Baronesa De Orczy La Pimpinela Escarlata

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La Pimpinela Escarlata Baronesa de Orczy Traducción: Flora Casas.

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La Pimpinela EscarlataBaronesa de Orczy

Traducción: Flora Casas.

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Baronesa de Orczy [2]

I

PARIS, SEPTIEMBRE DE 1792

Una muchedumbre enfurecida, hirviente yvociferante de seres que sólo de nombre eranhumanos, pues a la vista y al oído no parecíansino bestias salvajes, animados por las bajaspasiones, la sed de venganza y el odio. La hora,un poco antes del crepúsculo, y el lugar, labarricada del Oeste, el mismo sitio en que, unadécada después, un orgulloso tirano erigiría unmonumento imperecedero a la gloria de la nacióny a su propia vanidad.

Durante la mayor parte del día la guillotinahabía desempeñado su espantosa tarea: todoaquello de lo que Francia se había jactado en lossiglos pasados, apellidos ancestrales y sangreazul, pagaba tributo a su deseo de libertad yfraternidad. Que a últimas horas de la tardehubiera cesado la carnicería únicamente se debíaa que la gente tenía otros espectáculos másinteresantes que presenciar, un poco antes de quecayera la noche y se cerraran definitivamente laspuertas de la ciudad.

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Y por eso, la muchedumbre abandonóprecipitadamente la Place de la Gréve y sedirigió a las distintas barricadas para asistir aaquel espectáculo tan divertido.

Podía verse todos los días, porque ¡aquellosaristócratas eran tan estúpidos! Naturalmente,eran traidores al pueblo, todos ellos: hombres ymujeres, y hasta los niños que descendían de losgrandes hombres que habían cimentado la gloriade Francia desde la época de las Cruzadas, lavieja noblesse. Sus antepasados habían sido losopresores del pueblo, lo habían aplastado bajolos tacones escarlata de sus delicados zapatos dehebilla y, de repente, el pueblo se había hechodueño de Francia y aplastaba a sus antiguos amos—no bajo los tacones, porque la mayoría de lagente iba descalza en aquellos tiempos—, sinobajo un peso más eficaz, el de la cuchilla de laguillotina.

Y cada día, cada hora, el repugnanteinstrumento de tortura reclamaba múltiplesvíctimas: ancianos, mujeres jóvenes, niñospequeños, hasta el día en que reclamara tambiénla cabeza de un rey y de una hermosa y jovenreina.

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Pero así debía ser, ¿acaso no era el pueblo elsoberano de Francia? Todo aristócrata era untraidor, como lo habían sido sus antepasados. Elpueblo sudaba y trabajaba y se moría de hambredesde hacía doscientos años para mantener ellujo y la extravagancia de una corte libidinosa;ahora, los descendientes de quienes habíancontribuido al esplendor de aquellas cortes teníanque esconderse para salvar la vida, escapar siquerían evitar la tardía venganza de un pueblo.

Y, efectivamente, intentaban esconderse, eintentaban escapar; en eso radicaba precisamentela gracia del asunto. Todas las tardes, antes deque se cerraran las puertas de la ciudad y de quelos carros del mercado desfilaran por las distintasbarricadas, algún aristócrata estúpido trataba delibrarse de las garras del Comité de SaludPública. Con diversos disfraces, bajo distintospretextos, intentaban cruzar las barreras, bienprotegidas por los ciudadanos soldados de laRepública. Hombres con ropas de mujer, mujerescon atuendo masculino, niños disfrazados conharapos de mendigo. Los había de todos lostipos: antiguos condes, marqueses, inclusoduques que querían huir de Francia, llegar aInglaterra o a otro maldito país, y allí despertar

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sentimientos contrarios a la gloriosa Revolución,o formar un ejército con el fin de liberar a losdesgraciados prisioneros que antes se llamaban así mismos soberanos de Francia.

Pero casi siempre los cogían al llegar a lasbarricadas, sobre todo en la Puerta del Oeste,vigilada por el sargento Bibot, que poseía unolfato prodigioso para descubrir a losaristócratas, aunque fueran perfectamentedisfrazados. Y, naturalmente, era entoncescuando empezaba la diversión. Bibot observaba asu presa como el gato observa al ratón;jugueteaba con ella, a veces durante un cuarto dehora; simulaba que se dejaba engañar por eldisfraz, las pelucas y los efectos teatrales queocultaban la identidad de un antiguo marqués oun conde.

¡Ah! Bibot tenía un gran sentido de humor, ymerecía la pena acercarse a la barricada delOeste para verle cuando sorprendía a unaristócrata en el momento en que intentabaescapar a la venganza de su pueblo.

A veces, Bibot permitía a su víctima traspasarlas puertas, le dejaba creer al menos durante dosminutos que de verdad había huido de París, queincluso lograría llegar sana y salva a Inglaterra;

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pero cuando el pobre desgraciado había recorridounos diez metros hacia la tierra de la libertad,Bibot enviaba a dos de sus hombres detrás de ély lo traían despojado de su disfraz.

¡Ah, qué gracioso era aquello! Pues, con muchafrecuencia, el fugitivo resultaba ser una mujer,una orgullosa marquesa que ponía una expresiónterriblemente cómica al comprender que habíacaído en las garras de Bibot, sabiendo que al díasiguiente le esperaba un juicio sumarísimo y, acontinuación, el cariñoso abrazo de MadameGuillotina.

No es de extrañar que aquella hermosa tarde deseptiembre la muchedumbre que rodeaba a Bibotestuviese impaciente y excitada. La sed de sangreaumenta cuando se satisface, y nunca se llega asaciar: aquel día, la multitud había visto caer ciencabezas nobles bajo la guillotina y queríacerciorarse de que vería caer otras cien a lamañana siguiente.

Bibot estaba sentado sobre un tonel vacío,junto a las puertas; tenía bajo su mando unpequeño destacamento de ciudadanos soldados.Ultimamente se había multiplicado el trabajo.Aquellos malditos aristócratas estabanaterrorizados y hacían todo lo posible por salir de

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París: hombres, mujeres y niños cuyosantepasados, aun en épocas remotas, habíanservido a los traidores Borbones eran tambiéntraidores y debían servir de pasto a la guillotina.Cada día Bibot tenía la satisfacción dedesenmascarar a unos cuantos monárquicosfugitivos y de hacerlos volver para que losjuzgara el Comité de Salud Pública, que estabapresidido por el ciudadano Fouicquier Tinville,un buen patriota.

Robespierre y Danton habían felicitado a Bibotpor su celo, y Bibot estaba orgulloso de haberenviado a la guillotina al menos a cincuentaaristócratas por iniciativa propia.

Pero aquel día todos los sargentos de lasdistintas barricadas habían recibido órdenesespeciales. Ultimamente, un elevado número dearistócratas había logrado escapar de Francia yllegar a Inglaterra sanos y salvos. Corríanextraños rumores sobre aquellas fugas; se habíanhecho muy frecuentes y extraordinariamenteosadas, y la gente empezaba a pensar cosas raras.El sargento Grospierre había acabado en laguillotina por haber dejado que una familiaentera de aristócratas escapara por la Puerta delNorte ante sus mismísimas narices.

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Todo el mundo decía que aquellas fugas lasorganizaba una banda de ingleses de una osadíaincreíble que, por el simple deseo de meterse enasuntos que no les concernían, dedicaban sutiempo libre a arrebatar a Madame Guillotina lasvíctimas que en justicia le estaban destinadas.Estos rumores pronto adquirieron unos tintesabsurdos. No cabía duda de que existía unabanda de ingleses entrometidos; además, se decíaque la dirigía un hombre de un valor y unaaudacia poco menos que fabulosos. Circulabanextrañas historias que aseguraban que tanto élcomo los aristócratas a los que rescataba sehacían invisibles repentinamente al llegar a laspuertas de la ciudad y que las traspasaban pormedios sobrenaturales.

Nadie había visto a aquellos misteriososingleses, y en cuanto a su jefe, nunca se hablabade él sin un escalofrío supersticioso. En eltranscurso del día, el ciudadano FoucquierTinville recibía un trozo de papel de procedenciadesconocida; a veces lo encontraba en un bolsillode la chaqueta; en otras ocasiones se lo entregabaalguien de entre la multitud, mientras se dirigía ala reunión del Comité de Salud Pública. La notasiempre contenía una breve advertencia de que la

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banda de ingleses entrometidos estaba en acción,y siempre iba firmada con un emblema en rojo,una florecilla en forma de estrella, que enInglaterra se llama pimpinela escarlata. Al cabode unas horas de haber recibido la desvergonzadanota, los ciudadanos del Comité de Salud Públicase enteraban de que unos cuantos monárquicos yaristócratas habían logrado llegar a la costa y sedirigían a Inglaterra.

Se había duplicado el número de guardias enlas puertas de la ciudad, se había amenazado conla guillotina a los sargentos al mando y seofrecían cuantiosas recompensas por la capturade aquellos atrevidos y descarados ingleses. Sehabía prometido una suma de cinco mil francos aquien atrapara al misterioso y escurridizoPimpinela Escarlata.

Todos pensaban que Bibot sería esa persona, yél dejaba que esta creencia cobrase fuerza en lamente de todos; y así, día tras día, la gente iba averlo a la Puerta del Oeste para estar presentecuando atrapase a los aristócratas fugitivos a losque acompañase el misterioso inglés.

—¡Bah! —dijo Bibot a su cabo de confianza—,¡El ciudadano Grospierre era un imbécil! Si

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hubiera sido yo quien hubiera estado en la Puertadel Norte la semana pasada...

El ciudadano Bibot escupió en el suelo paraexpresar su desprecio por la estupidez de sucamarada.

—¿Cómo ocurrió, ciudadano? —preguntó elcabo.

—Grospierre estaba en la puerta, de guardia —contestó Bibot con ademán ampuloso, mientas lamultitud lo rodeaba, escuchando con interés surelato—. Todos hemos oído hablar de ese inglésentrometido del maldito Pimpinela Escarlata. Nopasará por mi puerta, ¡morbleu!, a menos que seael mismísimo diablo. Pero Grospierre eraimbécil. Los carros del mercado pasaban por laspuertas; había uno cargado de barriles,conducido por un viejo, con un niño a su lado.Grospierre estaba un poco borracho, pero se creíamuy listo. Miró dentro de los barriles —al menosen la mayoría— y, como vio que estaban vacíos,dejó pasar al carro.

Un murmullo de ira y desprecio circuló por elgrupo de pobres diablos harapientos que searremolinaban en torno al ciudadano Bibot.

—Media hora más tarde —prosiguió elsargento— aparece un capitán de la guardia con

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un escuadrón de doce soldados. «¿Ha pasado uncarro por aquí?», le pregunta jadeante aGrospierre, «Sí», contesta Grospierre, «no haceni media hora». «¡Y les has dejado escapar!»,grita furioso el capitán. «¡Irás a la guillotina poresto, ciudadano sargento! ¡En ese carro ibanescondidos el duque de Chalis y toda sufamilia!» «¿Qué?», bramó Grospierre, pasmado.«¡Sí! ¡Y el conductor era ni más ni menos queese maldito inglés, Pimpinela Escarlata!»

La multitud acogió el relato con un rugido deindignación. El ciudadano Grospierre habíapagado su terrible error con la guillotina, pero,¡qué estúpido! ¡Qué estúpido!

Bibot se rió tanto de sus propias palabras quetardó un rato en poder continuar.

—«¡Tras ellos, soldados!», gritó el capitán —dijo al cabo de unos minutos—. «¡Acordaos de larecompensa! ¡Tras ellos! ¡No pueden haberllegado muy lejos!» Y a continuación cruzó lapuerta, seguido por una docena de hombres.

—¡Pero ya era demasiado tarde! —exclamócon excitación la muchedumbre.

—¡No los alcanzaron!—¡Maldito sea ese Grospierre por su

estupidez!

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—¡Recibió su merecido!—¡A quién se le ocurre no examinar los

barriles como es debido!Pero aquellos comentarios parecían divertir

extraordinariamente a Bibot; rió hasta que ledolieron los costados y le rodaron las lágrimaspor las mejillas.

—¡No, no! —dijo al fin—. ¡Si los aristócratasno iban en el carro, y el conductor no eraPimpinela Escarlata!

—¿Cómo?—¡Cómo que no! ¡El capitán de la guardia era

ese maldito inglés disfrazado, y todos lossoldados, aristócratas!

En esta ocasión, la gente no dijo nada; aquellahistoria tenía un aire sobrenatural, y aunque laRepública había abolido a Dios, no habíaconseguido aniquilar el temor a lo sobrenaturalen el corazón del pueblo. Verdaderamente, aquelinglés debía ser el mismísimo diablo.

El sol se hundía por el oeste. Bibot se dispuso acerrar las puertas.

—En avant los carros —dijo.Había unos doce carros cubiertos en fila,

dispuestos para abandonar la ciudad con el fin derecoger los productos del campo que se

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venderían en el mercado a la mañana siguiente.Bibot los conocía a casi todos, pues traspasabanla puerta que estaba a su cargo dos veces al día,cuando entraban y salían de la ciudad. Hablabacon un par de conductores —mujeres en sumayoría— y examinaba minuciosamente elinterior de los vehículos.

—Nunca se sabe —decía siempre—, y no voya dejarme sorprender como le ocurrió al imbécilde Grospierre.

Las mujeres que conducían los carros solíanpasar el día en la Place de la Gréve, bajo latarima de la guillotina, tejiendo y chismorreandomientras contemplaban las filas de carretas quetransportaban a las víctimas que el Reinado delTerror reclamaba diariamente. Era muyentretenido ver la llegada de los aristócratas a larecepción de Madame Guillotina, y los sitiosjunto a la tarima estaban muy solicitados.Durante el día, Bibot había estado de guardia enla Place. Reconoció a la mayoría de aquellasbrujas, las tricoteuses, como se las llamaba, quepasaban horas enteras tejiendo, mientras bajo lacuchilla caía una cabeza tras otra, y en muchasocasiones les salpicaba la sangre de aquellosmalditos aristócratas.

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—¡Hé, la mére! —le dijo Bibot a una deaquellas horribles brujas—. ¿Qué llevas ahí?

Ya la había visto antes, con su labor de punto yel látigo del carro al lado. La vieja había atadouna hilera de cabellos rizados al mango dellátigo, de todos los colores, desde el dorado alplateado, rubios y oscuros, y los acarició con susdedos enormes y huesudos mientras respondíariendo a Bibot:

—Me he hecho amiga del amante de MadameGuillotina —dijo, emitiendo una risotadagrosera—. Los fue cortando mientras rodaban lascabezas para dármelos. Me ha prometido quemañana me dará más, pero no sé si estaré en elsitio de siempre.

—¡Ah! ¿Y cómo es eso, la mére? —preguntóBibot, que, aun siendo soldado endurecido, nopudo evitar un estremecimiento ante aquellarepulsiva caricatura de mujer, con su repugnantetrofeo en el mango del látigo.

—Mi nieto tiene la viruela —respondióseñalando con el pulgar hacia el interior delcarro—. Algunos dicen que es la peste. Si es así,mañana no me dejarán entrar en París.

Al oír la palabra viruela, Bibot retrocedióinmediatamente, y cuando la vieja habló de la

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peste, se apartó de ella con la mayor rapidezposible.

—¡Maldita seas! —murmuró, y la multitud seapresuró a alejarse del carro, que quedó solo enmedio de la plaza.

La vieja bruja se echó a reír.—¡Maldito seas tú, ciudadano, por tu cobardía!

—dijo— ¡Bah! ¡Vaya un hombre, que tienemiedo a la enfermedad!

—¡Morbleu! ¡La peste!Todos se quedaron espantados, en silencio,

horrorizados por el odioso mal, lo único que aúnera capaz de inspirar temor y asco a aquellosseres salvajes y embrutecidos.

—¡Largaos, tú y tu prole apestada! —gritóBibot con voz ronca.

Y, tras soltar otra risotada, la vieja fustigó suflaco rocín y el carro traspasó la puerta. Elincidente había estropeado la tarde. A la gente lehorrorizaban aquellas dos maldiciones, las dosenfermedades que nada podía curar y que eranprecursoras de una muerte espantosa y solitaria.Todos se dispersaron por los alrededores de labarricada, silenciosos y taciturnos, mirándoseunos a otros con recelo, evitando el contactoinstintivamente, por si la peste ya rondaba entre

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ellos. De repente, como en la historia deGrospierre, apareció un capitán de la Guardia.Pero Bibot lo conocía y no cabía la posibilidadde que fuera el astuto inglés disfrazado.

—¡Un carro! —gritó jadeante el capitán antesde llegar a las puertas.

—¿Qué carro? —preguntó Bibot conbrusquedad.

—Lo conducía una vieja... Un carro...Cubierto...

—Había doce.—Una vieja que dijo que su nieto tenía la

peste...—Sí...—¿No los habrá dejado pasar?—¡Morbleu! —exclamó Bibot, cuyas mejillas

se habían puesto repentinamente blancas demiedo.

—En ese carro iba la condesa de Tournay y susdos hijos, los tres traidores y condenados amuerte.

—Pero, ¿y el conductor? —balbuceó Bibot altiempo que un estremecimiento de superstición lerecorría la columna vertebral.

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—¡Sacré tonnerre! —exclamó el capitán—.¡Pero si se teme que fuera ese maldito inglés,Pimpinela Escarlata!

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II

DOVER, EN LA POSADA «THEFISHERMAN'S REST»1

En la cocina, Sally estaba muy atareada;sartenes y cacerolas se alineaban en el gigantescofogón, el enorme perol del caldo estaba en unaesquina y el espetón daba vueltas con lentitud yparsimonia, presentando alternativamente a lalumbre cada lado de una pierna de vaca denobles proporciones. Las dos jóvenes pinchestrajinaban sin cesar, deseosas de ayudar,acaloradas y jadeantes, con las mangas de lablusa de algodón bien subidas por encima de suscodos rollizos, emitiendo risitas sofocadas poralguna broma que sólo ellas conocían cada vezque la señorita Sally les volvía la espalda. Y lavieja Jamima, de ademán impasible y sólidamole, no paraba de refunfuñar en voz baja,mientras removía metódicamente el perol delcaldo sobre la lumbre.

—¡Venga, Sally! —se oyó gritar en el salóncon acento alegre, si bien no demasiadomelodioso.

1 THE FISHERMAN’S REST: El descanso del pescador (N. de la T.)

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—¡Ay, Dios mío! —exclamó Sally, riendo debuen humor—. Pero, ¿se puede saber quéquieren ahora?

—Pues cerveza —refunfuñó Jamima—. Nopensarás que Jimmy Pitkin se va a conformar conun jarro, ¿no?

—El que también parecía traer mucha sed erael señor Harry —intervino Martha, una de laspinches, sonriendo bobaliconamente, y alencontrarse sus ojos negros y brillantes como elazabache con los de su compañera, las dosmuchachas empezaron a soltar risitas ahogadas.

Sally pareció enfadarse unos momentos, y sefrotó pensativamente las manos contra sus bienformadas caderas. Saltaba a la vista que ardía endeseos de plantar las palmas en las mejillassonrosadas de Martha, pero prevaleció su buencarácter y, torciendo el gesto y encogiéndose dehombros, centró su atención en las patatas fritas.

—¡Venga, Sally! ¡Ven aquí, Sally!Y un coro de jarros de peltre golpeados por

manos impacientes contra las mesas de roble delsalón acompañó los gritos que reclamaban a lalozana hija del posadero.

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—¡Sally! —gritó una voz más insistente quelas demás—. ¿Es que piensas tardar toda la tardeen traernos esa cerveza?

—Ya podría llevársela padre —murmuró Sally,mientras Jamima, flemática y sin hacer el menorcomentario, cogía un par de jarras coronadas deespuma del estante y llenaba varios jarros depeltre con la cerveza casera que había hechofamosa a «The Fisherman's Rest» desde la épocadel rey Charles—. Sabe que aquí tenemos muchotrabajo.

—Tu padre ya tiene bastante con discutir depolítica con el señor Hempseed para preocuparsede ti y de la cocina —refunfuñó Jamima en vozinaudible.

Sally fue hasta el espejito que colgaba en unrincón de la cocina; se alisó apresuradamente elpelo y se colocó la cofia de volantes sobre susoscuros rizos de la forma que más le favorecía;después cogió los jarros por las asas, tres en cadauna de sus manos fuertes y morenas y, riendo yrefunfuñando, ruborizada, los llevó al salón.

Allí no había el menor indicio del trajín y laactividad que mantenían ocupadas a las cuatromujeres en la cocina.

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El salón «The Fisherman's Rest» es en laactualidad una sala de exposiciones. A finales delsiglo XVIII, en el año de gracia de 1792, aún nohabía adquirido la fama e importancia que loscien años siguientes y la locura de la época leotorgarían. Pero incluso entonces era un lugarantiguo, pues las vigas de roble ya estabanennegrecidas por el paso del tiempo, al igual quelos asientos artesonados con sus respaldoselevados y las largas mesas enceradas que habíaentre medias, en las que innumerables jarros depeltre habían dejado fantásticos dibujos deanillos de varios tamaños. En la ventana decristales emplomados, situada a gran altura, unahilera de macetas de geranios escarlatas yespuelas de caballero azules daban una brillantenota de color al entorno apagado de roble.

Que el señor Jellyband, propietario de TheFisherman’s Rest, de Dover, era un hombrepróspero era algo que el observador másdistraído podía apreciar inmediatamente. Elpeltre de los hermosos aparadores antiguos y elcobre que reposaba en la gigantesca chimenearesplandecían como la plata y el oro; el suelo debaldosas rojas brillaba tanto como el geranio decolor escarlata sobre el alféizar del ventanal, y

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todo aquello demostraba que sus sirvientes erannumerosos y buenos, que la clientela eraconstante y que reinaba el orden necesario paramantener el salón con elegancia y limpieza engrado sumo.

Cuando entró Sally, riendo a pesar del ceñofruncido y mostrando una hilera de dientes de unblanco deslumbrante, fue recibida con vítores yaplausos.

—¡Vaya, aquí está Sally! ¡Vamos, Sally! ¡Unhurra por la guapa Sally!

—Creía que te habías quedado sorda en esacocina —murmuró Jimmy Pitkin, pasándose eldorso de la mano por los labios, que estabanresecos.

—¡Vale, vale! —exclamó Sally riendo,mientras depositaba los jarros de cerveza sobrelas mesas—. ¡Pero qué prisas tienen ustedes! ¡Supobre abuela muriéndose y a usted lo único quele interesa es seguir bebiendo! ¡Nunca habíavisto tanta bulla!

Un coro de alegres risas subrayó la broma, loque dió a los allí presentes tema para múltipleschistes durante bastante tiempo. Sally no parecíatener ya tanta prisa para volver con sus cacerolasy sus sartenes. Un joven de pelo rubio y rizado y

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ojos azules brillantes y vivaces acaparaba toda laatención y todo el tiempo de la muchacha,mientras corrían de boca en boca chistes bastantesubidos de tono sobre la abuela ficticia de JimmyPitkin, mezclados con densas nubes de acrehumo de tabaco.

De cara a la chimenea, con las piernas muyseparadas y una larga pipa de arcilla en la boca,estaba el posadero, el honrado señor Jellyband,propietario de The Fisherman’s Rest, como lohabía sido su padre, y también su abuelo y subisabuelo. De tipo grueso, carácter jovial ycalvicie incipiente, el señor Jellyband era sinduda el típico inglés de campo de aquella época,la época en que nuestros prejuicios insulares seencontraban en su apogeo, en que, para uninglés, ya fuera noble, terrateniente o campesino,todo el continente europeo era el templo de lainmoralidad y el resto del mundo una tierra sinexplotar llena de salvajes y caníbales.

Allí estaba el honrado posadero, bien erguidosobre sus fuertes piernas, fumando su pipa, ajenoa los de su propio país y despreciando cuantoviniera de fuera. Llevaba chaleco escarlata, conbrillantes botones de latón, calzones de pana,medias grises de estambre y elegantes zapatos de

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hebilla, prendas típicas que caracterizaban a todoposadero británico que se preciase en aquellostiempos, y mientras la hermosa Sally, que erahuérfana, hubiera necesitado cuatro pares demanos para atender a todo el trabajo que recaíasobre sus bien formados hombros, el honradoJellyband discutía sobre la política de todas lasnaciones con sus huéspedes más privilegiados.

En el salón, iluminado por dos lámparasresplandecientes que colgaban de las vigas deltecho, reinaba un ambiente sumamente alegre yacogedor. Por entre las densas nubes de humo detabaco que se amontonaban en todos los rinconesse distinguían las caras de los clientes del señorJellyband, coloradas y agradables de ver, y enbuenas relaciones entre ellos, con su anfitrión ycon el mundo entero. Por toda la habitaciónresonaban las carcajadas que acompañaban lasconversaciones, amenas si bien no muy elevadas,mientras que las continuas risitas de Sally dabantestimonio del buen uso que el señor Harry Waitehacía del escaso tiempo que la muchacha parecíadispuesta a dedicarle.

La mayoría de las personas que frecuentaban elsalón del señor Jellyband eran pescadores, perotodo el mundo sabe que los pescadores siempre

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tienen sed; la sal que respiran cuando están en elmar explica el hecho de que siempre tengan lagarganta seca cuando están en tierra. Pero TheFisherman’s Rest era algo más que un lugar dereunión para aquellas gentes sencillas. Ladiligencia de Londres y Dover salía diariamentede la posada, y los viajeros que cruzaban el canalde la Mancha y los que iniciaban el «gran viaje»estaban familiarizados con el señor Jellyband,sus vinos franceses y sus cervezas caseras.

Era casi finales de septiembre de 1792, y eltiempo, que durante todo el mes había sidobueno y soleado, había empeorado bruscamente.En el sur de Inglaterra la lluvia caíatorrencialmente desde hacía dos días,contribuyendo en gran medida a destruir todaslas posibilidades que tenían las manzanas, perasy ciruelas de convertirse en frutas realmentebuenas, como Dios manda. En esos momentos, lalluvia azotaba las ventanas y descendía por lachimenea, produciendo un alegre chisporroteo enel fuego de leña que ardía en el hogar.

—¡Madre mía!—¿Ha visto usted que septiembre más pasado

por agua tenemos, señor Jellyband? —preguntóel señor Hempseed.

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El señor Hempseed ocupaba uno de losasientos que había junto a la chimenea, porqueera una autoridad y un personaje no sólo en TheFisherman’s Rest, donde el señor Jellybandsiempre lo elegía como contrincante para susdiscusiones de política, sino en todo el barrio, enel que su cultura y, sobre todo, susconocimientos de las Sagradas Escriturasdespertaban profundo respeto y admiración. Conuna mano hundida en el amplio bolsillo de suscalzones de pana, ocultos bajo una levitaprofusamente adornada y muy gastada, y la otrasujetando la larga pipa de arcilla, el señorHempseed miraba con desánimo hacia el otroextremo de la habitación, contemplaba losriachuelos de agua que se escurrían por loscristales de la ventana.

—No —respondió sentenciosamente el señorJellyband—. No he visto cosa igual, señorHempseed, y llevo aquí cerca de sesenta años.

—Sí, pero no se acordará usted de los tresprimeros años de esos sesenta, señor Jellyband—replicó pausadamente el señor Hempseed—.Nunca he visto a un niño que se fije mucho en eltiempo, ni aquí ni en ninguna parte, y yo llevo

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viviendo aquí hace casi setenta y cinco años,señor Jellyband.

La superioridad de este razonamiento era tanirrefutable que por unos momentos el señorJellyband no pudo dar rienda suelta a su habitualfluidez verbal.

—Más parece abril que septiembre, ¿verdad?—prosiguió el señor Hempseed, tristemente, enel momento en que una andanada de gotas delluvia caía chisporroteando sobre el fuego.

—¡Sí que lo parece! —asintió el honradoposadero—, pero es lo que yo digo, señorHempseed, ¿qué se puede esperar con ungobierno como el nuestro?

El señor Hempseed movió la cabeza, dando aentender que compartía aquella opinión,temperada por una profunda desconfianza en elclima y el gobierno británicos.

—Yo no espero nada, señor Jellyband —dijo—. En Londres no tienen en cuenta a los pobrescomo nosotros, eso lo sabe todo el mundo, y yono suelo quejarme, pero una cosa es una cosa yotra que caiga tanta agua en septiembre, quetengo toda la fruta pudriéndoseme ymuriéndoseme, como el primogénito de lasmadres egipcias, y sin servir de mucho más que

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ellas, a no ser a un puñado de judíos buhoneros yde gentes por el estilo, con esas naranjas y esasfrutas extranjeras del diablo que no compraríanadie si estuvieran en sazón las manzanas y perasinglesas. Como dicen las Sagradas Escrituras...

—Tiene usted mucha razón, señor Hempseed—le interrumpió Jellyband—, y es lo que yodigo, ¿qué se puede esperar? Esos demonios defranceses del otro lado del canal están venga amatar a su rey y a sus nobles y, mientras tanto, elseñor Pitt, el señor Fox y el señor Burkepeleando y riñendo para decidir si los inglesesdebemos permitirles que sigan haciendo de lassuyas. «¡Que los maten!», dice el señor Pitt.«¡Hay que impedírselo!», dice el señor Burke.

—Pues lo que yo digo es que debernos dejarque los maten, y que se vayan al diablo —replicóel señor Hempseed con vehemencia, pues no leagradaban las ideas políticas de su amigoJellyband, que siempre acababa metiéndose enhonduras y le dejaba pocas oportunidades paraexpresar las perlas de sabiduría que le habíanhecho merecer de tan buena fama en el barrio yde tantos jarros de cerveza gratis en TheFisherman’s Rest.

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—Que los maten —repitió—, pero que nollueva tanto en septiembre, porque eso va contrala ley de las Sagradas Escrituras, que dicen...

—¡Madre mía, qué susto me ha dado usted,señor Harry!

Fue mala suerte para Sally y su pretendienteque la muchacha pronunciara estas palabras en elpreciso instante en que el señor Hempseedtomaba aliento para declamar uno de los pasajesde las Sagradas Escrituras que le habían hechofamoso, porque desencadenaron sobre su bonitacabeza la terrible cólera de su padre.

—¡Vamos, Sally, hija, ya está bien! —dijo elseñor Jellyband, intentando imprimir un gesto demal humor a su benévolo rostro—. Deja detontear con esos mequetrefes y ponte a trabajar.

—El trabajo va bien, padre,Pero el tono del señor Jellyband era imperioso.

En los planes que había trazado para la lozanamuchacha, su única hija, que cuando Dios así lodispusiera pasaría a ser la propietaria de TheFisherman's Rest, no entraba verla casada conuno de aquellos jovenzuelos que apenas ganabansuficiente para vivir con la red.

—¿No has oído lo que te he dicho, muchacha?—insistió en aquel tono de voz pausado que

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nadie se atrevía a desobedecer en la posada.Prepara la cena de lord Tony, porque si no teesmeras y no queda satisfecho, verás lo que teespera. ¿Entendido?

Sally obedeció a regañadientes.—¿Es que espera huéspedes especiales esta

noche, señor Jellyband? —preguntó JimmyPitkin, intentando lealmente apartar la atencióndel honrado posadero de las circunstancias quehabían provocado la salida de Sally de lahabitación.

—¡Así es! —contestó el señor Jellyband—.Son amigos de lord Tony. Duques y duquesas delotro lado del canal a quienes el joven señor y suamigo, sir Andrew Ffoulkes, y otros nobles hanayudado a escapar de las garras de esos asesinos.

Aquello fue excesivo para la quejumbrosafilosofía del señor Hempseed.

—¡Pero bueno! —exclamó—. Lo que yo digoes, ¿por qué lo hacen? No me gusta meterme enlos asuntos de otras gentes. Como dicen lasSagradas Escrituras...

—Lo que pasa, señor Hempseed —leinterrumpió el señor Jellyband, con mordazsarcasmo—, es que, como usted es amigo

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personal del señor Pitt, a lo mejor piensa igualque el señor Fox: «¡Que los maten!»

—Perdone, señor Jellyband —protestódébilmente el señor Hempseed—, pero yo no...

Mas el señor Jellyband al fin había conseguidomontar su caballo de batalla favorito y no tenía lamenor intención de apearse de él.

—O a lo mejor es que se ha hecho usted amigode alguno de esos franceses que, según cuentan,han venido aquí con el propósito deconvencernos a los ingleses de que hacen bien enser asesinos.

—No sé qué quiere decir, señor Jellyband —replicó el señor Hempseed—. Yo lo único que sées que...

—Lo único que yo sé —manifestó el posaderoen voz muy alta— es que mi amigo Peppercorn,que es el dueño de la posada del Blue—FacedBoar2, inglés leal y auténtico donde los haya,mire usted por dónde, se hizo amigo de varios deesos comedores de ranas y los trató como sifueran ingleses y no un puñado de espíassinvergüenzas e inmorales, ¿y qué pasó después?Pues que ahora Peppercorn va diciendo por ahíque si las revoluciones y la libertad están muy

2 El verraco de jeta azul. (N. Del T.)

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bien y que abajo con los aristócratas, como aquíel señor Hempseed.

—Perdone, señor Jellyband —volvió aprotestar débilmente el señor Hempseed—, peroyo no...

El señor Jellyband se había dirigido a todos lospresentes, que escuchaban con respeto,boquiabiertos, la lista de desafueros del señorPeppercorn. En una mesa, dos clientes —caballeros a juzgar por sus ropas— habíanabandonado a medio terminar una partida dedominó y llevaban un rato escuchando, a todasluces con gran regocijo, las opiniones del señorJellyband sobre asuntos internacionales. Uno deellos, con una media sonrisa sarcástica en lascomisuras de sus inquietos labios, se volvió haciael centro de la habitación, donde se encontraba elseñor Jellyband, que seguía de pie.

—Mi querido amigo —dijo pausadamente—,al parecer usted cree que estos franceses, estosespías, como los llama usted, son unos tipos muylistos, pues han puesto boca abajo, si se mepermite la expresión, las ideas de su amigo elseñor Peppercorn. Según usted, ¿cómo lo hanconseguido?

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—¡Hombre! Pues supongo que hablando con ély convenciéndole. Según he oído decir, esosfranceses tienen un pico de oro, y aquí el señorHempseed puede decirle que son capaces de liaral más pintado.

—¿Es eso cierto, señor Hempseed? —preguntóel desconocido cortésmente.

—¡No, señor! —contestó el señor Hempseed,muy irritado—. No puedo darle la informaciónque me pide usted.

—Entonces, mi buen amigo, confiemos en queestos espías tan listos no logren cambiar susopiniones, que son tan leales.

Pero aquellas palabras fueron excesivas para laecuanimidad del señor Jellyband. Le sobrevinoun ataque de risa que al poco corearon cuantos sesentían obligados a seguirle la corriente.

—¡Ja, ja, ja! ¡Jo, jo, jo! ¡Je, je, je! —rió entodos los tonos el honrado posadero y siguióriendo hasta que le dolieron los costados y se lesaltaron las lágrimas—. ¡Esta sí que es buena!¿Lo han oído ustedes? ¿Hacerme cambiar a míde opinión? Que Dios le bendiga, señor, perodice usted cosas muy raras.

—Bueno, señor Jellyband, ya sabe lo que dicenlas Sagradas Escrituras —intervino el señor

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Hempseed sentenciosamente—: «Que aquel queestá de pie ponga cuidado para no caer. »

—Pero tenga usted en cuenta una cosa, señorHempseed —replicó el señor Jellyband, aúnagitado por la risa—, que las Sagradas Escriturasno me conocían a mí. Vamos, es que no beberíani un vaso de cerveza con uno de esos francesesasesinos, y a mí no hay quien me haga cambiarde opinión. ¡Pero si he oído decir que esoscomedores de ranas ni siquiera saben hablaringles, o sea que si alguno intenta hablarme enesa jerga infernal, lo descubriría enseguida! Ycomo dice el refrán, hombre prevenido vale pordos.

—¡Muy bien, querido amigo! —asintió eldesconocido animadamente—. Veo que es usteddemasiado astuto y que podría enfrentarse conveinte franceses. Si me concede el honor deacabar esta botella de vino conmigo, brindaré asu salud.

—Es usted muy amable, señor —dijo el señorJellyband, enjugándose los ojos, que aúndesbordaban lágrimas de risa—. Lo haré conmuchísimo gusto.

El forastero llenó de vino dos vasos y, trasofrecer uno al posadero, cogió el otro.

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—Por muy ingleses y patriotas que seamos —dijo con la misma sonrisa irónica que jugueteabaen las comisuras de sus delgados labios—, pormuy patriotas que seamos, hemos de reconocerque al menos esto es bueno, aunque sea francés.

—¡Sí, desde luego! Eso no lo puede negarnadie, señor —admitió el posadero.

—A la salud del mejor mesonero de Inglaterra,nuestro honrado anfitrión el señor Jellyband —dijo el forastero en voz muy alta.

—¡Hip, hip, hurra! —replicaron todos losparroquianos.

A continuación todos aplaudieron y golpearonlas mesas con jarros y vasos para acompañar lasfuertes carcajadas sin motivo concreto y lasexclamaciones del señor Jellyband.

—¡Vamos, hombre, como si a mí me pudieranconvencer esos extranjeros sinvergüenzas...! QueDios le bendiga, señor, pero dice usted unascosas muy raras.

Ante hecho tan palmario, el desconocidoasintió de buena gana. No cabía duda de que laposibilidad de que alguien pudiera cambiar laconvicción del señor Jellyband, profundamentearraigada, de que los habitantes de todo el

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continente europeo eran despreciables era unaidea completamente absurda.

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III

LOS REFUGIADOS

En todos los rincones de Inglaterra había unsentimiento de animadversión hacia los francesesy su forma de actuar. Los contrabandistas y losque comerciaban dentro de la legalidad entre lascostas francesas e inglesas traían noticias del otrolado del canal que hacían hervir la sangre de todoinglés honrado, y despertaban en él un deseo de«darles su merecido» a aquellos asesinos quehabían encarcelado a su rey y a toda su familia,habían sometido a la reina y a los infantes ainfinitos ultrajes y que incluso reclamaban lasangre de toda la familia de los Borbones y desus partidarios.

La ejecución de la princesa de Lamballe, laencantadora y joven amiga de Marie Antoinette,había llenado de un horror indescriptible a todoslos habitantes de Inglaterra, y la ejecución diariade docenas de monárquicos de buenas familias,cuyo único pecado consistía en llevar un apellidoaristocrático, parecían clamar venganza ante laEuropa civilizada.

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Pero, a pesar de todo, nadie se atrevía aintervenir. Burke había agotado su elocuencia enintentar convencer al gobierno británico de quese enfrentara al gobierno revolucionario deFrancia, pero el señor Pitt, con su habitualprudencia, no creía que su país se encontrase encondiciones de embarcarse en otra guerracomplicada y costosa. Era Austria la que debíatomar la iniciativa; Austria, cuya hija máshermosa era ya una reina destronada, que habíasido encarcelada e insultada por una turbavociferante; y, sin duda, no era a Inglaterra aquien le correspondía levantarse en armas —estoargumentaba el señor Fox— si un grupo defranceses decidía matar a otro.

En cuanto al señor Jellyband y los que como élpensaban, aunque juzgaban a todos losextranjeros con absoluto desprecio, eran másmonárquicos y antirrevolucionarios que nadie, yen aquellos momentos estaban furiosos con Pittpor su precaución y su moderación, aunque,naturalmente, no comprendían las razonesdiplomáticas que guiaban la política de aquelgran hombre.

Pero de repente, Sally entró corriendo en lahabitación, excitada y nerviosa. Los ocupantes

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del salón no habían oído el ruido del exterior,pero la muchacha había estado observando a uncaballo y su jinete que se habían detenido a lapuerta de The Fisherman’s Rest, empapados y,mientras el mozo de cuadra se apresuraba aatender al caballo, la hermosa Sally fue a lapuerta para dar la bienvenida al viajero.

—Creo que he visto el caballo de lord Antonyen el patio, padre —dijo mientras cruzabarápidamente el salón.

Pero ya habían abierto la puerta de par en pardesde fuera, y al cabo de escasos segundos, unbrazo cubierto de tela encerada y chorreandoagua rodeaba la cintura de la hermosa Sally,mientras una voz potente resonaba en las vigasenceradas del salón.

—Benditos sean sus ojos pardos por suagudeza, mi hermosa Sally —dijo el hombre queacababa de entrar, mientras el honrado señorJellyband se precipitaba hacia él con ademánanhelante y ceremonioso, como convenía a lallegada de uno de los huéspedes más apreciadosde su establecimiento.

—¡Cielo santo, Sally! —añadió lord Antony altiempo que depositaba un beso en las lozanasmejillas de la señorita Sally—. Cada día está más

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guapa, y a mi honrado amigo Jellyband debecostarle trabajo alejar a los hombres de esadelgada cintura suya. ¿No es así, señor Waite?

El señor Waite, dividido entre el respeto quedebía al aristócrata y el desagrado que leproducía esta clase de bromas, se limitó a emitirun gruñido nada comprometedor.

Lord Antony Dewhurst, uno de los hijos delduque de Exeter, era en aquella época el tipoperfecto del joven caballero inglés: alto, bienformado, ancho de hombros y de expresióncordial, su risa resonaba allí donde iba. Buendeportista, animado compañero, hombre demundo, cortés y educado, sin demasiadainteligencia que pudiera echar a perder sucarácter jovial, era el personaje favorito de lossalones londinenses o de las cantinas de lasposadas rurales. En The Fisherman’s Rest todosle conocían, porque le gustaba ir a Francia ysiempre pasaba una noche bajo el techo delhonrado Jellyband en el viaje de ida o en el devuelta.

Saludó con una inclinación de cabeza a Waite,Pitkin y los demás cuando por fin soltó la cinturade Sally, y se dirigió hacia el hogar paracalentarse y secarse. Mientras esto hacía, lanzó

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una mirada rápida y algo recelosa a los dosforasteros, que habían reanudado en silencio lapartida de dominó, y durante unos segundos unaexpresión de profunda inquietud, incluso deangustia, nubló su rostro joven y radiante.

Pero sólo durante unos segundos, enseguida sevolvió hacia el señor Hempseed, que se atusabarespetuosamente la barba.

—Bueno, señor Hempseed, ¿qué tal va la fruta?—Mal, señor, mal —contestó apesadumbrado

el señor Hempseed—, pero, ¿qué se puedeesperar con este gobierno que protege a esosperillanes de franceses, que serían capaces dematar a los de su clase y a toda la nobleza?

—¡Cuánta razón tiene! —exclamó lordAntony—. Claro que serían capaces, mi buenHempseed, y los que tengan la mala suerte decaer en su poder, ¡adiós! Pero esta noche van avenir aquí unos amigos que han escapado de susgarras.

Cuando el joven pronunció estas palabras, diola impresión de que lanzaba una miradadesafiante a los silenciosos forasteros del rincón.

—Gracias a usted, señor, y a sus amigos, segúnhe oído decir —dijo el señor Jellyband.

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Pero la mano de lord Antony se posóinmediatamente en el brazo de Jellyband, a modode advertencia.

—¡Silencio! —dijo en tono imperioso, einstintivamente volvió a mirar a losdesconocidos.

—¡Ah, no se preocupe por ellos, señor! —replicó Jellyband—. No tema. De no habersabido que estábamos entre amigos, no hubieradicho nada. Ese caballero es un súbdito leal delrey George, como usted, señor, mejorando lopresente. Hace poco que ha llegado a Dover, y vaa iniciar negocios aquí.

—¿Negocios? A fe mía que será una funeraria,porque puedo asegurarle que jamás había vistoun semblante tan lúgubre.

—No, mi señor, es que creo que el caballero esviudo, lo que sin duda explica su expresiónmelancólica. Pero de todos modos, es un amigo,se lo garantizo. Y tendrá usted que reconocer, miseñor, que nadie puede juzgar mejor las carasque el dueño de una posada conocida...

—Bueno, si estamos entre amigos no hayningún problema —dijo lord Antony, puessaltaba a la vista que no deseaba discutir elasunto con su anfitrión—. Pero, dígame una

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cosa. No hay nadie más hospedándose aquí,¿verdad?

—Nadie, señor, y tampoco va a venir nadie, ano ser...

—¿A no ser qué?—Estoy seguro de que su señoría no tendrá

nada que objetar.—¿De quién se trata?—Pues van a venir sir Percy Blakeney y su

esposa, pero no se alojarán aquí...—¿Lord Blakeney? —repitió lord Antony

asombrado.—Así es, señor. El patrón del barco de sir

Percy acaba de estar aquí y me ha dicho que elhermano de la señora partirá hoy para Francia enel Day Dream, que es el yate de sir Percy, y quesu esposa y él le acompañarán hasta aquí paradespedirle. No le molesta, ¿verdad, señor?

—No, no me molesta, amigo mío. A mí no memolesta nada, salvo que esa cena no sea lo mejorque pueda preparar la señorita Sally y la mejorque se haya servido nunca en The Fisherman’sRest.

—No pase cuidado por eso, señor —replicóSally, que durante todo este tiempo había estadopreparando la mesa para la cena. Y quedó muy

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alegre e incitante, con un gran ramo de dalias debrillantes colores en el centro, y lasresplandecientes copas de peltre y los platos deporcelana azul alrededor.

—¿Cuántos cubiertos pongo, señor?—Para cinco comensales, hermosa Sally, pero

que la comida sea al menos para diez... Nuestrosamigos llegarán cansados, y supongo quetambién hambrientos. Le aseguro que yo solopodría devorar una vaca entera esta noche.

—Creo que ya han llegado —dijo Sally,nerviosa, pues se oía claramente la trápala decaballos y ruedas que se acercaban rápidamente.

En el salón se produjo una gran conmoción.Todos sentían curiosidad por ver a losimportantes amigos de sir Antony que venían delotro lado del mar. La señorita Sally lanzó una odos miradas fugaces al espejito colgado de lapared, y el honrado señor Jellyband salióapresuradamente para ser el primero en dar labienvenida a sus distinguidos huéspedes. Losúnicos que no participaron en la excitacióngeneral fueron los dos forasteros del rincón.Siguieron jugando tranquilamente al dominó, yno miraron ni una sola vez hacia la puerta.

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—Adelante, señora condesa, la puerta de laderecha —dijo una voz cordial afuera.

—Efectivamente, ya han llegado —dijo lordAntony alegremente—. Vamos, mi hermosaSally, a ver con qué rapidez sirves la sopa.

La puerta se abrió de par en par y, precedidopor el señor Jellyband, que no cesaba de hacerreverencias y pronunciar frases de bienvenida,entró en el salón un grupo compuesto por cuatropersonas, dos damas y dos caballeros.

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos a la viejaInglaterra! —dijo lord Antony efusivamente,dirigiéndose al encuentro de los recién llegadoscon los brazos extendidos.

—Ah, usted debe ser lord Antony Dewhurst —dijo una de las damas, con marcado acentoextranjero.

—Para servirla, madame —replicó lordAntony, y acto seguido besó ceremoniosamentela mano de las dos señoras.

Después se volvió hacia los hombres y lesestrechó la mano cálidamente.

Sally ya estaba ayudando a las señoras aquitarse las capas de viaje, y ambas se dirigieron,tiritando, hacia el refulgente fuego.

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Todos los parroquianos del salón se movieron.Sally entró apresuradamente en la cocina,mientras que Jellyband, aún deshaciéndose ensaludos respetuosos, colocaba unas sillas junto ala chimenea. El señor Hempseed, acariciándosela barba, abandonó el asiento junto al hogar.Todos miraban con curiosidad, aunque condeferencia, a los extranjeros.

—¡Ah, messieurs! ¡No sé qué decir! —exclamóla dama de más edad, tendiendo sus hermosas yaristocráticas manos al calor de la hoguera ymirando con inexpresable gratitud primero a lordAntony y después a uno de los jóvenes que habíaacompañado al grupo, y que en ese momento sedespojaba de su grueso abrigo con esclavina.

—Únicamente que se alegra de estar enInglaterra, condesa —replicó lord Antony—, yque no ha sufrido demasiado en esta travesía tanagotadora.

—Claro, claro que nos alegramos de estar enInglaterra —dijo, al tiempo que sus ojos sellenaban de lágrimas—, y ya hemos olvidadonuestros padecimientos.

Su voz tenía un tono musical y grave, y elrostro hermoso y aristocrático, con abundantescabellos de un blanco de nieve peinados muy por

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encima de la frente, a la moda de la época,reflejaba una gran dignidad y múltiplessufrimientos sobrellevados noblemente.

—Espero que mi amigo, sir Andrew Ffoulkes,haya sido un compañero de viaje entretenido,madame.

—Ah, desde luego. Sir Andrew es todoamabilidad. ¿Cómo podríamos demostrarlesnuestra gratitud mis hijos y yo, messieurs?

Su acompañante, una personilla delicada cuyaexpresión de cansancio y pena le daba un aireinfantil y trágico, aún no había dicho nada;apartó sus ojos, grandes, pardos y llenos delágrimas, del fuego y buscó los de sir AndrewFfoulkes, que se había acercado al hogar y a ella.Al encontrarse con los ojos del hombre, queestaban prendidos con una admiración palpablede aquel dulce rostro, las pálidas mejillas de lamuchacha se tiñeron levemente de un color másencendido.

—Así que esto es Inglaterra —dijo, mirandocon curiosidad infantil el hogar, las vigas deroble, y a los parroquianos con sus levitasadornadas y sus rostros joviales, rubicundos,británicos.

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—Un trocito nada más, mademoiselle —replicósir Andrew, sonriendo—, pero a su enteradisposición.

La muchacha volvió a sonrojarse, pero, en estaocasión, una brillante sonrisa, dulce y fugaz,iluminó su delicado rostro. No dijo nada, yaunque también sir Andrew guardó silencio,aquellos dos jóvenes se entendieron mutuamente,como ocurre con los jóvenes del mundo entero ycomo ha ocurrido desde que el mundo es mundo.

—Bueno, ¿y la cena? —intervino lord Antonyen el tono jovial de costumbre—. La cena, miquerido Jellyband. ¿Dónde está esa hermosamocita con la sopera? Venga, buen hombre, quemientras usted contempla a las damas van adesmayarse de hambre.

—¡Un momento! ¡Un momento, señor! —exclamó Jellyband abriendo la puerta que daba ala cocina. Con voz potente gritó: —¡Sally!¡Vamos, Sally! ¿Está todo listo, hija?

Sally ya lo tenía todo preparado, y al cabo deunos momentos apareció en el umbral con unasopera gigantesca de la que salía una nube devapor y un apetitoso y penetrante aroma.

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—¡Gracias a Dios! ¡La cena, por fin! —exclamó lord Antony alegremente, mientrasofrecía su brazo a la condesa con galantería.

—¿Me concede el honor? —añadióceremoniosamente, y a continuación laacompañó hasta la mesa.

En el salón todo era un ir y venir; el señorHempseed y la mayor parte de los parroquianosse habían retirado para dejar sitio a «laaristocracia» y para terminar de fumar sus pipasen otro lugar. Sólo los dos forasteros sequedaron, en silencio, jugando tranquilamente aldominó y bebiendo vino a pequeños sorbos. Enotra mesa, Harry Waite, que estaba poniéndosede mal humor por momentos, observaba a Sally,que trajinaba alrededor de la mesa.

La muchacha era como una personificaciónsumamente delicada de la vida rural inglesa, y noes de extrañar que el sensible joven francés nopudiera apartar los ojos de aquel hermoso rostro.El vizconde de Tournay era un muchachoimberbe de apenas diecinueve años, en quien lasterribles tragedias que tenían por escenario supaís natal habían dejado pocas huellas. Ibavestido elegantemente, casi con amaneramiento,y una vez a salvo en Inglaterra, saltaba a la vista

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que estaba dispuesto a olvidar los horrores de laRevolución entre las delicias de la vida inglesa.

—Pardi! Si esto es Inglaterra —dijo sin dejarde mirar a Sally con aire de satisfacción— he dedecir que me complace.

Sería imposible reproducir la exclamaciónexacta que escapó por entre los dientes apretadosdel señor Harry Waite. Unicamente por elrespeto hacia los nobles y sobre todo hacia lordAntony mantuvo a raya el desagrado que leinspiraba el joven extranjero.

—Pues sí, esto es Inglaterra, joven réprobo —replicó lord Antony riendo—, y le ruego que nointroduzca sus laxas costumbres extranjeras eneste país tan decente.

Lord Antony ya había ocupado la cabecera dela mesa, con la condesa a su derecha. Jellybandiba de un lado a otro, llenando vasos yenderezando sillas. Sally esperaba para servir lasopa. Los amigos del señor Harry Waitefinalmente lograron sacarle de la habitación,pues su talante era cada vez más violento al verla palpable admiración que el vizconde sentía porSally.

—Suzanne —ordenó la rígida condesa conseveridad.

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Suzanne volvió a sonrojarse; había perdido lanoción del tiempo y del lugar en que seencontraba mientras se calentaba ante el fuego,permitiendo al apuesto joven inglés que solazasesus ojos en su dulce rostro, y que su mano seposara en la de ella, como al descuido. La voz desu madre la devolvió a la realidad una vez más, ycon un dócil «Sí, mamá», fue a sentarse a lamesa.

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IV

LA LIGA DE LA PIMPINELAESCARLATA

Formaban un grupo animado, incluso feliz,sentados en torno a la mesa: sir Andrew Ffoulkesy lord Antony Dewhurst, dos típicos caballerosingleses, apuestos, de buena cuna y buenaeducación, de aquel año de gracia de 1792, y lacondesa francesa con sus dos hijos, que acababande escapar de terribles peligros y al fin habíanencontrado un refugio seguro en las costas de laprotectora Inglaterra.

Los dos forasteros del rincón debían haberterminado la partida de ajedrez; uno de ellos selevantó y, de espaldas al alegre grupo, se pusocon gran parsimonia el amplio abrigo de tripleesclavina. Mientras estaba ocupado en esta tarea,lanzó una mirada rápida a su alrededor. Todosprestaban atención únicamente a reír y charlar, yel forastero murmuró las siguientes palabras:«¡Todos a salvo!». Su compañero, con laprudencia propia de una larga experiencia, sepuso de rodillas y al cabo de unos segundos sedeslizó sin ruido bajo el banco de roble. A

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continuación el otro forastero dijo «Buenasnoches» en voz alta y abandonó en silencio elsalón.

En la mesa, nadie había observado la extraña ysigilosa maniobra, pero cuando el desconocidocerró la puerta del salón, todos suspiraroninconscientemente con alivio.

—¡Al fin solos! —exclamó lord Antony entono jovial.

El joven vizconde Tournay se levantó, con lacopa en la mano, y con la cortesía y afectaciónpropias de la época, la alzó y dijo en un inglésvacilante:

—Brindo por su majestad el rey George III deInglaterra. Que Dios le bendiga por lahospitalidad que nos brinda a los pobresexiliados franceses.

—¡Por su majestad el rey! —corearon lordAntony y sir Andrew, bebiendo a continuación ala salud del monarca.

—Por su majestad el rey Luis de Francia —añadió sir Andrew, con solemnidad—. Que Dioslo proteja y le conceda la victoria sobre susenemigos.

Todos se levantaron y bebieron en silencio. Eldestino del infortunado rey de Francia, prisionero

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por entonces de su propio pueblo, proyectó unasombra incluso en el apacible semblante delseñor Jellyband.

—Y a la salud de monsieur el conde deTournay de Basserive —dijo lord Antonyanimadamente—. Por que le demos labienvenida a Inglaterra dentro de pocos días.

—Ah, monsieur —dijo la condesa, mientrascon mano levemente temblorosa se acercaba lacopa a los labios—. No me atrevo a teneresperanzas.

Pero sir Antony ya había servido la sopa, ydurante los momentos siguientes cesó laconversación, mientras Jellyband y Sally tendíanlos platos, y todos empezaron a comer.

—¡Créame, madame! —dijo lord Antony alcabo de un rato—. No he hecho este brindis envano. Al verse a salvo en Inglaterra, junto amademoiselle Suzanne y mi amigo el vizconde,se sentirá más tranquila respecto a la suerte quecorrerá monsieur el conde...

—Ah, monsieur —replicó la condesa, con unprofundo suspiro—. Confío en Dios, pues loúnico que puedo hacer es rezar, y esperar...

—¡Bien, madame! —intervino sir AndrewFfoulkes—. Naturalmente que debe confiar en

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Dios, pero también debe creer un poco en susamigos ingleses, que han jurado traer al conde aInglaterra, como les han traído hoy a ustedes.

—Claro que sí, monsieur —dijo la condesa—.Tengo absoluta confianza en usted y en susamigos. Le aseguro que su fama se ha extendidopor toda Francia. Que varios amigos míos hayanescapado de las garras de ese terrible tribunalrevolucionario es poco menos que un milagro...Y todo gracias a usted y a sus amigos...

—Nosotros sólo hemos sido simplesinstrumentos, señora condesa...

—Pero, monsieur, mi marido —prosiguió lacondesa, mientras las lágrimas contenidasvelaban su voz—, se encuentra en una situacióntan peligrosa... No lo hubiera dejado, pero... hasido por mis hijos... Estaba dividida entre mideber hacia él y hacia mis hijos. Ellos se negarona venir sin mí... y usted y sus amigos me juraronsolemnemente que mi marido estaría a salvo.Pero ahora que estoy aquí, entre todos ustedes,en esta Inglaterra tan hermosa y libre... pienso enél, teniendo que huir para salvar la vida, acosadocomo un pobre animal... pasando por peligros tanterribles... ¡Ah! No debería haberlo dejado... ¡Nodebería haberlo dejado!

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La pobre mujer se desmoronó por completo; elcansancio, la aflicción y la emoción se adueñaronde su porte rígido y aristocrático. Lloraba ensilencio, y Suzanne corrió hacia ella e intentósecar sus lágrimas con besos.

Lord Antony y sir Andrew no interrumpieron ala condesa mientras hablaba. No cabía duda deque le profesaban un profundo afecto; su silencioasí lo testimoniaba, pero, desde siempre, desdeque Inglaterra es lo que es, el inglés se siente unpoco avergonzado de sus emociones ysentimientos de simpatía. Por eso, los dosjóvenes no dijeron nada y se empeñaron endisimular sus sentimientos, pero sóloconsiguieron adoptar una expresión deinconmensurable timidez.

—Por lo que a mí respecta, monsieur —intervino de repente Suzanne, mirando a sirAndrew por entre sus abundantes rizoscastaños—, confío plenamente en usted, y sé quetraerá a mi querido padre a Inglaterra como nosha traído a nosotros.

Pronunció estas palabras con tal confianza, contal esperanza, que los ojos de su madre sesecaron como por arte de magia, y una sonrisaasomó a los labios de todos.

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—¡Me avergüenza usted, mademoiselle! —replicó sir Andrew—. Aunque mi vida está a sudisposición, yo no he sido más que un humildeinstrumento en manos de nuestro jefe, queorganizó y llevó a cabo su fuga.

Habló con tal vehemencia y calor que los ojosde Suzanne se clavaron en él con mal disimuladasorpresa.

—¿Su jefe, monsieur? —repitió asombrada lacondesa—. ¡Ah, claro! Es normal que tengan unjefe, pero no se me había ocurrido. Pero, dígame,¿dónde está? Quisiera verle inmediatamente, ymis hijos y yo nos arrojaríamos a sus pies paraagradecerle cuanto ha hecho por nosotros.

—¡Ay, eso es imposible, madame! —dijo lordAntony.

—¿Imposible? ¿Por qué?—Porque Pimpinela Escarlata actúa en la

sombra y sólo sus más inmediatos colaboradoresconocen su identidad tras jurar solemnementemantenerla en secreto.

—¿Pimpinela Escarlata? —dijo Suzanne,riendo alegremente—. ¡Qué nombre tan curioso!¿Qué es Pimpinela Escarlata, monsieur?

Miró a sir Andrew con anhelante curiosidad. Elrostro del joven se había transfigurado. Sus ojos

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brillaban de entusiasmo; su cara literalmenteirradiaba adoración, cariño y admiración hacia sujefe.

—Mademoiselle, la Pimpinela Escarlata —respondió al fin—, es el nombre de una humildeflor silvestre inglesa; pero también es el nombrebajo el que se oculta la identidad del hombre másbueno y más valiente del mundo, para poderrealizar más fácilmente la noble tarea que se haimpuesto.

—Ah, sí —intervino el joven vizconde—. Heoído hablar de Pimpinela Escarlata. Es unaflorecilla... ¿roja? ¡Sí, eso es! En París dicen quecada vez que un monárquico huye a Inglaterra,ese monstruo, Foucquier Tinville, el acusadorpúblico, recibe una nota con esa florecilladibujada en rojo... ¿Sí?

—Sí, efectivamente —asintió lord Antony.—Entonces, hoy habrá recibido una de esas

notas...—Sin duda.—¡Ah! ¡Me gustaría saber qué dirá Tinville! —

exclamó Suzanne alegremente—. He oído decirque esa florecilla roja es lo único que le asusta.

—Pues, en ese caso —dijo sir Andrew—,tendrá muchas más ocasiones de examinarla.

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—¡Ah, monsieur! —suspiró la condesa—.Todo esto parece una novela, y no la entiendo.

—¿Y por qué habría de entenderla, madame?—Pero, dígame, ¿por qué su jefe —y todos

ustedes— gasta su dinero y arriesga su vida,porque eso es lo que ustedes arriesgaron,messieurs, al ir a Francia, por unos hombres ymujeres franceses que no significan nada paraustedes?

—Por deporte, madame la condesa, por deporte—aseguró lord Antony con su habitual tono devoz potente y jovial—. Verá, es que nosotrossomos una nación de deportistas, y en estosmomentos está de moda arrancar la liebre de losdientes del podenco.

—Ah, no, no. No puede ser sólo por deporte,monsieur... Estoy segura de que tienen unamotivación más noble para hacer esta buenaobra.

—Entonces, madame, me gustaría que usted ladescubriera. Yo le aseguro que me encanta estejuego, pues es el mejor deporte que he conocidohasta ahora. Eso de escapar por un pelo... ¡losriesgos del mismísimo diablo! ¡Adelante! ¡A porellos!

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Pero la condesa movió la cabeza conincredulidad. Se le antojaba ridículo que aquelloshombres y su jefe, todos ellos ricos,probablemente de buena cuna, tan jóvenes, seenfrentaran a los terribles peligros que la condesasabía que corrían constantemente sólo pordeporte. En cuanto ponían el pie en Francia, sunacionalidad no les servía de salvaguardia.Cualquiera que fuera sorprendido protegiendo oprestando ayuda a supuestos monárquicos erainevitablemente condenado a la pena capital,cualquiera que fuese su nacionalidad. Y, por loque sabía la condesa, aquella banda de jóvenesingleses había desafiado al tribunal de losrevolucionarios, implacable y sediento de sangre,dentro de los propios muros de la ciudad deParís, y le había arrebatado a las víctimascondenadas al pie mismo de la guillotina. Con unestremecimiento, recordó los acontecimientos delos últimos días, la huida de París con sus doshijos, los tres escondidos bajo el techo de uncarro bamboleante, entre un montón de coles ynabos, sin atreverse a respirar, mientras lamuchedumbre aullaba: «A la lanterne lesaristos!», en aquella terrible barricada del Oeste.

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Todo había sucedido de una forma casimilagrosa: su marido y ella se habían enterado deque se encontraban en las listas de «personassospechosas», lo que significaba que losjuzgarían y condenarían a muerte en cuestión dedías, quizá de horas.

Pero de pronto concibieron una esperanza desalvación; la misteriosa carta, firmada con elenigmático dibujo escarlata; las instruccionesclaras y precisas; la separación del conde deTournay, que había destrozado el corazón de lapobre esposa; la esperanza de volver a verse; lahuida con sus dos hijos; el carro cubierto; aquellavieja espantosa que lo conducía, parecida a undemonio, con el lúgubre trofeo en el mango dellátigo...

La condesa paseó la mirada por aquella posadainglesa, pintoresca y antigua, con la paz deaquella tierra de libertad religiosa y civil, y cerrólos ojos para ahuyentar la obsesiva visión de labarricada del Oeste y de la muchedumbreretirándose presa del pánico cuando la vieja brujapronunció la palabra «peste».

Mientras iba en el carro, a cada instanteesperaba que la reconocieran, la arrestaran y quetanto sus hijos como ella fueran juzgados y

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condenados, y aquellos jóvenes ingleses, bajo laguía de su valiente y misterioso jefe, habíanarriesgado la vida para salvarlos a ellos, como yahabían salvado a docenas de personas inocentes.

¿Y todo únicamente por deporte? ¡Imposible!Los ojos de Suzanne, que buscaban los de sirAndrew, le decían bien a las claras que pensabaque al menos él rescataba a sus semejantes deuna muerte terrible que no merecían movido poruna motivación más elevada y más noble que loque quería hacerle creer.

—¿Con cuántas personas cuenta su valientegrupo, monsieur? —preguntó tímidamente.

—Veinte en total, mademoiselle —contestó—.Uno que da las órdenes y diecinueve queobedecen. Todos somos ingleses, y todos somosfieles a la misma causa: obedecer a nuestro jefe ysalvar al inocente.

—Que Dios les proteja a todos, messieurs —dijo la condesa fervientemente.

—Hasta ahora lo ha hecho, madame.—Me parece prodigioso, ¡prodigioso!, que

sean ustedes tan valientes, que estén tanentregados a su prójimo... ¡siendo ingleses! EnFrancia, la traición acecha por todas partes, ennombre de la libertad y la fraternidad.

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—En Francia, las mujeres han sido aún máscrueles con nosotros, los aristócratas, que loshombres —dijo en vizconde, suspirando.

—Sí, es cierto —añadió la condesa, y unaexpresión de arrogante desdén y profundaamargura pasó por sus ojos melancólicos—. Porejemplo, esa mujer, Marguerite St. Just.Denunció al marqués de St. Cyr y a toda sufamilia al tribunal del Terror.

—¿Marguerite St. Just? —repitió lord Antony,dirigiendo una mirada rápida y nerviosa a sirAndrew—. ¿Marguerite St. Just?. Sin duda...

—¡Sí! —le interrumpió la condesa—. Sin dudaustedes la conocen. Era una actriz destacada dela Comédie Française, y hace poco se casó conun inglés. Tienen que conocerla...

—¿Conocerla? —repitió lord Antony—. ¿Quesi conocemos a lady Blakeney... la mujer másfamosa de Londres, la esposa del hombre másrico de Inglaterra? Naturalmente; todosconocemos a lady Blakeney.

—Fue compañera mía en el convento de París—explicó Suzanne—, y vinimos juntas aInglaterra a aprender su idioma. Le tenía muchocariño a Marguerite, y no puedo creer que hicierauna cosa tan vil.

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—Francamente, parece increíble —dijo sirAndrew—. ¿Dice usted que denunció al marquésde St. Cyr? ¿Por qué habría de hacer semejantecosa? No cabe duda de que se trata de un error...

—No hay error posible, monsieur —replicó lacondesa con frialdad—. El hermano deMarguerite St. Just es un conocido republicano.Al parecer, hubo una disputa familiar entre miprimo, el marqués de St. Cyr, y él. Los St. Justson en realidad plebeyos, y el gobiernorepublicano tiene muchos espías. Le aseguro queno hay ningún error... ¿No ha oído esta historia?

—A decir verdad, madame, he oído ciertosrumores, pero en Inglaterra nadie los cree... SirPercy Blakeney, su marido, es un hombre muyacaudalado, con una elevada posición social,amigo íntimo del príncipe de Gales... y ladyBlakeney es quien arbitra la moda y la altasociedad de Londres.

—Es posible, monsieur, y, naturalmente,nosotros llevaremos una vida muy tranquila enInglaterra, pero ruego a Dios que mientras estéen este hermoso país no me encuentre aMarguerite St. Just.

Pareció como si un jarro de agua fría cayerasobre el alegre grupo reunido en torno a la mesa.

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Suzanne estaba triste, en silencio. Sir Andrewjugueteaba nervioso con su tenedor, y la condesa,encerrada en la armadura de sus prejuiciosaristocráticos, estaba rígida, inflexible, en su sillade respaldo recto. En cuanto a lord Antony,parecía sumamente incómodo, y miró un par deveces con recelo a Jellyband, que parecíaigualmente incómodo.

—¿A qué hora espera a sir Percy y ladyBlakeney? —se las ingenió para susurrarle alposadero sin que nadie se diera cuenta.

—Llegarán de un momento a otro, señor —respondió Jellyband también en un susurro.

Mientras pronunciaba estas palabras, se oyó alo lejos el retumbar de un carruaje; el ruido fueaumentando, se oyeron claramente dos gritos, latrápala de los cascos de los caballos en eldesigual empedrado, y al cabo de unos segundosun mozo de cuadra abrió la puerta del salón yentró precipitadamente.

—¡Sir Percy Blakeney y su esposa! —gritó contodas sus fuerzas—. ¡Acaban de llegar!

Y entre gritos, tintinear de arneses y cascos dehierro resonando sobre las piedras, un cochemagnífico, tirado por cuatro bayos soberbios, sedetuvo en el porche de The Fisherman’s Rest.

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V

MARGUERITE

Transcurridos unos momentos, el tranquilosalón con vigas de roble de la posada fueescenario de una confusión y un desasosiegoindescriptibles. Cuando el mozo de cuadraanunció la llegada de los huéspedes, lordAntony, soltando un juramento muy en boga poraquellos días, se levantó de su asiento de un saltoy se puso a dar órdenes confusas al pobreJellyband que, aturdido, no sabía qué hacer.

—¡Por lo que más quiera, buen hombre —leamonestó su señoría—, intente distraer a ladyBlakeney hablando afuera unos momentosmientras se retiran las señoras! ¡Maldición! —exclamó, y añadió otro juramento aún másenfático— ¡Qué mala suerte!

—¡Deprisa, Sally! ¡Las velas! —gritóJellyband, corriendo de aquí para allá, orabrincando sobre una pierna, ora sobre la otra,contribuyendo a aumentar el nerviosismoreinante.

También la condesa se había puesto de pie;erguida, rígida, trataba de disimular su excitación

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bajo una decorosa sang—froid, repitiendomecánicamente:

—¡No quiero verla! ¡No quiero verla!Afuera, la confusión que había desencadenado

la llegada de tan importantes huéspedes crecíasin cesar.

«¡Buen día, sir Percy! ¡Buen día, su señoría!»«¡A su disposición, sir Percy!», se oía entonar aun coro ininterrumpido en el que se intercalaban,con tono más débil, frases como: «¡Una caridadpara este pobre ciego, señora y caballero!»

De repente, en medio del estruendo se oyó unavoz singularmente dulce.

—Dejen a ese pobre hombre, y que le den decomer. Yo corro con los gastos.

La voz era grave y musical, con un timbreligeramente cantarín y un leve soupçon de acentoextranjero en la pronunciación de lasconsonantes.

Al oírla, todos los que estaban en el salónguardaron silencio y se quedaron escuchandoinvoluntariamente unos momentos. Sally sedetuvo con las velas ante la puerta que daba a losdormitorios del piso de arriba, y la condesa seretiró apresuradamente ante la aparición deaquella enemiga que poseía una voz tan dulce y

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musical; Suzanne se disponía a seguir a su madrede mala gana, y lanzaba miradas de pesar haciala puerta de entrada, en la que esperaba ver a suantigua y querida compañera de colegio.

Jellyband abrió la puerta, aún con la absurda yvana esperanza de evitar la catástrofe que flotabaen el aire, y la misma voz grave y musical dijocon una alegre risa y un tono de consternaciónburlona:

—¡Brrr! ¡Me he puesto como una sopa! Dieu!¿Han visto ustedes qué clima más odioso?

—Suzanne, ven conmigo inmediatamente. Telo ordeno —dijo la condesa imperiosamente.

—¡Oh! ¡Mamá! —exclamó Suzanne,suplicante.

—¡Mi señora... esto... mi señora! —tartamudeóJellyband, que trataba de cortarle el paso a ladyBlakeney torpemente.

—Pardieu, buen hombre —dijo lady Blakeney,un poco impaciente—, ¿por qué se pone usted enmedio, saltando a la pata coja como una cigüeña?Deje que me acerque al fuego. Voy a morirme defrío.

Empujó suavemente al posadero y entró en elsalón.

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Existen muchos retratos y miniaturas deMarguerite St. Just —lady Blakeney, como sellamaba en aquella época—, pero dudo queninguno de ellos haga justicia a su singularbelleza. De estatura superior a la media, figuramagnífica y porte regio, no es de extrañar queincluso la condesa se detuvierainvoluntariamente unos segundos para admirarlaantes de volver la espalda a tan fascinanteaparición.

Por entonces, Marguerite St. Just contabaapenas veinticinco años, y su belleza seencontraba en todo su esplendor. El gransombrero, con sus plumas ondeantes, arrojabauna suave sombra sobre la frente clásica con unaaureola de pelo rojizo, libre de polvo en esosmomentos; la dulce boca infantil, la nariz recta,como cincelada, la barbilla redonda y el delicadocuello, todo ello parecía realzado por lospintorescos ropajes de la época. El traje deterciopelo, de un azul intenso, moldeaba el grácilcontorno de su figura, y una manita minúsculasujetaba con dignidad el largo bastón adornadocon un gran manojo de cintas que se había puestode moda recientemente entre las damas de la altasociedad.

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Con una rápida ojeada a la habitaciónMarguerite Blakeney reconoció a cuantos habíaen ella. Hizo una cortés inclinación de cabeza asir Andrew Ffoulkes, y le tendió la mano a sirAntony.

—¡Hola, lord Tony! ¡Vaya! ¿Qué hace ustedaquí, en Dover? —le preguntó cordialmente.

Sin esperar la respuesta, se volvió hacia lacondesa y Suzanne. Su rostro se iluminó,pareciendo aún más radiante, al tender ambosbrazos hacia la muchacha.

—¡Pero si es mi pequeña Suzanne! Pardieu,querida ciudadana, ¿cómo es que estás enInglaterra? ¡Y con madame!

Se acercó efusivamente a ambas, sin el menorindicio de azoramiento ni en sus ademanes ni ensu sonrisa. Lord Tony y sir Andrewcontemplaban la escena preocupados yanhelantes. A pesar de ser ingleses, habíanestado varias veces en Francia, y habían tratadolo suficiente con los franceses como para saberque la rancia noblesse de ese país albergaba undesprecio infinito y un odio mortal hacia todosaquellos que habían contribuido a su caída.Armand St. Just, el hermano de la hermosa ladyBlakeney, aunque de ideas moderadas y

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conciliadoras, era un ferviente republicano, y sudisputa con la antigua familia de los St. Cyr —cuyos detalles no conocía ningún extraño—habían culminado en la caída y casi totalextinción de esta última. En Francia habíantriunfado St. Just y los suyos, y en Inglaterra,cara a cara con aquellos tres refugiados quehabían sido expulsados de su país, que habíanescapado para salvar la vida y habían sidodespojados de todo cuanto le habíanproporcionado largos siglos de lujo, seencontraba un vástago representativo de aquellasmismas familias republicanas que habíandepuesto a un rey y habían desarraigado a unaaristocracia cuyo origen se perdía en la niebla yla lejanía de los siglos pasados.

Estaba ante ellos, con toda la insolenciainconsciente de la belleza, ofreciéndoles sudelicada mano, como si con ese gesto pudierasolucionar el conflicto y el derramamiento desangre de la última década.

—Suzanne, te prohibo que hables con esamujer —dijo la condesa severamente, poniendouna mano represora en el brazo de su hija.

Pronunció estas palabras en inglés, para quetodos las oyeran y las comprendieran, los dos

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caballeros ingleses y el mesonero y su hija,gentes plebeyas. Sally sofocó una exclamaciónde espanto ante la insolencia de la extranjera,ante aquella desvergüenza para con su señoría,que era inglesa, puesto que era la esposa de sirPercy y, además, amiga del príncipe de Gales.

En cuanto a lord Antony y sir Andrew, casi seles paró el corazón de horror ante aquella afrentagratuita. Uno de ellos soltó una exclamación desúplica; el otro de admonición, y ambos miraroninstintiva y rápidamente hacia la puerta, en laque ya se oía una voz pesada y lenta, aunque nodesagradable.

Las únicas que no mostraron turbación de entrelos allí presentes fueron Marguerite Blakeney yla condesa de Tournay. Esta, rígida, erguida ydesafiante, aún con la mano sobre el brazo de suhija, parecía la personificación del orgullo másindomeñable. Durante unos segundos el dulcerostro de Marguerite se puso tan blanco como elsuave encaje que rodeaba su cuello, y unobservador muy avisado quizá hubiese notadoque la mano con que sujetaba el largo bastónadornado con cintas estaba agarrotada yligeramente temblorosa.

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Pero aquello sólo duró unos segundos;enseguida se alzaron levemente las delicadascejas, los labios se curvaron sarcásticamente, losojos, azul claro, se clavaron en la rígida condesa,y con un leve encogimiento de hombros...

—¡Vaya, vaya, ciudadana! —dijo en tonodesenfadado—. ¿Se puede saber qué mosca le hapicado?

—Ahora estamos en Inglaterra, madame —replicó la condesa fríamente—, y soy libre deprohibir a mi hija que le estreche la manoamistosamente. Vamos, Suzanne.

Hizo una seña a su hija, y sin volver a mirar aMarguerite Blakeney, pero haciendo unaprofunda reverencia a la vieja usanza a los dosjóvenes, abandonó la habitación con pasomajestuoso.

En el salón de la posada se hizo el silenciodurante unos momentos, mientras el frufrú de lasfaldas de la condesa se desvanecía por el pasillo.Marguerite, rígida como una estatua, siguió conmirada glacial a la erguida figura hasta quedesapareció tras el umbral, pero cuando lapequeña Suzanne se disponía a seguir a sumadre, humilde y obediente, se borró la dureza

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del rostro de lady Blakeney y en sus ojos se posóuna expresión afligida, casi patética e infantil.

La pequeña Suzanne vio aquella expresión; elcarácter dulce de la niña salió al encuentro de lahermosa mujer, apenas un poco mayor que ella;la obediencia filial dio paso a la simpatía juvenil,y al llegar a la puerta, se dio la vuelta, corrióhasta Marguerite, y abrazándola, la besóefusivamente, y a continuación fue en pos de sumadre, con Sally a la zaga, mientras una amablesonrisa le formaba hoyuelos en el rostro y hacíauna última reverencia a lady Blakeney.

El gesto de delicadeza de Suzanne rompió ladesagradable tensión reinante. Sir Andrew siguiósu bonita figura con los ojos hasta que se perdióde vista, y después se encontró con los deMarguerite, con una expresión de regocijo.

Marguerite, con remilgada afectación, hizo unademán como de besar la mano a las damascuando éstas traspasaron el umbral, y una sonrisafestiva asomó a las comisuras de sus labios.

—¡Bueno, ya está! —dijo desenfadadamente—. ¡Dios mío! Sir Andrew, ¿ha visto usted quépersona tan desagradable? Espero que cuando mehaga vieja no sea así.

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Se recogió las faldas, y adoptando un airemajestuoso, se dirigió muy digna hacia lachimenea.

—Suzanne —dijo, imitando la voz de lacondesa—. ¡Te prohibo que hables con esamujer!

La carcajada que siguió a aquella broma sonóun poco forzada, pero ni sir Andrew ni lordAntony eran observadores demasiadoperspicaces. La imitación fue tan perfecta, eltono de voz tan fielmente reproducido, que losdos jóvenes exclamaron al unísono,entusiasmados: «¡Bravo!».

—¡Ah, lady Blakeney! —añadió lord Tony—,cómo deben echarla de menos en la ComédieFrançaise, y cómo deben odiar los parisinos a sirPercy por habérsela llevado de allí.

—Ni hablar —replicó Marguerite, encogiendosus gráciles hombros—. Es imposible odiar a sirPercy por nada. Es tan ingenioso que desarmaríaa la mismísima condesa.

El joven vizconde, que no había seguido elejemplo de su madre y de su digna retirada, seadelantó un paso, dispuesto a defender a lacondesa si lady Blakeney volvía a burlarse deella, pero antes de que pudiera pronunciar una

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sola palabra de protesta, afuera se oyó una risasimpática pero inequívocamente necia, y al cabode unos segundos apareció en el umbral unafigura de una estatura inusual y elegantementevestida.

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VI

UN EXQUISITO DE 1792

Como cuentan las crónicas de la época, en elaño de gracia de 1792, a sir Percy Blakeney aúnle faltaban uno o dos para cumplir los treinta.Más alto que la media, aun para ser inglés, anchode hombros y de proporciones gigantescas, sehubiera podido calificar de extraordinariamenteapuesto de no haber sido por cierta expresión devaguedad en sus ojos hundidos y la continua risanecia que parecía desfigurar su boca firme y biendibujada.

Hacía casi un año que sir Percy Blakeney, unode los hombres más ricos de Inglaterra, árbitro detodas las modas, y amigo íntimo del príncipe deGales, había sorprendido a la alta sociedad deLondres y Bath regresando a su país tras uno desus viajes por el extranjero casado con una mujerhermosa, inteligente y francesa. Sir Percy, el másaburrido y soporífero, el más británico de losbritánicos capaz de hacer bostezar a una mujerguapa, había ganado un brillante premiomatrimonial para el cual, según afirman loscronistas, había habido múltiples competidores.

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Marguerite St. Just había hecho su entrada enlos círculos artísticos de París en el precisomomento en que tenía lugar el mayorlevantamiento social que jamás ha conocido elmundo. Con apenas dieciocho años,generosamente dotada por la naturaleza debelleza y talento, y con la única compañía de unhermano joven que la adoraba, al poco tiemporeunía en su encantador piso de la Rue Richelieuun grupo tan brillante como exclusivo, es decir,exclusivo sólo desde cierto punto de vista.Marguerite St. Just era republicana por principiosy convicción —su lema era igualdad denacimiento—; para ella, la desigualdad defortuna era un simple accidente de la adversidad,y la única desigualdad que admitía era la deltalento. «El dinero y los títulos pueden serhereditarios», decía, «pero la inteligencia no», yasí, su salón estaba reservado a la originalidad yel intelecto, la brillantez y el ingenio, a loshombres inteligentes y las mujeres con talento, yal poco tiempo, ser admitido en él empezó aconsiderarse en el mundo intelectual —que aunen aquellos tiempos de confusión giraba en tornoa París— el sello de cualquier carrera artística.

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Hombres inteligentes, distinguidos, e inclusohombres de elevada posición, formaban unacorte selecta alrededor de la fascinante y jovenactriz de la Comédie Française, y ella sedeslizaba por el París republicano, revolucionarioy sediento de sangre como un cometa radiantecuya cola estaba formada por lo más exquisito ylo más interesante de la Europa intelectual.

Y de repente ocurrió lo inesperado. Algunaspersonas sonrieron con indulgencia y localificaron de extravagancia artística; otras loconsideraron una decisión prudente, en vista delos múltiples acontecimientos que seprecipitaban en París en aquellos días; pero elverdadero motivo de aquel clímax siguió siendoun misterio y un rompecabezas para todos. Seacomo fuere, un buen día Marguerite St. Just secasó con sir Percy Blakeney, así, por las buenas,sin soiré de contrat, diner de fiançailles nininguno de los accesorios de las bodas francesasal uso.

Nadie se podía explicar cómo aquel inglésestúpido y aburrido había logrado ser admitidoen el seno del círculo intelectual que giraba entorno a «la mujer más inteligente de Europa»,como la llamaban unánimemente sus amigos...

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Una llave de oro abre todas las puertas, dice elrefrán al que recurrían los maliciosos.

En fin; se casó con él, y «la mujer másinteligente de Europa» unió su destino al deaquel «maldito imbécil» de Blakeney, y nisiquiera los amigos más íntimos de Margueritepudieron atribuir el extraño paso que había dadoa otra causa que no fuera una extravagancia engrado sumo. Las personas que la conocían biense reían burlonamente ante la idea de queMarguerite St. Just se hubiera casado con unidiota por las ventajas sociales que pudierareportarle. Sabían a ciencia cierta que aMarguerite St. Just no le importaba el dinero, yaún menos los títulos; además, había al menosmedia docena de hombres en el mundocosmopolita en que vivía de tan buena cunacomo Blakeney, si no tan acaudalados, quehubieran sido felices de dar a Marguerite St. Justla posición que ella hubiera deseado.

En cuanto a sir Percy, todo el mundo opinabaque no estaba en absoluto preparado paradesempeñar el difícil papel que había asumido.Al parecer, las únicas prendas que poseía paraesta tarea consistían en una adoración ciega porMarguerite, sus inmensas riquezas y la gran

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aceptación de que gozaba en la corte inglesa;pero la sociedad londinense pensaba que,teniendo en cuenta sus limitaciones intelectuales,hubiera actuado más sensatamente otorgandoestos privilegios sociales a una mujer menosbrillante e ingeniosa.

Aunque últimamente era un personaje muydestacado en la alta sociedad inglesa, habíapasado la mayor parte de sus primeros años devida en el extranjero. Su padre, el difunto sirAlgernon Blakeney, había tenido la terribledesgracia de ver cómo su joven esposa, a la queidolatraba, se volvía irremediablemente loca trasdos años de feliz matrimonio. Percy nacióprecisamente cuando la difunta lady Blakeneycayó víctima de la terrible enfermedad que enaquella época se consideraba incurable y pocomenos que una maldición divina para toda lafamilia. Sir Algernon se llevó a su esposaenferma al extranjero, y allí debió educarsePercy, creciendo entre una madre idiota y unpadre distraído, hasta que alcanzó la mayoría deedad. La muerte de sus padres, que tuvo lugarcon escaso intervalo de tiempo entre uno y otro,lo convirtió en un hombre libre, y como sirAlgernon se había visto obligado a llevar una

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vida sencilla y retirada, la cuantiosa fortunafamiliar se había multiplicado por diez.

Sir Percy Blakeney había viajado mucho por elextranjero antes de llevar a su país a su joven yhermosa esposa francesa. Los círculos másselectos de la época los recibieron a ambos conlos brazos abiertos, sin el menor reparo. SirPercy era rico, su esposa encantadora, y elpríncipe de Gales les tomó gran cariño. Al cabode seis meses, se les consideraba árbitros de lamoda y la elegancia. Las chaquetas de sir Percyestaban en boca de todos, se repetían susnecedades, la juventud dorada de Almack's o elpaseo del Mall imitaba su risa tonta. Todossabían que era irremediablemente estúpido, perono era de extrañar, teniendo en cuenta que todoslos Blakeney eran célebres por su torpeza desdevarias generaciones atrás, y que la madre de sirPercy había muerto loca.

La buena sociedad le aceptaba, le mimaba, letenía en gran estima, pues sus caballos eran losmejores del país, y sus fiestas y vinos los máscelebrados. Con respecto a su matrimonio con«la mujer más inteligente de Europa»... Bueno,lo inevitable llegó con pasos rápidos y seguros.Nadie sintió lástima de él, pues él mismo se

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había buscado su suerte. En Inglaterra había grannúmero de damas jóvenes, de elevado rango ynotable belleza, que hubieran contribuido debuena gana a gastar la fortuna de los Blakeney yque hubieran sonreído indulgentemente ante lasnecedades y las estupideces bien intencionadasde sir Percy. Además, nadie sintió lástima deBlakeney porque, al parecer, no la necesitaba:parecía muy orgulloso de su inteligente esposa, yle importaba poco que ella no se tomara la menormolestia por ocultar el benévolo desprecio que atodas luces le inspiraba, y que incluso sedivirtiera aguzando su ingenio a costa de sumarido.

Pero Blakeney era demasiado estúpido paradarse cuenta del ridículo en que le ponía subrillante esposa, y si las relaciones conyugalescon la fascinante joven parisina no habíanresultado como deseaban sus esperanzas y suadoración perruna, la sociedad sólo podía hacerconjeturas sobre el tema.

En su hermosa casa de Richmond desempeñabaun papel secundario frente a su esposa con unabonhomie imperturbable; la rodeaba literalmentede lujo y joyas, que ella aceptaba con una graciainimitable, ofreciendo la hospitalidad de su

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soberbia mansión con la misma gentileza conque recibía al grupo de intelectuales de París.

No se podía negar que sir Percy Blakeney eraapuesto, con la salvedad de aquella expresión devaguedad y aburrimiento habitual en él. Ibasiempre impecablemente vestido y seguía lasexageradas modas «Incroyable» de París queacababan de llegar a Inglaterra, con el perfectobuen gusto que caracteriza al caballero inglés.Aquella tarde de septiembre, a pesar del largoviaje en carruaje, a pesar de la lluvia y el barro,llevaba el abrigo elegantemente ajustado a loshombros, sus manos parecían casi femeninas depuro blancas, asomando bajo los ondulantesvolantes del mejor encaje; la chaqueta de saténextravagantemente corta, a la altura de la cintura,el chaleco de anchas solapas y los calzones derayas muy ajustados realzaban su gigantescafigura y, en reposo, aquel magnífico ejemplar devirilidad inglesa despertaba admiración hasta quesus gestos amanerados, sus movimientosafectados y aquella risa necia que jamásabandonaba sus labios la destruían.

Entró en el antiguo salón de la posada con aireindolente, sacudiéndose el agua de su bonitoabrigo; después, colocándose un monóculo con

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montura de oro en su perezoso ojo azul, observóa los allí presentes, sobre los que bruscamentehabía descendido un silencio embarazoso.

—¿Qué tal, Tony? ¿Qué tal, Ffoulkes? —dijoal reconocer a los dos jóvenes, estrechándoles lasmanos a continuación—. ¡Qué barbaridad! —añadió, conteniendo un ligero bostezo—. ¿Hanvisto qué día tan asqueroso? ¡Qué maldito climaéste!

Con una risita afectada, mitad de turbación ymitad de sarcasmo, Marguerite se volvió hacia sumarido y se puso a examinarlo de pies a cabeza,con un destello de burla en sus alegres ojos.

—¡Pero bueno! —exclamó sir Percy, tras unossegundos de silencio, al ver que nadie decíanada—. Qué calladitos están todos... ¿Es queocurre algo?

—Oh, nada, sir Percy —replicó Marguerite,con cierto desenfado que, no obstante, sonó unpoco forzado—. Nada que pueda perturbarle...Solamente que han insultado a su esposa.

Sin duda, la intención de la carcajada con queacompañó este comentario era asegurar a sirPercy que el incidente revestía cierta gravedad, ydebió surtir efecto, pues, imitando la risa de sumujer, sir Percy dijo plácidamente:

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—No es posible, querida mía. ¿Quién ha osadomolestarla? ¿Eh?

Lord Tony quiso intervenir, pero no le diotiempo a hacerlo, pues el joven vizconde ya sehabía adelantado hacia sir Percy.

—Monsieur —dijo, preludiando su discursocon una aparatosa reverencia y hablando en uninglés algo atropellado—, mi madre, la condesade Tournay de Basserive, ha ofendido a madamequien, según veo, es su esposa. No puedo pedirleexcusas en nombre de mi madre. A mi entender,obra correctamente, pero estoy dispuesto aofrecerle la reparación habitual entre hombres dehonor.

El joven irguió su pequeña figura en toda suestatura, exaltado, orgulloso y acalorado,mirando fijamente aquel metro ochenta y pico demagnificencia representados por sir PercyBlakeney.

— ¡Mire, sir Andrew! —dijo Marguerite, conuna de sus carcajadas alegres y contagiosas—.Mire qué cuadro: el pavo inglés y el gallitofrancés.

La comparación era perfecta, y el pavo ingléscontempló perplejo al delicado gallito francés,que le rondaba con aire amenazador.

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—Pero, buen señor —dijo al fin sir Percy,volviendo a colocarse el monóculo y observandoal joven francés con asombro ilimitado—, ¿sepuede saber dónde demonios ha aprendido ustedinglés?

—¡Monsieur!El vizconde se sintió profundamente humillado

por la forma en que aquel inglés gigantesco setomaba su actitud belicosa.

—¡Es fantástico! —prosiguió sir Percy,imperturbable—. ¡Sencillamente fantástico! ¿Nole parece, Tony, eh? Juro que yo no sé hablar lajerga francesa así de bien.

—¡Desde luego que no! Puedo garantizarlo —dijo Marguerite—. Sir Percy tiene tal acentobritánico que podría cortarse con un cuchillo.

—Monsieur —terció el vizconde, nervioso y enun inglés aún más atropellado—, me temo queno me ha entendido. Le ofrezco la únicareparación posible entre caballeros.

—¿Y qué diablos es eso? —preguntó sir Percydulcemente.

—Mi espada, monsieur —contestó el vizconde,que, aunque seguía perplejo, empezaba a perderla paciencia.

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—Usted es deportista, lord Tony —dijoMarguerite alegremente—. Apuesto uno contradiez por el gallito.

Pero sir Percy miró distraídamente al vizcondeunos momentos con los pesados párpadosentornados; después contuvo otro bostezo, estirósus largos miembros y se dio la vueltatranquilamente.

—Es usted muy amable, señor —murmuródespreocupadamente—, pero, ¿me quiereexplicar para qué demonios me va a servir suespada?

Con lo que el vizconde pensó y sintió en aquelmomento en que el inglés de largas piernas letrató con tan extraordinaria insolencia se podríanllenar varios libros de profundas reflexiones... Loque le dijo puede resumirse en una sola palabrainteligible, pues el resto quedó ahogado en sugarganta por una ira incontenible.

—Un duelo, monsieur —tartamudeó.Una vez más Blakeney se dio la vuelta y, desde

su aventajada estatura, miró al hombrecillocolérico que tenía ante él; pero no perdió suimperturbabilidad y buen humor ni un segundo.Soltó la necia carcajada de costumbre y,hundiendo sus manos largas y finas en los

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amplios bolsillos de su abrigo, dijopausadamente:

—¿Un duelo? ¡Vaya! ¿A eso se refería? ¡Quécosas! Es usted un rufián sediento de sangre,joven. ¿Acaso quiere hacerle un agujero a unhombre que respeta la ley?... Yo jamás me batoen duelo —añadió, al tiempo que se sentaba yestiraba perezosamente sus largas piernas—. Esode los duelos es incomodísimo, ¿verdad, Tony?

Sin duda, el vizconde había oído hablar de queen Inglaterra la moda de batirse entre caballeroshabía sido suprimida por la ley con mano dura;sin embargo, a él, un francés cuyas ideas sobre lavalentía y el honor se basaban en un códigorespaldado por largos siglos de tradición, elespectáculo de un caballero negándose a aceptarun duelo se le antojaba poco menos quemonstruoso. Reflexionaba vagamente sí debíaabofetear en la cara al inglés de largas piernas yllamarle cobarde, o si tal conducta en presenciade una dama se consideraría impropia decaballeros, cuando, felizmente, intervinoMarguerite.

—Se lo ruego, lord Tony —dijo con su vozdulce y melodiosa—. Le ruego que imponga paz,

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Este niño está furioso y —añadió con un soupçonde sarcasmo— podría hacerle daño a sir Percy.

Soltó una carcajada burlona que, sin embargo,no perturbó lo más mínimo la placidez de sumarido.

—El pavo británico ya se ha divertidosuficiente —añadió—. Sir Percy es capaz deprovocar a todos los santos del calendario sinperder el buen humor.

Pero Blakeney, tan cordial como de costumbre,también se reía de sí mismo.

—Eso ha estado muy bien, sí señora —dijo,volviéndose tranquilamente hacia el vizconde—.Mi esposa es muy inteligente, señor... Ya locomprobará usted, si vive lo suficiente enInglaterra.

—Sir Percy tiene razón, vizconde —terció lordAntony, posando amistosamente una mano en elhombro del joven francés—. No sería muyapropiado que iniciase su carrera en Inglaterraprovocándole a batirse en duelo.

El vizconde se quedó vacilante unosmomentos; después, encogiéndose ligeramentede hombros, gesto que dedicó al extraordinariocódigo del honor que imperaba en aquella islacubierta de niebla, dijo con gran dignidad:

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—¡Ah, bien! Si monsieur se da por satisfecho,yo no tengo inconveniente. Usted, señor, esnuestro protector. Si he actuado mal, me retiro.

—¡Estupendo! —exclamó Blakeney, con unprolongado suspiro de satisfacción—. Eso es;retírese usted por ahí. Maldito cachorro irritable—añadió para sus adentros—. Oiga, Ffoulkes, siéste es un ejemplar de las mercancías que susamigos y usted traen de Francia, le aconsejo quelas tiren en mitad del canal, amigo mío, porque sino tendré que ir a ver al viejo Pitt a decirle queimponga una tarifa restrictiva y que les encarcelea ustedes por contrabando.

—Vamos, sir Percy, su caballerosidad le pierde—dijo Marguerite con coquetería—. No olvideque usted mismo ha importado ciertasmercancías francesas.

Blakeney se puso de pie lentamente y,haciendo una profunda y complicada reverenciaa su esposa, dijo con suma galantería:

—Pero yo tuve la oportunidad de elegir,madame, y mi gusto es exquisito.

—Me temo que más que su caballerosidad —replicó ella con sarcasmo.

—¡Por favor, querida mía, sea razonable!¿Cree que voy a permitir que cualquier comedor

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de ranas de tres al cuarto al que no le guste laforma de su nariz me deje el cuerpo como unacerico?

—¡Quede tranquilo, sir Percy! —rió ladyBlakeney, devolviéndole la reverencia—. ¡Notema! No es a los hombres a quienes no les gustala forma de mi nariz.

—¡Yo no temo a nadie! ¿Acaso pone en dudami valor, madame? No tengo por costumbrecrear conflictos gratuitamente, ¿verdad, Tony?En más de una ocasión he tenido que medir mispuños con alguien... Y le aseguro que ese alguienno salió muy bien parado...

—Le creo, sir Percy —dijo Marguerite, conuna alegre y penetrante carcajada que resonó enlas viejas vigas de roble del salón—. Me hubieragustado verle... ¡Ja, ja, ja!... Debía tener usted unaspecto fantástico... ¡Y... mira que asustarse deun chiquillo francés...!¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! —rió sir Percy, comoun eco—. ¡Ah, madame, me hace usted un granhonor! Fíjese, Ffoulkes: he hecho reír a miesposa... ¡a la mujer más inteligente de Europa!...¡Esto merece un brindis! —Y, diciendo esto,golpeó vigorosamente la mesa que estaba a sulado—. ¡Eh, Jelly! ¡Venga aquí inmediatamente!

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La armonía volvió a instaurarse. Con unpoderoso esfuerzo, el señor Jellyband se recobróde las múltiples emociones que habíaexperimentado en el transcurso de la últimamedia hora.

—Un cuenco de ponche, Jelly. Que estécalentito y bien fuerte, ¿eh? —dijo sir Percy—.Hay que aguzar el ingenio que ha hecho reír auna mujer inteligente. ¡Ja, ja, ja! ¡Deprisa, mibuen Jelly!

—No tenemos tiempo, sir Percy —dijoMarguerite—. El patrón del barco vendrá aquídirectamente, y mi hermano tiene que subir abordo, o el Day Dream no aprovechará la marea.

—¿Que no tenemos tiempo, querida mía? Uncaballero siempre tiene tiempo de emborracharsey embarcar antes de que cambie la marea.

—Su señoría —dijo Jellybandrespetuosamente—, creo que el joven caballeroya viene con el patrón del barco de sir Percy.

—Muy bien —dijo Blakeney—. Así Armandpodrá beber con nosotros un poco de ponche.Tony, ¿cree que ese mequetrefe amigo suyoquerrá tomar un vaso? —añadió, volviéndosehacia el vizconde—. Dígale que brindaremos enseñal de reconciliación.

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—Están ustedes tan animados —dijoMarguerite— que confío en que sabrándisculparme si me despido de mi hermano enotra habitación.

Hubiera sido de mala educación protestar.Tanto lord Antony como sir Andrewcomprendieron que lady Blakeney no estaba dehumor para diversiones en aquel momento. Elcariño que profesaba a su hermano, Armand St.Just, era extraordinariamente profundo yconmovedor. Había pasado unas semanas enInglaterra, en casa de Marguerite, y regresaba asu país para ponerse a su servicio en unosmomentos en que la muerte era la recompensaque habitualmente recibía la dedicación y elentusiasmo.

Tampoco sir Percy hizo la menor tentativa deretener a su esposa. Con aquella galanteríaperfecta y un tanto afectada que caracterizabatodos sus movimientos, le abrió la puerta delsalón y le dedicó la reverencia más aparatosa quedictaba la moda de la época, mientras ellaabandonaba majestuosamente la habitación sinconcederle más que una mirada distraída yligeramente despectiva. Sólo sir AndrewFfoulkes, cuyo pensamiento parecía más agudo,

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más dulce y más comprensivo desde queconociera a Suzanne de Tournay, observó laextraña mirada de indecible melancolía, deintensa y desesperada pasión con que el necio yfrívolo sir Percy siguió la figura de su brillanteesposa.

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VII

LA PARCELA SECRETA

Una vez fuera del ruidoso salón, a solas en elpasillo débilmente iluminado, MargueriteBlakeney pareció respirar con mayor libertad.Emitió un profundo suspiro, como si hubieraestado largo tiempo oprimida por la pesada cargadel autocontrol, y dejó que unas lágrimasresbalaran distraídamente por sus mejillas.

Afuera había cesado de llover, y por entre lasnubes que pasaban veloces, los pálidos rayos delsol posterior a la tormenta brillaban sobre lahermosa costa blanca de Kent y las pintorescas eirregulares casas que se apiñaban alrededor delmuelle del Almirantazgo. Marguerite Blakeneysalió al porche y miró al mar. Recortada contra elmar eternamente cambiante, una grácil goleta develas blancas cabeceaba movida por la suavebrisa. Era el Day Dream, el yate de sir PercyBlakeney, que estaba preparado para llevar aArmand St. Just a Francia, al corazón mismo dela sangrienta e hirviente revolución que estabaderrocando una monarquía, atacando una religióny destruyendo una sociedad para intentar

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reconstruir sobre las cenizas de la tradición unanueva Utopía, con la que soñaban unos cuantospero que ninguno tenía poder para establecer.

A lo lejos se distinguían dos figuras que sedirigían a The Fisherman's Rest; una era unhombre mayor, con una curiosa aureopla depelos grises alrededor de la barbilla, enorme yrotunda, que caminaba con los movimientosbamboleantes que invariablemente delatan almarino; la otra, una figura joven y delgada,vestida elegantemente con un abrigo de variasesclavinas. Estaba perfectamente rasurado yllevaba el oscuro cabello peinado hacia atrás,poniendo de relieve una frente despejada y noble.

—¡Armand! —exclamó Marguerite Blakeney,en cuanto le vio a lo lejos, y una sonrisa defelicidad iluminó su dulce rostro, a pesar de laslágrimas.

Al cabo de uno o dos minutos, los hermanos searrojaron el uno en brazos del otro, mientras elviejo capitán se quedaba respetuosamente a unlado.

—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que monsieurSt. Just suba a bordo, Briggs? —preguntó ladyBlakeney.

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—Deberíamos soltar amarras dentro de mediahora, su señoría —respondió el hombre,tirándose de la barba gris.

Entrelazando el brazo con el de su hermano,Marguerite se dirigió con él hacia el acantilado.

—Media hora —dijo, mirando pensativa almar—, media hora más y estarás lejos de mí,Armand. ¡Ah, me cuesta trabajo creer que temarchas! Estos últimos días, mientras Percy haestado fuera y te he tenido sólo para mí, hanpasado como en un sueño.

—No voy lejos, querida mía —dijo dulcementeel joven—. Sólo hay que cruzar un estrechocanal y recorrer unos cuantos kilómetros decarretera... Puedo volver dentro de poco.

—No es la distancia, Armand, sino eseespantoso París... precisamente ahora...

Llegaron al borde del acantilado. La suavebrisa marina revolvió el pelo de Marguerite sobresu rostro, e hizo ondear el extremo del cuello deencaje a su alrededor como una serpiente blancay flexible. Trató de penetrar la distancia con lamirada, allí donde se extendían las costas deFrancia, aquella Francia inquieta y dura queestaba cobrando el impuesto de sangre a sus hijosmás nobles.

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—Nuestro hermoso país, Marguerite —dijoArmand, que parecía haber adivinado lospensamientos de su hermana.

—Han llegado demasiado lejos, Armand —replicó ella con vehemencia—. Tú eresrepublicano y yo también... Tenemos las mismasideas, el mismo entusiasmo por la libertad y laigualdad... Pero seguro que hasta tú piensas quehan llegado demasiado lejos...

—¡Chist! —dijo Armand instintivamente,lanzando una mirada rápida y recelosa a sualrededor.

—¡Ah! ¿Lo ves? Sabes que no se está a salvohablando de estas cosas... ¡ni siquiera aquí, enInglaterra!

De repente se colgó de su brazo con pasiónincontenible, casi maternal.

—¡No te vayas, Armand! —le rogó—. ¡Novuelvas allí! ¿Qué haría yo si... si...?

Su voz quedó ahogada por los sollozos; susojos, tiernos, azules y cariñosos, miraronsuplicantes al joven, que le devolvió una miradaresuelta, decidida.

—En cualquier caso, serías mi hermana,valiente como siempre —respondió condulzura—, y recordarías que, cuando Francia está

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en peligro, sus hijos no deben volverle laespalda.

Mientras el joven pronunciaba estas palabras,aquella sonrisa dulce e infantil volvió a apareceren el rostro trágico de Marguerite, pues parecíabañado en lágrimas.

—¡Oh, Armand! —exclamó Marguerite—. Aveces desearía que no tuvieras tantas virtudes ytanta nobleza... Te aseguro que los defectillosson mucho menos peligrosos e incómodos. Pero,¿serás prudente? —añadió anhelante.

—En la medida de lo posible... te prometo quelo seré.

—Recuerda, querido mío, que sólo te tengo ati... para... para que cuides de mí.

—No, cielo, ahora tienes otros intereses. Percycuida de ti.

Una expresión de extraña melancolía se adueñóde los ojos de Marguerite, que murmuró:

—Sí... Antes sí.—Pero estoy seguro de que...—Vamos, vamos, no te preocupes por mí.

Percy es muy bueno.—¡Ni hablar! —le interrumpió Armand

enérgicamente—. Claro que me preocupo por ti,querida Margot. Mira, nunca te he hablado de

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estas cosas; parecía como si siempre hubiera algoque me detenía cuando quería hacerte ciertaspreguntas. Pero, no sé por qué, no puedomarcharme y dejarte sin preguntarte una cosa...No tienes que contestarme si no lo deseas —añadió al observar que en los ojos de Margueritecentelleaba una expresión de dureza, casi derecelo.

—¿De qué se trata? —se limitó a preguntarMarguerite.

—¿Sabe sir Percy que...? Quiero decir, ¿sabequé papel desempeñaste en la detención delmarqués de St. Cyr?

Marguerite se echó a reír. Fue una risa sinalegría, amarga, despectiva, como una notadiscordante en la música de su voz.

—¿Quieres decir que denuncié al marqués deSt. Cyr al tribunal que los envió a él y a toda sufamilia a la guillotina? Sí, lo sabe... Se lo contédespués de casarnos...

—¿Le explicaste las circunstancias... que telibran por completo de culpa?

—Era demasiado tarde para hablar de«circunstancias». Se enteró de la historia porotras personas, y al parecer mi confesión llegódemasiado tarde. Ya no podía acogerme a las

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circunstancias atenuantes; no podía degradarmeintentando explicárselo...

—¿Y qué ocurrió?—Pues que ahora, Armand, tengo la

satisfacción de saber que el mayor estúpido deInglaterra siente un absoluto desprecio por suesposa.

En esta ocasión habló con vehementeamargura, y Armand St. Just, que la quería contoda su alma, se dio cuenta de que había puestotorpemente el dedo en una llaga muy dolorosa.

—Pero sir Percy te quería, Margot —insistiócon dulzura.

—¿Que me quería? Mira, Armand, yo creía queasí era, porque si no, no me hubiera casado conél. Estoy casi segura —añadió, hablando muydeprisa, como si se alegrara de poderdesprenderse al fin de una pesada carga quellevara varios meses oprimiéndola—, estoy casisegura de que incluso tú pensabas, como todoslos demás, que me casé con sir Percy por sudinero, pero te aseguro que no fue por eso.Parecía adorarme, con una pasión y unaintensidad extraordinarias que me llegaron alalma. Como bien sabes, yo nunca había querido anadie, y por entonces tenía veinticuatro años, así

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que pensé que no estaba en mi carácter amar.Pero siempre he creído que debía ser maravillososer amada de una forma ciega y apasionada...adorada, en una palabra. Y el hecho mismo deque Percy fuera tonto y estúpido me resultabaatractivo, porque pensaba que así me querría aúnmás. Un hombre inteligente hubiera tenido otrosintereses; un hombre ambicioso, otrasesperanzas... Pensé que un imbécil me adoraría,y no pensaría en otra cosa. Y yo estaba dispuestaa corresponderle, Armand; me hubiera dejadoadorar, y a cambio le hubiera dado una ternurainfinita...

Suspiró; y aquel suspiro llevaba encerrado todoun mundo de desilusión. Armand St. Just la dejóhablar sin interrupción; la escuchó, mientras suspropios pensamientos se desbordaban. Eraterrible ver a una mujer joven y bella —unamuchacha en todo menos en el apellido— casi enel umbral de la vida y ya sin esperanza, sinilusiones, despojada de esos sueños dorados yfantásticos que hubieran debido hacer de sujuventud unas continuas vacaciones.

Pero quizás —aunque quería profundamente asu hermana—, quizás Armand lo comprendía:había observado a las gentes de muchos países,

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gentes de todas las edades, de todas lasposiciones sociales e intelectuales, y en el fondocomprendía lo que Marguerite no había llegado adecir. Cierto que Percy Blakeney era tonto, peroen su torpe mente debía haber un lugar para eseorgullo inextirpable del descendiente de unalarga línea de caballeros ingleses. Un Blakeneyhabía muerto en Bosworth Field; otro habíasacrificado vida y fortuna en aras de un Estuardotraidor, y ese mismo orgullo —estúpido y llenode prejuicios en opinión del republicanoArmand— debió sentirse herido en lo más hondoal enterarse del pecado que se encontraba a lasmismas puertas de lady Blakeney. Ella eraentonces joven; estaba equivocada, quizá malaconsejada. Armand lo sabía, y quienes seaprovecharon de la juventud de Marguerite, de suimpulsividad y su imprudencia, lo sabían aúnmejor; pero Blakeney era torpe y no quisoatender a «circunstancias». Sólo entendía loshechos, y éstos le demostraban que ladyBlakeney había denunciado a un hombre de sumisma clase a un tribunal que no conocía laclemencia, y el desprecio que debió sentir por elacto que ella había cometido, aunque hubierasido involuntariamente, mató el amor que

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albergaba en su pecho, en el que la comprensióny la racionalización no podían tener cabida.

Pero en esos momentos, su hermana ledesconcertaba. La vida y el amor son tanvariables... ¿Podría ser que, al desvanecerse elamor de su marido, se hubiera despertado elamor por él en el corazón de Marguerite? En elsendero del amor se encuentran extrañosextremos; era posible que aquella mujer, quehabía tenido a la mitad de la Europa intelectual asus pies, hubiera depositado su afecto en unidiota. Marguerite contemplaba fijamente elcrepúsculo. Armand no veía su rostro, pero derepente se le antojó que algo que destelló unsegundo a la dorada luz del atardecer caía de susojos sobre el delicado encaje. Pero Armand nopodía abordar aquel tema. Conocía muy bien elcarácter apasionado y extraño de su hermana, ytambién conocía aquella reserva que se escondíatras sus ademanes francos, y abiertos. Siemprehabían estado juntos, pues sus padres habíanmuerto cuando Armand era aún adolescente yMarguerite una niña. Él, que le llevaba ochoaños, la había vigilado hasta que se casó; la habíaacompañado durante los brillantes años quepasaron en la Rue Richelieu, y la había visto

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iniciar su nueva vida, en Inglaterra, con pena yciertos presentimientos.

Aquella era la primera vez que iba a verla aInglaterra desde su boda, y los pocos meses deseparación ya parecían haber erigido un delgadomuro entre los dos hermanos. Aún seguíaexistiendo el mismo cariño, profundo e intenso,por ambas partes, pero era como si cada unotuviera su parcela secreta, en la que el otro no seatrevía a entrar.

Eran muchas las cosas que Armand St. Just nopodía contarle a su hermana; los aspectospolíticos de la revolución francesa cambiabancasi de día en día, y quizá ella no comprendieraque sus opiniones y simpatías se hubieranmodificado, pues los excesos cometidos poraquellos que habían sido amigos suyos eran cadavez más terribles. Y Marguerite no podíacontarle a su hermano los secretos de su corazón;apenas los entendía ella misma. Sólo sabía que,en medio de tanto lujo, se sentía sola ydesgraciada.

Y Armand se marchaba. Marguerite temía porsu seguridad, anhelaba su presencia. No queríaestropear aquellos últimos momentos agridulceshablando de sí misma. Lo llevó por el acantilado,

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y después bajaron a la playa, con los brazosentrelazados. Aún tenían muchas cosas quecontarse y que estaban fuera de la parcela secretade cada uno.

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VIII

EL AGENTE AUTORIZADO

La tarde se acercaba rápidamente a su fin, y lalarga y fría noche de verano inglés empezaba atender su manto de niebla sobre el verde paisajede Kent.

El Day Dream había levado anclas, yMarguerite Blakeney se quedó a solas al bordedel acantilado durante más de una hora,contemplando aquellas velas blancas quealejaban velozmente de ella al único ser al querealmente importaba, a quien se atrevía a amar,en quien sabía que podía confiar.

A la izquierda, no lejos de donde seencontraba, las luces del salón de TheFisherman’s Rest despedían destellos amarillosen medio de la creciente niebla; de vez encuando, sus nervios exaltados creían distinguirdesde allí el ruido del regocijo y la alegre charla,o la risa perpetua y absurda de su marido, quechirriaba sin cesar en sus sensibles oídos.

Sir Percy había tenido la delicadeza de dejarlacompletamente a solas. Marguerite suponía que,a pesar de su estupidez, era suficientemente

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bondadoso como para haber comprendido quedeseaba estar sola mientras aquellas blancasvelas se perdían en la tenue línea del horizonte.Su marido, de ideas tan estrictas en materia dedecoro y decencia, ni siquiera le había sugeridoque se quedara un criado por allí cerca,Marguerite se lo agradeció; siempre intentabaagradecerle su solicitud, que era constante, y sugenerosidad, que verdaderamente no conocíalímites. A veces, incluso intentaba refrenarsepara no pensar en él en unos términos tansarcásticos y duros que la impulsaban a decir,aun sin quererlo, cosas crueles e insultantes,animada por la vaga esperanza de herirle.

¡Sí! Muchas veces sentía deseos de herirle, dehacerle ver que también ella le despreciaba, quetambién ella había olvidado que casi habíallegado a amarle. ¡Amar a aquel petimetreridículo, cuyos pensamientos no iban más alládel nudo de una corbata o del nuevo corte de unachaqueta! ¡Bah! Y sin embargo... por su menteflotaron, llevados por las alas invisibles de laligera brisa marina, vagos recuerdos que erandulces y ardientes y armonizaban con aquellatranquila noche de verano: los días en que élempezó a idolatrarla; parecía tan apasionado —

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un auténtico esclavo—, y aún existía laintensidad latente de un amor que la habíafascinado.

Y de repente aquel amor, aquella pasión, quedurante todo su noviazgo había sido paraMarguerite como la fidelidad rendida de unperro, pareció desvanecerse por completo.Veinticuatro horas después de la sencillaceremonia en la vieja iglesia de St. Roch,Marguerite le contó que, sin darse cuenta, habíahablado de ciertos asuntos comprometedorespara el marqués de St. Cyr en presencia de unoshombres —amigos suyos— que habían utilizadola información en contra del desgraciadomarqués y le habían enviado a él y a su familia ala guillotina.

Marguerite detestaba al marqués. Años atrás,Armand, su querido hermano, se habíaenamorado de Angèle St. Cyr, pero St. Just eraplebeyo, y el marqués estaba lleno de orgullo yde los arrogantes prejuicios de su casta. Un día,Armand, el amante tímido y respetuoso, seatrevió a enviar un poema, un poema ardiente,entusiasta, apasionado, a la mujer de sus sueños.A la noche siguiente le esperaron los criados delmarqués de St. Cyr a las puertas de la ciudad de

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París y le apalearon ignominiosamente, como aun perro, y estuvo a punto de perder la vida.Todo por haberse atrevido a poner sus ojos en lahija del aristócrata. En aquellos días, dos añosantes de la gran Revolución, este tipo deincidentes ocurrían casi a diario en Francia; dehecho, contribuyeron a desencadenar lassangrientas represalias que, años más tarde,enviaron a la guillotina a aquellas altivascabezas.

Marguerite lo recordaba todo: lo que suhermano debió sufrir en su hombría y su orgullotuvo que ser espantoso; y nunca intentó nisiquiera analizar lo que ella sufrió por él y con él.

Pero llegó el día del desquite. St. Cyr y los desu clase quedaron sometidos a los mismosplebeyos a los que tanto despreciaban. Armand yMarguerite, intelectuales e inteligentes,adoptaron con el entusiasmo propio de su edadlas doctrinas utópicas de la Revolución, mientrasel marqués de St. Cyr y su familia luchabandesesperadamente por conservar los privilegiosque les habían situado por encima de sussemejantes en la escala social. Marguerite,impulsiva, irreflexiva, sin calcular el significadode sus palabras, aún resentida por la terrible

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afrenta que había recibido su hermano a manosdel marqués, oyó casualmente —en su propiogrupo— que los St. Cyr manteníancorrespondencia en secreto con Austria y queesperaban obtener apoyo del emperador parareprimir la creciente revolución de su país.

En aquellos tiempos, una denuncia erasuficiente: las irreflexivas palabras de Margueritesobre el marqués de St. Cyr dieron su fruto alcabo de veinticuatro horas. Fue arrestado.Registraron sus papeles, y en su escritorioencontraron cartas del emperador austríaco en lasque prometía enviar tropas para combatir alpopulacho en París. Fue acusado de traición a supatria, y ejecutado en la guillotina. Su familia, sumujer y sus hijos, compartieron su terrible suerte.

Marguerite, horrorizada ante las consecuenciasde su inconsciencia, no pudo hacer nada porsalvar al marqués; su propio grupo, los dirigentesdel movimiento revolucionario, la proclamóheroína. Y cuando se casó con sir PercyBlakeney, quizá no fuera consciente de laseveridad con que él juzgaría el pecado que habíacometido involuntariamente, y que aún llevabacomo una pesada carga sobre su alma. Se loconfesó abiertamente a su marido, confiando en

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que el amor ciego que sentía por ella y elilimitado poder que Marguerite ejercía sobre élpronto le harían olvidar algo que seguramentesería muy mal acogido por un inglés.

Es cierto que, en el momento de la confesión,sir Percy pareció tomárselo con mucha calma. Enrealidad, dio la impresión de no entender elsignificado de las palabras de Marguerite; peroes aún más cierto que, a partir de entonces,Marguerite no volvió a advertir el menor indiciode aquel amor que ella creía que le pertenecíapor completo. En la actualidad llevaban vidasseparadas, y sir Percy parecía haber abandonadosu amor por ella, como si se tratara de un guanteque no le sentara bien. Marguerite intentóincitarle aguzando su ingenio contra el torpeintelecto de su marido; trató de despertar suscelos, ya que no podía despertar su amor; intentóaguijonearle para provocar su agresividad; mastodo en vano. Sir Percy siguió igual, siemprelento, pasivo, somnoliento, siempre galante einvariablemente caballeroso: Marguerite teníatodo lo que la alta sociedad y un maridoacaudalado pueden ofrecer a una mujer guapa,pero aquella hermosa noche de verano, cuandolas velas blancas del Day Dream quedaron al fin

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ocultas por las sombras, se sintió más sola queaquel pobre vagabundo que caminabatrabajosamente por los escabrosos acantilados.

Con otro prolongado suspiro, MargueriteBlakeney dio la espalda al mar y los acantilados,y se dirigió lentamente hacia The Fisherman'sRest. Al acercarse, oyó con mayor claridad elruido de las risas alegres y joviales. Distinguió laagradable voz de sir Andrew Ffoulkes, lasbulliciosas risotadas de lord Tony, loscomentarios absurdos y aislados de su marido;entonces, cayendo en la cuenta de que lacarretera estaba solitaria y de que la oscuridad secerraba a su alrededor, apretó el paso... Al cabode unos segundos vio a un desconocido que sedirigía rápidamente hacia ella. Marguerite no seinmutó; no se sentía en absoluto nerviosa y TheFisherman’s Rest se encontraba ya muy cerca.

El desconocido se detuvo al ver que Margueritese aproximaba hacia él, y cuando estaba a puntode pasar a su lado, le dijo en voz muy baja:

—Ciudadana St. Just.Marguerite emitió un pequeño grito de sorpresa

al oír pronunciar su apellido de soltera a su lado.Miró al desconocido, y, con una exclamación de

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alegría sincera, le tendió efusivamente ambasmanos.

—¡Chauvelin! —exclamó.—El mismo, ciudadana. A su disposición —

replicó el hombre, besándole galantemente laspuntas de los dedos.

Marguerite no añadió nada durante unosmomentos, mientras contemplaba con evidenteagrado la figura no demasiado atractiva que teníaante ella. Chauvelin estaba por entonces máscerca de los cuarenta que de los treinta; era unpersonaje inteligente, de mirada astuta, con unaextraña expresión zorruna en sus ojos hundidos.Era el desconocido que, unas horas antes habíainvitado amistosamente al señor Jellyband a unvaso de vino.

—Chauvelin... amigo mío —dijo Marguerite,con un suspiro de satisfacción—. ¡Cuánto mealegro de verle!

Sin duda, a la pobre Marguerite St. Just,solitaria en medio de su esplendor y de susestirados amigos, le encantó ver una cara que letraía recuerdos de los días felices de París,cuando, como una verdadera reina, era el centrodel grupo de intelectuales de la Rue de Richelieu.

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Sin embargo, no observó la sonrisilla sarcásticaque asomaba a los delgados labios de Chauvelin.

—Pero, dígame —continuó diciendoanimadamente—, ¿qué diablos hace aquí, enInglaterra?

Había echado a andar de nuevo hacia la posaday Chauvelin caminaba a su lado.

—Lo mismo puedo preguntarle yo, hermosadama —replicó—. ¿Qué tal le va?

—¿A mí? —dijo Marguerite encogiéndose dehombros—. Je m’ennuie, mon ami. Eso es todo.

Llegaron al porche de The Fisherman’s Rest,pero Marguerite no parecía muy dispuesta aentrar. El aire de la noche era delicioso despuésde la tormenta, y se había encontrado con unamigo que le traía el aliento de París, queconocía bien a Armand, que podía hablar de losqueridos y brillantes amigos que había dejadoallí al partir. Se quedó bajo el bonito porche,mientras por las ventanas abuhardilladas delsalón, con sus luces alegres, se oía bullicio derisas, de gritos que reclamaban a Sally y máscerveza, de golpear de jarros y tintinear de dados,todo ello mezclado con la risa necia y apagada desir Percy Blakeney. Chauvelin estaba a su lado,con los ojos astutos, pálidos y amarillentos

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clavados en su hermoso rostro, dulce e infantil ala suave media luz del verano inglés.

—Me sorprende, ciudadana —dijo en voz baja,tomando un pellizco de rapé.

—¿Ah, sí? —replicó Marguerite alegremente—. Vamos, mi querido Chauvelin. Suponía que,con esa agudeza que le caracteriza, habríaadivinado que esta atmósfera de nieblas yvirtudes no es lo más apropiado para MargueriteSt. Just.

—¿De veras? ¿Es tan terrible como todo eso?—preguntó Chauvelin, en tono de burlonaconsternación.

—Pues sí —contestó Marguerite—. E inclusopeor.

—¡Qué extraño! Yo pensaba que a una mujerhermosa la vida rural inglesa le resultaría muyatrayente.

—¡Sí! También yo lo creía —dijo ella con unsuspiro—. Las mujeres guapas —añadió,reflexiva— deberían pasarlo bien en Inglaterra,pues les están prohibidas todas las cosasagradables, cosas que, en realidad, hacen todoslos días.

—¡No es posible!

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—Quizá no me crea, querido Chauvelin —dijoMarguerite con la mayor seriedad—, pero pasomuchos días, días enteros, sin toparme con unasola tentación.

—Entonces, no me extraña que la mujer másinteligente de Europa esté aquejada de ennui —replicó Chauvelin, con galantería.

Marguerite se echó a reír, con una de suscarcajadas melodiosas, infantiles,estremecedoras.

—Tiene que ser espantoso, ¿verdad? —dijomaliciosamente—, porque si no, no me hubieraalegrado tanto de verle.

—¡Y esto tras un año de amor y matrimonio!—¡Sí!... Un año de amor y matrimonio...

Precisamente ése es el problema.—¡Ah!... ¿De modo que esa romántica locura

no sobrevivió siquiera unas semanas? —dijoChauvelin con sarcasmo.

—Las locuras románticas no duran mucho,querido Chauvelin... Se contraen como elsarampión... y se curan fácilmente.

Chauvelin cogió otro pellizco de rapé; parecíamuy adicto a ese pernicioso hábito, tan extendidoen aquella época. Quizá fuera también que tomarrapé le servía para disimular las miradas rápidas

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y perspicaces con que trataba de penetrar en elalma de las personas con las que entraba encontacto.

—No me extraña que el cerebro más activo deEuropa esté aquejado de ennui —repitió, con lamisma galantería.

—Tenía la esperanza de que usted conociera unremedio para esta enfermedad, mi queridoChauvelin.

—¿Cómo puedo tener yo éxito en algo que noha logrado sir Percy Blakeney?

—¿Le importa que dejemos a un lado a sirPercy de momento, querido amigo? —dijoMarguerite bruscamente.

—¡Oh, querida señora!, perdóneme, peroprecisamente eso es algo que no podemos hacer—dijo Chauvelin, mientras sus ojos, suspicacescomo los de un zorro al acecho, lanzaban otrarápida mirada a Marguerite—. Conozco unremedio maravilloso para las peoresmanifestaciones del ennui, que le revelaría conmuchísimo gusto, pero...

—Pero, ¿qué?—No podemos olvidar a sir Percy...—¿Qué tiene que ver en esto?

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—Me temo que mucho. El remedio que yopuedo ofrecerle, mi hermosa señora, tiene unnombre muy plebeyo. ¡Trabajo!

—¿Trabajo?Chauvelin miró a Marguerite larga y

escrutadoramente. Parecía como si aquellos ojossuspicaces y pálidos estuvieran leyendo cada unode los pensamientos de la muchacha. Estabansolos; el aire de la noche se encontraba en calmay los susurros quedaban ahogados por el ruidodel salón de la posada. Sin embargo, Chauvelindio uno o dos pasos bajo el porche, mirórápidamente a su alrededor, y, tras comprobarque nadie podía oírle, volvió junto a Marguerite.

—¿Quiere prestar un pequeño servicio aFrancia, ciudadana? —preguntó con un repentinocambio de actitud que confirió a su rostrodelgado y zorruno una expresión de infinitagravedad.

—¡Pero hombre, qué serio se ha puesto derepente! —replicó Marguerite en tonodesenfadado—. Francamente, no sé si prestaría aFrancia un pequeño servicio... Depende del tipode servicio que quiera... el país o usted.

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—¿Ha oído hablar de Pimpinela Escarlata,ciudadana St. Just? —preguntó Chauvelin,bruscamente.

—¿Que si he oído hablar de PimpinelaEscarlata? —repitió Marguerite con unacarcajada alegre y prolongada—. Pues claro; nose habla de otra cosa... Aquí tenemos sombreros«a la Pimpinela Escarlata»; a los caballos se lesllama «Pimpinela Escarlata»; la otra noche, enuna cena que daba el príncipe de Gales, tomamos«soufflé a la Pimpinela Escarlata»... ¡Fíjese! —añadió alegremente—, el otro día le encargué ami modista un vestido azul con adornos en verde,y, ¡cómo no!, el modelo también se llamaba«Pimpinela Escarlata»...

Chauvelin no hizo el menor movimientomientras Marguerite parloteaba animadamente;ni siquiera intentó hacerla callar cuando sumelodiosa voz y su risa infantil resonaron en eltranquilo aire nocturno. Mantuvo una expresiónseria y grave mientras Marguerite reía, y su voz,clara, dura e incisiva, apenas se elevó para decir:

—Bien, ciudadana, si ha oído hablar de eseenigmático personaje, habrá adivinado que elhombre que oculta su identidad bajo ese extrañoseudónimo es el más acérrimo enemigo de

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nuestra república, de Francia... de los hombrescomo Armand St. Just.

—¡Sí! —dijo Marguerite con un pequeñosuspiro—. Supongo que así será... Francia tienemuchos enemigos acérrimos en los días quecorren.

—Pero usted, ciudadana, es hija de Francia, ydebería estar dispuesta a ayudarla en momentosde grave peligro.

—Mi hermano Armand está dedicado encuerpo y alma a Francia —replicóorgullosamente—. Yo no puedo hacer nada...aquí, en Inglaterra.

—Sí, sí puede... —insistió Chauvelin,adoptando una expresión aún más grave,mientras su rostro delgado y zorruno parecíacubrirse de dignidad—. Aquí, en Inglaterra, sólousted puede ayudamos, ciudadana... ¡Escúchemecon atención! Estoy aquí en representación delgobierno republicano; mañana iré a Londres apresentar mis credenciales al señor Pitt. Una delas misiones que debo llevar a cabo es averiguarlo más posible sobre la Liga de la PimpinelaEscarlata, que se ha convertido en una constanteamenaza para Francia, pues está empeñada enayudar a nuestros malditos aristócratas —

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traidores a su patria y enemigos del pueblo— aescapar al justo castigo que merecen. Usted sabetan bien como yo, ciudadana, que en cuantollegan aquí, esos émigrés franceses intentandespertar sentimientos de animadversión hacia laRepública... Están dispuestos a unirse acualquiera con la suficiente osadía como paraatacar a Francia... En los últimos meses hanlogrado cruzar el canal decenas de esos émigrés;algunos sólo eran sospechosos de traición, yotros ya habían sido condenados por el Tribunalde Seguridad Pública. La fuga de todos fueplaneada, organizada y llevada a cabo por esaasociación de bribones ingleses, encabezados porun hombre cuyo cerebro parece tan ingeniosocomo misteriosa es su identidad. A pesar detodos los esfuerzos de mis espías, no hanconseguido averiguar quién es. Los demás sonsimples instrumentos, mientras que él es elcerebro que, bajo un extraño anonimato, trabajaen silencio para aniquilar a Francia. Mi intenciónes destruir ese cerebro, para lo cual necesito suayuda. Es probable que si le encuentro a él,pueda encontrar al resto de la banda. Es un jovencachorro de la alta sociedad inglesa; de eso estoycompletamente seguro. Busque a ese hombre por

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mí, ciudadana —dijo en tono apremiante—;búsquelo en nombre de Francia.

Marguerite escuchó el apasionado discurso deChauvelin sin pronunciar palabra, sin apenasmoverse, sin atreverse casi a respirar. Antes lehabía dicho que aquel héroe misterioso de novelaera el tema de conversación del selecto grupo alque ella pertenecía. Antes de oír las palabras deChauvelin, su corazón y su imaginación sehabían conmovido al pensar en aquel hombrevaliente que, ajeno a la notoriedad y la fama,había rescatado cientos de vidas de un destinoterrible e implacable. Sentía poca simpatía poraquellos altivos aristócratas franceses, insolentescon su orgullo de casta, de quienes la condesa deTournay de Basserive era un ejemplo típico;pero, aun siendo republicana y de ideas liberalespor principios, le repugnaban y detestaba losmétodos que había elegido la joven Repúblicapara establecerse. No vivía en París desde hacíavarios meses; los horrores y el derramamiento desangre del Reinado del Terror, que habíanculminado en las matanzas de septiembre, lehabían llegado como un débil eco desde el otrolado del Canal. A Robespierre, Danton y Maratno los había conocido con su nuevo disfraz de

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justicieros sangrientos y amos despiadados de laguillotina. Su alma se encogía de horror anteaquellos excesos, a los que temía que su hermanoArmand —que era republicano moderado—fuera un día sacrificado.

Cuando oyó hablar por primera vez de aquelgrupo de valientes ingleses, que, por puro amor asus semejantes, libraban de una muerte espantosaa mujeres y niños, hombres viejos y jóvenes, sucorazón se encendió de orgullo por ellos, y enesos momentos, mientras Chauvelin hablaba, sualma salió al encuentro del galante y misteriosojefe de la temeraria banda, que arriesgaba su vidaa diario, que la entregaba gratuitamente y sinostentación, en aras de la humanidad.

Cuando Chauvelin terminó de hablar,Marguerite tenía los ojos húmedos, el encaje desu pecho subía y bajaba a impulsos de larespiración rápida, agitada; ya no oía el ruido delos vasos del salón de la posada, no prestabaatención a la voz de su marido ni a su risa necia.Sus pensamientos habían volado hacia elmisterioso héroe. ¡Ah! Él era un hombre al quepodría haber amado, si se hubiera cruzado en sucamino; todo en él excitaba su imaginaciónromántica: su personalidad, su fuerza, su valor, la

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lealtad de aquellos que servían bajo sus órdenes ala misma noble causa y, sobre todo, el anonimatoque lo coronaba como con un halo de esplendorromántico.

—¡Búsquelo en nombre de Francia, ciudadana!La voz de Chauvelin junto a su oído la despertó

de sus sueños. El misterioso héroe se desvanecióy, a pocos metros de ella, un hombre bebía yreía, aquél a quien había jurado fidelidad ylealtad.

—¡Pero hombre, qué cosas dice! —exclamóvolviendo a adoptar un aire dedespreocupación—. ¿Dónde diablos quiere quelo busque?

—Usted va a todas partes, ciudadana —susurróChauvelin, insinuante—. Según tengo entendido,lady Blakeney es el centro de la alta sociedadlondinense... Usted lo ve todo, lo oye todo.

—Calma, amigo mío —replicó Marguerite,irguiéndose en toda su estatura y posando losojos, con un leve gesto de desprecio, en lapequeña y delgada figura que tenía ante ella—.¡Calma! Parece olvidar que entre lady Blakeneyy lo que usted propone se interpone el metroochenta y cinco de estatura de sir Percy Blakeneyy una larga línea de antepasados.

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—¡Tiene que hacerlo por Francia, ciudadana!—insistió Chauvelin, apremiante.

—No dice usted más que tonterías; porqueincluso si llegara a saber quién es PimpinelaEscarlata, no podría hacerle hada... ¡Es inglés!

—Ya me encargaría yo de eso —replicóChauvelin, con una risita seca, áspera—. Enprimer lugar, podríamos enviarlo a la guillotinapara enfriar su entusiasmo, y después, cuando seorganizara un gran revuelo diplomático nosdisculparíamos —humildemente, claro está—ante el gobierno británico y, si fuera necesario,compensaríamos a la afligida familia.

—Lo que me propone es monstruoso,Chauvelin —dijo Marguerite, apartándose de élcomo si fuera un insecto asqueroso—.Quienquiera que sea ese hombre, es noble yvaliente, y yo jamás me prestaría a una villaníacomo ésa. Jamás, ¿me oye?

—¿Prefiere que la insulte cada aristócratafrancés que venga a este país?

Chauvelin había elegido cuidadosamente elobjetivo para disparar la diminuta flecha. Lasjóvenes y frescas mejillas de Margueritepalidecieron ligeramente y se mordió el labio

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inferior, porque no quería que viera que la flechahabía dado en el blanco.

—Eso no tiene nada que ver —replicófinalmente, con indiferencia—. Sé defenderme.Pero me niego a hacer trabajos sucios parausted... o para Francia. Cuenta usted con otrosmedios; utilícelos, amigo mío.

Y sin dirigir otra mirada a Chauvelin,Marguerite Blakeney le volvió la espalda y entróen la posada.

—Esa no es su última palabra, ciudadana —dijo Chauvelin, en el momento en que untorrente de luz procedente del pasillo iluminabala figura elegante y suntuosamente vestida deMarguerite—. ¡Espero que nos veamos enLondres!

—Nos veremos en Londres —dijo Marguerite,hablando por encima del hombro—, pero es miúltima palabra.

Abrió resueltamente la puerta del salón ydesapareció, pero Chauvelin se quedó bajo elporche unos momentos, cogiendo un pellizco derapé. Había recibido una negativa y un desaire,pero su rostro astuto y zorruno no mostraba nidecepción ni desánimo; por el contrario, en lascomisuras de sus delgados labios asomó una

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extraña sonrisa, medio sarcástica, de absolutasatisfacción.

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IX

EL ULTRAJE

Al día de lluvia incesante siguió una nochepreciosa e iluminada por las estrellas; una nochefresca y sosegada de finales de verano,típicamente inglesa por una leve insinuación dehumedad y el aroma de la tierra mojada y lashojas goteantes.

El magnífico carruaje, tirado por cuatro de losmejores pura sangres de Inglaterra, recorrió lacarretera de Londres, con sir Percy Blakeney enel pescante, sujetando las riendas con sus manosdelgadas, femeninas, y a su lado, lady Blakeney,arropada en sus costosas pieles. ¡Un paseo deochenta kilómetros en una noche de veranocuajada de estrellas! Marguerite acogió la ideacon entusiasmo... Sir Percy era un conductorfantástico; sus cuatro pura sangres, que habíanllegado a Dover un par de días antes, estabandescansados y prestarían aún mayor interés alviaje, y Marguerite disfrutó por anticipado deaquellas breves horas de soledad, con la suavebrisa nocturna acariciando sus mejillas, suspensamientos volando, ¿hacia dónde? Sabía por

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experiencia que sir Percy hablaría poco, oincluso no diría nada: la había llevado muchasveces en su hermoso coche durante horas enteraspor la noche, sin hacer más que uno o doscomentarios sobre el tiempo o el estado de lascarreteras desde el principio hasta el final delviaje. Le gustaba mucho conducir de noche, yMarguerite había adoptado rápidamente estaafición suya. Sentada a su lado hora tras hora,admirando su forma especial de llevar lasriendas, con gran destreza, pensaba confrecuencia en qué pasaría por su torpe mente. Elnunca se lo decía, y Marguerite jamás se atrevíaa preguntar.

En The Fisherman’s Rest, el señor Jellybandhacía su ronda nocturna, apagando las luces. Sehabían marchado todos los parroquianos del bar,pero arriba, en los pequeños y acogedoresdormitorios, el señor Jellyband tenía varioshuéspedes importantes: la condesa de Tournay,con Suzanne, y el vizconde, y habían preparadootras dos habitaciones para sir Andrew Ffoulkesy lord Antony Dewhurst, por si los dos jóvenesdecidían honrar el antiguo establecimientopasando la noche allí. De momento, aquellos dosvalientes se encontraban cómodamente

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instalados en el salón, ante la enorme hoguera deleña que, a pesar de la bonanza de la noche,habían alimentado para que ardiera alegremente.

—Oiga, Jelly, ¿se han marchado todos? —preguntó lord Tony al honrado posadero, queseguía con su tarea de recoger vasos y jarros.

—Todo el mundo, como puede ver, señor.—¿Y se han acostado los criados?—Todos menos el chico que sirve en la

cantina, y ése —añadió riendo—, supongo que sequedará dormido dentro de poco, el muy bribón.

—Entonces, ¿podremos hablar aquí sin quenadie nos moleste durante media hora?

—Naturalmente, señor... Les dejaré las velas enel aparador... y sus habitaciones ya estánpreparadas... Yo duermo en el piso de arriba,pero si su señoría grita un poco fuerte, estoyseguro de que le oiré.

—Muy bien, Jelly... y... oiga, apague lalámpara. Con la hoguera tenemos suficiente luz,y no queremos que se fije en nosotros quien pasepor la calle.

—De acuerdo, señor.El señor Jellyband hizo lo que le habían

ordenado: apagó la vieja y pintoresca lámpara

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que colgaba de las vigas del techo y sopló lasvelas.

—Tráiganos una botella de vino, Jelly —propuso sir Andrew,

—¡Muy bien, señor!Jellyband salió a buscar el vino. La habitación

había quedado prácticamente a oscuras, salvo porel círculo de luz rojiza y danzarina que formabanlos destellantes leños del hogar.

—¿Alguna cosa más, caballeros? —preguntóJellyband al volver con una botella de vino y dosvasos, que dejó en la mesa.

—Eso es todo, Jelly. Gracias —contestó lordTony.

—¡Buenas noches, señores!—¡Buenas noches, Jelly!Los dos jóvenes se quedaron escuchando los

pesados pasos del señor Jellyband, que resonaronen el pasillo y la escalera. Finalmente también sedesvaneció ese ruido, y The Fisherman’s Restpareció quedar envuelto en el sueño, a excepciónde los dos hombres que bebían en silencio juntoa la chimenea.

Durante un rato no se oyó nada en el salón, ano ser el tic—tac del gran reloj de pie y elcrujido de la leña quemándose.

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—¿Todo bien esta vez, Ffoulkes? —preguntóal fin lord Antony.

Saltaba a la vista que sir Andrew estabasoñando despierto, contemplando el fuego, en elque sin duda veía un rostro bonito y pícaro, congrandes ojos pardos y una cascada de rizososcuros enmarcando una frente infantil.

—Sí —contestó, reflexivo—. Todo bien.—¿Ninguna dificultad?—Ninguna.Lord Antony se echó a reír de buen humor

mientras se servía otro vaso de vino.—Supongo que no hace falta que pregunte si el

viaje te ha resultado agradable en esta ocasión...—No, amigo mío. No hace falta que lo

preguntes —replicó sir Andrew animadamente—. Ha estado bien.

—Entonces, a la salud de la muchacha —dijolord Tony en tono jovial—. Es una guapa mocita,aunque francesa. Y también brindo por tunoviazgo, porque florezca y prosperemaravillosamente.

Vació el vaso hasta la última gota, y acontinuación se puso al lado de su amigo, juntoal hogar.

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—Bueno, supongo que el siguiente viaje loharás tú, Tony —dijo sir Andrew,interrumpiendo sus reflexiones—. Tú y Hastings,y espero que la tarea os resulte tan agradablecomo a mí y que tengáis una compañera de viajetan encantadora como la que he tenido yo. Tony,no puedes hacerte idea de...

—¡No! ¡No puedo hacérmela! —le interrumpiósu amigo amablemente—. Pero te creo. Y ahora—añadió, con una repentina expresión deseriedad en su rostro joven y alegre—, ¿qué teparece si entramos en materia?

Los dos jóvenes acercaron sus sillas, einstintivamente, a pesar de encontrarse a solas,bajaron la voz hasta hablar en un susurro.

—En Calais vi a Pimpinela Escarlata a solasunos momentos —dijo sir Andrew— hace un parde días. Llegó a Inglaterra dos días antes quenosotros. Había escoltado al grupo desde París y,¡parece increíble!... Iba vestido como una viejavendedora del mercado, y hasta que salieron dela ciudad, fue conduciendo el carro cubierto en elque iban la condesa de Tournay, mademoiselleSuzanne y el vizconde, escondidos entre nabos ycoles. Por supuesto, ellos ni siquiera sospechabanquién era el conductor. Tuvo que pasar entre la

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soldadesca y una muchedumbre vociferante quegritaba: «¡A bas les aristos!», pero el carro pasójunto a otros del mercado, y Pimpinela Escarlata,con chal, faldas y capucha gritaba: «¡A bas lesaristos!», más fuerte que nadie. De verdad queese hombre es prodigioso —añadió el joven, conlos ojos despidiendo destellos de entusiasmo yadmiración por su querido jefe—. Tiene una caradura impresionante, ¡te lo juro!... y gracias a esopuede hacer lo que hace.

A lord Antony, cuyo vocabulario era máslimitado que el de su amigo, sólo se le ocurrieronuno o dos juramentos para expresar laadmiración que sentía por su jefe.

—Quiere que Hastings y tú os reunáis con él enCalais —dijo sir Andrew más calmado—, el díados del mes que viene. Veamos... Eso es elpróximo miércoles.

—Sí—Naturalmente, esta vez es el caso del conde

de Tournay. Se le presenta una tarea muypeligrosa al conde, pues después de que elComité de Salud Pública lo declarase«sospechoso», escapó de su castillo y ahora estácondenado a muerte. Su fuga fue una obramaestra del ingenio de Pimpinela Escarlata.

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Sacar al conde de Francia va a ser una diversióncomo pocas, y escaparéis por los pelos, si es quelo conseguís. St. Just ha ido a buscarlo.Naturalmente, nadie sospecha todavía de St. Just,pero después de eso... ¡Sacarlos a los dos delpaís! Me consta que va a ser un trabajo difícil,que pondrá a prueba el ingenio de nuestro jefe.Me gustaría que me ordenaran que formara partedel grupo.

—¿Tienes instrucciones especiales para mí?—¡Sí! Y mucho más precisas que de

costumbre. Parece ser que el gobiernorepublicano ha enviado a un agente autorizado aInglaterra, un hombre llamado Chauvelin, que,según dicen, detesta a nuestra liga, y estádecidido a averiguar la identidad de nuestro jefe,para secuestrarlo la próxima vez que intenteponer el pie en Francia. El tal Chauvelin se hatraído un verdadero ejército de espías, y hastaque el jefe no los descubra a todos, piensa quedebemos vernos lo menos posible para tratarasuntos relacionados con la liga, y no debemoshablarnos en lugares públicos durante algúntiempo por ningún motivo. Cuando quieracomunicarse con nosotros, ya ideará algo parahacérnoslo saber.

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Los dos jóvenes estaban inclinados sobre elfuego, porque las llamas se habían extinguido, ysólo el destello rojizo de las ascuas moribundasarrojaba una luz lívida sobre un estrechosemicírculo frente al hogar. El resto de lahabitación estaba envuelta en completastinieblas. Sir Andrew sacó una cartera debolsillo, extrajo un papel y lo desdobló, y los dosjuntos intentaron leerlo a la débil luz rojiza de lahoguera. Tan embebidos estaban en esa tarea, tanabsortos en la causa, tan en serio se tomaban suactividad y aquel documento que, salido de lasmanos de su adorado jefe, era sumamentevalioso, que únicamente tenían ojos y oídos parael papel. No percibían los ruidos que había a sualrededor, de la ceniza crujiente que caía delhogar, del monótono tic—tac del reloj, del levesusurro, casi imperceptible, de algo que sedeslizó junto a ellos, en el suelo. De debajo delos bancos salió una figura; con movimientossilenciosos, como de serpiente, se acercó a losdos jóvenes, sin respirar, arrastrándose por elsuelo, en medio de la negrura de tinta de lahabitación.

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—Tienes que leer estas instrucciones yaprenderlas de memoria —dijo sir Andrew—.Después, destruye el papel.

Iba a guardarse la cartera en el bolsillo cuandoun trocito de papel cayó aleteando al suelo. LordAntony se agachó y lo recogió.

—¿Qué es eso? —preguntó.—Se te acaba de caer del bolsillo. Desde luego,

no parecía estar con el otro.—¡Qué raro! ¿Cómo habrá venido a parar

aquí? Es del jefe —añadió, mirando el papel.Los dos se agacharon para intentar descifrar la

diminuta nota en que habían garabateado a todaprisa unas cuantas palabras y, de repente, lesllamó la atención un leve ruido que parecía venirdel pasillo.

—¿Qué es eso? —dijeron a la vez. LordAntony atravesó la habitación, llegó a la puerta yla abrió de par en par, bruscamente. En esemismo momento recibió un terrible golpe entrelos ojos, que lo hizo retroceder violentamentehacia la habitación. Al mismo tiempo, la figuraagazapada en la oscuridad se irguió y se abalanzósobre sir Andrew, que, desprevenido, sedesplomó en el suelo.

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Todo ocurrió en el breve espacio de dos o tressegundos, y sin darles tiempo a lanzar un grito nia hacer el menor movimiento para defenderse,dos hombres redujeron a lord Antony y sirAndrew, les pusieron una mordaza, y loscolocaron uno contra la espalda del otro, conbrazos, manos y piernas fuertemente atados.

En el ínterin, un hombre había cerrado la puertasin hacer ruido; llevaba un antifaz y permanecíainmóvil mientras los otros dos terminaban sutrabajo.

—¡Todo listo, ciudadano! —dijo uno de ellos,tras examinar por última vez las ligaduras de losdos jóvenes ingleses.

—¡Muy bien! —replicó el hombre de lapuerta—. Ahora registradles los bolsillos ydadme todos los papeles que encontréis.

Los hombres llevaron a cabo la ordeninmediatamente, en silencio. El enmascarado,tras tomar posesión de los papeles, prestó oídosunos instantes por si había ruidos en TheFisherman's Rest. Visiblemente satisfecho deque aquel vil atropello no hubiera tenido testigos,volvió a abrir la puerta y señaló el pasillo conademán imperioso. Los cuatro hombreslevantaron a sir Andrew y lord Antony del suelo,

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y tan silenciosamente como habían llegado,sacaron de la posada a los dos valientes jóvenesamordazados y se internaron en las tinieblas de lacarretera de Dover.

En el salón de la posada, el enmascarado quehabía dirigido la osada operación ojeabarápidamente los papeles robados.

—El trabajo de hoy no ha estado nada mal —murmuró, quitándose pausadamente el antifaz, ysus ojos pálidos y zorrunos brillaron al fulgorrojizo del fuego—. Pero que nada mal.

Abrió un par de cartas más de la cartera de sirAndrew Ffoulkes, y se fijó en la minúscula notaque los dos jóvenes ingleses apenas habíantenido tiempo de leer; pero una carta enparticular, firmada por Armand St. Just, parecióproporcionarle una extraña satisfacción.

—Así que Armand St. Just es un traidor —murmuró—. Ahora, hermosa MargueriteBlakeney, creo que me ayudarás a buscar aPimpinela Escarlata —añadió cruelmente,apretando los dientes.

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X

PALCO DE LA OPERA

Era noche de gala en el teatro del CoventGarden, la primera de la temporada del otoño deaquel memorable año de gracia de 1792.

El teatro estaba abarrotado, desde los elegantespalcos de la orquesta y la platea hasta losasientos y tribunas de arriba, de carácter másplebeyo. El Orfeo de Glück despertaba granexpectación entre los sectores más intelectualesdel local, mientras que las mujeres de la altasociedad, la gente elegante y de vistosos ropajes,llamaban más la atención a quienes no seinteresaban demasiado por aquella «recienteimportación de Alemania».

Selina Storace había recibido una gran ovaciónde sus numerosos admiradores tras unamagnífica aria; Benjamin Incledon, el favorito delas damas, había sido objeto de especialreconocimiento desde el palco real; y en esosmomentos bajaba el telón, tras el clamoroso finaldel tercer acto, y el público, que había seguidohechizado los mágicos compases del genialmaestro, pareció proferir al unísono un

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prolongado suspiro de satisfacción, antes desacar a paseo cientos de lenguas maledicientes yfrívolas.

En los elegantes palcos de la orquesta se veíanmuchas caras conocidas. El señor Pitt, abrumadopor los asuntos de estado, disfrutaba de unashoras de tranquilidad con aquel regalo musical;el príncipe de Gales, jovial, rechoncho y deaspecto un tanto vulgar y tosco, iba de palco enpalco pasando breves minutos con sus amigosmás íntimos.

También en el palco de lord Grenville, unpersonaje extraño e interesante llamaba laatención de todo el mundo, una figura delgada ypequeña de expresión astuta y sarcástica y ojoshundidos, pendiente de la música, contemplandocon aire crítico al público, vestidoimpecablemente de negro, con el pelo oscuro, sinempolvar. Lord Grenville, secretario de Estadopara Asuntos Exteriores, le dispensaba un tratosumamente cortés, pero frío.

Aquí y allá, repartidos entre las bellezas decorte claramente británico, destacaban algunosrostros extranjeros en marcado contraste: lossemblantes altivos y aristocráticos de losmúltiples monárquicos franceses emigrados que,

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perseguidos por la facción revolucionaria eimplacable de su país, habían encontrado unpacífico refugio en Inglaterra. En aquellosrostros habían dejado profundas huellas laaflicción y las preocupaciones. Sobre todo lasmujeres prestaban poca atención a la música y aldeslumbrante público; sin duda, suspensamientos se encontraban muy lejos, con elmarido, el hermano, acaso el hijo, que aún corríapeligro, o que había sucumbido recientemente aun cruel destino.

Entre ellos, la condesa de Tournay deBasserive, llegada de Francia hacía poco tiempo,era uno de los personajes más sobresalientes:vestida de seda negra, de pies a cabeza, con sóloun pañuelo de encaje blanco que aliviaba el airede duelo que la rodeaba, estaba al lado de ladyPortarles, que con ingeniosas ocurrencias ychistes un tanto subidos de tono tratabavanamente de llevar una sonrisa a los tristeslabios de la condesa. Detrás de ella seencontraban la pequeña Suzanne y el vizconde,silenciosos y algo cohibidos entre tantosdesconocidos. Los ojos de Suzanne parecíanmelancólicos; al entrar en el teatro abarrotado,había mirado ansiosamente a su alrededor,

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examinando todas las caras, escudriñando todoslos palcos. Saltaba a la vista que la cara quebuscaba no se encontraba allí, pues se habíasentado detrás de su madre, y sin prestar lamenor atención al público, escuchaba la músicacon expresión lánguida.

—Ah, lord Grenville —dijo lady Portarles,cuando, tras un discreto golpe, en la puerta delpalco apareció la cabeza, intresante e inteligente,del secretario de Estado—. No podía usted haberllegado más á propos. Madame la condesa deTournay arde en deseos de conocer las últimasnoticias de Francia.

El distinguido diplomático se adelantó hacia lasseñoras y les estrechó la mano.

—¡Ay! —exclamó tristemente—. Son muymalas. Continúan las matanzas; Parísliteralmente está anegado en sangre, y laguillotina reclama cien víctimas diariamente.

Pálida y llorosa, la condesa estaba reclinadacontra el respaldo del asiento, escuchandohorrorizada el breve y gráfico resumen de lo queocurría en su malhadado país.

—Ah, monsieur —dijo, emocionada—, esterrible oír eso... Y mi marido aún en ese paísespantoso. Para mí es horrible estar aquí, en un

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teatro, a salvo y tan tranquila, mientras él corretales peligros.

—Vamos, madame —terció lady Portarles, ensu habitual tono franco y brusco—. Si ustedestuviera en un convento, no por eso su maridose encontraría más seguro, y tiene que pensar ensus hijos: son demasiado jóvenes para someterlosa tanta angustia y tanta aflicciónprematuramente.

La condesa sonrió entre sus lágrimas ante lavehemencia de su amiga. Lady Portarles, cuyavoz y cuyos modales no hubieran desmerecidode los de un mozo de cuerda, tenía un corazón deoro, y ocultaba una auténtica simpatía yamabilidad bajo la actitud un tanto ruda queadoptaban las damas de la época.

—Además, madame —añadió lord Grenville—, ¿no me dijo usted ayer que la Liga de laPimpinela Escarlata había prometido por suhonor traer a monsieur el conde a Inglaterra?

—¡Sí, sí! —contestó la condesa—. Esa es miúnica esperanza. Ayer vi a lord Hastings... y melo confirmó una vez más.

—En ese caso, estoy seguro de que no debetemer hada. Si la liga jura algo, no cabe duda deque lo cumple. ¡Ah! —exclamó el anciano

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diplomático con un suspiro—, ojalá fuera younos años más joven...

—¡Vamos, lord Grenville! —le interrumpiólady Portarles con brusquedad—. Aún es losuficientemente joven como para volverle laespalda a ese cuervo francés que tieneentronizado en su palco esta noche.

—Ojalá pudiera... pero su señoría deberecordar que para servir a nuestro país hay quedejar a un lado los prejuicios. MonsieurChauvelin es el agente autorizado de sugobierno...

—¡Pero bueno! —replicó lady Portarles—.¿Llama usted gobierno a esa pandilla debandidos sedientos de sangre?

—Todavía no parece prudente que Inglaterrarompa relaciones diplomáticas con Francia —dijo el ministro con cautela—, y no podemosnegarnos a recibir con cortesía al agente que estepaís decida enviarnos.

—¡Al diablo con las relaciones diplomáticas,señor mío! Ese zorro astuto que tiene usted ahíno es más que un espía; se lo garantizo, y, omucho me equivoco, o dentro de poco descubriráusted que no le importa absolutamente nada ladiplomacia, y que lo que quiere es perjudicar a

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los refugiados monárquicos, a nuestro heroicoPimpinela Escarlata y a los miembros de esevaleroso grupo.

—Estoy segura —dijo la condesa, frunciendosus delgados labios—, de que si ese Chauvelinquiere hacernos daño, encontrará una leal aliadaen lady Blakeney.

—¡Pero qué mujer ésta! —exclamó ladyPortarles—. ¿Habráse visto qué maldad? LordGrenville, usted que tiene un pico de oro,¿querría hacerme el favor de explicarle amadame la condesa que se está comportandocomo una imbécil? Madame, en la situación enque usted se encuentra aquí, en Inglaterra —añadió, volviéndose con expresión colérica yresuelta hacia la condesa—, no puede permitirseel lujo de darse esos aires a los que son tanaficionados ustedes los aristócratas franceses.Lady Blakeney simpatizará o no con esosbandidos franceses; es posible que haya tenidoalgo que ver o no con la detención y la ejecuciónde St. Cyr, o como se llamara ese buen señor,pero es el centro de la alta sociedad de este país.Sir Percy Blakeney tiene más dinero que mediadocena de hombres juntos, y está a partir unpiñón con la realeza, y si usted intenta ofender a

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lady Blakeney, a ella no la perjudicará enabsoluto, pero a usted la dejará en ridículo. ¿Noes así, lord Grenville?

Pero lo que lord Grenville pensaba sobre elasunto, o a qué conclusiones podía llegar lacondesa de Tournay tras la pequeña diatriba delady Portarles, siguió siendo un misterio, porqueacababa de alzarse el telón para dar comienzo altercer acto de Orfeo, y por todas partes pedíansilencio.

Lord Grenville se despidió apresuradamente delas damas y regresó sin ruido a su palco, en elque Chauvelin había permanecido durante todoel entr’acte, con su eterna caja de rapé en lamano, y con sus perspicaces y pálidos ojosfijamente clavados en el palco de enfrente, en elque, entré frufrús de faldas de seda, risas ymiradas de curiosidad del público, acababa deentrar Marguerite Blakeney acompañada por sumarido, divina y hermosa con sus abundantesrizos entre dorados y rojizos, ligeramenteespolvoreados y recogidos en la nuca, al final desu grácil cuello, con un gigantesco lazo negro.Siempre vestida a la última moda, Marguerite erala única dama que aquella noche habíaprescindido del chaleco de anchas solapas que

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estaba muy en boga desde hacía dos o tres años.Llevaba un vestido de talle bajo y corte clásicoque pronto pasaría a ser el modelo más extendidoen todos los países de Europa. Quedaba perfectocon su figura grácil, de porte regio, con losbrillantes adornos que parecían una masa debordados de oro.

Al entrar, se asomó unos momentos a labarandilla del palco para comprobar cuántosasistentes a la función conocía. Muchas personasle dedicaron una inclinación de cabeza, ytambién le enviaron un saludo rápido y cortésdesde el palco real.

Chauvelin la estuvo observando atentamentedurante el comienzo del tercer acto. Escuchabaarrobada la música, mientras su delicadamanecita jugueteaba con un pequeño abanicoadornado con joyas. Su cabeza regia, el cuello ylos brazos estaban cubiertos de diamantesmagníficos y raras gemas, regalo de un maridoque la adoraba y que estaba cómodamente,arrellanado a su lado.

A Marguerite le apasionaba la música. Aquellanoche, Orfeo la tenía hechizada. En su rostrodulce y joven se leía claramente la alegría devivir, que chispeaba en sus brillantes ojos azules

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e iluminaba la sonrisa que acechaba en suslabios. Al fin y al cabo, sólo tenía veinticincoaños; se encontraba en la flor de la juventud, erala favorita de la clase más elevada, que laidolatraba, la festejaba, la mimaba. El DayDream había vuelto de Calais hacía dos días, y lehabía traído la noticia de que su adoradohermano se encontraba sano y salvo, que pensabaen ella y sería prudente.

No es de extrañar que en aquellos momentos,escuchando los apasionados compases de Glück,olvidara sus decepciones, olvidara sus sueños deamor perdidos, olvidara incluso a aquella nulidadperezosa y afable que había compensado su faltade dotes espirituales prodigándole toda clase deprivilegios mundanos.

Sir Percy se quedó en el palco el tiempo queexigían las convenciones, haciendo sitio a SuAlteza Real y a la multitud de admiradores que,en continua procesión, acudían a rendir tributo ala reina de la alta sociedad. Después se marchó,probablemente a hablar con amigos cuyacompañía le resultaba más agradable. Margueriteni siquiera se preguntó dónde habría ido; leimportaba muy poco, y tenía a su alrededor a supequeña corte, integrada por la jeunesse dorée de

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Londres, a la que despidió al poco tiempo, puesdeseaba estar a solas con Glück un ratito.

Un discreto golpe en la puerta interrumpió sudeleite.

—Adelante —dijo con cierta impaciencia, sinvolverse a mirar al intruso.

Chauvelin, que esperaba la ocasión, habíaobservado que se encontraba a solas, y, sindesanimarse por aquel impaciente «Adelante»—,se deslizó silenciosamente en el palco, y al cabode unos instantes se situó tras el asiento deMarguerite.

—Quisiera hablar con usted un momento,ciudadana —dijo en voz baja.

Marguerite se volvió rápidamente, sindisimular su inquietud.

—¡Me ha asustado! —dijo, con una risitaforzada—. Su llegada es de lo más inoportuna.Quiero escuchar a Glück, y no tengo el menordeseo de hablar.

—Pero ésta es la única oportunidad que tengo—replicó Chauvelin en el mismo tono, y sinesperar a que le dieran permiso, acercó una sillaa la de Marguerite; la colocó tan cerca que podíasusurrarle al oído, sin molestar al público y sinque lo vieran, en la oscuridad del palco—. Es la

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única oportunidad que tengo —repitió al ver queMarguerite no se dignaba contestarle—. LadyBlakeney siempre está tan rodeada de gente, tanaclamada por su corte, que un viejo amigo nuncaencuentra ocasión de hablar con ella.

—Pues entonces, espere a otro momento —dijoMarguerite, aún más impaciente—. Esta nocheiré al baile de lord Grenville, después de laópera, y supongo que usted también. Allí leconcederé cinco minutos...

—Tres minutos en la intimidad de este palcoson más que suficientes para mí —replicóChauvelin en tono afable—, y creo que haríabien en escucharme, ciudadana St. Just.

Marguerite se estremeció involuntariamente.La voz de Chauvelin no pasaba de un murmullo.Aunque estaba aspirando tranquilamente unpellizco de rapé, había algo en su actitud, enaquellos ojos pálidos y zorrunos que aMarguerite casi le heló la sangre en las venas,como si vislumbrara un peligro mortal que hastaese momento no hubiera siquiera sospechado.

—¿Es una amenaza, ciudadano? —preguntó alfin.

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—No, mi hermosa señora —contestóChauvelin con galantería—. Sólo una flechalanzada al aire.

Calló unos instantes, como el gato que ve alratón corriendo despreocupado, listo para atacar,pero esperando con ese sentido felino del placerante la inminencia de una maldad. Acontinuación dijo en voz muy baja:

—Su hermano, St. Just, está en peligro.No se movió ni un solo músculo del hermoso

rostro que tenía ante él. Chauvelin veía aMarguerite de perfil, pues parecía absorta en lacontemplación del escenario, pero era unobservador suspicaz, y notó la repentina rigidezde los ojos, el endurecimiento de la boca, laprofunda tensión, casi como si se paralizara, delesbelto cuerpo.

—Muy bien —replicó Marguerite, con fingidadespreocupación—. Como es una de sus intrigasimaginarias, será mejor que vuelva a su asiento yme deje disfrutar de la música.

Y se puso a marcar el ritmo golpeandonerviosamente con la mano contra la barandillaalmohadillada del palco. Selina Storace cantaba«Che farò» ante un público hechizado, pendientede los labios de la prima donna. Chauvelin no se

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levantó de su asiento; observaba en silencio ladiminuta mano nerviosa, único indicio de que laflecha había dado en el blanco.

—¿Y bien? —dijo de repente Marguerite,fingiendo tranquilidad.

—¿Y bien, ciudadana? —replicó Chauvelinafablemente.

—¿Qué le ocurre a mi hermano?—Le traigo noticias suyas que, según creo, le

interesarán mucho; pero primero, quisieraexplicarle una cosa... ¿Me permite?

La pregunta era innecesaria. Chauvelin notóque todos y cada uno de los nervios deMarguerite se encontraban en tensión, a la esperade sus palabras, aunque la muchacha mantenía elrostro vuelto hacia el escenario.

—El otro día le pedí ayuda, ciudadana... —dijo—. Francia la necesita, y yo creía que podíaconfiar en usted, pero ya me dio su respuesta...Desde ese día las exigencias de mi trabajo y suscompromisos no nos han permitido vernos... perohan ocurrido muchas cosas...

—Le ruego que no divague, ciudadano —dijoMarguerite, como quitándole importancia—. Lamúsica es fascinante, y el público se va aimpacientar con su charla.

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—Un momento, ciudadana. El día en que tuveel honor de verla en Dover, y poco menos de unahora después de que me diera su respuestadefinitiva, cayeron en mi poder ciertos papelesque revelaban otro de esos sutiles planes para lafuga de una pandilla de aristócratas franceses —el traidor de Tournay entre otros—, organizadapor ese maldito entrometido, PimpinelaEscarlata. También han llegado a mis manosvarias pistas de esta misteriosa organización,pero no todas, y lo que quiero es que usted...¡Mejor dicho!, tiene usted que ayudarme areunirlas todas.

Marguerite había escuchado a Chauvelin conpalpable impaciencia; cuando terminó el discursose encogió de hombros y dijo alegremente:

—¡Bah! ¿Acaso no le he dicho ya que no meimportan ni sus planes ni Pimpinela Escarlata?Pero me había dicho que mi hermano...

—Un poco de paciencia, se lo ruego, ciudadana—prosiguió, imperturbable—. Esa misma nochehabía dos caballeros en The Fisherman's Rest,lord Antony Dewhurst y sir Andrew Ffoulkes.

—Lo sé. Yo los vi.—Mis espías ya sabían que son miembros de

esa maldita liga. Fue sir Andrew Ffoulkes quien

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escoltó a la condesa de Tournay y a sus hijospara cruzar el Canal de la Mancha. Cuando losdos hombres se quedaron solos, mis espíasentraron en el salón de la posada, amordazaron yataron a esos dos caballeros tan valientes, seapoderaron de sus papeles y me los trajeron.

En pocos instantes Marguerite comprendió elpeligro. ¿Papeles?... ¿Habría cometido Armandalguna imprudencia?... La idea la llenó de horror.Sin embargo, no dejó que Chauvelin viera que letenía miedo; se echó a reír, alegre ydespreocupadamente.

—¡Qué barbaridad! ¡Su descaro es increíble!—dijo animadamente—. ¡Robo y violencia... enInglaterra! ¡En una posada llena de gente!¡Podrían haber sorprendido a sus hombres en elacto!

—¿Y qué si hubiera sido así? Son hijos deFrancia, y su humilde servidor es quien les haenseñado todo lo que saben. Si los hubierancogido, habrían ido a la cárcel, o incluso a lahorca, sin una palabra de protesta ni unaindiscreción. De todos modos, hubiera valido lapena correr el riesgo. Una posada llena de gentees más segura de lo que usted cree para llevar a

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cabo estas pequeñas operaciones, y mis hombrestienen experiencia.

—Bueno, ¿y esos papeles? —preguntó, comosin darle importancia al asunto.

—Por desgracia, aunque por ellos me heenterado de ciertos nombres..., de ciertosmovimientos... datos suficientes, a mi juicio,para desbaratar de momento el golpe que teníanplaneado, sólo será de momento, y sigoignorando la identidad de Pimpinela Escarlata.

—¡Ah, amigo mío! —dijo Marguerite, con lamisma ligereza fingida—, entonces está comoantes, ¿verdad?, y podrá dejarme disfrutar de laúltima estrofa del aria. ¿De acuerdo? —añadió,sofocando ostensiblemente un bostezoimaginario—. Pero, ¿qué decía sobre mihermano?

—Enseguida llego a ese punto, ciudadana.Entre los papeles había una carta dirigida a sirAndrew Ffoulkes escrita por su hermano, St.Just.

—¿Y qué?—Esa carta demuestra que no sólo simpatiza

con los enemigos de Francia, sino que colaboracon la Liga de la Pimpinela Escarlata, si es queno es miembro de ella.

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Al fin había descargado el golpe. Marguerite loestaba esperando desde hacía tiempo. Nodemostraría ningún temor; estaba decidida a quepareciera que no le preocupaba, que se lo tomabaa la ligera. Cuando recibiera el golpe final,deseaba estar preparada, ser dueña de su ingenio,de ese ingenio que había merecido el calificativodel más agudo de Europa. No se arredró. Sabíaque lo que le había dicho Chauvelin era verdad;aquel hombre era demasiado vehemente, estabademasiado convencido, ciegamente, de laerrónea causa que defendía, y se sentíademasiado orgulloso de sus compatriotas, deaquellos hacedores de revoluciones, como pararebajarse a inventar falsedades ruines y absurdas.

La carta de Armand —del estúpido eimprudente Armand— se encontraba en manosde Chauvelin. Marguerite lo sabía como si latuviera ante sus propios ojos; y Chauvelin laguardaría para lograr sus propósitos hasta que leconviniera destruirla o utilizarla contra Armand.Sabía todo eso y, sin embargo, siguió riendo, aúncon más despreocupación y más fuerza queantes.

—¡Vamos, vamos! —exclamó, hablando porencima del hombro y mirando abiertamente a

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Chauvelin a la cara—. ¿No decía yo que eraninvenciones suyas?... ¡Que Armand se ha unidoal enigmático Pimpinela Escarlata!... ¡Y decirque Armand ayuda a esos aristócratas francesesque tanto detesta!... ¡Hay que reconocer que estahistoria es digna de su gran imaginación!

—Permítame que deje bien claro este asunto,ciudadana —dicho Chauvelin, con la mismacalma, sin inmutarse—. Le aseguro que St. Justestá tan comprometido que no existe la menorposibilidad de que obtenga el perdón.

Durante unos instantes se hizo un silencioabsoluto en el palco de la orquesta. Margueriteestaba muy erguida en su asiento, rígida einmóvil, intentando pensar, intentando afrontar lasituación, reflexionando sobre lo que debíahacer.

En el escenario, Storace había terminado decantar el aria, y saludaba al público que laaclamaba enfervorizado, enfundada en ropajesclásicos pero con las reverencias que dictaban losusos del siglo XVIII.

—Chauvelin, —dijo Marguerite Blakeney alfin, tranquilamente, sin el envalentonamiento quehabía caracterizado su actitud hasta esemomento—. Chauvelin, amigo mío, vamos a

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tratar de comprendernos mutuamente. Me da laimpresión de que mi ingenio se ha oxidado alcontacto con este clima tan húmedo. Dígame unacosa. Usted está deseando descubrir la identidadde Pimpinela Escarlata, ¿no es así?

—El más acérrimo enemigo de Francia,ciudadana... y el más peligroso, pues trabaja en laoscuridad.

—Querrá decir el más noble... ¡Pero en fin...! Yusted va a obligarme a ejercer de espía para usteda cambio de la seguridad de mi hermanoArmand, ¿no es así?

—¡Ah, hermosa señora, esas palabras son muyfeas! —protestó Chauvelin cortésmente—. Porsupuesto que nadie va a obligarla, y el servicioque le pido que me preste, en nombre de Francia,no puede llamarse con ese nombre tandesagradable: espionaje.

—Así es como se llama aquí —replicóMarguerite secamente—. Esa es su intención,¿verdad?

—Mi intención es que usted obtenga el perdónpara Armand St. Just prestándome un pequeñoservicio.

—¿En qué consiste?

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—Sólo vigilar por mí esta noche, ciudadana St.Just —se apresuró a contestar Chauvelin—.Verá; entre los papeles que se le encontraron asir Andrew Ffoulkes, había una notita. ¡Mire! —añadió, sacando un minúsculo papel de subolsillo y dándoselo a Marguerite.

Era el mismo papelito que, cuatro días antes,leían los dos jóvenes en el preciso momento enque fueron atacados por los esbirros deChauvelin. Marguerite lo cogió mecánicamente yse inclinó para leerlo. Sólo había dos líneas,escritas con una caligrafía deformada. Leyó, casien voz alta:

«Recuerden que no debemos vernos más de loestrictamente necesario. Ya tienen todas lasinstrucciones para el día 2. Si quieren hablarconmigo, estaré en el baile de G.»

—¿Qué significa esto? —preguntó Marguerite.—Mire con atención y lo comprenderá,

ciudadana.—En esta esquina hay un dibujo, una florecita

roja...—Sí.—La Pimpinela Escarlata —dijo

ansiosamente—, y el baile de G. se refiere al

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baile de Grenville... Estará en casa de lordGrenville esta noche.

—Así es como yo interpreto esta nota,ciudadana —concluyó Chauvelin—. Después deque mis espías redujeron y registraron a lordAntony Dewhurst y sir Andrew Ffoulkes, les diórdenes de que los llevaran a una casa solitariaen la carretera de Dover, que había alquilado coneste fin. Allí han estado prisioneros hasta estamañana. Pero al encontrar esta notita, pensé quelo mejor sería que llegaran a Londres a tiempopara asistir al baile de lord Grenville.Comprenderá usted que tienen muchas cosas quecontarle a su jefe... y esta noche tendrán laoportunidad de hablar con él, tal y como lesrecomendó que hicieran. Por eso, esta mañanaesos dos caballeros encontraron las puertas deesa casa de la carretera de Dover abiertas de paren par; sus carceleros habían desaparecido yhabía dos buenos caballos ensilladosesperándolos en el jardín. Aún no los he visto,pero es de suponer que no habrán parado hastallegar a Londres. ¿Ve qué sencillo es todo,ciudadana?

—Sí, parece muy sencillo —replicóMarguerite, haciendo un último y amargo

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esfuerzo por parecer alegre—. Cuando se quierematar un pollito... se lo agarra y se le retuerce elcuello... Al único que no le parece tan sencillo esal pollito. Me pone usted una pistola en el pecho,y tiene usted un rehén para obligarme aobedecer... A usted le parece sencillo, pero a míno.

—No, ciudadana. Le ofrezco la oportunidad desalvar al hermano que usted quiere tanto de lasconsecuencias de la estupidez que ha cometido.

El rostro de Marguerite se dulcificó, sus ojos sehumedecieron, y murmuró, casi para susadentros:

—El único ser en el mundo que siempre me haquerido de verdad... Pero, ¿qué quiere que haga,Chauvelin? —preguntó, con una desesperacióninfinita en su voz ahogada por las lágrimas—.¡En mi situación actual, yo no puedo hacer nada!

—Claro que sí, ciudadana —replicó Chauvelinseca, implacablemente, sin dejarse ablandar poraquella súplica desesperada e infantil que hubieraderretido incluso un corazón de piedra—. Siendolady Blakeney, nadie sospecharía de usted, y consu ayuda, ¿quién sabe?, es posible que esta nochelogre averiguar al fin la identidad de PimpinelaEscarlata... Usted estará en el baile... Observe,

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ciudadana; observe y escuche... Después mecontará si ha oído algo, una frase suelta,cualquier cosa... Debe fijarse en todas laspersonas con las que hablen sir Andrew Ffoulkeso lord Antony Dewhurst. En la actualidad, ustedse encuentra completamente libre de sospecha.Pimpinela Escarlata asistirá esta noche al bailede lord Grenville. Averigüe quién es, y mecomprometo, en nombre de Francia, a garantizarla seguridad de su hermano.

Chauvelin la ponía entre la espada y la pared.Marguerite se sentía atrapada en una tela dearaña en la que no había posibilidad deescapatoria. Aquel hombre tenía en su poder unrehén precioso, que intercambiaría por suobediencia; porque Marguerite sabía que susamenazas jamás eran vanas. No cabía duda deque el Comité de Salud Pública ya habíaseñalado a Armand como «sospechoso», no lepermitirían salir de Francia y le castigaríanimplacablemente si Marguerite se negaba aobedecer a Chauvelin. Durante unos momentos,como mujer que era, albergó la esperanza decontemporizar con él. Tendió la mano a aquelhombre, a quien detestaba y temía.

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—Chauvelin, si le prometo mi ayuda en esteasunto —dijo afablemente—, ¿me dará la cartade St. Just?

—Si me presta un valioso servicio esta noche,le daré la carta... mañana —respondió él con unasonrisa sarcástica.

—¿Acaso no se fía de mí?—Confío plenamente en usted, mi querida

señora, pero es Francia quien tiene en prenda lavida de St. Just, y su salvación depende de usted.

—Quizá no pueda ayudarle —dijo Margueriteen tono suplicante—, por mucho que deseehacerlo.

—Eso sería terrible —replicó Chauvelinpausadamente—, para usted... y para St. Just.

Marguerite se estremeció. Sabía que no podíaesperar misericordia de aquel hombretodopoderoso, que tenía la vida de su adoradohermano en un puño. Le conocía demasiadobien, y también sabía que, si no lograba sus fines,sería implacable.

Sintió frío a pesar de la atmósfera opresiva delteatro. Se le antojó que los sobrecogedorescompases de la música llegaban hasta ella comode una tierra lejana. Se cubrió los hombros con el

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elegante chal de encaje, y contempló en silencioel brillante escenario, como en un sueño.

Durante unos segundos sus pensamientos seapartaron del ser querido que se encontraba enpeligro, y volaron hasta el otro hombre quetambién tenía derecho a su confianza y su afecto.Se sintió sola y asustada por Armand; anheló elconsuelo y el consejo de alguien que supieracómo ayudarla y animarla. Sir Percy Blakeney lehabía amado en su día; era su marido; ¿por quétenía que pasar sola aquella terrible prueba? SirPercy tenía poco cerebro, eso era cierto, pero lesobraban músculos, y si ella ponía lainteligencia, y él la fuerza y el empujemasculino, juntos vencerían al astutodiplomático, y rescatarían al rehén de sus manosvengativas sin poner en peligro la vida del noblejefe de aquel grupo de héroes. Sir Percy conocíabien a St. Just, parecía tenerle cariño...Marguerite estaba segura de que podía ayudarle.

Chauvelin ya no le prestaba la menor atención.Había pronunciado la cruel fórmula: «O esto o...» y ahora le tocaba decidir a ella. El francésparecía absorto en las emocionantes melodías deOrfeo, y marcaba el ritmo de la música con sucabeza puntiaguda, como de hurón.

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Un discreto golpecito en la puerta interrumpiólas reflexiones de Marguerite. Era sir PercyBlakeney, erguido, somnoliento, afable, con susonrisa a medio camino entre la timidez y lanecedad, que en aquel momento irritó aMarguerite profundamente.

—Esto... tu, coche está afuera, querida —dijo,arrastrando las palabras de una formaexasperante—. Supongo que querrás ir a esedichoso baile... Perdone... esto... monsieurChauvelin... No había reparado en usted...

Tendió dos dedos blancos y delgados haciaChauvelin, que se puso en pie cuando sir Percyentró en el palco.

—¿Vienes, querida?—¡Chist! ¡Chist! —se oyó protestar desde

distintos rincones del teatro.—¡Qué desvergüenza! —comentó sir Percy

con una sonrisa afable.Marguerite suspiró, impaciente. Su última

esperanza acababa de desvanecerse bruscamente.Se puso la capa y, sin mirar a su marido, dijo:«Estoy preparada», al tiempo que se cogía de subrazo. Al llegar a la puerta del palco se dio lavuelta y miró a la cara a Chauvelin, que con suchapeau—bras bajo el brazo y una extraña

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sonrisa rondándole por sus delgados labios, sedisponía a seguir a la mal avenida pareja.

—Es sólo un au revoir, Chauvelin —dijoMarguerite cortésmente—. Nos veremos estanoche en el baile de lord Grenville.

Y, sin duda, el astuto francés leyó en los ojosde la mujer algo que le produjo una profundasatisfacción, pues, sonriendo sarcásticamente,tomó un pellizco de rapé y, después, trassacudirse la corbata de delicado encaje, se frotólas manos delgadas y huesudas, muy animado.

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XI

EL BAILE DE LORD GRENVILLE

El histórico baile ofrecido por el entoncessecretario de Estado para Asuntos Exteriores,lord Grenville, fue el acontecimiento másdestacado del año. A pesar de que la temporadade otoño acababa de empezar, todos los queocupaban un lugar en la alta sociedad trataronpor todos los medios de llegar a Londres atiempo para asistir y lucirse en el baile, cada cualsegún sus posibilidades.

Su Alteza Real el príncipe de Gales habíaprometido asistir, después de que acabara laópera. Lord Grenville había presenciado los dosprimeros actos de Orfeo antes de prepararse pararecibir a sus huéspedes. A las diez, una horainusualmente tardía en aquella época, lossuntuosos salones del edificio del ministerio deAsuntos Exteriores, exquisitamente decoradoscon palmeras y flores exóticas, estaban llenos arebosar. Se había acondicionado una habitaciónpara bailar, y los delicados compases del minuéacompañaban dulcemente la animada charla y laalegre risa de los invitados, numerosos y alegres.

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En una pequeña cámara que daba al últimorellano de la escalera se encontraba eldistinguido anfitrión dando la bienvenida a sushuéspedes. Hombres elegantes, mujereshermosas, personalidades de todos los países deEuropa, desfilaban ante él, intercambiaban lasreverencias y los saludos que imponía laextravagante moda de la época, y a continuación,riendo y charlando, se desperdigaban por elvestíbulo, por el salón de baile y la sala dejuegos.

No lejos de lord Grenville, apoyado sobre unade las consolas, Chauvelin, con su impecabletraje negro, examinaba pausadamente al brillantegrupo. Observó que aún no habían llegado sirPercy y lady Blakeney, y sus ojos pálidos ypenetrantes se clavaban disimuladamente en lapuerta cada vez que aparecía alguien.

Estaba un tanto aislado; no existían muchasposibilidades de que el enviado del gobiernorevolucionario de Francia despertase grandessimpatías en Inglaterra en los días en que habíanempezado a filtrarse desde el otro lado del Canalde la Mancha las noticias de las terriblesmatanzas de septiembre y del Reinado del Terrory la Anarquía.

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Por su misión oficial, sus colegas ingleses lohabían recibido cortésmente; el señor Pitt lehabía estrechado la mano y lord Grenville habíasido su anfitrión en más de una ocasión; pero loscírculos más íntimos de la alta sociedadlondinense no le hacían el menor caso: lasmujeres le volvían la espalda abiertamente y loshombres que no ocupaban puestos oficiales senegaban a estrecharle la mano.

Pero Chauvelin no era hombre al que lepreocuparan este tipo de convenciones sociales,que él consideraba simples incidentes en sucarrera diplomática. Sentía un entusiasmo ciegopor la causa revolucionaria, detestaba lasdesigualdades sociales, y profesaba un amorferviente a su país. Estos tres sentimientos lehacían indiferente a los desaires que recibía enaquella Inglaterra cubierta de niebla, monárquicay anticuada.

Pero, por encima de todo, Chauvelin perseguíaun objetivo concreto. Creía firmemente que losaristócratas franceses eran los peores enemigosde Francia, y hubiera deseado verlos destruidos,a todos y cada uno de ellos; fue una de lasprimeras personas que, durante el espantosoReinado del Terror, formuló el histórico y cruel

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deseo de que «los aristócratas podrían tener unasola cabeza entre todos, para así poder cortarlacon un solo golpe de guillotina». Por eso,consideraba a todo noble francés que habíalogrado escapar de Francia una víctimaarrebatada injustamente a la guillotina. No cabeduda de que, en cuanto conseguían cruzar lafrontera, los émigrés monárquicos hacían todo loposible por despertar la indignación de losextranjeros contra Francia. En Inglaterra, Bélgicay Holanda se preparaban innumerables conjuraspara tratar de convencer a alguna gran potenciade que enviase tropas al París revolucionario,para liberar al rey Luis, y para colgar a losdirigentes sedientos de sangre de aquellamonstruosa república.

No es de extrañar, por tanto, que el romántico ymisterioso Pimpinela Escarlata despertara unprofundo odio en Chauvelin. El y un puñado debribones bajo su mando, bien provistos dedinero, dotados de una osadía ilimitada y de unapenetrante astucia, habían logrado rescatar acientos de aristócratas de Francia. Nuevedécimas partes de los émigrés que agasajaba lacorte inglesa le debían la vida a aquel hombre ysu grupo.

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Chauvelin había jurado a sus colegas de Parísque averiguaría la identidad de aquel inglésentrometido, le tendería una trampa para quefuera a Francia, y entonces... Chauvelin emitióun profundo suspiro de satisfacción ante la solaidea de ver aquella enigmática cabeza cayendobajo la cuchilla de la guillotina, con tantafacilidad como la de cualquier otro hombre.

De repente se produjo un gran alboroto en laescalera, y todas las conversaciones cesaroncuando el mayordomo, que se encontraba fuera,anunció:

—Su Alteza Real, el príncipe de Gales ycomitiva, sir Percy Blakeney, lady Blakeney.

Lord Grenville se dirigió rápidamente a lapuerta para recibir a su importante invitado.

El príncipe de Gales, que llevaba un magníficotraje de terciopelo de color salmón con suntuososbordados en oro, entró con Marguerite Blakeneydel brazo; y a su izquierda iba sir Percy, con susextravagantes ropajes al estilo «Incroyable», elcabello rubio sin empolvar, valiosos encajes encuello y muñecas y el chapeau—bras bajo elbrazo.

Tras las palabras convencionales de cordialbienvenida, lord Grenville dijo a su huésped real:

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—Alteza, ¿me permitís que os presente amonsieur Chauvelin, enviado del gobiernofrancés?

En cuanto entró el príncipe, Chauvelin seadelantó, a la espera de las presentaciones. Hizouna profunda reverencia, y el príncipe ledevolvió el saludo con una brusca inclinación decabeza.

—Monsieur —dijo Su Alteza Real confrialdad—, trataremos de olvidar el gobierno quele ha enviado, y le consideraremos un simplehuésped, un caballero particular de Francia.Como tal, sea usted bienvenido, monsieur.

—Monseñor —replicó Chauvelin, haciendootra reverencia—. Madame —añadió,inclinándose ceremoniosamente ante Marguerite.

—¡Ah, mi querido Chauvelin! —exclamóMarguerite en tono despreocupado y tendiéndolela diminuta mano—. Monsieur y yo somos viejosamigos, Alteza.

—Ah, en ese caso —dijo el príncipe, en estaocasión con gran afabilidad—, sea ustedbienvenido por partida doble.

—Quisiera pedir permiso para presentaros aotra persona, Alteza —terció lord Grenville.

—¿Quién? —preguntó el príncipe.

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—Madame la comtesse de Tournay deBasserive y su familia, que acaban de llegar deFrancia.

—¡Claro que sí! ¡Entonces han sido muyafortunados!

Lord Grenville fue a buscar a la condesa, queestaba sentada en un extremo de la sala.

—¡Qué barbaridad! —susurró Su Alteza Real aMarguerite en cuanto vio la rígida figura de laanciana dama—. ¡Parece la mismísimaencarnación de la virtud y la melancolía!

—Tened en cuenta, Alteza —replicóMarguerite, sonriendo—, que la virtud es comolos aromas delicados: se hacen más fragantescuando se los exprime.

—¡Ay! —suspiró el príncipe—, me temo quela virtud no le sienta nada bien a su encantadorsexo, madame.

—Madame la comtesse de Tournay deBasserive —dijo lord Grenville, presentando a laseñora.

—Es un placer, madame. Como usted sabe, ami real padre le alegra recibir a aquellos de suscompatriotas que la propia Francia ha expulsadode su tierra.

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—Su Alteza Real es muy amable —replicó lacondesa con decorosa dignidad. Después,señalando a su hija, que estaba a su ladotímidamente, añadió—: Mi hija, Suzanne,monseñor.

—¡Ah, encantadora!... ¡Encantadora! —dijo elpríncipe—. Y ahora, condesa, permítame que lepresente a lady Blakeney, que nos honra con suamistad. Estoy seguro de que tendrán ustedesmuchas cosas que contarse. Todo compatriota delady Blakeney es doblemente bienvenido... Susamigos son nuestros amigos... sus enemigos,enemigos de Inglaterra.

Los ojos de Marguerite chispearon de regocijoal oír las amables palabras de su exaltado amigo.La condesa de Tournay, que la había insultadoabiertamente hacía poco, estaba recibiendo unalección en público, y Marguerite no pudo evitaralegrarse. Pero la condesa, para quien el respetoa la realeza equivalía casi a una religión, estabademasiado adiestrada en las normas protocolariascomo para demostrar el menor indicio deturbación cuando las dos damas se saludaronceremoniosamente.

—Su Alteza Real es muy amable, madame —dijo Marguerite, coquetamente, con un destello

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de malicia en sus chispeantes ojos azules—, peroen este caso no es necesaria su amistosamediación... Aún guardo en mi memoria elagradable recuerdo del encantador recibimientoque me dispensó usted la última vez que nosvimos.

—Madame, nosotros, los pobres, exilados,demostramos nuestra gratitud a Inglaterraacatando los deseos de monseñor —replicó lacondesa en tono glacial.

—¡Madame! —dijo Marguerite, con otraceremoniosa reverencia.

—Madame —replicó la condesa con igualdignidad.

Mientras tanto, el príncipe decía unas palabrasamables al joven vizconde.

—Me alegro de conocerle, monsieur levicomte. Conocí a su padre cuando eraembajador en Londres.

—¡Ah, monseñor! —replicó el vizconde—.Entonces yo era muy niño... y ahora le debo elhonor de este encuentro a nuestro protector,Pimpinela Escarlata.

—¡Chist! —exclamó el príncipeapresuradamente, muy serio, señalando aChauvelin, que en el transcurso de esta escena se

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había mantenido un poco apartado, observando aMarguerite y la condesa con una sonrisillasarcástica y burlona asomando a sus delgadoslabios.

—Por favor, monseñor —dijo, como sirespondiera directamente al desafío delpríncipe—. Os ruego que no impidáis que estecaballero demuestre su gratitud. Conozco muybien esa florecita roja... y Francia también.

El príncipe lo miró fijamente unos momentos.—En ese caso, monsieur —dijo—, es posible

que sepa usted más que nosotros sobre nuestrohéroe nacional... Acaso sepa quién es... ¡Mire! —añadió, volviéndose hacia los diversos gruposque se habían formado en el salón—. Las damasestán pendientes de sus labios... Se haría ustedmuy famoso entre el bello sexo si satisfaciera sucuriosidad.

—¡Ah, monseñor! —dijo Chauvelin,expresivamente—, en Francia corre el rumor deque Su Alteza podría dar la mejor informaciónsobre esa enigmática flor silvestre!

Al pronunciar estas palabras dirigió una miradarápida y penetrante a Marguerite; pero lamuchacha no reveló la menor emoción, y sus

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ojos se encontraron con los de Chauvelin sinningún temor.

—¡Imposible! —dijo el príncipe—. Mis labiosestán sellados, y los miembros de la Ligaguardan celosamente el secreto de la identidad desu jefe... Por eso, sus adoradores tienen queconformarse con venerar a una sombra. Aquí enInglaterra —añadió con dignidad y encanto a untiempo—, sólo con mencionar el nombre dePimpinela Escarlata se ruborizan de entusiasmolas mejillas más hermosas. Nadie lo ha vistojamás, a excepción de sus fieles colaboradores.No sabemos si es alto o bajo, rubio o moreno,apuesto o mal formado; pero sí sabemos que esel hombre más valiente del mundo, y todos nossentimos un poco orgullosos, monsieur, alrecordar que es inglés.

—Ah, monsieur —terció Marguerite, mirandocasi con aire desafiante al rostro plácido, comode esfinge, del francés—, Su Alteza Real deberíaañadir que las señoras lo consideramos un héroede tiempos antiguos... Lo adoramos... Llevamosun distintivo con su nombre... Temblamos demiedo cuando se encuentra en peligro, y nosregocijamos cuando consigue una victoria.

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Chauvelin se limitó a inclinar la cabezacortésmente ante el príncipe y Marguerite; peropensó que la intención de ambos al pronunciaraquellas palabras —cada uno a su manera—había sido mostrarle desprecio o intentarprovocarle. Detestaba al príncipe, amante de losplaceres y ocioso; a la hermosa mujer quellevaba en su cabellera dorada un ramillete derubíes y diamantes en forma de florecillas rojas,la tenía en un puño: podía permitirse el lujo deguardar silencio y quedar a la espera de losacontecimientos.

Una carcajada prolongada, jovial y neciarompió el silencio que había descendido sobretodos.

—Y nosotros, los pobres maridos —dijoalborozadamente sir Percy con su habitual tonoafectado—, tenemos que aguantar que ellasadoren a una sombra absurda.

Todos se echaron a reír, el príncipe más fuerteque nadie. Se suavizó la tensión de la excitacióncontenida, y al momento siguiente todo el mundocharlaba y reía alegremente, mientras el animadogrupo se deshacía y se dispersaba por lashabitaciones contiguas.

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XII

EL TROCITO DE PAPEL

Marguerite sufría intensamente. Aunque reía ycharlaba, aunque era objeto de más admiración ymás atenciones que ninguna de las mujeres quehabían asistido a la fiesta, se sentía como siestuviera condenada a muerte y viviera el últimodía en este mundo.

Sus nervios se encontraban en un estado dedolorosa tensión, que se había multiplicado porcien en el transcurso del breve rato, apenas unahora, que había pasado en compañía de sumarido entre la ópera y el baile. Aquel débil rayode esperanza —encontrar en un individuoperezoso y afable un amigo y consejerovalioso— se desvaneció con la misma rapidezcon que había llegado, en el preciso instante enque se vio a solas con él. El mismo sentimientode amable desprecio que se experimenta por unanimal o un sirviente fiel le hizo apartarse conuna sonrisa del hombre que hubiera debido ser suapoyo moral en la angustiosa crisis queatravesaba; que hubiera debido ser consejero fríoy objetivo cuando los sentimientos y el cariño

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femeninos la arrastraban de un extremo a otro,dividiéndola entre el amor hacia su hermano, quese encontraba lejos y en peligro de muerte, y elhorror ante el terrible servicio que Chauvelin laobligaba a prestar a cambio de la seguridad deArmand.

Allí estaba él, el apoyo moral, el consejero fríoy objetivo, rodeado por un grupo de jóvenespetimetres, descerebrados y necios, que serepetían unos a otros, dando muestras deencontrarlo muy divertido, unos versitos queacababa de inventar.

Marguerite oía aquellas palabras ridículas yabsurdas por todas partes; al parecer, la gente notenía otra cosa de qué hablar. Incluso el príncipele había preguntado, riendo, qué le habíaparecido la última obra poética de su marido.

—Lo hice mientras me anudaba la corbata —había dicho sir Percy a su cohorte deadmiradores.

Lo buscan por aquí, lo buscan por allá, losmalditos franceses lo buscan sin cesar.

Nadie sabe dónde está; parece cosa de magia.¿Dónde se habrá metido el Pimpinela

Escarlata?

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La bon mot de sir Percy rodaba por losbrillantes salones. El príncipe estaba encantado.Aseguraba que, sin Blakeney, la vida sería undesierto de aburrimiento. Cogiéndole del brazo,lo llevó a la sala de juegos, donde se enzarzaronen una prolongada partida de dados.

Sir Percy, cuyo mayor interés en las reunionessociales parecía centrarse en la mesa de juego,normalmente permitía a su esposa quecoqueteara, bailara, se divirtiera o se aburriesecuanto quisiera. Y aquella noche, tras recitar subon mot, dejó a Marguerite rodeada de unamultitud de admiradores de todas las edades,deseosos y encantados de ayudarla a olvidar queen el espacioso salón había un ser alto y perezosoque había cometido la estupidez de creer que lamujer más inteligente de Europa se avendría aaceptar los prosaicos vínculos del matrimonioinglés.

Sus nervios sobreexcitados, la agitación ypreocupación prestaban a la hermosa MargueriteBlakeney aún mayor encanto: escoltada por unaauténtica bandada de hombres de todas lasedades y nacionalidades, provocaba múltiplesexclamaciones de admiración a su paso.

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No estaba dispuesta a seguir pensando. Sueducación, un tanto bohemia desde su más tiernaedad, la había hecho fatalista. Pensaba que losacontecimientos se desarrollarían por sí solos,que no estaba en sus manos dirigirlos. Sabía queno podía esperar misericordia de Chauvelin.Aquel hombre había puesto precio a la cabeza deArmand, y había dejado que ella tomara ladecisión de pagarlo o no.

Más adelante vio a sir Andrew Ffoulkes y lordAntony Dewhurst, que al parecer acababan dellegar. Observó que sir Andrew se dirigíainmediatamente al encuentro de la pequeñaSuzanne de Tournay, y que al cabo de pocotiempo los dos jóvenes se las ingeniaban paraquedarse a solas en el mullido alféizar de unaventana, para mantener una larga conversación,de la que ambos parecieron disfrutar.

Los dos hombres tenían mal aspecto yexpresión preocupada, pero iban impecablementevestidos, y su cortés actitud no dejaba entrever elmenor indicio de la terrible catástrofe que secernía sobre ellos mismos y sobre su jefe.

Marguerite adivinó que la Liga de la PimpinelaEscarlata no tenía la menor intención deabandonar su causa al observar a Suzanne, que

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declaraba abiertamente que su madre y ellatenían la absoluta certeza de que la Ligarescataría al conde de Tournay en el transcursode los próximos días. Marguerite se preguntó deuna forma vaga, contemplando a la brillantemultitud del salón de baile alegrementeiluminado, cuál de aquellos hombres distinguidosque la rodeaban sería el misterioso PimpinelaEscarlata, el cerebro de tan arriesgados planes,que tenía en sus manos el destino de vidas muyvaliosas.

La invadió una curiosidad irrefrenable porconocerle, aunque llevaba meses oyendo hablarde él y habían aceptado su anonimato comotodos los demás miembros de la alta sociedad;pero en esos momentos ansiaba saberlo —dejando aparte a Armand y, desde luego, aChauvelin—, únicamente por ella misma, por laentusiasta admiración que siempre le habíaninspirado su valentía y su astucia.

Naturalmente, que se encontraba en el bailesaltaba a la vista, pues sir Andrew Ffoulkes ylord Antony Dewhurst esperaban reunirse con sujefe, y quizá que les diera una nueva motd’ordre.

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Marguerite miró a todos, a los aristocráticosrostros normandos, a los sajones de cabello rubioy mandíbula cuadrada, a la casta de los celtas,más suave y gentil, y pensó cuál de ellos dabamuestras de la fuerza, el valor y la astucia que lehabía permitido imponer su voluntad y sujefatura sobre varios caballeros ingleses de buenacuna, entre los que se corría el rumor de que eraSu Alteza Real.

¿Sir Andrew Ffoulkes? Seguro que no, con susdulces ojos azules, que miraban tiernos yanhelantes a la pequeña Suzanne, a quien susevera madre había apartado de aquel placenterotête—a—tête. Marguerite le vio cruzar lahabitación y quedarse solitario y perdido tras ladesaparición de la delicada figura de Suzanneentre la multitud.

Le siguió con la mirada mientras se dirigíahacia la puerta, que daba a una pequeña cámara;después el caballero se detuvo y se apoyó en eldintel, mirando ansiosamente a su alrededor.

Marguerite logró deshacersemomentáneamente de su atento acompañante, y,esquivando los grupos, se dirigió hacia la puertaen la que se apoyaba sir Andrew. No hubierasabido decir por qué deseaba estar cerca de él;

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quizá la empujaba una fatalidad todopoderosa,que tantas veces parece dominar el destino de loshombres.

De repente se detuvo; sintió como si se leparara el corazón; sus ojos, grandes y brillantes,se clavaron unos momentos en aquella puerta, yse apartaron de ella con la misma rapidez. SirAndrew seguía en el umbral, con la mismaactitud lánguida, pero Marguerite había visto contoda claridad que lord Hastings —uno de losjóvenes amigos de su marido que tambiénformaba parte de la pandilla del príncipe— lehabía deslizado algo en la mano al pasar casirozándole.

Marguerite continuó inmóvil, observando unosmomentos, apenas un instante, e inmediatamenteprosiguió su camino hacia la puerta por la queacababa de desaparecer sir Andrew, simulandodespreocupación de una forma admirable, peroapretando el paso.

Desde el momento en que Marguerite vio a sirAndrew apoyado en el dintel de la puerta hastaque le siguió hasta la pequeña cámara que habíadetrás transcurrió menos de un minuto. Eldestino suele ser veloz cuando se prepara paraasestar un golpe.

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Lady Blakeney dejó de existir bruscamente.Era Marguerite St. Just quien estaba allí;Marguerite St. Just, que había pasado su infanciay los primeros años de su juventud en los brazosprotectores de su hermano Armand. Olvidó todolo demás: su rango, su dignidad, su entusiasmosecreto, todo salvo que la vida de Armand corríapeligro, y que allí, a poco más de cinco metros dedonde ella estaba, en la pequeña cámara desierta,podía encontrarse el talismán que salvaría a suhermano, en manos de sir Andrew.

Apenas transcurrieron treinta segundos entre elmomento en que lord Hastings deslizara elmisterioso «algo» en la mano de sir Andrew y elmomento en que Marguerite llegó a la habitaciónvacía. Sir Andrew estaba de espaldas a ella, juntoa una mesa sobre la que se apoyaba un enormecandelabro de plata. El joven tenía un papel en lamano, y cuando entró Marguerite lo sorprendióintentando descifrar su contenido.

Silenciosa, sin que su ceñido traje hiciera elmenor ruido al rozar la gruesa alfombra, sinatreverse a respirar hasta haber cumplido supropósito, Marguerite se acercó a sir Andrew...En ese momento él se dio la vuelta y la vio;

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Marguerite emitió un gemido, se pasó la manopor la frente, y murmuró débilmente:

—En esa habitación hace un calor espantoso...Estoy mareada... ¡Ah!...

Se tambaleó como si fuera a desplomarse, y sirAndrew, recuperándose rápidamente, arrugó lapequeña nota que estaba leyendo con la mano yllegó justo a tiempo de prestarle ayuda.

—¿Se siente mal, lady Blakeney? —preguntómuy preocupado—. Permítame que...

—No, no es nada... —le interrumpióinmediatamente—. Una silla...

Se desplomó en una silla que había junto a lamesa, y echando hacia atrás la cabeza, cerró losojos.

—¡Bueno! —exclamó, aún débilmente—, seme está pasando el mareo... No se preocupe pormí, sir Andrew; le aseguro que ya me sientomejor.

En momentos así, no cabe duda —y lospsicólogos insisten en ello— de que se pone enfuncionamiento un sentido que no tiene nada quever con los otros cinco; no es que veamos, ni queoigamos o toquemos, sino que parece como sihiciéramos las tres cosas a la vez. Margueriteestaba sentada con los ojos cerrados. Sir Andrew

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se encontraba justo detrás de ella, y a la derechaestaba la mesa con el candelabro de cinco brazos.La única visión que ocupaba la mente deMarguerite era la cara de Armand. Armand, cuyavida corría peligro inminente, y que parecíamirarla desde un fondo en que sobresalíaborrosamente la multitud enfurecida de París, lasparedes desnudas del Tribunal de SeguridadPública, con Foucquier—Tinville, el acusadorpúblico, exigiendo la vida de Armand en nombredel pueblo de Francia, y la siniestra guillotinacon su cuchilla manchada esperando otravíctima... ¡Armand!

El silencio fue absoluto durante unosmomentos en la pequeña cámara. Las dulcesnotas de la gavota, el frufrú de los ricos vestidos,la charla y las risas de la alegre multitud delbrillante salón de baile servían de extrañoacompañamiento a la tragedia que serepresentaba en aquella habitación.

Sir Andrew no había pronunciado ni unapalabra. De repente, el sexto sentido deMarguerite Blakeney empezó a actuar confuerza. No veía, pues tenía los ojos cerrados; nooía, pues el ruido del salón de baile ahogaba elsuave susurro de aquel papel decisivo; sin

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embargo, sabía, como si lo hubiera visto y oído,que sir Andrew estaba quemando la nota a lallama de una de las velas.

En el preciso instante en que prendió, abrió losojos, levantó la mano, y delicadamente, con dosdedos, arrebató el papel ardiente al joven.Después apagó la llama, y se acercó el papel a lanariz con toda naturalidad.

—Qué detalle, sir Andrew —dijo—.Seguramente fue su abuela quien le enseñó queel olor del papel quemado es un remedioextraordinario para el mareo.

Suspiró con satisfacción, sujetando el papelcon fuerza entre sus dedos enjoyados, el talismánque tal vez salvaría la vida de su hermanoArmand. Sir Andrew la miraba, demasiadoperplejo para comprender lo que realmente habíapasado; le había cogido tan desprevenido, queparecía incapaz de entender el hecho de que deltrozo de papel que Marguerite sujetaba con sudelicada mano quizá dependiera la vida de sucamarada.

Marguerite se echó a reír.—¿Por qué me mira así? —preguntó

coquetamente—. Le aseguro que me sientomucho mejor: su remedio ha resultado muy

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eficaz. En esta habitación hace fresco —añadió,con tranquilidad—, y el sonido de la gavota delsalón de baile es fascinante y calma los nervios.

Siguió charlando despreocupada yamigablemente, mientras sir Andrew,desesperado, se rompía la cabeza intentandoencontrar el método más rápido para arrebatarleel papel a aquella hermosa mujer. En su mente seagolparon pensamientos vagos y tumultuosos: derepente recordó la nacionalidad de Marguerite y,lo peor de todo, se acordó de la terrible historiaque se contaba sobre el marqués de St. Cyr, quenadie había creído en Inglaterra por la reputaciónde sir Percy y de la propia lady Blakeney.

—¿Qué? ¿Aún sigue soñando? —dijoMarguerite, con una alegre carcajada—. ¡Quépoco galante es usted, sir Andrew! Y, ahora quelo pienso, me dio la impresión de que se asustó alverme hace un momento en lugar de alegrarse.Después de todo, creo que no ha quemado esetrocito de papel porque estuviera preocupado pormi salud, ni que su abuela le haya enseñado eseremedio... Juraría que lo que intentaba destruirera la última carta de amor de su dama. Vamos,confiéselo —añadió, levantando juguetonamente

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el papel—, ¿qué es lo que contiene? ¿Unultimátum o una oferta de acabar como amigos?

—Sea lo que sea, lady Blakeney —dijo sirAndrew, que empezaba a recuperar el aplomo—,no cabe duda de que esta nota es mía, y...

Sin importarle que aquel acto se considerase demala educación para con una dama, el joven seabalanzó hacia ella para arrebatársela; pero lamente de Marguerite fue más rápida que la deljoven; su actuación, bajo la presión de laprofunda excitación, más veloz y decidida. Lamuchacha era alta y fuerte; retrocedió y derribóla mesita Sheraton, que se encontraba enposición inestable, y que cayó con estrépito,junto al enorme candelabro.

Marguerite gritó, asustada.—¡Las velas, sir Andrew...! ¡Deprisa!Apenas ocurrió nada: una o dos velas se

apagaron al caer el candelabro; otras derramaronun poco de cera sobre la costosa alfombra; otraprendió en la pantalla de papel que la cubría. SirAndrew apagó las llamas con rapidez y habilidady volvió a colocar el candelabro sobre la mesa;pero en realizar esta operación tardó variossegundos, segundos que bastaron a Margueritepara lanzar una rápida ojeada al papel y leer su

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contenido —una docena de palabras escritas conla misma caligrafía deformada que ya había vistoen otra ocasión, rubricadas con el mismo dibujouna flor en forma de estrella en tinta roja.

Cuando sir Andrew volvió a mirarla, lo únicoque vio en su rostro fue preocupación por elaccidente que acababa de ocurrir y alivio por sufeliz conclusión. La nota, tan pequeña comodecisiva, se había deslizado hasta el suelo. Eljoven se apresuró a recogerla, y cuando susdedos se cerraron con fuerza sobre ella, en surostro apareció una expresión de enorme alivio.

—¿No le da vergüenza estar haciendo estragosen el corazón de una duquesa impresionablemientras conquista el afecto de mi pequeñaSuzanne, sir Andrew? —dijo Marguerite,moviendo la cabeza con un suspiro decoquetería—. ¡Vaya, vaya! Estoy convencida deque ha sido el mismísimo Cupido quien se hapuesto a su lado para amenazar al ministerio deAsuntos Exteriores con un incendio y obligarmea tirar ese mensaje de amor antes de que lomancillaran mis ojos indiscretos. ¡Y pensar quecon un momento más hubiera podido enterarmede los secretos de una duquesa pecadora!

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—¿Me permite que reanude la interesanteactividad que usted ha interrumpido, ladyBlakeney? —dijo sir Andrew, con la mismacalma que demostraba Marguerite.

—¡Claro que sí, sir Andrew! ¡Por nada delmundo osaría estorbar los planes del dios delamor una vez más! Quizá desencadenaría sobresí un terrible castigo por mi atrevimiento.¡Adelante, siga quemando su prenda de amor!

Sir Andrew ya había formado una larga pajuelaretorciendo el papel y lo había colocado a lallama de la vela que no se había pagado. Noreparó en la extraña sonrisa dibujada en el rostrode su hermosa contrincante, tan absorto estaba enla tarea de destruirlo. De haberla notado, quizá sehubiera borrado de su rostro la expresión dealivio. Contempló la fatídica nota mientras serizaba bajo la llama. Al cabo de unos segundoscayó al suelo el último fragmento, y aplastó lascenizas con el pie.

—Y bien, sir Andrew —dijo MargueriteBlakeney, con la coquetería y el aplomo que lacaracterizaban—, ¿se atreve a despertar los celosde su dama invitándome a bailar el minué?

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XIII

O ESO O…

Las pocas palabras que Marguerite Blakeneylogró descifrar en el trozo de papel medioquemado parecían literalmente las palabras deldestino. «Parto mañana...». Esto se podía leercon claridad, y el resto era una manchaproducida por el humo de la vela, que habíaborrado las siguientes palabras; pero en la parteinferior de la nota había otra frase, queMarguerite conservó grabada en su mente contoda exactitud, como si fueran letras grabadas afuego. «Si desea hablar conmigo otra vez, estaréen el comedor a la una en punto». La nota ibafirmada con un dibujito realizadoapresuradamente, la florecilla en forma deestrella que ya le resultaba familiar.

¡A la una en punto! Iban a dar las once y en elsalón bailaban el último minué, con sir AndrewFfoulkes y la bella lady Blakeney dirigiendo loscomplejos y delicados movimientos de las demásparejas.

¡Iban a dar las once! Las manecillas delhermoso reloj de estilo Luis XV, con su soporte

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de oro, parecían deslizarse con una velocidadenloquecedora. Dos horas más, y su propia suertey la de Armand quedarían selladas. Al cabo deesas dos horas tendría que decidir entre guardaren secreto la información que con tanta astuciahabía obtenido, y dejar a su hermano en manosdel destino que le aguardaba, o traicionarvoluntariamente a un hombre valiente quededicaba su vida a sus semejantes, que era noble,generoso y que, por encima de todo, estabadesprevenido. Hacerlo le parecía algo espantoso,pero, ¿y Armand? También su hermano era nobley valiente. Y además, él la amaba, le hubieraconfiado su vida de buena gana, y ahora quepodía salvarlo, Marguerite vacilaba. ¡Ah, eramonstruoso! Los ojos de Armand, en aquel rostrodulce y cariñoso, tan lleno de amor por ella,parecían mirarla con reproche. «Hubieras podidosalvarme, Margot», le decían, «pero haspreferido la vida de un extraño, de un hombreque no conoces, al que no has visto jamás. Hasdecidido que sea él quien se salve, y a mí meenvías a la guillotina. »

Estos pensamientos contrapuestos se debatíanen la mente de Marguerite mientras, con unasonrisa en los labios, se deslizaba entre los

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elegantes laberintos del minué. Con ese sextosentido que le caracterizaba, observó que habíalogrado borrar por completo los temores de sirAndrew. Se había dominado a la perfección; enaquel momento, y mientras duró el minué,interpretó su papel con mayor brillantez quecuando actuaba en el escenario de la ComédieFrançaise; pero en aquellos tiempos la vida de suhermano no dependía de su talento histriónico.

Como era demasiado inteligente para excederseen la interpretación, no volvió a hacer ningunaalusión al presunto billet doux que había sido lacausa de los cinco minutos de angustia que habíavivido sir Andrew Ffoulkes. Marguerite vio quela inquietud del joven se derretía bajo suresplandeciente sonrisa, y al poco comprendióque, cualesquiera que fueran las dudas quehubiera albergado en su momento, cuandotocaron los últimos compases del minué sehabían desvanecido por completo. Sir Andrewnunca llegó a saber de la febril excitación queexperimentó Marguerite, de los esfuerzos quetuvo que hacer para mantener sin interrupciónuna conversación banal y animada.

Cuando acabó el minué, le pidió a sir Andrewque la acompañara a la habitación contigua.

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—He prometido a Su Alteza Real que cenaríacon él —dijo—, pero antes de despedirnos,dígame una cosa... ¿Me ha perdonado?

—¿Que si la he perdonado?—¡Sí! Confiese que acabo de darle un susto

tremendo, pero recuerde que yo no soy inglesa, yque para mí, intercambiar billets doux no es undelito. Le juro que no se lo contaré a la pequeñaSuzanne. Pero, dígame, ¿asistirá usted al partidode críquet que se celebrará en mi casa elmiércoles próximo?

—No puedo decírselo con seguridad, ladyBlakeney —respondió el joven evasivamente—.Es posible que tenga que marcharme de Londresmañana.

—En su lugar, yo no lo haría —replicóMarguerite. Después, al ver que en los ojos deljoven volvía a aparecer una expresión deinquietud, añadió alegremente—: Nadie lanza lapelota tan bien como usted, sir Andrew, y leecharemos en falta en la pista.

Sir Andrew la había acompañado hasta la salacontigua, en la que Su Alteza Real ya esperaba ala hermosa lady Blakeney.

—La cena está lista, madame —dijo elpríncipe, ofreciendo el brazo a Marguerite—, y

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estoy lleno de esperanzas. Puesto que la diosa dela Fortuna me ha mirado con tan malos ojos,confío en que la diosa de la Belleza me prodiguesus sonrisas.

—¿Su Alteza ha tenido mala suerte en lascartas? —preguntó Marguerite, cogiendo alpríncipe del brazo.

—¡Sí! Muy mala suerte. Blakeney, noconformándose con ser el súbdito más rico de mipadre, tiene además una suerte envidiable. Porcierto, ¿dónde se ha metido ese genioinigualable? Le juro, señora, que esta vida seríaun desierto insoportable sin las sonrisas de ustedy las ocurrencias de su marido.

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XIV

¡A LA UNA EN PUNTO!

La cena transcurrió en medio de una grananimación. Todos los comensales comentaronque lady Blakeney jamás había estado tanadorable ni aquel «maldito imbécil» de sir Percytan divertido.

Su Alteza Real rió hasta que las lágrimas lerodaron por las mejillas con las ocurrenciasestúpidas pero graciosas de Blakeney. Cantaronsus versos ramplones: «Lo buscan por aquí, lobuscan por allá...» con la melodía de «¡Adelante,felices britanos!», y con el acompañamiento delchocar de vasos contra la mesa. Además, lordGrenville tenía un cocinero fantástico; según lasmalas lenguas, se trataba de un vástago de laantigua noblesse francesa, que, tras haberperdido su fortuna, había ido a buscarla en lacuisine del ministerio de Asuntos Exterioresbritánico.

Marguerite Blakeney dio muestras de su granbrillantez y, sin duda, ni un solo comensal delabarrotado comedor llegó siquiera a sospechar laterrible lucha que libraba su corazón.

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El reloj continuaba con su tictac implacable.Ya era más de medianoche, e incluso el príncipede Gales deseaba abandonar la mesa. En eltranscurso de la siguiente media hora sedilucidaría el destino de dos hombres valientes:el del hermano amado y el del héroedesconocido.

Marguerite no había intentado ver a Chauvelindurante la pasada hora; sabía que sus ojospenetrantes, zorrunos, la aterrorizaríaninmediatamente, y que inclinarían la balanza desu decisión en favor de Armand. Mientras no loviera, en lo más profundo de su ser aún podríaalbergar una esperanza vaga e indefinida de queocurriera «algo», algo importante, decisivo, quemarcase época, y que librase sus hombrosjóvenes y frágiles de la terrible carga de aquellaresponsabilidad, de tener que elegir entre tancrueles alternativas.

Pero los minutos pasaban con la monotonía queinvariablemente asumen cuando nuestros nerviosse destrozan con su incesante tictac.

Después de la cena se reanudó el baile. SuAlteza Real se marchó, y los invitados de mayoredad empezaron a seguir su ejemplo. Los jóvenes

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eran inagotables y acometieron otra gavota, queocuparía el siguiente cuarto de hora.

Marguerite no se sentía con ánimos para seguirbailando; incluso el más férreo autocontrol tieneun límite. Escoltada por un ministro del gabinete,se dirigió una vez más a la pequeña cámara, queseguía siendo la habitación más tranquila. Sabíaque Chauvelin debía estar esperándolaimpaciente en alguna parte, dispuesto aaprovechar la primera oportunidad de un tête—á—tête. Sus ojos se habían encontrado unosinstantes tras el minué anterior a la cena, yMarguerite sabía que el astuto diplomático, consus ojos pálidos y penetrantes, había adivinadoque había llevado a cabo su tarea.

Así lo había dispuesto el destino. Marguerite,desgarrada por el más terrible conflicto quepuede conocer el corazón de una mujer, se habíadoblegado a su mandato. Pero tenía que salvar aArmand de cualquier precio; él era lo primero,pues era su hermano, y había sido madre, padre yamigo desde que, siendo una criatura, murieronsus padres. Pensar en que Armand muriera comoun traidor en la guillotina resultaba demasiadoespantoso; era sencillamente imposible. No podíaocurrir... jamás... jamás. En cuanto al

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desconocido, al héroe... ¡En fin, que decidiera eldestino! Marguerite rescataría la vida de suhermano de las manos del despiadado enemigo, ydespués, el astuto Pimpinela Escarlata sabríaingeniárselas él solo.

Quizás, de una forma vaga, Margueriteesperaba que el osado conspirador que llevabatantos meses despistando a un verdadero ejércitode espías, lograría burlar a Chauvelin y salir ilesodel trance.

Pensaba en todo esto mientras escuchaba elingenioso discurso del ministro del Gabinete,que, sin duda, creía haber encontrado en ladyBlakeney un excelente público. De repente,Marguerite vio la zorruna cara de Chauvelinasomando entre las cortinas de la puerta.

—Lord Fancourt —le dijo al ministro—,¿podría hacerme usted un favor?

—Estoy a su entera disposición, señoría —contestó lord Fancourt con galantería.

—¿Le importaría ir a ver si mi marido sigueaún en la sala de juego? Si está allí, ¿querríadecirle que estoy muy cansada y que me gustaríavolver a casa pronto?

Cualquier humano acata las órdenes de unamujer hermosa, incluso los ministros del

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Gabinete, y lord Fancourt se dispuso a obedecerinmediatamente.

—No quisiera dejar sola a su señoría —dijo.—No se preocupe. Aquí estaré bien, y espero

que nadie me moleste... pero la verdad es que meencuentro muy cansada. Sir Percy conducirá elcoche hasta Richmond. Es un viaje muy largo, ycomo no iremos deprisa, no llegaremos a casahasta el alba.

A lord Fancourt no le quedó más remedio quemarcharse.

En el momento en que desapareció, Chauvelinse deslizó en la habitación y se acercó a ladyBlakeney, tranquilo e impasible.

—¿Tiene alguna noticia que comunicarme? —preguntó.

Marguerite experimentó la sensación de que unvelo de hielo le cubría repentinamente loshombros; aunque sus mejillas ardían, seestremeció. ¡Oh, Armand; jamás sabrás elterrible sacrificio de orgullo y dignidad que unahermana que te adora va a hacer por ti!

—Nada importante —contestó clavando lamirada al frente mecánicamente—, pero podríaser una pista. He conseguido —no importacómo— sorprender a sir Andrew Ffoulkes en el

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preciso momento en que quemaba un papel conuna de esas velas, en esta habitación. Tuve elpapel en mis manos un par de minutos, y pudever lo que había escrito él.

—¿Le dio tiempo a leer lo que decía? —preguntó Chauvelin en voz baja.

Marguerite asintió, y prosiguió, con el mismotono monótono y mecánico:

—En una esquina de la nota vi el dibujo desiempre, una florecita en forma de estrella.Encima distinguí dos renglones, porque lo demáshabía quedado ennegrecido por las llamas.

—¿Y qué decían esos dos renglones?Marguerite sintió como si se le contrajera la

garganta. Durante unos instantes pensó que nosería capaz de pronunciar las palabras quepodrían condenar a muerte a un hombre valiente.

—Es una suerte que no se destruyera todo elpapel —añadió Chauvelin, sarcásticamente—,porque en ese caso, las cosas no le habrían salidodemasiado bien a Armand St. Just. ¿Qué decíanesos dos renglones, ciudadana?

—Uno decía: «Parto mañana» —contestóMarguerite pausadamente—. El otro: «Si deseanhablar conmigo otra vez estaré en el comedor ala una en punto».

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Chauvelin miró el reloj que había encima de larepisa de la chimenea.

—Entonces, tengo tiempo de sobra —dijotranquilamente.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Marguerite.Estaba pálida como una estatua; tenía las

manos frías como el hielo, la cabeza y el corazónle latían con fuerza a causa de la terrible tensiónnerviosa. ¡Qué cruel era todo aquello, quéterriblemente cruel! ¿Qué había hecho ella paramerecerlo? Ya había tomado su decisión: ¿habíacometido una acción ruin o sublime? Sólo elángel encargado de dejar constancia de nuestrosactos en el libro de oro tenía la respuesta.

—¿Qué piensa hacer? —repitiómecánicamente.

—De momento, nada. Después, depende.—¿Depende de qué?—De a quién vea en el comedor a la una en

punto.—Verá a Pimpinela Escarlata, lógicamente.

Pero usted no lo conoce.—No, pero entonces lo conoceré.—Sir Andrew le habrá prevenido.—No lo creo. Cuando se separó de él después

del minué se quedó observándola unos

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momentos de una forma que me hizocomprender que algo había ocurrido entreustedes dos. Es natural que yo adivinara en quéconsistía ese «algo», ¿no? A continuación iniciéuna larga y animada conversación con esecaballero —hablamos del gran éxito que haobtenido Herr Glück en Londres—, hasta elmomento en que una dama solicitó su brazo paraque la acompañara a la mesa.

—¿Y después?—No le perdí de vista durante toda la cena.

Cuando volvimos a subir, lady Portarles loabordó y se pusieron a hablar de la hermosamademoiselle Suzanne de Tournay. Yo sabía quesir Andrew no se movería del sitio hasta que ladyPortarles agotara el tema de conversación, cosaque no ocurriría hasta que transcurriera al menosun cuarto de hora, y ahora es la una menos cinco.

Chauvelin se dispuso a marcharse y se acercó ala puerta donde, tras correr las cortinas, se detuvounos instantes para señalar a Marguerite la lejanafigura de sir Andrew Ffoulkes, que hablabaanimadamente con lady Portarles.

—Creo que no cabe duda de que encontraré ala persona que estoy buscando en el comedor, míhermosa dama —dijo Chauvelin con una sonrisa.

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—Quizá haya más de una.—Cuando el reloj dé la una, quienquiera que se

encuentre allí estará vigilado por uno de mishombres, y uno, o dos, o quizá tres de los allípresentes partirá mañana para Francia. Uno deellos tiene que ser Pimpinela Escarlata.

—Sí, pero...—Yo también partiré mañana para Francia, mi

hermosa dama. Los documentos que seencontraron en Dover al registrar a sir AndrewFfoulkes hablan de una posada en las cercaníasde Calais llamada Le Chat Gris que yo conozcomuy bien, y de un lugar apartado de la costa, lacabaña del Pére Blanchard, que intentaréencontrar. Es en estos lugares donde ese inglésentrometido ha escondido al traidor de Tournay ya algunas personas más para que vayan abuscarlos allí sus emisarios. Pero, al parecer, hadecidido no enviar a nadie y partir mañana élsolo. Pues bien, una de las personas a las queveré esta noche en el comedor irá a Calais, y yola seguiré, hasta que descubra el punto en queesos aristócratas fugitivos le estarán esperando;pues dicha persona, mi querida señora, será elhombre que llevo buscando desde hace casi unaño, el hombre cuyas fuerzas han superado a las

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mías, cuyo ingenio me ha confundido, cuyaaudacia me tiene perplejo... ¡Sí! A mí, que hevisto más de un truco y más de dos a lo largo demi vida... el misterioso y escurridizo PimpinelaEscarlata.

—¿Y Armand? —preguntó Marguerite en tonosuplicante.

—¿Acaso he dejado de cumplir alguna vez mipalabra? Le prometo que el día que PimpinelaEscarlata y yo partamos hacia Francia, le enviaréesa carta imprudente por mediación de unmensajero especial. Aún más, le prometo por elhonor de Francia que el día que le eche el guantea ese inglés entrometido, St. Just estará enInglaterra, sano y salvo y en los brazos de suencantadora hermana.

Y con una profunda y aparatosa reverencia,Chauvelin abandonó silenciosamente lahabitación, no sin antes mirar de nuevo el reloj.

Marguerite experimentó la sensación de que, apesar del ruido, del estruendo de la música, elbaile y las risas, distinguía el andar felino deChauvelin deslizándose por los enormes salones:de que le oía descender la impresionanteescalera, llegar al comedor y abrir la puerta. ElDestino había decidido por ella, la había hecho

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hablar, la había obligado a cometer un acto vil yabominable, para salvar al hermano al que tantoamaba. Se reclinó en la silla, pasiva e inmóvil,con la imagen de su implacable enemigo aúnante sus ojos doloridos.

Cuando Chauvelin llegó al comedor, laestancia se encontraba completamente vacía.Tenía ese aspecto de abandono y oropel desoladoque recuerda a un vestido de baile al díasiguiente de la fiesta. La mesa estaba cubierta decopas medio vacías, había servilletasdesdobladas por todas partes, las sillas —vueltasunas hacia otras en grupos de dos y tres—parecían asientos de fantasmas que estuvieranabsortos en una conversación. En los rinconesmás apartados de la sala había sillas agrupadasde dos en dos, muy juntas, que daban testimoniode recientes cuchicheos amorosos, junto a platosde carne fría y champán helado; en otros puntos,las sillas estaban de tres en tres y de cuatro encuatro, recuerdos de animadas discusiones sobrelos últimos escándalos; otras estaban en fila,rígidas, críticas, ácidas, como viudas anticuadas,unas cuantas aisladas y solitarias, junto a lamesa, que habían ocupado los glotones,únicamente pendientes de los platos exquisitos, y

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otras derribadas, testigos explícitos de la bondadde las bodegas de lord Grenville.

Era, en realidad, una réplica fantasmal de lafiesta de alta sociedad que se celebraba en el pisode arriba; un fantasma que habita toda casa enque se ofrecen bailes y buenas cenas; un dibujotrazado con tiza blanca sobre cartón gris,apagado y sin color, cuando los brillantesvestidos de seda y las chaquetas deesplendorosos bordados ya no ocupan el primerplano y las velas parpadean somnolientas en loscandelabros.

Chauvelin sonrió, benévolo, y frotándose lasmanos largas y delgadas, recorrió con la miradael comedor vacío, que todos habían abandonadopara reunirse con sus amigos en el salón.Reinaba un silencio absoluto en la habitacióndébilmente iluminada, mientras que la melodíade la gavota, el murmullo lejano de risas ycharlas y el traqueteo de algún que otro carruajeen el exterior parecían llegar a aquel palacio dela Bella Durmiente como el murmullo deespectros que revolotearan a lo lejos. Todoestaba tan silencioso, tan inmóvil en aquelentorno lujoso, que ni el observador más sagaz,ni un auténtico profeta, hubiera adivinado que,

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en ese preciso instante, el comedor vacío no erasino una trampa para capturar al conspirador másastuto y audaz que hubieran conocido aquellostiempos de agitación.

Chauvelin reflexionó, intentando vislumbrar elfuturo inmediato. ¿Cómo sería aquel hombre, alque tanto él como los dirigentes de la revoluciónhabían jurado condenar a muerte? Todo cuanto lerodeaba era extraño y misterioso; su identidad,que ocultaba tan hábilmente, el poder que ejercíasobre diecinueve caballeros ingleses queparecían obedecer sus órdenes ciega yentusiásticamente, el amor apasionado y lasumisión que despertaba en un grupo de hombresbien adiestrados, y, sobre todo, su prodigiosaaudacia, el infinito descaro que le habíapermitido burlar a sus enemigos másimplacables, dentro de los mismísimos muros deParís.

No era sorprendente que en Francia el apododel misterioso inglés provocase unestremecimiento de superstición en las gentes. Elpropio Chauvelin, mientras inspeccionaba lahabitación vacía, en la que aparecería el extrañohéroe en cualquier momento, experimentó una

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extraña sensación de temor que le recorrió laespina dorsal.

Pero había trazado muy bien sus planes. Estabaseguro de que no habían prevenido a PimpinelaEscarlata, e igualmente seguro de que MargueriteBlakeney no le había engañado. Si lo habíahecho... Una expresión de crueldad, que hubierahecho estremecer a Marguerite, asomó a los ojospálidos y penetrantes de Chauvelin. Si le habíamentido, Armand St. Just sería condenado a lapena capital.

¡Pero no, no! ¡Claro que no le había engañado!Por suerte, el comedor estaba vacío: así la tarea

de Chauvelin resultaría más sencilla cuandoaquel enigma viviente entrara allí a solas ydesprevenido. En la habitación no había nadie; aexcepción de Chauvelin.

Mientras contemplaba con una sonrisa desatisfacción la solitaria estancia, el astuto agentedel gobierno francés percibió la respiracióntranquila y monótona de uno de los invitados delord Grenville, que, sin duda, había cenadoopíparamente y disfrutaba de una siesta, ajeno alestruendo del baile del piso de arriba.

Chauvelin miró a su alrededor una vez más, yen un extremo del sofá, que ocupaba un rincón

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oscuro de la habitación, tumbado con la bocaabierta, los ojos cerrados, unos leves silbidossaliendo de las fosas nasales, vio al zanquilargomarido de la mujer más inteligente de Europa.

Chauvelin contempló a sir Percy, que dormíaplácidamente, en paz con el mundo entero yconsigo mismo, tras la opípara cena, y unasonrisa, casi de lástima, suavizó unos instanteslos duros rasgos del rostro del francés y eldestello de sarcasmo de sus pálidos ojos.

Saltaba a la vista que el durmiente, sumido enun sueño profundo, no se entrometería en latrampa que había tendido Chauvelin para atraparal astuto Pimpinela Escarlata. Volvió a frotarselas manos, y, siguiendo el ejemplo de sir PercyBlakeney, se estiró en otro sofá, cerró los ojos,abrió la boca, emitió los ruidos propios de unarespiración tranquila y... quedó a la espera.

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XV

LA DUDA

Marguerite Blakeney contempló la estilizadafigura vestida de negro de Chauvelin abriéndosepaso entre la multitud que abarrotaba el salón.Después no le quedó más remedio que esperar,con los nervios a punto de estallar por laexcitación.

Estaba sentada lánguidamente en la pequeñacámara, que seguía vacía, mirando por entre lascortinas de la puerta a las parejas que bailaban enel salón. Miraba sin ver, oía la música, mas sóloera consciente de una sensación de expectación,de la angustia de la espera.

En su mente apareció la visión de lo que quizáestuviera ocurriendo en el piso de abajo en aquelmismo momento. El comedor casi vacío, la horafatídica—¡con Chauvelin al acecho!—; después,a la hora en punto, la entrada de un hombre, deél, de Pimpinela Escarlata, el misterioso héroeque para Marguerite había adquirido visos deirrealidad, tan extraña era su personalidad oculta.

Sintió deseos de estar ella también en elcomedor, para verle al entrar; sabía que, con su

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intuición femenina, reconocería inmediatamenteen el rostro del desconocido —quienquiera quefuese — la fuerte personalidad que caracteriza aldirigente de hombres, al héroe, al águilapoderosa que vuela en las alturas, cuyas altivasalas iban a enredarse en la trampa del hurón.

Mujer al fin y al cabo, pensó en él conprofunda tristeza; la ironía de la suerte que aquelhombre correría era cruel: ¡permitir que elvaleroso león sucumbiera al mordisco de unarata! ¡Ah! ¡Si no hubiera estado en peligro lavida de Armand... !

—¡Perdóneme, señoría! Debe haber pensadoque soy muy negligente —oyó decir de repente asu lado—. Me he topado con grandes dificultadespara dar su recado, porque no encontraba aBlakeney por ninguna parte...

Marguerite se había olvidado por completo desu marido y de su recado; cuando lord Fancourtpronunció aquel nombre, se le antojó extraño ydesconocido, pues en los últimos cinco minutosse había sumergido en su antigua vida en la Ruede Richelieu, con Armand siempre a su lado,para amarla y protegerla, para defenderla de lasmúltiples intrigas que plagaban París en aquellosdías.

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—Afortunadamente lo he encontrado —prosiguió lord Fancourt—, y le he dejado surecado. Me ha dicho que daría órdenesinmediatamente para que enganchasen loscaballos.

—¡Ah! —exclamó Marguerite, distraída—.¿Ha encontrado a mi marido y le ha dado mirecado?

—Sí; estaba en el comedor, profundamentedormido. Al principio no pude despertarle.

—Muchas gracias —dijo Margueritemecánicamente, intentando poner sus ideas enorden.

—¿Me hará su señoría el honor de concedermeeste baile hasta que su coche esté listo? —preguntó lord Fancourt.

—No, se lo agradezco mucho, caballero, perodebe usted perdonarme. Estoy muy cansada, y elcalor del salón de baile es realmente opresivo.

—El invernadero está deliciosamente fresco.Permítame acompañarla hasta allí, y después lellevaré un refresco. Me parece que no seencuentra usted muy bien, lady Blakeney.

—Es sólo que estoy muy cansada —insistióMarguerite en tono de hastío, mientras permitíaque lord Fancourt la acompañara hasta el

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invernadero, donde las luces amortiguadas y lasplantas daban frescor al aire. Le llevó una silla, yMarguerite se desplomó en ella. La larga esperale resultaba insoportable. ¿Por qué no ibaChauvelin a contarle el resultado de suvigilancia?

Lord Fancourt era muy atento. Margueriteapenas prestaba atención a lo que decía, y derepente le sorprendió espetándole:

—Lord Fancourt, ¿se fijó usted en quién habíaen el comedor hace un momento, además de sirPercy Blakeney?

—Sólo el agente del gobierno francés,monsieur Chauvelin, que también estabadormido en otro rincón —contestó—. ¿Por quéme lo pregunta su señoría?

—No lo sé... ¿Se fijó en la hora que era cuandoestaba allí?

—Debían ser la una y cinco o y diez... Mepregunto en qué está pensando su señoría —añadió, pues saltaba a la vista que lospensamientos de la hermosa dama seencontraban muy lejos, y que no estabaprestando atención a su elevada conversación.

Pero en realidad sus pensamientos no seencontraban muy lejos: sólo un piso más abajo,

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en aquella misma casa, en el comedor en queChauvelin seguía vigilando. ¿Le habrían salidomal las cosas? Durante unos instantes, acaricióaquella posibilidad como una esperanza, laesperanza de que sir Andrew hubiera prevenido aPimpinela Escarlata, y de que el pájaro nohubiera caído en la trampa de Chauvelin. Pero laesperanza se desvaneció enseguida, dejandolugar al temor. ¿Le habrían salido mal las cosas?Pero entonces... ¡Armand!

Lord Fancourt renunció a seguir hablando aldarse cuenta de que no tenía oyentes. Quería unaoportunidad para marcharse discretamente; puesestar frente a una dama que, por hermosa quesea, no responde a los enormes esfuerzos que serealizan para entretenerla no es precisamentehalagador, ni siquiera para un ministro delGabinete.

—¿Quiere que vaya a ver si ya está preparadoel coche de su señoría? —dijo el ministro, untanto inseguro.

—Sí... gracias, muchas gracias... Si fuera ustedtan amable... Me temo que no es muy agradableestar conmigo esta noche... Pero es que meencuentro muy cansada... y quizá lo mejor seaque me quede sola.

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Marguerite llevaba un buen rato deseandolibrarse del ministro, pues suponía que, al igualque el zorro al que tanto se asemejaba, Chauvelinandaría rondando allí cerca, a la espera de que sequedara a solas.

Pero cuando lord Fancourt se marchó,Chauvelin no apareció. ¿Qué había ocurrido?Marguerite pensó que el destino de Armandtemblaba en la balanza... Temía —y era el suyoun miedo mortal— que Chauvelin no hubieralogrado su propósito, y que el misteriosoPimpinela Escarlata se le hubiera escapado de lasmanos una vez más, en cuyo caso sabía que nopodía albergar ninguna esperanza de compasión,de misericordia por parte del francés.

Chauvelin ya había pronunciado la fórmula: «Oeso o ... », y no se conformaría con menos. Erarencoroso, y se empeñaría en creer queMarguerite le había engañado a propósito, y alno haber logrado atrapar al águila, su espírituvengativo se conformaría con capturar una presainsignificante: ¡Armand!

Sin embargo, Marguerite había hecho cuantoestaba en su mano; había puesto en juego todossus recursos para salvar a Armand. No soportabala idea de que todo se hubiera frustrado. No

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podía quedarse quieta en su asiento; deseabaenterarse de que había ocurrido lo peorinmediatamente. No acertaba a entender por quéChauvelin no había ido aún a descargar su ira ysus sarcasmos sobre ella.

Lord Grenville fue a decirle que su cocheestaba listo, y que sir Percy la estaba esperando,ya con las riendas en la mano. Marguerite sedespidió de su distinguido anfitrión, y mientrascruzaba el salón la detuvieron un sin fin deamigos para hablar con ella e intercambiarcorteses au revoirs.

El ministro dijo adiós a la hermosa ladyBlakeney en el piso de arriba; abajo, en el rellanode la escalera, esperaba un verdadero ejército degalantes caballeros para despedirse de la reina dela belleza, mientras que afuera, bajo el enormepórtico, los magníficos bayos de sir Percypateaban impacientemente el suelo.

Marguerite acababa de despedirse de suanfitrión en el piso de arriba, cuando de repentevio a Chauvelin. El francés subía la escaleralentamente, frotándose las delgadas manos conparsimonia.

En su inquieto rostro había una extrañaexpresión, entre regocijada y perpleja, y cuando

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sus penetrantes ojos se encontraron con los deMarguerite, el sarcasmo asomó a ellos.

—Monsieur Chauvelin —dijo lady Blakeneycuando el francés llegó al final de la escalera y lehizo una aparatosa reverencia—, mi coche estáafuera. ¿Quiere darme el brazo?

Galante como de costumbre, Chauvelin leofreció el brazo y la acompañó hasta abajo. Aúnhabía una gran multitud; algunos de los invitadosdel ministro se preparaban para salir; otrosestaban apoyados en las barandillas,contemplando al grupo que subía y bajaba por laancha escalera.

—Chauvelin —dijo Marguerite, desesperada—, tengo que saber qué ha ocurrido.

—¿Qué ha ocurrido, mi querida señora? —replicó el francés, fingiendo sorpresa—.¿Dónde? ¿Cuándo?

—No me atormente, Chauvelin. Le he prestadomi ayuda esta noche... Tengo derecho a saberlo.¿Qué ha ocurrido en el comedor hace unosmomentos, a la una en punto?

Habló en un susurro, confiando en que, graciasal murmullo de la multitud, sólo el hombre queiba a su lado prestaría atención a sus palabras.

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—Todo era paz y quietud, mi hermosa dama. Aesa hora yo estaba durmiendo en un sofá y sirPercy Blakeney en otro.

—¿Y no entró nadie en la habitación?—Nadie.—Entonces, usted y yo no hemos conseguido

nada...—Así es, no hemos conseguido nada...

seguramente.—Pero, ¿y Armand? —dijo Marguerite en tono

suplicante.—¡Ah! La suerte de Armand St. Just pende de

un hilo... Ruegue al cielo que ese hilo no serompa, mi querida señora.

—Chauvelin, le he prestado un servicio decorazón, sinceramente... Recuerde que...

—Recuerdo mi promesa —replicó Chauvelinen voz baja—. El día en que Pimpinela Escarlatay yo nos encontremos en suelo francés, St. Justestará en los brazos de su encantadora hermana.

—Y eso significa que tendré las manosmanchadas con la sangre de un hombre valiente—dijo Marguerite, estremeciéndose.

—O la sangre de ese hombre o la de suhermano. Seguro que en estos momentos usteddesea tanto como yo que el enigmático

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Pimpinela Escarlata parta para Calais hoymismo...

—Yo sólo deseo una cosa, ciudadano.—¿De qué se trata?—Que Satán, su amo, requiera su presencia en

otro sitio antes de que salga el sol.—Me halaga usted, ciudadana.Marguerite se detuvo unos instantes en medio

de la escalera, para intentar adivinar lospensamientos que ocultaba aquella máscaradelgada y zorruna. Pero Chauvelin mantuvo suactitud cortés, sarcástica y misteriosa, sin dejarentrever a la pobre mujer angustiada el menorindicio de si debía albergar temores o esperanzas.

Al llegar abajo, un nutrido grupo la rodeóinmediatamente. Lady Blakeney jamásabandonaba una casa sin una escolta derevoloteantes mariposas humanas atraídas por sudeslumbrante belleza. Pero antes de separarsedefinitivamente de Chauvelin, le tendió unamano minúscula, con aquel gesto de súplicainfantil tan suyo.

—Déme alguna esperanza, por favor,Chauvelin —le rogó.

Con una galantería inigualable, Chauvelin seinclinó ante aquella manecita, tan blanca y

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delicada, que se transparentaba por el guante deencaje negro, y besó las yemas de los dedosrosados...

—Ruegue al cielo que no se rompa el hilo —repitió, con su enigmática sonrisa.

Y, haciéndose a un lado, dejó que lasmariposas revoloteantes se aproximaran a lallama, y el brillante grupo formado por lajeunesse dorée, pendiente de cada movimientode lady Blakeney, ocultó el rostro de zorro delfrancés.

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XVI

RICHMOND

Unos minutos más tarde, Marguerite estabaacomodada y envuelta en costosas pieles en elpescante del magnífico carruaje, junto a sir PercyBlakeney, y los cuatro espléndidos bayosgalopaban estrepitosamente por la calle desierta.

La noche era cálida a pesar de la suave brisaque abanicaba las mejillas ardientes deMarguerite.

Al poco dejaron atrás las casas de Londres, ysir Percy condujo velozmente sus caballos, quetrapaleaban por el viejo punto de Hammersmith,camino de Richmond.

El río aparecía y desaparecía, formandohermosas y delicadas curvas, como una serpientede plata bajo los rutilantes rayos de la luna. Lassombras alargadas que proyectaban los árbolestendían espesos mantos de negrura sobre lacarretera de trecho en trecho. Los caballosgalopaban a una velocidad desenfrenada,mientras que las manos fuertes y certeras de sirPercy los sujetaban sin esfuerzo.

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Los paseos nocturnos tras los bailes y cenas enLondres eran una fuente inagotable de placerpara Marguerite, y le gustaba en grado sumoaquellas extravagancias de su marido de llevarlade esta forma a casa todas las noches, a suhermosa casa a la orilla del río, en lugar de viviren una incómoda casa de la ciudad. A sir Percyle encantaba conducir sus briosos corceles porlas carreteras solitarias e iluminadas por la luna,y a Marguerite le encantaba sentarse en elpescante, con el suave aire nocturno de finales deverano acariciándole el rostro, después de laatmósfera sofocante de un baile o una fiesta. Elrecorrido no era muy largo; a veces, menos deuna hora, cuando los caballos estaban biendescansados y sir Percy les daba rienda suelta.

Aquella noche, parecía que sir Percy llevara almismísimo diablo entre los dedos, y que elcarruaje volara por la carretera, que discurríajunto al río. Como de costumbre, no hablaba conMarguerite; miraba fijamente al frente, con lasriendas entre sus manos blancas y delgadas.Marguerite lo miró con disimulo una o dosveces; vio su hermoso perfil, y un ojo indolente,la frente alta y recta y el párpado pesado ysemicerrado.

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El rostro de sir Percy parecíaextraordinariamente serio a la luz de la luna, y alcorazón doliente de Marguerite le recordó losdías felices de su noviazgo, antes de que seconvirtiera en un bobo perezoso, en un petimetreamanerado que pasaba la vida entre partidas denaipes y fiestas.

Pero esa noche, a la luz de la luna, nodistinguía la expresión de los indolentes ojosazules; sólo veía el contorno de la firme barbilla,la comisura de los fuertes labios; la forma biendibujada de la frente despejada. En verdad, laNaturaleza se había portado bien con sir Percy, ysus defectos sólo podían atribuirse a su pobremadre, medio loca, y al padre, distraído yapenado, ninguno de los cuales se habíapreocupado por la joven vida que brotaba entreellos, y que, quizá a causa de su descuido, yaempezaba a torcerse.

De repente, Marguerite sintió una profundasimpatía por su marido. La crisis moral queacababa de atravesar la hacía juzgar conindulgencia los defectos y las debilidades de losdemás.

Había comprendido, con fuerza devastadora,hasta qué punto puede golpear y dominar el

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Destino a un ser humano. Si una semana antes lehubieran dicho que ella se rebajaría a espiar a susamigos, que traicionaría a un hombre valiente ydesprevenido para ponerlo en manos de unenemigo implacable, se hubiera reídodespectivamente.

Y sin embargo, eso era lo que había hecho: eraposible que al día siguiente cayera sobre sucabeza el peso de la muerte de un hombrevaliente, igual que el marqués de St. Cyr habíamuerto dos años antes a causa de unas palabrasque ella había pronunciado al descuido; pero enaquel caso, Marguerite era inocente desde elpunto de vista moral, pues no quería perjudicargravemente a nadie, y fue el destino el que seencargó de todo. Mas en esta ocasión, habíahecho algo que a todas luces era una vileza, y lohabía hecho deliberadamente, por un motivo quelos moralistas más puros quizá no aprobarían.

Al sentir el contacto del fuerte brazo de sumarido, pensó que si llegaba a enterarse de suactuación de aquella noche la odiaría ydespreciaría aún más. Pues los seres humanos sejuzgan unos a otros de una forma superficial,insustancial, despectiva. Sin racionalizar loshechos, sin caridad. Despreciaba a su marido por

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sus necedades y sus actividades vulgares, sin elmenor atisbo de intelectualidad; y pensaba que élla despreciaría aún más por no haber tenido lasuficiente fortaleza para obrar bien por el bien ensí mismo, y haber sacrificado a su hermano a losdictados de su conciencia.

Absorta en sus pensamientos, aquella hora depaseo en la fresca noche estival se le antojó aMarguerite demasiado breve; y experimentó unaprofunda decepción al darse cuenta de repente deque los caballos estaban traspasando la verja desu hermosa casa inglesa.

La casa de sir Percy Blakeney, situada a orillasdel río, es ya histórica: de nobles dimensiones, sealza en medio de unos jardines de diseñoexquisito, con terraza y una de las fachadas decara al río. Construida en la época Tudor, losviejos ladrillos rojos de los muros resultansumamente pintorescos entre la enramada verde,el cuidado césped, con un reloj de sol, antiguo,que añade una nota de armonía al entorno.Grandes árboles seculares prestan su frescasombra a la tierra, y en aquella cálida noche deprincipios de otoño, las hojas se teñían levementede color bermejo y dorado, y el antiguo jardín

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tenía un aire singularmente poético y apacible ala luz de la luna.

Con certera precisión, sir Percy hizo detenersea los cuatro bayos justo enfrente de la hermosaentrada de estilo isabelino. A pesar de loavanzado de la hora, apareció un verdaderoejército de criados, como si surgieran del suelo,en cuanto el carruaje se aproximó ruidosamente ala casa, y lo rodearon en actitud respetuosa.

Sir Percy bajó rápidamente, y después ayudó asu mujer a descender. Marguerite se quedóafuera unos instantes, mientras sir Percy dabaórdenes a uno de sus hombres. Marguerite dio lavuelta a la casa y se internó en el césped,contemplando soñadora el paisaje plateado. LaNaturaleza se le antojaba exquisitamentesosegada en comparación con las tumultuosasemociones que había experimentado: se oía eldébil murmullo del río y, de cuando en cuando,el suave y fantasmal susurro de una hoja muertaal caer.

Todo lo demás era silencio a su alrededor.Antes, había oído el piafar de los caballoscuando los llevaban hasta las lejanas cuadras, lospasos apresurados de los criados que se retirabana descansar; también la casa estaba en silencio.

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Aún había luz en varias habitaciones, sobre losmagníficos salones; eran sus aposentos y los desir Percy, situados en extremos opuestos de lacasa, tan separados como sus vidas. Margueritesuspiró involuntariamente; en aquel precisomomento no hubiera sabido decir por qué.

Su aflicción era infinita. Se compadecía de símisma, profunda y dolorosamente. Jamás sehabía sentido tan completamente sola, ni habíanecesitado tan desesperadamente consuelo ysimpatía. Con otro suspiro, se alejó de la orilladel río y se dirigió hacia la casa, pensandovagamente si, después de aquella noche, seríacapaz de volver a dormir y descansar.

De repente, antes de llegar a la terraza, oyóunas firmes pisadas sobre la arena crujiente, y alcabo de unos instantes surgió de las sombras lafigura de su marido. También él había rodeado lacasa y deambulaba por el césped, camino del río.Aún llevaba el grueso abrigo con múltiplescuellos y solapas que él había puesto de moda,pero se lo había echado hacia atrás, hundiendolas manos en los amplios bolsillos de suscalzones de satén, como era su costumbre. Eldeslumbrante traje de color crema que llevaba enel baile de lord Grenville, con su chorrera de

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valiosísimo encaje, tenía un aspectoextrañamente fantasmal, recortado contra elfondo oscuro de la casa.

No pareció reparar en Marguerite, pues trasdetenerse unos momentos, volvió hacia la casa yse dirigió a la terraza.

—¡Sir Percy!Blakeney ya había puesto el pie en el peldaño

inferior de la escalera, pero al oír la voz de sumujer se sobresaltó y se detuvo, y después miróinquisitivamente las sombras desde las queMarguerite le había llamado.

Marguerite se acercó a él rápidamente,iluminada por la luna, y, en cuanto sir Percy lavio, dijo, con aquel aire de galantería consumadaque siempre adoptaba cuando se dirigía a ella:

—¡A su disposición, señora!Pero su pie siguió en el escalón, y en su actitud

había un vago indicio, que Marguerite aprecióclaramente, de que quería marcharse y no tenía elmenor deseo de iniciar una conversación a medianoche.

—El aire está deliciosamente fresco —dijoMarguerite—. La luz de la luna es poética, y eljardín realmente incitante. ¿No le gustaríaquedarse aquí un rato? No es demasiado tarde, ¿o

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es que mi compañía le resulta tan desagradableque tiene prisa por librarse de ella?

—No, señora —replicó sir Percy en todoafable—; es justo lo contrario, pero le garantizoque encontrará el aire nocturno más excitante sinmi compañía, de modo que, cuanto antes aparteese obstáculo, más disfrutará su señoría.

Se dio la vuelta y empezó a subir la escalera.—Le aseguro que se confunde, sir Percy —se

apresuró a decir Marguerite, y aproximándose aél, añadió—: Recuerde que la barrera que se haalzado entre nosotros no es culpa mía.

—¡Ah! Le pido disculpas, señora —protestó sirPercy con frialdad—. Siempre he tenido pésimamemoria.

La miró a los ojos, con la actitud de indolentedespreocupación que se había convertido en susegunda naturaleza. Marguerite le mantuvo lamirada unos instantes; y al acercarse a él al piede la escalera, sus ojos se dulcificaron.

—¿Pésima, sir Percy? ¡Vaya! ¡Entonces debehaber cambiado mucho! ¿Fue hace tres añoscuando nos vimos por espacio de una hora enParís, cuando usted se dirigía a Oriente? Cuandovolvió, al cabo de dos años, no me habíaolvidado.

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A la luz de la luna, la belleza de Marguerite eraprodigiosa, con la capa de pieles sobre sushermosos hombros, rodeada por el halodestellante del bordado de oro de su vestido, ylos infantiles ojos azules clavados en él.

Sir Percy se quedó inmóvil y rígido unosinstantes; su mano se aferraba con fuerza a labarandilla de piedra de la terraza.

—Señora, confío en que no requiera mipresencia con la intención de sumergirse entiernos recuerdos —dijo en tono glacial.

Su voz era fría, impersonal; su actitud anteMarguerite, rígida e implacable. El decorofemenino hubiera debido dictarle que pagara confrialdad la frialdad con que él la trataba, con unasimple inclinación de cabeza; pero el instintofemenino le aconsejaba seguir allí, ese agudoinstinto por el que una mujer hermosa conscientede sus poderes se empeña en hacer que unhombre que no le rinde homenaje caiga derodillas ante ella. Le tendió la mano.

—¿Y por qué no, sir Percy? El presente no estan esplendoroso como para que no sienta deseosde remover un poco el pasado.

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Sir Percy doblegó su alta figura, y cogiendo lasyemas de los dedos que Marguerite le ofrecía, losbesó ceremoniosamente.

—Confío en que sepa perdonar que mi torpeintelecto no la acompañe en esa actividad, señora—dijo.

Intentó marcharse una vez más, y una vez máslo detuvo Marguerite, con su voz dulce, infantil,casi tierna.

—Sir Percy.—A sus pies, señora.—¿Es posible que el amor muera? —dijo lady

Blakeney con una vehemencia súbita,impremeditada—. Yo creía que la pasión quesentía por mí duraría toda una vida. Percy,¿acaso no queda nada de ese amor que... puedaayudarle a saltar esa triste barrera?

Mientras Marguerite pronunciaba estaspalabras, pareció como si la enorme figura de sirPercy adquiriese aún mayor rigidez; la fuerteboca se endureció, y a aquellos ojos azules,normalmente indolentes, asomó una expresión deindomable obstinación.

—¿Le importaría decirme con qué objeto,señora? —preguntó con frialdad.

—No le comprendo.

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—Pues es muy sencillo —replicó sir Percy conuna amargura que pareció sacudir literalmentesus palabras, a pesar de que saltaba a la vista quehacía grandes esfuerzos por reprimirla—. Se lopregunto humildemente, porque mi torpe mentees incapaz de comprender la causa de todo esto,de la nueva actitud de su señoría. ¿Es que sientela necesidad de volver a practicar el diabólicojuego al que se dedicó el año pasado con tanexcelentes resultados? ¿Acaso quiere verme denuevo a sus pies, rendido de amor, para darse elgusto de echarme de su lado como si fuera unperro faldero un poco pesado?

Marguerite había logrado exaltarlomomentáneamente; y volvió a mirarle a los ojos,porque así era como lo recordaba el año anterior.

—¡Se lo ruego, Percy! —susurró—. ¿Nopodemos enterrar el pasado?

—Perdóneme, señora, pero creo haberentendido que lo que usted desea es removerlo.

—¡No! ¡No me refería a ese pasado, Percy! —dijo con la voz velada por la ternura—. ¡Merefería a los días en que aún me amaba ... ! ¡Oh,yo era frívola y vanidosa, y me dejé seducir porsus riquezas y su posición. Me casé con usted,

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con la esperanza de que el gran amor que ustedsentía engendraría el amor en mí... ¡Pero, ay!...

La luna se había ocultado tras un montón denubes. Por el oeste, una suave luz grisáceaempezaba a disolver el pesado manto de lanoche. Sir Percy sólo podía distinguir el grácilcontorno de Marguerite, su cabeza regia, con unacascada de rizos dorados y rojizos, y lasrutilantes joyas que formaban la florecilla roja,en forma de estrella, que llevaba en el pelo amodo de diadema.

—Veinticuatro horas después de nuestra boda,señora, el marqués de St. Cyr y toda su familiamurieron en la guillotina, y llegó a mis oídos elrumor de que era la esposa de sir Percy Blakeneyquien había ayudado a que acabaran así.

—¡No! Yo misma confesé lo que había decierto en esa odiosa historia.

—No hasta después de que me lo contaran losextraños, con todos sus espantosos detalles.

—Y usted los creyó sin más —replicóMarguerite con vehemencia—, sin pedir pruebasni hacer preguntas... creyó que yo, a quien habíajurado amar más que a su propia vida, a quienhabía asegurado que adoraba, había sido capazde hacer algo tan vil como lo que le contaron

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esas gentes. Pensó que le había engañado, quedebía haber hablado antes de casarme con usted.Pero, si hubiera querido escucharme, le hubieradicho que hasta la mañana misma en que St. Cyrfue a la guillotina, me desviví por salvarlos a él ya su familia, recurriendo a todas las influenciasque tenía. Pero el orgullo selló mis labios al verque su amor había muerto, como si hubiera caídobajo la cuchilla de esa misma guillotina. Lehubiera contado que me embaucaron. ¡Sí, a mí, aquien, también según los rumores, se le haatribuido la inteligencia más aguda de todaFrancia! Hice aquello porque caí en la trampaque me tendieron unos hombres que sabían cómojugar con el amor que sentía por mi únicohermano y mi deseo de venganza. ¿No es naturalque lo hiciese?

Su voz quedó ahogada por las lágrimas.Guardó silencio unos instantes, tratando derecobrar el aplomo. Miró a su marido conexpresión de súplica, como si la estuvierajuzgando. Sir Percy la había dejado hablarvehemente, apasionadamente, sin hacer ningúncomentario, sin ofrecerle una palabra desimpatía, y mientras Marguerite guardabasilencio, intentando tragarse las ardientes

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lágrimas que anegaban sus ojos, se quedó a laespera, impasible e inmóvil. A la tenue luzgrisácea del alba, su figura parecía aún máserguida, más rígida. El rostro indolente y afablehabía experimentado una extraña transformación.En su excitación, Marguerite vio que los ojos desu marido ya no tenían una expresión lánguida, yque había desaparecido el gesto afable y un poconecio de su boca. Bajo sus párpadossemicerrados destelló una extraña mirada deintensa pasión; tenía los labios apretados, comosi sólo la fuerza de voluntad refrenara aquellapasión desbocada.

Por encima de todo, Marguerite Blakeney erauna mujer, con todas las debilidades másfascinantes y los defectos más adorables de unamujer. En un instante comprendió que habíaestado equivocada durante los últimos meses;que aquel hombre que estaba ante ella, frío comouna estatua cuando su voz melodiosa llegó a susoídos, la amaba, como la había amado el añoanterior; que quizá su pasión había estadodormida pero allí seguía, tan fuerte, intensa ypoderosa como cuando sus labios se unieron porprimera vez en un beso prolongado yenloquecedor.

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El orgullo le había impedido acercarse a ella, yMarguerite, como mujer que era, estabadispuesta a recuperar aquella conquista que unavez había sido suya. De repente, se le antojó quela única felicidad que podía ofrecerle la vidasería sentir de nuevo el beso de aquel hombresobre sus labios.

—Lo que ocurrió fue lo siguiente, sir Percy —dijo en voz baja, dulce, infinitamente dulce—.¡Armand lo era todo para mí! No teníamospadres, y nos cuidamos el uno al otro. El era paramí un padre en pequeño, y yo para él una madreen miniatura, y nos queríamos mucho. Un día...¿me escucha, sir Percy!, un día, el marqués de St.Cyr ordenó que azotaran a mi hermano, que loazotaran sus lacayos, ¡a ese hermano al quequería más que a nadie en el mundo! ¿Y quédelito había cometido? Que, siendo plebeyo,había osado amar a la hija del aristócrata; por esolo apalearon, y lo azotaron... ¡como a un perro, yestuvo a punto de perder la vida! ¡Ah, cuántosufrí! ¡Su humillación me partió el alma! Cuandose me presentó la oportunidad de vengarme, laaproveché. Pero mi intención era únicamentehumillar al orgulloso marqués. Conspiró conAustria contra su propio país. Me enteré por pura

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casualidad, y hablé de ello, sin saber —¿cómopodía haberlo adivinado?— que me habíanengañado, que me habían tendido una trampa.Cuando comprendí lo que había hecho, erademasiado tarde.

—Quizá sea un poco difícil volver al pasado,señora —dijo sir Percy, tras unos momentos desilencio—. Ya le he confesado que tengo muymala memoria, pero siempre he creído que,cuando murió el marqués, le rogué que meexplicara ese rumor que corría de boca en boca.Si mi escasa memoria no me juega una malapasada, creo recordar que se negó a darmecualquier clase de explicación, y exigió a miamor una connivencia humillante que no estabadispuesto a dar.

—Deseaba probar su amor por mí, y no superóla prueba. En los viejos tiempos me decía quesólo vivía para mí, para amarme.

—Y, para demostrarle ese amor, me pidió querenunciase a mi honor —replicó sir Percy, dandola impresión de que, poco a poco, lo abandonabasu imperturbabilidad y se relajaba su rigidez—,que aceptase sin rechistar ni preguntar todos losactos de mi dueña, como un esclavo tonto yobediente. Como mi corazón rebosaba de amor y

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pasión, no pedí ninguna explicación; peronaturalmente, esperaba que me la diera. Con unasola palabra que hubiera dicho, yo hubieraaceptado cualquier explicación, y la hubieracreído. Pero tras la confesión de los hechos,terribles, usted se marchó sin añadir nada; volvióorgullosamente a casa de su hermano, y me dejósolo... durante semanas... sin saber a quién teníaque creer, pues el relicario que contenía mi únicailusión estaba hecho pedazos, a mis pies.

Marguerite no podía quejarse de la frialdad eimperturbabilidad de su marido en aquellosmomentos; la voz de sir Percy temblaba por laintensa pasión que trataba de dominar conesfuerzos sobrehumanos.

—¡Sí! ¡El orgullo me cegó! —exclamóMarguerite, afligida—. En cuanto me marché desu lado, lo lamenté, pero cuando regresé, ¡leencontré tan cambiado ... ! Ya llevaba esamáscara de indolente indiferencia que no se haquitado hasta... hasta ahora.

Estaba tan cerca de él que su suave pelo, quellevaba suelto, rozaba la mejilla de sir Percy; susojos, relucientes de lágrimas, lo enloquecieron, lamúsica de su voz le prendió fuego en las venas.Pero no estaba dispuesto a rendirse al encanto

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mágico de aquella mujer a la que había amadotan profundamente, y a cuyas manos su orgullohabía sufrido un golpe terrible. Sir Percy cerrólos ojos para borrar la delicada visión de aquelladulce cara, de aquel cuello níveo y de aquellafigura grácil, alrededor de la cual empezaba ajuguetear la luz rosada del amanecer.

—No, señora, no es una máscara —dijo entono glacial—. Le juré... hace tiempo, que mivida era suya. Desde hace meses es un juguete ensus manos... Ha cumplido su objetivo.

Pero en aquel instante Marguerite comprendióque aquella frialdad era una máscara. La angustiay la aflicción que había experimentado la nocheanterior volvieron de pronto a su mente, pero nocon amargura, sino con la sensación de que aquelhombre, que la quería, la ayudaría a sobrellevarsu cargo.

—Sir Percy —dijo impulsivamente—, Diossabe que ha hecho todo lo posible para que latarea que me había impuesto a mí mismaresultara terriblemente difícil. Ahora mismoacaba de hablar de mi actitud. De acuerdo,llamémoslo así, si quiere. Yo quería hablar conusted porque... porque... tenía ciertosproblemas... y necesitaba su comprensión.

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—Estoy a sus órdenes, señora.—¡Qué frío es usted! —suspiró Marguerite—.

Le aseguro que me cuesta trabajo creer que haceunos meses una sola lágrima mía lo hubieraenloquecido por completo. Ahora me acerco austed... con el corazón destrozado... y... y...

—Dígame, señora —la interrumpió sir Percy,con la voz casi tan temblorosa como la de ella—,¿en qué puedo servirla?

—Percy... Armand se encuentra en peligro demuerte. Una carta escrita por él... impetuosa,imprudente, como todos sus actos, y dirigida a sirAndrew Ffoulkes, ha caído en poder de unfanático. Armand está irremediablementecomprometido... Quizá lo detengan mañana... ydespués irá a la guillotina... a menos que... amenos que... ¡Ah, es terrible! —dijo Margueritecon un gemido de angustia, mientras en su mentese agolpaban bruscamente los acontecimientosde la noche anterior—. ¡Es horrible!... Usted nolo entiende, no puede entenderlo... y no puedeacudir a nadie... para que me preste ayuda, nisiquiera comprensión.

Las lágrimas se negaron a contenerse.Vencieron las preocupaciones, las luchas consigomisma, la espantosa incertidumbre por la suerte

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de Armand. Se tambaleó, como si fuera adesplomarse, y apoyándose en la barandilla depiedra, ocultó el rostro entre las manos y sollozóamargamente.

Al oír el nombre de Armand St. Just y enterarsede que corría peligro, el rostro de sir Percyadquirió un tinte levemente pálido, y en sus ojosapareció la expresión de decisión y obstinaciónmás marcada que nunca. Pero guardó silencio, yse limitó a observarla, mientras el delicadocuerpo de Marguerite se agitaba con los sollozos;la observó hasta que el rostro de sir Percy sedulcificó inconscientemente, y en sus ojosdestelló algo parecido a las lágrimas.

—¿De modo que el perro asesino de larevolución se revuelve contra la mano que ledaba de comer? —dijo con profundo sarcasmo—. Por favor, señora —añadió con gran dulzura,mientras Marguerite seguía sollozandohistéricamente—, le ruego que seque suslágrimas. Nunca he podido ver llorar a una mujerhermosa, y yo...

Instintivamente, a la vista del desamparo y laaflicción de Marguerite, sir Percy tendió losbrazos con una pasión repentina, irrefrenable, y acontinuación la hubiera cogido y acercado a sí,

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para protegerla de todo mal con su propia vida,con su propia sangre... Pero el orgullo salióvictorioso en esta lucha una vez más; se contuvocon un tremendo esfuerzo de voluntad, y dijo confrialdad, mas con gran dulzura:

—¿No quiere confiarse a mí y decirme cómopuedo tener el honor de servirla, señora?

Marguerite hizo un esfuerzo supremo pordominarse y, volviendo un rostro bañado enlágrimas hacia él, le tendió la mano, que sirPercy besó con la consumada galantería decostumbre; pero en esta ocasión, los dedos deMarguerite se demoraron en su mano unossegundos más de lo absolutamente necesario, yesto ocurrió porque Marguerite comprobó que lamano de su marido temblaba perceptiblemente yle ardía, mientras que sus labios estaban fríoscomo el mármol.

—¿Puede hacer algo por Armand? —preguntóMarguerite, dulce y sencillamente—. Usted tienemuchas influencias en la corte... muchosamigos...

—Pero, señora, ¿no sería mejor que seprocurase la influencia de su amigo francésmonsieur Chauvelin? Si no me equivoco, su

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influencia puede llegar hasta el gobiernorepublicano de Francia.

—No puedo pedírselo a él, Percy... ¡Ah, ojaláme atreviera a contarle a usted... pero... pero...Chauvelin ha puesto precio a la cabeza de mihermano, y...

Marguerite hubiera dado cualquier cosa porreunir valor suficiente para contárselo todo... loque había hecho aquella noche, cuánto habíasufrido y por qué se había visto obligada ahacerlo. Pero no se atrevió a ceder al impulso...no en aquel momento, en que estaba empezandoa comprender que su marido aún la amaba, enque esperaba recuperar su amor. No se atrevía ahacerle otra confesión. Quizá no lo entendería;cabía la posibilidad de que no comprendiera susluchas y sus tentaciones. Era posible que el amorde sir Percy, aún adormecido, durmiera el sueñode la muerte.

Quizá adivinara lo que pasaba por su mente. Suactitud reflejaba una profunda nostalgia, era unaauténtica oración por aquella confianza que elestúpido orgullo de Marguerite le negaba. Comoella siguió en silencio, sir Percy suspiró, y dijocon enorme frialdad:

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—Bueno, señora, puesto que tanto la aflige, nohablaremos sobre el tema... Con respecto aArmand, le ruego que no tenga ningún miedo. Ledoy mi palabra de que no le ocurrirá nada. Yahora, ¿me da usted su permiso para retirarme?Se está haciendo tarde, y...

—¿Aceptará al menos mi gratitud? —leinterrumpió Marguerite con verdadera ternura,acercándose a él.

Con un esfuerzo rápido, casi involuntario, sirPercy la hubiera cogido entre sus brazos en esemismo momento, pues los ojos de Margueriteestaban anegados en lágrimas que hubieraquerido secar con sus besos; pero ya en otraocasión le había seducido de la misma forma,para después dejarlo a un lado, como si se tratarade un guante inservible. Sir Percy pensó que setrataba de un simple capricho pasajero, y erademasiado orgulloso para caer en la trampa unavez más.

—Es demasiado pronto, señora —dijo en vozqueda—. Aún no he hecho nada. Es muy tarde, yestará usted cansada. Sus doncellas estaránesperándola arriba.

Se apartó para dejarla pasar. Margueritesuspiró. Fue un suspiro rápido, de decepción. El

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orgullo de sir Percy y la belleza de Margueritehabían entrado en conflicto, y el orgullo habíavencido. Marguerite pensó que, al fin y al cabo,era posible que se hubiera engañado, que lo quehabía tomado por la chispa del amor en los ojosde su marido no fuera más que la pasión delorgullo, o incluso de odio en lugar de amor. Sequedó mirándole unos instantes. Sir Percy estabatan rígido e impasible como antes. Había vencidoel orgullo y Marguerite no le importaba enabsoluto. Poco a poco el gris del alba ibacediendo su lugar a la luz rosada del sol naciente.Los pájaros empezaron a piar. La Naturaleza sedespertó, respondiendo con una sonrisa feliz alcalor de la esplendorosa mañana de octubre. Sóloentre aquellos dos corazones se alzaba unabarrera infranqueable, hecha de orgullo porambas partes, y ninguno de los dos estabadispuesto a dar el primer paso para derribarla.

Sir Percy doblegó su elevada figura en unareverencia ceremoniosa, y Marguerite, con unúltimo suspiro de amargura, empezó a subir laescalera de la terraza.

La larga cola de su vestido bordado en orobarrió las hojas muertas de los escalones,produciendo un susurro débil y armonioso al

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remontarlos con ligereza, con una mano apoyadaen la barandilla, y la luz rosada del amanecerformando una aureola dorada alrededor de supelo y arrancando destellos de los rubíes quellevaba en la cabeza y los brazos. Llegó a lasaltas puertas de cristal de la casa. Antes deentrar, se detuvo una vez más para mirar a sirPercy, esperando contra toda esperanza ver quele tendía los brazos, y oír su voz llamándola.Pero sir Percy no se movió; su enorme figuraparecía la personificación del orgullo indomable,de la obstinación más recalcitrante.

Las lágrimas ardientes acudieron a los ojos deMarguerite, y como no quería que él las viera, sevolvió bruscamente, y corrió hacia sushabitaciones con toda la rapidez que pudo.

Si en aquel momento hubiera vuelto al lugarque acababa de abandonar, y hubiera mirado unavez más el jardín teñido de luz rosada, hubieravisto algo ante lo que sus propios sufrimientoshubieran parecido livianos y llevaderos: unhombre fuerte, dominado por la pasión y ladesesperación. Al fin había cedido el orgullo; laobstinación había desaparecido, la voluntad eraimpotente. No era más que un hombreenamorado locamente, ciega y apasionadamente

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enamorado, y en cuanto el ruido de las levespisadas de Marguerite se desvaneció en elinterior de la casa, sir Percy se arrodilló en laescalera de la terraza y, loco de amor, besó uno auno los puntos que habían pisado los piececitosde Marguerite, y la barandilla de piedra en la quehabía posado su mano.

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XVII

LA DESPEDIDA

Cuando Marguerite llegó a su habitación,encontró a la doncella terriblemente preocupadapor ella.

—Su señoría estará muy cansada —dijo lapobre mujer, con los ojos medio cerrados desueño—. Son más de las cinco.

—Sí, Louise, la verdad es que me sientocansadísima —replicó Marguerite en tonoamable—; pero también lo estarás tú, de modoque ve a acostarte inmediatamente. Puedoarreglármelas yo sola.

—Pero señora...—No discutas, Louise, y ve a acostarte. Ponme

una bata y déjame sola.Louise obedeció de buena gana. Le quitó a su

señora el bonito vestido de baile, y la envolvió enuna bata suave y ondulante.

—¿Dese algo más su señoría? —preguntó acontinuación.

—No, nada más. Apaga las luces cuandosalgas.

—Sí, señora. Buenas noches, señora.

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—Buenas noches, Louise.Cuando la doncella se hubo marchado,

Marguerite descorrió las cortinas y abrió lasventanas de par en par. El jardín y el río estabaninundados de luz rosada. A lo lejos, por oriente,los rayos del sol naciente habían transformado elcolor rosa en un dorado resplandeciente. Elcésped estaba desierto, y Marguerite contemplóla terraza en la que unos momentos antes habíaintentado vanamente recuperar el amor de unhombre, que en el pasado había sido enteramentesuyo.

Resultaba extraño que en medio de tantosproblemas y tanta preocupación por Armand loque dominara su corazón en aquellos momentosfuera una profunda pena amorosa.

Parecía como si hasta sus brazos y sus piernasanhelaran el amor de un hombre que la habíarechazado, que se había resistido a su ternura,mostrando frialdad ante sus ruegos, y que nohabía respondido a la llamarada de pasión que lahabía hecho creer y esperar que los felices díasde París no estaban muertos y olvidados porcompleto.

¡Qué extraño era todo! Marguerite seguíaamándole. Y al mirar atrás, al recordar los

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últimos meses de malentendidos y soledad,comprendió que nunca había dejado de amarle;que en lo más profundo de su corazón siemprehabía sabido que las necedades de su marido, surisa vacía y su perezosa indiferencia no eran másque una máscara; que aún seguía existiendo elhombre de verdad, fuerte, apasionado,voluntarioso, el hombre que ella amaba, cuyaintensidad la había fascinado, cuya personalidadla atraía, pues siempre había pensado que tras suaparente estupidez había algo, que ocultaba atodo el mundo, y especialmente a ella.

El corazón de una mujer es un problemasumamente complejo y, en ocasiones, su dueñaes precisamente la menos indicada parasolucionar el rompecabezas.

Marguerite Blakeney, «la mujer más inteligentede Europa», ¿amaba realmente a un imbécil?¿Era amor lo que sentía por él un año antes,cuando se casó? ¿Era amor lo que sentía enaquellos momentos, al comprender que seguíaamándola, pero que no quería ser su esclavo, suamante ardiente y apasionado? Marguerite nopodía saberlo; al menos no en aquellascircunstancias. Quizá fuera que su orgullo habíabloqueado su mente, impidiéndole comprender

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los sentimientos de su propio corazón. Pero esosí lo sabía... que deseaba recuperar aquel corazónobstinado, conquistarlo una vez más... y novolver a perderlo jamás... Lo mantendría,mantendría su amor, se haría merecedora de él, ylo cuidaría. Porque había una cosa cierta: que lafelicidad ya no era posible sin el amor de aquelhombre.

Los pensamientos y emociones máscontradictorios se agolpaban en su mente.Absorta en ellos, dejó que el tiempo pasara sinsentir; quizá, agotada por la prolongadaexcitación, cerró los ojos y se sumió en un sueñointranquilo, en el que las visiones rápidamentecambiantes parecían continuación de suspensamientos angustiados, pero se despertóbruscamente, fuera sueño o meditación, al oírruido de pasos junto a la puerta de su habitación.

Se levantó de un salto, nerviosa, y prestó oídos:la casa estaba tan silenciosa como antes; lospasos habían cesado. Los brillantes rayos del solmatutino entraban a raudales por las ventanasabiertas. Miró el reloj que había en la pared: eranlas seis y media, demasiado temprano para quelos criados anduvieran por la casa.

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No cabía duda de que se había quedadodormida sin darse cuenta. La habían despertadoel ruido de pisadas y de voces susurrantes yapagadas... ¿De quién serían?

Despacio, de puntillas, cruzó la habitación,abrió la puerta y prestó oídos una vez más. Nopercibió el menor ruido en ese silencio especialque acompaña a las primeras horas de la mañana,cuando la humanidad entera está sumida en elsueño más profundo. Pero el ruido la habíapuesto nerviosa, y cuando, al llegar al umbral,vio una cosa blanca a sus pies —una carta,evidentemente— casi no se atrevió a tocarla.Tenía un aspecto fantasmal. No le cabía duda deque no estaba allí cuando subió a su habitación.¿Se le habría caído a Louise? ¿O se trataría de unespectro provocador que desplegaba cartasimaginarias, inexistentes?

Finalmente se agachó para recogerla y,sorprendida, completamente atónita, comprobóque la carta en cuestión iba dirigida a ella, y queestaba escrita con la caligrafía grande y seria desu marido. ¿Qué tendría que decirle a esas horasde la madrugada para no poder esperar hasta lamañana?

Rasgó el sobre y leyó lo siguiente:

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Circunstancias totalmente imprevistas meobligan a ir al Norte de inmediato, y presento misdisculpas a su señoría por no poder tener elhonor de despedirme personalmente. Como esposible que el asunto que reclama mi atenciónme tenga ocupado una semana, no podrédisfrutar del privilegio de asistir a la fiesta queofrecerá su señoría el miércoles. Su siempre fiely humilde servidor:

PERCY BLAKENEY

A Marguerite debió contagiársele la torpezaintelectual de su marido, pues tuvo que leeraquellas sencillas líneas varias veces paracomprender su significado.

Se quedó inmóvil en el rellano de la escalera,dando vueltas y más vueltas a la misteriosa ybreve misiva, con la mente en blanco, agitada,con los nervios en tensión y un presentimientoque no hubiera podido explicar.

Sir Percy poseía numerosas fincas en el Norte,y en muchas ocasiones iba allí él solo y sequedaba una semana entera; pero era muyextraño que precisamente entre las cinco y las

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seis de la mañana surgieran circunstancias talesque lo obligaran a partir con semejante premura.

Marguerite intentó borrar una sensación denerviosismo poco habitual en ella, pero en vano;temblaba de pies a cabeza. La invadió un deseoirrefrenable de volver a ver su marido,inmediatamente, si es que aún no se ha habíamarchado.

Olvidando que únicamente iba cubierta con unaligera bata, y que el pelo le caía en desordensobre los hombros, corrió escaleras abajo, y,atravesando el vestíbulo, llegó hasta la puerta.

Como de costumbre, estaban echados loscerrojos, pues los criados aún no se habíanlevantado; pero sus agudos oídos percibieronruido de voces y el patear de los cascos de uncaballo sobre las losas.

Con dedos trémulos, Marguerite descorrió loscerrojos uno por uno, rasguñándose las manos,arañándose las uñas, pues las barras eranpesadas, pero no prestó la menor atención a estasmolestias; su cuerpo entero se agitaba deinquietud sólo con pensar que quizá fuerademasiado tarde, que quizá sir Percy ya se habíamarchado sin que ella lo hubiera visto y lehubiera deseado buen viaje.

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Por último hizo girar la llave y abrió la puerta.Sus oídos no la habían engañado. Frente a lapuerta, un mozo sujetaba dos caballos. Uno deellos era Sultán, el animal favorito de sir Percy, ytambién más rápido, ensillado y listo para iniciarel viaje.

A los pocos instantes, sir Percy dobló unaesquina de la casa y se dirigió apresuradamentehacia los caballos. Se había quitado el llamativotraje que había llevado al baile, pero, como decostumbre, iba impecable y suntuosamentevestido, con un traje de buen paño, corbata ypuños de encaje, botas altas y calzones demontar.

Marguerite se adelantó unos pasos. Sir Percyalzó los ojos y la vio. Su entrecejo se fruncióligeramente.

—¿Se marcha? —preguntó Margueriteatropelladamente—. ¿A dónde va?

—Como ya he tenido el honor de comunicar asu señoría, un asunto inesperado requiere mipresencia en el Norte —respondió sir Percy, consu habitual tono frío e indolente.

—Pero... mañana tenemos invitados...—En la nota ruego a su señoría que presente

mis más sinceras disculpas a su Alteza Real.

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Usted es una anfitriona perfecta, y no creo quenadie me eche de menos.

—Pero estoy segura de que podría haberpospuesto el viaje... hasta después de la fiesta —dijo Marguerite nerviosamente—. Ese asunto noserá tan importante... y hace un momento no medijo nada...

—Como ya he tenido el honor de comunicarle,señora, se trata de un asunto totalmenteinesperado y muy urgente... Por tanto, le ruegoque me dé permiso para partir de inmediato.¿Desea algo de la ciudad... cuando regrese?

—No, gracias... No quiero nada... Pero,¿volverá pronto?

—Muy pronto.—¿Antes de que acabe la semana?—No se lo puedo asegurar.Saltaba a la vista que estaba deseando

marcharse, mientras que Marguerite hacía todolo posible por retenerlo unos momentos más.

—Percy —dijo—, ¿no quiere decirme por quése marcha hoy? Como esposa suya, creo quetengo derecho a saberlo. No le han llamado delNorte; lo sé. Anoche no llegó ninguna carta niningún mensajero antes de que saliéramos para ira la ópera, y cuando regresamos del baile no

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había nada esperándole... Estoy segura de que nova al Norte... Es un misterio, y yo...

—No hay misterio alguno, señora —replicó sirPercy, con un leve deje de impaciencia en lavoz—. El asunto que me ocupa está relacionadocon Armand... Bien, ¿tengo su permiso parapartir?

—Armand... Pero no correrá usted ningúnriesgo, ¿verdad?

—¿Riesgo yo?... No, señora, pero supreocupación me honra., Como usted dice, poseociertas influencias, y tengo la intención deejercerlas, antes de que sea demasiado tarde.

—Permita al menos que le exprese migratitud...

—No, señora —replicó sir Percy confrialdad—. No es necesario. Mi vida está a suentera disposición, y me siento sobradamenterecompensado.

—Y la mía estará a su disposición si usted laacepta, a cambio de lo que va a hacer porArmand —dijo Marguerite, al tiempo que letendía impulsivamente las manos—. Pero, ¡enfin!, no quiero retenerlo más... Mi pensamientoirá con usted... Adiós.

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¡Qué hermosa estaba a la luz del sol matutino,con su cabello deslumbrante derramándose sobrelos hombros! Sir Percy se inclinó profundamentey le besó la mano; al sentir el ardiente beso, elcorazón de Marguerite se emocionó, rebosantede alegría y esperanza.

—¿Regresará usted? —preguntó con ternura.—¡Muy pronto! —contestó sir Percy, mirando

anhelante a los ojos azules de Marguerite.—Y... ¿lo recordará? —añadió Marguerite,

mientras en sus ojos destellaban una infinidad depromesas en respuesta a la mirad de sir Percy.

—Siempre recordaré que usted me ha honradorequiriendo mis servicios, señora.

Sus palabras fueron frías y formales, pero enesta ocasión no dejaron helada a Marguerite. Sucorazón de mujer interpretó las emociones delhombre bajo la máscara de impasibilidad que suorgullo le obligaba a adoptar.

Sir Percy le hizo otra reverencia y te pidiópermiso para partir.

Marguerite se quedó a un lado mientras sumarido subía a lomos de Sultán y, cuandoatravesó la verja al galope, le dio el último adiós,agitando la mano.

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Al poco quedó oculto por una curva delcamino; su mozo de confianza se veía endificultades para mantenerse al mismo paso queél, pues Sultán corría como un rayo,respondiendo a la excitación de su jinete.Marguerite, con un suspiro casi de felicidad, sedio la vuelta y entró en la casa. Volvió a suhabitación porque de repente, como una niñacansada, sentía mucho sueño.

Parecía como si su espíritu disfrutara de unapaz absoluta y, aunque aún estaba inflamado poruna melancolía indefinible, lo aliviaba unaesperanza vaga y deliciosa, como un bálsamo.

Ya no se sentía angustiada por Armand. Elhombre que acababa de partir, y que estabadecidido a ayudar a su hermano, le inspiraba unaconfianza absoluta por su fuerza y su poder. Sesorprendió al pensar que le había considerado unnecio; naturalmente, se trataba de una máscaraque adoptaba para ocultar la dolorosa herida queMarguerite había infligido a su fe y su amor. Supasión lo hubiera dominado, y no quería que ellaviera lo mucho que le importaba y cuánprofundamente sufría.

Pero a partir de ese momento todo iría bien;Marguerite mataría su propio orgullo, lo

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sometería ante él, se lo contaría todo, confiaríaen él completamente, y volverían los días felicesen que paseaban por los bosques deFontainebleau, hablando poco, pues sir Percysiempre había sido un hombre silencioso, pero enque Marguerite sabía que siempre encontraríaconsuelo y felicidad en aquel corazón lleno defortaleza.

Cuanto más pensaba en los acontecimientos dela noche anterior, menos temía a Chauvelin y susplanes. El francés no había logrado averiguar laidentidad de Pimpinela Escarlata; de eso estabasegura. Tanto lord Fancourt como Chauvelin lehabían asegurado que a la una de la noche nohabía nadie en el comedor, salvo el francés yPercy... ¡Sí! ¡Percy! Hubiera podido preguntarlea él, pero no se le había ocurrido. De todosmodos, no sentía el menor temor de que el héroevaliente y desconocido cayera en la trampa deChauvelin y, al menos, la muerte de Pimpinelano recaería sobre su conciencia.

Sin duda, Armand aún se encontraba enpeligro, pero Percy le había dado su palabra deque lo salvaría, y mientras Marguerite lo veíaalejarse al galope, no se le pasó por la cabeza queexistiera la más remota posibilidad de que no

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llevara a término cualquier empresa queemprendiera. Cuando Armand estuviera sano ysalvo en Inglaterra, Marguerite no le permitiríaque regresase a Francia,

Se sentía casi feliz, y tras correr las cortinaspara protegerse del sol cegador, se acostó, apoyóla cabeza en la almohada y, como una niñacansada, enseguida se sumió en un sueñotranquilo y sosegado.

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XVIII

EL EMBLEMA MISTERIOSO

Ya estaba muy avanzado el día cuando sedespertó Marguerite, descansada tras el largosueño. Louise le llevó leche fresca y un plato defruta, y su ama dio cuenta del frugal desayunocon buen apetito.

Mientras masticaba las uvas, en la mente deMarguerite se agolpaban frenéticamente lospensamientos más dispares, pero en su mayoría,acompañaban a la figura erguida de su marido,que había contemplado mientras se alejaba algalope hacía ya más de cinco horas.

En respuesta a sus impacientes preguntas,Louise le dio la noticia de que el criado habíavuelto a casa con Sultán y había dejado a sirPercy en Londres. El criado pensaba que su amotenía intención de embarcar en su yate, queestaba anclado bajo el puente de Londres. SirPercy había ido a caballo hasta aquel lugar, en elque se había reunido con Briggs, el patrón delDay Dream, y a continuación había ordenado almozo que volviera a Richmond con Sultán y lamontura vacía.

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La noticia dejó a Marguerite más confusa queantes. ¿Adónde iría sir Percy en el Day Dream?Según él, se trataba de algo relacionado conArmand. ¡Claro! Sir Percy tenía amigosinfluyentes en todas partes. Quizá se dirigiera aGreenwich, o... Pero al llegar a este punto,Marguerite dejó de hacer conjeturas. Prontoquedaría todo explicado: sir Percy le había dichoque regresaría, y que se acordaría.

Ante Marguerite se presentaba un largo día deocio. Esperaba la visita de su antigua compañerade colegio, la pequeña Suzanne de Tournay. Consana malicia, la noche anterior le había pedido ala condesa que le permitiera disfrutar de lacompañía de Suzanne en presencia del príncipede Gales. Su Alteza Real aprobó la ideaentusiasmado, y declaró que iría a ver a las dosdamas con sumo gusto en el transcurso de latarde. La condesa no se atrevió a denegar supermiso, y, dadas las circunstancias, se vioobligada a prometer que enviaría a la pequeñaSuzanne a pasar un alegre día en Richmond consu amiga.

Marguerite la esperaba impaciente; ardía endeseos de hablar largo y tendido sobre los viejostiempos del colegio con la joven. Prefería su

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compañía a la de cualquier otra persona, yconfiaba en pasar varias horas con ella,deambulando por el hermoso y antiguo jardín yel frondoso parque, o paseando a la orilla del río.

Pero Suzanne aún no había llegado, yMarguerite, después de vestirse, se dispuso abajar. Aquella mañana parecía una muchacha,con su sencillo vestido de muselina con un anchofajín azul alrededor de la esbelta cintura y undelicado chaleco cruzado en cuyo pecho habíaprendido unas rosas tardías de color carmesí.

Cruzó el rellano al que daban sus aposentos, yse quedó inmóvil unos instantes junto a laescalera de roble que descendía hasta el pisoinferior. A la izquierda estaban los aposentos desu marido, varias estancias en las que Margueritecasi nunca entraba.

Consistían en el dormitorio, el recibidor y elvestidor y, en el extremo del rellano, un pequeñodespacho, que, cuando no lo utilizaba sir Percy,siempre estaba cerrado con llave. Frank, suayuda de cámara de confianza, era el responsablede aquella habitación. No se permitía a nadieentrar en ella. A lady Blakeney jamás se le habíaocurrido hacerlo y, naturalmente, los demás

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criados no se atrevían a quebrantar norma tanestricta.

Con el amable desprecio que había adoptadorecientemente en la relación con su marido,Marguerite le tomaba el pelo por el secreto querodeaba su estudio privado. Asegurababurlonamente que sir Percy lo protegía de lasmiradas curiosas por temor a que alguiendescubriese el poco «estudio» que se realizabaentre sus cuatro paredes: sin duda, el mueble másllamativo era un cómodo sillón para las dulcessiestas de sir Percy.

En esto pensaba Marguerite aquella radiantemañana de octubre, mientras mirabacautelosamente el pasillo. Frank debía andar muyocupado ordenando las habitaciones de su amo,pues la mayoría de las puertas estaban abiertas, ytambién la del despacho.

A Marguerite le embargó una curiosidadrepentina e infantil por echar una ojeada a laguarida de sir Percy. Naturalmente, a ella no leafectaba la prohibición y, como era lógico, Frankno se atrevería a negarle la entrada. Sin embargo,prefirió esperar a que el criado fuese a arreglarotra habitación para investigar rápidamente y ensecreto, sin que nadie la molestara.

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Despacio, de puntillas, cruzó el rellano y, comola mujer de Barbazul, temblando de excitación yasombro, se detuvo unos segundos en el umbral,extrañamente perturbada e indecisa.

La puerta estaba entornada, y no distinguiónada en el interior. La empujó con cuidado.Como no se oía ningún ruido, dedujo que Frankno debía encontrarse allí, y entró audazmente.

Inmediatamente le sorprendió la sencillez decuanto la rodeaba: las cortinas oscuras y pesadas,los enormes muebles de roble, los mapascolgados en la pared no le recordaron al hombreindolente y mundano, al amante de las carrerasde caballos, al sofisticado árbitro de la moda, queera la imagen que presentaba sir Percy Blakeneyal exterior.

En la estancia no había el menor indicio de unapartida apresurada. Todo estaba en su sitio; no seveía ni un solo trozo de papel en el suelo, ni unarmario o cajón abierto. Las cortinas estabandescorridas, y por la ventana abierta entrabalibremente el fresco aire matutino.

Frente a la ventana, en el centro de lahabitación, había un gigantesco escritorio deaspecto severo, que sin duda se utilizabaconstantemente. En la pared situada a la

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izquierda del escritorio, alzándose casi desde elsuelo hasta el techo, colgaba el retrato de cuerpoentero de una mujer, de factura exquisita ymagnífico marco, con la firma de Boucher. Era lamadre de Percy.

Marguerite sabía muy poco de ella; únicamenteque había muerto en el extranjero, enferma físicay mentalmente, cuando Percy era un muchacho,Debió ser una mujer muy hermosa, cuando lapintó Boucher, y al contemplar el retrato,Marguerite se quedó asombrada ante elextraordinario parecido que existía entre madre ehijo: la misma frente baja y cuadrada, coronadapor una cabellera abundante y rubia, suave ysedosa; los mismos ojos azules, hundidos y untanto somnolientos, bajo las cejas rectas, de trazobien definido; y en los ojos, la mismavehemencia disimulada tras una aparenteindolencia, la misma pasión latente queiluminaba el rostro de Percy en los díasanteriores a su matrimonio, que Marguerite habíavuelto a percibir aquella mañana, al amanecer,cuando se acercó a él, y que le había incitado adar un cierto tono de ternura a su voz.

Marguerite examinó el retrato, pues leinteresaba; después se dio la vuelta y miró una

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vez más el enorme escritorio. Estaba cubierto depapeles, que parecían recibos y facturas, todoscuidadosamente atados y etiquetados,metódicamente distribuidos. Hasta ese momento,a Marguerite no se le había ocurrido —nisiquiera había pensado que mereciera la penaaveriguarlo— cómo administraba sir Percy lainmensa fortuna que le había dejado su padre,cuando todos pensaban que carecía por completode inteligencia.

Desde que entrara en la habitación ordenada ycuidada, se sentía tan sorprendida que aquellaprueba palpable de la gran habilidad de sumarido para los negocios no despertó en ella másque un asombro pasajero, pero reforzó suconvicción de que, con sus necedades mundanas,su amaneramiento y su conversación baladí, nosólo llevaba una máscara, sino que representabaun papel muy bien estudiado.

Marguerite no acertaba a comprenderlo. ¿Porqué se tomaría tantas molestias? ¿Por qué unhombre que sin duda era serio y formal seempeñaba en presentarse ante sus semejantescomo un bobo de cabeza hueca?

Probablemente quería ocultar su amor por unamujer que lo despreciaba... pero hubiera podido

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cumplir su objetivo con menos sacrificio, y conmuchos menos problemas que los que debíacostarle representar constantemente un papel queno se correspondía con su verdadero carácter.

Miró a su alrededor sin propósito concreto;estaba terriblemente confundida, y ante aquelmisterio inexplicable empezó a apoderarse deella un temor innombrable. De repenteexperimentó una sensación de frío eincomodidad en la habitación oscura y austera.En las paredes no había cuadros, salvo elhermoso retrato de Boucher; sólo dos mapas,ambos de Francia. Uno representaba la costaseptentrional y el otro los alrededores de París.¿Para qué los querría sir Percy?

Empezó a dolerle la cabeza, y abandonó aquelextraño escondite de Barbazul que habíainvadido y que no comprendía. No quería queFrank la viese allí, y tras lanzar una últimamirada a su alrededor, se dirigió a la puerta. Y enese momento su pie tropezó con un pequeñoobjeto que debía encontrarse junto a la mesa,sobre la alfombra, y que echó a rodar por lahabitación.

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Marguerite se agachó para cogerlo. Era unanillo de oro macizo, con un sello plano en elque había un emblema grabado.

Le dio vueltas entre los dedos, y examinó elpequeño grabado. Representaba una florecilla enforma de estrella, la misma que había visto contoda claridad en otras dos ocasiones: una vez enla ópera, y otra en el baile de lord Grenville.

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XIX

LA PIMPINELA ESCARLATA

Marguerite no hubiera podido decir en quémomento concreto empezó a deslizarse en sumente la primera sospecha. Con el anilloapretado con fuerza en la mano, salióapresuradamente de la habitación, corrióescaleras abajo y salió al jardín, y allí, tranquila ya solas con las flores, el río y los pájaros, pudocontemplar el anillo a su sabor y examinar elemblema con mayor detenimiento.

Estúpidamente, sentada a la sombra de unsicomoro, se puso a contemplar el sello delanillo, con la florecilla en forma de estrellagrabada.

¡Bah! ¡Era completamente ridículo! Estabasoñando. Tenía los nervios sobreexcitados, y veíasimbolismos y misterios en las coincidencias mástriviales. ¿Acaso no se había puesto de moda enla ciudad que todo el mundo luciera el emblemadel misterioso y heroico Pimpinela Escarlata?

¿Acaso no lo llevaba ella misma bordado en losvestidos, engastados en joyas y esmaltes para elpelo? ¿Qué tenía de raro el hecho de que sir

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Percy hubiera elegido aquel emblema comosello? Era muy probable que hubiera ocurridoeso... sí... muy probable, y además... ¿quérelación podía existir entre su marido, unpetimetre exquisito, con sus ropas de buenacalidad y sus ademanes refinados e indolentes, yel audaz conspirador que rescataba a las víctimasfrancesas ante las mismísimas narices de losdirigentes de una revolución sedienta de sangre?

Sus pensamientos se acumulabanvertiginosamente, dejándole la mente en blanco...No veía nada de lo que ocurría a su alrededor, yse sobresaltó cuando una voz joven y fresca gritódesde el otro extremo del jardín: «Chérie...chérie! ¿Dónde estás?», y la pequeña Suzanne,fresca como un capullo de rosa, con los ojosradiantes de júbilo y los rizos castaños ondeandoa la suave brisa matutina corrió hacia ella por elcésped.

—Me han dicho que estabas en el jardín —exclamó alegremente, al tiempo que se arrojabacon impulso juvenil en brazos de Marguerite—,y he venido corriendo para darte una sorpresa.No me esperabas tan pronto, ¿verdad, Margotchérie?

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Marguerite, que había escondidoapresuradamente el anillo entre los pliegues desu pañuelo, intentó responder con la mismaalegría y despreocupación a la impulsividad de lamuchacha.

—Claro que no, cielo —replicó con unasonrisa—. Me encanta tenerte toda para mí, ydurante un día entero... ¿No te aburrirás?

—¡Aburrirme! Margot, ¿cómo puedes decircosas tan horribles? Pero si cuando estábamosjuntas en el convento siempre nos gustaba quenos dejaran quedarnos las dos solas..

—Y contamos secretos.Las dos jóvenes entrelazaron los brazos y se

pusieron a pasear por el jardín.—¡Ah, qué casa tan bonita tienes, Margot! —

dijo la pequeña Suzanne entusiasmada—. ¡Y quéfeliz debes ser!

—¡Sí, desde luego! Debería ser feliz, ¿no? —replicó Marguerite con un leve suspiro demelancolía.

—Lo dices con mucha tristeza, chérie... Bueno,supongo que ahora que eres una mujer casada yano te apetecerá contarme secretos. ¡Ah, cuántossecretos teníamos cuando estábamos en elcolegio! ¿Te acuerdas? Algunos no se los

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confiábamos ni siquiera a la hermana Teresa delos Santos Angeles, a pesar de que eraencantadora.

—Y ahora tienes un secreto importantísimo,¿eh, pequeña? —dijo Marguerite en tonoanimoso—, que vas a contarme inmediatamente.No, no tienes por qué sonrojarte, chérie —añadió, al ver que la bonita cara de Suzanne seteñía de carmesí—. ¡Vamos, no hay nada de queavergonzarse! Es un hombre noble y bueno, delque se puede una sentir orgullosa como amante,y... como marido.

—No, chérie, si no me avergüenzo —replicóSuzanne dulcemente—, y me siento muyorgullosa al oírte hablar tan bien de él. Creo quemamá dará su aprobación —añadió pensativa—y yo ¡seré tan feliz...! Pero, naturalmente, no sepuede pensar en nada de eso hasta que papá seencuentre a salvo...

Marguerite se sobresaltó. ¡El padre deSuzanne! ¡El conde de Tournay, una de laspersonas cuya vida correría peligro si Chauvelinlograba averiguar la identidad de PimpinelaEscarlata!

Por mediación de la condesa y de algunosmiembros de la Liga, Marguerite se había

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enterado de que su misterioso jefe habíaempeñado su palabra de honor en sacar deFrancia al fugitivo conde de Tournay sano ysalvo. Mientras la pequeña Suzanne seguíacharlando, ajena a todo lo que no fuera susecretillo importantísimo, los pensamientos deMarguerite volvieron a los acontecimientos de lanoche anterior.

La peligrosa situación de Armand, la amenazade Chauvelin, su cruel disyuntiva «O eso o ... »,que ella había aceptado.

Y el papel que ella había desempeñado en elasunto, que hubiera debido culminar a la una dela noche en el comedor de la casa de lordGrenville, momento en que el implacable agentedel gobierno francés seguramente averiguó al finquién era el misterioso Pimpinela Escarlata, quetan abiertamente desafiaba a un verdaderoejército de espías y defendía a los enemigos deFrancia con tal audacia y por simple deporte.

Desde entonces, Marguerite no había tenidonoticias de Chauvelin, y había llegado a laconclusión de que el francés no había logrado suobjetivo. Sin embargo, no sentía preocupaciónpor Armand, porque su marido le habíaprometido que a su hermano no le ocurriría nada.

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Pero de repente, mientras Suzanne continuabasu alegre charla, le invadió un horror espantosopor lo que había hecho. Era cierto que Chauvelinno le había dicho nada; pero recordó suexpresión sarcástica y malvada al despedirse deellos tras el baile. ¿Habría descubierto algo?¿Habría trazado ya planes precisos para coger alosado conspirador con las manos en la masa, enFrancia, y enviarlo a la guillotina sinremordimientos ni demoras?

Marguerite se puso enferma de puro terror, y sumano apretó convulsivamente el anillo quellevaba en el vestido.

—No me estás escuchando, chérie —dijoSuzanne en tono de reproche, interrumpiendo sunarración, larga y sumamente interesante.

—Claro que sí, cielo. Te estoy escuchando —replicó Marguerite haciendo un esfuerzo,obligándose a sonreír—. Me encanta oírte... y tufelicidad me llena de alegría... No tengas miedo.Ya nos las arreglaremos para convencer a mamá.Sir Andrew Ffoulkes es un noble caballeroinglés; tiene dinero y una buena posición, y lacondesa dará su consentimiento... Pero..., dimeuna cosa, pequeña... ¿Qué noticias tenéis de tupadre?

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—¡Ah, no podrían ser mejores! —contestóSuzanne, loca de contento—. Lord Hastings vinoa ver a mamá a primeras horas de esta mañana yle dijo que todo va bien, y que podemos confiaren que llegue a Inglaterra dentro de menos decuatro días.

—Sí —dijo Marguerite, con los brillantes ojosprendidos de los labios de Suzanne, que continuóalegremente:

—¡Ahora ya no tenemos ningún temor! ¿Nosabes que el mismísimo Pimpinela Escarlata, tannoble y bueno, ha ido a rescatar a papá, chérie?Ha ido allí, chérie... ya se ha marchado —añadióSuzanne con excitación—. Estaba en Londresesta mañana, y quizá mañana llegue a Calais...Allí se reunirá con papá... y después... ydespués...

Las palabras de Suzanne fueron como ungolpe. Marguerite lo esperaba desde hacíatiempo, aunque en el transcurso de la últimamedia hora había intentado engañarse y borrarsus temores. Había ido a Calais, se encontraba enLondres por la mañana... él... PimpinelaEscarlata... Percy Blakeney... su marido, al quehabía delatado ante Chauvelin la noche anterior...

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Percy... Percy... su marido... PimpinelaEscarlata... ¡Ah! ¿Cómo había estado tan ciega?En aquel momento lo comprendió, locomprendió todo de repente... El papel querepresentaba, la máscara que llevaba... paradespistar al mundo entero.

Y todo por puro deporte y juego: salvar de lamuerte a hombres, mujeres y niños, como otraspersonas destruyen y matan animales por placer,por gusto. Aquel hombre rico y ocioso necesitabaun objetivo en la vida... Él y el puñado dejóvenes cachorros que se habían alistado bajo subandera llevaban varios meses entreteniéndoseen arriesgar la vida por unos cuantos inocentes.

Quizá sir Percy tenía intención de decírselocuando se casaron, pero cuando la historia delmarqués de St. Cyr llegó a sus oídos, se alejóbruscamente de ella, pensando, sin duda, quealgún día podía traicionarlos, a él y a suscamaradas, que habían jurado seguirle. Y por esola había engañado, como había engañado a todoslos demás, mientras que cientos de personas ledebían la vida, y muchas familias le debían lavida y la felicidad.

La máscara de petimetre necio resultaba muyeficaz, y había representado su papel con

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consumada maestría. No era de extrañar que losespías de Chauvelin no hubieran logradodescubrir, en aquel ser aparentemente estúpido ysin cerebro, al hombre que con increíble audaciae infinito ingenio había burlado a los espíasfranceses más habilidosos, tanto en Francia comoen Inglaterra. La noche anterior, cuandoChauvelin fue al comedor de la casa de lordGrenville a buscar al osado Pimpinela Escarlata,sólo vió al necio de sir Percy Blakeneyprofundamente dormido en un sofá.

¿Habría adivinado el secreto Chauvelin con sugran astucia? En eso radicaba el rompecabezas,terrible, espantoso. Al delatar a un desconocidosin nombre para salvar a su hermano, ¿habríacondenado a muerte Marguerite Blakeney a supropio esposo?

¡No, no, no! ¡Mil veces no! El Destino nopodía descargar un golpe así; la propiaNaturaleza se rebelaría; su mano, cuandosujetaba el minúsculo trozo de papel la nocheanterior, se hubiera paralizado antes de cometerun acto tan horrible y espantoso.

—¿Qué te ocurre, chérie? —preguntó lapequeña Suzanne, realmente preocupada, pues elrostro de Marguerite había adquirido un tinte

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pálido y ceniciento—. ¿Te sientes mal,Marguerite? ¿Qué te ocurre?

—Nada, nada, bonita mía —murmuróMarguerite, como en sueños—. Espeta unmomento... Déjame pensar... ¿Dices... dices quePimpinela Escarlata se ha marchado hoy?

—Marguerite, chérie, ¿qué ocurre? No measustes...

—Te digo que no es nada, de verdad... Nada...Quiero quedarme a solas un momento y... esposible que tengamos que reducir el tiempo queíbamos a pasar juntas... A lo mejor tengo queirme... Lo entiendes, ¿verdad?

—Lo que comprendo es que ha ocurrido algo,chérie, y que quieres estar sola. No seré unestorbo. No te preocupes por mí. Lucile, midoncella, aún no se ha ido... Volveremos juntas...No te preocupes por mí.

Rodeó impulsivamente a Marguerite con susbrazos. A pesar de ser una niña, comprendió quesu amiga estaba profundamente afligida, y con elinfinito tacto de su ternura juvenil, no intentóentrometerse y se dispuso a desaparecerdiscretamente.

Besó a Marguerite una y otra vez, y atravesó eljardín con expresión de tristeza. Marguerite no se

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movió; se quedó en el mismo sitio en que estaba,pensando... preguntándose qué debía hacer.

En el momento en que la pequeña Suzanne ibaa remontar la escalera de la terraza, un criadorodeó la casa y se dirigió corriendo hacia su ama.Llevaba una carta lacrada en la mano. Suzannese volvió instintivamente; su corazón le decíaque quizá fueran malas noticias para su amiga, ypensaba que su pobre Margot no se encontrabaen condiciones de recibir ninguna más.

El criado saludó respetuosamente a su ama, y acontinuación le dio la carta lacrada.

—¿Qué es esto? —preguntó Marguerite.—Acaba de llegar con un mensajero, señora.Marguerite cogió la carta con gesto mecánico,

y le dio la vuelta con dedos temblorosos.—¿Quién la envía? —dijo.—El mensajero ha dicho que tenía orden de

entregar la carta, señora, y que su señoría sabríade dónde proviene —contestó el criado.

Marguerite rompió el sobre. Su instinto ya lehabía dicho qué contenía, y sus grandes ojos selimitaron a lanzarle una mirada rápida.

Era una carta escrita por Armand St. Just a sirAndrew Ffoulkes, la carta que los espías deChauvelin habían robado en The Fisherman's

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Rest y que Chauvelin había empuñado como unavara para obligarla a obedecer.

Había cumplido su palabra: le devolvía lacomprometedora carta de St. Just... porque estabatras la pista de Pimpinela Escarlata.

Los sentidos de Marguerite desfallecieron, yexperimentó la sensación de que el almaabandonaba su cuerpo; se tambaleó, y hubieracaído a no ser por el brazo de Suzanne, que lerodeó la cintura. Con un esfuerzo sobrehumanorecuperó el control de sí mismo. Aún quedabamucho por hacer.

—Tráeme al mensajero —dijo al criado, congran calma—. No se habrá marchado ya,¿verdad?

—No, señora.—Y tú, pequeña, entra en casa, y dile a Lucile

que se prepare. Me temo que voy a tener queenviarte con tu madre. Ah, sí, y dile a una de misdoncellas que me prepare un vestido y una capade viaje.

Suzanne no replicó. Besó a Marguerite conternura, y obedeció sin pronunciar palabra. Lamuchacha se sentía abrumada por la terribleaflicción que reflejaba el rostro de su amiga.

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Al cabo de unos instantes regresó el criado,seguido por el mensajero que había llevado lacarta.

—¿Quién le ha dado este sobre? —preguntóMarguerite.

—Un caballero, señora —respondió elhombre—. Me lo dio en la posada de The Roseand Thistle, enfrente de Charing Cross. Me dijoque usted entendería de qué se trataba.

—¿En The Rose and Thistle? ¿Qué hacía allí?—Estaba esperando el carruaje que había

alquilado, su señoría,—¿Un carruaje?—Sí, señora. Había encargado un carruaje

especial. Según me dijo su criado, se dirigía aDover en posta.

—Está bien. Puede marcharse. —Acontinuación se volvió hacia su criado—: Quepreparen inmediatamente mi coche y los cuatrocaballos más veloces que haya en las cuadras.

El criado y el mensajero se apresuraron aobedecer. Marguerite se quedó unos momentos asolas. Su esbelta figura estaba rígida como unaestatua, sus ojos miraban sin ver, tenía las manosfuertemente apretadas sobre el pecho, y sus

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labios se movían, murmurando con unapersistencia patética y conmovedora:

—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?¿Dónde puedo encontrarlo? ¡Oh, Dios mío, damelucidez ...!

Pero no era momento para la desesperación niel arrepentimiento.

Involuntariamente, había hecho algo terrible: asus ojos, el peor delito que jamás cometió mujeralguna. En ese instante lo comprendió en todo suhorror. Su ceguera al no haber adivinado elsecreto de su marido se le antojaba otro pecadomortal. ¡Tenía que haberlo comprendido! ¡Teníaque haberlo comprendido!

¿Cómo podía haber pensado que un hombrecapaz de amar con la intensidad con que la habíaamado Percy Blakeney desde el principio, que unhombre así podía ser el imbécil sin cerebro quedeliberadamente aparentaba ser? Al menos ellatenía que haber comprendido que se trataba deuna máscara, y al descubrirlo, debía habérselaarrancado en un momento en que se encontrasenlos dos a solas.

Su amor por él había sido insignificante ydébil, y su orgullo no había tardado en aplastarlo.También ella había utilizado una máscara,

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adoptando una actitud de desprecio hacia sumarido, cuando lo que en realidad ocurría eraque no había sabido comprenderlo.

Pero no había tiempo para recordar el pasado.Marguerite había cometido un terrible error acausa de su ceguera; tenía que rectificarlo, nocon vanos remordimientos, sino con unaactuación rápida y eficaz.

Percy se dirigía a Calais, totalmente ajeno alhecho de que su enemigo más implacable leseguía pisándole los talones. Había zarpado delPuente de Londres a primeras horas de aquellamañana. Si encontraba viento favorable, no cabíaduda de que llegaría a Francia en el plazo deveinticuatro horas, y tampoco cabía duda de quehabía contado con el viento favorable y habíaelegido aquella ruta.

Por su parte, Chauvelin iría a Dover en cochede posta, fletaría allí un barco y llegaría a Calaismás o menos al mismo tiempo. Una vez enCalais, Percy se reuniría con todas aquellaspersonas que esperaban con impaciencia al nobley valiente Pimpinela Escarlata, que había ido arescatarlas de una muerte terrible e inmerecida.Con los ojos de Chauvelin pendientes de cadauno de sus movimientos, Percy no sólo pondría

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en peligro su propia vida, sino la del padre deSuzanne, el anciano conde de Tournay, y la delos demás fugitivos que le esperaban y confiabanen él. También estaba Armand, que había ido areunirse con De Tournay, con la seguridad que ledaba el saber que Pimpinela Escarlata se ocupabade su seguridad.

Marguerite tenía en sus manos todas aquellasvidas, y la de su marido; tenía que salvarlos,contando con que el valor y el ingenio humanosestuvieran a la altura de la tarea que iba aacometer.

Por desgracia, Marguerite no sabía dóndeencontrar a su marido, mientras que Chauvelin,al haber robado los documentos de Dover,conocía el itinerario completo. Lo que deseabaMarguerite, por encima de todo, era poner aPercy sobre aviso.

Ya lo conocía lo suficiente como para tener lacerteza de que no abandonaría a quienes habíandepositado su confianza en él, de que no searredraría ante el peligro y no permitiría que elconde de Tournay cayera en unas manos asesinasque no conocían la misericordia. Pero si leavisaba, quizá pudiera trazar otros planes, actuarcon más cautela y más prudencia.

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Inconscientemente, podía caer en una trampa,pero, si le ponían sobre aviso, aún cabía laposibilidad de que llevara a cabo su empresa.

Y si no lo lograba, si el destino, y Chauvelin,con tantos recursos como tenía a su alcance,resultaban demasiado poderosos para el audazconspirador, Marguerite al menos estaría a sulado, para consolarlo, amarlo y cuidarlo, paraburlar a la muerte en el último momentohaciéndola parecer dulce, si morían los dosjuntos, el uno en brazos del otro, con la felicidadsuprema de saber que la pasión había respondidoa la pasión, y que todos los malentendidos habíantocado a su fin.

El cuerpo de Marguerite se puso rígido,rebosante de una firme decisión. Eso era lo quepensaba hacer, si Dios le daba inteligencia yfortaleza. Desapareció la mirada perdida de susojos, que se iluminaron con una llama interior alpensar que volvería a verle tan pronto, en mediode peligros mortales: despidieron destellos con laalegría de compartir aquellos peligros con él, deayudarle tal vez, de estar con él en el últimomomento... si no lograba su propósito.

El rostro dulce e infantil adquirió unaexpresión dura y decidida, y la boca curvada se

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cerró con fuerza sobre los dientes apretados.Estaba dispuesta a triunfar o morir, con él y porél. Entre las cejas rectas apareció un frunce, quedenotaba una voluntad de hierro y una resoluciónindomable; ya había trazado sus planes. Enprimer lugar, iría a buscar a sir Andrew Ffoulkes,era el mejor amigo de Percy, y Margueriterecordó emocionada el ciego entusiasmo con quesiempre hablaba el joven de su misterioso jefe.

Le ayudaría en todo lo que necesitara; el cochede lady Blakeney estaba preparado. Se cambiaríade ropa, se despediría de Suzanne, y partiría deinmediato.

Sin prisas, pero sin la menor vacilación, entrósilenciosamente en la casa.

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XX

EL AMIGO

Al cabo de menos de media hora, Marguerite,absorta en sus pensamientos, se encontraba en elinterior de su carruaje, que la llevaba velozmentea Londres.

Antes se había despedido cariñosamente de lapequeña Suzanne, tras haberse asegurado de quela niña se instalaba en su propio coche pararegresar a casa en compañía de su doncella.Envió un mensajero con una respetuosa misivaen que presentaba sus disculpas a Su AltezaReal, rogándole que suspendiera su augustavisita, pues un asunto urgente e imprevisto, leimpedía atenderle, y otro que se encargaría deapalabrar una posta de caballos en Faversham.

A continuación se cambió el vestido demuselina por un traje y una capa de viaje entonos oscuros, cogió dinero —que su maridosiempre ponía generosamente a su disposición—y partió.

No trató de engañarse con esperanzas vanas einútiles; sabía que, para garantizar la seguridadde su hermano, era condición indispensable la

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inminente captura de Pimpinela Escarlata. ComoChauvelin le había devuelto la comprometedoracarta de Armand, no cabía la menor duda de queel agente francés estaba convencido de que PercyBlakeney era el nombre al que había juradoenviar a la guillotina.

¡No! ¡En esos momentos no podía permitirseque el cariño le hiciera concebir vanasesperanzas! Percy, su esposo, el hombre al queamaba con todo el ardor que la admiración por suvalentía había encendido en ella, se encontrabaen peligro de muerte, y por su culpa. Le habíadelatado a su enemigo —involuntariamente, eracierto—, pero le había delatado al fin y al cabo, ysi Chauvelin lograba apresarlo, pues de momentoPercy desconocía ese peligro, su muerte recaeríasobre la conciencia de Marguerite. ¡Su muerte!¡Si ella hubiera sido capaz de defenderlo con supropia sangre y de dar la vida por él!

Ordenó al cochero que la llevara a la posada deThe Crown; una vez allí, le dijo que diera decomer a los caballos y que los dejara descansar.A continuación alquiló una silla y se dirigió a lacasa de Pall Mall en que vivía sir AndrewFfoulkes.

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De entre todos los amigos de Percy que sehabían alistado bajo su audaz estandarte,Marguerite prefería confiar en sir AndrewFfoulkes. Siempre había sido amigo suyo, y enesos momentos, el amor del joven por la pequeñaSuzanne le acercaba aún más a ella. Si nohubiera estado en casa, si hubiera acompañado aPercy en su loca aventura, quizá hubiera acudidoa lord Hastings o lord Tony. Necesitaba la ayudade uno de aquellos jóvenes, pues en otro caso seencontraría impotente para salvar a su marido.

Pero, afortunadamente, sir Andrew Ffoulkesestaba en casa, y su criado anunció a ladyBlakeney de inmediato. Marguerite subió a loscómodos aposentos de soltero del joven, y seinstaló en una pequeña sala, lujosamenteamueblada. Al cabo de unos instantes hizo suaparición sir Andrew.

Saltaba a la vista que al enterarse de quién erala dama que había ido a verle se habíasobresaltado, pues miró a Marguerite conpreocupación, e incluso con recelo, mientras larecibía con las aparatosas reverencias queimponía el rígido protocolo de la época.

Marguerite no dio ninguna muestra denerviosismo; estaba muy tranquila, y tras

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devolver al joven el complicado saludo, dijopausadamente:

—Sir Andrew, no tengo el menor deseo dedesperdiciar un tiempo que podría ser preciosoen conversaciones inútiles. Tendrá que aceptarciertas cosas que voy a decirle, pues carecen deimportancia. Lo único que importa es que su jefey camarada, Pimpinela Escarlata... mi marido...Percy Blakeney... se encuentra en peligro demuerte.

De haber albergado la menor duda sobre laverdad de sus deducciones, Marguerite hubierapodido confirmarlas en ese momento, pues sirAndrew, cogido completamente por sorpresa, sepuso muy pálido, y fue incapaz de hacer elmínimo esfuerzo por desmentir sus palabras deuna forma inteligente.

—No me pregunte por qué lo sé, sir Andrew —añadió Marguerite con la misma calma—.Gracias a Dios, lo sé, y quizá no sea demasiadotarde para salvarlo. Por desgracia, no puedohacerlo yo sola, y por eso he venido a pedirleayuda.

—Lady Blakeney —dijo el joven, tratando derecobrar el control de sí mismo—, yo...

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—Por favor, escúcheme —le interrumpióMarguerite—. El asunto es el siguiente. La nocheque el agente del gobierno francés les robóciertos documentos cuando estaban en Dover,encontró entre ellos los planes que su jefe oalguno de ustedes pensaba llevar a cabo pararescatar al conde de Tournay y a otras personas.Pimpinela Escarlata, es decir, Percy, mi marido,ha iniciado esta aventura él solo esta mismamañana. Chauvelin sabe que Pimpinela Escarlatay Percy Blakeney son la misma persona. Loseguirá hasta Calais, y allí lo apresará. Ustedconoce tan bien como yo el destino que leaguarda en manos del gobierno revolucionariofrancés. No lo salvará la intercesión deInglaterra, ni siquiera del mismísimo rey George.Ya se encargarán Robespierre y su banda de quela intercesión llegue demasiado tarde. Pero,además, ese jefe en el que tanta confianza se hadepositado, será involuntariamente la caua deque se descubra el escondite del conde deTournay y de todos los que tienen sus esperanzaspuestas en él.

Pronunció estas palabras con calma,desapasionadamente, y con una resolución firme,férrea. Su objetivo consistía en lograr que aquel

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hombre la creyera y la ayudara, pues no podíahacer nada sin él.

—No entiendo a qué se refiere —insistió sirAndrew, intentando ganar tiempo, pensar quédebía hacer.

—Yo creo que sí lo entiende, sir Andrew.Tiene que saber que lo que digo es verdad. Porfavor, enfréntese con los hechos. Percy hazarpado rumbo a Calais, supongo que hacia unlugar solitario de la costa, y Chauvelin lepersigue. El agente francés se dirige a Dover encoche de posta, y es probable que cruce el canalde la Mancha esta misma noche. ¿Qué cree ustedque ocurrirá?

El joven guardó silencio.—Percy llegará a su punto de destino sin saber

que le están siguiendo, irá a buscar a De Tournayy los demás —entre los que se encuentra mihermano, Armand St. Just—, irá a buscarlos unopor uno seguramente, sin saber que los ojos mássagaces del mundo observan todos susmovimientos. Cuando haya delatadoinvoluntariamente a quienes confían ciegamenteen él, cuando ya no puedan sacarle más partido yesté a punto de regresar a Inglaterra, con laspersonas a las que ha ido a salvar corriendo

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tantos riesgos, las puertas de la trampa secerrarán a su alrededor y acabará su noble vidaen la guillotina.

Sir Andrew siguió en silencio.—No confía usted en mí —dijo Marguerite

apasionadamente—. ¡Dios mío! ¿Acaso no veque estoy desesperada? Dígame una cosa —añadió, agarrando repentinamente al joven porlos hombros con sus manecitas—. ¿Realmente leparezco el ser más despreciable del mundo, unamujer capaz de traicionar a su propio marido?

—¡No permita Dios que le atribuya motivostan ruines, lady Blakeney, pero... —dijo sirAndrew al fin.

—Pero, ¿qué?... Dígame... ¡Vamos, rápido!¡Cada segundo es precioso!

—¿Podría usted explicarme quién ha ayudado amonsieur Chauvelin a obtener la información queposee? —le preguntó a bocajarro, mirándolainquisitivamente a los azules ojos.

—Yo —respondió Marguerite con calma—.No voy a mentirle, porque quiero que confíetotalmente en mí. Pero yo no tenía ni idea...¿cómo podía tenerla? de la identidad dePimpinela Escarlata... y la recompensa por miactuación era la vida de mi hermano.

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—¿Le recompensa por ayudar a Chauvelin aapresar a Pimpinela Escarlata?

Marguerite asintió.—Sería inútil contarle cómo me obligó a

hacerlo. Armand es algo más que un hermanopara mí, y yo... ¿cómo podía adivinarlo?... Peroestamos desperdiciando el tiempo, sir Andrew...Cada segundo es precioso... ¡En el nombre deDios! ¡Mi marido está en peligro!... ¡Su amigo,su camarada! ¡Ayúdeme a salvarlo!

La situación de sir Andrew era francamenteincómoda. El juramento que había prestado antesu jefe y camarada le obligaba a la obediencia yel secreto; y sin embargo, aquella hermosamujer, que le pedía que la creyera, estabadesesperada, de eso no cabía duda; y tampococabía duda de que su amigo y jefe se encontrabaen grave peligro, y...

—Lady Blakeney —dijo al fin—, Dios sabeque me ha dejado usted tan perplejo que ya no sécuál es mi obligación. Dígame qué quiere quehaga. Somos diecinueve hombres dispuestos aofrecer nuestra vida por Pimpinela Escarlata si seencuentra en peligro.

—En estos momentos no hace falta sacrificarninguna vida, amigo mío —replicó Marguerite

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secamente—. Mi ingenio y cuatro caballosveloces serán suficientes, pero tengo que saberdónde puedo encontrar a mi marido. Mire —añadió, mientras sus ojos se llenaban delágrimas—, me he humillado ante usted,admitiendo la falta que he cometido. ¿Tendré queconfesarle también mi debilidad?.... Mi marido yyo hemos estado muy alejados, porque él noconfiaba en mí, y porque yo estaba demasiadociega para entender lo que ocurría. Tiene ustedque reconocer que la venda que me había puestoen los ojos era muy gruesa. ¿Es de extrañar queno viera nada? Pero anoche, después de hacerlecaer involuntariamente en esta situación tanpeligrosa, la venda se desprendió bruscamente demis ojos. Aunque usted no me ayudara, sirAndrew, lucharía a pesar de todo por salvar a mimarido, pondría en juego toda mi capacidad porél; pero es probable que me vea impotente, puespodría llegar demasiado tarde, y en ese caso, austed sólo le quedaría un terrible remordimientopara toda la vida, y... y... a mí, un dolorinsoportable.

—Pero, lady Blakeney —dijo sir Andrew,conmovido por la seriedad de las palabras deaquella mujer de exquisita belleza—, ¿no

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comprende que lo que quiere hacer es una tareade hombres? No puede ir a Calais usted sola.Correría tremendos riesgos, y las posibilidadesde encontrar a su marido son remotísimas,aunque yo le dé indicaciones muy precisas.

—Ya sé que correré riesgos —murmuróMarguerite dulcemente—, y que el peligro esgrande, pero no me importa. Son muchas lasculpas que tengo que expiar: Pero me temo queestá usted equivocado. Chauvelin está pendientede los movimientos de todos ustedes, y no sefijará en mí. ¡Deprisa, sir Andrew! El coche estápreparado, y no podemos perder ni un minuto...¡Tengo que encontrarlo! —repitió convehemencia casi frenéticamente—. ¡Tengo queprevenirle de que ese hombre le persigue... ¿Esque no lo entiende... es que no entiende quetengo que encontrarle aunque sea... aunque seademasiado tarde para salvarle? Al menos... almenos estaré con él en el último momento...

—Bien, señora; estoy a sus órdenes. Cualquierade mis camaradas y yo mismo daríamos gustososnuestra vida por su marido.

Si usted quisiera marcharse...

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—No, amigo mío. ¿No se da cuenta de que mevolvería loca si le dejara ir sin mí? —Le tendió lamano. ¿Confiará en mí?

—Estoy esperando sus órdenes —se limitó arepetir sir Andrew.

—Escúcheme con atención. Tengo el cochepreparado para ir a Dover. Sígame lo másrápidamente que le permitan sus caballos. Nosveremos al anochecer en The Fisherman's Rest.Chauvelin evitará esa posada, porque allí econocen, y pienso que es el lugar más seguropara nosotros. Aceptaré de buen grado sucompañía hasta Calais... Como usted ha dicho, esposible que no dé con sir Percy aunque usted meexplique lo que debo hacer. En Dover fletaremosuna goleta, y cruzaremos el canal por la noche.Si está dispuesto a hacerse pasar por mi lacayo,creo que no lo reconocerán.

—Estoy a su entera disposición, señora —replicó el joven con la mayor seriedad—. Ruegoa Dios que aviste usted el Day Dream antes deque lleguemos a Calais. Con Chauvelinpisándole los talones, cada paso que déPimpinela Escarlata en suelo francés estaráplagado de peligros.

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—Que Dios le oiga, sir Andrew. Pero debemosdespedirnos ahora mismo. ¡Nos veremos mañanaen Dover! Esta noche, Chauvelin y yodisputaremos una carrera en el canal de laMancha, y el premio será la vida de PimpinelaEscarlata.

Sir Andrew besó la mano a Marguerite y laacompañó hasta su silla. Al cabo de un cuarto dehora, lady Blakeney se encontraba de nuevo enThe Crown, donde le esperaban el coche y loscaballos, listos para emprender el viaje. A lospocos momentos galopaban estruendosamentepor las calles de Londres, y a continuación seinternaron en la carretera de Dover a unavelocidad de vértigo.

Marguerite no tenía tiempo para ladesesperación. Había acometido su tarea y no lequedaba ni un minuto libre para pensar. Con sirAndrew Ffoulkes por compañero y aliado,renació la esperanza en su corazón.

Dios sería misericordioso. No permitiría que secometiera un crimen tan espantoso, la muerte deun hombre valiente a manos de una mujer que loamaba, que lo adoraba, y que hubiera muertogustosa por él.

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Los pensamientos de Marguerite volaron haciaél, hacia el héroe misterioso, al que siemprehabía amado sin saberlo cuando aún no conocíasu identidad. En los viejos tiempos, lo llamababurlonamente el oscuro rey que dominaba sucorazón, y de repente había descubierto queaquel enigmático personaje al que adoraba y elhombre que amaba apasionadamente eran elmismo. No es de extrañar que en su menteempezaran a brillar débilmente escenas másfelices. Pensó, de una forma vaga, en lo que lediría a su marido cuando se encontraran cara acara una vez más.

Había experimentado tanta angustia y tantonerviosismo en el transcurso de las últimas horas,que en aquellos momentos se permitió el lujo deabandonarse a pensamientos más esperanzados yalegres.

Poco a poco, el retumbar de las ruedas delcoche, con su incesante monotonía, actuó comoun bálsamo sobre sus nervios: sus ojos, doloridospor el cansancio y las muchas lágrimas que nohabía derramado, se cerraron involuntariamente,y se sumió en un sueño intranquilo.

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XXI

INCERTIDUMBRE

Ya estaba bien entrada la noche cuandoMarguerite llegó a The Fisherman’s Rest. Habíahecho todo el viaje en menos de ocho horas,gracias a que, cambiando innumerables veces decaballos en distintas postas, y pagandoinvariablemente con largueza, siempre habíaobtenido los animales mejores y más veloces.

También el cochero había sido infatigable; sinduda, la promesa de una recompensa especial ygenerosa le había ayudado a seguir adelante, ypuede decirse que el suelo literalmente soltabachispas bajo las ruedas del coche de su ama.

La llegada de lady Blakeney en mitad de lanoche produjo enorme revuelo en TheFisherman’s Rest. Sally saltó precipitadamentede la cama, y el señor Jellyband se tomó grandesmolestias para que su distinguida huésped seencontrara cómoda.

Tanto Sally como su padre conocían demasiadobien los modales de que debe hacer gala unposadero que se precie para dar muestras de lamenor sorpresa ante la llegada de lady Blakeney

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a solas y a hora tan insólita. Sin duda nopensaban nada bueno, pero Marguerite estaba tanabsorta en la importancia —la terriblegravedad— de su viaje que no se detuvo areflexionar sobre semejantes bagatelas.

El salón —escenario del reciente y vil atropelloperpetrado contra dos caballeros ingleses—estaba completamente vacío. El señor Jellybandse apresuró a encender de nuevo la lámpara,reavivó un alegre fuego en el enorme hogar, yarrastró hasta él un cómodo sillón, en el queMarguerite se desplomó, agradecida.

—¿Su señoría piensa pasar aquí la noche? —preguntó la guapa Sally, que ya había empezadoa extender un mantel níveo sobre la mesa, enpreparación de la sencilla cena que iba a servir asu señoría.

—¡No! No toda la noche —contestóMarguerite—. Pero no quiero ocupar ningunahabitación. Unicamente me gustaría disponer deeste salón para mí sola durante un par de horas.

—Está a su entera disposición, señoría —dijoel honrado Jellyband, cuya rubicunda cara semantenía impertérrita, para no delatar ante laaristócrata la estupefacción ilimitada que el buenhombre empezaba a experimentar.

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—Cruzaré el canal en cuanto cambie la marea—dijo Marguerite—, en la primera goleta quepueda alquilar. Pero el cochero y los criados sípasarán la noche aquí, y probablemente variosdías más, así que espero que les atienda bien.

—Sí, señora. Yo cuidaré de ellos. ¿Desea suseñoría que Sally le traiga algo de cenar?

—Sí, por favor. Que traiga comida fría, y encuanto llegue sir Andrew Ffoulkes, hágale pasaraquí.

—Sí, señora.Muy a su pesar, el rostro de Jellyband

expresaba disgusto en aquellos momentos. Teníaa sir Percy en gran estima, y no le gustaba ver asu esposa a punto de escaparse con el joven sirAndrew. Naturalmente, no era asunto suyo, y elseñor Jellyband no era un chismoso; pero, en lomás profundo de su ser, recordó que su señoríaera, al fin y al cabo, una de esas «extranjeras», y,¿quién podía extrañarse de que fuera tan inmoralcomo todos los de su calaña?

—No se quede levantado, buen Jellyband —añadió Marguerite amablemente—. Ni ustedtampoco, señorita Sally. Es posible que sirAndrew llegue tarde.

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A Jellyband le alegró infinitamente que Sallypudiera ir a acostarse. Aquella historia no lehacía ninguna gracia, pero lady Blakeney lepagaría estupendamente por sus servicios, y,después de todo, no era asunto suyo.

Sally dejó en la mesa una frugal cena a base decarne fría, vino y fruta; después, con unarespetuosa reverencia, se retiró, preguntándose,en su simpleza, por qué tendría un aire tan seriosu señoría si estaba a punto de fugarse con suamante.

Ante Marguerite se presentaba una espera largay angustiosa. Sabía que sir Andrew —que teníaque procurarse ropas adecuadas para su disfrazde lacayo— no podía llegar a Dover hastapasadas al menos dos horas. Desde luego, era unjinete excelente, y para él, los ciento y picokilómetros que separaban Londres de Doverserían pan comido. También él arrancaría chispasal suelo con los cascos de su caballo, pero cabíala posibilidad de que no obtuviera buenascabalgaduras de refresco, y, de todos modos, nopodía haber salido de Londres hasta una horadespués que ella como mínimo.

Marguerite no había encontrado ni rastro deChauvelin en la carretera, y su cochero, al que

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interrogó, no había visto a nadie que respondieraa la descripción que le dio su ama de la figuraenjuta del pequeño francés.

Por tanto, saltaba a la vista que Chauvelin lesacaba ventaja. Marguerite no se atrevió a hacerpreguntas en las distintas posadas en las que sedetuvieron para cambiar de caballos, temiendoque Chauvelin hubiera apostado en el caminoespías que pudieran oírla, adelantarse a ella yprevenir a su enemigo de su inminente llegada.

Pensó en qué posada se alojaría Chauvelin, y sihabría tenido la buena suerte de haber fletado unbarco y encontrarse ya camino de Francia. Laidea le oprimió el corazón como una barra dehierro. ¿Sería realmente demasiado tarde?

La soledad de la habitación la agobiaba; todo loque la rodeaba respiraba una quietud espantosa;el único ruido que rompía aquel terrible silencioera el tictac del gran reloj, con una lentitud ymonotonía sin límites.

Marguerite tuvo que hacer acopio de todas susfuerzas, de toda su firmeza y resolución, paramantener el coraje durante aquella esperanocturna.

Excepto ella, todos los habitantes de la casadebían haberse acostado. Había oído a Sally

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subir a su habitación. El señor Jellyband se fue aatender al cochero y los criados de ladyBlakeney, y al volver, se acomodó bajo elporche, en el mismo sitio en que Margueritehabía visto a Chauvelin una semana antes. Sinduda, tenía intención de esperar levantado a sirAndrew Ffoulkes, pero al poco tiempo le vencióel sueño, pues, de repente, aparte del lento tictacdel reloj, Marguerite oyó el susurro rítmico ypausado de la respiración del buen hombre.

Ya hacía rato que Marguerite se había dadocuenta de que el hermoso y cálido día de octubre,que tan felizmente había comenzado, había dadopaso a una noche helada y borrascosa. Teníamucho frío, y agradeció el alegre fuego que ardíaen el hogar. Poco a poco, a medida que pasaba eltiempo, la noche fue empeorando, y el ruido delas grandes olas rompientes que se estrellabancontra el malecón del Almirantazgo, a pesar deencontrarse bastante lejos de la posada, llegaba asus oídos como un trueno apagado.

El viento empezó a soplar con furia, haciendoretumbar las ventanas de cristales emplomados ylas enormes puertas de la vieja casa; azotaba losárboles y se colaba bramando por el tiro de lachimenea. Marguerite pensó si el viento sería

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favorable a su viaje. No tenía miedo a latempestad, y hubiera preferido enfrentarse apeligros mucho peores que retrasar la travesíauna sola hora.

Una repentina conmoción en el exteriorinterrumpió sus reflexiones. Sin duda era sirAndrew Ffoulkes, que llegaba precipitadamente,pues oyó los cascos de su caballo trapaleando enlas losas del patio, y la voz somnolienta perorespetuosa del señor Jellyband dándole labienvenida.

En ese momento cayó en la cuenta de loincómodo de su situación: ¡sola, a una horainsólita, en un lugar en que la conocíanperfectamente, acudiendo a una cita clandestinacon un joven caballero tan conocido como ella yque aparecía disfrazado! ¡Buen tema para dar piea los chismorreos de gentes malintencionadas!

Marguerite se lo tomó por el lado cómico: eratal el contraste entre la seriedad de su aventura, yla interpretación que inevitablemente daría a susactos el honrado señor Jellyband, que, porprimera vez desde hacía muchas horas, en lacomisura de sus labios infantiles tembló unasonrisilla, y cuando sir Andrew, casi

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irreconocible con su atuendo de lacayo, entró enel salón, le recibió con una alegre carcajada.

—¡A fe mía que me satisface su aspecto, señorlacayo! —dijo.

El señor Jellyband iba detrás de sir Andrew,con expresión de enorme perplejidad. El disfrazdel joven caballero había confirmado sus peoressospechas. Sin permitirse ni una leve sonrisa ensu rostro jovial, sacó el tapón de la botella devino, preparó unas sillas, y se quedó esperando.

—Gracias, querido amigo —dijo Marguerite,que seguía sonriendo al pensar en lo que debíapasarle por la cabeza al buen hombre en aquelmismo momento—. No necesitamos nada más.Tome, por las molestias que ha tenido quetomarse por nuestra culpa.

Le dio dos o tres monedas a Jellyband, que lascogió respetuosamente, y con la gratitud quehacía el caso.

—Un momento, lady Blakeney —intervino sirAndrew, al ver que Jellyband se disponía aretirarse—. Me temo que tendremos que poner aprueba una vez más la hospitalidad de mi amigoJellyband. Siendo decirle que no podemos cruzarel canal esta noche.

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—¿Que no podemos cruzarlo esta noche? —repitió Marguerite, estupefacta—. ¡Pero, sirAndrew, tenemos que hacerlo! ¡Tenemos quehacerlo! ¿Qué es eso de que «no podemos»?Cueste lo que cueste, hay que fletar un barco estamisma noche.

Pero el joven movió la cabeza tristemente.—Me temo que no es una cuestión de precio,

lady Blakeney. Se aproxima una tempestadterrible que viene de Francia, y el viento soplahacia nosotros. Es imposible zarpar hasta quecambie de dirección.

Marguerite se puso mortalmente pálida. Nohabía previsto algo así. La mismísima Naturalezale estaba gastando una broma espantosa y cruel.Percy se encontraba en peligro, y no podía llegarhasta él, porque daba la casualidad de que elviento soplaba de la costa francesa.

—¡Pero tenemos que ir! ¡No podemosretrasarnos! —repitió con una vehemenciaextraña y persistente—. ¡Usted sabe que tenemosque ir! ¿No puede encontrar algún medio?

—Ya he estado en la playa —replicó sirAndrew—, y he hablado con los patrones de unpar de barcos. Es absolutamente imposible zarparesta noche, según me han asegurado todos los

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marineros. Nadie puede salir de Dover estanoche —añadió, mirando significativamente aMarguerite—. Nadie.

Marguerite comprendió inmediatamente a quése refería. Aquel nadie incluía también aChauvelin. Asintió afablemente, mirando aJellyband.

—Bueno, habrá que resignarse —le dijo—.¿Tiene una habitación para mí?

—Claro que sí, señoría. Una habitación muybonita, amplia y soleada. Diré que la prepareninmediatamente... Y hay otra para sir Andrew...Las dos estarán listas enseguida.

—Así se habla, querido Jellyband —dijo sirAndrew animadamente, al tiempo que le dabaunas vigorosas palmadas en la espalda a suanfitrión—. Abra las dos habitaciones, y deje lasvelas en la cómoda. Juraría que está usted muertode sueño, y su señoría debe comer algo antes deretirarse a descansar. Vamos, no tema nada,amigo mío, y alegre un poco esa cara. La visitade su señoría, aun a hora tan intempestiva, es ungran honor para su casa, y sir Percy Blakeney lerecompensará por partida doble si se encargacomo es debido de que su esposa disfrute deintimidad y comodidad.

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Sin duda, sir Andrew había adivinado losmúltiples y encontrados temores y dudas que seagolpaban en la mente del honrado Jellyband; y,como era un caballero galante, con esta ocurrenteinsinuación intentó acallar los escrúpulos delbuen posadero. Tuvo la satisfacción decomprobar que, al menos en parte, lograba supropósito. El rubicundo semblante de Jellybandse iluminó al oír el nombre de sir Percy.

—Me encargaré de todo inmediatamente, señor—dijo con presteza, y con una actitud menosfría—. ¿Su señoría tiene todo lo que desea paracenar?

—Está todo bien. Gracias, querido amigo.Como estoy muerta de hambre y de cansancio, leruego que prepare las habitaciones lo antesposible.

—Vamos, cuénteme —dijo Marguerite conimpaciencia en cuanto Jellyband abandonó elsalón—. ¿Qué noticias trae?

—No tengo mucho más que añadir, ladyBlakeney —contestó el joven—. A causa de latormenta, es imposible que zarpe ningún barcode Dover con la próxima marea. Pero lo que alprincipio ha podido parecerle una terriblecalamidad, es en realidad una suerte. Si nosotros

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no podemos poner rumbo a Francia esta noche,Chauvelin se encuentra en la misma situación.

—Es posible que haya zarpado antes de que sedesencadenara la tormenta.

—Ojalá fuera así —replicó sir Andrewanimadamente—, porque seguramente se habríadesviado de su ruta. ¿Quién sabe? A lo mejorestá en el fondo del mar en estos mismosmomentos, porque la tormenta es espantosa, ycualquier embarcación pequeña que se encuentreen alta mar tendrá muchas dificultades. Pero metemo que no podemos cimentar nuestrasesperanzas en el naufragio de ese astuto zorro yde sus planes asesinos. Los marineros con losque he hablado me han asegurado que hacíavarias horas que no zarpaba de Dover ningunagoleta. Por otra parte, he averiguado que estatarde llegó un forastero en coche, y que, al igualque yo, hizo preparativos para cruzar el canal dela Mancha.

—Entonces, ¿Chauvelin está todavía en Dover?—Sin ninguna duda. ¿Quiere que le tienda una

emboscada y le atraviese con mi espada? Sería laforma más rápida de deshacemos de eseobstáculo.

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—¡No bromee, sir Andrew! ¡Ay! Desde anocheme he sorprendido en varias ocasiones deseandola muerte de ese desalmado. ¡Pero lo que ustedpropone es imposible! ¡Las leyes de este paísprohiben el asesinato! Sólo en nuestra hermosaFrancia se pueden cometer matanzas al pormayor legalmente, en nombre de la libertad y delamor fraterno.

Sir Andrew convenció a Marguerite de que sesentara a la mesa para tomar algo de cena y beberun vaso de vino. A Marguerite iba a resultarlemuy difícil soportar aquel descanso forzoso de almenos doce horas, hasta que cambiara la marca,en el estado de intenso ¡nerviosismo en que seencontraba. Obediente como una niña en estospequeños asuntos, Marguerite intentó comer ybeber.

Sir Andrew, con la profunda comprensión detodos los enamorados, casi logró hacerla felizhablándole de su marido. Le contó algunas de lasatrevidas fugas que el valiente PimpinelaEscarlata había preparado para los desgraciadosfugitivos franceses a quienes una revoluciónimplacable y sanguinaria expulsaba de su país.Los ojos de Marguerite brillaron de entusiasmocuando sir Andrew le habló de la valentía de sir

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Percy, de su ingenio, de su infinita habilidad a lahora de arrebatar a la cuchilla de la guillotina,siempre a punto para asesinar, la vida dehombres, mujeres y niños. Incluso le hizo sonreíral hablarle de los múltiples disfraces dePimpinela Escarlata, siempre tan originales,gracias a los cuales había burlado la más estrechavigilancia en las barricadas de París. La últimavez, la fuga de la condesa de Tournay y sus hijoshabía sido una auténtica obra maestra, yBlakeney, vestido como una repugnante vieja delmercado, con un gorro pringoso y rizos grises ydesordenados, tenía un aspecto que hubierahecho reír al más serio de los mortales.

Marguerite rió de buena gana cuando sirAndrew intentó describirle el atuendo deBlakeney, cuyo mayor obstáculo radicabasiempre en su gran estatura, que en Franciadificultaba doblemente el disfrazarse.

Así transcurrió una hora. Tendrían que pasarmuchas más en una inactividad forzosa enDover. Marguerite se levantó de la mesa con unsuspiro de impaciencia. Pensó con terror en lanoche que le aguardaba en su habitación, con suangustia por única compañía, y la sola ayuda delbramido de la tempestad para conciliar el sueño.

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Se preguntó dónde estaría Percy en aquellosmomentos. El Day Dream era un yate fuerte,bien construido, capaz de navegar en alta mar.Sir Andrew mantenía la opinión de que se habríarefugiado antes de que estallara la tempestad, oque quizá no se habría arriesgado a salir a marabierto, en cuyo caso estaría anclado enGravesend.

Briggs era un patrón experto, y sir Percy sabíagobernar una embarcación tan bien como unmarino consumado. La tempestad norepresentaba ningún peligro para ellos.

Era más de medianoche cuando Margueritedecidió retirarse a descansar. Tal y como setemía, el sueño se negó reiteradamente a acudir asus ojos. Sus pensamientos no pudieron ser másnegros durante las largas horas de amargura enque la furiosa tempestad le separaba de Percy. Aloír el ruido de las lejanas olas rompientes, sucorazón lloró de melancolía. Se encontraba enese estado de ánimo en que el mar ejerce unefecto entristecedor sobre los nervios. Sólocuando nos sentimos muy dichosos podemoscontemplar con alegría la extensión ilimitada deagua, que se mece incansablemente, con unamonotonía persistente e irritante, acompañando a

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nuestros pensamientos, sean éstos tristes oalegres. Cuando son alegres, las olas nosdevuelven su alegría, como un eco; pero cuandoson tristes, parece como si cada vaivén del maraumentara nuestra tristeza y nos hablara de loabsurdo e insignificante de todas nuestrasalegrías.

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XXII

CALAIS

Aun la noche más angustiosa o el día más largotarde o temprano toca inevitablemente a su fin.

Marguerite pasó más de quince horas sometidaa una tortura mental tan espantosa que a puntoestuvo de volverse loca. Tras una noche deinsomnio, se levantó temprano, incapaz dedominar su nerviosismo, ardiendo en deseos deiniciar el viaje, horrorizada ante la posibilidad deque se interpusieran más obstáculos en sucamino. Temía tanto tiempo de perder su únicaoportunidad de partir, que se levantó antes deque ningún habitante de la casa se hubiera puestoen movimiento.

Cuando bajó al salón, encontró a sir AndrewFfoulkes allí sentado. Había salido media horaantes para ir al malecón del Almirantazgo, dondehabía comprobado que ni el paquebote francés niningún barco fletado por un particular podíazarpar todavía de Dover. La tempestad estaba ensu apogeo, y estaba cambiando la marea. Si elviento no amainaba o cambiaba de dirección, severían obligados a esperar otras diez o doce

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horas hasta la siguiente marea para iniciar latravesía. Y ni la tormenta había amainado, ni elviento había cambiado, y la marea bajabarápidamente.

Al enterarse de tan pésimas noticias,Marguerite se sumió en negra desesperación.Únicamente su inquebrantable resolución evitóque se desmoronase, lo que hubiera aumentado lapreocupación de sir Andrew, que era ya muyprofunda.

Aunque trataba de disimularlo, Margueriteobservó que el joven estaba tan ansioso comoella por encontrar a su camarada y amigo. Lainactividad forzosa era terrible para ambos.

Marguerite jamás hubiera podido explicarcómo pasaron aquel angustioso día en Dover.Como le horrorizaba dejarse ver, pues los espíasde Chauvelin podía andar por allí cerca, pidió enla posada que le dejaran un salón privado, y sirAndrew y ella estuvieron allí sentadosincontables horas, forzándose a tomar, muy decuando en cuando, las comidas que les servía lapequeña Sally, sin otra cosa en que ocuparse másque pensar, hacer conjeturas, y sólo en contadasocasiones, albergar cierta esperanza.

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La tempestad había amainado cuando ya erademasiado tarde; la marea estaba demasiado bajapara que una embarcación pudiese levar anclas.El viento había cambiado, y se estabatransformado en una favorable brisa del noroeste,una auténtica bendición del cielo para realizaruna travesía rápida hasta Francia.

Y allí siguieron esperando, preguntándosecuándo llegaría la hora en que pudieran partir.Aquel día largo y angustioso había tenido susmomentos de alegría: sir Andrew bajó de nuevoal malecón, y volvió inmediatamente paracontarle a Marguerite que había alquilado unagoleta muy veloz, cuyo capitán estaba preparadopara zarpar en cuanto la marca les fuesefavorable.

Desde aquel instante, las horas se les antojaronmenos pesadas; la espera fue menos angustiosahasta que al fin, a las cinco de la tarde,Marguerite, cubierta por un tupido velo y seguidapor sir Andrew Ffoulkes, que, con atuendo delacayo, llevaba varios bultos de equipaje, sedirigieron al malecón.

Una vez a bordo, el aire fresco y penetrante delmar reanimó a lady Blakeney; la brisa era losuficientemente fuerte como para hinchar las

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velas del Foam Crest, que navegaba alegrementehacia alta mar.

Tras la tormenta, el sol era esplendoroso, yMarguerite, al contemplar los blancosacantilados de Dover que desaparecían de suvista poco a poco, se sintió más tranquila, y casiesperanzada.

Sir Andrew era todo amabilidad con ella, yMarguerite pensó que era muy afortunada portenerle a su lado en aquella situación tan difícil.

Poco a poco, entre las brumas vespertinas, quecerraban rápidamente, fue destacándose la griscosta de Francia. Se veía el destello de una o dosluces, y las torres de varias iglesias, queasomaban por entre la niebla.

Al cabo de media hora Margueritedesembarcaba en territorio francés. Habíaregresado a un país en que, en aquel mismoinstante, los hombres asesinaban a sussemejantes a centenares, y enviaban al mataderoa miles de mujeres y niños inocentes.

El propio aspecto del país y sus habitantes, aunen aquel remoto pueblo costero, daba testimoniode la bullente revolución que se desarrollaba acasi quinientos kilómetros de distancia, en lahermosa ciudad de París, que se había convertido

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en un lugar repugnante a causa del constante fluirde la sangre de sus hijos más nobles, de losgemidos de las viudas, de los gritos de los niñoshuérfanos.

Todos los hombres llevaban gorros rojos —condiversos grados de limpieza—, con la escarapelatricolor prendida a la izquierda. Margueriteobservó, con un estremecimiento, que en lugardel semblante risueño y alegre a que estabaacostumbrada, en el rostro de sus compatriotashabía una invariable expresión de desconfianza ydisimulo.

En los tiempos que corrían, cada personaespiaba a los demás: la palabra más inocente,pronunciada en son de broma, podía esgrimirseen cualquier momento como prueba detendencias aristocráticas, o de traición al pueblo.Incluso las mujeres iban con una extraña miradade temor y odio acechando en sus ojos oscuros, ycontemplaron a Marguerite cuando bajó a tierra,seguida por sir Andrew, murmurando a su paso:«Sacrés aristos!» o «Sacrés Ang1ais!».

Por lo demás, la presencia de ambos nodespertó ningún otro comentario. En aquellosdías, Calais mantenía comunicacionescomerciales constantes con Inglaterra, y en sus

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costas se veían con frecuencia comerciantesingleses. Todo el mundo sabía que, debido a losfuertes impuestos que había que pagar enInglaterra, se pasaban de contrabando grandescantidades de vinos y coñacs franceses. Estehecho complacía enormemente al bourgeoisfrancés; le encantaba ver cómo el gobierno y elrey inglés, a los que odiaba, perdían de estaforma una parte de sus ingresos. Uncontrabandista inglés era siempre bien recibidoen las tabernuchas de mala muerte de Calais yBolonia.

Seguramente por eso, mientras sir Andrewllevaba a Marguerite por las tortuosas calles deCalais, muchos de sus habitantes, que volvían lacabeza soltando un terno al paso de aquellosextranjeros vestidos a la moda inglesa, pensaríanque estaban allí para adquirir objetos por los quehabía que pagar derechos de aduana en su país denieblas, y apenas se fijaban en ellos.

Pero Marguerite no dejaba de pensar en cómohabría podido pasar desapercibido en Calais sirPercy, con su enorme estatura, en qué disfrazhabría adoptado para realizar su noble tarea sinllamar demasiado la atención.

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Sin intercambiar más que unas cuantaspalabras, sir Andrew atravesó con ella toda laciudad, hasta llegar al extremo opuesto del quehabían desembarcado, y a continuación sedirigieron al cabo Gris—Nez. Las calles eranangostas, tortuosas, y en la mayoría había unhedor insoportable, una mezcla de pescadopodrido y de sótano húmedo. La noche anteriorhabía llovido intensamente, y a veces,Marguerite se hundía hasta el tobillo en el barro,pues las calles carecían de iluminación, a no serpor la luz tenue de la lámpara de una casa detrecho en trecho.

Pero no hizo el menor caso a aquellas molestiasinsignificantes: «Es posible que veamos aBlakeney en la posada del Chat Gris», le habíadicho sir Andrew al desembarcar, yexperimentaba la sensación de caminar sobre unaalfombra de pétalos de rosa, pues iba a ver a sumarido muy pronto.

Finalmente llegaron a su destino. Saltaba a lavista que sir Andrew conocía el camino, porquese movía con seguridad en medio de laoscuridad, y no había preguntado a nadie pordónde debían ir. Estaba tan oscuro queMarguerite no observó el aspecto exterior de la

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casa. El Chat Gris, como lo había llamado sirAndrew, era una pequeña posada de las afuerasde Calais, por la que había que pasar para ir —alGris—Nez. Se encontraba a cierta distancia de lacosta, pues el ruido del mar se oía a lo lejos.

Sir Andrew golpeó la puerta con laempuñadura de su bastón, y en el interiorMarguerite distinguió un leve gruñido y elmurmullo de una retahíla de juramentos. SirAndrew volvió a llamar, en esta ocasión conmayor vehemencia: se oyeron más juramentos, ya continuación unas pisadas que se arrastrabanhacia la puerta. Al cabo de unos instantes seabrió de par en par, y Marguerite comprobó quese encontraba en el umbral de la habitación másmiserable y destartalada que había visto en suvida.

El papel de las paredes colgaba, hecho jirones;al parecer, no había ni un solo mueble en lainstancia del que pudiera decirse, aun haciendogala de una gran imaginación, que estuviera«entero». La mayor parte de las sillas tenían elrespaldo roto, otras carecían de asiento; unaesquina de la mesa estaba apoyada sobre unmontón de astillas, en sustitución de la pata.

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En un rincón de la habitación había un enormehogar, sobre el que colgaba un puchero, del queemanaba un aroma a sopa caliente no demasiadodesagradable. A un lado, en lo alto de la pared,había una especie de desván, ante el que colgabauna andrajosa cortina de cuadros blancos yazules. Al desván se accedía por un tramo deescalones desvencijados.

En las paredes desnudas, con el papeldescolorido y salpicadas de manchas de diversaprocedencia, habían escrito con tiza, encaracteres grandes y gruesos, las siguientespalabras: «Liberté, Egalité, Fraternité».

El sórdido cuchitril estaba débilmenteiluminado por una lámpara de aceite apestosa,que colgaba de las desvencijadas vigas del techo.Todo tenía un aspecto tan miserable, tan sucio ydesalentador, que Marguerite casi no se atrevió atraspasar el umbral.

Sin embargo, sir Andrew entró sin la menorvacilación.

—¡Viajeros ingleses, ciudadano! —dijoenérgicamente, en trances.

El individuo que había acudido a la puerta pararesponder a la llamada de sir Andrew, y que,presumiblemente era el propietario de aquel

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miserable cuchitril, era un campesino de edad,muy corpulento, que llevaba una sucia blusaazul, unos pesados zuecos, de los que sobresalíanbriznas de paja, unos raídos pantalones azules, yel inevitable gorro rojo con la escarapela tricolor,que proclamaba sus opiniones políticas delmomento. Llevaba una pipa corta de madera, quedespedía un olor a tabaco rancio. Miró con ciertorecelo y enorme desprecio a los viajeros,murmuró «Sacrrréés Anglais» y escupió en elsuelo para dar otra muestra de su independenciade espíritu, no obstante lo cual se apartó paradejarles paso, muy consciente, sin duda, de queaquellos sacrrréés Anglais siempre llevaban labolsa bien llena.

—¡Dios mío! —exclamó Marguerite, cruzandola habitación con un pañuelo pegado a sudelicada nariz—. ¡Qué garito tan espantoso!¿Está seguro de que éste es el sitio quebuscábamos?

—Sí, estoy completamente seguro —contestóel joven, sacudiendo una silla para que se sentaraMarguerite con su pañuelo ribeteado de encaje,muy a la moda—. Pero juro que jamás habíavisto una pocilga tan infame.

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—Hay que reconocer que no resulta muyacogedor —dijo Marguerite, mirando a sualrededor con cierta curiosidad, horrorizada antelas paredes destartaladas, las sillas rotas y lamesa desvencijada.

El posadero del Chat Gris —que se llamabaBrogard— no volvió a prestar atención a sushuéspedes. Llegó a la conclusión de que pediríanla cena de un momento a otro, pero hastaentonces, un ciudadano libre no tenía por quémostrar deferencia, ni siquiera cortesía, a nadie,por elegantemente que fuera vestido.

Junto al hogar había una figura agazapada,vestida, al parecer, enteramente con harapos:debía ser una mujer, aunque hubiera resultadodifícil asegurar ese extremo, a no ser por elgorro, que en sus buenos tiempos había sidoblanco, y por algo que vagamente recordaba aunas enaguas. Mascullaba algo para sus adentros,y de vez en cuando removía la pócima delpuchero.

—Eh, amigo —dijo al fin sir Andrew—,quisiéramos cenar algo... Juraría que laciudadana —añadió, señalando al montón deharapos agazapado junto al fuego— está

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confeccionando una sopa deliciosa, y mi ama noprueba bocado desde hace varias horas.

Brogard tardó varios minutos en atender lapetición. ¡Un ciudadano libre no se precipita asícomo así a cumplir los deseos de quienes lepiden algo!

—¡Sacrrréés aristos! —murmuró, y volvió aescupir en el suelo.

A continuación se dirigió con mucha calma aun aparador que había en un rincón de lahabitación; sacó una vieja sopera de peltre y,lentamente, sin pronunciar palabra, se la dio a sumedia naranja, que, igualmente silenciosa, sepuso a llenar el recipiente con la sopa delpuchero.

Marguerite contempló estos preparativoshorrorizada; de no haber sido por la gravedad delasunto que la había llevado hasta allí, hubieraescapado sin el menor pudor de aquel cuchitrillleno de suciedad y espantosos olores.

—¡Vaya! La verdad es que nuestros anfitrionesno son precisamente alegres —dijo sir Andrew,al ver la expresión de horror del rostro déMarguerite—. Ojalá pudiera ofrecerle unacomida más abundante y apetitosa... pero creoque la sopa es comestible y el vino bueno. Estas

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gentes se revuelcan en la suciedad, pero por logeneral viven bien.

—Le ruego que no se preocupe por mí, sirAndrew —dijo con dulzura—. Mi cabeza no seencuentra en condiciones de darle demasiadasvueltas a un asunto como la comida.

Brogard prosiguió lentamente con suspreparativos: colocó en la mesa un par decucharas y dos vasos, que sir Andrew tuvo laprecaución de limpiar cuidadosamente.

El mesonero también puso una botella de vinoy un trozo de pan, y Marguerite hizo un esfuerzopara acercar su silla a la mesa y simular quecomía. Sir Andrew, como convenía a su papel delacayo, se quedó de pie detrás de la silla de ladyBlakeney.

—Por favor, señora —dijo, al ver queMarguerite parecía incapaz de comer—, le ruegoque intente tomar aunque sea un bocado.Recuerde que va a necesitar todas sus fuerzas.

La verdad es que la sopa no estaba demasiadomala; olía y sabía bien. A Marguerite le hubieragustado, a no ser por el terrible entorno. Noobstante, partió el pan, y bebió un poco de vino.

—Sir Andrew, no puedo verle de pie —dijo—.Usted necesita comer tanto como yo. Este

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individuo pensará que soy una inglesa excéntricaque se ha fugado con su lacayo si usted se sientaa mi lado y comparte conmigo este remedo decena.

Efectivamente; después de dejar en la mesa loabsolutamente imprescindible, Brogard no volvióa ocuparse de sus huéspedes. La mére Brogardabandonó la habitación en silencio, arrastrandolos pies, y el hombre se quedó allíholgazaneando y sacando humo a su apestosapipa, a veces bajo las mismísimas narices deMarguerite, como debe hacer cualquierciudadano libre que se precie.

—¡Maldito animal! —exclamó sir Andrew, conauténtica indignación británica, cuando Brogardse apoyó en la mesa, fumando y mirando con airede suficiencia a aquellos dos sacrés Anglais.

—En el nombre del cielo, sir Andrew —lereprendió Marguerite rápidamente, al ver que eljoven, con un instinto netamente británico,apretaba el puño amenazadoramente—, recuerdeque está usted en Francia, y que en este año degracia, la gente actúa así.

—¡Me encantaría retorcerle el pescuezo a eseanimal— murmuró sir Andrew, enfurecido.

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Siguiendo el consejo de Marguerite, se habíasentado a su lado, y los dos hacían noblesesfuerzos para engañarse mutuamente,simulando que comían y bebían.

—Le ruego que no despierte las iras de eseindividuo —dijo Marguerite—, para que contestea las preguntas que tenemos que hacerle.

—Haré lo posible, pero le aseguro quepreferiría retorcerle el pescuezo a hacerlepreguntas. ¡Eh, amigo! —dijo afablemente enfrancés, dado un ligero golpecito a Brogard en elhombro—. ¿Vienen muchos de nuestra clase poraquí? Quiero decir viajeros ingleses.

Brogard miró a su alrededor, por encima delhombro, dio un par de chupadas a la pipa, puesno tenía ninguna prisa por contestar, y murmuró:

—Pues... a veces.—¡Ah! —exclamó sir Andrew, con aire

despreocupado—. Los viajeros ingleses sabendónde se puede beber buen vino, ¿eh, amigo?Pero dígame una cosa... Mi señora quisiera sabersi por casualidad ha visto usted a un buen amigosuyo, un caballero inglés, que viene a Calais confrecuencia por asuntos de negocios. Es muy alto,y hace unos días partió hacia París... Mi señoraesperaba reunirse con él aquí, en Calais.

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Marguerite intentó no mirar a Brogard, para nodelatar la terrible ansiedad con que esperaba surespuesta. Pero un ciudadano francés libre nuncatiene prisa por contestar a una pregunta; Brogardtardó unos momentos en responder con muchacalma:

—¿Inglés alto? ¿Hoy? ¡Sí!—¿Le ha visto? —preguntó sir Andrew, en

tono despreocupado.—Sí, hoy —masculló Brogard, de mal humor.

A continuación quitó tranquilamente el sombrerode sir Andrew de una silla que estaba a su lado,se lo puso, se estiró la sucia blusa, e intentóexpresar con una pantomima que el individuo encuestión llevaba unas ropas muy elegantes—.Sacré aristo ese inglés tan alto! —masculló.

Marguerite apenas pudo reprimir un grito.—No cabe duda de que es sir Percy —

murmuró—, ¡y sin disfraz!Sonrió, a pesar de la preocupación y de las

lágrimas que empezaban a agolparse en sus ojos,al pensar en «la pasión dominante llevada hastala muerte»; en Percy, enfrentándose a lospeligros más terribles con una chaqueta de últimamoda y los encajes de la camisa impecables.

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—¡Ah, qué temerario es! —suspiró—.¡Deprisa, sir Andrew! Pregúntele a ese hombrecuándo se marchó.

—Ah, sí, amigo mío —añadió sir Andrew, conla misma actitud de indiferencia—, mi señorsiempre lleva una ropa muy bonita. No cabeduda de que el caballero que usted ha visto es elamigo de mi señora. ¿Y dice que se hamarchado?

—Sí, se fue... pero volverá... aquí. Haencargado la cena...

Sir Andrew puso rápidamente la mano en elbrazo de Marguerite para prevenirla; el gestollegó justo a tiempo, pues al momento siguiente,la loca alegría que experimentaba lady Blakeneyla hubiera delatado. Se encontraba bien, a salvo,y volvería en cualquier momento, lo vería quizáal cabo de unos instantes... ¡Ah! Pensó que nopodría soportar tanta alegría.

—¿Aquí? —le preguntó a Brogard, que derepente se había transformado a sus ojos en unmensajero celestial de felicidad—. ¿Dice que elcaballero inglés volverá aquí?

El mensajero celestial escupió en el suelo paraexpresar su desprecio por todos y cada uno de los

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aristos que se empeñaban en frecuentar el ChatGris.

—¡Que sí! —masculló—. Ha encargado lacena... y volverá... ¡Sacrés Anglais! —añadió, amodo de protesta contra el lío que armaban porun simple inglés.

—Pero, ¿dónde está ahora? ¿No lo sabe? —preguntó Marguerite impaciente, posando sumano blanca y delicada en la sucia manga de lacamisa del hombre.

—Se fue a buscar un caballo y un carro —respondió Brogard lacónicamente, al tiempo que,con un gesto agrio, se quitaba del brazo aquellahermosa mano que muchos príncipes habíanbesado con orgullo.

—¿A qué hora salió?Pero saltaba a la vista que Brogard estaba harto

de tantas preguntas. Pensaba que no estaba bienque a un ciudadano —que era el igual decualquiera— le interrogasen de aquella formaunos sacrés aristos, aunque fueran ingleses ricos.Lo propio de su dignidad recién adquirida eramostrarse lo más grosero posible, pues sin dudaresponder dócilmente a unas preguntasrespetuosas era señal inequívoca de servilismo.

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—No lo sé —replicó secamente—. Ya hehablado bastante, ¡voyons, les aristos!.. Llegóhoy. Encargó la cena. Salió. Volverá. ¡Voilà!

Y tras esta última declaración de sus derechosde ciudadano y hombre libre, es decir, ser tangrosero como le viniera en gana, Brogard salióde la habitación arrastrando los pies y dando unportazo.

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XXIII

LA ESPERANZA

—Vamos, señora —dijo sir Andrew, al ver queMarguerite parecía dispuesta a llamar a sumalhumorado anfitrión para que volviera—.Creo que será mejor que lo dejemos en paz. Nole sacaremos nada más, y quizá despertemos sussospechas. No sabemos cuántos espías podríanestar acechándonos en este pueblo dejado de lamano de Dios.

—¡Y qué me importa ahora que sé que mimarido se encuentra bien y que voy a verle casienseguida! —replicó Marguerite alegremente.

—¡Chist! —dijo sir Andrew, realmentepreocupado, pues, llevada por su entusiasmo,Marguerite había hablado en voz bastante alta.En los días que corren, hasta las paredes tienenoídos en Francia.

Sir Andrew se levantó precipitadamente de lamesa, y dio varias vueltas por aquella habitaciónmiserable y desnuda, parándose a escuchar conatención junto a la puerta, por la que acababa dedesaparecer Brogard, pero sólo distinguió unosjuramentos mascullados y lentas pisadas.

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Después se encaramó a los desvencijadosescalones que subían hasta el desván, con el finde asegurarse de que no había ningún espía deChauvelin rondando por allí.

—¿Estamos solos, señor lacayo? —preguntóMarguerite animadamente cuando el jovenvolvió a sentarse a su lado—. ¿Podemos hablar?

—¡Con mucha cautela! —suplicó sir Andrew.—¡Vamos, sir Andrew! ¡Qué cara tan triste!

¡Yo estoy tan contenta que me pondría a bailar!Ya no hay nada que temer. Nuestro barco está enla playa, el Foam Crest se encuentra a menos detres kilómetros mar adentro, y mi marido estaráaquí, bajo este mismo techo, quizá dentro demedia hora. Ya nada puede detenernos.Chauvelin y su banda aún no han llegado.

—¡No, señora! Me temo que eso no losabemos.

—¿Qué quiere decir?—Chauvelin estaba en Dover al mismo tiempo

que nosotros.—Atrapado por la misma tempestad que nos

impedía zarpar.—Efectivamente. Pero... No he querido

decírselo antes, por temor a asustarla, pero lo vien la playa unos cinco minutos antes de que

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embarcáramos. Al menos en ese momentohubiera jurado que era él. Iba disfrazado de curé,de tal modo que ni siquiera Satán, que es suprotector, hubiera podido reconocerlo. Pero le oíhablar cuando intentaba alquilar un barco paraque lo llevara rápidamente a Calais, y debiózarpar menos de una hora después que nosotros.

La expresión de alegría se borróinmediatamente del rostro de Marguerite.Comprendió bruscamente que Percy corría unriesgo terrible al encontrarse en suelo francés.Chauvelin le seguía, pisándole los talones; y allí,en Calais, el astuto diplomático eratodopoderoso: una palabra suya y encontrarían aPercy, y lo apresarían, y...

Experimentó la sensación de que se le helabahasta la última gota de sangre en las venas; nisiquiera en los momentos de peor angustia quehabía pasado en Inglaterra había comprendidocon tanta claridad la inminencia del peligro quecorría su marido. Chauvelin había jurado enviar aPimpinela Escarlata a la guillotina, y en aquellosmomentos, el audaz conspirador, cuyoanonimato le había servido hasta entonces desalvaguardia, había quedado al descubierto ante

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su enemigo más cruel e implacable, y todo porculpa de Marguerite.

Al apresar a lord Tony y sir Andrew Ffoulkesen el salón de The Fisherman’s Rest, Chauvelinse había apoderado de los documentos quecontenían todos los planes de la últimaexpedición. Armand St. Just, el conde deTournay, y los demás monárquicos fugitivosdebían reunirse con Pimpinela Escarlata, o segúnse había decidido en un principio, con dosemisarios suyos, aquel mismo día, el dos deoctubre, en un lugar que conocían los miembrosde la Liga, al que de una forma un tanto vaga sedenominaba «cabaña del Pére Blanchard».

Armand, cuyos compatriotas aún no sabían quemantenía relaciones con Pimpinela Escarlata nique condenaba la brutal política del Reinado delTerror, había partido de Inglaterra hacía algo másde una semana, con las instrucciones pertinentesque le permitirían encontrar a los demásfugitivos y llevarlos a lugar seguro.

Marguerite sabía esto desde el principio, y sirAndrew había confirmado sus conjeturas.También sabía que cuando sir Percy se enterasede que Chauvelin había robado los documentosde los planes y las instrucciones para sus

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camaradas, sería demasiado tarde paracomunicarse con Armand o enviar nuevasinstrucciones a los fugitivos.

Acudirían sin remedio al lugar señalado en lafecha acordada, inconscientes del grave peligroque aguardaba a su valiente salvador.

Blakeney, que había organizado y planeadotoda la expedición, como tenía por costumbre, nopermitiría que ninguno de sus camaradas másjóvenes corriera el riesgo de que lo capturasencasi con toda seguridad. Este era el motivo de laapresurada nota que les había enviado en el bailede lord Grenville: «Parto mañana, yo solo».

Y ahora que su enemigo más implacableconocía su identidad, vigilarían cada uno de suspasos en cuanto pusiera el pie en Francia. Losemisarios de Chauvelin seguirían todos susmovimientos, lo perseguirían hasta que llegara ala misteriosa cabaña en que le esperaban losfugitivos, y allí la trampa se cerraría sobre él ysobre ellos.

Sólo disponían de una hora —la hora queMarguerite y sir Andrew sacarán de ventaja a suenemigo— para prevenir a Percy del inminentepeligro, y para convencerle de que abandonara

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tan temeraria aventura, que sólo podía culminaren su muerte.

Pero al menos quedaba una hora.—Chauvelin conoce esta posada, por los

documentos que robó —dijo sir Andrew en tonoapremiante—, y en cuanto desembarque vendrádirectamente aquí.

—Aún no ha desembarcado —dijoMarguerite—. Le sacamos una hora de ventaja, yPercy llegará de un momento a otro. Yahabremos cruzado la mitad del canal cuandoChauvelin caiga en la cuenta de que hemosescapado de sus manos.

Pronunció estas palabras con nerviosismo yvehemencia, deseando transmitir a su jovenamigo la esperanza y el optimismo que sucorazón se empeñaba en alentar, pero sir Andrewmovió la cabeza con pesar.

—¿También ahora guarda silencio, sirAndrew? —dijo Marguerite con un deje deimpaciencia—. ¿Por qué mueve la cabeza y poneesa cara tan triste?

—Perdóneme, señora —replicó—, pero es queal trazar sus planes de color de rosa, estáolvidando el factor más importante.

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—¿A qué diablos se refiere? No he olvidadonada... ¿De qué factor está hablando? —añadióaún más impaciente.

—Mide casi dos metros —replicó sir Andrewpausadamente—, y lleva por nombre PercyBlakeney.

—No lo entiendo —musitó Marguerite.—¿Acaso cree que Blakeney se marchará de

Calais sin haber llevado a cabo la tarea que se haimpuesto?

—¿Quiere decir que... ?—Está el anciano conde de Tournay...—¿El conde... ? —repitió Marguerite en un

susurro.—Y St. Just... y más personas...—¡Mi hermano! —exclamó Marguerite,

sollozando de angustia y aflicción—. Que Diosme perdone, pero me temo que lo había olvidado.

—En este mismo momento, esos fugitivosesperan con absoluta confianza y una feinamovible la llegada de Pimpinela Escarlata,que ha empeñado su honor en llevarlos sanos ysalvos hasta la otra orilla del canal.

¡Efectivamente, Marguerite lo había olvidado!Con el sublime egoísmo de la mujer que ama contoda su alma, en las últimas veinticuatro horas

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había dedicado todos sus pensamientosúnicamente a Percy. Su mente estaba ocupadapor la vida de su marido, tan precoz, tan noble, ypor el peligro que corría, él, su amado, el héroevaliente.

—¡Mi hermano! —murmuró, y, una a una,fueron agolpándose en sus ojos gruesas lágrimasde dolor, al recordar a Armand, el compañeroadorado de su niñez, el hombre por el que habíacometido el pecado mortal por cuya causa seencontraba en peligro la vida de su valienteesposo.

—Sir Percy no sería el jefe querido y veneradopor un grupo de caballeros ingleses siabandonase a quienes han depositado suconfianza en él —dijo sir Andrew con orgullo—.En cuanto a no mantener su palabra, la sola ideaes ridícula.

Guardaron silencio durante unos instantes.Marguerite ocultó el rostro entre las manos, ydejó que las lágrimas se deslizaran lentamenteentre sus dedos temblorosos. El joven no dijonada: le partía el alma la inmensa aflicción deaquella hermosa mujer. Desde el principio habíasentido el terrible impasse en que los habíasumido a todos la imprudencia de Marguerite.

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Conocía demasiado bien a su amigo y jefe, consu tremenda osadía, su valentía sin límites, laadoración que profesaba a su propia palabra dehonor. Sir Andrew sabía que Blakeneyarrostraría cualquier peligro y correría losmayores riesgos antes de quebrantarla, y, conChauvelin pisándole los talones, habría unaúltima tentativa, por desesperada que fuese, derescatar a quienes confiaban en él plenamente.

—Sí, sir Andrew —dijo al fin Marguerite,haciendo valerosos esfuerzos por secar suslágrimas—, tiene usted razón, y yo no medeshonraré intentando disuadirle de que cumplacon su deber. Como usted dice, mis ruegos seríanvanos. Que Dios le dé fortaleza y habilidad —añadió con vehemencia y resolución—, paraburlar a sus perseguidores. Quizá no se niegue allevarle consigo cuando inicie su noble tarea.Entre los dos, reunirán astucia y valor. ¡Que Dioslos proteja a ambos! Pero será mejor que noperdamos tiempo. Sigo pensando que laseguridad de Percy depende de que sepa queChauvelin le sigue.

—Indudablemente. Blakeney posee unosrecursos prodigiosos. En cuanto sea conscientedel peligro que corre, obrará con mayor

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precaución, y su ingenio es verdaderamenteportentoso.

—Entonces, ¿por qué no hace usted unaexpedición de reconocimiento por el pueblomientras yo espero aquí a que regrese mimarido? A lo mejor se topa con Percy, y eso nosahorraría un tiempo muy valioso. Si le encuentra,dígale que tenga cuidado. ¡Su peor enemigoviene pisándole los talones!

—Pero, ¿cómo va a esperar usted en semejantecuchitril?

—¡No me importa lo más mínimo! Pero podríapreguntarle a nuestro malhumorado anfitrión sime permitiría esperar en otra habitación, en laque estuviera a resguardo de las miradas curiosasde algún viajero que pasara por aquí. Ofrézcaleuna buena cantidad, para que no se olvide deavisarme en cuanto vuelva el inglés.

Pronunció estas palabras tranquilamente,incluso con cierto optimismo, trazando planes,preparada para lo peor en caso de que fueranecesario. Ya no cometería más errores;demostraría que era digna de su marido, que ibaa sacrificar su vida por salvar a sus semejantes.

Sir Andrew la obedeció sin vacilar.Instintivamente, Marguerite sabía que en

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aquellas circunstancias su mente era la máspoderosa. Sir Andrew estaba dispuesto. asometerse a su dirección, a ser el instrumento,mientras que ella sería el cerebro rector.

El joven se dirigió a la puerta de la habitacióninterior, por la que habían desaparecido Brogardy su mujer momentos antes, y llamó. Como decostumbre, la respuesta consistió en una retahílade juramentos en voz baja.

—¡Eh, amigo Brogard! —dijo el joven en tonoimperioso—. Mi señora quisiera descansar unrato. ¿Puede darle otra habitación? Le gustaríaestar sola.

Sacó dinero del bolsillo, y lo hizo tintinearsignificativamente en una mano. Brogard abrió lapuerta y escuchó la petición de sir Andrew con laapatía y el mal humor habituales en él. Pero, a lavista del dinero, su actitud indolente sufrió unligero cambio. Se quitó la pipa de la boca y entróen la habitación arrastrando los pies.

A continuación señaló hacia el desván porencima del hombro.

—¡Puede quedarse ahí arriba! —dijo, soltandoun gruñido—. Es cómoda, y además, no tengomás habitaciones.

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—Me parece perfecto —dijo Marguerite eninglés. Comprendió inmediatamente las ventajasque le brindaría un lugar como aquel, oculto a lasmiradas indiscretas—. Déle el dinero, sirAndrew. Ahí arriba estaré bien, y podré verlotodo sin que me vean a mí.

Asintió, dirigiéndose a Brogard, que,condescendiente, se dignó subir al desván ysacudir la paja que había en el suelo.

—Le ruego que no cometa ningunaimprudencia, señora —dijo sir Andrew cuandoMarguerite se disponía a remontar losdesvencijados escalones—. Recuerde que estelugar está infestado de espías. Le suplico que nose descubra ante sir Percy, a menos que tenga laabsoluta certeza de que se encuentra a solas conél.

Mientras pronunciaba estas palabras,comprendió que era innecesario tomar estaprecaución: Marguerite poseía la misma calma yclaridad de ideas que cualquiera. No cabíaninguna posibilidad de que cometiera unaimprudencia.

—No se preocupe —replicó, tratando demostrarse alegre—. Le aseguro que no lo haré.No quisiera poner en peligro la vida de mi

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marido, ni sus planes, hablándole antedesconocidos. No tema. Esperaré a que se mepresente la ocasión, y le ayudaré de la forma queconsidere más adecuada.

Brogard bajó las escaleras, y Marguerite sedispuso a subir a su escondite.

—No me atrevo a besarle la mano, señora —dijo sir Andrew cuando Marguerite empezó aremontar los escalones—, puesto que soy sulacayo, pero confío en que todo salga bien. Si noencuentro a Blakeney en el plazo de media hora,volveré con la esperanza de que esté aquí.

—Sí, eso será lo mejor. Podemos permitirnosel lujo de esperar media hora. Es imposible queChauvelin llegue antes. Quiera Dios que o ustedo yo hayamos visto a Percy para entonces. ¡Quétenga buena suerte, amigo mío! No se preocupepor mí.

Marguerite remontó con ligereza losdesvencijados escalones de madera que llevabanal desván. Brogard no le prestó la menoratención. Podía ponerse cómoda en la pequeñahabitación o no; el posadero lo dejaba a suelección. Sir Andrew estuvo observándola hastaque llegó al desván y se sentó en la paja.Marguerite corrió las raídas cortinas, y el joven

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comprobó que se encontraba extraordinariamentebien situada para ver y oír sin que nadie notara supresencia.

Había pagado a Brogard con largueza; elmalhumorado posadero no tendría motivo algunopara delatarla. Sir Andrew se dispuso a salir. Alllegar a la puerta se dio la vuelta y miró aldesván. Por entre las deshilachadas cortinasdivisó el dulce rostro de Marguerite, que loobservaba, y el joven se regocijó al ver que teníauna expresión serena y que incluso sonreía. Trasinclinar la cabeza a modo de despedida, sirAndrew salió a la oscuridad.

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XXIV

LA TRAMPA MORTAL

El cuarto de hora siguiente transcurrió rápida ysilenciosamente. En la habitación de abajo,Brogard pasó un buen rato recogiendo la mesa, ydisponiéndola para otro huésped.

Como Marguerite estuvo observando estospreparativos, se le antojó que el tiempo sedeslizaba más deprisa. Aquel remedo de cenaestaba destinado a Percy. Saltaba a la vista queBrogard profesaba cierto respeto al inglés deelevada estatura, pues se tomó bastantesmolestias para conseguir que la habitaciónresultara un poco más acogedora que antes.

Incluso sacó de un escondrijo del viejoaparador algo que recordaba a un mantel; ycuando lo extendió y vio que estaba lleno deagujeros, movió la cabeza dubitativamente unosrnomentos e hizo todo lo posible por colocarlosobre la mesa de tal modo que quedaran ocultasla mayor parte de sus lacras.A continuación sacó una servilleta, igualmentevieja y raída, pero con cierto grado de limpieza,y procedió a secar cuidadosamente con ella el

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vaso, las cucharas y los platos que habíacolocado en la mesa.

Marguerite no pudo por menos que sonreír alcontemplar todos aquellos preparativos, queBrogard llevó a cabo acompañándolos de unaserie de juramentos entre dientes. No cabía dudade que la gran estatura y corpulencia del inglés, oquizá el peso de sus puños, inspiraban un temorextraordinario a aquel ciudadano libre deFrancia, pues en otro caso no se habría tomadotantas molestias por un sacré aristo.

Cuando la mesa estuvo lista, por decirlo dealguna manera, Brogard examinó su obra conevidente satisfacción. Después quitó el polvo auna de las sillas con una punta de su blusa,removió el puchero, arrojó un montón de astillasal fuego, y abandonó la habitación con la cabezagacha.

Marguerite se quedó a solas con susreflexiones. Había extendido su capa de viajesobre la paja, y estaba sentada cómodamente,pues la paja estaba limpia y los desagradablesolores de abajo llegaban hasta ella bastanteatenuados.

En aquellos momentos. se sentía casi dichosa;dichosa porque, el asomar la cabeza por entre las

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andrajosas cortinas, veía una silla desvencijada,un mantel desgarrado, un vaso, un plato y unacuchara; simplemente por eso. Pero aquellosobjetos feos y mudos parecían decirle queestaban esperando a Percy; que pronto, muypronto, él estaría allí, que en aquella habitaciónmiserable y vacía se encontrarían los dos a solas.

La idea era tan maravillosa que Margueritecerró los ojos con el fin de borrar todo lo demásde su mente. Al cabo de unos minutos estaría asolas con él; Percy la tomaría en sus brazos, yMarguerite le haría comprender que, después deaquello, moriría gustosa por él y con él, porqueno era posible que existiera mayor felicidadsobre la tierra.

¿Y qué ocurriría a continuación? Marguerite nopodía adivinarlo ni siquiera remotamente.Naturalmente, sabía que sir Andrew tenía razón,que Percy haría todo cuanto se había propuesto;que ella, aun estando allí, no podría hacer otracosa que prevenirle para que obrara conprecaución, pues lo seguía el mismísimoChauvelin. Después de haberle avisado, no lequedaría más remedio que ver cómo seembarcaba en aquella misión terrible y temeraria;no podría intentar retenerlo, con una palabra o

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una mirada. Tendría que obedecer lo que leordenara hacer, aunque le dijera quedesapareciese, y esperar, sometiéndose a unatortura indescriptible, mientras Percy iba quizá alencuentro de la muerte.

Pero incluso eso le parecía menos insoportableque la idea de que él no llegara a saber cuánto loamaba, al menos no tendría que pasar por aqueltrance. La miserable habitación, que parecíaesperarle, le decía que pronto estaría allí.

De repente, sus hipersensibles oídospercibieron el ruido de pasos que se acercaba, yel corazón le dio un vuelco de alegríadesenfrenada. ¿Sería Percy al fin? No; aquellaspisadas no parecían tan largas ni tan firmes comolas suyas. Además, creyó distinguir dos pisadasdistintas. ¡Sí! ¡Eso era! Dos hombres seaproximaban a la posada. Dos forasteros quequizá querían tornar una copa, o...

Pero no le dio tiempo a hacer más conjeturas,pues inmediatamente llamaron imperiosamente ala puerta, y a los pocos instantes la abrieronbruscamente desde fuera, mientras una vozáspera y dominante gritaba:

—¡Eh, ciudadano Brogard! ¡Hola!

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Marguerite no veía a los recién llegados, pero,por un agujero que había en una de las cortinaspodía observar una parte de la habitación deabajo.

Oyó las lentas pisadas de Brogard, que salía dela habitación de dentro, mascullando una retahílade juramentos, como de costumbre. Al ver a losnuevos huéspedes, se detuvo en medio de laestancia, dentro del campo de visión deMarguerite; los miró aún con mayor desprecio ydesdén del que había hecho gala con susanteriores huéspedes, y murmuró: «¡Sacréesoutane!».

Marguerite experimentó la sensación de que elcorazón dejaba de latirle; sus ojos,desmesuradamente abiertos, se clavaron en unode los recién llegados, que, en aquel mismomomento, avanzó rápidamente hacia Brogard.Llevaba sotana, sombrero de ala ancha y zapatoscon hebilla, el atuendo normal del curé francés,pero cuando se situó frente al posadero, se abrióunos instantes la sotana y dejó al descubierto elpañuelo tricolor de los funcionarios, detalle queprovocó en Brogard la reacción inmediata decambiar su actitud de desprecio por unservilismo medroso.

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Fue la visión de aquel curé lo que a Margueritele heló la sangre en las venas. No podía verle lacara, pues el sombrero de ala ancha la ocultabacasi por completo, pero reconoció las manoslargas y huesudas, la ligera giba de la espalda,los ademanes de aquel hombre. ¡Era Chauvelin!

El horror de la situación la dejó paralizada,como si le hubieran dado un golpe; la terribledecepción, el temor a lo que pudiera ocurrir, lehicieron tambalearse, y tuvo que hacer unesfuerzo casi sobrehumano para no desplomarsesin sentido.

—Un plato de sopa y una botella de vino —ledijo Chauvelin a Brogard en tono imperioso—. Ydespués, lárgate de aquí. ¿Entendido? Quieroestar solo.

En silencio, sin mascullar ningún juramento,Brogard obedeció, Chauvelin se sentó a la mesaque estaba preparada para el inglés alto, y elmesonero se puso a trajinar de un lado a otro conactitud servil, sirvió la sopa y escanció el vino.El hombre que acompañaba a Chauvelin, al queMarguerite no podía ver, se quedó de pie junto ala puerta.

Respondiendo a una brusca señal de Chauvelin,Brogard volvió precipitadamente a la habitación

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de dentro, y aquél hizo un gesto al hombre quehabía venido con él.

Marguerite lo reconoció enseguida; era Desgas,secretario y hombre de confianza de Chauvelin,al que había visto varias veces en París, entiempos pasados. Cruzó la estancia, y se quedóescuchando con atención junto a la puerta de lahabitación de los Brogard unos momentos.

—¿No están escuchando? —preguntóChauvelin secamente.

—No, ciudadano.Durante unos segundos, Marguerite temió que

Chauvelin ordenara a Desgas que registrara laposada. No se atrevía a imaginar qué ocurriría sila descubrían. Pero, por suerte, Chauvelinparecía más impaciente por hablar con susecretario que temeroso de los espías, pues ledijo a Desgas que volviera rápidamente a sulado.

—¿Y la goleta inglesa? —preguntó.—Se perdió de vista al anochecer, ciudadano

—contestó Desgas—, pero después puso rumboal oeste, hacia el cabo Gris—Nez

—¡Ah, bien! —murmuró Chauvelin—. Y elcapitán Jutley… ¿qué le ha dicho?

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—Me aseguró que ha obedecido sin reservastodas las órdenes que le envió usted la semanapasada. Desde entonces han patrullado todas lascarreteras que llevan hasta aquí noche y día, yvigilan estrechamente la playa y los acantilados.

—¿Sabe dónde está la «cabaña del PéreBlanchard»?

—No, ciudadano. Al parecer, nadie conoce unlugar con ese nombre. Naturalmente, hay muchascabañas de pescadores por toda la costa, pero...

—Está bien, ¿Y qué me dice de esta noche?. —le interrumpió Chauvelin, impaciente.

—Están patrullando las carreteras y la playacomo de costumbre, ciudadano, y el capitánJutley espera sus órdenes.

—Pues vaya a verle inmediatamente. Dígaleque envíe refuerzos a todas las patrullas,especialmente a las que están en la playa. ¿Haentendido?

Chauvelin hablaba secamente, sin rodeos, ycada palabra que pronunciaba resonaba en elcorazón de Marguerite como el toque dedifundos de sus más fervientes esperanzas.

—Los hombres deben vigilar lo másestrechamente posible para descubrir a cualquierdesconocido que pase por la carretera o la playa,

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tanto si va andando, a caballo o en carruaje —prosiguió Chauvelin—. Que tengan cuidadosobre todo con un extranjero de elevada estatura,del que no voy a dar ninguna descripción más,pues probablemente irá disfrazado; pero no podrádisimular su estatura, a no ser que vayaencorvado. ¿Ha entendido?

—Perfectamente, ciudadano —repuso Desgas.—En cuanto cualquiera de los hombres divise a

un desconocido, que no lo pierdan de vista. Unavez que lo descubran, el hombre que le pierda lapista a ese extranjero, pagará su negligencia conla vida. Pero que venga inmediatamente unhombre a comunicármelo aquí. ¿Queda claro?

—Absolutamente claro, ciudadano.—Muy bien. Vaya a ver a Jutley enseguida.

Asegúrese de que envía los refuerzos a la patrullade servicio, y pídale al capitán que leproporcione otra media docena de hombres ytráigalos aquí cuando usted vuelva. Puederegresar dentro de diez minutos. Vamos.

Desgas saludó y se dirigió a la puerta.Mientras Marguerite escuchaba horrorizada las

instrucciones que daba Chauvelin a susubordinado, comprendió con toda claridad,espantada, los planes para la captura del

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Pimpinela Escarlata. Chauvelin quería que losfugitivos siguieran creyendo que se encontrabana salvo, y que esperaran en su apartado esconditea que Percy se reuniera con ellos. Entonces,rodearían al audaz conspirador y lo cogerían conlas manos en la masa, en el mismo momento enque estuviera ayudando a unos monárquicos, queeran traidores a la república. Así, si se divulgabala noticia de su captura, ni siquiera el gobiernobritánico podría elevar una protesta legal a sufavor, pues al haber conspirado con los enemigosdel gobierno francés, Francia tenía derecho acondenarlo a muerte.

Entonces sería imposible que escaparan, niPimpinela Escarlata ni los demás, con todas lascarreteras sometidas a estrecha vigilancia, latrampa bien preparada, la red, floja de momento,pero tensándose cada vez más, hasta que secerrara sobre el osado conspirador, cuya astuciasobrehumana no podría librarlo de la tupidamalla.

Cuando Desgas estaba a punto de salir,Chauvelin volvió a llamarle.

Marguerite pensó vagamente qué otros planesdiabólicos se le habrían ocurrido para atrapar aun hombre valiente, que luchaba en solitario

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contra treinta o cuarenta. Le miró cuando sevolvió para hablar con Desgas—, apenasdistinguía su cara bajo el sombrero de curé, deala ancha. En aquellos momentos, su delgadorostro y sus ojillos pálidos expresaban un odiotan implacable, una maldad tan demoníaca, queen el corazón de Marguerite se extinguió laúltima esperanza, pues no podía esperar la menorpiedad.

—Se me olvidaba una cosa —dijo Chauvelin,con una extraña risita, frotándose las delgadasmanos, como garras, con gesto de malvadasatisfacción—. Es posible que ese extranjero semuestre un tanto agresivo. En ese caso, recuerdeque no se debe disparar contra él, a no ser comoúltimo recurso. Lo quiero vivo... si es posible.

Se echó a reír, como nos cuenta Dante que ríenlos demonios al contemplar la tortura de loscondenados. Marguerite pensaba que ya habíaexperimentado toda la gama del horror y laangustia que puede soportar el corazón humano;sin embargo, cuando Desgas salió de la casa, yella se quedó sola con la única compañía de undesalmado como Chauvelin en aquella miserabley desolada habitación, se dio cuenta de que todocuanto había sufrido hasta entonces no era nada

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en comparación con lo que la aguardaba.Chauvelin siguió riendo para sus adentros unbuen rato, frotándose las manos en anticipaciónde su triunfo.

Sus planes estaban bien trazados, y era más queprobable que los llevara a cabo con éxito. Noquedaba ni una rendija por la que pudiera escaparal hombre más valiente y astuto del mundo.Todas las carreteras protegidas, hasta el últimorincón vigilado, y en aquella cabaña solitaria deun lugar perdido de la costa, un pequeño grupode fugitivos esperando a su salvador, al quellevarían a la muerte; no, a algo peor que lamuerte. Aquel desalmado con atuendo sagrado,era demasiado malvado para permitir que unhombre valeroso tuviera la muerte rápida yrepentina de un soldado en cumplimiento de sudeber.

Por encima de todo, lo que Chauvelin deseabaera tener en su poder, impotente, al astutoenemigo que hasta entonces se había burlado deél; quería regodearse y disfrutar con su caída,infligirle las torturas morales y mentales que sóloun odio implacable puede idear. El águilavaliente, atrapada, y con sus nobles alas cortadas,estaba condenada a someterse a los mordiscos de

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la rata. Y ella, su esposa, que lo amaba, y quehabía sido la causante de su situación, no podíahacer nada para ayudarle.

Nada, salvo esperar la muerte a su lado, y unosbreves instantes para decirle que su amor —verdadero, apasionado— le pertenecía porcompleto.

Chauvelin estaba sentado junto a la mesa; sequitó el sombrero, y Marguerite distinguió elcontorno de su perfil y de la afilada barbilla alinclinarse sobre la frugal cena. Saltaba a la vistaque estaba muy contento, y que esperaba eldesarrollo de los acontecimientos con absolutacalma; incluso daba la impresión de estarsaboreando la insípida comida de Brogard.Marguerite pensó cómo un ser humano podíaalbergar tanto odio contra otro.

De repente, mientras observaba a Chauvelin, asus oídos llegó un ruido que la dejó helada. Y sinembargo, aquel ruido no debería haber inspiradohorror a nadie, pues era simplemente una vozfresca y alegre cantando de buena gana «GodSave the King!»3.

3«God Save the King»: «Dios salve al rey», himno nacional

británico (N. de la T.)

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XXV

EL ÁGUILA Y EL ZORRO

A Marguerite se le cortó la respiración;experimentó la sensación de que su vida quedabaen suspenso mientras escuchaba aquella voz yaquella canción. Había reconocido al cantante:era su marido. También Chauvelin lo había oído,pues, tras lanzar una rápida mirada hacia lapuerta, se apresuró a coger el sombrero de alaancha y a encasquetárselo en la cabeza.

La voz se oía cada vez más cerca; durantebreves instantes, se apoderó de Marguerite undeseo irrefrenable de correr escaleras abajo yatravesar la habitación, hacer callar aquella voz acualquier precio, rogar al alegre cantante quehuyera, que huyera para salvar su vida antes deque fuera demasiado tarde. Refrenó su impulsojusto a tiempo. Chauvelin la apresaría antes deque llegara a la puerta, y, además, Marguerite nosabía si había apostado más soldados por allícerca. Su impetuosa acción hubiera podido ser laseñal que acabara con la vida del hombre porcuya salvación estaba dispuesta a morir.

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«Que sea largo su reinado,Dios salve al rey»

cantaba la voz con más fuerza que antes. Al pocotiempo se abrió la puerta y se hizo un silencioabsoluto durante unos segundos.

Marguerite no podía ver la puerta; contuvo larespiración, tratando de imaginar lo que ocurría.

Naturalmente, nada más entrar, Percy Blakeneyvio al curé sentado a la mesa; su vacilación noduró más de cinco segundos, y al pocoMarguerite vio su alta figura atravesando lahabitación, mientras decía en voz alta y animada:

—¡Eh! ¿No hay nadie en la casa? ¿Dónde estáese imbécil de Brogard?

No se había quitado aún el magnífico traje demontar que llevaba cuando Marguerite le vierapor última vez en Richmond, hacía ya muchashoras. Como de costumbre, su atuendo eraabsolutamente impecable; los delicados encajesdel cuello y puños se mantenían inmaculados, lasmanos eran blancas y delgadas, llevaba el pelometiculosamente peinado y el monóculo con suhabitual gesto de afectación. La verdad era que,en aquel momento, hubiera podido pensarse quesir Percy Blakeney se dirigía a una fiesta en casa

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del príncipe de Gales en lugar de estar metiendola cabeza, deliberadamente y a sangre fría, en latrampa que le había tendido su más implacableenemigo.

Se quedó unos instantes en medio de lahabitación, mientras que Marguerite,completamente paralizada de terror, parecíaincapaz incluso de respirar.

A cada momento esperaba que Chauvelinhiciera una señal, que la posada se llenara desoldados, y deseaba echar a correr escalerasabajo para ayudar a Percy a vender cara su vida.Al verlo allí parado, totalmente ajeno al peligro,estuvo a punto de gritarle:

—¡Huye, Percy! ¡Es tu enemigo! ¡Escapa antesde que sea demasiado tarde!

Pero ni siquiera le dio tiempo a hacer eso,porque al momento siguiente Blakeney se dirigiólentamente a la mesa, y, dando unas palmaditasjoviales en la espalda al curé, dijo, en su habitualtono afectado e indolente:

—¡Vaya, vaya!... Monsieur Chauvelin... Juroque jamás habría pensado que fuera aencontrármelo aquí. Chauvelin, que iba a llevarsela sopa a la boca, casi se ahogó. Su delgadorostro se puso completamente rojo, y un fuerte

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ataque de tos impidió a aquel astutorepresentante de Francia delatar la sorpresa másgrande que había experimentado en su vida. Nocabía duda de que aquella atrevida jugada delenemigo absolutamente inesperada, y su osadía ydescaro, le dejaron estupefactomomentáneamente.

Saltaba a la vista que no había tomado laprecaución de ordenar que los soldados rodearanla posada. También saltaba a la vista queBlakeney lo había adivinado, y su ingeniosocerebro ya debía haber trazado algún plan parasacar partido a aquella entrevista inesperada.

En el desván, Marguerite no hizo el menormovimiento. Había prometido solemnemente asir Andrew que no le dirigiría la palabra a sumarido en presencia de extraños, y poseíasuficiente autocontrol como para no entrometerseimpulsiva e irracionalmente en los planes de sirPercy. Observar a aquellos dos hombres juntosen silencio supuso una terrible prueba defortaleza para ella. Marguerite había oído aChauvelin dar órdenes para que las carreterasestuvieran constantemente vigiladas. Sabía que siPercy salía en ese momento del Chat Gris, nopodría llegar muy lejos sin que lo viera alguno de

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los hombres del capitán Jutley que patrullabanpor los alrededores, cualquiera que fuese ladirección que tomara. Por otra parte, si sequedaba en la posada, Desgas tendría tiempo devolver con la media docena de hombres quehabía pedido Chauvelin.

La trampa empezaba a cerrarse, y lo único quepodía hacer Marguerite era observar y pensar quéocurriría. Los dos hombres formaban untremendo contraste, y de los dos, era Chauvelinel que mostraba un cierto temor. Marguerite loconocía lo suficiente como para adivinar lo quepasaba por su cabeza. No temía por sí mismo, apesar de encontrarse a solas en una posadasolitaria con un hombre muy corpulento y de unaaudacia y temeridad que parecían increíbles.Sabía que Chauvelin hubiera arrostrado de buenagana las situaciones más arriesgadas por el biende la causa que defendía de corazón, pero de loque sí tenía miedo era de que aquel inglésdesvergonzado le derribara de un puñetazo ymultiplicara así sus posibilidades de escapar.Probablemente sus esbirros no lograrían capturara Pimpinela Escarlata si no los dirigía una manoastuta y un cerebro sagaz, cuyo incentivo era unodio implacable.

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Pero el representante del gobierno francés notenía ningún motivo de temor, al menos demomento, a manos de su poderoso adversario.Blakeney, con su risa más necia y una expresiónbondadosa en el rostro, le dio unos golpecitos enla espalda con gran solemnidad.

—No sabe usted cuánto lo siento —dijoalegremente—. Lo siento muchísimo... Tengo laimpresión de que le he molestado... y, encima, lasopa... Es que comer sopa es un lío... Sin ir máslejos, un amigo mío murió tomando sopa...ahogado... igual que usted... por una cucharadade sopa.

Y dirigió a Chauvelin una sonrisa tímida,bondadosa.

—¡Qué barbaridad! —prosiguió en cuanto elfrancés se hubo repuesto un poco—. ¡Qué garitotan repugnante éste! ¿No le parece?... Esto... ¿mepermite? —añadió, en tono de disculpa, altiempo que se sentaba en una silla que estabajunto a la mesa y acercaba hacia sí la sopera—.Ese imbécil de Brogard debe hacerse quedadodormido o algo por el estilo.

Había otro plato en la mesa, y sir Percy sesirvió sopa tranquilamente; a continuaciónescanció vino en un vaso.

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Marguerite no dejaba de pensar qué haríaChauvelin. Su disfraz era tan bueno que quizátuviera la intención de negar su identidad encuanto se repusiera por completo. PeroChauvelin era demasiado astuto para dar un pasoen falso tan evidente e infantil, y tendiéndole lamano a sir Percy, le dijo en tono afable:

—Estoy realmente encantado de verle, sirPercy. Le ruego que me disculpe... pensaba queestaba usted al otro lado del canal. La sorpresacasi me ha dejado sin aliento.

—¡Desde luego! —exclamó sir Percy,sonriendo amablemente—. Eso me ha parecido,¿verdad... monsieur... esto... Chambertin?

—Perdone, pero es Chauvelin.—Le pido disculpas... mil veces le pido

disculpas. Sí, eso es, Chauvelin... Nunca se mequedan los nombres extranjeros...

Comía tranquilamente la sopa, y reía de buenhumor, como si hubiera ido hasta Calais con elpropósito exclusivo de cenar en aquella posadaasquerosa, en compañía de su archienemigo.

Marguerite no acertaba a comprender por quéPercy no derribaba al francés de un puñetazo enaquel mismo momento... y sin duda, a su maridodebió ocurrírsele algo parecido, pues de vez en

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cuando, brillaba en sus ojos un destelloamenazador al posarlos en la breve figura deChauvelin, que ya había recobrado el control desí mismo y también comía tranquilamente.

Pero aquella mente perspicaz, que habíatrazado y llevado a término tantos planesaudaces, era demasiado clarividente paraarriesgarse innecesariamente. Al fin y al cabo, laposada podía estar infestada de espías, y cabía laposibilidad de que Chauvelin hubiera sobornadoal posadero. A un grito del francés podían acudirveinte hombres que reducirían a Blakeney deinmediato y lo apresarían sin darle tiempo aayudar, o al menos a prevenir, a los fugitivos. Nopodía arriesgarse a eso; estaba dispuesto aayudarles, a sacarles de Francia sanos y salvos;porque les había dado su palabra, y la mantendríaa toda costa. Y mientras comía y charlaba, nodejaba de pensar y planear, y arriba, en eldesván, una pobre mujer angustiada se devanabalos sesos decidiendo qué debía hacer, sometida ala tortura de tener que refrenar el deseo de correrhasta él, sin atreverse a mover por temor adesbaratar los planes de su marido.

—No sabía que usted... esto... tuviera lasórdenes sagradas —dijo Blakeney jovialmente.

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—Pues... yo... —tartamudeó Chauvelin.Saltaba a la vista que la tranquilidad y el

descaro de su antagonista le había hecho perdersu equilibrio habitual.

—Pero, de todos modos, le habría reconocido—prosiguió sir Percy afablemente, mientras seservía otro vaso de vino—, aunque el sombrero yla peluca le cambian mucho.

—¿Usted cree?—¡Desde luego! Cualquier persona se

transforma... Pero... espero que no le hayamolestado este comentario... Tengo la malacostumbre de hacer comentarios sobre todo...Espero que no le haya molestado...

—¡No, no, en absoluto! En fin... Espero quelady Blakeney se encuentre bien —dijoChauvelin, apresurándose a cambiar el tema deconversación.

Blakeney terminó la sopa con mucha lentitud,bebió el vaso de vino, y a Marguerite le parecióque recorría la habitación con una rápida mirada.

—Muy bien, gracias —replicó al fin,secamente.

Se hizo una pausa, durante la cual Margueritepudo contemplar a los dos enemigos que debíanestar midiendo sus fuerzas mentalmente. Vio a

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Percy sentado a la mesa, su rostro casi entero, amenos de diez metros de donde ella estabaagazapada, confundida, sin saber qué hacer niqué pensar. Ya había dominado el impulso debajar y revelar su presencia a sir Percy. Unhombre capaz de representar un papel con lamaestría que él lo estaba haciendo en aquelmomento no necesitaba que una mujer leaconsejara que obrase con cautela.

Marguerite se abandonó a un placer muypreciado por cualquier mujer enamorada, el demirar al hombre que amaba. Por entre las raídascortinas contempló la hermosa cara de su marido,en cuyos indolentes ojos azules y tras cuya neciasonrisa veía con toda claridad la fuerza, el valory el ingenio que habían logrado que losseguidores de Pimpinela Escarlata confiaran enél y le venerasen. «Somos diecinueve hombresdispuestos a sacrificar nuestra vida por sumarido, lady Blakeney», le había dicho sirAndrew; y al mirar la frente de Percy, baja peroamplia y cuadrada, los ojos, azules, hundidos yde mirada intensa, el continente en una palabra,de un hombre de brío indomable, que ocultaba,tras una comedia perfectamente representada,una fuerza de voluntad casi sobrehumana y un

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ingenio portentoso, comprendió la fascinaciónque ejercía sobre sus seguidores, pues, ¿acaso nohabía hechizado también el corazón y laimaginación de Marguerite?

Chauvelin, que trataba de disimular suimpaciencia con sus amables modales, lanzó unarápida ojeada a su reloj. Desgas no tardaríamucho en aparecer; dos o tres minutos más, yaquel inglés desvergonzado estaría en las segurasmanos de media docena de los hombres másleales del capitán Jutley.

—¿Se dirige usted a París, sir Percy? —preguntó con aire despreocupado.

—¡Ni hablar! —exclamó Blakeney, riendo—.Sólo llegaré hasta Lille... París no me gusta ...Me parece un lugar repugnante e incómodo enestos momentos... monsieur Chambertin...perdone... ¡Chauvelin!

—No para un inglés como usted, sir Percy —replicó Chauvelin sarcásticamente—, a quien nole interesa el conflicto que lo asola.

—Sí, la verdad es que no es asunto mío, ynuestro maldito gobierno está de su parte en estahistoria. El viejo Pitt no se atreve a matar unamosca. Pero parece que tiene usted prisa, señor—añadió al ver que Chauvelin volvía a sacar el

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reloj—. Una cita, tal vez... Le ruego que no sepreocupe por mí... Yo dispongo de tiemposobrado.

Se levantó de la mesa y arrastró una silla hastala chimenea. Una vez más, Marguerite estuvotentada de acercarse a él, porque el tiempo seagotaba; Desgas podía regresar en cualquiermomento con sus hombres. Percy no lo sabía y...¡Oh! ¡Qué terrible era aquello, y qué impotentese sentía!

—No tengo ninguna prisa —prosiguió Percyafablemente—, pero a fe mía que no quisierapasar más tiempo del absolutamenteimprescindible en este cuchitril dejado de lamano de Dios. Pero, señor —añadió, al ver queChauvelin miraba disimuladamente el reloj portercera vez—, ese reloj no andará más deprisapor mucho que lo mire. ¿Está esperando a unamigo?

—Sí, eso es. ¡A un amigo!—Supongo que no será una dama, monsieur

l'Abbé —dijo sir Percy, riendo—. Me imaginoque la santa iglesia no permitirá... ¿eh?.... Peroacérquese al fuego... Empieza a hacer un frío demil demonios.

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Dio una patada a la leña con el tacón de subota, y los troncos soltaron una llamarada. Alparecer, sir Percy no tenía ninguna prisa pormarcharse, y estaba totalmente ajeno al peligroque le acechaba. Arrastró otra silla hasta lachimenea, y Chauvelin, cuya impaciencia era yaincontrolable, se sentó junto al hogar, de talmodo que podía dominar la puerta desde suasiento. Desgas se había marchado hacía casi uncuarto de hora. En su dolor, Margueritecomprendió con toda claridad que, en cuantollegara su subordinado, Chauvelin abandonaríatodos los demás planes concernientes a losfugitivos para capturar al desvergonzadoPimpinela Escarlata de inmediato.

—Eh, monsieur Chauvelin —dijo sir Percyanimadamente—, dígame, ¿es guapa su amiga?Hay que ver lo hermosas que son algunasfrancesitas... Pero, claro, no tengo por quépreguntar estas cosas —añadió, dirigiéndose conaire indolente hacia la mesa en la que habíancenado—. En materia de buen gusto, la iglesianunca se ha quedado atrás...

Pero Chauvelin no le prestaba atención. Teníalos cinco sentidos clavados en la puerta por laque entraría Desgas de un momento a otro.

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También los pensamientos de Marguerite estabancentrados allí, porque sus oídos habían percibidode repente, en medio del silencio de la noche, elruido de numerosas pisadas rítmicas no muylejos.

Eran Desgas y sus hombres. ¡Tres minutos másy entrarían en la posada! Tres minutos más yocurriría algo espantoso: la valiente águila caeríaen la trampa. Marguerite hubiera querido gritar,pero no se atrevió ni siquiera a moverse; porquemientras oía a los soldados aproximarse, mirabaa Percy, observando cada uno de susmovimientos. Estaba junto a la mesa, sobre laque estaban desparramados los restos de la cena;platos, vasos, cucharas, saleros y pimenteros. Seencontraba de espaldas a Chauvelin, y seguíacharlando, afectada y neciamente, como decostumbre, pero sacó la caja de rapé del bolsillo,y vació rápidamente en ella el contenido delpimentero.

Se volvió hacia Chauvelin, riendo neciamente.—¿Eh? ¿Ha dicho algo, señor?Chauvelin estaba demasiado pendiente del

ruido de los pasos que se aproximaban paraobservar lo que acababa de hacer su enemigo.Recuperó su aplomo, tratando de parecer

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despreocupado aun estando a punto de obtener lavictoria.

—No —dijo—, o sea... como usted decía, sirPercy...

—Decía que el judío de Piccadilly me havendido esta vez el mejor rapé que he probado enmi vida —continuó Blakeney, dirigiéndose aChauvelin, que estaba junto al fuego—. ¿Mehace usted el honor, monsieur l'Abbé?

Se acercó a Chauvelin, con su habitual actituddébonnaire, despreocupada, y le ofreció la cajade rapé a su archienemigo.

A Chauvelin, que, como le había dicho aMarguerite en una ocasión, había visto más deuno o dos trucos en su vida, jamás se le hubieraocurrido ninguno como aquél. Con un oídopendiente de las pisadas que se aproximabancada vez más, y un ojo clavado en la puerta porla que entrarían Desgas y sus hombres de unmomento a otro, tranquilizado por la actitudindolente del desvergonzado inglés, no podíasospechar ni remotamente la trampa que iba atenderle.

Cogió un pellizco de rapé.Sólo quien haya aspirado vigorosamente cierta

cantidad de pimienta por accidente podrá hacerse

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una ligera idea del estado de impotencia al quequeda reducido un ser humano.

Chauvelin experimentó la sensación de que lacabeza le iba a estallar; sin parar de estornudar,estuvo a punto de ahogarse; se quedó ciego,sordo y mudo durante unos instantes, instantesque Blakeney aprovechó para coger su sombrerotranquilamente, sin la menor prisa, sacar unasmonedas del bolsillo, que dejó en la mesa, yabandonar la habitación con la misma calma.

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XXVI

EL JUDIO

Marguerite tardó un buen rato en poner susdispersas ideas en orden; el episodio que secuenta en el capítulo anterior se habíadesarrollado en el plazo de menos de un minuto,y Desgas y los soldados se encontraban aún aunos doscientos metros del Chat Gris.

Cuando se dio cuenta de lo que había ocurrido,su corazón se llenó de una extraña mezcla dealegría y asombro. Había sido tan limpio, taningenioso... Chauvelin seguía inmovilizado,impotente, mucho más que si hubiera recibido unpuñetazo, pues ni podía ver, ni oír ni hablar,mientras que su astuto enemigo se le habíaescapado de las manos tranquilamente.

Blakeney se había marchado; sin dudaintentaría reunirse con los fugitivos en la cabañadel Pére Blanchard. De momento, Chauvelinhabía quedado completamente inutilizado;también de momento, Desgas y sus hombres nohabían apresado al audaz Pimpinela Escarlata.Pero las patrullas rondaban por todas lascarreteras y la playa. Todo esta vigilado, y no se

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perdía de vista a ningún extranjero. ¿Hasta dóndepodría llegar Percy con sus vistosas ropas sin quelo descubrieran y lo siguieran?

Marguerite se lamentó de no haber salido a suencuentro antes para decirle las palabras de avisoy amor que probablemente necesitaba. Percy nopodía conocer las órdenes que Chauvelin habíadado para su captura, y quizá en aquel mismomomento...

Pero antes de que estos terribles pensamientosadoptaran una forma concreta en el cerebro deMarguerite, oyó estruendo de armas afuera, juntoa la puerta, y la voz de Desgas que gritaba:«¡Alto!» a sus hombres.

Chauvelin se había repuesto un poco; losestornudos eran menos fuertes, y se puso de piecon dificultad. Logró llegar a la puerta justocuando Desgas llamaba.

Chauvelin abrió la puerta de golpe, y antes deque su secretario pudiera pronunciar palabra,tartamudeó entre estornudo y estornudo:

—El extranjero alto... ¡Deprisa!... ¿Lo ha vistoalguien?

—¿Dónde, ciudadano? —preguntó Desgas,sorprendido.

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—¡Aquí mismo! ¡Acaba de salir por esa puerta,no hace ni cinco minutos!

—Nosotros no hemos visto nada, ciudadano.Todavía no ha salido la luna, y...

—Y usted ha llegado con cinco minutos deretraso, amigo mío —replicó Chauvelin, confuria reconcentrada.

—Ciudadano... yo...—Ha hecho lo que le ordené —le interrumpió

Chauvelin, con impaciencia—. Ya lo sé. Pero hatardado demasiado tiempo. Por suerte, no haocurrido nada irreparable, pues en otro caso leirían muy mal las cosas, ciudadano Desgas.

Desgas empalideció ligeramente. La actitud desu superior denotaba una ira y un odio terribles.

—El extranjero alto, ciudadano... —tartamudeó.

—Estaba aquí, en esta misma habitación, hacecinco minutos, cenando en esa mesa. ¡Quédesvergüenza la suya! Por razones evidentes, nome atreví a enfrentarme a él yo solo. Brogard esun imbécil, y ese maldito inglés da la impresiónde tener la fuerza de un toro, así que se haescapado delante de mis narices.

—No puede ir muy lejos sin que lo descubran,ciudadano.

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—¿Ah, no?—El capitán Jutley ha enviado cuarenta

hombres de refuerzo a la patrulla de servicio,veinte de ellos a la playa. Me ha asegurado unavez más que ha habido vigilancia constantedurante todo el día, y que es imposible que undesconocido llegue a la playa o coja una barcasin que le vean.

—Muy bien. ¿Saben los hombres lo que tienenque hacer?

—Han recibido órdenes muy claras, ciudadano;y he hablado yo mismo con los que iban a partir.Deben seguir, con la mayor discreción posible, acualquier extranjero que vean, especialmente sies alto o si va encorvado para disimular suestatura.

—No deben detenerlo bajo ningunacircunstancia, naturalmente —se apresuró aañadir Chauvelin—. Ese desvergonzadoPimpinela Escarlata se escaparía de unas manostorpes. Tenemos que dejarle llegar a la cabañadel Pére Blanchard, y una vez allí, rodearle ycapturarle.

—Los hombres lo saben, ciudadano, y tambiénque, en cuanto descubran a un extranjero deelevada estatura, deben seguirlo, mientras que un

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hombre viene inmediatamente aquí acomunicárselo a usted.

—Eso es —dijo Chauvelin, frotándose lasmanos con gran satisfacción.

—Traigo más noticias, ciudadano.—¿De qué se trata?—Un inglés muy alto ha mantenido una larga

conversación hace unos tres cuartos de hora conun judío, llamado Rubén, que vive a pocadistancia de aquí.

—¿Y qué? —preguntó Chauvelin, conimpaciencia.

—La conversación giró en torno a un caballo yun carro que el inglés quería alquilar, y que eljudío debía tenerle parados para las once.

—Ya son más de las once. ¿Dónde vive el talRubén?

—A unos minutos a pie de aquí.—Envíe a un hombre para que averigüe si el

inglés se ha marchado en el carro del tal Rubén.—Sí, ciudadano.Desgas fue a dar las órdenes pertinentes a uno

de los hombres. Marguerite no se había perdidoni una sola palabra de la conversación mantenidaentre Chauvelin y su secretario, y experimentó lasensación de que cada palabra que pronunciaban

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se clavaba en su corazón, llenándolo deimpotencia y de oscuros presentimientos.

Había ido hasta allí con grandes esperanzas yuna firme resolución, dispuesta a ayudar a sumarido, y hasta entonces no había podido hacernada, salvo observar, con el corazón transido deangustia, las mallas de la red mortal que se ibaestrechando en tomo al audaz PimpinelaEscarlata.

Percy no podía dar muchos pasos sin que losojos que le espiaban le descubrieran ydenunciaran. Su propia impotencia despertó enella una terrible sensación de decepción absoluta.Las posibilidades de resultar útil a su maridoeran casi nulas, y su única esperanza radicaba enque le permitieran compartir su suerte,cualquiera que ésta fuera.

De momento, incluso las posibilidades devolver a ver al hombre que amaba eran muyremotas. Sin embargo, estaba decidida a vigilarestrechamente a su enemigo, y en su corazónnació la débil esperanza de que, mientras noperdiese de vista a Chauvelin, la balanza deldestino aún podría inclinarse a favor de Percy.

Desgas dejó a Chauvelin paseando taciturnopor la habitación, y salió a esperar a que

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regresara el hombre que había enviado a buscar aRubén. Transcurrieron varios minutos, durantelos cuales Chauvelin dio claras muestras de estarconsumido por la impaciencia. Parecía como sino confiara en nadie; la última faena que le habíahecho Pimpinela Escarlata le hacía dudarrepentinamente de que fuera a obtener la victoriafinal a menos que él mismo dirigiera ysupervisara la captura de aquel inglésdesvergonzado.

Al cabo de unos cinco minutos regresó Desgas,seguido por un judío de edad con una gabardinasucia y raída, desgastada y grasienta en loshombros. Su pelo rojizo, que llevaba peinado alestilo de los judíos polacos, con una especie detirabuzones a ambos lados de la cara, estabasalpicado de gris en muchos puntos, y la capa demugre de las mejillas y la barbilla le daban unaspecto insólitamente desaliñado y repulsivo.Tenía la chepa que habitualmente adoptaban losde su raza para mostrar una falsa humildad ensiglos pasados, antes del advenimiento de laigualdad y la libertad en materia de fe, ycaminaba detrás de Desgas con esa formaespecial de arrastrar los pies que siempre ha

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distinguido al mercader judío del continenteeuropeo hasta nuestros días.

Chauvelin, que albergaba los mismosprejuicios que todos los franceses hacia esa razatan despreciada, le hizo un gesto a aquelindividuo para indicarle que se mantuviera a unadistancia respetuosa. El grupo integrado por lostres hombres se encontraba justo debajo de lalámpara de aceite que colgaba del techo, yMarguerite podía verlos con toda claridad.

—¿Es éste el hombre que buscábamos? —preguntó Chauvelin.

—No, ciudadano —contestó Desgas—. Nohemos encontrado a Rubén, pero, al parecer, estehombre sabe algo que está dispuesto a vender acambio de cierta cantidad.

—¡Ah! —dijo Chauvelin, apartándose conrepugnancia del odioso ejemplar humano quetenía frente a él.

El judío, con una paciencia característica, sequedó humildemente a un lado, apoyado en unbastón grueso y nudoso, con el grasientosombrero de ala ancha oscureciendo sumugrienta cara, a la espera de que su Excelenciase dignara hacerle alguna pregunta.

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—El ciudadano asegura —le dijo Chauvelin entono imperioso— que sabes algo sobre mi amigo,ese inglés tan alto, y yo quisiera verle... Morbleu!¡Mantén las distancias! —añadió de inmediato,al ver que el judío se apresuraba a dar unos pasoshacia él ansiosamente.

—Sí, Excelencia —replicó el judío, quehablaba con ese ceceo especial que denota losorígenes orientales—. Rubén Goldstein y yohemos visto esta noche a un inglés muy alto en lacarretera, cerca de aquí.

—¿Hablasteis con él?—El vino a hablar con nosotros, Excelencia.

Quería saber si podía alquilar un caballo y uncarro para ir a un sitio al que quería llegar estanoche por la carretera de St. Martin.

—¿Qué le dijisteis?—Yo no dije nada —repuso el judío en tono

ofendido—. Rubén Goldstein, ese malditotraidor, ese hijo de Belial...

—Déjate de tonterías —le interrumpióChauvelin bruscamente—, y sigue contando quéocurrió.

—Me quitó la palabra de la boca, Excelencia.Estaba yo a punto de ofrecerle al acaudaladoinglés mi caballo y mi carro, pero llevarlo a

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donde se le antojara, cuando Rubén se meadelantó y ofreció su jaca, que está famélica, y sucarro desvencijado.

—¿Y qué hizo el inglés?—Le hizo caso a Rubén Goldstein, Excelencia,

y sin pensárselo dos veces, se metió la mano enel bolsillo, sacó un puñado de monedas de oro, yse las enseñó a ese descendiente de Belcebú,diciéndole que todo aquello sería suyo si le teníapreparado el caballo y el carro a las once.

—Y, naturalmente, el caballo y el carro estabanlistos a esa hora…

—¡Bueno, por decirlo de alguna manera,estaban listos, Excelencia! La jaca de Rubénandaba coja, como de costumbre, y al principiose negaba a moverse. Hasta pasado un rato,después de darle muchas patadas, no echó aandar —dijo el judío con una risita maliciosa.

—¿Y se marcharon?—Sí, se marcharon hace cinco minutos, más o

menos. Yo estoy muy enfadado por la estupidezdel extranjero ese. ¡Inglés tenía que ser! Deberíahaber visto que la jaca de Rubén no estaba encondiciones de tirar de un carro...

—Pero no tenía otra elección...

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—¿Que no tenía otra elección, Excelencia? —protestó el judío ásperamente—. ¿Acaso no lerepetí cien veces que con mi caballo y mi carroiría más rápido y más cómodo que con ese sacode huesos que tiene Rubén? Pero no me hizocaso. Rubén es un embustero que sabe embaucara la gente. Engañó al extranjero. Si tenía prisa,hubiera empleado mejor su dinero alquilando micarro.

—Entonces, ¿tú también tienes un caballo y uncarro? —preguntó Chauvelin en tono imperioso.

—Claro que sí, Excelencia, y si su Excelenciadesea usarlos…

—¿No sabrás por casualidad por dónde se fuemi amigo con el carro de Rubén Goldstein?

El judío se frotó la barbilla pensativamente. Elcorazón de Marguerite latía tan deprisa queparecía que estuviera a punto de estallar. Habíaoído la imperiosa pregunta; miró angustiada aljudío, pero no pudo distinguir su rostroensombrecido por el ancho ala del sombrero.Pensó vagamente que aquel hombre tenía lasuerte de Percy en sus largas y sucias manos.

Se hizo un largo silencio, durante el cualChauvelin miró con el ceño fruncido, impaciente,a la encorvada figura que estaba frente a él. Al

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fin, el judío se metió lentamente la mano en elbolsillo del pecho y de sus profundidades sacóvarias monedas de plata. Las contempló,pensativo, y a continuación dijo quedamente:

—Esto es lo que me dio el extranjero, antes demarcharse con Rubén, para que mantuviera laboca cerrada y no hablara de él. Chauvelin seencogió de hombros, impaciente.

—¿Cuánto hay ahí? —preguntó.—Veinte francos, Excelencia —contestó el

judío—, y he sido un hombre honrado toda mivida.

Sin añadir palabra, Chauvelin sacó unasmonedas de oro de su bolsillo, las puso en lapalma de su mano y las hizo tintinear altendérselas al judío.

—¿Cuántas monedas de oro tengo en la palmade la mano? —preguntó en voz baja.

Saltaba a la vista que no quería asustar alhombre, sino ganárselo para que sirviera a suspropósitos, pues su actitud era afable y tranquila.Sin duda temía que la amenaza de la guillotina yotros métodos de persuasión similares nohicieran mella en la mente del viejo, ysospechaba que era más probable que le resultara

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útil movido por la avaricia que por el miedo a lamuerte.

Los ojos del judío lanzaron una mirada rápida ypenetrante al oro que brillaba en la mano de suinterlocutor.

—Yo diría que al menos cinco, Excelencia —contestó en tono servil.

—¿Crees que serán suficientes para solar esalengua tan honrada que tienes?

—¿Qué desea saber, Excelencia?—Si tu caballo y tu carro pueden llevarme

hasta donde se encuentra mi amigo, eseextranjero tan alto, que se ha marchado en elcarro de Rubén Goldstein.

—Mi caballo y mi carro pueden llevar allí a suExcelencia cuando lo desee.

—¿A un lugar llamado la cabaña del PéreBlanchard?

—¿Cómo lo ha adivinado su Excelencia? —preguntó el judío, atónito.

—¿Conoces ese sitio?—Sí lo conozco, Excelencia.—¿Por qué carretera se va?—Por la de St. Martin, Excelencia, y después

hay que coger un sendero que lleva a losacantilados.

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—¿Conoces la carretera? —repitió Chauvelinsecamente.

—Hasta la piedra y el hierbajo más pequeñoque hay en ella, Excelencia —contestó el judíoen voz baja.

Sin añadir ningún comentario, Chauvelin arrojólas cinco monedas de oro, una tras otra, ante eljudío, que se arrodilló y las recogiódificultosamente a gatas. Una salió rodando, y lecostó mucho trabajo recuperarla, pues habíaquedado oculta bajo el aparador. Chauvelinesperó tranquilamente mientras el viejo searrastraba por el suelo para buscarla.

Cuando el judío logró ponerse de pietrabajosamente, Chauvelin dijo:

—¿Cuánto tardarías en preparar el caballo y elcarro?

—Ya están preparados, Excelencia.—¿Dónde?—A menos de diez metros de esta casa. Si su

Excelencia tiene a bien echarles una ojeada...—No necesito verlos. ¿Hasta dónde puedes

llevarme?—Hasta la cabaña del Pére Blanchard,

Excelencia, y más lejos de lo que la jaca deRubén ha llevado a su amigo. Estoy seguro de

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que a menos de dos leguas de aquí nostoparemos con ese tramposo de Rubén, su jaca,su carro y el extranjero tirados en mitad de lacarretera.

—¿A qué distancia está el pueblo más cercano?—Por la carretera que sigue el inglés, el pueblo

más cercano es Miquelon, a menos de dos leguasde aquí.

—¿Podría coger otro medio de transporte siquisiera ir más lejos,

—Sí que podría... si es que ha llegado hastaallí.

—Y tú, ¿podrías llevarme?—¿Quiere intentarlo su Excelencia?—Esa es mi intención —contestó Chauvelin en

voz baja—, pero recuerda que si me hasengañado, ordenaré a dos de mis soldados másfornidos que te den una paliza de tal calibre quete molerán todos los huesos de tu feo cuerpo.Pero si encontramos a mi amigo el inglés, en lacarretera o en la cabaña del Pére Blanchard,recibirás otras diez monedas de oro. ¿Aceptas eltrato?

El judío volvió a frotarse la barbillapensativamente. Miró el dinero que tenía en lamano, y a continuación a su severo interlocutor y

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a Desgas, que estaba detrás de él, en silencio.Tras unos instantes de reflexión, dijopausadamente:

—Acepto.—Entonces, espérame afuera —dijo

Chauvelin—, y recuerda que, o cumples tu partedel trato, o te juro que yo cumpliré la mía.

Tras una última reverencia, servil y medrosa, elviejo judío abandonó la habitación arrastrandolos pies. Chauvelin parecía complacido con losresultados de la entrevista, pues se frotó lasmanos con aquel gesto suyo de malignasatisfacción.

—Mi chaqueta y mis botas —le dijo a Desgas.Desgas fue hasta la puerta, y debió dar las

órdenes pertinentes, pues al cabo de brevesinstantes entró un soldado con la capa, las botasy el sombrero de Chauvelin.

Este se quitó la sotana, bajo la cual llevabaunos calzones ajustados y un chaleco de paño, yprocedió a cambiarse de atuendo.

—Mientras tanto, ciudadano —le dijo aDesgas—, vaya usted a ver al capitán Jutley lomás deprisa posible, y dígale que le dé docesoldados más. Llévelos por la carretera de St.Martin, y dentro de poco tiempo alcanzarán el

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carro del judío en el que partiré ahora mismo. Omucho me equivoco, o se va a armar una buenaen la cabaña del Pére Blanchard. Le garantizoque al llegar allí acorralaremos a nuestra presa,pues ese desvergonzado Pimpinela Escarlata hatenido la osadía, o la estupidez, no sabría decircuál de las dos cosas, de mantener el plan quehabía preparado al principio. Ha ido a reunirsecon De Tournay, St. Just y los demás traidores,algo que yo pensaba que de momento no teníaintención de hacer. Cuando los encontremos,serán una banda de hombres desesperados ycercados. Supongo que algunos de nuestroshombres quedarán hors de combat. Esosmonárquicos son buenos espadachines, y elinglés es endiabladamente astuto, y parece muyfuerte. De todos modos, seremos al menos cincocontra uno. Usted puede seguir al carro de cercacon sus hombres, por la carretera de St. Martin,pasando por Miquelon. El inglés va delante denosotros, y no creo que se le ocurra mirar haciaatrás.

Mientras daba las órdenes, concisa ysecamente, terminó de cambiarse de atuendo. Sehabía desprendido del traje de sacerdote, y estabavestido de nuevo con las ropas oscuras y

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ajustadas de costumbre. Por último cogió elsombrero.

—Voy a poner en sus manos un prisionero muyinteresante —dijo soltando una risita, al tiempoque tomaba del brazo a Desgas con unafamiliaridad inusitada y le acompañaba hasta lapuerta—. No lo mataremos inmediatamente, ¿eh,amigo Desgas? La cabaña del Pére Blanchard —estoy seguro de no equivocarme— se encuentraen un lugar solitario de la playa, y nuestroshombres tendrán la oportunidad de hacer un pocode deporte cazando el zorro herido. Elija bien loshombres que va a llevar, amigo Desgas... de laclase que disfruta con ese tipo de deporte, ¿eh?Tenemos que asegurarnos de que PimpinelaEscarlata sufre un poco... pero, ¿qué digo? ... quese asusta y tiembla, ¿eh? ... antes de que le... —hizo un gesto expresivo, al tiempo que soltabauna carcajada maligna, que a Marguerite le llenóel alma de un terror mortal.

—Elija bien a sus hombres, ciudadano Desgas—repitió, mientras acompañaba a su secretario ala puerta.

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XXVII

LA PERSECUCION

Marguerite Blakeney no vaciló ni un instante.Afuera, junto a la puerta del Chat Gris, se habíandesvanecido los últimos ruidos en la noche. Oyóa Desgas dar órdenes a sus hombres, y acontinuación dirigirse hacia el fuerte para pedirotros doce hombres de refuerzo: pensaban queseis no serían suficientes para capturar al astutoinglés, cuya ingeniosa mente era aún máspeligrosa que su valor y fortaleza.

Al cabo de unos minutos, volvió a oír la roncavoz del judío, azuzando a su jaca, y acontinuación el retumbar de unas ruedas y elruido de un carro desvencijado que avanzaba atrompicones por la desigual carretera.

Todo estaba en silencio en la posada. Brogardy su mujer, aterrorizados de Chauvelin, nohabían dado la menor señal de vida: esperabanque se olvidara de ellos y pasar desapercibidos.Marguerite ni siquiera oyó el habitual torrente dejuramentos entre dientes.

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Esperó unos momentos más, y descendiósilenciosamente las viejas escaleras, se ciñó laoscura capa y salió de la posada sin hacer ruido.

Era noche cerrada, y la negrura impedíadistinguir su oscura silueta. Sus agudos oídosseguían con atención el carro que iba delante deella. Caminando por las sombras de la zanja quebordeaba la carretera, confiaba en que no ladescubrieran los hombres de Desgas cuando seacercaran allí, ni las patrullas que, según creía,debían estar aún de servicio.

Así inició la última etapa de su desesperado yangustioso viaje, ella sola, por la noche, y a pie.Faltaban casi tres leguas para llegar a Miquelon,y después tendría que continuar hasta la cabañadel Pére Blanchard, dondequiera que seencontrase aquel lugar fatídico, caminandoseguramente por senderos escabrosos; pero no leimportaba.

La jaca del judío no avanzaba muy deprisa, yaunque Marguerite se sentía agotada, decansancio mental y tensión nerviosa, sabía quepodría mantenerse fácilmente al mismo paso queel carro por una carretera empinada en la que elpobre animal, que sin duda estaría medio muertode hambre, tendría que descansar cada poco

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trecho. La carretera discurría a cierta distanciadel mar, rodeada a ambos lados de arbustos yárboles achaparrados, cubiertos de escaso follaje,inclinados por los efectos del viento del norte,con las ramas como cabellos fantasmales yrígidos en la semioscuridad, azotados por vientoscontinuos.

Por suerte, la luna no mostraba el menor deseode asomarse entre las nubes, y Marguerite,pegándose al borde de la carretera, agachadajunto a la hilera de arbustos, quedaba oculta a lasmiradas indiscretas. Todo a su alrededorrespiraba un silencio absoluto: sólo a lo lejos,muy a lo lejos, se oía el ruido del mar, como untenue gemido.

El aire era fresco y tonificante; tras elprolongado período de inactividad en lamiserable posada llena de olores repugnantes,Marguerite hubiera disfrutado de los dulcesaromas de aquella noche de otoño, y del lejanotronar melancólico de las olas, se hubieradeleitado con la tranquilidad y el silencio deaquel solitario paisaje, de la calma que sólointerrumpía de vez en cuando el grito estridente ylastimero de una gaviota lejana y el rechinar delas ruedas, carretera abajo; hubiera gozado de la

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tranquila atmósfera, de la sosegada inmensidadde la Naturaleza en aquella zona solitaria de lacosta, pero su corazón rebosaba de cruelespresentimientos, de un intenso dolor y unaprofunda nostalgia por un ser que erainfinitamente importante para ella.

Sus pies resbalaban en la hierba del borde de lacarretera, pues le parecía más seguro no ir por elcentro, y le costaba trabajo caminar a buen pasopor la pendiente enfangada. También pensó quesería mejor no acercarse demasiado al carro; elsilencio era tan profundo que el crujir de lasruedas le serviría de guía.

La desolación era absoluta. Ya había dejadomuy atrás las débiles luces de Calais, y en lacarretera no se veía el menor rastro de habitaciónhumana, ni siquiera una cabaña de pescador o deleñador; a la derecha, muy lejos, se extendía elborde de un acantilado, y más abajo, laaccidentada playa, contra la que se estrellaba lamarea creciente con su distante y continuomurmullo. Y delante de Marguerite, el crujir delas ruedas, que llevaba a su enemigo implacablecamino de la victoria.

Marguerite se preguntó en qué punto de lasolitaria costa se encontraría Percy en aquellos

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momentos. Sin duda no podía andar muy lejos,pues le sacaba menos de un cuarto de hora deventaja a Chauvelin. Pensó si sabría que en aqueltrocito de Francia fresco y aromatizado por elocéano acechaban muchos espías, todos ellosimpacientes por avistar su alta silueta, porseguirle hasta donde le esperaban sus amigos,que no sospechaban nada, y por arrojar sobre él ysobre ellos una red mortal.

Chauvelin, que avanzaba en el renqueante carrodel judío, estaba absorto en pensamientos muyagradables. Se frotó las manos, satisfecho, alpensar en la tela de araña que había tejido, y dela que aquel inglés audaz y ubicuo no tenía lamenor posibilidad de escapar. A medida quetranscurría el tiempo, mientras el viejo judío lellevaba sin prisa pero sin pausa por la oscuracarretera, se sentía más y más impaciente por elgrandioso final de aquella excitante persecucióndel misterioso Pimpinela Escarlata.

La captura del valeroso conspirador sería lahoja más destacada de la corona de gloria delciudadano Chauvelin. Sorprendido con las manosen la masa, en el momento preciso en queayudaba a unos traidores a la república deFrancia, el inglés no podría pedir protección a su

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país. Además, Chauvelin estaba decidido a quecualquier intercesión llegara demasiado tarde.

No sintió el menor escrúpulo ni un segundo, alpensar en la terrible situación en que habíacolocado a una esposa desgraciada que habíatraicionado involuntariamente a su marido. Laverdad era que Chauvelin ni siquiera pensaba enella: había sido un instrumento útil y nada más.

La famélica jaca del judío apenas podía haceralgo más que caminar. Trotaba pesadamente, y elconductor tenía que pararla con frecuencia.

—¿Falta mucho para Miquelon? —preguntabaChauvelin de cuando en cuando.

—Ya no está lejos, Excelencia —contestabainvariablemente el judío, muy tranquilo.

—Todavía no nos hemos topado con tu amigoy el mío, tirados en mitad de la carretera, comotú decías —comentó Chauvelin sarcásticamente.

—Paciencia, Excelencia —replicó el hijo deMoisés—. Van delante de nosotros. Distingo lashuellas de las ruedas del carro que lleva esetraidor, ese hijo de Amalaquita.

—¿Estás seguro de que no te has equivocadode carretera?

—Tan seguro como de la presencia de esasdiez monedas de oro en los bolsillos de su

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Excelencia, que confío en que acaben pasando alos míos.

—No te quepa duda de que serán tuyas encuanto le haya estrechado la mano a mi amigo elinglés.

—¿Eh? ¿Qué ha sido eso? —exclamó el judíode repente.

En medio del silencio, que hasta entonces habíasido absoluto, se distinguía claramente el ruidode cascos de caballo sobre la enfangadacarretera.

—Son soldados —añadió medroso, en unsusurro.

—Espera un momento. Quiero comprobarlo —dijo Chauvelin.

Marguerite también había oído el ruido de unoscascos al galope, que se aproximaban al carro yhacia ella. Prestó atención durante unos segundosa los ruidos circundantes, pensando que Desgas ysu escuadrón pronto los alcanzarían, pero aquelloprocedía de la dirección contraria, probablementede Miquelon. La oscuridad le proporcionabasuficiente protección. Se dio cuenta de que elcarro se detenía, y con suma cautela, pisando sinruido sobre la carretera reblandecida, se acercóun poco.

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El corazón le latía muy deprisa, y temblaba depies a cabeza; ya había adivinado las noticias deque eran portadores aquellos jinetes: «Hay quevigilar a cualquier extranjero que pase por estascarreteras o por la playa, sobre todo si es muyalto o si va encorvado, para disimular su estatura;cuando se le descubra, que vengainmediatamente un mensajero a caballo acomunicármelo». Esas eran las órdenes deChauvelin. ¿Habrían descubierto al extranjeroalto, y sería aquél el mensajero a caballoportador de la gran noticia, que la liebre acosadaal fin había metido la cabeza en el lazocorredizo?

Al ver que el carro se había detenido,Marguerite se deslizó hacia él en la oscuridad,con cuidado, para situarse a la distanciaconveniente para enterarse de las noticias quetraía el mensajero.

Oyó las palabras de la contraseña,pronunciadas apresuradamente: «Liberté,Fraternité, Ega1ité!», y, a continuación, larápida pregunta de Chauvelin:

—¿Qué novedades hay?Dos hombres a caballo se habían detenido

junto al vehículo.

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Marguerite vio sus siluetas recortadas contra elcielo de medianoche. Oyó sus voces, y el bufidode sus caballos, y de pronto, detrás de ella, nomuy lejos, las pisadas regulares y rítmicas de ungrupo de soldados desfilando: Desgas y sushombres.

Se hizo un largo silencio, durante el cualChauvelin debió demostrar su identidad a lossoldados, pues al cabo de unos momentos sesucedió una serie de preguntas y respuestas:

—¿Han visto al extranjero? —preguntóChauvelin impacientemente.

—No, ciudadano, no hemos visto a ningúnextranjero de elevada estatura. Hemos venidosiguiendo el borde del acantilado.

—¿Y bien?—A menos de un cuarto de legua, pasado

Miquelon, encontramos un edificio de maderamuy burdo, que parecía una cabaña de pescador,para guardar redes y herramientas. Al principio,nos dio la impresión de que estaba vacía, ypensábamos que no tenía nada sospechoso hastaque vimos que salía humo por una abertura en unlateral. Desmonté y me acerqué a la casa sinhacer ruido. Estaba vacía, pero en un rincónhabía una hoguera de carbón, y un par de

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taburetes. Consulté a mis camaradas, ydecidimos que ellos se ocultaran con loscaballos, a una distancia que no pudieran verlosdesde la cabaña, y que yo me quedara vigilando,y eso es lo que hice.

—¡Muy bien! ¿Y vio algo?—Al cabo de media hora, oí unas voces,

ciudadano, y a los pocos momentos aparecierondos hombres en el borde del acantilado. Mepareció que venían de la carretera de Lille. Unoera joven, y el otro bastante viejo. Iban hablandoen voz muy baja, y no pude oír lo que decían.

Uno era joven, y el otro bastante viejo. Elatribulado corazón de Marguerite casi dejó delatir al oír las palabras de aquel hombre: el joven,¿sería Armand, su hermano? Y el viejo, ¿DeTournay? ¿Serían los dos fugitivos que, sin queellos lo supieran, iban a servir de cebo paraatrapar a su noble e intrépido salvador?

—Los dos entraron en la cabaña —prosiguió elsoldado, mientras Marguerite, con los nervios entensión, creyó percibir la risa triunfal deChauvelin—, y yo me acerqué un poco más. Lacasa tiene unas paredes muy delgadas, y meenteré de algunos retazos de la conversación quemantenían.

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—¡Vamos, deprisa! ¿Qué oyó?—El viejo preguntó al joven si estaba seguro

de que estaban en el lugar convenido. «Sí, claro»contestó el joven; «estoy completamenteseguro». Le enseñó a su compañero un papel quellevaba a la luz de la hoguera. «Este es el planque me dio antes de que yo saliera de Londres»,le dijo. «Nosotros debíamos seguir este plan alpie de la letra, a menos que recibiera órdenescontrarias, y no las he recibido. Mire, ésta es lacarretera por la que hemos venido... Aquí está labifurcación... Este es el atajo de la carretera deSt. Martin... y éste es el sendero por el quehemos llegado al borde del acantilado». En esemomento debí hacer algún ruido, porque el jovenfue hasta la puerta de la cabaña, y miró a sualrededor muy preocupado. Cuando volvió areunirse con su compañero, hablaron en voz tanbaja que no pude oírles.

—¿Y qué pasó después? —preguntóChauvelin, impaciente.

—Los que patrullábamos por esa parte de laplaya éramos seis en total. Entre todos decidimosque lo mejor sería que se quedaran cuatro paravigilar la cabaña, y que mi camarada y yo

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volviésemos aquí inmediatamente paracomunicarle lo que habíamos visto.

—¿Y no encontraron ni rastro del extranjero?—Ni rastro, ciudadano.—Si sus camaradas le vieran, ¿qué harían?—No perderle de vista ni un momento, y si

diera muestras de querer huir, o si apareciese unabarca, le rodearían, y, si fuera necesario,dispararían contra él, y al oír el ruido de losdisparos, el resto de la patrulla iría rápidamente ala cabaña. Pero, en cualquier caso, no le dejaríanescapar.

—Sí, muy bien, pero no quiero que elextranjero resulte herido... todavía no —dijoChauvelin con ferocidad—. Pero han cumplidoustedes con su deber. Quiera el destino que nosea demasiado tarde...

—Ahora mismo acabamos de ver a seishombres que llevan varias horas patrullando poresta carretera.

—¿Y qué dicen?—Que tampoco han visto a ningún extranjero.—Sin embargo, tiene que ir delante de

nosotros, en un carro o algo parecido... ¡Vamos!¡No podemos perder ni un minuto! ¿A quédistancia está esa cabaña de aquí?

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—A unas dos leguas, ciudadano.—¿Podrá encontrarla otra vez... sin ninguna

vacilación?—Sin duda alguna, ciudadano.—¿Por el sendero al borde del acantilado... y a

pesar de la oscuridad?—No es una noche demasiado oscura,

ciudadano, y sé que seré capaz de encontrar elcamino perfectamente —repitió con firmeza elsoldado.

—Entonces, vámonos. Que su camarada llevelos caballos de los dos hasta Calais, porque nolos van a necesitar. Camine junto al carro, ydígale al judío que continúe; después, cuandolleguen a un cuarto de legua del sendero, dígaleque pare, y asegúrese de que coge el camino másdirecto.

Mientras Chauvelin pronunciaba estaspalabras, Desgas y sus hombres se aproximabanrápidamente, y Marguerite oyó sus pisadas aunos cien metros detrás de ella. Pensó que seríaimprudente quedarse donde estaba, además deinnecesario, pues ya había oído suficiente.Experimentaba la sensación de haber perdidotoda capacidad de sufrimiento: le parecía como sisu corazón, sus nervios y su cerebro se hubieran

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insensibilizado tras tantas horas de incesanteangustia que habían culminado en una terribledesesperación.

Pues ya no había la menor esperanza. A dosleguas escasas del lugar en que se encontraba, losfugitivos esperaban a su valiente libertador.Estaba en algún punto de aquella solitariacarretera, y al poco tiempo se reuniría con ellos;entonces se cerraría la trampa, hábilmentetendida, y dos docenas de hombres, al frente deotro cuyo odio era tan implacable como malvadasu astucia, rodearían al pequeño grupo defugitivos y a su audaz jefe. Los capturarían atodos. Como Chauvelin le había dado su palabrade honor, Armand quedaría libre, pero Percy, sumarido, a quien Marguerite quería y adorabacada vez más, caería en manos de su despiadadoenemigo, que no albergaba ni un ápice demisericordia por un corazón valiente, ni el menorvestigio de admiración por un alma noble, y queúnicamente mostraría un odio mortal a su astutoantagonista, que se había burlado de él tantotiempo.

Marguerite oyó al soldado dar unas brevesindicaciones al judío, y a continuación se retirórápidamente al borde de la carretera, y se

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agazapó bajo unos arbustos, al tiempo queDesgas y sus hombres se aproximaban.

Todos siguieron al carro sin hacer ruido,caminando lentamente por la oscura carretera.Marguerite esperó hasta que calculó que no laoirían, y echó a andar silenciosamente en mediode la oscuridad, que parecía haberseintensificado repentinamente.

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XXVIII

LA CABAÑA DEL PÉRE BLANCHARD

Marguerite siguió caminando, como en sueños;la tela de araña iba estrechándose a cadamomento sobre la vida del ser amado, que era lomás importante para ella. Su único objetivoconsistía en volver a ver a su marido, decirlecuánto había sufrido, cómo se había equivocado,cuán poco le había comprendido. Habíarenunciado a la esperanza de salvarle: lo veíacercado por todas partes, y, desesperada, miró asu alrededor, en la oscuridad, preguntándose sifinalmente caería en la trampa mortal que lehabía tendido su implacable enemigo.

El distante bramido de las olas la hizoestremecer; de cuando en cuando, el tétrico gritode un búho o de una gaviota la llenaban de unhorror inexpresable. Pensó en aquellas bestiasvoraces —con forma humana— que acechaban asu presa y la aniquilaban tan despiadadamentecomo un lobo hambriento para satisfacer suapetito de odio. Marguerite no tenía miedo a laoscuridad; sólo temía a aquel hombre que ibadelante de ella, sentado en el fondo de un burdo

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carro de madera, deleitándose en unospensamientos de venganza que hubieran hechoreír encantados a los mismísimos demonios delinfierno.

Tenía los pies doloridos. Le temblaban lasrodillas, de puro cansancio corporal. Desde hacíadías vivía en un auténtico torbellino deexcitación; llevaba tres noches sin dormir comoera debido; caminaba por una carreteraresbaladiza desde hacía casi dos horas, y a pesarde todo, su resolución no había flaqueado ni unmomento. Vería a su marido, se lo contaría todo,y, si estaba dispuesto a perdonar el delito quehabía cometido en su ciega ignorancia, tendría ladicha de morir a su lado.

Debía caminar sumida casi en un trance,sostenida y guiada únicamente por el instinto, ala zaga del enemigo, cuando de repente susoídos, armonizados con el más leve sonido poraquel instinto ciego, le dijeron que el carro sehabía parado y que los soldados habían hecho unalto. Habían llegado al punto de destino. Sinduda, no muy lejos, a la derecha, discurría elsendero que llevaba a los acantilados y a lacabaña.

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Sin importarle los riesgos, se aproximósilenciosamente al lugar en que se encontrabaChauvelin, rodeado por la pequeña tropa: habíabajado del carro y estaba dando órdenes a loshombres. Marguerite quería oírlas: las pocasposibilidades que aún le quedaban de ser útil aPercy radicaban en oír todos y cada uno de losdetalles de los planes de su enemigo.

El punto en que se había detenido el grupodebía estar situado a unos ochocientos metros dela costa; el ruido del mar llegaba hasta allí muydébilmente. Chauvelin y Desgas, seguidos porlos soldados, torcieron a la derecha de lacarretera, seguramente para internarse en elsendero que llevaba al acantilado. El judío sequedó en la carretera, con el carro y la jaca.

Con infinita cautela, literalmente arrastrándosesobre manos y rodillas, Marguerite tambiéntorció a la derecha. Para ello, tuvo que gatearentre los arbustos de ásperas ramas, intentandohacer el menor ruido posible al avanzar,desgarrándose las manos y la cara con las ramassecas, pendiente tan sólo de oír sin que la vieranni la oyeran. Por suerte, como es habitual en esazona de Francia, el sendero estaba flanqueadopor un seto bajo y desigual, tras el cual había un

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arroyo seco, lleno de hierba áspera. Margueritese refugió allí; nadie la vería, y podría intentaracercarse unos tres metros al lugar en que estabaChauvelin, dando órdenes a los soldados.

—Bueno, ¿dónde está la cabaña del PéreBlanchard? —dijo en voz baja e imperiosa.

—A unos ochocientos metros de aquí,siguiendo el sendero— contestó el soldado queencabezaba el grupo desde hacía un rato—, ybajando después por el acantilado.

—Muy bien. Llévenos hasta allí. Antes deempezar a descender el acantilado, acérquese a lacabaña, haciendo el menor ruido posible, ycompruebe si están dentro esos traidoresmonárquicos. ¿Entendido?

—Entendido, ciudadano.—Y ahora, escúchenme todos con mucha

atención —prosiguió Chauvelin gravemente,dirigiéndose a los soldados que le rodeaban—,pues es posible que a partir de ahora no podamosintercambiar palabra. Recuerden cada sílaba queyo pronuncie, como si su vida dependiera de sumemoria. Además, es probable que así sea —añadió secamente.

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—Le escuchamos, ciudadano —dijo Desgas—,y un soldado de la República jamás olvida unaorden.

—Ustedes, los que han llegado hasta la cabaña,intentarán asomarse a ella. Si ven a un inglés conesos traidores, un hombre mucho más alto de lonormal, o que está encorvado como paradisimular su estatura, silben rápidamente paraavisar a sus camaradas. Entonces, los demás —añadió, dirigiéndose una vez más a todos lossoldados— rodearán rápidamente la cabaña yentrarán en ella, y cada uno de ustedes seencargará de apresar a uno de los hombres queestén dentro, sin darles tiempo a que cojan susarmas de fuego. Si alguno se resiste, dispárenle alos brazos o las piernas, pero no maten el inglésbajo ninguna circunstancia. ¿Han entendido?

—Sí, ciudadano.—El hombre que tiene una estatura superior a

la media seguramente tendrá también una fuerzasuperior a la media. Harán falta cuatro o cincohombres para reducirlo.

Chauvelin hizo una breve pausa, y continuó:—Si esos traidores monárquicos están solos

todavía, cosa más que probable, avisen a lossoldados que están esperando allí. Pónganse

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todos a cubierto tras las rocas que hay alrededorde la cabaña y esperen en completo silencio hastaque aparezca el inglés alto; ataquen la cabañacuando se hayan asegurado de que él seencuentra dentro. Pero recuerden que deben sertan cautelosos como lo es el lobo por la noche,cuando merodea junto a los corrales. No quisieraque esos monárquicos dieran la voz de alarma, ycon que dispararan una pistola o dieran un gritosería suficiente para avisar a ese personaje tanalto de que se alejara del acantilado y de lacabaña, y —añadió con vehemencia—, esprecisamente al inglés al que tienen ustedes laobligación de capturar esta noche.

—Sus órdenes serán obedecidas sin reservas,ciudadano.

—Bien. Empiecen a andar haciendo el menorruido posible, y yo les seguiré.

—¿Qué hacemos con el judío, ciudadano? —preguntó Desgas, mientras los soldados enfilabanel sendero silenciosamente, como sombrassigilosas.

—¡Ah, sí! Me había olvidado de él —dijoChauvelin, y volviéndose hacia el judío, lo llamóen tono imperioso.

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—¡Eh, tú... Aarón, Moisés, Abraham, o comodemonios te llames! —le dijo al viejo, que sehabía quedado junto a su famélica jaca, lo máslejos posible de los soldados.

—Benjamín Rosenbaum, para servirle,Excelencia —repuso humildemente.

—No me gusta oír tu voz, pero sí me gustadarte ciertas órdenes, que, si eres un hombreprudente, más te valdrá obedecer.

—Servidor de usted, Excelencia...—Cierra esa repulsiva boca. Vas a quedarte

aquí, ¿me oyes?, con el carro y el caballo, hastaque nosotros volvamos. No se te ocurra, bajoninguna circunstancia, hacer el menor ruido, nisiquiera respirar más fuerte de lo necesario. Y noabandones tu puesto por nada del mundo, hastaque yo te lo ordene. ¿Entendido?

—Pero, Excelencia... —protestó el judío convoz lastimera.

—No hay «peros» que valgan, y no discutas —dijo Chauvelin en un tono que hizo temblar altímido anciano de pies a cabeza—. Si, cuando yovuelva, no te encuentro aquí, te jurosolemnemente que, por mucho que intentesescapar y esconderte, te encontraré, y que sobre

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ti recaerá un castigo espantoso, tarde o temprano.¿Me has oído?

—Pero, Excelencia...—He dicho que si me has oído.Todos los soldados se habían marchado,

caminando sigilosamente, y los tres hombresestaban solos en la oscura y desolada carretera.Marguerite, oculta tras el seto, escuchaba lasórdenes de Chauvelin como si fuera su sentenciade muerte.

—Le he oído, Excelencia —contestó el judío,tratando de acercarse a Chauvelin—, y juro porAbraham, Isaac, y Jacob, que obedeceré a suExcelencia absolutamente en todo, y que no memoveré del sitio hasta que su Excelencia se digneiluminar con la luz de su semblante a su humildesiervo; pero recuerde, Excelencia, que soy unpobre viejo; mis nervios no son tan fuertes comolos de un soldado joven. Si acertaran a pasar poresta desolada carretera unos merodeadoresnocturnos, es posible que me pusiera a gritar oque echara a correr del susto, y sería mi vida loque estaría en juego si cayera sobre mi cabeza uncastigo terrible por algo que no puedo evitar.

El judío parecía verdaderamente angustiado;temblaba de pies a cabeza. Saltaba a la vista que

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no se le podía dejar sólo en aquella carreteraoscura. El pobre hombre estaba en lo cierto;cabía la posibilidad de que, involuntariamente,movido por el terror, diera un alarido que sirvierade aviso al escurridizo Pimpinela Escarlata.

Chauvelin reflexionó unos instantes.—¿Crees que si dejamos aquí el carro y el

caballo no les pasará nada? —le preguntósecamente.

—A mi juicio —intervino Desgas— estaránmás seguros sin ese judío sucio y cobarde quecon él, ciudadano. No cabe duda de que, si seasusta, saldrá corriendo o se pondrá a chillarcomo un loco.

—Pero, ¿qué puedo hacer con ese animal?—¿Y si le ordena que vuelva a Calais,

ciudadano?—No, porque lo necesitaremos para que lleve a

los heridos más tarde —replicó Chauvelin, conun gesto significativo.

Volvió a hacerse el silencio. Desgas esperabala decisión de su jefe, y el judío gemía junto a sujaca,

—Bueno, viejo gandul y cobarde —dijoChauvelin al fin—, será mejor que vengas detrás

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de nosotros. Tome, ciudadano Desgas, tápele laboca a ese tipo con este pañuelo.

Chauvelin le tendió un pañuelo a Desgas, quese puso a atarlo alrededor de la boca del judíocon aire solemne. Benjamín se dejó amordazardócilmente; saltaba a la vista que prefería aquellamolestia a que lo dejaran solo en la oscuracarretera de St. Martin. A continuación, los treshombres echaron a andar en fila.

—¡Deprisa! —dijo Chauvelin, impaciente—.Ya hemos perdido demasiado tiempo.

Y al poco rato, las pisadas firmes de Chauveliny Desgas y los pasos vacilantes del viejo judío sedesvanecieron en el sendero.

Marguerite no se había perdido ni una solapalabra de las órdenes de Chauvelin. Sus nerviosestaban en tensión, con el objeto de comprenderla situación en primer lugar y, a continuación,recurrir al ingenio que tantas veces habíamerecido el calificativo del más agudo deEuropa, y que era lo único que podía resultarleútil en aquellos momentos.

En verdad, la situación era desesperada; unminúsculo grupo de hombres desprevenidosesperaba tranquilamente la llegada de susalvador, igualmente ajeno a la trampa que les

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habían tendido. Parecía tan terrible aquella red,extendida formando un círculo en mitad de lanoche, en una playa solitaria, en torno a unpuñado de hombres indefensos, indefensosporque estaban desprevenidos; y uno de ellos erael esposo al que Marguerite idolatraba, y otro elhermano al que quería. Pensó vagamente quiénesserían los demás... que también esperaban aPimpinela Escarlata, con la muerte acechándolesdetrás de cada roca del acantilado.

De momento Marguerite no podía hacer nada,salvo seguir a los soldados y a Chauvelin. Portemor a perderse no echó a correr para buscaraquella cabaña de madera y quizá llegar a tiempode prevenir a los fugitivos y a su valientelibertador.

Durante unos segundos le pasó por la cabeza laidea de emitir un agudo grito —lo que tantotemía Chauvelin— para avisar a PimpinelaEscarlata y sus amigos, con la descabelladaesperanza de que lo oyeran y huyeran antes deque fuera demasiado tarde. Pero no sabía a quédistancia del borde del acantilado se encontraba;no sabía si sus gritos llegarían a oídos de loshombres condenados. Quizá fuera demasiadoprematuro, y no tendría ocasión de hacer otra

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tentativa. La amordazarían, como al judío, y seríauna prisionera impotente en manos de loshombres de Chauvelin.

Como un fantasma, avanzó sigilosamente bajoel seto; se había quitado los zapatos y llevaba lasmedias desgarradas. No sentía ni cansancio nidolor; la indomable voluntad de reunirse con sumarido, a pesar del destino adverso y de unenemigo astuto, anulaban toda sensación demolestia corporal y agudizaban sus instintos.

Sólo oía las pisadas rítmicas de los enemigosde Percy delante de ella; sólo veía, mentalmente,la cabaña de madera, y a él, a su marido, quecaminaba ciegamente hacia su suerte.

De repente, sus instintos, agudizados, le dijeronque se detuviera y se agazapara aún más a lasombra del seto. La luna, que había sido sualiada, manteniéndose oculta tras unas nubes,apareció en todo el esplendor de la noche otoñal,y a los pocos instantes inundó aquel paisajemisterioso y desolado como un torrente debrillante luz.

Ante ella, a menos de doscientos metros, estabael borde del acantilado, y debajo, extendiéndosehasta la feliz y libre Inglaterra, el mar, que semecía lenta y apaciblemente. La mirada de

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Marguerite se posó unos instantes en las aguasbrillantes, planteadas, y sintió que su corazón,insensibilizado por el dolor desde hacía tantashoras, se ablandaba y distendía, y que sus ojos sellenaban de lágrimas ardientes: a menos de cincokilómetros, con las blancas velas desplegadas,estaba anclada una grácil goleta.

Más que reconocerla, Marguerite adivinó supresencia. Era el Day Dream, el yate preferido dePercy, con Briggs, el rey de los capitanes, abordo, y con toda su tripulación de marinerosbritánicos. Sus velas blancas, que relucían a laluz de la luna, parecían querer transmitir aMarguerite un mensaje de alegría y esperanza,que ella temía que jamás se hiciera realidad.Esperaba mar adentro, esperaba a su dueño,como un hermoso pájaro blanco a punto deemprender el vuelo, y su dueño jamás llegaríahasta ella, jamás volvería a ver su lisa cubierta,jamás volvería a avistar los blancos acantiladosde Inglaterra, la tierra de la libertad y laesperanza.

La visión del yate pareció infundir a aquellapobre mujer angustiada la fuerza sobrehumanade la desesperación. Allí estaba el borde delacantilado y, un poco más abajo, la cabaña en

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que, dentro de pocos momentos, su maridoencontraría la muerte. Pero había salido la luna;Marguerite la vio perfectamente; también vería lacabaña, a lo lejos, correría hasta ella, despertaríaa sus ocupantes, les prevendría para que sepreparasen a vender cara su vida, en lugar dedejarse atrapar como ratas en un agujero.

Continuó avanzando a trompicones, tras elseto, pisando la hierba corta y gruesa de la zanja.Debió ir muy deprisa y adelantar a Chauvelin yDesgas, pues al cabo de poco tiempo llegó alborde del acantilado, y oyó sus pisadasclaramente detrás de ella. Pero a sólo unosmetros de distancia, ahora que la luna habíasalido por completo, su silueta debió recortarsenítidamente contra el fondo plateado del mar.

Pero tan sólo unos momentos, pues en seguidase agazapó, como un animal asustado. Se asomóal borde del acantilado: el descenso resultaríabastante fácil, pues no era escarpado, y lasenormes rocas le proporcionarían buenosasideros. De repente, mientras lo contemplaba,vio allá abajo, a la izquierda, un tosco edificio demadera por cuyas paredes se filtraba una lucecitaroja, como un faro. Experimentó la sensación deque el corazón le dejaba de latir; la emoción y la

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alegría eran tan intensas que se asemejaban a unterrible dolor.

No podía calcular a qué distancia se encontrabala cabaña, pero sin permitirse ni un segundo devacilación empezó a bajar, arrastrándose de unaroca a otra, sin preocuparse del enemigo queestaba detrás de ella, ni de los soldados, que sinduda se habrían escondido, pues aún no habíaaparecido el inglés. Siguió avanzando, olvidandoa su mortal enemigo, que le pisaba los talones,corriendo, tropezando, con los pies destrozados,aturdida; pero a pesar de todo, siguióavanzando... Cuando, de pronto, la hacía caeruna grieta, o una piedra, o una roca resbaladiza,se levantaba trabajosamente, y echaba a correr denuevo, con la intención de avisar a los fugitivos,de rogarles que huyeran antes de que llegaraPercy, y de decirle a su marido que se alejara,que se alejara del espantoso destino que leaguardaba. Pero súbitamente se dio cuenta deque unos pasos más rápidos que los suyos laseguían de cerca, y a los pocos instantes, unamano la agarró por la falda, y volvió a caer derodillas, mientras le rodeaban la boca con algopara impedir que soltara un grito.

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Aturdida, furiosa por la amargada decepción,miró a su alrededor, impotente, y, agachado juntoa ella, vio entre la niebla que parecía rodearla dosojos malvados y penetrantes, que a su cerebroexcitado se le antojaron dotados de una luzverdosa, extraña y sobrenatural.

Estaba tendida a la sombra de una gran roca;Chauvelin no podía distinguir sus rasgos, pero lepasó los dedos largos y blancos por la cara.

—¡Una mujer! —susurró—. ¡Por todos lossantos del cielo! Desde luego, no podemossoltarla —murmuró para sus adentros—. Megustaría saber quién...

Se calló bruscamente, y tras unos segundos desilencio absoluto, emitió una risita larga yextraña, mientras Marguerite volvía a sentir, conun estremecimiento de horror, los delgadosdedos del hombre deslizándose por su rostro.

—¡No es posible! ¡Pero qué sorpresa tanagradable! —susurró, con falsa galantería, yMarguerite notó que Chauvelin llevaba su mano,que no podía oponer resistencia, a los finos yburlones labios.

La situación hubiera resultado realmentegrotesca de no haber sido porque al mismotiempo era terriblemente trágica: la pobre mujer,

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angustiada, destrozada, furiosa por la amargadecepción que había sufrido, recibiendo derodillas las banales galanterías de su mortalenemigo.

A punto de desvanecerse, medio asfixiada porla mordaza, no tenía fuerzas ni para moverse nipara gritar. Era como si la excitación que habíamantenido hasta entonces su delicado cuerpohubiera cesado repentinamente, como si lasensación de absoluta desesperación hubieraparalizado por completo su cerebro y sus nervios.

Chauvelin debió dar ciertas órdenes, queMarguerite no pudo oír por estar demasiadoaturdida, pues notó que la levantaban del suelo;apretaron aún más la mordaza, y unos fuertesbrazos la llevaron hacia la lucecita roja, que paraella había sido como un faro y el último destellode esperanza.

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XXIX

ATRAPADOS

Marguerite no sabía cuánto tiempo la llevaronde aquella forma: había perdido la noción deltiempo y del espacio, y durante unos segundos, laNaturaleza, misericordiosa, la privó deconsciencia.

Cuando volvió a caer en la cuenta de lasituación en que se encontraba, comprobó queestaba tumbada sobre una chaqueta de hombre,no demasiado incómoda, con la cabeza apoyadaen una roca. La luna había vuelto a ocultarse trasunas nubes, y, en comparación, la oscuridadparecía más intensa. El mar bramaba a sus pies, aunos veinte metros, y al mirar a su alrededor novio el menor vestigio de la lucecita roja.

Comprendió que el viaje había tocado a su final oír muy cerca el murmullo de una sucesión depreguntas y respuestas.

—Hay cuatro hombres en la cabaña,ciudadano. Están sentados junto al fuego, yparecen muy tranquilos.

—¿Qué hora es?—Casi las dos.

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—¿Y la goleta?—Sin duda es inglesa, y está anclada a unos

tres kilómetros mar adentro. Pero no se ve elbote.

—¿Se han escondido los hombres?—Sí, ciudadano.—¿No cometerán ninguna estupidez?—No se moverán hasta que aparezca el inglés.

Entonces rodearán a los cinco hombres y losreducirán.

—Muy bien. ¿Y la señora?—Me da la impresión de que sigue aturdida.

Está a su lado, ciudadano.—¿Y el judío?—Está amordazado y con las piernas atadas.

No puede moverse ni gritar.—Bien. Tenga el fusil preparado, por si lo

necesita. Acérquese a la cabaña. Yo me ocuparéde la señora.

Desgas debió obedecer inmediatamente, puesMarguerite lo oyó alejarse por la pendienterocosa; después notó unas manos cálidas,delgadas, como garras, que le cogían las suyasférreamente.

—Antes de que le quitemos ese pañuelo de subonita boca, creo conveniente decirle unas

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cuantas palabras de aviso, mi hermosa dama —lesusurró Chauvelin al oído—. No puedo adivinara qué debo el honor de que me haya seguido tanencantadora persona hasta este lado del canal,pero, o mucho me equivoco, o el objetivo de susatenciones no halagaría mi vanidad, y, además,creo que tampoco me equivoco al suponer que elprimer sonido que emitirán sus hermosos labiosen cuanto le quite esta cruel mordaza servirá sinduda para poner sobre aviso a ese astuto zorro alque me he tomado la molestia de seguir hasta sumadriguera.

Guardó silencio unos instantes, aferrando conmás fuerza la muñeca de Marguerite; despuésprosiguió, en el mismo tono susurrante:

—Si tampoco me equivoco en esta ocasión, enesa cabaña está esperando su hermano, ArmandSt. Just, con el traidor de De Tournay y otros doshombres a los que no conozco, a que llegue sumisterioso salvador, cuya identidad confundedesde hace tiempo a nuestro Comité de SaludPública, el audaz Pimpinela Escarlata. No cabeduda de que si usted grita, si se produce unforcejeo o si se hacen disparos, es más queprobable que las mismas piernas que han traídohasta aquí a ese enigma escarlata lo lleven con la

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misma celeridad a un lugar en que esté a salvo.En ese caso, el objetivo por el que he recorridotantos kilómetros no se habrá cumplido. Por otraparte, sólo de usted depende que su hermano,Armand, quede libre y pueda irse con usted aInglaterra esta misma noche, si ése es su deseo, oa cualquier otro lugar igualmente seguro.

Marguerite no podía emitir ningún ruido, puesel pañuelo estaba atado muy fuertementealrededor de su boca, pero Chauvelin la mirabafijamente a la cara, perforando la oscuridad; y lamano de la mujer debió responder a su últimasugerencia, pues enseguida prosiguió:

—Lo que quiero que haga para ganarse lasalvación de Armand es muy sencillo, queridaseñora.

«¿De qué se trata?», pareció contestarle lamano de Marguerite,

—Quedarse inmóvil aquí mismo, sin hacer elmenor ruido, hasta que yo le dé permiso parahablar. Ah, pero estoy casi seguro de que meobedecerá —añadió, con aquella extraña risitasuya—, porque, permítame decirle que si grita,aún más, si hace el menor ruido, o intentamoverse de aquí, mis hombres —hay treintaapostados por los alrededores— apresarán a St.

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Just, De Tournay y sus dos amigos, y los mataránaquí mismo, por orden mía, delante de mis ojos.

Marguerite escuchó las palabras de suimplacable enemigo con terror creciente.Paralizada por el dolor físico, le quedabasuficiente vitalidad mental para comprender todoel horror de aquel espantoso «O eso o... » queChauvelin le proponía una vez más; unadisyuntiva mil veces más espantosa que la que lehabía propuesto aquella noche fatídica en elbaile.

En esta ocasión significaba que tenía quequedarse inmóvil y dejar que el marido al queadoraba se dirigiese inconscientemente hacia lamuerte, o que, si intentaba prevenirle, algo quequizá resultaría inútil, equivaldría a la muerte desu hermano y de otros tres hombresdesprevenidos.

No veía a Chauvelin, pero casi podía sentiraquellos ojos pálidos y penetrantes clavados conexpresión de maldad en su cuerpo impotente, ylas palabras que pronunció apresuradamente, enun susurro, sonaron en sus oídos como elanuncio de la muerte de su última esperanza.

—Vamos, señora —dijo Chauvelincortésmente—, a usted sólo puede interesarle St.

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Just, y lo único que tiene que hacer para salvarlees quedarse donde está y guardar silencio. Mishombres tienen órdenes muy precisas de noherirle. Con respecto a ese enigmático PimpinelaEscarlata, ¿qué significa para usted? Créame,aunque usted le avisara, no conseguiría nada. Yahora, querida señora, deje que le quite estamolesta coacción que le hemos colocado en suhermosa boca. Como puede ver, deseo que tengausted completa libertad para tomar una decisión.

Los pensamientos de Marguerite bullían en untorbellino; le dolían las sienes, tenía los nerviosparalizados, el cuerpo entumecido de dolor, y laoscuridad la rodeaba como con un manto. Desdedonde se encontraba no veía el mar, pero oía elincesante murmullo lóbrego de la mareacreciente, que le llevaba sus esperanzas muertas,su amor perdido, el marido al que había delatadoy condenado a muerte.

Chauvelin le quitó la mordaza de la boca.Marguerite no gritó: en aquel momento no teníafuerzas para hacer nada; sólo para reponerse yobligarse a pensar.

¡Sí, pensar, pensar qué debía hacer! Losminutos pasaban; en aquel espantoso silencio nopodía saber si deprisa o despacio; no oía nada, no

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veía nada; no sentía el aire otoñal, aromatizadopor el penetrante olor del mar, ya no oía elmurmullo de las olas, ni el tabletear de laspiedrecillas al rodar por una cuesta. La situaciónse le antojaba cada vez más irreal. Era imposibleque ella, Marguerite Blakeney, la reina de la altasociedad londinense, estuviera en aquella costadesolada, en mitad de la noche, junto a suenemigo más implacable; y no era posible que enalgún lugar, acaso a pocos metros de distancia,de donde ella se encontraba, el hombre que habíadespreciado, pero que, a cada momento quetranscurría en aquella vida extraña, como deensueño, cobraba mayor importancia... no eraposible que aquel hombre caminarainconscientemente al encuentro de su destino sinque ella pudiera hacer nada por salvarlo.

¿Por qué no se decidía a avisarle, dando unoschillidos que resonaran desde un extremo a otrode la playa solitaria, para que desistiera de suempeño y volviera sobre sus pasos, pues lamuerte lo acechaba a cada paso que daba? Losgritos subieron a su garganta en una o dosocasiones, como instintivamente; pero enseguidase presentaba ante sus ojos la fatídica alternativa:

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su hermano y los otros tres hombres moriríandelante de sus ojos, y ella sería su asesina.

¡Ah! ¡Qué bien conocía la naturaleza femeninaaquel demonio con forma humana que estaba asu lado! Había manejado sus sentimientos con lamisma habilidad que un músico su instrumento.Había medido cada uno de sus pensamientos a laperfección.

Marguerite no podía dar la señal, porque eradébil, y porque era una mujer. ¿Cómo podríaordenar deliberadamente que disparasen contraArmand delante de sus propios ojos, que laamada sangre de su hermano cayera sobre sucabeza? Armand tal vez moriría con unamaldición en los labios. ¡Y también el padre dela pequeña Suzanne, un anciano! ¡Y los demás!Era demasiado espantoso.

Esperar, esperar... ¿cuánto tiempo? Lamadrugada transcurría velozmente, pero aún nohabía amanecido; el mar seguía con su incesantey lóbrego murmullo; la brisa otoñal suspirabadulcemente en la noche; la playa solitaria estabaen silencio, como una tumba.

De repente, se oyó una voz fuerte y alegre que,no muy lejos, cantaba «God Save the King!».

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XXX

LA GOLETA

El atribulado corazón de Marguerite cesó delatir. Más que verlos, sintió a los hombres quevigilaban preparándose para el ataque. Sussentidos le dijeron que todos ellos, agazapados yespada en mano, se disponían a saltar.

La voz se oía cada vez más próxima; en ladesolada inmensidad de los acantilados, con elpotente murmullo del mar abajo, era imposiblesaber si el alegre cantante, que pedía a Dios en sucanción que salvara al rey, mientras que él seencontraba en peligro de muerte, estaba lejos ocerca, y mucho menos por dónde venía. Débil alprincipio, poco a poco se hizo más fuerte; de vezen cuando, una piedrecilla se desprendía bajo lasfirmes pisadas del cantante, y bajaba rodando porel precipicio rocoso, hasta caer en la playa.

Al oír la voz, Marguerite sintió que la vida sele escapaba, como si cuando aquel hombre seacercara, cuando quedara atrapado...

Oyó claramente el chasquido del rifle deDesgas a su lado...

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¡No, no, no! ¡Dios de los cielos, no puedeocurrir! ¡Que la sangre de Armand se derramarasobre su cabeza! ¡Que la acusaran de ser suasesina! ¡Que el hombre al que amaba ladetestara y despreciara por ello, pero, Dios,sálvalo a cualquier precio!

Dando un grito agudo, se levantó de un salto, yrodeó la roca junto a la que se había refugiado:vio la lucecita roja filtrándose por las rendijas dela cabaña; corrió hacia ella, se abalanzó sobre susparedes de madera, y se puso a golpearlas con lospuños cerrados, frenéticamente, al tiempo quegritaba:

—¡Armand, Armand! ¡Sal de ahí, por lo quemás quieras! ¡Tu jefe está cerca! ¡Lo handelatado! ¡Armand! ¡Armand, huye, en elnombre del cielo!

Alguien la agarró y la tiró al suelo. Se quedóallí gimiendo, magullada, sin importarle nada,sollozando y gritando:

—¡Percy, esposo mío, huye, por el amor deDios! ¡Armand, Armand! ¿Por qué no escapas?

—Que alguien haga callar a esa mujer —siseóChauvelin, que apenas pudo refrenar el impulsode golpearla.

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Le arrojaron algo sobre la cara; no podíarespirar, y tuvo que guardar silencioforzosamente.

También el atrevido cantante guardabasilencio, sin duda prevenido del peligroinminente por los frenéticos gritos deMarguerite. Los soldados se habían puesto depie; su silencio ya no era necesario: loslastimeros gritos de la pobre mujer resonaban portodo el acantilado.

Chauvelin, mascullando un juramento, que nopresagiaba nada bueno para la que se habíaatrevido a desbaratar sus planes más acariciados,se apresuró a ordenar:

—¡Al ataque, soldados, y que nadie escapevivo de esa cabaña!

La luna había vuelto a aparecer entre las nubes;se había desvanecido la oscuridad del acantilado,dando paso una vez más a una luz brillante yplateada. Varios soldados se precipitaron hacia laburda puerta de madera de la cabaña, y uno deellos se quedó vigilando a Marguerite.

La puerta estaba a medio abrir; uno de lossoldados la empujó, pero adentro todo eraoscuridad, y la hoguera de carbón sólo iluminabaun rincón de la habitación con una tenue luz

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rojiza. Los soldados se detuvieronautomáticamente en el umbral, como máquinas, ala espera de recibir órdenes.

Chauvelin, que estaba preparado para unviolento ataque desde el interior de la casa y parauna fuerte resistencia por parte de los cuatrofugitivos bajo el amparo de la oscuridad, sequedó paralizado de asombro al ver a lossoldados inmóviles, como si montaran guardia, ycomprobar que no se oía ni un solo ruido en lacabaña.

Lleno de extraños y angustiosospresentimientos, también él fue hasta la puerta, ytratando de perforar la negrura con los ojos,preguntó rápidamente:

—¿Qué significa esto?—Creo que ya no hay nadie, ciudadano —

replicó uno de los soldados, imperturbable.—¿No habrán dejado ir a esos cuatro hombres?

—tronó Chauvelin en tono amenazador—. ¡Lesordené que no dejaran escapar a nadie con vida!¡Deprisa, síganlos! ¡Vamos, en todasdirecciones!

Los soldados, obedientes como máquinas, seprecipitaron hacia la playa por la pendiente

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rocosa; unos fueron a derecha e izquierda, a lamayor velocidad que les permitían sus piernas.

—Usted y sus hombres pagarán con la vida poresta estupidez, ciudadano sargento —le dijoChauvelin con crueldad al sargento que seencontraba al mando—. Y usted también,ciudadano —añadió, volviéndose con un gruñidohacia Desgas—. Por haber desobedecido misórdenes.

—Usted nos ordenó que esperásemos hasta quellegara el inglés alto y se reuniera con los cuatrohombres que había en la cabaña. No ha llegadonadie, ciudadano —replicó el sargento conresentimiento.

—Pero hace un momento, cuando la mujer sepuso a gritar, les ordené que entraran en la casa yno dejaran escapar a nadie.

—Pero ciudadano, creo que los cuatro hombresque estaban ahí dentro hacía ya un rato que sehabían marchado...

—¿Cómo que lo cree? ¿Cómo que... ? —dijoChauvelin, casi sofocado por la ira—. Y los dejóescapar...

—Nos ordenó que esperásemos, ciudadano —protestó el sargento—, y que obedeciéramos sus

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órdenes al pie de la letra, bajo pena de muerte. Ynosotros hemos esperado.

—Yo oí a los hombres salir de la cabaña, pocosminutos después de que nos escondiéramos, ymucho antes de que la mujer gritara —añadió,pues Chauvelin parecía haberse quedado sinhabla de pura rabia.

—¡Escuchen! —dijo Desgas bruscamente.A lo lejos se oyó el ruido de repetidos disparos.

Chauvelin intentó escudriñar la playa, que seextendía a sus pies, pero dio la casualidad de quela caprichosa luna ocultó su luz tras unas nubes,y no pudo ver nada.

—Uno de ustedes, que entre en la cabaña yencienda una luz —logró tartamudear al fin.

El sargento obedeció, impasible; fue hasta lahoguera y encendió la pequeña linterna quellevaba en el cinturón. No cabía duda de que lacabaña estaba completamente vacía.

—¿Por dónde se fueron? —preguntóChauvelin.

—No sabría decirle, ciudadano —contestó elsargento—. Primero bajaron por el acantilado, ydespués desaparecieron detrás de unas rocas.

—¡Silencio! ¿Qué ha sido eso?

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Los tres hombres prestaron oídos. A lo lejos,muy a lo lejos, se oía resonar débilmente, casidesvaneciéndose en la noche, el rápido chapoteode media docena de remos. Chauvelin sacó supañuelo y se enjugó el sudor de la frente.

—¡El bote de la goleta! —acertó a decir convoz entrecortada.

Sin duda, Armand St. Just y sus trescompañeros habían logrado deslizarse por elacantilado, mientras los hombres, comoauténticos soldados del bien adiestrado ejércitorepublicano, obedecían ciegamente y sinreservas, temerosos de sus vidas, las órdenes deChauvelin: esperar a que llegara el inglés alto,que era la presa importante.

Seguramente habían llegado a una de las calasque se adentraban en el mar; el bote del DayDream debía estar esperándoles allí, y ya seencontrarían a salvo a bordo de la goletabritánica.

Como para confirmar esta suposición, se oyó elestruendo apagado de un cañón mar adentro.

—La goleta, ciudadano —dijo Desgas en vozbaja—. Ha zarpado.

Chauvelin tuvo que hacer acopio de toda supresencia de ánimo y autocontrol para no

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entregarse a un ataque de rabia, tan inútil comoindigno. No cabía duda de que aquella malditacabeza británica le había burlado una vez más.Chauvelin no podía concebir cómo había logradollegar hasta la cabaña sin que le viera ninguno delos treinta soldados que vigilaban el lugar.Naturalmente, estaba muy claro que lo habíahecho antes de que los treinta hombres ocuparanel acantilado, pero no encontraba explicación alhecho de que hubiera venido desde Calais en elcarro de Rubén Goldstein sin que lo descubrieraninguna de las patrullas. Parecía como si un hadotodopoderoso protegiese al audaz PimpinelaEscarlata, y su astuto enemigo experimentó unestremecimiento casi de superstición al mirar losimponentes acantilados y la desolada playa.

Pero todo aquello era real, y estaban en el añode gracia de 1792: no existían ni las brujas ni lashadas. Chauvelin y sus treinta hombres habíanescuchado con sus propios oídos—aquellamaldita voz cantando «God Save the King!»,veinte minutos después de haber rodeado lacabaña; debió ser entonces cuando los cuatrofugitivos llegaron a la cala y subieron al bote, yla cala más próxima se encontraba a casi doskilómetros de la cabaña.

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¿Dónde se habría metido aquel osado inglés? Amenos que mismísimo Satán le hubiera dadoalas, no podía haber recorrido aquella distanciapor un acantilado rocoso en el plazo de dosminutos; y sólo habían transcurrido dos minutosentre el momento en que se oyó su canción y elmomento en que se oyeron los remos del botechapoteando mar adentro. Él debió quedarseatrás, y esconderse en los acantilados; como laspatrullas seguían vigilando, no cabía duda de quelo encontrarían tarde o temprano. Chauvelinvolvió a sentirse esperanzado.

Dos soldados que habían echado a correr traslos fugitivos, ascendían trabajosamente por elacantilado; uno de ellos llegó junto a Chauvelinen el mismo instante en que el corazón del astutodiplomático empezaba a albergar aquellaesperanza.

—Es demasiado tarde, ciudadano —dijo elsoldado—. Llegamos a la playa justo antes deque la luna se ocultara entre unas nubes. Sinduda, el bote estaba vigilando junto a la primeracala, a un kilómetro y medio más o menos, perocuando nosotros llegamos a la playa ya se habíamarchado hacía bastante tiempo y se habíainternado en alta mar. Disparamos, pero,

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naturalmente, no sirvió de nada. Se dirigió haciala goleta a toda velocidad. Lo vimos con todaclaridad a la luz de la luna.

—Sí —replicó Chauvelin con impaciencia—.Había zarpado hacía ya rato, y la cala máspróxima se encuentra a un kilómetro y medio,¿no es eso?

—¡Sí, ciudadano! Yo eché a correr hacia laplaya, aunque me imaginaba que el bote habríaestado esperando cerca de la cala, pues la mareallegaría allí antes. Debió zarpar unos minutosantes de que la mujer empezara a gritar.

¡Unos minutos antes de que la mujer empezaraa gritar! Entonces, las esperanzas de Chauvelinno eran vanas. Seguramente, Pimpinela Escarlatahabía intentado enviar a los fugitivos en el bote,pero a él no le había dado tiempo a llegar a lagoleta; tenía que seguir en tierra, y todas lascarreteras estaban vigiladas. Aún no se habíaperdido todo mientras aquel británicodesvergonzado continuase en suelo francés.

—¡Traigan una luz! —ordenó, entrando denuevo en la cabaña.

El sargento le llevó su linterna, y los doshombres examinaron el interior de la casa: conuna rápida mirada, Chauvelin observó lo que

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contenía: una caldera bajo una abertura de lapared, con los últimos rescoldos del fuego decarbón, un par de taburetes caídos, como si loshubieran derribado al huir precipitadamente,herramientas y redes de pescar en un rincón, y,junto a éstas, un objeto pequeño y blanco.

—Coja eso —le dijo Chauvelin al sargento,señalando el objeto blanco—, y démelo.

Era un trozo de papel arrugado, que losfugitivos debían haber olvidado con las prisas alescapar. El sargento, muy asustado por la rabia yla impaciencia del ciudadano Chauvelin, cogióun papel y se lo entregó respetuosamente a sujefe.

—Léalo, sargento —dijo éste secamente.—Es casi ilegible, ciudadano... Está

garrapateado de mala manera...El sargento, a la luz de la linterna, se puso a

descifrar las palabras precipitadamentegarabateadas:

«No puedo reunirme con ustedes sin poner susvidas en peligro y arriesgar el éxito de laoperación de rescate. Cuando reciban esta nota,esperen dos minutos; después, salgan de lacabaña sin hacer ruido, uno a uno, tuerzan a laizquierda y bajen por el acantilado con

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precaución. Sigan a la izquierda hasta llegar a laprimera roca que se interna en el mar —detrás deella, en la cala, hay un bote esperándoles—. Denun silbido agudo, y se acercará. Suban a él y mishombres les llevarán a la goleta, y a la seguridadde Inglaterra. Una vez a bordo del Day Dream,envíen el bote para que me recoja a mí. Digan amis hombres que estaré en la cala que seextiende frente al Chat Gris, junto a Calais. Ellosla conocen. Llegaré allí lo antes posible. Que meesperen a una distancia prudencial, mar adentro,hasta que oigan la señal de costumbre. No seretrasen, y obedezcan estas instrucciones al piede la letra. »

—Después hay una firma, ciudadano —añadióel sargento, al tiempo que le devolvía el papel aChauvelin.

Pero el diplomático no esperó ni un instantemás. Una frase de aquella nota decisiva le habíallamado la atención: «Estaré en la cala que seextiende frente al Chat Gris, junto a Calais».Aquella frase podía representar la victoria paraél.

—¿Quién de ustedes conoce bien la costa? —gritó a sus hombres, que uno a uno habían ido

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regresando de su infructuosa búsqueda y estabanreunidos de nuevo alrededor de la cabaña.

—Yo, ciudadano —contestó uno de ellos—.Nací en Calais, y conozco estos acantiladospalmo a palmo.

—¿Hay una cala justo enfrente del Chat Gris?—Sí, ciudadano. La conozco muy bien.—El inglés tiene la intención de ir allí. Como

no conoce bien esta zona, es posible que vayapor el camino más largo, y, de todos modos,obrará con mucha cautela por temor a que ledescubran las patrullas. Aún nos queda unaposibilidad de apresarlo. Recompensaré con milfrancos a los hombres que lleguen a esa calaantes que ese inglés zanquilargo.

—Yo conozco un atajo por los acantilados —dijo el soldado, y, dando un grito de entusiasmo,echó a correr, seguido de cerca por suscamaradas.

Al cabo de unos minutos, sus pisadas sedesvanecieron en la distancia. Chauvelin sequedó escuchándolas unos instantes; la promesade la recompensa espoleaba a los soldados de laRepública. En su rostro volvió a aparecer laexpresión de odio y triunfo anticipado.

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A su lado, Desgas permanecía mudo eimpasible, esperando a recibir órdenes, mientrasque dos soldados estaban arrodillados junto a lapostrada Marguerite. Chauvelin dirigió a susecretario una mirada cruel. Sus planes, tan bientrazados, habían fracasado, y los resultados eranproblemáticos. Aún existían grandesposibilidades de que Pimpinela Escarlataescapase, y Chauvelin, con esa furia irracionalque a veces acomete a los caracteres fuertes,estaba deseando dar rienda suelta a su rabia ypagarla con alguien.

Los soldados tenían a Marguerite sujeta ypegada al suelo, aunque la pobrecilla no sedebatía. Al final, el agotamiento la habíavencido, y yacía sin sentido: los ojos rodeados deprofundos círculos enrojecidos, testimonio de laslargas noches de insomnio, el pelo enredado yhúmedo alrededor de la frente, los labiosentreabiertos, curvados, testimonio del dolorfísico.

La mujer más inteligente de Europa, la elegantelady Blakeney, que había fascinado a la altasociedad londinense con su belleza, su ingenio ysus extravagancias, presentaba un cuadropatético de femineidad doliente que hubiera

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despertado la compasión de cualquiera, pero nola de su rencoroso y burlado enemigo.

—No tiene sentido vigilar a una mujer que estámedio muerta —dijo Chauvelin despectivamentea sus soldados—, cuando han dejado escapar acinco hombres que estaban vivitos y coleando.

Los soldados se pusieron de pie, obedientes.—Será mejor que intenten encontrar ese

sendero y el carro desvencijado que dejamos enla carretera.

De repente se le ocurrió una brillante idea.—¡A propósito! ¿Dónde está el judío?—Aquí al lado, ciudadano —contestó

Desgas—. Le amordacé y le até las piernas,como usted me ordenó.

A los oídos de Chauvelin llegó un gemidolastimero procedente de las inmediaciones dellugar en que se encontraba. Siguió a susecretario, que se dirigía al otro lado de lacabaña, donde, hecho un ovillo, con las piernasfuertemente atadas y una mordaza en la boca,estaba el desgraciado descendiente de Israel.

A la luz planteada de la luna, la cara del judíotenía un tinte cadavérico, de puro terror; tenía losojos desorbitados, casi vidriosos, y le temblabatodo el cuerpo, y por sus labios descoloridos

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escapaba un lamento lastimero. La cuerda que lehabían atado alrededor de los hombros y losbrazos se había aflojado, pues se le habíaenredado alrededor del cuerpo, pero no parecíahaberse dado cuenta de esta circunstancia, ya queno había hecho la menor tentativa de moverse delsitio en que le había dejado Desgas: como unpollo aterrorizado que contempla una línea detiza blanca trazada en una mesa o una cuerda queparaliza sus movimientos.

—Traigan aquí a ese cerdo cobarde —ordenóChauvelin.

Se sentía extraordinariamente cruel, y como notenía ningún motivo razonable para descargar sumal humor sobre los soldados, que se habíanlimitado a obedecer sus órdenes puntualmente,pensó que aquel hijo de la odiada raza podía seruna cabeza de turco excelente. Con un despreciosin disimulo, miró al aterrorizado judío, queseguía gimiendo y lamentándose, pero no seacercó a él, y dijo con mordaz sarcasmo, cuandolos dos soldados le presentaron al pobre viejo ala luz de la luna:

—Supongo que, siendo judío, tendrás buenamemoria para los tratos, ¿no? ¡Contesta! —

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añadió, al ver que el judío, temblando de pies acabeza, parecía demasiado asustado para hablar.

—Sí, Excelencia —tartamudeó el pobredesgraciado.

—Entonces, recordarás el que hicimos tú y yoen Calais cuando te comprometiste a alcanzar aRubén Goldstein, su jaca, y mi amigo elextranjero, ¿verdad?

—Pe... pe... pero... Excelencia...—¿No recuerdas que dije que no hay «peros»

que valgan?—Sí... sí... Excelencia...—¿Cuál era el trato?Se hizo un silencio absoluto. El pobre hombre

miró hacia los grandes acantilados, a la luna, losrostros impávidos de los soldados, incluso a lamujer postrada e inmóvil que estaba allí cerca,pero no respondió.

—¿Es que no piensas hablar? —dijo Chauvelinen tono amenazador.

El pobre desgraciado lo intentó, pero saltaba ala vista que era incapaz. Sin embargo, no cabíaduda de que sabía lo que le esperaba a manos delsevero hombre que tenía ante él.

—Excelencia... —se atrevió a decir,implorante.

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—Como parece que el miedo te ha paralizadola lengua —dijo Chauvelin sarcásticamente—,tendré que refrescarte la memoria. Llegamos alacuerdo de que si alcanzábamos a mi amigo, elinglés alto, antes de que llegara a la cabaña, tedaría diez monedas de oro.

De los labios temblorosos del judío escapó unleve gemido.

—Pero —continuó Chauvelin, poniendoénfasis en sus palabras—, si no cumplías tupromesa, te daría una buena tunda, paraenseñarte a no decir mentiras.

—No le engañé, Excelencia; le juro porAbraham...

—Sí, y por todos los demás patriarcas. Pordesgracia, según tu religión, creo que siguen aúnen el Hades, y no te servirán de gran ayuda en tusactuales dificultades. Tú no has cumplido tuparte del trato, pero yo tengo la intención decumplir la mía. Vamos, dénle una buena paliza aeste maldito judío con la hebilla de suscinturones —añadió, dirigiéndose a los soldados.

Mientras los soldados se desabrochabanobedientemente los gruesos cinturones de cuero,el judío soltó un chillido que hubiera bastadopara hacer salir a todos los patriarcas del Hades y

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de cualquier otro sitio para defender a sudescendiente de la brutalidad de aquelfuncionario francés.

—Supongo que puedo confiar en ustedes,ciudadanos soldados —dijo Chauvelin riendomaliciosamente— para que le den a este viejoembustero la paliza más grande de su vida. Perono le maten —añadió secamente.

—Le obedeceremos, ciudadano —replicaronlos soldados, imperturbables como siempre.

Chauvelin no esperó a ver cómo llevaban acabo sus órdenes; sabía que podía confiar en quelos soldados —que aún estaban escocidos por sureprimenda— no se andarían con chiquitas si lesdejaba las manos libres para apalear a un tercero.

—Cuando ese cobarde haya recibido sumerecido —le dijo a Desgas—, que los hombresnos guíen hasta el carro y que uno de ellos loconduzca hasta Calais. El judío y la mujer secuidarán mutuamente —añadió en tono brutal—hasta que podamos enviar a alguien a recogerlosmañana por la mañana. No podrán llegar muylejos en su estado, y ahora no tenemos tiempopara ocuparnos de ellos.

Chauvelin aún no había abandonado todaesperanza. Sabía que a sus hombres les espoleaba

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el aliciente de la recompensa. No existíandemasiadas posibilidades racionales de que elenigmático y audaz Pimpinela Escarlata, solo ycon treinta hombres tras de él, escapara porsegunda vez.

Pero ya no se sentía tan seguro: la audacia delinglés le había vencido, y la estupidez y cerrazónde los soldados, y la intromisión de una mujer lehabían hecho perder los ases del triunfo cuandoya los tenía en la mano. Si Marguerite no hubieraintervenido, si los soldados hubieran demostradouna pizca de inteligencia, si... era una larga seriede «síes», y Chauvelin se quedó inmóvil unossegundos, incluyendo a treinta y tantas personasen una larga y aplastante maldición. LaNaturaleza, poética, silenciosa, apacible, labrillante luna, el mar plateado, en calma,parecían expresar belleza y tranquilidad, peroChauvelin maldijo a la Naturaleza, a los hombresy mujeres, y, sobre todo, maldijo a todos losenigmas británicos entrometidos y zanquilargos,y fue la suya una maldición gigantesca.

Los aullidos del judío, que sufría el castigosobre sus espaldas, aquietaron su corazón, querebosaba de maldad y rencor. Sonrió. Le

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tranquilizó pensar que al menos otro ser humanotampoco estaba en paz con la humanidad.

Se dio la vuelta y contempló por última vez ladesolada playa, en la que se erguía la cabaña demadera, bañada en aquellos momentos por la luzde la luna, el escenario de la mayor decepciónque jamás hubiera experimentado un miembrodestacado del Comité de Salud Pública.

Contra una roca, sobre un duro lecho de piedra,yacía Marguerite Blakeney, inconsciente, y unosmetros más allá, el desgraciado judío recibíasobre sus anchas espaldas los golpes de dosrecios cinturones de cuero, empuñados por dosrobustos soldados de la República. Los alaridosde Benjamín Rosenbaum hubieran podidolevantar a los muertos de sus tumbas. Debierondespertar de su sueño a todas las gaviotas, queseguramente contemplarían con gran interés losactos de los señores de la creación.

—Ya es suficiente —ordenó Chauvelin cuandose debilitaron los gemidos del judío y parecióque el pobre desgraciado iba a desmayarse—. Noes necesario matarle.

Los soldados se abrocharon los cinturonesobedientemente, y uno de ellos dio una cruelpatada al judío en el costado.

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—Déjenlo ahí —dijo Chauvelin—, y vayanhacia el carro. Yo les seguiré.

Se acercó a donde yacía Marguerite, y la miró ala cara. Había recobrado la conciencia y hacíadébiles esfuerzos por levantarse. Sus grandesojos azules contemplaban la escena conexpresión de terror; se posaron con una mezclade horror y piedad en el judío, cuya triste suertey cuyos alaridos ensordecedores habían sido loprimero que había percibido al volver en sí;después su mirada se clavó en Chauvelin, consus ropas oscuras e impecables, que apenas sehabían arrugado tras los turbulentosacontecimientos de las últimas horas. Sonreíasarcásticamente, y sus pálidos ojos azules lamiraron con intensa maldad.

Con galantería burlona, se agachó y se llevó alos labios la helada mano de Marguerite, queexperimentó un escalofrío de odio indescriptibleque le recorrió todo el cuerpo.

—Lamento mucho que las circunstancias,sobre las que no puedo ejercer ningún dominio,me obliguen a dejarla aquí de momento —dijo entono sumamente dulce—. Pero me marcho con lacerteza de que no queda desprotegida. Nuestroamigo Benjamín, aunque no se encuentre en

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perfecta condiciones en este preciso instante,defenderá galantemente su hermosa persona; nome cabe la menor duda. Al amanecer enviaré aalguien a recogerla, y hasta entonces, estoyseguro de que Benjamín se dedicará porcompleto a usted, si bien es posible que leencuentre usted un poco lento.

Marguerite sólo tuvo fuerzas para volver lacabeza. Su corazón estaba destrozado por la máscruel de las angustias. A su mente había vueltouna idea aterradora, al tiempo que recobraba elsentido: «¿Qué le había ocurrido a Percy? ¿Y aArmand?».

No sabía lo que había pasado después de oír laalegre canción, «God save the King!», y estabaconvencida de que aquella había sido la señal demuerte.

—Aunque de mala gana, me veo obligado adejarla —concluyó Chauvelin—. Au revoir, mihermosa dama. Espero que nos volvamos a vermuy pronto en Londres. ¿Asistirá usted a lafiesta del príncipe de Gales? ¿No?... ¡Bueno, aurevoir! Le ruego que le dé recuerdos de mi partea sir Percy Blakeney.

Y, sonriendo irónicamente, le hizo una últimareverencia, volvió a besarle la mano y

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desapareció por el sendero, a la zaga de lossoldados, y seguido por el imperturbable Desgas.

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XXXI

LA HUIDA

Marguerite se quedó escuchando, aún medioaturdida, las firmas pisadas de los cuatrohombres, que se alejaban rápidamente.

La Naturaleza respiraba tal calma que,apoyando el oído en el suelo, pudo percibir contoda claridad el ruido de los pasos cuando seinternaron en la carretera, y el débil resonar delas ruedas del viejo carro y de los cascos de lajaca le indicaron que su enemigo se encontraba aun cuarto de legua. No sabía cuánto tiempollevaba allí. Había perdido la noción del tiempo;alzó la mirada hacia el cielo iluminado por la luzde la luna, como en sueños, y prestó oídos almonótono vaivén de las olas.

El vigorizante aroma del mar fue como unnéctar para su cuerpo fatigado; la inmensidad delos acantilados solitarios era silenciosa, como deensueño. Su cerebro sólo permanecía conscientea la tortura incesante e insoportable de laincertidumbre.

¡No sabía qué había ocurrido... !

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No sabía si Percy estaría en aquellos momentosen manos de los soldados de la República,sometido a las mofas y los improperios de sumalvado enemigo. Por otra parte, tampoco sabíasi el cuerpo de Armand yacía sin vida en lacabaña, mientras que Percy había escapado paraenterarse de que la mano de su esposa habíaguiado a aquellos sabuesos humanos para darmuerte a Armand y sus amigos.

El dolor físico del agotamiento absoluto era tangrande que hubiera deseado que su fatigadocuerpo pudiera descansar allí para siempre,después de la confusión, la pasión y las intrigasde los últimos días... allí, bajo el cielo claro,oyendo el mar, y con la dulce brisa otoñalsusurrándole una última canción de cuna. Todoera soledad y silencio, como en un país deensueño. Incluso el débil eco del carro se habíadesvanecido hacía tiempo, a lo lejos.

De repente... un ruido... sin duda el másextraño que jamás habían oído aquellosdesolados acantilados de Francia, rompió lasilenciosa solemnidad de la playa.

Tan extraño era el ruido, que la suave brisadejó de murmurar, y las piedrecillas de rodar porla cuesta. Tan extraño, que Marguerite,

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extenuada, agotada como estaba, pensó que lainconsciencia benévola de la muerte próxima leestaba gastando una broma sutil a sus sentidosmedio dormidos.

Era el sonido de un «¡Maldita sea!» clara yabsolutamente británico.

Las gaviotas se despertaron en sus nidos ymiraron a su alrededor, asombradas; un búholejano y solitario ululó en mitad de la noche, ylos grandes acantilados contemplaron, ceñudos ymajestuosos, aquel sacrilegio insólito.

Marguerite no daba crédito a sus oídos.Alzándose sobre las manos, puso en tensióntodos sus sentidos, para intentar ver y oír, paraentender el significado de aquel ruido tanterrenal.

Durante unos segundos todo volvió a quedar encalma; el mismo silencio descendió una vez mássobre la inmensidad desolada.

Después, Marguerite, que había prestadoatención como en un trance, que pensaba quedebía estar soñando con la dura y magnética luzde la luna sobre su cabeza, volvió a oírlo; y enesta ocasión, su corazón cesó de latir; sus ojos,desorbitados, miraron a su alrededor, sinatreverse a dar crédito a sus otros sentidos.

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—¡Qué barbaridad! ¡Ojalá no me hubieranpegado con tanta fuerza esos tipos!

Ya no cabía duda posible; sólo unos labiosconcretos, británicos hasta la médula, podíanhaber pronunciado aquellas palabras, con tonosomnoliento, afectado y pesado.

—¡Maldita sea! —repitieron con vehemenciaaquellos mismos labios británicos—. ¡Estoy másdébil que la gelatina!

Marguerite se puso de pie inmediatamente.¿Estaría soñando? ¿Serían aquellos enormes

acantilados rocosos las puertas del paraíso?¿Sería aquella brisa fragante obra del batir dealas de los ángeles, que le llevaban oleadas dealegrías sobrenaturales tras tantos sufrimientos,o, débil y enferma como estaba, acaso eravíctima de un delirio?

Volvió a prestar oídos, y una vez más oyó lossonidos terrenales del hermoso idioma británico,sin el menor parecido con los susurros delparaíso o el batir de alas de los ángeles.

Miró a su alrededor, anhelante, hacia losgrandes acantilados, a la cabaña solitaria, a laplaya pedregosa. En alguna parte, encima odebajo de ella, tras una roca o en una hendidura,pero oculto a sus ojos febriles, debía estar el

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propietario de aquella voz, que en días pasados lairritaba, pero que en aquellos momentos la haríanla mujer más feliz de Europa en cuanto loencontrara.

—¡Percy! ¡Percy! —gritó histéricamente,torturada entre la esperanza y la duda—. Estoyaquí. ¡Ven! ¿Dónde estás? ¡Percy! ¡Percy!

—Me encanta que me llames, querida —dijo lamisma voz somnolienta y afectada—, pero queme aspen si puedo moverme. Esos malditoscomedores de ranas me han dado más palos quea una estera, y me siento muy débil... No puedomoverme.

Pero Marguerite seguía sin comprender. Tardóal menos otros diez segundos en darse cuenta dedónde provenía aquella voz, tan somnolienta, tanquerida, pero ¡ay!, con un extraño deje dedebilidad y sufrimiento. No se veía a nadie...excepto junto a una roca... ¡Dios del cielo!... ¡Eljudío!... ¿Se había vuelto loca o estaba soñando?

La espalda del hombre estaba iluminada por laluz de la luna. Estapa agazapado, intentando envano levantarse con los brazos atados.Marguerite corrió hasta él, le cogió la cabezaentre las manos... y miró a unos ojos azules,bondadosos, con expresión de cierto regocijo,

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destacándose en la máscara deformada y extrañadel judío.

—¡Percy!... ¡Percy!... ¡Esposo mío! —dijo convoz entrecortada, a punto de desvanecerse dealegría—. ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, Diosmío!

—Vamos, querida —replicó sir Percyanimadamente—, ya daremos gracias más tarde.Ahora, ¿crees que podrías aflojar estas malditascuerdas y librarme de esta situación tan pocoelegante?

Marguerite no tenía cuchillo, sus dedos estabanentumecidos y débiles, pero atacó las cuerdascon los dientes, mientras que de sus ojosbrotaron grandes lágrimas que cayeron sobreaquellas pobres manos atadas.

—¡Qué barbaridad! —exclamó sir Percycuando, tras los frenéticos esfuerzos deMarguerite, cedieron las cuerdas—. No creo quejamás haya ocurrido una cosa semejante: que uninglés se deje dar una tunda por un malditoextranjero y no haga nada por devolvérsela.

Saltaba a la vista que el dolor físico le habíadejado agotado, y cuando cedió la última cuerda,se desplomó sobre la roca, encogido.

Marguerite miró a su alrededor, impotente.

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—¡Daría cualquier cosa por encontrar una gotade agua en esta playa espantosa! —exclamó,desesperada, al ver que sir Percy iba adesmayarse de nuevo.

—No, querida mía —murmuró él con susonrisa bondadosa—. ¡Personalmente, preferiríauna gota de buen coñac Francés! Y si metes lamano en estas sucias ropas, encontrarás mipetaca... Que me aspen si puedo moverme.

Cuando hubo bebido un poco de coñac, obligóa Marguerite a imitarle.

—¡Esto es otra cosa! ¿Eh, mujercita? —dijocon un suspiro de satisfacción—. ¡Bonitasituación para sir Percy Blakeney, que loencuentre su esposa en este estado! ¡Québarbaridad! —añadió, pasándose la mano por labarbilla—. Llevo sin afeitarme casi veinte horas;debo tener un aspecto repulsivo. Y estos rizos...

Y, riendo, se quitó la peluca que tanto lodesfiguraba, y estiró sus largas piernas, queestaban entumecidas tras las largas horas de irencorvado. Después se agachó y miró larga einquisitivamente a los azules ojos de su esposa.

—Percy —susurró Marguerite, mientras porsus delicadas mejillas se extendía un profundorubor—, si tú supieras...

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—Lo sé, cariño... lo sé todo —dijo sir Percycon dulzura infinita.

—¿Y podrás perdonarme algún día?—No tengo nada que perdonar, cariño mío. Tu

heroísmo, tu amor, que tan poco merezco, hanexpiado con creces el desgraciado incidente delbaile.

—Entonces, ¿lo has sabido todo el tiempo? —susurró Marguerite.

—Sí —contestó sir Percy con ternura—. Lo hesabido... todo el tiempo... Pero ¡ay!, si hubierasabido que tu corazón era tan noble, Margot mía,hubiera confiado en ti, como tú te mereces, y nohubieras tenido que padecer los terriblessufrimientos de las últimas horas, corriendo enpos de un marido que ha hecho tantas cosas quehabrás de perdonarle.

Estaban sentados uno junto, al otro, apoyadoscontra una roca, y sir Percy posó su doloridacabeza en el hombro de su mujer. En aquellosmomentos, Marguerite sin duda merecía elcalificativo de «la mujer más feliz de Europa».

—En esta ocasión, el ciego tendrá que guiar alcojo, ¿no crees, cariño? —dijo sir Percy con subondadosa sonrisa de siempre—. ¡Qué

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barbaridad! No sé qué estarán peor, si mishombros o tus piececitos.

Se inclinó para besarlos, pues asomaban por lasmedias desgarradas, dando patético testimonio delos padecimientos y el heroísmo de Marguerite.

—Pero Armand —dijo Marguerite, con miedoy arrepentimiento repentinos, como si, en mediode su felicidad, se le presentara la imagen de suhermano adorado, por el que había cometido unafalta tan grave.

—Ah, no te preocupes por Armand, cariño —dijo sir Percy con ternura—. ¿Acaso no te di mipalabra de honor de que no le ocurriría nada? El,De Tournay y los demás están en estosmomentos a bordo del Day Dream.

—Pero, ¿cómo? —preguntó Marguerite convoz entrecortada—. No entiendo nada.

—Pues es muy sencillo —replicó sir Percy consu risa tímida y banal—. Verás. Cuando descubríque ese animal de Chauvelin tenía la intención deaplastarme como a una sanguijuela, pensé que lomejor que podía hacer, ya que no podíaquitármelo de encima, era llevarlo conmigo.Tenía que reunirme con Armand y los demáscomo fuera, y todas las carreteras estabanvigiladas, todo el mundo buscaba a tu humilde

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servidor. Sabía que, después de escaparme de susmanos en el Chat Gris, vendría a buscarme aquí,cualquiera que fuese el camino que eligiera. Noquería perderle de vista, y un cerebro británico estan bueno como uno francés mientras no sedemuestre lo contrario.

Lo cierto era que se había demostrado que erainfinitamente superior, y el corazón deMarguerite se llenó de júbilo y admiracióncuando su marido siguió contándole de quéforma tan osada había rescatado a los fugitivosante las mismísimas narices de Chauvelin.

—Sabía que no me reconocerían si me vestíacon las ropas sucias del viejo judío —dijoalegremente—. Había visto a Rubén Goldsteinen Calais aquella misma tarde. A cambio de unascuantas monedas de oro me dio estos trapos, y secomprometió a quitarse de en medio, mientrasque yo me llevé su carro y su jaca.

—Pero si Chauvelin te hubiera descubierto...—dijo Marguerite con voz entrecortada—. Eldisfraz era muy bueno, pero él es tan listo...

—Entonces, el juego hubiera tocado a su fin —replicó sir Percy tranquilamente—. Pero teníaque arriesgarme. Conozco la naturaleza humanabastante bien —añadió, con un deje de tristeza en

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su voz joven y alegre—, y me conozco dememoria a estos franceses. Detestan tanto a losjudíos, que no se acercan a ellos a más de dosmetros, y ¡francamente!, creo que logré elaspecto más repulsivo del mundo...

—¡Sí!... ¿Y después? —preguntó Marguerite,impaciente.

—Pues después llevé a cabo el plan que tenía,es decir, al principio estaba decidido a dejar todoal azar, pero cuando oí a Chauvelin dar órdenes alos soldados, pensé que el Destino y yopodíamos trabajar juntos. Confié en laobediencia ciega de los soldados. Chauvelin leshabía ordenado, so pena de muerte, que no semovieran hasta que llegara el inglés alto. Desgasme había dejado atado cerca de la cabaña; y lossoldados no se fijaban en el judío que habíallevado hasta allí al ciudadano Chauvelin. Logrédesatarme las manos. Siempre llevo papel y lápiza dondequiera que vaya, y garrapateé a toda prisaunas cuantas instrucciones en un trozo de papel.Después miré a mi alrededor; me arrastré hasta lacabaña, antes las mismísimas narices de lossoldados, que estaban escondidos, sin hacer elmenor movimiento, tal y como les habíaordenado Chauvelin, tiré la nota por una rendija

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de la pared, y esperé. En la nota les decía a losfugitivos que salieran de la cabaña en silencio,bajaran el acantilado y continuaran a la izquierdahasta llegar a la primera cala, y que dieran ciertaseñal, ante la cual acudiría a recogerlos el botedel Day Dream, que les esperaba no muy lejos.Por suerte para ellos y para mí, me obedecieronal pie de la letra. Los soldados que los vieronobedecieron igualmente las órdenes deChauvelin. ¡No se movieron! Esperé casi mediahora, y cuando comprendí que los fugitivosestarían a salvo, di la señal que produjo tantoalboroto.

Y ésa era toda la historia. Parecía muy sencilla,y Marguerite no pudo por menos que asombrarsedel prodigioso ingenio, del arrojo y la audacia sinlímites que habían trazado y llevado a cabo aquelplan tan osado.

—¡Pero esos animales te han pegado! —gritóhorrorizada, al recordar el ultraje.

—¡Bueno, eso no he podido evitarlo! —dijodulcemente sir Percy—. Mientras la suerte de mimujercita fuera tan incierta, tenía que quedarmeaquí, a su lado. ¡Pero no te preocupes! —añadióalegremente—. Te garantizo que Chauvelin noperderá nada esperando. ¡Ya verás cuando lo

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coja en Inglaterra! Pagará la paliza que me hadado con interés compuesto, te lo prometo.

Marguerite se echó a reír. Era tan maravillosoestar junto a él, oír su animada voz, ver elcentelleo de sus ojos azules mientras estiraba susfuertes brazos, pensando en su enemigo y en elcastigo que tan merecido se tenía...

Pero de pronto, se sobresaltó; el rubor defelicidad abandonó sus mejillas, se apagó elbrillo de alegría de sus ojos: había oído unospasos sigilosos, y una piedra había caído rodandodesde el borde del acantilado hasta la playa.

—¿Qué ha sido eso? —susurró, asustada.—Nada, querida mía —musitó sir Percy, con

una suave carcajada—. Es que te habías olvidadode una cosa... de mi amigo, Ffoulkes.

—¡Sir Andrew! —exclamó Marguerite.Efectivamente; se había olvidado del amigo y

compañero, que había confiado en ella y habíaestado a su lado durante todas aquellas horas deangustia y sufrimiento. Lo recordó de repente,con una punzada de remordimiento.

—Te habías olvidado de él, ¿verdad, queridamía? —dijo sir Percy alegremente—. Por suerte,le vi, no lejos del Chat Gris, antes de laagradable cena con mi amigo Chauvelin... Pero,

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maldita sea; tengo que ajustarle las cuentas a esejoven réprobo... En fin, el caso es que le dije queviniera aquí por una carretera muy larga, que daun gran rodeo y que a los hombres de Chauvelinjamás se les hubiera ocurrido seguir, para quellegara justo en el momento en que lonecesitáramos, ¿eh, mujercita mía?

—¿Y te obedeció? —preguntó Marguerite,completamente atónita.

—Sin rechistar. Mira, ahí viene. No se puso enmedio cuando no lo necesité, y ahora llega justoen el momento crítico. ¡Ah! Será un maridoexcelente y muy metódico para la pequeñaSuzanne.

Mientras tanto, sir Andrew Ffoulkes habíadescendido con sumo cuidado por el acantilado:se detuvo una o dos veces, prestando oídos a lossusurros que le guiarían hasta el escondite deBlakeney.

—¡Blakeney! —se arriesgó a decir—.¡Blakeney! ¿Está usted ahí?

Rodeó la roca en que se apoyaban sir Percy yMarguerite, y al ver la extraña figura cubiertacon la gabardina del judío, se detuvo, confuso.

Pero Blakeney ya se había puesto de pie,trabajosamente.

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—¡Estoy aquí, amigo! —dijo con su neciarisa—. ¡Todos vivos! Aunque con este chismeparezco un espantapájaros.

—¡Diantres! —exclamó sir Andrew conilimitado asombro al reconocer a su jefe—. ¡Portodos los... !

El joven se percató de la presencia deMarguerite y por suerte pudo dominar laspalabras subidas de tono que se le vinieron a loslabios al ver al exquisito sir Percy con aquelextraño y sucio atuendo.

—¡Sí! —dijo Blakeney tranquilamente—. ¡Portodos los... ejem! ¡Amigo mío! Aún no he tenidotiempo de preguntarle qué está haciendo enFrancia, cuando le ordené que se quedara enLondres... ¿Qué es esto? ¿Insubordinación?¡Espere a que tenga la espalda en condiciones, yverá el castigo que recibe!

—¡Lo aceptaré de buena gana, con tal de queesté usted vivo para impartirlo! —replicó sirAndrew, riendo alegremente—. ¿Hubierapreferido que dejara a lady Blakeney hacer elviaje sola? Pero, en el nombre del cielo, ¿dedónde ha sacado esa ropa tan curiosa?

—¿A que es muy original? —dijo sir Percy,con igual jovialidad—. Pero ahora que está aquí,

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no debemos perder ni un minuto, Ffoulkes —añadió con autoridad y vehemencia repentinas—.Ese animal de Chauvelin puede enviar a alguiena buscamos.

Marguerite se sentía tan feliz que hubierapodido quedarse allí para siempre, oyendo la vozde su marido, haciéndole mil preguntas. Pero aloír el nombre de Chauvelin se sobresaltó,asustada, temerosa por la vida del hombre por elque habría dado la suya gustosa.

—Pero, ¿cómo vamos a volver? —preguntócon voz entrecortada—. Las carreteras hastaCalais están llenas de soldados y...

—No vamos a volver a Calais, cariño —replicósir Percy—. Iremos al otro extremo de Gris—Nez, que está a menos de media legua de aquí. Elbote del Day Dream nos recogerá allí.

—¿El bote del Day Dream?—Sí —dijo sir Percy, riendo alegremente—.

Otro truquito mío. Tendría que haberte dicho quecuando eché esa nota en la cabaña, la acompañéde otra dirigida a Armand, en la que le decía quedejara la primera en la casa. Por eso, Chauvelin ysus hombres han vuelto a toda velocidad al ChatGris a buscarme; pero en la nota de Armand ibanlas verdaderas instrucciones, entre ellas algunas

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dirigidas al viejo Briggs. Ya le había ordenadoque se internara mar adentro, y que se dirigiera aloeste. Cuando se encuentren lejos de Calais,enviará el bote a una pequeña cala queconocemos él y yo y que está justo detrás deGris—Nez. Los hombres me buscarán —yahemos concertado una señal— y subiremos abordo, mientras Chauvelin y sus hombres vigilansolemnemente la cala que está frente al ChatGris.

—¿Al otro lado de Gris—Nez? Pero yo... nopuedo andar, Percy —gimió Marguerite,impotente, cuando, al intentar levantarse,descubrió que no podía ni mantenerse en pie.

—Yo te llevaré, cariño —dijo sir Percy consencillez—. Ya sabes: el ciego llevando al cojo.

También sir Andrew estaba dispuesto a prestarayuda con aquella preciosa carga, pero sir Percyno quería confiar a su amada a otros brazos queno fueran los suyos.

—Cuando ustedes dos estén a bordo del DayDream —le dijo a su joven camarada—, y estéconvencido de que mademoiselle Suzanne no merecibirá al llegar a Inglaterra con miradas dereproche, entonces me tocará a mí descansar.

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Y sus brazos, aún vigorosos a pesar de la fatigay los sufrimientos, se cerraron en torno alcansado cuerpo de Marguerite, y lo levantaroncon tanta delicadeza como si fuera una pluma.

Después, cuando sir Andrew se alejódiscretamente, se dijeron muchas cosas —o másbien las susurraron— que ni siquiera la brisaotoñal oyó, porque se había ido a descansar.

Percy olvidó su fatiga; debía tener los hombrosmuy doloridos, pues los soldados le habíanpegado con saña; pero tenía unos músculos comode acero, y una fuerza casi sobrenatural.Resultaba muy fatigoso caminar media legua poraquel acantilado rocoso, pero su coraje no cedióni un momento, ni sus músculos se cansaron.Continuó andando, con firmes pisadas, con suspotentes brazos rodeando la preciosa carga, y...sin duda, mientras Marguerite se dejaba llevar,tranquila y feliz, adormilada a ratos, observandoen otras ocasiones, a través de la luz creciente dela mañana, aquel rostro benévolo de ojosindolentes y azules, siempre alegres, siempreiluminados por una sonrisa de buen humor, lesusurró muchas cosas, que ayudaron a acortar ellargo camino y que actuaron como un bálsamopara los excitados nervios de Blakeney.

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La luz del alba, con sus múltiples colores,apuntaba por oriente, cuando al fin llegaron a lacala que se extendía detrás de Gris—Nez. El boteles estaba esperando, y a una señal de sir Percyse acercó a ellos, y dos robustos marinerosbritánicos tuvieron el honor de llevar a su señoraal barco.

Al cabo de media hora se encontraban a bordodel Day Dream. A la tripulación, queinevitablemente compartía los secretos de su amoy que estaba dedicada a él en cuerpo y alma, nole sorprendió verle llegar con tan extraordinariodisfraz.

Armand St. Just y los demás fugitivosesperaban impacientemente la llegada de suvaliente salvador; sir Percy, en lugar de quedarsea oír sus muestras de gratitud, se dirigió a sucamarote lo más rápidamente posible, dejando aMarguerite muy feliz en brazos de su hermano.

Todo a bordo del Day Dream respiraba aquellujo exquisito que tanto apreciaba sir PercyBlakeney, y cuando desembarcaron en Dover yase había puesto las ropas suntuosas que tanto legustaban y que siempre llevaba en abundancia abordo de su yate.

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Pero surgió la dificultad de buscar un par dezapatos para Marguerite, y grande fue la alegríadel grumete cuando la señora pudo poner pie ensuelo inglés calzada con su mejor par.

El resto es silencio, silencio y alegría por losque habían padecido tantos sufrimientos y habíanencontrado al fin una felicidad grande yduradera.

Pero cuentan las crónicas que en la brillanteboda de sir Andrew Ffoulkes y mademoiselleSuzanne de Tournay de Basserive, ceremonia ala que asistieron Su Alteza Real el príncipe deGales y toda la élite de la alta sociedad, la mujermás hermosa, sin lugar a dudas, fue ladyBlakeney, mientras que las ropas que llevaba sirPercy Blakeney fueron tema de comentario de lajeunesse dorée de Londres durante muchos días.

También se sabe que monsieur Chauvelin, elagente acreditado del gobierno republicanofrancés, no estuvo presente ni en esa ni enninguna otra ceremonia celebrada en Londres,tras la memorable noche del baile de lordGrenville.

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La Pimpinela Escarlata [489]

FIN DE LA PIMPINELA ESCALATA