¿Cabe Dios en mi mente?

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1 ¿CABE DIOS EN MI MENTE? Por Alberto Gabás Esteban Porque como los cielos son más altos que la tierra, así mis caminos son más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos. (ISAÍAS 55: 8-9) Introducción El hombre piensa, siente y conceptualiza sobre todo aquello que le rodea y sobre sí mismo de acuerdo con una estructura solidificada en esquemas de conocimiento. Estos se construyen a partir de experiencias codificadas de acuerdo con los patrones simbólicos, lingüísticos y socioculturales propios de la época y el lugar en que vivimos. Como bien cabe esperar, estos mismos esquemas de conocimiento son aplicados por el creyente en la conceptualización de Dios, su providencia y su voluntad para nuestras vidas, operando consecuentemente una inevitable reducción mutiladora del creador y su obra, y exigiéndole –las más de las veces inconscientemente– una intervención ajustada y restringida al rígido y arcaico marco de acción que nuestra pequeñez le impone. El cansado y arduo esfuerzo de abstracción requerido para adentrarse en la comprensión de la primera parte argumental de nuestro discurso se verá posteriormente recompensado en el disfrute de un hermoso ejemplo recuperado de la historia de las ciencias, más exactamente de la naciente astronomía del siglo XVII, de la mano de Johannes Kepler. En una tercera parte introducimos, por extensión, las dificultades humanas para codificar en su mente y comprender dentro de sus esquemas de conocimiento los fenómenos de naturaleza espiritual. Los esquemas de conocimiento humanos. Otras formas posibles de la pregunta que encabeza esta reflexión son… ¿puedo llegar a conocer qué es Dios de acuerdo con mis estructuras de pensamiento? O, ¿Es la esencia Divina reductible a mis esquemas de conocimiento? Todas estas preguntas, formuladas de una u otra manera, por activa o por pasiva, vienen a expresar una misma inquietud: la tendencia humana a controlar todas las cosas en una afanosa ambición por abarcarlo todo aunque ello implique una mutilación esencial de aquello que pretende conocer. La pregunta fundamental “¿Cabe Dios en mi mente?” nos obliga a repasar el concepto de “mente” y analizar pormenorizadamente los elementos constitutivos de lo que podemos llamar “esquemas de conocimiento” humanos. Según la Real Academia Española (RAE) la palabra mente (del latín mens, mentis) hace referencia al conjunto de actividades y procesos psíquicos conscientes e inconscientes, especialmente aquellos de carácter cognitivo. Ello nos lleva directamente al concepto de “esquemas de conocimiento”, concepto enmarcado dentro del campo de la psicología cognitiva y que, ampliando significativamente la contribución de la RAE, integra numerosos procesos emocionales que, en definitiva, son los que confieren a aquellos su carácter consistente. En definitiva, para preguntarnos si cabe Dios en nuestra mente, debemos analizar el carácter y la naturaleza de los esquemas de conocimiento humanos (en adelante EC). Los EC pueden definirse en términos de adquisición y consolidación de conocimientos, conceptualizaciones y patrones de acción más o menos estables que llevan asociados sus correspondientes afectos; participan de una naturaleza inevitable y esencialmente emocional y les hemos dado forma en nuestra vida a partir de nuestra experiencia vital. Naturalmente esta experiencia no se ha codificado en el vacío, sino

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¿CABE DIOS EN MI MENTE?

Por Alberto Gabás Esteban

Porque como los cielos son más altos que la tierra, así mis caminos son más

altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos. (ISAÍAS 55: 8-9)

Introducción El hombre piensa, siente y conceptualiza sobre todo aquello que le rodea y sobre sí mismo de acuerdo con una estructura solidificada en esquemas de conocimiento. Estos se construyen a partir de experiencias codificadas de acuerdo con los patrones simbólicos, lingüísticos y socioculturales propios de la época y el lugar en que vivimos. Como bien cabe esperar, estos mismos esquemas de conocimiento son aplicados por el creyente en la conceptualización de Dios, su providencia y su voluntad para nuestras vidas, operando consecuentemente una inevitable reducción mutiladora del creador y su obra, y exigiéndole –las más de las veces inconscientemente– una intervención ajustada y restringida al rígido y arcaico marco de acción que nuestra pequeñez le impone. El cansado y arduo esfuerzo de abstracción requerido para adentrarse en la comprensión de la primera parte argumental de nuestro discurso se verá posteriormente recompensado en el disfrute de un hermoso ejemplo recuperado de la historia de las ciencias, más exactamente de la naciente astronomía del siglo XVII, de la mano de Johannes Kepler. En una tercera parte introducimos, por extensión, las dificultades humanas para codificar en su mente y comprender dentro de sus esquemas de conocimiento los fenómenos de naturaleza espiritual. Los esquemas de conocimiento humanos. Otras formas posibles de la pregunta que encabeza esta reflexión son… ¿puedo llegar a conocer qué es Dios de acuerdo con mis estructuras de pensamiento? O, ¿Es la esencia

Divina reductible a mis esquemas de conocimiento? Todas estas preguntas, formuladas de una u otra manera, por activa o por pasiva, vienen a expresar una misma inquietud: la tendencia humana a controlar todas las cosas en una afanosa ambición por abarcarlo todo aunque ello implique una mutilación esencial de aquello que pretende conocer. La pregunta fundamental “¿Cabe Dios en mi mente?” nos obliga a repasar el concepto de “mente” y analizar pormenorizadamente los elementos constitutivos de lo que podemos llamar “esquemas de conocimiento” humanos. Según la Real Academia Española (RAE) la palabra mente (del latín mens, mentis) hace referencia al conjunto de actividades y procesos psíquicos conscientes e inconscientes, especialmente aquellos de carácter cognitivo. Ello nos lleva directamente al concepto de “esquemas de conocimiento”, concepto enmarcado dentro del campo de la psicología cognitiva y que, ampliando significativamente la contribución de la RAE, integra numerosos procesos emocionales que, en definitiva, son los que confieren a aquellos su carácter consistente. En definitiva, para preguntarnos si cabe Dios en nuestra mente, debemos analizar el carácter y la naturaleza de los esquemas de conocimiento humanos (en adelante EC). Los EC pueden definirse en términos de adquisición y consolidación de conocimientos, conceptualizaciones y patrones de acción más o menos estables que llevan asociados sus correspondientes afectos; participan de una naturaleza inevitable y esencialmente emocional y les hemos dado forma en nuestra vida a partir de nuestra experiencia vital. Naturalmente esta experiencia no se ha codificado en el vacío, sino

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que se ha llevado a cabo a través de los filtros (o patrones de lectura) que nos impone nuestra naturaleza simbólica y lingüística y nuestra pertenencia a una comunidad social y cultural concreta. Todo esto, en términos de vida cristiana, podría traducirse más o menos así: (1) el hombre conoce a Dios u oye hablar de él (parte cognitiva), (2) tiene un encuentro personal, emocional e impactante de perdón y salvación (vivencia personal con fuerte vinculación emocional), y (3) lo sucedido se codifica en su mente como una experiencia construida sobre una base simbólica (abstracción del concepto de Dios), lingüística (me han hablado de él o he leído su palabra) y socio-cultural (lo imagino de acuerdo con unas concepciones y usos religiosos propios del lugar y la época en que vivo). Estos procesos reflejan, pues, las limitaciones y controversias humanas a la hora de conceptualizar a Dios de forma cognitiva (aunque Dios mismo ha provisto en el sacrificio de Jesucristo la maravillosa y abundante experiencia cristiana de comunión con él). Hasta aquí todo es comprensible y hasta admisible; es una limitación nuestra y vivimos con ella todos nuestros días sobre la Tierra. El problema central –y aquí encontramos el objetivo fundamental de este artículo– es que el creyente, como ser limitado, tiende a reducir a Dios a sus esquemas de conocimiento, y dentro de dicha reducción tiene una tendencia casi irresistible a estructurar un marco de acción delimitado dentro del cual exige que Dios se mueva (consciente o inconscientemente, como bien decía la RAE). Nos cuesta concebir que el propósito general y los planes específicos de Dios se salgan de esos límites que nosotros establecemos (creo que Dios debería actuar así –cognitivo–, desearía que Dios hiciera esto o aquello –emocional–, quiero que me hable de este modo –simbólico–, quiero que me de una respuesta ahora –limitación temporal–, y un largo etc). Como quiera que nuestras palabras parecen enrevesadas o arduas de entender propondremos a continuación un ejemplo maravilloso sacado de la vida y obra de Johannes Kepler

(matemático y astrónomo alemán nacido en 1571 y formado en teología, griego, latín, música y matemáticas en Maulbronn bajo el patrocinio del protestantismo europeo de su época) que nos ayudará, sin duda, a entender lo sublime de la grandeza de Dios, irreductible a nuestros esquemas de conocimiento y nos ayudará a adoptar una actitud positiva hacia su voluntad superando las limitaciones de la pequeñez y egoísmo humanos. Kepler admiraba la geometría como una expresión armónica y perfecta de un universo físico creado por un Dios extraordinariamente inteligente; veía, en términos de Sagan (1980) “la mano de Dios, el geómetra” en la creación del cosmos, y quedaría encallado en esta idea y su demostración el resto de sus días. Cierta tarde de verano en la que impartía clases de matemáticas a unos alumnos aburridos, sumido en divagaciones extravagantes, operó sobre la pizarra sendos trazos geométricos que le brindaron una gran idea; exquisita en esencia de no ser porque reducía la sabiduría y la obra creadora de Dios a sus esquemas de conocimiento, al estilo de los actuales defensores del “Diseño Inteligente”. Observó que sus trazos geométricos, matemáticamente calculados, reproducían las distancias proporcionales entre las órbitas de Júpiter y Saturno y se aventuró a inferir que ocurriría exactamente lo mismo con el resto de planetas conocidos. Si esto fuera así, habría hallado las claves del “Misterio Cósmico” que manifestarían la sabiduría de Dios en el acto armónico y geométrico de creación. Su interés por demostrar tal verdad le llevó a circunscribir los cinco sólidos perfectos de Pitágoras unos dentro de otros, cuyas esferas exteriores guardarían exactamente la misma relación de distancia que las órbitas de todos los planetas entre sí. La concordancia entre su modelo teórico y las observaciones de las “estrellas errantes” (planetas) resultó interesante, pero inexacta, y dedicó el resto de su vida a encontrar el modelo

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matemático que explicara las observaciones disponibles. Después de muchas tribulaciones y extraordinarias tormentas político-religiosas de la época en la Europa central, tuvo ocasión de acceder a las observaciones más sistemáticas y objetivas que existían hasta el momento; las de Tycho Brahe (receloso ante el ingenio de Kepler). El ajuste de los datos obtenidos llevaron a Kepler al hallazgo más importante de su vida en particular, y de la época en términos generales: observó que ese Dios tan magnífico a quien él había reducido en su modelo matemático basado en la circunscripción sucesiva de los sólidos perfectos era extraordinariamente más grande y más sabio, y que la magnificencia físico-matemática del sistema solar creado por Dios superaba, con mucho, la inteligencia del hombre más metódico y conciso, y los sueños del más grande geómetra que pisa tierra firme. Asombrado por sus hallazgos, formuló lo que hoy conocemos como las tres leyes de Kepler que, además de describir el movimiento elíptico –no circular– de los planetas alrededor del sol (como si rulásemos una bola en un lavabo convencional), revelaron al mundo una ley armónica válida para cada planeta, asteroide y cometa: los cuadrados de los períodos de los planetas (tiempos necesarios para completar una órbita) son proporcionales a los cubos de sus distancias medias al sol (P2 = A3). En definitiva, la velocidad del planeta se explica en función de su distancia al sol y siempre de acuerdo con una órbita elíptica. ¿Ha habido un hallazgo extraordinario tras la insistente búsqueda del ajuste del modelo matemático de Kepler con la realidad de los datos observados? Sin duda. Pero… este hallazgo, ¿admite la reducción de la sabiduría de Dios y su obra a un modelo predefinido por las limitaciones de los esquemas de conocimiento del matemático? ¡Taxativamente no! Similar proceso tiene lugar, entonces, en nuestras relaciones con Dios y en nuestro esfuerzo por conceptualizarlo; tenemos una tendencia muy acusada a proyectar los planes de

Dios sobre la limitación de nuestros EC y procuramos en todo momento que aquello que él hace se ajuste a nuestra razón y a nuestros deseos. Pero hay que reconocer que, en su inmensa superioridad respecto de nosotros, es Dios quien hace y deshace, tiene una voluntad irreductible a los pensamientos y deseos humanos (aunque él los conoce y los toma en cuenta). Es por todo ello que el cristiano, si verdaderamente pretende ser un hombre espiritual, debe superar aquella “etapa evolutiva” de reducción de la Divinidad a su voluntad y a sus esquemas de conocimiento. Cuando hablamos de los EC en las personas incrédulas la cosa se complica aún más. Supongamos que Jesús, en un paréntesis del devenir humano, viniese exclusivamente para tener una reunión al más alto nivel con el comité científico internacional más autorizado y dar respuestas razonadas a las inquietudes científicas más importantes de hoy y marcharse después de la reunión. Le preguntarían acerca del Big Bang, de la evolución, de los entresijos más recónditos que encierra la materia, el modo en que los impulsos eléctricos y químicos de las neuronas se convierten en consciencia, la densidad crítica del universo y su consiguiente destino, su forma, y la posible existencia de “otras dimensiones” (naturalmente no iban a preguntarle cómo podemos hacer para amarnos más unos a otros y utilizar los adelantos científicos a favor de los países más pobres). Pues bien, es poco probable que tras la agradable visita el corazón del hombre cambie y desaparezca el pecado de nuestras vidas, incluso si se demuestra experimentalmente el contenido de dicha reunión. Esto es porque el contenido de la revelación de Dios es eminentemente espiritual y no científico; es discernida por el espíritu y se vive en la Fe por el poder de Dios. Y por supuesto, no cabe en los esquemas de conocimiento del hombre natural. El corazón del hombre está endurecido y ha solidificado sus esquemas de conocimiento y sus patrones de acción precisamente sobre la base de aquellas cosas que definen el pecado, la incredulidad y el egocentrismo.

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Conceptualizaciones totalmente “cientifistas” sobre las cuales no ha obrado la conversión redentora y transformadora de Jesucristo y que osan retar a Dios a que baje y se muestre, si es que existe, abundan por doquier en las mentes de los hombres de ciencia modernos. Y es que, habiéndose acercado Dios al hombre a través de la vida y obra de Jesús, la única respuesta fue la crucifixión. ¿Cómo podrían caber los milagros de Jesús en los EC de los hombres de su época? Después de hacer lo que hizo no creyeron, y viendo, no vieron. La naturaleza de “lo espiritual” Parece claro, pues, que Dios, en su esencia, no cabe en nuestros naturales y limitados esquemas de conocimiento. Y no solo Dios, sino por extensión, los fenómenos de naturaleza espiritual. Para disertar sobre esta última afirmación nos acercaremos hosca y brevemente a los procesos psicológicos básicos que operan en nuestro sistema nervioso central, a partir de los cuales se pueden explicar las emociones: El ser humano está equipado con un sistema sensorial gracias al cual podemos obtener información sobre el mundo que nos rodea. Las situaciones y objetos propios del mundo exterior son procesadas en la corteza cerebral (en distintas regiones según la naturaleza de los estímulos), gracias a lo cual obtenemos un procesamiento cognitivo de la situación. Este procesamiento elicitará, de forma inmediata, una serie de impulsos nerviosos que conectarán la corteza cerebral con los sistemas neuronales encargados de la emoción humana. La persona experimentará así amor, miedo u otras emociones que, al ser reevaluadas cognitivamente se convertirán en los sentimientos de los que todos hablamos en nuestra vida cotidiana. Presuntamente, todo ello ha tenido lugar a través de una complejísima serie de procesos neurobioquímicos basados en la transmisión sináptica y la intercomunicación eléctrica neuronal condicionados por bases genéticas y experienciales (recordemos la construcción estructural, simbólica, lingüística y sociocultural de los EC).

Pero… ¿verdaderamente estos procesos explican en su totalidad la génesis de las emociones y los sentimientos de que hablábamos anteriormente? Aquí cabe una doble perspectiva: la científica y la religiosa. Para la primera, está claro que no hay nada más; todo se reduce a materia (átomos) que, combinados, dan lugar a moléculas (aquellas que constituirán los neurotransmisores presentes en los procesos de comunicación neuronal). Sin embargo, hay otras perspectivas “despectivamente etiquetadas como religiosas” que consideran que aquellos procesos biológicos no explican en su totalidad la génesis de las emociones, los sentimientos y la consciencia. Son los planteamientos que asumen la existencia de una naturaleza espiritual. Para éstos últimos, se abre un enorme y fascinante campo que da lugar a una serie de interrogantes cuya solución solo se puede indagar, pero nunca resolver definitivamente. Dentro de esta perspectiva, en la que naturalmente entran los creyentes de las comunidades cristianas evangélicas, tiene sentido la pregunta “¿Qué más hay?” Es decir, si la fenomenología cognitiva y emocional humana no puede ser totalmente explicada por procesos biológicos, cabría preguntarse por el fenómeno que falta para construir un modelo teórico completo (con lo cual ya estamos nuevamente mutilando la complejísima y multiforme creación física y espiritual de Dios en un intento por reducirla a nuestros EC). La pieza clave del rompecabezas, lo que falta, es el espíritu (esto es, una realidad espiritual que, al igual que Dios, no cabe en nuestra limitada mente). Podemos preguntarnos “qué es” el espíritu, pero no vamos a estar racionalmente equipados para contestarnos. A lo sumo vamos a poder analizar algunas de sus características: es inmaterial pero puede obrar sobre la materia (es decir, es jerárquicamente superior a la materia y, según se desprende de su perdurabilidad tras la muerte, no necesita vincularse atómicamente con ella), define esencialmente a los hombres como seres superiores a los animales y les confiere la

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maravillosa característica de semejanza con Dios. Conclusiones El intento de aprehender con nuestros esquemas de conocimiento los fenómenos espirituales y la esencia de Dios da en la quiebra por definición. Para el cristiano hay dos dimensiones: una dimensión física, accesible a nuestros EC hasta donde alcanza la ciencia, y una dimensión espiritual representada por Dios, los seres espirituales que no nos son accesibles de ordinario, y el hombre espiritual. Esta dimensión no es aprehensible desde nuestra mente, pero sí desde nuestra experiencia espiritual de comunión con Dios. Tal vez algún intrigado lector de este artículo quiera recurrir al estudio de la estructura de las ondas electromagnéticas (OEM) para hacerse una idea metafórica de cuanto venimos argumentando (se

encontrará con una realidad diversificada en dos subrealidades que coexisten de forma perpendicular; una magnética y otra eléctrica). Dios no cabe en nuestra mente; su grandeza se aleja mucho de los conceptos que la mente humana puede contener y manejar. Sin embargo, se deja sentir en sus hijos a través del Espíritu, y a partir de ahí el hombre puede tener un pleno conocimiento de la voluntad, la providencia y la grandeza de Dios. Cuando esto es así, el hombre no necesita formular modelos matemáticos ni fundamentos biológicos demostrativos de su existencia (véanse las contribuciones de Michael Behe o William Dembski) ni enredarse en conceptos metafísicos que le asistan en la tarea de entender racionalmente el excelso “concepto de Dios”.

A.G.E. �

REFERENCIAS:

• Broadman & Holman (Publishers) (1995): Biblia de estudio arcoiris. HBP: Nashville • Lozano Leyva, M. (2002): El cosmos en la palma de la mano. Barcelona: Mondadori.

• Sabadell, M.A. (2006). ¿Hemos sido diseñados? Muy Interesante, 306, pp 54-62.

• Sagan, C. (1980): Cosmos. Planeta: Barcelona.