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BIBLIOTECA POPULAR VENEZOLANA GONZALO PICÓN FEBRES VSMIGEW0 ' FEUPí PROLOGO DE MARIANO PICÓN SALAS m EDICIONES DEL MINISTERIO DE EDUCACIÓN

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B IB L I O T E C A P O P U L A R V E N E Z O L A N A GONZALO PICÓN FEBRESVSMIGEW0' FEUPí

PROLOGO DE M A R IA N O P IC Ó N S A L A S

mEDICIONES DEL MINISTERIO DE EDUCACIÓN

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EL SARGENTO FELIPEPor

GONZALO PICÓN-FEBRES

N ACIÓ en Mérida el 10 de sep­tiembre de 1860. Hijo del Dr. Gabriel Picón-Febres y de Doña María del Rosario Febres-Cordero.Vino a Caracas en 1875. En esta

ciudad estudió el Bachillerato e ingresó en la Universidad Central donde cursó la carrera de Ciencias Políticas. Pero obtuvo el grado de Doctor en la Universidad de Los Andes.Paralela a su intensa actividad literaria —de que da cumplido tes­timonio su rica bibliografía—, Gon­zalo Picón-Febres tuvo una actua­ción descollante en la Administra­ción Pública. Desempeñó, entre

gos: Cónsul de Venezuela en Saint Nazaire (Francia), Canciller de la Misión Venezolana en las Repú­blicas de Centro América, Minis­tro Relator de la Corte Superior del Gran Estado Los Andes, Direc­tor de Política -v a r ia s v eces - del Ministerio de Relaciones Interio­res, Senador y Vicepresidente de la Cámara del Senado, Director Na­cional de Correos y Telégrafos, Ministro de Relaciones Interiores y Cónsul General de Venezuela en Nueva York. Fué además Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Los Andes y de Historia Universal y de Venezuela en el Colegio Nacional de Mcrida.

Murió en Curazac, el 6 de junio de 1918. Está enterrado en el Ce­menterio de San Mateo, de aque­lla isla, adyacente a la Iglesia de Santa Ana.

B id l io c r a f ia : Páginas Sueltas. Semblanzas y estudios literarios. Im prenta de la Librería de A. Be- thencourt e hijos. Curazao, 1889. Revoltillo. Discursos, viajes, crítica literaria. Imprenta de la Librería de A. Bethencourt e hijos. Curazao,

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B I B L I O T E C A N A C I O N A LC A R A C A S

FONDO BIBLIOGRAFICO ESPECIAL

DE AUTORES VENEZOLANOS

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EL SARGENTO FELIPE

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Títulos de la BIBLIOTECA POPULAR VENEZOLANA

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> 2.I B L I O T E C A P O P U L A R V E N E Z O L A N A

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GONZALO PICON - FEBRES

EL S A R G E N T O F E L I P E

o b s e q u io d e la d ir e c c ió n

DE CULTURA Y BELLAS ARTES

DEL MINISTERIO DE EDUCA­

CION NACIONAL

EDICIONES DEL MINISTERIO DE EDUCACION DIRECCION DE CULTURA Y BELLAS ARTES

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E S P R O P I E D A D

Impreso en la Argentina — Printed in Argentina

Se terminó de imprimir el 2 f de enero de 1956 en la Imprenta López - Perú 666 - Buenos Aires

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EL S A R G E N T O FELIPE

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M EMORIA DE GONZALO PICÓN-FEBRESR E T R A T O P R O VIN C IAL

E ntre los más misteriosos vecinos de Mérida, cuando yo era muchacho, m u y aficionado a oír his­torias pasadas y anécdotas de las gentes, contábase m i lejano deudo don G onzalo Picón Febres, a quien sólo v i a distancia reverencial, sin acercarme n i hablarle, en dos contadas ocasiones. U na fué cuando pronunció con elocuentísimo garbo el dis­curso de orden en una velada de la Universidad de los A ndes; otra, al salir ya m u y cansado y i n ­cido, en las antevísperas de su muerte, de la clínica del D r. Diego Carbonell. Y los muchachos del co­legio que merodeaban en la plaza y a quienes había llegado la fam a del novelista, lo señalaron como los florentinos debían señalar a Dante. Por tantos engaripolados y desafiantes personajes de aquellos años, en que hubo en Mérida una especie de guerri­lla local entre el Presidente del Estado y el Jefe C ivil del D istrito , quienes casi se agredieron a tiros en el billar de don Leopoldo Gelsi; por tantos se-

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1 0 GONZALO PICON -FEBRESñores de revólver y buen caballo pasitrotero que azotaban imperiosamente las calles de nuestra apa­cible ciudad, bien valía la pena detenerse en aquel hom bre enferm o, m odestam ente vestido, ese día, de liqui-liqui blanco, negro sombrero borsalino y anteojos oscuros que era una de las m ayores glorias regionales. Representaba las letras, el desinterés de la C ultura, en una sociedad que además de padecer a los régulos gomecistas, no tenía otras preocupa­ciones que la form ularia m isa dominical, los terro­ríficos sermones del Padre José C lem ente M ejía describiendo por milésima vez las penas del in fier­no, y el negocio de fru to s menores, muías de silla, bueyes y burros para el trabajo del campo, en los ruidosos mercados del día lunes. Esa M érida de m i infancia olía a la vez a naranjas de la O tra-Banda, a m u y tropicales guanábanas y caim itos de las ve­gas de E jido , a pasto verde de los potreros aldeanos y a incienso m ístico del que se elevaba continua­m ente en las d iez iglesias de la pequeña ciudad.

Y la leyenda de Picón Febres en una sociedad com o aquélla — era en 191 8— , la m ism a sociedad que había pin tado en " Fidelio” veinticinco años antes, se configuraba de m u y varios episodios y circunstancias. Primero, que después de haber lle­vado una ju ven tu d brillante ( viajó por Europa, fué M inistro de Relaciones Interiores; C ónsul Ge­neral en N ueva Y o r k ) , hubiera renunciado en el otoño de su vida a toda ostentoso figuración y vuel­to a la provincia a encerrarse en la añosa casa que

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habitaban sus hermanas viudas y solteras. Ahora, no tenía trato con nadie; no se le veía en m atrim o­nios y velatorios, no iba a felicitar al Presidente del Estado cada 19 de diciembre, aniversario de la "Rehabilitación" y pasaba todo el día en su escri­torio, llenando cuartillas. Porque todo eso era des­usado para el vivir provincial, los m ism os m ucha­chos del Colegio fu im os más de una vez a espiarlo, cerca de su casa. Era un primero y tácito homenaje a la Literatura que para nosotros parecía más glo­riosa e inaccesible que las canos picachos de la sierra de Mérida. Pero las grandes ventanas, acora­zadas de altas y m u y tejidas celosías, no permitían sorprenderlo en su gabinete de Doctor Fausto. A p e­nas, cuando entraba el repartidor de pan o una de esas vendedoras de "granjerias” que recorren las aceras de Mérida, se abría la romanilla del ante­portón dejando ver — como en todas las casas an­dinas— . el claustral corredor de pilares enjalbega­dos, las matas de geranios y hortensias, y la pila del patio por donde rueda un agua soñolienta. O tros decían — lo recuerda el poeta H um berto Tejera en su novela "Las aquilas blancas" — que ciertas noches, corroído de misantropía, Picón Pe­bres vagaba com o un fantasma por las más en­m ontadas callejuelas, se bebía unas copas para liberarse de su angustia y terminaba apostrofando, en casi blasfemo m onólogo, el convencionalismo y el tedio de la existencia provinciana. A lg o que se frustró en su vida — y que debemos explicar— fué

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12 GONZALO PICON-FEBRESacaso la causa de tan melancólico estado de espíritu.

Contaban, tam bién, en ¡a ciudad, que cuando el centenario de la Independencia en 191 1, Picón Febres fué llamado a Caracas para que pronunciara uno de los discursos oficiales de las ceremonias. La oratoria (de acuerdo con los cánones del siglo X IX ) , conjugando su excelente v o z con su orgullosa apostura y la dinámica de los ademanes, era uno de sus acendrados ritos. Concluían y sonaban las frases de sus discursos con cadencia de endecasí­labos. Era m u y significativo que al form ular la lista de oradores del Centenario, G óm ez se acordase de Picón Febres, quien v iv ía casi a m il kilóm etros de distancia de la capital y d iez días de jornada, por las penosas rutas de entonces. U na distinción semejante casi implicaba que el sum o D ictador le ofreciese, después, un a lto cargo público. Pero el orador no supo halagarlo a la m edida que quería el gran m ayoral de Venezuela; al fin a l del discurso G óm ez le extendió una m ano díscola, y Picón Febres entendió que era preciso preparar las maletas de regreso. Fué a hundirse entonces — com o quien ya cortó todos los puentes— en el recato de la provincia.

M etida tampoco debió acogerle con m u y abierta hospitalidad. E n tan o rtodoxo y devoto ambiente — ■la fe merideña se parecía a la más acérrima einexorable de la C ontrarreforma española__ secensuraron siempre a Picón Febres unas páginas de su novela " Y a es hora" que la Curia encontró m u y

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poco piadosas. E n aquellos días, más que el pru­dente y elegante O bispo M onseñor Silva, era enér­gico director de las conciencias locales el agresivo Deán de la Catedral, Presbítero José .C lem ente M ejía. Cualquier pecadillo venial de tos escrupulo­sos vecinos merecía, para el sacerdote, sempiterna condenación. De creerle al Deán, incansable y casi cotidiano sermoneador en todas las ceremonias de Catedral, el diablo andaba suelto en Mérida, sem ­brando las más azufradas tentaciones. Com o un Savonarola autóctono condenaba el baile, las fies­tas de carnaval, y hasta la lectura de versos y novelas. A lgu na quema y expurgo de libros, casa de un viejo D octor que dejó al morir su biblioteca a la Universidad, fué animada por el rabioso celo del Canónigo. Y había dirigido, muchos años atrás, un periodiquito cuyo nombre era todo un desafian­te programa de resurección medieval. Se llamaba " E l C ruzado", y armado de la más colérica cata­pulta de la fe, aprestábase a lanzarse contra todos los endriagos y diabólicas engañifas de la civiliza­ción. A u nque había en Mérida algunos corrillos li­berales y desenfadados como el que un grupo de iró­nicos m ozos — estudiantes universitarios, poetas y escritores— m antenían cada tarde en las alegres gra­derías de la Plaza de San A g u stín , ni sus gromas y retruécanos (cierto burlesco poema de costumbres y tipos merideños que circuló en manuscrito anó­n im o ) , hubieran dism inuido la influencia del Deán en las almas pusilánimes. Picón Febres disfrutaba

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14 GONZALO PICON - FEBRESgratuita e in justam ente de una fam a de m edio he­reje, y sus libros no se pod ían poner en todas las m anos com o las de su risueño y apacible contem po­ráneo, don Tu lio Febres Cordero. E l escritor soli­tario iba, pues, a romperse la cabeza contra un ambiente que casi le era gélido y hostil. Hablaban del novelista las almas demasiado devotas, envo l­viendo su reticencia en una montañesa "garúa” de murmuración.

Es una de las tantas paradojas de M érida. Com o centro universitario albergó siempre gentes de toda la República que a llí leyeron y discutieron libros y partieron a audaces empresas de C ultura; la be­lleza del paisaje y el sosiego m editador engendraba poetas y fin o s espíritus contem plativos, pero la organización demasiado oligárquica de la sociedad hacía que las gentes trataran de esconder su talento como un m orboso secreto. Y acaso los merideños hem os querido más a M érida porque siempre su ­fr im os el recelo de su anticuado estilo de vida. Mas, en esta amargura otoña l de Picón Febres, hay otro m isterio de índole literaria, que provoca es­clarecer.

EL E S C R IT O R A D E STIEM PO

Nacido en M érida en 186 0 y m uerto en la isla de Curazao en 1918, el autor de " E l sargento Fe­lipe ya tem a trein ta y cinco años cuando se inicia en Venezuela el m ovim ien to modernista, signo de-

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terminante de la Literatura venezolana entre 1895 y 1902. E s decir que su prosa y preocupaciones espirituales serán m u y diversas a las de los mas eminentes escritores del M odernism o, como M anuel D íaz Rodríguez, R u fin o Blanco-Fom bona, Pedro Em ilio Coll. Estos insisten en su francesismo y cosm opolitism o, mientras que Picón Pebres se conserva raizalmente español del siglo XIX . T a m ­poco puede identificarse con las viejas generacio­nes — románticas, académicas o neoclásicas— que todavía vivían, como las de Eduardo Blanco, Julio Calcaño, Felipe Tejera. De ellas también le separa­ba la concepción melodramática de la vida que fue característica de nuestro R om anticism o de tierra ca­liente, o por el contrario el acartonamiento purista, lo que don Am enodoro Urdaneta llamaba "el idea­lismo en el arte", en que cayeron otros escritores por liberarse del frenesí. Entre los románticos, los académicos y los modernistas hubo una generación intermedia — a la que pertenece más cronológica que espiritualmente Picón Febres— : la de los po ­sitivistas como L isandro Alvarado, José G il For- tou l o L u is López-M éndez cuyo problema n o fué tanto el cambio en los estilos o las form as artísti­cas, como el aporte de un nuevo repertorio de ideas sociológicas o científicas, para orientar de o tro ¡ do las comunes preocupaciones dt& Sjpa+tíerx lana. E llos estudiaron id io m w ^ í ío d e m ^ i{ Í ^ lé s , francés y alemán, e hicieron ¿e^u¡^áí>8fa,lit£

i instrum ento polémico paLñintetpretáF^la ;

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dad histórica y social del país. Agregan al Libera­lism o, constante de la m u y perfilada tradición laica del intelecto venezolano, algunos elementos científicos que de acuerdo con las ilusiones de la época harían de la H istoria o la Política un m un d o regido por leyes, combinaciones y determinaciones análogos a las que rigen la Ciencia natural. Picón tebres escribirá sus prim eros libros en los días en que aparecen obras tan significativas para el pen­sam iento venezolano com o "Ju liá n " , "Pasiones", "M osaico de política y literatura", " E l hom bre y la historia". Pero sólo la cronología f ija una con­tigüidad entre él y los positivistas. E n aquella ge­neración de la década del 80 es el literato puro; el que no quiere llevar a otras órbitas, fuera de la fic ­ción, la oratoria y la crítica literaria, su mensaje verbal. A u n en el campo novelesco lim ita sus cam­bios a aquellos que, bajo la influencia francesa, ya castellanizaba doña Em ilia Pardo Bazán en sus no ­velas y libros de polémica com o " L a cuestión pal­p itan te". T o das las form as del siglo X IX hispano que ya com enzaban a desmoronarse hacia 1890: la oratoria a lo Castelar, el realismo a lo Pereda, el lim itado naturalismo que doña E m ilia Pardo Ba­zán recogió en sus expediciones a la literatura fran­cesa, configuran aún el tem peram ento y la obra de Picón Pebres. Y ciertas influencias hispano-ame- ricanas, tan varias y d istin tas com o la del M on- ta lvo de " L o s siete tratados" y "L as catilinarias" — de quien a veces tom a el párrafo caudaloso y

GONZALO PICON -FEBRES

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EL SARGENTO FELIPE 17el adjetivo añejo— y la del Isaacs de “M aría”, ver­dadero padre de la novela regionalista en todo el C ontinente.

E sto hace del autor de “Fidelia” y de ‘‘E l sar­gento Felipe” un hom bre de frontera, suerte de es­critor a destiempo, que continuam ente rompe lanzas contra los hom bres de la vieja generación, pero que tam poco se siente a gusto en la que le sigue. S i se in ­digna contra los viejos escritores, pontífices de Aca­demia, como don Ju lio Calcaño a quien parece en­dilgar el terrible panfleto “A un escribidor senil”, no alcanza tampoco a medir con toda ecuanimidad la importancia del M odernism o. S i ha elogiado alguna vez a D ía z Rodríguez y Blanco-Fombona, no deja de ponerles reparos. Y sus prejuicios contra los modernistas, se expresan, a veces, en destempla­dos juicios sobre Rubén Darío. E n m uchos poemas de éste, encuentra “palabrería tonta , frivolidad m u n ­dana, apariencia engañadora, en form as literarias de comercio, y de comercio buhonero” (Apuntaciones críticas, pág. 76) . O tra vez, por la poesía ‘‘L o s b u ­rritos”, llama a Leopoldo Lugones “antropófago del arte” y en extensa epístola a M anuel Ugarte desfoga su disentim iento de tos poetas y escritores de la es­cuela. O bien alabando una obra de R . L ó p ez Ba- ralt, lanza una hom ilía contra el estilo de la época:

"E s probable que atguien ría por ahí — después que lea este libro— de tas afirmaciones que acabo de exponer, por­que la literatura que encierran las páginas que siguen, quizás, y sin quizás, no está de moda. Se usa en lo presente por

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18 GONZALO PICON -FEBRESalgunos, que, no por todos los que escriben, cierta literatura quintaesenciada que habla mucho y dice poco, quei exagera los afectos, que traduce las pasiones en forma inverosímil, que no pinta la realidad como es sino extraña y relamida, que abusa de la hipérbole a fin de que resulte más brillante el efectismo, qu$ amontona las palabras y las cláusulas de co­lor subido para vestir y engalanar pocas ideas" (Apuntacio­nes críticas, pág. 2 0 7 ) .

Q uizás este choque con la nueva escuela que tr iu n ­faba a pesar de su sarcasmo, y el sentim iento de que, por la preponderancia de aquélla, el país n o re­conocía cuanto h izo por el crédito de nuestras le­tras, acendraron la soledad m isantrópica de los ú lti­mos años de Picón Febres. O tros de sus coetáneos, com o G il F ortou l y Lisandro Alvarado, supieron armonizarse y convivir con las generaciones siguien­tes. E n un m edio literario tan pequeño como era el nuestro, “L a literatura venezolana en el siglo X I X " de Picón Febres, se destaca por su ruda franqueza crítica. Censura con libre desenfado a sus contem ­poráneos. N o era, precisamente, hom bre manso y calculador. A veces grita, zahiere y se siente acosado y perseguido. E l batallador que no pudo seguir cumpliendo cargos y funciones brillantes, lo subli­m a en belicosas páginas de crítica y de historia per­sonal. Era su rebeldía y a lzam iento , desde el tintero. L a v o z en el desierto de m uchos letrados preteridos como él, en la languidez espiritual de los días de Juan Vicente G óm ez.

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EL SARGENTO FELIPE 19

PIC ÓN FEBRES Y L A N O V E L A RE A L IS T A - RE G IO N A L IS T A

N in g ú n crítico se ha detenido bien en una de las extrañas anomalías de la Literatura hispano­americana, y m u y concretamente de la venezolana, en el siglo X I X . Es el cerrado m uro de " tabús” so­ciales, morales y políticos que comprimen la obra del escritor. A u n q u e leyeran con provecho a los autores franceses, canon estético de la época, la im i­tación o ejemplo que tom aron de ellos, iba hasta el lím ite en que tropezaban con las inexpugnables convenciones de la sociedad criolla. Curiosamente el Rom anticism o coincide en Venezuela con los días m ás brutales y violentos de guerra civil; se actuaba y hablaba con furor en el campamento que era el país durante las luchas de la Federación, pero los poetas románticos nos ofrecían, por contraste, un m undo irreal de ángeles y pasiones puras. Sólo tos periodistas políticos — como Juan V icente G on­zález— eran capaces de interpretar la ira de la época. S i la Literatura fuese siempre un documento social, la imagen de Venezuela entonces, a través de la poesía, sería un angélico país de trovadores enamorados y de fidelísimas mujeres que les aguar­dan en un imaginario castillo. Los costumbristas reaccionaron en su arte m enor y a veces de m odo tosco contra semejante vaguedad, y preparan así el camino al realismo novelesco que se advierte al

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20 GONZALO PICON-FEBRES

fin a l de la década de 1880. E m pieza a liquidarse una Literatura de á lbum y flores disecadas, de leve céfiro y de suspiros. Las cosas venezolanas pedían ya que se las definiera por sus nombres.

D igo “realismo” y no “naturalismo”, porque a pesar de la influencia de Zo la, tan palpable en aque­llos días, el escritor criollo nunca dispone de la desenfadada libertad de los “naturalistas” france­ses. Se m antiene en una zona intermedia en que si aplica el m inucioso m étodo zolesco a la descripción de algunos ambientes, teme todo lo que contraría la moral com ún. E n las letras hispano-americanas una novela como “M aría” de Jorge Isaacs había llevado a su clím ax los ú ltim os vapores seráficos del R o ­m anticism o, pero al m ism o tiem po, y frente a la idealización de los personajes, f ijó la realidad pai­sajística y costum brista con cuidadoso esmero. Si M aría y E fra ím eran demasiado angélicos para pe­regrinar en la tierra, los frutos, los árboles, los animales de aquel encantado valle del Cauca pare­cían demasiado vivientes. Y un poco de ese com pro­m iso bastardo entre el realismo del am biente y la idealización de tos seres em pezó a surgir en la n o ­vela criollista. E n “Peonía” de Romeragarcía, p u b li­cada en 189 0 , observamos el abierto contraste entre la rudeza am biental, la violencia de los personajes secundarios y el carácter idealizado de los principa­les protagonistas. Obra híbrida en que se conjugan desigualmente lo novelesco, lo periodístico, lo so­ciológico.

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EL SARGENTO FELIPE 21H om bre de más acendrada Cultura, Picón Febres

ofrece en “ Fidelio” (1 8 9 3 ) la primera novela bien compuesta del realismo venezolano. Y a sé que en un trabajo reciente el Padre Barnola exige tal pri­macía para “Zárate” de Eduardo Blanco, pero como novelista el glorioso autor de “Venezuela heroica” no supo arm onizar bien lo verosímil y lo melodra­mático. E l enredo folletinesco — residuo de sus lec­turas románticas— complica con arbitraria proliji­dad la marcha de aquella novela. Pues el valor y tam bién las limitaciones del realismo literario estri­ban en que la acción novelesca transcurra en una zona norm al y com ún para que los lectores reconoz­can ta verosim ilitud de la novela. Pocos libros de entonces cum plen semejante requisito como Fide­lio”. He aquí una obra absolutamente coetánea de las costumbres y psicología provincial venezolana en los días del 90 . E s curioso que pensando acaso en ta “Ger m in ie Lacerteux” de G oncourt, la pro­tagonista de “Fidelia” es una criada doméstica', la primera que entra con su vestido y sus amores hum ildes en el ornamentado campo de la ficción venezolana. Claro que la influencia — si la hubo de “Germinie Lacerteux” se queda en la sim ilitud y mediocridad de oficios, porque la fórm ula no ­velesca de Picón Febres no alcanza la audacia ana­lítica de los franceses. E l interés de la novela no radica en su materia extraordinaria y sus lances agitados como en “Zárate”, sino que presenta, mas bien, un cum plido reportaje del pequeño m undo de

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22 GONZALO PICON - FEBRESrutina y ordinarias pasiones de una pequeña ciudad provincial venezolana a fines del siglo X I X . G oza el autor en el inventario m inucioso de ciertos am bien­tes populares, com o en la detallada descripción de la pulpería criolla que abarca casi todo el capítulo noveno.

L a trama no puede ser más co m ú n : los amoríos y rapto de Fidelia, criada en la beatífica casa del Padre To rrijos , por el D octor Sánchez A zu ero, joven y ambicioso D on Juan de la política provin ­ciana, para quien tener una am ante m ás es signo de altiva hom bría como el revólver que desenfunda en las querellas locales o los gallos de pelea que exhibe en las ferias. Y la crónica trancurre entre los enredos políticos de la provincia en vísperas de elecciones, que habrán de terminar en típica “revo- lucioncita” con la m uerte del com bativo Sánchez A zu ero y la desolación de Fidelia, D id o de una ciudad incendiada. L a división entre " la gente de arriba” y la “gente de abajo” condiciona, asim ismo, la política vernácula y f ija el marco en que se m ue­ven los caracteres.

E n “Fidelia”, libro h o y in justam ente olvidado ( apenas existe la rarísima edición de Curazao, L i ­brería de A . Bethencourt e hijos, 1 8 9 3 ) , form a Picón Febres su geografía literaria, la sum a de peculiaridades de am biente que después veremos re­petirse en “Y a es hora” y “E l sargento Felipe”. Singular gusto por los m odism os, refranes y defor­maciones del lenguaje vernáculo que le inspirarán

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en la m adurez aquella amable investigación de su "L ibro raro", ya exhibe en esta primera novela.Y sería la más atractiva y lograda del escritor m en- deño, si por otros m otivos no la hubiera opacado y quitado audiencia la más popular de sus creaciones novelescas, “E l sargento Felipe".

EL SARGENTO FELIPE 23

E L S A R G E N T O FELIPE

"E l Sargento Felipe" faé la más difundida de todas sus obras de ficción. Desde 1897 se pub li­caron en "E l C ojo Ilustrado" algunos capítulos de la novela con los excelentes grabados con que la ilus­tró el lápiz ya agónico, vencido de la enfermedad, de A rtu ro Michelena. Y este encuentro del pin tor y del escritor ilum inando aquellas páginas criollas parecía un hom enaje desgarrado de la inteligencia venezolana al pobre pueblo nuestro, víctim a de toda injusticia, en el personaje arquetípico que es "E l Sargento Felipe". Después de nuestras asoladoras guerras civiles, con las alpargatas rotas, la sucia camisa de liencillo, el escapulario de la V irgen que no los socorrió y el "cacho" para beber agua, de vuelta de la hum illan te recluta, m uchos Sargentos Felipes, ya sin hogar n i fam ilia, recorrían todos lo caminos de Venezuela. Los hom bres de los paramos vagaban por la llanura; los del llano temblaban de frío en las sierras.

Forma parte el libro de aquel ciclo de obras de

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2 4 GONZALO PICON - FEBREScrítica y proceso de la dictadura guzm ancista, tema que surge con cívico brío en las letras venezola­nas después que la República se libera del agobiador paternalismo del gran caudillo. S i una personalidad como la de G uzm án Blanco puso un poco de orden y previsión material en el caos del país después de la Federación, si creó algún progreso de edificios, muelles, caminos y escuelas y m ayor refinamiento en las costumbres; si quiso “civilizam os” como Pedro el Grande a los rusos, ahogó tam bién todo germen de libertad política; asumió sobre tas leyes y las instituciones la representación más abusiva del Estado. A l caer su dictadura, Venezuela estaba como u n h ijo m enor que quiere librarse de la más opresora tutela. A q uella generación de la década del 80 tenía que em pezar a pensar por sí m isma, pues durante más de veinte años G uzm án Blanco y sus aúlicos absorbieron todas las iniciativas venezola­nas. Y el sólo papel consentido a los intelectuales fué glosar con música panegírica y adjetivos deto­nantes las ideas y caprichos del “Ilustre”. E l vivo contraste entre las leyes escritas, que se gloriaban de ser m u y liberales, y la realidad despótica, fué tema de estudio para los escritores de la época com o Lu is L ó pez-M éndez, N icomedes Zutoaga, José G il For- toul. U na obra política com o “Personalismo y le- galismo” de M u ñ o z-T éb a r constitu yó la denuncia e inventario candente de esta paradoja institucional de la vida venezolana. L o s doctores de los C ongre­sos hacían m u y bonitas leyes, pero los régulos ar-

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m ados del G uzm ancism o las deformaron o inter­pretaron a su guisa.

A u n q u e no es sociólogo — como sus otros com ­pañeros de generación— , Picón Febres hace de su libro la epopeya doliente de la recluta. M uchos años de verboso L iberalismo no habían abolido para entonces tan envilecedora form a de esclavitud h u ­mana. Dedica la novela “al honrado y laborioso pueblo de Venezuela, verdadera víctim a de nuestras guerras civiles” . Y narra con técnica que podríamos llamar “lineal” la historia de Felipe, el buen labra­dor, lanzado de su conuco por la ferocidad de la conscripción. Para que los señores de la guerra con­quistaran o se jugaran el poder en la aventura de los alzamientos, los campesinos eran atraillados como bestias y empujados a combatir en suelos le­janos por los caudillos que desconocían. L o s campos quedaban sin brazos; las tierras se enm ontan o endurecen como rastrojos, tas muchachas del conuco pasan a ser las siervos o amantes del latifundista, mientras el conuquero cumple su tiem po de forzado servicio. Tornará Felipe a sus campos de Maraure a contem plar la heredad hecha escombros, la mujer muerta, la hija en el serrallo del gamonal. Se tira al barranco como esas bestias demasiado enfermas que no soportan más sus llagas y magulladuras. Y en el terrible ciclo de la vida rural, así como llegan los aguaceros, la sequía, tas bandadas de ávidos pericos, otros Felipes volverán a dejar. su tierra y sus hijos, cuando en cualquiera región de Venezuela un caudi-

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26 GONZALO PICON - FEBRESlio imperioso dispare los primeros fusilazos de otra guerra civil. Sencilla historia arquetipica que para ser contada no requería mucha imaginación, porque era la de la tribu labriego durante los largos años de discordia y furor. Pero com o en “L a cabaña del tío T o m ” en las letras norteamericanas, el m érito del libro no estribaba tan to en la fuerza de su in ­vención com o en su capacidad de denuncia. (Se ha dicho que estas novelas, a diferencia de las europeas, producto de países m ás estratificados y seguros, sue­len sacrificar la fantasía al alegato político o al esti- m onio histórico. Y dentro de tal corriente, “E l sargento Felipe” parece enseñar a los historiadores cómo vivía y cóm o sufría el campesino venezolano hace sesenta años) .

L a técnica lineal de estos libros, que deben term i­nar en catástrofe o desenlace patético, contrapone un primer estado de seguridad o dicha de los prota­gonistas con la violencia o el horror que deben sufrir después. Y semejante antítesis es palpable en “E l Sargento Felipe”. L a paz en que v ive la fam ilia en los capítulos iniciales de la novela es bruscamen­te sustituida por la presencia imprevisible de la ad­versidad. E l destino de los seres se condiciona por la torm enta que viene de fuera. C om o dice el refrán mexicano “el rem olino los alevantó”. Sus almas son impotentes ante la presión de las cosas. Y tam bién el carácter bondadoso, quizás pin tado de una m ane­ra demasiado esquemática, de los tipos rurales como Felipe, Gertrudis, Encarnación, contrasta con la

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perversa sensualidad del rico propietario don Ja­cinto o con la palabra chismosa e intrigante del Padre Ra ld íriz, cura del imaginario pueblo de M a- raure. E l usual tópico de la “pureza” de las gentes del campo y la corrupción de las de la ciudad, del “menosprecio de corte” y “alabanza de aldea” fuer­za un poco los ambientes y el alma de los personajes para destacar la tesis.

M ucho ha cambiado la novela venezolana en las casi seis décadas que ya nos separan de “E l sargento Felipe”. M ás allá de la p in tura objetiva de las cosas, se logró — desde el M odernism o— m ayor a tm ós­fera poética; un párrafo más corto, conciso, im ­presionista reemplaza a la prosa un tanto oratoria del siglo X I X ; al simple testim onio o denuncia de una realidad social, se agregó — como en “D oña Bárbara” — el sím bolo que trasciende del retrato físico o del inventario y enumeración, tan gratos a nuestros primeros realistas. A los colores uniform es que se proyectan sobre los personajes en aquellas novelas y al juego elemental de contrastes entre los buenos y los malos, la doncella pura y el D on Juan lujurioso, se opuso m ayor veracidad psicológica, se degradaron o fundieron los colores para reflejar el m isterioso claroscuro de la vida. E n nuestra prosa relatista ya el hom bre venezolano — aunque se llame “Juan el veguero”— parece más complejo que en los días de Picón Febres y Romerogarcía. E l estilo de la novela — en Gallegos, en Teresa de la Parra, en Uslar Pietri, en D ía z Sánchez— se ha

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28 GONZALO PICON -FEBRESdiferenciado bien del periodismo y la oratoria que aun penetraba en nuestros novelistas de 1890. Pero estos cambios progresivos en el arte del relato no le quitan a un hom bre como G onzalo Picón Febres su puesto de adelantado de la novelística venezo­lana; la gran novedad que en contraste con el ro­m anticism o y m elodram atism o de los escritores pre­cedentes tuvieron obras tan honradas como ‘‘F i­delio.” , “Y a es hora” y “E l sargento Felipe”. D e es­tos cambios, enm iendas y nuevos estilos de mirar que trae cada generación se hace precisamente la historia literaria. Y ahora que nuevas form as eco­nómicas y corrientes culturales m odificaron el cauce de nuestra vida histórica podem os leer aquellos libros como indispensable testim onio e ilu m ina­ción de una época.

Y M érida, donde padeció tantos años de soledad y preterición m i lejano pariente, ya ha sabido honrarle com o a uno de sus h ijos más ilustres. U na arbolada avenida que m ira a los gélidos p i­cachos de la Sierra, bajo cuya som bra benévola van a pasear y leer los estudiantes, y un retrato en la U niversidad que le presenta con aquel im perio­so garbo de orador que lucía en sus mejores m o ­m entos, recuerdan el nom bre de G onzalo Picón Febres. A u n q u e él nunca lo d ijo — porque dis­frazaba de inventadas toponim ias la localización de sus novelas— el paisaje rural de los aledaños de M érida con sus cafetos, guamos y pomarrosos; con la pu lcritu d de sus blanqueadas casitas cam­

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pesinas donde nunca fa ltan flores y mesa de "p u n ­tal" para el huésped; con la sabrosa habla arcaica de sus labriegos, tan corteses, vive siempre en sus libros. Fué con T u lio Febres Cordero uno de los primeros escritores que incorporó nuestro peculiar m undo m ontañés a la geografía imaginativa de la literatura venezolana. V ia jo a una comarca per­dida y reminiscente que se aproxim a a la de m i infancia, releyendo sus novelas. Y por el fuerte^ aire regional de sus tipos, me imagino que conocí en ferias, mercados y fiestas de iglesia a gentes que se parecían a Fidelia, al Doctor Sánchez Azuero, a Felipe, a D on Jacinto, a Gertrudis, Encarnación, M ayita , el D octor M orías o el General O sono; figuras que a tanta distancia nos explican la sen­sibilidad y caracterología del país en la época de nuestros padres y abuelos.

M a r ia n o P ic ó n -Sa l a s

EL SARGENTO FELIPE

Caracas: noviembre de 1955.

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A l honrado y laborioso pueblo de Venezuela — verdadera victima de

G o n z a l o P ic ó n F e b r e s .

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I

E n cuanto el alba comenzaba a deshojar sus frescas rosas en las puertas del Oriente, Felipe se incorporaba en la tro je de maporas que le servía de lecho, rezaba con fervor sus oraciones de cos­tum bre, se levantaba con gran prisa, se am arraba el cuchillo de m onte en la cintura, se encasquetaba el gran sombrero de cogollo, y no sin llam ar antes a G ertrudis su m ujer y a su hija Encarnación, se salía al patiecito de la casa, en cuyo pintoresco al­rededor desplegaba el p latanal los pabellones ver- deoscuros de sus hojas, blanqueaban los naranjos con su gran florecimiento de azahares, cacareaban las gallinas siguiéndole las huellas al gallo rubicun­do, bram aban fuertemente los becerros p o r la ausen­cia de las vacas, y corría con ronco estruendo la quebrada por debajo de las enormes hojas del f ib ro ­so m alangá.E n cuanto lo veían apun tar en el marco de la puerta, los perros corrían a encontrarle, y dando saltos de alegría verdadera, y poniéndole las patas en el pecho, y agitando la cola vertiginosa­m ente, le llenaban de caricias. Felipe se los quitaba

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de encima con una m anotada, con un form idable pun tap ié o con una interjección harto sonora, y se dirigía resueltamente a la quebrada. Po n ía el som ­brero en una piedra, se hincaba sobre el césped de la orilla, se lavaba la cara hasta ponérsela encendida con la frialdad del agua, y m etía la cabeza con de­licia b a jo el chorro cristalino. A quella operación duraba cerca de diez m inutos, al cabo de los cuales se volvía a la casita seguido de los perros retozones, y se enjuagaba el rostro con un pedazo de liencillo que guindaba de u na cuerda en el angosto corredor, desem peñando allí el a lto encargo de toalla.

Luego tom aba po r el sendero abierto entre matas de guinea lustrosas como seda, y salía hasta el tra n ­quero, cuyos palos, alisados por el frecuente m ano­seo y humedecidos p o r el sereno de la friolenta m a­drugada, descorría poco a poco. A rro jand o raudales de vapores p o r las narices húm edas, lleno el pelaje de cadillos y lustrosas garrapatas, brillantes los oja- zos de cariño m aternal, con la cabeza soberbiamente erguida, m irando a todos lados con el ansia de des­cubrir los becerrillos y henchida de leche la son­rosada ubre, las tres vacas entraban allí m ismo al pasitrote. D etrás de ellas regresaba Felipe, y al m irarlas tan gallardas, tan bonitas, tan redondas de gordura, el corazón se le ensanchaba de satis­facción dulcísima, las palabras cariñosas se le es­capaban de la boca, y charloteando sonreído con las espléndidas m atronas, las am arraba de las p a ­tas traseras contra u n palo, las palm eaba en las

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EL SARGENTO FELIPE 35ancas con estrépito, y soltaba incontinenti uno a uno a los nerviosos becerrillos, que se pegaban de las ubres con tal fuerza y decisión, que en breve los chorros de la leche se les salían provocativos por los lados del hocico. A poco Felipe les enajena­ba el gran deleite, y tom ando la enormísima to tu ­ma, e inclinando la rodilla en tierra, comenzaba el repiqueteo delicioso del ordeño, a tiempo que la boca se le aguaba de placer. C ruzándose caían los dos chorros en la vasija form idable, y la espuma iba creciendo, blanca como la nieve intacta, refle­jando en sus burbu jas los esplendores de la vivida m añana, incitando el apetito del am arrado recental y dejándose trocar en gorda nata por el frío. C uan­do ya la to tum a se llenaba, la cogía Encarnación y la vaciaba en el gran cuenco donde debía cuajarse para convertirse en queso fresco y esponjoso, queso a propósito sin duda para regalar el gusto más exigente y descontentadizo.

Para entonces ya salía por la chimenea-ennegre­cida la colum na de hum o indicadora del fuego del hogar. E l cual ardía, devorando con sus lenguas de oro la chamiza retostada p o r el sol y cantando con su chisporroteo el h im no del trabajo , a tiempo que Gertrudis m olía sobre la piedra las arepas, que la m úcura silbaba sobre las topias del fogón, que el ga­to dorm ía arrellanado en el b lando cojín de la ceni­za, y que Encarnación iba y venía de la cocina al corredor, lavando escrupulosamente y acomodando en los rodetes de junco las jicaras redondas para ser­

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vir el desayuno. M ientras que estaba listo éste, Feli­pe se iba al cobertizo donde dorm ía el pollino m oro, y le echaba una brazada de guinea; daba una vuelta por la ancha corraliza donde g ruñían los m arranos, y les picaba el m alangá; se acercaba al frondosísim o naran jo donde rum iaba el to ro negro, y le daba su ración de ricos vastagos de p látano. V olvía entonces al corredor de la casita, y se sentaba m uy contento en el banco de m adera, con los pies em papados del rocío, dulcísim o de genio, salpicada la frente de su­dor. U n sol espléndido inflam aba las cumbres de los m ontes; un aire puro y oloroso a pim pollos nue- vecitos garruleaba entre los árboles; una alegría v i­brante y expansiva inundaba los espacios; una églo­ga sonora resonaba en lo pro fund o de las selvas, en la música del valle, en el a rpa de cuerdas cristalinas del cequión. A quello era la fiesta del follaje, el en­tusiasm o de la gran naturaleza, el espontáneo júbilo del pájaro y la fronda, del céfiro y el agua, del color y de la luz.

G ertrudis salía hasta la puerta de la cocina y llam aba a su esposo al desayuno. El laborioso campesino se acom odaba en un rincón sobre una tro je, y su m ujer le pon ía p o r delante la gran jicara de café arrellanada en su rodete, el p lato azul donde blanqueaba el requesón, una cazuela colm adita de sabroso revoltillo, y una redonda arepa que se dejaba comer sola p o r lo gustosa y blanda. Felipe devoraba el desayuno con apetito extraordinario, y salía m uy o rondo a recorrer la sementeras del

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EL SARGENTO FELIPE 37

conuco. Se com ponía éste de seis cuadras de terreno com pradas poco a poco a fuerza de economía y perseverancia, regadas p o r el cequión que bajaba de la cumbre, y sembradas todas ellas de café, sin que faltara p o r allí uno que o tro barbecho donde el m aíz recién p lantado ostentaba los penachos de sus hojas. Con am or como de padre, Felipe componía los cercados con esmero, reparaba las cercas de re­torcidos palitroques, desyerbaba los surcos donde el m onte crecía con lujuria, dejaba limpiecitas las callejuelas del café, colocaba un espantajo en los barbechos del m aíz y las verduras para asustar a los pericos, resembraba las m atas de continuo y reco­gía los frutos. A las doce regresaba con su azadón al hom bro, con los calzones arrollados, chorreando de sudor y silbando de alegría como el pájaro en la selva. El corazón no le cabía dentro del pecho.

Después del alm uerzo se sentaba a la puerta de la casa en el banco de madera, y se ponía a desgranar las mazorcas del m aíz, a fabricar alpargatas de co­cuiza, a tejer sombreros finos de cogollo, o a torcer gordos mecates. T o d o ello cuando aún no había lle­gado la cosecha de café, que le embargaba todo el tiempo, porque en cogerlo de las matas, descerezarlo en el cilindro, secarlo y conducirlo en el pollino a la hacienda de don Jacin to Sandoval para beneficiarlo, se le iba todo el día. A fortunadam ente, Gertrudis y Encarnación le ayudaban lo indecible en sus faenas, eran trabajadoras incansables, sabían aprovechar el tiem po con positivos resultados, y gastaban en ves­

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38 GONZALO PICON - FEBREStirse lo menos que pod ían . E ran ellas las que hacían de comer, las que cosían y aplanchaban, las que re­colectaban buena parte del café, y las que se ocupa­ban en otros menesteres necesarios cuando las horas alcanzaban para desempeñarlos.

A l anochecer com ían, y luego se sentaban a la puerta de la casa. Felipe cogía el cinco, y ras­gueándolo con sum a habilidad, arrancaba de las cuerdas sabrosos galerones. Los perros vigilaban entre tan to , g ruñ ían los m arranos en la repuesta corraleja, el to ro rum iaba lentam ente debajo del naranjo , el pollin o se h artaba de m alojo allá en el cobertizo, zum baba la quebrada con m onótono rum or entre las márgenes de rocas, los grillos chi­rriab an 'en contorno su penetrante cavatina, y E n ­carnación y G ertrudis, sentadas en el pretil del corredor, fum aban con deleite su tabaco. Com o a las siete y media se recogían a la salita, en cuya tapia fronteriza se destacaba el a lta r abigarrado como él solo, presidido p o r San Isid ro el labrador: delante de él se arrodillaban, y en seguida rezaban el rosario con fervoroso culto, encabezado por Fe­lipe. A las ocho se acostaban.

V estidos con la ropa dom inguera, los días de fiesta se d irig ían al cercano pueblecito de M araure, asiento de la m ejor y más bon ita iglesia parroquial que en aquella región se alza, porque, además de ser m uy nueva, tiene cúpula en el presbiterio, lujoso alta r de m árm ol, dos torrezuelas de mam postería, fro n tó n churrigueresco de lo m ism o y pú lp ito de

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madera tallada con prim or. E n M araure oían misa, visitaban a algunos conocidos, com praban en las pulperías lo que necesitaban durante la semana, y con la tarde, cuando ya el sol se ponía, regresaban al conuco, pero no sin echarse Felipe en la garganta alguno que o tro golpe de aguardiente. Los días de mercado, Felipe iba al pueblo de seguro, con el cargado pollino por delante, para vender los frutos que con prodigalidad maravillosa le ofrecían las sementeras. A horcajadas sobre el burro, cantando de alegría y pu n to menos que borracho, volvía con la noche convertido en una pascua, y en m anos de Gertrudis depositaba desde luego el estupendo p a ­ñuelo de m adrás, en cuyas pun tas venían amarrados los dineros de la venta. Gertrudis lo cogía con ojos ávidos, no sin d ar gracias a D ios desde lo ín tim o del alma, y en seguida lo guardaba en lo más h o n ­do del arcón, u n inm enso baúl de madera bien cu­rada — hasta de tres varas de largo y con tam añas cerraduras— donde la previsiva esposa depositaba sin remedio todo lo que en la casa tenía algún valor.

E llo es lo cierto que Felipe era feliz, porque además de que a nadie le debía n i un centavo, las escrituras de sus compras no tenían por donde echar­les zancadillas, su m ujer le quería m ucho y le ayudaba en todo, Encarnación se volvía loca por satisfacerle en las cosas más menudas, el vecindario le estimaba p o r su rara hom bría de bien, las se­

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40 GONZALO PICON - FEBRESmenteras le rendían como para guardar de sus p ro ­ductos un si es no es todos los años, y cada día que pasaba era más grande su esperanza de poder au ­m entar la propiedad que a fuerza de trabajo había logrado conseguir en el transcurso de los años. E n ­sanchar con otras cuadras el conuco, hacer de teja la cocina, casar m uy bien casada a Encarnación, obtener algunos o tros animales de servicio, porque el borrico y el nov illo no le alcanzaban para nada, y com prar una m uía de silla baratona, era el en ­sueño que en su alm a latía a todas horas con refulgente brillantez. Si la fo rtu na le soplaba, si D ios no le m andaba algún trastorno, si el café le seguía dand o com o en los años anteriores y si en muchos no había guerra en el país, el C risto de L a Pascua y San Isid ro el labrador perm itirían que él realizara sus deseos.

C uando salía a recorrer las sementeras; cuando echaba a cam inar p o r entre las frondosas arboledas del café; cuando se paraba largo rato a contem plar la prodigiosa lozanía con que el m aíz iba creciendo en los barbechos; cuando los racimos de p látanos solían arrancarle p o r lo hermosos una exclamación de júbilo , y percibía m uy o rond o la maciza redon­dez de los m arranos, y se hacía cargo de lo que le producían en quesos ya m uy solicitados los a b u n ­dantes ordeños de las vacas, no pod ía menos que sentirse satisfecho, darle gracias a D ios por sus p ró ­digas mercedes, y estimularse para perseverar en las faenas de su pequeña propiedad.

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I IFelipe solía ir a la ruidosa pulpería que se en­

contraba, a un tiro de fusil y en línea recta del conuco, a la vera del camino real. Era propiedad la pulpería de don Jacin to Sandoval; la asistía un mocetón de su confianza, y estaba situada en uno de los extremos de la hacienda de aquel rico p ro ­pietario. L a casa era de teja, con am plio corredor hacia el camino, pin tada de azul y enjalbegada. P o r su excelente situación, porque tenía de todo cuanto podía necesitarse en m ateria de bucólica, y además por las grandes simpatías de que gozaba don Jacin to , aquél venía a ser el sitio de jarana y de solaz de todos los campesinos de los alrededores; y allí se reunían con frecuencia, sobre todo los dom ingos por la noche, a conversar de los asuntos que pod ían interesarles. Que si la cosecha de café prom etía halagadores rendim ientos, a juzgar por la carga de las m atas; que si no hubiera sido por ellos, que le habían metido el hom bro com o para que no quedara duda, el puente del cercano río es­taría aún p o r colocarse, porque el gobierno no

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4 2 GONZALO PICON-FEBRESllegaba a preocuparse de las necesidades públicas, sino de atiborrarse los bolsillos, a tropellar a todo el m undo y hacer lo que ordenara el de Caracas, aunque fuera un desatino; que si al jefe de parro ­quia no le rem ovían p ro n to , era preciso derribarle a puntapiés y garrotazos, desde el m om ento en que, además de no servir para desempeñar el puesto, se las tom aba de anisado y arm aba cada bronca que se venía el cielo abajo ; que si al señor cura de M a- raure, o sea el padre Telésforo R ald íriz , no había que tenerle m ucha fe, desde luego que solía, en fuerza de su grande adm iración p o r la herm osura, hasta bailar, en las épocas de feria y de alegría, con las m uchachas de espléndido palm ito ; que si el m ism o do n Jac in to Sandoval (y esto lo m u r­m uraban so tto voce) cojeaba igualmente de ese pie, con la circunstancia agravante de que gozaba de grandes sim patías entre las chicas del lugar p o r­que era desprendido, enam orado y zalam ero; de todo eso se conversaba allí con ru ido, en ta n to que el pulpero, p o r lo m ucho que vendía en razón de la afluencia de la gente, no cabía en sí de gozo, silbaba como un p á jaro y repicaba las chancletas en el suelo.

O tras veces se tocaba el gu itarrillo y se can­taban coplas, a lternando en el diálogo de ellas doso tres de los más finos cantadores. Felipe se cogía la guitarra para él, p o r aclamación universal, y cruzándose de piernas sobre el m ostrador, y p o ­niéndose en tono con un trago, y arrollándose la

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manga de la derecha m ano para que no fuese a es­torbarle, se soltaba a desgranar cada sabroso golpe que unas veces daba ganas de llorar, y otras de en­tusiasmarse hasta dejar vacidas las botellas del ar­mario. Felipe era m aestro en eso de espontanearse con el cinco popular. Para los diferentes modos del rasgueo, para la suma habilidad con que movía los dedos en los trastes, para el conocimiento pleno de los tonos mayores con sus correspondientes rela­tivos en distintas posiciones, para la form a especial con que hacía quejar las cuerdas cuando el són era m uy triste o apenas melancólico, para todo tenía una fineza de artista consumado, y eran pocos los que p o r todo aquello se le pod ían igualar. Y des­pués que se tragueaba, y se iba entusiasm ando gra­dualm ente, y se adueñaba de él la inspiración a cau­sa de la influencia que en su ánimo ejercían los que cantaban . . . i qué prestigio el que cobraba en­tre sus m anos el m agnífico instrum ento! Es lo cierto que la gente se arracimaba en las dos puertas, que los que estaban dentro comenzaban a beber hasta embriagarse, que la alegría se apoderaba por completo de los ánimos, y que al fin , a causa del m enudear del aguardiente y de la susceptibilidad que da aún a los más blandos de carácter, se armaba la de D ios es C risto p o r la más leve pequeñez. Em pezaba la bronca p o r palabras descompuestas, y term inaba a puñetazo lim pio, cuando no a cu­chilladas.

H asta el p ropio don Jacin to , con ser lo que él

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4 4 GONZALO PICON - FEBRESera y darse la im portancia que se daba, concurría de vez en cuando a las ruidosas tertulias de la p u l­pería, y se dem ocratizaba unos asomos, con gran contentam iento , p o r supuesto, de los alegres cam­pesinos. Sin hacerles n ingú n asco, empinaba las copas que se atrevían a brindarle, metía la cuchara p o r lo fin o en sus conversaciones, repicaba u no que o tro b lando golpe en la guitarra, soltaba el voza­rrón para alternar con los copleros, y después de correrla en toda form a, iba a acostarse casi ebrio. N o está de más decir que tal conducta le captaba numerosas sim patías, y que p o r ella los campesinos le pon ían sobre las n iñas de los ojos.

Era don Jac in to un hom bre como de trein ta y cinco años de edad, soltero, de estatura antes alta que m ediana, buen m ozo como pocos, fortísim o de músculos y m uy blanco de color. T en ía negros los bigotes, negro el pelo ensortijado y negras las córneas de los ojos. Sus palabras poseían una d u l­zura que encantaba, y su carácter expansivo una manera especial para insinuarse en el ánim o de to ­dos. Pertenecía a u na de las fam ilias más d istingui­das de la ciudad cercana, y aunque su inteligencia no era m uy despierta y carecía en absoluto de cul­tivo, pesaba en la sociedad p o r sus posibles m one­tarios, p o r la finca que poseía y p o r el buen nom ­bre de que gozaba en todas partes. Fuera del dinero que tenía d istribu ido en la ciudad ganándole in te­rés, y del ganado que en núm ero crecido pastaba en sus potreros, y de los positivos rendim ientos

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EL SARGENTO FELIPE 45

que al trapiche le sacaba m oliendo todo el año, la hacienda le producía en café ochocientos quintales por cosecha. Jam ás había salido del terruño, a pe­sar de que podía verificarlo sin perjuicio de sus bienes, porque la ausencia del trabajo le hacía pa­decer, le llenaba de tristeza, le ponía de mal h u ­m or; y p o r lo que hace a la política de la localidad, la odiaba cordialmente, porque no veía en ella sino una lucha encarnizada de aspiraciones sórdidas, una exhibición perenne de adulaciones vergonzosas y un desfogue horrip ilante de las pasiones más ras­treras. A don Jac in to no le entraba en la cabeza que los hom bres que se llam aban honorables con una v oz m uy cam panuda, se arrastraran como cer­dos a los pies de un m andatario fantasm ón, que a lo m ejor del tiem po resultaba un vagabundo re­dom ado, y se escupiesen a la cara las injurias más atroces, por u n sueldo de cincuenta pesos.

— Eso da asco, mis amigos — solía decirles él a los que tal hacían sin pena alguna— . Que in tri­guen y se insulten por un sueldo los canallas, los que tienen perdida la vergüenza, los que no quie­ren trab a jar sino vivir del presupuesto, convenido, porque su condición es ésa; pero que ustedes, que la echan de Catones, y se llam an honorables, y tienen de qué viv ir holgadamente, y por lo mismo están en capacidad de hacer de la política algo serio y elevado, se m etan a vagabundos por el solo placer de embadurnarse, y autoricen las mayores indecen­cias, y se presten a desempeñar papeles sucios, e

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4 6 GONZALO PICON-FEBRES

in jurien y se dejen in ju ria r inicuam ente p o r con­seguir u n puesto público, es una inm oralidad de a f o l io . . . Para ustedes todo el m undo es un trasta jo ; pero ustedes nunca advierten las porque­rías que hacen, los desafueros que autorizan en nom bre de la pasión política, n i las adulaciones vergonzosas en que incurren con la m ayor frescura.

L a m ayor parte del año la pasaba don Jacin to allí en la hacienda, en donde no tenía más dis­tracción que cam inar p o r los alrededores enam o­rando a las m uchachas. E n tal sentido era hom bre sobremanera afortunado.

U na noche la pulpería estaba llena y la conver­sación giraba alrededor de la política. C ada cual iba diciendo lo que cargaba en el agaje, refiriéndose a lo que había escuchado en la ciudad, y aseguran­do que la guerra era cierta, si D ios no se m etía a remediarla.

— Y la verdá es que los godos — arrim ó un o con m ucho golpeteo— com o que no han de estarse quietos . . . Y o no me canso de aguaitarlos, pa ver si los apaño en alguna p icardía; y o m ucho me in- quívoco, o algo cargan por dentro del estómago . . .Y lo que es pelearlos, hay que pelearlos de verdá, porque si nó se nos enciman que da miedo.

— Pues eso serás tú — argüyó o tro en seguida— que te gusta meterte en esas vagam underías, en que los que salen ganando son los letraos y los jefes . . . P al infeliz soldado, papelón, baqueta y plom o . . . Y o, p o r lo que soy, m aldito si me avengo a m al-

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EL SARGENTO FELIPE 4 7

poner el cuero pa que cualquier badulaque se aproveche.

— Y ¿qué haces si te cogen?— Si pudieren, porque prim ero me les pierdo de

vista en un zan jón .— L o que saca uno con andar de farolero — dijo

pausadamente o tro que acababa de paladear con grosería cuatro dedos de anisado— es que lo sa­quen de viaje de un balazo, pa que en despues la m ujer y los h ijitos no tengan qué comer.

— Com padre, cada cual con el gusto que na­ció . . . Y como yo no cargo rabo a quien pueda hacerle falta, pues entiéndase conmigo . . . P a los hom bres como yo se h izo la guerra, porque a mí me sabe más u na emboscá que el amor a los quince

— ¡U yuyuy!— ¿Que no es verdá?— ¡Es que roncas que da risa!— Porque yo soy como los param os: ronco p o r­

que puedo.L a carcajada que estalló, al escucharse aquella

gran fanfarronada, fué general y escandalosa.— Según eso — interrum pió Felipe poniéndose

m uy serio— ¿es cierto lo que cargan por ahí desde el dom ingo?

— ¡Com o que si es verdá . . . ! Y de las que no dejan duda — aseguró el pulpero, descargando so­bre el m ostrador un form idable puñetazo . L o que debes tener como sabido es que Salazar anda

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48 GONZALO PICON-FEBRES

ya alzao en C arabobo, y que si no lo apagan p ro n ­to, entualito se prende la follisca en toda la R e­pública.

— Y decir que M atiítas — baladroneó el prim ero que había hablado— no es n ingú n palo de m ara­ca . . . C on quien tenem os que entendernos es con la culebra que le picó a San Pablo .

— Pues m alo, m is amigos, m alo — volvió a decir Felipe suspirando— . A río revuelto, ganancia de caimanes. Los que la llevamos perdida somos los que tenemos algo que perder. E n un m om ento se derram an por los campos las patrullas, y adiós, anim alitos de m i alm a. De sólo pensarlo se me en­gurruña el corazón.

— ¡O jalá fueran nom ás los animales! — voci­feró entonces el pulpero— . Es que se llevan hasta los trapos lim pios que uno com pra pa vestirse los dom ingos. Y eso sí que apesadum bra, com pañero: trab ajar uno todo el año, dob lan do el espinazo a sol y agua, pa que cuatro bandoleros lo dejen en la inopia en u n m om ento.

— Y ¿dices tú — le p regun tó o tro al pulpero— i que Salazar anda ya alzao en Carabobo?

— P o r lo menos eso afirm an en M araure.— Pues, mis amigos, yo no creo en la noticia

I .— contestó.— ¿P o r qué? — le interrogó el que la echaba de

entusiasta liberal desde el principio.— Po rq ue Salazar no es g o d o ; porque los godos

se acabaron en A pure, y porque tendrán que hacer

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EL SARGENTO FELIPE 49m ilagros p o r lo mismo pa que vuelvan a levantar cabeza . . . Y lo que son milagros, sólo Dios y el Santo C risto de L a Pascua.

— E so lo dices tú — argum entó el pulpero— porque cada quien no hace sino arrim ar la braza a su sardina . . . Pero escucha, pa que después con­verses con razón : es que cuentan po r ahí que Sa- lazar se ha pasao pa los godos, y que ellos, pa sal­varse del General G uzm án, lo han reconocido como jefe.

— Y ¿tú crees que Salazar es capaz de gritar vivan los godos?

— L o que yo creo — afirm ó entonces Felipe, para ratificar lo que antes había dicho— es que si vuelve a com enzar la guerra, nos llevan los demonios ca­mino de las pailas del infierno.

— N o hay que afligirse, amigo — m urm uróle en este p u n to el liberal, dándole golpecitos en la espalda con el grueso chaparro que traía— . Detrás de un cerro está un llano, y lo que nos parece una gran calamidá, casi siempre resulta lo mejor.

— Com padre — le replicó Felipe con mucho golpeteo en las palabras— si será lo que usté dice, y yo no se lo argum ento porque no soy adivino; pero experencia tengo que me sobra, y ella me ha enseñao en lo que paran estas cosas de la guerra.Y ¿sabe usté, m i amigo, en lo que paran? E n lle­narse el país de Generales m ucho más de lo que p o r desgracia está, Generales del cuartajo que todo se lo roban, que a tod o el m undo insultan , que

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por todo se insolentan cuando cargan el machete en la cin tura, y que a pesar de ser tan animales como yo, que lo soy pa que se vea, llegan p ron to a presidente, y hacen lo que les da la gana, y los letraos les adulan que da asco; y m ientras que nos­otros nos pasam os la vida trab ajan do pa ganar una miseria, ellos se hacen ricos en sólo cuatro días, y echan pierna a según como si fueran endeviduos prencipales, y son capaces de atropellar hasta al mesmo sursum corda . . . ¿Que qué? Pues mire, amigo, y desimule: Generalotes de esos hay que no saben escrebir, y h an llegao a diputaos . . . Conque dígame ahora si yo tendré razón pa que el alma se me ponga con la guerra como u n páram o de fría.

C on semejante parrafada, que resultó verdad como una casa toda ella, el liberal repuso:

__ R azón que le sobra tiene usté, y yo soy elprim ero en percatarla; pero, m i am igo, lo que hace carrera en esta tierra es el machete, y el n ingún asco pa ciertas picardías que yo sé . . . Andese usté con miedos, y ya verá com o lo llam an el v iejíto . . • C om padre, y a sé yo que los Generales so b ran ; pero es lo que usté dice: usté se cansa de trab ajar, y no pelecha; m ientras que ellos en u n m om ento se hacen ricos y se lo llevan tod o pa su casa.

U n a som bra de tristeza cayó sobre los ánimos de súbito, y nadie volvió a hablar. L os campesinos vaciaron el ú ltim o trago en la garganta, se fueron despidiendo unos de otros, y se alejaron en dis- tin tas direcciones.

5Q GONZALO PICON-PEBRES

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EL SARGENTO FELIPE 51T acitu rn o como m uy pocas veces en su vida, con

el alm a hecha pedazos y em bargado por una sen­sación indefinible, Felipe comenzó a cam inar m uy lentamente la vuelta de su casa. L a noche estaba hermosamente clara, u na de esas noches en que el cielo parece como barrido por la m ano de genios invisibles, en que el azul se m uestra como un p a ­bellón de terciopelo, en que las m ontañas tienen la solemne m ajestad de lo grandioso, en que la luna inunda con su raudal de oro vivo la tierra y los espacios infin itos, y en que los astros centellean como deslum bradoras piochas de brillantes. Soplaba fresco el céfiro, los árboles dialogaban entre sí no sé qué cosas misteriosas, el estruendo de las quebra­das se escuchaba más sonoro, y los perros de las cercanías salían a ladrar a los cercados del camino. A lo lejos se percibía el dejo triste de algún cinco, y tal que o tro arriero, silbando con agudeza pene­trante y restallando el m andador tras el arria de m uías perezosas, avanzaba poco a poco por el ca­m ino real.

Pensando en los horrores de la guerra, Felipe embocó la vereda de su casa, pasó el puente de dos vigas levantado sobre el río, subió el repecho que conducía hasta el tranquero, y cuando ya se dispo­nía a descorrer los palos, vió alejarse a toda prisa hacia la izquierda, saliendo del cercado del conuco, un bu lto blanco m uy parecido en la silueta a don Jacinto. E n breve tiem po el b u lto se perdió tras la arboleda, y Felipe se quedó como embargado

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po r no sé qué sensación inexplicable. Su alm a acabó de ennegrecerse con aquella visión rápida; una sos­pecha súbita se apoderó de él, y penetró en su casa de estam pía, desazonado, tem bloroso. Llegó a la sala, y G ertrudis dorm ía sobre u n banco. Llam óla a gritos, y la pobre m ujer despertó como azorada, restregándose los ojos, sin darse cuenta de que era Felipe el que le hablaba.

— ¿Desde cuándo estás ahí? — le d ijo éste con violencia.

— A lo sum o habré dorm ido media hora . . . Felipe, me sentía m uy cansada con el tra jín del día, y tuve que acostarme.

— Bueno, y Encarnación ¿por dónde anda?— A llí en el corredor debe de estar — volvió a

decir G ertrudis, levantándose asustada.— Es que no está — bram ó Felipe, con furor.Entonces la m uchacha, en trando a la sala de

im proviso, sudorosa y acezando, pregun tó :— ¿Qué quería?Felipe se la quedó m irando con penetrantes ojos,

y sacudiéndola con fuerza p o r los brazos, la in te ­rrogó fuera de sí:

— ¿P o r dónde andabas?__ P o r la cocina — contestó la m uchacha con

firmeza.— Y ¿cómo no estabas con tu madre?— E s que fu i a sentarm e allá, ju n to al fogón

ardiendo, po r el más calor que hace, y me quedé dorm ida.

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— Pero, m ujer, si vienes acezando.— ¡Ya lo creo! Porque al sentirle a usté, me

desperté de golpe y salí de barajuste.Encarnación contestaba con tal seguridad, que

Felipe se fué serenando poco a poco. Sin embargo, la sospecha no le dejaba estarse quieto, y el bu lto blanco que había v isto se acentuaba en su imagi­nación im presionada con los rasgos inequívocos de don Jac in to Sandoval.

Rezó el rosario y se acostó, pero no pudo dor­mir. L a excitación del aguardiente, las noticias cir­culantes de la guerra, la aparición del bulto , el te­m or de que su h ija hubiese cometido un disparate, le voltejeaban en la im aginación calenturienta sin darse p u n to alguno de reposo. Pero lo que más le hacía sufrir y cavilar era la guerra, porque podía perder con ella en pocos días tod o el dulce b ien­estar de que gozaba. Se figuraba que habían de reclutarle al enseriarse la nueva zalagarda, y el corazón se le apretaba de miedo y de tristeza.

¿A quién le dejaría encomendada su familia? ¿No pod ían suceder muchas cosas en su ausencia? ¿No iba a perderse la cosecha si él faltaba? U n pre­sentimiento horrible le estaba haciendo daño, y por más que se volteaba de un lado para otro , no lograba conciliar el sueño.

EL SARGENTO FELIPE 53

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I llQue tenía razón Felipe para pensar lo malo res­

pecto de su hija, era indudable, porque cuando aquella noche don Jacinto le vió entrar en la rui­dosa pulpería, salió de su escondite con cautela para que nadie fuera a conocerle, echó camino aba­jo, torció a la derecha para tomar el del conuco de Felipe, pasó el puente a la carrera, subió por el repecho a todo escape, llegó al cercado ahogándose, y disparó un silbido agudo.

Los perros comenzaron a ladrar desesperada­mente, con las mejores intenciones de lanzarse en actitud guerrera hacia el camino; pero de pronto exahalaron un gruñido doloroso, como si alguien les hubiese alumbrado un garrotazo. Luego se oyó entre las matas un rumor imperceptible, y Encar­nación apareció debajo de un arbusto de café.

Era la hija de Felipe una muchacha de ricas re­dondeces, de cara fresca y viva como un botón de rosa, con dos ojazos negros que centelleaban como soles, y con una zandunga en todo el cuerpo que cargaba a don Jacinto como loco. Sus facciones no

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eran finas, pero formaban un conjunto que agra­daba desde el primer momento: la expresión de su semblante tenía siempre una irradiación de alegría satisfecha: su boca sonreía para mostrar, al través de los labios encarnados, dos hileras de dientes limpiecitos y colocados con primor, y la hermosura de sus formas atraía con la resuelta gentileza de sus líneas. Su limpieza en el vestido y en el cuerpo era pulquérrima, y nunca andaba con los cabellos des­tejidos, sino peinados con esmero y trenzados en espléndida crineja que se le iba por la espalda co­mo una culebra de azabache. De los redondos bra­zos, de la nuca obscurecida por el vello, de la esbeltísima garganta, del relevado seno se le esca­paba un olor suave como de flores nuevas, un am­biente de vida que embriagaba, un destello virginal que deslumbraba los sentidos.

Cuando don Jacinto la vió aparecer, salvó en dos brincos el cercado y trató de estrecharla entre sus brazos con cariño: pero ella se escurrió con li­gereza, y le dejó plantado.

— ¿Por qué te escapas? — dijo él con ansiedad.— Porque no quiero sufrir más de lo que sufro.— N o tengas miedo, que a Felipe lo deje en la

pulpería.— Pero ya no dilata, don Jacinto, y si me en­

cuentra con usté, es capaz de matarme de la fu ­ria . . . Antes hago mucho con salir, y todavía usté no está contento.

— Y entonces ¿a qué vine?

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— A darme la alegría de mirarlo.— Pero no será mucha, cuando te muestras tan

arisca.Encarnación guardó silencio, agachó la cabeza

tristemente, exhaló un gran suspiro, y arrancando una hoja del arbusto de café, se puso a volverla picadillo con los dientes. Al cabo replicó con tem­bloroso acento:

— Si usté supiera lo que me está pasando, no me diría eso. Mire, yo no descanso hasta que usté no viene por la noche; paso el día en un desespero que me da ganas de llorar, y no hablo nada porque no me sale hablar ni esto.

— ¿Piensas mucho en mí?— Pienso y repienso como usté no se figura; y

cuando me acuesto, sueño con usté; y cuando estoy lavando en la quebrada, y cuando plancho allí en el corredor, y cuando salgo a la cogida del maíz, y cuando me siento a hilar, no se me quita usté del corazón.

— Y dime, ¿es que me quieres de verdad?— Pues si no lo quisiera, ¡qué plantada!, me

importaría muy poco que usté viniera o no viniera por aquí.

— Sin embargo, tú quieres a Matías mucho más.Encarnación levantó la cabeza con asombro,

porque aquello no pasaba de ser un disparate, y replicó:

— ¿A Matías? . . . Pobrecito, que lo que me da es lástima con é l . . . Es mi sombra, me sigue a to­

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das partes muriéndose por mí, me enrabia con las cosas que me dice, se desespera y llora, sin que yo pueda quererle, porque yo le quiero a usté.

Dicho lo cual, don Jacinto se avecinó al cercado, Encaramóse a él sin hacer bulla ninguna, y mi­rando a todos lados con fijeza escrutadora, volvió a bajar con mucho tiento para acercarse de nuevo a Encarnación.

— ¿No viene todavía? — le preguntó ella con afán.

— Ni la sombra — dijo él, bien por lo bajo— . Acércate, pues, y ya verás cómo tenemos tiempo de conversar muy largo.

— Es que el miedo no me deja.— Pues así estaremos siempre, Encarnación, y

yo nunca creeré que tú me quieres, sino que to ­do lo que hablas es mentira.

— Por desagradecido será que dice eso, pero no porque yo le dé motivo.

— Como en nada me complaces, yo tengo ra­zón para mostrarme quejoso de tu conducta in ­comprensible.

— Porque usté se figura lo que no es ni la sombra tan siquiera de lo que a una le sucede en lo muy hondo del pecho. Lo que me sobra es el cariño; pero ya ve que no se puede todo lo que se quiere, por más que el alma sufra.

— Si tú quisieras que habláramos muy largo habrías ido a casa desde cuándo.

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— Pero usté no tiene en cuenta que a mí no me dejan salir sola.

Poco a poco don Jacinto se fué acercando a E n ­carnación, y le cogió una mano al fin, sin que ella opusiera resistencia.

— Dime, ¿quieres que vuelva a conversar con­tigo mañana por la noche? — tartamudeó en se­guida.

— No, porque no puedo salir.— Y entonces, ¿cuándo?— D on Jacinto, yo no sé — contestó la mucha­

cha con tristeza.— Pero dame siquiera una esperanza.— Y ¿qué quiere que le diga? . . . Cuando se

pueda, y se acabó.De pronto sintieron acercarse los pasos de Felipe,

a la vez que el rumor que producía la fatiga de su respiración.

En cuanto pasó por frente a ellos, don Jacinto se lanzó hacia el cercado, fuese precipitadamente por la orilla del sendero, y en breve se ocultó tras la arboleda iluminada por la luna.

Muriéndose de miedo, con el espanto pintado en las facciones y con las manos frías, Encarnación se arremangó la falda para correr mejor, y se escapó hacia la casa a toda prisa.

De detrás de una gran piedra que había en el cafetal se vió surgir entonces una figura trágica, un hombre en cuyo rostro macilento se observan los estragos del despecho, de la ira, del dolor. Su

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cuerpo temblaba todavía, sus ojos centelleaban, su palidez era cetrina, sus manos se crispaban con nerviosa crispatura. Revolvió la mirada en torno suyo, y dos lágrimas corrieron de sus ojos, dos lá­grimas que debieron de abrasarle las mejillas, por­que con el revés de la mano tostada por el sol se las enjugó al instante. Quedóse inmóvil luego, y de su pecho se escapó hondo suspiro. En seguida se alejó.

Era Matías.

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IV

La hija mayor de uno de los vecinos de Felipe se casaba aquella tarde. Por consiguiente, se habían hecho muchos preparativos con un mes de antela­ción. La casita, de corredor sobre el camino real, encajada entre dos cercados de piedra guarnecidos de espinosas madreselvas, con puerta de golpe coro­nada por su tejadillo y con no pocos árboles fruta­les en el patio, parecía una plata por lo limpia, por lo barrida con gran solicitud, por lo recién blanquea­da. De la sala se echaron para los dos cuartuchos interiores los tres baúles de madera, el formidable arcón, las petacas y canastos que guindaban de las tapias, los hierros de trabajo, las enjalmas de los burros y las tusas de m aíz en un rincón apilonadas. El pavimento, hecho de tierra a fuerza de pisón y de agua fresca, se rellenó en los enormes agujeros que tenía, y quedó a pedir de pies, uniforme como mesa de billar, brillante por el paso reiterado de milagrosa escoba, y de primer orden para el baile que traía con la cabeza ardiendo a los alegres m o­zos de los alrededores. A los viejos retablos del altar

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ge les quitaron las telarañas de cerca de dos lustros, se les sacudió el polvo, se les pusieron en los desteñi­dos marcos flores recién cortadas en el patio, abun­dantísimo de ellas; y el pie de amigo se vistió con albo paño de muselina lisa, engalanándole después con macetas de hojilla relucientes. Arrimadas a las tapias se colocaron sillas, banquetas, silletones muy entrados en edad, dos bancos pesadísimos de car­pintería y cinco o seis cajones vacíos de tabacos, todo ello con el fin de que la concurrencia tuviera en qué sentarse. Por lo que se refiere al corredor de la salita, se le despojó también de cuantos colgande­ros mostraba en las paredes, que es como decir to ­tumas, jicaras, bateas, frascos henchidos de remedios, mecates, racimos de cambures, ropa de uso recién almidonada y machetes enormes de rozar, y se le puso el suelo, en lo que guarda relación con la lim­pieza, como la palma de la mano. Y por lo que hace al corredor de la cocina, se desempuercó asimis­mo, y en la troje de maporas, que era de dos tramos o anaqueles, se acomodaron las botellas de ron y de anisados, las cajitas de hojalata llenas de ciga­rrillos, los canastos de pan aliñado con manteca, las bandejas de dulces y sabrosos bizcochuelos.

Felipe y don Jacinto Sandoval eran los padrinos de las nupcias, las cuales debían verificarse en el hermoso templo de Maraure, lugar éste de grandes trapícheos y arterias, cabecera muy ilustre de Dis­trito, asiento de la mejor iglesia que había por todo aquello, y tierra predestinada para producir mara­

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62 GONZALO PICON -FEBRESvillas que sorprenden y universos enteros que dan pasmo” , porque de allí es de donde salen los fanfa­rrones más temidos, los plátanos hartones más her­mosos, las ambiciones políticas más descabelladas y los hombres más egregios en la difícil ciencia de acondicionar los gallos de pelea. Falda de muselina lisa, corpiño de imité con mucho encaje, velo no muy amplio de lo que llaman punto las mujeres, corona de azahares muy frondosa — blanco todo ello como leche acabada de ordeñar— y por añadidura larguí­simos pendientes, y hasta cuatro cadenas de enor­mes cuentas de oro, y un regimiento de sortijas en cada gruesa mano, era lo que ponía a la novia como un asombro de bonita. El futuro consorte vestía sa­co negro de alpaca, enteramente disgustado por la parte del cogote, hasta el punto de existir un abismo entre los dos, con el cuello de la camisa; pantalo­nes, también negros, de casimir del más barato, y chaleco de terciopelo que, por lo fino de la tela, se dejaba adivinar que era emprestado. Encara­mándosele hasta la propia nuez casi le ahogaba la corbata, también en riña permanente con el cuello; los botines, que resultaban truenos hasta por la abundancia de fierro de los clavos, le hacían cami­nar como por sobre encendidas ascuas; y el som­brero, aquel panza de burro formidable, se le atran­caba de firme en las orejas.

Como a las cinco de la tarde se pusieron en m ar­cha camino de Maraure, apartado de allí como una legua, hasta cuarenta campesinos de ambos sexos.

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Todos vestidos de gala, y el regocijo inundaba los semblantes, porque ya se sabía que, en regresando a la casita, comenzarían los tragos y el baile ruidoso y el rumor de la alegría. Dos bandolas, un violín, un violoncelo y dos guitarras compondrían la suave orquesta, regalo especial de don Jacinto para la chica que iba a desposarse; eran las parejas de lo más escogido que pudiera desearse en la materia, no ya sólo como finas bailadoras, sino también como sua­ves y expansivas en el trato; y en cuanto a los licores, se conocía de sobra que el padre de la novia, aun costándole un sentido, había tomado a empeño que la concurrencia quedase de ellos completamente satisfecha. Aquel ron, por el color, parecía un brandy; el anisado se dejaría beber solo, según estaba de fragante y cristalino; y los roso- lios . . . i ave María Purísim a! Ello es lo cierto que al suspirado baile vendrían hasta jóvenes decentes de la cercana capital, como Fidel Mendoza, José Manuel Arrubla y Miguelito Entrena, porque a don Jacinto se le habían dado atribuciones para que invitara a algunos de sus íntimos amigos, y que las parejas, por conocerlos ya, no cabían en sí de gozo. A Encarnación, la hija de Felipe, más que a ninguna otra se le adivinaba el júbilo que le andaba haciendo cosquillas por la sangre; y a juzgar por lo mucho que miraba a don Jacinto, y por lo que don Jacinto la miraba con redomada pillería, se daba en la flor de suponer, con algo más que sobrado fundamento, que entre los dos exis­

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tía alguna cosa de esas que no pueden ocultarse. Por supuesto que Encarnación andaba hecha un primor, con sus finos alpargates de cotonía y suela, por cuyos bordes sonreía la limpísima blancura de los pies; con su enagua de muselina a floreci- llas encarnadas, que le caía graciosamente en apre­tado farfalá; con su camisa bordada, por cuyas cortas mangas florecían los gordos brazos llenos de sangre virgen; con su pañuelo azul de seda, prendido con alfiler de oro para velar el casto seno; con la ancha y negra trenza de su cabello rizo, que le caía hasta la cintura, ardiendo en el arran­que de la nuca con las rosadas llamas de dos es­pléndidos capullos de claveles. Y además — por na­tural coquetería— ¡qué arrogancia la suya, y qué trapío, y qué decires tan graciosos!

Buena pieza después de haber salido, llegaron a Maraure, por cuya calle principal, que es la em­pedrada y con aceras de ladrillo, desfilaron hasta de cuatro en fondo, excepción hecha de don Jacinto, que luego se presentó en su renombrada muía, cas­taña de veinte morocotas que no necesitaba espue­las, alta, buena moza, piernas largas y delgadas, peloncita que daba gusto verla, cascos de fierro a ma­ravilla enchapinados, bríos que no había más que chuparla para que el mundo le pareciese estrecho, pasitrotera insigne, una oveja por lo mansa, una seda por las bridas, un terciopelo por los pasos, propia para insultar en una esquina al Presidente del Estado y arrancar de barajuste, sin el menor

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EL SARGENTO FELIPE 65asomo de mañas n i resabios, y que si en cuanto subidora se sorbía en un tris-trás las cuestas más abruptas y pendientes, en cuanto bajadora no tenía rival alguna que le tosiera en la comarca. Llegar la comitiva al pueblo en que el padre Telésforo Ral- díriz gobernaba discrecionalmente por detrás de bastidores, y llenarse de gente las esquinas, las ven­tanas y las puertas, fué todo uno y cosa de un m o­mento. De la novia se contaba cierto enredo ya lejano con don Jacinto Sandoval, motivo por el cual parecía un desatino que él apadrinase aquellas bodas, y todos los marauenses deseaban cerciorarse de si el novio tenía o no aquella tarde rostro de hombre generoso y bienaventurado. Naturalmente, al enterarse del pergeño que traía, de la gresca que en su cogote armaban los cuellos del saco y la ca­misa, de la corbata impenitente y de los truenos, se carcajeaban con inaudita grosería detrás de a l­guna esquina, o allí en la misma calle, pero me­tiéndose el puño por la boca a fin de que la risa no levantase estruendo. La ceremonia religiosa duró veinte minutos, al cabo de los cuales se pusieron en marcha con el cura, que era aficionado a todo género de juergas y botellas, y que en habiéndose sorbido cualquier trago, se ponía muy expansivo, demasiado chacharero y no nada escrupuloso. Remangarse la sotana, sacar buena pareja y lanzarse dulcemente al torbellino de la danza como cualquier muchacho en la flor de los abriles, no tenía nada de extraño en el cura de Maraure. Por espontanearse así, el

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obispo diocesano había llegado a suspenderle cuatro veces; pero al buen padre Raldíriz se le daban de aquello dos pepinos, y reincidía cuando menos se pensaba. A la salida de Maraure, uno de los acom­pañantes echó la mano a la botella que traía pre­parada para el caso, y se dió a repartir el primer golpe, empezando por los novios. Todos bebieron, y el señor cura también. El ruido y la alegría comen­zaron. Los músicos desenvainaron los encordados instrumentos de las bolsas de bayeta colorada, y la comitiva rompió a caminar al són picante y ardoro­so de un merengue. T an sólo, a don Jacinto, que se reía frecuentemente con la novia, se le antojó de pronto que todo aquello era ridículo, y pretextando cualquier necesidad, se adelantó en su muía en com­pañía del buen padre Raldíriz, caballero el sacerdote en arrogante pisador.

Arribaron a la casita, que estaba hecha un oro a fuerza de brillante, bien cerrada ya la noche; y el baile dió principio como a las ocho y media, porque primero se comió, y se bebió, y se charló. Cuando ya se andaba en él, los amigos de don Jacinto, o sean Pepe Arrubla, Fidel Mendoza y Miguelito E n ­trena, llegaron un si es no es tragueados, haciendo mucha bulla y saludando a las parejas con una con­fianza que se iba más allá de los linderos que la discreción exige, hasta el extremo de administrarles ciertas flores que parecían hipérboles y sonaban como a burla. En cuanto Felipe, que era hombre asaz celoso con su hija, se dió cuenta de semejante

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EL SARGENTO FELIPE 67avilantez, hizo un respingo de disgusto que dió miedo, y acercándose a Encarnación, le dijo:

— Lo que eres tú, cuidao con bailarme con nin­guno de estos blancos, porque soy muy capaz de romperte una costilla.

— Y ¿eso ahora? — se atrevió a replicar ella, temerosa de que tampoco la dejase bailar con don Jacinto.

— Pues que no quiero — le contestó Felipe de una manera que no dejaba qué desear en lo iracunda y terminante.

— Pero ¿qué tiene?— Tiene mucho, porque estos vagamundos no

vienen sino a pasar el rato y a reírse de nosotros.— ¿No bailo entonces?— Pues no bailas.— Y¿si viene a sacarme don Jacinto?— Mucho menos, porque él es peor que todos

respetive a florear a las mujeres.Encarnación se enfurruñó, se puso seria y por

poco gime y llora. Era el paso más triste que podía acontecerle, después de haberse hecho más castillos de ilusiones que fragantes florecillas constelaban la verdura de los campos. Y decir que Felipe no era hombre que se ablandaba fácilmente, y tratándose de cosas de esa especie, mucho menos. Cuando impo­nía su voluntad, fuerte y dura y como bronce, no quedaba otro recurso que armarse de paciencia y barajar. Fosco se puso aquella noche, y se sentó en el corredor en un banco de madera, con el objeto de

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observar a los muchachos y de formar la bronca en cuanto dieran en la flor de espontanearse con de­masiada grosería. Que no alzaran mucho el gallo, porque lo que era él, de sólo una trompada se lle­vaba de camino a tres o cuatro. De complaciente y generoso tenía mucho, hasta el extremo de parecerse a un buey por el genio y mansedumbre; pero al tratarse de la honra de su casa, o de que alguien le creyera un papamoscas, se ponía de mal humor y hasta se inhumanizaba.

Estar en la sala y no bailar, teniendo ganas, era un tormento horrible, por lo cual Encamación, triste, rabiosa y contrariada, fué a meterse en la coci­na. Si lo hubiera sabido, pues no viene, sino que se queda en casa durmiendo como un tronco. D on J a ­cinto veló el claro en que Felipe se distrajo conver­sando con dos o tres palurdos, y la buscó chitica­llando e impaciente.

—-Pero ¿qué haces ahí, muchacha? — le dijo al verla sentada en un rincón de la cocina.

— Pasando una rabia, don Jacinto.— Para ti traje la música, y se está perdiendo en

balde.— Ésa es la rabia m ía; pero entienda que la culpa

no la tengo yo.— ¿Por qué no sales?— Porque no puedo bailar.— Y ¿eso?— Que él no quiere.— ¿Ni conmigo?

gg GONZALO PICON-PEBRES

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EL SARGENTO FELIPE 69— ¡Qué plantada! Pues con usté es con quien

menos.— ¡Malhaya sea! — clamó entonces don Jacinto

en agria forma, enseriándose con la contrariedad y dándoles tormento a los bigotes— . Pero mira, siquiera vé a la sala, que allá podremos conversar con disimulo.

— Deje que me pase esta soberbia.— ¿Te espero entonces?— Sí.A los músicos, que se habían acomodado debajo

del altar, les daban a cada rato de beber, a fin de que tocaran por lo fino. Y que eran de los buenos, de los mejores, de los más sobresalientes que tenía la capital, se estaba oyendo en lo que hacían con las pajuelas, con las suavísimas varillas, con las repicadoras manos. Aquellas bandolas encendían la sangre con sus ardientes pizzicatos; aquel violín aumentaba el entusiasmo con sus picantes síncopas y tersas fiorituras; aquellas guitarras milagrosas, que se desmenuzaban en magníficos rasgueos sobre los graves y sonoros contratiempos del violón, ha­cían estallar a las parejas en hurras y aclamaciones torrentosas. A pesar de los truenos, el novio esco­billaba como un títere; por encima de su hombro, la novia miraba a don Jacinto y se reía; los amigos de éste andaban en sus glorias, chicoleando a las pa­rejas, espontaneándose con el mayor placer y pasa­dos de la raya en lo bebidos; las parejas les reían las gracias y se dejaban galantear de ellos en medio

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70 GONZALO PICON-FEBRES

de los sabrosos valses; el zapateo retumbaba; los mirones daban gritos de entusiasmo; hasta las lu­ces parpadeaban de alegría, y aguardiente y juven­tud, estrechados en dulcísimo consorcio, llenaban la salita de hurras estupendos, de palabras cariñosas, de carcajadas formidables, a tiempo que por la puerta entraba, en ráfagas de aromas y frescura, la esencia eternamente renovada de la naturaleza.

Al terminar un valse, volvió a la salita Encar­nación. Verla Miguelito Entrena, y dirigirse curio­samente a don Jacinto, fué obra de segundos.

— Oye, Jacinto, ven acá . . . ¿Quién es esa mu­chacha que acaba de sentarse en aquel banco?

— Encarnación Bobadilla, la hija de Felipe, a quien conoces tú.

— Pero ¡qué buena, chico!— Lo que es eso, no hay quien no lo charle por

aquí.— ¿No baila?— Creo que no; pero haz la diligencia por si

quiere.Disparado como fácil venablo salió el mozo, y

se instaló en una banqueta jun to a la muchacha, a tiempo que entre ésta y don Jacinto se cruzaba una mirada inteligente.

— Escucha, linda — le dijo a Encarnación el deschabetado Entrena, con cierta familiaridad que daba ganas de reír— . Quiero bailar contigo ahora.

— Pero no puedo — contestó Encarnación con sequedad.

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EL SARGENTO FELIPE 71

— ¿Por qué, mi hijita?— Porque no me deja él.— ¿El?— Sí, señor, él.— Y quién es él, mi vida?— Pues él — contestó la muchacha bruscamen­

te— . ¡Pero mire, amigo, no se propase tanto en las palabras cariñosas, porque de golpe me entran ganas de soltarle a usté los perros!

— Es que si no me dices, nos quedamos en la misma.

— Y a lo creo, porque usté viene a hacerse el que no sabe.

El mozo reventó la carcajada, porque el paso no era para menos, y regresó a donde estaba don Jacinto, diciéndole en medio de la risa que se le salía a torrentes:

— Chico, la cosa más original del mundo.— A ver, ¿no quiso?— ¡Qué iba a querer! Ni con una gente así pue­

de entenderse nadie.— Pero ¿qué hubo?— Nada, sino que me soltó descuadernado . . .

Que no baila, porque no la deja é l . . . Pero, de­monios, ¿quién es él? . . . Y como le pregunté quién era él . . . se puso brava.

Don Jacinto rompió a reír también a carcajadas, mas no sin parar mientes en la aguda sutileza con que al mozo, que había ido en són de burla, zaran­deara Encarnación.

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72 GONZALO PICON-PEBRES— ¿No te parece atroz? — di jóle Entrena.— Atroz no, sino sublime.— Bueno, pues antes de que reviente de la cu­

riosidad que tengo, hazme el favor de decirme quién es é l . . . Porque si no lo sabes tú, que co­noces las rarezas y mañas de esta gente . . .

— Chico, él es Felipe.— Acabáramos, compadre.— Pues ahora habla con él, y ve si consiente en

que baile contigo Encarnación.— ¿En dónde está?— Ahí en el patio.— Y ¿si me muerde?— Encarnación te cura.Buscó Entrena a Felipe acto continuo, y le

dijo a quema-ropa:— He ido a sacar a Encarnación para bailar con

ella, y se ha negado por derecho . . . Dice que usted se lo ha prohibido.

— Cada quien en su casa y Dios en la de todos — le contestó Felipe en seco.

— Es que yo vengo a ver si usted se dulcifica, y me deja bailar con la muchacha.

— N o, señor.— Entonces ¿ni conmigo?— N o, señor, n i con usté.— Pero ¿por qué, compadre?— Porque no quiero que Encarnación baile con

nadie, y mucho menos con muchachos como usté.Y lo dijo tan en serio, que Miguelito Entrena

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EL SARGENTO FELIPE 73no insistió. Además de lo cual, en el semblante de aquellos campesinos observaba cierta expresión de hostilidad contra él y contra sus alegres compañeros, que maldita la gracia que le hacía. Don Jacinto le cogió por una mano, y llevándole hacia fuera de la casa, le advirtió:

— Con esta gente es necesario saberse manejar, porque de cualquier cosa se agarran para formar un pleito en cuanto les disgusta algo. En tonillo pi­cante no hay que hablarles, porque les sabe a burla: y como beben demasiado, y el aguardiente les pro­duce un efecto desastroso, son capaces hasta de matar a quien le cogen tirr ia . . . Conmigo se atre­verían poco, porque yo he logrado imponérmeles a fuerza de tratarlos con cariño, y además, me nece- citan; pero lo que es a ustedes, que no vienen por aquí sino de cuando en cuando, y por añadidura a embromarles la paciencia, a ustedes les tienen oje-

— Bueno, y ¿qué?— Hombre, que sería más conveniente un po­

quito de discreción con las muchachas, porque estos palurdos se pasan de celosos, y cuando arman una bronca, no hay quien los ataje . . . Hace rato que les observo cierto remolineo siniestro, y no tenemos necesidad ninguna de salir de aquí apaleados.

— Afortunadamente, yo traje mi revólver.— Pero no basta, chico.— ¿Que no basta?— Como lo estás oyendo, porque sobre que ellos

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74 GONZALO PICON-FEBRES

son muchos y nosotros cuatro apenas, no hay n in ­guno que no tenga su puñal o su revólver escondido entre camisa y pantalones . . . Además, ponte en el caso de un escándalo, y de que tengas que matar a alguno, y de la averiguación del hecho, y del sumario respectivo, y de qué sé yo cuántas barbari­dades más, y dime si no es mucho mejor tener pru­dencia.

A pesar de los tragos que le anublaban la cabeza, muy puestas en razón encontró Entrena las re­flexiones de aquel buen vividor y acaudalado pro­pietario, y se separó de él para pasar la palabra a sus amigos, sobre todo a Pepe Arrubla, a quien los nervios le daban por pelear con las mujeres en cuan­to el aguardiente le desequilibraba el juicio.

Seguramente andaba el novio con los pies co­mo carne de gallina, a consecuencia de los truenos, porque a la sazón se desprendía de la sala con el rostro descompuesto, quejándose horriblemente y caminando a duras penas como sobre algodones. Acababa de conferenciar menuda y largamente con su esposa acerca de la conveniencia de que él se quitara los zapatos, porque además de que le venían sobremanera estrechos, los clavos le habían barre­nado los talones hasta sacarle sangre. Antes había hecho lo indecible, en el camino de las heroicas resistencias, con soportarlos hasta entonces sin pro­ferir una queja, y a mayor abundamiento, escobi­llando cada valse que retemblaba el suelo como al paso de dos piezas de artillería rayada. Por supuesto

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EL SARGENTO FELIPE 75que a la esposa, que sabía a qué atenerse en la m a­teria, se le antojó en grado sumo inverosímil que el cuero de los talones de su esposo pudiera ser barrenado ni aun por clavos de encañar; pero como todo es posible en este mundo, determinó callarse en lo que a dicho respecto se refiere. La discusión del asunto fue larga y obstinada, porque la novia encontraba muy mal hecho que aquel m ártir de la civilización, después de arrojar lejos de sí los pode­rosos borceguíes, volviera a la sala con los enormes pies desnudos, para continuar bailando en seme­jante guisa pero es el caso que el dolorido novio, ora fuese por invencibles celos, ora por demasiado amor, no quería dejarla sola. Convinieron al fin en que él se quitara los zapatos, pero con la condi­ción de que se quedara en el cuarto mientras el baile terminaba, porque si volvía a la sala con los adobes descubiertos, aquellos señores de la capital serían capaces de reírse a pierna suelta.

— Pues lo que es eso — vociferó él en este pun­to— , eso tampoco no, porque si alguno se carcajea de mí, que se santigüe . . . Te juro que le meto una fruta de plomo en la barriga como saber que hay Dios, o le pego una paliza que no le queda hueso con salú, ni carne sana donde untarle los aceites de la Extremaunción.

— Pero, mi hijito, mejor es no pelear con nadie.Aquel eficaz diminutivo le cayó al enamorado

novio como licor suavísimo del cielo, y ablandán­dose, le dijo a su mujer:

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76 GONZALO PICON - FEBRES— Bueno, no hablemos más sobre de ello. Pal

cuartico me voy y allá me quedo, pero con esta condición: que no bailes con naiden, porque del rempujón que doy, hasta se cae la casa.

Convino la muchacha en obedecer sus órdenes, a pesar de los anhelos que se traslucían de bailar con don Jacinto, y terminó la conferencia en paz. El novio se levantó en seguida, se dirigió al cuar­tucho, arrancándose con saña los zapatos, comenzó a menear los dedos con la mayor delicia, y a pro­porción que en los pies se iba echando una botella de aguardiente con el fin de refrescarlos, se los so­plaba con la boca estrepitosamente e inflando los carrillos. P or dondequiera tenía vejigas, peladuras, troneras y canales.

Matías, que desde el principio andaba cabizbajo y taciturno, porque a cada momento sorprendía las miradas de inteligencia entre Encarnación y don Jacinto, llamó a Felipe a un lado, y le manifestó el deseo que tenía de bailar, aunque sólo fuera un valse, con aquélla. Felipe entró a la sala, y le ordenó a su hija que bailara con Matías: pero la muchacha, que estaba hecha un basilisco por la prohibición de enantes, y que por contera le esquivaba a su primo sin rodeos (porque Matías era su primo, como se verá después), se negó redondamente. ¡Hombre, no faltaría más!

— Es que yo quiero que bailes — le campaneó Felipe en el oído— , y tú debes obedecerme sin chistar.

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EL SARGENTO FELIPE 77— Pero ahora no quiero bailar yo — repuso E n­

carnación verde de ira— , y con ese pajuato mucho menos.

— Mira, mujer, no me respondas mal, porque aquí mismo soy capaz de arrastrarte por el pelo.

— Pues pegúeme si quiere, pero con Matías no bailo.

Por no cometer un disparate, Felipe se salió a la carrera, y díjole a Matías que Encarnación no podía complacerle porque le estaba doliendo la cabeza.

— Mire, tío — indicó el mozo con acento entre­cortado— , no me engañe. Mejor es que me diga la verdá. Lo que hay es que Encarnación no quiere.

— Pero es que a mí me duele decirte la verdá.— Y ¿por qué, tío, cuando yo sé del mal que

he de morir?— Porque tú sabes demasiado que mi querer te

ayuda en tus pensares.— Nada hago yo con eso, en siendo ella dura

como un tronco.— Es que a fuerza de candela, hasta el fierro se

ablanda en esta vida.El muchacho guardó largo silencio en este pun ­

to, y mirando a Felipe con agradecimiento, suspiró y se sonrió con amargura.

— Matías, por Dios, no te pongas así, que me das lástima.

— T ío Felipe, lo que no tiene remedio, olvidarlo es lo mejor.

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78 GONZALO PICON -FEBRESY con los ojos húmedos, el pobre mozo se sentó

en el sardinel del patio.Felipe siguió hablando acerca de la guerra con

los que le rodeaban cuando Matías le llamó. Para aquellos campesinos la guerra era la calamidad su­prema, la mayor de las desgracias conocidas, el más tremendo de todos los azotes.

— Pues si Dios no se hace cargo de lo que se nos viene encima — afirmó uno, arrimándose de espal­das a la tapia— , tendremos que pasar muchos tra­bajos . . . Por Planadillas abajo dizque ya andan patrullas, y ahorita se derraman por aquí . . . No nos queda otro camino que encomendarnos a la Virgen y al Cristo de La Pascua.

— Según eso — preguntó Felipe entonces— ¿si­guen siendo bien ciertas las noticias? . . . Porque hasta hace ocho días no pasaban de rumores.

— Hombre — arrimó otro con gran seguridad— , lo que yo sé, porque lo escuché decir allá en la capital a endeviduos de concencia, es que pal quince de este mes saldrá de por aquí, pa donde llaman Carabobo, un ejército de setecientos hombres por lo menos.

— Pues, mis amigos, a buscar dónde esconderse — aconsejó Felipe, sin poder ocultar el desaliento que le caía en el ánimo— . Hasta miedo me da de estar aquí, porque de golpe nos cogen descuidaos.

El silencio se hizo en torno suyo. En la imagi­nación de todos, de improviso oscurecida, quedó flotando el espectro de la Guerra, sombrío y pavo­

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EL SARGENTO FELIPE 79roso como una visión del tremendo Apocalipsis. Por dondequiera divisaban la ruina y el estrago, la miseria y el desorden, la soldadesca ebria de iniqui­dades y el caudillaje desenfrenado en triunfo.

Sería la hora de las tres de la mañana. La luna estaba espléndida, reinando a maravilla en un cielo totalmente despejado y guarnecido de luceros. Fra­gancia de pimpollos, esencia de resinas, olor de flo­res nuevas, venían de la selva, del cafetal, del huer­to. Comenzaban los gallos a menudear su canto, precursor de la rosada y fresca aurora. Soplaba mu­cha brisa, y los árboles sonaban con estrépito. En la salita continuaban la danza y la alegría; las luces empezaban a apagarse consumidas por las horas; del ron y el anisado no quedaba ni una gota en las botellas; los mirones revelaban aburrimiento y sue­ño, porque habían bebido mucho y se caían de bo­rrachos, y Felipe quería irse.

Don Jacinto se acercó más de una vez a Encar­nación, con el objeto de conversar con ella; pero no pudo conseguirlo, porque Felipe se arrimaba a la sala cada rato, vigilante y receloso como un tu r­co. Los músicos tocaban que era una gloria oírlos, porque el aguardiente posee la virtud maravillosa de inspirar a los artistas. La novia, completamente fiel a su promesa, no quiso bailar con nadie; pero al fin se vió en el caso de pararse contra su voluntad, porque Fidel Mendoza, que no tenía cuentas con ninguna prohibición ni autoridad legítima, le echó la mano por un brazo, la sacó a rempujones del bu­

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GONZALO PICON-PEBREStaque en donde estaba, y no hubo más remedio que complacerle, no obstante el miedo que ya se la comía, para evitar que se pusiese bravo. El novio lo supo acto continuo, y pálido de rabia, con la camisa por fuera, remangado hasta los hombros, vomitando cada insolencia que obligaba a las muje­res a taparse los oídos, con las patazas descubiertas y armado de un garrote como un leño, entró a la sala de improviso. Las parejas se miraron con te­rror. En advirtiendo aquello los campesinos que estaban en el patio, se armaron a su vez y se agol­paron a la puerta en ademán siniestro. Lo que allí iba a suceder comprendiólo en el acto don Jacinto, y se escurrió con ligereza al corredor. De la mirada, toda odio, que le arrojara en aquel trance, Matías hubiese querido derretirle. La novia comenzó a temblar; Mendoza se detuvo; ella se le zafó del brazo, y corrió hacia el cuartito con las demás m u­jeres, en medio de la mayor consternación. Pepe Arrubla se armó de una silleta y se paró detrás del novio, con el propósito de quebrársela en el cráneo y de abrírselo en canal; y Miguelito Entrena, atrin­cherándose de firme detrás de uno de los bancos de carpintería, desenvainó el revólver, y gritó con arro­gancia suma:

— Al primero que se menée, lo quemo.Blandiendo su cuchillo, Matías le contestó con

sorna:— Amigo, no se alborote, que al que se muere

aventao, no le queda arruga.

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El novio se le enfrentó a Mendoza, y le soltó esto a la cara:_ ¿Quién le ha dao a usté permiso pa baila con mi mujé?Sin volverle las espaldas, Fidel Mendoza se metió

en un rincón, y del bolsillo del chaleco sacó una pistola niquelada de dos tiros.

¡Diga, levitúo del cuartajo — bramó el novio en voz tonante y belicosa— , que lo que es a mí no me da miedo su rigolve!

Con lo cual Pepe Arrubla enarboló la silla para despatarrarle, en cuanto viese que le caía a Mendoza a garrotazos,

Y sabe Dios lo que en aquella sala hubiera acon­tecido en sólo unos momentos de refriega salvaje y rencorosa, a no ser porque don Jacinto, de súbito inspirado en tan supremo instante, acercóse a la puerta fingiendo la mayor tribulación, y exclamó con acento desgarrado:

¡Mis amigos, a correr, porque por el camino viene una patrulla!Oír aquello, sobrecogerse de pavor y salir todos a

escape hacia lo más espeso de la selva que linda con el río, fue obra de segundos.

Don Jacinto aprovechó tan preciosa coyuntura, y pasando la palabra a sus amigos, montaron a caballo y salieron de la casa a la carrera.

Cuando ya se alejaron buena pieza, don Jacinto se paró y les dijo:Por milagro la contamos . . . Si no doy aquel

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grito tan a tiempo, de la paliza que nos meten nos revientan.

— Pero lo que es el novio — repuso Pepe Arrubla chacoteando— i ay, compadre! lo que es el novio, habría dejado los sesos en el suelo antes de irse al otro barrio, porque del silletazo que le alumbro en la cabeza, se la hubiera vuelto astillas.

Tres ruidosas carcajadas estallaron, y los alegres mozos, arrimando de nuevo las espuelas a los ijares de las bestias, se fueron a dormir.

La casa de don Jacinto estaba cerca, y en ella se instalaron a roncar hasta la una de la tarde del ya cercano día.

g 2 GONZALO PICON-FEBRES

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Matías Salazar, que resalta en nuestra historia con cierto relieve como de personaje legendario, no ya sólo por su arrogancia, su viveza y su notable intre­pidez, sino también por el triste fin que tuvo como insurrecto peligroso, había invadido a Venezuela y alzándose en Cojedes, proclamando la integridad de los principios liberales, el respeto profundo a las ins­tituciones, el orden administrativo y económico, la pulcritud más absoluta en el manejo de los caudales públicos. Traía la fama de su valor heroico, de su audacia temeraria, de sus ruidosas empresas militares, y Guzmán Blanco se aprestó a combatirle hasta ven­cerle. El partido liberal se agrupó con verdadera de­cisión en derredor del dictador venezolano, y se des­bordó por todas partes como ola arrolladora para luchar con el temible guerrillero. La República ente­ra se puso en movimiento; de nuevo comenzó la or­ganización de tropas, y las patrullas se derramaron por los campos en busca de reclutas.

Los pobres campesinos abandonaron sus hogares para ir a ocultarse en los zanjones, en las cuevas, en

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84 GONZALO PICON - FEBRES

las repuestas cumbres. Antes de que rayara el día se escapaban de las casas, y volvían con la noche para dormir en ellas. Sus mujeres, sus hijas, sus hermanas, les llevaban la comida en canastillos de mimbre que ocultaban debajo del grueso pañolón.

Mientras tanto, las escoltas recorrían las veredas, los atajos, los repechos que conducían a las casitas, y al encontrarlas solitarias, abandonadas de sus due­ños, se robaban lo que mejor les parecía, en medio de groseras carcajadas. Muchas veces no encontraban sino chiquillos desnudos sentados a la puerta, y obligándolos a decir en dónde estaban los anima­les de servicio, de éstos no dejaban ni siquiera uno en los corrales. Otras veces se emboscaban detrás de algún cercado; observaban con atención la ruta que tomaban las mujeres, y agazapados se iban tras de ellas, hasta descubrir los escondrijos en donde se ocultaban los infelices campesinos. Las mujeres suplicaban de mil modos que no se los llevaran; pero las súplicas, los ruegos, las lágrimas de aquellas desgraciadas eran recibidas con chaco­tas y contestadas con palabras descompuestas, con reticencias sucias, con interjecciones cínicas y bru­tales tratamientos.

A Felipe le cogieron con la mayor facilidad, pues como no podía dejar solo el conuco por la noche, ni expuestas a su hija y su mujer a toda suerte de peligros, le sorprendieron un día antes de irse al escondite. La escolta se presentó muy de mañana, y le intimó la orden terminante de mar­

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EL SARGENTO FELIPE 85char. Apenas tuvo tiempo de terciarse la cobija, de echarse en el bolsillo unas pesetas y de coger los alpargates.

Llorando sin consuelo, sollozando que daba pena oírla y mirando a Felipe con angustia, Ger­trudis se acercó al oficial, y se atrevió a decirle:

— Mire, señor, por la Virgen del Carmelo, no se lleve a Felipe, que la cosecha va a perderse, por­que aquí nos quedamos muy sólitas.

— ¿La cosecha? . . . Por Dios, señora, que no estamos ahora pa esa clase de dibujos . . . Deje usté que se pierda, y el que venga atrás que arree.

— Es que aquí no hay más que él, y de golpe nos pasa alguna mano.

— Y ¿qué quiere usté que hagamos? . . . Yo soy meramente un subalterno, y tengo que cumplir lo que me mandan.

— Pero mire, señor, por compasión, ablándese usté a ese servicio y háganos esa caridá.

Por única respuesta, el oficial dió la orden de marchar, y en breve la patrulla se ocultó detrás de la arboleda del camino.

Oprimido el corazón, llena el alma de una tris­teza horrible y conteniendo los sollozos, Felipe se volvió desde el tranquero con los ojos nublados por las lágrimas.

— No llore, amigo — le dijo con sorna el ofi­cial— , que pa eso son los hombres.

Felipe no quiso contestar.

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__Acuérdese, compadre, de que primero está laPatria.

El campesino levantó la cabeza con soberbia, y mirando al oficial de hito en hito, preguntó:

— ¿La Patria?— Sí, señor.__pues sálgale a otro, compañero, porque lo

que soy yo, ya tengo ajumados los colmillos.Soldados y oficial arrancaron a reír con mucha

sorna, como cumplía en semejante coyuntura.Aquella misma tarde, Gertrudis y Encarnación

se personaron en casa de don Jacinto Sandoval, con el fin de suplicarle que hiciera algo por Felipe.

__Y ¿cuándo le han cogido? — preguntó donJacinto con sorpresa.

__Esta mañana, y apenas tuvo tiempo el pobre-cito de echarle mano a la cobija . . . Y si usté lo hubiera visto tan afligido que se fué.

__Pues yo, Gertrudis, haré lo más que puedapor salvarlo; pero eso sí, no te aseguro nada cierto en mis gestiones, porque las cosas se han puesto demasiado peliagudas . . . Si se consigue que lo suel­ten, bueno; pero si todos mis esfuerzos son inútiles, hay que tener paciencia hasta que esto termine.

— Y ¿si lo matan por allá?__Y ¿por qué han de matarle? . . . No pienses

en eso, y confía en Dios.Don Jacinto salió hasta los patios del café, y

gritó con voz aguda, ahuecando las dos manos en torno de la boca:

g6 GONZALO PICON -FEBRES

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EL SARGENTO FELIPE 87

— ¡Patriciooó!— ¡Señor! — contestó el mozo desde la caballe­

riza.— Ensíllame la muía y búscame las botas en se­

guida.Y volviéndose a Gertrudis y a Encarnación, les

dijo:— Ahora mismo voy a hacer la diligencia, y esta

noche les diré el resultado que se obtenga . . . Es­pérenme en la casa, porque los tiempos no están para dejarla sola.

— Dios se lo pague, don Jacinto, y que la V ir­gen del Carmelo y el Santo Cristo de La Pascua me lo cuiden.

El hacendado encabalgó en la muía, le arrimó por los ijares las espuelas y salió al pasitrote, no sin cruzarse antes, entre él y Encarnación, una m i­rada inteligente.

Como a las ocho de la noche regresó, pero tra­yendo consigo malas nuevas. Que el ejército se estaba organizando a toda prisa; que saldría de un momento a otro, constante de setecientas plazas; que el propio don Jacinto había hablado con per­sonas influyentes para ver si lograba que soltasen a Felipe; pero que todos sus esfuerzos se habían estrellado contra la más rotunda negativa.

— N o hay, pues, sino resignarse a lo que ven­

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88 GONZALO PICON - FEBRESga — agregó luego— . Eso sí, arréglenle a Felipe en una capotera lo que haya de necesitar, y dispónganse a llevársela el día de la salida.

— Y ¿cree usted que volverá? — le preguntó Ger­trudis en medio de la mayor tribulación.

— Sí, mujer, y no te desesperes antes de haber motivo . . . Hasta puede suceder que el ejército de aquí no tenga necesidad de combatir, y en ese caso no hay peligro.

Con lo cual don Jacinto se levantó para mar­charse, y Encarnación salió hasta el corredor a con­ducirle.

— ¿Podré venir ahora a conversar contigo? — le preguntó él por lo bajo.

Encarnación no contestó.— Porque ahora, que no hay inconveniente, es

cuando yo voy a saber si tú me quieres, o si todo lo que me dices es mentira.

Y se alejó a trocha larga, dejando a Encarna­ción bajo la influencia de una sensación extraña, compuesta de tristeza y alegría.

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V ITres días después de los sucesos que se acaban

de narrar, los caminos públicos se veían llenos de mujeres de los campos. Subían de las verdes hondo­nadas, bajaban de las cumbres, llegaban presurosas de los valles. Cada cual conducía una maleta llena de ropa limpia, un par de alpargates nuevecitos, un jarro de hojalata, una cobija y un pequeño ca­nasto con avío. Eran las madres, las esposas, las hijas, las hermanas de los reclutas que se iban. Ve­nían a despedirse, quizás hasta la muerte, y a traer­les lo que podían necesitar durante el viaje.

En la plaza principal, frente al cuartel, estaban alineados los infelices campesinos, silenciosos, larga la cara de tristeza, con la mirada fija en los grupos de mujeres, temiendo a la vara de los cabos y apo­yados en los fusiles con desgana. Los soldados ve­teranos se reían de todos ellos y les hacían chacota; la gente amontonada en las esquinas los contempla­ba con piedad; los oficiales de las cuartas los tra­taban a empellones.

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— ¡Pobrecitos! — era la exclamación que lanzaba todo el mundo.

Llorando sin consuelo, enjugándose las lágrimas con el grueso pañolón, tapándose los encarnados ojos con el ala del sombrero, mostrando en el afli­gido rostro los estragos de la más honda pesadum­bre, pronunciando el nombre de Dios a cada paso, e invocando con fervor el amparo de la Virgen para los hombres que se iban camino de la guerra, las pobres campesinas, sorprendidas de repente en medio de la paz de sus hogares por el sombrío espectro de la fatalidad, movíanse de un extremo al otro de la plaza sin darse punto alguno de reposo. Querían agotar todos los medios que les sugería el cariño, todas las influencias de que podían valerse, todas las plegarias de su corazón cristiano, para obtener de cualquier modo que aquellos desgraciados no se fueran; pero por más que hacían, no lograban con­seguir sino respuestas indecentes, sarcasmos crueles que insultaban su dolor, palabras descompuestas que no iban sino a aumentar el sufrimiento de su alma.

De nada habían servido sus preces al Altísimo, sus plegarias a la Virgen del Carmelo, ni sus pro­mesas al Cristo de La Pascua, que para ellas solía ser tan bueno y milagroso: siempre se iban los in ­felices hombres, quién sabe a pasar cuántos trabajos, en tierras desconocidas y apartadas, lejos del calor de su familia, sin sentir el rescoldo del fogón que chisporroteando ardía bajo el alero de la pajiza

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EL SARGENTO FELIPE 91choza, sin tener a quien convertir los ojos en un caso de riesgo o grave apuro, y sin oír el tañido vespertino que el badajo daba al bronce del cercano campanario de La Pascua, cuya extraña vibración suena en el alma como una voz del cielo. Mas no por eso dejarían ellas de ir allá, a La Mano O m ni­potente, para pedir al milagroso Santo Cristo que aquellos reclutas no murieran en la áspera campa­ña, que les sirviese en ella de amparo y protección, y que volviesen al fin a sus hogares sin herida ni enfermedad alguna. Entonces cumplirían las pro­mesas que iban a ofrecerle, y por lo pronto, lleva­rían a la capilla sendas velas para encenderlas delan­te del altar.

Por fin llegó el momento de que dejaran acer­car a las mujeres, y aquello daba lástima. Los cabos se encargaron de ir pasando a cada cual de los re­clutas las maletas, las cobijas, los alpargates, los canastos del avío, los jarros de hojalata, y las po­bres mujerucas se retiraban de la línea con el dolor pintado en las facciones, chorreándoles el llanto de los ojos y protestando por lo bajo contra aquellos desalmados.

— ¡Adiós, hijito! — decía una, con la garganta henchida de sollozos— . Que la Virgen de la Sole- dá te cuide, y no vayas a olvidarte de tu madre en esas tierras de tan lejos.

— !Aquí quedo rogando a Dios por ti! — m ur­muraba otra a su esposo, enjugándose los ojos con el pañuelo de madrás— . Yo atenderé allá mientras

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tú vuelves, y haré lo más que pueda pa que no se pierda nada.

— ¡La Santísima Trenidá lo favorezca de todos los peligros! — gritaba otra mujer a su padre, ob­servándolo con lástima y tristeza— . Y mire, escri­ba de cuantas partes le sea fácil, mandándole la carta a don Jacinto pa que no vaya a perderse.

Felipe estaba con las manos apoyadas en la boca del fusil, cuando se presentaron Gertrudis y su hija Encarnación. De manos del cabo recibió la capotera, y después de acomodársela en la robusta espalda, por sobre la cobija, le dijo a su mujer:

— Si te ves muy apurada en la cosecha, que ya viene, busca a Matías pa que te ayude y las acom­pañe por la noche. Y en caso de que el bochinche se prenda muy duro por aquí, entrégale los realitos del arcón a don Jacinto, pa que él me haga el ser­vicio de ponerlos en seguro . . . Y ahora véte, antes de que este badulaque de oficial sea capaz de atro­pellarte.

Felipe estiró su fuerte mano encallecida en el trabajo, y estrechó afectuosamente las de Gertrudis y su hija.

— ¡Adiós, Felipe — murmuró la primera con acento conmovido, y se retiró hacia las tapias del cuartel bañada en lágrimas.

Entonces Encarnación se arrodilló sobre las pie­dras, juntó las manos en actitud de cariño y de respeto por su padre, y dijo, quitándose el som­brero:

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EL SARGENTO FELIPE 93— Écheme la bendición.— Dios te bendiga, hija, y pórtate muy bien,

que la honradez es lo que vale en este mundo.Media hora después, el ejército salía de la ciudad

al són de los tambores y cornetas, desplegadas al viento sus banderas amarillas, y despidiendo de cada reluciente bayoneta un manojo de fulgores encen­didos por el sol.

¿A dónde iba?

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V IIPocos sufrimientos pueden compararse al de la au­

sencia del terruño, del calor de la familia, del dul­císimo rescoldo del hogar. El corazón lo mira todo desde lejos con un cariño exagerado, y los afectos crecen en razón de la distancia. Los árboles que dan sombra a nuestra casa, la quebrada que la hinche de rumores, la cinta de camino que a ella nos conduce amarilleando en medio del verdor de la sabana, la columna de humo que la envuelve en sus azules redondeces, la montaña a cuya falda se levanta como un nido caliente y oloroso a efectos puros, los perros que la guardan con su fidelidad, todo ello se aviva en nuestra imaginación hasta el extremo de contemplarlo bajo el influjo del ensue­ño con los blandos contornos de lo real. Se miran entonces los objetos por su lado hermoso apenas, abrillantados por los besos de la luz y hechizados por el recuerdo de la felicidad; y las miserias de la vida, los sufrimientos que ella da, los dolores con que nos punza el alma, se quedan sepultados en la

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EL SARGENTO FELIPE 95

sombra cuando estamos padeciendo el incurable mal de la nostalgia.

De ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, de caserío en caserío, Felipe andaba como lelo. Todo lo que veía lo relacionaba al punto con su casa, y el corazón se le apretaba, y el espíritu se le afligía, y las lágrimas corrían silenciosas de sus ojos. A la caída del crepúsculo, en esa hora sublimemente her­mosa en que el alma se llena de recuerdos, cuando en los tambores y cornetas sonaba la oración en la puerta del cuartel, su imaginación volaba hasta el blando rincón de sus afectos, y los fusiles, las tapias ennegrecidas por el humo, los soldados harapien­tos, las esteras donde dormían los heridos, todo se transformaba ante sus ojos en el pedazo de tierra en cuya contemplación su alma se extasiaba.

Había veces que le tocaba hacer centinela por la noche, y entonces la cabeza se le llenaba de pensa­mientos negros. Veía el conuco abandonado, a Encarnación perdida, a Gertrudis llorando amarga­mente su desgracia, y se ponía a sollozar como un chiquillo, pero metiéndose el puño por la boca para que el cabo no advirtiera su debilidad. La hora que le tocaba turno le parecía muy larga, los ruidos de la medianoche se desgranaban desmesuradamente, y los chirridos del cárabo en la sombra, el tintineo de los sables contra el suelo, la masa negra de alguna patrulla rondadora y los quién vive de los otros cen­tinelas, le llenaban de un terror inexplicable. Cuan­do venía el relevo, lo recibía como una consolación

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dulcísima, y procuraba que el sueño le rindiera para sentir algún alivio en su dolor.

Su silencio llamaba la atención de los jefes y oficiales; su conducta no daba qué decir, y cum­plía sus deberes con la mayor fidelidad. Si le po­nían a dormir al aire libre; si no obstante estar en­fermo le obligaban al servicio; si le reprendían du­ramente por falta de listeza en los ejercicios diarios; si exponiéndole a toda suerte de peligros le man­daban con frecuencia a desempeñar comisiones de verdadero riesgo, obedecía sin chistar. En las esca­ramuzas que se iban presentando, jamás le temía al plomo, sino que combatía como el más adelanta­do en el valor. Impasible como pocos, sin sufrir cambio ninguno en su fisonomía, y con una sere­nidad que causaba asombro verla, avanzaba o re­trocedía en el combate según que lo ordenaban las voces de los jefes y los toques del clarín.

Un día le pegaron por un brazo, y cayó desva­necido en todo el borde de un medroso precipicio; pero se levantó en seguida, extrájose la bala con los dedos, se vendó con el pañuelo que cargaba en el bolsillo, y continuó peleando sin decir una pa­labra.

¿Te han herido, Felipe? — le preguntó el oficial con interés.— Sí, capitán; pero no es cosa.El ̂sufrimiento moral le hacía insensible a los

trabajos y peligros de la guerra, y parecía que los tomaba como una distracción de la tristeza que

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sobre su corazón gravitaba de continuo. Hacía dos meses que no sabía ni una letra de su casa, y sin poder explicarse la razón de lo que a él le sucedía en lo más íntimo del alma, siempre estaba prevenido para que no le sorprendiera ninguna mala nueva.

A fuerza de buen comportamiento lorA ' can­tarse al fin el cariño de sus jefes, y a poco ® *ten- dieron a sargento, con lo cual se le hizo más lleva­dero el rigor de la campaña, aunque el estado de su espíritu continuaba siendo el mismo.

Pero sus lágrimas corrían en silencio, su dolor no trascendía, su corazón padecía sin quejarse.

EL SARGENTO FELIPE 97

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V iliMatías era sobrino de Felipe, y jornaleaba en las

haciendas de los alrededores para ganar la vida. Generalmente trabajaba en el conuco de su tío, pero no porque el salario fuese mucho, sino por darse el gran deleite de contemplar a Encarnación por la mañana y por la tarde, de decirle cuanto sentía por ella y de probarle que la quería con todo el corazón.

Era mozo bien plantado, de fisonomía despierta, lleno de vida como un tronco de árbol joven, y for­nido que daba gusto ver las redondeces de sus for­mas y los bronces de sus músculos. Tenía veintidós años, y su franca hombría de bien, sus hermosas cualidades, la bondad de sus costumbres y el cariño con que atendía a su madre, ya vieja y achacosa, le hacían gozar de general estimación entre los ricos propietarios.

Felipe le quería como si fuese hijo suyo, y desde el punto y hora en que cayó en la cuenta de que amaba a Encarnación, buscó el modo de que ella correspondiese a aquel afecto, poniendo a su sobrino

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EL SARGENTO FELIPE 99como una misma perla cada vez que de él hablaba delante de su hija. Y lo que era la muchacha, escu­chaba las palabras de Felipe con los ojos muy abier­tos; pero en el acto se hacía la desentendida para evitar la reincidencia.

Enamorado de ella con locura, el infeliz m u­chacho la seguía a todas partes, le traía de la ciudad finos regalos, le conversaba quedo, le descubría los sufrimientos de su alma; pero la arisca moza le rechazaba con amarga brusquedad, y le decía que no le hablara más de amores, porque jamás podría quererle.

Por semejante resistencia, Matías dió en la flor de sospechar que Encarnación ocultaba algún afecto en el fondo de su alma, y se propuso descubrirlo a toda costa. Si el semblante de su prima revelaba abatimiento; si su mirada vaga era el indicio cierto de una preocupación constante; si en su sonrisa ha­bía algo de amargura; si suspiraba con frecuencia y gustaba de irse sola por los campos, algo extraño sucedía en su corazón. Sin que ella lo advirtiera, sorprendía sus menores movimientos, seguía la di­rección de sus miradas, la perseguía en sus paseos vespertinos por los alrededores; y aun en la misma noche, sentado en una piedra o agazapado tras de un árbol, se estaba horas enteras observándola, sin que ella sospechara que en el seno de las sombras había unos ojos penetrantes que no dejaban escapar ni un detalle tan siquiera de sus idas y venidas.

Al fin llegó la hora de la revelación, y Matías

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lloró mucho, porque su amor era infinito. Encar­nación no podía corresponderlo, porque quería a don Jacinto con locura. Los celos, el despecho, la amargura — una amargura profunda como el mar— , se introdujeron en su alma de improviso pa­ra formar la tempestad más espantosa. Detrás de aquella piedra escuchó todo lo que le convenía escu­char, y en seguida se alejó a tardo paso, llegó a la pulpería y bebió hasta embriagarse.

¡Lo que él le inspiraba a Encarnación era lástima tan sólo!

Cuando volvió a su casa, le prendía la cabeza como un horno, sentía en el corazón como la punta afilada de un puñal, se le saltaban de las órbitas los ojos, las manos las crispaba con fiereza, tambaleaba tristemente y su boca parecía un manantial de ini­quidades.

— ¿Qué tienes, hijo? — le preguntó su anciana madre, con el asombro pintado en las facciones y haciendo un esfuerzo por alzarse del rincón donde dormía desde temprano.

Entonces Matías, mirando a todas partes con extraviados ojos, lanzó un grito formidable, cayó al suelo como un tronco derribado por el furor del huracán, y dando rienda suelta a los sollozos de su pecho, que amenazaban romperlo en mil pe­dazos, en el regazo de su madre lloró hasta desaho­gar las inmensas pesadumbres que de acíbar le lle­naban la copa de la vida.

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EL SARGENTO FELIPE 101

Desde aquella horrible noche se hizo taciturno, el brillo de sus ojos se apagó, bebía con frecuencia, y una expresión de melancolía suprema se le salió al semblante para empalidecerlo.

Después de la partida de Felipe, Gertrudis le buscó a fin de que viniese a acompañarla por la noche y a ayudarla en sus faenas; pero él, sin aten­der ninguna súplica, sin dar explicaciones, sin ablandarse a los ruegos de su tía, se negó rotunda­mente a complacerla.

Sin embargo, a pesar de su esquivez y su mu­tismo, jamás perdía de vista a Encarnación, atis- baba sus vueltas y revueltas, la seguía como una sombra por todos los caminos; y a juzgar por los fulgores siniestros de sus ojos, por las ásperas arrugas que se marcaban en su frente, por la som­bría expresión de su semblante, algo terrible se estaba concibiendo en el fondo de aquel cráneo.

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IXCon el pretexto de hacerles compañía por la

noche, de ayudarlas en sus necesidades, o de parti­ciparles las noticias que poco a poco iban llegando acerca de la guerra, don Jacinto empezó a ir con frecuencia a casa de Felipe. Gertrudis y Encarna­ción le recibían con el mayor cariño, y se sentaban a platicar a la puerta de la sala. Para embobar el tiempo y no marcharse tan temprano, algunas veces les ayudaba a desgranar maíz; otras les conversaba de los asuntos raros que había leído en los perió­dicos de la capital; otras cogía el cinco y lo rasguea­ba suavemente, o las ponía a descifrar adivinanzas como éstas:

Sus dientes son de rocío; su corona de escarlata; viste de rojo luciente y se ríe a carcajadas.

N o es de espinas su corona; tiene cruz y no es calvario;

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EL SARGENTO FELIPE 103es símbolo de un martirio y una sonrisa del campo.

Terciopelo negro viste, gasta joyas relucientes, es hermosa cuando hay luna y m uy triste cuando llueve.

Es azul como los cielos, tiene el badajo de oro, no es de metal, y repica como el bronce más sonoro.

Al amor de la lumbre calentita, aquellas veladas solían prolongarse hasta las diez.

Una noche, al despedirse don Jacinto, le dijo muy pasito a Encarnación, que salió a acompa­ñarle hasta el tranquero:

— Yo voy a casa, y vuelvo como de aquí a las doce . . . Si no me esperas, ya sé a qué atenerme desde luego, y no volveré nunca.

Y se escurrió sin decir nada.Inmediatamente Encarnación se fué a acostar,

y así que calculó que su madre dormía el primer sueño, se levantó sin hacer bulla ninguna, abrió la puerta poco a poco, salió al corredor en pingani­llas, encerró en la cocina los dos perros, y esperó.

El corazón le palpitaba aceleradamente, la ca­beza le ardía como un fogón y el miedo le anudaba la garganta. Dos impulsos combatían con heroísmo singular en lo más hondo de su ser: el deseo de en­

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104 GONZALO PICON-FEBREStregarse a don Jacinto en cuerpo y alma, y el te­mor de hacerse indigna del cariño de sus padres. Pero ¿ acaso le era dado resistir a los impulsos de su alma, a los arranques de su naturaleza y a los ímpetus de su rica juventud? De sólo imaginarse que don Jacinto no quisiera volver nunca, las lá­grimas saltaban a sus ojos. Más de una vez se le­vantó para regresar al blando lecho en que dormía, porque le daba miedo con su debilidad; pero una fuerza superior no la dejaba.

En el silencio de la noche repercutió de pronto un silbido prolongado, y Encarnación no se mo­vió; en seguida sonó otro, y la muchacha, olvidán­dose de todo, corrió hacia el cercado. Al verla sur­gir de entre las matas, hermosa como la imagen de la felicidad y dulcemente iluminada por la lu­na, don Jacinto se le acercó para abrazarla como la otra vez; pero ella volvió a retirarse, abriendo una distancia entre los dos.

— Pero, chica, ¿por qué huyes? — le preguntó él con impaciencia.

Encarnación comenzó a sollozar.— T u manera de ser no la comprendo, y si en

lugar de alegría lo que te causo es pena con venir, pues desde hoy no volveré.

— Y ¿quién le está diciendo eso? — murmuró la muchacha, mordiéndose los labios.

— Ya sé que no lo dices; pero con lo que haces basta y sobra para entender lo cierto.

— P or Dios, y ¿qué más quiere? . . . Bastante es

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EL SARGENTO FELIPE 105

lo que hago con salir a estas deshoras; y si salgo, no es sino porque lo quiero a usté . . . como quizás nadie lo quiere en este m undo.

— Es que querer de esa manera, no es querer.— Entonces, don Jacin to , m ejor es que me mate.— ¿P o r qué, h ija?— Porque si yo me he de estar m uriendo por

usté, pa que usté no se convenza de estas pesa­dum bres que cargo p o r adentro, más vale que de una vez coja un cuchillo.

Y Encarnación, con el dorso de las m anos, se enjugó dos lágrimas enormes que saltaron de sus ojos. Luego agregó con acento de convicción p ro ­funda :

— ¡O jalá que usté me viera aquí, pa que le die­ra m ucha lástim a conmigo! ¿Qué más hago yo nunca sino pensar en usté a todas horas?

— Y entonces, ¿por qué huyes de mi afecto, po r qué eres tan extraña, por qué me tienes miedo?

— ¡D on Jacin to , no es a usté a quien lo tengo!— Y ¿a quién, Encam ación, a quién?— A D ios y a m i conciencia.C on lo cual don Jacin to se levantó súbitam ente

de la piedra donde se había sentado, y le d ijo a la m uchacha, estirándole la m ano:

— Pues que ellos te cuiden y te amparen.Ella, sin estirar la suya, le preguntó con ansie­

dad:— ¿Vuelve m añana?

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106 GONZALO PICON - FEBRES

M as don Jacin to , volviéndole la espalda con m anifiesto m al hum o r, le contestó desde el cer­cado:

— N o vuelvo nunca, porque no tengo a qué volver.

Y se alejó a paso largo, con las orejas encen­didas, despechado y taciturno.

P o r la prim era vez, en su vida de aventuras amorosas, encontraba resistencia en aquella l in ­da aldeana; y n i sus larguezas con ella — porque la regalaba de continuo con verdadera esplendi­dez— n i los ofrecim ientos que le hacía a cada paso, n i la delicadeza con que solía tratarla , n i el afecto que ella le tenía y del cual estaba él comple­tam ente satisfecho, lograban la victoria.

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XLas noticias se m ultiplicaban de una manera

incalculable, y corrían por todas partes agran­dándose con asombrosa rapidez, tom ando formas diferentes, rebotando de las casas a las calles, de las calles a las plazas, de las plazas a los suburbios solitarios, de los suburbios a los campos. Nadie daba en la flo r de analizarlas para sacar en lim pio si eran ciertas: todo el m undo las tragaba con la m ayor facilidad o candidez, aunque fueran despro­pósitos de esos que no tienen explicación posible. Bastaba que viniese calentita, provocativa, apeti­tosa, para que todos tomasen la noticia con deleite, la paladearan buena pieza, le agregaran algún nuevo perendengue para hacerla más sensible al de­seo de los curiosos, y la so ltaran como riquísimo bom bón en el grupito de la primera esquina. La que salía por la m añana a corretear por la aceras, por la noche era imposible conocerla en n inguno de los rasgos de su fisonom ía. Los fabricantes de bolas menudeaban, pero de bolas estupendas: hoy era el asalto de un castillo inexpugnable, m añana

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108 GONZALO PICON-FEBRESla tom a a som brerazos de un cuartel, pasado m a­ñana la desigual contienda de doscientos contra mil, en que éstos, adm irablem ente arm ados y con un jefe de alante, habían puesto los pies en p o l­vorosa. La geografía se trastrocaba con inaudita seriedad, los imposibles dejaban de ser tales, lo que era m ontaña se convertía en llanura, y al ca­p itán más perezoso le hacían cam inar sesenta leguas en sólo un periquete. Y la verdad es que lo cierto de lo que estaba sucediendo en el teatro de la gue­rra, no lo sabían sino apenas tres o cuatro, los cuales, por el hecho de saberlo, andaban tan cam ­pantes por ahí.

Prófugas de la gran rota de Apure o reciente­mente alzadas, porque creían de firm e — en aten­ción a los solemnes com prom isos contraídos por Salazar con los caudillos de más nom bre de la o li­garquía— que en apoyando con entusiasmo y deci- ción al denodado guerrillero, éste llevaría al C apito­lio al partido conservador el día de la victoria deci­siva de aquella h íbrida insurrección que acaudillaba, algunas m ontoneras oligarcas, acom pañadas de t ro ­pas colecticias, vagaban todavía por la República, pero ocultando ahora el color de su bandera, de acuerdo con la orden que habían recibido de sus jefes.

Colorado o am arillo, pero famélico y desnudo, cada rato se presentaba en el pueblo de M araure algún piquete, y después de tom ar disposiciones pavorosas el resuelto machetero que venía a su ca­

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EL SARGENTO FELIPE 109beza, y de poner gordos empréstitos a los ricos p ro ­pietarios, y de am edrentar a la indefensa población como m ejor le parecía, les daba carta blanca a los soldados, que en seguida se soltaban p o r los alre­dedores a cometer todo linaje de inauditos desafue­ros. Riyéndose de la desgracia ajena, sin tener compasión por la miseria en que iban sumiendo los hogares, e in tim idando a las pobres mujerucas que los veían entrar sobrecogidas de verdadero es­panto , se adueñaban de cuanto podían y querían, y en medio de salvajes carcajadas, manifestación im púdica de la fuerza triun fal y asoladora, se ale­jaban en seguida cam ino de los pueblos por donde iban pasando como una calamidad verdaderamente horrible , para vender aquello por un puñado de pesetas. C uando hallaban las casas solitarias, sin lum bre los fogones, cerradas las puertas con can­dado, se llenaban de ira trem ebunda, arrim aban un fósforo encendido a la paja de las chozas, y se sentaban en el suelo a ver las llamas que se alzaban avivadas por el viento, y a escuchar el traqueteo de los techos al derrumbarse con estruendo. A que­llos hom bres sin D ios n i ley alguna, acostum bra­dos al desorden, m enguados de conciencia, peque­ñísimos de alma, seducidos p o r la pitanza que el pillaje proporciona, lanzados a la guerra p o r el ham bre y la miseria, sin más anhelo que el robo continuado n i más bello ideal que el bo tín de los vencidos en la lucha, andaban el camino del delito con la satánica alegría del m alvado pintada en las

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110 GONZALO PICON-PEBRESfacciones, con la botella de aguardiente guindada a la cintura, con la boca desbordante de insolencias y blasfemias, arru in ando los hogares, m utiland o la propiedad ajena, insultan do con la torpe risotada del cinismo la indefensa desgracia del labriego, y atropellando todos los fueros ciudadanos en no m ­bre del derecho de la fuerza. Pálidos como la im a­gen de la m uerte, desgreñados como las furias in ­fernales, henchido el espíritu de em ponzoñados odios, rebosante de infam ias la conciencia, m uy le­jos de todo sentim iento hum anitario , pob lando los aires con las increpaciones de su im piedad luzbéli- ca, haraposos y ham brientos de maldades, cruzaban por los campos como fantásticas figuras, sem brando el terror por dondequiera, abandonados de D ios y maldecidos p o r los hom bres. A su paso, semejante al de los bárbaros que sobre Rom a la imperial, hondam ente gangrenada y corrom pida, arro jaron los bosques de G erm ania, tem blaba el propietario por su hacienda, la iglesia parroquial por las jo ­yas de sus vírgenes, el comerciante p o r sus p o q u í­simos ahorros, el labriego po r su vida y las mujeres por su honra. D etrás de ellos no quedaban sino m ontones de cenizas, lágrim as de am argura, cam­pos enteros devorados po r las llamas y chozas soli­tarias. Y cuando se les veía venir, resaltando en el horizonte como una nube negra, flo tan do al v ien­to sus brillantes pabellones y reluciendo al vivo sol sus agudas bayonetas, las gentes corrían am edrenta­das a esconderse en lo p ro fund o de las cuevas, en lo

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EL SARGENTO FELIPE 111som brío de los sótanos y en la honda esquivez de las m ontañas.

M ientras tan to , Encarnación padecía lo indeci­ble, porque además de continuos sobresaltos en que ella y su m adre se veían, sin am paro n i protección alguna, don Jac in to no había vuelto, E n vez de disminuirse, su cariño por él iba creciendo, y a todas horas le tenía vivo en el alma y en la im agi­nación. A lguna que o tra vez, ella y su madre, cuando venían del pueblo, acertaban a encontrarle en el cam ino; pero no se detenía sino apenas un m om ento, y continuaba. En la frialdad de su sa­ludo, tan cariñoso antes, se adivinaba desde luego la más p rofund a indiferencia.

U n dom ingo, a eso del anochecer, lo encontra­ron a caballo a la salida de M araure.

— ¡D on Jacin to , dichosos los ojos que lo ven! — exclamó G ertrudis, sin poder ocultar la com pla­cencia que sentía.

— G ertrudis ¿cómo estás? — preguntó él, disi­m ulando como m ejor le era dado la satisfacción que experim entaba al verlas.

— ¡Pa servirle, señor! — volvió a decir G ertru­dis con verdadero trasporte de cariño.

— ¿No has sabido de Felipe?— Pero n i esto, aguaite . . . ¡Y si usté supiera las

crujidas en que estamos con tan to ir y venir de vagam undos por aquí!

— ¿T e han hecho muchos daños?— ¡Aaaáh caramba, don Jacin to , si eso es lo que

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112 GONZALO PICON-PEBRESda lástim a! U n a m añana cargaron esos diablos con el to ro ; o tra se llevaron las tres vacas, y po r más que les rogué de cuantos m odos pude, no logré que se ablandaran los indinos . . . C on el b urro no h an jalao , porque apercaté a meterlo en un zan jón , y allá está el pobrecito pegao contra un palo día y noche; pero tem iendo estoy que en una rebuzná que pegue, de golpe me lo escuchen, y entonces sí que la acabamos de arreglar . . . Pa esto, que el café se está cayendo ya, y nosotras sólitas no damos abasto pa cogerlo; y lo que es el m aíz, se lo han lle- vao casi to d o . . . D o n Jacin to , yo no sé qué nos haremos cuando Felipe vuelva, porque esta federa­ción brava de ahora nos ha dejao que n i partidos p or el m edio . . . A l fin y al cabo, si Dios no lo remedia, el cafesito se perderá tam bién, y lo que nos quedará será m orirnos de la pura pesadumbre.

A G ertrudis se le arrasaron de lágrimas los ojos, a tiem po que Encarnación m ordía con saña las pun tas del pañuelo; y don Jacin to , compadecido de tanta desventura como aquella, m urm uró:

— G ertrudis, n o hay cuidado, que yo estoy aquí para servirte en lo que pueda. Si acaso ves que te faltan los recursos, pues te vienes a casa sin demora, y todos los días irás p o r el conuco a darle vuelta, para que no se acabe de perder lo que hay allí.

— D ios se lo pague, don Jacin to , y no crea que no le cojo la palabra, porque ¿a quién más he de volver los ojos en semejante desespero? . . . Y d í­game, ¿tam poco usté ha sabido nadita de Felipe?

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EL SARGENTO FELIPE 113— L o único que sé es que el ejército de aquí

había llegado a C arabobo.— Y ¿no hay form a de que eso se acabe todavía?— Creo que todavía no, a juzgar por las noticias

que circulan.— Pensando he estado yo lo que le hayan hecho

a usté esos facinerosos sin concencia, tan descris­tianaos como son.

— ¡Gertrudis, la m ar negra! . . . De los potreros me llevaron cien novillos; de las pesebreras, todos los animales de trab ajo ; y para com pletar las cuen­tas, me h an obligado a entregarles un empréstito de cinco m il pesos. . . C onque ya ves que la cala­m idad es para todos, y que nosotros trabajam os para que los vagabundos y los guapos, en nom bre de la P a tria y de cierta libertad que ellos entienden a su m odo, nos roben porque les da la gana y se enriquezcan en un mes de vandalism o brutal.

— Pues que la V irgen me lo ampare, don J a ­cinto, y no se olvide de nosotras, que ya usté sabe que lo queremos mucho.

Encarnación se enrojeció como la grana, y don Jacinto se lim itó a decir, estrechando la m ano tan sólo a la prim era:

— Adiós, G ertrudis . . . Hasta la vista, Encar­nación.

A rrim ó las espuelas a la muía, y se alejó al pasitrote. E n poco estuvo que incurriese en una claudicación desatinada y vergonzosa, porque la h ija de G ertrudis estaba aquella tarde, como n u n ­

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114 GONZALO PICON - FEBRESca, de b on ita y de galana. L as enaguas, deslum ­brantes de matices que servían a encandilar; la ca­misa, dejando ver garganta y brazos, con la tira de bordado prim oroso en contorno del busto en­cantador; el pañuelo de seda, a horcajadas en la nuca y prendido sobre la un ión del seno con alfi­ler de oro que se reía de b rillan te ; los m enudos alpargates, blanquísim os como copos de algodón; el jip ijapa, ch iqu irritín , con cinta roja en to rno de la copa; el paño ló n de largos fluecos y paisajes de pájaros y flores, cargado con donaire; y en la an ­cha y larga trenza que lustrosa se le iba por la espalda, el clavel reventón hecho una aurora. Pero don Jacin to sabía contenerse en sus arranques, a fin de que sus cálculos le diesen el resultado que buscaba, y p o r eso se alejó aparentando la m ayor indiferencia.

A hogándose llegó Encarnación a la casita, y se sentó a la puerta sobre el banco de madera. M ien­tras su m adre rezaba y pedía al cielo por Felipe, a tiem po que desm otaba unos copos de algodón, ella sufría en silencio y suspiraba dolorosamente. L a indiferencia de don Jacin to y la frialdad de su saludo, la hacían padecer y la llenaban de una m e­lancolía p rofunda. Si ella le quería con todo el corazón; si lo que más deseaba era confiarle sus dolores, su am argura, la m elancolía suprema de su alm a; si sus visitas le hacían falta para sentirse alegre y satisfecha; si para ella no existía o tra m ú ­sica más bella que la de sus palabras, n i lu z más

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EL SARGENTO FELIPE 115

clara que la brillante de sus ojos, n i más dulce ca­lor que el de sus m anos cariñosas; si a todas horas le tenía presente en la imaginación, y ya fuese des­pierta, ya dorm ida, soñaba con la felicidad que él podía ofrecerle . . . ¿por qué era tan tenaz en la im ­paciencia, y no se convencía de que a ella le sobra­ba la razón, y sin ninguna compasión la hacía su­frir?

A l fin se levantó, porque sentía el pecho opri­m ido. Si lloraba delante de su madre, era lo m is­m o que revelarle su secreto: si se quedaba allí, taciturna y silenciosa, Gertrudis podía sospechar lo que pasaba por su ánim o. Para no rezar el rosario, fingió que le dolía la cabeza, y fué a acostarse.

Desde aquella am arga noche comenzó a entriste­cerse peor que antes. A ndaba como lela, cada rato suspiraba, p o r el más leve m otivo se le salían las lágrimas y con frecuencia se escapaba de la casa a vagar sola, m uy sola, p o r los campos. Sentada sobre una roca o sobre un tronco de árbol derrum ­bado por los años, con los codos en los torneados m uslos y las m anos en la cara, se quedaba horas enteras contem plando la inm ensidad azul, en cuyas ondas abejeaban los átom os de oro. O ndulándole la trenza por la espalda como una sierpe negra, brillándole los dilatados ojos, cayéndole la enagua u n poco más abajo de la redonda pantorrilla, medio desnudo el seno erguido y con los pies tan limpios como la espuma del arroyo, semejaba una figura de M istral, el candoroso poeta de Provenza.

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116 GONZALO PICON -FEBRESSaltando los cercados, yendo a campo traviesa,

brincando por las rocas como cabrilla m ontaraz, parándose de p ro n to a escuchar el isócrono rum or de los cequiones, deteniéndose a veces al pie de las cruces de madera que se alzan a orillas del camino sobre am ontonadas piedras, m ordiendo las hojas que arrancaba de las m atas, o contem plando las bandadas de torcaces que salían asustadas de los ubérrim os barbechos del m aíz, solía irse sola hasta la cumbre del cerro de E l corozo. T iene éste b astan ­te elevación, bríllanle en la falda enormes rocas que parecen como de bronce bañadas por la luz, mues­tra una vegetación raquítica y escasa, se levanta por un lado hasta la cima com o cortado a pico, se re­siente de la ausencia absoluta de las aguas, contras­ta p o r su perenne desnudez con la eterna p rim a­vera que sonríe en to rn o suyo, y allá sobre la cumbre, guarnecida de espinosos m atorrales, ané­micos y tristes, y de ingratísim os cardones que se­m ejan brazos de repugnantes esqueletos, ostenta una gran m ata de corozo, cuyas palm as se mueven sin cesar a los ósculos del viento que sopla del h o ­rizonte a bocanadas. Poetisa del verano, am ante del calor, gloria del sol del m ediodía, la cigarra canta en los desnudos palitroques su canción a turdidora; saliendo de los huecos am arillos del terreno, la cu­lebra se arrastra con pereza p o r entre los arbustos escasos de verdor; escapadas de im proviso, p o r la aproxim ación de algún labriego, de las frescas se­menteras que lucen su lozanía en el valle, las p a ­

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EL SARGENTO FELIPE 117lomas suben a refugiarse bajo los agrios m atorra­les. A llí no hay sino pobres y menudas florecitas, de esas que no dan sino tristeza, que parecen nacidas al borde de las tum bas, que las muchachas no arrancan de las entecas ramas porque no sirven para adorno del cabello, que se ven con la m ayor indiferencia, que viven cercadas de abandono, y que ni las m ariposas buscan para posar el vuelo en sus corolas. Los pájaros gorjean, pero abajo, en el centro de los valles, en medio de la pom pa de las orboledas, orillas de las gárrulas quebradas, en las copas de los ceibos vibrantes de eglógicos m u r­m ullos, en el brillo , en el verdor, en la frescura eternamente renovada de la intacta primavera. Y lo que es el agua, sobre la cumbre solitaria no cae sino del cielo, esa que las nubes derram an a torren­tes de sus urnas de alabastro en cuanto la atm ós­fera se hinche de vapores, y el rayo culebrea en el espacio, y rom pe el ronco trueno con sus detona­ciones la sagrada arm onía de la naturaleza.

E n cambio, desde el cerro triste y agrio se con­templa un espectáculo que encanta, que sorprende p o r su legítima herm osura, que lleva al ánim o du l­císima alegría. A llá, en el horizonte, hace ondas el perfil de la m ontaña, la cual se levanta en de­rredor en figura de anfiteatro colosal; delante se alza una colina, cuya redondez semeja la cúpula de un tem plo indio; en el fondo se divisan las p la ­nicies, cubiertas de arboledas de café, salpicadas de casitas blancas, divididas por cercados de piedra que

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118 GONZALO PICON -FEBRESblanquean como nieve a las últim as caricias del cre­púsculo; po r las faldas de los m ontes derram an los torrentes los caudales de sus aguas y el candor de sus espumas; po r entre som brosos bosquecillos des­cienden m urm urando las quebradas; en los potreros se perciben, sobre la intensa esmeralda de la yerba, las figurillas que parecen de paisaje de las reses; de las casitas sube el hum o en azuladas espirales; y hacia el N orte, y hacia el Sur, y en tod o el medio del cam ino real, salpicado de gentes y pollinos, se colum bran, al través de las nieblas rosadas de la tarde, T ierra-A legre, M araure y Planadillas, b u lli­ciosos pueblecitos de la cercanía, como bandadas de palom as blancas posadas a la som bra de los á r­boles. Inflam adas por el sol, las crucecillas de hierro de los tem plos resplandecen a lo lejos sobre el fo n ­do verde obscuro de los montes.

Encarnación se sentaba en las sobresalientes ra í­ces del corozo, y se estaba, hasta cerrar la noche, contem plando el herm osísim o paisaje. C ierta es­pecie de dulce som nolencia caía sobre su espíritu, y sólo cuando el bronce de la pequeña iglesia de M araure repercutía en el espacio con el pausado toque de oraciones, despertaba del ensueño y se volvía a su casa, pensando siempre en don Jacinto.

U n a tarde, cuando más embebida se encontraba en sus cavilaciones, vió surgir a M atías, pálido y fatigoso, por uno de los abruptos bordes de la cima de aquel cerro. N o se m ovió siquiera, porque la brusca aparición paralizó sus facultades. Se quedó

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EL SARGENTO FELIPEm irando al m ozo con el miedo pintado en las fac­ciones, y esperó resignada lo que sobreviniera, pero con la enérgica intención de rechazar cualquier p ro ­pósito violento. M atías avanzó con paso firme hasta pararse frente a ella, y apoyando el garrote que lle­vaba sobre el tronco de una mata de maguey, le d ijo a la m uchacha con tristeza:

— N o te asustes, que no vengo a hacerte daño... P o r el contrario , Encarnación: es que m€ durle verte sola, y quiero acom pañarte . . . De golpe te sucede alguna m ano, y yo voy detrás de ti pa de­fenderte.

— Pues hasta ahora — repuso la muchacha con desdén— ningún tropiezo me ha salido en el ca­mino.

— Pero eso no quita que te salga cuando menos lo percates.

— Porque tú sacas la cuenta por lo que estás haciendo.

— Y ¿qué es lo que hago yo?— A ndar detrás de mí por todas partes, lo cual

no me gusta n i un poquito.— P o r tu bien es, Encarnación.— Pero me choca con empeño, y no lo puedo

remediar . . . L a gente de por aquí conversa m u­cho, y de p ro n to me arm a el cuento que yo no necesito.

— ¡Caram ba, qué desagradecida eres!— Pues así ¿lo oyes chico? así quiero quedar­

me . . . M atías, ¡qué terquedá la tuya! M ás de una

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vez te he dicho que no pienses más en m í, y tú no haces caso.

Porque no puedo, Encarnación; porque si yo pudiera, nada me costaría; porque cuando se quie­re de verdá, así com o yo te quiero a ti, el querer es más grande que uno mismo.

Con lo cual la muchacha se paró, haciendo un agrio m ohín de desagrado. A quellos desahogos de M atías la llenaban de impaciencia, la pon ían fue­ra de sí, le daban rabia. El m ozo com prendió que quería irse, y se atrevió a decirle:

— N o te vayas todavía, que no han dao la oración.

Es que en casa — replicó la m uchacha de mal modo— debo de estar haciendo falta.

— Y ¿cómo casi siempre te coge aquí la noche, y luego bajas m uy despacio, sin que te p iquen im ­paciencias como ahora?

— M atías, ¡qué torm ento!— Pero déjame siquiera acom pañarte, ya que

intención buena me sobra en ofrecerte la com pa­ñía de mi afecto y la defensa de mis puños, fuertes a tu lado como los troncos de las ceibas.

Encarnación no contestó, sino que dándole la espalda bruscamente, com enzó a descender a la ca­rrera por la falda del em pinado m onte.

M atías la contem pló en silencio hasta que se perdió de vista, y dos lágrim as ardientes de des­pecho bro taron de sus ojos. Sentóse luego en las raíces del corozo, llena el alm a de pro fund o desa­

liento, y se puso a cavilar.

120 GONZALO PICON-PEBRES

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XID el lado acá de Planadillas, a distancia de allí

como una legua, en el sitio denom inado La Pascua, sobre una altiplanicie enteramente abierta a los be­sos de la luz, altiplanicie que parece una gran plaza cubierta de verdura como suave terciopelo, levántase una erm ita que se llam a La Mano Omnipotente. D etrás, medio escondida entre naranjos y verdes limoneros, está la casa en que vive el viejecito en­cargado de la limpieza y guarda de la ermita. Para llegar a ésta, se recorre larga calle de jazm ines de la India sembrados a cordel; en todo el centro hay una alta cruz de bronce, erigida sobre ligera peaña de m am postería p in tada al óleo, en torno de la cual se enredan rosadas madreselvas y azules cam pani­llas; ceibos y apamates, situados en hileras, b o r­dean la planicie, y delante de los fornidos troncos blanquean los cercados enteramente rectos y enga­lanados por la naturaleza de risueñas trepadoras; la callejuela del medio, o sea la de los jazmines, está em pedrada de lajas que brillan con el sol; sobre la yerba fina en que se alfom bra la gran plaza

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122 GONZALO PICON-FEBRESostentan sus capullos las flores de los trópicos; las golondrinas se posan en la torre a la caída de la tarde, y en los cercados, y en los árboles pomposos, y en los m agníficos jazm ines, y en la peaña de la cruz, los pájaros alegres, retozando entre las f ro n ­das, perennem ente cantan la gloria de la naturaleza.

L a iglesuela es nuevecita, con pavim ento de m ár­m ol y porche de ladrillos m uy lustrosos. E l te ja ­d illo le rojea, a trechos m atizado p o r las líneas blanquecinas de la mezcla que pega las jun tu ras o boquillas de las tejas. E n derredor del tejadillo y coronando las paredes, se alza u na cornisa g ó ­tica, p o r cuyas gárgolas de zinc se desahoga a grue­sos chorros el agua llovediza. Enjalbegada p o r de fuera, m uestra los m uros p o r de dentro em pape­lados y con brillante zócalo de p in tu ra al óleo. T iene dos pilas de bronce, arco toral de madera tallada con exquisito gusto, a lta r de m árm ol b lan­co y alfom bra costosísima en el ábside. Siempre está lim pia com o una porcelana, brillante como un oro, perfum ada como un estuche de rico terciopelo. E n el vértice del presbiterio enseña u n a crucecita de vidrios de colores, que se inflam an con el sol y resplandecen sobre el fondo azul del cíelo. En cada una de sus paredes laterales se abren dos ven­tanas en que florecen y sonríen las ojivas; su fro n ­tispicio es gótico, igual que el de la iglesia de L o u r­des en el C alvario de Caracas: y en la aérea to rre­cilla, que sube alegre al cielo cual regalada estrofa, resuena una cam pana a cuyas voces se descubre y ora

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EL SARGENTO FELIPE 123la religiosa gente de los alrededores, pero con más respeto que cuando repercuten en el aire las de los otros templos.

A llá, en la penum bra del ábside, abre los brazos la trágica figura de Jesús Crucificado, aun no muerto, sino cuando pronuncia las siete palabras misteriosas. A entram bos lados, pendiente de dos largas varillas de m etal y ensartados en cintas an ­gostas de colores, cuelgan muchos exvotos — m i­llares de m ilagrillos de p lata— que representan distintísim as figuras, y que son el testim onio vivo de la v irtu d maravillosa del gran m ártir del C al­vario. A bajo, sobre las baldosas blancas, arden constantemente, en candeleros de cobre, hasta cin­cuenta luces; y en la mesa del altar, cubierta con un paño de batista fim briado de encajes como es­pum a, lirios y rosas y azucenas ostentan el esplen­dor de su herm osura y embalsaman la iglesuela con el o lor de sus fragancias. P o r supuesto que ella no es ahora lo que era hace veinte años. Entonces no pasaba de ruinosa capillita, destartalada y po ­bre; hogaño, tan to lu jo y tan ta pom pa han venido surgiendo a fuerza de limosnas, de dádivas ofrecidas por las personas ricas, de lo que han producido, al venderse, los exvotos. L o único que no ha cam­biado allí es la m ilagrosa imagen.

E l cura de Planadillas, que frisa ya en los se­tenta y cinco años de edad, dice misa en la capilla todos los dom ingos, y pronuncia además piadosa plática. V aró n virtuosísim o y austero, enamorado

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GONZALO PICON-PEBRES del culto esplendoroso, apóstol convencido de los nnlagros de la imagen, a sus esfuerzos y honradez se debe la construcción del tem plo y la ornam enta­r o n que luce; y si anda con la sotana remendada, y da a los pobres cuanto le cae en la m ano, y come con gran frugalidad, los dineros que son de La Mano Omnipotente, los m aneja con la m ayor limpieza, «virtiéndolos de fijo en aum entar el esplendor de

la íglesuela. P o r lo que hace al viejecito que la guar­da que la l.m p.a y que la a lum bra sin cesar hastaS I H “ ráS de 105 broca­teles del ocaso vive y m ora en la casita que se ha dicho, cultivando una hortaliza de cuyos productos se alim enta, acom pañado de una herm ana que le hace de comer lab rando el cacho en obrillas p rim o­rosas que le ofrecen algunos rendim ientos, y com-ZT,i°Pz r ño los árbo,es y f,oKs ^IT r ÍS* qUE Cn Cl tempI° se celeb™ «e}■. de la C n ,z - y es cantada, con diácono y sub- diacono, con serm ón del sobredicho sacerdote con m ucho estruendo de cohetes y con música traída de la cercana capital. Ese día la íglesuela permanece abierta hasta las nueve de la noche; los campesinos echando m ucho lu jo , llegan de todas partes en pia dosa y alegre rom ería, y la cam pana de la torre- zuela vibra cada cuarto de hora. Los hom bres traen velas, y las mujeres, en canastillos de mimbre, flo ­res lozanas para ofrendarlas a la imagen. E l orden y la com postura rem an entre los rom eros; casi to ­

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EL SARGENTO FELIPE 125dos com ulgan para santificar el día, y si en otras festividades religiosas de Planadillas, M araure o T ierra-A legre se em borrachan y bailan en ruidosos chapaleos por la noche, aquel día no prueban el licor n i se dan a ninguna diversión profana, sin duda para hacerse acreedores a las gracias y m er­cedes del Santo Cristo de La Pascua.

Desde hace cincuenta años, tiem po en que 6e fundó la erm ita, todo aquel que por frente a ella pasa, se detiene y reza una oración en la silenciosa nave, o deposita una moneda en el cepillo que abre su rendija a la derecha de la puerta, o coloca una vela en el gran azafate destinado a recibirlas, o en m anos del viejecito deja un m ilagrillo para que sea colgado en alguna de las varillas de metal. Personas hay que se empeñan en que la cinta del exvoto cuelgue del clavo de los pies de C risto, p o r­que de tal manera fue ofrecida la promesa, y ya en el clavo no queda sitio para más. C on ín tim o fer­vor, con efusión sincera, con profundísim o respeto, la gente penetra en la capilla, se santigua con el agua de las broncíneas fuentes, póstrase de hinojos, eleva las m iradas hasta la dulcísima que emergen los ojos de Jesús, abre el alm a dolorida a las co­rrientes de la gracia, y reza con verdadera devoción. N aturalm ente, todo lo que se ve, lo que se oye, lo que se aspira en el regazo de aquel templo, contri­buye a sazonar la b landa disposición de ánim o con que allí se entra y ora. La espléndida figura de la imagen, cuyos brazos redentores parece que se abren

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GONZALO PICON-PEBRES para estrechar las alm as; la alegría de las llam as en que los cirios arden, ilum inando la gloria que en­guirnalda la frente de Jesús; el claroscuro de la nave calentita, henchida de rum ores misteriosos; la vaga m elancolía que flo ta en el am biente; los arom as de que llenan las flores el recinto; la arrai- gadisima creencia, la fe pro fund a que se tiene en a v irtud m ilagrosa de la im agen; todo sobrecoge

de tal suerte al corazón, que la plegaria b ro ta pura de los labios, lim pia como raudal campestre, oloro­sa como virginal capullo, ardiente com o el trin o de la m adrugadora alondra.

C uando la tarde muere, de rosas coronada, u n ­gida de perfumes, llena de m elancolía inefable- cuando la errante golondrina, m o n jita del conven­to de los cielos — del m onasterio azul— posa el ala fatigada en la aérea torrecilla; cuando los p á ­jaros se acogen a los nidos, y parecen los árboles fantasmas,_ y resplandece en el espacio el perfil de las m ontanas como línea de fuego irregular, cuando del seno de la naturaleza se escapa ese ruido sobe­rano, esa indecisa m elodía, esa vaga explosión de notas dulces que sobrecogen al espíritu de b landa som nolencia; cuando la cam pana de la iglesuela repercute en el am biente con el pausado toque de oraciones, el cam inante se detiene y ora, el labriego se descubre en medio de la verde sementera y ju n ta las m anos en actitud de súplica, el rico propietario deja al aire la cabeza y levanta la vista a lo in fi­n ito , y en to rn o de la m adre se agrupan los am o­

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EL SARGENTO FELIPE 127rosos h ijos para rezar la plegaria del crepúsculo. C ontem plando dentro de sí la imagen radiosa de Jesús, del sublime Crucificado de la ermita, todos se vuelven hacia allá con satisfacción intensa, y al ver blanquear la torrezuela y resplandecer la cruz de vidros de colores sobre el fondo del espacio, sienten que sobre su alma cae, como frescura m ati­nal, el rocío de la consolación.

C uando el tem blor siniestro estremece las entra­ñas de la tierra, bram a con sordo estruendo y bam ­bolea las casas; cuando la tempestad sacude sus alas de relámpagos sobre la cumbre de los montes, y el rayo se desprende del inflam ado seno de las nubes para volver pedazos al roble centenario; cuando la guerra atraviesa por el campo en su cor­cel de fuego, ham brienta de infamias y maldades, desparramada al viento su cabellera ignífera, b lan­diendo enfurecida la espada segadora, asordando los espacios con los truenos de su ira, espum ando odio la boca y sembrando por doquiera la riza y el desastre; cuando la negra inundación, desbordán­dose rabiosa de las cumbres, derrama los caudales de sus aguas para arrancar de cuajo hasta los m us­culosos troncos de los árboles que señorean la selva; cuando la peste vuelca sus ponzoñosas urnas sobre aquella región am ada siempre de la naturaleza, y diezma los hogares, y envenena de pesar los cora­zones, y puebla de cadáveres las necrópolis hum ildes; cuando el dolor impera, y se entroniza el mal, y el pasmo se introduce en el espíritu, entonces las m iradas no se apartan de la consoladora erm ita,

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y la nave se ve llena de gente a todas horas, v parece el a lta r un ascua de oro p o r la m ultiplicidad de velas que lo alum bran, y se acendra la fe en las p leganas olorosas a ternura, que llueven a los pies de la dolorida im agen como u n raudal de lirios de los campos.

E n medio de las torm entas de la vida, de los caprichos de la suerte, de los dolores que causa el desengano, aquella iglesuela es un refugio de las almas que padecen. A llí encuentran medicina para el sufrim iento, rescoldo generoso para tem plar el frío que la desesperanza da, resignación para m ejor sobrellevar la miseria de este m undo. A llí encuen­tran calor que refrigera, dulce p az en que el ánim o K goza, aplacible silencio in terrum pido apenas por la arm onía de los pa jares cantores, po r el ru ido del follaje, p o r la música de los arroyos. L a luz queQue Ia T f! P° r " Ventanas ° j ¡vaIe^ la fragancia que las flores recien cogidas vierten; el oro quearruñad1 ' “"i ‘“ - i medÍ° * SU ^ P o n -o te o rru llado r; la tib ia atm ósfera que reina a todashoras en la angosta navecilla; la aureola que res­plandece en to rno de la cabeza de Jesús, alivianan e espíritu, tem plan su sed ardiente y le hinchen de frescas ilusiones. El que desea curarse alguna cruel enfermedad, el que busca salir de recio trance el que am biciona satisfacer v ivido anhelo, el aue’ persigue una esperanza, el que va en pos de un ideal allí corre a arrodillarse, a encender u na bujía a dejar una lim osna en el cepillo, a ofrecer una p ro ­

GONZALO PICON-FEBRES

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EL SARGENTO FELIPE 129mesa a la imagen de Jesús; y como en ella tienen fe y los m ilagros que realiza se repiten con frecuencia, y todo el m und o se hace lenguas para ensalzar la v irtud m aravillosa de la trágica figura, salen de la iglesuela alegres, con el espíritu oprim ido de du l­císima emoción, confiados en que el C risto de La Pascua devolverá a su corazón la paz perdida, o les hará gozar del bien ansiosamente suspirado. Ello es lo cierto que, como el Crucificado otorga de continuo sus mercedes, sanando a los enfermos, cam biando la fo rtu na de los desheredados, satisfa­ciendo aspiraciones y consolando a los que sufren, los exvotos de p lata llueven de todas partes, las velas se m ultiplican para alum brar la imagen desde que el alba apun ta, y la poética iglesuela va ganan­do cada día en belleza y esplendor.

C uando M atías se quedó solo aquella tarde en la desierta cumbre de El Cocozo, sentado en las raíces de la m ata, cavilando acerca de su arrastrada suerte y lleno el corazón de pesadumbre, oyó de p ro n to resonar en el espacio el toque de oraciones que surgía de la torre de M araure. Incorporándose en el acto, descubrióse la cabeza y rezó un avem a­ria. Las lentas campanadas se apagaron, y el silencio reinó de nuevo en la inmensa soledad. N o se escu­chaba sino el ruido lejano del torrente, la pene­tran te solfa de los escarabajos escondidos en los agrios m atorrales, el m urm ullo de las palm as del corozo sacudidas por el viento. L a tarde se dorm ía con lánguido abandono; tal que o tro lucero reía ya

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130 GONZALO PICON - FEBRESen el azul, y de las cosas no se veía sino el contorno sobre la media t in ta del crepúsculo. A poyados los codos en los m uslos y las m anos en la cara, M atías no pensaba sino en los hon dos anhelos que sentía, en la tristeza que le em bargaba el ánim o, en las amargas hieles que Encarnación le hacía tragar a fuerza de desdenes. U n a nueva campanada resonó de im proviso en el espacio. Sonora, cristalina, m is­teriosa, el aire la tra ía de m u y lejos. M atías volvió a incorporarse, dirig ió la m irada hacia La Pascua, quedóse contem plando largo rato el que todavía era ruinoso cam panario de la erm ita, y sublime y lum inosa en su espíritu surgió la figura de Jesús Crucificado. A lgo así como celestial rocío cayó en su corazón para llenarlo de frescura, para calmar las aflicciones de su alm a y aligerar las pesadumbres que se la entenebrecían. Entonces recogió el garrote, y empezó a cam inar la vuelta de su casa.

A l día siguiente p o r la tarde después que puso fin de la faena, dirigióse a La Mano Omnipotente, y arrodillándose ante el C risto, se estuvo largo tiem po en oración. Pidióle con fervor el remedio de sus penas, la alegría de su espíritu, la conver­sión de su esperanza en realidad; y si al cabo le quería Encarnación, en recompensa de merced tan señalada el m ozo le llevaría a Jesús un m ilagrillo de oro ensartado en cinta roja, y le encendería una vela durante doce días.

Cerraba ya la noche cuando volvió a su casa, confiado en la eficacia de su ruego, en la protección del Cristo, en el m ilagro que iba a hacerle.

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XIIU na m añana G ertrudis bajó al pueblo, acom ­

pañada de un muchacho que le llevaba u n gran canasto atiborrado de racimos de tom ates encendi­dos, hermosos ramilletes de cebollas de cabeza y otras cosas semejantes. Se proponía vender aquello en el mercado, para com prar con el producto de la venta unas varas de zaraza, dos pañuelos de ma- drás y un retazo de bram ante o de liencillo. P o r no exponer el pollin illo a los deseos de tantos m ili­tares como vagaban por los campos haciendo de las suyas, lo dejó en el zan jón hartándose de yerba fresquecita, sacudiendo las orejas con estrépito y espantándose las moscas con el rabo, y prefirió p a ­garle a aquel m uchacho para que le llevase el ca­nasto hasta M araure.

Encarnación se quedó de cuidadora, porque no era conveniente abandonar la casucha todo el día en aquellas circunstancias, y después que alm or­zó con toda la desgana que solía desde cuando la tristeza se le había introducido en el espíritu, se puso a lavar en el cequión. Sentada sobre la

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132 GONZALO PICON-PEBRESyerba de la orilla, inclinando la cabeza sobre la piedra en que lavaba, encuadrado el fresco ros­tro en el ala de un inm enso som brero de cogollo, constelada la frente de gotas de sudor, con los brazos desnudos que daba gloria verlos tan ro ­llizos, y acezando de fatiga a consecuencia del sol y del trab ajo que el recio m enester le ocasio­naba, la muchacha respiraba espléndida salud por todos los poros de su cuerpo. P o r sus torneados brazos, de hoyuelos en los codos, corría la sangre pura; del seno casi descubierto, donde lucía un rosario su brillante cruz de oro, se escapaba un o lo r como de rosas en capullo, aun no mancilladas y nacidas en la falda de las lom as; sus labios, en ­cendidos como adelfas, tenían la inequívoca fres­cura que en la m ujer denuncia el estado virginal. N inguno, al contem plarla tan híermosa, podría imaginarse que su corazón sufriera, que su pecho fuese un vaso rebosante de am argura, n i que su alm a joven, vibrante como un arpa, hubiese más profunda sensación que la avasalladora alegría de vivir.

Pero ahora, como tantas o tras veces, no can­taba al porracear en la piedra con la ropa, n i son­reía con el deleite que da la juventud, n i sus ojos resplandecían con ese brillo insólito que sirve a denu dar la absoluta alegría del espíritu. Sus m i­radas eran tristes, sobre todo cuando iban a per­derse en el a z u l; la palidez de su sem blante denun­ciaba el sufrim iento; dos anchas ojeras circundaban

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el borde de sus párpados; de vez en cuando una lágrim a se desprendía de ellos, y con no poca fre­cuencia la chica suspiraba, pero con esa tristísim a ex­presión del que siente algún dolor al suspirar. E n ocasiones suspendía el m ovim iento del oficio, e in ­móvil como una bella estatua de mujer, con las m a­nos apoyadas en la piedra, abstraída de cuanto la rodeaba como el que está bajo la influencia del en­sueño, echada la cabeza para atrás y con los ojos fijos en la soberbia cúpula del m onte fronterizo o en el azul espléndido del cielo, parecía que hablaba sola, porque sus labios se m ovían y el viento se llevaba el rum or quedo de sus palabras indecisas.

¡Alegría! ¡alegría! era lo que cantaba entonces todo en el regazo de la naturaleza: las frondas al soplo de los céfiros, las yemas de los troncos al im pulso de la savia, las aves al calor del m ediodía, las flores al ardoroso beso de los efluvios de la tierra. Sin embargo, Encarnación permanecía en una especie de lax itud abrum adora, y un pensamien­to fijo , que nunca se apartaba de su m ente, la dom inaba en absoluto. ¿Qué podía ella hacer para acallar su corazón, para no entregarse nunca al hom bre a quien quería, para doblegar su volun tad a la voz de la conciencia? ¿Qué podía ella hacer para no sucum bir, cuando su am or era invencible, y heroicos los im pulsos de su naturaleza, e indo- m inables sus anhelos como bridones disparados en airosísima carrera p o r la pampa?

De im proviso despertó, como asustada, de la

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134 GONZALO PICON-FEBRESabstracción en que cayera desde hacía media hora. Sintió hacia la izquierda el cru jir de algunas ra­mas, y volteó llena de espanto, sin a tin ar a decir nada, encogido de m iedo el corazón. A briéndose camino por entre lo tup ido del espinoso m atorral, con los ojos desmesuradamente abiertos, las m a­nos tem blorosas y el sem blante dem udado, M atías avanzó hasta colocarse frente a ella. Su alejam ien­to de la casa, su aspecto melancólico, la am argura que revelaba el decaimiento de su anim o, el hecho de no verle de mes y medio acá, los decires que corrían con relación a sus frecuentes embriagueces, amén de aquella solem nidad siniestra con que aca­baba de surgir de la arboleda, llenaron de terror a la muchacha; y al verse sola en el conuco, en­tregada a los caprichos de aquel m ozo, cuya fre­nética pasión pod ía im pulsarle a cometer un des­afuero, palideció como una m uerta y comenzó a temblar.

M atías no tardó en darse cuenta de aquello que pasaba por el ánim o de su adorada prim a, torm ento de su alm a y origen de todos sus dolores, y echán­dose de espaldas contra el tronco de un naranjo , le d ijo para tran qu ilizarla :

— Y a m iro que te asustas de solamente verme . . . ¡M alhaya con m i suerte tan indina! . . . P o r lo que se barrun ta, de seguro que me crees un b and o­lero capaz de atropellarte . . . Pero escucha, no te figures nada m alo, porque yo ¡por la V irgen del Carmelo te lo ju ro ! no vengo a hacerte nada.

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Y al m urm urar aquello con voz sorda, el des­dichado m ozo se ahogaba de emoción, de una em o­ción profunda que sacudía todos sus miembros.

__ Y ¿quién te ha dicho que me asusto? b a l­buceó toda confusa Encarnación, tra tand o de do ­m inar el estallido de sus nervios.

__ T ú misma, con ese color blanco que tienes enla cara, con esos ojos que ya se te salen de las cuen­cas, con ese gran tem blor que te brinca en todo el cuerpo.

— Pero puedes contar con que no es por miedo a ti, porque no hay razón pa ello. C om o no te veía desde hace m ucho tiempo, y como estaba des­cuidada cuando te sentí llegar sin esperarte, en el prim er m om ento me asusté, porque creí que era o tra gente. Y como ahora andan tantos ladrones por aquí, que arrasan con todo lo que encuentran, cuando escuché tus pasos, sin que todavía te hubiera conocido, me quede fría de miedo.

Encarnación m entía con el m ayor descaro; pero m entir era preciso en tan difícil coyuntura, para evitar que M atías se irritara y diese rienda suelta a la vehemencia de sus pasiones tan to tiem po com ­prim idas. E l cual, sentándose de firme en una de las piedras que bordeaban la orilla del cequión, le dijo a la muchacha:

— L a ocasión de estar tú sola en esta casa, la he atisbao desde hace muchos días. Esta m añana, con la fresca, v i ganar a m i tía pa M araure, y aquí me tienes con el alma hecha pedazos, pero resuelto

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de u n todo a que me salves, o a que me acabes de enterrar . . . V uelvo a decirte, pa que lo escuches bien, que no vengo a hacerte nada, sino a hablarte lo que siento con todo el corazón, óyem e, pues siquiera sea por caridá, y después que me respondas lo que quiero, quedas en liberta de hacer lo que te plazca, que los gustos son pa eso. Pero añádete, si, que en tus m anos está el remediar m i pesadum bre” n“ vez™ ^ n ° Che' ° aCabar COnmi*° dí

Con la cabeza gacha, rayando con la uña del pulgar los pliegues de la enagua, y sin poder desha­cerse del tem or que en la sangre le picaba como un dora e ™ Encarnación le escuchaba silen-

~ Y a sabes — agregó el m ozo luego, apoy an­do el brazo izquierdo en la p ierna respectiva y accionando con la derecha m ano— , ya sabes, p o r ­que m ucho te lo he dicho de cuantos modos hay que yo te quiero con locura, que no pienso sino en ti, que estoy dispuesto a hacer lo que me mandes, en consiguiendo tu cariño, y que si suelo em borra­charme, es pa aliviarm e de las penas que me borbo ta el corazón p o r tus desprecios . . . A unque me sea feo el decirlo, yo soy un hom bre honrao , trabajador como lo ves y de buenos sentim ientos; y ninguno, mas que yo, te haría feliz como tú te lo mereces! M i tío , p o r lo bien que me conoce, se alegraría de verdá con lo que yo ta n to deseo; y lo que es m i tía, ya ves lo que me quiere. E l día que ellos se

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m ueran, que D ios no lo perm ita en m ucho tiempo, te quedas sin am paro en este m undo, y sola no ten­drás sino meras pesadumbres. Y a sé que yo no tengo pa ofrecerte sino m ucho corazón, que es lo que se agradece, y volun tá pa los trabajos, que es lo que los hace llevaderos; pero en queriéndome tú de buena gana, pa reírme del m undo y de sus grandes perrerías no va a alcanzarme el tiem po ni que jile m uy delgao todo el copo . . . C onque ahí tienes ya, clarito como el agua del cequión en donde lavas, lo que tra ía pa decirte; y como a cada quien le gusta estar en el secreto del m al que ha de m orir, yo quiero que me contestes ahora mismo. U na cosa sí te pido en buena ley y por el amor de Dios, y es que no vayas a engañarm e: si no me quieres, pues prefiero que me lo digas de una vez, a que me hagas tragar una m entira.

D esazonada Encarnación con el pesado discurso de su prim o, que salió de u n tirón sin más n i me­nos, después de haber estado en gestación noches en­teras, seguía rayando con la uña del pulgar los n u ­merosos pliegues de la enagua, sin levantar del pecho la cabeza.

— ¿T e escuece m ucho el contestarme? — le pre­gun tó M atías entonces, contrariado por aquel fosco silencio que no le hacía ninguna gracia.

— Y ¿pa qué quieres que te diga lo que ya sabes demasiao? — le pregun tó a su vez Encarnación, tra tand o de eludir una respuesta en toda form a.

— M ujer, pa que no me quede duda.

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— Quererte yo, lo que es quererte, sí te quiero, pero tan sólo como herm ano.

Es que yo no me conform o con cariños de esa estampa.

— M atías, ya me duele la lengua de decirte que no esperes de m í otros amores.

— Y ¿no será porque tú tienes algunos enredijos con o tro hom bre?

— N o es p o r eso — replicó Encarnación palide­ciendo— , sino porque me dolería engañarte, casán­dome contigo sin quererte.

Y si no es lo que yo digo, ¿por qué te apuras tanto , y te pones de am arilla como la flo r de m uer­to, y me ves a la cara con temor?

— Porque todo eso te lo figuras tú, que no haces sino d ar palos de ciego.

— Pues ten cuidao — silabeó M atías al pun to en tono de gran burla— , no sea que a m í me h a ­yan dicho lo que tú crees m uy escondido.

Para d isim ular el raro efecto que aquello le p ro ­dujo , Encarnación soltó en seguida una ruidosa car­cajada, y m urm uró:

— ¡P or fo rtu na , m i conciencia está tranquila!— ¿*De veras?— Com o lo estás oyendo.H ubo una pausa em barazosa en este pun to , al

térm ino de la cual d ijo M atías con alarm ante se­riedad:

— M ira, hablem os form alm ente, y contéstame al

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fin si me desprecias, pa yo saber al cabo mis do ­lores.

— Pues, chico, form alm ente te lo digo: te quiero como a herm ano, y se acabó.

— Según eso — vociferó M atías, perdiendo los aplom os y olvidándose de todas sus promesas — ¿prefieres desbarrancarte como una desalmada, a v ivir en la santa ley de Dios? ¿Prefieres m atar a mi tío de am argura, y llenar de pesadumbre esta casa de honradez, y echarte encima las m urm uraciones del vecindario entero, que no te dejará cabello sano? ¿prefieres que m añana, cuando te vean pasar, te se­ñalen pa decir: allí va la querida de don Jacin to Sandoval, en vez de esto o tro : allí va la m ujer de M atías Bobadilla?

C on lo cual Encarnación se puso lívida, abrió los ojos que ya se le saltaban de las órbitas, levan­tó la cabeza con espanto, y exclamó:

— ¡M atías, tú estás loco!— ¿Loco? N i esto, mira.— O andas bebido por lo menos, porque venir­

me con tal falso testim onio como ése, es lo mismo que tener un frasco de aguardiente en la cabeza.

Enardecido con semejante golpe, M atías arre­m etió con pu janza form idable.

— ¿Sabes lo que hay, Encarnación? Que yo no trago entero, porque m i casta es o tra; que tú estás h o y en cam ino de perderte, y que si no te has per­dido hasta la fecha es por la misericordia del Se-

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14 0 GONZALO PICON-FEBRES— ¡M atías, p o r D ios, no seas infam e! — gritó

con energía Encarnación, creyendo que su prim o decía aquello por m era suspicacia.

E l cual, herido en lo más noble de su alm a gene­rosa, tem blándole de cólera los labios, dueño de sí m ismo p o r lo que había visto y escuchado aque­lla noche inolvidable, llam eándole los ojos y ex­tendiendo el dedo índice de la derecha m ano con ademán im perativo, gritó le a su prim a con furor:

— ¡Niégame que tú sales de noche a conversar con don Jac in to en el cercao del camino!

— ¡T e lo niego! — contestó resueltamente la muchacha.

— ¡Pues eso, grandísim a em bustera, podrás de­círselo a m i tío cuando vuelva, pa em bojotarlo como tienes p o r costum bre; pero no a mí, que desde aquella piedra que está en el cafetal de los naranjos, asom brado de tu poquísim a vergüenza y rebosándom e las ganas de alum brarte una paliza, te he m irao dejándo te engañar por don Jacin to ! ¿Sabes cuándo? ¡Aquella m isma noche que le d i­jiste que me tenías lástim a, y que si no hubiera sido porque llegó m i tío , entregas cuerpo y alma sin n ingún tem or del cielo y te llevan los dem o­nios! . . . C onque niégame ahora, perla, lo que yo m ismo he v isto con mis ojos.

Descubierta p o r com pleto en lo que ella creía m isterio im penetrable, y rabiosa con los bárbaros insultos que acababa de escuchar, a Encarnación no le quedaba o tro cam ino que confesar lo que su

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prim o aseguraba; e irguiéndose altanera y cejijun­ta, se le enfrentó para decirle:

— Sí, es verdad, no te lo niego . . . Pero m ira, ¿qué te im porta a ti lo que yo haga? ¿Qué tienes tú que hacer conmigo? ¿Eres acaso herm ano m ío?

— N i lo soy, n i tam poco quiero serlo; y po r lo que hace a m i cariño, desde hoy te lo qu ito de raíz, porque pa m ozas desalmadas como tú , en donde­quiera se consiguen; y no perm ita el cielo que m uy p ro n to tengas ya que arrepentirte de haberme des- preciao; y acuérdate de que D ios castiga a las hijas sin concencia que se pierden por su gusto cuando su padre está en desgracia; y sigue engañando como te dé la gana a la buenota de m i tía , que n i siquiera ha pod ido maliciar lo que pasa en sus redores con el vagam undo ese a quien tú oyes encantada; y re- vuélcate en el fango como m ejor te pidan las m i­serias de tu sangre, y después véte al infierno.

D icho lo cual en un tono de rabiosa exaltación que parecía más bien un acceso de locura, M atías se alejó a paso largo por donde había venido.

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X III

Así que le pasó la indignación que en su ánim o causara la num erosa parrafada de M atías, E ncar­nación dejó el oficio, se sentó sobre una piedra y se puso a m editar. Jam ás se había encontrado en una situación más conflictiva. D ejar de querer a don Jac in to era im posible para ella; y si M atías, desengañado como estaba en absoluto de que ella en n ingún caso llegaría a ser su esposa, le revelaba a G ertrudis su secreto, de seguro que ésta trataría de entorpecer, por cuantos medios estuvieran a su alcance, las am orosas relaciones de su hija con el rico propietario. L o cual haría con tan ta más razón, cuanto que al regresar Felipe, que era hom bre h arto severo en p u n to a la hon ra de su casa, la apostro­faría indignado si la encontraba culpable de tibieza con la m enguada hija.

Si Felipe regresaba, en el acto se pon dría en los retazos de lo que estaba aconteciendo a la sordina en el conuco, aunque no fuera más que por v irtud de la sospecha que tenía; y con el fin de extirpar de raíz la enferm edad, trataría de casar por la fuerza

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a Encarnación con su sobrino, porque Felipe era hom bre para esto y m ucho más. Encarnación veía como un hecho consumado lo que todavía no era sino apenas una hipótesis, pero hipótesis probable p or más de un contrafuerte poderoso, y se volvía loca de desesperación.

Resignarse a ser la esposa de M atías, por más que éste fuera el dechado más perfecto de nobles cualidades, era sacrificar sus ilusiones más queridas, renunciar a la felicidad que tan to había soñado en sus m om entos de dulcísima abstracción, echarse en­cima el peso de un m artirio continuado, y doblar el cuello al yugo de la más repugnante servidum ­bre, que no o tra cosa es ni puede ser el m atrim onio sin amor.

E lla quería a don Jacin to con todas las ternuras de su alma, con todos los arranques de su ser, con todos los anhelos de su rica juventud, y había ju rad o ser de él en absoluto, aunque tuviera que pasar osadamente por sobre todos los escrúpulos del m undo. A nte aquella grandeza de su am or va­lían poco o casi nada la lim pieza de su nombre, la honra de su casa, los cuidados de sus padres, el tem or mismo de Dios. Y cavilando, cavilando de ta l suerte, de repente aparecía en el fondo de su im aginación la figura de aquel hom bre p o r quien tan to había gozado y padecido, y una lágrim a co­rría p o r sus m ejillas de sólo imaginarse que jam ás volvería a verle, a sentir la voz ardiente de sus la ­

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144 GONZALO PICON - FEBRESbios, n i a escuchar sus palabras cariñosas, que so­naban en su alm a com o divina música.

P o r consiguiente, antes de que M atías fuese a cometer un disparate, revelándole a G ertrudis lo que había, lo que im portaba era dejarse de consi­deraciones, obedecer a los im pulsos de la naturaleza, echarse ciegamente en brazos del destino, y aceptar las consecuencias que sin duda surgirían de aquel paso.

Y del m odo que lo pensó lo h izo en breve.Postrada de cansancio, acezando de fatiga y cu­

bierta de sudor, com o a las seis llegó Gertrudis acom pañada de los perros, que tra ían la lengua afuera, encendida y palp itan te, a consecuencia de la prisa del camino. E n el banco de madera que había en el corredor, G ertrudis se sentó u n rato a descan­sar, lim piándose los chorros de sudor con el p a ­ñuelo.

— Y ¿por qué se tard ó tanto? — le pregun tó su h ija.

— Porque el fu lano mercao ha sido pa m í hoy un puro inconveniente . . . P rim ero, que me costó m ucho trab a jo vender los coroticos que llevaba, porque lo quieren todo por el suelo . . . Después, que por com prar más baratos los trap itos que tú y yo necesitamos, anduve la seca y la meca hasta las tres, y eso con el estóm ago en un hilo, porque no había alm orzao . . . Y en fin de fines, lo que me pasa siempre: que fu i a ver al señor cura y a la señá Socorro, y me dilataron que dió miedo. Esa

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EL SARGENTO FELIPE 145gente es tan buena con nosotros, que a una le da pena salirse tan ligero después de alm orzar com o un obispo. A l señor cura, que con m ucho interés me encargó te saludara, le pregunté si no sabía algo de Felipe, y me contestó que nada. La tro pa que salió de aquí, como que la han ju n tao con la que carga un Jefe de apelativo creo que Colina, que dicen que es m uy guapo; y a según se barrun ta por allá, el bochinche como que se acabará en poco tiempo, porque dizque al fu lano Salazar lo tienen ya cercao pa cogerlo.

— Y ¿tra jo la zaraza? — tornó a preguntarle Encarnación, desesperando de impaciencia porque la noche se venía a m ás andar.

— A llí está en el canasto . . . L a compré de a real y medio, porque las más baratas son podrías. Ya la verás que es m uy bon ita , y el tendero me aseguró que n o destiñe . . . L o que sí es de flo r es el bram ante: sin m aldita la pierna n i la goma, y doble que da gusto jalarlo , porque resiste como lona. Pal justán está buenazo.

Encarnación creyó que el m om ento había llega­do, y di jóle a G ertrudis:

— Pues bueno, m ientras que usté descansa y se desviste, yo voy a la pulpería en un instante. ¿Le parece?

— Y eso, ¿a qué, mujer?— A com prar un poquito de aguardiente pa

echarme en la cabeza. N o se figura usté lo que me

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GONZALO PICON -FEBRES

duele, y de golpe se me p lan ta un tabardillo con el sol que cogí hoy en la lavada.

— Vete, pues; pero eso sí, anda ligero, porque ya va a cerrar la noche. Acuérdate de que esos meli- tares andan sueltos p o r ahí.

Encarnación, que acababa de bañarse y de pei­narse con esmero, entró sobre la marcha al apo­sento y se vistió de prisa con la ropa dom inguera, sin o lv idar ni los pendientes, n i el collar, n i el pa­ñuelo azul de seda, ni el jip ijapa nuevecito que le caía en la cabeza com o una gloria. G ertrudis había ido a la cocina, con el fin de a tizar la candela en el fogón y de inform arse p o r sí m isma de cómo esta­ba la comida aquella tarde, porque traía una gazuza soberana; y Encarnación se aprovechó de aquel ins­tante para salirse en pinganillas, no fuera que G er­trudis maliciase alguna cosa al verla tan galana.

U n a vez del lado fuera del tranquero , apretó el paso hasta llegar frente a la pulpería, para ver si divisaba p o r allí a don Jacin to . C on el fin de ver m ejor, sin que advirtiesen su presencia, se aga­zapó detrás de un espeso m atorral. L a pulpería esta­ba llena de campesinos que regresaban a sus chozas, muchos de ellos cargaban para entonces cuando menos m edio frasco de ginebra en la cabeza; la algazara que form aban a tu rd ía ; el pulpero iba y venía como un azogue del un extrem o al o tro , sin dar abasto a la dem anda; y los pollinos m ientras tan to , atiborrados de sueño y de pereza, asediados por las moscas y resistiendo el volum en de la

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EL SARGENTO FELIPE 147carga que les habían encaramado en las costillas, inclinaban la cabeza contra el suelo, descolgaban las orejas con visible abatim iento, meneaban con dis­plicencia el rabo, m editaban con gran filosofía acer­ca de lo arrastrado de su suerte, y pedían, no sé a quién — quizá a D ios— que sus am os acabasen de llegar a las casucas, lejanas todavía, para refo­cilarse ellos con la provocativa yerba que verdeaba en los potreros.

P o r más que atisbo bien al interior, Encarnación no logró ver a don Jacinto. Esperó un rato , y nada: aquél no parecía. L a pulpería se fué desocupando poco a poco, y los alegres campesinos, tam baleán­dose los unos, espontaneándose los otros en lengua­je no nada edificante y chorreándose los más de escupitajos la pechera, desperdigábanse, camino de sus casas, prendidos del rabo de los burros.

L a noche se echó encima, pero trayendo afor­tunadam ente u n ejército de estrellas capitaneadas por la luna. Encarnación se movía de un lado a o tro desesperando de impaciencia. El pulpero en­cendió luz, y desde afuera podía la m uchacha, sa­liendo ya del m atorral, observar a quien entraba sin ser vista, y esperar de centinela media hora todavía. Estaba resuelta a no marcharse hasta no hab lar con don Jacin to , que tardaría poco de se­guro.

E n eso entró a la pulpería un muchacho de la hacienda. C om pró algo y volvió a salir en la misma dirección que había traído . Encarnación se puso

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en marcha, le alcanzó, y em parejándose con él, le dijo:

— ¿Qué hay, Patricio?— N adita , Encarnación . . . ¡Caram ba y qué m i­

lagro verla a usté a estas horas p o r aquí!— Es que ando en un negocio de interés — con­

testó Encarnación, tra tand o de despistar así la cu­riosidad del m ozo— . Dim e, ¿don Jacin to está en la hacienda?

— N o, no está. P a M araure ganó como a las cuatro, y todavía no ha llegao.

— Pero, ¿él entra por aquí?— A lgunas veces, porque o tras allega por la puer­

ta de golpe del potrero.— ¿T ard ará m ucho?— N o lo creo, porque tiene que despachar tem ­

prano a los catorce piones que h an de m oler m a­ñana . . . ¿N o los oye en gran chacota? Pues allá están en el trapiche, esperando a don Jacin to .

Con lo cual Encarnación se d ió por satisfecha, regresó a la pulpería, tom ó cam ino abajo, y fué a situarse a la entrada del sendero que conducía a su casa, una cuadra más allá de la puerta de golpe indi­cada po r Patricio. E n m edio de aquella soledad, a la muchacha se le encogía el corazón de horrible angustia, por tem or de que M atías pasase p o r allí y fuese capaz de cometer con ella u n desatino.

N o se oía sino el rum or sonoro de la naturaleza, ese rum or solemne producido p o r la nota con tinua­da de los grillos, p o r las ráfagas del v iento, por el

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bullir de los raudales, por el sacudimiento constante de las frondas, por la respiración de cuanto vive en el regazo de la m adre inm ortal y soberana. R uidos más intensos estallaban de im proviso en medio del rum or uniform e que salía de todas partes, y E n ­carnación brincaba sobrecogida de terror, se agaza­paba tras el m onte y esperaba con anhelo.

De p ro n to percibió sobre el m enudo cascajo del camino el ruidoso pasitrote de una m uía encasqui­llada, y las m anos se le pusieron frías, y una ola de sangre le corrió desde los pies hasta el cerebro, y comenzó a palp itarle el corazón de una manera inusitada. A poco don Jacin to pasó por frente a ella; pero a pesar de sus esfuerzos no pudo cono­cerla, p o r lo cual se lim itó a pronunciar:

— M uy buenas noches.— M uy buenas, don Jac in to — le contestó E n ­

carnación.E llo fué lo suficiente para que entonces él la

conociese por la voz, y sofrenando la m uía acto continuo, y haciéndose el sueco todavía, p regun­tó :

— ¿Com o que es Rosita T ello?— N o, señor, que equivocándose va usté; pero

es que como ya me echó en olvido, ni siquiera me conoce. ¡Así es el m undo!

A llí m ismo don Jacin to se acercó a la muchacha, y fingiendo gran sorpresa al saludarla, exclamó con m uchísim o aspaviento:

— jCaram ba, si es Encarnación . . . ¡Pero cuán­

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150 GONZALO PICON-FEBRESdo me había de figurar que anduvieses a estas h o ­ras po r aquí! . . . ¿Cóm o estás?

— Buena po r lo que es salú.— Pues es lo suficiente. ¿Qué más quieres?— ¡Qué sé yo!— ¿M alas noticias de Felipe, acaso?— N i lo piense tan siquiera.— ¿Entonces?— Que tengo una recia enfermedá que ya me

m ata y que no a tin o a explicar de n ingún modo.— ¿Podría curarte yo?— T am p oco sé.— A ver, y ¿qué es lo que te pasa?— ¿Lo que me pasa? . ... ¡T an tas cosas!— Decirlas no es difícil.— Pero la ocasión no alcanza, porque yo estoy

de prisa ahora.— Es que en queriéndola tú , nada más fácil que

buscarla.— Pues ésa es cosa suya — contestó Encarnación,

mordiéndose los labios.D on Jac in to se inclinó y le preguntó m uy que­

do:— ¿Quieres que vaya esta noche por tu casa?— Y ¿cómo es que hace un siglo que no va?— P orque tú me has obligado a no volver.— ¡Caram ba, no lo diga, que da rabia!— Escucha, y si yo fuera, ¿me esperarías donde

siempre?— L a pregunta está de más; pero váyase con

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EL SARGENTO FELIPE 151

tiento, y o jalá que pueda hacerlo por entre los cercaos, porque alguien nos atisba con empeño.

— ¿M atías, acaso?— E l mismo.D o n Jacin to reflexionó un instante, y luego dijo

con la m ayor curiosidad:— Pero dime, ¿por qué te encuentro aquí? ¿en

qué negocio andas? ¿acaso G ertrudis está enferma?— N o, señor. Fué que al regresar de su pulpería

de usté, a donde fui a com prar un poq uito de aguar­diente pa echarme en la cabeza, escuché el pasitrote de la m uía, y por curiosa me paré a ver quién era.

D icho lo cual, Encarnación se volteó con m ucho asom bro hacia el cercado, porque acababa de sentir algo así como el rum or que produce una persona al cam inar con m ucho tien to sobre las hojas secas, y agregó:

— Pero mire, don Jacinto, váyase ya porque no puedo estarme más . . . Después conversaremos.

— ¿Sin falta entonces?— Y no se olvide de m i encargo.— ¿No me engañas?— N o lo engaño.Encarnación se deslizó a la carrera por el sen­

dero angosto; don Jacin to arreó la m uía con las riendas cam ino de su casa, y M atías, bro tando de la arboleda obscura como una aparición inesperada, sentándose a la orilla del cam ino y vom itando una indecencia form idable, refunfuñó en seguida;

— A quí me estoy hasta que pase . . . Y lo que es

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GONZALO PICON-PEBRESella, esta noche va a saber pa qué nació . . . L o que quiero es reventaros a los dos, porque de o tra manera no me deja gusto . . . P o r fo rtu na estoy borracho, y medio loco, y qué sé yo qué diablos más . . . P o ­ner a m i tía en los retazos de lo que está pasando, sería lo más derecho; pero eso no lo hace ningún hom bre que se estima, ni con hacerlo, Encarnación se ablandaría . . . N ada, que lo m ejor es pecho al agua; y después que en ella esté, aunque me aho­gue . . . y se ahoguen los demás.

D on Jac in to arribó a la pulpería, y llam ando a un lado al m ozo, le pregun tó en v oz baja:

— D im e, ¿Encarnación B obadilla ha estado aquí esta noche?

— N o, señor.— ¿N i la has v isto pasar camino abajo?— T am poco, no , señor.E l encuentro con la muchacha le llam aba la

atención sobrem anera, porque ella no salía a tales horas, a m enos que anduviese con G ertrudis en alguna diligencia. Y lo que había en dos p latos era, para h ab lar con claridad, que don Jac in to sentía un escozor inaguantable, una mezcla de desconfianza y celos. Pero cuando llegó a su casa, y Patricio le d ijo estas palabras con m isterio: — Mire que E n ­carnación v ino a buscarle ahora poco— la desazón se le volvió pura alegría, bebióse hasta dos dedos de coñac y se sentó a comer con apetito extraordinario.

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XIVSorbiéndose los aires, asustándose de su propia

som bra y volteando para atrás con cruel angustia, porque el miedo la hacía imaginarse que alguien la iba persiguiendo, Encarnación salvó en diez m inu­tos la distancia que había hasta su casa. Sin hacer bulla n inguna, descorrió los lustrosos varales del tranquero, y remangándose la enagua por detrás, cam inando de pun tillas y haciendo por la derecha un rodeo conveniente, se m etió con sigilo al dorm i­torio , en un santiamén se desvistió, y respirando con notable ruido, se fué derechito a la cocina, d on­de G ertrudis se tom aba un chocolate suculento que a nada más olía que a la mismísim a raja de canela.

— Pero, m ujer, ¡qué dilación! — dijo la madre cuando la v ió aparecer en el marco de la puerta.

— N o tengo yo la culpa, sino la pulpería, p o r­que la habían cerrao. Me tuve que esperar hasta que el dependiente acabara de comer.

Gertrudis alzó el coco lentamente, y sorbió con delicia el espumoso chocolate,

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— Y de casualidá — m urm uró luego— ¿no te encontraste con M atías?

— N o , señora.— Es que esta tarde andaba el pobrecito de re­

mate.— Pues por ahí dizque la ha cogido ahora — re­

puso Encarnación de mala gana, encogiéndose de hom bros con desdén.

— A m í me parte el alm a verlo así — dijo con lástim a Gertrudis— no sólo porque es sobrino de Felipe, sino porque parece de oro en polvo . . . Y en resumidas cuentas yo no sé qué es lo que le pasa, ni p o r qué se ha tirao al estricote . . . Me le acerqué esta tarde pa preguntarle qué tenía, y me contestó que andaba así pa olvidarse de las penas . . . Pero, ¿qué penas tendrá él? . . . M e dió ganas de llo rar el infeliz, porque lim piándose las lágrim as me dijo : — M ire, tía, quiérame mucho, porque yo soy m uy desgraciao.

Encarnación estaba en ascuas. Desde el principio de la conversación se figuró que G ertrudis la inicia­ba con tales circunloquios y rodeos, para no ser tan brusca en lo que de seguro iba a averiguarle. A fo r­tunadam ente se calló, y todavía paladeando el cho­colate, arrellanada en la banqueta, empezó a cabe­cearse. El cansancio la rendía y el sueño la do m i­naba en absoluto con los efluvios de su opio. Encarnación se serenó; sus nervios se aflo jaron con dejadez dulcísim a ante la perspectiva de aquel

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EL SARGENTO FELIPE 155sueño que parecía ser de plom o, y en sus ojos se encendió el esplendor anticipado de la felicidad.

Rezaron el rosario a rem pujones, porque G er­trudis, cada rato , se dem oraba en el camino. En ocasiones tartam udeaba apenas la oración, y co­lum piándose sobre las rodillas, como al soplo de los vientos un arbusto sobre el tronco, doblaba la cabeza y se dorm ía. T erm inaron al fin como D ios quiso, y G ertrudis, desnudándose de un salto, se acostó para dorm ir serenamente, sin pesadillas ni visiones, como duermen las gentes bondadosas, las honradas, las que am an la justicia y viven para el bien.

Segura en absoluto de que aquel sueño era p ro ­fundo , Encarnación volvió a salir, echó la m ano a dos cabestros que guindaban de u n clavo tras la puerta, aseguró los dos mastines po r el cuello, y cerca del chiquero los am arró contra un naranjo . E n seguida alisóse los cabellos, vistióse con la ropa que p o r la tarde se había puesto, echóse agua flo ­rida en la garganta y en los brazos, y masticando una conchita de canela, se sentó en el corredor, de­jando, para cualquier suceso inesperado, entreabier­ta la puerta de la sala.

Pocas noches como aquella. N i u n celaje había en el cielo, que parecía ro tonda azul de porcelana. Cada constelación se veía distintam ente, precisa, lum inosa, con los estremecimientos que el rayo de sol vivo produce en las facetas del brillante. Soli­taria, misteriosa, cargada con la esencia del ensueño,

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la luna señoreaba los espacios y volcaba sobre el mundo las ánforas de la melancolía. En contorno, las montañas semejaban anfiteatro gigantesco, y allá en la altura la vagabunda exhalación se en­cendía de improviso como un penacho vivido de oro. El campo todo se veía como cubierto por un baño de espléndida blancura, pero blancura inex­presable, semejante a una gasa de espuma espol­voreada de átomos de sol. Olor potente se escapaba de la tierra; la cascada retumbaba en las entrañas del abismo como un trueno prolongado; el viento se dolía en las obscuras arboledas de no sé cuáles tristezas — ¡quizás las de la raza indígena extin­guida!— y la naturaleza pulsaba su grande arpa de numerosas cuerdas en el regazo esquivo de los bosques.

¡ Cuán cierto es que el que espera desespera! Encarnación se rebullía cada rato en la banqueta donde se había sentado, y las horas le parecían eternidades. Era tan fuerte la impaciencia que sen­tía, que más de una vez llegó a creer que don Ja ­cinto, por vengarse, la había hecho esperar como a una lerda. Pero en el acto comprendía que aquello era el delirio de la fiebre que la tenía fuera de sí, producida por el impulso irresistible del amor, por el miedo de que Matías cometiese un disparate, por el silencio que reinaba a aquella hora, por los dis­tintos pensamientos que le ardían en el cerebro, por el ansia misma, en fin, con que esperaba a don Jacinto. Y después que se angustiaba lo indecible

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por suponerse víctima de la más pesada burla, volvía sobre sus pasos y exclamaba en su interior con alegría indecible:

— ¡Caramba, si no es tarde!. . . ¡Los gallos no han cantao todavía! . . . ¿Habráse visto una mujer más rematadamente loca?

Cual si viniese del camino, pero medrosa, espe­luznante, enteramente ahogada, de pronto oyó una voz que le decía:

— ¡ Encarnaciooón!El espanto se apoderó de ella le dió un horro­

roso escalofrío, los miembros todos le empezaron a temblar y acurrucóse cuanto pudo.

Siempre ahogada, pero distinta y más intensa, la voz tornó a decir:

— ¡Encarnaciooón!Aquello era capaz de amedrentar al más valien­

te. ¿Quién la llamaba y desde dónde? N o podía ser don Jacinto, porque su seña era un silbido largo y recio. Pero, ¿qué otra persona iba a lla­marla a aquellas horas? ¿Sería alguna bruja, algún aparecido, alguna ánima en pena que venía a su­plicarle algún responso? ¿Habría muerto Felipe en la campaña, y era su alma misma la que quería avisárselo al emprender el viaje de donde no se vuelve nunca? La muchacha se cubrió el rostro con las manos, porque ya le parecía que su padre, indignado, furioso, amenazante, salía de la arbole­da como un fantasma blanco para pedirle cuenta de aquel comportamiento tan indigno.

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Y otra vez, precipitada, temblorosa y más cer­cana, la voz dijo con vehemencia:

¡Encarnaciooón!. . . ¡Encarnaciooón!La muchacha trató de levantarse para huir des­

pavorida; pero entonces vió que el pato, saliendo de detrás de la casita, estirando y encogiendo la cabeza, y con las alas blancas extendidas por el suelo, se iba caminando hacia la troje donde dor­mía la pata.

Las ganas que le entraron a la chica fueron de Estrangular al hermosísimo animal; pero en tal guisa se encontraba, cuando escuchó un silbido largo que resonó en su corazón como un acorde melodioso, y olvidándose de todo, corrió hacia el cercado con el alma desbordante de alegría.

Incorporándose en la rama del fragante limo­nero, y después de dirigir una mirada escrutadora en torno suyo, de contar las tres gallinas que los merodeadores le habían dejado apenas, de con­templar el firmamento con fijeza y de erguirse como soberbio emperador sobre sus curvos espolo­nes de combate, el gallo sacudió en aquel momento las alas con estrépito, e interrumpió con el primer ¡ca-cutu-cauú! el profundo silencio de la noche.

Don Jacinto estaba ya del lado dentro del cer­cado, con el revólver en el cinto, camisa garibaldi y enorme jipijapa de ala vuelta sobre el rostro.

— ¿Qué era lo que tenía, ah? — le decía Encar­nación, poco después, estrechándole una mano con

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EL SARGENTO FELIPE 159

cariño— . Treinta y seis días hace hoy que no lo veo, y usté no sabe lo mucho que he sufrido por usté . . . Y ¿se creía usté que una es de fierro? . . . Pues sepa que mientras usté no se acordaba de esta infeliz que lo quiere con el alma, yo me moría de pesa­dumbre . . . ¿Qué le pasaba? ¿Por qué diablos no volvía? Por ingrato, ¿no es verdá?

Y le miraba a los ojos con dulzura, deslum­brantes los suyos de emoción.

Pasado aquel primer trasporte de entusiasmo apasionado, que era un desbordamiento inconte­nible del afecto tanto tiempo comprimido. Encar­nación le preguntó:

— ¿Hizo lo que le dije?— No, por temor a una culebra: pero subí por

la orilla del cequión.— Pues véngase conmigo, porque aquí estamos

mal . . . Yo tengo mucho miedo . . . Matías es ca­paz de un disparate, y esta noche, pa mayor ca- lamidá, anda borracho . . . Figúrese que allí, aga- zapao detrás de aquella piedra, nos ha oído cuanto hemos conversao.

Don Jacinto desenvainó el revólver, y en el acto se dirigió a la piedra. No había nadie. Al regresar; Encarnación le llevó hasta la cocina.

Se hallaba ésta situada a la mano siniestra del tranquero, casi casi pegada a la casita, de tal ma­nera que de un brinco se pasaba del corredor de la una al de la otra. El techo era de paja, en forma

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cónica, y de carrizo las paredes, con una capa de mezclóte por encima.

Cuando entraron, los tizones rojeaban todavía en el fogón al través de la ceniza.

Así que trascurrió como una hora, del fondo de la arboleda que hacía frente a la cocina, se vió salir un hombre de siniestra catadura. Miró a to­dos lados con fijeza, a fin de cerciorarse de que todo estaba en calma, y avanzó con paso lento pero firme, procurando esconderse bajo la sombra de los árboles, sin hacer ningún rumor al caminar, tratando de acallar el que salía de su pecho y con­teniendo la fatiga de su respiración cuanto le era dado. Llegó a la puerta de la cocina a poco, y co­giendo con suma habilidad las dos argollas, de for­ma que no fuesen a sonar ni aun del modo más sutil e imperceptible, las amarró con un pedazo de mecate. Pegó el oído a los carrizos, pero nada oyó. U na sonrisa se dibujó en sus labios, una sonrisa amarga como el absintio del despecho, dolorosa como el negro desengaño, siniestra como el crimen. Quedóse inmóvil buena pieza, miró hacia la casita con una mirada de melancolía profunda, y dos lá­grimas inmensas saltaron de sus ojos. En seguida se escondió tras la cocina, rascó un fósforo en la caja, aplicó la llama al techo y se marchó a toda prisa por la arboleda oscura.

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EL SARGENTO FELIPE

Aquel hombre era Matías.Impulsada por el viento, en el acto la llama

tomó cuerpo sobre la seca paja, y chirriadora, ame­nazante, horriblemente luminosa, se levantó cual enorme pirámide de oro, restallando como un lá­tigo, inundando los espacios de humo espeso, lan­zando como un árbol pirotécnico ramilletes de chispas encarnadas, rugiendo sordamente al sentirse fustigada por las ráfagas nocturnas, y despidiendo en torno suyo rojiza claridad. Las chispas estallaban con furor, los palitroques gemían al retorcerse y consumirse, el humo escalaba las alturas como so­berbia espiral negra, y la enardecida llama, des­garrada en mil pedazos, flotaba al viento como bandera ígnea.

Llenos de espanto inexplicable, los perros des­trozaron las cabullas con los dientes, y comenza­ron a ladrar con desesperación; acompañado de las gallinas, el gallo se tiró del limonero y corrió des­pavorido por debajo de los arbustos rojamente iluminados; los dos patos arrancaron el vuelo con estrépito, y en numeroso enjambre los pájaros hu­yeron de sus nidos.

El incendio se trasmitió a la casa con rapidez extraordinaria, y mientras ardía el techo con ruido pavoroso, los carrizos de la cocina, al reventar con furia, estrangulados por las llamas, simulaban el nutrido tiroteo de un combate. Las encarnadas chis­pas, ondulando como sierpes, cayeron sobre el ta ­blón de caña, y también el tablón comenzó a ar­

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GONZALO PICON-FEBRES

der. Diez minutos después parecía un mar de púr­pura esplendente, en cuyo espacio las llamas seme­jaban un tumulto de espadas retorcidas y sangrien­tas.

El que primero se dió cuenta de lo que sucedía, fué don Jacinto; e inculpó a Encarnación con un grito que parecía un rugido, y corrió a abrir la puerta; pero la puerta resistió a los embates de sus músculos de bronce. Estupefacto, medio loco, es­cuchando el rumor sordo de la llama, sintiendo en la cabeza los manojos de chispas que caían y ha­ciendo un esfuerzo sobrehumano, logró meter los dedos por la rendija que se abría en la parte de abajo de la puerta, y volvió a sacudirla con toda la energía de sus brazos; pero nada, aquello era imposible.

— ¿Qué significa esto. Encarnación? — bramó entonces con espantable acento.

Pero Encarnación corría de un lado para otro con el semblante horriblemente descompuesto, dan­do gritos de terror, sacudiéndose las brasas que le caían encima y retorciéndose las manos con in ­definible angustia.

— I Infame, canalla, bandolero! — era lo que exclamaba con voz ronca en tan supremo ins­tante, refiriéndose a Matías.

Las llamas descendían a la carrera, ardían ya los carrizos, el techo amenazaba derrumbarse, y don Jacinto, sudoroso, fatigado, impotente para

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romper la puerta, maldecía y blasfemaba como un descamisado. La muerte era segura. Y ¡qué muerte tan horrible!

En eso se oyó fuera un alarido, y luego estas palabras:

— ¡Encarnación! . . . ¡En dónde estás! . . . ¡Sal pronto, que te ardes!

Y Encarnación gritó con voz aguda:— ¡Aquí estoy en la cocina, pero no puedo sa­

lir porque la puerta está amarrada! . . . ¡Abra pron­to, que me quemo!

La madre, medio loca, se precipitó al corredor de la cocina y trató de desatar el fuerte nudo; pero no fué posible. Encarnación entonces, súbitamente iluminada en medio de su gran perplejidad, cogió un cuchillo de la troje y lo pasó por la rendija baja de la puerta.

Pero en aquel momento se abrió un agujero por uno de los rincones de la izquierda, y un lienzo de cañizo cayó al suelo. Don Jacinto acabó de derrum­barlo, aun a riesgo de quemarse, con un sacudi­miento heroico, y saltó por el boquete para huir al través de la arboleda, a tiempo que Gertrudis cortaba la cabulla con la vehemencia de las supre­mas desesperaciones, y que la pobre Encarnación se escapaba por la puerta.

Cuando llegó al patio seguida de su madre, que en vano trataba de explicarse, en medio de su tri­bulación, por qué su hija se encontraba en la co-

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ciña con la puerta amarrada por de fuera, los bahareques y los techos se quejaron de repente con quejido prolongado, y al fin se desplomaron con formidable estruendo. De la casa de Felipe no quedaba sino una brasa inmensa, un montón aún caliente de cenizas y el recuerdo venturoso de un hogar.

Gertrudis no pudo aguantar más, y cayó al suelo desmayada.

Algunos vecinos acudieron como a la media hora, y casi al mismo tiempo regresó don Jacinto de su hacienda, a caballo, envuelto en su capote para evitar que se le viesen las notables quema­duras que cargaba en la camisa, acompañado de seis peones y fingiendo la sorpresa que era necesaria para salir bien librado en la partida.

— Pero esto ¿cómo ha sido? — preguntó con singular desembarazo.

— D on Jacinto, yo no sé — le contestó Encarna­ción en igual tono, pero medrosa y aturdida en presencia del desastre.

Gertrudis, todavía descoyuntada, apenas suspi­raba con angustia.

Estupefactos aún, los demás permanecieron en silencio.

Don Jacinto dió orden en seguida de que los

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peones cargaran en brazos a Gertrudis, y el grupo se alejó. Delante iban los perros, los fieles com­pañeros de Felipe, cabizbajos y acezando.

Y así que nadie quedó por todo aquello, M a­tías salió de su escondite, avanzó con paso lento hasta las ruinas, y sombrío, taciturno, medio loco, atormentado por la voz de la conciencia, se sentó en una piedra a contemplarlas.

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XV

La rápida campaña iniciada por el heroico Sa- lazar había terminado su papel en Tinaquillo con la derrota y el desastre. Guzmán Blanco, a la ca­beza del partido liberal de Venezuela, acababa de vencer al insurrecto y temible guerrillero. De aque­lla gran tragedia no quedaba sino la sombra de un patíbulo regado con la sangre de un valiente; pero la influencia y el prestigio de un hombre superior en el desenvolvimiento de la política de Venezuela fueron desde entonces el sólido fundamento de la paz y el muro de granito contra el cual se estrellaba impotente el caudillaje.

“Vencido el enemigo común en la gran batalla de Apure — ha dicho en narración asaz verídica el general Guzmán Blanco— y festejándose la paz de un extremo a otro de la República, atravesó el general Salazar las fronteras de la Nueva Granada, y por el A lto Apure, Zamora y Portuguesa, se vino a las serranías que promedian entre los Estados Cojedes y Yaracuy. Allí concentró todos los restos oligarcas, que dispersos y sin esperanzas huían por

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el sur y occidente de la República; empuñó la ban­dera del enemigo; cambió sus insignias, y renegando de su causa, proclamó la continuación de la guerra hasta sucumbir o dar en tierra con la obra de sus compañeros.”

Salazar había ocupado a Potrerito, punto fuerte para defenderse con éxito y abrir operaciones. Con la certera previsión de su talento extraordinario, Guzmán Blanco se dió cuenta de la astucia con que Salazar quería atraerle, a fin de causarle el desconcierto con un golpe atinado y peligroso para las armas nacionales; y por comprenderlo así con perfecta claridad, y para contrarrestar sin pérdida de tiempo los estudiados planes de su rebelde ad­versario, ordenó a uno de sus tenientes que ocupase la plaza de San Carlos con ochocientos hombres, agregándole en seguida:

— Al saber que usted está allí, Salazar aban­donará la posición que ocupa, con el designio de atacarle a usted y con la completa seguridad de destrozarle. Pues bien, defiéndase usted y sostenga los fuegos durante cuatro horas, tiempo suficiente para posesionarme yo de Potrerito con mi ejército.

La operación se practicó en el acto. El mencio­nado teniente entró a San Carlos y se atrincheró de firme. Súpolo Salazar, y abandonando a P o­trerito, marchó contra San Carlos; pero al pasar por Pegones, caserío situado frente a Tinaquillo — como a las seis de la tarde y bajo el formidable

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azote de una lluvia torrencial— algunos de sus amigos le dijeron:

" En Tinaquillo está Colina con setecientos hombres.

Salazar se detuvo en aquel punto, y resolvió asaltar al intrépito Colina en la madrugada del si­guiente día, seguro de vencerlo en la pelea.

A la sazón, Guzmán Blanco ocupaba a Po- trerito.

El combate decisivo de aquella insurrección, fue rápido, rabioso, encarnizado. El soldado venezola­no, el de la intrepidez serena, el del coraje irresis­tible, el que ha ilustrado nuestra historia con ac­ciones memorables, probó allí una vez más la estu­penda bizarría de su raza. Tinaquillo dormía aún; la lluviosa madrugada lo envolvía con sus som­bras; las casas parecían manchas negras, y del fondo del silencio se escapaban los tintineos de los sables, las voces de los centinelas, el rumor que le­vantaban los bridones. Las compañías estaban en sus puestos, los jefes hablaban por lo bajo, todos abrían los ojos y aguzaban los oídos para observar, si era posible a aquella hora de tinieblas, los me­nores movimientos del ejército enemigo. De vez en cuando resplandecía en la obscuridad la brasa de un tabaco.

Las cuatro y media eran cuando sonó la pri­mera voz de alarma, y el combate se empeñó con formidable decisión de entrambas partes. Aquello fué una carnicería espantosa, una lucha tremenda

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cuerpo a cuerpo, una arrogancia del heroísmo patrio al arma blanca. En la guerra de la emancipación hubiera sido un timbre más por la defensa del de­recho y de la Patria; en nuestras luchas fratricidas, en las cuales se ha derramado tantr-. sangre generosa para sólo fecundar el ponzoñoso manzanillo del personalismo, es una acción luctuosa.

Salazar hizo prodigios de valor en el asalto; pero al fin salió vencido en la contienda heroica, y con un grupo de fieles compañeros corrió a gua­recerse en las entrañas de las selvas, para que luego le hiciesen prisionero “en los montes mismos de que él solo en la República era conocedor” . Siete Generales guzmancistas resultaron macheteados, entre ellos el intrépido Colina, el león de Coro, el viejo veterano de la Federación. El campo quedó lleno de cadáveres y heridos, de ellos los adalides sin fortuna, los esforzados combatientes por prin­cipios de que siempre hizo escarnio la ambición de los tiranos, los héroes sin nombre sobre cuyo sepulcro jamás cae la siempreviva del recuerdo, ni los caudillos vierten la voz de la alabanza, ni el genio de la Patria se lamenta con los trenos de la clásica elegía.

Al cabo de una hora, el telégrafo comenzó a funcionar con rapidez extraordinaria para llevar a todas partes la noticia, el triunfo decisivo de la causa de los pueblos, la resonante gloria del partido liberal y de su ilustre conductor. Como a la una de la tarde, Maraure aparecía engalanado

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con la soberbia pompa de sus mejores días. Grím­polas, banderas, estandartes, gallardetes, festones y guirnaldas salieron a ostentar en las ventanas y balcones los alegres colores nacionales; circundado de coronas de laurel, el retrato de Guzmán Blanco, ora a pie, ora montado en arrogante pisador, ora en traje militar, ora vestido con levita ciudadana, se puso en dondequiera con encomiásticas leyen­das ; las campanas echaron a volar el repique de sus lenguas; los cohetes se prendieron en numerosa cantidad; las gentes voltearon los baúles y se vis­tieron con las galas domingueras; los granujas que­maron triquitraques a millones; las puertas de la iglesia se explayaron, y allá en el prcbisterio hubo T e Deum solemnísimo, cantado por el cura, el sacristán, el organista (vejete langaruto que no entendía mucho de becuadros, sostenidos ni be­moles), los dos monaguillos y el barbero, el cual becerreaba con su enorme vozarrón lo que aquellos otros cafres desafinaban desvergonzadamente en toda la extensión del pentagrama.

Faltaba lo mejor, que era la publicación por bando del telegrama en que venía la noticia; mas no se crea que se hizo esperar mucho, ni que dejó de realizarse con la solemnidad que el asunto re­quería. A eso de las cuatro de la tarde comenzó la gran parada militar, cuyo recuerdo jamás se borrará en los anales de aquel pueblo, ni dejará de trasmitirse a las generaciones que allí vayan aprendiendo a celebrar los triunfos y las glorias

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de la Patria, o lo que es lo mismo, la matanza de hermanos por hermanos, el inmenso desastre que originan las tremendas pasiones y los odios im­placables de partido.

Para ver desfilar la gran parada por en medio de la calle, la gente se agrupó en las esquinas, en las ventanas y balcones (los cuales no eran sino tres: el de la casa de Gobierno, el de la del señor cura y el de la de don Pedro Obando, prestamista de dinero, al tres por ciento cuando menos, con buenas hipotecas, propietario de haciendas de café que le daban un caudal todos los años, personaje influyente en la política y en todos los asuntos de la localidad, sujeto demasiado entremetido, pesado como un plomo, muy rotundo en el decir los ma­yores disparates, y muy pagado, archipagado de sí propio, a pesar de ser un bestia).

Abrían la marcha en el paseo militar los m u­chachos callejeros, llenos de sietes y remiendos los calzones, de tiras el andrajo de camisa, de sucio en­durecido los cachetes y de negras porquerías la nauseabunda boca, y marchaban quemando triqui­traques, disparando hacia los aires los cohetes, sol­tando vivas y silbidos que aturdían por lo agudos. Seguía después la música, compuesta de un violín (a quien si Paganini hubiera oído, con toda segu­ridad que le rompe una costilla de un trancazo), un clarinete en sí bemol, un estrombón de mete y saca, un triángulo asaz repiqueteado, la formidable tambora y los platillos. Aquellos facinerosos, muy

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hechos cargo de la dificultad y creyendo que lo hacían a maravilla, iban tocando un pasitrote (composición del tuerto organista de la iglesia) en cuya segunda parte los instrumentos se callaban durante tres compases, con el fin de que solamente el bombo simulara los cañonazos de un combate. En seguida caminaban muy orondos los empleados del Distrito, vestidos con levita de remonte y lle­vando cucarda amarilla en el sombrero de felpa trasnochado. En último término marchaba un ba­tallón de infantería (¡así se dijo, con la mayor frescura, en la revista que pocos días después se publicó en Caracas!), el cual no era batallón, ni aun siquiera compañía, sino un puñado de infeli­ces campesinos que no sabían qué era lo que esta­ban celebrando, que no entendían el lenguaje mi­litar porque jamás lo habían oído, que les decían flanco derecho y tomaban el izquierdo como que si tal cosa, ̂ los unos con el fusil al hombro y los otros terciándolo al revés, riéndose de su triste si­tuación y provocando la rechifla de los espectado­res. Todo lo cual no obstaba para que uno de los hijos del prestamista Obando, que era el capitán que los mandaba, deslumbrante de charreteras y cordones, transfigurado de olímpica soberbia, cre­yéndose en la cumbre de la gloria e imaginándose que era Napoleón en presencia de sus tropas des­pués de la batalla de Austerlitz, pegase cada grito que hacía temblar la tierra. Al llegar a cada es­quina, redoblaba el parche hueco, el hijo de Oban-

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do mandaba descansar a sus soldados, recostábanse éstos con desgana en la boca de los chopos, arra-- cimábase la gente en derredor del secretario de la Jefatura, y en voz atronadora leía éste el telegrama. Terminaba el secretario, y se quemaba de orden superior una docena de cohetes. Luego salía el Jefe Civil hasta el medio de la calle, y poniéndose en el épico tono que debía, gritaba a pulmón pleno, coreado por la turba de hombres y muchachos:

— ¡Viva el Gran Partido Liberal!— -¡ V ivaá!— ¡[Viva el ejército vencedor en T inaquilloü— ¡¡Vivaaá!!__¡¡¡Viva el General Guzmán Blanco!!!— ¡¡¡VívaaaáU!

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XVI

¿Qué había sido de Felipe mientras tanto? En una de las cargas al machete, de ésas en que el soldado venezolano se distingue por su pujanza arrolladora, Felipe cayó herido mortalmente, hen­dida la cabeza de un sablazo y revolcándose en la sangre que de ella le manaba en abundante cho­rro. Los soldados que recorrían el campo después de la pelea, le encontraron moribundo, echado en la sabana boca arriba, esparrancadas las dos pier­nas y con los ojos ya vidriosos y entornados. Allí mismo le hicieron reconocer por un practicante del ejército, y después de colocarle en una parihuela, le llevaron corriendo al hospital, donde se le cosió la ancha herida y se le administró la primera cu­ración. Desde entonces la fiebre se apoderó de él y comenzó a delirar.

De su boca se escapaban, en manantial arreba­tado, increpaciones tremebundas, rugidos espanta­bles, lamentos de dolor supremo, palabras insultan­tes, y hasta blasfemias crispadoras que horroriza­ban al nervioso sacerdote encargado de ayudar a

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bien morir a los que iban entregando el alma a Dios. Aquello era el arranque irrefrenable del más hondo sufrimiento, la manifestación incontenible de la amargura en silencio reprimida durante cinco meses, el inconsciente desahogo de un alma com­batida por todo género de dudas, recelos y temores. Cuanto de malo para sí había supuesto en aquellas largas horas en que hacía centinela por la noche; cuanto cruelmente padeciera, después que resonaba el toque de queda en los tambores y cornetas del cuartel, con los recuerdos de su casa; cuanto llorara a solas, acurrucado en un rincón y reprimiendo los sollozos, en aquellas madrugadas henchidas de fa­tídicas visiones y misteriosos ruidos; todo salía ahora de su pecho, atropellándose a impulsos del delirio, como una protesta irremediable contra la torpe injusticia de los hombres. Y en su cabeza poblada de sospechas, en su alma ensombrecida por la duda, en su corazón llagado por el constante sufrimiento, los recuerdos de su hogar aumentaban su delirio, le agrandaban la impaciencia de la fie­bre, le hacían revolcarse por la mugrienta estera, avasallado por la desesperación que consume y ani­quila. El sacerdote le escuchaba con angustiadlos soldados le miraban con piedad, los otros heridos trataban de aliviarle siquiera con palabras de con­suelo, y el oficioso practicante, mozo listo y ser­vicial de todas veras, le administraba los auxilios de la ciencia con entera decisión, como si Felipe

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le hubiese tocado con sus gritos en lo más hondo del alma.

El sacerdote era un viejecito simpático y bueno como el pan risueño de semblante, encorvado un si es no es y de blancura sonrosada. E l curato del pueblo lo servía desde quince años atrás; tenía la cabeza como un copo de algodón, y sus cabellos resaltaban vivamente bajo el ala del redondo som­brero de terciopelo negro; de los dientes no le que­daban ni raigones al relés de las encías; los vivara­chos ojos, azules como cuentas, le llameaban al través de los brillantes espejuelos encajados en óva­los de oro; caminaba m uy despacio y apoyado en un bastón de argentada empuñadura; fumaba ta­baco a todas horas; tertuliaba por la noche, en la botica, con el médico del pueblo, los ricachones de más fama, el Jefe Civil de la parroquia, el sacris- tián y el boticario; usaba el balandrán desabrocha­do por delante, y aunque su nombre de pila era Leonardo, en el pueblo no le llamaban de otro modo que el padre Vasconcelos.

Vivaracho y suspicaz como ninguno, caritativo de verdad y generoso hasta rayar en temerario, desde el punto en que a Felipe le acometió el deli­rio, comprendió que en aquella alma sucedía algo extraño, y se propuso administrarle todo género de auxilios. Cuando Felipe volvió en sí, en el m o­mento echó de ver el interés con que el padre Vasconcelos le atendía, le consolaba, le infundía fuerza y valor con su lenguaje bondadoso, le ser­

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vía de solícito enfermero y se dolía del abandono en que le habían dejado. Felipe le contó la historia entera de su vida, le reveló sus penas, le abrió su corazón, y el buen viejo, desde entonces, le puso más cariño, y se dolió todavía más de su ingratísi­ma fortuna. Comprendió que era un sujeto de ex­celentes cualidades, un corazón de oro, un alma re­templada por la virtud austera, y le halló digno de su estimación. Para embobar el tiempo, y dis­traerle de algún modo, solía hacerle preguntas acerca de las costumbres de Maraure, y charlotea­ban de seguido horas enteras. Al cabo de ocho días se trataban como dos viejos amigos; pero Felipe sabía darse cabal cuenta de su inferioridad, y lo que aquel sacerdote le inspiraba era veneración pro­funda.

Mejorándose hoy para recaer mañana, sintiendo un desasosiego horrible, soportando las curaciones sin quejarse del dolor que le causaban, combatido por los ardores calcinantes de la fiebre y sumido en un silencio impenetrable cuando el padre Vas­concelos no estaba por ahí, el pobre conuquero, durante quince días, luchó a brazo partido con la muerte. Tendido en un rincón, enflaquecido hasta contársele los huesos, envuelta la cabeza en un pañuelo de madrás, desencajado el rostro y con los ojos inmensamente hundidos, lo que pedía a Dios era salud para volver a trabajar, aunque de su heredad no quedase para entonces sino el sitio. N o obstante que iba mejorando poco a poco, le

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parecía que el practicante le engañaba; las horas se le antojaban días, y cada nuevo sol que apuntaba en el Oriente era una nueva eternidad para su al­ma. Sólo cuando el padre Vasconcelos le obligaba a conversar, haciéndole preguntas respecto de su ca­sa, Felipe cobraba animación, se destraía con los re­cuerdos que acudían de tropel a su memoria, casi casi veía en torno suyo a los seres que su alma ido­latraba, sus ilusiones renacían como brotes de maíz recién plantado en los barbechos, la esperanza de re­cobrar pronto la salud le calmaba con su influencia bienhechora, y cuando el sacerdote se alejaba camino de la iglesia, quedaba más tranquilo, ofreciendo a la Virgen del Carmelo y al Santo Cristo de La Pascua numerosas promesas por su pronta mejoría que lentamente iba pintando inequívocas señales.

Pero cuando más padecía era al principio de la noche, porque todo servía para evocarle, vivas como la misma realidad, las memorias de aquel rincón querido cuya tranquilidad no cambiaría él jamás por todos los encantos de la tierra. Los caminos, las veredas, el cequión, el rumiar del toro negro a la sombra del naranjo, la llegada de las vacas cuan­do brillaba el primer fulgor del día, las pláticas con su hija y su mujer a la puerta de la sala, en tanto que los tres desgranaban el maíz repantiga­dos en el suelo en un petate; todo surgía poco a poco en el fondo de su imaginación, y al fin no podía menos que llorar para sentir algún alivio. Mientras que una que otra voz cantaba allá a lo

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lejos, al son del guitarrillo, esas coplas popula­res en que el llanero pone todo el sentimiento de su alma enamorada; mientras se oía distinto cada rato el alerta de las centinelas; mientras los demás heridos dormían profundamente, Felipe velaba en el silencio de la media noche, sin acordarse para na­da de lo que había en torno suyo: — aquel cuarto ruinoso, descascarillado y lleno de telarañas ne­gras; aquellos pobres hombres tendidos sobre es­teras en que la sangre se había secado ya, cubiertos de hilas y adhesivo, fieramente acuchillados en la cara y en los hombros; aquella mancha de mor­tecina claridad que se metía por la puerta y que arrojaba el candil del corredor; aquel ruido de ra­tas que bajaban de los techos a llevarse las boronas que quedaban por el suelo, y alguna que otra vez, el tintineo de la culebra cascabel en los alrededores arrebujados en la sombra.

Al cabo de quince días la herida comenzó a cicatrizar, desapareció la fiebre, pudo pararse ha­ciendo un gran esfuerzo, y aunque muy descaecido todavía por la dieta rigurosa que el practicante le impusiera, empezó a hacer pinicos, a caminar por los corredores paso a paso, a vagar por las calles con una lentitud que daba lástima. Del fornido y robusto corpachón no le quedaban sino huesos en­vueltos en la piel; su amarillez parecía dada con jengibre; los ojos, antes vivos, ahora tristes y cir­cundados de lívidas ojeras, se le perdían en lo pro­fundo de las cuencas; los pómulos salientes, los

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carrillos harto hundidos, el pronunciado afilamien­to de la mandíbula inferior, le daban un aspecto de cadáver; las canas se le habían multiplicado en la cabeza, y la sonrisa había huido de sus labios. Su flacura quijotesca, la intensidad de su mirada, la expresión entristecida de su rostro, el silencio en que vivía y la pesada lentitud con que iba re­corriendo el empedrado de las calles, le hacían apa­recer como un fantasma. Había veces que se paraba en una esquina, y se quedaba horas enteras contem­plando el horizonte, inmóvil, cejijunto, distraído.

El primer día que salió se fué a la iglesia dere- chito, penetró en ella temblando de emoción, to ­mó agua bendita de una de las pilas empotradas en el muro, avanzó hasta el presbiterio, y arrodillán­dose trabajosamente ante el comulgatorio, puso a un lado el enorme jipijapa, jun tó las manos con re­ligiosa unción y comenzó a rezar. Del fondo de su alma, henchida con los fulgores de la fe, salía para remontarse al cielo, como fragante mirra, la acción de gracias a la Virgen por haberle devuelto la sa­lud. Al terminar, besó el suelo varias veces.

De allí en adelante la mejoría fué acentuándose en él por manera halagadora. Recuperaba las fuer­zas a la posta, la sangre tornaba a sonrosar la pa­lidez de su semblante, le volvía la agilidad a los brazos y las piernas, y por lo mismo, y porque la guerra parecía haber terminado definitivamente, no pensaba en otra cosa que en pedir la licencia nece­saria para emprender el camino de su pueblo.

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X V II

U na mañana se presentó en el hospital una mujer cuyo pergeño. parecía de cocinera, pregun­tando por Felipe. En el acto salió éste, y la m u­jer le dijo:

— ¿Es usté el señó Felipe?— El mismo. . . ¿Qué quería?— Mucho gusto en conocerlo, y pa servirle a us­

té . . . Que le manda decir el señó cura que le haga el servicio de ir allá.

— ¿El padre Vasconcelos?— Sí, señó.Felipe dejó a un lado a la mujer, y tomó inme­

diatamente la dirección de la casa parroquial. Rece­loso como vivía con todo, aquello no dejaba de extrañarle. ¿Para qué le quería el señor cura tan temprano? En un momento se le llenó la imagina­ción enfermiza de aludas y negras mariposas, y cuando tocó en la puerta del zaguán con los nudi­llos de los dedos, sentía dentro de sí la más desa­gradable sensación.

El sacerdote abrió la puerta, le saludó con gran

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cariño, pal moteándole en el hombro, y le soltó esto a quemarropa del modo más cordial:

— ¡Sargento Felipe, albricias!Al pobre hombre le volvió el alma al cuerpo

con aquella recepción tan halagüeña, y siguiendo al sacerdote, entró a la sala. La cual era pequeña, un poco sucia, telarañosa en los rincones, con pavi­mento de ladrillos, cielo raso de coleta, rinconeras de caoba muy labradas y cornisas de la misma edad del siglo. En un rincón había un butaque de va­queta muy lustrosa, con tachuelas amarillas que parecían de oro por el constante y largo yso; en otro un pequeño escaparate, montado sobre la mesa de escribir, donde tres o cuatro libros harto viejos dormían a sus anchas el reverendo sueño del olvido; en otro una banqueta, en la cual se veía despata­rrado, enseñando sus caracteres góticos y su papel amarillento, un breviario de singulares dimensiones. El cura estaba en bata, con chinelas de terciopelo negro, gorro de la misma tela con bellota de hilo de oro, alzacuello azul celeste bordado en mosta­cilla, y pantalones color de ala de mosca que a la legua se dejaban adivinar por lo raídos los cinco años que tenían de servicio continuado en la pa­rroquia. La sala olía a tabaco, y el balandrán guin­daba del ropero haciendo visos con el sol, que se metía por la ventana muy orondo y muy risueño, trayendo una caricia de la espléndida mañana.

— Conque, sargento Felipe, vaya usted preparan­do las albricias — volvió a decirle el padre Vascon­

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celos con la mayor jovialidad, sobándose las manos y mirándole por encima de las enormes antiparras que iban por la ternilla de la nariz abajo— . Sién­tese, siéntese usted, amigo mío, y dispóngase a recibir un alegrón como una pascua.

Felipe le miraba con los ojos muy abiertos, sin atreverse a decir nada, n i tampoco a imaginarse lo que aquello podía significar.

__Pues es el caso, amigo mío — agregó el curaque anoche ya bien tarde me entregaron una carta; que en el acto rasgué el sobre para leer el conteni­do • y dentro me encontré con otra carta para usted, que de seguro viene de Maraure.

Los ojos de Felipe resplandecieron con alegríasuprema. .

__.£1 señor cura y vicario de Valencia, que lesupone a usted aquí con el ejército, me la reco­mienda mucho, y por eso le he llamado a usted tan de mañana.

Y el bondadoso viejecito, sacándose la carta ael bolsillo, la puso en las manos de Felipe, que la cogió con avidez y se puso a darle vueltas, m irán­dola con ojos nublados por las lágrimas.

__Pero léala usted, hombre de Dios, y no sequede tan así, que de seguro ha de traerle noticias de su casa — se apresuró a decirle el padre Vascon­celos, observándole con gran curiosidad.

__Es que yo de leer no entiendo nada . . . Si sumercé me hiciera la caridá de leérmela ahora mismo, yo se lo agradecería de todo corazón-

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— Por supuesto, amigo m ío . . . Démela usted acá, que yo estoy a su servicio para eso y mucho más.

— Señor, Dios se lo pague.El padre Vasconcelos rasgó el sobre, desenvolvió

la carta, subióse los anteojos a su puesto, arrellanó­se en el butaque y comenzó a leer. La carta era muy vieja y aparecía firmada por el cura de Marau- re. Decía así:

“M i muy querido amigo y piadoso feligrés: “Comienzo por decirle, después de saludarle tan

afectuosamente como lo he hecho siempre, que ig­noro por completo el paradero de usted; pero como supongo que no debe de encontrarse muy lejos de Valencia, a juzgar por los telegramas del general Guzmán, los cuales van indicando claramente los movimientos del ejército, escribo a la capital de Ca- rabobo a una persona de eficacia como el señor vicario, para que él me haga el favor de encaminar la presente a su destino.

“Después de haberlo meditado mucho, porque el asunto de esta carta merecía meditarse largamen­te, me resuelvo por último a escribirla, aunque bien sé que las noticias que contenga le sumirán a usted en el más profundo duelo; pero es mejor que usted las sepa de una vez, porque por el cami­no podría dárselas cualquiera, abultadas por un lado y a retazos por el otro, lo cual sería, a no dudarlo, más triste y doloroso para usted. Ármese, pues, del valor que ha menester en semejante tran­

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ce; pídale a Dios resignación y no se desespere, porque todos los mortales, a riesgo de incurrir en la impiedad, debemos conformarnos con los ines­crutables designios del Altísimo” .

El cura no pudo menos que interrumpirse en este punto, y descargando una fuerte puñada en el brazo del butaque, redobló en alta voz;

__ ¡Bien dicho, hombre, muy bien dicho!Felipe, mientras tanto, se estremecía de miedo

al ver venir la tempestad que presentía con ver­dadero espanto, y un sudor frío le manaba de la frente a gruesas gotas.

“ A raíz de la salida de usted de éste su pueblo, sobrevinieron en él y en sus contornos los mayores desatinos que nadie pueda imaginarse, a tal extre­mo, que la gente se escondía horrorizada. Nume­rosas partidas de uno y otro bando pasaron por aquí, poniendo empréstitos enormes, robándoselo todo, cometiendo atrocidades y sembrando el terror por dondequiera. Del conuco de usted cargaron con el toro, con las tres hermosas vacas, con los tiernos becerrillos, con el maíz y el papelón que había en el soberao, y con los diez sacos de café que estaban en la sala. Cuando le digo que arrearon hasta con las gallinas, ya podrá usted figurarse cómo sería el desorden. La pobre Gertrudis iba perdiendo el juicio aquella mañana pavorosa en que saquearon el conuco; y de cuál suerte seria la irrefrenable in­dignación que se apoderó de ella, que no obstante ser tan tímida, puso a aquellos desalmados como

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unos trapos sucios a fuerza de insultarlos. Sólo que a ellos no se les daba mayor cosa de la estu­penda granizada, sino que antes bien, la celebraban con horribles desvergüenzas, salvajes carcajadas y porquerías de la más baja ralea."

— ¡Y sin embargo — bramó el cura, interrum­piéndose de nuevo y cogiéndose el asunto para él— , estos facinerosos, los unos y los otros, los de éste y aquel bando, tienen la audacia y el cinismo de llamarse liberales!

Apretando el corazón, lívido de coraje y con los puños descansando en las rodillas, Felipe escu­chaba todo aquello inmóvil y anhelante.

“Para seguir viviendo, y aun eso a rempujones, Gertrudis y Encarnación tuvieron que echar mano de cuanto su hablidad les sugirió en semejantes circunstancias; y haciendo hoy unos sombreros de cogollo, amasando mañana para la pulpería, ven­diendo al otro día lo que iba quedando en el co­nuco, lograron sostenerse, a tira que te alcanzo, como Dios las ayudó.”

— ¡Pero pobrecitas, hombre, pobrecitas! — tor­nó a exclamar el padre Vasconcelos, realmente condolido.

“Nada de esto vale mucho, sin embargo, com­parado con lo que después ha sucedido. Nuestro Señor Jesucristo ha querido poner la paciencia de usted a dura prueba, enviándole tal suma de dolores en sólo una partida. Porque ha de saber usted, mi amigo, que una noche, a eso de las doce y sin saber­

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se por qué causa, de buenas a primeras se declaró un incendio en la cocina del conuco, la cual quedo en breve convertida en un montón informe de abrasados palitroques; que las llamas se trasmitie­ron en el acto a la casita, reduciéndola a cenizas y carbones con todo lo que había dentro de ella; y que las chispas cayeron en seguida sobre el cañaveral que había detrás, plantado por usted con tantos sa­crificios, para abrasarlo también todo en un mo­mento. Cuando Gertrudis despertó, fué en medio de las llamas, y salió despavorida, dando gritos, llena de horribles quemaduras y creyendo que Encarna­ción había muerto achicharrada, porque por mas que la llamaba a grandes voces, ni la veía salir, ni de ella obtenía respuesta alguna. Al fin le contesto de la cocina, la cual ya iba a derrumbarse consumi­da por el fuego; pero es el caso que no podía salir de allí, a pesar de sus esfuerzos, porque alguien, que no se sabe quién, había amarrado las argollas de la puerta por de fuera; que Gertrudis trato de desatar el fuerte nudo, pero en vano; y que al fin Encarnación le pasó un cuchillo por la rendija que se abría en el dintel, cuchillo con el cual corto el mecate. Ello es lo cierto que las dos mujeres se sal­varon milagrosamente, y que aquella misma noche don Jacinto Sandoval, que supo en el acto lo ocu­rrido y como a la media hora acudió con varios peones de su hacienda, se las llevó para su casa.

"Ahora bien, según dice la misma Encarnación, ella se fué a la cocina aquella noche, después que

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Gertrudis se acostó, a hacer un bebedizo de borraja y manzanilla, para ver si al tomarlo se aliviaba de una fortísima jaqueca que atrapó al mediodía la­vando en el cequión. El sueño la rindió, y se quedó dormida como un tronco, hasta que el ruido del incendio la hizo despertar. Despavorida corrió hacia la puerta; pero la encontró cerrada: tiró de ella con toda la fuerza de sus rollizos brazos, y no con­siguió abrirla. En eso oyó que Gertrudis la llamaba a grandes voces desde afuera, y entonces fue cuando la atribulada madre, después de lo que atrás he re­ferido, logró cortar el nudo que amarraba las ar­gollas. Pero ¿quién pudo amarrarlas y por qué? Semejante acto indica muchas cosas a la vez, que nadie es capaz de precisar, y la causa del incendio permanece todavía en el misterio más profundo. No falta quien le tire a Matías la pedrada, y se fun­da quien tal hace en que Matías le propuso matri­monio a Encarnación más de una vez, sin que ella le contestara de otro modo que con desdeñosas bur­las: y aun agregan por ahí que Encarnación proce­día de tal manera inexplicable, dadas las excelen­tes condiciones de Matías, porque dizque tenía unos amores muy secretos con don Jacinto Sandoval. Yo no afirmo ni tampoco niego nada, porque para adivino. Dios. Es más aún, se me figura que tales sutilezas no se inventan sino para mantener siem­pre encendidas las charlas callejeras, obligado pasa­tiempo de éstos tan recónditos lugares, en donde el silencio aburre, las crónicas son raras y todo el

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mundo trata, por lo mismo, de divertirse con el prójimo.

“Sin embargo . . . ”__¿Eeeéh? — refunfuñó entonces el padre Vas­

concelos como si estuviese solo; y abstraído por completo en la lectura de la carta, y atorándose con algo de improviso, y olvidándose de que Felipe estaba allí, escuchando con doloroso anhelo la te­rrible relación de sus amargas desventuras, m ur­muró: . . . i_

__Lo que es el peine, ha parecido; y lo que es lamuchacha, se me figura que la hizo en toda forma.

Felipe no despegó los labios; pero en el temblor de ellos, en la nerviosa crispatura de sus manos, en lo desencajado y amarillo de su rostro, en la ho­rrible expresión de su mirada, en todo se dejaba adivinar las impresiones de rabia y amargura que en tan supremo instante combatían su corazón.

■'Sin embargo, hay quien afirme que aquella misma noche, muy temprano. Encarnación bajo al camino real, que se paró frente a la pulpería, que preguntó a no sé quién por don Jacinto, que des­pués habló con él en la boca del sendero que con­duce hasta el conuco, y que don Jacinto subió a éste a eso de las doce. Una hora después fue cuando volvió a la hacienda con la alarma del incendio, y allí mismo salió acompañado de seis peones, que a poco regresaron trayendo a Gertrudis desmayada. Naturalmente, todo esto da mucho en qué pensar: y al agregarle el hecho de haber aparecido Encarna­

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ción encerrada en la cocina, se acentúan las sospe­chas referentes a sus amores con el señor de Sando­val. Además, usted bien sabe que don Jacinto ha sido siempre un hombre asaz afortunado en esta clase de aventuras; y si a ello usted me junta la agravante circunstancia de que su hija Encarnación, a fuerza de sentirse tan feliz, ostenta hoy una her­mosura que desde luego atrae las miradas de los hombres, y de que vive m uy contenta, y de que el rico propietario le dispensa gran cariño y considera­ciones tales que las otras mujeres de la hacienda no vuelven todavía de su asombro, tendremos que convenir forzosamente en que en esas hablillas ca­llejeras de que antes me hago cargo, resalta un gran fondo de verdad. Mas con todo, y con mucho que falta por decir en este asunto sobremanera asen­dereado, y en resguardo conveniente de mi respon­sabilidad, repito a usted que yo no afirmo ni tam­poco niego nada.”

Al descansar en el final de este párrafo, el sacer­dote miró al conuquero con fijeza por sobre los anteojos, y le preguntó con acento imperativo:

— ¿Quién es el que le escribe esto a usted? . . . ¿Algún amigo suyo?

— A según dice el prencipio — le contestó Felipe con doloroso acento— , creo qué es el señor cura de Maraure.

— ¡Pues aunque sea el señor cura de Maraure — exclamó el viejecito briosamente, descargando otra fuerte puñada en el brazo del butaque— , es

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un canalla! . . . ¿Me oye usted? . . . ¡Un solemní­simo canalla, indigno de su sagrado ministerio! . . . ¡Cañafístola, mi amigo, con el señor cura de Ma- raure! |Valiosa joya la que gastan ustedes en su pueblo!

“Me falta ahora dar a usted la más triste de las nuevas, y la que de seguro hará más mella en su afligido corazón, por lo cual debe echar mano de todo su valor para resistir el golpe. Se trata, amigo mío, de Gertrudis. Las distintas emociones que su­friera la noche del incendio, capaces todas ellas de abatir las energías más heroicas; la violentísima sorpresa que la sobrecogió al despertar en medio de aquel océano de fuego, que amenazaba devorarla con sus chirriadoras fauces; la insólita impresión que le produjo el gran rumor con que cayera el abrasado costillaje de la casa; el recuerdo constante de usted desde que se verificó el incendio, juntamen­te con la idea de lo que usted iba a sufrir al encon­trar perdido su mediano bienestar; y por último, las enormes quemaduras que tenía en todo el cuer­po. enfermaron a aquella buena esposa y excelen­tísima mujer. La fiebre se apoderó de ella con insó­lita energía, y al fin, después de haberse confesado y recibido la santa Extremaunción, entregó su alma a Dios el veintiséis de mayo a las doce de la noche. Hoy reposa en el rincón derecho del cementerio de Maraure.”

El sacerdote hizo una pausa, miró con honda lástima a Felipe y trató de infundirle algún con­

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suelo. Con la cabeza doblada sobre el pecho, el pobre hombre llaraba como un niño.

“Réstame sólo, para acabar de cumplir este deber que me impone la amistad, decir a usted que el conuco se encuentra abandonado por completo, que el monte va creciendo a todo andar, y que si usted no vuelve pronto, lo que al fin encontrará será una selva asaz tupida y atestada de culebras. Encarna­ción está muy gorda, muy rosada y buenamoza; y por lo que a Matías se refiere, aunque la gente per­siste en la creencia de que él fué el incendiario, ni hay manera de probárselo en la debida forma, ni tan siquiera indicios leves que lo hagan aparecer como culpable.

"Deseo que usted se encuentre en perfectísima sa­lud; reciba en estas líneas mi más sentido pésame por la muerte de Gertrudis, y créame su amigo, su inútil servidor y afectuoso capellán — Telésforo Raldíriz."

Emocionado, silencioso, llena el alma de piedad y respetando el dolor del pobre hombre, el vieje- cito volvió a doblar la carta, la encajó dentro del sobre y se la entregó a Felipe, diciéndole en voz tierna y compasiva:

— Tom e usted, amigo mío, y tenga resignación cristiana para que pueda soportar el peso de tanta desventura. . . Si usted me cree útil en algo, puede ocuparme con franqueza, porque estoy pronto a servirle.

— Señor, Dios se lo pague — repuso el conuquero

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con voz estropajosa, oprimida la garganta y ha­ciendo esfuerzos inauditos para no soltar de nuevo el llanto.

E n seguida se despidió del sacerdote, salió a la calle hecho un imbécil, dirigióse a las afueras del poblado, y allá, en la sabana solitaria, se sentó en una piedra a sollozar aquel dolor inmenso que sen­tía en el corazón.

— ¡Infeliz hombre! — exclamó el cura cuando le vió salir— . Le han deshonrado la hija, se le ha muerto la mujer de pesadumbre y todo lo ha per­dido en un momento . . . Y en resumidas cuentas, ¿por qué, vamos a ver? Por la patriotería soez, es­candalosa y sin conciencia de este ilógico país; por principios que no valen dos pepinos, porque para que jamás se cumplan, mejor fuera que no los pro­clamaran con cierta avilantez que mueve a risa . . . Libertad, democracia, instituciones, garantías . . . ¡sí, hombre, mientras están abajo! Pero si agarran el poder veinticuatro horas, son capaces de reírse hasta de Dios . . . Quieren Patria, y fomentan el desorden; quieren libertad, y dan pábulo medroso a la tiranía del sable; quieren progreso, pero todo lo destruyen; quieren para la propiedad respeto, pero asaltan lo ajeno y se lo roban con el mayor cinismo; quieren derechos, y no hacen otra cosa que alimentar día por día el predominio de la fuerza

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brutal y descarada, que es la de los guapos . . . No hay que darle vueltas: personalismo, personalismo, y nada más que personalismo, porque lo que es aquí, las ideas no tienen relación alguna con estas infames zalagardas de dos meses — monstruosas por lo híbridas— que hemos dado en la flor de llamar revoluciones . . . i O h ambición desordenada de los pérfidos, oh crimen horrible de los desocupados, oh guerra civil eternamente lamentada y execrada por los hombres de corazón cristiano y de buena voluntad! ¡M aldita seas! ¡Maldita seas, sí, porque tú vives de odios que horrorizan, y todo lo profanas con la asquerosa baba de tus rencores implacables!

De repente el viejecito hizo silencio y se paró de firme en todo el medio de la sala, con las manos envainadas dentro de las faltriqueras, con la cabeza estirada hacia adelante, con los labios entreabiertos y mirando con recelo a la ventana.

Era que un oficial bajaba por la acera de la casa, golpeando mucho la metálica vaina del machete en los ladrillos.

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X V III

Felipe pasó el día sin comer, lejos del pueblo, solo con su amargura y afligido hasta la muerte. Aba­timiento, dolor, indignación, tedio de la vida: he ahí las sensaciones que en su alma se iban sucedien do con cruel intensidad, para dejarla luego como des­coyuntada.

Aquella misma tarde, antes del toque de ora­ciones, se personó en el cuartel, y pidió al General Julián Castro, que había quedado en Tinaquillo al frente de la mayor parte del ejército, la licencia para irse.

— M i General — le dijo— ya usté ve que las razones no me faltan: por un lao, que estoy en­fermo, y viviendo como vivo, no podré curarme nunca; por el otro, que la guerra ha terminao, y yo quiero volverme a mi conuco. Además, mi General, hoy recibí una carta en que me dicen que mi mujer ha muerto, que mi casa se quemó, que mi hija vive arrimada mientras llego, y que mis pocos intereses se han vuelto sal y agua. Póngase usté en mi caso, tenga compasión de todo eso, y hágame la caridad

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de darme ahora mismo la baja, pa ver si me voy por la mañana con las primeras luces de la aurora. Acuérdese, mi General, de que yo. aunque me sea feo el decirlo, me he portao como un hombre en la campaña, y que por tener vergüenza me han llenao de agujeros y canales. El ejército de m i tierra ya debe de haber llegao. y yo ando todavía por aquí sin hacer nada, viviendo como Dios quiere y aburrido hasta no poderse más.

La actitud de Felipe era humilde pero digna; su voz temblaba de emoción, y en su semblante se veía una sombra de tristeza abrumadora e infinita. Nada de ello pasó inadvertido para Castro, el cual, in­corporándose en la hamaca en que se columpiaba perezosamente, llamó en seguida a un escribiente de la secretaría.

— ¿Cómo se llama usted? — le preguntó al co- nuquero.

— Felipe Bobadilla.— ¿De dónde es?__Del pueblo de Maraure.__¿Qué grado tiene en el ejército?— El de sargento.Castro se dirigió al escribiente:__Extienda usted ahora mismo — le ordenó

un pasaporte con las indicaciones mencionadas, re­comendando muy especialmente al sargento Boba­dilla a las autoridades del tránsito, como valiente servidor de la causa liberal. Exprese usted que va

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enfermo a consecuencia de las heridas que ha reci­bido en la campaña.

Diez minutos después regresó el escribiente con el pliego, y Castro lo firmó.

__¿Qué necesita usted para su viaje? — volvió apreguntarle al conuquero.

— M i General, no tengo ni un centavo.Castro sacó dos morocotas del bolsillo del cha­

leco, y jun to con el pasaporte se las entregó a Feli­pe. estrechándole la mano y diciéndole con cariñoso acento:

__Pues aquí tiene usted para los gastos del cami­no, y desde luego puede irse cuando quiera. Si le ocurre algún tropiezo por ahí, no tiene sino que presentar el pliego que le doy . . . Y mire, tome esta carabina, que le regalo yo, para que se defienda de cualquier vagabundo que quiera atropellarle.

— Adiós, mi General, y Dios le pague a usté el servicio que me hace.

— Adiós, sargento — dijo Castro.Y volvió a coger la hamaca.Felipe abandonó el cuartel y se dirigió a la casa

parroquial.— M i padre — dijo al cura— vengo a decirle

adiós, porque me voy ahora mismo.El sacerdote abrió la boca con asombro, y ex­

clamó todo asustado:__Pero ¿cómo? . . . ¿De qué manera? . . . ¿No

ve usted que si le cogen le habrán de castigar seve­ramente?

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— No, señor, porque ya todo está arreglao . . . El General Castro me ha dao licencia, y aguaite su mercé, aquí llevo el pasaporte.

— ¡Caramba, pues ya eso es otra cosa! . . . Pero ¿se va usted ahora mismo, así tan de carrera?

— Sí, señor, porque me urge volver a mi casa cuanto antes . . . Écheme la bendición, y no se ol­vide de encomendar mi alma al cielo.

El sacerdote se descubrió acto continuo la cabeza, y exclamó:

— Dios lo bendiga y lo lleve felizmente hasta su casa.

Entonces Felipe abrió los brazos en señal de despedida, y aquellos dos hombres de generosa ín ­dole se estrecharon tiernamente el uno contra el otro.

Al llegar a la inmediata encrucijada, Felipe se volvió hacia la casa parroquial, enseñó el cielo con el índice de la derecha mano . . . y se perdió de vista.

— ¡Adiós! — le dijo el padre Vasconcelos por lo bajo.

Y dos lágrimas cayeron de sus ojos.

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XIX

Felipe recorrió la larguísima distancia que había hasta su pueblo, en sólo ocho días. N i los ardientes soles, ni las noches henchidas de peligros, ni el anó­malo estado del país, armado todavía de todas ar­mas, fueron parte a detenerle en la forzada ligereza con que iba. Para abreviar el tiempo, ganaba mu­chas veces por senderos excusados que se lo econo­mizaban, aunque el terreno resultase por ellos más pendiente, más quebrado y más difícil de andarlo por lo mismo. Cuestas pedregosas, angostísimas veredas por entre recios matorrales, quebradas acre­cidas por la lluvia, exuberantes plantaciones, vastos potreros henchidos de guinea, todo iba pasando ante su vista como un sueño. Caminó de día y de noche, sin entrar a las posadas sino para comprar un pan, un pedazo de queso y un frasco de aguardiente. Cuando tenía hambre, se sentaba en una piedra a la orilla del camino, se comía lo que llevaba en el morral, y luego bebía un trago; cuando le daba mucho sueño, se metía al corredor de alguna casa,

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acostábase en el suelo y descansaba un rato, para seguir luego la marcha con más brío.

Al fin llegó a Maraure, pero triste, sombrío, acoquinado por el más hondo sufrimiento. Por no comer sino boronas, por no dormir sino a retazos, por beber mucho aguardiente, había vuelto a en­flaquecerse. Los carrillos se le hundían, los pómulos se le afilaban, su amarillez era cetrina, su mirada tenía la vaguedad de la locura. Aquel hombre se moría de pesadumbre.

Sería la una de la tarde cuando pisó, casi borra­cho, la calle principal. La gente corría a saludarle con cariño, y él se esforzaba por pagar de igual manera todo aquello, que no se le antojaba sino humillante compasión: pero apenas contestaba con brevísimas palabras, y seguía caminando.

Cuando llegó al silencioso cementerio, y pregun­tó al sepulturero por la tumba de Gertrudis, el mi­serable empleado, después de saludarle con muchí­sima sorpresa, contestó:

— Aquélla es, la que está en el rincón.Era una tumba humilde, un revoque de ladrillos

en derredor del cual crecía el monte entrelazándose con fuerza, se arrastraban las sucias sabandijas y cantaban los grillos por la noche la canción de los difuntos. En la juntura de la cruz colocada en un extremo resaltaba esta inscripción en un recorte de hojalata: Gertrudis Almenar de Bobadilla.

Felipe avanzó con paso firme, descubrióse la cabeza, se estuvo largo rato delante de la tumba, y

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volvió a salir al cabo, taciturno, silencioso, inmen­samente pálido. Su corazón era una úlcera.

Media hora después se detenía ante el tranquero del conuco, sin fuerzas para entrar, apretado el corazón, llena el alma de amargura. ¡Oh gran deso­lación! Lo que imperaba allí, pero con formidable imperio, era el silencio, la soledad, el abandono. N i el trajín de las faenas, n i la presencia de su hija y su mujer, n i tan siquiera aquella casa levantada a tanta costa, aquel abrigo de su alma, aquel caliente nido de su amor: nada, nada. Al fin entró. U n tre­mendo escalofrío le circuló por todo el cuerpo, y los recuerdos le punzaron como espinas. Lo único que hablaba allí era el cequión, pero tan sólo para evocar los dulcísimos recuerdos de la felicidad per­dida, que en la hora del infortunio hacían más cruel y abrumador el sufrimiento de Felipe. Las lagartijas corrían asombradas, el monte crecía con lujuria repugnante, el café se había caído y se pu­dría que daba lástima en el suelo, las culebras se rebullían con pereza bajo los agrios matorrales, el bochorno contribuía con sus vahos ardorosos a en­tristecer el alma, de cada fronda parecía que se escapaba la nota de un lamento, y en medio de aquella pavorosa soledad, de aquel silencio interrum­pido cuando más por el ruido continuado del ce­quión, resaltaba el gran desastre, la inmensa man­cha negra del incendio.

Turbios los ojos y el semblante demudado, Fe­lipe se alejó de allí como a las cinco de la tarde.

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Luego se internó en uno de los frondosos cafetales — enantes limpios por la eficacia de su mano, ahora cubiertos y oprimidos por una vegetación salvaje y vigorosa— con el fin de que nadie le viese en la comarca. En seguida se sentó sobre una piedra, y aguardó la llegada de la noche con el mayor anhelo. En sus ojos ardía una luz rojiza, una luz que reve­laba algo siniestro, fatídico, medroso. Hubo un momento en que cogió la carabina, la examinó con calma, le cambió el fulminante, y volvió a ponerla a un lado. El sol se ocultaba en el ocaso en uno como océano de púrpura; los celajes parecían cendales trasparentes de escarlata; los perfiles de los montes se veían resaltar con energía en el azul de lo infinito. Mientras tanto, el crepúsculo, trémulo y doliente, parecía que cantaba, con sus voces gemebundas, algo así como un grandioso miserere.

Bien cerrada ya la noche, y cuando calculó que eran las ocho, se levantó como un fantasma de la piedra, se echó la carabina al hombro, fuése a cam­po traviesa hasta llegar a la linde del camino real, atisbo hacia arriba y hacia abajo, atravesó el ca­mino con instantánea rapidez, salvó con ligereza el cercado fronterizo, y agazapándose cuanto le era dado y yendo con cautela para no producir sobre las hojas ni el más ligero ruido, anduvo la arboleda de café que terminaba en la tapia que servía de lin­dero en ese lado a uno de los patios de la hacienda de don Jacinto Sandoval.

Allí, detrás de la pared, se subió a un árbol, se

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puso en acecho, y esperó. En el trapiche, remisa­mente alumbrado por un farol de turbios vidrios, los jornaleros cantaban dulces coplas al son de la guitarra. De nuevo los recuerdos asaltaron a Felipe; el corazón se le apretó hasta dolerle con un dolor agudo, y dos lágrimas brotaron de sus párpados, dos lágrimas de rabia y de vergüenza.

De improviso, los ojos de Felipe se inyectaron.Allá, en el extenso corredor iluminado, un hom­

bre apareció.!Sí, era él, el pérfido, el infame, el desalmado,

el robador de su honra, el autor de su desgracia!Felipe se afirmó contra uno de los brazos del

•corpulento árbol, apoyó la carabina en una hor­queta, echósela a la cara poseído del satánico furor de la venganza, tomó la puntería con precisión cer­tera y disparó.

El tiro retumbó con ronco estruendo en el si­lencio de la noche; la bala pegó en el corazón, y •don Jacinto cayó muerto.

Cuando Felipe, que se escapó corriendo como un gamo, llegó a su conuco, se detuvo unos ins­tantes para respirar con fuerza. En seguida se fué por un atajo, y comenzó a subir. ¿Hacia qué lado? Hacia el de la montaña. Subió, subió, subió, unas veces con pesada lentitud, otras como impulsado por el arranque de la desesperación, tambaleando

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por los desfiladeros guarnecidos de matas espino­sas, agarrándose a ellas para trepar hasta la cum­bre, desgarrándose las manos y ensangrentándose los pies.

A poco aparecía allá sobre la cresta de un me­droso precipicio cuya altura desvanece, en cuyos bordes erizados no se encuentra ni la huella que imprime la pezuña de las cabras montaraces, y en cuya contemplación el alma siente el escalofrío del pasmo. La falda abrupta y pedregosa cae a plomo en el abismo; de ella se desprenden con frecuencia, arrastradas por la)s lluvias torrenciales, enormes rocas que retumban en el fondo con el estrépito del trueno; abajo corre el río, desheredado de la luz, rompiendo sus cristales contra peñascos reves­tidos de verde terciopelo; arriba, sobre la calva cima erizada de zarzales infecundos, desenrosca la serpiente sus anillos, la iguana ostenta sus bellísi­mos colores y se arrastra la venenosa escolopendra.

La luna ardía serena en la mitad del estrellado firmamento, y al favor de sus destellos, Felipe lle­gó arriba jadeante y sudoroso. Miró hacia abajo, y allá, en todo el centro del conuco, le pareció observar la mancha negra, negra como las penas de su alma. Entonces levantó la vista al cielo, arrimóse al precipicio con la faz desencajada, se santiguó tres veces, hizo una mueca horriblemente dolorosa, abrió los brazos y se lanzó a lo profundo de

La cabeza golpeó contra

BIB LIO TE C A N ACIONAL

C A R A C A S

FONDO BIBLIOGRAFICO ESPECIAL DE AUTORES VENEZOLANOS

con desesperación . . . .ahorno , ■■

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1890. Fidelio. Novela de Costum­bres venezolanas. Imprenta de la Librería de A. Bethencourt e hijos. Curazao, 1893. Caléndulas, Poesías. Tipografía de Vapor Guttenberg. Caracas, 1893. ¡Ya es Hora! Novela de costumbres venezolanas. Impren­ta de la Librería de A. Bethencourt e hijos. Curazao, 1894. Claveles Encarnadas y Amarillos. Poesía. Imprenta de la Librería de A. Be­thencourt e hijos. Curazao, 1895. El Sargento Felipe. Novela de cos­tumbres venezolanas. Ilustraciones de Arturo Michelena. Tipografía de Herrera Irigoyen & Cía. Cara­cas, 1899. Segunda edición: Li­brería Paul Ollendorff. París, 1913. Tercera edición: Editorial Ayacucho, Buenos Aires, 1947. Esta novela fué traducida a l francés por Manoel Cahisto y publicada como folletón en “Septentrional de París". Nota y Opiniones. Arte y crítica. Tipografía Herrera Iri­goyen & Cía. Caracas, 1899. Flor. Novela venezolana. Tipografía He­rrera Irigoyen & Cía. Caracas, 1905. La Literatura Venezolana en el Siglo Diez y Nueve. Historia y crítica. Empresa “El Cojo”. Cara­cas. 1906. Segunda edición: Edi­torial Ayacucho. Buenos Aires, 1947. Libro Raro. Voces, locucio­nes y otras cosas de uso frecuente en Venezuela. Imprenta de A. Be­thencourt e hijos. Curazao, 1912. Teatro Crítico Venezolano. Asun­tos diversos. Imprenta de A. Be­thencourt e hijos. Curazao, 1912. Nieve y Lodo. Novela venezolana contemporánea. Librería Paul Ollendorff. París, 1914. Nacimien­to de Venezuela Intelectual. His­toria y crítica. Dos tomos. Coope­rativa de Arles Gráficas. Caracas, 1939. Don Simón Rodríguez. Maes­tro del Libertador. Biografía. Cooperativa de Artes Gráficas, Ca­racas, 1939. De Tierra Venezolana. Novelas cortas y semblanzas. Coope­rativa de Arles Gráficas. Caracas, 1939. Apuntaciones Críticas. Críti­ca literaria. Cooperativa de Artes Gráficas. Caracas, 1939.

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