Bajo La Lluvia y otros cuentos
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BAJO LA LLUVIA Y OTROS
CUENTOS
Cuento ganador y cuentos más votados del Primer concurso de cuento virtual organizado por
Ecdótica y Yerba Mala Cartonera
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© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2009.
Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.
http://yerbamalacartonera.blogspot.com
Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú),
Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia
Catadora (Brasil)
______________________________________________________
Impreso en: Imprenta ―Río Seco‖, patio 2, mzno. P, No. 214, El Alto.
Derechos exclusivos en Bolivia
Hecho el depósito legal: 3-1-1101-09
Impreso en Bolivia
______________________________________________________
Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado del club de
cuento “Pan de batalla”, la Sra. María Campos y el mArtadero.
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Cuento Ganador
BAJO LA LLUVIA
Mauricio Rodríguez Medrano
…pareció mejor con los primeros soles.
Gabriel García Márquez,
Un señor muy viejo con unas alas enormes
El siete corrió hasta llegar a la escarpada. Intentó devolver
la mirada hacia las rocas de sal. Escuché sus pasos y quise
advertirle que aún faltaba demasiado sendero para alcanzar el
páramo, que todavía estaba cerca la alambrera de púas y que no
se fiara del silencio ni de la noche ni de la niebla; pero de la
boca sólo me salía espuma.
Desde la hondura no pude ver aquellos ojos que buscaban
perderse en el infinito del horizonte, como lo hicieron siempre.
Me pesaba el recuerdo de los días, las horas en que formaba en
el patio; y la lluvia aún crepitaba en los techos de zinc, antes de
que escampara al final de la tarde. Todos los días eran días de
lluvia. El silencio sólo podía ser atenuado por los murmullos
que provenían de las habitaciones del fondo. Y no sé en qué
momento sentí las manos del siete apoyadas en las rocas.
Después cayeron gotas de sudor y chapalearon en la tierra
húmeda o en algún charco que reflejaba la noche.
El siete quiso continuar bajando. Resbaló en las piedras. Al
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subir la cuesta le había recomendado que no se atrasara porque
el sendero podía traicionarnos, pero se retrasó. Tuvo que
sentarse, agachar la cabeza y dar de topes contra el suelo;
primero despacito, después más recio y aquello sonó como un
tambor. Igual que el tambor que se tocaba al final de la tarde,
cada día de los días que formábamos, cuando el sonido de la
sirena, que a muchos acercó a su final, anunciaba la proximidad
de una avioneta de color de añil. Aquel día la sirena no fue
prendida al anochecer. El silencio me acompañó hasta la cima.
Y ya no pude ver el cuerpo del siete tendido a un lado de las
rocas de sal, intentando alcanzarme, confundido al ver tanta
oscuridad y sentir el silencio inacabable que se extendía hasta la
línea invisible del horizonte.
Enterré la cabeza en el lodo y pude escuchar los pasos del
siete que se hundían en cada charco. Quise decirle que esperara
los primeros minutos del amanecer, que la noche, aunque
parecía interminable, se iría disipando, que no intentara correr,
que sólo se cansaría buscando encontrar la salida hacia el
páramo; pero las palabras no podían enfrentarse al silencio.
Sentí hundirme en un pozo y formar parte de la noche, tan
parecida al sinfín de habitaciones que nos resguardaban de la
lluvia, tan diferente a las habitaciones del fondo, con paredes
blancas, con camillas blancas, con olor a hospital, que el siete
conoció; y fue el único que regresó, aunque con un pedacito de
luces de quirófano o de cristales de agua salina atravesado en los
laberintos de su mente. Pero los que vigilaban desde las torres,
aunque lo veían todo, jamás pudieron siquiera descubrir aquel
retorno o intuir que siete noches después cruzaríamos la
alambrera y esperaríamos acurrucados en algún agujero a que
miraran el desierto, en donde las camionetas se perdían dejando
una estela de polvo. Luego empezamos a subir la escarpada y
atravesamos la hilera de mástiles que poseían banderas
flameando por encima de la niebla. La misma niebla envolvía el
cuerpo del siete. Había caído otra vez. Sentí que buscaba a
tientas alguna roca para sujetarse, para decirse a sí mismo que la
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oscuridad no era indefinida. Su respiración se acercó a la mía y
sus latidos se acercaron a los míos. Quise decirle, aún con un
leve hilo de voz alejándose sin remedio, que si esperaba
podríamos llegar al páramo, que la niebla ya empezaría a
perderse; pero en ese instante percibí pasos alcanzando la cima
y el rastreo de perros sujetados con tientos de cuero. Aún así el
silencio parecía ganarle a los ladridos, a las indicaciones de
rastrillar toda el área antes del amanecer.
El siete se levantó otra vez, como lo hizo siempre después
de cada respuesta errónea en la infinidad de interrogatorios que
se repetían cada día. Luego debía llevarlo al catre y hacer
vigilia, cambiarle el emplasto de la frente y, sin querer, escuchar
sus palabras. Una ventana…, una puerta a punto de ser
abierta…, un pasillo sin final… El siete fue asesino y víctima a
la vez durante todas las noches que duró la fiebre, en todo el
tiempo antes del amanecer y la lluvia. En seguida éramos
conducidos al patio para formar y escuchar cuántos días faltaban
antes del abandono de la alambrera. Aquellos días estaban ya
lejos, y el siete continuaba bajando y apresurando el paso a
pesar de las piedras y de la quebrada que fue develada por una
tenue claridad cuando la niebla desapareció. Quise preguntar al
siete por qué se alejó de mí, por qué tuvo que tardar tanto, por
qué me dejó allá arriba a merced de la noche, de los pasos
equívocos y de todo el pasado colmado de recuerdos que pesaba
en todo el cuerpo.
En la penumbra, una y otra vez regresaba a la habitación, a
la orilla de un catre duplicado de otro catre y de todos los del
vasto corredor sin puertas. En aquel lugar escuché la confesión.
Las palabras cobraban vida, también muerte. Sentí las gotas de
sangre que caían al piso de madera y recorrían todo el largo del
pasillo, en seguida el aliento aún tibio salía del cuerpo rendido
en el suelo, atravesaba unos labios que fueron marchitándose,
perdiendo todo su color; después el arma cayó sin hacer el
menor ruido. Afuera habían tomado la ciudad. Empezó a llover
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y una camioneta recorrió el desierto. Esa noche había quedado
atrás, y el silencio fue desapareciendo. A instantes la tierra era
alumbrada por las linternas que provenían de la cima; y la sirena
fue encendida a deshora, en otro tiempo. Sentí el sonido del
motor de la avioneta. Las linternas fueron apagadas y los pasos
se detuvieron. Sólo el siete continuaba bajando, hundiendo los
pies en la tierra, lacerando los pies en las piedras. Resbaló dos,
tres veces. Nadie le limpió el rostro. Fue entonces que pude ver
el cielo azulino, azulenco, azulillo, azulado, y la sombra de la
avioneta perdiéndose tras la cadena de montañas que no tenía ni
principio ni final. La sirena fue apagada y las linternas fueron
prendidas otra vez. Los perros ladraban dejando caer
espumarajos en la tierra. Los tientos fueron soltados, y sentí la
llovizna en el rostro.
Faltaba tan poco para el amanecer, para que el siete por fin
saliera al páramo, para que todo recuerdo fuera borrado de la faz
de la tierra; y los días de la alambrera terminaran, también los
recuerdos que me habían acompañado hasta la cima y en la
caída definitiva; después en cada intento de pedirle al siete que
regresara los pasos, que inclinara el cuerpo para ver hacia la
hondura, que si hubiese decidido levantar mi cuerpo y continuar
el sendero, sin soltar la carga de sus hombros, tal vez
hubiésemos podido cruzar la línea del horizonte, juntos los dos.
Pero sólo pude verlo tras la lluvia, quizá tras alguna lágrima. Y
sentí el trote marcial de aquéllos que bajaban, desperdigando las
piedras y dejando en su lugar una polvareda triste, la misma
polvareda del desierto.
Los pasos se detuvieron en la quebrada que el siete había
abandonado minutos atrás. Y desde la hondura pude ver el
páramo que se alargaba hasta el horizonte. Pude ver las piedras
que aún caían a través del sendero, a los perros persiguiendo el
rastro. Pude ver la lluvia humedeciendo la tierra; y parecía que
todo recuerdo despareció. Dejé de sentir el cuerpo. Sonreí. No lo
había hecho en varios años. Llovía delante de mis ojos, detrás
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de mis ojos. Y no sé en qué instante el cielo volvió a cubrirse de
nubes que bajarían en forma de niebla al anochecer, porque la
llovizna bajó de un cielo azul, libre. Quise advertir al siete que
desde la quebrada lo observaban, que los perros ya lo
alcanzarían, que ya nadie podría guarecerlo como intenté
hacerlo todos los días, como no lo pude hacer cuando lo dejé
tendido en la tierra. Ya no existía el mínimo impulso de
pretender salir de la hondura, ya no existía suficiente aire para
seguir respirando, para levantar el brazo izquierdo y llamar la
atención de aquéllos que apuntaban con fusiles desde la
quebrada hacia la planicie de tierras ajenas. Y sólo pude ver al
siete y sentir su felicidad. Pude ver al siete corriendo a través del
páramo a pesar de las balas que lo alcanzaron, de los perros que
desgarraron su cuerpo, pero ya nada importaba porque pude ver
al siete, hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver,
perdiéndose como un puntito imaginario en la línea del
horizonte.
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QUIZÁS
Janet Ariadna Orellana
Con la tristeza en los ojos de un amor que no será, miraba
pasar a través de la pequeña ventana de su cuarto, lo poco que
quedó del cuerpo de Prudencio Díaz, envuelto en viejas sábanas
de tela lo llevaba a la puerta del cementerio, su madre, la única
mujer en su vida, arrastrándolo por las calles polvorientas del
pueblo, golpeando su lastimado cuerpo con las piedras regadas
en el suelo y asurcando la tierra con la pala que llevaba amarada
a su cintura. La luz afanosa de medio día acrecentaba el
pestilente olor que emanaba de aquel montón de carne inerte
que alguna vez fue un hombre.
Había pasado una semana antes de que su cuerpo fuese
encontrado tendido boca arriba sobre su cama, mientras las
moscas atraídas por la roja sangre que brotaba de la fisura de su
cuello, bailaban a su alrededor tocando una canción fúnebre con
el zumbido de sus alas. Su madre había viajado a un pueblo
vecino a ver a un pariente suyo, sin esperar encontrar a su
regreso al único hijo que Dios le dio empapado con la
podredumbre de su sangre y las miserias de una noche oscura de
alcohol, la mitad de su cuerpo había sido devorado por la
traición del instinto animal de su perro. El cuerpo mutilado de
Prudencio lo hacía verse aún más indefenso de lo que se lo vio
en toda su vida, el brillo en su mirar se difumino con el dolor de
un corazón lleno de amor imposible, tan intenso que acabó
quemándolo por dentro.
Su madre, después de atravesar las áridas arterias del
pueblo, exhalando a su paso el hedor del vilipendio de la
muchedumbre que la veía pasar con pasos quebrantados por el
cansancio de llevar el peso del desdén de una vida, se dispuso a
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terminar con el ritual ceremonioso de devolverle a la madre
tierra a uno de sus hijos, tomando la pala comenzó a cavar un
hoyo afuera del cementerio, la suavidad de la tierra le permitió
terminar pronto con la amarga agonía de separarse de su hijo,
depositando lentamente el cuerpo de Prudencio en el hoyo de su
reposo, echó sobre él montones de tierra hasta cubrirlo por
completo. Llorando en silencio por la rabia contenida de no
poder darle una cristiana sepultura, se retiró, pensando en las
insensateces de aquel pueblo que un día le negó la entrada al
cementerio a su hijo, y ahora se mostraba insensible a su dolor.
Prudencio Díaz llegó a la soledad por su condición de alma
perdida en medio de aquellos corazones estériles que no
conocen la magnificencia del amor en todas sus formas,
viviendo en el desconsuelo de saberse despreciado por su forma
singular de amar, pasó sus últimos días sumergido en la culpa de
un amor prohibido.
Buscando ahogar sus angustias en el alcohol bebió toda la
noche triste de aquel marzo, teniendo como única compañera a
su sombra. Cada gota de aquel elixir rasgaba su delicada
garganta mitigando de alguna manera el dolor de su gastado
corazón, perdido en el mundo de ilusiones falsas que le
mostraba la bebida, se dirigió a la cocina e indagó en el cajón de
los cuchillos hallando el perfecto utensilio liberador de sus
penas, sus excelentes formas curvilíneas junto al bondadoso
brillo del metal, le mostraron el trágico declive de su existencia,
mientras se observaba triste y demacrado como nunca antes en
toda su vida.
El cielo se desgarró el mismo instante en que Prudencio
Díaz cortó su melancólica existencia degollándose con la
precisión de los seres agobiados, la abrupta caída de su cuerpo
sobre su cama, significó también la caída del muro de tormentos
que enclaustraban su alma, desde aquel septiembre de primavera
funesta que decidió mostrar al pueblo entero su preferencia para
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amar. Llevando un vestido negro, caminó al centro de la plaza
principal con la delicadeza de una gacela, a pesar de los
delgados tacones de sus zapatos plateados, su rostro se hallaba
cubierto por una máscara de maquillaje que escondían aquellas
facciones masculinas que tanto odiaba. El desprecio en las
miradas acusadoras de la gente no se hizo esperar, todos
aquellos que una vez lo llamaron ―Amigo‖ se burlaban con
bromas dolorosas capaces de rasgar el alma más insensible de la
tierra. Desde entonces el curso de su vida se vio alterado.
Tres días después de aquel suceso, el congreso de ancianos
con el desesperado fin de reprender su actitud sediciosa,
dictaminó:
“El comportamiento del señor Prudencio Díaz es
deshonroso para nuestra comunidad por lo que desde este
momento pierde el derecho de asistir a cualquier acto público, y
se le niega como miembro de la misma, por lo que sus restos al
momento de su muerte no podrán descansar en el cementerio
de este honroso pueblo”.
Al día siguiente del mal llamado entierro de Prudencio
Díaz, en la soledad de su cuarto los fantasmas del
remordimiento atormentaban sin descanso a Laureano Camacho,
sentado en una vieja silla de madera pensaba sobre su actitud
cobarde, inhalando fuertemente introducía aire húmedo a sus
pulmones buscando llenar el vacío en su interior, sosteniendo su
cabeza con ambas manos reclinó su cuerpo en el espaldar de la
silla y cerrando sus ojos por largo rato se sumergió en sus ideas.
De pronto abrió los ojos, se levantó de la silla y caminó hacia la
ventana, viendo a las personas que pasaban en eso momento por
la calle. Frotó sus manos. Y por un instante miró al cielo.
-¡Malditos!- dijo para sí, con la voz llena de rabia- las
personas como Prudencio Díaz son de las pocas que tienen el
valor audaz de romper el espejo de una moralidad absurda, en
cuyo reflejo solo son dignos aquellos que siguen las tontas
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reglas de un mundo intolerante, que señala, juzga y aleja a todo
aquel que tenga la osadía de negarse a seguir con el
sometimiento de su espíritu. Pero esto debe de terminar, ¡basta
ya! – repitió con gran determinación.
Poniéndose el saco gris de lana que estaba colgado en el
perchero comenzó a buscar en el desorden de su cuarto una vieja
maleta de cuero, encontrándola bajo su cama la tomó y salió con
ella a la calle rumbo al cementerio. Ante la sorpresa de algunos
y la indignación de otros caminó con paso firme sin mirar a
nadie.
Parándose frente a la tumba de Prudencio, comenzó a cavar
sin detenerse con la determinación que nunca tuvo. Al terminar
exhaló satisfecho sintiendo llegar a él una liberación
confortante, limpiándose con el brazo las gotas de sudor en su
frente, se dispuso a tomar con sus dos manos la ensangrentada
sábana en la que se hallaba envuelto el cadáver de Prudencio,
comenzó a tirar de ella para sacarlo del hoyo con la fuerza de
saberse en lo correcto. Luego, abriendo su vieja maleta metió en
ella el cuerpo de Prudencio Díaz, se detuvo por un momento
antes de cerrarla.
Prudencio, perdón por mi silencio- dijo con la voz
entrecortada, mientras de sus ojos caían lágrimas de
arrepentimiento.
Laureano Camacho había callado por más de dos años su
relación amorosa con Prudencio Díaz. El secreto amor entre
ambos nació como el caliente fuego de la pasión de la
naturaleza, incontrolable e intenso, huracán de pasiones cabrías
que envolvía sus corazones con el manto de la locura del amor.
El cobarde silencio de su amor llevó a Prudencio Díaz a la
muerte en un giro desesperado de liberación. Pues la idea de
saberse atado al sigilo de Laureano fue superior a sus fuerzas,
sintiéndose la vergüenza en la vida del hombre que amaba
prefirió dejar que existir.
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Cerrando bien la maleta, comenzó a caminar con ella
dejando atrás el pueblo de su desdicha, en busca de un lugar en
el que quizás la tolerancia y el respeto no sean solo una simple
ilusión.
Quizás existe ese lugar, quizás no esté lejos, quizás algún
día el mundo entienda, quizás solo queda esperar, quizás,
quizás, quizás………..
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LAS VOCES
Yamil Escaffi
«Sarina se fue». Ella escuchaba tras la puerta sujetando su
falda para que el ruido de la enagua frotándose con la seda no
rompiera el silencio de la habitación. Había pensado minutos
antes: «Yo jamás me iría». Él estuvo revisando sus libros
viejos, descubriendo que sus favoritos estaban ya muy
destrozados, con el cuero roto, las esquinas dobladas o las
páginas manchadas de tinta y tiempo. «Ya no importan, sin
Sarina ya no hay quien que los lea».
Dio vueltas por la habitación, no como león enjaulado, más
sino como un gato reconociendo su entorno, viendo donde más
podía encontrar su ausencia. Miró el cajón casi cerrado del
costurero. «No.- pensó.- demasiado pronto, recién acaba de
irse». Pero le ahogaban las ganas de abrir completamente el
cajón, tirarlo de un solo golpe hasta la pared de enfrente y
después ponerse a recoger uno a uno los hilos de Sarina, una a
una sus agujas y alfileres que del golpe se habrían desprendido
del alfiletero en forma de melocotón.
Ella lo seguía viendo, aun empuñando el pedazo de la seda
en su vestido. Lo veía recordarla mientras diseccionaba la
habitación. Gritó de repente: « ¡Yo jamás me iría! ». Él no se
inmutó, ni se movió, seguía viendo el costurero y el cajón
entreabierto deseando abrirlo más.
« ¡Yo jamás me iría! ». Volvió a gritar Sarina sin recibir
respuesta.
Poco a poco fue rompiendo la cuerda que ataba su mirada al
costurero y fue dándose la vuelta para observar a aquella
presencia. « ¿Por qué, Sarina?- dijo con una voz temblorosa
mirando hacia la nada - ¿Por qué? ». Ninguna respuesta.
Bajó la vista, miró su sombra; se acercó a los libros que
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minutos antes estaba revisando para acomodar uno que no
estaba en su lugar y luego fue a apoyarse tras la puerta donde
ella lo espiaba. «Aquí detenías tu falda con tu mano». Dijo con
un volumen apenas audible incluso para él mismo.
Comenzó a olvidar. « ¿Y esto es la soledad?- ». Preguntó a
Sarina y ella parecía resoplar su presencia. Ahora hablaba a
través de una espesa nada. «Yo sigo aquí, yo sigo aquí, yo sigo
aquí». Empezó a repetir sin parar tratando de que él comprenda.
«Cállate, es tu culpa». Y Sarina calló mientras él apoyaba su
espalda en la madera de la puerta y se dejaba caer hasta quedar
sentado en el suelo.
«Es parte de la soledad». Dijo ella desafiando el silencio
impuesto; tenía una voz hueca y húmeda, casi maternal o como
un suspiro. «Eres parte de mi soledad». Él ya no miraba de
donde venia la voz, apenas y podía seguir hablando con ella.
«Lo sé.- dijo Sarina sintiendo compasión por esa imagen de
dolor.- cada soledad tiene un alguien que la dejó sola».
«Vuelve, Sarina, vuelve». Habló minutos después dejando
escapar toda su penuria. «Yo jamás me iría». Decía ella, sin
embargo, mientras lo decía, retrocedía algunos centímetros pero
como flotando. « ¿Y donde estas? ». Ella detuvo su huida,
todavía lograba permanecer en la habitación. «Abre tus ojos.»
Le dijo acercándose a él. «Los tengo abiertos». «Abre tus ojos». Volvió a insistir.
En un impulso cómo una estampida, abrió sus ojos abiertos
y vio a Sarina delante de él, parada hermosa, empuñando la
misma seda de su falda y con la otra mano intentando acercarse
al rostro del hombre que antes no la veía. Él creía estar loco.
«Sarina, estoy solo». Y no pudo sino sostener la mano de esa
mujer que amaba antes de que se fuera y que ahora tenía que
olvidar. «No, cállate, tápiate la boca de plumas». Estaba
dolorosa, mirándolo. El adoraba mirar sus ojos negros, su
cintura fina. De a poco, apoyando la espalda contra la puerta,
fue subiendo hasta quedar parado y ser más alto que ella; le
sostuvo ambas manos. «Mi boca esta cosida desde hace siglos».
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Tenía un resplandor doliente en los ojos, con su mirada
inclinada parecía reconocerla como a una desconocida.
«Descósete la memoria, tu boca no está cosida». Su cuerpo se
partió en dos, ¿Qué sabia ella de la memoria? Allí, en ese
segundo, ese mismo instante. ¿Quién sabía más de la memoria
que él? «Memoria, Sarina, memoria- recitaba mientras le soltaba
las manos- no hables de cosas tan tristes». Y se sintió tan
destruido, como si tan solo una delgada ligadura interna le
sostuviera los pedazos rotos de su cuerpo. La dejó parada frente
a la puerta y caminó hasta el fondo de la habitación.
«Mi dolor me precede, está en mi cuerpo, en lo que digo». Se oyó casi como un reclamo, una invitación a detenerse; sin
embargo, él siguió: «No hables de ti sin mi». Seguía caminando
en círculos, ahora sin poder domesticar al león enjaulado de su
corazón « ¿Y que sabes tú de mi? ». Ella lloraba dejándose ver
llorar, era la respuesta lo único que importaba. «Solía saber que
no te irías, Sarina, de ti ya no sé nada». Se detuvo de repente.
«Yo jamás me iría, no podrías con mi partida». Dijo ella
después de un largo silencio. Él la rondaba, daba vueltas
alrededor de ella, viéndole el rostro inundado de lágrimas, las
manos temblando, la espalda devorable, casi desnuda. «Huye,
Sarina, puedo con tu ausencia, pero no te diré adiós». La
ventana se abrió de repente, un viento glacial entró en la
habitación destrozando la cadencia de los lenguajes y Sarina se
volvió invisible. «Yo no sé huir». Se oyó antes de que se esfume
por completo. Él se apresuró a cerrar la ventana, el frío aire
tardo en disiparse por completo pero una vez que hubo
desaparecido siguió hablando con ella. «Sí sabes, ya huiste
antes, por eso no huyes más». Apoyó una mano sobre el
costurero mal cerrado y sujetó con la otra su corazón, le vino
una punzada en el pecho; ahora hablaba con la poca voz que le
quedaba. «Ya sabes cuánto duele».
Ella reapareció como en un espejo cuando él se acerco a la
puerta. «Entonces no me invites a huir». Dijo mientras acababa
de retornar. El estaba temblando «Quédate, Sarina, no huyas ».
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Ya no podía hablar más, las últimas palabras le habían salido
como un suspiro. «Jamás en tus brazos» y, mientras escuchaba
sus palabras, la miraba como si recién la reconociera.
«Monstruo horrendo» añadió ella. « ¡Aléjate de mí!». Siguió
gritando.
Entonces él supo que no podía retenerla más, la miraba
como suplicando, como pidiendo un tiempo que sabía no le
seria concedido. « ¡Olvídame!». Gritó ella y de repente se
volvió a azotar la ventana de la habitación rompiendo dos de sus
cristales que cayeron cerca de él. « ¡Olvídame!». Volvió a gritar
mientras empezaba de nuevo a llorar y a sostenerse con una
mano la otra. Él se agachó, recogió el más grande de los
cristales rotos y jugueteó unos segundos mientras perdía su
mirada en ella. «Sarina, ¡Vete!». Quedó pasmada. «No, cállate».
Decía entre sus sollozos. «Adiós, Sarina». Bajó la mirada. Dejó
de juguetear con el cristal, se lo pasó a la otra mano y cortó de
un tajo la muñeca de su brazo izquierdo. «Adiós, Sarina». Y
Sarina se fue desvaneciendo junto con los libros destrozados y
el costurero mal cerrado dejando en la habitación un cuerpo
agonizante goteando sangre. «Nunca más». Dijo suavemente
antes de desaparecer por completo mientras él miraba por
primera vez la habitación vacía y antes de morir se despedía de
las voces en su memoria.
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EL CARNOTAURO
Eduardo Lázaro
No había pasado mucho tiempo desde que el lagarto
antediluviano había devorado dos de las cinco crías de su vecino
cuando un ataque repentino de un dinosaurio un poco mayor de
tamaño le sorprendió con una feroz dentellada en su cuerpo y un
agudo quejido de dolor emergió desde lo más profundo de sus
vísceras hasta la garganta y un sanguinolento pequeño despojo
de nervios y materia salió de sus enormes fauces. Se sintió
herido en la más profunda intimidad de sus entrañas, entonces
su reacción fue la de escapar y huir, salvar su enorme cuerpo de
los terribles mordiscos de un depredador de un tamaño aún
mayor que el mismo.
La intuición y la experiencia le habían enseñado que no
debía responder a un ataque estando ya herido. Corrió lo más
que pudo con sus robustas patas traseras, puesto que de nada le
servían las delanteras que eran como pequeños muñones,
pequeños y ridículos comparados con sus piernas robustas y
bien conformadas para soportar su enorme cuerpo conformado
de una gran cabeza sostenido por un cuello corto con una cola
erguida y pesada y unas enormes fauces de dientes aserrados.
Corriendo y escapando también optó por saltar puesto que las
patas traseras podían impulsarlo como una catapulta, y con la
carrera y los saltos prosiguió por un buen trecho entre el follaje
compuesto de enormes helechos y enormes árboles combados
llenos de hojas que devoraban plácidamente algunos dinosaurios
herbívoros de cuello largo. Estos no se inmutaron ante el paso
veloz del dinosaurio perseguido por el otro más grande que daba
también grandes zancadas para alcanzar a su ocasional presa,
hasta que en un lugar lleno de restos de algún animal muerto, el
perseguidor se detuvo, puesto que su olfato le indicó que entre
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estos despojos podría aprovechar de comer….
Nuestro dinosaurio perseguido y acosado perdió de vista a
su perseguidor y no lo volvió a ver más, pero aquella dentellada
artera que le había cercenado parte del abdomen había dejado
una cicatriz visible y dolorosa. Un malestar extraño invadió su
cuerpo, y decidió descansar entre la vegetación puesto que salir
a los claros y lugares despejados lo exponía a otros agresores y
como estaba malherido sería presa fácil hasta de animales
menores.
Entre el cansancio y el dolor su cuerpo reposó entre algunos
enormes arbustos y poco a poco su enorme cuerpo descansó
dolorido pero oculto entre las hojas y ramas del follaje verde y
marrón; estuvo detenido por un buen rato entrecerrando sus
elásticos párpados, pero no podía dormir puesto que el enorme
dolor se lo impedía y también la genética de su especie le había
enseñado a estar siempre despierto, siempre atento.
Desde su refugio pudo contemplar el veloz paso de una
manada de velociraptores y de un spinosaurio que tenía en su
lomo una enorme aleta en forma de vela y un anquilosaurio que
avanzaba penosamente buscando alimentos entre la espesura de
aquella selva de plantas enormes y dispersas.
Las acechanzas de aquel despiadado mundo del jurásico
eran permanentes: ―Lagarto que se dormía amanecía como un
resto de huesos bien mondados‖. Esta era una máxima de un
axioma mayor, la lucha por la sobrevivencia. No importaba a
quien se comía, si no se podía conseguir alimento afuera lo más
cómodo era alimentarse en el propio domicilio de los huevos de
sus mismas crías, sino de las propias crías y si ya no existían
éstas, de la pareja. La mayor enseñanza era la caza y la mayor
ciencia la ciencia de la sobrevivencia.
La noche había inundado de oscuridad a la selva y nuestro
dinosaurio ya no podía más que esperar a que el día siguiente se
estrenara con la luz de aquel disco amarillo que se perfilaba
periódicamente en la existencia de los seres vivos de aquel
extraño y salvaje mundo. Sin embargo el cielo nocturno y
diurno se inundaba frecuentemente de luces repentinas y veloces
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que iluminaban esporádicamente como mensajes de un ataque
estelar de meteoritos que a veces caían directamente sobre la
vegetación o a un ser vivo como él y como resultado se producía
un pequeño incendio cuando eran plantas o árboles, y un
automático asado de carne chamuscada de lo que fue un
irreconocible lagarto cuando era una especie animal.
Para nuestro dinosaurio la noche era eterna, tal como lo era
el día lleno de avatares, búsqueda de alimento y a veces
desesperadas huidas de animales más fuertes y agresivos.
Noches de eterna espera y días de eterna desesperación. Esta era
el juego de su existencia, uno de esos días de enorme agitación
tal como le había sucedido a él en aquella jornada anterior,
desgraciadamente con una dentellada que le había arrancado una
pequeña parte de su cuerpo, pero también afortunadamente
después de haber devorado dos deliciosas crías de un dinosaurio
y fue aquella comida la que alimentó y devolvió fuerzas para su
cuerpo herido y desfalleciente. Esa era otra máxima de aquel
mundo salvaje: ―¡El que come antes sobrevive después!‖
Nuestro dinosaurio intentó enderezarse y estiró poco a poco
su cuerpo adormecido, sintió que el dolor estaba disminuyendo
aunque la herida aún no había cerrado o cicatrizado, la piel
escamosa y dura de su género de lagartos a la que él pertenecía
era apropiada para protegerlo de desgarros mayores.
La luz del disco brillante empezó a emerger del oculto
horizonte, parcialmente cubierto por la enorme vegetación en la
que nuestro dinosaurio se hallaba descansando, y comenzó un
nuevo día en que la fuerza y la astucia proseguirían
desarrollando las especies y la batalla por la sobrevivencia.
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SÓLO CONOCE LA LIBERTAD
M. Lesly Cáceres
Viernes 3 de Julio del 2009
Sólo conoce la libertad aquél que entra al baño después de 3
días
Así es mi querido amigo. Quisiera volver a imaginarme
sentada en esa deliciosa banqueta vestida con uniforme de
hospital psiquiátrico. Hoy no veo más que un cuarto oscuro,
aunque un cuarto ya sería algo, pero ni siquiera eso veo. Me he
mentido mucho. A veces quisiera acordarme como sigue la
canción que pusiste en tu anterior post, en el fondo se que
guarda un gran mensaje, algo fatídico, pero cantado para mí ¿No
son bonitas las canciones que se escriben sólo para nosotros?
Casi como si fueran exclusivas.
No me hagas preguntas. Este es mi post y mi espacio…
¿Sabes? Recuerdo que cuándo me preguntaban si estaba segura
de algo yo les respondía siempre que no. A veces cuando la
persona era muy cercana, de mente amplia, sonrisa fácil y
complicidad instantánea agregaba: la verdad es que todo es
relativo, subjetivo y circunstancial lo que provocaba espasmos
de risa y sexo.
Espero sepas perdonar estos desvaríos, aunque si te pido
disculpas es por pura fórmula ya que no me siento culpable ni
nada por el estilo, sino más bien me gusta este lado enfermo
mío, le digo enfermo pero en realidad es el lado ebrio y ni
siquiera es un aspecto o una faceta como se dice, sino una
estación. Le digo estación porque a diferencia de Herman Hesse
creo que no nos habitan muchas personas en el sentido de que
ocupen un espacio en nuestra psique, sino que ellas ocupan un
lapso de tiempo –largo o corto- en nuestra vida. Con frecuencia
me refiero a mis estaciones. Mentira, es la segunda vez y la
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primera que la explico con más o menos detalle.
¿Puedes notar esa bella alternancia entre mis estaciones?
Una dice una cosa y la otra inmediatamente desmiente. Siempre
me pasa, por eso lo que escribo lo escribo rápido porque sino
diría totalmente lo contrario. Así nunca escribiré una novela y si
la escribo no tendrá ningún sentido, la mayor parte de cada
capítulo estará destinada a burlarme de mi misma.
Recién es las 21:30 y me estoy desemborrachando… voy
por un traguito (ahora asistes a una composición realista en
vivo. Nota de otra estación).
Ummm bueno, no sé qué decir… podría contarte alguna
anécdota. A menudo me pasa que no sé qué decir. Si ahora me
pedirías que me fugue contigo seguro que aceptaría.
Estoy buscando el tema de Pastoral pa’ ponerme a cantar
¿no? Necesito algo verdaderamente lacrimógeno.
No… no hay.
Bueno pues aquí está el principio, el nudo y el desenlace:
Érase una vez una tipa (como me gusta llamarme tipa, es como
si no me diera importancia, lo que es totalmente falso) que
andaba infeliz y perdida por el mundo como otros tantos (ni que
mi amargura fuera así como original, para qué sino están
enlistados todos los trastornos del DSM-IV) pero vivía de todos
modos. La tipa seguía el guión de la vida sin mucha convicción
y sin mucha convicción se resistía (para ser anarquista –
comunista – dadaísta sólo hay que juntarse con tipos que dicen
ser anarquistas – comunistas – dadaístas y hablar de temas
ídem). Cuando esta clase de personas llevan su vida con
dignidad se les llama escépticos o libre pensantes pero no, no
era el caso.
La cosa es que la mina esta, cada cierto tiempo entraba en
crisis. La crisis se desencadenaba por cualquier huevada como
perder el trabajo o andar embarazada (si no acabo este texto esta
noche, no lo acabo nunca). Cuando entraba en crisis se dizque
deprimía (añado el dizque para reforzar la idea de que me
dedico un desprecio sin lágrimas) y cuando se deprimía todo el
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mundo debía pasarlo mal. Entonces para abandonar la ―depre‖
se emborrachaba con vino hasta perder todas las inhibiciones
conocidas, que eran muchas, por ser criada en una familia
partida, medio católica y llena de neuróticos. Lloraba hasta
conseguir la atención de alguien que la consuele o al menos la
auxilie en medio de todo el vómito, las lágrimas, el moco y –
algunas veces- la sangre (así como para añadirle dramatismo a
la cosa).
Toda esta escena siempre termina bien cuando en pocas
horas se hace otro día, uno da explicaciones, se disculpa,
promete nunca más volver a caer en la tentación y enfrenta la
vida con una sonrisa estúpida que dura entre tres y seis meses
cuando el ciclo vuelve a retomar su maravilloso curso.
Podría añadirle miles de detalles, cientos de variantes
predecibles (como el día que te llamé y tu celu estaba apagado
¿Qué musiquita tocaba de fondo?). Mis conocidos podrán
atestiguar a mi favor o en mi contra. Lloraba como nena; no, lo
niños provocan una lástima superficial porque su llanto es
pasajero, lloraba como una vieja arrepentida a punto de morirse.
Ojalá me muriera a veces; necesito tanto a mi abuela, creo que
me perdí cuando ella se fue, no estoy segura, todo es tan
subjetivo, relativo y circunstancial… quisiera volver a la época
en que tenía el valor suficiente para volcar mi taza de leche en la
cabeza de las visitas, la época en que mi abuela tenía la vitalidad
para reñirme y golpearme y a mí ni me importaba, no me
importaba que me hiciera comer mi propio vómito porque no
me daba cuenta, no daba cuenta de nada, las cosas se sucedían
con fluidez, una tras otra, no debía detenerme cada tres meses a
recordar nada porque no me daba cuenta que había dolores que
no podían esfumarse con la amenaza de la aguja. Todo era
simple porque no me daba cuenta. Ojalá no hubiera elegido la
pastilla roja, ojalá no hubiera sabido nada.
Era mi inocencia carajo.
Publicado por Martha U.S. en 02:30
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SANGRE
Harol Villegas
Cuando llegábamos a casa de Natalia, ella se emocionó al
ver que su padre llegaba también. Corrió a su encuentro y
ambos se abrazaron tiernamente.
— ¡Papá! ¿Cuándo llegaste?
—Esta mañana, Natalia, a los pocos minutos en que te
fuiste a la universidad ¿cómo te fue en el examen?
—Bien, papá, todo bien, ¿supiste lo de la tía Frida?
—Sí, es una pena, me lo contó tu mamá, justo cuando yo
tomaba el desayuno; siempre es tan inoportuna. La pobre Frida
se fue a las pocas semanas de que murió el esposo. Se amaban
demasiado, no cabe duda.
El padre de Natalia era muy celoso y en cuanto me vio se
dio la vuelta con rostro fiero y mirada aviesa. Le saludé y
cortésmente le estreché la mano. Le sonreí y me incliné, quizá
con demasiada actitud y es que el señor tenía fama de intratable.
Al verme con su hija me miró con desconfianza, pero logré
desviar su atención preguntándole por su viaje. Luego de cruzar
algunas palabras se despidió de nosotros y Natalia lo acompañó.
Después regresó contenta.
—Adivina, mis padres saldrán a cenar esta noche, que te
parece si vienes a acompañarme.
— ¿Esta noche? ¡Pero tus padres no estarán!
— ¡Por eso, tontito! —Me dijo, al tiempo que le brillaban
los ojos.
—No. No podré —le dije, implorando dentro de mí que lo
volviera a pedir.
—Vamos, amor, ven.
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—Depende de qué habrá para cenar.
—Lo que tú quieras —dijo, bajando la mirada hacia su
cuerpo.
—Pues... si es así, traeré vino para acompañar la deliciosa
cena.
—Llámame en la noche antes de venir.
Nos besamos y el calor de su piel estremeció mi cuerpo,
después nos despedimos.
Fui a mi departamento a descansar. Los programas de
televisión estaban aburridos. Me senté en el sillón y fumé un par
de cigarrillos soplando bocanadas de humo que cubrían el reloj
de la pared. Tenía hambre. Pasaron los minutos y empecé a
inquietarme. Vivía solo y compraba la comida cada día, por lo
que el refrigerador casi siempre estaba vacío. Sólo me quedaba
una botella de agua y el paquete de cigarrillos sobre la mesa.
Decidí salir a comprar algo de comer. De todas formas debía
buscar un vino para la noche.
En el supermercado estuve dando vueltas sin decidirme qué
vino llevar. Torpeza la mía no haberle preguntado cuál le
gustaba: ¿Merlot, Cabernet-Sauvignon, Chardonnay? ¿El tinto o
el blanco? Me dijo una vez que le gustaba el vino dulce, pero...
¿vino oporto, encendería la pasión? Ya que no pude decidirme
por uno, escogí dos: uno tinto y uno blanco. Luego busqué algo
de comida por aquí, algún aperitivo por allá y antes de volver a
perderme en el dilema de cambiar el vino blanco por uno
rosado, decidí marcharme.
El sol brillaba intensamente en aquella bonita tarde de
otoño, las hojas descoloridas de los árboles eran arrastradas por
el viento en distintas direcciones posándose azarosamente sobre
las aceras grises y el oscuro pavimento. Busqué un taxi pero no
tuve mucha suerte puesto que la mayoría estaban ocupados. Me
puse impaciente y de mal humor. Esperé en un puesto de
periódicos para leer los titulares y hacer pasar el tiempo.
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Alguien caminó en mi dirección y lo miré de reojo,
caminaba torpemente y estaba desaliñado, parecía un
vagabundo. Ya estaba acostumbrado a verlos pasar los fines de
semana por los centros comerciales y decidí alejarme del lugar.
Sentí que me seguía. Apareció un taxi y al levantar la mano el
vagabundo me tocó el brazo.
—Sebastián, Sebastián —dijo.
No sé si me asombré o más bien me asusté al oír pronunciar mi
nombre. Me estremecí porque esa voz me era conocida. Lo miré
y reconocí su rostro. Había envejecido mucho. Por un momento
me hice el desentendido ya que además el hombre parecía un
poco ebrio. Le di la espalda, pero él insistió.
—Sebastián ¿no me reconoces?
Me di la vuelta.
— ¡Hola! ¿Cómo has estado? No te reconocí. Han pasado
muchos años.
—Sí, muchos años —me dijo sonriendo.
Tenía el cabello despeinado. Vestía un saco azul, arrugado,
sucio y además corto para su talla. El pantalón café era bastante
ancho para su extrema delgadez conformando pliegues a causa
del cinturón apretado.
—Te noto muy cambiado —le dije.
—El tiempo no pasa en vano.
—Ya lo decía el tango... —le contesté, recordando una canción
que me cantaba cuando me llevaba a la escuela y él sonrió.
Sus ojos vidriosos y cansados delataban pena y amargura.
—Ya pasaron diez años desde la última vez que te vi —le dije.
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— ¿Y tú cómo has estado? Por lo visto la vida te trata bien.
—No me quejo, conseguí un buen empleo, no me pagan muy
bien, pero... En cambio, yo te noto demacrado.
No me respondió, le pregunté si comió algo y levantó los
hombros. Su condición era tan miserable que me puse incómodo
hablando con él.
—Bueno, debo irme. Te deseo suerte —le dije, tratando de
alejarme.
Ese mismo instante apareció un taxi vacío, lo llamé y abrí la
puerta. No sé qué me detuvo. Quizá los buenos recuerdos que
cruzaron por mi mente compensando los años de tristezas. Debo
admitirlo, en el último segundo sentí pena. Me di la vuelta y le
grité que dónde vivía y que si aceptaba podía llevarlo. Me
respondió que a dos cuadras de ahí y que no era necesario que
me moleste. Dejando todavía la puerta abierta del taxi me
acerqué, saqué un billete del bolsillo y se lo alcancé. Miró el
billete y sin aceptarlo me clavó una mirada, aquel tipo de
miradas que duelen más que un montón de palabras, aquel tipo
de miradas que aun en la miseria no pierden la dignidad. Cerré
la puerta del taxi y me disculpé con el taxista. Luego di unos
pasos hacia la acera.
— ¿Tienes hambre? —Le pregunté.
—No te preocupes, no tengo hambre, haz lo que tienes que
hacer —respondió cruzando los brazos.
—No, no tengo nada que hacer hasta la noche ¿Te puedo
acompañar? Me gustaría conocer dónde vives.
—Si quieres —me dijo sonriendo, abriendo los ojos de tal forma
que le cambió el rostro.
A decir verdad, conocer dónde vivía no era lo más importante.
Comprendí que estaba necesitado y mi intención era dejarle la
bolsa del mercado, como si fuera un descuido y así no mellaría
su orgullo.
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Las dos cuadras se convirtieron en veinte. Caminamos y
caminamos.
— ¿Qué fue de Madeleine? ¿Sigues con ella? —preguntó.
— ¡Eso fue hace diez años! ¿Todavía la recuerdas?
Enamoramos unos meses más, después de la última vez que nos
vimos contigo, aunque todavía seguimos siendo buenos amigos.
—Hacían una linda pareja.
—En ese entonces, ya lo creo. Ahora no lo sé. ¡Los años no
pasan en vano!
—Ya lo decía el tango —me dijo soltando una carcajada
que se convirtió en una tos ronca. Tosió de tal forma que me
asustó.
— ¿Te sientes mal?
—No, no es nada —me dijo con voz entrecortada— sólo un
resfrío... el cigarrillo también es culpable…
Siguió tosiendo mientras caminábamos y por un momento
nos detuvimos para que pudiera respirar con calma. Luego de
unos minutos pareció mejorar y seguimos hasta llegar a una casa
grande y hermosa.
—Aquí vivo —dijo, levantando la mano en alto, sin señalar
ningún lugar en especial -el cielo tal vez- y me dejó
sorprendido. Después se dirigió hacia una pequeña puerta al
lado de la hermosa casa, una puerta angosta empotrada en una
precaria pared. Sonrió por mi desconcierto y volvió a toser.
Sacó unas llaves sujetas a una especie de llavero
improvisado hecho con un pedazo de alambre. Seleccionó una
llave y me la entregó. Abrí la puerta e ingresamos a un estrecho
callejón entre dos casas que conducía a otra muy deteriorada y
pequeña. Cuando llegamos bajamos unas gradas y luego se
detuvo en una habitación cerrada con dos candados y me indicó
qué llaves las abrían.
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—Pasa a mi refugio —me pidió, conteniendo la respiración
para detener el hipo que le acababa de aparecer.
La habitación era muy pequeña. Al lado de la puerta había
una ventanita cubierta, a falta de cortinas, con papel periódico.
Apenas había espacio para el camastro que se encontraba detrás
de la puerta. A los pies del camastro una pequeña mesita
sostenía un par de vasos, una taza y una caldera vieja. Al fondo
unas cajas de cartón contenían algo de ropa y, sobre una de
ellas, una bolsa con algunos panes criando moho.
Se acercó a la mesita, sacó una botella y vertió su contenido
en dos vasos. Era un aguardiente. Se sentó en el camastro y me
pidió que yo me sentara en la silla.
— ¡Brindo por mi hijo, para que se mantenga tan bien y
guapo como hasta ahora! —dijo.
— ¿Brindar? Nos dejamos de ver por el escándalo que
hiciste aquella noche, porque estuviste bebiendo sin parar y
ahora nos reencontramos con licor, esto —le dije mostrándole la
bebida— terminará con tu vida.
Me miró, dijo salud y luego comenzó a reír. Quién sabe
porqué se reía, pero se puso contento, que importaban las
razones.
Al voltear la botella para servir otra copa ya no le cayó ni
una gota. Miró mis dos botellas de vino que se dejaban entrever
dentro de la bolsa y pude adivinar sus pensamientos.
—Está bien —le dije—. Sácalas.
Se puso contento. Abrió una y minutos después ya
estábamos bebiendo la otra. Sentía que mi cabeza daba vueltas y
empezó a contarme anécdotas de su vida que nos hicieron reír
sin descanso. La tarde estaba terminando y la habitación
comenzaba a ponerse oscura. Se levantó del camastro para
encender la luz, con tan mala suerte que tropezó en una esquina
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y cayendo sobre la mesita terminó de bruces sobre el piso,
clavándose la punta de un tenedor en la palma de la mano.
—Disculpa, creo que ya estoy borracho. ¡Ay!... mi vida está
llena de desgracias, espero que logres comprenderme… tu
madre nunca lo logró.
—Déjame ayudarte, te lastimaste la mano —le pedí al
tiempo que le sujetaba el brazo y le ayudaba a sentarse.
—Hay alcohol en esa caja —me dijo señalando el lugar
donde, en efecto, había una caja llena de botellas de alcohol.
—Al menos estás muy desinfectado —le dije agachándome
para sacar una botella.
Al acercarme con el alcohol lo encontré recostado, de perfil,
sobre el camastro. Se notaba cansado. Parecía dormir. Busqué
con que limpiar la herida. Al no encontrar algo saqué mi
pañuelo, empapé la punta en el alcohol y limpié la herida; él
abrió levemente sus ojos y miró lo que hacía.
—Gracias, por cuidar a este pobre viejo —dijo y sus
párpados volvieron a cerrarse.
Limpié sus manos envejecidas con el pañuelo humedecido
en el alcohol y envolví su mano para tapar la herida. Me levanté
para levantar lo que había caído y encontré una cajita envuelta
en un terciopelo limpio y reluciente. Me cercioré si él seguía
durmiendo y me senté en la silla, colocando la cajita sobre mis
piernas. Desaté el nudo de la tela que la envolvía y deslicé el
pequeño seguro. Descubrí que adentro guardaba, sobre un lecho
de flores secas, un cuadro con la foto de mi madre cargándome
en sus brazos. Al levantar el retrato, el aroma de las flores secas
se desprendió del interior del cofre. Sobre la foto, envueltos en
un papel de seda, estaban un collar, un anillo y una nota que
decía: "Te devuelvo lo último que conservé de ti hasta hoy y que
me hacía recordarte. Quédate con ellos, así también con mi
olvido". Estaba fechada nueve años atrás. Guardé todo y cerré el
cofre envolviéndolo en la tela.
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El viejo descansaba, le quité los zapatos, acomodé sus
brazos y recogí una colcha para cubrirlo. El pelo cano apenas
cubría su cabeza. Una mancha café bordeaba su frente y sus
labios secos y heridos descansaban entreabiertos.
Se veía demacrado, demasiado envejecido para su edad,
flaco, enfermo y acabado como hombre. El que llegó a casa con
una bicicleta en mi décimo cumpleaños. Que organizó una gran
fiesta derrochando alegría y diversión. Que empujaba el
columpio a mis siete años y de ocultas me regalaba un reloj a
los doce. El que me enseñó los nombres de algunas estrellas,
acostados sobre el pasto del jardín. El que fue echado por mi
madre porque tomaba demasiado y que nunca más regresó por
sentirse incomprendido.
No podía contener la tristeza observando el aposento donde
ahora vivía, comprendiendo la injusticia que habíamos cometido
abandonándolo a su suerte sin preguntarle jamás cuales eran las
penurias que lo deprimían tanto. Me levanté y abrí la puerta para
irme. Entonces, escuché que tosió y se dirigió a mí.
—Sebastián.
Un dolor se contuvo en mi pecho ejerciendo una fuerte
presión, que luego salió de mi boca transformada en una
palabra.
— ¿Papá?... —le dije, sin darme la vuelta.
— ¿Cómo está tu madre?
—Murió hace tres años…
Un largo silencio se apoderó de ambos. Me di la vuelta para
verlo. Tenía los ojos cerrados y unas lágrimas le caían por su
rostro.
A mí también.
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FIN
, Jessica Freudenthal, Mónica Velásquez.
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Ediciones Yerba Mala Cartonera
Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las
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