o se detiene. Una tarde, un grupo

de ingenieros de la Volvo me dio una demostración. Habían puesto una figura tamaño

real de un niño a unos cien metros. Mi misión era atropellarlo. Mientras el auto

aceleraba –veinte, treinta, sesenta kilómetros por hora– una alarma sonó, pero no frené.

De pronto, el auto se detuvo: frenó a unos doce centímetros del niño

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Como todos en Google conocen las estadísticas: los acci-dentes de auto matan a 1.24 millones de personas al año y lastiman a otros cincuenta millones.

Levandowski comprendió lo que estaba en juego hace tres años. Su novia, Stefanie Olsen, tenía nueve meses de embarazo entonces. Una tarde ella terminaba de cruzar el Golden Gate Bridge para ir a visitar a una amiga en Marin County cuando el auto que iba adelante se detuvo abruptamente. Olsen frenó en seco y el auto patinó hasta parar, pero el conductor detrás de ella no fue tan rápido y chocó contra el Prius de Olsen a cincuenta kilómetros por hora, y la hizo chocar también con el auto de adelan-te. «Era como una lata de sardinas», me dijo Olsen. «El auto estaba destruido y yo estaba adentro, como en me-dio de un acordeón». Gracias al cinturón de seguridad, ni a ella ni al bebé les pasó nada, pero cuando Álex nació traía un pequeño mechón de pelo blanco en la nuca.

«Ese accidente no debería haber ocurrido», me dijo Levandowski. Si el auto que viajaba detrás de Olsen se hubiera manejado solo habría visto la obstrucción tres autos más adelante. Habría calculado la distancia hasta el impacto, habría escaneado las pistas vecinas, se habría dado cuenta de que estaba encajonado y habría frenado, todo en menos de una décima de segundo. El auto de Google maneja más a la defensiva que la gente: se acerca cinco veces menos a los autos que van adelante, muy ra-ras veces permite que haya menos de dos segundos entre el otro auto y él. Dadas las circunstancias —dice Levan-dowski—, nuestro miedo a los autos que se manejan solos es irracional. «Una vez que logras que el auto sea mejor que el conductor, es casi irresponsable dejarlo estar ahí», dice. «Cada año que demoramos el tema, muere gente».

Después de un largo día en Mountain View, la vuelta

a casa hasta Berkeley puede ser un desafío. La mente de Levandowski, acostumbrada a dar vueltas en todas di-recciones, puede tener problemas concentrándose en la masa de dos toneladas de metal en la que se mueve. «La gente debería estar feliz de que pueda poner el modo au-tomático», me dijo mientras volvíamos a casa una noche. Se reclinó en el asiento y puso las manos detrás de la ca-beza, como si tomara sol. Se veía como uno de los dibujos de su colección de ilustraciones vintage de autos sin con-ductores: «¡Carreteras seguras gracias a la electricidad!».

Parecía estar todo tan cerca que podía imaginarse cada paso: los primeros autos entrando al mercado en cinco o diez años. Serían pocos al principio —bestias exóticas en un nuevo continente— confiando en sus sensores para conocer el territorio, haciendo mapas calle tras calle. Luego se propagarían, se multiplicarían, compartirían mapas y condiciones de ruta, alertas de accidentes y con-diciones de tráfico. Se moverían en manadas, unos rom-piendo el viento de los otros para ahorrar combustible, recogiendo y llevando pasajeros, como había imaginado Brin. Por una vez no parecía una fantasía. «Si observas mi historial, verás que usualmente hago algo por dos años y después me quiero ir», dijo Levandowski. «Soy un tipo que corre el primer kilómetro, el que corre hacia la playa en Normandía y luego deja que otra gente la fortifique. Pero quiero ver esto llegar al otro lado. Lo que hemos hecho hasta ahora es genial, científicamente interesante, pero no ha cambiado la vida de la gente».

Cuando llegamos a su casa, su familia esperaba. «¡Soy un toro!», gritó Álex, su hijo de tres años, mientras corría a saludarnos. Actuamos adecuadamente impre-sionados y luego preguntamos por qué un toro tendría bigotes y nariz roja. «Era un gatito hasta hace poco», susurró la madre. La ex reportera freelance para el timEs y para CNET Olsen estaba escribiendo un tecno-thriller ambientado a Silicon Valley. Ahora trabajaba desde casa y se había vuelto muy cautelosa acerca de manejar después del accidente. De todas maneras, dos semanas antes Levandowski la había llevado junto con Álex a dar su primera vuelta en el auto de Google. Ella admi-tió que estaba nerviosa al comienzo, pero Álex se había preguntado el porqué de tanto escándalo. «Él piensa que todo es un robot», dijo Levandowski.

Mientras Olsen ponía la mesa, Levandowski me daba un breve tour por su hogar: una casa de 1909, del mo-vimiento Arts and Crafts, que alguna vez albergó a una comunidad de hippies liderados por Tom Hayden. «To-davía puedes ver los circulitos quemados en el piso del living», dijo. La casa es una elección rara y modesta para un republicano registrado y multimillonario. Probable-mente Levandowski podría pagar ahora la habitación presidencial del 747 y darle un buen uso. Solo el año pasado voló más de cien mil millas por trabajo. Pero ha-bía un problema, me dijo. Era irracional, lo sabía. Iba contra todas las estadísticas y el sentido común, pero no podía evitarlo. Tenía miedo de volar