Cahiers 16_octubre 08

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EDITORIAL

Encrucijadas de la crítica Carlos F. Heredero

Parece imposible evitarlo, y además no sirve de nada practicar la política del avestruz. Afrontar los desafíos que sacuden hoy en el mundo entero a la crítica cinematográfica es no sólo una necesidad y una responsabi­lidad, sino también una obligación. Esos retos nos interpelan a todos: a la crítica que se practica en los medios generalistas, a la que se ejerce en los magacines divulgativos, a la que opera desde las revistas especiali­zadas y a la que surge desde Internet (revistas web, blogs, etc). A todos nos conciernen y nos salpican las nuevas encrucijadas que se dibujan en el horizonte y todos (los lectores y los creadores en primer lugar, pero también los profesionales, los propios medios de comunicación e incluso la industria) nos están demandando con urgencia nuevas respuestas.

La tormenta viene de lejos y no es precisamente de ayer. Las mutacio­nes profundas que viven todos los medios de comunicación en la era del ágora global afectan también al ejercicio de la crítica, al lugar que ocupa en un momento de vertiginosas transformaciones, a su interlocución con los lectores y a su relación con el ámbito de la creación. Hace ya mucho que la institución crítica se enfrenta a nuevos problemas que exigen nue­vas soluciones, pero más recientemente una serie de acontecimientos -en verdad heterogéneos, dispersos, surgidos en escenarios muy alejados entre sí y con magnitudes reales muy diferentes- han vuelto a poner de relieve, a modo de síntomas, la realidad y la urgencia de la situación.

En Estados Unidos, la muerte de Manny Farber nos obliga a releer un modo de entender la crítica que apenas encuentra equivalencias. En Francia, el debate sobre los futuros caminos de Cahiers du cinéma centra numerosas energías intelectuales y no pocos intereses económicos. En Inglaterra, el último número de Sight & Sound se pregunta en portada "¿Quién necesita a los críticos?" y propone un amplio dossier de reflexión sobre la presente coyuntura. En España, la carta de un grupo de cineas­tas, de críticos y de profesionales que reaccionan contra una determi­nada manera de ejercer la crítica en un diario de referencia (El País) ha generado una acalorada discusión en algunos foros de Internet. En Por­tugal, el European Film Festival de Estoril ha convocado para el próximo noviembre, bajo la dirección de Jean-Michel Frodon, un encuentro de la crítica de todo el mundo para debatir el "estado de las cosas".

En medio de este paisaje, sería deseable no confundir lo anecdótico con la categoría y no desenfocar la compleja naturaleza de la cuestión. El debate es de fondo, va para largo y desborda, con mucho, toda casuística individual o personalizada. Entre otras cosas, porque los temblores que afectan hoy a la crítica de cine no son más que la réplica de un seísmo mayor: el que viven los medios de comunicación, la industria del cine y la creación fílmica en todas sus dimensiones. Precisamente por esto, convendría no ensimismarnos, abrir el horizonte, contemplar con pers­pectiva el conjunto de retos que tenemos por delante y predicar con el ejemplo. Por eso abrimos en nuestras páginas, a partir de este mismo número, un foro para el debate que se suma a la reflexión global que ya está en marcha por doquier. Caminando se hace camino... •

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Los estrenos de Tiro en la cabeza (Jaime Rosales) y de El abogado del terror (Barbet Schroeder)

vuelven a poner de relieve el gran debate sobre el papel que juega el terrorismo en las sociedades

contemporáneas. Un debate que emerge en torno al 11-S y que, desde entonces en adelante, no ha dejado

de encontrar en el cine un espejo para la reflexión y también para el exorcismo. En España y fuera de

España, el cine se enfrenta al terrorismo con el arma de su lenguaje para ofrecer una respuesta cultural.

La herida que no cicatriza ÁNGEL QUINTANA

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Con la caída del comunismo, el mal cambia de aspecto en el cine. La mujer que mecía la cuna del bebé o la compañera de piso de soltera se convierten en psicópatas y se constituyen en la sublimación del llamado enemigo interior. Los villanos dejan de ser mercenarios de la KGB para adquirir el porte de terroristas encargados de crear el caos. En La sombra del dia­blo (1997), de Alan J. Pakula, Harrison Ford se enfrentaba al IRA, mientras que en Estado de sitio (Edward Zwick, 1998), Denzel Washington es un oficial del FBI que mira con per­plejidad cómo unos atentados de grupos islámicos instan al ejército a recluir a los árabes en unos campos de concentra­ción, habilitados en los estadios neoyorquinos. Antes del 11-S, el terrorismo hizo ya su irrupción en la ficción como premoni­ción del incierto panorama que iban a generar las que Ignacio Ramonet bautizó después como las "nuevas guerras del siglo

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lentas por conquistar pequeñas parcelas de poder que se per­petraron entre los diferentes grupos étnicos en el Nueva York del siglo XIX y las oscuras conductas del poder estatal que masacró a los insurgentes. En esta ocasión, las Torres Gemelas emergen de las tumbas en las que están enterradas las bandas de Nueva York, recordándonos que el progreso de la ciudad se creó con los cadáveres de la historia. La violencia del pasado es el germen de la violencia de nuestro presente.

Para el dibujante Bob Kane, Gotham City es la síntesis per­fecta de la metrópolis americana. Un skyline ultramoderno esconde las tensiones de un tejido deshumanizado, frente al cual la ley se muestra impotente y tiene que recurrir a un superhéroe espectral. Resulta revelador que en El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008), Gotham City deje de ser esa ciudad imaginada por los manieristas del diseño de pro­

imágenes finales, con las Torres Gemelas, de Gangs of New York (Martin Scorsese, 2003) y Munich (Steven Spielberg, 2005). A la izqda., Syriana (S. Gaghan, 2005)

La destrucción de las Torres Gemelas no sólo convirtió al terrorismo en la nueva amenaza satánica, sino en un modo de alimentar la mala conciencia americana

XXI". Desde entonces, el cine no ha cesado de especular sobre el tema. Hoy, el terrorismo sublima las nuevas formas de cons­trucción del mal en el mundo. El terrorismo hace daño, mata, desestabiliza, genera caos, debilita los mecanismos legales de la democracia, antepone la seguridad a la libertad, pero tam­bién resucita los fantasmas del pasado, escarba en los pliegues de la historia oficial y alimenta nuevos demonios. Es la pesa­dilla de nuestro presente y, por este motivo, el cine no para de buscar múltiples sistemas de representación que den cuenta de la dimensión de un fenómeno complejo que pone en cues­tión los borrosos límites que existen entre el bien y el mal.

Al final de Munich (2005), Steven Spielberg muestra las Torres Gemelas de Nueva York. La imagen nos recuerda que la venganza antipalestina perpetrada por los agentes del Mossad, contra el secuestro y asesinato de los atletas israe­líes en las Olimpíadas de 1972, fue el inicio de una espiral de violencia cuyos efectos se prolongan hasta nuestros días. Después de atravesar la historia oscura del terrorismo en los años setenta, Spielberg llega a la discutible conclusión de que el conflicto entre Israel y Palestina es el germen de lo que algunos han llamado choque de civilizaciones en la socie­dad actual. La imagen de las Torres Gemelas como horizonte también se encuentra presente al final de Gangs of New York (2003), de Martin Scorsese. La película retrata las luchas vio-

ducción (Tim Burton) para convertirse en la ejemplificación de nuestro mundo. La ciudad es más gris, el Joker sublima el mal mientras que Batman ejerce de justiciero atormentado. Tal como indicó M. Night Shyamalan en El protegido (2001), la creencia en los superhéroes es, para los adolescentes educa­dos en la épica del cómic, una nueva religión que garantiza la seguridad del bien frente a la propagación del mal. La fuerza de El caballero oscuro radica en que nos recuerda que, en un estado de derecho basado en el poder de la justicia, la figura del superhéroe es siempre ilegal. Christopher Nolan reen­cuentra a Fritz Lang.

Los efectos del Joker son semejantes a los perpetrados por las bandas terroristas que obligan al agente Jack Bauer, de la serie 24, a convertirse también en otro justiciero oscuro, o al detective John McClane (en La jungla 4.0, 2007) a usar métodos poco ortodoxos cuando lucha contra un caos per­petrado por unos terroristas convertidos en hackers informá­ticos. Todos actúan bajo el espectro de esas Torres Gemelas cuya destrucción no sólo convirtió al terrorismo en la nueva amenaza satánica, sino también en un modo de alimentar la mala conciencia americana. El 11 se septiembre de 2001 las carteleras americanas debían haber estrenado Daño colate­ral, la película de Andrew Davis protagonizada por Arnold Schwarzenegger, pero el estreno se retrasó cinco meses para

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El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008)

que la realidad no se confundiera con la ficción. En ella los espectadores pudieron ver que el personaje del héroe justi­ciero era interpretado por un bombero que había visto cómo su mujer y su hijo morían en un atentado. Después de dibujar el mal, la película recordaba que los ataques del terrorismo

Los efectos del Joker son similares a los perpetrados por las bandas terroristas,

que obligan al agente Jack Bauer a convertirse en otro justiciero oscuro

contra los Estados Unidos eran la respuesta a sus abusos de poder. De forma más madura, la cuestión movió a un cineasta liberal como Sydney Pollack a rodar La intérprete (2005), una obra en cuyo trasfondo aparecía la mala conciencia del primer mundo frente al estado del tercer mundo.

Visiones políticas Las representaciones de la metrópoli amenazada contras­tan con otras obras más geopolíticas, como Syriana (Stephen Gaghan, 2005), en la que se lleva a cabo una exploración calei­doscópica de las relaciones entre Estados Unidos y Oriente Medio. Al inicio, las fusiones financieras dejan sin empleo a un padre y un hijo iraníes. El joven empieza a asistir a reuniones de fundamentalistas y acaba perpetrando un atentado. La visión cósmica de la política desemboca en el terrorismo. Los intere­ses económicos modulan los intereses políticos y los atentados surgen como la repuesta ciega de los desesperados. En Paradise Now (Hanny Abu-Assad, 2005), los desesperados son dos terro­ristas suicidas a los que se les comunica que deben llevar a cabo una acción en Tel-Aviv. El espectador sabe que realizarán una

Yakuza, cineasta, terrorista... Antiguo yakuza reconvertido en cineasta, Koji Wakamatsu (1936) se hizo muy popular durante la década de los sesenta con sus pinku-eiga (películas eróticas). A partir del mítico 68, sin embargo, el contenido de su cine comenzó a presentar novedades de índole política y a estar protagonizado por jóve­nes integrantes de grupúsculos revolucionarios de inspiración anarquista y antiimperialista. Sex Jack (1970) o Ecstasy of the Angels (1972), entre otras, llevan esa mezcla de sexo y terro­rismo hasta sus últimas consecuencias, sin por ello dejar de cumplir su función de filmes de exploitation. Las razones polí­ticas de esta reconversión de Wakamatsu se pueden encon­trar mejor explicadas en el documental que firma con Masao Adachi, Red Army/PFLP: Declaration of World War (1971), una película sobre el grupo terrorista japonés de extrema izquierda Ejército Rojo y su alianza con el Frente para la Liberación de Palestina. El subtítulo del documental es ya suficientemente explícito pero, por si fuera poco, a lo largo de su metraje se lanzan continuas proclamas del tipo de "la mejor forma de propaganda es la lucha armada" que no dejan lugar a dudas sobre las intenciones y las posiciones políticas de sus auto­res. Red Army/PFLP concluye con una entrevista a la mili­tante japonesa que se ha unido a la lucha palestina, Fusako Shigenobu, que reaparecerá como personaje de United Red

Army (2007), última película por el momento de Wakamatsu, con la que retorna a un tema que había dejado de lado tres décadas atrás. Sus circunstancias personales han cambiado y Wakamatsu vuelve su vista a aquellos años con otra perspec­tiva. El sexo ha sido aparcado y Wakamatsu pone en escena con vocación documental y didáctica, sobre todo en su primera mitad, la historia de los movimientos revolucionarios estudian­tiles de izquierda en Japón desde 1960 (estableciendo casi un puente con Noche y niebla en Japón, de Nagisa Oshima), que se radicalizaron a partir del 68 y de la guerra de Vietnam. De ahí surgió el llamado United Red Army, cuyos últimos días reconstruye Wakamatsu. Poco a poco el grupo fue diezmado, primero como consecuencia de las purgas internas (las "auto­críticas" estalinistas); finalmente, cuando los últimos supervi­vientes se refugiaron en una cabaña de montaña en Asama, la policía los cercó durante varios días. Wakamatsu filma toda la película desde el punto de vista de los revolucionarios ("hay que hacer películas desde el punto de vista de los débiles", afirma el director) y cede para la masacre final su propia cabaña de montaña que, por supuesto, queda en ruinas. Razones presu­puestarias, se justifica un Wakamatsu que se autoproduce la película. Quizá también algo de mala conciencia: United Red Army ya no llama a la lucha armada. JAIME PENA

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El incidente (M. Night Shyamalan, 2008)

monstruosidad y que en sus vidas no existe un mañana. El cineasta humaniza al monstruo describiendo su cotidianidad. Los terroristas también comen en familia y escriben cartas de amor a su novia. Mientras Christopher Nolan nos muestra el mal en un sentido abstracto, Abu-Assad se pregunta por qué el odio político es más fuerte que el apego a la vida y por qué la pobreza genera violencia. ¿Qué pasa por la mente del terrorista antes de perpetrar el atentado?

En determinadas cinematografías europeas, la herida del terrorismo siempre ha supurado. Desde Ken Loach hasta Neil Jordan, el cine británico no ha cesado de analizar la cuestión irlandesa. Una de las películas límite sobre el tema es Elephant (1999), de Alan Clarke, donde la repetición de una serie de cami­nos hacia la muerte se transforma en un ejercicio minimalista sobre la ritualización de la violencia. El camino de Alan Clarke se prolonga ahora en el trabajo del artista Steve Mc Queen en la reciente Hunger (2008), con la que desplaza sus performances en torno al body art hacia la cuestión de la representación del cuerpo en el cine. La película muestra la huelga de hambre que acabó, en 1981, con la vida del activista del IRA Bobby Sands. La huelga permite un debate sobre cómo el propio cuerpo puede ser un arma de acción política, pero el film se pregunta también cuáles son los límites de la represión policial dentro de la ins­titución penitenciaria.

En los años setenta, el cine alemán no paró de dar vueltas al conflicto provocado entre 1966 y 1977 por la Baader Meinhof. Rainer W. Fassbinder llevo la reflexión a su momento más alto en su episodio de Alemania en otoño, al interrogar a su madre sobre el terrorismo de Estado y vislumbrar cómo el confor­mismo social podía ser la coartada que legitimaba los abusos del poder. Con los años, el tema sigue candente y está presente en una de las apuestas del cine alemán de este otoño: Baader Meinhof Komplex (2008), de Uli Edel, inspirada en un best-seller sobre el destino de la banda.

El buen cine italiano no ha cesado de revisar su propia his­

toria, por lo que es lógico que hoy se pregunte por qué las uto­pías de una determinada izquierda desembocaron en la acción violenta de las Brigadas Rojas. En Buenas días, noche (2004), Marco Belocchio quiere revisar las contradicciones de "los años de plomo" y saber por qué la figura de un mártir le resulta muy rentable al Estado. Más allá de sus resultados atroces, el terrorismo aparece así como una acción que conviene manipu­lar para sacarle una clara rentabilidad política.

En un momento de Drugstore Cowboy (Gus Van Sant, 1990), el escritor William Burroughs recordaba que la existencia de la droga interesa a los estados porque es la excusa perfecta para aumentar el control. La misma premisa podría enunciarse con el tema del terrorismo, de tal forma que éste aparece no sólo como la herida que justifica la ficción cinematográfica, sino como la excusa que sirve para poner en crisis la libertad frente a un exceso de seguridad. El debate sobre los nuevos sistemas de vigilancia en la sociedad posindustrial podría llevarnos más allá de Gotham City, es decir, a un mundo de pesadilla en el que el espectro del "Big Brother" adquiere toda su vigencia, pero la pesadilla que ha acabado imponiéndose, en cambio, es la del letargo del mundo feliz de Aldous Huxley. •

Paradise Now (Hany Abu-Assad, 2005)

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De terrorismos y terrores CARLOS LOSILLA

Cuando el Joker, protagonista indiscutible de El caballero oscuro, declara que su ventaja es que no tiene ningún plan, sólo está diciendo una verdad a medias. En efecto, su objetivo es la des­trucción y la anarquía, pero para llegar a ellas debe pasar por decenas de pequeñas decisiones, por innumerables reuniones consigo mismo para saber cómo volar un hospital o conseguir que dos ferries coincidan a vida o muerte en medio del río. En este sentido, puede que se trate de un trasunto de Bin Laden, pero también de una caricatura feroz y despiadada del mundo de la empresa neocapitalista, cuya crisis actual no ha hecho otra cosa que ratificar su incapacidad para hacer planes a largo plazo, más allá de la obsesión por la productividad o el beneficio inme­diato. De nuevo comparecemos, pues, en la gran contradicción americana, y ahora se trata de una cuestión mayor: ¿quiénes son y dónde están los terroristas? ¿Allá, en el exterior ignoto, o quizá entre nosotros, en sus confortables despachos? Puede que en todas partes, como se atreve a apuntar Zohan: licencia para pei­nar, quizá una de las películas más certeras -y divertidas- jamás rodadas sobre el conflicto palestino-israelí, donde el teléfono de Al Qaeda dispone de un contestador automático que permite el acceso directo al departamento correspondiente.

En Wanted, dirigida por el ruso Timor Bekmambetov y prota­gonizada por James McAvoy y Angelina Jolie, una fraternidad de asesinos intenta poner orden en el mundo eliminando a personas en principio escogidas al azar, pero quizá culpables de algún desa­guisado en un futuro próximo. Morgan Freeman, sin embargo, se salta las reglas y las falsea para matar en busca de su propio bene­ficio. La dicotomía que propone la película está clara: sembrar el terror está permitido cuando se trata de reequilibrar el orden

No es país para viejos (Joel y Ethan Coen, 2007)

establecido, pero no cuando ese tipo de acciones intentan sub­vertirlo, aunque se trate de una acción individual. Como siempre en el cine norteamericano, todo eso va más allá del orden político y se conjuga en términos de la única supervivencia que importa, la de la comunidad, la de las leyes del puritanismo.

Es curioso que todas estas cuestiones se diriman en pelícu­las aparentemente ajenas al debate que nos ocupa, meras fic­ciones de entretenimiento. A estas alturas deberíamos saber, sin embargo, que Hollywood siempre explora en sus relatos de género aquello que no se atreve a investigar en la versión oficial: ni Munich, ni United 93, ni World Trade Center se acercan míni­mamente a la cuestión, que no es otra que la perversión del ideal en su propio seno, es decir, el mal que anida allá donde debería reinar el bien. ¿Por qué esa injusticia?, se lamenta el norteameri-

United 93 (Paul Greengrass, 2006)

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cano medio. Y esa pregunta es, a la vez, fuente de tragedias per­sonales y de ofuscaciones colectivas, de patéticas muestras de indefensión y de reacciones tan desmesuradas como intolerables. Travis Bickle, el atribulado protagonista de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), quizá fuera el primer terrorista strictu sensu del cine americano, pero sus raíces deben buscarse en Centauros del desierto (John Ford, 1956) y se extienden, por supuesto, hasta el día de hoy. ¿Dónde reside la frontera entre terrorismo y psicopa­tía en películas como Pozos de ambición o Zodiac, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford o No es país para viejos? ¿Se trata de una única representación del Mal, con mayúscula, que tras el 11-S prefiere mezclar perturbación mental, ansias de notoriedad, malevolencia de los medios de comunicación y otros motivos desconocidos antes que enfrentarse a la posibilidad de la rebelión de los desfavorecidos, aunque se esté produciendo por los caminos equivocados?

Malvados indefinidos Esta patulea de malvados indefinidos puede tomar distintas for­mas, incluidas comedia y drama. En Vicky Cristina Barcelona, de Woody Allen, el diablo se pone las máscaras de Javier Bardem y Penélope Cruz, representación de la sexualidad monstruosa que perturbará para siempre la existencia de dos muchachas ameri­canas que parecen recién salidas de una novela de Henry James. Y si a esta película unimos Match Point o El sueño de Cassandra, podremos leer la última etapa de la filmografía alleniana a la vez como evasión y equívoco exorcismo de la América que vive bajo el efecto Bin Laden: para que Nueva York continúe siendo el paraíso del intelectual neurótico, es necesario que los verdaderos males se alojen en Londres o Barcelona, es decir, en Europa. ¿O quizá que su procedencia quede ignota? Ésa es la opción de dos de las ficciones más ilustrativas en lo que se refiere al momento actual en terreno estadounidense, al terror inducido por cues­tiones políticas y económicas. En La niebla de Stephen King, de Frank Darabont, América se reduce a un supermercado, territo­rio ideal del consumo maltratado por la crisis, en el exterior del cual sólo existe la destrucción y la muerte. En El incidente, de M. Night Shyamalan, el miedo parece provenir del orden ecológico, pero en realidad se trata de algo mucho más terrible. Como los del Joker, también los planes del Apocalipsis son tan impredeci-bles como implacables. Y es una mano invisible la que empuja a la población a lanzarse desde los tejados o a descerrajarse un tiro en la sien: ¿quién está detrás, Al Qaeda o Wall Street? •

La niebla de Stephen King (Frank Darabont, 2008)

Conspiraciones El terror abrió paso a las incógnitas. Ni las informaciones gubernamentales, ni los sumarios judiciales han dado res­puesta a todas las preguntas. Las especulaciones sobre lo que se oculta detrás de la cara más visible del 11-S no hacen sino multiplicarse. No es la primera vez que ocurre. Las "teorías de la conspiración" (el asesinato de JFK, el hombre en la Luna, la muerte de Marilyn, etc.) forman parte del acervo político-cultural de una nación que, en momentos de extrema perplejidad, busca las respuestas en la trastienda de su propia casa En los últimos años han surgido diversos documentales amateurs que han tratado de aportar pruebas concluyentes de que el Gobierno de Estados Unidos sabía de antemano que se iban a producir las masacres. Teorías escalofriantes que apuntan directamente a los Servicios

de Inteligencia como diseñadores de un plan maestro que les per­mitiría actuar impunemente en el mundo. Por razones obvias, estos filmes de acentuado carácter expositivo-acumulativo (y sin ambición artística) no han gozado de una distribución comercial ordi­naria, si bien todos pueden adqui­rirse en la red. De hecho, Loose Change (2005), con más de diez

Loose Change (D. Avery, 2005)

millones de descargas [www.loosechange911.com], se ha convertido en una de las más exitosas operaciones de dis­tribución cinematográfica on-line. Dirigida por Dylan Avery, la película cuestiona no sólo la autoría de los atentados, sino su misma existencia, basando gran parte de su tesis en los "aviones fantasma" del Pentágono y de Pennsylvania. Por su parte, Painful Deceptions (2005), de Eric Hufschid [www.erichufschmid.net], fue la primera en sostener que el derrumbe de la World Trade Center no fue el resultado de los impactos de los aviones, sino de una demolición controlada exponiendo principios físicos y opiniones de expertos. 911 Mysteries (2006), de Sofia Shagquat [www.911mysteries. com], promete diseccionar la teoría conspirativa en tres partes (Demoliciones, Secuestradores y aviones y ¿Quién se beneficia?), de las que de momento existe la primera, mientras que The Great Conspiracy (2005), del periodista canadiense Barrie Zwicker [www.greatconspiracy.ca], llega a denunciar la connivencia de los grandes medios de comunicación con el supuesto montaje. Documentos pro­vocadores, en ocasiones perdidos en la demagogia (popu-larmechanics.com, en contrapartida, se dedica a desmentir algunos puntos de la teoría), si bien han logrado llamar la atención sobre las muchas lagunas informativas en torno al 11 -S ("Haz preguntas, exige respuestas", reza la promoción de Loose Change), y sobre todo nos obligan a mirar con otros ojos un acontecimiento del que creíamos haberlo visto todo. Vean y decidan. CARLOS REVIRIEGO

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El espectáculo y la ideología JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

Dos aspectos tienen en común, en principio, el cine y el terro­rismo: su condición espectacular y su operatividad en el plano ideológico. Nunca se debe olvidar que la acción terrorista no se satisface en sí misma, sino en cuanto sea difundida, ampli­ficada, en el ámbito social; de ahí que tenga mucho de "gesto" (como plantean las resonancias sorelianas de La estrategia de la araña (La strategia del ragno; B. Bertolucci, 1970), de "puesta en escena", de (cruel) espectáculo, en definitiva. Y tampoco que más allá de la eficacia empírica inmediata, un atentado (terrorista) está siempre respaldado por una fundamentación netamente ideológica (nacionalista, religiosa, de clase, racial o incluso filosó­fica, si recordamos los planteamientos del nihilismo), campo éste -el ideológico- de acción primordial del cine en cuanto forma de representación (y "aparato ideológico", según se decía tiempo atrás, lejos de una mera condición de "reflejo" social). Partiendo de esos dos principios básicos, inscritos en la propia naturaleza de ambos fenómenos, las relaciones entre cine y terrorismo resul­tan más estructurales que la simple alimentación argumental del primero por el segundo, algo por otra parte que se remonta tan atrás como a la "actualidad reconstruida" de L 'assassinat de Mac Kinley (1902), del francés Ferdinand Zecca.

Sin embargo, en estas líneas no podemos entrar a fondo en esas cuestiones de base, como tampoco podemos entrar en las múl­tiples matizaciones a las que obliga el concepto "terrorismo": su historicidad (la estrategia terrorista triunfante queda histórica­mente legitimada por la asunción del poder); los equilibrios entre las dimensiones política y ética del fenómeno; la dependencia del punto de vista para determinar la positividad o negatividad del empeño terrorista (los resistentes antinazis son héroes, aunque sus acciones -como la relatada por Costa Gavras en Sección espe­cial, 1975- fuesen "formalmente" definibles como terroristas); la sublimación de ciertas pulsiones antiautoritarias a través de figu­ras de contestación del poder que pueden fundar su legitimidad en la defensa tomista del tiranicidio, y que en algunos momentos y segmentos sociales pueden llegar a identificarse con la figura del terrorista y su tantas veces desquiciada utopía justiciera; etc. Nuestro empeño se limita a establecer algunas reflexiones

La mejor juventud (M. Tullio Giordana, 2003)

sobre la evolución de la representación de los fenómenos terro­ristas desarrollados en el espacio europeo, sobre todo a partir de la eclosión de las nuevas formas del terrorismo derivadas de la oleada contestataria de finales de los años sesenta (Fracción del Ejército Rojo, Brigadas Rojas, ETA, etc.), de movimientos de mayor alcance histórico (IRA) o de las repercusiones de conflic­tos extraeuropeos, como el argelino o el palestino-israelí. En ese sentido podemos determinar diversas tendencias entre aquellas películas que "escenifican" el terrorismo a lo largo de los últimos cuarenta años, vinculadas inevitablemente a la coyuntura polí­tica en la que salen a la luz.

Los años de plomo En los años sesenta y primeros setenta la reflexión sobre el terro­rismo o bien se desplaza, paradójicamente, al pasado histórico, o bien se desarrolla en un plano teórico, puramente ahistórico. Pero sin duda debemos dirigir nuestra atención, en primera ins­tancia, a lo que podríamos llamar el cine "de los años de plomo", que se inscribe en los acontecimientos ocurridos en la República Federal Alemana e Italia durante esos años setenta. En ambos ca­sos podemos apreciar algunas diferencias: los cineastas alemanes -vinculados todavía al "nuevo cine alemán" (NCA)- afrontan de una forma directa la problemática del terrorismo, adoptando una posición muchas veces combativa contra los excesos represo­res que provoca y ciertas actitudes sociales que lo enmarcan. Así encontramos denuncias de la indiscriminada represión policial que alcanza a seres inocentes en Der Dritte Grad (P Fleischman, 1974), El cuchillo en la cabeza (Messer im kopf; R. Hauff, 1978) y Marginado (Kaltgestellt; B. Sinkel, 1980); del papel de la prensa amarilla en El honor perdido de Katharina Blum (Die Verlorene Ehre der Katharina Blum; V. Schlondorff, 1975); del aprovecha­miento por parte de periodistas, políticos establecidos o radica­les en Viaje a la felicidad de Mamá Kusters (Mutter Kusters Farht zum Himmel; R.W. Fassbinder, 1975); de los excesos policiales en Fernando el radical (Der starke Ferdinand; A. Kluge, 1976); de la vida interna de un grupo terrorista en La tercera generación (Die dritte generation; R.W. Fassbinder, 1979); de las contradicciones

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familiares derivadas del compromiso terrorista en Las hermanas alemanas/Los años de plomo (Die Bleierne Zeit; M. von Trotta, 1981); e incluso desde una perspectiva futurista, tal como refle­ja Epidemia en Hamburgo (Die Hamburger krankheit; P. Fleis-chmann, 1979). En ese marco no debemos olvidar que el film colectivo Alemania en otoño (Deutschland im Herbst, 1978) es, propiamente, el comienzo de la clausura del NCA. Mucho me­nos directa y comprometida es la actitud de algunos cineastas italianos coetáneos a esos "años de plomo"; por lo general, apar­te de algunas aproximaciones meramente tangenciales, en Ita­lia predomina -con las excepciones de Excelentísimos cadáveres (Cadaveri eccellentii, 1975) y sobre todo Maledetti vi ameró (M.T. Giordana, 1981)- la interrelación entre terrorismo y familia. Tres hermanos (Tre fratelli; F. Rosi, 1981), La tragedia de un hombre ridiculo (La tragedia di un uomo ridicolo; B. Bertolucci, 1981), Colpire al cuore (G. Amelio, 1983) y Segreti, segreti (G. Bertolucci, 1985) son buen ejemplo de ello.

A partir de 1986 se abren dos líneas de aproximación al fenó­meno terrorista: la reconstrucción histórica y la reflexión sobre los "años del plomo" y sus consecuencias posteriores. La recons­trucción arranca respectivamente con El caso Moro (Il caso Moro; G. Ferrara, 1986) y Stammheim (Stammheim-Die Baader-Meinhof-Gruppe vor Gericht; R. Hauff, 1986), pero le seguirá un amplio número de filmes: Gli invisibili (P. Squitieri, 1988); Una fredda mattina... (V. Sindoni, 1990) y Guido che sfidò le Brigate Rosse (G. Ferrara, 2007), sobre los asesinatos por las BR del perio­dista W. Tobagi y del sindicalista G. Rossa; el docudrama Pasolini, un delitto italiano (M. T. Giordana, 1995), en torno al juicio de su asesino; La mia generazione (W. Labate, 1996), sobre las dudas de un brigadista entre la delación o la cárcel; y, por supuesto, La mejor juventud (La meglio gioventú; M. Tullio Giordana, 2003), en cuya senda -terrorismo y relaciones fraternales- se sitúa Mi hermano es hijo único (D. Luchetti, 2007). Pero el epicentro de la reflexión fílmica sobre el terrorismo brigadista es siempre la muerte de Aldo Moro: desde la espléndida e iconoclasta Buenos días, noche (M. Bellocchio, 2003) -complementada por el docu­mental Stessa rabbia, stessa primavera (M. Bellochio, 2003)-hasta la hollywoodense El año de las armas (Year of the Gun; J. Frankenheimer, 1991), entre otras reconstrucciones como Piazza delle Cinque Lune (R. Martinelli, 2003), Trilogía su Aldo Moro (A. Grimaldi, 2004), II sol dell'avvenire (G. Pannone, 2008) y la tele-visivo-conmemorativa Aldo Moro-Il Presidente (G.M. Tavarelli, 2008). En verdad, salvo La segunda vez (M. Calopresti, 1995), que narra el reencuentro entre una brigadista en libertad condicional y su antigua víctima, y el documental Fuori fuoco-cinema, ribelli e rivoluzionari (F. Greco-M. Montinari, 2005), el cine italiano apenas se aparta de la reconstrucción histórica.

También el cine alemán ha "reconstruido" los años de plomo, con especial atención hacia las figuras de Andreas Baader, Ulrike Meinhof y sus compañeros más próximos, pero tampoco han fal­tado la reflexión "a posteriori" una vez terminada la experiencia del terror en un puñado de títulos: Die Stille nach dem Schub (V. Schlondorff, 2000) narra los temores de una antigua terrorista refugiada en la RDA tras la reunificación; Die Innere Sicherheit (Ch. Petzold, 2000), sobre los problemas derivados de la adoles­cencia de la hija de una pareja de terroristas tras quince años de huida; y Schattenwelt (C. Walther, 2008), sobre la difícil reinser­ción de una antigua terrorista. •

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ETA EN EL CINE ESPAÑOL

Una película casi imposible EULÀLIA IGLESIAS

Un repaso cronológico y en perspectiva a la cuarentena de pelí­culas que directa o indirectamente hablan de ETA en el cine español, desde la instauración de la democracia hasta el día de hoy, ofrece ante todo una radiografía de la relación de la socie­dad española con esta problemática. Es una mirada más propia de los estudios culturales que del análisis cinematográfico, pero que resulta inevitable en un asunto como éste. Porque la histo­ria de la recepción de ETA en España tiene su fiel reflejo en la evolución del punto de vista a la hora de enfocar el tema en el cine. Y señala también ese camino que va desde una Transición en la que todavía son aceptables películas como Operación Ogro (G. Pontecorvo, 1980) o La fuga de Segovia (I. Uribe, 1981), que representan a ETA desde cierta mitificación de una lucha legi­timada precisamente por la ilegitimidad del poder contra la que iba dirigida, hasta el viraje hacia la atención que prestan a las víctimas los últimos documentales estrenados.

La ficción, muchas veces estructurada en alguna variante del cine negro, se presenta como la forma más habitual de acercarse al terrorismo etarra. En la década de los ochenta, una serie de películas como La muerte de Mikel (Uribe, 1984) aborda la pro­blemática encajándola en un plano más amplio de violencia, cri­sis social y terrorismo de estado en el País Vasco. A partir de los noventa, y con el GAL ya fuera de juego, la necesidad imperante del cese del terror organizado toma forma (cinematográfica) en la figura del etarra que acaba concienciándose del error de sus actos pero que, perdido en la espiral de violencia que ha con­tribuido a crear, es incapaz de escapar del mismo, como ocu­rre con algunos personajes presentes en El viaje de Arián (E. Bosch, 2000), La playa de los galgos (M. Camus, 2001), Yoyes (H. Taberna, 2000) o Días contados (Uribe, 1994).

Con el cambio de siglo quedan superadas las aproximaciones psicologistas a la figura del etarra. Ya no se quiere entenderla, y mucho menos justificarla. Y en un momento en el que no se puede encontrar coinciden­cia más mayoritaria entre los ciudadanos del estado espa­ñol que el rechazo a la banda terrorista, cuando no hace falta ya convencer a casi nadie de la injustificación de ETA, resulta paradójico que alguna de las últimas muestras sobre el tema, como Todos estamos invitados (Gutiérrez Aragón, 2008), resulten tan simples. Como si el temor a ser mal-interpretado impidiera plan­teamientos más complejos,

más atrevidos, diferentes. Como el que desarrolla Jaime Rosales en Tiro en la cabeza (véase crítica en pág. 16).

Las víctimas entran en escena Con la entrada del nuevo siglo, el documental aparece dispuesto a cubrir una de las asignaturas pendientes del cine español sobre el terrorismo: las víctimas con nombre y apellidos. Diversas pro­puestas como Asesinato en febrero (2001) y Perseguidos (2004), de Eterio Ortega, o Trece entre mil (2004), de Iñaki Arteta, devuelven al cine su función más testimonial. Ante la necesidad de sacar a la víctima de su mero papel de rol en la ficción, ante la urgencia de tomar el pulso a una realidad acuciante, el docu­mental deviene la mejor forma para hacer públicos el aquí y el ahora de decenas de ciudadanos que sufren las consecuencias del terrorismo. Los testimonios de los protagonistas de estas pelícu­las resultan tan dramáticos per se que si algo hay que reprochar a tales títulos es la mayoría de sus añadidos: músicas redundantes, innecesarios momentos de docudrama para representar aquello de lo que no se tiene imágenes, metáforas visuales demasiado simples, uso de la cámara subjetiva como recurso fácil de identi­ficación del punto de vista del protagonista, derivaciones excesi­vamente partidistas, e incluso encuadres replicados de otro film al que se quiere así "contestar". Por otro lado, se agradece sobre todo en los filmes de Eterio Ortega el que se huya de cualquier afán hagiográfico: "Soy escolta y estoy aquí porque gano casi el doble", dice uno de los protagonistas de Perseguidos.

También a base de testimonios construye Julio Medem su documental La pelota vasca (2003), pero abriendo el espectro de los protagonistas para ofrecer una película polifónica, que no equidistante (las voces de ETA no fueron invitadas, mien­tras que otras quedaron ausentes por voluntad propia), sobre el conflicto vasco. Con sus irregularidades (alguna opción de montaje más que dudosa), La pelota vasca sigue siendo la obra

capaz de ofrecer al especta­­a pelota vasca (Julio Medem, 2003) dor el máximo de elementos

para la dialéctica.

Inventario de faltas Al mismo tiempo que el cine documental ha solventado la invisibilidad a la que se había condenado a las víctimas reales, también ha conver­tido la recuperación de sus testimonios en el tema casi monotemático y exclusivo en este formato. Apenas hay incursiones en otros terre-

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nos más resbaladizos, y ETA normalmente sólo se concibe fuera de campo. Sólo se nos muestran sus consecuencias. ¿Por qué no hay un cine que confronte a los etarras y también a aquéllos que no les "condenan", militantes y simpatizantes de cualquiera de los partidos heterónimos de Herri Batasuna? ¿Por qué no bus­car y filmar los nombres y apellidos de quienes mantienen un clima de terror más allá de las armas? ¿Por qué no hablar más de política?...

Y si volvemos a la ficción, nos encontramos igualmente con un registro homogéneo y, por lo tanto, con más agujeros. ¿Por qué no existe ninguna película sobre el terrorismo etarra (que no sobre las víctimas) en clave cómica? La historia cultural ha demostrado que el humor sigue siendo una de las armas más eficaces para desmontar discursos autoritarios. Y si un judío llamado Ernst Lubitsch o un izquierdista como Charles Chaplin fueron capaces de encarar el nazismo en comedias que nadie calificaría de frivo­las, como Ser o no ser (1942) o El gran dictador (1940), la ironía también podría resultar un buen instrumento de aproximación a la sinrazón etarra.

En las notas de producción de Todos estamos invitados, Gutiérrez Aragón revela que algunos profesionales vascos desistieron de trabajar en un film sobre ETA que se rodaba en Euskadi. Por miedo. Esta anécdota extracinematográfica, sumada a otros hechos como el de que Medem tampoco pudo rodar la película que en el fondo quería realizar, ponen en evi­dencia la dificultad actual de acercarse al terrorismo de ETA de forma normalizada, completa o tradicional, como sí se aborda cualquier otro tema en este país. Y así, de la misma forma en que jóvenes cineastas argentinos como Albertina Carri (Los rubios, 2003) y Nicolás Prividera (M, 2007) exponen que no se puede rodar sobre los desaparecidos (sus padres) en Argentina, o como Claude Lanzmann demostró que no se podía poner en imágenes la Shoah, así también se echa en falta en nuestro país un cine que ponga de manifiesto, a través de su propia formulación, que aquí y ahora resulta muy difícil rodar películas sobre ETA. •

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Días contados (Imanol Uribe, 1994)

FILMOGRAFÍA ESENCIAL

1977 • Comando Txikia. José Luis Madrid 1978 • Toque de queda. Iñaki Núñez 1980 • Operación Ogro. Gillo Pontecorvo

• El proceso de Burgos. Imanol Uribe 1981 • La fuga de Segovia. Imanol Uribe 1983 • El pico. Eloy de la Iglesia 1984 • La muerte de Mikel. Imanol Uribe

• Los reporteros. Iñaki Aizpuru 1985 • Golfo de Vizcaya. Javier Rebollo 1986 • 100 metros (Ehun metro). Alfonso Ungría (mm) 1989 • Ander eta Yul. Ana Díez

• Días de humo. Antxon Eceiza • La blanca paloma. Juan Miñón

1991 • Todo por la pasta. Enrique Urbizu 1992 • La hiedra (Huntza). Antonio Conesa (cm) 1993 • Sombras en una batalla. Mario Camus 1994 • Días contados. Imanol Uribe 1997 • A ciegas. Daniel Calparsoro 2000 • Yoyes. Helena Taberna

• El viaje de Arián. Eduard Bosch 2001 • Asesinato en febrero. Eterio Ortega

• La voz de su amo. Emilio Martínez-Lázaro • Los justos. José Antonio Zorrilla • La playa de los galgos. Mario Camus

2003 • La pelota vasca. Julio Medem 2004 • Perseguidos. Eterio Ortega 2004 • El Lobo. Miguel Courtois 2005 • Trece entre mil. Iñaki Arteta

• Hoja de ruta. José A. Pérez (cm) 2006 • GAL. Miguel Courtois

• El otro lado. Alejandro Redón (cm) 2007 • El canto del grillo. Dany Campos (cm) 2008 • Todos estamos invitados. Manuel Gutiérrez Aragón

• Tiro en la cabeza. Jaime Rosales • La casa de mi padre. Gorka Merchán

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CRITICA

Exploración fílmica JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

Desviar el necesario debate sobre Tiro en la cabeza exclusivamente hacia cuestio­nes sociopolíticas implica una actitud tan poco productiva como suponer que esta tercera entrega de la filmografía de Jai­me Rosales sea un mero ejercicio formal. Ambas actitudes implican renunciar a la reflexión en torno a una obra que, si bien resulta objetable en algunos aspectos, cuando menos inscribe sus intenciones profundas en una búsqueda formal que, inevitablemente, debe fundamentar cual­quier expresión artística. Y creo recordar

que cuando hablamos de cine, "también" hablamos de arte. Como en sus anteriores películas, algo que define el cine de Rosa­les es precisamente su voluntad -y capa­cidad- de conjugar el fondo ético y senti­mental de sus historias con una puesta en escena conscientemente resuelta, más allá de las fórmulas establecidas y dominantes, no sólo en el cine español. Rosales des­pliega una estrategia estilística apoyada en lo que él cree una actitud ética, tal vez estimulantemente discutible pero nunca estéril en términos cinematográficos. Es

ésta, por otro lado, una empresa que no se refugia en ninguna torre de marfil, sino que conecta con muchas de las preocupa­ciones del aquí y ahora, como es abierta­mente el caso del terrorismo (etarra) en Tiro en la cabeza, igual que sucedía más oblicuamente en La soledad, film que -en unión de Las horas del día- traza suficien­tes puntos de contacto con su nueva obra como para definir, aún en su variedad, la sana condición de autor del cineasta.

Porque si queremos definir "de qué va" Tiro en la cabeza deberemos asumir que

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trata del terrorismo, pero lo importante (y cinematográfica o artísticamente relevan­te) es el "cómo lo trata", a través de una serie de opciones más o menos radicales, que van desde la muy obvia y superficial­mente comentada ausencia de audición de los diálogos (junto con la inexistencia de música over) hasta el uso sistemático del teleobjetivo o de la frontalidad del en­cuadre en buena parte de la película, por no hablar de la selección de actores y de la forma de trabajar con ellos. Pero no nos engañemos: esas opciones de puesta en escena no son simples formalismos, sino que se enraizan en aquello que hace de esta obra una de las más interesantes re­flexiones fílmicas (y habría que subrayar esa condición: fílmica) del cine mundial sobre el terrorismo. Tras haber propues­to en un artículo anterior (págs. 12-13) la profunda homología entre cine y terro­rismo a partir del doble carácter especta­cular e ideológico de ambos, ahora pode­mos constatar aquí cómo Rosales afronta su aportación al asunto mediante una sis­temática desarticulación de esos dos as­pectos, rompiendo, de una parte, el efecto espectacular inherente al cine institucio­nal y evacuando, por otra, la ideología más allá de la farragosa explicitud -y ahí sí, va­cuidad- de los discursos habituales, insti­tucionalizados, sobre el terrorismo.

Entre el rigor y la intuición Si es cierto que el terrorismo es la forma propia de la violencia política en la "socie­dad del espectáculo", la puesta en crisis de algunos de los elementos que sustentan la condición del cine como agradable, con­solador o catártico lugar de ensoñación a favor de una toma de conciencia del pro­pio papel como espectador, de la asunción de la real condición de "eunuco en un ha­rén" (de la que hablara Norman Brown), adquiere un valor tan combativo como explosivo. Si la intención de un cineas­ta es rehuir la vaciedad del tópico biem-pensante y a la vez escapar, por ejemplo, a la asociación con las tradiciones del cine policíaco o de la más superficial denun­cia política, para escarbar en el trasfondo profundo de unas acciones injustificables e inexplicables pero reales... Si, por ejem­plo, la no audición de las palabras que sí dicen los personajes liquida cualquier asomo de psicologismo, estableciendo un inquietante contraste entre la banal y re­conocible cotidianidad del que se reve­

lará como monstruoso asesino y nuestra propia rutina diaria... Si la frontalidad del encuadre y lo aplanado de la imagen re­fuerzan nuestra condición de indiscretos mirones, siempre -o casi siempre- exter­nos a la acción (de la que nos separa una membrana acristalada), pero a la vez ca­paces de identificar las acciones del per­sonaje, pese a ubicar los diálogos en un extraño fuera de campo sonoro... Si toda la primera parte -cuando menos dos ter­cios del film- es una absoluta ficcionali­zación del trascurrir de un personaje real construida, sin embargo, con y desde ji­rones de realidad (la hermana, el niño, la novia o el amigo del protagonista mantie­nen esas mismas relaciones con el actor que lo encarna), mientras que la segunda reconstruye un hecho real -el asesinato-bajo unos mecanismos de puesta en esce­na radicalmente distintos, como sucede con el plano del coche huyendo del lugar del crimen... Si el propio Rosales asume la imperfección de su película, sacrificando en ocasiones el rigor de la construcción del punto de vista a favor del respeto a la espontaneidad de un proceso intuitivo, generador de las propias condiciones de rodaje y de producción, inscritas de algún modo en el propio film... Si, en definitiva, Tiro en la cabeza asume todas esas opcio­nes en una arriesgada empresa de desar­ticulación de los mecanismos del espectá­culo, sin duda nos encontramos entonces ante una operación de lo más estimulante, en clara oposición a ese cansino y aburri­do cine español del momento, capaz de masacrar incluso los referentes extraci-nematográficos más atractivos.

¿Es necesario hacer explícito, cual auto de fe, el rechazo de la sinrazón terrorista? ¿Hay que redundar en la condena de unas acciones que se califican por sí mismas? ¿Están obligados los cineastas que se atre­ven a afrontar una realidad tan inhóspita como indudable a seguir una única vía de denuncia? La asunción fenomenológica que propone Rosales, ajena a cualquier explicación psicológica, resulta extraña también a cualquier análisis ideológico. La voluntad de mostrar el acto salvaje en su estado puro, reafirmado en este caso por la ausencia de la tradicional preme­ditación y planificación de la acción (que puede incluso devenir en la ritualización del atentado como acto expiatorio); la mostración del fatal encadenamiento en­tre el azar y la oportunidad que da salida

al odio más irracional; la fría sequedad de la consumación del inútil sacrificio de dos seres humanos que la pantalla nos desve­la; incluso la negación de la palabra al otro, al terrorista, sin por ello negar su presen­cia entre nosotros; la idea de que también él ha salido de nuestra cotidianeidad y de que la monstruosidad convive con la nor­malidad, tal vez rechazan el maniqueísmo de la rutinaria condena del terrorismo, con sus correspondientes rituales de due­lo y de indignación, pero desde luego no significan la menor incitación a favor de la actividad criminal. Todo ello hace que Tiro en ¡a cabeza resulte, tal vez, excesiva­mente abstracta para las mentes perezo­sas, ya que Rosales pretende obligarnos a una toma de conciencia que no parte del asentimiento a lo políticamente correcto, sino que nos confronta con una de las par­celas más incómodas de una realidad que, sin embargo, es la nuestra. Pero siempre lo hace, y esto es lo más importante en rela­ción con su condición de cineasta, a través de los recursos del propio medio cinema­tográfico, explorando las opciones que és­te le ofrece y, en definitiva, trasmutando lo tristemente común de nuestra actualidad en un hecho artístico. •

Conversaciones reales, diálogos en off...

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ENTREVISTA JAIME ROSALES

"Hay que producir bombas culturales" CARLOS F. HEREDERO / CARLOS LOSILLA / JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

Han transcurrido apenas dos horas, tras la presentación a la prensa de Tiro en la cabeza en el Festival de San Sebastián, cuando Jaime Rosales recibe a Cahiers-España para hablar largo y tendido de su película. El cineasta reflexiona en caliente, a lo largo de una con­versación tan intensa como generosa por su parte, sobre las moti­vaciones y sobre la naturaleza de su film.

¿Por qué es precisamente ei asesinato etarra de Capbreton, y no otro, el que le provoca la necesidad de rodar esta pelí­cula de forma tan inmediata y con tanta urgencia? Cuando leo la noticia en el periódico, me doy cuenta de que ese atentado es diferente de otros, y entonces me asalta un conjunto de emociones desconocidas. En ese momento veo ya la forma y el contenido de la película de manera muy rotunda, sé que la tengo que hacer, y además de forma muy rápida, dejándome lle­var por las intuiciones y sabiendo que debe ser un film no dema­siado elaborado. De hecho, se rueda en sólo catorce días y su coste no rebasa el medio millón de euros. Desde el principio lo siento de esa manera, y además me lo planteo desde una cierta ingenuidad.

puede resultar ininteligible, pero es que, para mí, es ininteligible que alguien mate a otra persona. Si dejas fuera la ideología, como sucede en el film, lo único que se ve es a una persona normal que está con un niño en un parque, con un amigo, con su novia y que, en un momento dado, en una cafetería, asesina a dos hombres sin ninguna justificación. La puesta en escena nos viene a decir: esto es lo que se ve. Y en esa crudeza, en esa desnudez, está el máximo absurdo. Para todos, incluso para los terroristas.

¿Qué motivación tiene la gran decisión formal de la película, es decir, la ausencia de diálogos...? La ausencia de los diálogos tiene que ver también con la existen­cia de un enorme ruido de fondo que impide que nos escuche­mos unos a otros, como sucede con los políticos. Pensaba que debía haber algo muy puro, que remitiera incluso a los orígenes del cine, antes del sonoro, y que tiene que ver con la lectura de todo lo visual: el gesto, la mirada, la acción, la ropa, el entorno.

¿A qué se refiere cuando alude a esa ingenuidad? Creo que estamos instalados en una lucidez que pretende buscarle a cada situación todas las causas y mecanismos ocultos que hay detrás. Hemos perdido la fe en la fuerza de las ideas que generan cosas positivas. Yo quiero desactivar ese cinismo, y para ello tengo que colocarme en una cierta ingenuidad. La película está pen­sada como un artefacto, casi explosivo, que debiera provocar una cierta convulsión en el espectador, un seísmo, y, a partir de él, generar nuevas ideas. Por eso está planteada de esta manera. Para trasladar nuevos contenidos hacen falta nuevas formas. Porque para mí es claro que con los contenidos antiguos, es decir, de la forma como se ha pensado en España hasta ahora el pro­blema del terrorismo, éste no encontrará solución. Las ideas que se barajan son siempre las mismas. Faltan aportaciones nuevas.

¿Y qué tenía aquel atentado de diferente? El hecho de que no fuera una acción planificada. Es una acción mortal en la que todos salen perdiendo: en primer lugar, las víc­timas y sus familias, pero también los terroristas y el conjunto de la sociedad. Por eso hago una película en la que, al final, un terrorista que estaba instalado en una cierta cotidianidad, acaba como un animal huyendo en el bosque. Como no se explica que la película está basada en hechos reales, esa acción que vemos

"La película está pensada como un artefacto que

debe provocar una cierta convulsión en el espectador

¿Los diálogos que mantienen los personajes, estaban escritos o fue­ron improvisados por los actores? El diálogo existe, efectivamente. Lo que sucede es que no se oye. Los acto­res tenían conversaciones reales. No son diálogos escritos, sino improvisa­dos por los actores a partir de las indi­

caciones de tono que yo les sugería. Los personajes mantienen las mismas relaciones que Ion Arretxe tiene en la vida real con su hermana y con su sobrino, con su novia o con su amigo personal. Cuando el protagonista habla con los otros personajes, en rea­lidad es Ion quien habla con sus conocidos. Las relaciones y las conversaciones son reales. La película quiere dejarse contagiar por esa dimensión documental. Se desplegaba el dispositivo de rodaje, el foco, la luz, etc., observaba cómo hablaban y, a lo mejor al cabo de media hora, cuando ya me parecía que los actores esta­ban manteniendo una conversación verdadera, y no sólo un diá­logo falso para aparentar que estaban hablando, es cuando decía ¡acción! y empezaba verdaderamente a rodar.

Prescindir de la audición de los diálogos podría obedecer también a la voluntad de eliminar la psicología y de eludir la necesidad de dar explicaciones a los personajes... El hecho de que no se escuchen los diálogos confiere a la pelí­cula un plus de expresividad respecto a su contenido, y creo que además fuerza al espectador a ir hacia el film y a tener un papel más activo. Y esa actividad intelectual de reconstrucción tiene que ver con la necesidad de hacer del cine una herramienta de

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conciencia, no de concienciación sobre una ideología, sino de propiciar que se piense. Es una opción que proviene de una reflexión sobre la materia con la que estoy trabajando.

La película retrata a la figura del monstruo en su cotidianidad como ser humano. ¿Qué perseguía con ello? Hay una pregunta que hacerse y es: ¿por qué nos fascina el monstruo? Esa es una realidad: ahí están El silencio de los cor­deros, Darth Vader, el Bardem de No es país para viejos... Es algo terrible, porque el espectáculo de la violencia nos repugna, pero al mismo tiempo nos fascina. Esa tensión existe. Quizás porque, en el fondo, sabemos que en el monstruo hay algo que nos retrata a todos. Algo profundo que está en nuestra naturaleza, aunque seamos personas muy moderadas, pero lo cierto es que ese mons­truo está en todos, y particularmente, creo, en los individuos del sexo masculino. No estoy tan seguro de que esté también, o de la misma manera, en las mujeres que en los hombres.

El cine y el terrorismo tienen en común ser un espectáculo y una cuestión de ideología, pero su película se aproxima al tema del terrorismo desmontando esos dos principios bási­cos, con su dimensión antiespectacular y con la voluntad de eliminar el factor de la ideología... La película trabaja, de alguna manera, en la desactivación de las ideologías. Creo que debemos introducir unas herramientas de conciencia que nos lleven a nuevas pautas de conducta. Para mí el terrorismo, en esta época que vivimos, es también una señal de alarma. Cuando se hunden las Torres Gemelas, nos están comu­nicando algo. Eso tiene unos efectos tremendamente negativos (las víctimas, desde luego), pero también nos dice que hay algo muy peligroso, que no está suficientemente puesto en tela de jui­cio, ya que tiene que producirse una acción terrible y catastrófica para llamarnos la atención sobre eso. Es como una señal. Desde luego es algo negativo, pero cuando no se atiende a un problema que existe, y el poder establecido no permite ni siquiera el debate de ese problema, el terrorismo entra y produce esa negatividad. Pero con esto no quiero decir nada positivo del terrorismo.

Cabría hablar de lo ineluctable del terrorismo que, en este caso, sería la forma de la violencia política correspondiente a la "sociedad del espectáculo". En las Torres Gemelas, el salto cualitativo no es el número de muertos, sino la retrans­misión en directo del suceso por la televisión...

Por eso yo quería estrenar la película con 500 copias (lo que no podrá ser), porque de esa manera el film se convertiría en una película terrorista, a escala cultural, por supuesto. No creo en la utilidad de un manifiesto, pues me parece una herramienta caduca, que se desactiva con facilidad. Creo que hay que pro­ducir bombas culturales, capaces de generar nuevas formas de pensar y de relacionarse con las emociones.

Hay algunos problemas con el punto de vista, ¿quién mira, desde dónde mira, es una mirada omnisciente o qué es...? Soy plenamente consciente de que la película tiene un punto de vista cambiante, que no es homogéneo. Cuando estoy filmando y cuando veo la película en el montaje, ya me doy cuenta de la irregularidad en la construcción del punto de vista, pero creo que debo mantener esa impureza, digámoslo así. Hay un plano de la novia de Ion, sola en la escalera, que parece estar filmado dentro de la casa, pero decido dejarlo, porque creo que su imagen tiene un cierto peso. Ese plano me parece importante, porque transmite algo que para mí es muy revelador, pues nos viene a decir que todo este problema es un problema de hombres. Y las mujeres lo sufren. Aunque haya algunas implicadas también en el terrorismo. Hay una serie de planos como éste que podría qui­tar con facilidad. Tengo la posibilidad de ser riguroso, pero no lo hago, porque creo que se perdería algo con esa opción...

La parte más ficcionalizada de la película es la que des­cansa, precisamente, sobre elementos más documentales, mientras que la parte más realista es la que se filma con códigos más propios de una ficción dramatizada... Sí, hay una parte de recreación de un suceso real y otra de fic­cionalización total. Tampoco soy extremadamente escrupuloso con esto, porque no me parece esencial para lo que iba buscando. De alguna manera hay algo mixto y mezclado, con elementos de ficción y con cosas de la realidad. Yo rompo también con esa convención y hago deliberadamente una película bastarda. Soy

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Toda la película está filmada con grandes teleobjetivos

riguroso en algunas cosas y tremendamente arbitrario en otras. Por eso ruedo también un plano con un extra que tiene el mismo peso que el de un personaje central. ¿Por qué una anciana que está en un bar no puede tener la misma presencia dentro de un plano que la del protagonista en otro? De la misma manera, tam­poco quito varias miradas furtivas a cámara que hay en algunos planos. Se rompen muchas convenciones formales, porque tam­bién hay que desmontar muchas convenciones ideológicas.

La película está rodada íntegramente con teleobjetivos. ¿Qué iba persiguiendo con esta opción? Sí, salvo los planos de seguimiento del coche, todo el film está rodado con teleobjetivos que van del 100 al 600. De hecho, las ópticas habituales sólo llegan hasta 300, por lo que tuvimos que utilizar un adaptador para trabajar con un 600, que son los obje­tivos utilizados para filmar a los animales a mucha distancia. Se necesitaba un doble trípode para sostener ese tipo de objetivos. Yo quería estar a mucha distancia, pero también poder recoger los rostros. Se crea así una imagen que difumina los fondos y que lo aplana todo, lo que refuerza ese efecto de frontalidad. Esos teleobjetivos forzaban en ocasiones al operador a realizar cier­tas rectificaciones en el movimiento de la cámara para buscar o para seguir a los personajes, unos ajustes que, algunas veces, no quería hacer porque no le parecía correcto, pero yo le decía que esa rectificación estaba bien, que estábamos buscando...

Esa actitud de "estar buscando" explica también esa forma bastarda a la que alude y conecta con su propia actitud de buscar nuevas formas que generen nuevas ideas... Yo empiezo a rodar pensando que la película va a ser de una cierta manera, pero luego voy encontrando nuevas cosas. Y eso es fundamentalmente lo que gana la película y lo que también gano yo. Hacer una película para mí es una búsqueda, y el film tiene que ser el testimonio de esa búsqueda, con sus hallazgos y con sus defectos. Si suprimo los defectos, entonces pierdo esa dimen­sión. No quiero hacer una obra perfecta, sino una obra humana. Me molestan mucho las películas que intentan ser perfectas a toda costa, porque eso es más propio de una máquina que de un

ser humano. Prefiero dejar el testimonio, la huella de un error dentro de un plano que no ha salido bien, que volver a rodarlo para conseguir una perfección artificiosa. Eso me parece una tara. Y claro que busco, estoy buscando comprender. Al final se fracasa, por supuesto, e incluso mi propio discurso también fra­casa en este intento, pero esa búsqueda es lo que me interesa.

¿Por qué la película continúa después del asesinato, hasta llegar al bosque? Se produce un cierto desconcierto ai con­traponer la ausencia de los rituales propios de la prepara­ción de un atentado, en los prolegómenos de la acción, y la mecánica con la que se narra el atentado, más cercana a los códigos convencionales del cine criminal. Me parecía muy importante mostrar cómo irrumpe el monstruo. Sucede en un encuadre que llamábamos el "plano cíclope", con ese ojo de Ion que parece hacerse más grande. Ahí entra el mons­truo como un torrente. Es algo brutal. El propio Ion empezó a moverse de forma crispada y nerviosa cuando salió con la pis­tola. Todo lo que sigue a continuación es terrorífico. Me parece importante mostrar la tensión propia de esa convivencia ambi­gua que existe entre lo humano y lo inhumano. Los planos que trabajan sobre esa idea son el plano de Ion Arretxe caminando en el bosque hacia la cámara, y luego también cuando ata a la mujer, con esa caricia algo problemática.

¿En qué medida o de qué manera cree que el atentado de ETA, pocas horas antes de que el film se proyectara en San Sebastián, puede afectar a la película? Nunca me había imaginado que eso pudiera llegar a suceder. Por otro lado, pienso que algo de mis mis ideas, de cierta manera, se ve refrendado por una situación como ésta. Pues creo que debe­mos apelar a la moderación. Tenemos que dejar fuera las pul­siones internas más viscerales para seguir siendo moderados incluso cuando ha pasado algo tan terrible. En cualquier caso, la película está pensada para provocar algún tipo de desconcierto y de revulsivo, que es necesario porque se trata de una invitación a la reflexión. No está pensada para salir a hombros. Si fuera así, habría hecho una película más brillante o más amable.

¿Está trabajando en algún proyecto nuevo? Empiezo a tener una percepción de que mi carrera va a ser muy corta. Creo que he escogido una vía que me va a llevar a la impo­sibilidad de continuar. Puede ser que haga ya tan sólo dos o tres películas más, si es que consigo hacerlas. A nivel de contenido, mi pensamiento está llegando a un punto de madurez que se ago­tará en un momento dado, pues no creo que me interese ni repe­tirme, ni renovarme a cualquier precio, ni buscar estilos nuevos por el sólo hecho de buscarlos. Creo que mi próxima película quizá sea la más potente y la más consolidada de todas, pero for­malmente será, de alguna manera, la síntesis de los hallazgos acumulados hasta ahora. Es como si las tres primeras hubieran sido la preparación de la que va a ser la cuarta. Luego creo que haré una variación nueva, y después ya no sé si llegaré a realizar alguna más. Pero esto tampoco me preocupa mucho. •

Declaraciones recogidas en el Festival de San Sebastián,

el 22 de septiembre de 2008

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