Capítulo I - funambulista.net · día en que el joven don João de Mascarenhas ... de pescar con...

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Capítulo I En el año 1979 escribí que esperaba que se me leyese en 1640. Fue 1640 el año en que se jugó el destino de Portugal. Una conspiración de nobles hizo caer la dominación española y restauró la monarquía en la persona del duque de Braganza. El duque no sólo se convirtió en rey sino que devolvió definitivamente la nación a su tierra. Entre los allegados del duque de Braganza se hallaba Francisco de Mascarenhas, a 7 U nueva_frontera.qxd 21/06/2005 11:28 Página 7

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Capítulo I

En el año 1979 escribí que esperaba que seme leyese en 1640. Fue 1640 el año en que sejugó el destino de Portugal. Una conspiraciónde nobles hizo caer la dominación española yrestauró la monarquía en la persona del duquede Braganza. El duque no sólo se convirtió enrey sino que devolvió definitivamente la nacióna su tierra. Entre los allegados del duque deBraganza se hallaba Francisco de Mascarenhas, a

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cuyas alianzas y fortuna debió la mayor partede su éxito. Ésa fue la primera acción que, conel apoyo de los franceses, hizo dislocarse a lainfecta tiranía de Sevilla. Uno de los oficialesllegados de Francia, el señor de Jaume, que eraviudo, se hizo amigo de los Mascarenhas, y losservía bien.

El señor de Jaume procedía de una modes-ta familia de Guyenne, era joven y no era gua-po. Más que valiente era ardiente, de gran fan-farronería, lo que le valía el aprecio de sussoldados. Acudía con regularidad a torear a laplaza que el rey Sebastián había mandado cons-truir en Xabregas. También le gustaba agarrara los toros con la fuerza de las manos. Teníapara vivir cómodamente sin ser rico; le apasio-naban los juegos y las riñas, pero también la mú-sica; de noche incurría en todo tipo de desenfre-

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no y de día se deleitaba con francachelas y dis-fraces. Compadreaba con todos cuantos semostrasen atrevidos en los campos de los alre-dedores de Lisboa o en el puerto, donde se agru-paban las mujeres. Era amigo de marinos y va-queros. Con plumas de corneja empapadas deengrudo extraían de los cepillos de las capillaslas monedas o las sustraían de los sombreros delos mendigos. Siempre llevaba en el cinturónuna bolsa llena de bolitas envenenadas para losesclavos y los judíos. No tenía buena reputa-ción y recaían sobre él sospechas de que habíaforzado a ciudadanas de Lisboa; mas el carácterintrépido y la arrogancia los llevaba escritos enla cara, y fascinaba a pesar de la violencia o dela codicia igualmente patentes en su rostro.

Además de don Francisco y de donAntónio de Mascarenhas, era amigo del

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señor de Alcobaça. Éste tenía una hija deapenas dos años con la que al señor de Jaumele gustaba jugar con una pelota de trapo.Decía, bromeando, que un día sería su mu-jercita. Se llamaba Luisa de Alcobaça. Lamañana del día 1 de diciembre de 1640 elseñor de Jaume se sumó a los conjurados encompañía del señor de Alcobaça. Quienesverdaderamente animaban la conjura querestauró la unidad del reino no se llamabanJuan de Braganza ni Luisa de Guzmán, niduque de Richelieu. Eran João Pinto Ribei-ro, António de Mascarenhas, Francisco deMelo y Pedro de Mendonça. Ellos fueronlos que asaltaron el palacio de la goberna-ción y desarmaron a la guardia alemana.Después desarmaron a la guardia castellana;capturaron a la duquesa de Mántova y mata-

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ron a Miguel de Vasconcelos. La duquesa fueconducida al monasterio de Xabregas y allíretenida. La fortaleza de Setúbal se rindiódespués de un breve asedio.

Madeira, Tánger, el Brasil, Goa y lasIndias reconocieron a la nueva dinastía. En elfrente catalán, las tropas y los oficiales portu-gueses desertaron, se fueron a Francia, llega-ron a La Rochelle y al punto embarcaron pa-ra recuperar los olores y la luz de su tierra.Cuando llegaron, el Padre jesuita Inácio deMascarenhas salió hacia Cataluña. En 1647,los Braganza organizaron corridas en la plazadel Rossio. Don António de Mascarenhas,don Diogo de Almeida, don Francisco deMascarenhas y don Luís Saldanha de Albu-querque bajaron al ruedo cuadrado y torea-ron para regocijo de todos. La pequeña Luisa

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de Alcobaça tenía entonces ocho años y sehallaba al lado del rey Juan en la tribuna.Llevaba un chal amarillo. Ése fue también eldía en que el joven don João de Mascarenhasdijo que iba a construir un palacio que sor-prendería a más de uno. En otro tiempo donPedro de Mascarenhas había sido virrey delas Indias. También ese día el señor de Jaumebajó al ruedo e hincó a sus pies a dos toros.

En 1659, Luisa de Alcobaça era una de lasjóvenes más bellas de Lisboa. Se había educadocon las hermanas del convento de Braga. Enalgunos aspectos todavía era una niña. Tenía eldesabrimiento de los niños mimados: ya fuerael mohín o los ojos que no paran de dar vuel-tas, o las interminables risas sin absolutamenteningún motivo. Se pasaba todo el día, cuandono cantaba, inclinada sobre un espejito abom-

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bado procedente de Venecia que le había rega-lado el señor de Jaume, con el borde de made-ra dorada, rematado por ángeles músicos ymolduras con líneas entrecruzadas. Era un re-galo muy bonito. El reverso era de estaño y re-presentaba una escena con una Judith orondacortándole el cuello a Holofernes dormido. ALuisa de Alcobaça le gustaba mucho la músicay la estudiaba con un viejo trompeta que habíallegado de Francia, aunque era lorenés, llama-do Grezette. Le enseñaba el clavicémbalo. Porlo demás, el señor Grezette bebía y era aficio-nado a la pesca. Así iba envejeciendo, entre lasclases que daba a algunos señores y el placerde pescar con red en el río Tajo. Luego se que-daba al sol y bebía.

Era un excelente profesor de música. Elseñor Grezette tenía la costumbre, si se halla-

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ba bajo los efectos del vino, de azotar a susalumnos, cualquiera que fuera su edad, cuandono conseguía de ellos lo que esperaba. Al señorde Alcobaça y al señor de Jaume les agradabaver cómo el señor Grezette azotaba a Luisa, yse reían.

La joven de Alcobaça había tenido tam-bién un compañero de juegos del que se habíaencariñado; se llamaba Afonso y era el hijodel intendente de la casa de Colares. CuandoLuisa cumplió trece años, a Afonso, en unacapea, le había aplastado las glándulas de losgenitales un toro que le había pisado salvaje-mente el vientre. Esa vez había tenido suerte.A uno que llevaba el mosquete lo había mata-do en el acto. Era un toro muy bravo; sunombre era Iesu; aquel día se volvió inexpli-cablemente furioso y lo tuvieron que sacrifi-

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car. Luisa de Alcobaça se precipitó, fuecorriendo hasta una carreta que había allí yen la que habían tendido el cuerpo deAfonso, quien todavía daba alaridos. Hacíatanto calor en la carreta que la habíancubierto con un cañizo. La joven estrechócontra su pecho a su amigo mientras el bar-bero le hacía una incisión en uno de los testí-culos y extraía la glándula aplastada. Aquellaimagen la había impresionado mucho, asíque solía compadecer a los hombres por laconstitución con que la naturaleza los habíadotado; no sólo por lo poco agraciada queera sino por la poca protección que lesofrecía. Después el barbero volvió a coser lasbolsas en vivo. Afonso no gritó. Ella decíaque en toda su vida jamás le habían estrecha-do la mano con tanta fuerza. Afonso murió

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en 1658 por la peste que causó estragos enAntalya, cerca de Estambul, donde se hallabadestinado como oficial de marina.

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Capítulo II

Cuando la hija del señor de Alcobaça seconvirtió en una joven sumamente hermosa, losseñores lisboetas de mayor bizarría la corteja-ron. Al señor de Jaume le dio por enfrentarsecon todo el que pretendiera ser del agrado deella, pues él la había conocido de niña. Hacía queescribieran al padre cartas apremiantes, y a vecesamenazadoras, no con el fin de que le concediesesu mano sino para que no se la entregase a nadie.

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Con ayuda de sus hombres inspiraba desave-nencias y premeditaba la ruina de sus princi-pales rivales. En definitiva, hacía el vacío a sualrededor sin que tan sólo se le viniese a lasmientes la idea de seducir a la que deseaba poresposa, de manera que aunque la fortuna per-sonal y la posición en que se hallaba en rela-ción con don João de Mascarenhas hiciera quese granjease el aprecio del señor de Alcobaça,sus maneras y su nación bastaron para que lorechazara. El señor de Alcobaça eligió al hijode su más viejo amigo, a pesar de que fuera defortuna más bien escasa. El señor de Oeirastenía parentesco con el Padre António Vieira.El hijo del señor de Oeiras era un joven de vein-titrés años, valeroso, ancho de hombros, vigo-roso, muy alto y plácido, del que enseguidaLuisa de Alcobaça quedó prendada. El señor

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de Jaume no sobrellevó con paciencia la afren-ta del rechazo. Decía que si había Dios, el quela tuviera en su lecho no la montaría durantemucho tiempo sin sufrir penalidades.

Cierto es que por aquel entonces habíamiedo. Amenazaba por todas partes el espectrode los españoles. El nuevo poder no estaba sufi-cientemente consolidado como para que se qui-siera contrariar del todo al antiguo, pero sí es-taba lo bastante asentado para que uno temieraperderse si no se asociaba con él. Caía la censu-ra sobre los que se adherían a un bando; el ridí-culo sobre los que dudaban, y la vergüenzasobre los que no hacían nada; inspiraban piedadlas desgracias que los acontecimientos habíanprovocado, y había agradecimiento para quie-nes, lanzándose a la pelea, habían detenido lairritación de la multitud desatada por las calle-

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juelas y evitado la violencia de los poderososencerrados en sus haciendas. Se oía el estruen-do de unos tumultos que prendían para casiinmediatamente apagarse, cual lámparas faltasde aceite. Roces o rencillas de adeptos o parien-tes volvíanse batallas campales por la entoncesapremiante pervivencia de los apellidos y lostítulos. Los matrimonios privados se veían obli-gados a la prudencia. Así fue como el señor deOeiras obtuvo la mano de Luisa de Alcobaça.

Un día de julio, el conde de Mascarenhasinvitó a su gente a una fiesta en el campo, dondeestaba construyendo un palacio lejos de Lisboa,entre colinas y montes. El lugar era agreste. Elaire mezclaba los efluvios embriagadores deljazmín y del mirto con el perfume de la lavan-da y de los naranjos y con el del heliotropo y elde las rosas. El conde había diseñado un jardín

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abierto que sorprendía a la corte pues rodeabala mansión, todavía sin acabar, y se abría imper-ceptiblemente al campo y a los bosques. Unavez que le refirieron tales palabras el señor deMascarenhas declaró que todo aquello le traíaal pairo, y que no le iba ni le venía. Mandóconstruir galerías subterráneas, estanques conagua, fuentes para que brotase el agua y depó-sitos para atesorarla; lejos de disimularlos losresaltaba a la vista de todos porque pensabacubrirlos con azulejos de porcelana esmaltadosy con la sombra de caballeros azules. Le deja-ban hablar sin que llegaran a entenderlo puesno se acertaba a ver el sueño que se esforzabaen conseguir. Mandaba realizar parterres, hacíallegar de los confines recónditos del planeta lasplantas más exóticas, que él aclimataba e inte-graba en el bosque. El conde decía que quería

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concentrar en su jardín los océanos, las tierrasemergidas y las estrellas, y que una vez lohubiera logrado no iría más allá.

La joven dama de Alcobaça no se sintió agusto cuando entró en los jardines. Había esta-do todo el día pensando en Afonso, y aquelpensamiento, cuando la sorprendía, pesaba ensu estado de ánimo. Hacía buen tiempo y elcielo estaba completamente límpido, por muytriste que ella estuviese. El señor de Jaume larecibió. Atravesaron dos grandes salas cubier-tas de telas pintadas, porque aún estaban enobras, y llegaron al jardín en que el conderecibía. El muro, los parterres, el estanque, eldepósito, los bancos de mármol, todo estabaadornado con una desconcertante profusiónde figuras, aunque todo estaba por acabar y enfragmentos. El conde tenía un aspecto som-

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brío, con la mirada fija en el estanque, sentadoen un sillón de brazos y patas dorados, tapiza-do con seda amarilla de China. Esperaba alrey, que llevaba un retraso de dos horas res-pecto al horario que había indicado. El condecomendador había ordenado al señor deJaume que le presentara a la futura esposa delseñor de Oeiras.

Levantó los ojos para mirarla y quedódeslumbrado.

—Señora —le dijo—, os vais a convertir enla esposa del señor de Oeiras, que es uno demis vecinos aunque no sea exactamente uno demis amigos. Es Jaume quien os trae hasta mí,y él es mi compañero de armas, que es comodecir más que un hermano, pues este vínculono nos es dado, sino que lo elegimos. Sentíospues aquí como dos veces mi hermana.

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Luego, contestando a una de las preguntasde uno de los príncipes que allí se hallaban, elseñor de Mascarenhas contó los secretos de sujardín. Hubiera querido hurtar, decía, su poderde metamorfosis a las nubes y a las plantas, alviento y a los insectos. Hubiera querido hurtarel tesoro de los continentes y de sus confinespara recordar la fortuna que los Mascarenhashabían adquirido en ellos, y para dar fe del va-lor que habían demostrado. Hubiera queridohurtarle al sol el misterio del océano, y a la lunael de las mujeres y el de los sueños. El conde,volviéndose hacia Luisa de Alcobaça, dijo:

—Joven dama, si extrajésemos el pedazode vida que bulle en el fondo de cada ser vivo,comparados con ese pedazo de vida somosunos fantasmas. Somos sombras que se restrie-gan y acurrucan en la sombra de nuestras mo-

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radas y bajo las sábanas que cubren nuestroslechos, frente a esa luz que transmigra de servivo en ser vivo. Os diré, Señora, pues prontoos veremos casada, y mal casada, que es esa luzla que siempre envuelve de forma extraña laspartes cuando retiramos las ropas que las ocul-tan. A decir verdad, esas partes son los rostrosde las almas. Todo es tan extraño, como lospájaros que un día volaron. Así andan errantesy se agrupan los animales. Así nacen y vuel-ven a nacer machos y hembras. La vida esuna transformación continua que corre conuna prisa con que nada se interrumpe. Así,fueron vistas hembras de hombres que abríanlas piernas para dar a luz a su contrario en for-ma de varones.

Mientras el conde hablaba, el rey Juan IVentró con su séquito en el jardín. Llegó hasta

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el estanque central y, una vez allí, desmontódel caballo. Avanzó por entre los setos de boj.Se detuvo ante el estanque. Miró deprisa eldepósito, que aún no estaba cubierto de azule-jos, y bajó los ojos. Unas carpas doradas brin-caban en el agua. Su majestad dijo que el lugarprometía llegar a ser maravilloso y ordenó a donJoão de Mascarenhas que le fuese a buscar otrosillón para que allí pudiese soñar.

Díjole el conde que el sillón era el suyo yque sólo por un descuido se había sentado en él.Su majestad llevaba sobre su jubón rojo un cin-turón dorado, que se desabrochó para mejordejarse llevar hacia la ensoñación. El conde co-locó el talabarte en el respaldo del sillón. Que-dóse solo el rey.

Se habían dispuesto las mesas en la sala.Cuando el rey hubo salido de su ensoñación y

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se levantó, la corte abandonó el jardín y se pu-do cenar. El señor de Oeiras llegó con retrasoy presentó excusas al rey. Fue a saludar a su da-ma; le fue ofrecido el asiento que se hallaba asu lado y lo aceptó; se puso a murmurar al oí-do de la joven de Alcobaça. Ésta, después dehaber bebido un agua que no era buena, sin-tióse mal y tuvo que abandonar la sala. Se in-clinó hacia el oído de aquel con quien se iba acasar asegurándole que enseguida volvería.

Llevaba un gran vestido azul, en tonospálidos, de alto cuello. Hacía tanto calor quesu cabello negro se había humedecido.

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