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CARICIAS DE HORRORSTEPHEN KING

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CONTENIDO:

- Reseña Biográfica- Nota sobre los cuentos

- Abuela- Almuerzo en el restaurante Gotham- Apareció Caín- Cabalgando la bala- Crece sobre ti- Del otro lado de la niebla- El asesino- El atajo de la señora Todd- El camión del tío Otto- El compresor de aire azul- El duende- El extraño- El hombre que no quería estrechar manos- El mono- El ordenador de los dioses- El piso de cristal- El quinto fragmento- En el submundo del terror- Hay que aguantar a los niños- Hay tigres- Hotel al final del camino- Johnathan y las brujas- La balada del proyectil flexible- La balsa- La cosa en el fondo del pozo- La expedición- La expedición maldita- La imagen de la muerte- La noche del tigre- La playa- Las revelaciones de Becka Paulson- Los chicos del maíz- Los misterios del gusano- Los reploides- Nona- Nunca mires detrás de ti- Pelotón D- Popsy- Slade- Soy la puerta- Superviviente- Tengo que escapar- Una tarde en lo de Dios

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RESEÑA BIOGRÁFICA

STEPHEN KING Stephen Edwin King nació el 21 de Septiembre de 1947 en la ciudad de Portland, en el estado de Maine (Estados Unidos). Sus padres son Donal King y Nellie Ruth Pillsbury. Stephen tiene un hermano nacido y adoptado en el año 1945. Su padre les abandonó cuando Stephen tenía dos años lo que supuso un paso muy duro para su madre sacar la familia adelante.

King ganó una beca para ir a la universidad de Maine y más tarde enseñó Lengua mientras su esposa Tabitha Spruce, con la que se casó en 1971, conseguía el doctorado. King se graduó en la universidad de Maine con el título de profesor bachiller de Lengua. Mientras escribía historias cortas se mantenía económicamente enseñando y trabajando como conserje, así como en numerosos trabajos.

Uno de los datos más curiosos del autor es el de que varios libros los ha escrito bajo el seudónimo de Richard Bachman como "Thinner" (Maleficio, 1984), "The Dark Half" (La Mitad Oscura, 1989). Su primera obra publicada fue Carrie (1974, llevada al cine en 1976). Desde esa fecha a publicado incansablemente, convirtiéndose en un escritor muy prolífico, y muchas de sus obras han sido llevadas al cine transformándose en éxitos de crítica y público, como Stand by me y Misery de Rob Reiner, El Resplandor de Stanley Kubrick y Pet Cemetery de Mary Lambert.

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NOTA SOBRE LOS CUENTOS

No a todo el mundo le interesa saber de dónde salen los cuentos, lo cual es perfectamente válido. No hay ninguna necesidad de saber cómo funciona un motor de combustión para conducir un coche. Ni tampoco hay por qué conocer las circunstancias que rodean la ela-boración de una obra literaria para encontrar placer en su lectura. De la misma manera en que los motores interesan a los mecánicos, la creación de una novela interesa a los académicos, los lectores y los curiosos (los primeros y los últimos son casi sinónimos, pero no importa). He incluido aquí algunas notas referentes a varias de las narraciones, cosas que creo que podrían atraer al lector. Aunque, de no ser así, te aseguro que puedes cerrar el libro en este mismo instante sin pesar alguno. No vas a perder mucho.

La niebla fue escrita en el verano de 1976 para una antología de nuevas narraciones que estaba preparando mi agente, Kirby McCauley. McCauley ya había presentado al público otro libro de este tipo, con el título de «Terror», dos o tres años antes, en edición de bolsillo. Pero el segundo estaba pensado para una edición de lujo y era mucho más ambicioso. Se llamaba Fuerzas oscuras. Kirby quería que escribiese algo para él y me persiguió con determinación y tenacidad... y una especie de cortés diplomacia que es, según creo, la mejor cualidad de un agente literario.

No se me ocurría nada. Cuanto más pensaba, menos se me ocurría. Estaba ya empezando a temer que la máquina de fabricar cuentos se hubiese estropeado en mi cabeza, temporal o permanentemente. Fue entonces cuando estalló la tormenta que se describe en el relato. En su momento más crítico tuvimos una manga de agua en Long Lake, Bridgton, donde vivíamos entonces, y es cierto que insistí en que mi familia bajara conmigo al sótano por un rato (aunque el nombre de mi mujer es Tabitha, Stephanie es el de su hermana). El viaje al supermercado al día siguiente fue en buena medida tal como se narra, aunque tuve la fortuna de ahorrarme la compañía de alguien tan odioso como Norton. En la vida real, la casa de verano de Norton estaba ocupada por un doctor, muy agradable, Ralph Drews, y su mujer.

En el supermercado, como siempre, mi musa me ensució la cabeza sin aviso previo. Me encontraba en medio de un corredor, en busca de panecillos para salchichas de Frankfurt, cuando concebí la posibilidad de que un gran pájaro prehistórico entrase batiendo alas hasta el mostrador de las carnes, al fondo del establecimiento, y tirando de paso al suelo latas de piña en almíbar y botes de salsa de tomate. Cuando mi hijo Joe y yo estábamos en la cola para pagar, empecé a jugar con la idea de que toda aquella gente quedase atrapada en un supermercado cercado por monstruos prehistóricos. Se me ocurrió que sería extraordina-riamente divertida... igual que El Álamo, si la hubiera dirigido Bert I. Gordon. Escribí la mitad del cuento aquella misma noche y el resto en la semana siguiente.

Resultó un poco largo, pero Kirby decidió que era bueno y se incluyó en el libro. No me gustó realmente hasta que lo redacté por segunda vez. Me disgustaba especialmente la imagen de David Drayton durmiendo con Amanda e ignorando para siempre lo sucedido a mi mujer. Me parecía cobarde. Pero en la segunda redacción descubrí un ritmo de lenguaje que me complació. Con ese ritmo en la cabeza, logré reducir el relato a sus elementos más básicos con más éxito que en otras narraciones mías más largas (como «Alumno aventajado», de Verano de corrupción, que es un buen ejemplo de mi enfermedad particular: la elefantiasis literaria).

La clave real de ese ritmo reside en el uso deliberado de la primera línea, que robé sencillamente de la brillante novela Shoot, de Douglas Fairbairn. Esa frase es, para mí, la esencia de cualquier historia, una especie de conjuro zen.

Debo confesar que también me gustó la metáfora implícita en el descubrimiento de sus propias limitaciones por parte de David Drayton. Como también me gustó la alegre morbosidad de la historia. Es algo para ver en blanco y negro, con el brazo sobre el hombro de tu amiga (o tu

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amigo) y un gran altavoz asomando por la ventanilla del coche. La otra película de la sesión do-ble es cosa tuya.

El mono. — Hace unos cuatro años me encontraba en Nueva York en viaje de negocios. Regresaba al hotel después de visitar a mis amigos de la New American Library, cuando vi a un chico que vendía monos con un mecanismo de cuerda en la calle. Había un montón sobre una manta gris extendida en medio de la acera, en una esquina de la Quinta Avenida con la calle Cuarenta y Cuatro, todos ellos haciendo reverencias, sonriendo y tocando los címbalos. A mí me produjeron auténtico pavor y me pasé el resto del camino al hotel tratando de averiguar por qué. Llegué a la conclusión de que era a causa de la Señora de la Guadaña... la que corta el hilo de cada uno un buen día. Con esos elementos en la cabeza, escribí el cuento en una habitación de hotel, a mano en su mayor parte.

El atajo de la señora Todd. — La auténtica señora Todd es mi mujer. Se vuelve realmente loca por los atajos y una gran parte del que aparece en ese relato existe. Ella también lo encontró. Y Tabby parece cada día más joven. Aunque espero no parecerme a Worth Todd. Por lo menos, eso intento.

Me gusta mucho ese cuento. Me hace gracia. Y la voz del viejo es muy relajante. De vez en cuando, uno escribe algo que le trae recuerdos de otros tiempos, de cuando todo lo que uno escribía parecía fresco y lleno de inventiva. «La señora Todd» me dio esa sensación mientras lo escribía.

Una última nota al respecto. El relato fue rechazado por tres revistas femeninas. Dos de ellas, por la línea en que se describe cómo una mujer se orina en su propia pierna si no se agacha. Al parecer, pensaron que las mujeres no orinan, o se negaban a que se les recordara el hecho. La tercera revista, Cosmopolitan, lo rechazó por estimar que la edad del protagonista era demasiado avanzada para su lectorado básico.

La Expedición. — En principio, estaba destinado a Omni, que lo rechazó con toda razón por lo deficiente de las descripciones científicas. La idea de los colonizadores buscando agua bajo tierra es de Ben Bova y la he incorporado a esta versión.

Superviviente. — Un día empecé a pensar en el canibalismo —que es el tipo de cosas en que piensan los chicos como yo— cuando mi musa evacuó una vez más sus mágicos intestinos sobre mi cabeza. Sé que suena grosero, pero es la mejor metáfora que conozco, elegante o no, y créeme que le daría un laxante si me lo pidiera. Bueno, empecé a preguntarme si sería posible que una persona se comiera a sí misma. La idea era tan absoluta y perfectamente nauseabunda que la satisfacción me impidió hacer otra cosa que pensar en ello durante días. Finalmente, un día en que mi mujer me preguntó de qué me reía mientras comíamos hamburguesas en el porche, decidí que, al menos, debía intentarlo.

Vivíamos entonces en Bridgton y me pasé una hora conversando con Ralph Drews, un médico retirado que ocupaba la casa contigua. Aunque al principio no dejó de mirarme lleno de recelos (el año anterior, mientras escribía otro cuento, le había preguntado si era posible que un hombre se tragara un gato), finalmente convino en que un hombre podría subsistir durante algún tiempo comiéndose a sí mismo. Como todo lo material, señaló, el cuerpo humano no es más que energía acumulada. Ah, le pregunté, ¿y qué hay del continuo shock traumático de las amputaciones? La respuesta a la pregunta es, con algunos cambios, el primer párrafo de la historia.

Supongo que Faulkner nunca hubiera escrito algo semejante, ¿verdad? ¡Qué le vamos a hacer...!

Bien, eso es todo. No sé si a ti te ocurre lo mismo, pero cada vez que llego al final es como si me despertara. Es un poco triste perder de vista un sueño, pero lo que hay a nuestro alrededor —el mundo real— también merece la pena. Gracias por viajar conmigo. Me lo he pasado muy

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bien. Siempre disfruto. Espero que hayas llegado sano y salvo y que vuelvas otra vez porque, como dice ese mayordomo de Nueva York tan divertido, siempre hay más cuentos...

STEPHEN KINGBangor, Maine

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ABUELA

La madre de George fue hasta la puerta, vaciló un instante y volvió para acariciarle el pelo.—No quiero que te preocupes —dijo—. No te pasará nada. Y a Abuela, tampoco.—Claro que no me pasará nada. Dile a Buddy que se lo tome con filosofía.—¿Cómo?George sonrió.—Que esté tranquilo.—Ah, qué gracioso —sonrió también, con una sonrisa distraída, como si no sonriera a

nadie en particular—. George, ¿estás seguro...?—Todo saldrá bien.«¿Estás seguro de qué? ¿Estás seguro de que no te asusta quedarte a solas con Abuela?

¿Qué es lo que iba a preguntar?»Si era eso, la respuesta era no. Después de todo, ya no tenía seis años, como cuando

llegaron de Maine para cuidar a Abuela y gritó de terror cuando ésta le tendió sus enormes brazos desde aquel sillón de vinilo blanco que olía siempre a huevos pasados por agua y aquel polvo dulzón que Mami le ponía en la piel. Abuela abría sus blancos brazos para estrecharlo contra su inmenso cuerpo de elefante. A Buddy ya le había tocado el turno, se había dejado engullir por el ciego abrazo de Abuela y había salido con vida de la experiencia..., pero Buddy tenía dos años más que él.

Ahora Buddy estaba ingresado en el Hospital CMG de Lewiston, con una pierna rota.—¿Tienes el número del médico, por si pasara algo? Que no pasará, ¿verdad?—Verdad —contestó George, sonriente, tragando con la garganta seca. ¿Resultaba natural

su sonrisa? Seguro, seguro que sí. Además, ya no le temía a Abuela. Después de todo, ya no tenía seis años. Mami se iba al hospital para ver a Buddy y él se quedaba y «se lo tomaba con filosofía». No había problema en pasar algún tiempo a solas con Abuela.

Mami fue hasta la puerta por segunda vez, dudó nuevamente y retrocedió una vez más, con aquella sonrisa dirigida a nadie en particular.

—Si se despierta y te pide la infusión...—Ya sé —contestó George, vislumbrando la preocupación de Mami y su aprensión, bajo

aquella sonrisa distraída. Estaba preocupada por Buddy, Buddy y su estúpida Liga Pony. El entrenador había llamado diciendo que Buddy se había hecho daño durante un partido en el gimnasio. George se acababa de enterar de la noticia. Había vuelto de la escuela y estaba engullendo una galleta y un vaso de leche con cacao, cuando oyó a su madre al teléfono con voz entrecortada:

—¿Herido? ¿Buddy? ¿Muy grave?—Ya sé lo que tiene Buddy, Mami. Es muy fácil. Se llama transpiración negativa. Anda,

vete.—Sé buen chico, George y no te asustes. Abuela ya no te asusta, ¿verdad?George carraspeó, sonriendo. Le gustó su propia sonrisa, la sonrisa de un chico que «se lo

tomaba con filosofía», la sonrisa de un chico que lo entendía todo, la sonrisa de un chico que había dejado atrás los seis años definitivamente. Tragó saliva. Era una gran sonrisa, pero, un poco más allá, en la oscuridad, sentía la garganta muy seca, como forrada de algodón.

—Dile a Buddy que siento que se haya roto la pierna.—De tu parte —contestó Mami y se dirigió hacia la puerta de nuevo. El sol de las cuatro de

la tarde entró en un haz oblicuo por la ventana—. Gracias a Dios, suscribimos el seguro de deportes, Georgie. Porque no sé qué hubiéramos hecho ahora sin él.

—Dile que confío en que le haya dado una buena tunda a ese imbécil.Mami volvió a sonreír, distraída, una mujer de más de cincuenta años, con dos hijos

pequeños, uno de trece, otro de once, y sin marido. Finalmente, Mami abrió la puerta y un fresco susurro de octubre se coló en la casa.

—Y recuerda, el doctor Arlinder...—Sí, Mami —dijo George—. Será mejor que te vayas; si no, llegarás cuando ya le hayan

puesto el yeso.—Seguramente Abuela dormirá todo el tiempo—añadió Mami—. Te quiero, Georgie, eres

un buen hijo— y cerró la puerta.

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George fue hasta la ventana y vio cómo Mami se acercaba a toda prisa al viejo Dogde del 69, que gastaba demasiada gasolina y demasiado aceite, mientras hurgaba en el bolso en busca de las llaves.

Ahora, ya fuera de la casa y sin saber que George la observaba, la sonrisa distraída se esfumó y sólo quedó una mujer distraída... distraída y preocupada por Buddy. George estaba preocupado por ella. En cambio, Buddy no le inspiraba exactamente lo mismo. Buddy, que se divertía siempre tirándolo al suelo y sentándose encima, aplastándole los hombros con las rodillas, mientras le golpeaba con una cuchara en la frente hasta volverlo loco. Buddy llamaba a aquel estúpido juego la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino y se reía como un endemoniado hasta hacer llorar a George. Buddy, que otras veces se divertía aplicándole la Quemadura de la Cuerda India tan fuerte que el brazo de George se llenaba de minúsculas gotitas de sangre en los poros, como el rocío en la hierba al amanecer. Buddy, que una noche había escuchado con tanto interés que a George le gustaba Heather MacArdle, y al que en la mañana siguiente le faltó tiempo para correr por todo el patio de la escuela a la hora del recreo, gritando: ¡HEATHER Y GEORGE ESTÁN EN LA COLA, DÁNDOSE BESOS TODA LA NOCHE, PRIMERO EL AMOR, LUEGO LA BODA Y AL FINAL UN NIÑO EN UN CARRICOCHE!, como una locomotora a toda marcha. Sabía que una pierna rota no duraba toda la vida, pero también que Buddy le dejaría en paz al menos, mientras aquello durase. A ver si ahora me vas a dar con la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino con la pierna enyesada, Buddy. Claro que sí, chaval, te voy a dar con ella CADA DÍA.

El Dodge retrocedió hasta la carretera, mientras su madre miraba a ambos lados, aunque no había tráfico, porque nunca pasaba nadie por allí. Tenía que recorrer dos kilómetros entre cercas y hondonadas hasta encontrar la carretera principal y, después, diecinueve kilómetros hasta Lewiston.

El coche arrancó y se alejó por el camino, levantando una nube de polvo en el aire brillante de la tarde de octubre.

Se quedó solo en la casa.Con Abuela.Tragó saliva.—¡Ja! ¡Transpiración negativa! Tienes que tomártelo con filosofía, ¿verdad?—Verdad —dijo George en voz baja, y cruzó la cocina, bañada por el sol. Era un chico bien

parecido, pelirrojo, con pecas y un reflejo de buen humor en los ojos de un gris oscuro.Buddy había sufrido el accidente mientras jugaba con su equipo en los campeonatos del 5

de octubre. El equipo de George, los Tigres, de la Liga Pee Wee, había perdido el primer día, hacía dos semanas («¡Vaya puñado de tontos!», había exclamado Buddy, exultante, cuando George salió casi sollozando del campo. «¡Vaya puñado de MARIQUITAS!»)... y ahora Buddy se había roto la pierna. Si no fuera porque su madre estaba tan preocupada y tan asustada, se hubiera alegrado.

Había un teléfono en la pared y, junto a él, un tablero para tomar notas y un lápiz borrable. En el ángulo superior del tablero se veía una Abuela campesina, dicharachera y alegre, con las mejillas sonrosadas, el pelo blanco recogido en un moño, y apuntando el centro del tablero con el índice. De su boca salía una nube, como las de las tiras cómicas, en la que se leía: «¡RECUERDA, HIJO!». Era un dibujo muy divertido. En el tablero, con la penosa caligrafía de su madre, Dr. Arlinder, 681 - 4330. No es que Mami hubiera apuntado el número precisamente hoy por lo de Buddy. Llevaba allí más de tres semanas, desde el comienzo de los ataques de Abuela.

George descolgó el teléfono.«... así que le dije, dije, Mabel, si te trata de esa manera... »Volvió a colgar el teléfono. Era Henrietta Dodd. Henrietta se pasaba la vida al teléfono y, si

era por la tarde, siempre tenía puesta la televisión como fondo. Una noche en que Mami estaba tomando un vaso de vino con Abuela (desde la reaparición de los ataques, el doctor Arlinder ordenó que no tomara vino en la cena... así que Mami dejó de beber también, cosa que George sentía, porque cuando Mami bebía se reía mucho y les contaba historias de cuando era joven), Mami dijo que cada vez que Henrietta abría la boca, sacaba hasta las tripas. Buddy y George se rieron como salvajes y Mami se tapó la boca y dijo: «No le digáis NUNCA a nadie lo que acabo de decir» y se echó a reír también. Acabaron los tres riéndose a carcajadas en la mesa y el escándalo fue tal que Abuela se despertó y empezó a gritar: «¡Ruth! ¡Ruth! ¡RUUUUUUTH!»

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con aquella voz quejumbrosa y aguda, y Mami dejó de reír y fue a ver qué quería inmediatamente.

Por él, Henrietta Dodd podía hablar todo el día y toda la noche. Lo único que le importaba era saber que el teléfono funcionaba, porque hacía dos semanas había habido un vendaval y desde entonces, el teléfono iba y venía como le daba la gana.

Se sorprendió a sí mismo contemplando el dibujo de la Abuela del tablero y preguntándose cómo sería tener una Abuela como aquélla. Su Abuela era enorme, gorda y ciega. Además, la hipertensión había acentuado su senilidad. A veces, cuando tenía uno de sus ataques, sacaba el Tártaro, como decía su madre. Llamaba a gente que nadie conocía, mantenía extrañas conversaciones que no tenían ningún sentido y farfullaba extrañas palabras que no significaban nada. Una de esas veces, Mami se puso blanca como la nieve y le dijo que se callara, que se callara, ¡QUE SE CALLARA! George se acordaba muy bien, no sólo porque era la primera vez que veía a Mami gritarle a la Abuela, sino porque al día siguiente se enteraron de que habían saqueado el cementerio de los Abedules de Maple Sugar, volcando varias lápidas, arrancando de cuajo las puertas de hierro del siglo diecinueve y abriendo una o dos tumbas. Profanado era la palabra que usó el señor Burdon, el director, cuando llamó a asamblea a todos los cursos y les dio una conferencia sobre Conducta Perniciosa y sobre cómo algunas cosas Merecían Castigo. Aquella noche, al volver a casa, George le preguntó a Buddy qué quería decir profanado y Buddy dijo que significaba abrir tumbas y mearse en los ataúdes, pero George no se lo creyó... hasta que se hizo de noche. Y vino la oscuridad.

Abuela hacía mucho ruido cuando tenía uno de sus ataques, pero la mayoría de las veces seguía en la cama en la que estaba postrada desde hacía tres años, un fardo con pantalones de goma y pañales bajo el camisón de franela, la cara surcada por grietas y arrugas, los ojos vacíos y ciegos... con pupilas de un azul desvaído flotando en una córnea amarillenta.

Al principio, Abuela veía bastante bien. Pero poco a poco se fue quedando ciega. Necesitaba siempre una persona que la ayudara a arrastrarse desde su sillón de vinilo blanco con-olor-de-huevos-y-polvos-de-talco. En aquel tiempo, hacía unos cinco años, Abuela pesaba bastante más de cien kilos.

«Pero ahora no tengo miedo —se dijo, cruzando la cocina—. Ni una chispa. No es más que una vieja con ataques de vez en cuando.»

Llenó de agua la tetera y la puso a calentar. Tomó una taza y puso dentro una bolsita con hierbas especiales para la Abuela, por si se despertaba. Tenía la loca esperanza de que eso no ocurriese, porque no le quedaría más remedio que ir hasta su dormitorio, elevar la cabecera de su cama de hospital y sentarse junto a ella, dándole su infusión sorbo a sorbo, contemplando cómo aquella boca desdentada doblaba los labios en el borde de la taza y oyendo el chupeteo y el ruido del líquido al caer en sus entrañas agonizantes y húmedas. A veces, se caía de la cama y había que levantarla y tenía la carne blanda como un flan, como si estuviera llena de agua caliente, mientras te miraba con sus ojos ciegos...

George se pasó la lengua por los labios y caminó hacia la mesa de la cocina otra vez. La galleta y el vaso de cacao seguían donde los había dejado, pero no tenía hambre. Miró sus libros de texto, forrados con papeles de colores, sin ningún entusiasmo.

Debería entrar en la otra habitación y ver si Abuela estaba bien.Pero no quería.Tragó saliva y volvió a sentir la garganta forrada de algodón.«No tengo miedo de Abuela —pensó—. Si me tendiera los brazos otra vez, dejaría que me

abrazara, porque no es más que una anciana que está senil y por eso tiene esos ataques. Eso es todo. Deja que te abrace y no llores. Como lo hace Buddy.»

Cruzó el pasillo hasta el dormitorio de Abuela con cara de aceite de ricino y los labios blancos de tan apretados. Entreabrió la puerta y allí estaba Abuela durmiendo, el pelo blanco amarillento esparcido sobre la almohada como una aureola, la boca desdentada entreabierta. El pecho, al respirar, se movía tan suavemente bajo la colcha que apenas si se notaba; tanto, que había que fijarse muy bien para asegurarse de que no estuviera muerta.

«¡Dios mío! ¿Y qué pasa si se muere mientras Mami está en el hospital?»«No se morirá. No se morirá.»«Si, pero, ¿y si se muere?»«No se morirá, no seas mariquita.»

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Una de las manos de Abuela, del color de la cera derretida, se movió lentamente sobre la colcha. Sus largas uñas rascaron la tela, con un sonido casi imperceptible. George cerró la puerta de golpe, con el corazón en la boca.

«Está tranquila como una piedra, idiota, ¿no lo ves? Fría como el hielo.»Volvió a la cocina para ver cuánto hacía que se había ido su madre, si una hora o una hora

y media... Si fuera una hora y media, ya podía empezar a esperar su regreso. Miró el reloj y tuvo un disgusto: hacía veinte minutos que estaba solo. Ella ni siquiera habría llegado al hospital, de modo que regresaría... Se quedó escuchando el silencio, inmóvil. Sólo se oía el zumbido de la nevera y el del reloj eléctrico. Y el murmullo de la brisa de la tarde, fuera. Pero, más lejos aún, en el límite mismo de lo audible, el roce casi imperceptible de unas uñas sobre la tela... de unas manos arrugadas y huesudas deslizándose sobre la colcha.

Elevó una oración en una sola bocanada de aire.«PorfavorDiosmíonodejesquesedespiertehastaqueMamihayavueltoporJesucristoAmén. »Se sentó y acabó la galleta y el vaso de cacao. Pensó que sería divertido encender la tele

para ver algo, pero temía que Abuela se despertara y empezara a llamar con aquella voz aguda, imperiosa: ¡RUUUUUTH! ¡RUTH! ¡TRÁEME LA INFUSIÓN! ¡LA INFUSIÓN! ¡RUUUUUUUUTH!

George se pasó una lengua muy seca por unos labios más secos todavía, diciéndose a sí mismo que no tenía que ser tan cobarde. Abuela no era más que una pobre anciana condenada a permanecer en la cama. Tampoco podía levantarse para hacerle algo malo, ni se iba a morir justamente aquella tarde, a pesar de que ya tenía ochenta y tres años.

Descolgó el teléfono otra vez y se puso a escuchar.«...el mismo día! ¡Además, sabía que estaba casado! ¡Jesús, odio esas lagartas que se

creen más listas que nadie! Así que un día que estuve en la Granja, fui y dije, dije... »George sabía que Henrietta estaba hablando con Cora Simard. Henrietta se colgaba del

teléfono cada día desde la una hasta las seis de la tarde, primero con La esperanza de Ryan y luego con Vivir su vida y más tarde con Todos mis hilos y después con En busca del mañana y Dios sabe cuántas telenovelas más. Por otra parte, Cora Simard era una de sus más fieles corresponsales telefónicas y la conversación versaba siempre sobre:

1) quién iba a dar la próxima comida campestre y qué refrescos se iban a servir, 2) las lagartas esas que se creían más listas que nadie, y 3) lo que le había dicho a Fulanita y Menganita en 3-a) la Granja, 3-b) la feria de antigüedades que celebraba la parroquia cada mes, o 3-c) el supermercado.

«... que si volvía a verla por allí, yo, mi deber de ciudadana es llamar a... »Volvió a colgar el teléfono. Buddy y él se burlaban siempre de Cora al pasar por delante de

su casa, como los demás chicos de la vecindad. Cora era muy gorda y una chismosa y una dejada y por eso le cantaban «¡Cora-Cora de Bora-Bora, comió caca de perro y quiere más ahora!» Mami los hubiera matado, de haberse enterado de todo aquello. Pero ahora, en cambio, se sentía muy feliz de que Henrietta Dodd y Cora Simard estuviesen parloteando por teléfono toda la tarde. Es más, si por él fuera, se podían pasar hasta el día siguiente. Además, no le tenía tanta tirria a Cora, después de todo. Una vez, George, que corría porque Buddy le estaba persiguiendo, se cayó frente a la puerta de Cora y se hizo un corte en la rodilla. Ella le limpió y le curó la herida y le dio un caramelo a cada uno. Aquella vez, se sintió avergonzado de haberle cantado tan a menudo aquello de la caca de perro y todo lo demás.

George tomó el libro de lecturas del aparador, lo tuvo en sus manos durante unos segundos y volvió a dejarlo donde estaba. Aunque el curso no había hecho más que empezar, ya había leído todos los cuentos del libro. En realidad, leía mucho mejor que Buddy, aunque Buddy le superara en los deportes. «Ahora, con la pierna rota, no me va a sacar ventaja durante algún tiempo», pensó con regocijo.

Tomó el libro de historia, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a leer cómo Cornwallis había rendido su espada en Yorktown, aunque no tenía la cabeza en el tema y perdía el hilo constantemente. No pudo más, se levantó y se dirigió al pasillo otra vez. La mano amarilla seguía inmóvil y Abuela no dejaba de dormir, su rostro un círculo gris hundido en la almohada, un sol agonizante rodeado por la salvaje aureola de pelo blanco amarillento. Para George, no tenía precisamente el aspecto de quien ha ido envejeciendo y está a punto de morir, ni un aspecto sereno como el de una puesta de sol. A él le parecía loca y...

(y peligrosa)

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si, señor, peligrosa, como una osa salvaje capaz de pegarte un buen zarpazo cuando menos te lo esperas.

George recordaba bastante bien el traslado a Castle Rock para cuidar de Abuela después de morir Abuelo. Hasta entonces, Mami había sido empleada en la Lavandería Stratford, de Stratford, Connecticut. Abuelo era tres o cuatro años más joven que Abuela y había trabajado como carpintero hasta el mismísimo día de su muerte, de un ataque al corazón.

Ya por aquel entonces Abuela mostraba algunos síntomas de senilidad y tenía ataques de vez en cuando. De todas formas, siempre había representado un problema para toda la familia con su temperamento volcánico. Había sido profesora de instituto durante quince años, con intervalos en los que, o bien tenía un hijo más, o bien se metía en trifulcas con la Iglesia Congregacional, a la que pertenecía la familia. Mami siempre decía que Abuela había dejado de enseñar a la vez que dejaba, junto con Abuelo, la Iglesia Congregacional. Pero una vez, hacía casi un año, vino Tía Flo desde Salt Lake City para visitarlos, y George y Buddy se quedaron escuchando hasta muy tarde la conversación de su madre y su tía. Mami y su hermana hablaban y hablaban, pero la historia no tenía nada que ver con la que les habían contado. A Abuela la echaron del instituto porque había hecho algo malo, algo que tenía que ver con libros, y a los dos los habían echado también al mismo tiempo de la Iglesia. George no llegaba a entender cómo se podía echar a alguien del trabajo y de la Iglesia por unos libros. Por eso, cuando Buddy y él se metieron en la cama, George preguntó por qué había pasado todo aquello.

—Hay muchas clases de libros, estúpido —dijo Buddy en voz baja.—Sí, ¿pero qué clase?—¿Y yo qué sé? ¡Vete a dormir!Silencio... George siguió pensando.—¿Buddy?—¿Qué? —contestó Buddy con sorda irritación.—¿Por qué Mami nos dijo que Abuela se fue por su propia voluntad del instituto y de la

iglesia?—¡Porque hay un esqueleto en el armario, por eso!George tardó mucho en dormirse. Se le iban los ojos hacia la puerta del armario, apenas

visible a la luz de la Luna. ¿Qué pasaría si la puerta se abriera de golpe y saliera un esqueleto de dentro, todo dientes y huesos y sin ojos? ¿Gritaría? ¿Qué había querido decir Buddy con aquello de «un esqueleto en el armario»? ¿Qué tenían que ver los esqueletos con los libros? Acabó por dormirse sin darse cuenta y soñó que volvía a tener seis años y que Abuela le buscaba con sus ojos ciegos y le tendía los brazos para abrazarlo, diciendo, con aquella horrible voz suya: «¿Dónde está el pequeño, Ruth? ¿Por qué llora? Si no quiero más que meterlo en el armario... con el esqueleto».

George no dejaba de pensar en todo aquello. Hasta que por fin, cuando ya hacía un mes que se había ido Tía Flo, le dijo a su madre lo que había oído. Entonces ya había averiguado lo que quería decir tener un esqueleto en el armario, porque se lo había preguntado a la señora Redenbacher en la escuela. Dijo que tener un esqueleto en el armario quería decir tener un escándalo en la familia, y un escándalo era algo que daba mucho que hablar a la gente.

—¿Igual que Cora Simard, que no para de hablar todo el tiempo?La señora Redenbacher puso una cara muy rara y le temblaron los labios.—George, eso no se dice... aunque supongo que sí, algo por el estilo.Cuando George se confió a su madre, ésta puso una cara muy tensa y sus manos se

posaron sobre el solitario que estaba haciendo.—¿A ti te parece bien lo que has hecho, George? ¿Es que tu hermano y tú tenéis la

costumbre de espiar conversaciones?George, que tenía entonces sólo nueve años, bajó la cabeza.—Mami, es que Tía Flo nos gusta mucho. Sólo queríamos oírla un poco más.Y era la verdad.—¿Fue idea de Buddy?Sí que lo había sido, pero él no se lo iba a decir. No quería pasarse todo el tiempo

volviendo la cabeza, lo que sucedería con toda seguridad si Buddy se enteraba de que se había chivado.

—No, mía.

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Mami siguió sentada sin decir palabra durante un buen rato y luego empezó a echar las cartas otra vez, muy lentamente, mientras hablaba.

—Tal vez haya llegado el momento de que lo sepas —dijo—. Mentir es aún peor que escuchar conversaciones, supongo, y todos hemos mentido a nuestros hijos sobre Abuela. Yo creo que hasta nos mentimos a nosotros mismos, aunque no nos demos cuenta.

Empezó a hablar con una amargura repentina, como si se le escapara por entre los dientes un ácido. George sintió el calor de aquellas palabras en la cara y retrocedió un paso.

—Excepto yo —prosiguió—. Yo tengo que vivir con ella y no puedo permitirme el lujo de mentir.

Mami le explicó que Abuela y Abuelo se habían casado y tenido un niño que nació muerto. Un año más tarde, tuvieron otro niño, y también nació muerto. El médico le dijo a Abuela que nunca podría tener un embarazo completo y que todos sus niños nacerían muertos o morirían nada más salir a este mundo. Hasta que uno de ellos muriese demasiado pronto para que su cuerpo pudiera expulsarlo y se le pudriese dentro y la matara a ella también.

Poco después, empezó lo de los libros.—¿Libros para tener niños?Pero Mami no pudo —o no quiso— decir qué clase de libros eran o de dónde los había

sacado Abuela o cómo sabía de dónde sacarlos. Después de aquello Abuela volvió a quedar embarazada y esa vez el niño vivió y creció muy bien, sin problemas, y era el Tío Lucas Larson. Después, la Abuela quedó embarazada otras veces y tuvo otros hijos y vivieron todos. Pero, una vez, Abuelo le dijo que tirara los libros y trataran de hacerlo sin necesidad de ellos. Aunque no pudieran, Abuelo creía que ya habían tenido suficientes hijos. Pero Abuela se negó. George preguntó a su madre por qué.

—Creo que los libros habían llegado a ser tan importantes para ella como sus propios hijos —contestó.

—No lo entiendo —dijo George.—Bueno —contestó Mami—. No es que yo lo entienda muy bien tampoco. Además,

recuerda que yo era muy pequeña. Todo lo que sé de cierto es que los libros tenían un cierto poder sobre ella. Abuela dijo que no había más que hablar sobre el asunto y nunca se volvió a tocar el tema, porque ella era la que llevaba los pantalones en casa.

George cerró de repente el libro de historia. Miró el reloj y vio que ya eran cerca de las cinco. El estómago empezaba su música cotidiana. Se dio cuenta, con una sensación muy cercana al horror, de que si Mami no estaba de vuelta alrededor de las seis, Abuela se despertaría y empezaría a pedir la cena a gritos, y es que Mami parecía tan preocupada por lo de Buddy, que se había olvidado de darle instrucciones al respecto. Pensó que, en todo caso, siempre podría darle una de sus cenas congeladas especiales. Abuela seguía una dieta sin sal, además de tomar mil píldoras diferentes al día.

En cuanto a él mismo, no tenía más que calentar las sobras de los macarrones con queso de la noche anterior. Con un poquito de ketchup por encima, estaría para chuparse los dedos.

Sacó los macarrones de la nevera y los puso en una sartén, al lado de la tetera, que seguía esperando en caso de que Abuela se despertara y pidiera lo que a veces llamaba «la fusión». George empezó a servirse un vaso de leche, pero se detuvo y descolgó el teléfono otra vez.

«... y no daba crédito a mis ojos, cuando...» La voz de Henrietta Dodd se quebró, elevándose a un tono estridente. «¡Me gustaría a mí saber quién es la fisgona que no hace más que escucharnos, vamos a ver...!»

George colgó el teléfono de golpe, con la cara roja de vergüenza.«No sabe quién es, imbécil —se dijo—. ¡Hay seis teléfonos conectados a esa línea! »De todas maneras, no estaba bien escuchar conversaciones ajenas. Ni siquiera cuando

estuviese a solas con Abuela, aquel enorme bulto que dormía en una cama de hospital en la habitación contigua. Ni siquiera cuando le resultara imprescindible oír otra voz humana porque Mami estaba muy lejos, en Lewiston, iba a oscurecer muy pronto y Abuela seguía en la otra habitación y Abuela parecía como

(sí, oh, sí, sí que lo parecía)una osa descomunal que podía darte el último zarpazo mortal con sus garras sebosas.George se sirvió la leche.Mami había nacido en 1930, Tía Flo en 1932 y Tío Franklyn en 1934. Tío Franklyn murió de

un ataque de apendicitis en 1948 y Mami guardaba todavía una foto suya y se le caía una

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lágrima cuando la sacaba para mirarla. Mami decía que Frank había sido el mejor de todos los hermanos y que no se merecía haber muerto de aquella manera y que Dios había jugado sucio al llevarse a Frank.

George miró por la ventana encima del fregadero. La luz tenía ahora un tinte más dorado y el sol estaba más bajo. La sombra del porche se había ido alargando sobre el césped. Si Buddy no se hubiera roto su estúpida pierna, Mami estaría ahora aquí, preparando chile o algo así, además de la comida sin sal de la Abuela, y todos hablarían y reirían y quizás hasta jugarían a las cartas después de cenar.

George encendió la luz de la cocina, aunque todavía fuese temprano, y decidió calentar los macarrones. Pensaba constantemente en Abuela, sentada en su sillón de vinilo blanco, como una enorme oruga con camisón, la aureola salvaje de pelo esparcida sobre la bata de rayón rosa, extendiendo los brazos para cogerlo, y él agarrándose a las faldas de Mami, gritando como un desesperado.

—Dámelo, Ruth, quiero darle un abrazo.—Está un poco asustado, mamá. Ya te abrazará dentro de un tiempo.Pero la voz de Mami revelaba que también ella estaba asustada.«¿Asustada? ¿Mamá?»George se quedó pensando. ¿Era verdad? Buddy dice que la memoria juega malas

pasadas. ¿Realmente parecía Mami asustada?Sí. Lo parecía.La voz de Abuela se elevó, autoritaria.—¡No mimes al niño, Ruth! Dámelo. Quiero abrazarlo.—No. Está llorando.Abuela bajó sus pesados brazos con aquellos colgajos blancos de carne. Una sonrisa senil,

pero astuta, se dibujó en su boca sin dientes.—¿Es cierto que se parece a Franklyn, Ruth? Una vez me dijiste que se parecía mucho.Lentamente, George removió los macarrones con el queso y el ketchup. No había vuelto a

recordar aquel incidente, hasta ese momento. Tal vez el silencio se lo hubiese traído a la memoria. El silencio y el hallarse solo con Abuela en la casa.

Por lo visto, Abuela tuvo hijos y siguió enseñando en el instituto, para gran asombro de los médicos que la habían desahuciado, y Abuelo trabajó como carpintero y ganó más y más dinero, sin que le faltara nunca trabajo, incluso en lo más negro de la Gran Depresión, hasta que, al final, la gente empezó a murmurar, dijo Mami.

—¿Qué decían? —preguntó George.—Bah, nada importante —contestó Mami, recogiendo las cartas de repente—. Decían que

tus abuelos tenían demasiada suerte para ser gente normal, eso es todo.Poco después se descubrió lo de los libros. Mami no añadió nada más, sino que el consejo

del instituto encontró varios y un investigador que habían contratado encontró unos cuantos más. Hubo un gran escándalo y los abuelos no tuvieron más remedio que irse a vivir a Buxton y ése fue el final de todo aquel jaleo.

Los hijos crecieron y tuvieron sus propios retoños, convirtiéndose todos en tías y tíos. Mami se casó y se fue a vivir a Nueva York con Papá, al que George ni siquiera recordaba. Mientras, nació Buddy. Después se trasladaron a Stratford y en 1969 nació George. En 1971 Papá murió arrollado por un coche que conducía «el borracho que tuvo que ir a la cárcel».

Cuando Abuelo tuvo el ataque al corazón hubo muchísimas cartas entre los tíos y tías, arriba y abajo arriba y abajo. No querían meter a la vieja en un asilo, ella tampoco quería ir. Y cuando Abuela decidía algo, todos se guardaban muy bien de llevarle la contraria. Ella se proponía pasar los últimos años de su vida con uno de sus hijos. Pero todos estaban casados, y las mujeres y los maridos de los hijos no deseaban tener en casa una vieja senil y con frecuentes y muy desagradables arranques. La única que no tenía marido era Ruth.

Lo de las cartas continuó durante un buen tiempo y, al final, no le quedó a Mami más remedio que resignarse. Dejó su trabajo y se vino a Maine para cuidar a Abuela. Entre todos los hermanos habían reunido ahorros para comprar una casita en las afueras de Castle View, donde los precios no eran demasiado altos. Cada mes le enviarían un cheque para que pudiera mantener a la vieja y hacerse cargo de ella misma y sus niños.

«Lo que pasa es que mis hermanos me tendieron una trampa», recordó George haberle oído una vez.

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No estaba muy seguro de lo que eso significaba, pero lo había dicho con un tono tan amargo, como el de quien quiere reír una broma, pero se atraganta como con un carozo de aceituna. George sabía, porque Buddy se lo había contado, que Mami había accedido porque toda la familia le había asegurado que Abuela no duraría mucho. Tenía demasiados problemas, presión alta, uremia, obesidad, palpitaciones y otros achaques, para durar eternamente. Probablemente, no pasaran más de ocho meses, dijeron Tía Flo, Tía Stephanie y Tío George (en honor a ese tío le habían puesto George a él). A lo sumo, un año. Pero ya llevaba cinco años, lo cual no está mal para una vieja que tiene tantos problemas...

No estaba mal lo que estaba durando, de acuerdo. Como una osa en su madriguera, esperando, esperando... ¿qué?

(«Ruth, tú sabes cómo llevarla. Ruth, tú sabes hacerla callar.»)George se detuvo en medio de uno de sus viajes a la nevera para leer las instrucciones del

envase de una de las cenas especiales de Abuela. Se quedó helado. ¿De dónde había salido aquella voz que oía dentro de su cabeza?

De pronto, se le puso la piel de gallina. Se metió la mano por debajo de la camisa y se tocó una de las tetillas. Estaba dura como una piedra. Retiró el dedo rápidamente.

Era el Tío George, el que llevaba su mismo nombre, el que trabajaba para Sperry-Rand en Nueva York. Había sido su voz. Al venir con su familia para verlos, hacía dos —no, tres— años, dijo algo que George escuchó y no pudo olvidar.

—Es más peligrosa ahora, desde que está senil.—George, cállate. Los niños andan por ahí.George permaneció de pie junto a la nevera, la mano en el tirador de cromo

descascarillado, pensando, recordando, mirando la creciente oscuridad. Buddy no estaba el día en que Tío George hizo aquel comentario. Estaba fuera, jugando y haciendo esquí sobre hierba en la colina de Joe Camber. Pero George se había quedado en casa y andaba buscando algo en la cajonera de la entrada, un par de calcetines gruesos que hicieran juego. ¿Y acaso era culpa suya que Mami y el Tío George estuvieran hablando en la cocina? George creía que no. ¿Era culpa de George que Dios no le hubiera dejado sordo en aquel preciso instante o, al menos, hubiese hecho inaudible la conversación de los mayores? George creía que tampoco eso era culpa suya. Como su madre había dicho en más de una ocasión, Dios, a veces, jugaba sucio.

—Ya sabes a qué me refiero —dijo Tío George.Su mujer y sus tres hijas se habían ido a Gates Falls para hacer unas compras de Navidad

de última hora y Tío George estaba bastante alegre, como aquel «borracho que tuvo que ir a la cárcel». George lo notó porque las palabras se le hacían un lío en la lengua.

—Ya sabes lo que le pasó a Franklyn cuando se enfadó con ella.—¡Cállate o voy a tirar la cerveza en el fregadero!—Bueno, no es que ella quisiera, en realidad... Fue él quien se fue de la lengua.

Peritonitis...—¡George, cállate!«Tal vez —recordó George haber pensado en aquel momento— no sea sólo Dios el que

juega sucio.»Interrumpió el hilo de sus recuerdos y sacó una de las cenas congeladas de la Abuela de la

nevera. Era ternera con un acompañamiento de guisantes. Había que precalentar el horno a 80 grados y meterla en él. Era muy fácil. Además, lo tenía todo dispuesto. El agua para la infusión estaba ya caliente, por si Abuela lo requería. Podría tener la cena preparada en un periquete si Abuela se despertaba y se la pedía a gritos. Infusión o cena, un pistolero rápido con dos pistolas. El número del doctor Arlinder estaba en el tablero, para casos de emergencia. Todo estaba bajo control, así que, ¿por qué preocuparse?

Nunca le habían dejado solo con Abuela, eso es lo que le preocupaba.«Dame el chico Ruth. Dámelo... »«No, está llorando.»«Es más peligrosa ahora... Ya sabes a qué me refiero.»«Todos mentimos a nuestros hijos sobre Abuela.»Ni a él, ni a Buddy. A ninguno de los dos los habían dejado jamás solos con la Abuela.

Hasta ahora.

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De pronto, sintió la boca muy seca. Llenó un vaso con agua del grifo y se lo bebió de un trago. Se sentía... raro. Todos esos pensamientos, todos esos recuerdos, ¿por qué salían a la luz precisamente ahora?

Tenía la sensación de hallarse ante un rompecabezas y sin posibilidad de recomponerlo. Tal vez fuese mejor así, porque la imagen que apareciera podría ser, bueno, bastante horrible. Podría...

En la otra habitación, donde Abuela vivía de día y de noche, se oyó de pronto un sonido con algo de tos ahogada, algo de jadeo.

George se atragantó al inhalar aire, quedándose sin aliento. Se volvió hacia la habitación de Abuela y no pudo andar, tenía los zapatos clavados al suelo. El corazón le latía violentamente. Los ojos desmesuradamente abiertos. «Andad», le decía el cerebro a los pies, y ellos se cuadraban y respondían: «¡De ninguna manera, señor!».

Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.Otra vez aquel gemido, que se alzó por un momento, para luego bajar, cada vez más, hasta

morir lentamente... George consiguió moverse al fin. Recorrió la distancia que separaba la habitación de Abuela de la cocina. Entreabrió la puerta y atisbó por la rendija. El corazón le golpeaba en el pecho como un martillo. Ahora sí que tenía la garganta llena de algodón. No había manera de tragar saliva.

Primero pensó que Abuela estaba durmiendo y que no había pasado nada. No había sido más que un sonido raro, eso era todo; tal vez algo que hiciera habitualmente mientras Buddy y él estaban en la escuela. Sólo un ronquido. Abuela estaba bien. Durmiendo.

Eso fue lo primero que pensó, pero un detalle atrajo su atención: la mano que antes reposaba sobre la colcha, ahora colgaba inerte, al lado del lecho, las uñas casi rozando el suelo. Y tenía la boca abierta, tan oscura y arrugada como un agujero en una fruta podrida.

Muy tímidamente, vacilando, George se acercó a la cama.Se quedó junto a ella durante un largo rato, mirando a Abuela sin atreverse a tocarla. El

leve movimiento del pecho bajo la colcha parecía haberse detenido.Parecía.Esa era la palabra clave: Parecía.«Lo que pasa es que estás asustado, George. No eres más que un maldito estúpido, como

dice Buddy. No es más que un juego que le está haciendo tu cerebro a tus ojos. Respira la mar de bien, ella... »

—¿Abuela? —dijo, y todo lo que salió de su garganta fue un susurro incomprensible. Se asustó y retrocedió de un salto, aclarándose la garganta.

—¿Abuela? ¿Quieres la infusión ahora? ¿Abuela?—dijo, esta vez un poco más alto.Nada.Tenía los ojos cerrados.La boca abierta.La mano colgando.Fuera, el Sol poniente brillaba entre los árboles como una naranja rojiza.De pronto, volvió a verla sentada en su sillón de vinilo blanco, tendiendo los brazos, con

una estúpida sonrisa de triunfo. Y recordó uno de sus ataques, cuando Abuela empezó a gritar palabras extrañas, palabras que parecían de una lengua extranjera.

—¡Gyaagin! ¡Gyaagin! ¡Hastur degryon Yos-sothoth!Mami los envió inmediatamente fuera, gritándole a Buddy: «¡VETE!» cuando el chico se

entretuvo para buscar sus guantes en la cajonera de la entrada, y Buddy la miró por encima del hombro, tan asustado por el tono de su madre, que no gritaba jamás, y salieron los dos y se quedaron fuera un buen rato, con las manos metidas en los bolsillos por el frío, preguntándose qué demonios estaba pasando...

Más tarde, Mami salió y los llamó para cenar, como si no hubiese pasado nada.(«Tú sabes cómo llevarla, Ruth, tú sabes cómo hacerla callar.»)George no había vuelto a pensar en aquel ataque hasta hoy. Sólo que ahora, mirando a

Abuela, que yacía de una forma tan extraña en su cama de hospital, recordó con creciente horror que al día siguiente de aquel ataque se habían enterado de que la señora Harham, que vivía cerca de allí y a veces visitaba a Abuela, había muerto en la cama por la noche.

Los «ataques» de la Abuela.

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Ataques.Las brujas tienen poderes mágicos y eso es precisamente lo que las hace brujas, ¿no es

así? Manzanas envenenadas, príncipes convertidos en sapos, casas de mazapán, Abracadabra. Hechizos.

Las piezas sueltas del rompecabezas volaban ante los ojos de George como por arte de magia.

«Magia», pensó George, con un escalofrío.¿Cuál era la imagen resultante del rompecabezas? Era Abuela, naturalmente. Abuela y sus

libros. Abuela, a quien habían echado del pueblo. Abuela, que primero no podía tener niños y luego sí. Abuela, a quien habían expulsado de la Iglesia igual que del pueblo. La imagen final era Abuela, amarilla y gorda y arrugada y sucia, con la boca sin dientes curvada en una sonrisa hundida, con los ojos ciegos y desvaídos, pero con la mirada astuta e inquietante, con un sombrero negro cónico sobre la cabeza, salpicado de estrellas de plata y cuartos crecientes babilónicos y rutilantes, con ladinos gatos a los pies, los ojos amarillos como la orina, entre olores de cerdo y de humedad, de cerdo y de fuego, viejas estrellas y luces de velas tan oscuras como la tierra en la que reposan los ataúdes, con palabras de libros antiguos, cada palabra como una piedra, cada frase como una cripta en un pestilente osario, cada párrafo una caravana de pesadillas con los muertos de las plagas caminando hacia la hoguera. Los ojos infantiles de George se abrieron en un instante al profundo pozo de la negrura.

Abuela había sido una bruja, igual que la Bruja Malvada de El mago de Oz. Y ahora estaba muerta. Aquel sonido que había hecho con la garganta, aquel ronquido ahogado había sido un... un... estertor de muerte.

—¿Abuela? —susurró otra vez y pensó locamente:«Pin pon pin puerto, la bruja ha muerto».No obtuvo respuesta. Puso la mano delante de la boca de Abuela. Ni una ligera brisa

quedaba en ella. Había calma chicha, y velas caídas y quilla inmóvil en medio del agua. El terror había cedido un poco. Ahora podía pensar más serenamente. Recordó que Tío Fred le había enseñado a mojarse un dedo para ver si hacía viento y de dónde venía. Se pasó la lengua por toda la palma de la mano y la sostuvo delante de la boca de Abuela.

Nada.Pensó que lo mejor sería llamar al doctor Arlinder, pero se detuvo. ¿Y si llamaras al doctor

y no estuviese muerta del todo? Haría un ridículo espantoso.«Tómale el pulso.»Se paró en el vestíbulo, mirando por la puerta entreabierta aquella mano inerte y aquella

muñeca blanca, que la manga del camisón había revelado al quedar un poco remangada. Pero no sabía cómo hacerlo. Una vez, después de una visita del doctor, la enfermera le tomó el pulso. Cuando ambos se fueron, George lo intentó por sí mismo, buscando frenéticamente aquel latido, pero sin éxito. Si por él fuera, estaba tan muerto como Abuela.

Además, en realidad, no quería... bueno... tocar a Abuela. Aun cuando estuviera muerta. Mejor dicho, especialmente si estaba muerta.

Se quedó en la entrada, mirando ora a la Abuela, ora el número del doctor Arlinder en el tablero. No tenía otra alternativa, tendría que llamar, tendría que...

¡...busca un espejo!¡Claro que sí! Si respiras delante de un espejo, se cubre de vaho. Una vez, había visto en

una película cómo un doctor se lo había hecho a un chico. El cuarto de Abuela comunicaba con un cuarto de baño y George se apresuró a buscar el espejo de Abuela. Era neutro por un lado y de aumento por el otro, de los que se usan para depilarse las cejas y todo eso.

George volvió al lado de la cama y sostuvo el espejo delante de la boca abierta de Abuela hasta casi tocarla. Contó hasta sesenta, sin dejar de mirar la cara de la anciana. Nada, el espejo estaba tan limpio y brillante como antes. No le cabía duda, Abuela había muerto.

Abuela estaba muerta.George pensó, con cierta sorpresa, pero con alivio, que ahora sí podía sentir piedad por la

vieja. Tal vez hubiese sido bruja. O tal vez no. O tal vez solamente hubiese creído serlo. Fuera lo que fuese, había muerto. Como un adulto, pensó que las cosas de la realidad concreta tomaban un aspecto, no menos importante, sino menos vital, vistas a la luz de la muerte. Pensó como un adulto y sintió el alivio de un adulto. Era una huella en el alma. Como las

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impresiones infantiles de los adultos. Sólo más tarde el niño se da cuenta de que estaba siendo formado por experiencias diversas.

Devolvió el espejo al cuarto de baño y volvió a cruzar el dormitorio, sin dejar de mirar el gran bulto en la cama. El Sol poniente pintaba de rojo y naranja aquella horrible cara. George miró hacia otro lado.

Cruzó de nuevo la entrada y fue hasta el teléfono, dispuesto a actuar como creía que había que hacerlo. Se sentía interiormente superior a Buddy. Cada vez que se burlara, le diría tan sólo: «Estaba solo en casa cuando Abuela murió y lo hice todo por mí mismo».

Lo primero que había que hacer era llamar al doctor Arlinder, y decirle: «Mi Abuela acaba de morir. ¿Puede usted decirme lo que tengo que hacer? ¿Cubrirla o algo así?».

No.«Creo que mi Abuela acaba de morir.»Sí. Sí, era mucho mejor así. Al fin y al cabo, todo el mundo cree que un niño no sabe hacer

nada por sí mismo.O:«Estoy casi seguro de que mi Abuela ha muerto... »¡Ya estaba! ¡Eso era lo mejor!Y contarle lo del espejo y lo del estertor y todo lo demás. Y el doctor vendría enseguida y

después de examinar a la Abuela, diría: «Abuela, te pronuncio muerta», y luego, a George, «Has estado muy sereno en una situación difícil, George, te felicito». Y George diría algo modesto, como requería la ocasión.

George miró el número del doctor Arlinder y aspiró profundamente un par de veces para darse ánimo. Descolgó el auricular. El corazón seguía latiéndole fuertemente, pero ya no con el terror de antes. Abuela había muerto. Lo peor ya había sucedido y, en el fondo, era mucho mejor que oírla gritar que quería su infusión.

El teléfono también se había muerto.Sólo le llegó el vacío desde el auricular, los labios todavía abiertos como para decir: «Lo

siento, señora Dodd, soy George Bruckner y tengo que llamar al doctor para mi Abuela». Pero no había ni conversaciones, ni señal para marcar, ni nada. Sólo un vacío muerto, como el de la otra habitación.

Abuela está...está...(Oh, está)Abuela está fría como un témpano.Otra vez la piel de gallina. Miró con ojos inciertos la tetera Pirex en el fogón, la taza sobre el

mostrador, con la bolsita de hierbas dentro. Abuela nunca más tomará su infusión. Nunca.(está fría)George se estremeció.Apretó la horquilla del teléfono con el dedo, una, dos, muchas veces. El teléfono seguía

muerto. Tan muerto como...(tan frío como)Colgó el auricular de un golpe y se oyó un leve timbrazo. George lo volvió a coger en un

segundo, con la esperanza de que la línea hubiera vuelto en aquel preciso instante. En vano. Lo volvió a colgar muy lentamente.

Otra vez sentía palpitaciones.Estoy solo en la casa con un cadáver.Cruzó la cocina muy lentamente, se paró junto a la mesa un minuto y después encendió la

luz. La casa estaba empezando a quedarse a oscuras. Pronto el Sol se habría ido y sería de noche.

Espera. Eso es todo lo que puedes hacer. Esperar a que regrese Mami. Después de todo, es mejor así. Si el teléfono no funciona, es mejor que se haya muerto a que hubiera tenido uno de sus ataques o algo así... con espuma en la boca y todo eso y a lo mejor se caía de la cama...

No le gustaba nada todo aquello. Si no fuera por el teléfono, lo hubiera hecho todo tan bien...

Cómo estar completamente solo en medio de la oscuridad, pensando en cosas muertas que viven todavía, viendo formas y sombras en las paredes y pensando en la muerte y en los

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muertos y todas esas cosas y cómo deben apestar y moverse en la oscuridad, pensando esto y pensando aquello, pensando en los gusanos corriendo y enterrándose en la carne muerta, ojos que brillan en la oscuridad, el crujido de los tablones en el piso de arriba, algo cruza la habitación, a través de las franjas de luz que vienen de la ventana, oh, sí.

En la oscuridad, los pensamientos dibujan un círculo perfecto. Da lo mismo que trates de pensar en flores, o en Jesús, o en el fútbol, o en ganar la medalla de oro en las Olimpiadas, porque, al final, todo vuelve hacia aquella forma con garras y ojos abiertos.

—¡Demonios! —gritó, pegándose una bofetada a sí mismo, bien fuerte. Ya estaba bien, caramba, no hacía más que asustarse él solo. Además, ya no tenía seis años. Estaba muerta, eso era todo. Aquella cabeza ya no tenía más pensamientos que los que pudiera tener el mármol, o el suelo, o un pomo de la puerta, o la esfera de la radio, o...

Una voz interior, extraña, le tomó por sorpresa. Tal vez fuese sólo la voz de la supervivencia.

¡George, cállate y dedícate a tus cosas!Sí, está bien, está bien, pero...Volvió hasta la puerta del dormitorio para asegurarse.Allí seguía Abuela, una mano colgando fuera del lecho, casi tocando el suelo, la boca

desencajada. Abuela era como un mueble. Podías meterle la mano otra vez en la cama o tirarle del pelo o echarle un vaso de agua o ponerle auriculares en las orejas y tocar Chuck Berry hasta que se hundiera el techo... a ella le daba lo mismo. Abuela estaba, como decía a veces Buddy, fuera de sí. Abuela se había ido a pasear.

Un golpeteo continuo y bajo le sobresaltó y lanzó un grito. Era la puerta exterior, que Buddy había instalado la semana anterior y que daba bandazos en el viento helado.

George abrió la puerta de la cocina, se inclinó y atrapó la puerta exterior en su viaje de vuelta. El viento le alborotó el pelo. Sujetó la puerta, preguntándose de dónde había salido ese viento tan repentino. Cuando Mami se fue, el aire estaba en calma. Claro que, cuando se fue Mami, era pleno día y ahora estaba anocheciendo.

George volvió a mirar cómo estaba Abuela otra vez y probó el teléfono otra vez. Nada, muerto todavía. Se sentó, se levantó, se sentó nuevamente y optó por pasearse por la cocina, pensando.

Una hora más tarde era noche cerrada.El teléfono seguía sin línea. George supuso que el viento, que ahora era casi un huracán,

habría derribado algún poste, probablemente cerca de Beaver Bog, donde había tantos. El teléfono dejaba escapar un sonido de vez en cuando, pero de manera lejana y fantasmal. Fuera, el viento gemía por las esquinas de la casa. George pensó que ya tenía una historia que contar en la próxima acampada de los Boy Scouts... sentado solo en la casa, con su Abuela muerta en la habitación de al lado, sin teléfono, y el viento arrastrando velozmente las nubes bajas, nubes negras por arriba y del color de la grasa rancia por debajo, el color de las garras, quiero decir, manos de la Abuela.

Era, como decía Buddy, un clásico.Ojalá pudiera contarlo ya y toda la historia estuviese pasada y enterrada. Se sentó en la

mesa de la cocina, con el libro de historia abierto, dando un respingo con cada ruido.., y ahora que el viento había crecido, cada rincón de la casa crujía en forma siniestra.

Volverá muy pronto. Volverá y ya no tendré que preocuparme por nada. Nada.(no le has cubierto la cara)volverá pro...(no le has tapado la cara)George saltó como si alguien le hubiese hablado en voz alta y miró con los ojos muy

abiertos toda la cocina y el inútil teléfono. Hay que tapar la cara de un muerto con una sábana. Como en las películas.

¡Al diablo! ¡Yo no entro en ese dormitorio!¡No! Y no había razón alguna para que lo hiciera. ¡Mami le cubriría la cara cuando volviese!

¡O el doctor Arlinder, cuando llegara! ¡O el hombre de las Pompas Fúnebres!Alguien, cualquiera, menos él.No tenía por qué hacerlo.A él no le importaba y seguro que a Abuela tampoco.Oyó la voz de Buddy.

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Si no tenias miedo, ¿cómo es que no le cubriste la cara?No me importaba.¡Miedoso!A Abuela tampoco le hubiera importado.¡Miedoso! ¡Cobardica!Sentado a la mesa, con aquel libro de historia que no había manera de leer, empezó a

pensar que si no le cubría la cara a Abuela con la colcha, no podría presumir de haber hecho todo como debía y entonces Buddy volvería a tener ventaja sobre él (a pesar de la pierna rota).

Se veía a sí mismo, contando la historia de miedo de Abuela muerta en medio de la acampada, delante del fuego, llegando al final feliz de cuando los faros del coche de Mami barrieron la fachada de la casa —la reaparición de los adultos, restableciendo y confirmando el concepto del orden— cuando, de pronto, entre las sombras se alza una figura oscura y una piña explota en el fuego y resulta que la figura en la sombra es Buddy, riéndose: Si eres tan valiente, so cobardica, ¿cómo es que no le tapaste LA CARA?

George se levantó, recordándose a sí mismo que Abuela estaba fuera de si, que Abuela había muerto, que Abuela estaba más fría que un témpano y que Abuela se había ido a pasear.

Si quisiera, podría ponerle la mano sobre la cama otra vez, meterle una bolsita de infusión por la nariz, ponerle auriculares tocando Chuck Berry a todo volumen, etc., etc., y nada molestaría a Abuela, porque eso es lo que significaba estar muerto, nada podía molestar a un muerto. Una persona muerta era la persona tranquila por excelencia, y el resto no era más que sueños inexorables y apocalípticos y febriles, sueños de puertas abriéndose de golpe en la boca muerta de la medianoche, de rayos de luna azul bañando los huesos en los cementerios...

Susurró: «¿Quieres hacer el favor de parar? Deja de ser tan...».(macabro)Se levantó. Había decidido ya lo que iba a hacer: entrar en el dormitorio y cubrirle la cara

con la sábana y así Buddy no tendría ninguna ventaja sobre él. Le administraría unos cuantos rituales sencillos y le cubriría la cara. Y después —se le iluminó la cara por el simbolismo de la situación— retiraría su taza y su bolsita de infusión sin usar. Sí, eso era lo que iba a hacer.

Entró en el dormitorio, cada paso un esfuerzo de voluntad. La habitación estaba a oscuras, el cuerpo no era más que un enorme bulto encima de la cama. Buscó el interruptor torpemente durante lo que parecía ser una eternidad, sin explicarse cómo no estaba donde él creía que debía estar. Por fin dio con él y una luz amarilla llenó la estancia.

Abuela estaba en la cama, la mano inerte, la boca abierta. George la contempló, oscuramente consciente de que unas gotas de sudor se deslizaban por su propia frente. Se preguntó si no bastaría con tomar aquella mano tan fría y colocar el brazo sobre la cama, a lo largo del cuerpo. Pero decidió que no, que su mano debía estar colgando hacía bastante rato ya, que era demasiado, que no podía tocarla, que cualquier cosa, menos eso...

Lentamente, como si flotara en una nube, se acercó a Abuela y se quedó mirándola fijamente, casi encima de ella. Tenía la cara amarilla, en parte por la luz, pero sólo en parte.

George respiraba por la boca, ansiosamente, como tratando de darse fuerzas. Tomó la colcha y la subió sobre la cara de Abuela, pero resbaló un poco y volvió a bajar, revelando el nacimiento del pelo y las cejas, George se alzó de puntillas y volvió a tomar la colcha con mucho cuidado separando bien las manos, para no rozarle la cara, y la volvió a subir. Esta vez, la colcha permaneció en su sitio. Por fin la había enterrado. Si, era por eso que se tapaba la cara de un muerto, y eso era lo que se debía hacer: enterrarlo. Era un gesto definitivo.

Miró la mano que colgaba, que había quedado sin enterrar, y se dio cuenta de que sí, de que ahora podía tocarla ya, meterla debajo de la colcha y enterrarla con el resto de la Abuela.

Se inclinó para agarrar la mano y la levantó.La mano se volvió y le agarró la muñeca.George dio un grito tremendo. Se tambaleó hacia atrás, gritando en aquella casa vacía,

gritando más fuerte que el viento que silbaba en el alero, gritando por encima de todos aquellos crujidos de la casa. Al retroceder, tiró del cuerpo de Abuela, que quedó inclinado bajo la colcha. La mano volvió a caer, retorciéndose, viva, intentando agarrar algo... hasta que volvió a colgar inerte.

No pasa nada, no ha sido nada, no era más que un reflejo.

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George asintió a su propia aseveración. Pero volvió a recordar cómo aquella mano fría se había vuelto y le había agarrado la muñeca. Volvió a gritar. Se le salían los ojos de las órbitas, el pelo, completamente erizado, era como un sombrero cónico sobre su cabeza. El corazón corría como en estampida. La habitación se inclinó locamente hacia la izquierda, luego se enderezó por un segundo, para inclinarse otra vez a la derecha. Cada vez que intentaba pensar racionalmente, el pánico le ponía la piel de gallina. Quería salir de aquella habitación a toda velocidad, meterse en otro sitio, a cuatro kilómetros de distancia, si pudiera. Dio media vuelta y salió corriendo, estampándose contra la pared: la puerta estaba abierta a un metro de distancia. Cayó de rebote al suelo, con un tremendo golpe en la cabeza, que empezó a dolerle, a pesar del pánico. Se tocó la nariz y se manchó la mano de sangre, igual que la camisa, sobre la que goteaba. Se levantó como pudo y miró la habitación lleno de terror.

La mano colgaba de la cama como antes, pero el cuerpo de Abuela ya no estaba inclinado, sino que estaba recto otra vez, bajo la colcha.

Todo había sido fruto de su imaginación. Había entrado en el dormitorio y el resto no había sido más que una película.

No.El dolor le aclaró las ideas. La gente muerta no te agarra la muñeca. Muerto quiere decir

muerto. Cuando estabas muerto podías servir de perchero, o meterte en el neumático de un tractor y lanzarte ladera abajo, etc., etc. Cuando estabas muerto, la gente te podía hacer cosas a ti (por ejemplo, un niño podía tomar tu mano y subirla a la cama), pero tus días activos —por decirlo de alguna manera— habían terminado.

A menos que seas una bruja. A menos que elijas morirte cuando la casa está sola y no hay más que un niño, porque así puedes... puedes... ¿puedes qué?

Nada. Era una estupidez. Había imaginado todo porque estaba asustado y ésa era toda la verdad. Se limpió la nariz con el brazo y gimió de dolor. Una mancha de sangre cubría su antebrazo.

Lo que no iba a hacer era entrar en la otra habitación, eso era todo. Realidad o alucinación, no iba a hacer el tonto con Abuela. La llamarada de pánico había cedido un poco, pero continuaba asustado, muy asustado, y todo lo que quería era que su madre llegase cuanto antes y se ocupara de todo.

George salió del dormitorio de espaldas, sin perder de vista la cama, y fue hasta la cocina. Suspiró con un aliento largo, ahogado. Quería pasarse un trapo mojado por la nariz. Sintió ganas de vomitar. Se inclinó y tomó un trozo de tela de debajo del fregadero —uno de los pañales viejos de la Abuela— y lo puso bajo el grifo de agua fría, mientras se sorbía la sangre como si fueran mocos.

Se acababa de poner la tela mojada en la nariz cuando desde la otra habitación le llegó una voz.

—Ven aquí, pequeño —llamaba Abuela con su voz de ultratumba—. Ven aquí. Abuela quiere abrazarte.

George trató de gritar, pero abrió la boca y no pudo emitir sonido alguno, nada. En cambio, en la otra habitación, allí sí que se estaban produciendo sonidos. Sonidos como los que oía cuando Mami entraba para bañar a la Abuela, dándole la vuelta, levantándola, dejándola caer, dándole la vuelta otra vez.

Sólo que esos sonidos eran diferentes ahora. Eran como si Abuela estuviera.., estuviera levantándose de la cama.

—¡Niño! ¡Ven aquí, pequeño! ¡Ahora MISMO! ¡Ven hacia aquí!Vio con horror cómo sus pies obedecían la orden. Les mandó detenerse, pero ellos

seguían, uno, dos, uno, dos, ep, aro, ep, aro, deslizándose sobre el linóleo. Su cerebro era prisionero del cuerpo.

«Es una bruja, es una bruja y tiene uno de sus ataques. Ay, sí, es un ataque y es muy malo, REALMENTE muy malo, muy malo. Ay, Dios mío, ay, Jesús, ayúdame, ayúdame. . . »

George atravesó la cocina y entró en el dormitorio.ABUELA ESTABA FUERA DE LA CAMA, sentada en su sillón de vinilo blanco, el que no

había usado desde hacía cuatro años, desde que se puso demasiado gorda para poder andar y demasiado senil para saber hacer nada.

Pero Abuela no parecía senil.

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Los rasgos de la cara eran fláccidos, pero la senilidad había desaparecido de su expresión, suponiendo que hubiera estado allí alguna vez y no hubiera sido más que una máscara para engañar a niños pequeños y mujeres cansadas y sin marido.

Ahora la cara de Abuela resplandecía con feroz inteligencia, como la luz de una vela de cera, vieja y pestilente. Los ojos bailaban en sus órbitas, muertos. El pecho seguía sin moverse. El camisón, remangado, dejaba ver unos muslos elefantinos, blancos. La colcha estaba a los pies de la cama.

Abuela le tendió sus enormes brazos.—Quiero abrazarte, Georgie —dijo la voz apagada y sin entonación—. No tengas miedo,

pequeño. Deja que Abuela te abrace.George se esforzó por retroceder, tratando de resistir aquella atracción casi magnética.

Fuera, el viento seguía aullando. La cara de George se había alargado y torcido, tensa, crispada por el espanto.

Empezó a caminar hacia ella. No podía remediarlo. Sus pies seguían arrastrándose, uno tras otro, hacia aquellos brazos abiertos. «Le enseñaría a Buddy que él tampoco tenía miedo de Abuela y dejaría que Abuela le diera un abrazo porque no era ningún cobardica.» Siguió andando hacia ella.

Cuando ya se encontraba casi entre sus brazos, se oyó un crujido enorme al estallar la ventana, hechos añicos los cristales, y una rama de árbol penetró en la estancia, con hojas de otoño aún sujetas a ella. El viento helado barrió toda la habitación, haciendo volar las fotos de Abuela, azotándole el pelo y el camisón.

George pudo gritar por fin. Se escapó dando tumbos de entre sus brazos, mientras Abuela emitía un chasquido sibilante, como una serpiente, entreabriendo los labios y dejando ver sus encías desdentadas. Las manos gruesas, arrugadas, intentaban asir el vacío.

George se hizo un lío con los pies y cayó al suelo. Abuela se levantó del sillón, bamboleándose bajo aquel enorme peso, caminando hacia él. George no podía levantarse, las piernas, sin fuerza alguna, no le obedecían. Empezó a arrastrarse de espaldas, gimiendo. Abuela seguía avanzando, lenta, implacable, muerta, pero viva. George comprendió en un instante lo que significaba aquel abrazo. El rompecabezas estaba completo. Pero cuando finalmente logró levantarse, Abuela le agarró por la camisa. Se la desgarró y se quedó con un trozo en la mano. Por un momento, George sintió aquella carne fría contra su piel. Consiguió escapar hasta la cocina.

Quería huir, correr en medio de la noche, todo, menos dejarse abrazar por la bruja, su Abuela. Porque cuando su madre volviera, encontraría a Abuela muerta y a George vivo, si..., pero a George le habrían empezado a gustar las infusiones de hierbas, inexplicablemente.

Miró por encima del hombro y vio la sombra contrahecha, grotesca, de Abuela en la pared al cruzar la entrada.

De repente, el teléfono sonó, estridente.George saltó hacia él, sin pensar, y empezó a gritar que alguien viniera, por favor, por favor,

que viniera alguien. Gritó todo ello.., en silencio, porque ni un solo sonido salió de su garganta.Abuela entró en la cocina, tambaleándose en su camisón rosa. El pelo blanco y amarillo

revoloteaba alrededor de su cara. Uno de los peinecillos se había casi desprendido del pelo y colgaba sobre el arrugado cuello.

Abuela sonreía.—¿Ruth?Era la voz de Tía Flo, lejana, con una conexión defectuosa por el viento. Era Tía Flo, desde

Minnesota, a más de dos mil kilómetros.—¿Ruth? ¿Estás ahí?—¡Socorro! —gritó George al teléfono y lo que salió de sus labios fue un pequeño, inaudible

silbido.Abuela se balanceaba sobre el linóleo, tendiéndole los brazos. Sus manos se abrían y se

cerraban, intentando agarrar algo. Abuela quería aquel abrazo, por algo había esperado cinco años.

—Ruth, ¿me oyes? Acaba de estallar una tormenta imponente... y me he asustado... Ruth, no te oigo...

—Abuela —gimió George al teléfono. Abuela estaba casi encima.

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—¿George? —la voz de Tía Flo se erizó, aguda como un grito, instantáneamente—. George, ¿eres tú?

George empezó a retroceder ante el avance de Abuela, cuando se dio cuenta de que se había alejado de la puerta y se había metido estúpidamente en un rincón, entre los armarios de la cocina y el fregadero. El horror era inenarrable. La sombra de Abuela lo cubría ya por completo. George pudo, por fin, vencer su parálisis y gritó desesperadamente al teléfono, una y otra vez.

—¡Abuela! ¡Abuela! ¡Abuela!Las manos frías de Abuela tocaron su garganta. Los ojos viejos, borrosos, hipnotizaban los

suyos, chupando toda su voluntad.Vagamente, muy lejos, como si viniera a través de los años y a través de la distancia, oyó la

voz llena de pánico de Tía Flo.—Dile que se acueste, George, dile que se acueste y que no se mueva. Dile que debe

hacerlo en tu nombre y en el de Hastur. Ese nombre tiene poder sobre ella, George, dile: «Acuéstate en nombre de Hastur», dile...

La mano vieja y arrugada arrancó el teléfono de la mano sin fuerza de George. De un tirón, rompió el cordón de la pared. George se dejó caer en el rincón y Abuela, un montón de carne que ocultaba la luz, se inclinó sobre él.

George gritó.—¡Acuéstate! ¡No te muevas! ¡En nombre de Hastur! ¡Hastur! ¡Acuéstate! ¡No te muevas!Las manos de Abuela rodearon su cuello...—¡Debes hacerlo! ¡Tía Flo dice que debes hacerlo! ¡En mi nombre!, ¡En nombre de tu

padre! ¡Acuéstate! ¡No te mue...!Y empezaron a apretar.Cuando una hora más tarde las luces del coche por fin bañaron la fachada de la casa,

George estaba sentado en la cocina, delante del libro de historia, sin leer. Se levantó y le abrió la puerta a su madre. A su izquierda, el teléfono reposaba en el receptor, el cordón colgando inútilmente.

Mami entró, una hoja pegada a la solapa del abrigo.—¡Qué viento! ¿Fue todo bien, Geor...? ¿George, qué ha pasado?Mami palideció horriblemente en un segundo. Parecía la cara de un payaso.—Abuela —contestó George—. Abuela ha muerto. Abuela ha muerto, Mami.Empezó a llorar.Su madre lo abrazó fuertemente y luego retrocedió hacia la pared, como si aquel abrazo

hubiera acabado con todas sus fuerzas.—¿Ha... ha pasado algo? —preguntó—. ¿George, ha pasado algo?—El viento derribó la rama de un árbol en su ventana —respondió.Mami lo cogió por los brazos y lo apartó un poco, adivinando aquella expresión de horror.

Lo soltó inmediatamente, y, como un ciclón, entró en la habitación de Abuela. Tal vez estuvo dentro unos cuatro minutos. Al salir, llevaba en la mano un trozo de tela. Era de la camisa verde de George.

—Le he arrancado esto de la mano —dijo Mami en un susurro imperceptible.—Ahora no tengo ganas de hablar —dijo George—. Llama a Tía Flo, si quieres. Yo estoy

muy cansado. Quiero irme a la cama.Mami hizo un gesto como para detenerlo, pero se contuvo. George subió a la habitación

que compartía con Buddy y abrió el aire caliente para oír lo que hacía su madre. Mami no pudo hablar con Tía Flo aquella noche, porque alguien había arrancado el cordón del teléfono, pero tampoco pudo hablar con ella al día siguiente porque, poco antes de que Mami regresara, George había dicho una serie de palabras, algunas de ellas en un latín bastardo, otras en algo que parecían gruñidos predruidas y, a más de dos mil kilómetros de distancia, Tía Flo había caído muerta de hemorragia cerebral masiva. Era sorprendente cómo volvían las palabras. Como todo volvía.

George se quitó la ropa y se tendió desnudo en la cama. Puso las manos tras la cabeza y dirigió la vista a la oscuridad del techo. Lentamente, muy lentamente, una sonrisa horrible, siniestra, empezó a dibujarse en sus labios.

Las cosas no iban a seguir como antes a partir de ahora. Iban a ser muy, muy diferentes.

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Por ejemplo, Buddy. Le costaba esperar a que Buddy volviera del hospital y empezase con su dichosa tortura de la Cuchara del Bárbaro Chino, o con la Cuerda India, o algo por el estilo. Sabía que, al principio, tendría que permitírselo, por lo menos, durante el día y cuando hubiese gente alrededor, pero cuando cayera la noche y estuviesen los dos solos en el dormitorio, en la oscuridad, con la puerta cerrada...

George se echó a reír en silencio.Como siempre decía Buddy, iba a ser un clásico.

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ALMUERZO EN EL RESTAURANTE GOTHAM

Un día llegué a casa y encontré una carta (o una nota, más bien) de mi esposa sobre la mesa del comedor. En ella me decía que me dejaba, que necesitaba pasar una temporada sola y que ya recibiría noticias de su terapeuta. Me senté en una silla en la parte de la mesa que queda más cerca de la cocina y leí el mensaje repetidas veces, incapaz de darle crédito. La única idea clara que tuve durante aproximadamente la siguiente media hora fue: Ni siquiera sabia que tuvieras un terapeuta, Diane.

Al cabo de un rato me levante, fui al dormitorio y eche un vistazo. Toda su ropa había desaparecido (excepto un jersey que alguien le había regalado en broma y que tenía estampada la leyenda RUBIA RICA con un material que brillaba como las lentejuelas), y la habitación presentaba un aspecto curioso. Daba impresión de desorden como si Diane hubiera estado buscando algo por todas partes. Mire mis cosas para ver si se había llevado algo. Mientras lo hacia, tuve la sensación de que mis manos estaban frías y distantes, como si les hubieran inyectado una dosis de algún narcótico. Por lo que pude ver, todo lo que debía estar allí se encontraba en su sitio. No esperaba otra cosa pero, aun así, la habitación tenía un aspecto extraño, como si mi esposa hubiera tirado de ella de la misma manera que a veces se tiraba de la punta de los pelos cuando algo la sacaba de quicio.

Volví a la mesa del comedor (la cual se encontraba. a un lado del salón; el piso solo tenía cuatro habitaciones) y leí una vez mas las seis líneas que Diane había dejado escritas. El mensaje era el mismo, pero el hecho de haber mirado en el dormitorio, con su extraño desarreglo, y el armario, medio vacío, me había inducido (?) a darle crédito. Era una nota de lo más impersonal. No había ningún «Besos» ni un «Buena suerte», ni siquiera un «Te deseo lo mejor». Su calidez solo daba para un «Cuídate». Justo debajo de esto había garabateado su nombre.

Terapeuta. Mi mirada volvía una y otra vez a aquella palabra. Terapeuta... Me dije que debía alegrarme de que no fuera «abogado», pero no me alegre. «Recibirá noticias de mi terapeuta, William Humboldt.»

- Fíjate en esto, querida -le dije a la habitación vacía, y me di un apretón en la entrepierna. Pero el tono en que lo dije no fue ni firme ni divertido, que era lo que yo esperaba, y la cara que vi en el espejo del otro lado de la habitación estaba blanca como la tiza.

Entre en la cocina, me serví un vaso de zumo de naranja y, cuando fui a cogerlo, se me cayo al suelo. El zumo salpico los cajones inferiores y el vaso se rompió Sabia que me iba a cortar si intentaba recoger los cristales (me temblaban las manos), pero los recogí de todos modos v me corte. Sufrí dos cortes, aunque ninguno de los dos fue profundo. Seguía pensando que todo aquello era una broma, pero luego caía en la cuenta de que no lo era. Diane no era muy aficionada a las bromas. El problema era que no lo había previsto. Me había pillado totalmente por sorpresa. ¿A qué terapeuta se refería? ¿Cuando lo veía? ¿De qué hablaba con el? Bueno, podía imaginarme de que hablaría con el: de mí. Probablemente le contaría cosas como que nunca me acordaba de bajar el asiento del retrete tras echar una meada, que quería practicar el sexo oral tal cantidad de veces que acababa resultando pesado (¿A partir de cuando resulta uno pesado?), que no mostraba el suficiente interés en su trabajo en la editorial... Otra pregunta: ¿Como podía hablar sobre los aspectos íntimos de su matrimonio con un hombre que se llamaba William Humboldt? Por su nombre parecía un físico del Instituto de Tecnología de California o un miembro de la Cámara de los Lores.

A continuación me hice la pregunta más importante: ¿por qué no me había dado cuenta de que sucedía algo? ¿Como era posible que me hubiera enterado de ello de la misma manera que Sonny Liston había encajado el famoso gancho fantasma de Cassius Clay? (Había sido por estupidez? (Por insensibilidad? Al cabo de unos días, v tras mucho pensar en los seis u ocho últimos meses de nuestro matrimonio (que había durado dos años), llegue a la conclusión de que había sido por ambos motivos.

Aquella noche llame a Pound Ridge, donde vivía su familia, y pregunte si Diane se encontraba allí.

-Si, se encuentra aquí, pero no quiere hablar contigo -me dijo su madre-. No vuelvas a llamar.

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La línea se cortó.Dos días después el celebre William Humboldt me telefoneo a la agencia de valores

donde trabajo. Cuando se hubo cerciorado de que estaba hablando realmente con Steven Davis, empezó a llamarme Steve. Puede que resulte difícil de creer, pero eso es exactamente lo que sucedió. Humboldt hablaba con una voz suave, queda y cálida que me hizo pensar en un gato que ronronea sobre un cojín de seda.

Cuando le pregunte por Diane, Humboldt dijo que estaba «todo lo bien que cabría esperar», y cuando le pregunte si podía hablar con ella, me dijo que en su opinión seria «contraproducente para ella en este momento». A continuación, y por increíble que parezca, me preguntó con un tono grotescamente solícito qué tal estaba yo.

-Estoy como una rosa- respondí. Estaba sentado detrás de mi escritorio con la cabeza gacha y la frente apoyada en la mano izquierda. Tenía los ojos cerrados para no tener que mirar la brillante pantalla gris de mi ordenador. Había estado llorando mucho y me notaba los ojos como llenos de arena-. Señor Humboldt... supongo que le llamaran señor y no doctor...

-Yo utilizo «señor», aunque tengo títulos...-Señor Humboldt, si Diane no quiere volver a casa y no quiere hablar conmigo, ¿que es

lo que quiere? ¿Por que me ha llamado usted?-Diane desea tener acceso a la caja de seguridad -dijo con su ronroneante vocecilla-. A

la caja de seguridad que tienen ustedes en común.De repente comprendí por que había encontrado el dormitorio con aquel aspecto de

desorden y note que el enojo empezaba a apoderarse de mi. Diane no estaba interesada en mi pequeña colección de dólares de plata de antes de la Segunda Guerra Mundial ni en el anillo de ónix para el meñique que me había comprado con motivo de nuestro primer aniversario (solo habíamos tenido dos en total), sino en el collar de diamantes que le había regalado y en los treinta mil dólares en valores negociables que había en la caja de seguridad. Entonces caí en la cuenta de que la llave se encontraba en la pequeña cabaña de verano que teníamos en el Adirondacks. No la había dejado allí a propósito, sino por descuido. Se había quedado encima del escritorio, en medio del polvo y las cagarrutas de ratón.

Sentí dolor en la mano izquierda. Baje la mirada, vi que tenía el puño fuertemente cerrado y extendí los dedos. Las unas me habían hecho marcas en la palma de la mano.

-¿Steve? -ronroneo Humboldt-. ¿Steve, sigue ahí?-Si-dije-. Señor Humboldt, tengo que decirle dos cosas. c Esta preparado ?-Por supuesto -dijo con su vocecilla ronroneante. Por un instante me vino a la cabeza

una imagen estrambótica: William Humboldt cruzando el desierto en una Harley-Davidson rodeado de una banda de ángeles del infierno. En la parte de atrás de su chaqueta de cuero se leía: «Nacido para consolar.»

Volví a sentir dolor en la mano izquierda. Se había cerrado de nuevo por si sola, como si fuera una almeja. Esta vez cuando la abrí, dos de las cuatro marcas estaban sangrando un poco.

-En primer lugar -dije-, la caja va a permanecer cerrada hasta que un juez ordene que se abra en presencia de mi abogado y el de Diane. Mientras tanto, nadie va a desvalijarla, se lo prometo. Ni ella ni yo. -Hice una pausa-. Ni usted.

-Creo que esta actitud hostil es contraproducente -señaló-. Y si se para a pensar en las ultimas afirmaciones que ha hecho, comprenderá por que su esposa esta destrozada emocionalmente, de manera que...

-En segundo lugar-dije, haciéndole caso omiso (algo que a las personas hostiles se nos da muy bien)-, el hecho de que me llame por mi nombre de pila me parece una muestra de paternalismo e insensibilidad. Si lo vuelve a hacer por teléfono, le cuelgo. Si lo hace en mi presencia, se enterara de lo hostil que puede llegar a ser mi actitud...

-Steve... Señor Davis... No me parece que...Colgué. Era la primera cosa que hacia que me proporcionaba alguna satisfacción desde

que había encontrado la nota sobre la mesa del comedor con las tres llaves del piso encima para sujetarla.

Aquella tarde hable con un amigo de la asesoría jurídica que me recomendó a un amigo suyo que se dedicaba a casos de divorcio. Yo no quería divorciarme (estaba furioso con Diane, pero seguía queriéndola y quería que volviera conmigo), pero Humboldt no me gustaba. No me gustaba la idea de Humboldt. Me ponía nervioso tanto el como su vocecilla ronroneante. Creo

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que habría preferido a un fullero sin escrúpulos que me hubiese dicho: «Danos una copia de la llave de esa caja fuerte antes de que cierren el banco, Davis, y quizá mi cliente se apiade de ti y decida dejarte algo aparte de un par de calzoncillos y tu tarjeta de donante de sangre. ¿Queda claro?»

Esto hubiera podido comprenderlo. Humboldt, en cambio, me daba mala espina.El especialista en divorcios se llamaba John Ring y escucho pacientemente mi

desgraciada historia. Me imagino que la mayor parte le resultaría conocida.-Si estuviera completamente seguro de que quiere divorciarse, estaría más tranquilo

-dije para acabar.-Puede estarlo, señor Davis -repuso Ring de inmediato-. Humboldt es un señuelo... y un

testigo potencialmente perjudicial si este asunto acaba en los tribunales. No me cabe duda de que su esposa acudió en primer lugar a un abogado, y que cuando este se entero de que la llave de la caja fuerte había desaparecido, le sugirió que hablara con Humboldt. Un abogado no podría hablar directamente con usted; seria poco ético. En cuanto diga que tiene la llave, Humboldt se quitara de en medio, amigo mío. Cuente con ello.

Todo esto me entro en su mayoría por un oído y me salió por el otro. No dejaba de pensar en lo primero que Ring me había dicho.

-¿Cree usted que Diane quiere el divorcio? -le pregunté.-Si, claro contestó. Quiere el divorcio. Por supuesto que lo quiere. Y no tiene intención

de poner punto final al matrimonio con las manos vacías.Concerté una cita con Ring para sentarnos tranquilamente y seguir hablando del asunto

al día siguiente. Regrese de la oficina a casa tan tarde como pude, di vueltas por el piso durante un rato, decidí ir al cine, pero no encontré nada que me apeteciera ver, encendí la televisión y como tampoco encontré nada que mereciera la pena seguí paseándome. En cierto momento me di cuenta de que estaba en el dormitorio, delante de una ventana abierta a catorce pisos del vacío y arrojando por ella todos mis cigarrillos, incluso el paquete de Viceroys que encontré en el fondo de mi escritorio de persiana, un paquete que probablemente llevaría ahí diez años o más, esto es, desde antes de que supiese que existía en el mundo una criatura llamada Diane Coslaw.

Aunque llevaba dos décadas fumando entre veinte y cuarenta cigarrillos al día, no recuerdo haber tomado repentinamente la decisión de dejarlo ni haber oído en mi interior ninguna voz sermoneante. Ni siquiera recuerdo haber pensado que el momento idóneo para dejar de fumar quizá no es dos días después de que tu esposa te ha abandonado. Sencillamente arroje por la ventana el cartón entero, el cartón a medio empezar y los dos o tres paquetes medio vacíos que encontré por ahí, y vi como desaparecían en la oscuridad. Luego cerré la ventana (en ningún momento pensé que tal vez hubiera sido más útil arrojar al consumidor en lugar del producto; la situación nunca llego a tales extremos), me tumbé en la cama y cerré los ojos.

Los diez días siguientes (durante los cuales sufrí los peores momentos del síndrome de abstinencia física) fueron difíciles y a menudo desagradables, pero quizá no tan malos como había esperado. Y aunque estuve en un tris de fumar docenas, mejor dicho, centenares de veces, me contuve. Hubo momentos en que pensé que iba a volverme loco si no encendía un cigarrillo y cuando en la calle me cruzaba con alguien que iba fumando, me entraban ganas de gritarle: «¡Dame eso, cabrón! ¡Es mío!» Pero no lo hice.

Los peores momentos fueron a altas horas de la noche. Creo (aunque no estoy seguro, ya que conservo un recuerdo muy borroso de todos los razonamientos que hice en torno a la época en que me dejo Diane) que tenía la impresión de que iba a dormir mejor si no fumaba, pero no fue así. Había noches en que estaba despierto hasta las tres de la madrugada con las manos entrelazadas bajo la almohada, la mirada clavada en el techo y la atención puesta en las sirenas y el rumor de los camiones que se dirigían al centro. En aquellas ocasiones pensaba en la tienda coreana que abría las veinticuatro horas del día y quedaba prácticamente enfrente de mi casa. Pensaba en la luz fluorescente blanca que tenían dentro, la cual era tan brillante que parecía casi una experiencia de aproximación a la muerte de KublerRoss y se derramaba sobre la acera por entre las cajas que, una hora después, los dos jóvenes coreanos con los gorros de papel blanco empezarían a llenar de fruta.

Pensaba en el anciano que había detrás del mostrador, que también era coreano y también llevaba un gorro de papel, y en los formidables anaqueles de cigarrillos que tenía tras

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de si, tan grandes como las tablas de piedra con que Charlton Heston bajo del monte Sinai en Los Diez Mandamientos. Pensaba en levantarme, vestirme, ir a la tienda, comprar un paquete de cigarrillos (o quizá nueve o diez) y sentarme al lado de la ventana a fumar un Marlboro tras otro mientras el cielo clareaba por el este. Nunca lo hice, pero muchas madrugadas me quede dormido contando marcas de cigarrillos en lugar de ovejas: Winston, Winston 100, Virginia Slims, Doral, Merit, Merit 100, Camel, Camel Filters, Camel Lights...

Al cabo de un tiempo (precisamente cuando empecé a ver los últimos tres o cuatro meses de nuestro matrimonio con mayor claridad) comprendí que mi decisión de dejar de fumar en esas circunstancias quizá no hubiera sido tan descabellada como me lo había parecido, ni mucho menos tan equivocada. No soy un hombre especialmente inteligente, ni valiente, pero puede que la decisión fuera ambas cosas. Sin duda es posible; a veces nos superamos a nosotros mismos. En cualquier caso, la decisión facilito a mi mente algo concreto en lo que concentrarse durante los días que sucedieron a la partida de Diane y proporciono a mi desdicha un vocabulario que de otra manera no habría tenido. No se si me explico con claridad; probablemente no, pero no se me ocurre otra manera de describirlo.

¿Que si he hecho conjeturas sobre la posibilidad de que el dejar de fumar cuando lo hice determinara lo que ocurrió en el restaurante Gotham aquel día? Claro que si... Pero no es algo que me haya quitado el sueno. Al fin y al cabo nadie puede prever las consecuencias últimas de sus acciones y son pocos los que se atreven a intentarlo. La mayoría hacemos lo que sea preciso para prolongar un momento de placer o evitar el dolor durante un rato, pero incluso cuando actuamos por las razones más nobles, el ultimo eslabón de la cadena acaba con frecuencia manchado con la sangre de alguna persona.

Humboldt volvió a llamarme dos semanas después de que bombardeara la calle 83 Oeste con mis cigarrillos, y esta vez opto por «señor Davis» como forma de tratamiento. Se intereso por mí y yo le respondí que me encontraba bien. Una vez hubo cumplido el trámite que suponía aquel rasgo de cortesía, me dijo que me llamaba en nombre de Diane. Ella quería reunirse conmigo para hablar de «ciertos aspectos» del matrimonio. Imagine que con «ciertos aspectos» se refería a la llave de la caja de seguridad (amen de otros temas económicos que Diane podría querer investigar antes de poner a su abogado en escena), pero lo que mi cabeza sabia y lo que mi cuerpo estaba haciendo eran cosas totalmente diferentes. Note que me ruborizaba y se me aceleraba el corazón; y también note unas pulsaciones en la muñeca de la mano con que sostenía el auricular. Hay que tener en cuenta que no había visto a Diane desde la mañana en que se había ido de casa. De hecho ni siquiera entonces la había visto, ya que ella había dormido con la cara hundida en la almohada.

Pese a todo conservaba suficientes elementos de Juicio para preguntarle a Humboldt a que aspectos se refería. El terapeuta me soltó una lacónica risita al oído y dijo que prefería esperar a la reunión para responderme.

-¿Está seguro de que es una buena idea? -le pregunté, aunque en realidad no quería preguntarle nada, sino simplemente ganar tiempo. Yo sabia que no era una buena idea. Y también sabía que iba a acudir. Quería volver a ver a Diane. Tenía que hacerlo.

-Oh, si, creo que si- respondió el terapeuta sin vacilar. Cualquier duda sobre si Humboldt y Diane habían preparado todo aquello entre los dos (con toda probabilidad-siguiendo el consejo de un abogado) se desvaneció en mi cabeza- Siempre es mejor dejar que pase un poco de tiempo antes de que se reúnan los interesados, para que se serenen los ánimos, aunque a mi modo de ver una reunión cara a cara en este momento facilitaría...

-A ver si me aclaro -dije-. ¿Se refiere usted a...?-A un almuerzo concretó él. ¿Pasado mañana le parece bien? ¿Puede hacer un hueco

en su agenda? -Claro que si, me dio a entender el tono de su voz. Aunque solo sea para verla... aunque solo sea para notar el roce de su mano por leve que sea, ¿verdad que si, Steve?

-El jueves no tengo ningún compromiso para la hora del almuerzo. ¿Debo acudir yo también acompañado por mi terapeuta?

Volví a oír la risita lacónica, que tembló en mi oído como si fuera algo recién salido de un molde para gelatina.

-¿Tiene usted uno, señor Davis?-Pues no, no tengo terapeuta. (Ha pensado ya en algún lugar? -Por un momento me

pregunte quien pagaría el almuerzo y luego no pude evitar sonreír ante mi ingenuidad. Metí la

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mano en el bolsillo en busca de un cigarrillo y lo que conseguí fue clavarme la punta de un palillo bajo la uña del pulgar. Me estremecí, saque el palillo, mire la punta para ver si tenía sangre y, al ver que no era así, me lo metí en la boca.

Humboldt había dicho algo, pero no le había escuchado. Ver el palillo me había vuelto a recordar que estaba flotando sin cigarrillos a merced de las olas del mundo.

-¿Como dice?-Le he preguntado si conoce el restaurante Gotham, en la calle Cincuenta y tres -dijo el

terapeuta con leve tono de impaciencia-. Entre Madison y Park.-No, pero podré encontrarlo.-¿A mediodía?Pensé en decirle que le dijera a Diane que llevara un vestido verde de las motitas

negras y la larga abertura lateral, pero decidí que probablemente seria contraproducente.-A mediodía-respondí.Dijimos lo que se suele decir cuando uno acaba la conversación con una persona que

no le cae simpática pero con la que no tiene más remedio que tratar. Cuando colgué, me sitúe de nuevo delante del ordenador y me pregunté como iba a ser capaz de reunirme con Diane sin fumarme al menos un cigarrillo antes.

No fue fácil la conversación con John Ring. No lo fue en absoluto.-Están tendiéndote una trampa -me dijo-. Los dos. El abogado de Diane estará presente

por control remoto y yo no apareceré por ninguna parte. Este asunto me huele mal.Quizá, pero ella nunca te ha metido la lengua en la boca al notar que estas a punto de

correrte, pensé. Sin embargo, como esa no era la clase de comentario que se le hace a un abogado al que acabas de contratar, me limite a decirle que quería verla de nuevo y comprobar si había alguna posibilidad de solucionar el asunto.

John Ring suspiro.-No seas gilipollas. Le ves a el en el restaurante, ves a ella, te sientas a la mesa con

ellos, bebes un poco de vino, ella cruza las piernas, tu miras, dices un par cosas agradables, ella vuelve a cruzar las piernas, miras otra vez y al final acabaran convenciéndote que les entregues la llave de seguridad...

-No me convencerán.-... y la próxima vez que los veas será en el Juzgado y todos los comentarios

perjudiciales que hagas mientras le mires las piernas y pienses lo estupendo que era que te rodeara con ellas aparecerán en acta. Es muy posible que hagas ese tipo de comentarios, porque irán armados con todas las preguntas adecuadas Comprendo que quieras verla; no soy insensible a este tipo de situaciones, pero esta no es la manera de hacer las cosas. Es cierto que tú no eres Donald Trump y ella no es Ivana, pero no hay que olvidar que para este tipo de casos no existen los seguros a todo riesgo. Humboldt lo sabe, y Diane también.

-Nadie ha iniciado acciones judiciales, y si Diane solo quiere hablar...-No seas tonto -dijo Ring-. A estas alturas de la fiesta nadie quiere hablar. La gente

quiere follar o irse a casa. El divorcio ya se ha consumado, Steven. Esta reunión es una partida de pesca, así de sencillo. Tienes todo que perder y nada que ganar. Es una estupidez.

-Me da igual...-Te las has arreglado muy bien, sobre todo en los últimos cinco años...-Lo se, pero...-... y durante tres de esos cinco años -Ring no me hizo caso y puso la voz con la que

solía hablar en la sala del tribunal tal como hubiera podido ponerse un abrigo- Diane Davis no fue ni tu esposa, ni tu pareja de hecho, ni mucho menos tu media naranja. Fue simplemente Diane Coslaw de Pound Ridge, y no puede decirse que arrojara pétalos de rosa a tu paso o tocara la corneta para anunciar tu llegada.

-Cierto, pero quiero verla -insistí. Pero no añadí lo que estaba pensando, ya que le hubiera sacado de sus casillas: quería ver si Diane llevaba su vestido verde con motas negras, porque ella sabía que era mi favorito.

Ring volvió a suspirar.-Como sigamos discutiendo, en lugar de comer voy a acabar bebiéndome una botella

de whisky.-Vete a comer de una vez. Menú dietético y requesón...

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-De acuerdo, pero antes voy a intentar por última vez hacerte entrar en razón. Una reunión como ésa es algo parecido a una justa. Ellos parecerán ataviados con una armadura completa y tu no llevaras más que tú sonrisa. Ni siquiera tendrás un suspensorio para sujetarte los huevos. Y es probable que sea precisamente esa la parte de tu anatomía que ataquen en primer lugar.

-Quiero verla-dije-. Quiero ver como esta. Lo siento.Ring soltó una risilla cínica.-No voy a disuadirte, ¿verdad?-No.-De acuerdo, entonces quiero que sigas ciertas instrucciones. Si me entero de que no lo

has hecho y de que por tu culpa el asunto se ha ido al garete, cabe la posibilidad de que decida dejar el caso. ¿Estas escuchándome?

-Si.-Bien. No le grites, Steven. Es posible que te busquen las cosquillas, pero tu no hagas

caso, ¿de acuerdo?-De acuerdo. -No iba a gritarle. Pensaba que si había conseguido dejar de fumar dos

días después de que me dejara y no había recaído, podría conseguir estar cien minutos en su compañía y aguantar un almuerzo de tres platos sin llamarla zorra.

-Punto numero dos: tampoco le grites a el.-De acuerdo.-No basta con «de acuerdo». Se que el no te cae bien y que tu tampoco le caes bien a

el.-Pero si ni siquiera me conoce personalmente. Es un... es un terapeuta. (Como puede

tener una opinión formada sobre mi?-No seas tonto -me advirtió Ring-. Le pagan para que se forme una opinión. Si ella le

dice que le pusiste boca abajo y la violaste con una mazorca de maíz, el no le va a responder «demuéstralo», sino «pobrecilla, ¿cuantas veces te lo hizo?». Así que si dices «de acuerdo», dilo en serio.

-De acuerdo en serio.-Eso está mejor. -Pero el no lo dijo en serio, sino como una persona que quiere irse a

comer y olvidarse de la conversación que esta teniendo.-Evita los temas espinosos -prosiguió-. No hables de asuntos como el acuerdo

económico, ni siquiera con tono amable, con frases como «¿qué te parece si te propongo... ?». Cíñete a los temas sentimentales. Si se cabrean y te preguntan por que accediste a comer con ellos si no ibas a hablar de los aspectos prácticos del asunto, diles lo que me has dicho a mi, que querías ver de nuevo a tu esposa.

-De acuerdo.-¿Podrás soportarlo si llegados a ese punto se marchan?-Si. -No sabia si podría soportarlo, pero pensaba que si y tenía la certeza de que Ring

quería poner punto final a la conversación.-Como abogado, como tu abogado, he de decirte que lo que vas a hacer es un error. Si

tiene repercusión el día del juicio, pediré que se suspenda la sesión para salir al pasillo y decirte que ya te lo había advertido. Bien, (has entendido lo que te he dicho?

-Si. Que te aproveche tu menú dietético.-Al cuerno con el menú dietético -repuso Ring-. Si ya no puedo beberme un whisky

doble con hielo para comer, al menos puedo comerme una hamburguesa doble con queso en Brew'n Burger.

-Poco hecha -dije.-Exacto, poco hecha.-Como la comen los americanos de pura cepa.-Espero que te deje plantado, Steven.-Ya lo se.Colgó y fue a pedir su sustituto del alcoholLa siguiente vez que lo vi, al cabo de unos días, hubo un asunto del que nos fue

imposible hablar, aunque lo habríamos hecho de habernos conocido mutuamente mejor. Yo lo note en su mirada y supongo que el también en la mía: la certeza de que si Humboldt hubiera

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sido abogado en lugar de terapeuta, el, John Ring, hubiera acudido al almuerzo, en cuyo caso habría podido acabar tan muerto como William Humhalrlt

Fui andando de la oficina al restaurante Gotham. Salí a las once y cuarto y llegue al establecimiento a las doce menos cuarto. Llegue pronto, porque quería cerciorarme de que el lugar estaba donde Humboldt había dicho que estaba. Así soy yo, más o menos como he sido siempre. Diane lo llamaba «mi vena obsesiva» cuando nos casamos, pero creo que al final ya sabia de que se trataba realmente. Me cuesta fiarme de la gente, eso es todo. Soy consciente de que se trata de un rasgo de lo más puñetero y además se que a ella le sacaba de sus casillas. Sin embargo, al parecer ella nunca llego a darse cuenta de que a mi tampoco me gustaba precisamente. Pero hay cosas que son muy difíciles de cambiar y hay otras que uno nunca llega a cambiar, por mucho que lo intente.

El restaurante se encontraba justo donde Humboldt había dicho y su ubicación estaba indicada con un toldo verde en el que se leían las palabras RESTAURANTE GOTHAM. En el cristal del ventanal habían pintado la silueta de la ciudad en color blanco. Parecía el típico lugar de moda de Nueva York. También parecía un lugar bastante normal, uno más de los ochocientos restaurantes caros que hay aglomerados alrededor del centro de la ciudad.

Una vez hube localizado el lugar de encuentro y me hube quedado un momento tranquilo (al menos en cuanto a esto, ya que tenía los nervios crispados por el hecho de volver a ver a Diane y me mona por fumar un cigarrillo), eche a andar por Madison y estuve curioseando en una tienda de artículos de viaje durante un cuarto de hora. Con mirar el escaparate no bastaba. Si Diane y Humboldt venían del norte, cabía la posibilidad de que me vieran. Era fácil que, incluso sin necesidad de verme la cara, Diane me reconociera solo por la forma de mis hombros y el corte de mi abrigo. Y yo no quería que esto sucediera. No quería que supieran que había llegado pronto; pensaba que podía parecer una persona necesitada o incluso digna de compasión. Por tanto entre en la tienda.

Compré un paraguas que no me hacia falta y salí de la tienda a las doce en punto según mi reloj, sabiendo que pasaría por la puerta del restaurante Gotham a las 12.05. Mi padre tenía una máxima: si te es necesario acudir a un sitio, conviene que llegues cinco minutos antes y, en cambio, si le es necesario a la otra persona que acudas, conviene que llegues cinco minutos tarde. Aunque yo había llegado al extremo de no saber ni que era necesario ni para quien ni por que ni cuando, me pareció prudente seguir la máxima de mi padre. Si hubiera quedado a solas con Diane, creo que habría acudido a la cita con puntualidad. Pero esto es mentira probablemente. Supongo que si hubiera quedado a solas con Diane, habría entrado en el restaurante a las doce menos cuarto, nada más llegar, y la hubiera esperado.

Permanecí bajo el toldo durante un momento, mirando el interior del restaurante. El establecimiento era luminoso, lo cual me pareció un tanto a su favor. Siento una profunda aversión por los restaurantes oscuros, donde no se puede ver que estas comiendo o bebiendo. Las paredes eran blancas y estaban decoradas con cuadros impresionistas de intensos colores. No se distinguía que representaban, pero daba igual; con sus colores primarios y sus generosas y exuberantes pinceladas, producían un efecto de cafeína visual. Busque a Diane y vi a una mujer que podía ser ella sentada cerca de una pared en medio del comedor. No era fácil saber si se trataba de Diane, porque estaba de espaldas y yo carezco de la habilidad que tiene ella para reconocer gente en circunstancias difíciles. El hombre corpulento y calvo con el que estaba sentada tenía en cambio toda la pinta de ser Humboldt. Respire hondo, abrí la puerta del restaurante y entré.

El síndrome de abstinencia del tabaco se divide en dos fases, y yo estoy convencido de que la causa de la mayoría de casos de reincidencia es la segunda. El síndrome de abstinencia física dura entre diez días y dos semanas, tras lo cual los síntomas (sudores, dolores de cabeza, contracciones musculares, palpitaciones en los ojos, insomnio e irritabilidad) desaparecen. A continuación se produce un periodo mucho más largo de abstinencia mental. Los síntomas que pueden darse en este síndrome son depresión leve o moderada, melancolía, cierto grado de anhedonia (es decir, perdida de la sensación de placer), falta de memoria e incluso una especie de dislexia transitoria. Se todo esto porque lo he leído. Tras lo sucedido en el restaurante Gotham, me pareció muy importante hacerlo. Supongo que cabria decir que mi interés en el tema se encontraba en algún lugar situado entre el País de las Aficiones y el Reino de la Obsesión.

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El síntoma más común de la segunda fase es una leve sensación de irrealidad. La nicotina mejora la transferencia sináptica y aumenta la capacidad de concentración, es decir, ensancha la autopista informativa del cerebro. No se trata de un estimulo considerable y no es imprescindible para pensar correctamente (aunque la mayoría de los adictos a la nicotina no lo creen así), pero cuando te falta, tienes la impresión (una impresión generalizada, en mi caso) de que el mundo se ha revestido de una apariencia nebulosa. Hubo muchas ocasiones en que me pareció que las personas, los coches y los pequeños adornos de las aceras pasaban ante mis ojos proyectados sobre una pantalla en movimiento, como controlados por tramoyistas que hacían girar manivelas y cilindros enormes. Era una sensación que guardaba cierto parecido con la que se tiene cuando se esta levemente colocado, ya que iba acompañada por un sentimiento de impotencia v agotamiento moral, un sentimiento que le hacia a uno pensar que las cosas tenían sencillamente que continuar, para bien o para mal, tal como lo habían hecho hasta entonces, puesto que estaba (me refiero a mi mismo) tan ocupado intentando no fumar que me resultaba imposible concentrarme en otra cosa.

No estoy seguro de que relación guarda todo esto con lo que sucedió a continuación, pero se que tiene alguna, ya que, casi en cuanto vi al maître, tuve la certeza de que le sucedía algo, y en cuanto se dirigió a mi, lo comprendí.

Tendría unos cuarenta y cinco años, era alto y delgado (al menos con el esmoquin; con ropa de calle habría parecido flaco), llevaba bigote y sostenía un menú forrado en cuero. Es decir, parecía uno de los miles de maîtres que hay en los miles de restaurantes elegantes de Nueva York, si pasamos por alto la pajarita, que llevaba torcida, y algo que tenía en la camisa, una mancha justo encima del botón de la chaqueta; parecía salsa o una gota de mermelada oscura. Además tenía varios mechones en la parte de atrás de la cabeza que se le levantaban provocadoramente, lo cual me hizo pensar en Alfalfa, el personaje de los antiguos cortos de los Little Rascals. Por este motivo estuve a punto de echarme a reír (conviene recordar que estaba muy nervioso) tuve que morderme los labios para controlarme.

-¿Si, señor? -me pregunto cuando me acerque a la caja.Su pronunciación fue algo así como: «Sii, señoor. Todos los maîtres de Nueva York

hablan con acento pero nunca con uno que se pueda identificar claramente. Una chica con la que salí a mediados de los ochenta y que tenía sentido del humor (junto con una drogadicción considerable, por desgracia) me dijo que todos los maîtres habían nacido en la misma isla, razón por la cual todos hablaban el mismo idioma. «¿Y que idioma es ese?», le pregunte. «El pretencioso», respondió, y yo me desternille de risa.

Este recuerdo me vino a la cabeza cuando alce la vista para fijarme en la mujer que había visto antes de entrar (ahora estaba prácticamente seguro de que se trataba de Diane) y tuve que morderme de nuevo el interior de los labios. Como consecuencia, el nombre de Humtraboldt salió como si fuera un estornudo que no se consigue contener del todo.

El maître frunció su alto y pálido entrecejo y clavo sus ojos en los míos. Al acercarme a la caja, había pensado que los tenía castaños, pero ahora me parecían negros.

-¿Perdón, señor? -me preguntó.Pero a mi me sonó como si hubiera dicho «¿Perdoon, señoor?» y como si hubiera

querido decir «Vete a joder a otro, cabrón». Sus largos dedos, tan pálidos como su ceño (parecían de pianista de concierto) tamborilearon sobre la tapa del menú y la borla que colgaba de el como si fuera una señal de libro se balanceo de un lado a otro.

-Humboldt -dije-. Una mesa para tres. -En aquel momento me di cuenta de que no podía apartar la mirada de su pajarita, que estaba tan torcida que la parte izquierda casi le rozaba la barbilla, y del lamparón que lucia en la blanquísima camisa de su esmoquin. Ahora que estaba más cerca de el, ya no me parecía salsa o mermelada, sino sangre medio seca.

El maître estaba consultando el libro de reservas y mientras tanto sus mechones rebeldes se meneaban sobre el resto de su pelo, el cual llevaba bien peinado. Pude ver su cuero cabelludo por los surcos que el peine había dejado y unas motas de caspa sobre los hombros de su esmoquin, y pensé que un buen jefe de comedor podría llegar a despedir a un subordinado tan descuidado.

-Ah, si, monsieur. -«Ah, sii, mesiee.» Había encontrado mi nombre-. Su mesa es... -Había empezado a alzar la mirada. Entonces se callo bruscamente y bajo la vista al suelo con una mirada aun más penetrante si cabe-. No puede entrar aquí con ese perro -dijo ásperamente-. ¿Cuántas veces le he dicho que no puede entrar aquí con ese perro?

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No llegó a gritar, pero levanto la voz lo suficiente para que varios comensales que se encontraban cerca de su caja-púlpito se volvieran hacia nosotros con curiosidad.

Yo también me volví. El maître había sido tan categórico que esperaba ver el perro de alguien, pero detrás de mi no había nadie y mucho menos un perro. Entonces se me ocurrió, no se por que, que se refería a mi paraguas, que se me había olvidado dejar en el guardarropa. Quizá en la isla de los maîtres «perro» significaba paraguas, sobre todo cuando lo llevaba un cliente un día en que no era probable que lloviera.

Volví a mirar al maître y vi que ya estaba alejándose de la caja con el menú en la mano. Debió de notar que no lo seguía, ya que miro por encima del hombro con las cejas levemente enarcadas. Lo único que reflejaba su rostro era una educada pregunta: «¿Viene, mesiee?», de modo que fuí. No tuve tiempo para pararme a pensar que le sucedía al maître de aquel restaurante, en el que nunca había entrado antes y probablemente nunca volvería a entrar. Tenía que ocuparme de Diane, de Humboldt y del tabaco, de modo que el maître tendría que resolver sus problemas por si solo, perro incluido.

Diane se volvió, y en el primer momento solo vi en su cara y en su mirada una especie de amabilidad glacial. Luego, justo debajo de esta, vi enojo... o al menos creí verlo. Aunque habíamos discutido muchas veces en los últimos tres o cuatro meses de convivencia no recordaba haber percibido la clase de enojo disimulado que veía ahora en su cara, enojo que el maquillaje, el nuevo vestido (azul, sin motas y sin abertura en el lateral) y el nuevo peinado tenían el fin de ocultar. El hombre corpulento que la acompañaba estaba diciendo algo, pero ella le toco el brazo. Cuando el se volvió hacia mí y comenzó a ponerse en pie, vi algo más en la cara de Diane: aparte de estar enfadada conmigo, estaba asustada de mí. Aunque ella no había dicho ni una sola palabra, yo ya estaba furioso. La expresión de sus ojos era una negativa rotunda, tan rotunda que parecía como si entre ellos hubiese colgado un cartel de: CERRADO HASTA NUEVO AVISO. Pensé que me merecía algo mejor. Claro que esto podría ser una manera de decir que soy humano.

-Monsieur-dijo el maître, sacando la silla que había a la izquierda de Diane.Apenas lo oí. Cualquier idea relacionada con su excéntrico comportamiento y su torcida

pajarita había desaparecido de mi mente, por supuesto, y creo que incluso el tema del tabaco había abandonado durante un breve momento mi cabeza por primera vez desde que dejara de fumar. Solo podía prestar atención a la esmerada expresión de serenidad de Diane y maravillarme de que pudiera estar enfadado con ella y al mismo tiempo la deseara hasta el extremo de que me resultara doloroso mirarla. No se si será cierto que la ausencia fomenta la indulgencia, pero no cabe duda de que nos hace ver las cosas con otros ojos.

Tampoco tuve tiempo para pararme a pensar Si realmente había visto todo lo que había creído ver en su cara. ¿Enojo? Es posible e incluso probable. Si no hubiera estado enfadada conmigo, no me habría dejado, pensé. Pero ¿asustada? ¿Por que demonios había de estar asustada de mi? Jamás le había puesto un dedo encima. Si, supongo que le había levantado la voz durante algunas de nuestras discusiones, pero ella también lo había hecho.

-Que disfrute de su comida, monsieur-me dijo el maître desde otro mundo, el mundo en que los camareros suelen quedarse a nuestro lado con el único fin de acercar su cabeza a la nuestra cuando nosotros les llamamos, sea porque necesitamos algo o para quejarnos.

-Señor Davis, soy Bill Humboldt -dijo la persona que acompañaba a Diane. Extendió una mano grande y rojiza y yo se la estreche brevemente.

El resto de su persona era tan grande como su mano, y su ancha cara tenía el rubor que suele teñir la de los bebedores habituales cuando se han tomado la primera copa. Calculé que tendría cuarenta y tantos años, por lo que faltaban diez para que el blando pliegue de su barbilla se convirtiera en una papada.

-Es un placer -dije, pensando en lo que estaba diciendo tanto como en el maître y en el lamparón de su camisa. Lo único que deseaba era acabar de una vez con el trámite del saludo para poder volverme hacia la bonita rubia de tez rojiza y cremosa, labios rosa pálido y esbelta figura. La mujer a la que no hacia mucho tiempo le había gustado susurrarme al oído: «Házmelo, házmelo, házmelo...» mientras se agarraba a mi trasero como Si fuera una silla de montar con dos borrenes.

-¿Quiere beber algo? -dijo Humboldt, volviendo la cabeza en busca de un camarero como una persona acostumbrada a hacerlo. El terapeuta de Diane tenía toda la pinta de un alcohólico en ciernes. Estupendo.

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-Perrier con lima está bien...-¿Para qué? -preguntó Humboldt con una amplia sonrisa en los labios. Cogió su martini

a medio acabar y lo apuro hasta que la aceituna con palillo que había dentro cayó sobre sus labios. Dejo el vaso sobre la mesa y me miró-. Bueno, creo que será mejor que empecemos.

No le hice caso. Yo ya había empezado. Lo había hecho en el mismo momento en que Diane me había mirado.

-Hola, Diane -le dije. Estaba impresionado de que estuviera más elegante y hermosa que antes. Y también más atractiva. Era como si hubiera aprendido cosas (a pesar de que solo habían pasado dos semanas desde la separación y de que ahora vivía con Ernie y Dee Dee Coslaw en Pound Ridge) que yo nunca podría llegar a saber.

-¿Cómo estás, Steve? -preguntó.-Bien -respondí. Y añadí-: Bueno, no tanto en realidad. Te he echado de menos.La única respuesta que la dama dio a mis palabras fue un silencio vigilante, una mirada

con aquellos grandes ojos verdiazules. Desde luego no respondió a mi envite, ni dijo nada parecido a «yo también te he echado de menos».

-Y he dejado de fumar, lo cual también ha contribuido a que no este muy bien de animo-¿Lo has dejado por fin? Me alegro por ti.Sentí otro arrebato de cólera, uno realmente violento esta vez, al oír su educado tono de

desdén. Parecía creer que le mentía, aunque en realidad no le importaba. Se había quejado de mis cigarrillos todos los días durante dos años (que si iban a causarme cáncer, que si iban a causarle cáncer a ella, que ni siquiera iba a considerar la posibilidad de quedarse embarazada mientras no lo dejara) y ahora, de repente, ya no importaba, porque yo ya no importaba.

-Steve... Señor Davis -dijo Humboldt-. He pensado que podríamos empezar echando una ojeada a la lista de agravios que Diane ha elaborado durante las sesiones, sesiones exhaustivas, cabria decir, que hemos mantenido durante las ultimas dos semanas. Esto podría constituir el trampolín que nos permita abordar el principal motivo por el que estamos aquí: como organizar un periodo de separación que les permita a ambos realizarse.

Humboldt tenía un maletín a su lado en el suelo. Lo cogió soltando un gruñido y lo puso sobre la silla libre. Entonces empezó a abrirlo, pero en ese momento yo deje de prestarle atención. No estaba interesado en subirme a un trampolín para separarme de nadie, significara esto lo que significase. Me embargaba una mezcla de pánico y enojo que, en cierto modo, constituía la emoción más peculiar que había experimentado jamás.

Mire a Diane y dije:-Quiero volver a intentarlo. ¿Podemos reconciliarnos? ¿Hay alguna posibilidad de que

podamos hacerlo?La mirada de absoluto terror que se dibujo en su rostro trunco todas las esperanzas a

las que, sin saberlo, había estado aferrándome. El terror dio lugar a la cólera.-¡Es muy propio de ti salirme ahora con algo así! exclamó.-Diane...-¿Donde esta la llave de la caja de seguridad, Steven? ¿Dónde la has escondido?Humboldt puso cara de alarma. Extendió el brazo y le toco el brazo.-Diane... recuerda que habíamos acordado...-¡Lo que habíamos acordado es que si se lo permitimos, este hijo de puta lo esconderá

todo bajo una piedra y luego alegara insolvencia!-Registraste la habitación antes de irte, ¿verdad? -pregunté con voz queda-. La

revolviste como un ladrón.Al oír aquello, Diane se sonrojo, aunque no se si por vergüenza, por furia o por ambos

motivos.-Esa caja me pertenece a mi tanto como a ti. Esas cosas son tan mías como tuyas.Humboldt estaba alarmado. Varios comensales se habían vuelto para mirarnos aunque,

a decir verdad, la mayoría tenía cara de estar divirtiéndose. El ser humano es la criatura más extrañan de las que ha creado Dios, sin duda.

-Por favor, por favor... Tratemos de evitar...-¿Donde la has escondido, Steve?-No la he escondido. Yo no he escondido nada. Se me olvidó en la cabaña por

accidente, eso es todo.Ella sonrío astutamente.

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-Si, ya. Por accidente. Bien... -Yo no dije nada y la sonrisa astuta desapareció de sus labios-. Quiero que me la des -dijo, y apresuradamente rectificó- Quiero una copia.

Y la gente quiere agua con hielo en el infierno, pensé. Luego dije en voz alta:-Entonces ¿no hay nada que hacer?Ella vaciló, tal vez porque había advertido en mi voz algo que no quería oír o reconocer,

y luego dijo:-No. La próxima vez que me veas, será en compañía de mi abogado Voy a pedir el

divorcio.-¿Por que? -Lo que oí en mi voz fue una nota lastimera parecida al balido de una oveja.

No me gusto, pero no había absolutamente nada que pudiera hacer al respecto-. ¿Por que?-Dios santo... ¿Realmente esperas que piense que eres tan idiota?-Es que no puedo...Tenía las mejillas más brillantes que nunca; el rubor le había llegado casi a las sienes.-Si, probablemente esperas que me crea eso, nada menos. Muy propio... -Cogió el agua

y como le temblaba la mano salpico el mantel. Pensé en el día en que se había ido y me acorde de que se me había caído un vaso de zumo de naranja al suelo y de que, tras advertirme a mi mismo que no intentara coger los trozos de cristal hasta que las manos me hubieran dejado de temblar, había seguido adelante y me había cortado en premio a mis esfuerzos.

-Ya basta. Esto es contraproducente -dijo Humboldt. Parecía un monitor en un patio de escuela intentando parar una pelea antes de que comenzara. Sin embargo daba la impresión de que se había olvidado por completo de la lista de quejas de Diane, ya que estaba recorriendo con la mirada el fondo del comedor, buscando a nuestro camarero o a cualquier otro al que pudiera llamar la atención. Parecía menos interesado en la terapia que en la obtención de lo que los británicos llaman la segunda ronda.

-Solo quiero saber.. -balbucee.-Lo que quiera saber no tiene nada que ver con el motivo por el que estamos aquí-dijo

Humboldt, y por un momento dio la impresión de que estaba atento.-Si, así es. Por fin... -dijo Diane con voz quebradiza, apremiante-. Por fin no se trata de

lo que tu quieres ni de lo que tu necesitas.-No se que significa eso, pero estoy dispuesto a escuchar -repuse-. Si quieres que

acudamos juntos a un consejero matrimonial en lugar de hacer..., eh, terapia o como se llame lo que hace Humboldt, no me opongo.

Diane alzo las manos a la altura de los hombros con as palmas hacia fuera.-Lo que me faltaba. El Llanero Solitario se pasa a la new age -dijo, poniendo las manos

de nuevo en el regazo-. Después de todos los atardeceres que te han visto desaparecer por el horizonte a lomos de tu caballo... Dime que no es verdad.

-Ya basta -le dijo Humboldt. Apartó la mirada de su cliente y la posó en el futuro ex-marido de su cliente (no había vuelta de hoja. Ni siquiera la ligera sensación de irrealidad que comporta no fumar podía evitar a aquellas alturas que fuera consciente de aquella evidencia)-. Si cualquiera de los dos pronuncia una sola palabra más, pondré punto final a este almuerzo. -A los labios del terapeuta afloró una sonrisilla tan claramente falsa que llegué a encontrarle un encanto perverso. Y ni siquiera nos han dicho todavía cuales son los platos del día...

Esto (la primera mención a la comida desde que me había sentado a la mesa) ocurrió justo antes de que la situación se complicara. Recuerdo que en aquel momento percibí un olor a salmón procedente de una mesa cercana. En las dos semanas que llevaba sin fumar, mi olfato se había vuelto sumamente fino, lo cual no me parece una bendición, sobre todo si estamos hablando e salmón. Antes me gustaba pero ahora no puedo soportar su olor, y no digamos ya su sabor. Me huele a dolor, miedo, sangre y muerte.

-Ha sido el quien empezó-dijo Diane malhumoradamente.Has sido tu quien empezó y tu quien registro el dormitorio y se largo al no encontrar lo

que buscaba, pensé. Pero no dije nada; estaba claro que Humboldt había hablado en serio. Cogería a Diane de la mano y la sacaría del restaurante si empezábamos una rencilla de patio de colegio. Ni siquiera la perspectiva de otra copa le impediría hacerlo

-De acuerdo -dije mansamente. Y tuve que hacer un esfuerzo para poner el tono adecuado-. He empezado yo. Y ahora ¿que?

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Lo sabía perfectamente: los agravios, es decir, la lista de quejas de Diane. Y más comentarios acerca de la llave de la caja de seguridad. Probablemente la única satisfacción que iba a obtener de aquella lamentable situación era decirles que ninguno de los dos iba a ver una copia de la llave hasta que un funcionario de los tribunales me diera un documento en el que se me ordenara entregarla. No había tocado el contenido de la caja desde que Diane había decidido salir de mi vida y no tenía intención de tocarlo en el futuro inmediato... Pero ella tampoco iba a tocarlo. Que coma galletas e intente silbar, como decía mi abuela.

Humboldt saco un fajo de papeles sujetos con uno de esos clips de diseño, esos que son de diferentes colores. Entonces pensé que había acudido a la reunión muy poco preparado, y no solo porque mi abogado estuviera hincándole el diente a una hamburguesa con queso en alguna parte. Diane tenía su nuevo vestido y Humboldt su maletín de diseño y la lista de quejas de Diane sujeta con clips de colores, mientras que todo lo que yo tenía era un paraguas nuevo en un día soleado. Miré al lado de mi silla, que era donde lo había colocado, y vi que todavía tenía la etiqueta del precio colgada del puño. Me sentí como un mentecato.

El comedor olía maravillosamente, como suelen oler la mayoría de los restaurantes desde que prohibieron fumar en ellos. Olía a flores, a vino, a café recién preparado, a chocolate y pasteles. Pero lo que yo olía de manera más perceptible era el salmón. Recuerdo que pensé que olía muy bien y que probablemente pediría un poco. También pensé que si podía comer en una reunión como aquella, podría comer en cualquier parte.

-Las principales dificultades que su esposa ha expuesto (al menos hasta ahora) son insensibilidad por su parte en relación al trabajo de ella e incapacidad para mostrar confianza en los asuntos personales -dijo Humboldt-. Por lo que respecta a esto ultimo, yo diría que su resistencia a permitir a Diane que tenga acceso a la caja de seguridad que tienen los dos en común resume bastante bien el problema.

Abrí la boca para decirle que yo también tenía un problema de confianza, que consistía en que no me fiaba de Diane hasta el extremo de darle una copia de la llave. Pero cuando me disponía a hablar, fui interrumpido por el maître. No estaba solo hablando, sino chillando también. Ya he intentado indicar como era la calidad del sonido, pero lo cierto es que una larga retahíla de «is» no sirve para describirlo. Daba la impresión de que tenía el estomago lleno de vapor y un pito de tetera enganchado en la garganta.

-Ese perro... ¡Ayyy! No se las veces que te lo he dicho... ¡Ayyy! Ya no puedo dormir... ¡Ayyv! Esa zorra dice que te corte la cara... ¡Ayyy! Me has engañado... ¡Ayyy! Y ahora lo traes aquí... ¡Ayyy!

Acto seguido el silencio se apodero del comedor. Los comensales interrumpieron sus conversaciones v alzaron la vista para mirar a la figura delgada, pálida y vestida de negro que estaba cruzando la habitación a grandes pasos, con la cara hacia adelante y moviendo sus largas piernas de cigüeña como si fueran una tijera. Ahora las personas que nos rodeaban no tenían cara de estar divirtiéndose, sino de estupefacción. El maître tenía la pajarita torcida en un ángulo de noventa grados con respecto a su posición normal, de modo que ahora se parecía a las manecillas de un reloj cuando marcan las seis. Andaba con las manos a la espalda y ligeramente encorvado, lo que me hizo pensar en un dibujo de mi libro de literatura de sexto curso, una ilustración de Ichabod Crane, el desdichado maestro de Washington Irving.

Era a mí a quien miraba y a mi a quien se acercaba. Lo mire fijamente, como si estuviera casi hipnotizado (me sentía como en esos sueños en los que descubres que no has estudiado para el examen de derecho al que tenías que presentarte o que has acudido desnudo a una cena en tu honor en la Casa Blanca), y me hubiera quedado así si Humboldt no llega a moverse. Oí que su silla rechinaba y lo miré. Estaba de pie, sosteniendo un pañuelo con la mano sin mucha fuerza. Parecía sorprendido pero también furioso. De pronto comprendí dos cosas: que estaba borracho (muy borracho, la verdad) y que consideraba lo que estaba sucediendo como un desdoro para su forma de hacer las cosas. Al fin y al cabo el había elegido el restaurante y ¿que había ocurrido?: pues que el jefe de comedor se había vuelto majara.

-¡Ayyy! ¡Te vas a enterar! ¡Esta vez te vas a enterar...!-Oh, Dios santo. Se ha orinado en los pantalones -musitó una mujer de una mesa

cercana, pero se le pudo oír perfectamente en el silencio que se produjo cuando el maître tomo aire para seguir chillando.

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Entonces vi que la mujer estaba en lo cierto. El hombre tenía empapada la entrepierna del pantalón del esmoquin.

-Ya basta, idiota-exclamo Humboldt, volviéndose para plantarle cara. El maître sacó la mano izquierda de detrás de la espalda. En ella tenía el cuchillo de carnicero más grande que haya visto en toda mi vida. Debía de medir medio metro de largo y tenía la parte superior del filo un tanto acampanada, como los alfanjes de las antiguas películas de piratas.

-¡Cuidado! -le grite a Humboldt, y en una de las mesas que había junto a la pared un hombre flaco con gafas sin montura chilló, arrojando sobre el mantel los fragmentos de comida masticados que tenía en la boca.

Humboldt no parecía haber oído ni mi grito ni el chillido del hombre. Estaba mirando al maître ceñudamente y diciéndole:

-Sepa usted que no pienso volver por aquí si esta es la manera...-¡Ayyy! ¡Ayyy!-chilló el maître, y acto seguido levanto el cuchillo de carnicero y corto el

aire con el. El arma hizo una especie de silbido, como una frase susurrada. El punto lo puso el cuchillo al hundirse en la mejilla derecha de William Humboldt. La sangre broto de la herida aparatosamente, formando un violento chorro de diminutas gotas que decoraron el mantel con un dibujo graneado en forma de abanico. Vi claramente (jamás lo olvidare) que una brillante gota roja caía en mi vaso de agua y se hundía dejando tras de si un filamento rosáceo semejante a una cola extendida. Parecía un renacuajo ensangrentado.

La mejilla de Humboldt reventó, dejando al descubierto sus dientes. Cuando se llevo la mano a la goteante herida, vi algo de color blanco y rosáceo sobre el hombro de su americana gris marengo. Hasta que no acabo todo no comprendí que seguramente se trataba del lóbulo de su oreja.

-¡Esto para que te enteres! -chilló furiosamente el maître al ensangrentado terapeuta de Diane, que se había quedado parado con la mano sobre la herida. La sangre manaba entre sus dedos y se le escurría por la mano. Por lo demás se parecía extrañamente a Jack Benny cuando pone una de sus famosas caras de desconcierto-. ¡Vete a decírselo a esos repugnantes amigos que tienes en la calle! ¡Si! ¡A esos chismosos! ¡Eres un aguafiestas! ¡Ayyy...! ¡Amante de los perros!

Ahora había más gente chillando, la mayoría porque había visto la sangre, supongo. Humboldt era un hombre corpulento y estaba sangrando como un cerdo colgado de un gancho. Yo oí el goteo en el suelo como el agua que sale de una tubería rota; ahora la pechera blanca de su camisa estaba roja. La corbata, que era roja, se le había oscurecido.

-¿Steve?-dijo Diane-. ¡¿Steven?!En la mesa que había detrás de ella y ligeramente a la izquierda estaban comiendo un

hombre y una mujer. De pronto el hombre (que rondaba los treinta años y tenía el mismo atractivo que George Hamilton en sus buenos tiempos), se levanto y corrió hacia la salida del restaurante.

-¡Troy! ¡No te vayas sin mí! -chilló su pareja. Pero Troy no volvió la vista atrás. Al parecer había recordado que tenía que devolver un libro a la biblioteca o tal vez que había prometido limpiar el coche.

Si se había producido una situación de parálisis en el comedor (no podría asegurarlo, pese a que vi muchas cosas y lo recuerdo todo), esto fue lo que le puso fin. Se oyeron más chillidos, se levantaron otras personas y se volcaron varias mesas. Los vasos y las piezas de loza se hicieron añicos en el suelo. Vi a un hombre rodeando la cintura de una mujer pasar apresuradamente por detrás del maître; la mujer le atenazaba el hombro como si en lugar de una mano tuviera una zarpa. Por un momento sus ojos se cruzaron con los míos, y vi que estaban tan vacíos como los de un busto griego. Tenía el semblante pálido como un cadáver y desencajado por el terror.

Todo esto pudo ocurrir en diez segundos o quizá en veinte. Lo recuerdo como una serie de fotografías o planos de película, pero sin secuencia temporal. Para mí el tiempo dejo de existir en el momento en que Alfalfa saco su mano izquierda de detrás de la espalda y vi el cuchillo de carnicero. Durante aquel tiempo el hombre del esmoquin siguió profiriendo una confusa sarta de palabras en su idioma especial de maître, el idioma que aquella antigua novia mía había llamado pretencioso.

Algunas palabras pertenecían realmente a un idioma extranjero, otras eran inglesas pero no tenían el menor sentido, y otras eran desconcertantes y se quedaban grabadas en la

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memoria de una manera casi obsesiva. ¿Habéis leído la larga y confusa declaración que hizo Dutch Schultz en su lecho de muerte? Pues era algo parecido. De la mayor parte no puedo acordarme, pero o que recuerdo creo que no lo olvidare jamás.

Humboldt retrocedió con paso inseguro sin dejar de taparse su lacerada mejilla. Con la corva choco contra el asiento de su silla y se sentó pesadamente en ella. Parece una persona a la que acaban de decirle que tiene cáncer, pensé. Empezó a volverse hacia Diane y hacia mí. Tenía los ojos muy abiertos y mirada de espanto. Aun tuve tiempo de ver que le brotaban lágrimas antes de que el maître cogiera el cuchillo de carnicero con ambas manos y hundiera la hoja en medio de su cabeza. El ruido que hizo fue parecido al de golpear un montón de toallas con un bastón.

-¡Bota! -chilló Humboldt.Estoy completamente seguro de que la última palabra que pronuncio en este mundo fue

«bota». Luego puso sus llorosos ojos en blanco y cayo de bruces sobre su plato, derribando los vasos con una mano extendida. Mientras tanto el maître (que ahora tenía no una parte sino todo el pelo alborotado) extrajo el largo cuchillo de su cabeza haciendo palanca. De la herida salió un chorro de sangre vertical y salpico el vestido de Diane. Ella levanto de nuevo las manos a la altura de los hombros con las palmas vueltas hacia fuera, pero esta vez en señal de horror, no de irritación. Soltó un grito y a continuación se llevo las manos manchadas de sangre a la cara, tapándose los ojos. El maître no se fijo en ella. Lo que hizo fue volverse hacia mí.

-Ese perro tuyo... -dijo con tono casi familiar. No mostraba ningún interés en los gritos y las aterrorizadas personas que estaban precipitándose por detrás de el hacia la puerta. Ni siquiera parecía darse cuenta de su presencia. Tenía los ojos muy grandes y muy negros. A mi volvían a parecerme marrones, pero tenía unos círculos negros en torno a los irises-. Ese perro tuyo es insoportable. Ni siquiera todas las radios de Coney Island juntas consiguen hacer tanto ruido como el, so cabrón.

Tenía el paraguas en la mano, aunque si hay algo no consigo recordar, por mucho que lo intente, es cuando lo cogí. Creo que fue cuando Humboldt se quedo estupefacto al darse cuenta de que le habían alargado la boca unos veinte centímetros. Me acuerdo del hombre que se parecía a George Hamilton y salió a todo correr en dirección a la puerta y se que se llamaba Troy porque así le llamó su pareja, pero no recuerdo cuando Cogí el paraguas que había comprado en la tienda de artículos de viaje. Sin embargo lo tenía en la mano, y la etiqueta del precio colgaba de mi puño, y cuando el maître se inclino como para hacer una reverencia y atravesó el aire con el cuchillo dirigiéndolo hacia mi (con intención, creo, de hundirlo en mi garganta), lo levante y le golpee en la muñeca tal como pudiera azotar un maestro chapado a la antigua a un alumno revoltoso con su vara de nogal.

-¡Uf! -gruño el maître cuando su mano se doblo bruscamente hacia abajo y la hoja de acero que iba dirigida a mi garganta atravesó el empapado mantel rosa. Pero no se dio por vencido y volvió a levantar el arma. Si hubiera intentado golpearle la mano con que sostenía el cuchillo, estoy seguro de que habría fallado. Pero no fue eso lo que hice. Dirigí el golpe a su cara y le propine un mamporro sensacional (o al menos todo lo sensacional que puede ser un mamporro que se da con un paraguas) en la sien. El paraguas se abrió como la tapa de una caja de sorpresas cuando el muñeco brinca empujado por un resorte.

Pero no me hizo ninguna gracia. La armadura del paraguas me impidió ver al maître cuando este retrocedió con paso inseguro llevándose la mano al lugar donde le había golpeado. Esto no me gusto. ¿Que no me gusto he dicho? Me aterrorizo. Y eso que ya estaba bastante aterrorizado.

Cogí a Diane por la muñeca y le di un tirón para que se levantara. Ella se puso en pie sin decir palabra, dio un paso hacia mi, tropezó con sus zapatos de tacón y cayo torpemente en mis brazos. Note la presión de sus pechos y la cálida y pegajosa humedad que los cubría.

-¡Ayyy...! ¡Estas majara...! -chilló el maître, o quizá fue «macarra» lo que me llamo. Probablemente no tenga importancia, lo se, y aun así a menudo tengo la impresión de que si la tiene. A altas horas de la noche, las preguntas triviales me obsesionan tanto como las trascendentales-. ¡Jodido majara! ¡Todas estas radios...! ¡Basta ya, bobo! ¡Que se vaya a la mierda el primo Tito! ¡Y tú también puedes irte a la mierda!

El maître empezó a rodear la mesa en dirección a nosotros (la zona que quedaba a sus espaldas estaba ahora completamente vacía y tenía el mismo aspecto que un bar después de una trifulca en una película del Oeste). Mi paraguas seguía encima de la mesa y su copa que

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seguía abierta, sobresalía por el lado opuesto al nuestro. El maître lo golpeo con la cadera y el paraguas cayo delante de el. Mientras lo apartaba, ayude a Diane a ponerse en pie y tire de ella hacia el otro lado del comedor. No podíamos ir a la puerta principal, quedaba demasiado lejos, pero incluso si hubiéramos podido llegar a ella, nos la habríamos encontrado colapsada de gente aterrorizada que no dejaba de chillar. Si el maître me perseguía (o a los dos), no le costaría nada darnos alcance y trincharnos como a un par de pavos.

-¡Bichos! ¡Sois unos bichos! ¡Ayyy...! Estoy harto de tu perro, ¿me oyes? ¡Estoy harto de tu perro y de sus ladridos!

-¡Deténle! -gritó Diane-. ¡Oh, Dios mío! ¡Va a matarnos! ¡Detenle!-¡Os voy a joder vivos, abominaciones! -Ahora estaba más cerca. El paraguas no lo

había entretenido mucho tiempo, de eso no cabía duda-. ¡Os voy a joder a todos!Vi tres puertas, dos estaban la una enfrente de la otra en un entrante de la pared en el

que también había un teléfono público. Eran los aseos. Pero era inútil entrar en ellos. Incluso si hubieran sido servicios individuales con cerrojo en la puerta no nos habrían valido para nada. A un chalado como aquel no le costaría trabajo descerrajar la puerta de un retrete, y en tal caso nosotros no tendríamos escapatoria.

Arrastre a Diane hasta la tercera puerta y le empuje al interior de un mundo de limpias baldosas verdes, intensas luces fluorescentes, cromo reluciente y humeantes olores de comida. El olor dominante era el del salmón. Humboldt no había tenido oportunidad de preguntar por los platos del día; yo en cambio creía saber cual era al menos uno de ellos.

Había un camarero con una bandeja llena sobre la palma de la mano, la boca abierta y los ojos desorbitados. Parecía Gimpel el Tonto, el personaje del relato de Isaac Singer.

-Pero ¿que...? -exclamó, y le empuje a un lado. La bandeja salió volando y los platos y los vasos se hicieron añicos al chocar contra la pared.

-¡Oigan! -gritó un gordinflón que llevaba una blusa blanca y un enorme gorro de jefe de cocina. Tenía un pañuelo rojo al cuello y un cucharón en una mano del que goteaba una salsa marrón-. ¡Oigan! ¡No pueden entrar aquí de esta manera!

-Tienen que irse -dije-. Se ha vuelto loco. Esta...En ese momento se me ocurrió una forma de dar explicación sin explicar nada: apoye

una mano en el seno izquierdo de Diane, encima de la tela empapada de su vestido. Aquella fue la ultima vez que la toque en un lugar intimo, y no se si me gustó o no. Extendí la mano y le mostré al jefe de cocina la palma manchada con la sangre de Humboldt.

-Por amor de Dios... -exclamó-. Vengan a la parte de atrás.En aquel preciso instante la puerta volvió a abrirse bruscamente y el maître irrumpió en

la cocina con los ojos desencajados y el pelo como las púas de un erizo que se ha hecho un ovillo. Miro al camarero, se desentendió de el, y se abalanzo sobre mi.

Salí disparado, arrastrando a Diane y apartando de un empellón la blanda tripa del voluminoso cocinero. Pasamos por su lado y la pechera del vestido de Diane con una mancha de sangre en su blusa. En lugar de seguirnos se volvió hacia el maître y yo quise decirle que era inútil, que dirigirse a aquel poseso asesino era la peor idea del mundo y probablemente la ultima que iba a tener, pero no podía perder un segundo.

-¡Eh! -gritó el jefe de cocina-. Oye, Guy, ¿que sucede? Pronunció el nombre del maître como suelen hacerlo los franceses, con una i larga, tras lo cual ya no dijo nada más.

Se oyó un golpe sordo que me recordó al que había provocado el cuchillo al hundirse en el cráneo de Humboldt y a continuación el cocinero grito. Fue un sonido acuoso, al que siguió un chapoteo apagado que ahora aparece en mis sueños de manera obsesiva. No se que fue, ni quiero saberlo.

Tire de Diane por un estrecho pasillo flanqueado por dos cocinas que nos arrojaron olas de un calor furioso y pesado. Al fondo había una puerta con dos cerrojos. Manipule frenéticamente el cerrojo de arriba y entonces oí a Guy, el maître infernal, que había reanudado la persecución y estaba balbuceando

Yo intentaba creer que conseguiría abrir la puerta y salir antes de que el nos atacara, pero una parte de mi (la que estaba decidida a vivir) fue más sensata. Empuje a Diane contra la puerta y me puse delante de ella en actitud protectora y plante cara al maître.

Se acercaba a toda velocidad por el estrecho pasillo que formaban las cocinas esgrimiendo el cuchillo en la mano izquierda por encima de la cabeza. Como tenía la boca abierta, pude verle la dentadura, que estaba sucia y corroída. Cualquier esperanza de que el

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cocinero nos ayudara se desvaneció, va que estaba encogido de miedo junto a la puerta que conducía al comedor. Tenía los dedos metidos en la boca como un perfecto patán.

-¡Se me había olvidado que no deberías haber estado...! -chilló Guy. Parecía Yoda en La guerra de las galaxias-. ¡Tu odioso perro... ! ¡Tu ensordecedora música...! ¡Ayyy! (¿Como has podido...?

En uno de los fuegos delanteros de la cocina de la izquierda había una olla. La cogí v se la arroje encima. Tuvo que pasar una hora para que me diera cuenta de las graves quemaduras que sufrí al hacerlo: tenía la palma de la mano llena de ampollas que parecían pastas diminutas y más ampollas en los tres dedos del medio. La olla salió despedida de la cocina y se volcó en el aire, empapando a Guy de cintura para abajo con algo más de cinco litros de agua hirviendo con maíz y arroz.

Guy chilló, retrocedió a trompicones y puso una mano sobre la otra cocina, casi directamente sobre la llama que ardía bajo una sartén en la que unos champiñones empezaban a convertirse en carbón. Guy volvió a chillar (esta vez en un registro tan alto que me dañó los oídos) y se puso la palma de la mano ante los ojos como Si no pudiera creer que fuese suya.

Mire a mi derecha y vi que al lado de la puerta había un pequeño espacio reservado para productos de limpieza: en un estante había Glassex, Clorox y Mr Proper y, abajo, una escoba con un recogedor colocado encima del mango como un sombrero y una fregona dentro de un cubo con escurridor..

Cuando Guy volvió a acercarse a mi empuñando el cuchillo, Cogí la fregona y tire para mover el cubo sobre sus ruedecillas y ponerlo delante, y luego trate de darle un golpe a Guy con el. Este se inclino hacia atrás, pero no retrocedió. En sus labios habla una sonrisilla peculiar, como un tic nervioso. Parecía un perro que se ha olvidado de gruñir. Alzo el cuchillo a la altura de la cara e hizo varios movimientos enigmáticos Los fluorescentes del techo se reflejaron con un brillo trémulo y liquido sobre la hoja, en los puntos donde no había sangre. Daba la impresión de que no sentía dolor ni en la mano quemada ni en las piernas, pese al agua hirviendo que le había caído encima.

-Cabrón de mierda-masculló mientras hacia sus enigmáticos movimientos. Era como un cruzado preparándose para entrar en batalla, si cabe imaginarse un cruzado con el pantalón rebozado de arroz-. Voy a matarte como he matado a ese maldito perro ladrador tuyo.

-Yo no tengo perro -repuse-. No puedo tener un perro. Es una condición del contrato de arrendamiento.

Creo que fue lo único que le dije durante aquella pesadilla, y no estoy completamente seguro de si lo dije en voz alta. Puede que solo lo pensara. Detrás de el vi al jefe de cocina, que trataba de ponerse en pie. Tenía una mano sobre el tirador del frigorífico y la otra sobre la blusa ensangrentada, la cual mostraba un desgarrón a la altura de su hinchada tripa que parecía una sonrisa púrpura. Estaba intentando evitar que se le salieran los intestinos, pero era una batalla perdida. Una parte de ellos, brillante y amoratada, ya colgaba fuera como la cadena de un reloj de pesadilla.

Guy me hizo una finta con el cuchillo. Yo respondí lanzándole el cubo de la fregona, pero el retrocedió. Yo volví a acercármelo y me quedé quieto cogiendo el mango de madera de la fregona, listo para lanzarle el cubo de nuevo si se movía. Tenía palpitaciones en la mano y el sudor me caía por la mejilla como aceite caliente. Detrás de Guy, el cocinero se las había arreglado para ponerse en pie. Con lentitud, como un invalido durante la primera fase de rehabilitación tras una difícil operación, empezó a avanzar penosamente por el pasillo en dirección a Gimpel el Tonto. Le deseé lo mejor.

-Descorre los cerrojos -le dije a Diane.-¿Que?-Que descorras los cerrojos de la puerta.-¡No puedo moverme! -exclamó-. Estás aplastándome.Me moví hacia adelante para dejarle sitio. Guy me mostró sus dientes, hizo otra finta

con el cuchillo v luego volvió a retirarlo, esbozando su nerviosa v perruna sonrisilla. Yo volví a lanzarle el cubo de la fregona, que rodó sobre sus chirriantes ruedecillas.

-Eres un gusano maloliente -dijo. Parecía que estuvieras hablando sobre las posibilidades que tenían los Mets de ganar la próxima liga-. A ver si te atreves ahora a poner la radio tan alta, gusano. Esto supone un cambio de perspectiva, ¿eh? ¡Majara!

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Trató de asestarme una cuchillada. Yo le lance el cubo. Pero esta vez no retrocedió tanto, y me di cuenta de que estaba preparándose. Tenía la intención abalanzarse sobre mi, y pronto. Entonces note el roce de los senos de Diane, que estaba conteniendo la respiración. Le había dejado sitio, pero no se había vuelto para descorrer los cerrojos. Estaba paralizada.

-Abre la puerta -le dije torcidamente, como un presidiario-. Tira de los jodidos cerrojos, Diane.

-No puedo... -sollozó-. No puedo, no tengo fuerza en las manos. Deténle, Steven, no te quedes ahí hablando con el. Deténle.

Estaba sacándome de mis casillas, de veras.-O te vuelves y tiras de esos malditos cerrojos, Diane, o me aparto y le dejo...-¡Ayyy! -chilló Guy, y se precipito sobre nosotros lanzando cuchilladas.Le arroje el cubo de la fregona con todas mis fuerzas y le golpeé en las piernas

haciéndole perder el equilibrio. Guy soltó un alarido y me lanzo una cuchilla. hacia abajo haciendo un largo y desesperado movimiento con el brazo. Un poco más cerca y me hubiera rebanado la punta de la nariz. Luego cayó torpemente con las rodillas separadas de tal forma que la cara le quedó encima del escurridor del cubo. ¡Perfecto! Le apreté la nuca con la fregona, que cayo sobre sus hombros como si fueran la peluca de una bruja. Su cara quedo incrustada en el escurridor. Guy soltó un chillido de dolor pero el sonido quedo amortiguado por la fregona.

-¡Tira de esos cerrojos! -le grite a Diane-. ¡Tira de esos cerrojos, jodida inútil! ¡Tira...!Entonces oí un ruido sordo. Algo duro y puntiagudo me había golpeado la nalga

izquierda. Proferí un grito (más por sorpresa que por miedo, creo, aunque me dolió), perdí el equilibrio y caí sobre una rodilla. Guy sacó la cabeza, saliendo al mismo tiempo de debajo de la fregona y respirando tan ruidosamente que parecía estar ladrando. Pero esto no le freno, ya que arremetió contra mí con el cuchillo. Yo retrocedí, sintiendo el aire cuando la hoja pasó al lado de mi mejilla.

Fue al erguirme cuando me di cuenta de lo sucedido. Si, fue entonces cuando me di cuenta de lo que Diane había hecho. La mire por encima del hombro. Ella me sostuvo la mirada desafiante, con la espalda apretada contra la puerta. Una idea descabellada acudió a mi mente: Diane quería matarme. Incluso era posible que hubiera planeado todo aquel asunto. Había conocido a un maître chiflado y...

Diane abrió los ojos desmesuradamente y grito:- ¡Cuidado!Me volví justo a tiempo para ver a Guy abalanzándose sobre mi. Tenía la cara rojo

brillante excepto en los puntos donde los agujeros del escurridor le habían dejado círculos blancos. Intente pegarle en la garganta con el palo de la fregona, pero solo conseguí golpearle en el pecho. Sin embargo logre rechazar su ataque y que retrocediera un paso. Lo que ocurrió a continuación fue solo buena suerte. Se resbalo con el agua del cubo volcado y se golpeo la cabeza contra las baldosas. Sin pensarlo y vagamente consciente de que estaba gritando, cogí la sartén de los champiñones del fuego y le di en la cara con todas mis fuerzas. Se oyó un sonido amortiguado, al que siguió el espantoso (pero afortunadamente breve) silbido que produjo su piel cuando se le quemaron las mejillas y la frente. Di media vuelta, aparte a Diane a un lado y descorrí los cerrojos de la puerta. Abrí y la luz del sol me azoto como un látigo. También lo hizo el olor del aire. Que yo recuerde, jamás el olor del aire me ha parecido tan agradable como en aquella ocasión, ni siquiera de pequeño, cuando llegaba el primer día de las vacaciones de verano.

Cogí a Diane por el brazo y la saque a un estrecho callejón a cuyos lados había unos cubos de basura cerrados con candado. Al final se encontraba la calle Cincuenta y tres, por la que pasaban coches en ambas direcciones ignorantes de lo que acababa de suceder. Para mi fue una visión del paraíso. Luego eche un vistazo por la puerta de la cocina. Guy estaba tumbado boca arriba con un circulo de champiñones carbonizados alrededor de la cabeza que parecía una diadema. La sartén había caído a un lado, dejando al descubierto una cara roja e hinchada de ampollas. Guy tenía un ojo abierto, pero no parecía ver las luces fluorescentes del techo. Detrás de el la cocina estaba vacía. Había un charco de sangre en el suelo y huellas de mano hechas con sangre en la puerta de esmalte blanco del frigorífico empotrado, pero el jefe de cocina había desaparecido.

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Cerré la puerta de golpe y señalé el callejón.-Vamos -dije.Diane se quedo mirándome fijamente. Yo le di un leve empujón en el hombro izquierdo.- ¡Vamos!Ella levanto una mano como un guarda urbano, hizo un gesto de negación con la

cabeza y luego me señaló con un dedo.-No me toques.-¿Que vas a hacer? ¿Azuzar a tu terapeuta para que me ataque? Creo que esta

muerto, querida.-No me hables en tono paternalista. Que no se te ocurra. Y te lo advierto, Steven: no me

toques.La puerta de la cocina se abrió de repente. No pensé nada; simplemente me moví y la

cerré de golpe. Antes de que se cerrara, oí un grito ahogado (no se si de dolor o de enojo, ni me importa), tras lo cual me apoyé contra ella firmemente.

-¿Quieres que nos quedemos aquí y lo discutamos? -le pregunté-. A juzgar por el ruido que esta haciendo, parece que sigue bastante animado. -Guy volvió a empujar la puerta. Yo trastabille pero volví a cerrarla. Esperé a que lo intentara de nuevo, pero no lo hizo.

Diane me miro de hito en hito, con expresión de enojo e incertidumbre, y luego echo a andar con la cabeza gacha y el pelo suelto. Yo permanecí apoyado contra la puerta hasta que ella hubo recorrido las tres cuartas partes del callejón, tras lo cual me aparte y mire la puerta con cautela. Nadie salió, pero para quedarme tranquilo arrastre uno de los cubos de basura hasta la puerta y lo deje allí. Luego eche a correr en dirección a Diane.

Cuando llegue a la salida del callejón ya había desaparecido. Mire a la derecha, hacia Madison, y no la vi. Mire a la izquierda y allí estaba, cruzando lentamente la calle Cincuenta y tres en diagonal con la cabeza todavía gacha y el pelo ondeando sobre ambos lados de la cara como un par de cortinas. Nadie le hacía caso; la gente que había delante del restaurante Gotham estaba mirando por el ventanal tan asombrada como quienes se detienen delante de los tiburones del acuario de Boston a la hora de la comida. Se oían unas sirenas acercándose. Eran muchas.

Cruce la calle e hice ademán de tocarle el hombro, pero preferí llamarla por su nombre.Ella se dio media vuelta. Tenía la mirada ausente a causa del terror y la conmoción. La

parte delantera de su vestido se había convertido en un repugnante babero púrpura. Apestaba a sangre y adrenalina.

-Déjame en paz -dijo-. No quiero volver a verte.-Me has tratado a patadas ahí dentro, so puta. Y encima casi consigues que me maten.

Mejor dicho, casi consigues que nos maten a los dos. Es increíble.-Llevo catorce meses deseando tratarte a patadas dijo-. Cuando se trata de cumplir

nuestros sueños, no siempre podemos elegir el momento, ¿no te...?Le di un bofetón. No lo hice con premeditación simplemente le descargue la mano en la

mejilla. Pocas cosas en mi vida de adulto me han producido tanto placer. Me avergüenzo de ello, pero ya he llegado a tal punto en esta historia que ahora no puedo empezar a contar mentiras, ni siquiera por omisión.

Diane echo la cabeza hacia atrás. Abrió los ojos desmesuradamente y puso gesto de sorpresa y dolor, con lo cual la expresión ausente que le había causado la conmoción desapareció de su mirada.

-¡Malnacido! -gritó llevándose la mano a la mejilla. Las lágrimas estaban a punto de brotarle-. ¡Oh! ¡Eres un Jodido malnacido...!

-Te he salvado la vida-dije-. ¿No te das cuenta? ¿No consigues comprenderlo? Te he salvado la vida joder.

-Eres un hijo de puta -musitó-. Un hijo de puta controlador, puntilloso, de miras estrechas, engreído y satisfecho de si mismo. ¡Te odio!

-Basta ya de idioteces. Si no fuera por este hijo de puta engreído y de miras estrechas ahora estarías muerta.

-Si no fuera por ti, ni siquiera habría venido aquí -dijo cuando los primeros coches de policía anunciaron su llegada con un quejido de sirenas y se detuvieron delante del restaurante Gotham. Los agentes de policía salieron de ellos como salen los payasos a hacer un número circense-. Si vuelves a tocarme te arranco los ojos, Steve -me advirtió-. No te acerques a mí.

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Tuve que meterme las manos en los sobacos. Querían matarla. Querían rodear su cuello y matarla.

Dió siete u ocho pasos y luego se volvió hacia mi sonriendo. Era una sonrisa terrible, más espantosa que cualquier expresión que hubiera visto en la cara de Guy, el camarero endemoniado.

-He tenido amantes -dijo con su terrible sonrisa Estaba mintiendo. La mentira se le reflejaba en todo el rostro, pero esto no disminuyo el dolor que me produjo. Ella quería que fuera cierto. También esto se reflejaba en su rostro-. Este último año he tenido tres. Tú no me lo hacías nada bien, de manera que he buscado hombres que me lo hicieran mejor.

Dio media vuelta y se alejo como si fuera una mujer de sesenta y cinco años en lugar de veintisiete. Yo me quede parado y la observe. Justo antes de que llegara a la esquina volví a gritar. Era lo único que no podía aceptar. Se me había quedado clavado en la garganta como un hueso de pollo:

-¡Te he salvado la vida! ¡Te he salvado la vida, joder!Ella se detuvo antes de doblar la esquina y se volvió. En sus labios seguía dibujada la

terrible sonrisa de antes.-No-dijo-, no me has salvado.Luego dobló la esquina. No la he vuelto a ver desde entonces, aunque supongo que lo

haré. La veré en los tribunales, como se suele decir.En la siguiente manzana vi una tienda y compre un paquete de Marlboro. Cuando

regrese a la esquina de Madison con la Cincuenta y tres, estaba cortada con esos caballetes azules que pone la policía para proteger la escena de un crimen o el recorrido de un desfile. Aun así pude ver el restaurante. Me senté en el bordillo, encendí un cigarrillo v observe los acontecimientos. En aquel momento llegaron varias ambulancias con sirenas. A quien metieron en la primera fue al jefe de cocina, que estaba inconsciente pero al parecer seguía vivo. Tras su breve aparición, sacaron sobre una camilla una bolsa para transportar cadáveres: era Humboldt. A continuación sacaron a Guy, que iba atado a una camilla y miraba de un lado a otro con los ojos desorbitados, y lo metieron en la parte trasera de una ambulancia. Tuve la impresión de que por un instante nuestras miradas se habían cruzado, pero probablemente no fue más que m imaginación.

Cuando la ambulancia de Guy se puso en marcha y pasó por un hueco que había en la valla de caballetes que habían hecho dos agentes uniformados, arroje el cigarrillo que estaba fumando a la cuneta. Si acababa de salvar el pellejo no era para empezar a matarme de nuevo con el tabaco, decidí.

Miré como se alejaba la ambulancia y traté de imaginarme al hombre que llevaba dentro viviendo allí donde viven los maîtres: Queens, Brooklyn o tal vez, incluso Rav o Mamaroneck. Trate de imaginarme el aspecto de su comedor y los cuadros que tendría colgados de la pared... No lo conseguí, pero me di cuenta de que podía imaginarme con relativa facilidad como era su dormitorio, aunque no si lo compartía con una mujer. Podía verlo tumbado en la cama, despierto pero totalmente quieto, mirando al techo a altas horas de la noche mientras la luna permanecía suspendida en el negro firmamento como el ojo entornado de un cadáver. Podía imaginármelo tumbado en la cama y escuchando los continuos y monótonos ladridos del perro del vecino, que se repetían ininterrumpidamente hasta que el sonido se convertía en un clavo de plata que horadaba el cerebro. Podía imaginármelo tumbado no muy lejos de un armario lleno de esmóquines metido en bolsas de plástico de tintorería, colgados en la oscuridad como criminales ahorcados. Me pregunte si estaría casado. De ser así, ¿habría matado a su esposa ante de ir a trabajar? Pensé en el lamparón que tenía en la camisa y llegue a la conclusión de que era una posibilidad. También pensé en el perro del vecino, el que no podía callar. Y en la familia del vecino.

Pero sobre todo pensé en Guy, tumbado sin poder pegar ojo las mismas noches que yo no había podido dormir, oyendo el perro del vecino de al lado o del piso de abajo tal como yo había oído las sirenas y el rumor de los camiones que se dirigían al centro. Pensé en el tumbado en su dormitorio con la mirada puesta en las sombras que la luna había claveteado en el techo. Pensé en aquel chillido que habría ido aumentando en su cabeza como el gas en una habitación cerrada.

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-¡Ayyy...! -dije, solo para ver como sonaba. Tire el paquete de Marlboro a la cuneta y, sin levantarme del bordillo de la acera, empecé a pisotearlo metódicamente-. Ayyy... Ayyy... Ayyy...

Uno de los policías que había junto a los caballetes me miro.-Oiga, amigo, ¿quiere dejar de incordiar? -dijo-. Aquí no estamos para bromas.-Pues claro que no están para bromas, pensé. ¿Acaso hay alguien que lo esté?Pero no dije nada. Deje de pisotear el paquete, que ya estaba bastante aplastado, y

deje de imitar el chillido. Sin embargo todavía podía oírlo en mi cabeza. ¿Y por que no iba a ser así? Tiene tanto sentido como cualquier otra cosa.

Ayyy...Ayyy...Ayyy...

(Stephen King ha escrito treinta novelas y muchos relatos. Esta considerado el maestro de la narrativa de terror contemporánea. Vive en Maine con su esposa, la novelista Tabitha King, pero viaja con frecuencia a Nueva York y va a comer al restaurante Gotham, donde no pierde de vista los cuchillos.)

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APARECIÓ CAÍN

Garrish salió del resplandeciente sol de mayo y pasó al frescor del vestíbulo. Le costó un poco enfocar la vista y en un primer momento Harry el Castor no fue más que

una voz incorpórea saliendo de las sombras.—Era una zorra, ¿verdad? –preguntó Castor—. ¿Verdad que era una zorra?—Sí —contestó Garrish—. Fue difícil.Ahora pudo fijar sus ojos en Castor. Se estaba frotando los granos de la frente y le sudaban

las orejas. Llevaba sandalias y una camiseta con el número 69 y una chapa en la parte delantera que ponía: «Bienvenido es un pervertido.» Los enormes dientes delanteros de Castor se distinguían en la oscuridad.

—Iba a dejarlo en enero —explicó Castor —. Me lo repetí una y otra vez mientras todavía tenía tiempo. Pero pasaron las recuperaciones y ya fue cuestión de volver a intentarlo o dejar el curso incompleto. Creo que he suspendido, Curt. Estoy seguro.

La gobernanta estaba en la esquina, junto a los buzones. Era una mujer muy alta que se parecía vagamente a Rodolfo Valentino. Estaba intentando ajustarse un tirante del sostén por el sobaco sudado de su traje con una mano, mientras con la otra ponía una chincheta a una hoja de salida de dormitorio.

—Muy difícil —repitió Garrish.—Quise copiar algo de ti, pero no me atreví, aquel tío tiene ojos de águila. ¿Crees que

sacaste un diez?—A lo mejor he suspendido –dijo Garrish.—¿Crees que Tú suspendiste? —exclamó el Castor —. Crees que...—Voy a ducharme, ¿vale?—Claro, Curt. ¿Fue éste tu último examen?—Sí. Lo fue.Garrish cruzó el vestíbulo, empujó la puerta y empezó a subir por la escalera. El hueco olía

a sudor rancio. Siempre la dichosa escalera. Su habitación estaba en el quinto piso.Quinn y aquel otro idiota del tercero, el de las piernas peludas, le adelantaron lanzándose

una pelotita. Un pequeño, con gafas de montura de concha y un incipiente principio de barba, le cruzó entre el cuarto y el quinto, con un libro de aritmética apretado contra su pecho como si fuera la Biblia, y desgranando un rosario de logaritmos.

Tenía los ojos tan vacíos como pizarras.Garrish se detuvo para mirarle, preguntándose si no estaría mejor muerto, pero el pequeño

ya sólo era una sombra móvil en la pared. Volvió a verle una vez más y luego desapareció del todo. Garrish llegó al quinto y anduvo hasta su habitación. Pig Pen se había marchado hacía dos días. Cuatro finales en tres días y adiós muy buenas. Pig Pen sabía arreglar sus cosas. Había dejado únicamente sus cromos en la pared, dos calcetines sucios y una parodia, en cerámica, del Pensador de Rodin sentado en la taza de un retrete.

Garrish metió la llave en la cerradura.—¡Curt! ¡Eh, Curt!Rollins, el imbécil encargado del piso, que había enviado a Jimmy Brody a ver al decano

porque había bebido, se acercaba por el corredor, haciéndole señas con la mano. Era alto, bien plantado, con el cabello cortado a cepillo, simétrico en todo. Parecía barnizado.

—¿Has terminado todo? —preguntó Rollins.—Sí.—No te olvides de barrer tu habitación y llenar la hoja de incidencias, ¿de acuerdo?—Sí.—Pasé una hoja de incidencias por debajo de tu puerta el otro día, ¿verdad?—Sí.—Si no me encuentras en mi habitación, echa la hoja por debajo de la puerta, y la llave

también.—Está bien.Rollins le cogió la mano y se la sacudió un par de veces, rápidamente. La mano de Rollins

estaba seca y rasposa. Estrecharla era como estrechar un puñado de sal.

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—Que tengas un buen verano.—Gracias.—No trabajes demasiado.—No. Úsalo, pero no abuses.—Sí y no.Rollins pareció desconcertado, pero se echó a reír y dijo:—Cuídate.Le dio una palmada en el hombro y se volvió, parándose una vez para advertir a Ron Frane

que apagara el estéreo. Garrish imaginó a Rollins muerto en una cuneta con los ojos llenos de gusanos. A Rollins no le importaría. A los gusanos tampoco. O te comías el mundo o el mundo te comía a ti, y estaba bien de ambos modos.

Garrish se quedó pensativo viendo alejarse a Rollins hasta que lo perdió de vista; luego entró en su habitación.

Con el desorden ciclónico de Pig Pen desaparecido, la habitación parecía yerma y estéril. De la montaña desordenada que había sido la cama de Pig Pen no quedaba sino el colchón... manchado. Dos portadas de Playboy le contemplaban con dos suculentos pechos bidimensionales.

No había mucha diferencia en la parte de habitación correspondiente a Garrish, que siempre estaba perfectamente ordenada al estilo militar. Si dejabas caer una moneda sobre la colcha de la cama de Garrish, rebotaba. Tanto orden había crispado los nervios de Piggy. Se había graduado en inglés y su sintaxis era perfecta. A Garrish le llamaba el encasillado. Lo único que había en la pared sobre la cama de Garrish era un enorme póster de Humphrey Bogart que había comprado en la librería de la facultad. El actor llevaba una pistola automática en cada mano y lucía tirantes. Pig Pen decía que las pistolas y los tirantes eran símbolos de impotencia. Garrish no creía que Bogart hubiera sido impotente, aunque nunca había leído nada sobre él.

Se acercó a su ropero, lo abrió y sacó el gran rifle Mágnum 352 de culata de nogal que su padre, un ministro metodista, le había comprado por Navidad. En marzo, él había comprado la mira telescópica. No debían guardarse armas en la habitación, ni siquiera escopetas de caza, pero no había sido difícil. Lo había sacado la víspera de la consigna de armas de la universidad, con una autorización para retirarlo, falsificada. Lo metió en su funda impermeable y lo escondió en el bosque, detrás del campo de fútbol. Luego, de madrugada, a eso de las tres, salió a buscarlo y lo llevó arriba por los dormidos corredores. Se sentó en la cama con el rifle sobre las rodillas y sollozó. El Pensador, sentado en su taza, le estaba mirando. Garrish dejó el arma sobre la cama, cruzó la estancia y de un manotazo lo hizo caer de la mesa al suelo, donde se hizo añicos. Llamaron a la puerta. Garrish metió el rifle debajo de la cama.

—Entre.Era Bailey, en calzoncillos. No había futuro para Bailey. Se casaría con una chica estúpida y

tendría hijos estúpidos. Después moriría de cáncer o de insuficiencia renal.—¿Cómo estuvo el final de química, Curt?—Muy bien.—Me preguntaba si podrías prestarme tus apuntes. Yo lo tengo mañana.—Lo siento, pero los quemé con todo lo que no me servía.—¡Oh, Dios mío! ¿Lo ha hecho Piggy? —Señaló los restos del Pensador.—Creo que sí.—¿Por qué lo hizo? A mí me gustaba. Iba a comprárselo.Bailey tenía facciones como de ratón. Los calzoncillos le colgaban por detrás. Garrish podía

ver cómo sería con el tiempo, cómo moriría de enfisema o de algo, metido en una tienda de oxígeno. Tendría un tono amarillento. Yo podría ayudarte, pensó Garrish.

—¿Crees que le importaría si me quedara con sus tetudas?—Supongo que no.—Bien —Bailey cruzó la habitación, eludiendo cuidadosamente con sus pies desnudos los

fragmentos de cerámica, y quitó las chinchetas de las portadas de Playboy—. Esta fotografía de Bogart es realmente asombrosa —dijo— ¡Sin tetas, pero...!

Oye –Miró a Garrish para ver si sonreía. Al ver que no lo hacía, le preguntó —: Supongo que no piensas tirarla o algo así, ¿verdad?

—No. Mira, pensaba tomar una ducha, si no te importa.

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—Bueno. Que tengas un buen verano, Curt.—Gracias.Bailey se dirigió hacia la puerta meneando el fondillo del calzoncillo. Se detuvo y preguntó:—¿Cuatro puntos este semestre, Curt?—Como mínimo.—Enhorabuena. Hasta el curso que viene.Salió y cerró la puerta. Garrish se quedó sentado en la cama por un momento, luego sacó

el rifle, lo desmontó y lo limpió. Se acercó el cañón al ojo y contempló el pequeño círculo de luz azul al otro extremo. El cañón estaba limpio. Volvió a montar el arma.

En el tercer cajón de su escritorio había tres cajas de balas Winchester. Las colocó en el alféizar de la ventana. Cerró con llave la puerta del cuarto y volvió a la ventana. Subió las persianas.

La explanada estaba salpicada de estudiantes que paseaban. Quinn y su amigo idiota estaban jugando con una pelota. Corrían de un lado a otro como hormigas huyendo de un hormiguero aplastado.

—Voy a decirte algo —dijo Garrish a Bogart—: Dios se enfureció con Caín porque éste suponía que Dios era vegetariano. Su hermano lo veía de otro modo. Dios hizo el mundo a Su imagen, y si no te comes el mundo, el mundo te come a ti. Así que Caín va y le dice a su hermano; «¿Por qué no me lo dijiste?» Y su hermano contesta: «¿Por qué no me escuchaste?» Y Caín dice: «Está bien, ahora te escucho.» Así que se carga a tu hermano y luego dice: «¡Eh, Dios! ¿Quieres carne? ¡Aquí la tienes! ¿Quieres lomo, chuletas o qué?» Y Dios le dice que se prepare... ¿No es gracioso?

Bogart no contestó.Garrish abrió la ventana y apoyó los codos en el alféizar, sin dejar que al cañón del rifle le

diera el sol. Puso el ojo en la mira. Lo tenía apuntando al dormitorio de chicas del Carlton Memorial, del otro lado de la explanada. Carlton era popularmente conocido como «la perrera».

Situó la cruz de la mira sobre una furgoneta Ford. Una rubia con tejanos y una blusa azul pálido estaba hablando son sus padres, mientras su padre, rubicundo y calvo, cargaba las maletas en el coche.

Alguien llamó a la puerta.Garrish esperó.Volvieron a llamar.—¿Curt? Te daré medio pavo por el póster de Bogart. Bailey.Garrish no contestó. La chica y su madre se reían de algo, sin saber que sus intestinos

estaban llenos de bacterias que comían y se multiplicaban. El padre se reunió con ellas y se quedaron juntos al sol, un retrato de familia en la cruz de la mira.

—¡Maldita sea! —protestó Bailey, sus pasos se oyeron pasillo abajo.Garrish apretó el gatillo.El rifle retrocedió contra su hombro, el retroceso blando y perfecto que recibes cuando has

apoyado el arma exactamente en el punto apropiado. La cabeza rubia de la muchacha sonriente se desintegró.

Su madre siguió sonriendo por un instante y luego se llevó la mano a la boca, chillando. Garrish le disparó. Mano y cabeza se desintegraron en un estallido rojo. El padre, que había estado cargando las maletas, echó a correr. Garrish le siguió y le disparó a la espalda.

Levantó la cabeza, abandonando la mira por un momento. Quinn sostenía la pelota y contemplaba los sesos de la chica rubia que habían salpicado el cartel de PROHIBIDO APARCAR que había detrás de su cuerpo tendido. Quinn no se movió. En toda la explanada la gente se había quedado petrificada, como niños jugando a las estatuas.

Alguien volvió a llamar a la puerta y sacudió el picaporte. Otra vez Bailey:—¿Curt? ¿Estás bien, Curt? Creo que alguien ha...—Muy bien, buen Dios, ¡vamos allá! —exclamó Garrish y disparó a Quinn, pero el tiro salió

desviado. Quinn echó a correr. Bien. El segundo disparo le dio en el cuello y le arrojó cinco metros adelante.

—¡Curt Garrish se está matando! –chillaba Bailey—. ¡Rollins! ¡Rollins! ¡Ven, aprisa!Sus pasos volvieron a perderse por el corredor. Ahora todos echaban a correr. Garrish oía

cómo gritaban, y el apagado rumor de los pies en la explanada. Miró a Bogart, que empuñaba

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sus dos pistolas y miraba por encima de él. Contempló los restos esparcidos del Pensador de Piggy y se preguntó qué estaría haciendo Piggy hoy; ¿durmiendo, viendo la televisión, disfrutando de un maravilloso ágape? ¡Cómete el mundo, Piggy!, pensó Garrish. ¡Hay que tragarlo de golpe!

—¡Garrish! –Ahora era Rollins el que golpeaba la puerta—. ¡Abre, Garrish!—Se ha encerrado —jadeó Bailey—. Tenía mala cara, se ha matado, lo sé.Garrish volvió a sacar el cañón por la ventana. Un muchacho con una camisa a cuadros

estaba en cuclillas detrás de un seto, espiando las ventanas de los dormitorios con desesperación. Quería escapar, correr, Garrish lo sabía, pero sus piernas estaban yertas.

—Buen Dios, vamos allá —murmuró Garrish, y empezó a disparar de nuevo.

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CABALGANDO LA BALA

- PRIMERA PARTE -

No he contado antes esta historia, y nunca pensé que lo haría –no exactamente porque tuviera miedo a no ser creído, sino porque sentía vergüenza… y porque la historia era mía. Siempre he creído que al contarla, me devaluaría tanto a mí como a la historia en sí misma, la haría pequeña y más mundana, no mucho mejor que una historia amateur de fantasmas contada antes de apagar las luces. Creo que también tenía miedo de que si la contaba, escucharla en mis oídos me haría dejar de creerla a mí también. Pero desde que murió mi madre no he podido dormir muy bien. Permanezco en un ligero sopor y despierto de golpe otra vez, totalmente lúcido y temblando. Dejar la lamparilla de noche encendida funciona, pero no tanto como podrías pensarlo. Hay muchas más sombras en la noche, ¿lo has notado? Aún con luz hay tantas sombras. Las largas pueden ser sombras de cualquier cosa que se te ocurra.

Cualquier cosa.Yo era un muchacho en la Universidad de Maine cuando la Sra. McCurdy llamó para

contarme sobre mami. Mi padre murió cuando yo era aún muy joven para recordarlo y fui hijo único, así que solo éramos Alan y Jean Parker contra el mundo. La señora McCurdy, quien vivía calle arriba, llamó al apartamento que yo compartía con otros tres muchachos. Había conseguido el número telefónico de la pizarra-magneto recordatorio que má tenía adherida en la nevera.

"Fue un infarto", dijo ella con ese acento Yankee largo y cansado suyo. "Ocurrió en el restaurante, pero no seas tan imprudente de volar hasta acá. El doctor dice que no ’stá muy grave. Está despierta y ‘abla".

"Si, pero es coherente?" Pregunté. Intentaba sonar calmado, incluso sorprendido, pero mi corazón latía rápidamente y repentinamente la sala de estar se tornó muy cálida. Tenía el apartamento para mí solo, era miércoles y mis dos compañeros tenían clases todo el día.

"Oh, si. Lo primero que me dijo fue que te llamase pero que no te asustara. Muy considerado de su parte, ¿no lo crees?"

"Si". Pero desde luego estaba asustado. Cuando alguien llama y te dice que tu madre ha sido llevada del trabajo al hospital en ambulancia, cómo se supone que debes sentirte?

"Dijo que permanecieras allá y te ocuparas del colegio hasta el fin de semana. Y dijo que podrías venir entonces si no tenías demasiado que estudiar".

Seguro, pensé. Sarcástico. Me quedaré aquí en este mugriento apartamento pestilente a cerveza mientras mi madre está tendida en una cama de hospital a casi 170 kilómetros al sur muriendo.

"Tu má es todavía una mujer joven," Dijo la Sra. McCurdy. "Es solo que se ha dejado engordar tremendamente estos años, y tiene la hipertensión. Además de los cigarrillos. Tendrá que dejar los cigarrillos".

Yo dudaba que lo hiciera, con infarto o sin él, y sobre eso tenía razón –mi madre amaba sus cigarrillos. Agradecí a la Sra. McCurdy por haber llamado.

"Fue lo primero que hice al llegar a casa", dijo. "Y…cuándo piensas venir, Alan, el sabadito?" Había un ligero tono en su voz que sugería que lo adivinaba.

Mire por la ventana la perfecta tarde de Octubre. El brillante cielo azul de New England sobre los árboles que se mecían sobre sus amarillas hojas en Mill Street. Entonces eche un vistazo al reloj. Las tres y veinte. Estaba por salir hacia mi seminario de filosofía de las cuatro en punto cuando sonó el teléfono.

"Bromea?" Pregunté. "Estaré ahí esta noche."Su risa era seca y algo sofocada al final –La Sra. McCurdy era excelente para hablar sobre

quién debía dejar el tabaco, ella y sus Winston. "¡Buen chico! Irás directo al hospital y después conducirás hasta la casa, ¿cierto?"

"Eso creo, si" Dije. No tenía sentido decirle a la Sra. McCurdy que había algún fallo en la transmisión de mi viejo auto, y que no iría a ningún otro lugar que al sendero del futuro predecible.

Haría autostop hasta Lewiston, y después hasta nuestra pequeña casa en Harlow si aún no era muy tarde. Si lo fuese, haría una siestecilla en algún sofá del hospital. No sería la primera

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vez que mi pulgar me llevase fuera de la escuela. O dormiría sentado con mi cabeza sobre una maquina de Coca-Cola, según el caso.

"Me aseguraré que la llave se encuentre bajo la carretilla," dijo ella. "Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?"

"Claro." Mi madre conservaba una vieja carretilla junto a la puerta del cobertizo trasero que se llenaba de flores en el verano. Pensar en ello, por alguna razón hizo que las noticias de casa que la Sra McCurdy me diera me golpeasen como un hecho auténtico: mi madre estaba en el hospital, la pequeña casa en Harlow donde crecí estaría oscura esta noche –no habría quién encendiera las luces después del ocaso. La Sra. McCurdy podía decir que mi madre era joven pero, cuando se tienen veintiún años, cuarenta y ocho suenan a ancianidad.

"Ten cuidado, Alan. No conduzcas deprisa".Mi velocidad, desde luego, dependería de quienquiera que me llevase y, personalmente

esperaba que quien fuese condujera como el diablo. En cuanto a mí correspondía, no llegaría al Central Main Medical Center lo suficientemente rápido. Aún así, no tenía sentido preocupar a la Sra. McCurdy.

"No lo haré, gracias"."Por nada," dijo ella. "Tu má estará bien, y vaya si estará feliz de verte."Colgué el teléfono y garabateé una nota diciendo lo que había ocurrido y hacia dónde me

dirigía. Le pedí a Hector Passmore, el más responsable de mis colegas, que llamara a mi asesor y le pidiera que informara a mis instructores lo que pasaba para que no me fastidiaran por ausencias –Dos o tres de mis profesores eran verdaderamente intolerantes a ese respecto. Después empaque un cambio de ropa en mi mochila, añadí mi copia de Introducción a la filosofía que había marcado doblando el borde de una hoja y me dirigí a la salida. Abandoné el curso la siguiente semana, aunque me estaba yendo bastante bien. Mi forma de ver el mundo cambió esa noche, cambió bastante y nada en mi libro de filosofía parecía ajustarse a dichos cambios. Llegué a comprender que hay cosas debajo, tú sabes – debajo- y ningún libro puede explicar lo que son. Yo creo que a veces es mejor olvidar lo que son esas cosas. Si puedes, claro está.

Hay 193 kilómetros de la Universidad de Maine en Orono hasta Lewiston en el condado de Androscoggin, y la forma más rápida de llegar ahí es por la ruta I-95. El camino de peaje no es un muy buen lugar para hacer autostop, puesto que la policía estatal está dispuesta a echar a cualquiera se baje por ahí –incluso si solo te encuentras de pie sobre la rampa, aún así te echan –y si el mismo policía te pesca dos veces, puede incluso darte una multa. Así que tomé la Ruta 68, que enfila al sudoeste de Bangor. Es un camino bastante transitado y si no luces como un completo psicótico, usualmente te las arreglas bien. Los polis también te dejan en paz, la mayor parte del trayecto.

El primer tramo me llevó un adusto vendedor de seguros y me llevo hasta Newport. Permanecí de pie en la intersección de la Ruta 68 y la Ruta 2 por casi veinte minutos, y entonces conseguí que me llevase un caballero algo mayor que iba en camino a Bowdoinham. Constantemente se tocaba la entrepierna mientras manejaba. Como si intentara atrapar algo que anduviese correteando por ahí.

"Mi mujer sienpre me dijo que ‘stuviera preparado y guardase un cuchillo en la espalda si pretendía llevar a un autostopista," dijo "pero cuando veo a un tipo joven parado a un la’o del caminio, yo sienpre recuerdo mis días de juventud. Mi pulgar me llevo bastante lejos y yo también hice autostop. Cabalgué los caminios también, y mira esto, ella muerta hace cuatro años y yo vivito y coleando, conduciendo el mismo y viejo Dodge. La echo tierriblemente de menos". Se volvió a tocar la entrepierna

"¿Hacia dónde te diriges, hijo?"Le conté a dónde iba y por qué."Eso es terrible," dijo él. "¡Tu má! ¡Lo siento mucho!".Su comprensión era tan fuerte y espontánea que logró que sintiera un escozor en las

comisuras de los ojos. Parpadeé para ahuyentar las lágrimas. Lo último en el mundo que se me antojaba era soltarme a llorar en el auto de este viejo, el cual cascabeleaba y se bamboleaba, además de que lo impregnaba un fuerte olor a orín.

"La Sra. McCurdy –la dama que me telefoneó –dijo que no era muy grave. Mi madre es aún joven, solamente cuarenta y ocho años".

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"Aún así, es un infarto!" El hombre parecía verdaderamente consternado. Manoseó la entrepierna de sus pantalones verdes una vez más, tirando de ella con una mano de enormes proporciones que asemejaba una garra.

"Un infarto sienpre’s serio! Hijo, te llevaría yo mismo al CMMC –te dejaría justo ante la puerta principal –si no hubiese prometido a mi hermano Ralph que lo llevaría al sanatorio particular de Gates. Su esposa se encuentra ahí, tiene esa enfermedad del olvido, no me puedo acordar cómo demonios se llama, Anderson’s o Alvarez o algo por el estilo"

"Alzheimer’s," dije yo."Ajá, tal vez la haya pillado yo también. Diablos, estoy tentado a llevarte de cualquier

forma.""No es necesario que lo haga," Dije. "Puedo conseguir fácilmente quien me lleve desde

Gates""Aún así," dijo. "Tu madre! Un infarto! Solamente cuarenta y ocho años!" Volvió a manosear

su entrepierna."¡Jodido calzoncillo!" chilló, y después rió –el sonido era tanto estridente como sorprendido.

"Jodida ruptura! Si logras subsistir hijo, todo tu mundo comienza a desmoronarse. Al final, Dios te patea el culo, déjame decirte. Pero eres un buen chico al dejarlo todo e ir a por tu madre como lo ‘stás haciendo."

"Es una buena madre," Dije, y una vez más sentí el escozor de las lágrimas. Nunca sentí demasiada nostalgia por casa cuando me mudé al colegio –solo un poco la primer semana, eso fue todo –pero, sentí nostalgia entonces. Solo éramos ella y yo sin ningún otro familiar cercano. No podía imaginarme la vida sin ella. La Sra. McCurdy había dicho que no era muy grave, un infarto si, pero no muy grave. Más valía que la condenada vieja no mintiera, pensé, más le valía.

Continuamos en silencio durante un rato. No era todo lo rápido que yo deseaba –el viejo mantenía una velocidad constante de 72 hms/hr y a veces se desviaba sobre la línea blanca hacia el carril contrario- pero era un tramo largo, y no podía pedirse más. La Carretera 68 se desenrolló ante nosotros, doblando su curso a través de kilómetros de bosque y salpicada de pequeños pueblos que comenzaban y terminaban en un parpadeo, cada uno con su propio bar, y su propia estación de servicio. New Sharon, Ophelia, West Ophelia, Ganistan (que alguna vez fue Afganistán, aunque parezca increíble), Mechanic Falls, Castle View, Castle Rock. El azul brillante del cielo se desvanecía a medida que el día terminaba, el viejo encendió primero sus indicadores de posición y después los indicadores laterales y finalmente las luces frontales. Había encendido las luces largas pero no parecía haberlo notado, incluso cuando los autos que venían en sentido opuesto le mostraban sus propias luces largas.

"Mi cuñada no puede ni recordar su propio nombre," Dijo él. "No sabe ni decir ni sí, ni no, ni tal vez. Eso es lo que hace contigo la enfermedad de Anderson, hijo. Tiene algo en sus ojos… que parece decir ‘sáquenme de aquí’… o lo diría, si pudiera recordar las palabras. ¿Sabes a lo que me refiero?"

"Si," Repliqué. Inspiré profundamente y me pregunté si el olor a orines pertenecía al viejo o tal vez tuviera un perro que lo acompañase en ocasiones. Me pregunté si le ofendería que bajase un poco la ventanilla. Finalmente lo hice. Él pareció no darse cuenta como tampoco parecía percatarse de las protestas de los autos que venían en sentido opuesto.

Alrededor de las siete, flanqueamos una colina en West Gates y mi conductor chilló. "Mírala hijo! La luna! No es maravillosa?"

"En verdad era maravillosa –una enorme bola anaranjada elevándose sobre el horizonte. Y sin embargo, pensé que había algo terrible en ella. Parecía tanto preñada como infectada. Al mirar a la creciente luna de pronto me acometió un pensamiento horrible. Que pasaría si llegaba al hospital y mamá no me reconocía? Que tal si su memoria se había esfumado, completamente, cero, y no pudiera ni decir ni sí, ni no, ni tal vez? Que tal si el doctor me decía que necesitaba de alguien que la cuidase por el resto de sus días? Ese alguien tendría que ser yo, desde luego, no había nadie más. Adiós colegio. Que hay de eso amigos y vecinos?

"Pídele un deseo niñio!" Espetó el viejo. En su excitación, su voz se tornó más aguda y desagradable –era como si fragmentos de vidrio te chasqueasen en los oídos. Le dio a su entrepierna un fuerte apretón. Algo ahí dentro emitió un chasquido. No me cabía en la cabeza cómo podías oprimirte la entrepierna tan fuerte sin agarrarte las bolas desde la raíz, con

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calzoncillo o sin él. "El deseo que le pidas a la luna canpestre sienpre se realiza, eso es lo que mi padre decía."

Pedí que mi madre me reconociese cuando entrara a su habitación, que sus ojos se iluminaran y que dijese mi nombre. Pedí el deseo e inmediatamente deseé no haber deseado, pensé que ningún deseo hecho a una enfermiza luz anaranjada pudiera traer nada bueno.

"Ah, hijo! Exclamó el viejo. "Desearía que mi mujer estuviera aquí! Le pediría de rodillas perdón por todas las sandeces e insultos que le dije!"

Veinte minutos más tarde, con la última luz del día aún en el aire y la luna aún despuntando en el cielo llegamos a Gates Falls. Hay un semáforo intermitente amarillo en la intersección de la Ruta 68 y Pleasant Street. Justo antes de llegar a ella, el viejo viró abruptamente hacia el arroyo lateral y provocando que la rueda delantera derecha se golpeara contra el bordillo del camino y después retrocediera, haciendo castañetear mis dientes. El viejo me miró entonces con una mirada entre salvaje y desafiante –todo en él era salvaje, y aunque no lo había notado en un principio, todo en ese hombre daba la impresión de vidrios rotos. Y todo cuanto decía parecía ser una exclamación.

"Te llevaré hasta ahí! Lo haré siseñor! Qué importa Ralph! Al demonio con él! Tú solo pídelo".

Quería llegar pronto con mamá, pero la idea de otros 32 kilómetros con ese olor a meados en el aire y los autos protestando por las luces largas no era muy agradable. Tampoco era agradable la imagen del tipo conduciendo en eses e invadiendo el carril contrario de Lisbon Street.

Pero sobre todo era por él. No podría soportar otros 32 kilómetros de rasquiña de entrepierna ni de esa voz de vidrio roto.

"Hey, no," Dije, "No hay problema. Siga su camino y ocúpese de su hermano." Abrí la puerta del copiloto y lo que temía ocurrió –se inclinó y tomó mi brazo con su torcida y larga mano de anciano. Era la misma mano con la que se había manoseado la entrepierna.

"Tú solo pídelo!" Me respondió. Su voz era ronca, confidencial. Sus dedos oprimían fuertemente la carne justo debajo de mi axila. "Te llevaré justo hasta la entrada del hospital! Ajá! ¡No importa que nunca te haya visto en mi vida o tú a mi! ¡No importa ni sí, ni no ni tal vez! ¡Te llevare justo… ahí!"

"No hay problema," repetí, y repentinamente sentí la urgente necesidad de salir de aquel auto, dejando la camisa en su puño si era necesario para librarme de él. Sentía que me ahogaba. Pensé que cuando me moviese, el apretón de su puño se cerraría aún más o incluso podría pillarme por el vello del cuello, pero no lo hizo. Sus dedos se aflojaron y me pude deslizar hacia fuera, y me pregunté como hacemos siempre que nos acomete un momento de pánico irracional, a qué tuve miedo exactamente. Él solo era un viejo carcamal cuya subsistencia tal vez dependiese del carbón, con un ecosistema Dodge pestilente a orines que parecía desilusionado por haber rechazado su oferta. Era solo un viejo que no estaba cómodo con sus calzoncillos. ¿Qué en el nombre de Dios había yo temido?.

"Le agradezco haberme llevado y agradezco aún mas su oferta," Dije. "Pero puedo seguir por ahí" –señalé hacia Pleasant Street -y conseguiré autostop en cualquier momento".

Él permaneció en silencio un momento, luego suspiró y afirmó con la cabeza."Ajá, ése es el mejor lugar del que partir." Dijo. "Manténte en los límites del pueblo, nadie

querría llevar a un tipo en el pueblo, nadie querría aminorar la marcha y que le apresuren a bocinazos."

El hombre tenía razón en eso, hacer autostop en un pueblo, aún en uno pequeño como Gates Falls era en vano. Adiviné que realmente el pulgar había llevado al viejo muy lejos en otro tiempo.

"Pero, hijo, estás seguro? Ya sabes lo que dicen sobre tener pájaro en mano".Titubeé una vez más. Él tenía razón sobre lo del pájaro en mano también. Pleasant Street

se volvía Ridge Road a poco mas de kilómetro y medio hacia el oeste del intermitente amarillo y transcurría sobre 24 kilómetros de bosque antes de llegar a la Ruta 196 en los linderos de Lewiston. Ya estaba casi oscuro y es siempre más difícil conseguir autostop por la noche –cuando los faros de un auto te encuentran en medio de un camino rural, parecerás un fugitivo del Wyndham Boy’s Correctional aún con el cabello bien peinado y la camisa dentro del pantalón. Pero yo no quería viajar más con el viejo. Aún ahora que me encontraba a salvo fuera de su vehículo, pensaba que había algo atemorizante en él -tal vez fuese solo la forma en

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que su voz parecía llena de puntos exclamativos. Además siempre he tenido suerte para conseguir autostop.

"Estoy seguro," dije. "Y gracias otra vez, de verdad"."Cuando quieras, hijo. Cuando quieras. Mi mujer…" Se interrumpió, y vi que había lágrimas

corriendo por las comisuras de sus ojos. Le agradecí una vez más, y cerré de un portazo la puerta antes que pudiera decir algo más.

Me apresuré a cruzar la calle, mi sombra aparecía y desaparecía con la luz del intermitente. En la parte alejada de la calle me volví y miré hacia atrás. El Dodge seguía ahí, aparcado a un costado de Frank’s Fountain & Fruit. A la luz del intermitente y con el semáforo a unos seiscientos metros más o menos adelante, lo pude ver sentado recargado sobre el volante. Me acometió la idea de que estaba muerto, que yo lo había matado al rehusar su ofrecimiento de ayuda.

Entonces se aproximó un auto por la esquina y el conductor echo sus luces largas al Dodge, esta vez el viejo reaccionó con sus propias luces, y entonces me di cuenta que todavía estaba vivo. Tras un momento, volvió hacia el camino y condujo el Dogde lentamente hacia la esquina. Le observé hasta que se perdió de vista, y entonces levanté la vista hacia la luna. Comenzaba a perder su brillo anaranjado, pero aún así, había algo siniestro en ella. Se me ocurrió entonces que nunca antes había oído hablar sobre pedir deseos a la luna –al lucero del ocaso sí, pero no a la luna. Una vez más deseé que pudiese retractar mi deseo, mientras la oscuridad se cernía sobre mí y yo permanecía de pie ante los cruces, era muy fácil recordar aquella historia sobre la garra del mono.

Caminé sobre Pleasant Street, mostrando el pulgar a los autos que pasaban sin siquiera aminorar la marcha. Al principio, había tiendas y casas a ambos lados del camino, entonces se terminaba la acera y los árboles silenciosamente cerraban el paso obstruyendo la tierra. En ocasiones, el camino se inundaba con luz, proyectando mi sombra hacia delante, me volvía, mostrando el pulgar e intentaba poner lo que suponía era una reconfortante sonrisa en mi rostro. Y cada ocasión el auto que se aproximaba pasaba como una exhalación. Uno de ellos me gritó "Consigue un empleo, pedazo de animal!" y hubo risas.

No temo a la oscuridad –o no temía entonces, -pero comenzaba a temer que me había equivocado al no aceptar la oferta de aquel viejo de llevarme directamente al hospital. Pude haber diseñado algún cartel que rezara ‘NECESITO AUTOSTOP, MADRE ENFERMA’ antes de iniciar la travesía, pero dudaba que ello fuese de alguna ayuda. Cualquier psicótico podía hacer un cartel, después de todo.

Continué la marcha, las zapatillas deportivas se desgastaban con el terreno arcilloso del sendero, escuchando los sonidos de la inminente noche: un perro, a lo lejos; un búho, mucho más cerca; el ronroneo del creciente viento. El cielo era brillante a la luz de la luna, pero no se la podía ver en aquél preciso instante –había árboles altos en este tramo y lo cubrían todo por el momento.

Al dejar atrás Gates, unos pocos autos pasaron cerca. Mi decisión de no aceptar la oferta del viejo me parecía más tonta a cada minuto. Comencé a imaginar a mi madre en su cama de hospital, su boca torcida hacia abajo en un congelado gesto de desprecio, perdiendo su conexión con la vida pero tratando de retenerla en un creciente ladrido llamándome, sin saber que no podría llegar simplemente porque no me había gustado la escalofriante voz del viejo o el apestoso olor de su automóvil.

Flanqueé una colina pendiente y de nuevo me encontré ante la luz de la luna en la cima. No había árboles a mi derecha, los reemplazaba un pequeño cementerio rural. Las lápidas destellaban a la pálida luz. Algo pequeño y negro se agazapaba junto a una de ellas, observándome. Caminé un paso hacia delante, con curiosidad. La cosa negra se movió y resultó ser una marmota. Me dirigió una única mirada de reproche con un ojo rojo y se perdió entre la hierba alta. En un instante, tomé conciencia de lo cansado que estaba, de hecho estaba exhausto. Había estado destilando adrenalina desde que la Sra. McCurdy llamara cinco horas antes, pero ahora eso quedaba atrás. Eso era la peor parte. La parte buena era que aquella sensación de franca urgencia se había ido, al menos de momento. Había tomado una decisión, me decidí continuar por Ridge Road en lugar de la Ruta 68, y no tenía sentido acosarme con lo mismo –

Lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está, solía decir mi madre. Tenía cantidad de frases por el estilo como aforismos Zen que casi tenían sentido. Con sentido o sin él, éste en

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particular me reconfortaba en estos momentos. Si ella estaba muerta cuando yo llegase al hospital, entonces eso era todo. Probablemente no lo estuviese. El médico dijo que no era grave, de acuerdo a la Sra. McCurdy, y la Sra. McCurdy también había dicho que mi madre aún era una mujer joven. Un poco en el bando pesado, cierto, y una fumadora al por mayor, pero aún joven.

Mientras tanto, yo me encontraba sumamente nervioso y súbitamente exhausto –parecía que mis pies hubiesen sido enterrados en cemento.

Había un muro bajo de rocas que discurría a lo largo un sendero que bordeaba el cementerio, con una abertura por la cual corrían un par de ratas. Me senté en él con los pies plantados a los lados de una de estas hendiduras. Desde esta posición, podría ver una buena parte de Ridge Road en ambas direcciones. Cuando veía luces aproximándose desde el oeste, en dirección a Lewiston, podría caminar de vuelta hacia el límite del camino y sacar el pulgar. Entretanto, me sentaría aquí con mi mochila en el regazo y esperaría a que me volviese la fuerza a las piernas.

Una baja neblina, fina y resplandeciente se elevaba del césped. Los árboles que rodeaban el cementerio por tres costados susurraban al movimiento de la creciente brisa. Desde más allá del campo santo llegó el sonido de agua corriente, un arroyo y el ocasional chapoteo de una rana. El lugar era hermoso y extrañamente confortable. Como la fotografía en un libro de poemas románticos.

Miré hacia ambos lados del camino. Nada se aproximaba, no había más que resplandor en el horizonte. Bajé mi mochila a la hendidura entre mis pies, me puse de pie y caminé hacia el cementerio. Un mechón de cabello cayó sobre mi frente y el viento lo apartó. La extraña neblina se arremolinaba perezosamente alrededor de mis pies. Las rocas de la parte trasera eran viejas, y más de una se había caído. Las del frente eran mucho más recientes. Uní las manos y me arrodille, para mirar una lápida que estaba rodeada de flores casi frescas. A la luz de la luna el nombre era fácil de leer: GEORGE STAUB. Debajo de éste se encontraban las fechas que marcaban la breve existencia de George Staub: ENERO 19, 1977 decía la primera y la otra rezaba OCTUBRE 12, 1998. Eso explicaba por qué las flores apenas comenzaban a secarse; Octubre 12 había sido hace dos días y 1998 era justo hacía dos años. Los amigos y parientes de George debieron pasar a presentar sus respetos. Bajo el nombre y las fechas había algo más, una breve inscripción. Me agaché un poco más para poder leerla-

-E inmediatamente me proyecté hacía atrás, aterrado y demasiado consciente de que me encontraba solo, visitando un cementerio a la luz de la luna.

La inscripción decía

LO DIVERTIDO ES DIVERTIDO Y LO HECHO, HECHO ESTA Mi madre estaba muerta, había muerto quizá en ese preciso instante y algo me había

enviado un mensaje. Algo con un sentido del humor absolutamente desagradable.Comencé a retroceder lentamente hacia el camino, escuchando el viento pasar entre los

árboles, escuchando el arroyo, escuchando a la rana, súbitamente temeroso de escuchar algo más, el sonido de tierra deslizándose y de raíces arrancadas por algo que, sin estar del todo muerto, pugnara por salir, buscando asir una de mis zapatillas deportivas-

Mis pies se enredaron y caí, golpeándome el codo con una lápida, apenas fallando que otra me golpease la nuca. Caí con un golpe seco, mirando hacia la luna que apenas se traslucía entre los árboles. Ahora era blanca en vez de anaranjada, y tan brillante como un hueso pulido.

La caída me produjo más lucidez que pánico. No sabía lo que había visto, pero no podía ser lo que yo creí haber visto, esa clase de cosas podían ocurrir en las películas de John Carpenter y Wes Craven, pero no ocurrirían en la vida real.

Si, de acuerdo, bien, murmuró una voz en mi cabeza. Y si te alejases de aquí caminando continuarás creyéndote eso. Podrás continuar creyéndolo por el resto de tu vida.

"A la mierda," protesté y me puse de pie. El trasero de mis tejanos estaba húmedo, y tiré de

él para separarlo de la piel. No era precisamente fácil reprochar a la lápida que era la última morada de George Staub pero tampoco fue tan duro como pensé que sería. El viento susurraba entre los árboles todavía en aumento, marcando un cambio en el clima. Las sombras

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bailaban inquietas a mí alrededor. Las ramas crujían y entrechocaban, un sonido crujiente en el bosque. Me incliné sobre la lápida y leí.

GEORGE STAUBENERO 19, 1977-OCTUBRE 12, 1998Un buen comienzo, y un prematuro final1

Me quedé ahí de pie, inclinado con mis manos colgando sobre las rodillas, sin advertir lo rápido que latía mi corazón hasta que comenzó a calmarse. Una pequeña y desagradable coincidencia, eso era todo, y cabría la posibilidad de que hubiese leído mal la inscripción que había bajo el nombre y las fechas? Aún sin estar cansado y bajo el efecto del estrés, pude haber leído mal –la luz de la luna era una obvia disuasión. Caso cerrado.

Excepto que, sabia lo que había leído: Lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está. Mi má estaba muerta."A la mierda," Repetí, y me alejé. Al hacerlo me di cuenta de que la neblina que se

arremolinaba sobre la hierba y mis tobillos comenzaba a resplandecer. Pude oír el murmullo de un motor aproximándose. Se acercaba un auto.

Corrí de vuelta hacia la entrada del muro de rocas colgándome la mochila en el trayecto. Las luces del auto que venía iban a medio camino de la colina. Saqué el pulgar en el instante en que me deslumbraron y momentáneamente cegaron mi vista. Sabía que el tipo se detendría aún antes de que aminorara la marcha. Es curioso como puedes solo saber en ocasiones, pero cualquiera que haya pasado mucho tiempo haciendo autostop te podrá decir que así ocurre.

El auto me adelantó, las luces del freno encendieron y lentamente se acercó al bordillo de tierra suave muy cerca del borde del muro de rocas que dividía el cementerio de Ridge Road. Corrí hacia él con la mochila bamboleándose contra mi rodilla. El auto era un Mustang, uno de esos fenomenales autos de fines de los sesenta o principios de los setenta. El motor rugía ruidosamente, el notorio sonido de un silenciador que seguramente no pasaría la próxima inspección cuando venciera el plazo… pero ése no era mi problema.

Abrí la puerta y me deslicé al interior. Mientras ponía mi mochila entre mis pies, un odor me azotó, algo casi familiar y un tanto desagradable. "Gracias," dije. "Muchas gracias."

El tipo detrás del volante llevaba unos tejanos desvaídos y una remera negra con las mangas cortadas. Su piel era bronceada, sus músculos voluminosos, y a su bíceps derecho lo coronaba un tatuaje que semejaba una alambrada azul. Llevaba una gorra de John Deere puesta al revés. Había un fistol de botón pegado al cuello de su remera, pero no podía leer qué decía desde mi ángulo. "No hay problema." Dijo él. "Te diriges a la ciudad?"

"Si," respondí. En esta parte del mundo "a la ciudad" significabaLewiston, la única ciudad de cualquier tamaño al norte de Portland. Mientras cerraba la

puerta, vi uno de esos aromatizantes con figura de pino colgando del espejo retrovisor.Eso era lo que había olido. De seguro ésa no era mi noche en cuanto a olores se refería,

primero orines y ahora pino artificial.Aún así me estaban llevando. Debería sentirme aliviado. Y mientras el tipo aceleraba de

vuelta sobre Ridge Road, el gran motor del Mustang de colección rugía. Intenté convencerme de que estaba aliviado.

"¿Qué te espera en la ciudad?" Preguntó el conductor. Consideré que tendría mi edad aproximadamente, un pueblerino que tal vez asistiese a la vocacional técnica en Auburn o tal vez trabajase en uno de los pocos talleres textiles que aún quedaban en el área. Probablemente habría arreglado él mismo este Mustang en su tiempo libre, porque eso era lo que los pueblerinos hacían: bebían cerveza, fumaban algo de hierba, arreglaban sus autos. O sus motocicletas.

"Mi hermano está por casarse. Seré su padrino." Dije esta mentira sin premeditación alguna. No quería que supiera sobre mi madre, aunque, tampoco sabía por qué. Algo iba mal

1La confusión se da por la similar pronunciación en Inglés de las frases "Fun is fun and done is done" "lo divertido es divertido y lo hecho hecho está" y la inscripción de la lápida que en Inglés rezaría "Well begun, too soon done" "Un buen comienzo, y un prematuro final" N. De la T.

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aquí. No podía saber lo que era o por qué pensé eso en primer lugar, pero lo sabía. Estaba seguro. "El ensayo es mañana. Además de la despedida de soltero por la noche.

"¿Sí? ¿De verdad?" Se volvió a mirarme con los ojos muy abiertos y una rostro bien parecido, labios llenos y una discreta sonrisa, los ojos desconfiaban.

"Si" repliqué.Sentía miedo. Así como así, volvía a sentir miedo. Algo estaba mal, y tal vez había estado

mal desde que el viejo carcamal del Dodge me incitara a pedir un deseo ante la enfermiza luna en lugar de una estrella. O tal vez desde el momento en que descolgué el teléfono y escuché a la Sra. McCurdy decir que tenía malas noticias para mí, pero no era todo lo malo que podría ser.

"Bueno, eso está bien" dijo el joven hombre con su gorra al revés. "Un hermano que se casa, hombre, eso está bien. ¿Cómo te llamas?"

No solo sentía miedo, estaba aterrorizado. Todo iba mal, todo. Y no podía explicar por qué o como era posible que ocurriese tan deprisa. Pero sobre todo, sabía una cosa. Quería tanto que el tipo que conducía el Mustang supiera mi nombre como querer que supiera mis motivos para ir a Lewiston. En caso de llegar a Lewiston. Súbitamente tuve la certeza de que nunca vería Lewiston nuevamente. Fue como saber que el auto se iba a detener. Y también estaba ese olor, sabía algo sobre eso también, no se trataba del aromatizante, había algo debajo del aromatizante.

"Hector," dije dando el nombre de mi compañero de habitación. "Hector Passmore, ese soy yo" salió de mi boca seca con total calma, y estaba bien. Algo dentro de mí insistía que no debería hacer notar al conductor del Mustang que sentía que algo iba mal.

Era mi única oportunidad.Se volvió hacia mi un poco, y pude leer el botón que llevaba prendido: CABALGUÉ LA

BALA EN TRHILL VILLAGE, LACONIA. Yo conocía el lugar, había estado ahí, aunque no por mucho tiempo.

También me percaté de una gruesa línea negra que circulaba su garganta justo como el tatuaje que asemejaba alambrada circulaba su brazo, solo que la línea alrededor de la garganta del conductor no era un tatuaje. Tenía docenas de marcas negras que la atravesaban verticalmente. Eran los puntos que cosería quienquiera que le hubiese unido la cabeza de nuevo sobre el cuerpo.

"Gusto en conocerte, Hector," dijo él. "Yo soy George Staub".

- SEGUNDA PARTE - Mi mano pareció flotar ahí como la mano de un sueño. Deseé que aquello hubiese sido un

sueño, pero no lo era, tenía todos los visos agudos de la realidad. El olor por encima era de pino. El olor debajo era algún tipo de químico, probablemente formaldehído. Me encontraba cabalgando con un hombre muerto.

El Mustang apresuró la marcha sobre Ridge Road a noventa y siete kilómetros por hora, persiguiendo sus propias luces largas bajo la luz de botón de la luna. En todas direcciones los árboles que se apiñaban a lo largo del camino danzaban y se mecían al viento. George Staub me sonrió con ojos vacíos, entonces soltó mi mano y volvió la atención al camino. En la escuela secundaria había leído Drácula, y ahora una frase del libro recurría a mí, resonando en mi cabeza como una campana rota: Los muertos conducen deprisa.

No puedo hacerle saber que sé. Este pensamiento también resonaba en mi cabeza. No era mucho, pero era todo lo que tenía. No puedo hacerle saber, no puedo, no. Me pregunté dónde se encontraría ahora el viejo carcamal. ¿Estaría a salvo con su hermano? ¿O sería que el viejo estaba metido en esto desde un principio? ¿Era posible que se encontrase justo detrás de nosotros, conduciendo su viejo Dodge, encorvado sobre el volante y manoseándose la entrepierna? ¿Estaría él muerto también? Probablemente no. Los muertos conducen deprisa, según Bram Stoker, pero el viejo nunca rebasó la línea de los 72. Sentí una risa demente subir por mi garganta y la contuve. Si me reía, él sabría. Y no debía saber, porque esa era mi única esperanza.

"No hay nada como una boda," dijo él."Ajá," añadí, "todo el mundo debería hacerlo al menos dos veces".

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Mis manos se hallaban entrelazadas y oprimiéndose. Podía sentir las uñas hundirse en los dorsos a la altura de los nudillos, pero la sensación era distante, como noticias de otro país. No podía hacerle saber, esa era la cuestión. El bosque nos rodeaba, la única luz era el desalentador brillo óseo de la luna, y no podía hacerle saber que sabía que estaba muerto. Porque él no era un fantasma, no, nada tan inofensivo. Uno puede ver un fantasma, pero, ¿qué clase de cosa se detendría para llevarte? ¿Qué clase de criatura sería esa? ¿Zombie? ¿Chupasangre? ¿Vampiro? ¿Ninguno de estos?

George Staub rió. "¡Hacerlo dos veces! ¡Sí, colega, así es mi familia entera!"La mía también," añadí. Mi voz sonaba calmada, tal como la voz de un autostopista

pasando la tarde –o la noche, en este caso- sosteniendo una coherente conversación como una pequeña retribución por el viaje. "Realmente no hay nada como un funeral."

"Boda" dijo él suavemente. A la luz del tablero de instrumentos, su rostro parecía de cera, el rostro de un cadáver justo antes de que se le corra el maquillaje. Esa gorra al revés era particularmente horrible. Te hacía preguntarte cuánto quedaría debajo de ella. Había leído en alguna parte que los embalsamadores abrían el cráneo y sacaban el cerebro e insertaban una especie de algodón impregnado en químicos. Para evitar que la cara se hundiese hacia dentro, tal vez.

"Boda," dije yo con labios entumecidos, e incluso reí un poco –una risilla ahogada. "Boda es lo que pretendía decir."

"Siempre decimos lo que pretendemos decir, eso es lo que yo creo" dijo el conductor. Todavía sonreía.

Sí, Freud habría creído eso también. Lo había leído en Psych 101. Yo dudaba que este tipo supiera mucho sobre Freud, y no creía que muchos estudiantes Freudianos llevasen remeras sin mangas y gorras de béisbol al revés, pero él sabía lo suficiente. Yo había dicho ‘funeral’. Dios Santo, había dicho funeral. Se me ocurrió que el tipo jugaba conmigo. Yo no quería hacerle saber que sabía que estaba muerto. Él no quería hacerme saber que él sabía que yo sabía que estaba muerto. Y por lo tanto, yo no podía hacerle saber que yo sabía que él sabía que…

El mundo comenzó a oscilar ante mis ojos. En un momento, comenzó a girar, después a rodar, y estaba por perderlo. Cerré los ojos por un momento. En la oscuridad detrás de mis párpados veía la imagen en negativo de la luna, se había tornado verde.

"Te encuentras bien camarada?" Preguntó. El matiz de su voz era horrible."Sí," respondí abriendo los ojos. El mundo se había estabilizado de nuevo. El dolor en los

dorsos de mis manos, donde mis uñas se habían hundido en la piel era fuerte y real. Y el olor. No solo el pino del aromatizante, no solo los químicos. Había además un olor a tierra.

"¿Estás seguro?" Inquirió."Sólo un poco cansado. He estado viajando en autostop por un buen rato. Y a veces me

mareo un poco." La inspiración súbitamente me invadió. "Sabes una cosa, creo que sería mejor que me permitas salir. Con un poco de aire fresco mi estómago se calmará. Pasará alguien más y -"

"No podría hacer eso," dijo él. "¿Dejarte aquí? De ningún modo. Podría pasar una hora antes que alguien llegase hasta aquí y tal vez ni siquiera se detuviesen a llevarte. Debo ocuparme de ti. ¿Cómo dice aquella canción? Llévame a la iglesia a tiempo, cierto? De ningún modo te dejaré aquí. Baja un poco la ventanilla, eso servirá. Ya sé que no huele precisamente bien aquí dentro. Colgué ese aromatizante, pero esas cosas no funcionan una mierda. Desde luego, algunos olores son más difíciles de ahuyentar que otros."

Quería alcanzar la ventanilla y bajarla un poco, permitir que entrase algo de aire fresco, pero los músculos de mi brazo no parecían tener fuerza. Todo lo que podía hacer era permanecer ahí sentado con las manos enganchadas y las uñas clavándose en los dorsos. Un juego de músculos no funcionaba y el otro no paraba de funcionar. Vaya broma.

"Es como esa historia," dijo él. "Aquella sobre el chico que compra un Cadillac semi nuevo por setecientos cincuenta dólares. Conoces esa historia, verdad?"

"Sí," respondí a través de mis entorpecidos labios. No conocía la historia, pero sabía perfectamente bien que no quería escucharla, no quería escuchar ninguna historia que pudiera contar este hombre.

"Esa es famosa."

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Delante de nosotros, el camino se extendía como aquellas carreteras de las viejas películas en blanco y negro.

"Sí, es jodidamente famosa. Así que el chico está buscando un auto y ve este Cadillac semi nuevo en el patio de un tipo."

"Sí, y tiene un anuncio que dice PROPIETARIO LO VENDE en la ventanilla."El hombre tenía un cigarrillo detrás de la oreja. Lo tomó, y cuando lo hizo, su remera se

estiró por el frente. Pude ver otra línea negra ahí, más puntos. Después se inclinó hacia delante para activar el mechero del auto y su remera volvió a la posición anterior.

"El chico sabe que no puede costear un Cadillac, no puede siquiera remotamente pensar en algo como un Caddy, pero tiene curiosidad, sabes? Entonces se acerca al tipo y le dice, ‘Cuánto cuesta algo como eso?’ Y el tipo se vuelve y cierra la manguera que lleva en la mano –porque estaba lavando el auto, ya sabes- y le dice, ‘Chico, este es tu día de suerte. Setecientos cincuenta pavos y te lo llevas conduciendo.’ "

El mechero del auto se activó con un chasquido. Staub lo tomó y encendió el cigarrillo. Le dio una calada y pude ver hilillos de humo escapando por entre los puntos que unían su cuello.

"El chico, - que solo cuenta diecisiete años - va y mira hacia el interior por la ventanilla del conductor y ve cuentakilómetros del auto. Y le dice al tipo, ‘Si, claro, es tan curioso como la mirilla en la puerta de un submarino’. El tipo le dice. ‘Sin bromas, chico, muéstrame la pasta en efectivo y es tuyo. Diablos, incluso aceptaría un cheque, tienes cara de ser honesto.’ Y el chico dice…"

Miré por la ventanilla. Ya había escuchado antes esa historia, hacía años, probablemente cuando aún estaba en la escuela secundaria. En la versión que había escuchado, el auto era un Thunderbird en vez de un Caddy, pero por lo demás, era exactamente igual. El chico dice puede que solo tenga diecisiete años, pero no soy ningún idiota, nadie vende un auto como este, especialmente uno con poco kilometraje, por sólo setecientos cincuenta pavos. Y el tipo le dice que lo está vendiendo porque el carro hiede, y no puede deshacerse del olor aunque lo intenta una y otra vez sin que nada lo elimine. Verás, el tipo había salido en un viaje de negocios, uno bastante largo, se fue por al menos…

"…Un par de semanas," estaba diciendo el conductor. Sonreía como lo hace la gente al contar un chiste particularmente bueno. "Y cuando el tipo regresa, se encuentra el auto en la cochera y a su mujer dentro del auto, llevaba muerta prácticamente el mismo tiempo que el tipo había estado fuera. No sé si fuese suicidio o un infarto o qué, pero estaba completamente hinchada y el auto, estaba impregnado de ese olor y todo lo que el tipo quería era venderlo, ya sabes." Él rió. "Vaya historia eh?"

"¿Por qué no habría llamado a casa?" Mi boca parecía hablar por sí misma. Mi cerebro se había congelado. "¿Se va por dos semanas en viaje de negocios y no llama siquiera una sola vez para saber cómo está su mujer?"

"Bueno," dijo el conductor, "eso es, por decirlo así, lo menos importante, ¿no crees? Quiero decir, que ¡Vaya ganga! Esa es la cuestión. ¿Quién no estaría tentado? Después de todo, siempre se puede conducir con las jodidas ventanillas abiertas, ¿cierto? Y es básicamente, solo una historia. Ficción. Pensé en ella por el olor de este auto. El cual es de hecho..."

Silencio. Y yo pensé: Está esperando que diga algo, quiere que yo lo termine. Y lo quise hacer. Lo hice. Excepto que… qué ocurría después? ¿Qué haría él después?

El conductor frotó su pulgar sobre el botón de su remera, el que decía CABALGUE LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Pude ver la suciedad en sus uñas. "Aquí estuve hoy," dijo. "Thrill Village. Hice algunos trabajos para un tipo y me dio el día libre. Mi novia iba a acompañarme, pero llamó para decir que estaba enferma, tiene esos períodos que a veces son realmente dolorosos, la enferman como a un perro. Eso es muy malo, pero yo siempre pienso, hey, cuál es la alternativa? Sin enfado alguno, y entonces me meto en problemas, ambos lo hacemos". Soltó un ladrido que asemejaba una risa carente de humor. "Así que me fui solo. No tiene sentido desperdiciar un día libre. Has ido antes a Thrill Village?"

"Sí" Dije. "Una vez, cuando tenía doce años.""¿Con quién fuiste?" Preguntó "¿Porque no fuiste tú solo, cierto? No si solamente tenías

doce años."¿No le había contado esa parte, o sí? No. Él estaba jugando conmigo, eso era todo,

golpeando salvajemente una y otra vez. Pensé en abrir la puerta del auto y saltar hacia la oscuridad, tratando de cubrir mi cabeza con los brazos para no golpearla, solo que él podría

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alcanzarme y tirar de mí antes que pudiese salir. Y de cualquier forma, no podía ni siquiera levantar los brazos, así que lo que me quedaba por hacer era permanecer con las manos entrelazadas.

"No," dije "Fui con papá. Papá me llevó.""¿Cabalgaste la bala? Yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces. ¡Caramba! ¡Cómo sube y

baja!" Él me miró y profirió otra suerte de risa. La luz de la luna inundó sus ojos, convirtiéndolos en círculos blancos, haciéndolos parecer los ojos de una estatua. Y comprendí que estaba algo más que muerto, estaba loco.

"La cabalgaste, Alan?"Pensé en decirle que se equivocaba de nombre, mi nombre era Hector, pero qué sentido

tenía? Estábamos llegando al final."Sí," susurré. No había una sola luz ahí fuera excepto la luna. Los árboles pasaban deprisa,

moviéndose como espontáneos bailarines en una representación de feria. Devorábamos el camino bajo nosotros. Me fijé en el cuentakilómetros y vi que había aumentado a 130 kilómetros por hora. Estábamos cabalgando la bala justo ahora, él y yo, los muertos conducen deprisa.

"Sí, la Bala. La cabalgué.""Nah," gruñó. Le dio otra calada al cigarrillo, y nuevamente observé hilillos de humo

escapar de las suturas en su cuello. "No lo hiciste. Sobre todo, no con tu padre. Llegaste al principio de la fila, sí, pero fuiste con tu má. La fila era larga, la fila para la Bala siempre lo es, y ella no quería permanecer ahí de pie bajo el sol. Era gorda aún entonces, y el calor le molestaba. Pero tú la fastidiaste todo el día, fastidiaste y fastidiaste y fastidiaste, y he ahí la broma, camarada –cuando finalmente quedaste primero en la fila, te acobardaste, verdad?"

No dije nada. Mi lengua se había pegado al paladar.Su mano dejó el volante, la piel se veía amarillenta a la luz del tablero del Mustang, las

uñas sucias, y aferró mis manos entrelazadas. La fuerza las abandonó cuando lo hizo y cayeron hacia los costados como un nudo que mágicamente se suelta cuando lo ha tocado la varita mágica del prestidigitador. Su piel era fría y curiosamente viperina.

"No fue así?""Sí," respondí. No podía articular algo más allá de un susurro. "Cuando llegó mi turno y vi

cuán alto estaba… cómo se volteaba al llegar a la cima y cómo gritaban ahí dentro cuando eso ocurría… me acobardé. Ella me dio un manotazo, y no me habló en todo el camino de vuelta a casa. Nunca cabalgué la Bala." Hasta ahora, al menos.

"Debiste hacerlo, camarada. Es la mejor. Es la que hay que cabalgar. No hay nada tan bueno, al menos ahí no. Me detuve camino a casa y conseguí algo de cerveza en esa tienda que queda cerca del límite estatal. Iba a pasar por casa de mi novia para darle el botón a modo de broma."

Tocó el botón sobre su pecho, después bajó su ventanilla y arrojo el filtro del cigarrillo hacia el viento nocturno. "Solo que, probablemente ya sabes lo que ocurrió."

Desde luego, lo sabía. Era como todas esas historias de fantasmas que has oído, o no? Estrelló su Mustang y cuando llegó la policía lo hallaron sentado y muerto entre los restos con el cuerpo sobre el volante y su cabeza en el asiento trasero, su gorra volteada al revés y sus ojos muertos mirando al techo, y puesto que lo viste en Ridge Road con la luna llena y el viento soplando, ta-ráaaan. Regresaremos después de unos anuncios de nuestro patrocinador. Ahora sabía algo que no sabía antes –las peores historias son las que has oído toda tu vida. Esas son las verdaderas pesadillas.

"Nada como un funeral," dijo él, y rió. "No fue eso lo que dijiste? Tropezaste ahí, Al. Sin duda. Tropezaste, resbalaste, y caíste."

"Déjame salir," murmuré. "Por favor.""Pues," dijo volviéndose hacia mí, "eso tenemos que discutirlo, o no? ¿Sabes quién soy yo

Alan?""Eres un fantasma," dije.Emitió un bufido de impaciencia y, al ligero resplandor del cuentakilómetros, las comisuras

de su boca se curvaron hacia abajo. "Vamos, hombre, puedes hacerlo mejor. El jodido Casper es un fantasma. ¿Acaso yo floto en el aire? ¿Puedes ver a través de mí?" Elevó una de sus manos frente a mí, la abrió y la cerró. Pude escuchar el sonido seco y crujiente de los tendones.

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Intenté decir algo. No sabía qué, y realmente no importaba, puesto que nada salía de mi boca.

"Soy una especie de mensajero," dijo Staub. "El jodido FedEx del más allá, te agrada eso? Los tipos como yo salimos bastante a menudo cuando las circunstancias son adecuadas. ¿Sabes lo que creo? Creo que a quienquiera que dirija las cosas –Dios o lo que sea- debe gustarle entretenerse. Siempre quiere ver si te conformarás con lo que tienes o si pudiese enseñarte lo que hay tras bambalinas. Sin embargo, las circunstancias tienen que ser las adecuadas. Y esta noche lo eran. Tu ahí solo… la madre enferma… haciendo autostop…"

"Si me hubiese quedado con el viejo, nada de esto habría pasado," dije. "O sí?" Ahora podía oler a Staub claramente, el penetrante olor de los químicos y el opaco y tosco olor de la carne en descomposición y me pregunté como pude haberlo dejado ir, o equivocarme por otra cosa.

"Es difícil decirlo," replicó Staub. "Tal vez ese viejo del que hablas también estuviese muerto."

Pensé en la escalofriante voz de vidrios rotos del anciano, los manoseos al calzoncillo. No, él no estaba muerto, y yo había cambiado el olor a meados de su viejo Dodge por algo pero que mucho peor.

"De cualquier manera, colega, no tenemos tiempo para hablar de eso ya. Ocho kilómetros más y estaremos viendo casas de nuevo. Otros once kilómetros y habremos llegado al límite de la ciudad de Lewiston. Lo que significa que ahora tienes que tomar una decisión."

"Decidir qué? Pregunté, solo que ya sabía la respuesta."Quién cabalga la Bala y quién se queda en tierra firme. Tú o tu madre." Se volvió y me

miró con sus ojos inundados de luz de luna. Sonrió más ampliamente y me percaté de que le faltaban casi todos los dientes, perdidos en el accidente. Palmeó la circunferencia del volante. "Te llevaré conmigo, colega. Y puesto que estás aquí, te toca elegir. ¿Qué eliges?"

No puedes estar hablando en serio, me vino a los labios, pero qué caso tendría decir aquello, o cualquier otra cosa?

Por supuesto, él hablaba en serio. Mortalmente en serio.Pensé en todos los años que ella y yo habíamos pasado juntos, Alan y Jean Parker contra

el mundo. Muchos ratos buenos y más que unos cuantos realmente malos. Los remiendos en mis pantalones y los trastos con comida. La mayoría de los niños llevaban 25 centavos por semana para conseguirse un almuerzo caliente, y yo siempre llevaba un emparedado de mantequilla de maní o un trozo de bologna en un pan del día anterior como un chico de esas tontas historias de-mendigo-a-millonario. Dios sabía en cuántos restaurantes y estanquillos diferentes ella había trabajado para sostenernos. Las veces que había tomado el día en el trabajo para ver al representante de AND, vestida con su mejor traje de pantalón, y él sentado en la mecedora de nuestra cocina vistiendo su propio traje que incluso un niño de nueve años como yo podía decir que era mucho más fino que el de ella. Con una pizarra en su regazo y un rollizo y reluciente bolígrafo entre los dedos. Las respuestas de ella, las insultantes y embarazosas preguntas que él hacía y ella con una falsa sonrisa en los labios, ofreciéndole incluso más café porque si él entregaba el reporte adecuado, entonces ella podría ganar cincuenta dólares extra al mes. Cincuenta miserables pavos. Verla recostada en su cama una vez que el tipo salía, llorando, y cuando yo llegaba a sentarme a su lado intentaba sonreír y decía que el AND no era apto para ofrecer Ayuda a Niños Dependientes sino solamente a cabezas huecas. Me había reído y ella se había reído también, porque tenías que reír, eso ya lo sabíamos. Cuando solo eras tú y tu obesa madre fumadora contra el mundo, la risa era a menudo la única forma en la que podías sobrellevar las cosas sin volverte loco y destrozarte los puños contra las paredes.

Pero era más que eso, sabes. Para la gente como nosotros, gente pequeña que se escurría por el mundo como ratones de caricatura, algunas veces reírse de los imbéciles era la única forma de vengarte de alguna manera. Ella en todos esos empleos y trabajando dobles jornadas y curando sus tobillos cuando se lastimaba y guardando sus propinas en un jarrón que rezaba FONDO PARA EL COLEGIO DE ALAN –justo como una de esas tontas historias de-mendigo-a-millonario, sí, sí –y diciéndome una y otra vez que debía trabajar duro, que otros chicos tal vez pudiesen darse el lujo de jugar a Freddy el mamoncete en el colegio, pero yo no podía porque ella sí que podía separar sus propinas hasta que llegara el día del juicio y aún entonces

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no sería suficiente, al final, todo se reducía a becas y préstamos si es que yo iba a ir a la universidad, y tenía que hacerlo pues esa era la única salida para mí… y para ella.

Así que trabajé duro, si quieres pensar que lo hice, porque no era ciego –veía cuánto había engordado, cuánto fumaba (eso era su único placer personal… su único vicio si lo ves por ese lado), y yo sabía que algún día nuestros roles se intercambiarían y sería yo quien viese por ella. Con una educación universitaria y un buen empleo, tal vez pudiese hacerlo. Quería hacerlo. La amaba. Ella tenía un fiero temperamento y una lengua muy afilada-

Aquel día que hacíamos fila esperando la Bala, cuando me acobardé, no fue la única ocasión en que ella me diese un manotazo o me gritase- pero yo la amaba a pesar de eso. En parte la amaba incluso por eso. La amaba igualmente cuando me golpeaba como cuando me besaba. ¿Entiendes eso? Yo también. Y eso es bueno. No creo que puedas resumir vidas, o exponer a las familias, y nosotros éramos una familia, ella y yo, la más pequeña de las familias, una pequeña familia de dos, un secreto compartido. Si lo hubieses preguntado, te hubiese dicho que lo daba todo por ella. Y ahora eso era exactamente lo que se me pedía. Se me pedía que muriese por ella, morir en su lugar, aún cuando ella había vivido ya la mitad de su vida, probablemente mucho más. Yo apenas comenzaba a vivir la mía.

"¿Que dices, Al?" Preguntó George Staub. "El tiempo corre"."No puedo decidir algo así," Dije roncamente. La luna navegaba sobre el camino, ligera y

brillante."No es justo que me lo pidas"."Lo sé, y créeme, eso es lo que todos dicen." Entonces, bajó su tono de voz. "Pero déjame

decirte algo - si no te has decidido para cuando lleguemos a ver las primeras luces de las casas, tendré que llevaros a ambos." Frunció el ceño, después se iluminó su rostro, como si recordase que también había buenas noticias. "Podríais cabalgar juntos en el asiento trasero, hablar de los viejos tiempos, eso es."

"¿Cabalgar hacia dónde?"No respondió. Quizá no sabía.Los árboles impregnaban la vista como tinta negra. Los faros del auto se apresuraban

delante al recorrer la carretera. Yo tenía veintiún años. No era virgen pero solamente había estado una vez con una chica y estaba borracho y no podía recordar claramente cómo se había sentido aquello. Había como mil lugares que quería visitar –Los Ángeles, Tahití, tal vez Luchenbach, Texas- y mil cosas que quería hacer. Mi madre tenía cuarenta y ocho años y eso era ser vieja, maldición. La Sra. McCurdy no lo decía porque ella misma era vieja. Mi madre había hecho lo correcto por mí, trabajar todas esas horas y cuidarme, pero, ¿acaso yo le había escogido su vida? ¿Había pedido nacer y demandado que viviera para mí? Ella tenía cuarenta y ocho. Yo tenía veintiuno. Tenía, como dicen, toda la vida por delante. ¿Pero era esa la forma en que debías juzgar? ¿Cómo decidías algo así? ¿Cómo podrías decidir algo así?

El bosque pasaba deprisa, la luna parecía mirar hacia abajo como un ojo brillante y mortal."Mas vale que te apresures, hombre," dijo George Staub. "Se nos termina la naturaleza."Abrí la boca e intenté hablar. Nada salió salvo un árido susurro."Mira, hay una cosa," dijo él, rebuscando en la parte posterior del auto. Su remera se jaló

hacia atrás nuevamente y tuve otra visión de la línea negra de su vientre suturado (hubiese preferido pasar de ella). Habría aún entrañas ahí dentro o solamente relleno humedecido en químicos.

Entonces echó la mano nuevamente hacia delante, había una lata de cerveza en ella –una de esas que había comprado en la tienda del límite estatal, presumiblemente.

"Yo sé cómo es esto," dijo- "El estrés te seca la garganta. Aquí tienes."Me dio la lata. La tomé, tiré del tapón de argolla y bebí profundamente. El sabor de la

cerveza al bajar por mi garganta era frío y amargo. Nunca antes había bebido cerveza. No la tolero. Apenas puedo soportar los anuncios de televisión.

Delante de nosotros, en la tempestuosa noche, apareció ante nosotros una luz amarillenta."Date prisa, Al –debo acelerar–. Aquella es la primer casa, justo en la cima de esa colina. Si

tienes algo que decirme, más vale que me lo digas ahora."La luz desapareció y después reapareció, solo que ahora eran varias luces. Eran ventanas,

detrás de ellas habría gente ordinaria haciendo cosas ordinarias –mirando televisión, alimentando al gato, tal vez golpeándose en el baño.

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Pensé en nosotros de pie en la fila en Thrill Village, Jean y Alan Parker, una mujer grande con manchones oscuros de sudor bajo las axilas de su vestido de verano y su pequeño hijo. Ella no quería hacer fila, Staub tenía razón en ello… pero yo había fastidiado, fastidiado, fastidiado. También tenía razón sobre eso.

Ella me había dado un manotazo, pero también había esperado de pie ahí conmigo. Había esperado junto a mí en muchas filas, y podría repasar todo eso de nuevo, todos los argumentos, los pros y los contras, pero no había tiempo.

"Llévala," dije cuando las luces de la primera casa se deslizaron hacia el Mustang. Mi voz era ronca, rancia y fuerte. "Llévala, llévate a mi má, no me lleves a mí."

Arrojé la lata de cerveza al suelo del auto y me llevé las manos al rostro. Entonces él me tocó, tomando el frente de mi remera, sus dedos buscando a tientas, y pensé –con una súbita claridad –que todo había sido una prueba. Había fallado y ahora él me iba a sacar el corazón desbocado del pecho, como un malvado djiin en uno de esos crueles cuentos de hadas Árabes. Grité. Entonces sus dedos se soltaron –fue como si hubiese cambiado de opinión en el último segundo- y se inclinó más allá de mí. Por un momento mi nariz y pulmones estuvieron tan llenos de su olor a muerte, que estuve seguro que me había muerto. Entonces escuché el chasquido de la puerta al abrirse y el frío y fresco aire entrando, llevándose el olor a muerte.

"Dulces sueños, Al," gruñó en mi oído y entonces me empujó. Salí rodando hacia la oscuridad y el viento de la noche de Octubre con los ojos cerrados y mis manos levantadas, y mi cuerpo tensando por cualquier posibilidad de fracturarme en la caída. Posiblemente grité. No puedo recordarlo con certeza.

La caída no llegó y tras un momento que se me antojó interminable, me di cuenta que de hecho me encontraba ya en el suelo – podía sentirlo bajo mi cuerpo. Abrí los ojos, y los apreté fuertemente cerrándolos de nuevo. El resplandor de la luna era cegador. Sentí una punzada de dolor en mi cabeza, que se centraba detrás de mis ojos, ahí donde sientes dolor cuando repentinamente ves una luz muy brillante, pero algo más abajo hacia la nuca. Me di cuenta que mis piernas y ahí abajo estaban húmedos. Pero no me importó. Estaba en el suelo, y eso era lo que me importaba.

Me apoyé en los codos y abrí una vez más los ojos, más cuidadosamente en esta ocasión. Creía saber ya dónde me encontraba, y un vistazo alrededor fue suficiente para confirmarlo: me encontraba yaciendo de espaldas en el pequeño cementerio en la cima de Ridge Road.

- TERCERA PARTE - La luna se hallaba ahora casi directamente encima de mí, con un intenso brillo pero mucho

más pequeña de lo que había estado momentos antes. La niebla era también más densa, esparciéndose sobre el cementerio como un manto. Algunos epitafios se elevaban sobre ella como islas de piedra. Intenté ponerme de pie y otra punzada de dolor me atenazó la nuca. Me llevé la mano hasta ahí y sentí un bulto. También noté humedad pegajosa. Miré mi mano. A la luz de la luna, la sangre que escurría entre mis dedos parecía negra.

Al segundo intento conseguí ponerme en pie, y permanecí así tambaleándome entre las lápidas y hasta las rodillas de niebla. No podía ver mi mochila pues la niebla la había ocultado, pero sabía dónde estaba. Si caminaba por el sendero hacia la hendidura a la izquierda del terreno la encontraría. Demonios, incluso era posible que tropezase con ella.

Así pues esta era mi historia, pulcramente empacada y atada con un listón: Me había detenido para tomar un descanso en la cima de esta colina, me había internado en el cementerio para echar un vistazo por ahí, y al volver de visitar la lápida de un tal George Staub había tropezado con mis enormes y torpes pies. Caí, me golpeé la cabeza en una de las lápidas. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente? No era lo suficientemente sabio como para adivinarlo con el movimiento de la luna y precisión de minutos, pero debió ser por lo menos una hora. Tiempo suficiente para tener aquel sueño que había tenido sobre haber cabalgado con un muerto. ¿Qué muerto? George Staub, desde luego, el nombre que había leído en el epitafio de la lápida justo antes de que apagaran las luces. Era el final típico, o no? Cielos-vaya-sueño-que-he-tenido. Y cuando llegase a Lewiston y me encontrase con que mi madre había muerto? Solo una ligera sensación de premonición en la noche, dejémoslo así. Era la clase de historia que podrías contar años después, casi al final de alguna reunión, y la gente asentiría con la cabeza pensativamente y se pondría solemne y algún imbécil con

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remiendos de piel en los codos de su chaqueta de pana diría que hay más cosas sobre el cielo y la tierra de las que se pudiera soñar en nuestra filosofía y entonces-

"Entonces una mierda," Grazné. La parte alta de la niebla se movía lentamente, como en un espejo empañado. "Nunca hablaré sobre esto. Nunca, en toda mi vida, ni siquiera en mi lecho de muerte."

Pero había ocurrido todo como yo lo recordaba, eso era un hecho. George Staub se había aparecido y me había llevado en su Mustang. El viejo colega de Ichabod Crane con la cabeza suturada en vez de bajo su brazo, exigiendo que tomara una decisión. Y yo había elegido –enfrentado a las cercanas luces de la primer casa había traficado con la vida de mi madre sin apenas una pausa. Podía ser comprensible, pero eso no evitaba que la culpa disminuyera en absoluto. Su muerte parecería natural –demonios, debía ser natural – y así era como yo pretendía dejarlo.

Me dirigí hacia fuera del cementerio por el sendero izquierdo y entonces mis pies se toparon con mi mochila. La levanté y la colgué de nuevo sobre mis hombros. Aparecieron unos faros al pie de la colina casi de manera espontánea. Saqué el pulgar, extrañamente seguro de que se trataba del viejo del Dodge –había regresado a buscarme, por supuesto que sí, le daba a la historia el redondeo final.

Solo que no se trataba del viejo. Era un granjero que mascaba tabaco en una ranchera Ford llena de cestos de manzanas, un tipo perfectamente ordinario: ni viejo ni muerto.

"Hacia dónde vas, hijo?" Me preguntó, y cuando le respondí, añadió, "Eso nos irá bien a ambos".

Menos de cuarenta minutos más tarde, a las nueve y veinte, me dejo frente al Central Maine Medical Center. "Buena suerte. Espero que tu má se recupere."

"Gracias," dije y abrí la puerta."Me di cuenta de que estabas muy nervioso al respecto, pero es más probable que se

encuentre bien. Debes conseguir algo de desinfectante para esas, dijo" Señaló a mis manos.Bajé la vista y vi las profundas marcas amoratadas en los dorsos. Recuerdo haberlas

entrelazado fuertemente, clavándome las uñas, sintiendo pero incapaz de detenerme. Y recordaba los ojos de Staub, llenos de luz de luna como agua radiante. Cabalgaste la Bala? Yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces.

"¿Hijo?" Preguntó el conductor de la ranchera. "¿Estas bien?""Eh?""Estas temblando.""Estoy bien," dije. "Gracias otra vez." Cerré la puerta de la ranchera y me dirigí hacia la

amplia entrada tras la línea de sillas de ruedas aparcadas que brillaban con la luz de la luna.Caminé hacia el módulo de información, recordándome que debía parecer sorprendido

cuando me dijesen que ella había muerto, debía parecer sorprendido, ellos lo verían curioso si no lo pareciese… o quizá pensarían que me encontraba en shock… o que no nos llevábamos bien… o …

Cavilaba tan profundamente en estos pensamientos que al principio no comprendí lo que la mujer tras el escritorio de información me dijo. Tuve que pedir que lo repitiese.

"Decía que ella está en la habitación 487, pero no puede subir ahora. Las horas de visita terminan a las nueve."

"Pero…" Repentinamente me sentí muy confundido. Me aferré al borde del escritorio. La estancia estaba iluminada con tubos fluorescentes, y al brillo de la luz, los cortes en los dorsos de mis manos resaltaban claramente – ocho pequeñas curvas amoratadas, justo sobre los nudillos. El hombre de la ranchera tenía razón, debía conseguir algo de desinfectante.

La mujer tras el escritorio me miraba pacientemente. La placa frente a ella, decía que su nombre era IVONNE EDERLE.

"¿Pero, ella está bien?"Miró en su ordenador. "Lo que dice aquí es S. Significa satisfactorio. Y el cuarto piso es la

sala general. Si su madre hubiese tenido algún cambio a peor, se encontraría en la UCI. Que está en el tercer piso. Estoy segura que si vuelve usted mañana, la encontrará muy bien. Las horas de visita comienzan a las - "

"Ella es mi má," Dije. "He venido en autostop desde la Universidad de Maine para verla. ¿No cree usted que podría subir al menos unos minutos?"

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"Algunas veces hacemos excepciones para los familiares más cercanos," dijo ella sonriéndome. "Aguarde un momento. Veré qué puedo hacer." Levantó el teléfono y pulsó un par de botones, sin duda para llamar a la estación de enfermeras del cuarto piso, y pude ver el curso de los siguientes minutos como

Si realmente tuviese una segunda visión. Yvonne, la dama de Información preguntaría si el hijo de la Sra. Parker, en la habitación 487 podría subir por un par de minutos – lo suficiente para dar a su madre un beso y alguna palabra de aliento – y la enfermera diría oh Dios, la Sra. Parker murió hace menos de quince minutos, apenas la enviamos a la morgue, no hemos tenido oportunidad de actualizar los datos en el ordenador, esto es terrible.

La mujer del escritorio dijo, "Muriel? Habla Yvonne. Hay un joven aquí conmigo, su nombre es -" Ella me miró con las cejas enarcadas y le di mi nombre. "- Alan Parker. Su madre es Jean Parker que está en la 487, Me pregunta si podría…"

Se detuvo. Escuchando. En la otra línea, la enfermera del cuarto piso sin duda le comunicaba que Jean Parker estaba muerta.

"Está bien," Dijo Yvonne. "Sí, entiendo". Permaneció en silencio un momento, con la mirada perdida, entonces colocó el auricular sobre su hombro y dijo, "Está enviando a Anne Corrigan a que le eche un vistazo. Solo tomará un segundo."

"Yvonne frunció el entrecejo "Disculpa?""Nada," Dije. "Ha sido una larga noche y - ""-Y está usted preocupado por su madre. Desde luego. Creo que es usted un buen hijo en

dejar todo como lo hizo y venir hasta acá."Yo sospechaba que la opinión que tenía Yvonne Ederle sobre mí daría un abrupto giro si

hubiese escuchado mi conversación con el joven tras el volante del Mustang, pero por supuesto, no había ocurrido. Eso era un pequeño secreto, sólo entre George y yo.

Parecía que habían transcurrido horas desde que me encontrara de pie bajo los tubos fluorescentes, esperando a que la enfermera del cuarto piso volviese a ponerse en la línea. Yvonne tenía unos papeles frente a ella. Bajó su bolígrafo hacia uno de ellos, marcando claras líneas al lado de algunos de los nombres, y se me ocurrió que si realmente existiese un Ángel de la Muerte, él o ella sería probablemente como esta mujer, un funcionario ligeramente sobrecargado de trabajo con un escritorio, un ordenador y mucho papeleo. Yvonne mantuvo el auricular entre su oído y un hombro levantado. El altavoz decía que se solicitaba al Dr. Farquahr en radiología, Dr. Farquahr. En el cuarto piso, una enfermera llamada Anne Corrigan estaría ahora viendo a mi madre, yaciendo muerta en su cama con los ojos abiertos, el rictus de su boca inducido por el infarto, finalmente relajado.

Yvonne se enderezó al recibir respuesta por la otra línea. Escuchó, entonces dijo: "De acuerdo, si, entiendo. Lo haré. Por supuesto, lo haré. Gracias, Muriel." Colgó el teléfono y me miró solemnemente. "Muriel dice que puede usted subir, pero solamente podrá quedarse cinco minutos. Le han dado a su madre píldoras para dormir, y se encuentra algo sedada."

Me quedé ahí boquiabierto.Su sonrisa se desvaneció un poco. "Seguro se encuentra bien Sr. Parker?""Sí," respondí. "Supongo que había pensado -"Volvió a sonreír. Esta vez era una sonrisa de simpatía."Mucha gente piensa eso," dijo. "Es comprensible. Usted recibe de la nada una llamada, se

apresura a llegar aquí… es comprensible que piense lo peor. Pero Muriel no le permitiría subir a su piso si su madre no se encontrase bien. Créame."

"Gracias," dije. "Muchas gracias de verdad."Mientras me alejaba, ella me dijo: "¿Sr. Parker? ¿Si usted viene de la Universidad de Maine

al norte, podría preguntarle por qué lleva puesto ese botón? Thrill Village está en New Hampshire, ¿o no?"

Bajé la vista a mi remera y vi el botón prendido al bolsillo del pecho: CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Recordé haber creído que él intentaba arrancarme el corazón. Ahora lo comprendía: él lo había prendido a mi remera justo antes de arrojarme hacia la noche. Era su forma de marcarme, de hacer nuestro encuentro imposible de negar. Los cortes en los dorsos de mis manos así lo demostraban, el botón en mi remera, también. Él me había pedido que eligiese y yo lo había hecho.

Entonces, ¿cómo podía mi madre seguir con vida?

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"¿Esto?" Toqué el botón con la punta de mi pulgar, e incluso lo lustré un poco. "Es mi amuleto de la buena suerte."

La mentira era tan horrible que tenía una suerte de esplendor."Lo obtuve cuando estuve ahí con mi madre, hace mucho tiempo. Ella me llevó a la Bala."Yvonne, la dama de Información sonrió como si fuese lo más dulce que jamás hubiese

oído. "Déle un abrazo y un beso." Dijo. "El verle a usted le hará dormir mejor que cualquier píldora que tengan los doctores." Señaló. "Los ascensores están por ahí, doblando la esquina."

Concluidas las horas de visita, yo era la única persona esperando ascensor. Había un basurero a la izquierda de un quiosco, que se encontraba cerrado y a oscuras. Me quité el botón de la remera y lo arrojé en el basurero. Después me froté la mano contra el pantalón. Todavía la estaba frotando cuando la puerta de un ascensor se abrió. Entré y pulsé el número cuatro. La cabina comenzó a subir.

Arriba de los botones que indicaban los pisos, había un cartel que anunciaba una campaña de donación de sangre para la siguiente semana. Al leerlo, una idea me acometió… excepto que no era tanto una idea sino una certeza. Mi madre estaba muriendo ahora, en este preciso instante, mientras subía hacia ella en este lento ascensor industrial. Yo había elegido, por lo tanto yo la hallaría muerta. Tenía sentido.

La puerta del ascensor se abrió y mostró otro cartel. Este mostraba un dedo de caricatura presionando unos grandes labios rojos de caricatura. Bajo ellos había una leyenda en letras rojas ¡NUESTROS PACIENTES AGRADECEN SU SILENCIO! Más allá de la estancia, había un corredor que iba hacia derecha e izquierda. Los números nones se encontraban a la izquierda.

Caminé por ese corredor, mis zapatillas parecían ganar peso a cada paso. Aminoré la marcha en los cuatrocientos setenta, y me detuve completamente entre el 481 y el 483. No podía hacer esto. Un sudor frío y pegajoso como jarabe a medio helar me resbalaba por la cabeza en pequeños ríos. Mi estómago estaba hecho nudo como un lustroso guante. No, no podía hacerlo. Mejor era dar marcha atrás como todo el cobarde gallina que yo era. Haría autostop hasta Harlow y llamaría a la Sra. McCurdy por la mañana. Sería más fácil encarar las cosas por la mañana.

Comencé a girarme, y entonces una enfermera asomó la cabeza dos habitaciones más allá… en la habitación de mi madre.

"Sr. Parker?" Preguntó en voz queda.Por un loco instante, casi lo niego. Entonces asentí."Venga. Deprisa. Se va."Eran las palabras que yo esperaba, pero aún así sentí un estremecimiento de terror y doblé

las rodillas.La enfermera lo vio y caminó deprisa hacia mí, su falda ondeando y su rostro alarmado. El

pequeño fistol dorado en su pecho rezaba ANNE CORRIGAN. "No, no, me refiero al sedante… se va a dormir, eso es todo. No irá usted a desmayarse verdad?" Me tomó por el brazo.

"No," Dije yo, sin saber si me desmayaría o no. El mundo ondulaba y mis oídos zumbaban. Pensé en cómo transcurrió el camino en el auto, un filme en blanco y negro y toda esa luz de luna plateada. Cabalgaste la bala? Hombre, yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces.

Anne Corrigan me llevó hacia la habitación y vi a mi madre. Siempre había sido una mujer grande, y la cama de hospital parecía pequeña y angosta, pero casi parecía perderse en ella. Su cabello, ahora más gris que negro, estaba desparramado sobre la almohada. Sus manos yacían en el borde de las sábanas como las manos de un niño, o de una muñeca.

No había rictus congelado como el que yo había imaginado en su rostro, pero su complexión era amarillenta.

Sus ojos estaban cerrados, pero cuando la enfermera a mi lado murmuró su nombre, se abrieron. Tenían un color azul profundo e iridiscente, su parte más joven, perfectamente viva. Por un momento miraron al vacío, y entonces me hallaron. Sonrió e intentó levantar los brazos. Uno se levantó, el otro tembló, se elevó un poco y cayó. "Al," murmuró.

Fui hacia ella, comenzando a llorar. Había una silla junto a la pared, pero no me molesté en tomarla. Me arrodillé en el suelo y puse mis brazos alrededor de ella. Su olor era cálido y limpio. Besé su sien, su mejilla, la comisura de su boca. Levantó su mano sana y deslizó sus dedos bajo uno de mis ojos.

"No llores," murmuró. "No es necesario."

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"Vine tan pronto me enteré," dije. "Betsy McCurdy me llamó.""Le dije… fin de semana," dijo ella. "Dije que el fin de semana estaría bien.""Sí, y al diablo con eso," repliqué y la abracé."¿Arreglaste el auto?""No," dije. "Hice autostop.""Oh cielos," dijo ella. Cada palabra representaba claramente un esfuerzo para ella, pero no

se saltaba letras y no sentí aturdimiento o desorientación en ella. Sabía quién era ella, quién era yo, dónde nos encontrábamos y por qué estábamos ahí. La única señal de que algo andaba mal era su débil brazo izquierdo. Y tuve una gran sensación de alivio. Todo había sido una cruel y práctica broma de Staub… o tal vez no existía un Staub, tal vez todo había sido un sueño después de todo, tan vulgar como podría ser. Ahora que me encontraba aquí, arrodillado junto a su cama, con los brazos a su alrededor, oliendo la remanente fragancia de su perfume de Lavanda, la idea de un sueño se me antojaba mucho más plausible.

"¿Al? Hay sangre en el cuello de tu remera." Sus ojos se cerraron, y después se abrieron lentamente otra vez. Imaginé que debía sentir los tan párpados pesados como yo había sentido mis zapatillas afuera, en el corredor.

"Me golpeé la cabeza má, no es nada.""Bien. Tienes que… cuidarte." Los párpados se cerraron una vez más, se abrieron mucho

más lentamente."Sr. Parker, creo que es mejor que la dejemos dormir ahora,""Probablemente, sí" Dije, rindiéndome. "Está casi en el mismo sitio donde tú me lo diste.""No debí hacerlo," dijo ella. "Hacía calor y estaba cansada, pero aún así… no debí hacerlo.

Quería decirte que lo siento."Mis ojos comenzaron a gotear de nuevo. "Está bien, má. Eso sucedió hace mucho tiempo."Dijo la enfermera detrás de mí. "Ha tenido un día extremadamente difícil.""Lo sé." La besé de nuevo en la comisura de la boca. "Me voy má, pero volveré mañana.""No… Autostop… peligroso.""No lo haré. Conseguiré que me lleve la Sra. McCurdy. Tú duerme.""Dormir… todo lo que hago," dijo. "Estaba en el trabajo descargando la máquina lava

platos. Me dio un dolor de cabeza, Caí. Desperté… aquí." Alzó la vista hacia mí. "Fue un infarto, Dice el doctor… no muy grave."

"Estás bien," dije. Me levanté, y tomé su mano.La piel estaba bien, tan suave como seda mojada. La mano de una persona mayor."Soñé que estábamos en aquel parque de atracciones en New Hampshire," dijo.Bajé la vista hacia ella, sintiendo mi piel enfriarse completamente. "¿En serio?""Ajá. Esperábamos en la fila para ese que va… muy alto. ¿Recuerdas ese?""La Bala," dije. "Lo recuerdo má.""Tú tenías miedo y yo grité. Te grité.""No, ma, tú-"Su mano se oprimió la mía y las comisuras de su boca se contrajeron en una delgada línea.

Era un fantasma de su antigua expresión de impaciencia."Si," dijo. "Te grité y te manoteé. Detrás… en el cuello, ¿verdad?"Nunca pudiste cabalgar," murmuró ella."Sí, lo hice" dije. "Al final, lo hice."Ella me sonrió. Se veía pequeña y débil, a kilómetros aquella enfadada, sudorosa y

musculosa mujer que me había gritado cuando finalmente habíamos llegado al inicio de la fila, que me había gritado y golpeado en la nuca. Debió haber visto algo en la cara de alguien –alguna de las otras personas que esperaban para cabalgar la Bala- porque recuerdo que dijo algo como ¿Qué estás mirando encanto? Mientras me llevaba de la mano, yo lloriqueando bajo el cálido sol de verano, frotándome la nuca… solo que realmente no dolía, no me había manoteado tan fuerte, principalmente recuerdo cuán agradecido me sentía de librarme de aquella alta y ondeante estructura con las cápsulas a cada lado, aquella revolvente máquina de gritos.

"Sr. Parker, realmente tiene que irse," dijo la enfermera. Levanté la mano de mi madre y besé sus nudillos.

"Te veré mañana," dije "Te amo má.""Yo también a ti, Alan… lamento las veces que te golpeé. No debí hacerlo así."

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Pero lo había hecho, había sido su forma de hacerlo. No sabía cómo decirle que lo sabía y que lo aceptaba. Era parte de nuestro secreto familiar, algo que se susurra a través de las terminaciones nerviosas.

"Te veré mañana, má, de acuerdo?"No respondió. Sus ojos se habían cerrado de nuevo, y esta vez no los abrió. Su pecho

subía y bajaba lenta y regularmente. Me alejé de la cama, sin apartar la vista de ella.En la estancia, le dije a la enfermera, "¿Realmente estará bien? ¿Realmente bien?""Nadie puede saberlo con certeza, Sr. Parker. Ella es paciente del Dr. Nunnally. Él es muy

bueno. Estará en el piso mañana por la tarde y podrá preguntarle -""Dígame lo que usted cree.""Yo creo que estará bien," dijo la enfermera, guiándome de vuelta hacia la estancia del

ascensor."Sus signos vitales son fuertes, y los efectos residuales sugieren un infarto muy leve."

Frunció un poco el ceño."Tendrá que hacer algunos cambios, desde luego. En su dieta… su estilo de vida…""El cigarrillo quiere decir.""Oh sí. Eso tendrá que terminar." Lo decía como si el hecho de que mi madre dejase el

hábito de toda su vida fuese tan fácil como mover un jarrón de una mesa en la sala de estar y llevarlo al recibidor. Pulsé el botón de los ascensores, y la puerta de la cabina en que había subido se abrió al instante. Las cosas claramente se movían más despacio en el CMMC cuando las horas de visita habían concluido.

"Gracias por todo" dije."No hay de qué. Lamento haberlo asustado. Lo que dije fue realmente estúpido.""De ninguna manera," Dije, aunque estaba de acuerdo. "Ni lo mencione."Entré en el ascensor y pulsé el botón del recibidor. La enfermera levantó la mano y ondeó

los dedos. Yo le devolví el gesto y entonces la puerta se deslizó entre nosotros. La cabina comenzó su descenso. Miré las marcas de uñas en los dorsos de mis manos y pensé que era una criatura abominable, lo más bajo entre lo bajo. Aún cuando todo hubiese sido un sueño, yo era lo más bajo entre lo más malditamente bajo. Llévala, había dicho. Era mi madre pero me había dado igual. Llévate a mi má, no me lleves a mí. Ella me había criado, había trabajado horas extra por mí, había esperado en la fila conmigo bajo el ardiente sol del verano en el parque de diversiones de un polvoriento pueblucho de New Hampshire, y al final, yo apenas había dudado. Llévala, no me lleves a mí. Gallina, gallina, jodido gallina de mierda.

Cuando se abrió la puerta del ascensor salí, tomé el borde del basurero, y ahí estaba, yaciendo en el fondo de un vaso de papel con café a medio terminar de alguien: CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA.

Me incliné, saqué el botón de los fríos restos de café donde se encontraba, lo sequé con mis pantalones y lo metí en mi bolsillo. Arrojarlo a la basura había sido una mala idea. Era mi botón ahora – amuleto de buena o mala suerte, era mío. Salí del hospital, despidiéndome brevemente de Yvonne. Afuera, la luna cabalgaba el umbral del cielo, inundando el mundo con su luz extraña y perfectamente soñadora. Nunca me había sentido tan cansado ni tan alicaído en toda mi vida. Deseé poder elegir de nuevo. Habría hecho una elección distinta. Lo que resultaba cómico –si la hubiese encontrado muerta como suponía que sería, creo que hubiese podido vivir con ello. Después de todo no era así como se suponía debían terminar esta clase de historias?

Nadie querría llevar a un tipo en el pueblo, había dicho el viejo de los calzoncillos, y cuán cierto era. Caminé atravesando todo Lewiston –tres docenas de calles de Lisbon Street y nueve calles de Canal Street, pasando por los clubes nocturnos con las gramolas tocando viejas canciones de Foreigner, y Led Zeppelin y AC/DC en Francés –sin mostrar mi pulgar una sola vez. No habría dado resultado. Ya pasaban de las once antes que llegara a DeMuth Bridge. Una vez en el lado de Harlow, el primer auto al que mostré el pulgar se detuvo. Cuarenta minutos más tarde estaba buscando la llave bajo la carretilla roja junto a la puerta del cobertizo trasero, y diez minutos después, estaba en la cama. Mientras me tumbaba en ella, se me ocurrió que era la primera vez en mi vida que dormía solo en aquella casa.

Fue el teléfono el que me despertó a las doce y cuarto del medio día. Pensé que sería del hospital, alguien del hospital me diría que mi madre había tenido un abrupto cambio a peor y había muerto hacía solo unos minutos, que pena.

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Pero era solamente la Sra. McCurdy, queriendo asegurarse que había llegado bien a casa, queriendo saber todos los detalles de mi visita la noche anterior (me hizo contárselo tres veces, y hacia el final de la tercer recitación, me comenzaba a sentir como un criminal al que se interroga por cargos de asesinato), también quería saber si podría ir con ella al hospital esa tarde. Le dije que eso sería estupendo.

Cuando colgué crucé la habitación hacia la puerta: Aquí había un espejo de cuerpo completo. En él se reflejaba un joven alto sin afeitar, con una pequeña barriga, vestido únicamente con ondeantes calzoncillos largos. "Debes encargarte de eso grandullón", le dije a mi reflejo. No puedes continuar viviendo y pensando que cada vez que suene el teléfono será alguien diciéndote que tu madre ha muerto.

No es que lo pensara. El tiempo borraría el recuerdo, siempre lo hacía… pero era sorprendente cuán real e inmediata me parecía la noche anterior. Cada filo y vértice era agudo y claro. Todavía podía ver el joven y bien parecido rostro de Staub bajo su gorra volteada al revés, y el cigarrillo detrás de su oreja y la forma en

La que el humo escapaba de la incisión en su cuello al inhalar.Todavía podía oírlo contando la historia del Cadillac que se vendía barato. El tiempo

desvanecería los filos y redondearía los bordes pero, tomaría tiempo.Después de todo, conservaba el botón, lo había dejado sobre el buró junto a la puerta del

baño. El botón era mi recuerdo. Algo que probaba que en realidad todo había sucedido.Había un equipo modular anticuado en el rincón de la habitación y rebusqué entre mis

viejas cintas, buscando algo que escuchar mientras me afeitaba. Encontré una marcada FOLK MIX y la puse en el toca cintas. La había hecho en la escuela secundaria y apenas podía recordar lo que había en ella. Bob Dylan cantaba sobre la triste muerte de Hattie Caroll, Tom Paxton cantaba sobre su colega trotamundos y después, Dave Van Roak comenzó a cantar el Blues de la Cocaína.

A mitad del tercer verso me detuve con la navaja de afeitar sobre la mejilla. Got a handful of whiskey and a bellyful of gin2, Dave cantaba con su áspera voz. Doctor say it kill me but he don’t say when3. Y esa era la respuesta, claro.

Una conciencia culpable me había llevado a asumir que mi madre moriría inmediatamente y Staub no había corregido esa asunción –cómo podía, cuando ni siquiera había yo preguntado?- pero obviamente era falso.

Doctor say it kill me but he don´t say when. Sobre qué en el nombre de Dios me estaba atormentando?¿No había sido mi elección más susceptible al orden natural de las cosas? ¿Acaso no

sobrevivían los hijos a sus padres?El hijo de puta había intentado asustarme –hacerme sentir culpable- pero no tuve que

comprar lo que él vendía, ¿o sí?Acaso no cabalgábamos todos la Bala al final?Estás sólo intentando quitártelo de encima. Tratando de hacerlo parecer correcto. Tal vez lo

que piensas es cierto… pero, cuando él te pidió elegir, la elegiste a ella. No hay manera de cambiar eso, amigo – la elegiste a ella.

Abrí los ojos y miré mi rostro en el espejo. "Hice lo que tenía que hacer" Dije. Realmente no lo creía pero suponía que lo haría con el tiempo.

La Sra. McCurdy y yo fuimos a ver a mi madre y se encontraba un poco mejor. Le pregunté si recordaba su sueño sobre Thrill Village, en Laconia, ella negó con la cabeza. "Apenas recuerdo que viniste anoche," dijo "estaba terriblemente somnolienta. Importa eso?"

"Nop," dije y besé su sien. "En absoluto".Mi má salió del hospital cinco días después. Tuvo una leve cojera durante un tiempo, pero

al cabo de un mes había vuelto al trabajo – al principio media jornada y después tiempo completo, como si nada hubiera ocurrido. Yo volví al colegio y obtuve un empleo en Pat’s Pizza en el centro de Orono. La paga no era sensacional, pero fue suficiente para reparar mi auto.

Eso estaba bien. Perdí el poco gusto que me había quedado por hacer autostop.Mi madre intentó dejar de fumar y lo logró durante un tiempo. Después volví del colegio en

Abril por las vacaciones con un día de anticipación y encontré nuestra cocina tan humeante como de costumbre. Ella me miró con ojos que parecían tanto avergonzados como desafiantes.

2 Tengo la barriga llena de whisky y la cabeza de ginebra.3 El doctor dice que me matará pero no me dice cuándo.

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"No puedo" Dijo. "Sé que quieres que lo deje, y sé que debo hacerlo, pero hay un vacío tan grande en mi vida sin él. Nada lo llena. Lo mejor que puedo hacer es desear nunca haber comenzado."

Dos semanas después de graduarme en la universidad, mi má sufrió otro infarto – solo uno pequeño. Intentó nuevamente dejar de fumar cuando el doctor la reprendió y después aumentó 25 kilos y volvió al tabaco. "Como el perro se voltea hacia el propio vómito" dice la Biblia, siempre me había gustado aquello.

Obtuve un empleo bastante bueno en Portland en mi primer intento –afortunado, supongo, y comencé la labor de convencerla de dejar su empleo. Fue un verdadero estira y afloja al principio.

Tal vez el disgusto me hizo abandonar idea, pero yo conservaba un recuerdo que me mantenía alejándome de sus defensas Yankees.

"Debes ahorrar para tu propia vida y no cuidar de mí," dijo ella. "Querrás casarte algún día, Al, y lo que gastes en mí no te servirá para ello. Para tu verdadera vida."

"Tú eres mi verdadera vida," le dije y la besé. "Podrá o no gustarte, pero así son las cosas."Y finalmente, arrojó la toalla.Tuvimos unos años bastante buenos después de eso –siete en total. No vivía con ella, pero

la visitaba casi a diario. Jugábamos mucho gin rummy y veíamos muchas películas en la video grabadora que le había comprado. Tenía un balde cargado de risas, como solía decir ella. Yo no sabía si le debí esos años a George Staub o no, pero fueron buenos años. Y mi recuerdo de la noche en que conocí a George Staub nunca se desvaneció y se transformó en algo como un sueño, como siempre esperé que sucediera, cada incidente, desde el viejo diciéndome que pidiera un deseo a la luna campestre, a los dedos buscando a tientas sobre mi remera mientras Staub me prendía el botón permanecían perfectamente claros. Sabía que aún lo tenía cuando me había mudado a mi pequeño apartamento en Falmouth, lo guardé en el primer cajón de mi mesilla de noche, junto con un par de peines, mi juego de gemelos4, y un viejo botón político que decía BILL CLINTON, EL PRESIDENTE DEL SAXO SEGURO- pero después lo había perdido. Y cuando el teléfono sonó un día o dos mas tarde, sabía por qué estaba llorando la Sra. McCurdy. Eran las malas noticias que realmente nuca dejé de esperar; lo divertido es divertido, y lo hecho hecho está.

Cuando terminó el funeral, y el velatorio, y las aparentemente interminables filas de dolientes,

Me mudé de nuevo a la pequeña casa en Harlow donde mi madre había pasado sus últimos años, fumando y comiendo rosquillas azucaradas. Habíamos sido Alan y Jean Parker contra el mundo, ahora sólo quedaba yo.

Busqué entre sus efectos personales, separando los papeles con los que tendría que lidiar más tarde, empacando en un rincón de la habitación, las cosas que quería conservar y en otro, las cosas que quería regalar a la Beneficencia. Casi al terminar la faena, me arrodillé y miré bajo su cama y ahí estaba, lo que había buscado por todas partes sin realmente aceptarlo: un polvoriento botón que rezaba CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Curvé la mano alrededor de él. El fistol se clavó en mi carne y lo apreté aún más, sintiendo un placer amargo en el dolor. Cuando abrí nuevamente los dedos, tenía los ojos llenos de lágrimas y las palabras del botón parecían duplicarse, sobreponiéndose unas con otras en la trémula luz. Era como ver una película en tercera dimensión sin usar las gafas.

"¿Estás satisfecho?" Pregunté al cuarto vacío. "¿Es suficiente?" No hubo respuesta, desde luego. "¿Para qué te molestaste? ¿Cuál es la maldita cuestión?"

Aún no había respuesta, y ¿por qué debía haberla? Esperas en la fila, eso es todo. Esperas en la fila bajo la luna y pides tu deseo a la infecta luz. Esperas en la fila y los escuchas gritar – pagan

Para ser asustados, y en la Bala siempre hacen valer su dinero. Tal vez cuando llegue tu turno, cabalgues, tal vez corras. De cualquier forma todo acaba igual, eso creo. Debería haber más que eso, pero en realidad no lo hay – lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está.

Toma tu botón y vete de aquí.

4 Gemelos: Mancuernas, yugos, yuntas.

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Crece sobre ti

Del libro: Las mejores historias de terror 8Traducción: Jordi Fibla© Ediciones Martínez Roca, S. A., 1987Gran vía, 774, 7.°, 08013 BarcelonaISBN 84-270-1153-9Edición digital de Sugar Brown

No es probable que el lector de esta obra requiera una presentación de Stephen King. Baste decir que este relato aún no había sido incluido en un libro. Stephen dirá el resto.

Los forasteros creen que esas poblaciones pequeñas son siempre iguales, que nunca cambian. Los forasteros creen en una especie de muerte, aunque no la llamarían así, sino «tradición», simplemente porque es un término más cortés. Los habitantes de la pequeña ciudad saben que hay ciertos cambios... Los conocen, sí, pero no los ven. Solamente los forasteros creen que no es posible conocer lo que no se puede ver. Pero existe ese conocimiento intuitivo, y a medida que algunos ciudadanos envejecen, perciben esos cambios en la población, sus ritmos que se atemperan, y hablan de ellos con pausas y silencios. A veces lo hacen en el salón Grange, fumando al otro lado de las puertas a prueba de incendios, los sábados por la noche, después de tomar las tradicionales judías horneadas de la región; a veces lo hacen en la sala de alguien, tras un funeral, pero es más frecuente que lo hagan en el bazar, donde todavía se reúnen. Los forasteros los consideran «raros». Pero, como es natural, hay muchas cosas que los forasteros desconocen, e incluso cuando hay algo que ver les pasa desapercibido. Así estaban las cosas cuando el viejo lugar de Newall comenzó a crecer.

Es otoño en Nueva Inglaterra y la delgada capa del suelo aparece a trechos entre la ambrosía y la vara de José, esperando la llegada de la nieve que aún tardará un mes, las bocas de las alcantarillas obturadas por montones de hojas amarillentas. El cielo tiene un perpetuo color grisáceo, los tallos de maíz se alzan en hileras inclinadas; las calabazas se comban hacia adentro, demasiado maduras, amontonadas junto a los cobertizos. No hace calor ni frío y sopla un airecillo que nunca está quieto, que barre los campos pelados y husmea los cubos de chatarra que fueron coches viejos, depositados en patios traseros. La casa Newall, en la carretera de Stackpole, da al Recodo del Sudoeste. Vacía, renegrida y azotada por las inclemencias meteorológicas, con el césped de la parte delantera convertido en una masa de montecillos secos a los que las heladas darán pronto unas formas más grotescas. Abajo, una tenue columna de humo asciende desde el almacén del Recodo. En el viejo estrado para orquesta, dos niños juegan con un coche de bomberos de juguete. Sus rostros están pálidos y evidencian fatiga, sus manos parecen cortar el aire mientras hacen correr el camión entre ellos, y los mocos se deslizan de sus fosas nasales. Al frente del almacén está el corpulento y rubicundo Harley McKissick, mientras John Bowen y John Matterly están sentados junto a la estufa, con los pies levantados. Paúl Corliss se apoya en el mostrador. En el establecimiento flota un olor rancio, un olor a salchichón, papel atrapamoscas, café y tabaco, sudor, Coca-Cola, pimienta, clavo y ron Bay. Viejos carteles que anuncian reuniones en el pueblo cubren las paredes: un cartel punteado por deposiciones de moscas, anunciando una fiesta con degustación de las típicas judías que se celebró en 1962, sigue en la ventana, perpetuamente arrugado y ennegrecido por los nueve soles de julio. Al fondo de la tienda hay un enorme refrigerador de vidrio que llegó de Nueva York en 1923, una máquina de picar carne y una balanza Kingston con una gran esfera. Los viejos miran a los niños, hablando en voz baja y con frases inconexas. John Matterly ha estado hablando del vertedero del pueblo, que apesta en verano. A nadie le interesa hablar realmente, porque estamos en otoño y la enorme estufa de petróleo irradia un calor que

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adormece. El termómetro Winston que está detrás del mostrador indica 28 °C. John Matterly tiene una gran cicatriz en la frente, a la derecha de la sien izquierda, recuerdo de un accidente de coche que sufrió en 1953. A menudo, los niños le piden que les deje tocarle esa brecha. Ha obtenido mucho dinero de los veraneantes que no creen que ese hueco pueda albergar el contenido de un vaso de agua de mediano tamaño. —Paulson —dice en voz queda Harley McKissick. Un viejo Chevrolet se ha detenido lentamente detrás de la camioneta de John Bowen. A un lado ostenta un cartón fuertemente sujeto con cinta adhesiva en el que se lee:

GARY PAULSON. SILLAS Y ANTIGÜEDADES DE BEJUCO.353-8792.

Gary Paulson, un anciano con unos pantalones de un verde desvaído, baja despacio del vehículo, sujetándose del marco de la portezuela hasta que está debidamente apoyado. En la punta, el bastón tiene un mango blanco de bicicleta para la tracción, y traza pequeños círculos en el polvo inmóvil mientras el hombre se encamina hacia la puerta. Los niños que juegan en el estrado le miran temerosos, y luego miran la casa Newall, inclinada y crepitante en la colina. Entonces vuelven a jugar con su coche de bomberos.

Joe Newall llegó a Harlow en 1904, y fue el amo del pueblo hasta su muerte, en 1929, pero hizo su fortuna al otro lado del río, en Gates Falls. Era un hombre flaco, con una expresión colérica y febril y las córneas amarillentas. Compró una gran parcela de terreno al sur de Harlow, la tierra de Phil Burdeau, a The First Bank, de Lewiston, que tenía la hipoteca. La tierra era muy barata, y Phil Burdeau, que había gozado de muchas simpatías en el pueblo, se marchó cabizbajo a Kittery, donde sobrevivió precariamente como mecánico especializado en Fords de los modelos A y T. La tierra permaneció intacta durante doce años, mientras Joe Newall vivía en una casa alquilada en Gates Falls, ocupado en amasar su fortuna. En 1908 llegó a ser capataz de la sección de cardadura de la fábrica textil Gates Mili, y las mujeres trabajaban bajo su supervisión como negras atemorizadas. En 1914 se casó con Cora Leonard, sobrina de Cari Stowe. El matrimonio tuvo un gran mérito porque Cari Stowe había sido cofundador y ahora, desde la muerte de Gabe Gates (viejo, estúpido, senil, incapacitado por la enfermedad de Parkinson y envenenamiento urémico, el socio comercial de Cari Stowe murió en la cama a los setenta y nueve años de edad, siendo todavía el administrador municipal del pueblo y el supervisor de los pobres), era el único propietario de la fábrica. Cora no tenía ningún mérito. Era una mujer obesa, carirredonda y callada. Su rostro parecía de arcilla, e incluso en febrero los sobacos de sus vestidos estaban húmedos de sudor. Si algunos pensamientos o fantasías crecían en el suelo oscuro de su cerebro, no los aireaba. La casa que Joe Newall construyó para su esposa en Harlow se terminó en 1916. Estaba pintada de blanco y tenía doce habitaciones, con un gran número de extraños ángulos. Joe Newall no era popular en Harlow porque había amasado su fortuna fuera del pueblo (aunque muy pocos ganaron dinero en Harlow, pues hacia 1916 el pueblo estaba moribundo) y porque había construido su casa sin recurrir a la mano de obra del pueblo. Poco antes de que pusieran el techo a la casa, apareció en el montante de la puerta principal, garabateado con yeso amarillo, un dibujo obsceno acompañado de un feo monosílabo anglosajón. Hacia 1920, Joe Newall era un hombre rico, y la fábrica Gates una empresa floreciente, en la que habían revertido los beneficios de la guerra mundial. Entonces empezó a construir un ala innecesaria para la casa que ya era, en opinión de mucha gente, rematadamente fea. La nueva construcción se alzaba un piso por encima de la casa principal, y daba a una colina cubierta de pinos dispersos. El ala había sido concebida como una celebración: Cora Leonard Newall había quedado embarazada tras cuatro años de dicha matrimonial durante los cuales existió en la mente colectiva del pueblo como un espectro al que sólo se podía ver a distancia, cuando cruzaba el patio de entrada de su casa o, en ocasiones, cuando recogía flores silvestres —azafrán, rosas, daucos— en el campo que se extendía más allá de los cobertizos. Los chiquillos se reían de ella y hacían bromas groseras, pero al anochecer, cuando pasaban ante la casa, lo hacían cogidos de la mano. Cora iba de compras todos los jueves a la tienda de Kitty Korner, en el centro de Gates. En enero de 1921, Cora Leonard Newall dio a luz un quejumbroso monstruo sin brazos que murió en el dormitorio de Newall seis horas después de que las contracciones de su madre lo

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trajeran al mundo. En 1922 Joe Newall añadió una cúpula al ala de la casa, coronándola con un pararrayos que se alzaba sombrío contra el cielo. También hacía sus compras fuera del pueblo y no se relacionaba en absoluto con la tienda de Irv McKissick ni la iglesia metodista de Harlow. El niño deforme que había salido de las entrañas de Cora Leonard Newall fue enterrado en la parcela de terreno que tenían en Gates Falls. La inscripción en la diminuta lápida decía: «SARAH TANSON NEWALL, 14 enero 1921. Nos ha precedido». En la tienda hablaban de Joe Newall, de la esposa de éste y de su casa, mientras Harley, el hijo de Irv, envuelto en un delantal blanco de carnicero cortaba carne y envolvía los pedidos. Hablaban, sobre todo, de la casa, que se consideraba una afrenta fea y desvergonzada. «Pero crece sobre ti», solía decir John Bowen en aquellos días, sin que hubiera ninguna respuesta a estas palabras: era un hecho patente. En 1924, Cora Leonard Newall cayó por la escalera entre la cúpula y la nueva ala, rompiéndose el cuello y la espalda. Por el pueblo se extendió el rumor (quizá difundido por la Asociación de Damas Metodistas) de que al sufrir el accidente estaba desnuda. La enterraron al lado de su hija. Joe Newall, que, como la mayoría opinaba ahora, tenía algo de judío, siguió ganando dinero a espuertas. Construyó dos cobertizos y un granero que sobresalían de la nueva ala. El granero se completó en 1927, y Joe compró dieciséis vacas a un individuo de Mechanic Falls. También adquirió una nueva y reluciente máquina de ordeñar que parecía un pulpo, y contrató a un deficiente mental de Gates Falls para que cuidara de los animales. Las vacas murieron aquel verano, y se rumoreó que la causa había sido el ántrax. El deficiente mental,enfundado en un mono salpicado de estiércol, pedido por correo a Sears y Roebuck, se pasó todo aquel sofocante día de agosto llorando a lágrima viva, apoyado en el buzón rural de Newall. Un funcionario de sanidad se presentó en la casa para investigar, y a la entrada del patio le recibieron Joe Newall y el veterinario de Gates Falls. El veterinario tenía una declaración jurada en la que atestiguaba que las vacas habían fallecido de meningitis no infecciosa. —Quiero ver las vacas —dijo el funcionario. —No —replicó Joe Newall. —Puedo conseguir una orden judicial. —Pues consígala. El funcionario de sanidad se marchó, y Joe y el veterinario observaron cómo se alejaba, mientras el deficiente mental se aferraba al buzón y sollozaba. El funcionario de sanidad, Clem Upshaw, de Bowie Hill, habría renunciado a profundizar en el asunto al ver la declaración jurada, pero había sido elegido con la ayuda de su buen amigo Irv McKissick, el cual le presentó a las elecciones sin que hubiera oposición, e Irv quería aclarar las cosas con Joe Newall: que la propiedad privada sigue formando parte del municipio, que al pueblo no le gustaban los explotadores y aventureros y que Harlow protegía a los suyos. Así pues, Clem Upshaw obtuvo la orden judicial. Entretanto, una gran furgoneta se detuvo ante el granero de Newall, y cuando Clem Upshaw regresó con la orden sólo quedaba una vaca, rígida en su establo, mirando al funcionario con sus ojos negros cubiertos de paja de heno, la mirada vidriosa. El cuerpo estaba hinchado y las pulgas todavía saltaban sobre el pellejo. Clem llegó a la conclusión de que la vaca había muerto de meningitis no infecciosa y se marchó. La furgoneta regresó para llevarse la última vaca. En 1928, Joe Newall inició la construcción de otra ala. Fue entonces cuando en el pueblo decidieron que estaba loco... Era listo, pero no estaba en sus cabales. Benny Wing afirmó que Joe había sacado los ojos a su hija deforme, a su mujer y a las vacas, y que los tenía en un frasco, sobre la mesa de la cocina. Benny era un gran lector de novelas de horror, de ésas en cuyas portadas hay señoras desnudas a las que arrastran hormigas gigantes con los ojos oscilando en los extremos de unos pedúnculos largos y peludos, y lo que decía de Joe Newall era, sin duda, mentira. El resultado fue que el relato convenció a mucha gente en el pueblo. Algunos afirmaban que Joe tenía guardadas en aquel frasco otras cosas que no se podían mencionar. La segunda ala se terminó en agosto de 1929, y dos noches después un destartalado vehículo se detuvo ante la casa de Joe Newall y sus ocupantes profirieron insultos y arrojaron un pollo recién matado contra el ala nueva de la casa. El ave se estrelló contra una ventana,

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trazando en los cristales un abanico de sangre que tenía un gran parecido con un ideograma chino. En septiembre de 1929 se declaró un incendio en la sección de cardadura de la fábrica Gates y se extendió a la sala de selección, causando pérdidas por valor de medio millón de dólares. En octubre se produjo el hundimiento del mercado de valores. En noviembre, con el olor de las hojas quemadas en la atmósfera del pueblo, como un encantamiento, Joe Newall se ahorcó en uno de los dormitorios sin amueblar del ala más recientemente construida. Todavía era intenso el olor de la savia en la madera fresca. Le encontró Cleve Torbutt, subdirector de la fábrica Gates y socio de Joe, o eso se rumoreaba, en muchos negocios que habían cotizado en Wall Street y que ahora no valían el vómito de una perra tuberculosa. El forense del condado, que era de Lewiston, cortó la soga para bajar el cuerpo. El primero de diciembre de aquel año enterraron a Joe junto a su esposa y su hija. Era un día seco y soleado, y la única persona de Harlow que asistió al funeral fue Alvin Coy, quien conducía el coche fúnebre de Hay y Peabody. Alvin informó que una de las espectadoras era una mujer joven y esbelta, que llevaba un abrigo de piel de mapache con el cuello de piel negra. Sentado en el establecimiento de McKissick, y mientras mordisqueaba un encurtido, Alvin sonrió mordazmente y contó a sus compinches que la mujer era realmente llamativa. No tenía el menor parecido con el lado de la familia representado por Cora Leonard Newall, y no cerró los ojos durante la plegaria. Gary Paulson entra en el almacén con mucha lentitud, cerrando cuidadosamente la puerta tras él. —Buenas tardes —dice Harley McKissick en tono neutral. —Me he enterado de que anoche ganaste un pavo en el Grange —comenta John Bowen, que ha sacado una basta pipa de mazorca y empieza a introducir el tabaco en la cazoleta, apretándolo con movimientos pausados. —Así es —dice Gary. Tiene ochenta y cuatro años y recuerda los tiempos en que Harlow era un lugar más animado que ahora. Perdió dos hijos en la segunda guerra mundial, lo cual fue un duro golpe. Un tercero, que era un insensato, murió en accidente de automóvil, en la autopista de Maine, cerca de Clinton, en 1955. A veces Gary babea y, cuando habla, sus labios producen un curioso chasquido. —¿Un café? —le pregunta Harley. —No, gracias. John Matterly retira los pies consideradamente para que el viejo pueda pasar y sentarse en la silla del rincón. Gary chasquea los labios y cierra sus manos, nudosas a causa de la artritis, sobre el mango del bastón. Parece cansado y demacrado. —Va a llover —dice al fin—. Me lo dice el reuma. —Es un mal otoño —comenta Paúl Corliss. Hay una pausa de silencio. El calor de la estufa inunda el establecimiento y los huesos de los viejos que han visto emigrar a sus hijos a lugares más provechosos. Ahora el negocio del almacén es mínimo, y sólo vende a los turistas veraniegos que consideran raros a los viejos enfundados en sus camisetas térmicas en pleno mes de julio, y los que siempre han comprado ahí. Éstos son menos ahora, y en su mayoría tienen ya un pie en la tumba. John Bowen ha afirmado siempre que llegarán nuevas gentes, probablemente con remolques, huyendo de Portland y Lewiston, pero nunca han llegado. — ¿Quién está construyendo la nueva ala en esa casa de Newall? —pregunta entonces Gary. Los demás le miran y, por un momento, la larga cerilla de cocina que John Bowen acaba de encender cuelga místicamente sobre su pipa, quemando la madera y ennegreciéndola... La cabeza de azufre quemado en el extremo se enrosca hacia arriba y luego cae en la cazoleta y se apaga con una especie de bufido. —¿Una nueva ala? —pregunta Harley. —Sí. Una lenta vaharada de tabaco Prince Albert se expande por encima de la estufa. John Matterly se pasa la mano por el rastrojo blanquinegro que le cubre el mentón. —Nadie que yo sepa —dice Harley. —Nadie les ha querido comprar ese sitio desde 1951 —dice Bowen.

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Ese plural se refiere, naturalmente, a Hilados y Tejidos Gates, herederos de la razón social cuando Joe Newall puso fin a su vida. Todos saben que eso fue un asunto legal. El agente de la fábrica era Walker Bros, Inc., una agencia de la propiedad inmobiliaria radicada en Gates Falls, que durante los años de declive del pueblo intentaron comprar muchas propiedades de Harlow. Lograron cerrar algunos tratos, como en el caso de aquel loco italiano de Pennsylvania que quena criar caballos de carreras en la vieja granja Wing (el italiano, que sonreía mucho y se ponía litros de Vitalis en el pelo negro, se declaró en bancarrota un año después y se marchó con destino desconocido). Por eso, generalmente, a los hermanos Walker se les conoce en el pueblo como Esos Condenados Judíos de Gates. No ha habido nadie dispuesto a comprar la casa desde que los hermanos Walker firmaron el contrato en junio de 1930, siguiendo la disposición de los asuntos terrenos de Joe Newall. Ha habido algunos arrendatarios con opción de compra, pero nada más. —Los últimos fueron aquellos individuos de Massachusetts —dice John Bowen —, una simpática pareja. El iba a pintar el establo de rojo y a instalar vacas. ¿Recuerdas Harley? —Claro. —Compraban en Auburn —dice John Bowen, incómodo—. ¿No es cierto? —Sí —confirma Gary Paulson—, pero se mudaron. —Que yo sepa, no hay nadie nuevo —dice Harley en tono concluyente. —Pues están levantando una nueva ala —insiste Gary—. La he visto al pasar por la carretera del río. Ya está en pie la mayor parte de la armazón, y probablemente tendrá doce metros de largo por seis de ancho. No la había visto hasta ahora. Es de buena madera de pino. Parte de aquella primera ala que Newall construyó en los años veinte. —Te estás confundiendo con otra casa —dice Harley, inquieto. —Puedes estar seguro de que no —responde Gary en voz baja y sosegada. En ese caso, no hay nada más que decir. Nadie se precipita al exterior para echar un vistazo a la casa de Newall. Suponen que puede ser un asunto de cierta importancia y, en consecuencia, nada por lo que tengan que apresurarse. Hay un nuevo y persistente silencio. A veces, Harley McKissick ha reflexionado en que si el tiempo fuera pulpa de madera, todos ellos serían ricos. Paúl Corliss se acerca al viejo refrigerador de agua y refrescos y se sirve una naranjada. Da doce centavos a Harley, el cual hace sonar la caja registradora. Ya están preparados para archivar el tema de la casa Newall y pasar a otra cosa. John Matterly suspira, cruza las piernas trabajosamente y se dirige a Gary: —¿Cuándo es el funeral de Dana Roy? —Mañana, en Gorham, donde está su mujer. La esposa de Dana Roy murió de parto en 1948. Dana, que fue electricista de la fábrica Gates hasta 1930 y luego de Yesos Americanos en Freecastle, hasta que en 1956 se retiró, había muerto tres días antes de cáncer intestinal. Toda su vida la pasó en Harlow, y sólo estuvo fuera del estado de Maine en tres ocasiones: una para visitar a una tía de Indiana, cuando tenía diez años, otra para ver jugar a los Calcetines Rojos de Bostón en Fenway Park, a los veinticinco años, y la última para asistir a la convención de electricistas en Portsmouth, New Hampshire, a los cuarenta y siete («condenada pérdida de tiempo: sólo bebida y mujeres, y ninguna de ellas valía un chavo»). Naturalmente, fue amigo de estos hombres, los cuales han sentido una mezcla de temor, exultación y pesar por su fallecimiento. —Le quitaron un metro de tripa —dice Gary en tono concluyente—, pero no sirvió de nada. El tumor le tenía cogido por las pelotas. —Conocía a Joe Newall —dice John Matterly—. Trabajó nueve años para él, encargándose de la instalación cuando pusieron la electricidad en la fábrica. ¿Te acuerdas de eso, Harley? —Sí. Todos los reunidos en el almacén, con la excepción de Harley, han trabajado en la fábrica Gates, en Bates o en Lanas Bates en alguna época de su vida, y ahora se reúnen buscando anécdotas de uno u otro hombre que contar, pero cuando finalmente John Bowen habla, dice algo bastante sorprendente: —Siempre tuve la sospecha de que fue Dana quien convenció a los otros muchachos para que arrojaran el pollo muerto en aquella ocasión. Los otros le miran con seriedad. —En el año veintinueve —detalla John.

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—Sí —dice Gary; se mueve en la silla, suelta una ventosidad y vuelve a colocar en su sitio el bastón desplazado por su movimiento —. Dana nunca le tuvo afecto a Joe. —Nadie en Harlow se lo tenía —comenta John Bowen. Vuelve a hacerse el silencio. Los niños que jugaban en el estrado se han marchado, pero la tarde sin fondo se prolonga y la luz es la de una pintura de Wyeth, quieta pero llena de un significado idiota. La tierra ha dado su magra cosecha y espera la llegada de la nieve. A Gary le gustaría hablarles de la habitación del Hospital General de Maine donde agonizó Dana, oliendo a bilis y con una mucosidad negra alrededor de las fosas nasales. Quisiera hablarles de las frías baldosas azules y las enfermeras con el cabello recogido en un moño y oculto bajo redecillas, sin saber que 1920 fue un año real, que los huesos de los viejos gritan en sus cuerpos. Quisiera echarles un sermón sobre el mal que se extendía sobre ellos y más allá, multiplicándose. Y, por encima de todo, le gustaría decirles que Dana Roy producía un sonido como si respirase a través de la paja, y que por su aspecto parecía estar ya en descomposición. Gary Paulson había levantado muchas piedras enormes de la tierra; lo físico era su único marco de referencia. Y así, derrotado, no dijo nada. —No, señor, a nadie le gustaba mucho el viejo Joe —repite John Bowen. De pronto, sus labios se separan, mostrando unas encías descarnadas, y suelta una risita aguda—. Pero, por Dios, crecía sobre ti. Diecinueve días después, una semana antes de que la primera nevada cubra la desolada tierra, Gary Paulson muere de repente mientras duerme, a causa de una hemorragia cerebral ocasionada por un sorprendente sueño sexual. El 14 de agosto de 1922, cuando pasaba ante la casa Newall en su camión agrícola, Gary Paulson, joven y rebosante de savia seminal (por entonces generosamente distribuida entre tres jóvenes de la zona meridional de Harlow), observó a Cora Leonard Newall agachada ante el buzón junto a la carretera, dispuesta a recoger el periódico. Entonces, casualmente, sopló una cálida y errante ráfaga de viento que levantó la falda de la mujer y reveló un trasero femenino totalmente desnudo e impecable. Es un incidente que él nunca ha mencionado, por muy fuerte que fuera la tentación. Lo ha atesorado, y sueña con ese incidente, con el pene perfectamente erecto a los ochenta y tres años de edad (perfectamente erecto por primera y única vez en los últimos once años), cuando un pequeño capilar de su cerebelo se rompe, formando un coágulo que le mata con suavidad, ahorrándole consideradamente un mes o un año de parálisis, los tubos flexibles en los brazos, el catéter, las enfermeras silenciosas con el pelo recogido en un moño y los pies enfundados en espectrales zapatos blancos. Muere serenamente en su sueño, el pene agostándose, el sueño diluyéndose como la soñadora imagen que permanece un momento en la pantalla de un televisor cuando se apaga en una habitación oscura. A sus compinches les habría complacido y divertido saber que Gary murió empalmado. Uno o dos días después, una nueva cúpula empieza a alzarse sobre la nueva ala de la casa Newall.

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DEL OTRO LADO DE LA NIEBLA

Cuando Pete Jacob salió, la niebla inmediatamente se tragó su casa y no logró distinguir nada más que un manto blanco a su alrededor. Le produjo el extraño sentimiento de ser el último hombre en el mundo.

De repente Pete se sintió mareado. Se le revolvió el estómago. Se sentía como una persona en un ascensor en picada. Luego se le pasó y empezó a caminar. La niebla comenzó a aclarar y los ojos de Pete se desorbitaron a causa del miedo, el temor y la maravilla.

Se encontraba en el medio de una ciudad.

¡Pero la ciudad más cercana estaba a más de cincuenta kilómetros!

¡Y qué ciudad! Pete nunca había visto algo así.

Elegantes edificios de altas espirales parecían querer alcanzar el cielo. La gente caminaba sobre cintas transportadoras en movimiento.

En la cima de un rascacielos leyó: 17 de abril, 2007. Pete había caminado hacia el futuro. ¿Pero, cómo?

De repente Pete sintió miedo. Se sintió horrible, terriblemente asustado.

Él no pertenecía a este sitio. No podía quedarse. Corrió hacia la niebla en retirada.

Un policía de extraño uniforme le gritó, enfurecido. Por poco no lo atropellan unos extraños automóviles que rodaban a quince centímetros o así del piso. Pero Pete tuvo suerte. Volvió a internarse en la niebla y muy pronto todo se esfumó.

Entonces la sensación volvió a aparecer. Esa misteriosa sensación de caída… luego la niebla comenzó a aclarar.

Se parecía a su hogar…

De repente hubo un chillido estridente. Se dio vuelta para ver un enorme brontosauro prehistórico que corría hacia él. Tenía el deseo de matar en sus pequeños ojos.

Aterrado, corrió de nuevo hacia la niebla…

La próxima vez que la niebla te rodee y escuches unos pasos precipitados atravesando la blancura… llámalos.

Podría ser Pete Jacobs, tratando de encontrar su salida de la Niebla…

Ayuda al pobre tipo.

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EL ASESINO

Repentinamente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni qué estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar su nombre ni que había estado haciendo. No podía recordar nada.

La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, y cintas transportadoras, y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas.

Tomó uno de los revólveres acabados de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada.

Recogía el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fabrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas.

"¿Quién Soy?" - le dijo pausadamente, indeciso.

El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no le había escuchado.

"¿Quién soy? ¿Quién soy?" - gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista.

Agito el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo.

El recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más.

Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia. "¿Quién soy?" - le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta.

Pero el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr.

Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer, pulsó un botón rojo en la pared.

Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente.

"¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!" - bramaron los altavoces.

Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando.

Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella.

La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.

Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo.

Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar!

Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revolver.

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Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. "¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta que solo quiero saber quien soy!"

Dispararon, y los rayos de energía le abatieron. Todo se volvió oscuro...

Les observaron como cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó. "Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando," dijo el guarda.

"No lo entiendo," dijo el segundo, rascándose la cabeza. "Mira ese. ¿Qué era lo que decía? Solo quiero saber quién soy. Eso era.

Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien."

Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva.

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EL ATAJO DE LA SEÑORA TODD

—Ahí va la Todd —dije. Homer Buckland miró pasar el pequeño Jaguar y asintió. La mujer le saludó con la mano.

Homer inclinó ese cabezón suyo desgreñado, pero no correspondió al saludo. Los Todd tenían una gran finca de recreo en Castle Lake y Homer era su guarda desde tiempos inmemoriales. Pero algo me decía que la segunda esposa de Worth Todd le caía tan mal como bien le había caído la primera.

Eso ocurría hace unos dos años, sentados nosotros en un banco frente a la tienda de Bell, yo con una gaseosa de naranja en la mano y Homer con un vaso de agua mineral. Corría octubre, que en Castle Rock es una época tranquila. Si bien es cierto que muchas de las casas del lago siguen recibiendo visitantes los fines de semana, la alcohólica vida social del verano ha terminado ya, y todavía no han aparecido los cazadores con sus grandes escopetas y sus costosas licencias de no residentes prendidas en las gorras anaranjadas. Las cosechas, en su mayor parte, están en los hórreos. Las noches son frescas, buenas para dormir, y las articu-laciones viejas como las mías no han empezado aún a quejarse. En octubre el cielo del lago es bastante claro, pese a esas grandes nubes blancas que se mueven tan lentas; a mí me gusta su vientre achatado y ligeramente gris, como un presagio de atardecer, y puedo mirar durante largos minutos, sin aburrirme, los destellos del sol en el agua. Es en octubre cuando, sentado en el banco frente al Bell y contemplando de lejos el lago, echo de menos el gusto por el tabaco.

—No conduce tan de prisa como Ophelia —dijo Homer—. ¿Sabes?, yo pensaba que era ése un nombre muy anticuado para una mujer capaz de darle a un coche los trotes que ella le daba.

Los veraneantes del estilo de los Todd no despiertan ni con mucho el interés que ellos creen despertar en la gente que vive todo el año en las pequeñas localidades de Maine. Los de todo el año prefieren sus propias historias de amor y de odio, sus escándalos y sus rumores de escándalo. Cuando aquel tipo de Amesbury, el de los textiles, se pegó un tiro, Estonia Corbridge descubrió que, pasada una semana o cosa así, ya ni siquiera conseguía que la invitasen a almorzar para escucharle el cuento de cómo le había encontrado con la pistola to-davía entre los dedos agarrotados. En cambio, la gente aún está hablando de Joe Camber, muerto por su propio perro.

En fin, no importa. La cosa es que corremos en carreras distintas. Los veraneantes son trotones, mientras que nosotros, los que no nos ponemos corbata para hacer nuestro trabajo semanal, somos simples caballos andadores. Aun así, cuando desapareció Ophelia Todd, allá en 1973, el interés fue grande entre la gente de aquí. Ophelia era lo que se dice una mujer agradable, y había hecho mucho por la comunidad: colectas para la biblioteca Sloan, ayudas para la restauración del monumento a los Caídos, cosas de ese estilo. Y no es que lo de hacer colectas no les guste a los veraneantes. En cuanto habla uno de ellas, se les aviva la mirada y los ojos empiezan a brillarles. Les hablas de una colecta y en seguida organizan un comité, nombran un secretario y abren una agenda. Les gusta eso. Pero como les hables de dedicar tiempo (y me refiero a cualquier cantidad de él que exceda de la paliza de un cóctel después de una junta del comité), no hay nada que hacer. Por lo visto, el tiempo es lo que más valoran los veraneantes. Lo valoran tanto que, si pudieran ponerlo en conserva en tarros herméticos, caray, lo harían. Ophelia Todd, en cambio, siempre parecía dispuesta a entregar tiempo: no sólo reuniendo dinero para la biblioteca, sino trabajando en ella. Y cuando hubo que ocuparse del monumento a los Caídos a base de estropajo y puños, allí se presentó Ophelia, junto a todas las mujeres de la población que habían perdido hijos en alguna de las tres guerras, en traje de faena y con el pelo recogido bajo una pañoleta. Y como la chiquillería necesitara transporte para asistir a algún curso estival de natación, poco había que buscar para verla a ella camino del embarcadero, al volante de la lustrosa camioneta de Worth Todd, con la caja atestada de chiquillos. Una buena mujer. No de aquí, pero buena. Y cuando desapareció hubo preocupación, que no diré dolor, porque una desaparición no es lo mismo que una muerte; no es que te corten algo de un tajo, sino como si algo se te fuera por un desagüe tan despacio que no notas la pérdida hasta mucho después de haberla sufrido.

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—El de ella era un Mercedes —dijo Homer en respuesta a la pregunta que yo no había hecho—. Un deportivo biplaza. Todd se lo compró allá por el sesenta y tres o el sesenta y cuatro, creo. ¿Recuerdas que cada año llevaba a la chiquillería en su camioneta a los cursos de natación?

—Sí.—Pues, con todos aquellos críos en la caja, no pasaba de los sesenta por hora. Una mujer

que era un diablo al volante.La verdad es que Homer nunca había hablado de sus patronos. Pero luego se mató su

mujer. Hacía de eso cinco años. Estaba ella arando una pendiente, cuando se le volcó el tractor y le cayó encima. Y a Homer le afectó mucho aquello. La pena le duró dos años, cosa así. Luego pareció recuperarse un poco, pero ya no era el mismo. Daba la impresión de estar esperando algo, el próximo suceso. A veces, si pasabas al atardecer frente a su casa, pequeña pero bien arreglada, le veías en el porche, fumándose una pipa y con un vaso de agua mineral puesto en la baranda, y pensabas —por lo menos yo lo pensaba—: «Homer está esperando el próximo suceso.» Y yo, aunque no me guste reconocerlo, venga a darle a eso vueltas y más vueltas, hasta que comprendí la razón. De haber sido yo, no me hubiera quedado esperando el próximo suceso, como el novio que, puesto ya el traje del casamiento y enderezada la corbata, se queda sentado en su cama del cuarto de arriba paseando miradas entre el espejo y el reloj de la repisa, esperando que den las once para poder casarse. De haber sido yo, no me habría quedado esperando el próximo suceso. Me habría quedado esperando el último.

Sin embargo, en ese tiempo de espera —que terminó cuando Homer se fue a Vermont, un año más tarde—, sí hablaba, a veces, conmigo y con algunos más, de aquella gente.

—Que yo sepa, Ophelia no conducía de prisa ni con su marido. En cambio, cuando yo iba con ella, hacía volar aquel Mercedes.

Llegó un tipo al poste y se puso a llenar el depósito de su coche. La matrícula era de Massachusetts.

—El deportivo de ella no era de estos de ahora, que funcionan con gasolina sin plomo y respingan en cuanto pisas el acelerador; el suyo era de los antiguos, con un velocímetro calibrado que superaba los doscientos kilómetros. Y de un amarillo raro. Una vez, al pregun-tarle yo cómo llamaban aquel color, me dijo que champaña. Pues qué rico, ¿no?, le contesté, y ella va y se echa a reír como una loca. Me gustan las mujeres que ríen, ya sabes, sin que haya necesidad de explicarles el chiste.

El del poste había terminado de servirse.—Buenas tardes, señores —nos dijo al subir los peldaños.—Buenas tardes —le contesté, y entró.—Ophelia siempre andaba buscando atajos —continuó Homer, como si no nos hubieran

interrumpido para nada—. A aquella mujer le chiflaban los atajos. En mi vida he visto cosa igual. Quien ahorra distancia, decía, ahorra tiempo. Y aseguraba que para su padre eso era el Evangelio. El padre, que era viajante, estaba siempre en carretera y siempre buscando atajos. Y a ella, que le acompañaba en cuanto se le presentaba la ocasión, se le pegó la costumbre.

»En una ocasión, le pregunté si no encontraba un poco extraño aquello: por una parte, lo de no mirar el tiempo cuando se trataba de liarse estropajo en mano con esa vieja estatua de la plaza, o de llevar a los chiquillos a las lecciones de natación en lugar de jugar al tenis o de darle a la botella como cualquier veraneante normal, y por la otra lo de poner tanto empeño en ahorrar quince minutos en el trayecto hasta Fryeburg, que, pensando en ello, se debía de desvelar por las noches. Me parecía a mí que eran cosas en oposición, no sé si me entiendes. Y va ella, me mira y contesta:

»—Me gusta ayudar, Homer. Y también me gusta conducir, o, al menos, a veces, cuando tiene aliciente; pero en cambio no me gusta el tiempo que lleva. Es como lo de arreglar ropa: unas veces hay que meter tela y otras hay que ensanchar, ¿comprendes?

»—Creo que sí, señora —le contesté, no muy seguro. »—Si lo que me gustara del conducir fuese pasarme todo el tiempo al volante —continuó—,

buscaría rodeos, no atajos.»Y eso me pareció tan divertido que me eché a reír. El de Massachusetts salió de la tienda

con un lote de seis cervezas en una mano y unos billetes de lotería en la otra.—Que pase usted un buen fin de semana —le dijo Homer.—Siempre lo hago —le contestó el otro—. Ojalá pudiera vivir aquí todo el año.

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—Pues descuide, que se lo mantendremos todo en orden para cuando sí pueda venir —le soltó Homer, y el forastero rompió a reír.

Le miramos alejarse por el camino. La matrícula de Massachusetts saltaba a la vista porque era de las verdes. Según dice mi Marcy, las verdes se las da el Departamento de Tráfico a los conductores que durante dos años no hayan tenido ningún accidente en ese Estado del país, tan extraño, tan rabioso y malhumorado. En caso contrario, dice Marcy, te ponen una matrícula roja, para que la gente la vea y tome precauciones.

—Los dos, lo mismo él que ella, eran como de aquí —dijo Homer como si el de Massachusetts le hubiera recordado ese hecho.

—Esa impresión me daba a mí —contesté.—De los pájaros que tenemos por aquí, los Todd son los únicos que al llegar el invierno

vuelan hacia el norte. Aunque me parece a mí que a la nueva no le gusta mucho volar al norte —tomó un sorbo de agua mineral y durante un rato guardó silencio, como quien piensa—. A ella, en cambio, no le importaba —continuó al fin—. Al menos, eso creo yo, a pesar de que se quejase y dijese que no era bueno. Pero las quejas eran para justificar el que siempre estuviese buscando atajos.

—Pero ¿y al marido? ¿Crees tú que al marido no le importaba que se lanzase por todas las condenadas pistas forestales que hay desde aquí a Bangor, sólo para ver si por ahí se ahorraban cien metros?

—Al marido no le importaba en absoluto —replicó Homer, y, levantándose, se metió en la tienda.

Ahí lo tienes, Owens, dije para mí: sabiendo que a Homer no conviene interrumpirle cuando está contando algo, tú vas y le cortas en mitad de lo que prometía ser una buena historia, y la fastidias.

Me quedé allí, con la cara vuelta hacia el sol, hasta que al cabo de unos diez minutos Homer salió con un huevo duro y tomó asiento. Se puso a comer el huevo, y yo, guardándome de decir nada, me dediqué a mirar el Castle Lake, que destellaba, azul, como ninguna piedra preciosa de todas las que hayan podido aparecer en historias sobre tesoros. Terminado el huevo y después de tomar un sorbo de agua mineral Homer continuó con su relato. A mí me sorprendió, pero no dije nada. No hubiera sido prudente.

—Tenían dos o tres cacharros —dijo—. El Cadillac, la camioneta y aquel endemoniado Mercedes de ella. La camioneta la dejó él aquí un par de inviernos, por si venían y les daba por ir a esquiar. Por lo general, al final del verano se llevaba el Cadillac y ella, el demonio de Mercedes.

Asentí, pero sin despegar los labios. No quería aventurar más comentarios. Aunque más tarde comprendí que aquel día se hubieran necesitado muchos para que Homer dejase lo que estaba diciendo. Llevaba mucho tiempo deseoso de contar la historia del atajo de la señora Todd.

—El diablejo aquel tenía un cuentaquilómetros parcial, y ella lo ponía a cero cada vez que salía hacia Bangor desde el lago, y dejaba que marcase lo que fuera. Lo había convertido en un juego, y a mí me daba la tabarra con él. Se detuvo, como considerando sus últimas palabras.

—No, no digo bien.De nuevo guardó silencio, y en la frente le aparecieron una finos pliegues que le daban el

aspecto de una escalera de biblioteca.—Ophelia fingía que se trataba de un juego, pero era importante para ella. Tan importante

como lo que más —e hizo un ademán con el que, creo yo, quería referirse al marido—. Tenía atestada de mapas la guantera del pequeño Mercedes, y también los había detrás, en el espacio donde los coches normales llevan el asiento trasero. Algunos eran mapas de los postes de gasolina; otros, páginas que había arrancado del Atlas de Carreteras Rand-McNally; pero además tenía rutas de las guías de excursiones por los Apalaches, y hasta mapas del Servicio Topográfico. Pero no era el que los tuviese lo que me hacía pensar que para ella no se trataba de un juego; eran las líneas que había trazado en todos ellos para indicar los atajos que había seguido o, por lo menos, intentado seguir.

»Porque más de una vez se quedó atascada y tuvo que buscar a un granjero que la sacase a fuerza de tractor y cadenas.

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»Un día estaba yo alicatándole el cuarto de baño, liado con la mezcla que me salía por todas las condenadas juntas de los azulejos (aquella noche no hice más que soñar en azulejos que rezumaban mezcla), cuando apareció ella en la puerta y me dio un buen rato de con-versación sobre eso. Yo le tomaba un poco el pelo, pero al mismo tiempo me interesaba. Y no sólo por el hecho de que como mi hermano Franklin vivía antes en Bangor, yo hubiese pasado por casi todas las carreteras de que ella me hablaba. Mi interés era el que un hombre como yo siente, y mucho, por conocer los caminos más cortos, aunque no siempre quiera seguirlos. ¿Tú también eres así?

—Vaya —dije.Y es que hay algo muy atrayente en lo de conocer el camino más corto, aunque uno tome el

más largo porque sabe que en casa tiene de visita a la suegra. Las más de las veces, lo de llegar rápido a destino es cosa para los pájaros, por mucho que los conductores de Massachusetts no parezcan comprenderlo. Sin embargo, el saber cómo llegar pronto a destino, o incluso el hacerlo por un camino que tu acompañante no conoce, tiene su atractivo. Son cosas que realmente suceden y de las que te acabas por dar cuenta.

—Total, que ella conocía las carreteras como un boy-scout sus nudos —continuó Homer, con una de aquellas sonrisas suyas, anchas, luminosas—. Y va y me dice, como una chiquilla: «Un momento, un momento», y yo la oigo revolver en su escritorio, y entonces regresa con una libretita que, por el aspecto, tenía hace mucho: con las cubiertas todas arrugadas, y con algunas de las páginas desprendidas de esas anillas que tienen en el lateral.

»—La ruta que sigue Worth —me dice—, y la que sigue la mayoría de la gente, es por la Nacional 97 hasta Mechanic Falls, de ahí por la 11 hasta Lewiston, y luego por la Interestatal hasta Bangor: doscientos cincuenta kilómetros.

Asentí.«—Si quiere uno evitar la autopista, y acortar un poco, va a Mechanic Falls, toma la

Nacional 11 hasta Lewiston, sigue por la 202 hasta Augusta, y luego por la 9, pasando por el lago China, Unity y Haven, hasta Bangor. Eso da doscientos treinta kilómetros.

»—Por ahí no se ahorra nada de tiempo, señora —le respondí—. Atravesando Lewiston y Augusta, ni hablar. Ahora, eso sí, tengo que reconocer que, por la Oíd Derry Road, el camino hasta Bangor es bonito de verdad.

»—A fuerza de ahorrar kilómetros no se tarda en ahorrar tiempo —replicó—. Y no digo que sea ése el itinerario que yo sigo, aunque lo he hecho una porción de veces. Yo me limito a señalar las rutas que emplea la mayor parte de la gente. ¿Sigo?

»—No —le dije—, mejor que me deje solo en este condenado cuarto de baño con todas estas condenadas junturas hasta que me vuelva tarumba.

»—En conjunto, hay cuatro itinerarios principales —continuó—. El de la Nacional 2 implica doscientos sesenta y cinco kilómetros. Lo probé sólo una vez. Demasiado largo.

»—Es el que yo tomaría si, al telefonear a mi mujer, me enterase de que la cena era a base de sobras —respondí por lo bajo.

»—¿Cómo dices? —preguntó. »—Nada. Estaba hablando con la mezcla. »—Ah. Pues bien, el cuarto, aunque no son muchos los que lo conocen, y eso que las

carreteras son todas buenas, o por lo menos asfaltadas, es el que cruza la montaña del Pájaro Pinto, para luego seguir por la 219 hasta la 202 después de Lewiston. Desde ahí, y por la Nacional 19, se puede rodear Augusta. Y luego tomar la Old Derry Road. Por ese camino no son más que doscientos diez kilómetros.

»Yo no dije nada durante un rato, y ella debió de pensar que lo ponía en duda, porque va y me dice, un poco ofendida: "Ya sé que cuesta creerlo, pero es así."

»Le contesté que lo consideraba bastante probable, Y, pensándolo bien, me pareció que lo era, porque ése es el camino que solía tomar yo cuando iba a Bangor en vida de mi hermano. ¿Crees tú posible, Dave, que un hombre llegue... bueno, a olvidar una carretera?»

Comprendí lo que quería decir. Con la costumbre, uno llega a pensar únicamente en la autopista: no se pregunta qué distancia hay entre este punto y aquel otro, sino a cuánto queda la entrada de la autopista, que «es el camino más directo». Y eso me llevó a pensar que quizá haya montones de carreteras que nadie emplea; carreteras bordeadas por muros de piedra, auténticas carreteras con arbustos de arándanos que las resiguen, pero sin que nadie, excepto los pájaros, se pare a comer los arándanos; carreteras de donde parten caminillos

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engravillados, de entradas protegidas por cadenas herrumbrosas que cuelgan en arcos bajos, los propios caminillos tan olvidados como juguetes viejos, con sus orillas, que nadie recuerda y nadie frecuenta, invadidas por la hierba. Carreteras en las que ya nadie repara, salvo los que viven junto a ellas y sólo piensan en cómo abandonarlas lo antes posible y entrar en la autopista, donde no hay que preocuparse por los adelantamientos. En Maine solemos decir en broma que desde aquí no se puede ir a ninguna parte pero es posible que el chiste sea a la inversa, que seamos nosotros los inaccesibles.

—Me pasé toda la tarde allí —continuó Homer—, en aquel caluroso cuarto de baño, fijando azulejos, y ella se quedó parada en la puerta todo el tiempo, con un pie cruzado detrás del otro, las piernas sin medias, calzada con mocasines y vestida con una falda caqui y un jersey un poco más oscuro. El pelo lo llevaba recogido en una cola de caballo. Debía tener treinta y cuatro o treinta y cinco años, pero te juro que con el semblante encendido por lo que me estaba contando, parecía una universitaria que estuviera en casa de vacaciones.

»A1 cabo de un rato debió de darse cuenta del mucho tiempo que llevaba allí, de palique, porque va y me dice: "Seguro que te estoy aburriendo mortalmente, Homer." Y yo: "Ya lo creo, señora. Prefiero que se marche y me deje aquí, charlando con la condenada mezcla." »—No te hagas el listo, Homer —va y me dice. »—Que no, señora, que no me aburre usted —le aseguré yo.

»De modo que sonrió y, volviendo a lo suyo, se puso a hojear la libretita como un viajante revisando pedidos. Tenía aquellos cuatro itinerarios principales (bueno, en realidad sólo tres, porque el de la Nacional 2 lo había descartado en seguida), pero, de ésos, conocía otras cua-rentas variantes. Carreteras nacionales, carreteras sin numerar, carreteras con nombre, carreteras sin él... La cabeza ya me daba vueltas, cuando por último me dice: "¿Preparado, Homer, para saber cuál es el que bate la marca?"

»—Creo que sí —le contesté.»—Por lo menos, lo que es la marca hasta ahora —precisó—. ¿Sabías, Homer, que en

1923 un hombre escribió en Science Today un artículo en el que demostraba que era imposible correr una milla, algo así como un kilómetro y medio, en menos de cuatro minutos? Lo probó con toda clase de cálculos, basados en la longitud máxima de los músculos de la pierna masculina, en la amplitud máxima de la zancada, en la máxima capacidad torácica, en el máximo de las pulsaciones del corazón, y todo un montón de otras cosas. ¡Lo que me impresionó aquel artículo! Me impresionó tanto, que se lo entregué al profesor Murray, el catedrático de matemáticas de la Universidad de Maine, para que comprobase los cálculos. Quería que lo hiciera porque estaba segura de que partía de postulados falsos o algo así. Worth pensaría probablemente que yo era absurda ("Ophelia está un poco chiflada", es lo que él dice), pero se llevó el artículo. Pues bien, el profesor Murray comprobó escrupulosamente aquellos datos y... ¿a qué no lo adivinas, Homer?

»—Pues no, señora.»—Resultó que los cálculos eran correctos. Y que el autor partía de criterios válidos.

Demostraba, ya en 1923, que un hombre no puede correr una milla en menos de cuatro minutos. ¡Lo probó! Sin embargo, ése es un tiempo que se está mejorando continuamente. ¿Y sabes lo que significa eso?

»—No, señora —respondí, aunque alguna idea tenía yo.»—Significa que no hay marcas permanentes —dijo—. Algún día, si el mundo no salta en

pedazos entretanto, alguien correrá una milla en dos minutos en una Olimpiada. Quizá se tarden cien años, o mil, pero ocurrirá. Porque no hay marcas definitivas. Existe el cero, y la eternidad, y la muerte, pero no existe nada definitivo.

»Allí estaba, con la piel de la cara reluciente de tan limpia, y con aquel pelo suyo, tirando a oscuro, estirado hacia atrás, como diciendo: "Anda, discute si te atreves". Pero yo no podía. Porque mis opiniones iban también por ahí. Creo que, en buena medida, nuestro pastor se refiere a la misma cosa cuando nos habla de la gracia.

»—¿Preparado para enterarte de cuál es la marca actual en nuestro caso? —me dice.»—Desde luego —le contesté, e incluso dejé a un lado lo del alicatado. De todas formas, ya

iba por la bañera y no quedaban por colocar más que esos condenados trocitos de las esquinas. Ella respiró hondo y pasó a recitármelo de carrerilla, como esos tipos de las subastas en Gates Falls cuando se les ha ido la mano con el whisky. Y, aunque no lo recuerdo todo, la cosa era más o menos así.

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Homer Buckland entornó los ojos durante un instante, las manazas descansando muy quietas sobre los largos muslos y la cara vuelta hacia el sol. Luego, separó de nuevo los párpados, y juro que por un momento me pareció como ella; sí señor, un viejo de setenta años con el aspecto de una mujer de treinta y cuatro que parecía una universitaria de veinte. Y como él, que no recordaba de fijo lo que había dicho ella, tampoco yo recuerdo lo que dijo Homer. Y no porque fuera complicado, sino por lo muy pendiente que estaba yo de su expresión mientras lo decía. Pero fue esto, o algo semejante:

«—Toma uno la Nacional 97 y luego corta por Dentón Street en dirección a la carretera del Ayuntamiento Viejo, que sigue hasta rodear el centro de Castle Rock, pero volviendo a la 97. Quince quilómetros más allá se encuentra una antigua pista de leñadores; internándote en ella dos kilómetros y medio, sales a la Comarcal 6, que te lleva a la Big Anderson Road por Sites' Cider Mili. Allí hay una travesía que la gente antes llamaba el Camino del Oso y que conduce a la Nacional 219. Una vez dejas atrás la montaña del Pájaro Pinto, enfilas la del Pino Macho (hoy un tramo cenagoso, pero si tomas velocidad suficiente en el trozo empedrado, puedes salvarlo), y de esa forma desembocas en la Nacional 106. La 106 cruza la plantación de Alton hasta la Oíd Derry Road, y ahí encuentras dos o tres pistas forestales; siguiéndolas, vas a salir a la Nacional 3, detrás mismo del hospital Derry, que queda a sólo seis kilómetros y medio del paso de la Nacional 2 por Etna y, desde ese punto, directo a Bangor.

»0phelia hizo una pausa, para cobrar aliento, y, mirándome, dijo:»—¿Sabes cuánto hay por ahí, en cuenta cabal? »—No, señora —le contesté, pensando

que serían como trescientos kilómetros y cuatro suspensiones rotas.»—Hay ciento ochenta y cinco kilómetros —dijo. —Vaya, es cosa de no creerse —comenté.

»—Deja esa mezcla, que se seque, y te lo demostraré —me dice—. Lo de detrás de la bañera puedes terminarlo mañana. Anda, Homer, vamos. Yo le dejaré una nota a Worth, que a lo mejor ni siquiera vuelve esta noche, y tú puedes telefonear a tu mujer. Estaremos cenando en el Pilot's Grille dentro de —mira su reloj— exactamente dos horas y cuarenta y cinco minutos. Y como sea un minuto más, te pago una botella de Irish Mist para que te la lleves a casa. Mira, mi padre tenía razón: ahorra las suficientes millas, aunque para ello tengas que atravesar todas las condenadas ciénagas y vertederos del condado de Kennebec, y terminarás por ahorrar tiempo. Ea, ¿qué dices?

»Me miraba con aquellos ojos suyos de color castaño, como faroles, con una expresión endemoniada, que parecía decir: Líate la manta a la cabeza, Homer, y monta conmigo en este caballo; yo primera, tú después y el diablo, si quiere, detrás. Y en la cara tenía una sonrisa que decía exactamente lo mismo, y créeme, Dave, que lo deseé. No tenía voluntad ni de tan siquiera tapar aquella condenada lata de mezcla. Y desde luego no la tenía de conducir aquel endiablado cacharro suyo; sólo de sentarme donde el acompañante y mirarla mientras subía; ver la falda levantársele un poco, verla tirar de ella sobre las rodillas, o quizá no, verle relucir el pelo...»

Se interrumpió ahí, y de pronto soltó una risa ahogada, sarcástica. Una risa que sonó como un tiro de sal.

«—Mira —me dijo ella—, llamas a Megan y le dices: "Estoy con Ophelia Todd, esa mujer que te tiene tan celosa que ya ni sabes lo que te haces y ni siquiera encuentras una buena palabra que decir de ella. Pues bien, nos vamos juntos a Bangor en ese endemoniado cacharro suyo color champaña, en una prueba de velocidad, de modo que no me esperes para cenar."

»—O sea que la llamo y le digo eso. Oh, sí. Oh, desde luego.»Y otra vez rompió a reír, con las manos descansadas sobre las largas piernas, con su

naturalidad de siempre, y vi algo en su cara que me resultó odioso, y después de un momento alcanzó el vaso que tenía puesto en la baranda y tomó un trago de agua mineral.

—No fuiste —dije.—Esa vez, no.Rió de nuevo, con una risa más suave.—Algo debió de ver ella en mi cara, porque fue como si volviera a encontrarse a sí misma.

Ya no parecía una universitaria; su aspecto volvía a ser, sin más, el de Ophelia Todd. Miró la libreta que tenía en la mano, como si no supiese lo que era, y la apartó, casi se la escondió detrás de la falda. Le dije:

»—Bien que me gustaría hacer eso, señora, pero tengo que terminar aquí, y mi mujer está preparando asado para la cena.

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»—Lo entiendo, Homer —respondió ella—. Es que me he dejado llevar un poco por el impulso. Me ocurre a menudo. Worth dice que lo hago siempre. Pero la oferta sigue en pie —añadió, poniéndose más derecha—, por si algún día quieres hacer el viaje. Incluso podrías arrimar el hombro, si me quedo atascada en alguna parte, y darle un empujón al coche. Sería una manera de ahorrarme cinco dólares —se echó a reír.

»—Le tomo la palabra, señora —contesté, y ella vio en mi cara que lo decía en serio, no por simple cortesía.

»—Y para que no te quedes con la idea de que es imposible lo de los ciento ochenta y cinco kilómetros —terminó—, sacas tu mapa de carreteras y miras qué distancia hay hasta Bangor en línea recta.

»Acabé el alicatado, me fui a casa, me comí las sobras (no había asado para cenar, y creo que Ophelia Todd lo sabía) y, una vez acostada Megan, saqué pluma, regla y mi mapa de carreteras e hice lo que Ophelia me había dicho... porque, ¿sabes?, la idea aquella me tenía como robado el pensamiento. Tracé una línea recta y calculé la distancia de acuerdo con la escala del mapa. Y me qué un poco sorprendido. Porque si se dirigía uno a Bangor desde Castle Rock como lo haría una de esas avionetas Piper Club en un día claro, es decir sin te-nerse que preocupar por los lagos ni por las zonas de bosque que tiene acotadas la compañía maderera ni por las ciénagas ni por cruzar los ríos en lugares donde no hay puentes, resultaba que había ciento treinta kilómetros, más o menos.

Yo respingué un poco. —Mídelo tú mismo si no me crees —dijo Homer—.Yo, hasta que lo hice, nunca hubiera

creído que Maine fuese tan pequeño.Tomó un sorbo y luego se volvió hacia mí. —La primavera siguiente ocurrió que Megan se

fue a New Hampshire, a visitar a su hermano, y yo tuve que acercarme a donde los Todd, a retirar las contrapuertas y cambiarlas por las de rejilla. Y allí estaba el endiablado Mercedes de ella. Había venido sola.

»Salió a la puerta y dijo: "¡Homer! ¿Has venido a colocar las puertas de rejilla?"»Y yo, al punto: "No, señora; he venido a ver si me quiere llevar a Bangor por el atajo."»Bien, pues se me quedó mirando sin expresión alguna en la cara, y yo pensé que se había

olvidado por completo de ello. Noté que me ponía colorado, como cuando uno se da cuenta de que ha metido la pata hasta el fondo. Y ya me disponía a pedirle disculpas, cuando ella, sonriendo otra vez como aquel día, me dice: "No te muevas de ahí, que voy por las llaves. ¡ Y no cambies de opinión, Homer!"

»Un minuto más tarde, vuelve con las llaves en la mano y comenta: "Si nos quedamos atascados, verás mosquitos del tamaño de libélulas."

»—Allá en Rangely, señora —le digo yo—, los he visto como gorriones, y creo que los dos pesamos lo suficiente para que no se nos lleven volando.

»—Bien —dijo, echándose a reír—, en todo caso, yo te he avisado. Andando, Homer.»—Pero como no estemos allí en dos horas y cuarenta y cinco minutos —repliqué yo, un

poco mosqueado—, usted dijo que me compraría una botella de Irish Mist.»Ella me mira como sorprendida, abierta ya la portezuela del conductor y con un pie

adentro, y responde: "Demonios, Homer, el tiempo que te di entonces era la marca de aquel momento. He encontrado un itinerario más corto y la he rebajado. Estaremos allí en dos horas y media. Arriba, Homer. Nos ponemos en camino."

De nuevo guardó silencio, con las manos apoyadas, muy quietas, sobre los muslos, y con la mirada mortecina, quizá porque veía el biplaza color champaña subiendo por el empinado caminillo de los Todd.

»—Pero antes de salir de la finca, detuvo el coche yme preguntó:»—¿Seguro que lo quieres hacer?»—Písele a fondo —le respondí.»Y lo hizo, como si el pie lo tuviera de hierro y con un cojinete en el tobillo. De lo que

sucedió después, no sabría contarte gran cosa, salvo que al cabo de un momento, ya no pude quitarle los ojos de encima. Tenía en la cara una expresión extraña, una expresión a un tiempo de fiereza y de libertad, que me llenó de miedo el corazón. Era hermosa, Dave, y me sentí enamorado de ella; a cualquiera le hubiera ocurrido, a cualquier hombre y quizá también a cualquier mujer; pero al mismo tiempo me asustaba, porque pensé que podía matarme si,

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apartando la vista del camino, la fijaba en mí y decidía corresponder a mi amor. Iba vestida con vaqueros y una vieja camisa blanca que llevaba arremangada (se me ocurrió que, al aparecer yo, tal vez se dispusiera a pintar algo en la terraza de atrás); pero después de un rato de marcha, me pareció que llevaba una de esas túnicas, todas blancas y llenas de pliegues, que se ven en las estampas de los libros antiguos —se quedó pensativo, con la mirada perdida en el lago, a lo lejos, y el semblante muy serio—. Como esa cazadora que, según dicen, cruzaba el cielo montada en la luna...

—¿Diana?—Ésa. Su coche era la luna. Así veía yo a Ophelia. Ya te he dicho que me sentía

enamorado de ella, pero aunque entonces era yo algo más joven, no se me hubiera ocurrido intentar nada. No lo hubiera hecho ni que tuviese veinte años; quizá lo habría hecho, sí, de tener dieciséis, y me hubiera costado la vida... si su mirada era lo que parecía, me hubiera costado la vida...

»Era como la mujer que cruzaba el cielo montada en la luna: medio cuerpo por encima del salpicadero, con sus estolas de gasa flotando detrás de ella como telarañas de plata y el pelo formándole una estela y descubriéndole las manchas oscuras de las sienes, mientras fustigaba a sus caballos y me pedía que la siguiese más y más de prisa, sin importarle que jadeasen los animales, con tal de correr más y más.

«Seguimos toda una serie de caminos forestales. Los dos o tres primeros los conocía yo, pero a partir de ahí dejé de saber dónde estaba. Cómo debimos de sorprender a aquellos árboles, que nunca habían visto un vehículo de motor, aparte de los viejos camiones madere-ros y los trineos mecánicos. Había que ver a aquel pequeño demonio, que con seguridad hubiera estado más a tono en Sunset Boulevard que zumbando entre aquellos bosques, subiendo cuestas avasallador, rugiente, y lanzándose por los declives entre las franjas verdes, polvorientas, del sol de la tarde. Como ella había bajado la capota, me llegaban todos los olores del bosque, esos espléndidos olores que ya conoces, como de cosas que han estado casi siempre en paz, sin que apenas las tocasen. En algunos de los tramos más cenagosos, pasamos por caminos de troncos, haciendo saltar barro por los lados, y con eso ella reía como una niña. A veces los troncos, viejos, estaban podridos, porque por algunos de aquellos caminos no había transitado nadie, salvo ella, claro está, en, me atrevería a decir, cinco o diez años. Exceptuados los pájaros y el resto de los animales que nos vieran, estábamos solos. El zumbar de aquella endiablada máquina de ella en los trechos largos, y luego su rugir cuando embragaba y reducía, era el único ruido mecánico que alcanzaba a oír yo. Y aunque me daba cuenta de que durante todo el tiempo debimos de estar cerca de algún sitio (ya sabes, hoy en día siempre es así), empezó a darme la sensación de que habíamos retrocedido en el tiempo y de que no había nada. De que si parábamos y me subía a un árbol alto, sólo alcanza ría a ver bosques, bosques y más bosques. Y a todo eso ella haciendo volar aquel demonio, risueña, con el pelo flotando a su espalda y los ojos centelleándole. De esa forma, llegamos a la carretera que lleva a la montaña del Pájaro Pinto, y por un rato volví a saber dónde mi encontraba, hasta que torció a la izquierda, y entonces sólo me pareció, durante un trecho, saber dónde estaba pero después ya ni siquiera quise engañarme con ese Nos metimos con toda la rabia por otro camino forestal, y de ahí fuimos a salir, te lo juro, a una buen, carretera, bien pavimentada, donde un poste indicado decía: calzada B. ¿Has oído hablar alguna vez de un carretera del Estado de Maine que se llamara calzada B?

—No —respondí—. Suena a cosa inglesa.—Así es. Y parecía inglesa, con aquellos árboles, una especie de sauces, bordeándola. En

ese punto me dijo:»—Cuidado ahora, Homer; el mes pasado me enganchó uno de esos y me hizo un buen

arañazo.»Yo no sabía de qué estaba hablando, y así me di ponía a decírselo, cuando vi que, quieto

del todo como estaba el aire, las ramas aquellas se movían, ondeaban. Y, bajo el verde, las hojas eran negras y estaban mojadas. No daba crédito a mis ojos. Hasta que una me arrancó la gorra y me di cuenta de que no estaba soñando.

»—¡Eh, devuélveme eso! —grité.»—Demasiado tarde ya, Homer —dijo ella, y rompió a reír—. Pero por la luz que veo en el

cielo, no llevamos retraso...

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»Y a eso baja otra rama, esa vez por su lado, y le da un arañazo a ella; te juro que lo hizo. Ella agachó la cabeza, pero la rama se le enganchó en el pelo y le tiró de él. "¡Huy, qué daño!", chilló, pero al mismo tiempo reía. Al agacharse ella, el coche se fue un poco, y con eso pude ver el interior del bosque. ¡Jesús, Dave...! Todo allí se movía. Hierba que ondeaba y plantas que se pegaban unas a las otras como haciendo muecas, y sentado en un tocón vi un bicho que parecía una rana de zarzal, sólo que aquélla tenía el tamaño de un gato grande.

«Entonces, al salir de la sombra en lo alto de una cuesta, me suelta: "¿Qué? Emocionante, ¿no?"; así, como si estuviera hablando de una visita a la Casa Encantada de la feria de Fryeburg...

»Cosa de cinco minutos más tarde, enfilábamos otro de sus caminos forestales. Yo estaba de bosques hasta aquí arriba, eso puedo asegurártelo; pero aquellos eran bosques corrientes y agradables. Media hora después de eso, entrábamos en el estacionamiento del Pilot's Grille de Bangor. Y señalándome el cuentaquilómetros, me dice: "Mira esto, Homer." Lo hice, y marcaba ciento ochenta. "¿Qué opinas ahora? ¿Crees o no crees en mi atajo?"

"Aquella expresión fiera se le había borrado casi por completo; volvía a ser sencillamente Ophelia Todd. Pero la otra expresión no había desaparecido del todo: era como si fuese dos mujeres, Ophelia y Diana, y su lado de Diana la dominaba de tal forma cuando iba conduciendo por aquellas carreteras de tercer orden, que si lado de Ophelia no advertía que aquel atajo suyo la llevaba por sitios... por sitios que no están en ningún mapa de Maine, ni siquiera en los topográficos.

»—¿Qué te parece mi atajo, Homer? —preguntó otra vez.»Le contesté lo primero que me vino a la cabeza algo que por lo general no se le dice a una

dama como Ophelia Todd:»—De mil pares de puñetas, señora.»Se echó a reír, encantada, y entonces lo vi claro más no poder: no recordaba ninguna de

las cosas extrañas que nos habían ocurrido. Ni las ramas de los sauces (que no eran sauces, qué va, ni nada que se le pareciese) que se me habían llevado la gorra, ni aquel poste con lo de calzada B, ni aquella espantosa rana o lo que fuera. ¡No recordaba ninguna de aquellas cosas extrañas! O bien yo las había soñado, o bien ella había soñado que no existían. Lo único que yo sabía con seguridad, Dave, es que habíamos hecho tan sólo ciento ochenta kilómetros y estábamos en Bangor; eso y que no se trataba de un sueño: estaba allí, en el cuentakilómetros del pequeño Mercedes, en blanco y negro y bien claro.

»—Ya lo puedes decir —me contestó—. De mil pares de puñetas. Ojalá pudiera convencer a Worth de probarlo algún día... pero no hay manera de sacar de su rutina como no sea a bombazos, y seguramente haría falta un misil Titán II, porque yo creo que se ha construido un refugio antiaéreo debajo de esa rutina. Vamos, Homer, a meter algo caliente en el cuerpo.

»Y menuda la cena que me encargó, Dave; pero yo no comí gran cosa. No dejaba de pensar en lo que iba a ser el viaje de regreso, conduciendo de noche. Entonces, a mitad de la cena, se disculpó y fue a llamar por teléfono. Al volver me preguntó si me importaría llevarle el coche a Castle Rock. Dijo que había hablado con no recuerdo qué señora, que estaba en su mismo comité escolar, y que a esa mujer le había salido un problema, no sé cuál. Que ella alquilaría un coche al día siguiente, si Worth no podía ir a buscarla. "¿Te importa mucho hacer de noche el viaje de vuelta?", me preguntó.

»Me miraba como sonriendo, y comprendí que recordaba parte de las cosas; Dios sabe qué parte, pero sí lo suficiente para darse cuenta de que no intentaría volver por su camino después de anochecido, ni en ningún otro momento. En cambio, a ella, lo vi por la luz de sus ojos, no le hubiera importado en lo más mínimo.

»De modo que le dije que no tenía inconveniente, y terminé la cena mejor que la había empezado. Ya estaba anocheciendo cuando nos levantamos. Primero fuimos a donde la señora con quien había hablado por teléfono. Y al apearse me mira con aquella misma luz en los ojos y dice: "¿Seguro que no quieres esperarme, Homer? Por el camino vi un par de carreteras secundarias, y aunque no consigo encontrarlas en mis mapas, creo que por ahí podría acortar unos cuantos kilómetros."

»—Verá, señora —le dije—, yo me quedaría; pero he descubierto que a mi edad en ninguna parte se duerme como en la propia cama. Le llevaré el coche a casa sin hacerle un solo arañazo, aunque seguramente con unas cuantas millas más que si lo condujera usted.

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»Entonces rió, así, bajito, y me dio un beso. El mejor que me hayan dado en mi vida, Dave. Fue sólo en la mejilla, y era el beso inocente de una mujer casada, pero también tenía la sazón de los melocotones, o de esas flores que se abren al anochecer, y cuando sus labios me rozaron la piel, sentí... no sé de fijo lo que sentí, porque no es fácil retener las cosas que le sucedieron a uno junto a una chica que estaba en plenitud, en una época en que el mundo era joven, ni la sensación de esas cosas... No sé explicarme bien, pero creo que tú me comprendes. La memoria envuelve esa clase de recuerdos en una capa oscura que es imposible penetrar.

»—Eres encantador, Homer —me dijo—, y te adoro, por prestarme atención y por haberme acompañado.

Conduce con tino.»Y entró en la casa de aquella mujer. Yo emprendí el regreso.—¿Por dónde fuiste?Rió entre dientes.—Por la autopista, grandísimo majadero —contestó, la cara llena de arrugas como nunca

se la había visto.Se quedó mirando al cielo.—Al verano siguiente desapareció. Yo apenas la había visto... Fue el verano que tuvimos el

incendio, ¿recuerdas?, y después aquella tormenta que derribó todos los árboles. Una época de mucho trajín para un guarda. Claro está que pensaba en ella de vez en cuando, y en aquel día, y en aquel beso, y todo empezaba a parecerme un sueño. Como cierta vez, allá por mis dieciséis años, en un tiempo en que no acertaba a pensar más que en chicas. Estaba arándole a George Bascomb el campo oeste, el que mira a las montañas del otro lado del lago, soñando yo en lo que sueñan los adolescentes. Estando en eso, levanté con las gradas una piedra, y la piedra se partió y rompió a sangrar. Al menos a mí me pareció que sangraba. Le brotaba por la hendedura un jugo rojo que iba empapando el suelo. No se lo conté a nadie, salvo a mi madre, y ni a ella le conté lo que aquello significaba para mi ni lo que me había sucedido; aunque, como me lavó los calzones, quizá se enterase. Total, que ella me aconsejó que rezara. Y lo hice, pero sin llegar a ver la luz hasta que, después de un tiempo, empezó a ocurrírseme que había sido un sueño. Sucede a veces. Hay agujeros en las cosas. ¿Sabías tú eso, Dave?

—Sí —contesté, pensando en algo que había visto una noche.Fue en 1959, un mal año para nosotros. Pero mis chicos no sabían que lo fuera; ellos solo

sabían que necesitaban comer, igual que siempre. Había yo visto, en el campo de atrás de Henry Brugger, un grupo de ciervos de cola blanca, y allí me fui con una linterna una noche de agosto. En verano, cuando están en carnes, se pueden cobrar dos; el segundo se acerca al primero y lo olisquea como diciendo: «¿Qué diablos pasa aquí? ¿Estamos ya en otoño?», y puede uno abatirlo como quien tira a los bolos. Con eso tienes carne bastante para alimentar a los críos durante dos meses, y el resto e entierra. Son dos ciervos menos que los cazadores encontrarán cuando lleguen en noviembre, pero los pequeños necesitan comer. Aquel tipo de Massachusetts dijo que le gustaría poder vivir aquí todo el año, y lo único que yo puedo añadir es que ése es un privilegio por el que a veces hay que pagar después de anochecido. Total que allí estaba yo, cuando vi en el cielo una luz grande, anaranjada. Empezó a bajar y bajar, y yo le quedé mirándola, con la boca tan abierta que la barbilla me pegaba en el esternón. La luz fue a caer al lago, que por un instante se iluminó todo con un resplandor entre morado y púrpura; parecía subir hasta el cielo. Nadie me habló nunca de aquella luz ni yo le hablé a nadie de ella, en parte porque temía que se me riesen, y en parte porque se habrían preguntado qué demonios estaba yo haciendo allí entrada va la noche. Y al cabo de un tiempo ocurrió lo que decía Homer: fue como si hubiera tenido un sueño, un sueño que me decía menos que nada, porque no podía convertirlo en algo que pudiese tocar con las manos. Era como un rayo de luna: algo sin asa y sin filo. Y puesto que no me servía de nada, dejé de darle vueltas, como hace uno cuando comprende que, de todas formas, va a despuntar el día.

—Hay agujeros en las cosas —repitió Homer, enderezándose en el asiento, como furioso—. En el mismo, condenado centro de las cosas, no a su derecha ni a su izquierda, donde hay que mirar por el rabillo del ojo y podría uno decir: «Bueno, qué demonios...», sino en el mismo centro. Están allí, y uno los rodea como haría en la carretera para evitar un bache que podría romper un eje, ¿te das cuenta? Y lo olvidas. Es como si arando, metieses la reja por vacío y, al mirar, vieras que hay un boquete en la tierra, una grieta negra como una cueva. ¿Qué harías?

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Pues decir para tu capote: «Date la vuelta, muchacho, y deja eso, que por ahí, a la izquierda, te queda todavía un buen trecho que hacer.» Porque no estás ahí en busca de cuevas ni de emo-ciones de colegial, sino de un buen trabajo de arado... Hay agujeros en el centro de las cosas —dijo una vez más, y después guardó silencio largo rato.

Yo le dejé tranquilo. No sentía necesidad de acicatearle. Por fin dijo:—Desapareció en agosto. Yo la había visto por última vez a principios de julio, y estaba... —

se volvió hacia mí, y soltó una a una las palabras siguientes, recalcándolas—: ¡Estaba espléndida, Dave Owens! Espléndida, llena de fiereza, como indómita. Las arruguillas que antes le había notado junto a los ojos, parecían haberse borrado. Worth Todd estaba en Boston, en una conferencia o no sé qué. Yo me había quitado la camisa y estaba allí, trabajando, cuando sale ella por un extremo de la terraza y me dice:

«—Homer, no lo vas a creer. »—No, señora, pero lo intentaré —respondí.»—He encontrado otras dos carreteras, y la última vez fui a Bangor con un recorrido de sólo

ciento diez kilómetros.»Recordando lo que antes me había dicho, contesté:"Con todo respeto, eso es imposible, señora. Medí la distancia en el mapa, y el mínimo,

tirando en línea recta, son ciento treinta kilómetros."»Se echó a reír, más bonita que nunca, como una diosa al sol, en una de esas colinas de

los cuentos, donde no hay más que hierba verde y fuentes, pero ningún bichejo que le pique a uno en los antebrazos.

»—Muy cierto —dijo—. Como que no se puede correr un kilómetro y medio en menos de cuatro minutos. ¡Se ha demostrado científicamente!

«—No es lo mismo —replique.»—Sí que lo es, Homer. Dobla el mapa y mira entonces en cuánto queda la distancia.

Puede ser algo menor que en línea recta, si lo doblas un poco, o mucho menos, si lo doblas más.

»Recordando entonces nuestra excursión, como quien recuerda un sueño, dije: "Un mapa se puede doblar, señora, pero la tierra, no. Al menos no habría que intentarlo. Yo no lo haría. Esas cosas hay que dejarlas tranquilas."

«—Pues no señor —me respondió—. Esa es la última cosa que en este momento no pienso dejar tranquila, porque existe y porque es mía.

"Tres semanas más tarde, seria eso como quince días antes de que desapareciera, me telefoneó desde Bangor y me dijo:

»—Worth se ha ido a Nueva York y yo salgo hacia allí, pero no sé dónde diantre he puesto mis llaves, Homer. Querría que te acercases a la casa y abrieras, para poder entrar cuando llegue.

»Bien, esa llamada fue a las ocho, justo cuando empezaba a oscurecer. Antes de salir me tomé un bocadillo v una cerveza, que me llevarían unos veinte minutos, y a continuación saqué la camioneta y me fui a su casa Diría yo que en todo eso tardé como unos tres cuartos de hora. Pues bien, cuando ya entraba en el camino de los Todd, vi arder en la despensa una luz que yo no había encendido. Y, mirando eso, estuve a punto de chocar con el diablejo de ella. Estaba colocado un poco a través, como si lo hubiese puesto allí un borracho tenía salpicones de fango hasta la altura de las ventanillas, y en los laterales, pegoteadas en el barro, había como una especie de algas; sólo que, cuando las iluminé con los focos... parecieron moverse.

»Me estacioné detrás del coche y bajé de la camioneta. No eran algas aquello, sino hierbajos, pero se movían, así, despacio, con pesadez, como si estuvieran muriéndose. Quise tocar uno y... trató de enroscarse me en la mano. Fue una sensación asquerosa, terrible Retiré la mano a toda prisa y me la enjugué en los pantalones. Rodeé el coche por la parte delantera. Daba la impresión de haber atravesado como ciento cincuenta kilómetros de ciénagas y bosque bajo. Parecía cansado, eso parecía. Tenía todo el parabrisas cubierto de insectos aplastados, con la diferencia de que... insectos como aquellos no los había visto en mi vida. Había una polilla, que todavía aleteaba un poco, agonizante, del tamaño de un gorrión. Y bichos que parecían mosquitos sólo que aquellos tenían ojos de verdad, que no podía ver, y que parecían mirarme. Y a todo eso los hierbajos arañaban la carrocería del coche, como muriendo y tratando de aferrarse a algo. Lo único que se me ocurrió pensar fue: ¿Dónde demonios se habrá metido esa mujer? ¿Y cómo hizo para plantarse aquí n sólo tres cuartos de hora? Y entonces reparé en otra osa. En la rejilla del radiador, justo debajo de donde los

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Mercedes llevan la insignia, ésa que parece como una estrella metida en un círculo, había un animal medio chafado. Pero sucede que la mayor parte de los animales que atropella uno en la carretera se quedan debajo del coche, porque en el momento de alcanzarles ellos están agazapados, con la esperanza de que el coche pase y puedan salvar el pellejo. Los hay, sin embargo, e vez en cuando, que saltan al paso del coche, no para parlarse, sino para largarle un buen bocado a esa cosa el demonio, que quiere matarles. Sé que eso ocurre a veces, y quizá era lo que intentaba aquel bicho. Que por el aspecto, tenía muy mala sangre. La bastante para lanzarse sobre un tanque Sherman. Parecía un cruce entre una marmota y una comadreja, pero con una serie de añadidos que yo ni siquiera me atrevía a mirarlos, Dave, porque herían la vista, o peor aún herían la razón. Tenía el pelaje cuajado de sangre, y de las manos le salían zarpas como de gato, pero más largas. Los ojos eran grandes y amarillentos, sólo que estaban vidriados. De niño, tuve una canica pintada, de mármol, que era como aquellos ojos. Y tenia dientes, largos finos, casi como agujas de zurcir, asomándole por la oca. Unos cuantos se habían hundido en el propio metal de la rejilla, y por eso seguía allí: se había aferrado a su vida con los dientes. Al mirarlo comprendí que estaba lleno de ponzoña, como una serpiente de cascabel, y que cuando vio que el coche estaba por atropellarle, se lanzó sobre él para matarlo a dentelladas. No sería yo quien tratase de desprenderlo de allí, porque tenía cortes en las manos, me los había hecho con el heno, y comprendí que si el veneno entraba en ellos, me quedaría tieso en el sitio.

»Rodeé el Mercedes hacia la portezuela del conductor y la abrí. Se encendió la luz y miré lo que decía el cuentaquilómetros que ella borraba en cada viaje, y... marcaba cincuenta y medio.

»Me quedé un momento mirando esos números, y luego me dirigí a la puerta trasera de la casa. Ophelia había forzado la rejilla y roto el cristal junto a la cerradura, para pasar por allí la mano y abrir. Encontré una nota que decía: "Querido Homer: He llegado un poco antes de lo que imaginaba. ¡Di con un atajo que es una maravilla! Como no habías llegado aún, entre con escalo. Worth viene pasado mañana. ¿Podrías encargarte de arreglar el mosquitero y hacer que repongan el vidrio? Me gustaría porque a él estas cosas le inquietan mucho. Si no salgo a saludarte es que estoy durmiendo. El viaje ha sido fatigoso, ¡ pero llegué en un periquete! Ophelia."

«¡Fatigoso! Echando otra ojeada a aquel espanto que tenía prendido en la rejilla del radiador, pensé:

Desde luego que debió de serlo. Por Dios, sí que lo habrá sido.De nuevo silencioso, hizo chascar, inquieto, un nudillo.—Sólo volví a verla otra vez. Cosa de una semana más tarde. Worth se encontraba allí,

pero estaba en el lago, nadando, dale que te dale, como quien corta leña o firma papeles. Yo creo que más bien como quien firma papeles.

»—Ya sé, señora, que esto no es asunto mío —le dije—, pero en la vida hay que saber pararse a tiempo. La noche en que rompió usted el cristal para entrar en la casa, vi empotrado en el morro del coche algo que...

»—¡Ah, la marmota! —dijo—. La quité de allí.»—¡Jesús! ¡Espero que lo hiciese usted con cuidado! »—Me puse los guantes de jardín de

Worth —contestó—. Pero, de todas formas, no había para tanto, Homer: no era más que un pobre animalillo con un poco de ponzoña.

»—Pero, señora —repliqué—, donde hay marmotas hay osos. Y si las marmotas de su atajo tienen ese aspecto, ¿qué va a ser de usted si le sale un oso?

»Me miró, y entonces vi en ella a la otra mujer, a la Diana.»—Si por esos caminos las cosas son distintas, Homer —dijo—, es posible que también yo

lo sea. Mira esto.«Llevaba el cabello recogido en la nuca con un pasador en forma de mariposa. Se lo soltó.

Era la clase de melena que le hace preguntarse a un hombre cómo resultaría esparcida sobre una almohada. Me dijo: "Me estaban saliendo canas, Homer. ¿Ves tú alguna?" Y se separó el pelo con los dedos, para que lo iluminase el sol.

»—No, señora —contesté. Ella volvió a mirarme, los ojos chispeándole, y añadió:»—Tu esposa es una buena mujer, Homer Buckland, pero, con serlo, yo he advertido que

cuando nos encontramos en la tienda y en la estafeta de correos, donde cambiamos unas pocas palabras, me mira el pelo con un aire de satisfacción que sólo las mujeres sabemos r conocer. Sé lo que piensa y lo que dice a sus amigas que Ophelia Todd ha empezado a teñirse

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el pelo. Pero no es así. Más de una vez me he perdido buscando el atajo, y en una de ésas... perdí además mis canas.

»Y rió, no ya como una universitaria, sino como una colegiala. Me admiró su belleza, y también me llenó de anhelo, pero al mismo tiempo vi aquella otra belleza de su cara, y volví a sentir miedo. Miedo por ella y mi do de ella.

»—Señora —le dije—, se expone usted a perder algo más que un poco de gris de sus cabellos.

»—No —replicó—. Ya te he dicho que allí soy distinta. Allí soy... enteramente yo. Cuando salgo a las carreteras en mi coche, dejo de ser Ophelia Todd, la mujer de Worth Todd, la que no consiguió darle un hijo; tampoco soy la que trató de escribir poesía y fracasó en ello, ni la que asiste a las reuniones del comité toma notas, ni ninguna otra cosa ni nadie más. Allí estoy en el corazón de mi ser y me siento como...

»—Como Diana —dije. Ella me miró entre extrañada y sorprendida, y rompió a reír.»—Sí, creo que eso es —respondió—, como una diosa. Aunque Diana se ajuste mejor

porque yo soy una noctámbula... me encanta quedarme despierta has terminar un libro, o viendo la televisión hasta que cantan el Himno Nacional..., y también porque soy mi blanca, como la luna. Worth no deja de decir que necesito un reconstituyente, o hacerme un análisis de sangre, u otras bobadas por el estilo. Pero yo creo que lo que toda mujer desea en el fondo de su corazón ser una especie de diosa; y los hombres, captando de esa idea sólo un eco deformado, nos ponen en un pedestal. ¡A una mujer, a una criatura que, es curioso pensarlo, como no se acuclille para orinar, se lo hace piernas abajo! Sin embargo, lo que un hombre percibe no es lo que una mujer desea. Lo que una mujer desea es la libertad. La libertad de estar de pie, si le apetece, o la de caminar... —los ojos se le fueron hacia aquel diablejo suyo, estacionado en el caminillo, y los entornó—, o de conducir, Homer. Eso es algo que los hombres no ven. Piensan que lo que una diosa quiere es tumbarse en una ladera de las colinas del Olimpo y comer fruta; pero eso no tiene nada de divino. Lo que una mujer quiere es lo mismo que quiere un hombre: una mujer quiere conducir.

»—Lo único que yo le pido, señora, es que mire por dónde conduce —le dije.»Se echó a reír y, plantándome un beso en mitad de a frente, respondió: "Lo haré, Homer."

Pero yo sabía que aquello no significaba nada, y lo sabía porque lo dijo como el hombre que le promete a su esposa, o a su novia, que se andará con cuidado, sabiendo que no ha de hacerlo... que no puede.

»Volví a mi camioneta y desde allí la saludé con la mano, y una semana más tarde Worth denunció su desaparición. La suya y la de aquel endiablado Mercedes. Después de esperar siete años, Todd pidió que la declarasen muerta a efectos legales. Para hacer bien las cosas, esperó otro año, y luego se casó con la segunda señora Todd, la que pasó hace un rato. Y no cuento con que reas una sola palabra de toda esta condenada historia.

En el cielo, una de aquellas grandes nubes de vientre achatado se desplazó lo bastante para dejar a la vista el espectro de la luna, en cuarto creciente y blanca como a leche. Y a la vista de aquello, algo saltó en mi corazón, mitad de miedo y mitad de amor.

—Pues sí la creo —dije—. Hasta la última condenada palabra. Y aunque no fuera cierta, Homer, merecería serlo.

Me pasó un brazo por detrás del cuello y me estrechó contra sí, que es todo lo que podemos hacer los hombres puesto que el mundo no nos permite besar más que a las mujeres, y, rompiendo a reír, se puse en pie.

—No sé si merecería serlo, pero lo es —dijo. Se sacó el reloj de bolsillo del pantalón y lo miró—. Tengo que ir a echar un vistazo a la finca de los Scott. ¿Me acompañas?

—Creo que me voy a quedar un rato aquí —contesté—, pensando.Se encaminó a los escalones y, ya allí, se dio la vuelta y me miró, con una media sonrisa.—Creo que ella estaba en lo cierto —dijo—. Verdaderamente era distinta en aquellos

caminos que encontraba... Ningún ser se hubiera atrevido a tocarla. A ti o a mí, tal vez, pero a ella, no. Y también creo otra cosa. Que ahora es joven.

Y con eso subió a la camioneta y salió hacia la finca de los Scott, a echarle un vistazo.

De eso hace dos años, y como creo haberles dicho ya, Homer se fue después a Vermont. Una noche vino a verme. Se había peinado y afeitado y llevaba una loción que olía muy bien. Tenía la cara despejada y los ojos vivos. Aquella noche se le hubieran dado no sus setenta

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años, sino sesenta, y me alegré por él, al tiempo que también le envidiaba y le odiaba un poco. La artritis es un pescador grande, viejo y de muy mala baba, y el aspecto que Homer presentaba aquella noche no en para nada el de quien tiene clavados en las manos los anzuelos de la artritis, como a mí me ocurría.

—Me marcho —dijo.—¿De veras?—De veras.—Está bien. ¿Ya has dicho dónde han de enviarte las cartas?—No quiero que me envíen ninguna —respondió—. Dejo pagadas mis deudas. Voy a

empezar una nueva vida.—Bien, pues dame tus señas, muchacho, que te pondré unas líneas de vez en cuando —

dije, sintiendo ya que la soledad me envolvía como una capa... y, al mirarle, me di cuenta de que las cosas no acababan de ser lo que parecían.

—Todavía no las tengo —me respondió.—Entiendo. ¿De veras es Vermont a donde vas, Homer?—Bueno, es algo que decir a los curiosos.Aunque estuve a punto de callarlo, por fin se lo pregunté:—¿Qué aspecto tiene ahora?—El de Diana —contestó—. Sólo que ella es más amable.—Te envidio, Homer —le dije, y era verdad. Salí a la puerta. Era el crepúsculo y estábamos

en pleno verano, en ese momento en que el perfume del lauco desborda los campos. La luna llena trazaba en el ago un camino de plata. Homer cruzó el porche y bajó os peldaños. Había un coche parado en la herbosa cuneta, con el motor girando en vacío pero lleno de fuerza, como solían los de antes, que aún, cuando liberan toda su potencia, dejan atrás a los propios torpedos. Y ahora que lo pienso, aquel coche no dejaba de parecerse a un torpedo. Se veía algo gastado, pero todavía con el aire de poder cumplir con lucimiento sin jadear.

Homer se detuvo al pie de los escalones y recogió algo: era su lata de gasolina, la grande, con cabida para cuarenta litros. Bajó por el caminillo y se acercó al coche por el lado del acompañante. Ella se inclinó y le abrió la puerta. Al encenderse la luz del interior, la vi un momento: la cara enmarcada por la larga melena roja, la frente fulgiéndole como una lámpara. Fulgiendo como la luna. Homer entró en el coche y ella arrancó. Me quedé en el porche, siguiendo con la mirada los pilotos de aquel endiablado coche suyo, que centelleaban rojos en la oscuridad y se iban haciendo más y más pequeños... Primero eran como ascuas, luego como luciérnagas y luego desaparecieron.

Se fue a Vermont, digo a la gente de aquí, y eso creen, porque Vermont es todo lo lejos que alcanzan a ver en su imaginación. A veces yo mismo lo creo, sobre todo cuando me siento cansado, cuando no puedo más. Otras veces, en cambio, pienso en ellos. Lo he hecho todo este octubre. Será porque octubre es la época en que los hombres piensan en lugares lejanos y en los caminos que podrían llevarles allí. Me siento en el banco que da frente a la tienda de Bell y pienso en Homer Buckland y en la hermosa muchacha que se inclinó para abrirle la puerta cuando él llegó por el caminillo con la lata roja, llena de gasolina, en la diestra: una muchacha que parecía no tener más de dieciséis años, una muchacha que estrena su permiso de conducir. Su belleza era terrible, pero no creo que matase ya al hombre que la viera. Yo la vi, cuando sus ojos me alumbraron un instante, y no por eso me mató, si bien una parte de mí cayó muerta a sus pies.

El Olimpo será un arrobo para los ojos y para el corazón, y no falta quien lo anhele y, quizá, quien encuentre el camino que lleva derecho hasta él; pero yo conozco Castle Rock como la palma de mi mano, y ni por todos los atajos de todas las carreteras del mundo podría dejarlo jamás. En octubre, el cielo del lago, sin ser ningún arrobo, es bastante claro, pese a esas gran-des nubes blancas que se mueven lentas. Yo me siento aquí, en el banco, y pienso en Ophelia Todd y en Homer Buckland, y no forzosamente con el deseo de estar donde ellos..., pero sí, a veces, echando de menos el gusto por el tabaco.

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EL CAMION DEL TÍO OTTO

Es para mí un gran alivio escribir esto.No he dormido bien desde que encontré a mi tío Otto muerto y a veces he llegado a

preguntarme si me he vuelto loco... o si me volveré. En cierto modo todo hubiera sido una suerte, de no tener aquí, en mi despacho, el verdadero objeto, donde puedo verlo, tocarlo, sopesarlo. Pero no quiero tocar eso. Aunque a veces lo hago.

Si no me lo hubiera llevado de aquella casa, cuando huí de ella, podría creer que no todo fue más que una alucinación... un invento de un cerebro agotado y sobreexcitado. Pero ahí está. Pesa. Puedo sopesarlo en mi mano.

Todo ocurrió realmente.La mayoría de los que lean estas memorias no lo creerán, a menos que les haya ocurrido

algo parecido. Encuentro que el hecho de que lo crean y mi alivio se excluyen mutuamente, así que me encantará contarles la historia. Crean hasta donde quieran.

Cualquier cuento de horror debería tener un origen o un secreto. El mío tiene ambas cosas. Empezaré por el origen contando cómo mi tío Otto, que era rico según los cánones del condado de Castle, tuvo la idea de pasar los últimos veinte años de su vida en una casita de una sola habitación, sin agua corriente, en un camino apartado de una pequeña ciudad.

Otto había nacido en 1905, era el mayor de los cinco hermanos Schenk. Mi padre, nacido en 1920, era el más joven. Yo fui el hijo menor de mi padre, nacido en 1955, así que tío Otto siempre me pareció viejísimo.

Como muchos alemanes diligente, mis abuelos llegaron a América con algún dinero. Mi abuelo se instaló en Derry, por la industria maderera, que conocía bien. Ganó dinero y sus hijos nacieron en un hogar acomodado.

Mi abuelo murió en 1925. El tío Otto, que por entonces contaba veinte años, fue el único hijo que recibió la herencia completa. Se trasladó a Castle Rock y empezó a especular en bienes raíces. En el transcurso de los cinco años siguientes ganó mucho dinero negociando en madera y terrenos. Compró una gran casa en Castle Hill y disfrutaba de su posición de joven soltero, buen partido y relativamente apuesto (lo de «relativamente» lo digo porque llevaba gafas). Nadie le encontraba raro. Eso vino después.

La Depresión le perjudicó, no tanto como a otros, pero le perjudicó. Conservó su gran casa de Castle Hill hasta 1933, cuando la vendió porque un extenso terreno boscoso se había puesto a la venta a un precio irrisorio y se obstinó en comprarlo. El terreno pertenecía a la Compañía Papelera de Nueva Inglaterra.

La Papelera existe aún, y les aconsejaría que compraran acciones de la misma. Pero en 1933 la compañía ofrecía enormes terrenos a precio de saldo en un esfuerzo por mantenerse a flote.

¿Cuánta tierra quería mi tío? El título de propiedad original se ha perdido, y los cálculos difieren pero según lo que todos dicen, superaba los cuatro mil acres. La mayor parte se encontraba en Castle Rock, pero se extendía también hasta Waterford y Harlow. La Papelera pedía dos dólares y medio por acre si el comprador se quedaba con todo.

El precio total sumaba diez mil dólares. El tío Otto no podía reunir aquel dinero, así que buscó un socio, un yanqui llamado George McCutcheon. Si viven ustedes en Nueva Inglaterra conocerán el nombre Schenk y McCutcheon; hace tiempo que se vendió la compañía, pero hay todavía ferreterías Schenk y McCutcheon en cuarenta ciudades de Nueva Inglaterra, y serrerías Schenk y McCutcheon desde Central Falls hasta Derry.

McCutcheon era un hombre corpulento con una gran barba negra. Usaba gafas, como mi tío Otto, y también había heredado dinero. Debió de ser bastante, porque entre él y mi tío Otto compraron todo aquel terreno boscoso sin ningún problema. Ambos eran, en el fondo, unos piratas, y se llevaban bien. Su sociedad duró veintidós años, hasta el año en que yo nací, y sólo conocieron prosperidad.

Pero todo empezó con la adquisición de aquellos cuatro mil acres, y los exploraron en el camión de McCutcheon, recorriendo los caminos del bosque y siguiendo los pasos de los madereros, en primera la mayor parte del tiempo, tambaleándose sobre pasarelas y

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salpicándose al pasar por los charcos de agua, McCutcheon al volante la mayor parte del tiempo, y mi tío Otto el resto.

Ignoro cómo McCutcheon se procuró aquel camión. Era un Cresswell, una marca que ya no existe. Tenía una enorme cabina pintada de rojo, guardabarros y arranque eléctrico, pero si fallaba podía dársele a la manivela, aunque a veces se despistaba y podía romperte el hombro si no ibas con cuidado. Tenía unos seis metros de largo, con los laterales de la caja de estacas, pero lo que recuerdo mejor de aquel camión es el morro. Lo mismo que la cabina, era rojo como la sangre. Para llegar al motor había que levantar dos aletas de acero, una de cada lado. El radiador alcanzaba al pecho de un hombre alto. Era una máquina fea, monstruosa.

El camión de McCutcheon se estropeó y fue reparado, volvió a estropearse y lo volvieron a reparar. Cuando por fin el Cresswell exhaló su último suspiro, lo hizo de forma espectacular.

McCutcheon y tío Otto subían por la carretera de Black Henry un día del año 1953 y, según la propia confesión de tío Otto, ambos estaban «rematadamente borrachos». Tío Otto puso la primera para subir por Trinity Hill. Aquello estuvo bien pero borracho como estaba no se le ocurrió volver a cambiar la marcha al emprender la bajada. El agotado y viejo motor del Cresswell se recalentó. Ni tío Otto ni McCutcheon se fijaron en que la aguja de la temperatura se había disparado. Al llegar al pie de la colina, una explosión hizo saltar las aletas del capó como si fueran las alas de un dragón rojo, y el tapón del radiador saltó hacia el cielo de verano. El chorro de humo se elevó como un géiser. Saltó el aceite sobre el parabrisas, inundándolo. Tío Otto pisó el freno, pero el Cresswell había adquirido la mala costumbre de perder líquido de frenos y el pedal se hundió hasta el fondo. Como no veía nada se salió de la carretera, primero a una cuneta y luego fuera de ella. Si el Cresswell se hubiera calado, las cosas no hubiesen ido tan mal. Pero el motor siguió funcionando y los pistones petardearon como si fuese Cuatro de Julio y luego estallaron. Uno de ellos, según tío Otto, perforó su puerta. Por el agujero que le hizo podía pasarse el puño. Al final fueron a parar a un campo de flores amarillas. Hubieran disfrutado de una preciosa vista de las White Mountains si el parabrisas no hubiera estado cubierto de aceite Diamond Gem.

Éste fue el último paseo del Cresswell de McCutcheon; jamás volvió a moverse de aquel campo. Los dos hombres se apearon para examinar los daños. Ninguno de los dos era mecánico, pero tampoco había que serlo para darse cuenta de que la herida era mortal. Tío Otto estaba abochornado, o al menos eso le dijo a mi padre, y ofreció pagar la reparación del camión. George McCutcheon le respondió que no dijese tonterías. McCutcheon estaba extasiado. Había echado un vistazo al campo, al paisaje de las montañas, y había decidido que aquél era el lugar donde construiría su hogar cuando se retirara. Se lo dijo así a tío Otto, con el tono que uno suele emplear para una conversación religiosa. Volvieron andando a la carretera y consiguieron que el camioncillo de la panadería Cushman, que pasaba a la sazón, les llevara de regreso a Castle Rock. McCutcheon dijo a mi padre que había sido un milagro, que el lugar perfecto que había estado buscando había estado allí todo el tiempo, en aquel campo ante el que pasaban dos o tres veces por semana sin mirarlo siquiera. La mano de Dios, insistió, sin imaginar que iba a morir en aquel campo dos años más tarde, aplastado por su propio camión... el camión que pasó a ser propiedad de tío Otto cuando McCutcheon murió.

McCutcheon hizo que Billy Dodd enganchara su grúa al Cresswell y lo girara de frente a la carretera. Así podría velo, dijo, cada vez que pasara por allí, y saber que cuando Dodd volviera a engancharlo a la grúa para llevárselo definitivamente, sería porque llegaban los constructores para construir su casa. Era un sentimental, pero no lo suficiente para perderse la oportunidad de ganar un dólar. Cuando un año después, un maderero llamado Baker le ofreció comprar las ruedas del Cresswell, incluidos los neumáticos, McCutcheon aceptó sin pestañear los veinte dólares del maderero. También encargó a Baker que pusiera bloques bajo el camión para que se quedara levantado. Dijo que no quería pasar por delante y velo en el campo medio cubierto por el heno, las hierbas y las flores amarillas, como si se tratara de un trasto viejo. Baker lo hizo. Un año más tarde, el Cresswell se salió de sus bloques y aplastó a McCutcheon. Los viejos del lugar disfrutaban contando la historia, y siempre agregaban que esperaban que el viejo Georgie hubiera disfrutado los veinte dólares que había sacado de las ruedas.

Yo crecí en Castle Rock. Cuando nací, mi padre llevaba trabajando diez años para Schenk y McCutcheon, y el camión que había pasado a ser propiedad de tío Otto, junto con todo lo que McCutcheon poseía, fue un punto de referencia en mi vida. Mi madre compraba en casa de Warren, en Brigton, y la carretera de Black Henry era el camino que llevaba allí. Así que todas

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las veces que íbamos, allí estaba el camión, en medio del campo, con las White Mountains al fondo. Ya no estaba sobre los bloques, pero la sola idea de lo que había ocurrido era suficiente para que un chiquillo de pantalón corto se echara a temblar.

Estaba allí en verano; en otoño le rodeaban los olmos rojos, plantados en los tres lados del campo, como antorchas; en invierno, la nieve le llegaba hasta los faros, así que parecía un mastodonte debatiéndose en arenas movedizas; en primavera, cuando el campo era un lodazal, como un pantano, uno se preguntaba por qué no se hundía en la tierra. De no haber sido por la base de buena piedra de Maine, tal vez hubiera ocurrido así. Pero allí estaba, a lo largo de las estaciones de todos los años.

Una vez incluso estuve dentro. Mi padre se detuvo a un lado de la carretera, un día en que íbamos camino de la feria de Fryeburg me cogió de la mano y me llevó al campo. Esto debió de ser en 1960 o 1961, supongo. Yo tenía miedo al camión. Había oído la historia de cómo había caído y aplastado al socio de mi tío. Lo había oído contar en la barbería, sentado inmóvil detrás de la revista Life que no sabía leer, escuchando a los hombres que contaban cómo había sido aplastado el viejo Georgie y cómo esperaban que hubiera disfrutado los veinte dólares que sacó de aquellas ruedas. Uno de ellos –pudo haber sido Billy Dodd, el padre del pobre Frank-, dijo que McCutcheon parecía una «calabaza aplastada por la rueda de un tractor». Eso me obsesionó durante meses, pero mi padre, claro, no tenía la menor idea de ello.

Mi padre sólo pensó que a lo mejor me gustaría sentarme en la cabina del viejo camión; se había fijado en cómo lo miraba todas las veces que pasábamos, y supongo que debió tomar mi miedo por admiración.

Recuerdo las flores, con su vívido color amarillo apagado por el frío de octubre. Recuerdo el sabor gris del aire, un poco amargo, un poco picante y el color plateado de la hierba muerta. Recuerdo el rumor de nuestros pasos. Pero lo que más recuerdo es el tamaño del camión, que cada vez parecía mayor y mayor... y la mueca de su radiador, y el rojo sangre de su pintura, el cristal turbio del parabrisas. Recuerdo que el miedo me envolvió en una oleada fría y gris cuando mi padre me cogió por debajo de los brazos y me subió a la cabina, diciéndome: «¡Condúcelo hasta Pórtland, Quentin, venga! » Recuerdo el aire resbalando sobre mi cara a medida que me subía y de pronto cómo el sabor límpido fue reemplazado por el olor del aceite Diamon Gem rancio, curo viejo, excrementos de rata y –lo juro- sangre. Recuerdo mis esfuerzos por no llorar mientras mi padre me miraba sonriente, convencido de que me estaba proporcionando una gran emoción (como así era, aunque no del signo que creía él). Tuve la certeza de que se alejaría, o por lo menos que me daría la espalda, y que entonces el camión me comería... me comería vivo. Y lo que escupiría parecería masticado y desgarrado y... y como estallado. Como una calabaza aplastada por la rueda de un tractor.

Empecé a llorar y mi padre, que era el mejor de los hombres, me bajó, me consoló y me devolvió al coche.

Me llevó en brazos, sobre el hombro, y mientras yo miraba el camión que se iba alejando, plantado allí en el campo, con su enorme radiador, y el gran orificio donde se metía la manivela, que parecía la cuenca de un ojo vacía, mal colocada, y quería poder decirle que había olido a sangre y que por eso había llorado. Pero no supe cómo decírselo. En todo caso, me temo que no me hubiera creído.

Como un chiquillo de cinco años que creía aún en Papá Noel, en el Ratón Pérez de los dientes y en los Reyes Magos, también creía que el pánico que me había embargado cuando mi padre me aupó a la cabina del camión, procedía del camión. Me llevó veintidós años decidir que no fue el Cresswell el asesino de George McCutcheon, sino tío Otto.

El Cresswell fue un punto de referencia en mi vida. Si explicabas a alguien cómo tenía que ir de Bridgeton a Castle Rock, le decías que para tener la seguridad de que iban por el buen camino, tenían que ver un viejo camión rojo, a la izquierda, plantado en un campo de heno a unas tres millas más o menos, después de salir de la 11. Con frecuencia solían verse turistas aparcados en la cuesta (a veces se quedaban anclados allá, siempre motivo para reírnos) fotografiando las White Mountains con el camión del tío Otto en primer término para hacer más pintoresca la vista... Durante mucho tiempo mi padre llamó al Cresswell «el Trinity Hill Memorial al Camión Turístico», pero luego lo dejó. Para entonces, la obsesión de tío Otto por el camión se había hecho excesiva para resultar divertida

Esto en cuanto al origen. Ahora el secreto.

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De que él mató a McCutcheon es lo único de que estoy absolutamente seguro. «Despachurrado como una calabaza», decían los sabios de la barbería. Uno de ellos añadió: «Apuesto a que estaba arrodillado frente a ese camión rezando como uno de esos árabes a Alá. Estaban majaretas, los dos. Miren, si no, cómo terminó Otto Schenk, en aquella casita que creyó que la ciudad aceptaría como escuela, y tan tocado como una rata de cloaca. »

Esto lo escuchaban con miradas cómplices, porque para entonces ya creían que tío Otto estaba chiflado..., oh sí, pero no había uno solo al que la visión de McCutcheon de rodillas ante el camión «como uno de esos árabes rezando a Alá», le pareciera sospechosa o excéntrica.

Los rumores son siempre algo peligroso en una pequeña ciudad; se acusa a la gente de ladrones, adúlteros, cazadores furtivos y estafadores por la más insignificante sospecha o la más absurda deducción. Estoy seguro de que casi siempre el rumor empieza por puro aburrimiento. Pienso que lo que evita que la cosa pase a ser grave y malintencionada –que es como muchos novelistas han pintado la vida en las pequeñas comunidades, desde Nathaniel Hawthorne- es que la mayoría de los chismorreos salidos de la línea telefónica común, las tiendas de alimentación y las barberías son curiosamente ingenuos... Es como si toda esa gente contara con la mezquindad y la bajeza, o la inventara, pero que la maldad auténtica y consciente estuviera más allá de su concepción, incluso cuando la tienen flotando ante sus ojos como la alfombra mágica de uno de esos árabes de las historias mágicas.

Me preguntarán cómo sé que lo hizo. ¿Solamente porque estaba con McCutcheon aquel día? No. Por el camión Cresswell. Cuando su obsesión empezó a dominarle, se fue a vivir enfrente, en aquella casita... aunque en los últimos años de su vida sintió un miedo mortal del camión aparcado al otro lado del camino.

Creo que tío Otto llevó a McCutcheon al campo, donde el Cresswell estaba sobre sus bloques, haciéndole hablar de sus planes para la casa. McCutcheon estaba siempre dispuesto a hablar de su casa y de su próximo retiro. Una compañía más importante que la suya les había hecho una buena oferta –no voy a decir su nombre, pero si lo hiciera la conocerían-, y McCutcheon quería aceptarla. Tio Otto no. Desde la primavera, ambos socios habían discutido la oferta. Creo que su desacuerdo fue la razón por la que Otto decidió deshacerse de su socio.

Creo que mi tío se preparó para aquel momento haciendo dos cosas: primero, minando los bloques que sostenían el camión y, segundo, clavando en el suelo delante del camión algo donde MxCutcheon pudiera verlo. ¿Qué clase de cosa? No lo sé. Algo brillante. ¿Un diamante? ¿Un trozo de cristal? No importa. Algo que relucía al sol. A lo mejor McCutcheon lo vio. Si no, pueden estar seguros de que tío Otto se lo hizo ver. «¿Qué es eso?» preguntaría, señalándolo. «No lo sé», contestaría McCutcheon.

McCutcheon se arrodilló frente al Cresswell, igual que uno de ésos árabes rezando a Alá, intentando sacar el objeto del suelo, mientras mi tío se iba a la parte trasera del camión. Un empujón y todo se vino abajo, aplastando a McCutcheon, despachurrándole como una calabaza.

Sospecho que era demasiado duro para morir fácilmente. En mi imaginación le veo bajo el capó del Cresswell, sangrando por la nariz y boca y las orejas, con sus ojos oscuros suplicando a mi tío que fuera en busca de ayuda. Rogando, suplicando... y finalmente maldiciendo a mi tío, jurándole que le mataría, acabaría con él... y mi tío allí, contemplándole, con las manos en los bolsillos, hasta que todo terminó.

Después de la muerte de McCutcheon mi tío no tardó en hacer cosas que, en un principio, los sabios de la barbería calificaron de raras, luego de peculiares, y después como «extrañas locuras». Cosas que finalmente hicieron que se le calificara, en el argot de la barbería como «tan loco como una rata de cloaca»; habían existido siempre, pero no parecía caber la menor duda de que sus peculiaridades empezaron justo en el momento en que murió McCutcheon.

En 1965, tío Otto había hecho construir una casita de una sola habitación al otro lado de la carretera, frente al camión. Se habló mucho de lo que el viejo Otto Schenk estaría tramando allá arriba, en el camino a Black Henry, en Trinity Hill, pero la sorpresa fue general cuando tío Otto dio por terminada la casita haciendo que Chuckie Barger le diera una mano de pintura roja brillante y anunciando a continuación que era un regalo para la ciudad. «Una bonita escuela nueva», dijo, y lo único que pidió fue que le pusieran el nombre de su difunto socio.

Los prohombres de Castle Rock se quedaron estupefactos. Los demás, también. Casi toda la gente de Castle Rock había ido a una escuela de una sola aula (o creían haber ido, que viene a ser lo mismo). Pero todas las escuelas de ese tipo habían desaparecido de Castle

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Rock en 1965. La última de ellas, la Escuela Castle Ridge, había cerrado el año anterior. Ahora era la Pizzería de Steve, en la carretera 117, Por entonces la ciudad poseía una escuela de cristal y cemento, en Carbine Street. Como resultado de su excéntrico ofrecimiento, tío Otto pasó de ser «raro» a un «condenado loco».

Los concejales le enviaron una carta (ni uno solo de ellos se atrevió a visitarle en persona) dándole amablemente las gracias y confiando en que se acordaría de la ciudad en el futuro, pero rechazando la pequeña escuela, alegando que las necesidades educativas de los niños de la ciudad estaban perfectamente cubiertas. Tío Otto montó en cólera. ¿Recordar a la ciudad en un futuro?, protestó ante mi padre. Ya lo creo que se acordaría de ellos, pero no como esperaban. Él no se había caído de un carro de heno, no. Él sabía distinguir muy bien un halcón de una sierra. Y si lo que querían era enfrentarse a él en una competición de meadas, dijo, descubrirían que podía mear como una mofeta que acabara de beberse un barril de cerveza.

-¿Y ahora qué? –preguntó mi padre.Estaban sentados ante la mesa de la cocina de nuestra casa. Mi madre se había llevado la

costura arriba. Decía que tío Otto no le gustaba; decía que olía como un hombre que se baña una vez al mes, «y tan rico» añadía siempre con un respingo. Creo que su olor la molestaba de verdad, pero también pienso que le tenía miedo. En 1965 tío Otto había empezado a tener un aspecto tan peculiar como su comportamiento. Andaba vestido con un pantalón verde, de obrero, sujeto con tirantes, ropa interior de invierno y unos zapatones amarillos. Sus ojos se movían en direcciones opuestas mientras hablaba.

-¿Eh?-¡Que qué vas a hacer con la casa ahora?-Vivir en ella, maldita sea –respondió tío Otto, y así lo hizo.La historia de sus últimos años no tiene mucho que merezca contarse. Sufrió el tipo de

locura y de fin que uno lee con frecuencia en los periódicos sensacionalistas: «Millonario muere de inanición en un piso barato», «La pordiosera era rica, revelan los archivos del banco», «Olvidado prohombre de la banca muere en soledad».

Se trasladó a la casita roja, que últimamente se había vuelto de un rosa pálido y apagado, a la semana siguiente. Un año después vendió el negocio por el cual había cometido un asesinato. Sus excentricidades se habían multiplicado, pero su sentido del negocio no le había abandonado, y obtuvo una buena ganancia, mejor dicho impresionante.

Así que allí estaba tío Otto, con una fortuna de unos siete millones de dólares, instalado en aquella casucha en la carretera de Black Henry. Su casa en la ciudad estaba cerrada a cal y canto. Ya había pasado de «condenado loco» a «rata de cloaca». La siguiente progresión se expresó de una forma menos colorida, más ominosa: «Puede que sea peligroso».

Ésta va siempre seguida de la reclusión.A su manera, tío Otto se hizo tan célebre como el camión del otro lado del camino, aunque

dudo que alguna vez los turistas quisieran fotografiarle. Se había dejado la barba, que se le volvió amarillenta, como teñida por la nicotina de sus cigarrillos. Había engordado mucho. Las mejillas le colgaban en una papada flácida. La gente solía verle de pie en el umbral de su extraña casita, solo, inmóvil, mirando el camino y el campo de enfrente.

Mirando al camión... su camión.Cuando tío Otto dejó de venir a la ciudad, fue mi padre el que se preocupó de que no

muriera de hambre. Le llevaba provisiones todas las semanas, y las pagaba de su propio bolsillo porque Otto nunca se las pagó... supongo que nunca pensó en ello. Papá murió dos años antes que tío Otto, cuya fortuna terminó yendo a la Universidad de Maine, departamento de bosques. Tengo entendido que se mostraron encantados. Teniendo en cuanta la cantidad, había que estarlo.

Después de sacar mi carnet de conducir en 1972, con frecuencia le llevé sus provisiones semanales. Al principio tío Otto me miraba con suspicacia, pero pasado un tiempo empezó a distenderse. Fue tres años más tarde en 1975, cuando me dijo por primera vez que el camión se iba acercando a su casa.

A la sazón yo asistía a la Universidad de Maine, pero en vacaciones de verano iba a casa y volvía a mi vieja rutina de llevarle las provisiones semanales. Estaba sentado ante su mesa, fumando, mirando cómo guardaba las conservas y escuchándome hablar. Pensé que tal vez había olvidado quién era yo; a veces lo hacía... o lo simulaba. En una ocasión me puso la carne

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de gallina, gritándome desde la ventana: «¿Eres tú, George? », mientras yo subía hacia la casa.

En aquel día de julio de 1975 interrumpió la conversación que mantenía con él para preguntarme con dureza:

-¿Qué piensas de ese camión, Quentin?Lo inesperado de la pregunta provocó una respuesta sincera.-Cuando tenía cinco años me mojé los pantalones en la cabina de ese camión –dije-. Y creo

que si volviera a subir ahora, volvería a mojármelos.Tío Otto rió un buen rato. Me volví y le miré asombrado. No recordaba haberle oído reír

nunca. Su risa terminó en un acceso de tos que le coloreó las mejillas. Luego me miró con ojos brillantes.

-Se está acercando, Quent.-¿Qué, tío Otto? –pregunté.Creí que había dado uno de sus desconcertantes altos de un tema a otro, que a lo mejor

quería decir que se acercaba Navidad, o el milenio, o el regreso de Cristo.-Ese maldito camión –contestó mirándome fijamente de un modo que no me gustó nada-.

Cada año se va acercando más.-¿De verdad? –pregunté cauteloso, pensando que aquello era una idea bastante

desagradable. Miré al Cresswell, al otro lado de la carretera, rodeado de heno y con las White Mountains de fondo... y por un momento me pareció que realmente estaba más cerca. Después parpadeé y se esfumó la ilusión. El camión, naturalmente, estaba donde siempre.

-Oh, sí –insistió-. Cada año se acerca un poco más.-Vaya. A lo mejor necesitas gafas. Yo no veo ninguna diferencia, tío Otto.-¡Claro que no la ves! Tampoco puedes ver cómo se mueve la aguja de las horas en tu reloj

de pulsera, ¿verdad? Esa maldita cosa se mueve demasiado despacio para poder verla... a menos que la vigiles todo el tiempo. Exactamente como yo hago. -Me guiñó el ojo y me estremecí.

-¿Y por qué iba a moverse? –pregunté.-Porque viene por mí, por eso. Ese camión me tiene siempre presente. Cualquier día

entrará aquí y todo terminará. Me aplastará como hizo con Mac, y será mi final.Esto me llenó de pánico. Su tono razonable fue lo que más asustó. El modo en que

reaccionan los jóvenes ante el miedo es la broma.-Si tanto te preocupa, tío Otto, deberías trasladarte a tu casa de la ciudad –le dije, y por la

forma en que le hablé nadie hubiera supuesto que tenía el espinazo erizado.Me miró, y luego al camión al otro lado de la carretera:-No puedo, Quentin –dijo-. A veces un hombre tiene que quedarse en su sitio y esperar a

que le llegue.-¿Esperar qué, tío? –pregunté, aunque ya suponía que se refería al camión.-Al destino. –Y volvió a guiñarme el ojo, pero parecía muy asustado.Mi padre enfermó en 1979, con una dolencia de riñón que pareció mejorar justo unos días

antes de que le matara. A lo largo de innumerables visitas a hospitales, en el otoño de aquel año mi padre y yo hablamos mucho de tío Otto. Mi padre había empezado a sospechar lo que realmente pudo haber ocurrido en 1955, sospechas que fueron la base de otras más serias. Mi padre no tenía la menor idea de la gravedad o la profundidad, de lo seria que se había vuelto la obsesión de tío Otto con el camión. Yo sí. Pasaba todo el día en la puerta de su casa mirándolo. Mirándolo como un hombre que mira su reloj para ver moverse la manecilla de las horas.

En 1981 tío Otto había perdido la poca cordura que le quedaba. A un hombre más pobre ya le habrían encerrado hacía años, pero tanto millones en el banco hacen que se perdonen muchas locuras en una ciudad pequeña... especialmente si cierta gente cree que puede haber algo, en el testamento del loco, para el municipio. Aún así, en 1981 la gente empezó a comentar seriamente sobre la posibilidad de internar a tío Otto por su propio bien. Aquella expresión lisa y mortífera, «quizá sea peligroso», ya pesaba más que «rata de cloaca». Había empezado a salir a orinar al borde de la carretera, en lugar de adentrarse en el bosque donde tenía su retrete. A veces amenazaba al Cresswell con el puño mientras lo hacía, y más de una persona al pasar en su coche pensó que tío Otto les amenazaba a ellos.

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El camión, con sus pintorescas White Mountains de fondo, era una cosa; tío Otto orinando al borde del camino, con los tirantes colgando hasta las rodillas, era algo distinto. Eso no era ninguna atracción turística.

Para entonces ya vestía yo un traje de ciudad en lugar de los tejanos propios de un estudiante, en la época en que le llevaba las provisiones semanales, pero seguía llevándoselas. También traté de disuadirle de que dejara de hacer sus cosas en la carretera, por lo menos en verano, cuando toda la gente procedente de Michigan, Missouri y Florida solían circular por allí y le veían.

Pero no conseguí nada. No podía pensar en estas nimiedades cuando tenía un camión por el que preocuparse. Su obsesión con el Cresswell era ya una fijación. Ahora aseguraba que ya estaba en su lado de la carretera... en mitad de su patio, según decía.

-Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin –dijo-. Lo vi, con la luz de la luna reflejada en su parabrisas, a pocos metros de donde yo yacía, y casi se me paró el corazón. Casi se me paró, Quentin.

Le saqué fuera y le hice ver que el Cresswell estaba donde siempre había estado, al otro lado del camino donde McCutcheon había pensado edificar. No sirvió de nada.

-Eso es lo que tú ves, muchacho –declaró con un loco e infinito desprecio, con un cigarrillo temblando en una mano y con los ojos girando alocadamente-. Eso es lo que tú ves.

-Tío Otto –dije tratando de aligerar la cosa-, lo que ves es lo que recibes.Fue como si no lo hubiera oído.-El muy maldito por poco me atrapa –murmuró. Sentí un escalofrío. No tenía aspecto de

loco. De desgraciado sí, y ciertamente aterrorizado... pero no loco. Por un momento me acordé de mi padre izándome a la cabina de aquel camión. Recordé el olor a aceite, cuero... y sangre-. Por poco me atrapa –repitió.

Y tres semanas más tarde, lo hizo.Yo fui quien le encontró. Era un miércoles por la noche y yo había subido con dos bolsas de

provisiones en el asiento trasero, como hacía casi todos los miércoles por la noche. Era una noche pegajosa y sofocante. De vez en cuando se oía tronar a la distancia. Recuerdo que me sentía nervioso mientras subía por la carretera de Black Henry en mi Pontiac, extrañamente seguro de que algo iba a ocurrir, ero tratando de convencerme de que sólo se trataba de la baja presión atmosférica.

Di la vuelta a la última curva, y en el momento preciso en que la casita de mi tío apareció a la vista, experimenté una extraña alucinación... Por un instante creí que el condenado camión estaba en su patio, enorme y pesado con su pintura roja y sus podridos laterales. Busqué el pedal de freno, pero antes de que mi pie llegara a pisarlo parpadeé y la ilusión se desvaneció. Pero supe que tío Otto estaba muerto. Ni trompetazos ni destellos; sólo la simple convicción, como saber dónde están los muebles en una habitación conocida.

Llegué al patio y bajé del coche, dirigiéndome a la casa a toda prisa.La puerta estaba abierta; nunca cerraba con llave. Una vez le pregunté por qué lo hacía y

me explicó, como se explica un hecho obvio a un tonto, que el cerrar la puerta no impediría la entrada del Cresswell.

Yacía en la cama, a la izquierda de la única habitación, porque la cocina estaba a la derecha. Vestía sus pantalones verdes y la camiseta de invierno, con los ojos abiertos y vidriosos. No creo que llevara muerto más de dos horas. No había moscas ni apestaba, aunque el día había sido brutalmente caluroso.

-¿Tío? –dije a media voz, sin esperar que me respondiera. Uno no yace en la cama con los ojos abiertos por gusto. Si algo sentí en aquel momento, fue alivio. Todo había terminado-. ¿Tío Otto? –insistí acercándome-. Tío...

Me paré en seco al ver lo deformada que tenía la cara, hinchada y torcida. Viendo que sus ojos no miraban fijamente sino que tenía una expresión vacía, torcidos hasta el ventanuco que había encima de la cama.

«Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin. Por poco me atrapa.»

«Despachurrado como una calabaza», había oído decir a uno de los sabios de la barbería mientras yo, sentado, fingía leer la revista Life, oliendo el perfume de Vitalis y de la brillantina Wildroot.

«Por poco me atrapa, Quentin.»

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Había cierto tufo allí... pero no de barbería, y no sólo el hedor de un viejo sucio.Olía a aceite, como un garaje.-¿Tío Otto? –musité, y mientras me acercaba a la cama, me sentí disminuir, no solamente

en tamaño sino en años... veinte, quince, diez, ocho, seis y finalmente cinco. Vi mi temblorosa manita tenderse hacia su hinchada cara. Al tocar mi mano su cara, levanté los ojos y la ventana estaba ocupada por el brillante parabrisas del Cresswell, y aunque sólo fue un segundo, podría jurar sobre la Biblia que no fue una alucinación. El Cresswell estaba allí, asomado a la ventana, a menos de metro y medio de distancia.

Apoyé los dedos en la mejilla de tío Otto, y el pulgar en la otra, porque quería investigar, su pongo, su extraña hinchazón. Cuando descubrí al camión en la ventana, mi mano trató de cerrarse en puño, olvidando que abarcaba la mandíbula del cadáver.

En aquel instante el camión desapareció, se desvaneció como el fantasma que supongo era. Y en el mismo momento oí un espantoso ruido de chorro. Un líquido caliente me mojó la mano. Bajé los ojos y lo vi, y entonces empecé a gritar. De la boca y nariz de tío Otto salía aceite a borbotones. También salía aceite por sus ojos, como lágrimas. Aceite Diamond Gem, el aceite reciclado que puede comprarse en garrafas de plástico de cinco litros, el aceite que McCutcheon había utilizado siempre para su Cresswell.

Pero no era solamente aceite lo que le salía de la boca.Seguí chillando un rato, incapaz de moverme, incapaz de apartar mi aceitosa mano de su

cara, incapaz de apartar mis ojos de aquella cosa grande y grasienta que le salía de la boca... aquella cosa que había distorsionado tanto la forma de su rostro.

Al fin cedió mi parálisis y salí huyendo de la casa, sin dejar de chillar. Crucé el patio corriendo hacia mi Pontiac, subí y me alejé del lugar. Las provisiones para tío Otto cayeron del asiento al suelo. Los huevos se rompieron.

Fue milagroso que no me matara en los dos primeros kilómetros... Miré el cuentakilómetros y vi que rebasaba en mucho el límite de velocidad. Me paré y respiré profundamente hasta recuperar cierto control. Pensé que no podía dejar a tío Otto tal como lo había encontrado; despertaría demasiada curiosidad. Tenía que regresar. Además, he de reconocerlo, la curiosidad me embargaba. Una curiosidad malsana. Ojalá no la hubiera sentido, ojalá me hubiera resistido; en verdad, ojalá hubiera dejado que fueran y formularan sus preguntas. Pero volví. Me quedé unos minutos delante de su puerta... de pie, casi en el mismo lugar y en la misma postura que él solía adoptar cuando contemplaba aquel camión. Y allí llegué a esta conclusión: allá en el campo, el camión estaba en una posición distinta, ligeramente distinta.

Luego entré.Las primeras moscas empezaban a revolotear y zumbar junto a su rostro. Podía ver las

marcas de aceite en su cara: el pulgar a la izquierda, tres dedos a la derecha. Miré nerviosamente hacia la ventana donde había visto al Cresswell, después fui hasta su cama. Saqué el pañuelo y borré las huellas. Luego me incliné y abrí la boca de tío Otto.

Lo que cayó de ella fue una bujía Champion, una del viejo modelo Maxy-Duty, casi tan grande como un puño.

La cogí y me la llevé. Ojalá no lo hubiera hecho, pero en aquel momento era presa del horror. Habría sido más aconsejable no tener ese objeto conmigo, en mi despacho, donde puedo verlo, cogerlo y sopesarlo... la bujía de 920 que saqué de la boca de tío Otto.

Si no la tuviera conmigo, si no me la hubiera llevado cuando salí huyendo de la casita por segunda vez, quizá hubiera podido tratar de creer que todo (no solamente ver el Cresswell, desde la carretera, pegado a la casa como un enorme perro colorado, sino todo) había sido únicamente una alucinación. Pero aquí la tengo; le da la luz. Es auténtica. Pesa. «El camión se acerca cada año un poco más», me había dicho tío Otto, y ahora me parece que tenía razón, pero ni siquiera tenía la menor idea de lo cerca que podía llegar el Cresswell.

El veredicto de la ciudad fue que tío Otto se había suicidado tragando aceite, y fue la comidilla de una semana en Castle Rock. Carl Durkin, el encargado de la funeraria, dijo que cuando los médicos lo abrieron para la autopsia, encontraron casi un litro de aceite en su interior... y no solamente en el estómago. Todo su organismo estaba lubricado. Lo que la gente de la ciudad quería saber era qué había hecho con la garrafa de plástico. Porque jamás encontraron ninguna.

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Tal como he dicho, la mayoría de los que lean este relato no lo creerán, a menos que les haya ocurrido algo parecido. Pero el camión aún sigue en su campo... y, créanlo o no, todo aquello sucedió.

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EL COMPRESOR DE AIRE AZUL

La casa era alta, con un sorprendente tejado inclinado. Mientras caminaba hacia ella desde el camino de la costa, Gerald Nately pensó que era casi como un país en sí misma, una geografía en un microcosmos. El techo subía y bajaba en diversos ángulos por encima del edificio principal y de dos alas extrañamente angulosas; la terraza bordeaba una cúpula con forma de hongo orientada hacia el mar; el porche, que enfrentaba las dunas y las marchitas malezas de septiembre, era más extenso que un vagón Pullman. Por sobre él, la elevada cuesta del techo hacía que la casa pareciera fruncir el entrecejo. Era la abuela bautista de una casa.Se dirigió al porche y, tras un momento de vacilación, pasó a través de la puerta mosquitera hasta la de cristal que estaba más allá. Sólo había una silla de mimbre, una mecedora mohosa, y una antigua y olvidada cesta de labores. Las arañas habían hilado su tela en los rincones más elevados y oscuros. Golpeó a la puerta.Reinó el silencio, un silencio habitado. Estaba a punto de golpear de nuevo cuando rechinó una silla en alguna parte del interior. Fue un sonido fatigado. Más silencio. Y luego el lento, el tremendamente paciente rumor de unos pies viejos y sobrecargados que se arrastraban hacia el vestíbulo. El contrapunto de un bastón: whock... whock... whock...Las tablas del piso crujieron y se quejaron. Una sombra, grande y sin forma tras el vidrio nacarado, se perfiló en la ventanita de la puerta. El interminable sonido de unos dedos que resuelven laboriosamente el enigma de cadena, cerrojo y cerradura. La puerta se abrió.—Hola —pronunció rotundamente la voz nasal—. Usted es el señor Nately. Ha alquilado la cabaña. La cabaña de mi marido.—Sí —dijo Gerald, con la lengua inflándole la garganta—. Así es. Y usted es...—La señora Leighton —completó la voz nasal, complacida por su rapidez o por su nombre, aunque ninguno de ambos era gran cosa—. Soy la señora Leighton.

* * *

qué mujer tan jodidamente grande y vieja parece oh Jesucristo reventar el vestido debe tener como sesenta y seis y es gorda dios mío es gorda como una cerda no puede olfatearse el pelo blanco el largo pelo blanco de sus patas aquellas secoyas enfermas en esa película un tanque ella podría ser un tanque podría matarme su voz está fuera de todo contexto como un silbato Jesús si me riera no puedo reírme debe tener como setenta dios cómo camina y el bastón sus manos son más grandes que mis pies como un maldito tanque podría derribar un roble un roble por el amor de dios

* * *

—Usted escribe. —Ella no le había ofrecido pasar.—Sí, por ahí viene la mano5 —dijo él, y se rió para poder disimular su repentino encogimiento ante el uso de aquella metáfora.—¿Me mostrará algo cuando ya esté instalado? —le preguntó. Sus ojos parecían perpetuamente luminosos y nostálgicos. No habían sido afectados por los mismos años que hicieron estragos en el resto de su persona.

* * *espera a que lo tenga escrito

* * * imagen: «los años llegaron haciendo estragos, en compañía de una carnosidad exuberante: ella era como una cerda salvaje a la que dejaran suelta en una casa grande y majestuosa, libre

5 Juego de palabras intraducible: Gerald dice That's about the size of it; en inglés, "size" significa "tamaño", y el personaje lo relaciona con la corpulencia de la mujer, de ahí su extraña reacción (N. del T.)

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de cagarse sobre la alfombra, de destrozar la cómoda galesa y de derribar todas las copas de cristal y los vasos de vino, de pisotear los divanes de color rojo hasta que aparecieran los lunáticos resortes y sus rellenos, de rayar el espejante acabado del gran suelo del vestíbulo con sus bárbaras pezuñas, desparramando charcos de orina»

* * *

bien es ella sí hay una historia percibo su cuerpo colgando y ondulando

* * * —Si usted quiere —respondió él—. No divisé la cabaña, señora Leighton, ni siquiera desde el camino de la costa. ¿Podría decirme dónde... —¿Vino conduciendo?—Sí. Dejé mi automóvil allí. —Señaló más allá de las dunas, hacia el camino.Una sonrisa, extrañamente unidimensional, se dibujó en los labios de la mujer.—Ésa es la razón. Desde el camino sólo alcanza a entreverla: se la pierde, a menos que ande caminando —apuntó al oeste, hacia la descuidada esquina de las dunas y la casa—. Está allí. Justo pasando aquella pequeña colina.—Bien —dijo, y entonces se quedó allí sonriendo. En realidad no tenía ni idea de cómo finalizar la entrevista.—¿Le gustaría entrar a tomar un poco de café? ¿O una coca-cola?—Sí —respondió al instante.Ella pareció sorprenderse un poco ante su rápida aceptación. A fin de cuentas, él había sido el amigo de su marido, no el suyo. El rostro se cernió amenazante sobre Gerald, como una luna inconexa, indecisa. Luego lo condujo dentro de la antigua y paciente casa. Ella se tomó un té; él una coca. Millones de ojos parecían observarlos. Se sentía como un ladrón, merodeando en busca de la ficción oculta que él podía llegar a crear a partir de ella, llevando consigo tan sólo su propia gracia juvenil y una linterna psíquica.

* * *

Mi nombre, por supuesto, es Steve King, y sabrás perdonarme esta intrusión en tu mente... o así lo espero. Podría argumentar que el hecho de hacer a un lado la cortina de presunción entre el lector y el autor está permitido porque yo soy el escritor; es decir que, dado que ésta es mi historia, puedo hacer con ella cualquier maldita cosa que se me ocurra; pero pierde validez puesto que eso deja completamente de lado al lector. La Regla Número Uno para todo escritor es que el narrador no importa un centavo cuando se lo compara con el oyente. Pero olvidemos todo el asunto, si es que podemos. Me estoy entrometiendo en la historia por la misma razón por la que el Papa defeca: porque tengo que hacerlo.Deberías saber que nunca atraparon a Gerald Nately; su crimen jamás fue descubierto. Pero igual lo pagó. Tras escribir cuatro novelas retorcidas, monumentales, mal desarrolladas, se cortó la cabeza con una guillotina de marfil tallado comprada en Kowloon. Su personaje fue el que primero inventé, durante un rato de aburrimiento, a las ocho de la mañana, en una clase de Carroll F. Terrell de la facultad de Inglés de la Universidad de Maine. El doctor Terrell estaba hablando sobre Edgar A. Poe y yo pensé: guillotina de marfil de Kowloonuna retorcida mujer en sombras, como un cerdo cierto caserón El compresor de aire azul no se me ocurrió hasta pasado bastante tiempo. Es desesperadamente importante que el lector esté informado de estos hechos.

* * *

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Él le mostró algunos de sus escritos. No la parte importante —la historia que estaba escribiendo sobre ella— pero sí fragmentos de poesía, o aquella espina de novela que, como fragmentos de granada, llevó clavada en la mente durante todo un año, o los cuatro ensayos. Ella era una crítica perspicaz y se los devolvió con anotaciones al margen escritas con su fibra negra. Como a veces la mujer se dejaba caer por la cabaña mientras él se encontraba en el pueblo, escondió la historia en el cobertizo de la parte trasera.Cuando septiembre se fundió en un fresco octubre la historia estuvo terminada, enviada por correo a un amigo, regresada con sugerencias (algunas malas), y vuelta a escribir. Sentía que era buena, pero no lo suficiente. Algo indefinible le estaba faltando. El enfoque no estaba muy claro. Empezó a jugar con la idea de mostrárselo a ella para que lo critique, luego la rechazó, para volver a jugar con la idea. Después de todo, ella era la historia; él nunca dudó de que la mujer pudiera proporcionar el vector final.En forma gradual, su actitud con respecto a ella llegó a tornarse enfermiza; estaba fascinado por su volumen colosal, animalístico, por la lentitud de tortuga conque se desplazaba a través del espacio existente entre la casa y la cabaña...,

* * *

imagen: «gigantesca sombra de decadencia que se tambalea entre una arena sin sombras, el bastón aferrado en una mano torcida, los pies calzados en unas enormes zapatillas de lona que pisotean y esparcen los toscos granos, el rostro como una fuente servida, los brazos una masa hinchada, los pechos como tambores, una geografía en sí misma, el país del tejido orgánico»

* * *

...por su voz insípida y estridente; pero al mismo tiempo la detestaba, no podía resistir su contacto. La mentira empezó a hacerse notar, como le sucede al joven de El Corazón Delator, de Edgar A. Poe. Sentía que la mentira podía hallarse cerca de la puerta del dormitorio de ella, durante interminables medianoches, iluminando su ojo dormido con un rayo de luz, listo para cincelar y rasgar en el instante en que se abriera.El impulso de mostrarle la historia comenzó a aguijonearle enloquecedoramente. Había decidido que lo haría el primer día de diciembre. El hecho mismo de la decisión no lo alivió para nada, como se supone que ocurre en las novelas, aunque sí lo dejó con un sentimiento de placer antiséptico. Estaba bien que así fuera; era el omega que realmente se enlazaría con el alfa. Y se trataba del omega; para el cinco de diciembre pensaba dejar la cabaña. Aquel mismo día acababa de volver de la Agencia de Viajes Stowe de Portland, donde había reservado un pasaje para el lejano este. Podría decirse que lo había hecho como un impulso momentáneo: la decisión de marcharse y la decisión de mostrarle su manuscrito a la señora Leighton habían aparecido juntas, casi como si él estuviera siendo guiado por una mano invisible.

* * *

Realmente estaba siendo guiado; por mi propia e invisible mano.

* * *

El día estaba blanco y nublado, con la promesa de la nieve acechando en el aire. Cuando Gerald las cruzó, las dunas entre la casa cubierta de tejas de los dominios de ella y la humilde cabaña de piedras de él ya parecían estar prefigurando el invierno. El mar, sombrío y grisáceo, rompía entre los guijarros de la playa. Las gaviotas montaban las lentas olas como si fueran boyas. Atravesó la cima de la última duna y supo que la mujer estaba en casa; su bastón, con la manopla blanca de bicicleta en un extremo, estaba apoyada junto a la puerta. El humo se elevaba desde la chimenea de juguete.Gerald subió los escalones de madera sacudiéndose la arena de las botas para que la mujer se enterara de su llegada, y después entró.

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—¡Hola, señora Leighton!Pero la diminuta sala y la cocina se hallaban vacías. El reloj de pared sólo hacía tictac para sí mismo y para Gerald. El gigantesco tapado de pieles de la mujer yacía colgado de la mecedora, como el pellejo de un animal. En el hogar había una pequeña llama encendida que resplandecía y crujía diligentemente. La tetera permanecía sobre la hornalla de la cocina y sobre la mesada una taza de té, aún a la espera del agua. Él se asomó en el estrecho pasillo que conducía al dormitorio.—¿Señora Leighton?Tanto el pasillo como el dormitorio estaban vacíos. Estaba a punto de regresar a la cocina cuando comenzaron las gigantescas risitas. Eran enormes y desvalidos espasmos de risa, el tipo de risa que emitiría una mujer que permanece confinada durante años y años, como vino en una bodega. (También existe un cuento de Edgar A. Poe que trata sobre el vino 6.)Las risitas se transformaron en grandes risotadas. Provenían de la puerta que se abría a la derecha de la cama de Gerald, la última puerta de la cabaña. Provenían del cobertizo de las herramientas.

* * * se me están encogiendo las bolas como en la escuela primaria la vieja puta se está riendo lo encontró vieja gorda maldita sea maldita sea maldita sea tú vieja prostituta eres la causa de que esté aquí vieja puta ramera montón de mierda

* * * Llegó hasta la puerta en unas pocas zancadas y la abrió. Ella estaba sentada junto al pequeño calentador del cobertizo, con el vestido subido hasta los tocones de robles que eran sus rodillas para poder acomodarse con las piernas cruzadas, y con el manuscrito, empequeñecido, sostenido entre sus manos hinchadas.Sus carcajadas rugieron y tronaron a su alrededor. Gerald Nately vio que los colores estallaban frente a sus ojos. Ella era como un animal lento, un gusano, una gigantesca cosa deslizante que se hubiera desarrollado en el oscuro sótano de la casa junto al mar, un bicho oscuro que se había convertido en una grotesca forma humanoide. Bajo la opacada luz de una ventana llena de telarañas, su cara se transformó en una luna de cementerio, surcada por los estériles cráteres de sus ojos y por el hendido terremoto de su boca. —No se ría —le advirtió Gerald, rígidamente.—Oh, Gerald —dijo la mujer, sin parar de reirse—. Ésta es una historia muy mala. No lo culpo de usar un seudónimo. Es...—se limpió las lágrimas de risa de los ojos— ¡es abominable! Tieso, empezó a caminar hacia ella.—No me ha representado lo suficientemente grande, Gerald. Ése es el problema. Soy demasiado grande para usted. Quizás Poe, o Dosteyevsky, o Melville... pero no usted, Gerald. Ni siquiera bajo su auténtico nombre. No usted. No usted.Empezó a reírse de nuevo, colosales y terribles explosiones de sonido.—No se ría —le advirtió Gerald, rígidamente.

* * * El cobertizo de herramientas, a la manera de Zola: Paredes de madera que muestran ocasionales grietas de luz, rodeadas de trampas para conejos colgadas y tiradas por los rincones; un par de polvorientas y desencajadas botas de nieve; un calentador mohoso que deja ver parpadeos de llamas amarillas, como los ojos de un gato; varias chucherías; dos palas; unas tijeras de podar; una antigua manguera verde enrollada como una serpiente; cuatro neumáticos viejos apilados como rosquillas; un oxidado rifle Winchester sin gatillo; una sierra de doble mango; un polvoriento banco de trabajo cubierto

6 Se refiere a La barrica de amontillado, en el que el protagonista, aprovechándose de la borrachera de su víctima, la sepulta viva en una cripta. (N. del T.)

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de clavos, tornillos, tuercas, arandelas, dos martillos, un cepillo, un nivel roto, un carburador desmantelado de los que pueden encontrarse dentro de un convertible Packard 1949; un compresor de aire de cuatro caballos de fuerza pintado de azul eléctrico, enchufado con un alargador que se comunica con la casa.

* * * —No se ría —repitió Gerald, pero ella siguió meciéndose de un lado para el otro, agarrándose el estómago y agitando el manuscrito, con la jadeante respiración como un pájaro blanco.Su mano encontró el mohoso rifle Winchester y lo utilizó para golpearla, como si fuera un garrote.

* * * La mayoría de las historias de horror son de naturaleza sexual.Lamento interrumpir el relato con esta información, pero presiento que debo poner en claro la espantosa conclusión de esta obra, que no es otra cosa que (al menos psicológicamente) una clara metáfora de los miedos a la impotencia sexual. La gran boca de la señora Leighton simboliza la vagina; la manguera del compresor es el pene. El inmenso y dominante volumen femenino es una representación mítica del temor sexual que, en mayor o menor grado, habita en cada varón: que la mujer, con su apertura, es una devota.

* * *

En los escritos de Edgar A. Poe, Stephen King, Gerald Nately, y de todos aquellos que practican esta particular forma literaria, solemos encontrar tanto habitaciones cerradas como calabozos, además de mansiones desiertas (todos éstos símbolos del útero); escenas de entierros vivientes (impotencia sexual); el muerto que retorna de la tumba (necrofilia); monstruos o seres humanos grotescos (el temor exteriorizado al propio acto sexual); la tortura y/o el asesinato (una alternativa viable al acto sexual).Estas posibilidades no siempre son válidas, pero el lector y el escritor deben tenerlos en cuenta al intentar este tipo de género. La psicología anormal ha llegado a formar parte de la experiencia humana.

* * *

La mujer produjo unos ruidos espesos e inconscientes con su garganta mientras él revolvía todo como loco en busca de un instrumento; la cabeza le colgaba entrecortadamente del grueso tallo de su cuello.

* * * Se apoderó de la manguera del compresor de aire.—Bien —dijo con la voz ronca—. Ahora sí que está bien. Todo preparado.

* * *

gorda puta vieja puta no has tenido tus suficientemente grandes está bien de acuerdo serás más grande serás aún más grande

* * *

La aferró del cabello, le echó la cabeza hacia atrás y le metió la manguera por la boca, hasta la garganta. Ella gritó a través de eso, un sonido como el que podría emitir un gato.

* * *

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Parte de la inspiración para esta historia proviene de una vieja revista de horror de E.C. Comics (¡bu!), qué compré en una farmacia de Lisbon Falls. En cierta historia, un marido y su esposa se asesinan uno al otro de forma simultánea y de una manera mutuamente irónica (además de brillante). Él era muy obeso; ella estaba muy delgada. Él le introdujo por la garganta la manguera de un compresor de aire y la infló al tamaño de un dirigible. En su camino hacia abajo y como una trampa para bobos, ella se estrelló sobre él y lo aplastó hasta dejarlo como una sombra.Cualquier autor que les asegure que nunca ha plagiado es dos veces mentiroso. Un buen autor empieza con ideas malas y con imposibilidades, y las amolda con los comentarios de la condición humana. En una historia de horror es imperativo que lo grotesco sea elevado al estado de lo anormal.

* * * El compresor se puso en marcha con un whush y un traqueteo. La manguera se escapó de la boca de la señora Leighton. Riéndose tontamente, Gerald se la volvió a introducir. Los pies de la mujer se sacudieron y golpearon contra el suelo. Las carnes de sus mejillas y diafragma empezaron a inflarse rítmicamente. Sus ojos sobresalieron y se convirtieron en canicas de vidrio. Su torso comenzó a expandirse.

* * * aquí está aquí está piojosa no eres lo suficientemente todavía no eres lo suficientemente grande

* * * El compresor jadeó y traqueteó. La señora Leighton se infló como una pelota playera. Los pulmones se le pusieron tirantes.

* * * ¡Miserables! ¡No disimuléis más tiempo! ¡Arrancad esas tablas; aquí está, aquí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!7

* * *

Ella pareció explotar de repente.

* * * Sentado en un hirviente cuarto de hotel en Bombay, Gerald reescribió la historia que había iniciado en una cabaña al otro lado del mundo. El título original había sido La Cerda. Luego de algunas deliberaciones lo rebautizó El Compresor de Aire Azul. Había quedado satisfecho con la resolución. Había cierta falta de motivos en lo que respecta a la escena final, en la que es asesinada la vieja mujer, pero él no lo vio como una falta. En El Corazón Delator, la mejor de las historias de Edgar A. Poe, no existe una auténtica motivación para el asesinato del anciano, y así era como tenía que ser. El motivo no es lo que importa.

* * * Ella se volvió muy grande sólo antes del fin: hasta las piernas se le inflaron a dos veces su tamaño normal. En el mismo instante final, la lengua estalló fuera de su boca como fuegos de artificio.

* * *

7 Frase final de El Corazón Delator, de Edgar A. Poe (N. del T.)

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Tras abandonar Bombay, Gerald Nately siguió camino hacia Hong Kong, y luego a Kowloon. La guillotina de marfil atrapó su imaginación de inmediato.

* * * Como autor, puedo imaginar un sólo omega correcto para esta historia, y consiste en decirles cómo Gerald Nately se libró del cadáver. Arrancó las tablas del piso del cobertizo, desmembró a la señora Leighton, y enterró los pedazos bajo la arena. Cuando notificó a la policía que la mujer había estado desaparecida durante una semana, el alguacil local y un policía estatal vinieron en seguida. Gerald los entretuvo con bastante naturalidad, incluso les ofreció café. No escuchó el latido de ningún corazón, aunque para ese entonces la entrevista se produjo en el caserón. Al día siguiente él voló muy lejos, hacia Bombay, Hong Kong, y Kowloon.

THE BLUE AIR COMPRESSOR. Primera aparición en Onan, revista de estudiantes de literatura publicada por la Universidad de Maine en Orono, en enero de 1971. Reeditado en Heavy Metal, julio de 1981. En esta revisión, Gerald primero mata con el Winchester a la mujer antes de inflarla con el compresor.

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EL DUENDE

Novela incompleta que King estaba escribiendo para su hijo Owen en el año 1983. King había apuntado en un anotador varias páginas de la historia para luego transcribirlas. Durante un viaje a California escribió aproximadamente treinta páginas más en el mismo cuaderno, que se cayó del respaldo de su motocicleta (en algún lugar de la costa de New Hampshire) en el trayecto de Boston a Bangor. Mencionó que hubiera podido reconstruir lo que se había perdido, pero que no había logrado hacerlo (por junio de 1983). La única parte que existe en la actualidad consiste en las cinco páginas mecanografiadas que habían sido transcriptas. Las cinco páginas, más una carta de tres páginas para el editor de Viking, son propiedad de un coleccionista de King.

Había una vez —ya que esa es la manera en que comienzan las mejores historias— un niñito llamado Owen que estaba jugando fuera de su gran casa roja. Estaba bastante aburrido porque su hermano y hermana mayores, quienes siempre estaban pensando en cosas nuevas para hacer, se encontraban en la escuela. Su papá estaba trabajando, y su mamá durmiendo en el piso de arriba. Ella le preguntó si él quería dormir una siesta, pero en realidad a Owen no le gustaban las siestas. Opinaba que todos ellos eran unos aburridos.

Jugó un rato con sus muñecos de G.I. Joe y luego fue al patio de atrás y se columpió un rato en el sube y baja. Con el puño le dio un buen golpe a su bola botadora —¡ka-bamp!— y observó como la cuerda se enrollaba mientras la pelota giraba y giraba alrededor del palo. Vio el bate de softball de su hermana mayor tirado en el césped y deseó que Chris, el chico grande que a veces venía a jugar con él, estuviera allí para tirarle unos lanzamientos. Pero Chris también se encontraba en la escuela. Owen dio la vuelta a la casa de nuevo. Pensó en recoger algunas flores para su madre. A ella las flores le gustaban mucho.

Llegó al frente de la casa y fue entonces cuando descubrió a Springsteen sobre la hierba. Springsteen era el gato nuevo de su hermana mayor. A Owen le gustaban la mayoría de los gatos, pero Springsteen no le agradaba demasiado. Era grandote y negro, con unos profundos ojos verdes que parecían verlo todo. Cada día Owen tenía que asegurarse de que Springsteen no estaba intentando comerse a Butler. Butler era el conejito de la india de Owen. Cuando Springsteen creía que no andaba nadie por los alrededores, saltaba hasta la repisa donde se encontraba la gran jaula de vidrio de Butler y lo observaba fijamente a través de la pantalla superior con sus hambrientos ojos verdes. Springsteen se sentaría allí, bien acurrucado, y sin apenas moverse. La cola de Springsteen se menearía un poco de un lado al otro, y de vez en cuando una de sus orejas daría un pequeño golpecito, pero eso sería todo. Muy pronto entraré allí, pequeño conejito crudo, parecía decir Springsteen. ¡Y cuando lo consiga te comeré! ¡Será mejor que lo creas! ¡Si los conejitos saben rezar, te convendría ir empezando!

Cada vez que Owen veía al gato Springsteen sobre la repisa de Butler tenía que hacerlo bajar. A veces Springsteen sacaba sus garras (aunque sabía bien que no tenía que intentar clavárselas a Owen) y Owen se imaginaba al gato negro diciendo: esta vez me atrapaste... ¿pero con eso qué? ¡Trato hecho! ¡Algún día no lo harás! Y entonces... ¡yum! ¡yum! ¡la cena está servida! Owen intentó decirle a los demás que Springsteen quería comerse a Butler, pero nadie le creyó.

—No te preocupes, Owen —dijo papá y se fue a trabajar en una novela, porque eso era lo que él hacía como trabajo.

—No te preocupes, Owen —dijo Mamá, y se fue trabajar en una novela... porque eso era lo que ella hacía como trabajo, también.

—No te preocupes, Owen —le dijo su hermano mayor, y se fue a mirar The Tomorrow People en la tele.

—¡Lo que pasa es que odias a mi gato! —le gritó su hermana mayor, y se fue a tocar The Entertainer en el piano.

Pero sin importar lo que le dijeran, Owen sabía que lo mejor sería mantener un ojo sobre Springsteen, porque era cierto que a Springsteen le gustaba asesinar cosas. Aún peor, le gustaba jugar con ellas antes de matarlas. A veces Owen abría la puerta por la mañana y

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encontraba un pájaro muerto en el umbral. Entonces miraba a su alrededor, y allí estaría Springsteen agazapado en la baranda del porche, con la punta de su cola oscilando ligeramente y sus enormes ojos verdes contemplando a Owen, como si dijera: ¡Ja! Atrapé a otro... y tú no pudiste detenerme, ¿no es así? Y después Owen pediría permiso para enterrar al pájaro muerto. A veces lo ayudaban mamá o papá.

Así que cuando Owen descubrió a Springsteen sobre el césped del jardín delantero, acurrucado y con la cola girando como un molinete, en seguida pensó que el gato podría estar jugando con algún pobre animalito herido. Owen se olvidó de recoger flores para su mamá y corrió hacia allí para ver lo que Springsteen había atrapado.

Al principio creyó que Springsteen no tenía nada en absoluto. Entonces el gato brincó, y Owen escuchó un gritito proveniente del césped. Divisó que Springsteen había atrapado algo entre verde y azul que estaba chillando y tratando de escaparse. Y ahora Owen vio algo más: pequeñas manchas de sangre sobre la hierba.

—¡No! —gritó Owen—. ¡Aléjate, Springsteen! —El gato aplastó sus orejas y se volvió hacia el sonido de la voz de Owen. Sus enormes ojos verdes relampaguearon. La cosa verde y azul entre las zarpas de Springsteen culebreó y se escapó. Comenzó a correr y Owen vio que se trataba de una persona, un diminuto hombrecito que llevaba un sombrero verde hecho de a partir de una hoja. El hombrecito miró hacia atrás por sobre su hombro, y Owen notó lo asustado que estaba el pobrecito. No era más grande que los ratones que Springsteen a veces mataba en el oscuro y profundo sótano. El hombrecito tenía un corte en una de sus mejillas, producido por una de las garras de Springsteen.

Springsteen le siseó a Owen, y éste casi pudo escucharlo diciendo: ¡Déjame solo, él es mío y voy a tenerlo!

Entonces Springsteen saltó de nuevo en busca del hombrecito, tan rápido como sólo un gato puede hacerlo... y si tú tienes un gato, sabrás que puede hacerlo muy rápidamente. El hombrecito en el césped trató de escabullirse pero no lo logró del todo; Owen vio que la espalda de la camisa del hombrecito se rasgaba cuando las zarpas de Springsteen la desgarraban. Y, lamento decirlo, vio más sangre y oyó el lamento de dolor del hombrecito. Cayó dando volteretas sobre la hierba. Su pequeño sombrero hecho de hoja salió volando. Springsteen se preparó para volver a saltar.

—¡No, Springsteen, no! —gritó Owen—. ¡Gato malo!Aferró a Springsteen. Springsteen siseó de nuevo, y sus dientes afilados como agujas se

hundieron en una de las manos de Owen. Lo hirió mucho más que la inyección de un doctor.—¡Ow! —se quejó Owen, con los ojos llenos de lágrimas, pero no dejó que Springsteen se

le escapara. Ahora Springsteen empezó a arañar a Owen, pero Owen tampoco dejó que se soltara. Corrió todo el camino hasta la entrada de autos con Springsteen en sus manos. Luego dejó a Springsteen en el suelo—. ¡Déjalo en paz, Springsteen! —exclamó Owen e, intentando pensar en lo peor que podría hacer, agregó—: ¡Déjalo solo o te meteré en el horno y te cocinaré como a una pizza!

Springsteen protestó, mostrando sus dientes. Azotó la cola hacia atrás y adelante; ahora ya no sólo la punta sino la cosa entera.

—¡Y no me importa que estés enfadado! —le aulló Owen. Todavía estaba llorando un poco porque las manos le dolían como si las hubiera puesto en el fuego. Ambas estaban sangrando; una donde Springsteen lo mordiera y la otra donde Springsteen lo arañara—. ¡No puedes matar a las personas que tenemos en nuestro césped, ni siquiera cuando son pequeñas!

Springsteen siseó una vez más y retrocedió. De acuerdo, parecían decir sus ojos verdes y dañinos. Por esta vez, estamos de acuerdo. ¡Pero la próxima... ya veremos! Luego se volvió y salió corriendo. Owen regresó apresurado para ver si el hombrecito se encontraba bien.

Al principio le pareció que el hombrecito se había largado. Entonces vio la sangre en el césped, y el pequeño sombrero hecho de hoja. El hombrecito estaba allí cerca, tumbado de lado. La razón de que Owen no había logrado verlo en un primer momento fue que la camisa del hombrecito tenía el color exacto de la hierba. Owen lo tocó suavemente con un dedo. Estaba terriblemente temeroso de que el hombrecito estuviera muerto. Pero cuando Owen lo tocó, el hombrecito gimió y se sentó.

—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó Owen.El tipo en el césped gesticuló y aplastó sus manos contra las orejas. Por un momento Owen

pensó que Springsteen debía haber herido la cabeza del pequeño, tal como lo hiciera con su

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espalda, y entonces comprendió que su propia voz debía sonarle como un trueno a semejante personita. El hombrecito en el césped no era mucho más largo que el dedo pulgar de Owen. Éste fue el primer buen vistazo que Owen pudo echarle al pequeño compañero que acababa de rescatar, y notó en seguida porqué el hombrecito había sido tan difícil de volver a encontrar. Su camisa verde no era del color del césped; era de césped. Consistía en hojas cuidadosamente tejidas de hierba verde. Owen se preguntó cómo no se le habían marchitado.

FIN

THE LEPRECHAUN, relato inconcluso escrito en el año 1983.

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EL EXTRAÑO Kelso Black se estaba riendo.

Se rió hasta que el costado empezó a dolerle y la botella de whisky barato que aferraba entre sus manos se le derramó por el suelo.

¡Policías idiotas! Había sido tan fácil. Y ahora tenía cincuenta de los grandes en sus bolsillos. ¡Si el guardia había muerto, era tan sólo por su culpa! Se le había atravesado en el camino.

Riendo, Kelso Black se llevó la botella a los labios. Fue en eso cuando las escuchó: unas pisadas en la escalera que llevaba al ático donde se había escondido.

Tomó su pistola. La puerta se entreabrió.

El extraño vestía una chaqueta negra y un sombrero ladeado sobre los ojos.—Hola, hola —dijo—. Kelso, he estado observándote. Me agradas muchísimo. —El extraño se rió y le produjo un estremecimiento de horror. —¿Quién es usted?

El hombre se rió de nuevo.—Tú me conoces. Yo te conozco. Hicimos un pacto hará casi una hora, en el momento en que le disparaste a ese guardia.—¡Lárguese! —la voz de Black se elevó estridentemente—.¡Lárguese! ¡Lárguese!—Ya es hora de que vengas conmigo, Kelso —le dijo el extraño con suavidad—. Después de todo, tenemos un largo camino que recorrer.

El extraño se quitó la chaqueta y el sombrero. Kelso Black contempló aquel Rostro.Gritó.

Kelso Black gritó y gritó y gritó.

Pero el extraño apenas se rió y, en un instante, el cuarto estuvo silencioso. Y vacío.

Aunque olía poderosamente a azufre.

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EL HOMBRE QUE NO QUERIAESTRECHAR MANOS

Stevens sirvió las bebidas y pronto, después de las ocho en aquella noche glacial de invierno, la mayoría de nosotros nos fuimos con ellas a la biblioteca. Por un momento, nadie dijo nada; lo único que se oía era el chisporrotear del fuego en la chimenea, el lejano chasquido de las bolas de billar y, desde el exterior, el gemido del viento. No obstante, allí se estaba bastante caliente, en el nº 249 B de la calle Este 35.

Recuerdo que aquella noche David Adley estaba sentado a mi derecha, y a mi izquierda Emlyn McCarron que una vez nos contó una historia espeluznante sobre una mujer que había dado a luz en extrañas circunstancias. Después de él estaba Johanssen, con su Wall Street Journal doblado sobre las rodillas.

Entró Stevens con un pequeño paquete blanco y se lo entregó a George Gregson sin hacer la menor pausa. Stevens es el mayordomo perfecto a pesar de su ligero acento de Brooklyn ( o quizá por causa de él) pero su mayor atributo, por lo que a mí se refiere, es que siempre sabe a quien debe entregar el paquete aunque nadie lo reclame.

George lo captó sin protestar y permaneció un momento sentado en un sillón de alto respaldo y orejas, contemplando la chimenea que es lo bastante grande como para asar un buey. Vi como sus ojos se dirigían momentáneamente a la inscripción grabada en la piedra. LO QUE VALE ES LA HISTORIA, NO EL QUE LA CUENTA.

Abrió el paquete con sus dedos viejos y temblorosos y tiró su contenido al fuego. Por un instante las llamas se transformaron en un arcoiris, y se oyeron risas apagadas. Me volví y vi a Stevens allá lejos, en la sombra, junto a la puerta. Tenía las manos cruzadas a la espalda. Su rostro se mostraba cuidadosamente inexpresivo. Supongo que todos nos sobresaltamos un poco cuando su voz ronca, casi quisquillosa rompió el silencio; yo confieso que sí.

-Una vez vi asesinar a un hombre en esta misma habitación- nos dijo George Gregson-, aunque ningún jurado hubiera condenado al que mató. Pero, al final, se acuso así mismo..., y actuó como su propio verdugo.

Siguió una pausa mientras encendía su pipa. El humo envolvió su rostro arrugado en una nube azulada, y apagó el fósforo de madera con el gesto lento, teatral, del hombre cuyas articulaciones le producen gran dolor. Tiró el palito a la chimenea, donde cayó sobre los restos quemados del paquete. Contempló como las llamas tostaban la madera. Sus agudos ojos azules parecían cavilar bajo sus hirsutas cejas entrecanas. Su nariz era grande y ganchuda, sus labios delgados y firmes, sus hombros alzados hasta casi la base de su cráneo.

-No nos mantengas en ascuas, George- refunfuñó Peter Andews- ¡Suéltalo ya !-Ni lo sueñes. Ten paciencia- y todos tuvimos que esperar hasta que su pipa quedó

prendida a su gusto.Cuando unas brasas se encendieron perfectamente repartidas en la enorme cazoleta de

brezo, George cruzo sus manos grandes, ligeramente temblorosas, sobre una de sus rodillas y dijo:

-Está bien. Tengo ochenta y cinco años y lo que voy a relataros ocurrió cuando yo tenía más o menos veinte.

-En todo caso, sé que fue en 1919 y acababa de regresar de la Gran Guerra. Mi novia había muerto cinco meses antes, de la gripe. Sólo tenía diecinueve años y yo me lancé a beber y jugar a las cartas mucho más de lo que hubiera debido. Me había esperado dos años, ¿comprenden?, y durante todo ese tiempo recibí fielmente, una carta todas las semanas. Quizá podrán comprender por qué me abandoné tanto. No tenía creencias religiosas; la idea general y las teorías del cristianismo me resultaban algo cómicas en las trincheras, y no tenía familia que me ayudara. Así que puedo decir con sinceridad que los buenos amigos que me ayudaron en este tiempo de prueba, rara vez me abandonaron. Eran cincuenta y tres (más de lo que tiene la mayoría): cincuenta y dos naipes y una botella de whisky "Cutty Stark". Me habían instalado en el mismo lugar en que sigo viviendo ahora, en Brennan Street. Pero entonces era mucho más barato y había muchas menos botellas de medicinas, y píldoras y demás, llenando

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las estanterías. Sin embargo, pasaba la mayor parte de mi tiempo aquí, en el 249 B, porque siempre había alguna partida de póquer en marcha.

David Adley interrumpió, y aunque sonreía, no creo que estuviera bromeando:-¿Y ya estaba Stevens aquí, entonces, George?George se volvió a mirar al mayordomo:-¿Era usted, Stevens, o era su padre?Stevens se permitió la sombra de una sonrisa.-Como 1919 fue hace más de sesenta y cinco años, señor, debo decir que se trataba de mi

abuelo.- Debemos, pues, entender que su empleo es hereditario- musitó Adley.-Tal como dice, señor- respondió Stevens imperturbable.-Ahora que lo pienso- comentó George-, hay un parecido sorprendente entre usted y su...

¿dijo usted abuelo, Stevens?-Si señor eso dije.-Si les pusiera de lado, me costaría decir quien es quien...-¿Pero esto no tiene nada que ver, verdad?-No, señor -Me encontraba en la sala de juego…, al otro lado de esta pequeña puerta,

allá..., haciendo solitarios, la primera y única vez que nos encontramos Henry Brower y yo. Éramos cuatro dispuestos a sentarnos y jugar una partida de póquer; solamente necesitábamos un quinto para que la velada empezara. Cuando Jason Davidson me dijo que George Oxley, nuestro habitual quinto, se había roto la pierna y estaba en cama con la pierna enyesada y colgada de una polea, pareció que aquella noche nos íbamos a quedar sin partida. Empecé a pensar en la posibilidad de terminar la noche con nada mejor para distraer mis pensamientos que hacer solitarios y soplar la mayor cantidad de whisky que pudiera, cuando un individuo sentado al fondo de la habitación dijo con voz tranquila y agradable:

-Si ustedes, caballeros, estaban hablando de póquer, disfrutaría mucho jugando una mano, si no tienen nada que objetar.

-Había estado escondido tras el World de Nueva York hasta aquel momento, así que cuando levanté la mirada lo vi por primera vez. Era un hombre joven con cara de viejo, no sé si me entienden. Algunas de las huellas que vi en su rostro había empezado a descubrirlas en el mío, desde la muerte de Rosalie. Algunas..., no todas. Aunque el joven no podía tener más de veintiocho años a juzgar por su cabello, sus manos, y el modo de andar, su rostro parecía marcado por la experiencia y sus ojos, que eran muy oscuros, parecían más que tristes: parecían atormentados. Era guapo, con un bigote pequeño y recortado y cabello rubio oscuro. Vestía un buen traje de color marrón y se había soltado el botón del cuello.

-Me llamo Henry Brower- dijo-Davidson se precipitó a través de la estancia para estrecharle la mano, pero ocurrió una

cosa extraña: Brower dejó caer el periódico y levantó ambas manos, lejos de su alcance. La expresión, en su rostro, era de horror.

Davidson se detuvo, confuso, más estupefacto que indignado. Sólo tenía veintidós años... ¡Cielos, que jóvenes éramos todos en aquellos días!, y era como un cachorrillo.

-Perdóneme - se excuso Brower con suma gravedad- pero nunca estrecho la mano de nadie.

Davidson parpadeo:-¿Nunca? Qué curioso. ¿Y por qué no?Bueno ya les he dicho que Davidson era algo así como un cachorro. Brower no se molestó

y lo tomó con una sonrisa (algo turbada) abierta.-Acabo de llegar de Bombay- explicó-. Es un lugar extraño, populoso, sucio, lleno de

pestilencia y enfermedades. Los buitres se pasean y presumen sobre los muros de la ciudad, por millares. Hace dos años estuve allí en misión comercial y se me contagió el horror a nuestra costumbre occidental de estrechar manos. Sé que es una tontería y una incorrección, pero no puedo remediarlo. Así que si no les importa que me retire y me perdonan...

-Con una condición- dijo Davidson sonriéndole.-¿Cuál será?-Que se acerque a la mesa y comparta conmigo un vaso del whisky de George, mientras

voy a por Baker, French y Jack Wilden.

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Brower le sonrío, asintió y dejó el periódico. Davidson le hizo un gesto de aceptación y corrió en busca de los otros.

Brower y yo nos acercamos a la mesa cubierta de fieltro verde y cuando le ofreció la bebida rehusó, dándome las gracias, y encargó su propia botella. Supuse que tendría que ver algo con su extraña manía y no dije nada. He conocido hombres cuyo horror por los, microbios y enfermedades va mucho más lejos..., como los habréis conocido vosotros.

Hubo gestos de asentamiento.-Es estupendo estar aquí -me dijo Brower pensativo- He evitado toda compañía desde que

llegué de mi destino. ¿No es bueno, para un hombre, estar solo, sabe? ¡Creo que incluso para aquellos que se valen por si solos, el estar aislados del resto de la humanidad debe ser la peor forma de tortura!- todo eso lo dijo con un curioso énfasis, y yo asentí.

Había experimentado semejante soledad en las trincheras, generalmente por la noche. Volví a sentirla de nuevo, más anunciante, después de enterarme de la muerte de Rosalie.

Me sentí atraído por él pese a su declarada excentricidad.-Bombay debió haber sido un lugar fascinante- le dije.-¡Fascinante... y terrible! Hay cosas allí que nuestra filosofía no puede ni soñar. Su reacción

a los automóviles, es divertida: los niños se apartan de ellos cuando pasan pero luego los siguen manzanas enteras. Encuentran que el avión es terrorífico e incomprensible. Naturalmente, nosotros los americanos, los contemplamos con completa ecuanimidad... incluso con complacencia..., pero le aseguro que mi reacción fue como la de ellos cuando vi por primera vez a un mendigo callejero tragarse un paquete entero de alfileres de acero y luego ir sacándolos uno a uno de las heridas abiertas que tenía en la punta de los dedos. No obstante, eso es algo que los nativos de aquella parte del mundo encuentran perfectamente natural. Quizás- añadió sombrío-, no estaba previsto que ambas culturas fueran a mezclarse, sino que debíamos mantener separadas sus respectivas maravillas. Para un americano como usted o como yo, tragarse un paquete de alfileres significaría una muerte lenta y horrible. En cuanto al automóvil... - se calló y una expresión torturada asomo a su rostro.

Yo me disponía a hablar, cuando Stevens, el viejo, apareció con la botella de whisky escocés de Brower, y tras él, Davidson y los demás.

Davidson explicó antes de hacer las presentaciones:Les he contado su pequeña manía, Henry, así que no tiene nada que temer. Éste es Darrel

Baker, que no era muy buen jugador, perdió unos ochocientos (aunque ni siquiera iba a notarlo: su padre era el propietario de tres de las mayores fábricas de zapatos de New England y los demás compartían la pérdida de Baker conmigo, casi a partes iguales.

Davidson, un poco por encima y Brower un poco por debajo: sin embargo para Brower aquello era toda una hazaña, porque sus cartas habían sido malísimas casi toda la noche. Eran tan hábiles en la modalidad tradicional de cinco cartas como en la nueva variedad de siete, y yo me dije que a veces me había ganado dinero en faroles que yo no me hubiera atrevido a intentar.

Pero me fijé en una cosa; aunque bebía mucho- para cuando French estuvo listo para dar la última mano, había casi terminado una botella entera de escocés-, hablaba con toda claridad, su habilidad en el juego jamás se altero, y su obsesión sobre no tocar manos tampoco cedió. Cuando ganaba, nunca tocaba el montón si alguien tenía que poner fichas o dinero o si alguien "estaba distraído" y tenía aún que entregar fichas. Una vez, cuando Davidson dejo su vaso demasiado cerca de su codo, Brower se aparto bruscamente, tirando casi la bebida. Baker pareció sorprendido, pero Davidson lo dejó pasar con un vago comentario.

Jack Wilden había comentado un poco antes que tenía ante él un viaje a Albany, en coche, para última hora de la mañana, y que una vuelta más le bastaría. Así que le toco dar a French, y decidió jugar a siete cartas.

Recuerdo aquella última mano tan claramente como mi nombre, y en cambio me vería en un apuro si tuviera que decirles lo que comí ayer o con quien comí. Misterios de la edad, supongo, aunque creo que si vosotros hubierais estado allí lo recordarías como yo.

Me dio dos corazones, cubiertos, y una carta descubierta. No puedo decir lo que tenían Wilden o French, pero el joven Davidson tenía el as de corazones y Brower el diez de pique.

Davidson apostó dos dólares- cinco eran nuestro límite-, y volvió a repartir cartas. Davidson había cogido un trío que no parecía mejorar su mano, sin embargo echo tres dólares al pozo.

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-¡La última mano- anunció alegremente-. Hay una dama en la ciudad que quería salir conmigo mañana por la noche!

No creo que hubiera creído ha una echadora de cartas si hubiese dicho cuantas veces me atormentaría esta frase a ratos perdidos, hasta hoy en día.

French repartió la tercera vuelta. No tuve suerte con mi escalera, pero Baker, que era siempre el gran perdedor, logró unas parejas... de reyes, creo. Brower había logrado un par de diamantes que no parecían servir para gran cosa. Baker apostó hasta el límite por su pareja y Davidson subió a cinco. Todos nos quedamos en el juego. Y llegó nuestra última carta descubierta. Yo saqué el rey de corazones para mi escalera, Baker sacó una tercera para sumar a su pareja y Davidson un segundo as que le hizo brillar los ojos.

Brower recogió una reina de pique, y les juro que no comprendí por qué no abatía. Sus cartas parecían tan malas como todas las que había tenido aquella noche.

Pero las apuestas fueron subiendo. Baker apostó cinco, Davidson llegó a cinco, Brower también. Jack Wilden dijo:

-No sé, pero creo que mi pareja no vale gran cosa -y tiró las cartas-. Yo canté y volví a poner cinco. Baker también.

-Bueno, no voy aburriros con el relato de las apuestas. Solamente os diré que había un límite de tres alzas por persona, y Baker, Davidson y yo hicimos tres pujas de cinco dólares. Brower se limitó a repetir cada envite y apuesta, siempre cuidando de no poner su dinero en el pozo hasta que todas las manos estaban lejos. Y había mucho dinero..., algo más de doscientos dólares..., cuando French nos sirvió nuestra última carta cubierta.

Hubo una pausa mientras todos nos miramos, aunque a mí no me importaba; yo ya tenía mi juego y por lo que podía ver sobre la mesa, era bueno. Baker puso cinco, Davidson también y esperamos para ver lo que iba a hacer Brower. Su rostro estaba algo congestionado por el alcohol, se había quitado la corbata y desabrochado el segundo botón de la camisa, pero parecía tranquilo. "Voy..., y pongo cinco", dijo.

Yo parpadee un poco porque esperaba que abatiera. No obstante, las cartas que yo tenía en la mano me decían que debía jugar para ganar, y puse cinco más. Seguimos jugando sin tener en cuenta el límite de pujas que podían hacerse sobre la última carta, y el pozo creció extraordinariamente. Yo fui el primero en pararme en vista del gran juego que alguien debía tener. Baker lo hizo después que yo, parpadeando nervioso desde el par de ases de Davidson a las cartas desconcertantes y sin valor que debía tener Brower. Baker no era un gran jugador, pero era lo suficientemente bueno para presentir algo importante.

Entre los dos, Davidson y Brower pujaron lo menos diez veces más, o mucho más. Baker y yo nos sentimos arrastrados, no queriendo despedirnos de nuestras enormes inversiones. Los cuatro habíamos terminado las fichas y ahora eran billetes los que cubrían el montón enorme de fichas.

-Bueno -dijo Davidson, después de la última puja de Brower-. Creo que voy a bajar. Si lo suyo ha sido un farol, Henry, Ha sido un gran farol. Pero he ganado y Jack tiene un largo camino ante el mañana - y al decirlo puso otro billete de cinco dólares sobre el montón y anunció-: Me paro.

Ignoro lo que pensaban los demás, pero me sentí realmente aliviado sin que eso tuviera nada que ver con la gran cantidad de dinero que había dejado en el pozo. El juego había ido volviéndose peligroso y mientras que Baker y yo podíamos permitirnos perder, el pobre Jase Davidson, no. Siempre estaba en apuros, vivía de una renta, no muy grande, que le había dejado una tía suya. Y Brower, ¿podía permitirse perder? Recuerden caballeros, que en aquel momento había bastante más de mil dólares sobre la mesa.

George dejó de hablar. Se le había apagado la pipa.-Bien ¿qué ocurrió? -preguntó Adley- No nos tenga sobre ascuas, George. Nos tiene a

todos sentados al borde de las sillas. Déjenos caer o siéntenos bien otra vez.-Paciencia -dijo George, imperturbable.Sacó otra cerilla, la frotó en la suela de su zapato y volvió a chupar. Esperamos

impacientes, sin hablar. Fuera, el viento ululaba y gemía en los aleros.Cuando la pipa estuvo bien encendida y tirando bien, George continuó:-Como sabéis, las reglas del póquer establecen que el primero que ha anunciado juego,

debe mostrar sus cartas. Pero Baker estaba demasiado impaciente por acabar con la tensión; levanto una de sus cartas ocultas y mostró cuatro reyes.

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-Me ganas, -le dije- color.-Te gano yo -declaró Davidson y descubrió dos de sus cartas ocultas. Dos ases, que

sumaban cuatro -he jugado bien- y empezó a recoger el enorme pozo.-¡Esperen!-exclamó Brower-. No hizo el menor movimiento, ni tocó la mano de Davidson

como hubieran hecho muchos, pero bastó con su voz. Davidson se paró a mirar y abrió la boca..., se quedó con la boca abierta como si todos sus músculos se hubieran relajado.

Brower descubrió sus tres cartas ocultas revelando una escalera de color, del ocho a la reina.

-Creo que esto gana a sus ases, ¿verdad? -preguntó correctamente Brower.Davidson enrojeció, luego palideció.-Sí -murmuró despacio como si descubriera él echo por primera vez-. Sí en efecto.Daría una fortuna por conocer los motivos que empujaron a Davidson a hacer lo que hizo.

Conocía la extremada aversión de Brower a ser tocado; el hombre lo había demostrado de cien maneras distintas aquella noche. Tal vez Davidson lo olvidó sencillamente, en su afán por demostrar a Brower, y a todos nosotros, que podía hacer frente a sus pérdidas y aceptarlas deportivamente. Les he dicho que era como un cachorro, y aquel gesto encajaba con su carácter. Pero los cachorros también pueden morder cuando se les provoca. No son asesinos..., un cachorro no te saltara nunca a la garganta; pero a muchos hombres les han tenido que coser los dedos como castigo por molestar a un perrito con una zapatilla o un hueso de goma. Esto también podría ser parte del carácter de Davidson, tal como lo recuerdo, Daría una fortuna, como ya he dicho, por saber..., pero supongo que lo que importa es el resultado.

Cuando Davidson apartó las manos del pozo, Brower alargó las suyas para recogerlo. En aquel instante, el rostro de Davidson se iluminó con algo así como cordial camaradería y cogió la mano de Brower y se la estrecho diciéndole:

-Brillante, Henry, que juego, simplemente brillante. No creo que jamás haya...Brower le interrumpió con un alarido, casi femenino, que resultó espantoso en el silencio

desierto de la sala de juego, y se apartó. Las fichas y el dinero se desparramaron de cualquier modo al sacudir la mesa que por poco se cae.

Todos nos quedamos inmóviles por el inesperado giro de los acontecimientos, incapaces de dar un paso.

Brower se alejó a trompicones de la mesa, manteniendo su mano en alto, delante de sí, como una versión masculina de Lady Macbeth.

Estaba blanco como un cadáver y el terror reflejado en su rostro era tal que aún hoy soy incapaz de describirlo. Sentí que me embargaba una oleada de horror como jamás había experimentado antes, o después, ni siquiera cuando me entregaron el telegrama con la noticia de la muerte de Rosalie.

A continuación empezó a gemir. Era un lamento profundo, horrible, de ultratumba. Recuerdo que pensé: Este hombre está completamente loco, y entonces dijo algo de lo más raro "El conmutador... he dejado el conmutador encendido en el coche... ¡Oh Dios, cuanto lo siento!", Y se precipitó por la escalera hacia el vestíbulo.

Fui el primero en reaccionar, Salté de mi silla y corrí tras él, dejando a Baker y Wilden y Davidson sentados alrededor del enorme montón de dinero que Brower había ganado. Parecían estatuas incas guardando un tesoro tribal.

La puerta principal aún se movía cuando salí a la calle y vi a Brower enseguida, de pie al borde de la acera, buscando inútilmente un taxi. Cuando me vio se encogió tan angustiado que no pude evitar sentir una mezcla de pena y asombro.

-¡Venga -dije-, espere! Siento mucho lo que ha hecho Davidson y estoy seguro de que ha sido sin pensar; de todos modos si tiene que irse por ello, no lo retengo. Pero ha dejado mucho dinero y debe recogerlo.

-No debí haber venido -gimió-. Pero estaba tan desesperado por cualquier tipo de compañía humana que yo..., yo -sin darme cuenta alargue la mano para tocarle... -el gesto más elemental de un ser humano a otro cuando esta aplastado por el dolor...-, pero Brower se apartó de mí y grito: "¡No me toque! ¿No basta con uno? Oh, Dios, ¿por qué no puedo morir?"

Sus ojos febriles descubrieron de pronto a un pobre perro flaco y sucio, sarnoso, que andaba por el otro lado de la calle desierta a esa hora de la mañana. Iba con la lengua colgando y andaba agotado, cojeando, sobre tres patas. Supongo que andaba buscando cubos de basura donde revolver y comer algo.

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-Aquél podría ser yo -dijo pensativo, como para sí-. Rechazado por todos, obligado a caminar solo y a salir al exterior solo cuando los demás seres vivientes están a salvo tras sus puertas cerradas. ¡Perro paria!

-Venga -le insistí severamente porque lo que estaba diciendo me sonaba a melodramático-. Ha sufrido una impresión desagradable y es obvio que algo le ha ocurrido que le ha puesto los nervios en mal estado, pero en la guerra vi miles de cosas que...

-¿No me cree, verdad? -preguntó-. ¿Cree que estoy poseído de una especie de histeria, verdad?

-Amigo, realmente no sé de que esta poseído o de que es víctima, pero lo que sí sé es que si continuamos aquí fuera, con toda esta humedad, los dos seremos presa de la gripe. Ahora, si tiene la bondad de regresar conmigo, sólo hasta la entrada, si lo prefiere, pediré a

Stevens que...Había tal locura en sus ojos que me sentí tremendamente inquieto. Ya no se veía en ellos

el menor atisbo de cordura y lo que más me recordaba era a los psicóticos, agotados por la batalla, que había visto trasladar en carretas, desde el frente: cáscaras humanas, con ojos vacíos como pozos del infierno, gimiendo y murmurando.

-¿Quiere ver como una paria responde a otro? -me preguntó, sin enterarse de lo que le había estado diciendo.

-¡Mire, pues, y vera lo que he aprendido en extraños puertos de arribada!Y de pronto alzo la voz y dijo imperiosamente:- ¡Perro!El perro levantó la cabeza, le miro con desconfianza, girando los ojos (uno con un brillo de

locura; el otro, cubierto por una catarata) y, bruscamente, cambió de dirección y vino cojeando, de mala gana, a través de la calle, hasta donde estaba Brower.

Estaba claro que no quería venir; gemía y gruñía y escondía el muñón apolillado de su rabo, entre las patas; pero, no obstante, se sentía atraído. Llegó a los pies de Brower, y entonces se echo gimiendo, encogido y tembloroso. Sus flancos descarnados, entraban y salían como un fuelle y su ojo sano se revolvía en su cuenca.

Brower lanzó una carcajada horrible, desesperada, que todavía oigo en mis sueños, y se agachó junto al animal.

-¿Lo ve? -dijo- sabe que soy uno de los suyos..., ¡y sabe lo que le traigo!Alargó la mano para tocar al perro y este lanzó un aullido lúgubre. Enseñó los dientes.- ¡Déjelo! -grité vivamente- ¡Le morderá!Brower no me hizo ni caso. A la luz del farol de la calle vi su rostro lívido, horrible, con los

ojos como agujeros quemados en un pergamino.-Tonterías -salmodió- tonterías. Solo quiero estrecharle la mano..., como su amigo hizo

conmigo -y, de golpe, agarro la pata del perro y se la estrechó. El perro lanzó un aullido horrible, pero no intentó morderle.

Luego, Brower se enderezó. Sus ojos se habían aclarado algo y, excepto por su extrema palidez, podía volver a ser el hombre que se había ofrecido, cortésmente, a jugar con nosotros aquella noche, unas horas antes.

-Me voy ahora -dijo- por favor, presente mis excusas a sus amigos y dígales cuanto siento haberme comportado como un imbécil. Quizás, en otra ocasión, tendré la oportunidad de redimirme.

-Somos nosotros lo que debemos pedirle perdón. ¿Ha olvidado usted el dinero? Hay bastante más de mil dólares.

-¡Oh, sí El dinero! - y su boca se curvó en la más amarga de las sonrisas que jamás haya visto.

- No se preocupe por tener que entrar otra vez. Si me promete que me esperará aquí se lo traeré ¿Le parece bien?

-Si lo desea, esperaré....- mirando reflexivo al perro que seguía quejándose a sus pies, y añadió-: A lo mejor querrá venir a mi casa y comer decentemente por una vez en su miserable vida- y reapareció la amarga sonrisa.

Entonces le dejé, antes de que lo pensara mejor, y bajé a la sala de juego. Alguien, probablemente Jack Wilden, siempre había tenido una mente ordenada, había cambiado todas las fichas por billetes y los había amontonado cuidadosamente en el centro del tapete verde.

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Ninguno dijo nada cuando me vieron recogerlo. Backer y Jack Wilden fumaban en silencio; Jason Davidson estaba sentado, con la cabeza agachada, mirándose los pies. Su rostro era la imagen de la desolación y la vergüenza. Le toqué en el hombro al irme hacia la escalera y me miró agradecido.

Cuando llegué a la calle, estaba absolutamente desierta.

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El mono

Titulo original: No consignadoDel libro: Las mejores historias de terror 1Traducción: Domingo Santos© DAW Books, Inc., 1981© Ediciones Martínez Roca, S. A., 1983Gran vía, 774, 7.°, 08013 BarcelonaISBN 84-270-0811-2Edición digital de Sugar Brown

Uno de los hitos para los aficionados al terror durante los años sesenta fue una serie de revistas editadas con ostentoso vulgaridad y seleccionadas por Robert A. W. Lowndes para algo llamado Health Knowledge, Inc. Los títulos que tuvieron una vida más prolongada de sus varias series fueron Magazine of Horror y Startling Mystery Stories; en su mayor parte reeditaban historias de otro modo inaccesibles de fuentes tales como las míticas Weird Tales y Strange Tales, con alguna ocasional historia original, normalmente ilegible, firmada por alguien de quien nadie nunca había oído hablar. Ramsey Campbell, que por aquel entonces tenía ya un libro en su haber, era uno de tales oscuros escritores, y otro era Stephen King, que vendió a esas revistas sus primeras dos historias (por un precio conjunto de sesenta y cinco dólares). Nacido el 21 de septiembre de 1946 en Portland, Maine, King empezó a escribir a la edad de doce años. El éxito no fue instantáneo. Tras graduarse en la universidad, trabajó en una lavandería por sesenta dólares a la semana antes de encontrar un trabajo docente en una escuela superior por seis mil cuatrocientos dólares al año. Sus primeras novelas consiguieron tan sólo cartas de rechazo, pero en las revistas para hombres, particularmente Cavalier, King encontró un mercado dispuesto a recibir los relatos cortos de horror, y decidió probar fortuna con la novela de horror popular. Allí King tuvo algo más de suerte: su primera novela. Carrie, fue publicada en 1974, seguida por Salem's Lot (La hora del vampiro), The Shining (El resplandor), la colección de relatos Night Shift (En el umbral de la noche), The Stand (La danza de la muerte), The Dead Zone (La zona muerta), y Firestarter (Ojos de fuego). Su éxito fue tal que es muy poco probable que King tenga que volver alguna vez a su trabajo en la lavandería. El mono se publicó como una separata inserta en el número de Gallery de noviembre de 1980... uno de los lugares más inusuales para que puedan perseguirlo los coleccionistas de primeras ediciones. Mientras lo leía, he intentado recordar qué le ocurrió al monito de cuerda que yo tenía cuando era un chiquillo. He intentado recordarlo intensamente...

Cuando Hal Shelbum lo vio, cuando su hijo Dennis lo sacó de una deteriorada caja de Ralston-Purina que había sido arrinconada bajo un montón de trastos en una buhardilla, brotó en él una sensación tan grande de horror y desánimo que por un momento creyó que iba a lanzar un grito. Apretó un puño contra su boca, como para empujarlo de vuelta y tragárselo... y entonces se limitó a toser tras su puño. Ni Terry ni Dennis se dieron cuenta de aquello, pero Petey miró a su alrededor, momentáneamente curioso. —¡Eh, qué bonito! —dijo Dennis con deferencia. Era un tono que Hal raramente obtenía ya de su hijo. Dennis tenía doce años. —¿Qué es? —preguntó Petey, y miró de nuevo a su padre antes de que sus ojos fueran atraídos otra vez hacia aquello que su hermano mayor había encontrado—. ¿De qué se trata, papá? —Es un mono, chico listo —dijo Dennis—. ¿Nunca habías visto un mono antes? —No llames a tu hermano chico listo —dijo Terry automáticamente, y se puso a examinar una caja llena de cortinas. Las cortinas estaban apolilladas, y las dejó rápidamente—. Uf. —¿Puedo quedármelo, papá? —preguntó Petey. Tenía nueve años. —¿Qué quieres decir? —exclamó Dennis—. ¡Lo encontré yo!

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—Chicos, por favor —dijo Terry—. Me estáis dando dolor de cabeza. Hal apenas les oyó... a ninguno de ellos. El mono resplandecía imprecisamente entre las manos de su hijo mayor, sonriendo con su vieja sonrisa familiar. La misma sonrisa que había atormentado sus pesadillas cuando era niño, atormentado hasta que él... Afuera sopló una repentina ráfaga de viento, y por un momento unos labios sin carne hicieron sonar una larga nota a través del viejo y oxidado canalón. Petey se acercó a su padre, los ojos fijos de modo intranquilo en las vigas de madera del techo de la buhardilla, llenas de clavos. —¿Qué ha sido eso, papá? —preguntó cuando el silbido murió en un zumbido gutural. —Sólo el viento —dijo Hal, sin dejar de mirar al mono. Sus platillos, más bien medias lunas de latón que círculos completos, estaban inmóviles a la débil luz de una bombilla desnuda, quizás a treinta centímetros de distancia el uno del otro. Añadió automáticamente: —El viento puede silbar, pero no puede entonar una canción. Entonces se dio cuenta de que ésta era una de las frases de su tío Will, y un escalofrío recorrió su espina dorsal. La larga nota llegó de nuevo con el viento procedente del Crystal Lake en un largo y zumbante descenso y luego vibró en el canalón. Media docena de pequeñas ráfagas lanzaron el frío aire de octubre contra el rostro de Hal... Dios, aquel lugar era tan parecido al cuarto trastero de la casa en Hartford que parecía como si todos ellos hubieran sido transportados a treinta años atrás en el tiempo. No debo pensar en eso. Pero el pensamiento no podía ser rechazado. En el cuarto trastero donde encontré ese maldito mono en esa misma maldita caja. Terry se había apartado un poco para examinar una canasta de madera llena con chucherías, y caminaba agachada debido a la fuerte inclinación del techo. —No me gusta —dijo Petey, y buscó la mano de Hal—. Dennis puede quedárselo si quiere. ¿Nos vamos, papá? —¿Tienes miedo a los fantasmas, gallina? —inquirió Dennis. —Dennis, ya basta —dijo Terry ausentemente, mientras cogía una tacita de hojalata con un dibujo chino—. Esto es bonito. Creo que... Hal vio que Dennis había encontrado la llave de la cuerda en la espalda del mono. El terror aleteó con negras alas en su interior. —¡No hagas eso! Sus palabras brotaron más agudas de lo que hubiera deseado, y había arrancado el mono de entre las manos de Dennis antes de darse cuenta de lo que hacía. Dennis miró a su alrededor y luego a él, sorprendido. Terry miró también hacia atrás por encima de su hombro. Y Petey alzó los ojos. Por un momento todos permanecieron en silencio, y el viento silbó de nuevo, muy suavemente esta vez, como una desagradable invitación. —Quiero decir que lo más probable es que esté roto —dijo Hal. Solía estar roto... excepto cuando deseaba estar arreglado. —Bueno, pero no hacía falta que me lo quitaras —dijo Dennis. —Dennis, cállate. Dennis parpadeó, y por un momento pareció casi inquieto. Hal no le había hablado de forma tan cortante desde hada mucho tiempo. Desde que había perdido su trabajo en la National Aerodyne en California hacía dos años y se habían mudado a Texas. Dennis decidió no seguir adelante con aquello... por ahora. Se volvió de espaldas a la caja de Ralston-Purina y de nuevo empezó a revolver trastos, pero todo lo que había era pura basura. Juguetes rotos mostrando sus tripas de relleno y muelles. El viento era más fuerte ahora, ululando en vez de silbar. La buhardilla empezó a crujir suavemente, haciendo un ruido como de pasos. —Por favor, papá —pidió Petey, apenas lo suficientemente alto como para que su padre le oyera. —Sí —dijo éste—. Terry, vámonos. —No he terminado con este... —He dicho vámonos. Ahora le tocó a ella mostrarse asombrada.

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Habían tomado dos habitaciones contiguas en un motel. Aquella noche a las diez, los chicos estaban durmiendo en su habitación y Terry estaba dormida en la habitación de los adultos. Había tomado dos Valium en el camino de vuelta desde la vieja casa en Casco, para librarse de la migraña. Últimamente tomaba mucho Valium. Había empezado aproximadamente en la época en que la National Aerodyne había despedido a Hal. Durante los últimos dos años él había estado trabajando para la Texas Instruments... Eran cuatro mil dólares menos al año, pero al menos era un trabajo. Él le había dicho a Terry que tenían suerte. Ella había asentido. Había muchos especialistas en software cobrando el desempleo, había dicho él. Ella había asentido. El empleo en Amette era exactamente igual de bueno que el puesto en Fresno, había dicho él. Ella había asentido, pero él tuvo la impresión de que su asentimiento era una mentira. Y él estaba perdiendo a Dennis. Podía sentir al chico alejándose, alcanzando una prematura velocidad de escape. Adiós, Dennis. Hasta otra, desconocido. Fue bueno compartir este tren contigo. Terry deda que el chico fumaba marihuana. Podía olerlo a veces. «Tienes que hablar con él, Hal.» Y él había asentido, pero hasta ahora no lo había hecho. Los chicos estaban durmiendo. Terry estaba durmiendo. Hal se metió en el cuarto de baño, cerró la puerta, se sentó en la tapa del inodoro y miró al mono. Odiaba su aspecto, su blando y lanudo pelaje marrón, pelado en algunos lados. Odiaba su sonrisa... Ese mono sonríe exactamente igual que un negro, había dicho en una ocasión el tío Will, pero no sonreía como un negro, no sonreía como nada humano. Su sonrisa era todo dientes, y si se le daba cuerda, sus labios se movían, sus dientes parecían hacerse más grandes, convertirse en los dientes de un vampiro, los labios se contorsionaban y los platillos sonaban. Estúpido mono, estúpido mono a cuerda, estúpido, estúpido... Lo dejó caer. Sus manos estaban temblando y lo dejó caer. La llave chasqueó contra las baldosas del cuarto de baño cuando golpeó el suelo. El sonido pareció muy fuerte en el silencio y la quietud. Se quedó sonriendo con sus lóbregos ojos ambarinos, ojos de muñeco, llenos con una alegría idiota, sus platillos de latón preparados como para puntuar con sus golpes una marcha interpretada por alguna sombría banda infernal, y en el fondo estampada la frase Made in Hong Kong. —No puedes estar aquí —susurró—. Te tiré al pozo cuando yo tenía nueve años. El mono le sonrió desde el suelo.

Hal Shelburn se estremeció. Afuera, en la noche, un negro soplo de viento sacudió el motel.

Bill, el hermano de Hal, y Collette, la esposa de Bill, se encontraron con ellos en la casa del tío Will y la tía Ida al día siguiente. —¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que una muerte en la familia es una forma realmente asquerosa de renovar las relaciones familiares? —le preguntó Bill con el principio de una sonrisa. Había sido bautizado así en honor al tío Will. Will y Bill, campeones del rodayo, acostumbraba a decir el tío Will, y revolvía el pelo de Bill. Era una de sus frases... como que el viento puede silbar pero no puede entonar una canción. El tío Will había muerto hacía seis años, y la tía Ida había vivido desde entonces allí sola, hasta que la semana anterior un ataque al corazón se la había llevado. Todo muy repentino, había dicho Bill cuando llamó desde larga distancia para darle a Hal la noticia. Como si él pudiera saberlo, como si cualquiera pudiera saberlo. Había muerto sola. —Sí —dijo Hal—. He pensado en ello. Miraron juntos el lugar, la vieja casa donde habían terminado de crecer los dos. Su padre, un marino mercante, había desaparecido como si hubiera sido borrado de la faz de la Tierra cuando ellos eran pequeños; Bill decía que lo recordaba vagamente, pero Hal no tenía ni el menor recuerdo de él. Su madre había muerto cuando Bill tenía diez años y Hal ocho. Entonces se trasladaron a casa del tío Will y de la tía Ida desde Hartford, y fueron criados allí, y fueron a la universidad allí. Bill se había quedado y ahora era un rico abogado en Portland. Hal observó que Petey se estaba alejando hacia las zarzamoras que crecían en el lado oriental de la casa, formando una tupida maraña. —Apártate de ahí, Petey —dijo. Petey le devolvió una interrogadora mirada. Hal sintió que su sencillo amor hacia el muchacho le inundaba... y entonces, repentinamente, pensó de nuevo en el mono.

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—¿Por qué, papá? —El viejo pozo está en algún lugar por aquí —dijo Bill—. Pero que me condene si recuerdo exactamente dónde. Tu papá tiene razón, Petey... Esa maraña de zarzamoras es un lugar del que es mejor permanecer alejado. Los pinchos harían un buen trabajo contigo. ¿No es así, Hal? —Exacto —dijo Hal automáticamente. Petey se apartó del lugar, sin mirar hacia atrás, y luego bajó por el malecón hacia la pequeña playa de guijarros donde Dennis estaba arrojando piedras al agua. Hal sintió que algo en su pecho se aflojaba un poco.

Bill podía haber olvidado dónde estaba el viejo pozo, pero a última hora de aquella tarde, Hal se dirigió directamente hacia allá, abriéndose camino entre las zarzas que desgarraron su vieja chaqueta de franela y buscaron sus ojos. Llegó junto a él y se detuvo allí, respirando pesadamente, mientras contemplaba las podridas y combadas planchas de madera que cubrían su boca. Tras un momento de vacilación, se arrodilló (sus rodillas crujieron como dos secos disparos de pistola) y apartó a un lado dos de las tablas. Desde el fondo de aquella húmeda garganta rodeada de piedra, un rostro se le quedó mirando: los ojos muy abiertos, la boca distorsionada en una mueca, y un lamento escapando por ella. No era fuerte, excepto en su corazón. Allí había resonado con intensidad. Era su propio rostro, reflejado en la oscura agua. No era el rostro del mono. Por un momento había pensado que era el rostro del mono. Estaba temblando. Temblando de arriba a abajo. Lo tiré al pozo. Lo tiré al pozo, por favor, Dios mío, no dejes que me vuelva loco. Lo tiré al pozo. El pozo se había secado el verano que Johnny McCabe murió, el año después de que Bill y Hal llegaron a la vieja casa para quedarse con el tío Will y la tía Ida. El tío Will había pedido prestado dinero al banco para perforar un pozo artesiano, y las zarzamoras habían crecido alrededor del viejo pozo. El pozo seco. Excepto que el agua había vuelto. Como el mono. Esta vez no podía negar el recuerdo. Hal permaneció sentado allí, impotente, dejando que acudiera a él, intentando ir con él, cabalgándolo como alguien que hace surf cabalga la monstruosa ola que puede aplastarlo si cae de su tabla, intentando simplemente seguir su paso de modo que desapareciera de nuevo por el otro lado.

Se había deslizado con el mono hasta allí afuera a finales de aquel verano, y las zarzamoras estaban en sazón, con su olor denso y empalagoso. Nadie iba hasta allí a cogerlas, aunque a veces tía Ida se detenía al borde de las zarzas y tomaba un puñado de zarzamoras en su delantal. En el interior del zarzal, las zarzamoras habían madurado en exceso; algunas se estaban pudriendo ya, rezumando un espeso fluido blanco como pus, y los grillos cantaban enloquecedoramente en la alta hierba, bajo sus pies su chirrido interminable: criiiiiiiiii. . . Las zarzas se clavaron en él, punteando bolitas de sangre en sus desnudos brazos. No hizo ningún esfuerzo por evitar sus pinchazos. Había estado ciego de terror... Tan ciego que por unos pocos centímetros estuvo a punto de tropezar con las tablas que cubrían el pozo, quizá a unos centímetros de caer diez metros hasta el lodoso fondo del pozo. Había agitado los brazos para mantener el equilibrio, y más espinas habían ensartado sus antebrazos. Era ese recuerdo lo que le había hecho llamar secamente a Petey para que volviera atrás. Era el día en que Johnny McCabe había muerto;, su mejor amigo. .. Johnny había estado trepando por los travesaños de madera de la escalera de cuerda que conducía hasta su casa en la copa del árbol, en el patio de atrás. Los dos habían pasado muchas horas ahí arriba aquel verano, jugando a los piratas, viendo imaginarios galeones allá afuera en el lago, disparando sus cañones, preparándose para el abordaje. Johnny había estado trepando a su casa en la copa del árbol como había hecho miles de veces antes, y el travesaño justo debajo de la puerta trampilla en el fondo de la casa en el árbol se había partido bajo sus manos, y Johnny había caído diez metros hasta el suelo y se había roto el cuello, y la culpa era del mono, el mono, el maldito y odioso mono. Cuando sonó el teléfono, cuando tía Ida abrió mucho la boca y luego formó una O de horror, cuando su amiga Milly de más abajo de la calle le dio la

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noticia, cuando tía Ida dijo «Sal al porche, Hal, tengo que darte una mala noticia...», había pensado con mórbido horror: ¡El mono! ¿Qué ha hecho el mono ahora? No había habido ningún reflejo de su rostro atrapado en el fondo del pozo aquel día. Únicamente los guijarros cayendo a la oscuridad y el olor del lodo húmedo. Había mirado al mono tirado allá en la resistente hierba que crecía entre las zarzas, sus platillos en suspenso, sus sonrientes y enormes dientes entre sus entreabiertos labios, su pelaje, desgastado aquí y allá hasta formar manchas peladas, sus inmóviles ojos. —Te odio —le había susurrado. Rodeó con su mano aquel detestable cuerpo, sintiendo crujir el lanudo pelaje. El mono le sonrió mientras lo mantenía delante de su rostro. —¡Adelante! —le desafió, echándose a llorar por primera vez aquel día. Lo sacudió. Los inmóviles platillos se agitaron levemente. Destruía todo lo bueno. Absolutamente todo. —¡Adelante, hazlos sonar! ¡Hazlos sonar! El mono simplemente sonreía. —¡Vamos, hazlos sonar! —Su voz se alzó histéricamente—. ¡Salta, salta y hazlos sonar! ¡Vamos, atrévete! ¡Te desafío a que lo hagas! Sus ojos amarillo amarronados. Sus enormes y regocijados dientes. Entonces lo arrojó al pozo, loco de pesar y de terror. Lo vio girar sobre sí mismo una vez mientras caía, un simiesco acróbata haciendo un truco, y el sol se reflejó por última vez en aquellos platillos. Golpeó el fondo con un golpe sordo, y eso debió desencadenar su mecanismo, pues de repente los platillos empezaron a sonar. Su rítmico, deliberado y cantarín sonido ascendió hasta sus oídos, resonando con extraños ecos en la garganta de piedra del pozo muerto: jang-jang-jang-jang... Hal aplastó sus manos sobre su boca y, por un momento, pudo verle allí abajo, quizá tan sólo con los ojos de la imaginación... Tendido allá en el lodo, los ojos resplandeciendo hacia arriba, mirando al pequeño círculo de su rostro infantil asomado sobre el borde del pozo (como si silueteara su forma para siempre), los labios abriéndose y contrayéndose en torno a aquellos sonrientes dientes, los platillos sonando, el alegre mono de cuerda. Jang-jang-jang-jang, ¿quién ha muerto? Jang-jang-jang-jang, ¿es Johnny McCabe, cayendo con los ojos desorbitados, trazando su propia pirueta acrobática mientras cae a través del brillante aire veraniego de vacaciones con el roto peldaño aún sujeto en sus manos para golpear contra el suelo con un único y amargo crujido de algo que se rompe? ¿Es Johnny, Hal? ¿O eres tú? Gimiendo, Hal había colocado las tablas sobre el agujero, clavándose astillas en las manos, sin importarle, sin darse siquiera cuenta hasta más tarde. Y aún podía oírlo, incluso a través de las tablas, ahora ahogado y, en cierto modo, peor aún: estaba ahí abajo en aquella oscuridad de piedra, golpeando sus platillos y contorsionando su repulsivo cuerpo, y el sonido ascendía como el sonido de un hombre enterrado prematuramente, arañando en busca de una salida. Jang-jang-jang-jang, ¿quién ha muerto esta vez? Tambaleante, se abrió camino a través de las zarzas, de vuelta a casa. Los espinos trazaron nuevos surcos de sangre en su rostro, los lampazos se aferraron a las vueltas de sus téjanos, y en una ocasión cayó cuan largo era, sus oídos tintineando aún, como si el mono le estuviera siguiendo. El tío Will lo encontró más tarde, sentado en un neumático viejo en el garaje y sollozando, y pensó que Hal estaba llorando por su amigo muerto. Así era, pero también lloraba como secuela de su terror.

Había arrojado al mono al fondo del pozo por la tarde, a primera hora. Aquel anochecer, mientras el ocaso se arrastraba a través de un brillante manto de nieblas bajas, un coche avanzando demasiado rápido para la reducida visibilidad había arrollado en la carretera al gato de la isla de Man de tía Ida y luego prosiguió su camino. Hubo intestinos esparcidos por todas partes y Bill vomitó, pero Hal simplemente había vuelto su rostro, su pálido y crispado rostro, mientras oía a tía Ida sollozar (esto, añadido a las noticias de la muerte del chico McCabe, había ocasionado un ataque de llanto casi histérico, y pasaron dos horas antes de que el tío Will consiguiera calmarla por completo) como si estuviera a kilómetros de distancia. En su corazón había una fría y exultante alegría. No había sido su tumo. Había sido el gato de tía Ida, no él, ni su hermano Bill o su tío Will (dos campeones del rodayo). Y ahora el mono ya. No estaba, permanecía en el fondo del pozo, y un zarrapastroso gato de la isla de Man con sus

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orejas llenas de garrapatas no era un precio demasiado grande a pagar. Si el mono deseaba tocar sus infernales platillos, que lo hiciera. Podía tocarlos y tocarlos para los insectos y los escarabajos, todas las cosas oscuras que tenían su hogar en la garganta de piedra del pozo. Se pudriría allá abajo en la oscuridad, y sus repulsivos engranajes y ruedas y muelles se oxidarían en las tinieblas. Moriría ahí abajo. En el lodo y la oscuridad. Las arañas tejerían su sudario. Pero... había vuelto. Lentamente, Hal tapó de nuevo el pozo, como había hecho aquel otro día, y en sus oídos resonó el eco fantasmal de los platillos del mono: Jang-jang-jang-jang, ¿quién ha muerto, Hal? ¿Es Terry? ¿Dennis? ¿Es Petey, Hal? ¿Es tu favorito, verdad? ¿Es él? Jang-¡ang-jang...

—¡Deja eso! Petey se echó hacia atrás y soltó el mono, y por un momento de pesadilla Hal pensó que iba a ocurrir, que la sacudida iba a desencadenar la maquinaria y los platillos iban a empezar a sonar y a tintinear. —Papi, me has asustado. —Lo siento. Sólo que... no quiero que juegues con eso. Los demás se habían ido a ver una película, y él había pensado que llegaría de vuelta al motel antes que ellos, pero se había quedado en la vieja casa más tiempo del que había supuesto. Los viejos y odiosos recuerdos parecían moverse en su propia y eterna zona de tiempo... Terry estaba sentada cerca de Petey, mirando The Beverly Hillbillies. Contemplaba la vieja y granulosa impresión con una concentración fija y absorta que hablaba de una reciente toma de Valium. Dennis estaba leyendo una revista de rock, con el grupo Styx en la portada. Petey había permanecido sentado con las piernas cruzadas en la moqueta, jugueteando con el mono. —No funciona de ninguna de las maneras —dijo Petey. Lo cual explica por qué Dennis se lo ha dejado, pensó Hal, y entonces se sintió avergonzado y furioso consigo mismo. Parecía incapaz de controlar la hostilidad que sentía hacia Dennis cada vez más a menudo, pero luego se notaba rebajado y vulgar..., impotente. —No —dijo—. Es viejo. Voy a tirarlo. Dámelo. Tendió su mano y Petey, con aspecto afligido, se lo entregó. —Papi se está volviendo un esquizofrénico asustado —dijo Dennis a su madre. Hal ya cruzaba la habitación incluso antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, sonriendo como aprobadoramente con el mono en una mano. Sacó a Dennis de su silla tirando de su camisa, y se produjo un sonido susurrante cuando una de las costuras se rasgó en algún lugar. Dennis pareció casi cómicamente impresionado. Su ejemplar de Tiger Beat cayó al suelo. ––¡Eh! —Ven conmigo —dijo Hal severamente, tirando de su hijo hacia la puerta que comunicaba con la otra habitación. —¡Hal! —casi gritó Terry. Petey sólo abrió mucho los ojos. Hal sacó a Dennis fuera. Cerró la puerta de un golpe y luego empujó a Dennis contra la puerta. Dennis empezaba a parecer asustado. —Estás convirtiéndote en un problema —dijo Hal. —¡Suéltame! Me has roto la camisa, me has... Hal aplastó de nuevo al muchacho contra la puerta. —Sí —dijo—. Un auténtico problema de descaro. ¿Te han enseñado eso en la escuela? ¿O allá en el fumadero? Dennis enrojeció, el rostro momentáneamente crispado por la culpabilidad. —¡Yo no estaría en esa mierda de escuela si a tí no te hubieran despedido! —estalló. Hal aplastó de nuevo al muchacho contra la puerta. —No fui despedido. Eliminaron mi puesto y tú lo sabes. Y no necesito tu mierda de opinión al respecto. ¿Tienes problemas? Bienvenido al mundo, Dennis. Pero no eches tus problemas sobre mí. Comes cada día. Tus posaderas están cubiertas. Después de once años... no necesito... ni una mierda... de tí.

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Puntuó cada frase tirando del muchacho hacia delante, hasta que sus narices estuvieron casi tocándose, y luego lo empujó contra la puerta. No lo hacía con la suficiente violencia como para hacerle daño, pero Dennis estaba asustado... Su padre no había alzado la mano sobre él desde que se habían mudado a Texas, y ahora empezó a llorar con los fuertes, roncos y saludables sollozos de un cuerpo joven. —¡Adelante, pégame! —le gritó a Hal, su rostro crispado y moteado por el flujo de la sangre—. ¡Pégame si quieres! ¡Sé cuánto me odias! —No te odio. Te quiero mucho. Dennis. Pero soy tu padre y tienes que mostrarme respeto o voy a tener que zurrarte para conseguirlo. Dennis intentó soltarse, pero Hal tiró del muchacho hacia sí y lo abrazó. Dennis luchó por un momento, y luego apoyó su rostro contra el pecho de Hal y lloró como si estuviera exhausto. Era la especie de llanto que Hal no había oído a ninguno de sus hijos desde hacía años. Cerró los ojos, dándose cuenta de que él también se sentía exhausto. Terry empezó a golpear al otro lado de la puerta. —¡Ya basta, Hal! ¡Sea lo que sea lo que le estás haciendo, ya basta! —No lo estoy matando —dijo Hal—. Tranquilízate, Terry. —Pero tú...

—Todo va bien, mamá —dijo Dennis, la voz ahogada contra el pecho de Hal. Pudo sentir su perplejo silencio por un momento, y luego ella se apartó de la puerta. Hal miró de nuevo a su hijo. —Siento lo que te dije, papá —dijo Dennis, a disgusto. —Cuando volvamos a casa, la próxima semana, aguardaré dos o tres días y luego voy a registrar todos tus cajones, Dennis. Si hay en ellos algo que no quieras que yo vea, será mejor que te desembaraces de ello. De nuevo el ramalazo de culpabilidad. Dermis bajó los ojos y se secó los mocos con el dorso de la mano. —¿Puedo irme ahora? —dijo nuevamente hosco. —Por supuesto —dijo Hal, y le dejó marchar. Tenemos que ir de camping en la primavera, solos los dos. Pescar un poco, como el tío Will acostumbraba a hacer con Bill y conmigo. Acercarme un poco a él. Intentarlo. Se sentó en la cama, en la vacía habitación, y miró al mono. Nunca te acercarás de nuevo a él, Hal, parecía decir su sonrisa. Nunca más. Nunca más. El simple hecho de mirar al mono le hizo sentirse agotado. Lo dejó a un lado y se puso una mano sobre los ojos.

Aquella noche, en el cuarto de baño, Hal estaba limpiándose los dientes y pensando: Estaba en la misma caja. ¿Cómo podía estar en la misma caja? El cepillo de dientes se desvió hacia arriba, lastimando sus encías. Dio un respingo. El tenía cuatro años, y Bill seis, la primera vez que vio el mono. Su desaparecido padre había comprado una casa en Hartford, había terminado de pagarla y era completamente de ellos antes de que muriera o desapareciera o lo que fuese. Su madre trabajaba como secretaria en la Holmes Aircraft, la fábrica de helicópteros en las afueras de Westville, y una serie de muchachas habían pasado por la casa para cuidar a los chicos, excepto que por aquel entonces tan sólo era a Hal a quien tenían que cuidar durante el día... Bill estaba ya en la escuela, en primer grado. Ninguna duraba mucho tiempo. O se quedaban embarazadas y se casaban con sus amigos, o se iban a trabajar a Holmes, o la señora Shelbum descubría que habían dado cuenta de su jerez para cocinar o de la botella de coñac que guardaba en el aparador para las ocasiones especiales. La mayoría eran chicas estúpidas que lo único que parecían desear era comer o dormir. Ninguna deseaba leerle a Hal del modo que lo hada su madre. Aquel largo verano, la niñera fue una voluminosa y zalamera chica negra llamada Beulah. Adulaba a Hal cuando la madre de Hal estaba por los alrededores, y a veces le pellizcaba cuando su madre no estaba. Sin embargo, Hal sentía un cierto aprecio hacia Beulah, que de vez en cuando le leía algún espeluznante relato de una de sus revistas románticas o de detectives. («La muerte avanzaba solapadamente hacia la voluptuosa pelirroja», entonaba Beulah amenazadoramente en el soñoliento silencio de la sala de estar, y se metía otro cacahuete salado en la boca, mientras Hal estudiaba solemnemente las mal impresas figuras

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de los dibujos a página entera y bebía su leche.) Y ese aprecio hizo que las cosas fueran peores. Descubrió el mono en un frío y nuboso día de marzo. Caía una esporádica aguanieve afuera en las ventanas, y Beulah estaba dormida en el sofá, con un ejemplar de My Story abierto boca abajo sobre su admirable seno. De modo que Hal se dirigió al cuarto trastero para echar una ojeada a las cosas de su padre. El cuarto trastero era un lugar para guardar cosas que ocupaba toda la longitud del segundo piso por el lado izquierdo, un espacio extra que nunca había sido terminado. Uno entraba en el cuarto trastero utilizando una pequeña puerta —una especie de puertecilla como de conejera— en el lado de Bill de la habitación de los chicos. A ambos les gustaba meterse allí dentro, pese a que hacía frío en invierno y demasiado calor en verano, tanto como para salir con un cubo lleno del sudor brotado de sus poros. Largo y estrecho, y en cierto modo misterioso, el cuarto trastero estaba lleno de fascinantes cosas viejas. No importaba cuántas cosas mirara uno allí dentro, nunca parecía posible mirar todo lo que había. Él y Bill habían pasado varias tardes de sábado enteras allí arriba, apenas hablándose, sacando cosas de cajas, examinándolas, dándoles vueltas y más vueltas hasta que sus manos pudieran absorber cada única realidad, luego devolviéndolas a su sitio. Ahora Hal se preguntaba si él y Bill no habrían estado intentando, de la mejor manera posible, ponerse en contacto con su desvanecido padre. Había sido marino mercante y el lugar estaba lleno con fajos de mapas, algunos señalados con precisos círculos (y el orificio de la punta del compás en el centro de cada uno de ellos). Había veinte volúmenes de algo llamado Guía para la Navegación Barron. Unos binoculares torcidos que hacían que los ojos ardieran y que falseaban de forma curiosa las cosas si se miraba por ellos demasiado rato. Había recuerdos turísticos de una docena de puertos de escala —muñecas de hula-hula de caucho, un sombrero hongo de cartón negro con una retorcida banda que decía PICA A UNA CHICA Y TE HAGO PICADILLY, una bola de cristal con una pequeña Torre Eiffel dentro—, y había también sobres, con sellos de muchos lugares dispuestos cuidadosamente en su interior, y monedas de otros países; había muestras de roca de la isla hawaiana de Maui, un cristal negro..., pesado y en cierto modo amenazador, y divertidos discos en idiomas extranjeros. Aquel día, con el aguanieve cayendo hipnóticamente del techo justo encima de sus cabezas, Hal se abrió camino hasta el extremo más alejado del cuarto trastero, apartó a un lado una caja y debajo vio otra caja: una caja de Ralston-Purina. Mirando desde su interior, un par de vidriosos ojos color avellana. Le dieron un sobresalto y por un momento retrocedió, el corazón latiéndole fuertemente, como si hubiera descubierto a un mortífero pigmeo. Luego vio su silencio, la fija mirada de aquellos ojos, y se dio cuenta de que era algún tipo de juguete. Avanzó de nuevo y lo sacó cuidadosamente de la caja. Le sonrió con su dentona sonrisa sin edad bajo la amarilla luz, sus platillos muy separados. Encantado, Hal había dado la vuelta al juguete, sintiendo lo encrespado de su lanoso pelaje. Su alegre sonrisa le agradaba. Sin embargo, ¿no había habido algo más allí? ¿Una casi instintiva sensación de disgusto que había aparecido y desaparecido incluso antes de que fuera consciente de ella? Quizá fuera así, pero con un viejo recuerdo como aquél hay que procurar no creer demasiado. Los viejos recuerdos pueden mentir, pero... ¿no había visto la misma expresión en el rostro de Petey, en la buhardilla de la vieja casa? Había descubierto la llave inserta en la parte baja de su espalda y le dio cuerda. La llave giró casi demasiado fácilmente y la cuerda no dejó oír el sonido del engranaje. Por tanto, estaba rota. Rota, pero el juguete seguía siendo bonito. Se lo llevó afuera para jugar con él. —¿Qué es eso que trae, Hal? —preguntó Beulah, despertando de su siesta. —Nada —dijo Hal—. Lo encontré. Lo colocó en la estantería de su lado en el dormitorio. Estaba encima de sus cuadernos Lassie para colorear, sonriente, mirando al espacio, los platillos en equilibrio. Estaba roto, pero pese a todo sonreía. Aquella noche, Hal se despertó de algún sueño intranquilo, la vejiga llena, y salió para utilizar el cuarto de baño del vestíbulo. Bill era un montón de sábanas respirando regularmente al otro lado de la habitación.

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Hal volvió del cuarto de baño, casi dormido de nuevo... y repentinamente el mono empezó a golpear sus platillos, uno contra el otro, en la oscuridad. Jang-jang-jang-jang... Se despertó por completo, como si le hubiesen golpeado en pleno rostro con una toalla fría y mojada. Su corazón dio un brinco de sorpresa, y un agudo chillido, casi de ratón, escapó de su garganta. Miró al mono, los ojos muy abiertos, los labios temblando. Jang-jang-jang-jang... Su cuerpo se agitaba y saltaba en el estante, mientras sus labios se abrían y cerraban, se abrían y cerraban, odiosamente alegres, revelando unos dientes enormes y carnívoros.

—Para —susurró Hal. Su hermano se dio la vuelta en la cama y emitió un único y fuerte ronquido. Todo lo demás permaneció en silencio... excepto el mono. Los platillos resonaban y tintineaban, y seguramente iban a despertar a su hermano, a su madre, a todo el mundo. Iban a despertar incluso a los muertos. Jang-jang-jang-jang... Hal avanzó hacia él, dispuesto a pararlo como fuera, quizá poniendo su mano entre los platillos hasta que se acabara la cuerda (pero estaba rota, ¿no?) y se detuviera por sí mismo. Los platillos entrechocaron una última vez —¡jang!— y luego se separaron lentamente hasta su posición original. El latón relucía en las sombras. Los sucios y amarillentos dientes del mono sonreían en su improbable sonrisa. La casa estaba de nuevo silenciosa. Su madre se dio la vuelta en su cama e hizo eco al ronquido de Bill. Hal volvió a su cama y se tapó con las sábanas, su corazón latiendo aún apresuradamente, y pensó: Mañana lo devolveré al cuarto trastero. No lo quiero. Pero a la mañana siguiente olvidó por completo devolver el mono a su lugar original, debido a que su madre no fue a trabajar: Beulah había muerto. Su madre no quiso decirles exactamente lo ocurrido. —Fue un accidente. Sólo un terrible accidente —fue todo cuanto dijo. Pero aquella tarde Bill compró un periódico, camino de vuelta a casa desde la escuela, y llevó hasta su habitación, escondida bajo su camisa, la página cuatro. (Dos muertos a tiros en un apartamento, decían los titulares.) Leyó vacilantemente el artículo a Hal, siguiéndolo con el dedo, mientras su madre preparaba la cena en la cocina, Beulah McCaffery, de 19 años, y Sally Tremont, de 20, fueron muertas a tiros por el amigo de la señorita McCaffery, Leonard White, de 25 años, a resultas de una discusión sobre quién iba a salir a recoger el encargo que habían hecho de un menú chino. La señorita Tremont murió en el Hartford, donde había sido trasladada urgentemente; Beulah McCaffery murió en el acto. Era como si Beulah hubiera desaparecido dentro de una de sus propias revistas de detectives, pensó Hal Shelbum, y sintió que un frío estremecimiento recorría su espina dorsal y luego rodeaba su corazón. Entonces se dio cuenta de que los disparos se habían producido aproximadamente al mismo tiempo que el mono...

—¿Hal? —Era la voz de Terry, soñolienta—. ¿Vienes a la cama? Escupió la pasta dentífrica al lavabo y se enjuagó la boca. —Sí—dijo. Antes había puesto el mono en su maleta y la había cerrado con llave. Iban a volar de vuelta a Texas dentro de dos o tres días, pero antes quería librarse definitivamente de aquella maldita cosa. Fuera como fuese. —Fuiste muy duro con Dennis esta tarde —dijo Terry, en la oscuridad. —Dennis necesita que alguien empiece a mostrarse un poco duro con él, creo. Está deslizándose. Simplemente, no quiero que empiece a caer. —Psicológicamente, pegar al chico no es la forma... —¡Por el amor de Dios, Terry! ¡No le pegué! —... más productiva de afirmar la autoridad paterna. —No empieces de nuevo con la mierda esa de las sesiones de grupo —dijo Hal, furioso. —No comprendo por qué no deseas discutir eso —su voz era fría. —También le dije que quería ver todas esas drogas fuera de casa. —¿Has hecho eso? —Ahora sonaba aprensiva—. ¿Cómo se lo tomó? ¿Qué dijo? —¡Vamos, Terry! ¿Qué podía decir? ¿«Lárgate y déjame en paz»?

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—Hal, ¿qué ocurre contigo? Tú no eres así... ¿Qué es lo que va mal? —Nada —dijo, mientras pensaba en el mono encerrado en su Samsonite. ¿Lo oiría si empezaba a hacer sonar sus platillos? Sí, seguro que lo oiría. Apagado, pero audible. Haciendo sonar el sino de alguien, como lo había hecho para Beulah, Johnny McCabe, Daisy la perra del tío Will, Jang-jang-jang, ¿eres tú, Hal? —Lo que ocurre es que he estado un poco tenso últimamente. —Espero que sólo sea eso, porque no me gustas así. —¿No? —Y las palabras escaparon antes de que pudiera detenerlas; ni siquiera lo deseó—. Entonces es mejor engullir unos cuantos Valiums y todo vuelve a estar bien, ¿eh? Oyó que contenía la respiración y luego exhalaba su aliento temblorosamente. Entonces se echó a llorar. Hal hubiera podido consolarla (quizá), pero no parecía haber consuelo en él. Había demasiado terror. Todo iría mejor cuando el mono hubiera desaparecido de nuevo, desaparecido definitivamente. Por Dios, desaparecido definitivamente. Permaneció tendido en la cama, despierto hasta muy tarde, hasta que el amanecer empezó a teñir el aire de gris allá afuera. Pero pensó que sabía lo que tenía que hacer.

Fue Bill quien encontró el mono la segunda vez. Aproximadamente un año y medio después de que Beulah McCaffery resultara muerta en el acto. Era verano. Hal acababa de terminar su jardín de infancia. Volvía de jugar con Stevie Arlingen y su madre le dijo: —Lávate las manos, Hal. Vas sucio como un cerdo. Estaba en el porche, tomando un té helado y leyendo un libro. Eran sus vacaciones; tenía dos semanas. Hal metió sus manos bajo el chorro de agua fría y dejó sus huellas de suciedad en la toalla. —¿Dónde está Bill? —Arriba. Dile que ordene su lado de la habitación. Parece una pocilga. Hal, que gozaba siendo el mensajero de noticias desagradables en tales cuestiones, se apresuró escaleras arriba. Bill estaba sentado en el suelo. La pequeña puerta conejera que conducía al cuarto trastero estaba abierta de par en par. Tenía el mono entre sus manos. —No funciona—dijo Hal inmediatamente—. Está roto. Se sentía aprensivo, aunque apenas recordaba su vuelta del cuarto de baño aquella noche, y al mono empezando a tocar repentinamente sus platillos. Aproximadamente una semana después de aquello, había tenido un mal sueño acerca del mono y de Beulah—no podía recordar exactamente cuál había sido— y se había despertado gritando, creyendo por un momento que el suave peso sobre su pecho era el mono, que iba a abrir los ojos y lo vería sonriéndole ante él. Por supuesto, el suave peso era tan sólo su almohada, que él mantenía aferrada en su pánico. Su madre acudió rápidamente con un vaso de agua y dos tranquilizantes infantiles con ligero sabor a naranja. Ella pensaba que era la muerte de Beulah lo que había ocasionado la pesadilla. Así era, pero no en la forma que ella creía. Apenas recordaba nada de aquello ahora, pero el mono seguía asustándole, particularmente sus platillos. Y sus dientes. —Lo sé —dijo Bill, y tiró el mono a un lado—. Es estúpido. El mono aterrizó sobre la cama de Bill y se quedó mirando al techo, los platillos abiertos. A Hal no le gustaba verlo así. —¿Quieres que vayamos a lo de Teddy y nos compremos unos polos? —Ya me he gastado mi asignación —dijo Hal—. Además, mamá quiere que arregles tu parte de la habitación. —Puedo hacerlo luego —dijo Bill—. Y te prestaré cinco centavos, si quieres. Bil acostumbraba a gastarle malas pasadas a Hal, y ocasionalmente se enfadaba con él y le pegaba unos cuantos puñetazos sin razón aparente, pero normalmente se llevaban bien. —Estupendo —dijo Hal, agradecido—. Pero primero voy a llevar ese mono roto al cuarto trastero, ¿eh? —No —dijo Bill, tomándolo—. Déjalo. Hal cedió. El humor de Bill era cambiable, y si se entretenían para devolver el mono a su lugar, podía perder su polo. Fueron a lo de Teddy y los compraron, y luego bajaron al descampado donde algunos chicos estaban jugando un partido de béisbol. Hal era demasiado pequeño para jugar, pero se sentó fuera del cuadrado, chupando su polo y persiguiendo lo que

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los chicos mayores llamaban «las pelotas que se van a la China». No volvieron a casa hasta que casi oscurecía, y su madre riñó a Hal por haber ensuciado la toalla del cuarto de baño. Al terminar de cenar vieron la televisión, y después de todo aquello Hal había olvidado por completo el mono. Este encontró en cierto modo su lugar en la estantería de Bill, donde se estableció al lado de la foto autografiada de Bill Boyd. Y allí se quedó durante casi dos años. Cuando Hal cumplió los siete años, las niñeras se habían convertido en una extravagancia, y la última palabra de la señora Shelbum a los dos antes de irse cada mañana era: «Bill, cuida de tu hermano».

Ese día, sin embargo, Bill tenía que quedarse en la escuela después de las clases para una reunión de la Patrulla de Seguridad Infantil y Hal regresó solo a casa, deteniéndose en cada cruce hasta asegurarse de que no venía absolutamente ningún vehículo en ninguna de las dos direcciones. Entonces cruzaba a la carrera, los hombros hundidos hacia delante, como un soldado de infantería atravesando la tierra de nadie. Cuando entró en la casa, con la llave que había debajo del felpudo, se dirigió inmediatamente a la nevera para tomar un vaso de leche. Nada más coger la botella, ésta se deslizó entre sus dedos, se estrelló contra el suelo haciéndose añicos, y los trozos de cristal volaron por todas partes, mientras el mono empezaba a batir sus platillos repentinamente, allá arriba en las escaleras. Jang-jang-jang-jang, una y otra vez. Hal se quedó inmóvil mirando hacia los trozos de cristal y el charco de leche, lleno de un terror que no podía nombrar ni comprender. Estaba simplemente ahí, fluyendo al parecer de todos sus poros. Dio media vuelta y echó a correr escaleras arriba, hacia su habitación. El mono permanecía erguido en el estante de Bill, y parecía mirarle fijamente. Había derribado la foto autografiada de Bill Boyd, boca abajo sobre la cama de Bill. El mono saltaba y sonreía y hacía sonar sus platillos a la vez. Hal se le acercó lentamente. No deseaba hacerlo, pero era incapaz de permanecer alejado. Los platillos se apartaban y luego volvían a juntarse con un estruendoso tintineo, para apartarse de nuevo. Cuando se acercó, pudo oír el mecanismo girando en las entrañas del mono. Bruscamente, soltando un grito de revulsión y terror, lo barrió del estante del mismo modo que uno barrería un enorme y asqueroso bicho. El mono golpeó contra la almohada de Bill y luego cayó al suelo, los platillos golpeando uno contra el otro, jang-jang-jang, los labios abriéndose y cerrándose mientras permanecía allí tendido sobre su espalda, en un cuadrado de luz de un sol de finales de abril. Entonces, repentinamente, Hal recordó a Beulah. Aquella noche, el mono también había hecho sonar sus platillos. Le dio un puntapié con su zapato Buster Brown, tan fuerte como pudo, y esta vez el grito que escapó de sus labios era un grito de furia. El mono de cuerda se deslizó por el suelo, golpeó contra la pared, y se quedó allá inmóvil. Hal permaneció de pie, mirándolo, los puños apretados y el corazón saltando en su pecho. El mono le sonreía insolentemente, con el sol reflejándose en un destello en uno de sus ojos de cristal. Patéame cuanto quieras, parecía decirle. No soy más que ruedas dentadas y engranajes y un tomillo sin fin o dos. Patéame cuanto gustes. No soy real, únicamente un divertido mono de cuerda, eso es todo lo que soy. ¿Y quién está muerto? ¡Ha habido una explosión en la fábrica de helicópteros! ¿Qué es lo que ha subido volando hacia el cielo como una enorme y ensangrentada pelota, con los ojos allá donde no deberían en absoluto estar? ¿Es la cabeza de tu madre, Hal? ¡Allá abajo, en la esquina de Brook Street! ¡El coche iba demasiado rápido! ¡El conductor estaba borracho! ¡Y ahora hay un chico de la Patrulla menos! ¿Puedes oír el sonido crujiente cuando las ruedas pasan por encima del cráneo de Bill y sus sesos brotan por sus orejas? ¿Sí? ¿No? ¿Quizá? A mí no me lo preguntes, yo no lo sé. No puedo saberlo. Todo lo que sé es golpear esos platillos entre sí: jang-jang-jang. ¿Y quién está muerto, Hal? ¿Tu madre? ¿Tu hermano? ¿O eres tú, Hal? ¿Eres tú? Corrió de nuevo hacia él, con la intención de saltar sobre él, de aplastar su asqueroso cuerpo, de patearlo hasta que ruedas y engranajes saltaran por todos lados y sus horribles ojos de cristal rodaran por el suelo. Pero justo cuando lo alcanzaba, sus platillos empezaron a sonar de nuevo, muy suavemente... (jang), cuando, en algún lugar dentro de él, un muelle se expandió una última y minúscula vez... y una astilla de hielo pareció abrirse camino a través de

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las paredes de su corazón, empalándolo, congelando su furia y dejándole de nuevo enfermo de terror. El mono casi pareció darse cuenta de ello... ¡Cuan jubilosa parecía su sonrisa! Lo cogió sujetando uno de sus brazos entre el índice y el pulgar de su mano derecha como si fueran unas pinzas, la boca crispada en un gesto de asco, como si estuviera recogiendo un cadáver. Su sarnoso pelaje de imitación parecía caliente, casi febril, contra su piel. Abrió de un golpe la puertecilla que conducía al cuarto trastero y encendió la bombilla. El mono le sonreía mientras Hal se arrastraba hasta el fondo del área de almacenamiento entre cajas apiladas sobre cajas, pasado el montón de libros de navegación, los álbumes de fotografías con sus emanaciones de viejos productos químicos y los recuerdos y los trajes viejos, y Hal pensó: Si empieza a tocar sus platillos ahora y se mueve en mi mano, gritaré, y si grito, hará algo más que sonreír, empezará a reír, a reírse de mí, y entonces me volveré loco y me encontrarán aquí, babeando y riendo, loco, me volveré loco, oh por favor querido Dios, por favor querido Jesús, no dejéis que me vuelva loco... Llegó al fondo del cuarto trastero y echó dos cajas a un lado, volcando una de ellas. Arrojó el mono de vuelta a su caja de Ralston-Purina en el rincón, y el mono se acurrucó allí, confortablemente, como si estuviera finalmente en casa, los platillos separados, sonriendo con su sonrisa simiesca, como si el chiste estuviera aún en Hal. Hal reptó hacia atrás, sudando, sintiendo a la vez frió y calor, todo él fuego y hielo, esperando que los platillos empezaran a sonar de nuevo y que, cuando sonaran, el mono saltara de su caja y se deslizara como un escarabajo hacia él, su cuerda zumbando, sus platillos resonando alocadamente y... ... y nada de aquello ocurrió. Apagó la luz y cerró de golpe la pequeña puerta conejera y se apoyó contra ella, jadeando. Finalmente empezaba a sentirse un poco mejor. Se dirigió escaleras abajo sobre piernas de caucho, buscó una bolsa vacía, y empezó a recoger cuidadosamente todos los trozos de cristal de la rota botella de leche, preguntándose si iba a cortarse con ellos y desangrarse hasta morir, si era eso lo que los resonantes platillos habían proclamado. Pero tampoco ocurrió aquello. Encontró un trapo y secó toda la leche, luego se sentó a la espera de que su madre y su hermano regresaran a casa. Su madre llegó primero, preguntando: —¿Dónde está Bill? Con una voz pálida y lenta, seguro ahora de que Bill debía estar muerto, Hal empezó a explicar lo de la reunión de la Patrulla, sabiendo que, por muy larga que hubiera sido la reunión, Bill debería haber llegado a casa hada al menos media hora. Su madre se le quedó mirando con curiosidad y empezó a preguntar qué era lo que iba mal, entonces la puerta se abrió y entró Bill... sólo que no era en absoluto Bill, no realmente. Era el fantasma de Bill, pálido y silencioso. —¿Qué ocurre? —exclamó la señora Shelburn—. Bill, ¿qué ocurre? Bill se echó a llorar, y supieron la historia a través de sus lágrimas. Había sido un coche, dijo. Él y su amigo Charlie Silverman volvían juntos a casa después de la reunión, y el coche apareció por la esquina de Brook Street demasiado rápido, y Charlie se había quedado como helado, y Bill había tirado de la mano de Charlie una vez, pero ésta se le había escapado de entre los dedos y el coche... Bill empezó a gemir muy fuerte, entre histéricos sollozos, y su madre lo apretó contra ella, acunándolo, y Hal miró afuera, al porche, y vio a dos policías de pie allí. El coche patrulla en el que habían traído a Bill a casa estaba junto al bordillo. Entonces empezó a llorar él también... pero sus lágrimas eran lágrimas de alivio.

Ahora le tocó a Bill tener pesadillas..., sueños en los cuales Charlie Silverman moría una y otra vez. y sus botas de cowboy Red Ryder saltaban de sus pies, y él se empotraba contra el capó del viejo Hudson Homet que el borracho conducía. La cabeza de Charlie Silverman y el parabrisas del Hudson se encontraban con un ruido explosivo, y ambos reventaban al unísono. El conductor borracho, que era propietario de una tienda de dulces en Milford, sufría un ataque al corazón poco después de haber sido llevado a la cárcel (quizá fuera la visión de los sesos de Charlie Silverman secándose en sus pantalones), y su abogado obtenía un gran éxito en el juicio con su «este hombre ya ha sido suficientemente castigado». El borracho había recibido una condena de sesenta días (aplazada) y se le había retirado la licencia de conducir en el estado de Connecticut durante cinco años... Casi el mismo período de tiempo que duraron las pesadillas de Bill Shelbum. El mono estaba oculto de nuevo en el cuarto trastero. Bill nunca se dio cuenta de que faltaba de su estante... o, si se dio cuenta, nunca hizo mención de ello.

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Hal se sintió seguro por un tiempo. Y de nuevo empezó a olvidar al mono, o a creer que todo aquello no había sido más que un mal sueño. Pero cuando llegó a casa procedente de la escuela, la tarde en que su madre murió, el mono estaba de vuelta en su estante, los platillos separados e inmóviles, sonriéndole. Se acercó lentamente a él, como si estuviera fuera de su cuerpo..., como si él también se hubiera convertido en un juguete de cuerda a la vista del mono. Vio su propia mano tenderse y cogerlo. Sintió el lanudo pelaje crujir bajo su mano, pero la sensación parecía como embotada; una simple presión, como si alguien le hubiera inyectado una dosis entera de novocaína. Podía oír su respiración, rápida y seca, como el resonar del viento entre la paja. Le dio la vuelta y sujetó la llave. Años más tarde pensaría que su drogada fascinación era como la de un hombre que toma un seis tiros con una cámara cargada, hace girar el tambor, lo apoya contra su cerrado y tembloroso párpado y aprieta el gatillo. No lo hagas... Déjalo, tíralo lejos. No lo toques... Hizo girar la llave, y en el silencio oyó una perfecta sucesión de ligeros clics a medida que la cuerda se remontaba. Cuando soltó la llave, el mono empezó a hacer sonar sus platillos y pudo sentir su cuerpo contorsionarse, distenderse-y-contorsionarse, distenderse-y-contorsionarse, como si estuviera vivo. Estaba vivo, agitándose en su mano como un repugnante pigmeo, y la vibración que sentía a través de su pelaje marrón con grandes manchas peladas no era el de engranajes girando, sino el latido de su negro y ceniciento corazón. Con un gruñido, Hal dejó caer el mono y retrocedió, sus uñas clavándose en la carne bajo sus ojos, su palma apretada contra su boca. Tropezó con algo y casi perdió el equilibrio (entonces hubiera caído al suelo junto a él, sus desorbitados ojos azules mirando directamente a los ojos de cristal color avellana del mono). Se tambaleó hacia la puerta, la cerró de golpe a sus espaldas y se apoyó contra ella. Repentinamente, echó a correr hacia el cuarto de baño y vomitó. Fue la señora Stukey de la fábrica de helicópteros quien trajo la noticia y se quedó con ellos aquellas dos primeras e interminables noches, hasta que tía Ida llegó de Maine. Su madre había muerto de una embolia cerebral a media tarde. Estaba de pie junto al distribuidor del agua fría con un vaso de agua en una mano y se había derrumbado de pronto como si hubiera recibido un tiro, sujetando aún el vaso de papel en una mano. Con la otra había intentado agarrarse al depósito de cristal del aparato y lo había derribado junto con ella. Se había hecho añicos... Pero el doctor de la fábrica, que llegó a toda prisa, dijo más tarde que creía que la señora Shelburn estaba muerta antes de que el agua la empapara a través de su traje y su ropa interior. A los chicos no les dijeron nada de esto, pero Hal lo supo de todos modos. Soñó de nuevo, una y otra vez en las largas noches que siguieron a la muerte de su madre. ¿Sigues teniendo problemas para conciliar el sueño, hermanito?, le había preguntado Bill, y Hal supuso que Bill pensaba que todas sus inquietudes y malos sueños tenían que ver con la repentina muerte de su madre. Y tenía razón..., pero sólo en parte. Se trataba de la culpabilidad; la certeza, el absoluto convencimiento de que él había matado a su madre dándole cuerda al mono en aquel soleado atardecer después de la escuela.

Cuando finalmente Hal se quedó dormido, su sueño debió de ser profundo. Cuando despertó, era casi mediodía. Petey estaba sentado en una silla, con las piernas cruzadas, al otro lado de la habitación. Comía metódicamente una naranja gajo a gajo y observaba un concurso en la televisión. Hal sacó las piernas de la cama, sintiendo como si alguien le hubiera sumido en aquel sueño... y luego le hubiera despertado sacándole de él. La cabeza le palpitaba. —¿Dónde está mamá, Petey? Petey miró a su alrededor. —Ella y Dennis se fueron de compras. Yo dije que me quedaba contigo. ¿Siempre hablas en sueños, papá? Hal miró cautelosamente a su hijo. —No, no lo creo. ¿Qué es lo que he dicho?

—No eran más que murmullos. No he podido entender nada. Me asusté un poco. —Bueno, aquí estoy, dispuesto y cuerdo otra vez —dijo Hal, y consiguió esbozar una sonrisita.

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Petey se la devolvió, y Hal sintió de nuevo aquel sencillo amor hacia el chiquillo, una emoción que era clara e intensa, sin complicaciones. Se preguntó por qué siempre había sido capaz de sentir aquello hacia Petey, que le comprendía y que podía ayudarle, y por qué Dennis parecía una ventana demasiado oscura como para mirar a su través, un misterio en su forma de actuar y en sus hábitos, el tipo de chico que él no podía comprender porque nunca había sido ese tipo de chico. Era demasiado fácil decir que el traslado desde California había cambiado a Dennis, o que... Sus pensamientos se congelaron. El mono. El mono estaba sentado en el antepecho de la ventana, los platillos separados e inmóviles. Hal sintió que su corazón se paraba bruscamente en su pecho y luego, de repente, se lanzaba al galope. Su visión osciló, y su palpitante cabeza empezó a dolerle ferozmente. Había escapado de la maleta y ahora estaba apoyado en el antepecho de la ventana, sonriéndole. Pensaste que te habías librado de mí, ¿eh? Pero ya habías pensado lo mismo antes, ¿no? Sí, pensó de modo enfermizo. Sí, lo había pensado. —Petey, ¿has sacado tú ese mono de mi maleta? —preguntó, conociendo ya la respuesta: había cerrado la maleta con llave y se había metido la llave en el bolsillo de su abrigo. Petey miró al mono, y algo —Hal pensó que era inquietud— pasó por su rostro. —No —dijo—. Mamá lo puso ahí. —¿Mamá lo hizo? —Sí. Lo sacó de tu lado. Se rió de ello. —¿Lo sacó de mi lado? ¿De qué estás hablando? —Lo tenías en la cama contigo. Yo estaba lavándome los dientes, pero Dennis lo vio. Él también se rió. Dijo que parecías un bebé con su osito de felpa. Hal miró al mono. Su boca estaba demasiado seca como para tragar saliva. ¿Había estado en la cama con él? ¿En la cama? ¿Aquel asqueroso pelaje contra su mejilla, quizá contra su boca, aquellos ojos de cristal mirando su rostro dormido, aquellos sonrientes dientes cerca de su cuello? ¡Dios mío! Se volvió bruscamente y se dirigió hacia el armario empotrado. La Samsonite estaba allí, aún cerrada con llave. La llave seguía todavía en el bolsillo de su abrigo. Tras él, la televisión se apagó. Cerró lentamente el armario empotrado. Petey estaba mirándole seriamente. —Papá, no me gusta ese mono —dijo, con una voz tan baja que casi no se oía. —A mí tampoco —dijo Hal. Petey lo miró fijamente para ver si estaba bromeando, y vio que no lo estaba. Avanzó hacia su padre y lo abrazó fuertemente. Hal se dio cuenta de que temblaba. Petey habló entonces en su oído, muy rápidamente, como si tuviera miedo de no tener el suficiente valor para decirlo de nuevo... o de que el mono pudiera oírle.. —Parece que te mira. Que te mira no importa donde tú estés en la habitación. Y si vas a la otra habitación, parece que sigue mirándote a través de la pared. No puedo evitar sentir como si... como si me deseara para algo. Petey se estremeció y Hal lo abrazó más fuerte. —Como si deseara que le dieras cuerda —dijo Hal. Petey asintió violentamente. —No está realmente roto, ¿verdad, papá? —A veces lo está —dijo Hal, mirando al mono por encima del hombro de su hijo—. Pero a veces vuelve a funcionar. —No dejo de sentir deseos de ir hasta allá y darle cuerda. Estaba todo tan tranquilo, y pensé: «No puedo, despertaré a papá». Pero seguía deseándolo, y me dirigí hacia allá y... lo toqué, y odié aquel contacto... Pero me gustó también... Era como si me estuviera diciendo: «Dame cuerda, Petey; jugaremos. Tu padre no va a despertarse, nunca más volverá a despertarse. Dame cuerda, dame cuerda...» El chiquillo estalló repentinamente en lágrimas. —Es malo, sé que lo es. Hay algo malo en él. ¿Podemos tirarlo, papá? ¿Por favor? El mono sonreía a Hal con su eterna sonrisa. Podía sentir las lágrimas de Petey entre ellos. El sol del mediodía destellaba en los platillos de latón del mono... la luz se reflejaba hacia arriba y ponía franjas de luz solar en el liso estuco blanco del techo de la habitación del motel.

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—¿Cuándo dijo tu madre que ella y Dennis iban a estar de vuelta, Petey? —Hacia la una. —Se secó sus enrojecidos ojos con la manga de su camisa, como si se sintiera embarazado por sus lágrimas; pero se negó a mirar al mono—. Puse la televisión —susurró—. Y la puse muy alta. —Eso estuvo bien, Petey. —Tuve una extraña idea —dijo Petey—. Tuve la idea de que si le daba cuerda a ese mono, tú... Tú simplemente morirías, aquí en la cama. Durmiendo. ¿No fue una extraña idea, papá? —Su voz había bajado nuevamente de tono, y temblaba sin poder controlarse. ¿Cómo hubiera ocurrido? ¿Un ataque al corazón? ¿Una embolia, como mi madre? ¿Qué? Realmente no importa, ¿verdad? Y, pisándole los talones a esa idea, otro pensamiento, más estremecedor aún: Librémonos de él, dice. Tirémoslo. Pero, ¿puede alguien librarse realmente de él? ¿Para siempre? El mono le sonreía-burlonamente, sus platillos bien separados. ¿Había cobrado repentinamente vida la noche en que tía Ida murió?, se preguntó de pronto. ¿Fue ese el último sonido que ella oyó, el ahogado jang-jang-jang del mono golpeando sus platillos allá arriba, en la oscura buhardilla, mientras el viento silbaba por el canalón?

—Quizá no tan extraña —dijo Hal lentamente a su hijo—. Ve a buscar tu bolsa de viaje, Petey. Petey le miró sin comprender. —¿Qué es lo que vamos a hacer? Quizá podamos librarnos de él. Quizá permanentemente, quizá tan sólo por un tiempo... Mucho o poco tiempo. Quizá simplemente vuelva y vuelva y vuelva otra vez y es así como ocurren las cosas... Pero quizá yo —nosotros— podamos decirle adiós por un largo tiempo. Ha necesitado veinte años para volver esta vez. Ha necesitado veinte años para salir del pozo... —Vamos a dar una vuelta —dijo Hal. Se sentía completamente tranquilo, pero de algún modo había como un peso demasiado grande debajo de su piel. Incluso los globos de sus ojos parecían haber aumentado de peso.Pero antes quiero que vayas a buscar tu bolsa de viaje y la lleves ahí, al final del aparcamiento, y encuentres tres o cuatro piedras de buen tamaño. Ponías dentro de la bolsa y tráemelo todo. ¿De acuerdo? La comprensión parpadeó en los ojos de Petey. —De acuerdo, papi. Hal miró su reloj. Eran las 12.15. —Apresúrate. Quiero haberme ido antes de que vuelva tu madre. —¿Adonde vamos? —A la casa de tío Will y tía Ida —dijo Hal—. A la vieja casa. Hal se dirigió al cuarto de baño, miró tras la taza del inodoro y cogió la escobilla que había apoyada contra la pared. Regresó junto a la ventana y se detuvo allí con la escobilla en la mano, como si fuera una varita mágica de ocasión. Miró afuera, a Petey con su chaqueta de meltón, cruzando el aparcamiento con su bolsa de viaje, con la palabra DELTA escrita en grandes letras blancas en su costado sobre fondo azul. Una mosca golpeó contra la esquina superior de la ventana, lenta y estúpida en el final de la estación cálida. Hal sabía cómo se sentía. Observó cómo Petey recogía tres piedras de buen tamaño y luego regresaba cruzando el aparcamiento. De pronto, un coche apareció girando la esquina del motel, un coche que avanzaba demasiado rápido, indudablemente demasiado rápido. Y, sin pensarlo, reaccionando con el tipo de reflejo de un buen boxeador parando un golpe de su oponente, su mano se lanzó hacia adelante, como si fuera a dar un golpe de karate..., y se detuvo. Los platillos se cerraron silenciosamente sobre su mano interpuesta y Hal sintió algo en el aire: algo parecido a la cólera. Los frenos del coche chirriaron. Petey retrocedió rápidamente. El conductor le hizo impacientemente un gesto, como si lo que había estado a punto de ocurrir fuera culpa de Petey, y Petey corrió, cruzando el aparcamiento con el cuello de su chaqueta aleteando, y penetró en la entrada trasera del motel.

El sudor resbalaba por el pecho de Hal; lo sintió en su frente como un goteo de oleosa lluvia. Los platillos se apretaban fríamente contra su mano, entumeciéndola.

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Sigue adelante, pensó obstinadamente. Sigue adelante, puedo esperar todo el día. Hasta que el infierno se congele, si se necesita tanto tiempo. Los platillos se separaron y volvieron a su posición de reposo. Hal oyó un débil ¡clic! en el interior del mono. Retiró su mano y la miró. Tanto en el dorso como en la palma había unos semicírculos grisáceos marcados en la piel, como si ésta se hubiera helado allí. La mosca zumbó incierta, intentando encontrar el frío sol de octubre que parecía tan cercano. Petey entró en tromba, respirando rápidamente, las mejillas encendidas. —He encontrado tres buenas piedras, papá, yo... —se interrumpió—. ¿Te encuentras bien, papá? —Estupendamente—dijo Hal—. Trae la bolsa.

Con el pie, Hal arrastró la mesa cercana al sofá hacia la ventana, de modo que quedara debajo del antepecho, y colocó la bolsa de viaje en ella. La abrió como uno abre una boca. Podía ver las piedras que Petey había recogido en el fondo. Utilizó la escobilla del water para echar el mono dentro. Vaciló por un momento en el antepecho y luego cayó dentro de la bolsa. Hubo un débil ¡jing! cuando uno de los platillos golpeó contra una de las piedras. —¡Papá! ¡Papá! La voz de Petey sonaba asustada. Hal lo miró. Algo era diferente; algo había cambiado. ¿Qué era? Entonces vio la dirección de la mirada de Petey y lo supo. El zumbido de la mosca se había detenido: yacía muerta en el antepecho de la ventana. —¿Ha hecho eso el mono? —susurró Petey. —Vamonos —dijo Hal, cerrando la cremallera de la bolsa—. Te lo diré mientras conducimos hacia la vieja casa. —¿Y cómo vamos a hacerlo? Mamá y Dennis se llevaron el coche. —Iremos allá, no te preocupes —dijo Hal, y revolvió el pelo de Petey.

Mostró al empleado de la recepción su permiso de conducir y un billete de veinte dólares. Tras recibir el reloj digital de Texas Instruments como garantía adicional, el empleado del motel le tendió a Hal las llaves de su propio coche: un deteriorado AMC Gremlin. Mientras conducían hacia el este por la carretera 302 hacia Casco, Hal empezó a hablar, vacilantemente al principio, luego un poco más rápido. Empezó contándole a Petey que su padre probablemente había comprado el mono en ultramar, como un regalo para sus hijos. No era un juguete particularmente único, no había nada de extraño o valioso en él. Debían de haber centenares de miles de monos de cuerda como aquél en el mundo, algunos hechos en Hong Kong, algunos en Taiwan, algunos en Corea. Pero en algún lugar a lo largo de su periplo —quizá incluso en el oscuro cuarto trastero de la casa en Connecticut donde los dos muchachos habían crecido al principio—, algo le había ocurrido al mono. Algo terrible, maligno. Podía ser, le dijo Hal a Petey mientras intentaba hacer que el Gremlin del empleado pasara de los sesenta (era muy consciente de la cerrada bolsa de viaje que había en el asiento de atrás, y Petey no dejaba de mirarla), que algo del mal que había en el mundo —quizá incluso la mayor parte del mal que había en el mundo— ni siquiera fuese consciente de que lo era. Podía ser que la mayor parte del mal que había en el mundo fuera algo muy parecido a un mono con un mecanismo al que uno puede darle cuerda; entonces el mecanismo gira, los platillos empiezan a sonar, los dientes sonríen, los estúpidos ojos de cristal ríen... o parecen reír... Le habló a Petey de cómo había encontrado el mono, pero se descubrió pasando por encima de grandes aspectos de la historia, evitando aterrorizar al ya asustado muchacho más de lo que estaba. Así la historia resultó deslavazada, no demasiado clara, pero Petey no hizo preguntas. Quizá estaba llenando por sí mismo las lagunas, pensó Hal, del mismo modo que él había soñado la muerte de su madre una y otra vez, aunque no estuvo allí. Tío Will y tía Ida sí habían estado allí para el funeral. Después, el tío Will había regresado a Maine —era la época de la cosecha— y tía Ida se había quedado durante un par de semanas con los niños para arreglar los asuntos de su hermana. Pero más que eso había pasado el tiempo haciéndose querer por los chiquillos, tan desconcertados por la repentina muerte de su madre que casi parecían sonámbulos. Cuando no podían dormir, ella estaba allí con un vaso de leche caliente, cuando Hal se despertaba a las tres de la madrugada con sus pesadillas (pesadillas en las cuales su madre se acercaba al distribuidor del agua sin ver al mono que

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flotaba y se agitaba en sus frías profundidades color zafiro, sonriendo y haciendo sonar sus platillos, que a cada contacto dejaban escapar una hilera de burbujas) estaba allí, cuando Bill cayó enfermo primero con fiebre y luego con un acceso de dolorosas llagas en la boca y luego con urticaria tres días después del funeral estaba allí. Se hizo conocer y querer por los muchachos, y antes de que tomaran el avión desde Hartford hasta Portland con ella, tanto Bill como Hal habían ido a ella separadamente y habían llorado en su regazo mientras ella los abrazaba y los acunaba, y los lazos se establecieron.

El día antes de que abandonaran Connecticut definitivamente para ir «allá abajo en Maine» (como se decía en aquellos días), el trapero llegó con su enorme y viejo camión traqueteante y cargó la enorme pila de trastos inútiles que Bill y Hal habían transportado hasta la acera desde el cuarto trastero. Cuando todos los trastos habían sido apilados junto al bordillo para ser recogidos, tía Ida les había dicho que fueran al cuarto trastero y cogieran todos los recuerdos que desearan conservar especialmente. «No tenemos espacio para todo lo que hay ahí, muchachos», les dijo, y Hal supuso que Bill había tomado sus palabras al pie de la letra y había hecho caso omiso de todas aquellas fascinantes cajas que su padre había dejado atrás la última vez. Hal no siguió a su hermano mayor. Hal había perdido su afición hacia el cuarto trastero. Una terrible idea se le había ocurrido durante aquellas dos primeras semanas de luto: quizá su padre no hubiera simplemente desaparecido, ni se hubiese ido porque tenía la pasión por la aventura y había descubierto que no estaba hecho para el matrimonio. Quizá el mono se había encargado de él. Cuando oyó el camión del trapero rugir, traquetear y petardear acercándose calle abajo, Hal se decidió. Agarró el deteriorado mono de cuerda de su estante, donde había permanecido desde el día en que murió su madre (no se había atrevido a tocarlo desde entonces, ni siquiera a arrastrarlo de vuelta al cuarto trastero), y corrió escaleras abajo con él. Ni Bill ni tía Ida lo vieron. Aposentada sobre un barril lleno de recuerdos rotos y libros enmohecidos estaba la caja de Ralston-Purina, llena con trastos similares. Hal lanzó al mono de vuelta a la caja de donde había salido originalmente, desafiándole histéricamente a que empezara a tocar sus platillos (adelante, adelante, te desafío, te desafío, TE DESAFÍO), pero el mono se quedó allí, recostado tranquilamente de espaldas, como si estuviera esperando el autobús, sonriendo con su horrible sonrisa de complicidad. Hal, un chiquillo con unos viejos pantalones de pana y unas deterioradas Buster Browns, se quedó parado allí mientras el trapero, un tipo italiano que llevaba un crucifijo y silbaba entre los dientes, empezaba a cargar cajas y barriles en su viejo camión de altos costados de madera. Hal lo observó mientras alzaba el barril y la caja de Ralston-Purina en equilibrio sobre él; observó cómo el mono desaparecía en las fauces del camión; observó mientras el hombre trepaba de nuevo a su cabina, se sonaba ruidosamente en la palma de su mano, secaba ésta con un enorme pañuelo rojo, y poma en marcha el motor del camión con un ensordecedor rugido y un apestoso petardeo de aceitoso humo azul; observó cómo el camión se alejaba. Y un gran peso desapareció de su corazón... Realmente lo sintió marcharse. Dio un par de saltos, tan altos como le fue posible, los brazos abiertos, las palmas hacia arriba, y si alguno de los vecinos le vio, debió de pensar que aquella actitud era extraña hasta el punto de la blasfemia, quizá... ¿Por qué estará ese chiquillo saltando de alegría (porque eso era indudablemente; un salto de alegría difícilmente puede ser disimulado) cuando su madre ni siquiera lleva un mes en la tumba? Estaba saltando de alegría porque el mono había desaparecido, para siempre. Desaparecido para siempre, pero no tres meses más tarde, cuando tía Ida le envió a la buhardilla a buscar las cajas de adornos de Navidad, y mientras iba de un lado para otro buscándolas, llenando de polvo las rodillas de sus pantalones, se había encontrado de pronto cara a cara con él, y su sorpresa y su terror habían sido tan grandes que había tenido que morderse fuertemente el canto de su mano para no gritar... o perder completamente el sentido. Allí estaba, sonriendo con su dentona sonrisa, los platillos separados e inmóviles pero dispuestos a golpear, echado tranquilamente sobre su espalda contra un rincón de una caja de Ralston-Purina, como si estuviera aguardando el autobús, como si dijera: Creíste haberte librado de mí, ¿eh? Pero no es tan fácil librarse de mí, Hal. Me gustas, Hal. Estamos hechos el uno para el otro, como un chico y su monito preferido, un par de buenos amigos. Y en algún lugar al sur hay un estúpido viejo trapero italiano tendido en su bañera, con los ojos desorbitados y la dentadura postiza medio salida de su boca, su gritante boca, un trapero que

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huele como una vieja batería quemada. Me había apartado para su nieto, Hal, y me puso en el estante con su jabón y su navaja y su crema de afeitar y la radio que estaba escuchando mientras se bañaba, y yo empecé a tocar los platillos, y uno de mis platillos golpeó esa vieja radio y cayó dentro de la bañera. Y entonces vine de nuevo a tí, Hal. Hice todo el camino por carreteras comarcales, de noche, y la luz de la luna se reflejaba en mis dientes a las tres de la madrugada, y dejé muerte en mi despertar, Hal. Vine hasta tí. Soy tu regalo de Navidad, Hal, dame cuerda. ¿Quién está muerto? ¿Es Bill? ¿Es el tío Will? ¿Eres tú, Hal? ¿Eres tú? Hal había retrocedido, su boca locamente crispada, los ojos desorbitados, y estuvo a punto de caer escaleras abajo. Le dijo a tía Ida que no había podido encontrar los adornos de Navidad —era la primera mentira que le decía, y ella vio la mentira en su rostro, pero no le preguntó por qué se la decía, gracias a Dios—, y más tarde cuando vino Bill, le pidió que los buscara él, y Bill regresó con los adornos de Navidad. Más tarde, cuando estuvieron solos, Bill le susurró que era un tonto incapaz de encontrar su propio culo con las dos manos y una linterna. Hal no dijo nada. Hal estaba pálido y silencioso, tomando ausentemente su cena. Y aquella noche soñó de nuevo con el mono, uno de sus platillos golpeando la vieja radio mientras desgranaba las notas de una canción de Deán Martín, y laradio caía dentro de la bañera mientras el mono sonreía y golpeaba sus platillos con un JANG y un JANG y un JANG. Sólo que no era el trapero italiano quien estaba en la bañera cuando el agua se volvía eléctrica. Era él.

Hal y su hijo bajaron al embarcadero que había detrás de la vieja casa y se dirigieron hacia la caseta de botes que se proyectaba sobre el agua encaramada a sus viejos pilotes. Hal llevaba la bolsa de viaje en su mano derecha. Su garganta estaba seca, sus oídos eran anormalmente sensibles a todos los sonidos agudos. La bolsa parecía terriblemente pesada. —¿Qué hay ahí abajo, papá? —preguntó Petey. Hal no respondió. Depositó en el suelo la bolsa de viaje. —No toques eso —dijo, y Petey retrocedió unos pasos. Hal rebuscó en sus bolsillos el manojo de llaves que Bill le había dado y encontró una claramente etiquetada C-BOTES con una tira de cinta adhesiva. El día era claro y frío, ventoso, el cielo de un azul brillante. Las hojas de los árboles que llenaban la orilla del lago habían cambiado sus deslumbrantes tonalidades del rojo sangre al burlón amarillo. Susurraban y hablaban en el viento. Las hojas revoloteaban en torno a los zapatos de lona de Petey mientras éste permanecía ansiosamente de pie junto a él, y Hal podía oler el noviembre en el viento, con el invierno empujando detrás. La llave giró en el candado, y Hal empujó las puertas batientes, abriéndolas por completo. La memoria era buena; Ni siquiera tuvo que mirar para colocar con el pie el bloque de madera que mantenía abierta la puerta. El olor allí dentro era todo verano: lonas y madera barnizada, un persistente olor a humedad. El bote de remos del tío Will estaba aún allí, los remos cuidadosamente preparados, como si hubiera sido cargado con el equipo de pesca y las dos cajas de seis latas de cerveza heladas la tarde anterior. Bill y Hal habían ido a pescar con el tío Will muchas veces, pero nunca juntos; el tío Will sostenía que el bote era demasiado pequeño para tres. El asiento rojo, que el tío Will repintaba cada primavera, estaba ahora con la pintura rayada y desgastada, y las arañas habían tejido sus telas en la proa del bote. Hal soltó las sujeciones y tiró del bote rampa abajo hacia la pequeña imitación de playa. Las excursiones de pesca habían sido uno de los mejores momentos de su infancia con el tío Will y la tía Ida. Tenía la sensación de que para Bill había significado lo mismo. El tío Will era normalmente el más taciturno de los hombres, pero una vez tenía el bote en la posición que él quería, unos sesenta o setenta metros lejos de la orilla, los sedales echados y los flotadores meciéndose en el agua, abría una cerveza para él y otra para Hal (que raramente bebía más de la mitad de la única que el tío Will le permitía, siempre con la advertencia ritual de que tía Ida nunca debía enterarse porque «me pegaría un tiro si supiera que os doy cerveza a vosotros los chicos, ¿sabéis?»), y se convertía en el más expansivo de los hombres. Contaba historias, respondía a preguntas, volvía a cebar el anzuelo de Hal si era necesario; y el bote podía ir derivando allá donde el viento y la débil corriente lo quisieran llevar.

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—¿Por qué nunca vas directamente al centro del lago, tío Will? —había preguntado Hal en una ocasión. —Mira por este lado de aquí, Hal —le había respondido el tío Will. Hal lo había hecho. Vio agua azul y su sedal hundiéndose en la oscuridad. —Estás mirando a la parte más profunda del Crystal Lake —dijo tío Will, aplastando una lata de cerveza vacía con una mano y seleccionando una fresca con la otra—. Unos treinta metros, centímetro más, centímetro menos. El viejo Studebaker de Amos Culligan está ahí abajo en algún lugar. El maldito estúpido lo metió en el lago a principios de un diciembre, antes de que se formara del todo la capa de hielo. Tuvo suerte pudiendo salir con vida. Nunca lo podrán sacar, ni verlo hasta que suenen las trompetas del día del Juicio Final. Las cosas más grandes están precisamente ahí, Hal. No es necesario ir más lejos. Déjame ver cómo está tu gusano. Enrolla ese cabrón de sedal. Hal lo hizo, y mientras el tío Will colocaba en su anzuelo un gusano fresco de la vieja lata de Crisco que le servía de caja para los cebos, miró al agua, fascinado, intentando ver el viejo Studebaker de Amos Culligan. Todo oxidado y con algas surgiendo flotantes por la abierta ventanilla del lado de conductor a través de la cual había escapado Amos en el último momento, algas festoneando el volante como una corona mortuoria, algas colgando del espejo retrovisor y agitándose hacia delante y hacia atrás como una extraña rosaleda. Pero sólo podía ver el agua azul oscureciéndose hasta el negro, y allí estaba la silueta de la lombriz del tío Will, el anzuelo oculto en sus nudos, colgando allí arriba, en medio de muchas cosas, su propia versión de la realidad inundada de sol. Hal tuvo una breve y mareante visión de hallarse suspendido sobre un inmenso abismo, y tuvo que cerrar los ojos por un momento hasta que el vértigo pasó. Ese día, creía recordar, se había bebido toda la lata de cerveza. ...La parte más profunda del Crystal Lake... Unos treinta metros, centímetro más, centímetro menos.

Hizo una momentánea pausa, jadeando, y alzó la vista hacia Petey, que aún le observaba ansiosamente. —¿Quieres que te ayude, papá? —Dentro de un momento.

Recuperó de nuevo el aliento, y ahora tiró de la barca de remos cruzando la estrecha franja de pedregosa arena hasta el agua, dejando un profundo surco. La pintura se había desconchado, pero la barca había sido mantenida bajo cubierto y parecía segura. Cuando él y el tío Will salían, era el tío Will quien tiraba de la barca rampa abajo, y cuando la proa estaba a flote, trepaba en ella, agarraba un remo para empujar con él, y decía: «Empújame fuerte, Hal... ¡Así fortalecerás tus piernas!» —Trae la bolsa hasta aquí, Petey, y luego dame un empujón —dijo Hal a su hijo. Y, sonriendo un poco, añadió—: Así fortalecerás tus piernas. Petey no le devolvió la sonrisa. —¿Voy a venir contigo, papá? —Esta vez, no. En otra ocasión te llevaré conmigo a pescar, pero... no esta vez. Petey vaciló. El viento agitaba su cabello marrón, y unas cuantas hojas amarillentas, crujientes y secas, remolinearon en torno a sus hombros y aterrizaron en el borde del agua, balanceándose como otros tantos botes. —Deberías haberlos amortiguado —dijo Petey en voz muy baja. —¿Qué? —preguntó, aunque creyó comprender lo que quería decir Petey. —Haber puesto algodón en los platillos. Haberlos almohadillado. Así no podrían... hacer ese ruido. Hal recordó repentinamente a Daisy acercándosele —no andando, sino bamboleándose— y cómo, de pronto, la sangre empezaba a manar de ambos ojos de Daisy en un flujo que empapaba el pelaje de su cuello y goteaba hasta el suelo del granero, cómo se derrumbaba sobre sus patas delanteras... y cómo, en el quieto y lluvioso aire de primavera de aquel día, escuchó el sonido, no amortiguado, sino curiosamente claro, procedente de la buhardilla de la casa, a veinte metros de distancia: ¡Jang-jang-jang-jang! Se había puesto a gritar histéricamente, dejando caer la brazada de madera que llevaba para el fuego. Echó a correr hacia la cocina en busca del tío Will, que estaba comiendo huevos revueltos y tostadas, antes incluso de haberse puesto los tirantes sobre los hombros.

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Era una perra vieja, Hal, había dicho el tío Will, su rostro ojeroso y triste... Él también parecía viejo. Tenía doce años, y eso son muchos años para un perro. No deberías tomártelo así, muchacho... A la vieja Daisy no le hubiera gustado. Vieja, había hecho eco el veterinario, pero, pese a todo, pareció desconcertado, porque los perros no mueren de una hemorragia ce- rebral explosiva, ni siquiera a los doce años («como si alguien hubiera hecho estallar un petardo en su cabeza», había oído Hal que el veterinario le decía al tío Will, mientras el tío Will cavaba un hoyo detrás del granero, no lejos del lugar donde había enterrado a la madre de Daisy en 1950: «Nunca he visto nada así, Will»). Y más tarde, aterrado hasta casi perder el control, pero incapaz de resistirse, Hal había subido hasta la buhardilla. Hola, Hal, ¿cómo te encuentras?, había sonreído el mono desde su oscuro rincón. Sus platillos estaban inmóviles, separados entre sí unos treinta centímetros. El cojín del sofá que Hal había colocado entre ellos estaba ahora al otro lado de la buhardilla. Algo —alguna fuerza— lo había arrojado hasta allí, con tanto impulso como para rasgar su cubierta, y el relleno brotaba del desgarrón. No te preocupes por Daisy, susurró el mono dentro de su cabeza, sus cristalinos ojos color avellana fijos en los azules y muy abiertos de Hal Shelburn. No te preocupes por Daisy, era vieja. Vieja, Hal. Incluso el veterinario lo ha dicho. Además, ¿viste la sangre brotar por sus ojos, Hal? Dame cuerda, Hal. Dame cuerda y juguemos. ¿Y quien está muerto, Hal? ¿Eres tú? Cuando recuperó la cordura se dio cuenta de que había estado arrastrándose hacia el mono como si estuviera hipnotizado, y que tenía una mano tendida para coger la llave. Entonces retrocedió bruscamente y casi estuvo a punto de caerse por las escaleras de la buhardilla en su apresuramiento... Probablemente se hubiera caído si la caja de la escalera no hubiera sido tan estrecha. Un leve gemido escapó de su garganta. Ahora se sentó en el bote, mirando a Petey. —Amortiguar los platillos no sirve de nada —dijo—. Ya lo intenté una vez. Petey lanzo una nerviosa mirada a la bolsa de viaje. —¿Qué ocurrió, papá? —Nada de lo que desee hablar ahora —dijo Hal—, y nada que tú desees oír. Ven y dame un empujón. Petey se inclinó hacia la barca, y la popa de la embarcación rascó contra la arena. Hal empujó con un remo, y de pronto aquella sensación de estar ligado a la tierra desapareció. El bote estaba avanzando ligeramente, de nuevo en su elemento tras varios años en la oscuridad del cobertizo para los botes, balanceándose en el ligero oleaje. Hal colocó los remos en sus toletes, primero uno, luego el otro, y luego cerró las chumaceras. —Ven con cuidado, papá —dijo Petey. Su rostro estaba pálido. —No voy a estar mucho rato —prometió Hal, pero miró hacia la bolsa de viaje y se interrogó a sí mismo. Empezó a remar, inclinándose ligeramente para hacerlo. El viejo y familiar dolor en la parte baja de su espalda y entre sus omoplatos empezó. La orilla fue alejándose. Petey tenía mágicamente ocho años de nuevo, seis, un niño de cuatro años de pie en el borde del agua. Se protegió los ojos con una mano infantil. Hal miró casualmente a la orilla, pero no se permitió estudiarla realmente. Habían pasado cerca de quince años, y si estudiaba atentamente la línea de la costa vería los cambios más que las similitudes y se encontraría perdido. El sol golpeaba contra su cuello, y empezó a sudar. Miró la bolsa de viaje, y por un momento perdió el ritmo de empuja-y-tira. La bolsa de viaje parecía... parecía estar agitándose. Empezó a remar más aprisa. El viento soplaba ahora, secando el sudor y enfriando su piel. El bote se alzó y la proa hendió el agua hacia uno y otro lado cuando volvió a caer. ¿Había refrescado el viento, justo en el último minuto o así? ¿No estaba Petey gritando algo? Sí. Hal no podía entender lo que decía por encima del viento. No importaba. Librarse del mono por otros veinte años —o quizá para siempre (por favor. Dios, para siempre)—, eso era lo que importaba. El bote se alzó y volvió a caer. Miró hacia la izquierda y vio pequeñas cabrillas. Miró hacia la orilla de nuevo y vio la Punta del Cazador y un edificio en ruinas que debía haber sido el cobertizo para botes de Burdon cuando él y Bill eran niños. Ya casi había llegado, pues. Casi estaba encima del lugar donde el Studebaker de Amos Culligan se había hundido entre el hielo un diciembre de hacía muchos años. Casi encima de la parte más profunda del lago.

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Petey estaba gritando algo; gritando y señalando. Hal seguía sin poder oír. El bote de remos se alzaba y caía, lanzando nubecillas de espuma a ambos lados de su desconchada proa. Un pequeño arcoiris brilló en uno de los lados, se deshizo en una miríada de puntos. La luz del sol y las sombras se perseguían cruzando el lago, y las olas no eran suaves ahora; las cabrillas habían crecido. Su sudor se había secado poniendo carne de gallina en su piel, y la espuma había empapado la parte de atrás de su chaqueta. Remó tercamente, los ojos yendo alternativamente de la orilla a la bolsa de viaje. El bote se alzó de nuevo, esta vez tanto que por un momento el remo izquierdo palmeó el aire en vez del agua. Petey estaba señalando hacia el cielo, sus gritos ahora reducidos a un débil asomo de sonido. Hal miró por encima de su hombro.

El lago era un frenesí de olas. Se había convertido en una masa de azul oscuro lleno de costurones blancos. Una sombra cruzaba la superficie del agua hacia el bote y algo en su forma era familiar, tan terriblemente familiar, que Hal alzó la vista, y entonces el grito estuvo allí, debatiéndose en su congestionada garganta. El sol estaba detrás de la nube, convirtiéndola en una forma claramente identificable, con dos crecientes dorados mantenidos aparte. Había dos agujeros en un extremo de la nube, y el sol brotaba a través de ellos formando como dos pozos de luz. Cuando la nube cruzó por encima del bote, los platillos del mono, apenas ahogados por la bolsa de viaje, empezaron a sonar. Jang-jang-jang-jang, eres tú, Hal. Finalmente eres tú. Estás encima de la parte más profunda del lago ahora y es tu turno, tu turno, tu turno... Todos los elementos necesarios de la línea de la costa habían encajado en su lugar. Los carcomidos huesos del Studebaker de Amos Culligan estaban en algún lugar allá abajo, allí era donde estaban las cosas grandes, aquél era el lugar. Hal metió los remos en un rápido movimiento, se inclinó hacia delante sin darse cuenta de los alocados bandazos del bote, y aferró la bolsa de viaje. Los platillos seguían lanzando su loca música pagana; los costados de la bolsa se hincharon como impelidos por una tenebrosa respiración. —¡Exactamente aquí, hijo de puta! —gritó Hal—. ¡EXACTAMENTE AQUÍ! Arrojó la bolsa por encima de la borda. Se hundió rápidamente. Por un momento pudo verla descender, sus costados agitándose, y durante aquel interminable momento pudo oír aún los platillos sonando. Y por un momento las negras aguas parecieron aclararse y pudo ver hacia abajo hasta aquel terrible abismo de agua lleno de cosas enormes; allí estaba el Studebaker de Amos Culligan, y la madre de Hal estaba detrás de su legamoso volante, un sonriente esqueleto con una perca asomándose y escrutando fríamente desde la cavidad nasal de su calavera. El tío Will y la tía Ida estaban recostados a su lado, y el pelo gris de la tía Ida flotaba hacia arriba mientras la bolsa iba cayendo, girando y girando sobre sí misma, con unas cuantas burbujas plateadas ascendiendo hacia la superficie: Jang-jang-jang-jang... Hal volvió a meter bruscamente los remos en el agua, rascándose los nudillos hasta hacerse sangre (¡Oh Dios! ¡El asiento de atrás del Studebaker de Amos Culligan estaba lleno de niños muertos! Charlie Silverman... Johnny McCabe...), y empezó a impulsar el bote. Hubo un crujido como el seco disparo de una pistola entre sus pies, y de repente un chorro de limpia agua empezó a brotar entre dos tablas. El bote era viejo: la madera se había contraído ligeramente, sin la menor duda. Se trataba tan sólo de una pequeña fisura. Pero no había ninguna cuando remaba hacia el centro del lago. Podía jurarlo. La orilla y el lago cambiaron de orientación con respecto a él. Petey estaba a sus espaldas ahora. Por encima de su cabeza, aquella horrible nube simiesca estaba desgarrándose. Hal siguió remando. Veinte segundos fueron suficientes para convencerle de que estaba remando para salvar su vida. Era tan sólo un nadador mediocre, y ni siquiera uno excelente se pondría a prueba en aquellas repentinamente agitadas aguas. Otras dos tablas se agrietaron bruscamente con aquel sonido parecido a un disparo. Más agua penetró en el bote, empapando sus zapatos. Hubo pequeños sonidos metálicos restallantes, que supuso eran clavos partiéndose. Una de las chumaceras de los remos crujió, se rompió y cayó al agua... ¿Iba a seguirle el tolete? El viento soplaba ahora desde su espalda, como si intentara frenarle o incluso empujarle hasta el centro del lago. Se sentía aterrorizado, pero al mismo tiempo sentía una especie de

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loca alegría a través del terror. El mono había desaparecido definitivamente esta vez. Lo sabía de algún modo. Ocurriera lo que le ocurriese a él, el mono no volvería a arrojar sombras sobre la vida de Dennis o de Petey. El mono había desaparecido, y ahora yacía quizá sobre el techo, quizá sobre el capó del Studebaker de Amos Culligan, en el fondo del Crystal Lake. Había desaparecido para siempre. Remó, inclinándose hacia delante y tirando hacia atrás. Aquel sonido crujiente de la madera llegó de nuevo, y ahora la vieja lata de cebos oxidada que había estado en el fondo del bote flotaba en un palmo de agua. La espuma azotaba el rostro de Hal. Hubo un fuerte sonido restallante, y el asiento de proa se partió en dos trozos y quedó flotando cerca de la caja de cebos. Una tabla se partió en el lado izquierdo del bote, y luego otra, ésta en la línea de flotación, en el lado derecho. Hal siguió remando. La respiración raspaba en su boca, caliente y seca, y su garganta le dolía con el sabor metálico del agotamiento. Sus empapados cabellos se agitaban.

Ahora el crujido llegó directamente del fondo del bote, zigzagueó entre sus pies y avanzó hacia proa. El agua penetró en tromba; se encontró con agua hasta los tobillos, luego hasta las pantorrillas. Siguió remando, pero el avance del bote hacia la orilla era ahora fangoso. No se atrevía a mirar hacia atrás para ver a qué distancia se hallaba. Otra tabla se soltó. El crujido que recoma el centro del bote se ramificó, como un árbol, y el agua lo inundó. Hal empezó a manejar los remos a toda la velocidad que le fue posible, respirando entrecortadamente, jadeando. Empujó una vez..., dos veces..., y al tercer empujón ambos toletes se partieron. Perdió un remo, aferró desesperadamente el otro, se puso en pie y empezó a sacudir el agua con él. El bote se inclinó de costado hasta casi volcar y le arrojó hacia atrás, contra su asiento, con un fuerte golpe, Segundos más tarde otras tablas se soltaron, el asiento se hundió, y se encontró tendido en el agua que llenaba el fondo del bote, sorprendido ante su frialdad. Intentó ponerse de rodillas, pensando desesperadamente: Petey no debe ver esto, no debe ver a su padre ahogándose delante de sus ojos. Vas a nadar, chapotearás como un perro si es necesario, pero lo harás. Tienes que hacer algo... Hubo otro chasquido desgarrante —casi un crujido—, y se encontró en el agua, nadando hacia la orilla como nunca había nadado en su vida... y la orilla estaba sorprendentemente cerca. Un minuto más tarde estaba de pie en el agua, que le cubría hasta el pecho, a menos de cinco metros de la playa. Petey chapoteó hacia él, los brazos extendidos, gritando, llorando y riendo. Hal avanzó hacia él, forcejeando. Petey, con el agua hasta el pecho, forcejeó también. Se abrazaron fuertemente. Hal inspiró profundamente, jadeando, apretando con fuerza al muchacho entre sus brazos y llevándolo hasta la playa, donde ambos se dejaron caer sobre la arena, agotados. —Papá, ¿se ha ido realmente ese mono? —Sí. Creo que se ha ido realmente. —El bote se hizo pedazos. Así, sencillamente, se hizo pedazos a tu alrededor... Desintegrado, pensó Hal, y miró las tablas que flotaban a la deriva en el agua, a quince metros de distancia. No tenían el menor parecido con el resistente bote de remos hecho a mano que había sacado del cobertizo de botes. —Todo está bien ahora —dijo Hal, echándose hacia atrás y apoyándose sobre sus codos. Cerró los ojos y dejó que el sol calentara su rostro. —¿Viste la nube? —susurró Petey. —Sí. Pero ahora no la veo... ¿Y tú?

Miraron al cielo. Había algunos jirones de nubes aquí y allá, pero ninguna nube grande y oscura. No se la veía... como acababa de decir. Hal ayudó a Petey a ponerse en pie. —Debe de haber toallas ahí arriba en la casa. Vamos. —Pero hizo una pausa, mirando a su hijo—. ¿Estás loco, correr como lo has hecho? Petey le miró solemnemente. —Has sido un valiente, papá. —¿Lo he sido?

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El pensamiento del valor jamás había cruzado por su mente. Sólo el del miedo. El miedo había sido demasiado grande como para ver ninguna otra cosa. Si es que realmente había habido alguna otra cosa. —Vamos, Petey. —¿Qué vamos a decirle a mamá? Hal sonrió. —No vamos a contarle nada de esto, gran muchacho. Ya se nos ocurrirá algo. Hizo una pausa, mirando las tablas que flotaban en el agua. El lago estaba nuevamente en calma, con pequeñas olitas chispeantes. Hal pensó en los veraneantes que nunca llegaría a conocer... quizá un hombre y su hijo, pescando en busca de peces grandes. ¡He cogido algo, papi!, grita el niño. ¡Sácalo y veamos lo que es!, dice el padre. Y surgiendo de las profundidades, con algas colgando de sus platillos, sonriendo son su terrible sonrisa de bienvenida... el mono. Se estremeció... pero aquellas eran tan sólo cosas que podían ocurrir. —Vamos —le dijo de nuevo a Petey, y caminaron hacia el sendero que subía por entre los resplandecientes árboles otoñales hacia la vieja casa.

Del Bridgton News24 de octubre de 1980:

EL MISTERIO DE LOS PECES MUERTOSpor Betsy Moriarty

Centenares de peces muertos fueron hallados flotando panza arriba en el Crystal Lake, en las inmediaciones del municipio de Casco, a finales de la semana pasada. La mayoría de ellos parecían haber muerto en las inmediaciones de la Punta del Cazador, aunque las corrientes del lago hacen que eso sea un poco difícil de determinar. Los peces muertos incluyen todos los tipos que comúnmente se encuentran en esas aguas: lucios, carpas, truchas marrones y arcoiris, incluso un salmón de agua dulce. Las autoridades del departamento de Caza y Pesca afirman estar desconcertadas, y recomiendan a los pescadores y a las mujeres que no coman ningún tipo de pescado procedente del Crystal Lake hasta que se hayan efectuado los correspondientes análisis...

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EL ORDENADOR DE LOS DIOSES

A primera vista parecía un procesador de palabras Wang..., tenía un teclado Wang y un revestimiento Wang. Solamente cuando Richard Hagstrom le miró por segunda vez vio que el revestimiento había sido abierto (y no con cuidado, además; le pareció como si el trabajo se hubiera hecho con una sierra casera) para encajar en él un tubo catódico IBM ligeramente más grueso. Los discos de archivo que habían llegado con ese extraño bastardo no eran nada flexibles; eran tan duros como los disparos que Richard había oído de niño.

-Por el amor de Dios, ¿qué es esto? -preguntó Lina, cuando él y Mr. Nordhoff lo trasladaron penosamente hasta su despacho.

Mr. Nordhoff había sido vecino de la familia del hermano de Richard Hagstrom... Roger, Belinda y su hijo Jonathan.

-Una cosa que construyó Jon -explicó Richard-. Dice Mr. Nordhoff que quería que yo lo tuviera. Parece un procesador de palabras.

-Eso es -dijo Mr. Nordhoff. Tenía más de sesenta años y respiraba con dificultad-. Esto mismo fue lo que dijo que era, pobrecillo...

¿Cree que podríamos descansar un momento, Mr. Hagstrom? Estoy sin aliento.-No Faltaba más -respondió Richard y llamó a su hijo, Seth, que estaba fabricando acordes

extraños y átonos en su guitarra "Fender", abajo..., la habitación que Richard había destinado como "cuarto de estar" cuando lo había empapelado, se había transformado en "sala de ensayo" de su hijo-. Seth -gritó-. Ven a echarnos una mano.

Abajo, Seth siguió arrancando acordes a su "Fender". Richard miró a Mr. Nordhoff y se encogió de hombros, avergonzado e incapaz de disimularlo. Nordhoff hizo lo mismo como si quisiera decirle: ¡Los chicos! ¿Quién puede esperar nada bueno de ellos hoy en día? Excepto que ambos sabían que Jon, el hijo de su hermano loco... había sido estupendo.

-Ha sido usted muy amable ayudándome con esto- dijo Richard.-¿Qué otra cosa puede hacer un viejo con el tiempo que le sobra? Y creo que es lo menos

que puedo hacer por Jonny. Venía a recortarme el césped, gratis, ¿sabe? Quería pagarle, pero el muchacho no lo aceptó nunca. Era un gran chico... -Nordhoff seguía ahogándose-. ¿Podría darme un vaso de agua Mr. Hagstrom?

-Claro. -Se lo fue a buscar él mismo cuando su mujer ni se movió de la cocina donde estaba leyendo una novelucha y comiendo galletas-. ¡Seth! -volvió a llamar-. Sube y ayúdanos ¿quieres?

Pero Seth siguió tocando sus acordes amortiguados y feos en la "Fender" por lo que Richard estaba aún pagando.

Invitó a Nordhoff a que se quedara a cenar, pero Nordhoff se excusó cortésmente. Richard lo aceptó, de nuevo avergonzado pero disimulándolo mejor esta vez. ¿Qué hace un tipo estupendo como tú con una familia como ésta?, le pregunto un día su amigo Bernie Epstein, y Richard sólo había podido mover la cabeza, sintiendo la misma embarazosa vergüenza que sentía ahora. Era un buen tipo, y ya ven, esto era lo que le había tocado..., una mujer gorda y aburrida que se sentía estafada por no tener lo mejor de la vida, que sentía que había apostado por un caballo perdedor (pero que era incapaz de atreverse a decirlo) y un hijo de quince años, nada comunicativo y que trabajaba lo menos posible en la misma escuela donde Richard enseñaba..., un hijo que tocaba horripilantes acordes en la guitarra, mañana, tarde y noche (sobre todo por la noche) y que parecía pensar que aquello le bastaría para salir adelante.

-Bueno, ¿y qué me dice de una cerveza?- preguntó Richard. Se resistía a dejar marchar a Mr. Nordhoff..., quería oír más sobre Jon.

-Una cerveza me encantaría- dijo Nordhoff, y Richard se lo agradeció.-Magnífico- y se fue a buscar un par de "Buds".Su despacho estaba en un pequeño pabellón, más como un cobertizo, separado de la casa

y, lo mismo que el cuarto de estar, se lo había arreglado él mismo. Pero, al contrario del cuarto de estar, éste era un lugar que consideraba propio...,un lugar donde podía aislarse de la forastera con la que se había casado y del extraño que había concebido.

-A Lina, por supuesto, no le parecía bien que él tuviera un refugio personal, pero no lo había podido evitar..., había sido una de las pocas pequeñas victorias que él había conseguido obtener. Suponía que, en cierto modo, ella sí había apostado por un perdedor... Cuando se

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casaron, dieciséis años atrás, ambos creían que él escribiría novelas maravillosas y lucrativas y que no tardarían en circular en sendos "Mercedes-Benz". Pero la única novela que publicó no había sido lucrativa y los críticos no tardaron en decir que tampoco era buena. Lina había visto las cosas desde el mismo punto de vista que los críticos y esto había sido el principio de su distanciamiento.

Así que las clases en la escuela superior, que ambos habían creído que no serían más que una escalera hacia la fama, la gloria y la riqueza, eran su principal fuente de ingresos desde hacía quince años..., una interminable escalera, se decía a veces. Pero jamás había abandonado su sueño. Escribía cuentos y algún que otro artículo. Era miembro, bien considerado, de la Hermandad de Autores. Ganaba unos 5.000 dólares extra todos los años, con su máquina de escribir, y por mucho que Lina protestara, aquello le daba derecho a su propio estudio..., especialmente dado que ella se negaba a trabajar.

-Un sitio estupendo- dijo Nordhoff, contemplando la pequeña estancia con su abundancia de antiguos grabados en las paredes.

El procesador bastardo estaba sobre la mesa con el CPU guardado debajo. La vieja "Olivetti" eléctrica de Richard había sido colocada, de momento, encima de uno de los ficheros.

-Es lo que necesito -contestó Richard. Con la cabeza señaló el procesador-. ¿Cree que esto va a funcionar? Jon sólo tenía catorce años.

-Es un poco raro, ¿verdad?-Ya lo creo- asintió Richard.-No conoce ni la mitad -rió Nordhoff-. Eché una mirada por detrás del vídeo. Algunos de los

cables llevan impreso IBM, y algunos "Radio Shack". Ahí metido hay gran parte de un teléfono "Western Electric". Y, créalo o no, hay un pequeño motor procedente de un "Erector Set"- sorbió la cerveza y dijo, reminiscente-: Quince. Acababa de cumplir quince. Un par de días antes del accidente...

Pasados unos segundos repitió, mirando la botella de cerveza-. Quince -pero lo dijo en voz baja.

-Eso es. "Erector Set" fabrica un pequeño modelo eléctrico. Jon tenía uno, desde que era..., oh, desde los seis años. Se lo regalé un año por Navidad. Ya entonces le volvían loco las cosas mecánicas. Cualquier aparatito le encantaba, así que imagine lo que fue aquella caja de pequeños motores "Erector Set" para él. Le debió encantar. Lo guardó por más de diez años. Pocos niños lo hacen, Mr. Hagstrom.

-Es verdad -asintió Richard pensando en la cantidad de cajas de juguetes de Seth que había tirado en aquellos años..., rotos, olvidados, destrozados por el placer de destrozar. Miró el procesador de palabras-. Entonces seguro que no funciona.

-No lo diga hasta que lo haya probado -advirtió Nordhoff-. El muchacho era lo más parecido a un genio electrónico.

-Creo que está exagerando. Sé que era hábil con la mecánica, y que ganó el premio de la Feria Estatal de la Ciencia, cuando estaba en sexto grado...

-Compitiendo con muchachos mucho mayores que él..., alguno de ellos de la Escuela Superior. Por lo menos esto fue lo que dijo su madre.

-Es cierto. Todos estuvimos muy orgullosos de él-. Pero no era exactamente verdad. Richard se había sentido orgulloso, y la madre de Jon también; al padre del muchacho le importaba un bledo.

-Pero una cosa son los proyectos de la feria de la Ciencia y otra construir tu propia máquina de palabras... -se encogió de hombros.

Nordhoff dejó su cerveza:-Allá por los cincuenta, un chico fabricó un propulsor atómico con dos latas de sopa y un

equipo eléctrico por valor de cinco dólares. Jon me lo contó. También me dijo que había un chico en alguna ciudad rural de Nuevo México que descubrió los taquiones... partículas negativas que por lo visto pueden viajar hacia atrás a través del tiempo..., en 1954. Y un niño de Waterbury, Connecticut, de once años, que fabricó una bomba con el plástico de arrancó de las cartas de una baraja. Con ella voló una caseta de perro, vacía. Los chicos raros, a veces. Sobre todo los genios. Le sorprendería.

-A lo mejor. Puede que me sorprenda.-En todo caso, era un muchacho estupendo.-Usted le quería un poco ¿verdad?

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-Le quería mucho, Mr. Hagstrom -confesó Nordhoff-. Era realmente estupendo.Y Richard pensó en lo extraño que era..., su hermano, que había sido un verdadero

desastre desde la niñez, había encontrado una mujer magnífica y un hijo inteligente. Él mismo, que siempre había tratado de ser amable y bueno, (lo que podía significar "bueno" en este mundo de locos) se había casado con Lina que se hizo una mujer silencio, desastrada, y con ella había tenido a Seth. Mirando ahora el rostro honrado, sincero y cansado de Nordhoff, se encontró preguntándose cómo había podido ocurrir y cuánto había sido por su culpa, como resultado natural de su propia y callada debilidad.

-Sí -dijo Richard- realmente lo era.-No me sorprendería que esto funcionara -comentó Nordhoff-. No me sorprendería nada.Y después de que Nordhoff se fuera, Richard Hagstrom había enchufado el procesador y lo

había puesto en marcha. Oyó un zumbido, y esperó a ver si las letras IBM aparecían en la pantalla. No aparecieron. En cambio, misteriosamente, como una voz de la tumba, de la oscuridad subieron unas palabras, fantasmas verdes: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TÍO RICHARD! JON.

-¡Cristo! -murmuró Richard cayéndose sentado. El accidente que había matado a su hermano, su esposa y su hijo, había ocurrido dos semanas antes...Regresaban de una excursión, y Roger estaba borracho. Estar borracho era algo perfectamente ordinario en la vida de Roger Hagstrom. Pero esta vez la suerte le había vuelto la espalda y había conducido su destartalado y viejo coche hasta el borde de un precipicio. Se estrelló y ardió. Jon tenía catorce años, no, quince. Quince recién cumplidos, dos días antes del accidente, dijo el viejo.

Tres años más y se hubiera liberado de aquel pedazo de oso estúpido. Su cumpleaños... y el mío poco después.

Dentro de una semana. El procesador de palabras había sido el regalo de cumpleaños de Jon. Esto empeoraba la cosa. Richard no sabía bien por qué, o cómo, pero así era. Alargó la mano para apagar la pantalla, pero la retiró al momento.

Un chico fabricó un propulsor atómico con dos latas de sopa y piezas de coche, eléctricas, por valor de cinco dólares.

Sí, claro, y las cloacas de la ciudad de Nueva York están llenas de cocodrilos y las F.A. de USA guardan el cuerpo congelado de un extraterrestre en alguna parte de Nebraska. Cuéntame algo más. ¡Trolas! Pero quizás es que hay algo que no quiero saber con seguridad.

Se levantó, pasó por detrás y miró el vídeo a través de las rendijas. Sí, tal como había dicho Nordhoff. Cables marcados RADIO SHACK MADE IN TAIWAN. Cables marcados WESTERN ELECTRIC y WETREX y ERECTOR SET, con la r de la marca metida en el pequeño círculo y vio algo más también, algo que se le había escapado a Nordhoff, o que no había querido mencionar. Había un transformador de tren Lionel, envuelto en alambres como la novia de Frankenstein.

-¡Cristo! -repitió riendo, pero al borde de las lágrimas-. Cristo, Jonny, ¿qué creíste que estabas haciendo?

Pero también conocía esta respuesta. Había soñado y hablado de que llevaba años deseando poseer un procesador de palabras, y cuando la risa de Lina se hizo demasiado sarcástica para poder soportarla, lo había comentado con Jon:

-Podría escribir más de prisa, repasar y corregir más de prisa, y producir más- recordó habérselo contado a Jon el pasado verano...

El muchacho le había mirado gravemente, con sus ojos azul claro, inteligentes, pero siempre cuidadosamente cautos, agrandados por los cristales de sus gafas.

-Sería estupendo..., realmente estupendo.-¿Y por qué no te compras uno, tío Rich?-No los regalan precisamente -contestó Richard sonriendo-. El modelo "Radio Shack"

cuesta cerca de tres mil. De ahí puedes ir subiendo hasta llegar al de dieciocho mil dólares.-Bueno, a lo mejor te hago uno algún día- había dicho Jon.-A lo mejor- le había contestado Richard dándole una palmada en la espalda. Y hasta que

llegó Nordhoff, no había vuelto a pensar en aquello.Cables de la tienda para aficionados a los modelos eléctricos. Un transformador de tren

Lionel. ¡Cristo!

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Volvió a la parte delantera dispuesto a apagarlo, como si intentar escribir algo y fracasar fuera algo así como mancillar lo que su frágil y delicado (predestinado) sobrino había dispuesto.

Por el contrario, apretó el botón EXECUTE en el tablero. Un estremecimiento extraño recorrió su espinazo al hacerlo...EXECUTE era una extraña palabra de que servirse, si uno lo pensaba un poco. No era una palabra que pudiera asociarse con la escritura; era una palabra que asociaba con cámaras de gas y sillas eléctricas..., y quizás con coches viejos y destartalados saltando fuera de las carreteras.

EXECUTEEl aparato zumbaba con más ruido que el que hacían cualquiera de los que había oído

cuando los contemplaba en los escaparates, en realidad casi rugía. ¿Qué hay en la sección de memoria, JON? Se preguntó-. ¿Muelles? ¿Transformadores Lionel puestos en fila? ¿Latas de sopa? Volvió a recordar los ojos de Jon, su rostro pálido y delicado. ¿No era extraño, quizás incluso morboso, tener celos del hijo de otro hombre?.

Pero debió haber sido mío. Lo sabía..., y creo que él también lo sabía. Luego estaba Belinda, la esposa de Roger. Belinda, que llevaba gafas de sol incluso en los días nublados, de las grandes, porque las marcas alrededor de los ojos tienen la mala costumbre de extenderse. Pero, a veces la miraba, sentada quieta y vigilante a la sombra de la risa escandalosa de Roger, y pensaba también casi lo mismo: Debía de haber sido mía.

Era un pensamiento espantoso, porque ambos hermanos habían conocido a Belinda en la escuela superior y ambos habían salido con ella. Él y Roger se llevaban dos años de diferencia y Belinda estaba perfectamente entre los dos, un año mayor que Richard y un año más joven que Roger. Richard había sido el primero en salir con la muchacha que con el tiempo iba a ser madre de Jon. Luego se había interpuesto Roger, Roger que era mayor que ella, y más fuerte, y que siempre conseguía lo que quería. Roger que era capaz de lastimar si uno trataba de cruzarse en su camino.

Tuve miedo. Tuve miedo y dejé que se me escapara. ¡Fue tan sencillo! Que Dios me valga, creo que sí. Me gustaría pensar que ocurrió de otro modo, pero tal vez es mejor no mentirse respecto a cosas como la cobardía. Y la vergüenza.

Y si aquello era verdad..., si Lina y Seth hubieran pertenecido al sinvergüenza de su hermano, y si Belinda y Jon hubieran sido suyos, ¿qué demostraba? ¿Y cómo una persona bien pensante podía entretenerse con semejantes absurdos, semejantes locuras? ¿Se rió? ¿Gritó? ¿Se pegó un tiro por su cobardía?

-No me sorprendería que esto funcionara. No me sorprendería nada.EXECUTESus dedos se movieron ágiles sobre el teclado. Miró la pantalla y vio esas letras flotando,

verdes, sobre la superficie de la pantalla.MI HERMANO ERA UN BORRACHO INDECENTE.Flotaban allí, delante de él, y Richard recordó de pronto un juguete que había tenido de

pequeño. Se llamaba Ocho Bolas Mágicas. Se le formulaba una pregunta que podía contestarse con sí o con no, y entonces se hacía funcionar el Ocho Bolas Mágicas para ver lo que tenía que decir sobre la pregunta... Sus respuestas eran una farsa, pero en cierto modo atractivamente misteriosas, decían cosas como ES CASI SEGURO, YO NO PENSARÍA EN ELLO, y VUELVE A PREGUNTARLO.

Roger estaba celoso del juguete y por fín, un día, después de obligar a Richard a que se lo regalara, Roger lo había tirado contra la acera con tanta fuerza como pudo y lo rompió. Luego se había reído. Ahora, sentado aquí, escuchando el extraño ruido del interior del aparato que Jon había construido, Richard recordó cómo se había desplomado en la acera, llorado, incapaz de creer que su hermano hubiera podido hacerle tal cosa.

Nene llorón, nene llorón, mirad al nene llorón -se había burlado Roger-. No era otra cosa que un juguete barato, de mierda, Richie. Fíjate no había más que un montón de letras y mucha agua.

-¡VOY A CONTARLO! -había chillado Richard con todas sus fuerzas. Le dolía la cabeza. Tenía la nariz taponada por tantas lágrimas de desesperación-. ¡CONTARÉ LO QUE HAS HECHO, ROGER! SE LO CONTARÉ A MAMÁ.

-Si lo cuentas te romperé el brazo- le amenazó Roger, y en su sonrisa glacial Richard vio que lo decía en serio. No lo contó.

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MI HERMANO ERA UN BORRACHO INDECENTE.Bueno, montado misteriosamente o no, la pantalla quedaba escrita. Si era o no capaz de

retener información, quedaba por ver, pero el empalme que había hecho Jon de un tablero Wang a una pantalla IBM, había funcionado. No creía que fuera culpa de Jon el hecho de que, por coincidencia, despertara en él desagradables recuerdos.

Miró a su alrededor y sus ojos se fijaron en la única fotografía que había allí y que él no había elegido ni le gustaba. Era un retrato de Lina, su regalo de Navidad de dos años atrás. Quiero que la cuelgues en tu despacho, le había dicho y, naturalmente, lo había hecho así.

Suponía que era una forma de vigilarle cuando ella no estuviera. NO te olvides de mí, Richard. Estoy aquí. Puede que apostara por un caballo perdedor, pero todavía estoy aquí. Y será mejor que no lo olvides.

El retrato con su colorido artificial no hacía juego con los grabados de Whistler, Homer y N.C. Wyeth. Los ojos de Lina estaban entrecerrados, sus gruesos labios formaban algo que no acababa de ser una sonrisa. Sigo aquí, Richard, le decía aquella boca. Y que no se te olvide.

Tecleo: LA FOTO DE MI MUJER ESTÁ COLGADA EN LA PARED OESTE DE MI DESPACHO.

Contempló las palabras y le gustaron tan poco como la propia fotografía. Apretó el botón DELET. Las palabras desaparecieron. Ahora ya no quedaba nada en la pantalla excepto el firme latido del cursor; miró hacia la pared y vio que la fotografía de su mujer también había desaparecido.

Permaneció sentado allí, durante un buen rato..., por lo menos así se lo pareció..., mirando la pared donde había estado la fotografía. Lo que finalmente le sacó del atontamiento producido por el shock de absoluta incredulidad, fue el olor del CPU..., un olor que recordaba las Ocho Bolas Mágicas que Roger le había roto porque no era suyo. El olor era del fluido del transformador del tren eléctrico. Cuando se olía había que desenchufarlo rápidamente para que el aparato pudiera enfriarse.

Y así lo haría.Dentro de un minuto.Se levantó y anduvo hasta la pared sobre unas piernas que no sentía. Pasó la mano por el

revestimiento "Armstrong" de la pared. La fotografía había estado allí, sí, precisamente aquí. Pero ya no estaba, y el clavo en el que estaba colgada también se había ido, y no había rastro de ningún agujero donde él había atornillado el clavo en el revestimiento.

Ido.El mundo se le volvió gris de pronto y dio unos traspiés hacia atrás, creyendo, vagamente,

que se iba a desmayar. Se contuvo, sombrío, hasta que todo volvió a enfocarse de nuevo.Recorrió con la vista desde el lugar vacío, donde había estado antes la fotografía de Lina, al

procesador que su difunto sobrino había logrado componer.Le sorprendería, oía mentalmente a Nordhoff diciéndole: Le sorprendería, le parecería

sorprendente, oh, sí, enterarse de que un niño, en los años cincuenta, pudiera descubrir partículas que viajaban hacia atrás en el tiempo, le sorprendería lo que el genio de su sobrino era capaz de hacer con un montón de elementos desparejados, unos cables y unas piezas eléctricas. Le sorprendería sentir que se está volviendo loco.

El olor del transformador era cada vez más intenso, más acusado y podía ver unas volutas de humo que salían de la envoltura junto a la pantalla. También el ruido del CPU era más fuerte. Iba siendo hora de desconectarlo... Por listo que hubiera sido Jon, aparentemente no había tenido tiempo de solucionar todos los tropiezos de aquel loco aparato.

Pero ¿sabía acaso que iba a hacer aquello? Sintiéndose como un ser quimérico, Richard volvió a sentarse ante la pantalla y escribió:

LA FOTOGRAFÍA DE MI MUJER ESTÁ EN LA PARED.Lo leyó volvió a mirar el teclado, y luego apretó el botón: EXECUTE.Miró la pared.La fotografía de Lina volvía a estar otra vez donde había estado siempre.-Jesús -musitó-. Cristo Jesús.Se pasó la mano por la mejilla, miró el teclado (ahora no había nada excepto el cursor) y

escribió:EL SUELO ESTÁ VACÍO.Luego, apretó el botón INSERT, y volvió a escribir:

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EXCEPTO POR DOCE MONEDAS DE ORO DE VEINTE DÓLARES EN UNA PEQUEÑA BOLSA DE ALGODÓN.

Apretó EXECUTE.Miró al suelo donde había, ahora, una pequeña bolsa de algodón, blanco, con un cordón

que le cerraba. Sobre la bolsa y escrito en tinta negra, algo descolorida, se leía WELLS FARGO.

-Santo Dios -se oyó decir en una voz que no era suya- Santo Dios, Santo Dios...Hubiera podido seguir invocando el nombre del Salvador por unos minutos más, o por una

horas, si el procesador de palabras no le hubiera reclamado insistentemente con su bip bip. Escrito en la parte alta de la pantalla se leía la palabra SOBRECARGA.

Richard lo apagó todo precipitadamente y abandonó el despacho como si le persiguieran todos los demonios del infierno. Pero antes de salir recogió la bolsita de algodón y se la guardó en el bolsillo del pantalón.

Cuando llamó a Nordhoff aquella noche, soplaba un helado viento de noviembre que parecía un lamento de gaitas por entre los árboles.

El grupo de Seth está abajo, destrozando una melodía de Bob Seger. Lina había ido a Nuestra señora del Perpetuo Socorro a jugar bingo.

-¿Funciona el aparato?- preguntó Nordhoff.-Funciona perfectamente -contestó Richard. Metió la mano en el bolsillo y sacó una

moneda. Era pesada..., más pesada que un reloj "Rolex". En una de las caras había un águila de perfil recortado, en relieve, junto con la fecha 1871-. Funciona de un modo increíble.

-Lo creo -dijo Nordhoff impasible-. Era un muchacho muy inteligente y le quería a usted mucho, Mr. Hagstrom. Pero tenga cuidado. Un chico no es más que un chico, listo o no, y el amor puede estar mal dirigido. ¿Entiende lo que quiero decirle?

Richard no entendía nada. Sentía calor y estaba febril. El periódico de aquel día decía que el precio del oro en el mercado era de 514 dólares la onza. Las monedas habían pesado una media de 4.5 onzas cada una, en su balanza postal. Al precio del mercado, aquello sumaba 27.756 dólares. Sospechó que eso era solamente la cuarta parte de lo que podía sacar si vendía las monedas como monedas.

-Señor Nordhoff, ¿podría usted venir? ¿Ahora? ¿Esta noche?-No. No creo que quiera hacerlo, señor Hagstrom. Me parece que esto debe quedar entre

usted y Jon.-Pero...-Recuerde solamente lo que le dije. Por Dios, tenga cuidado. –Se oyó un clic.

Media hora más tarde volvía a estar en su despacho, contemplando el ordenador. Pulsó la tecla ON/OFF pero sin haberlo enchufado aún. La segunda vez que Nordhoff lo dijo, Richard lo había oído perfectamente. «Por Dios, tenga cuidado.» Sí. Debía tener cuidado. Una máquina que podía hacer aquello...

¿Cómo podía una máquina hacer tal cosa?Ni idea... pero en cierto modo hacía aceptable toda aquella locura. Él era profesor de

lengua inglesa y escritor ocasional, no un técnico, y había un interminable número de cosas cuyo funcionamiento desconocía: fonógrafos, motores de gasolina, teléfonos, televisores, incluso el depósito del inodoro. Su vida había sido una historia de comprensión de operaciones más que de principios. ¿Había alguna diferencia, excepto de grado?

Conectó la máquina. Como la primera vez, leyó: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TIO RICHARD! JON. Apretó el botón EXECUTE y el mensaje de su sobrino desapareció.

Esta máquina no durará mucho, pensó de pronto. Tenía la seguridad de que Jon estaba aún trabajando en ella cuando murió, creyendo que todavía le quedaba tiempo. El cumpleaños de tío Richard sería dentro de tres semanas...

Pero a Jon se le había terminado el tiempo y ese asombroso ordenador, que aparentemente podía insertar cosas nuevas y suprimir cosas viejas del mundo real, apestaba como un transformador de tren que se estuviera friendo y al parecer empezaría a soltar humo dentro de pocos minutos. Jon no había tenido oportunidad de perfeccionarlo. ¿Había... confiado en que todavía le quedaba tiempo?

Había incurrido en un error. Todo era un error. Richard lo sabía. El rostro tranquilo, atento, los ojos serenos tras los gruesos cristales de sus gafas... No, no estaba confiado, ni creía en que el tiempo lo arreglaría. ¿Cuál era la palabra que se le había ocurrido antes, aquel mismo

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día? Predestinado. No era precisamente una buena palabra para Jon, pero era la palabra apropiada. La sensación de predestinación había envuelto al muchacho tan palpablemente que, a veces, Richard había querido decirle que se animara un poco, que a veces las cosas terminaban bien y que los buenos no siempre tenían que morir jóvenes.

Luego pensó en Roger tirando su juego de Ocho Bolas Mágicas a la acera, arrojándolo con todas sus fuerzas; oyó partirse el plástico y vio el fluido mágico del juego –agua al fin y al cabo- deslizándose por la acera. Y esta imagen se mezcló con una imagen del viejo cacharro de Roger con la leyenda HAGSTROM REPARTOS AL POR MAYOR en los costados, saltando por encima de un polvoriento acantilado, en pleno campo, estrellándose frontalmente contra él. Vio, aunque no quería verlo, el rostro de la mujer de su hermano desintegrándose en sangre y huesos. Vio a Jon ardiendo entre los restos, gritando, carbonizándose.

Ni confianza ni esperanza. Siempre había dado la impresión de que el tiempo se le escapaba. Y al final había resultado que tenía razón.

-¿Qué significa eso?- murmuró Richard mirando la pantalla vacía.¿Cómo hubiera contestado el juego de las bolas mágicas? ¿VUELVE A PREGUNTAR?

¿DIFÍCIL Y CONFUSO? ¿O quizá CIERTAMENTE ASÍ?El ruido que producía el hardware volvía a ser fuerte, y más acelerado que por la tarde. Ya

podía oler el transformador de tren que Jon había acoplado a la maquinaria detrás de la pantalla recalentada.

Máquina de los sueños mágicos.Ordenador de los dioses.¿Era eso lo que Jon había querido regalar a su tío para su cumpleaños? ¿Lo equivalente,

en espacio y tiempo, a la lámpara mágica o al pozo de los deseos?Oyó abrirse la puerta trasera de la casa y a continuación las voces de Seth y de los otros

miembros del grupo de Seth. Las voces sonaban demasiado fuertes, vulgares. Habían estado bebiendo o fumando marihuana.

-¿Dónde está tu viejo, Seth?- oyó a uno de ellos preguntar.-Holgazaneando en su despacho, supongo, como siempre –respondió Seth-. Creo que...-Pero entonces volvió a levantarse el viento, borrando el final de la frase, pero no sus

risotadas.Richard les estuvo escuchando, sentado, con la cabeza inclinada a un lado, hasta que de

pronto escribió.MI HIJO ES SETH ROGER HAGSTROM.Su dedo se posó sobre el botón DELETE.¿Qué estás haciendo?, le chilló la mente. ¿Lo haces en serio? ¿Te propones asesinar a tu

propio hijo?-Algo estará haciendo ahí dentro –dijo otro.-Es un pobre imbécil –observó Seth-. Pregúntaselo a mi madre algún día. Te lo contará.

Nunca ha...No voy a asesinarle. Voy a... borrarle.Su dedo apretó el botón.-... hecho nada excepto...Las palabras MI HIJO ES SETH ROGER HAGSTROM desaparecieron de la pantalla.Fuera, también desaparecieron las palabras de Seth.Ahora no se oía otra cosa que el frío viento de noviembre, soplando negros presagios de

invierno. Richard apagó el ordenador y salió fuera. El camino de entrada estaba vacío. El guitarrista solista del grupo, Norman no-sé-qué, conducía una monstruosa y siniestra furgoneta, una vieja LTD en la que el grupo transportaba su equipo en sus escasas actuaciones. No estaba aparcada en el camino. Quizá estaba en alguna otra parte, resoplando por alguna carretera, o en el aparcamiento de alguna hamburguesería, y Norman también estaba en alguna parte, lo mismo que Davey, el bajista, cuyos ojos parecían vacíos y que llevaba un imperdible colgado del lóbulo de una oreja, lo mismo que el batería, que no tenía dientes delanteros. Estarían en alguna parte, pero no aquí, porque Seth no estaba, Seth nunca había estado aquí.

Seth había sido borrado.

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-No tengo hijo –masculló Richard. ¿Cuántas veces había leído esa melodramática frase en novelas malas? ¿Cien? ¿Doscientas? Nunca le había sonado cierta. Pero ahora lo era. Ahora era verdad. Oh, sí.

El viento siguió soplando y Richard sintió de pronto un terrible espasmo en el estómago que le hizo doblarse, jadeando. El viento amainó.

Cuando el espasmo cedió, Richard caminó hacia la casa.En lo primero que se fijó fue en que las viejas playeras de Seth –tenía cuatro pares y se

negaba a deshacerse de ninguno- habían desaparecido del vestíbulo. Se acercó al pasamano de la escalera y pasó el pulgar por el mismo. A los diez años (bastante mayorcito para darse cuenta, pero aún así Lina se había opuesto a que Richard le pusiera la mano encima) Seth había grabado sus iniciales profundamente en la madera que Richard había pulido laboriosamente durante casi todo un verano. La había lijado y empastado y barnizado, pero el fantasma de aquellas iniciales persistió.

Ahora habían desaparecido.Arriba, la habitación de Seth estaba limpia y ordenada, no caótica y carente de

personalidad. Podría haber habido un letrero en la puerta, que dijera HABITACIÓN DE INVITADOS.Abajo, y ahí fue donde Richard se entretuvo más, los cables habían desaparecido, los amplificadores y micrófonos habían desaparecido, las piezas de la grabadora que Seth iba siempre a «componer» habían desaparecido (carecía de la concentración y de las manitas de Jon). En cambio, la estancia rezumaba el profundo sello (no especialmente agradable) de la personalidad de Lina; muebles pesados, recargados, tapices de terciopelo de tema aburrido (uno de ellos representaba la última cena en que Cristo se parecía a Wayne Newton, otro mostraba unos ciervos a la puesta del sol en un cielo de Alaska), una alfombra de un color tan vivo como la sangre. Ya no quedaba la menor huella de que un muchacho llamado Seth Hagstrom hubiera ocupado esa habitación; o cualquiera de las otras de la vivienda.

Richard seguía aún al pie de la escalera, mirando alrededor, cuando oyó llegar un coche.Lina, pensó y sintió una casi trepidante oleada de culpabilidad. Es Lina de regreso del

Bingo, y ¿qué va a decir cuando vea que Seth ha desaparecido? ¿Qué...qué...?¡Asesino!, se imaginó oírla gritar. ¡Has asesinado a mi niño!Pero él no había asesinado a Seth. -le BORRÉ- murmuró, y subió a la cocina a recibirla.Lina estaba más gorda.Había enviado al bingo a una mujer que pesaba unos noventa kilos. La mujer que

regresaba pesaba por lo menos ciento cincuenta, o más; había tenido que ladearse un poco para entrar por la puerta trasera. Unas caderas y muslos elefantinos se ceñían dentro de unos pantalones de poliéster color aceituna. Su tez, cetrina tres horas antes, parecía ahora enfermiza y pálida. Aunque no era médico, Richard creyó descubrir en aquella piel los síntomas de una enfermedad de hígado o una incipiente dolencia cardiaca. Sus ojos de pesados párpados contemplaron a Richard con una curiosa fijeza despectiva.

Llevaba un pavo congelado, enorme, en una de sus regordetas manos.-¿Qué estás mirando, Richard?- le preguntó.A ti, Lina, te miro a ti, pensó. Porque así es como te has vuelto en un mundo en el que no

hemos tenido hijos. Así es como te has vuelto en un mundo en el que no hay objeto para tu amor... por venenoso que pueda ser tu amor. Así es como apareces, Lina, en un mundo en el que todo entra y nada sale. Tú, Lina. Eso es lo que estoy mirando. A ti.

-Eso, Lina –consiguió decir por fin-, es uno de los pavos más grandes que he visto en mi vida.

-Bien, pues no te quedes ahí mirándolo, idiota. ¡Ayúdame!Cogió el pavo y lo depositó sobre la encimera de la cocina notando su desagradable frío.

Sonó como el de un bloque de madera.-¡Allí no! –gritó ella y le indicó la despensa-. Mételo en el congelador.-Lo siento –murmuró; nunca habían tenido un congelador. Nunca en el mundo donde había

habido un Seth.Llevó el pavo a la despensa, donde había un enorme congelador Amana brillando a la luz

de los fluorescentes como un blanco y helado ataúd. Lo metió dentro junto con otros cuerpos conservados, de aves y demás animales, y volvió a la cocina. Lina había sacado el bote de las galletas de crema de cacahuete y se las estaba comiendo una tras otra.

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-Era el bingo de Acción de Gracias –explicó-. Lo tuvimos esta semana en lugar de la próxima porque el padre Phillips tiene que ingresar en el hospital para que le extraigan una piedra de la vejiga. Yo gané el gordo... –sonrió. Un hilo de chocolate y crema de cacahuete le resbalaba por la barbilla.

-Lina, ¿has lamentado alguna vez que no tuviéramos hijos?Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco.-Por el amor de Dios, ¿para qué iba yo a querer hijos en mi casa? –repuso. Apartó el bote

de las galletas, reducido a la mitad, y volvió a guardarlo en el armario-. Me voy a la cama. ¿Vienes o vas a volver a suspirar un rato más sobre tu máquina de escribir?

-Iré un rato más, creo –contestó. Su voz sonó sorprendentemente firme-. No tardaré.-¿Funciona ese aparato?-¿Qué...? –De pronto la entendió y sintió otra punzada de culpa. La desaparición de Seth

no había afectado para nada la existencia de Roger, y el conocimiento de la familia de Roger había persistido-. Oh, no. Está estropeado.

Asintió con la cabeza, satisfecha:-Ese sobrino tuyo, siempre con la cabeza en las nubes. Igual que tú, Richard. Si no fueras

tan corto, me pregunto si la metiste donde no tenías que haberla metido, hace quince años. –Lanzó una risotada vulgar, sorprendentemente fuerte, la risotada de una mujer cínica y repulsiva...

Por un momento, él estuvo en un tris de abalanzarse sobre ella. Luego, sintió que una sonrisa asomaba a sus labios, una sonrisa tan delgada y fría como el congelador que había reemplazado a Seth en esta nueva vida.

-No tardaré –le dijo-. Sólo quiero anotar unas cosas.-¿Por qué no escribes un cuento que gane el premio Nobel, o algo así? –se burló con

indiferencia. Las tablas del suelo crujieron cuando inició su pesado camino hacia la escalera-. Todavía debemos la factura del óptico por mis gafas de leer y llevamos un pago de retraso del Betamax. ¿Por qué no ganas más dinero de una jodida vez?

-Pues no lo sé, Lina. Pero tengo grandes ideas esta noche. De verdad.Se volvió a mirarle, como si fuera a decirle algo sarcástico –algo sobre que ninguna de sus

grandes ideas les había sacado de apuros pero que, en todo caso, se había quedado con él, pero desistió. Quizá algo en su sonrisa la había frenado. Subió por las escaleras. Él permaneció abajo, escuchando su paso atronador. Tenía la frente perlada de sudor. Se sentía a la vez mareado y excitado.

Dio media vuelta y se dirigió hacia su despacho.Esta vez cuando conectó el aparato, el ordenador ni zumbó ni rugió, sino que empezó a

hacer un ruido irregular, una especie de quejido. El olor caliente del transformador salió casi al momento de detrás de la pantalla, y tan pronto como pulsó la tecla EXECUTE para borrar el ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TIO RICHARD!, empezó a salir humo.

Queda poco tiempo, pensó. No... no es así. No queda tiempo. Jon lo sabía, y ahora yo también lo sé.

Tenía dos alternativas: traer a Seth de vuelta con el botón INSERT (sabía que podría hacerlo; sería tan fácil como crear los doblones españoles) o terminar el trabajo.

El olor se hacía más potente. Dentro de un instante, la pantalla empezaría a mandar su mensaje de SOBRECARGA.

Escribió:MI MUJER ES ADELINA MABEL WARREN HAGSTROM.Pulsó la tecla DELETE.Escribió:SOY UN HOMBRE QUE VIVE SOLO.Ahora la palabra empezó a aparecer en la esquina superior, a la derecha de la pantalla:

SOBRECARGA, SOBRECARGA, SOBRECARGA.Por favor, déjame terminar. Por favor, por favor...El humo que salía ahora de las rendijas y ranuras de la pantalla era más denso y gris. Miró

al ruidoso hardware y vio que también salía humo de su rejilla... y al fondo de aquel humo pudo ver una opaca chispita de fuego.

Ocho Bolas Mágicas, ¿tendré salud, seré rico y sabio? ¿O viviré solo y quizá me matará la soledad y la pena? ¿Queda tiempo aún?

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AHORA NO LO SE, PRUEBA MÁS TARDE.Excepto que no quedaba más tarde.Pulsó la tecla INSERT y la pantalla oscurecióse, excepto por el insistente mensaje de

SOBRECARGA, que parpadeaba ahora a toda velocidad aunque irregular.Escribió:EXCEPTO POR MI ESPOSA BELINDA Y MI HIJO JONATHAN.Por favor. Por favor.Pulsó EXECUTE.La pantalla se vació. Durante lo que parecieron siglos permaneció así, excepto por la

palabra SOBRECARGA, que ahora aparecía con tal rapidez que parecía mantenerse constantemente allí, como una computadora ejecutando una implacable orden de mando. Algo dentro del hardware saltó y chisporroteó, y Richard soltó un gemido.

Las letras verdes reaparecieron en la pantalla, flotando sobre el negro:SOY UN HOMBRE QUE VIVE SOLO, EXCEPTO POR MI MUJER BELINDA Y MI HIJO

JONATHAN.Pulsó dos veces EXECUTE.Ahora, se dijo, ahora escribiré: TODAS LAS PIEZAS DE ESTE ORDENADOR ESTABAN

PERFECTAMENTE ENSAMBLADAS ANTES DE QUE EL SEÑOR NORDHOFF ME LO TRAJERA. O escribiré: TENGO IDEAS PARA POR LO MENOS VEINTE NOVELS SENSACIONALES. O escribiré: MI FAMILIA Y YO VIVIREMOS FELICES PARA SIEMPRE JAMÁS. O escribiré...

Pero no escribió nada. Sus dedos revolotearon estúpidamente por encima del teclado mientras sentía –literalmente sentía- que todos los circuitos de su cerebro se quedaban bloqueados como los coches en el peor atasco de tráfico de la historia de Manhatan.

La pantalla se llenó de pronto con la palabra:ACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADO.Hubo otro chasquido y luego una explosión en el hardware. Salieron unas breves

llamaradas del aparato. Richard se echó atrás en su sillón, cubriéndose la cara por si explotaba la pantalla. No explotó. Solamente se apagó.

Permaneció sentado, contemplando la oscuridad de la pantalla.NO PUEDO DECIRLO. VUELVA A PREGUNTAR DESPUÉS.-¿Papá?Se volvió rápidamente, con el corazón desbocado.Jon estaba ahí, Jon Hagstrom; su rostro era el mismo pero algo distinto... la diferencia era

sutil pero visible. Quizá, pensó Richard, la diferencia estribaba en la diferencia de la paternidad entre los dos hermanos. O quizá era simplemente que aquella expresión inquieta, vigilante, había desaparecido de sus ojos ligeramente aumentados por las gafas (de montura metálica, ahora, observó, y no la fea montura de concha artificial que Roger había comprado siempre al muchacho porque costaba quince dólares menos).

Quizá era algo todavía más sencillo: el aspecto de predestinación había desaparecido de sus ojos.

-¿Jon? –dijo con voz ronca, preguntándose si en realidad había querido decir algo más que eso.

¿Era así? Parecía ridículo, pero se figuraba que sí.Suponía que la gente siempre quería más-. Jon, ¿eres tú, verdad?-¿Quién iba a ser sino? –Señaló con la cabeza al ordenador-. No te lastimaste cuando este

cacharro se fue al cielo de los datos, ¿verdad?Richard sonrió:-No; estoy perfectamente.-Lamento que no funcionara. No sé qué me hizo montarlo con todas esas piezas inútiles. -Movió la cabeza-. Por Dios que no lo sé. Es como si hubiera tenido que hacerlo. Cosas de

niño. -Bueno –dijo Richard, acercándose a su hijo y pasándole un brazo por los hombros-, quizá

te saldrá mejor la próxima vez.-Tal vez. O a lo mejor pruebo con otra cosa.-Puede que sea mejor.

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-Mamá dice que tiene cacao para ti, si te apetece.-Ya lo creo. –Y ambos salieron juntos del despacho a una casa donde no había ningún

pavo congelado procedente de un premio ganado en el bingo-. Una taza de cacao me vendrá más que bien ahora.

-Recuperaré cualquier cosa recuperable que haya en aquel cacharro, mañana, y lo demás lo echaré al vertedero –anunció Jon.

-Bórralo de nuestras vidas...Y entraron en la casa y al aroma de cacao caliente, riendo juntos.

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EL PISO DE CRISTAL

INTRODUCCIÓNEn la novela Deliverance de James Dickey, hay una escena en la que un campesino que

vive en el quinto pino se golpea una mano con una herramienta mientras repara su auto. Uno de los hombres de la ciudad, quienes andan buscando a un par de tipos que les conduzcan sus coches río abajo, le pregunta a este colega, de nombre Griner, si se lastimó mucho. Griner se mira la mano ensangrentada y luego murmura: «Naá; no es tan malo como pensaba».

De esa manera me sentí luego de releer El Piso de Cristal, la primera historia que por fin me reportó un dinero, tras todos aquellos años. Darrell Schweitzer, el editor de Weird Tales, me ofreció introducir algunos cambios si lo deseaba, pero decidí que seguramente no sería una buena idea. Salvo por dos o tres palabras cambiadas y por el agregado de un párrafo interrumpido (que probablemente fuera un error tipográfico en primer lugar), he dejado el cuento tal cual era. Si empezaba a hacer cambios, el resultado final sería una historia completamente distinta.

El Piso de Cristal fue escrito, si la memoria no me falla, en el verano de 1967, cuando me encontraba a unos dos meses de mi vigésimo cumpleaños. Durante casi dos años había estado intentando venderle una historia a Robert A. W. Lowndes, quien editaba dos revistas de horror y fantasía para Health Knowledge (The Magazine of Horror y Startling Mystery Stories), como así también una recopilación inmensamente más popular llamada Sexology. Ya me había rechazado varios relatos amablemente (uno de ellos, apenas mejor que El Piso de Cristal, se terminó publicando en The Magazine of Fantasy and Science Fiction bajo el título de La Noche del Tigre), pero me lo aceptó luego de tanto ofrecérselo. Aquel primer cheque fue por treinta y cinco dólares. He cobrado algunos más abultados desde entonces, pero ninguno me produjo una mayor satisfacción; ¡por fin alguien me había pagado un dinero real por algo que había sacado de mi cabeza!

Las primeras páginas del relato son torpes y están mal escritas —se nota que son el producto de la mente de un narrador de historias que aún está por desarrollarse—, pero la última parte es mejor de lo que recordaba; se produce una genuina sensación de terror cuando el señor Wharton descubre que lo están esperando en la Habitación Oriental. Supongo que ésa es al menos parte de la razón por la que acepté que este poco notable trabajo fuera reimpreso luego de tantos años. Y al menos se advierte una señal del esfuerzo por crear personajes que sean algo más que figuras de papel pintado; Wharton y Reynard son antagonistas, pero no son ni «el muchacho bueno» ni «el muchacho malo». El auténtico villano se encuentra tras esa puerta enyesada. Y además puedo notar un curioso eco de El Piso de Cristal en un muy reciente trabajo titulado El Policía de la Biblioteca. Éste último, una novela corta, se publicará este otoño como parte de una colección de novelas cortas llamada Cuatro Después de la Medianoche, y pienso que si lo lees, llegarás a entender lo que quiero decir. Fue fascinante descubrir que la misma imagen me estuvo rondando durante todo este tiempo.

Pero principalmente estoy permitiendo que la historia sea reeditada para enviarles un mensaje a los jóvenes escritores que ahora mismo están allí afuera, intentando ser publicados, coleccionando cartas de rechazo de revistas tales como F&SF, Midnight Graffiti y, por supuesto, Weird Tales, que es la abuelita de todas ellas. El mensaje es muy simple: puedes aprender, puedes mejorar, y puedes publicar.

Si esa pequeña chispa está allí, es muy probable que alguien la advierta, tarde o temprano, destellando débilmente en la oscuridad. Y si la mantienes encendida puede llegar a convertirse en un fuego grande y resplandeciente. Me pasó a mí, y comenzó con este cuento.

Recuerdo el momento en que se me ocurrió la idea para el relato; apareció como suelen hacerlo las ideas: de casualidad, sin aviso de trompetas. Iba caminando por un sendero embarrado para ver a un amigo y por ningún motivo en especial comencé a preguntarme cómo sería estar de pie en un cuarto con el suelo de espejo. La imagen fue tan intrigante que escribir la historia se convirtió en una necesidad. No fue escrita por dinero: fue escrita para que yo pudiera averiguarlo. Claro que no lo hice tan bien como lo hubiera deseado; todavía hay una diferencia entre lo que espero llevar a cabo y lo que realmente soy capaz de hacer. No obstante, lo dejé atrás con dos cosas valiosas: una historia vendible tras cinco años de cartas

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de rechazo, y algo de experiencia. De modo que aquí está y, como dice aquel colega Griner en la novela de Dickens, no es tan malo como pensaba.

Stephen King

(THE GLASS FLOOR, publicado por primera vez en Startling Mystery Stories, otoño de l967. Reimpreso en Weird Tales, otoño de 1990.)

Wharton subió los amplios escalones con lentitud, sombrero en mano, estirando el cuello para poder abarcar mejor la monstruosidad victoriana en la que había muerto su hermana. No se trata de una casa, en lo absoluto, reflexionó, sino de un mausoleo; un enorme y gigantesco mausoleo. Parecía crecer en la cima de la colina como un hongo venenoso, corrupto y sobredimensionado, repleto de gabletes y cúpulas festoneadas con ventanas vacías. Una veleta de latón se inclinaba a unos ochenta grados por sobre un tembloroso tejado cubierto de ripio, con la empañada efigie de un chiquillo que lo vigilaba apantallándose los ojos con una mano. Wharton se alegró de no alcanzar a distinguirlos.

Entonces llegó al porche y todo el conjunto de la casa desapareció de su vista. Tocó la anticuada campanilla, escuchándola repetirse huecamente entre los oscuros recovecos internos de la casa. Había una ventanilla matizada de rosa sobre la puerta, y Wharton apenas pudo reconocer el año 1770 biselado en el vidrio. Una tumba estaría bien, pensó.

La puerta se entreabrió de repente.—¿Sí, señor? —El ama de llaves lo miró con fijeza. Era vieja, horrorosamente vieja. La cara

le colgaba desde el cráneo como una masa fláccida, y la mano que apoyaba sobre la cadena de la puerta estaba grotescamente deformada por la artritis.

—He venido a ver a Anthony Reynard —dijo Wharton. Casi hasta imaginó que podía oler cómo el dulzón olor de la decadencia emanaba del vestido de arrugada seda negra que ella llevaba.

—El señor Reynard no está para nadie. Está de duelo.—Él me atenderá —aseguró Wharton—. Soy Charles Wharton. El hermano de Janine.—Oh. —Sus ojos se ensancharon un poco, y la floja inclinación de su boca le empezó a

trabajar sobre las encías desnudas—. Un minuto. —La mujer desapareció, dejando la puerta entreabierta.

Wharton espió las oscuras sombras caoba que le deban forma a unas sillas comunes de respaldo alto, a unos divanes cola de caballo tapizados, a altos y angostos estantes de biblioteca, y a paneles de madera esculpidos con motivos floridos.

Janine, pensó él. Janine, Janine, Janine. ¿Cómo pudiste vivir aquí? ¿Cómo rayos pudiste resistirlo?

Una alta figura de hombros vencidos se materializó de repente desde la oscuridad, con la cabeza proyectada hacia adelante, de ojos abatidos y profundamente hundidos.

Anthony Reynard extendió una mano y desenganchó la cadena de la puerta.—Adelante, señor Wharton —dijo lentamente.Wharton se introdujo en la vaga semioscuridad de la casa, estudiando con curiosidad al

hombre que se había casado con su hermana. Bajo las cuencas de los ojos tenía unos anillos azules que parecían contusiones. El traje que llevaba se veía arrugado y le colgaba flojo, como si hubiera perdido mucho peso. Parece cansado, pensó Wharton. Viejo y cansado.

—¿Mi hermana ya recibió sepultura? —preguntó Wharton. —Sí. —Cerró la puerta con lentitud, encerrando a Wharton en la decadente oscuridad de la

casa—. Mi más sincero pésame, señor Wharton. Quise muchísimo a su hermana. —Hizo un gesto vago—. Lo siento.

Pareció querer agregar algo más, pero cerró la boca con un brusco chasquido. Resultó obvio que cuando volvió a hablar se estaba callando lo que fuera que estuvo a punto de decir.

—¿Quiere tomar asiento? Estoy seguro de que tendrá algunas preguntas.—Así es. —Por alguna razón lo dijo de una manera mucho más lacónica de lo que hubiera

preferido.Reynard suspiró y asintió con lentitud. Lo condujo hasta el fondo de la sala y le señaló una

silla. Wharton se hundió profundamente en ella, que pareció engullirlo en lugar de sostenerlo.

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Reynard se sentó junto a la chimenea, poniéndose a buscar los cigarrillos. Le ofreció uno a Wharton sin decir una palabra, y éste negó con la cabeza.

Aguardó hasta que Reynard encendiera su cigarrillo y luego le preguntó:—¿Cómo falleció? Su carta no explicaba gran cosa. Reynard apagó el fósforo y lo tiró en el hogar. Aterrizó sobre una de las carboneras de

hierro, una gárgola cincelada que observó a Wharton con mirada de sapo. —Se cayó —contó—. Estaba limpiando uno de los cuartos que se encuentran del lado de

los aleros. Teníamos pensado pintar, y ella creía que lo mejor sería desempolvarlos bien antes de comenzar a hacerlo. Estaba usando la escalera de mano. Se resbaló. Se rompió el cuello. —Cuando tragó le sonó un chasquido en la garganta.

—¿Murió... en seguida? —Sí. —Inclinó la cabeza y se puso una mano sobre la frente—. Yo me desesperé.La gárgola lo miraba de soslayo, acurrucada y encogida, con la cabeza cenicienta. La boca

se le torcía hacia arriba en una mueca rara, alegre, y sus ojos parecían volverse hacia adentro, hacia algún chiste privado. Wharton dejó de mirarla con cierto esfuerzo.

—Quiero ver donde ocurrió. Reynard apagó su cigarrillo, fumado a medias.—No puede hacerlo. —Temo que sí —contradijo Wharton con frialdad—. Después de todo, ella era mi...—No es por eso —lo interrumpió Reynard—. La habitación ha sido clausurada. Tendría que

haberse hecho mucho tiempo atrás. —Si se trata simplemente de algunas tablas sobre la puerta... —Usted no comprende. La habitación se ha entablado por completo. Desde el exterior no

se advierte otra cosa que la pared.Wharton sintió que su mirada era atraída inexorablemente por la carbonera. Maldita cosa,

¿por qué diablos se estaría riendo tanto? —Eso no me importa. Necesito ver ese cuarto. Reynard se puso de pie de repente, alzándose sobre él.—Imposible. Wharton también se levantó.—Estoy empezando a preguntarme si no tendrá algo escondido allí dentro —dijo

tranquilamente. —¿Qué está usted insinuando?Wharton agitó la cabeza un poco aturdido. ¿Qué estaba insinuando? ¿Que quizás Anthony

Reynard había asesinado a su hermana en esta cripta de la Guerra de la Revolución? ¿Que aquí podría llegar a haber algo más siniestro que rincones tenebrosos y horrendas carboneras de hierro?

—No sé qué es lo que estoy insinuando —respondió, con calma—, sólo que tuvieron que enterrar a Janine con una prisa del demonio, y que en este momento usted está actuando de manera algo extraña.

Durante un momento la cólera ardió luminosamente pero luego se extinguió, dejándole tan sólo desesperación y un sordo dolor.

—Déjeme solo —masculló él—. Por favor déjeme solo, señor Wharton. —No puedo. Tengo que saber... Apareció la vieja ama de llaves, con el rostro precipitándose desde la oscura caverna del

vestíbulo.—La cena está lista, señor Reynard.—Gracias, Louise, pero no tengo hambre. ¿Tal vez el señor Wharton...?Wharton negó con la cabeza. —Muy bien, entonces. Quizás piquemos algo después. —Como usted diga, señor. —Ella se volvió para irse.—¿Louise?—¿Sí, señor? —Venga un segundo.Louise ingresó lentamente en el cuarto, pasándose una floja lengua por los labios durante

un momento, para luego desaparecer.—¿Señor?

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—El señor Wharton parece tener algunas preguntas sobre la muerte de su hermana. ¿Podría usted contarle todo lo que sepa al respecto?

—Sí, señor —sus ojos relucieron con vivacidad—. Ella estaba limpiando, eso es. Limpiando la Habitación Oriental. Deseosa de pintarlo, estaba. Supongo que el señor Reynard, aquí presente, no estaba muy interesado porque...

—Vé al grano, Louise —dijo Reynard con impaciencia. —No —saltó Wharton—. ¿Por qué él no estaba muy interesado? Louise miró dudosamente de uno a otro. —Prosigue —le pidió Reynard, resignado—. Si no lo averigua aquí lo hará en el pueblo.—Sí, señor.—De nuevo advirtió cómo ella se relamía, apreció el ávido fruncimiento de la

floja carne de su boca cuando la mujer se dispuso a relatar la preciosa historia—. Al señor Reynard no le gusta que nadie entre en la Habitación Oriental. Siempre dijo que era peligrosa.

—¿Peligrosa? —Por el piso —aclaró ella—. El piso es de cristal. Es un espejo. Todo el piso es un espejo. Wharton se volvió hacia Reynard, sintiendo que la sangre le subía al rostro. —¿Está queriendo decirme que la dejó subirse a una escalera de mano en un cuarto con

suelo de vidrio?—La escalera tenía asideros de goma —comenzó Reynard—. Pero ésa no fue...—Maldito idiota —susurró Wharton—. Maldito asesino idiota. —¡Le estoy diciendo que ésa no fue la razón! —gritó Reynard de repente—. ¡Yo amaba a

su hermana! ¡Nadie siente más que yo el hecho de que haya muerto! ¡Pero se lo advertí! ¡Dios sabe que le advertí lo referente a aquel piso!

Wharton era oscuramente consciente de que Louise los observaba de manera ávida, recolectando chismes como una ardilla junta las nueces.

—Dígale que se marche —solicitó, con la voz pesada. —Sí —convino Reynard—. Váyase a cuidar la cena. —Sí, señor. —Renuente, Louise se encaminó al vestíbulo y las sombras se la tragaron.—Bien —dijo Wharton en voz baja—. Me parece que tiene ciertas explicaciones que hacer,

Reynard. Todo este asunto me resulta gracioso. ¿No se llevó a cabo ni siquiera una pesquisa? —No —respondió Reynard. Se derrumbó de golpe sobre su silla y miró sin ver hacia la

penumbra del techo abovedado—. La gente de por aquí conoce todo lo referente a la... a la Habitación Oriental.

—¿Y qué hay que saber de allí? —le preguntó Wharton, tenso. —La Habitación Oriental trae mala suerte —explicó Reynard—. Algunas personas incluso

hasta asegurarían que está maldita.—Escúcheme —soltó Wharton de mal genio, sintiendo que el dolor le aumentaba como

vapor en una tetera—, no voy a cambiar de idea, Reynard. Cada palabra que sale de su boca me obliga más y más a inspeccionar aquel cuarto. Ahora bien, ¿va a admitirlo o tendré que bajar hasta ese pueblo y...?

—Por favor. —Algo en la callada desesperación de sus palabras hizo que Wharton alzara la vista. Por primera vez Reynard lo estaba mirando directamente a los ojos, y eran unos ojos espantados, macilentos—. Por favor, señor Wharton. Acepte mi palabra de que su hermana murió de manera natural, y márchese. ¡No quiero verlo morir! —la voz se le elevó en un lamento—. ¡No quise ver morir a nadie más!

Wharton sintió que un breve escalofrío lo recorría. Su mirada saltó de la sonriente gárgola de la chimenea hasta el busto polvoriento y de mirada vacía de Cicero en el rincón, y luego se desplazó a los extraños paneles tallados de las paredes. Y una voz sonó dentro de él: Márchate de aquí. Un millar de ojos con vida pero insensibles parecieron mirarlo desde las sombras, y la voz volvió a hablar... Márchate de aquí.

Sólo que esta vez fue Reynard quien lo dijo. —Márchese de aquí —repitió—. Su hermana está más allá del cuidado y más allá de la

venganza. Le doy mi palabra...—¡Al diablo con su palabra! —lo interrumpió Wharton de golpe—; ahora mismo voy a hablar

con el alguacil, Reynard. Y si el alguacil no me ayuda, iré con el comisionado del condado. Y si el comisionado del condado no me ayuda...

—Muy bien. —Las palabras fueron como el lejano doblar de la campana de un cementerio—. Venga.

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Reynard lo condujo por el vestíbulo, más allá de la cocina, a través del comedor vacío con el candelabro que recogía y reflejaba la última luz del día, y pasando la despensa, hacia la vacía pared de yeso del extremo del corredor.

Es allí, pensó Wharton, y de repente se produjo un raro deslizamiento en el pozo que era su estómago.

—Yo... —empezó a decir sin quererlo. —¿Qué? —preguntó Reynard, con la esperanza brillándole en la mirada. —Nada.Se detuvieron al final del pasillo, inmóviles en las tinieblas crepusculares. No parecía haber

luz eléctrica allí. Wharton pudo ver sobre el suelo la espátula para revocar, todavía húmeda, que utilizara Reynard para tapiar la puerta, y un fragmento extraviado de El Gato Negro de Poe le resonó en la mente:

Yo había cercado al monstruo dentro de la tumba...Reynard le entregó la espátula ciegamente.—Haga lo que tenga que hacer, Wharton. No pienso formar parte de esto, pase lo que

pase. Me lavo las manos de lo que pueda suceder. Con la mano abriéndose y cerrándose sobre el mango de la espátula y cierta aprensión,

Wharton contempló cómo el otro se alejaba por el pasillo. Todos los rostros, el del chiquillo de la veleta, el de la gárgola de la carbonera, el de la marchita criada, todos parecieron mezclarse y fundirse ante él, todos sonriendo por algo que él no lograba entender. Márchate de aquí...

Con una súbita y áspera maldición atacó la pared, escarbando en el suave y reciente yeso, hasta que la espátula raspó contra la puerta de la Habitación Oriental. Escarbó más allá del yeso hasta que pudo alcanzar el tirador de la puerta. Lo accionó y luego tiró de él hasta que las venas se le destacaron sobre las sienes.

El yeso se resquebrajó, se agrietó, y finalmente se partió. La puerta giró pesadamente hasta quedar abierta, con el yeso desparramándose como una piel muerta.

Wharton fijó la vista en un charco de mercurio que destellaba débilmente. Parecía brillar con una luz propia en aquella etérea oscuridad, como de cuento de hadas.

Wharton entró en el cuarto, esperando a medias hundirse en un fluido cálido, flexible. Pero el suelo era sólido.Su propio reflejo colgaba suspendido debajo de él, unido sólo de los pies, con todo el

aspecto de sostenerse de cabeza en aquel aire tenue. Hizo que se mareara por el simple hecho de mirarlo.

Lentamente, desplazó la mirada por los alrededores del cuarto. La escalera de mano todavía estaba allí, internándose en las brillantes profundidades del espejo. Advirtió que la habitación era alta. Lo suficientemente alta como para caerse y —compuso una mueca— matarse.

Estaba rodeado de estantes de libros vacíos, todos ellos pareciendo inclinarse encima de él en el mismísimo umbral del desequilibrio. Le agregaban un efecto distorsionante al extraño cuarto.

Se acercó a la escalera y examinó las patas. Tenían una base de goma, tal como Reynard había dicho, y parecía bastante sólida. Pero, ¿y si la escalera no había resbalado, cómo pudo caerse Janine?

De algún modo se encontró otra vez mirando fijamente a través del suelo. No, se corrigió. No a través del suelo. A través del espejo; dentro del espejo...

No se encontraba del todo parado sobre el piso, como lo había supuesto. Se equilibraba en el tenue aire, a medio camino entre el suelo y el techo idéntico, sostenido tan sólo por la estúpida idea de que estaba parado en el piso. Eso era tonto, cualquiera podría verlo, porque allí estaba el suelo, abriéndose allí abajo...

¡Despabílate!, se gritó de repente a sí mismo. Estaba parado en el piso, y aquel otro no era más que un inofensivo reflejo del techo. Solamente sería el suelo si estuviera de pie sobre mi cabeza, y no lo estoy; mi otro yo es el que está parado sobre su cabeza...

Comenzó a sentir vértigo, y una nausea súbita le subió por la garganta. Intentó mirar más allá de las plateadas profundidades del espejo, pero no lo logró.

La puerta... ¿dónde estaba la puerta? De repente deseó estar afuera. Wharton se dio vuelta torpemente, pero allí sólo estaban los estantes locamente inclinados

y la escalera que se proyectaba y el horrible abismo bajo sus pies.

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—¡Reynard! —gritó—. ¡Me estoy cayendo! Reynard llegó corriendo, con la nausea formando ya una gris lesión gris en su corazón. Era

una realidad; había vuelto a suceder.Se detuvo frente al umbral de la puerta, mirando los gemelos siameses que se observaban

uno al otro en el medio de aquella habitación de dos techos y sin ningún piso. —Louise —graznó alrededor de la seca pelota de vómito que se le formó en la garganta—.

Traiga el palo.Louise surgió de la oscuridad y le alcanzó a Reynard un palo con el extremo en forma de

gancho. Él lo deslizó a través del estanque de plata brillante y atrapó el cuerpo que yacía sobre el cristal. Lo arrastró despacio hacia la puerta y, cuando pudo alcanzarlo, tiró de él. Estudió la cara retorcida y suavemente le cerró los ojos de mirada fija.

—Voy a necesitar el yeso —dijo en voz baja. —Sí, señor.Ella se volvió para irse, y Reynard miró hacia el cuarto, con mirada lúgubre. Se preguntó, y

no por primera vez, si de verdad había un espejo allí. En la habitación, un pequeño charco de sangre se extendía sobre el suelo y en el techo, pareciendo encontrarse en el centro, sangre que colgaría allí sin ninguna prisa, y de la que uno esperaría que pudiera quedar goteando por siempre.

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El Quinto Fragmento

Un Relato de John Swithen

Estacioné el cacharro en la esquina de la casa de Keenan, permanecí un momento sentado en la oscuridad y luego paré el motor y bajé del coche. Al cerrar la portezuela, pude oír el ruido de la herrumbre que se desprendía de los largueros y caía al suelo. Aquello no podría seguir así por mucho más tiempo.

Notaba la dureza del arma contra mi pecho al caminar. Era un Colt 45, el Colt de Barney. Serviría para la faena y, además, daba a todo el asunto un sentido de cruda justicia.

La casa de Keenan era una monstruosidad arquitectónica que se extendía sobre medio acre de terreno, llena de ángulos inclinados y tejados de pendiente pronunciada tras una valla de hierro. Tal y como esperaba, la puerta de la valla estaba abierta. El sargento se presentaría más tarde.

Me dirigí al camino de acceso, sin apartarme de los arbustos, y agucé el oído para distinguir cualquier sonido extraño por encima del lamento cortante del viento de enero. No se oía nada. Era la noche del jueves, y la criada de Keenan debía de estar fuera, pasándolo bien en alguna fiesta aburrida. No habría nadie más que aquel cabrón de Keenan, esperando al sargento, esperándome...

El garaje estaba abierto, y entré allí. Descollaba la sombra de ébano del Impala de Keenan. Comprobé si se abría la portezuela trasera: estaba abierta. Subí al vehículo, me senté y esperé.

Ahora se oía un ligero sonido de música, un jazz muy sosegado, muy bueno, quizá Miles Davis. Imaginé a Keenan escuchando a Miles Davis y con un gin fizz en su mano delicada. Bonita escena.

Fue una larga espera. Las manecillas de mi reloj pasaron de las ocho y media a las nueve y media, y siguieron avanzando hasta las diez.

Se podía pensar mucho durante ese tiempo, y pensé en Barney y en el aspecto que tenía en el botecillo, cuando lo encontré la tarde de aquel día, el verano pasado, mirándome fijamente y emitiendo unos ruidos semejantes a graznidos, sin ningún sentido. Había navegado a la deriva durante dos días y parecía una langosta hervida. Tenía sangre negra coagulada de un lado a otro del abdomen, donde le habían alcanzado los disparos.

Dirigió el bote hacia la casita de campo lo mejor que pudo. A pesar de todo había habido suerte. Sí, fue una suerte que hubiera llegado hasta allí y que pudiera hablar todavía un poco. Yo tenía preparado un puñado de somníferos, por si no podía hablar, porque no quería que sufriera..., a menos que pudiera decirme algo.

Y lo hizo. Me lo contó casi todo. Cuando murió, regresé al bote y cogí su Colt 45, que estaba escondido en la popa, en un pequeño compartimiento, envuelto en una bolsa de plástico. Luego remolqué su bote hasta el mar abierto y lo hundí. Si hubiera podido poner un epitafio en el lugar del bosque de pinos donde lo enterré, habría sido el de Barnum: "A cada minuto nace uno". En vez de hacer eso, me fui a averiguar algo sobre los hombres que lo habían despachado. Tardé seis meses en obtener información de dos de ellos, y allí estaba yo.

A las diez, una veintena de reflectores iluminaron el camino curvo, y la luz llegó al suelo del Impala. El hombre entró en el garaje y estacionó su coche al lado del de Keenan. Por el sonido supe que era un Volkswagen. El motorcillo se detuvo y pude oír al sargento soltar un ligero gruñido al bajar del pequeño vehículo. La música de arriba seguía sonando, y me llegó el sonido maléfico de la puerta lateral al abrirse.

-¡Sargento! -Era la voz de Keenan-. ¡Te has retrasado! Anda, pasa y toma un trago.-Que sea escocés. Antes ya había bajado la ventanilla, y ahora asomé por ella el 45 de

Barney, sujetando la culata con ambas manos.-Quietos ahí -les dije. El sargento estaba a la mitad de los escalones de cemento, y Keenan

le miraba desde arriba. Ambos presentaban unas siluetas perfectas a la luz que penetraba desde el interior. Dudaba de que pudieran verme en la oscuridad, pero podían ver el arma, que era grande.

-¿Quién diablos eres? -preguntó Keenan.

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-Flip Wilson -respondí-. Un movimiento y estás muerto. Te haré un agujero lo bastante grande como para que quepa un televisor en él.

-Pareces un crío -dijo el sargento, sin atreverse a hacer el más mínimo movimiento.-No os mováis. De eso es de lo único que tenéis que preocuparos. Abrí la portezuela

trasera del Impala y bajé con cuidado. El sargento me miraba por encima del hombro, y podía ver el brillo de sus ojuelos. Tenía una mano posada como una araña en la solapa de su traje con chaqueta cruzada, modelo de 1943.

-Arriba las manos. El sargento obedeció. Keenan, por instinto, ya las había levantado. -Bajad los dos al pie de la escalera. Bajaron y al resplandor de la luz directa pude ver sus rostros. Keenan parecía asustado, pero el sargento estaba del todo sereno. Probablemente era él quien se había cargado a Barney.

-De cara a la pared -les ordené-. Los dos. -Si buscas dinero... Me eché a reír. Era un sonido como de ladrillos vítreos fríos raspados para sacarlos de un

horno.-Sí, eso es lo que busco. Ciento ochenta mil dólares, enterrados en un islote llamado

Carmen's Folly, delante de Bar Harbor.Keenan se convulsionó como si hubiera recibido un disparo, pero ni un solo músculo se

movió en la cara de cemento armado del sargento, el cual se volvió y apoyó las manos en la pared, descargando todo su peso en ellas. Keenan le imitó, a regañadientes. Le registré a él primero y encontré un bonito y pequeño revólver del calibre 32, con incrustaciones de latón en la culata. Lo arrojé por encima de mi hombro y lo oí rebotar en uno de los coches. El sargento estaba desarmado.... y me sentí aliviado al apartarme de él.

-Vamos a entrar en la casa. Tú primero, Keenan, luego el sargento y después yo. Sin ningún movimiento raro, ¿de acuerdo?

Los tres subimos la escalera y entramos en la cocina. Era un de esas estancias esterilizadas, con baldosas y formica, que parecen salir enteras de alguna matriz de producción en masa en Yokohama. Una copa pequeña medio vacía de coñac descansaba sobre el mostrador. Les hice desfilar hasta la sala de estar de Keenan, que parecía obra de algún decorador afeminado que nunca se había librado de su pasión por Ernest Hemingway. Había una chimenea de losas, con una cabeza disecada de alce sobre el hogar, mirando el bar de caoba al otro lado de la sala, con unos ojos eternamente brillantes. Había un aparador con un armero encima. El estéreo había dejado de funcionar solo.

Señalé el sofá con el cañón del revólver: -Uno en cada extremo. Tomaron asiento, Keenan a la derecha y el sargento a la izquierda. Cuando estaba

sentado, el sargento parecía aún más corpulento. El pelo cortado al rape había crecido demasiado, pero dejaba ver una fea cicatriz mellada. Pensé que pesaba por lo menos noventa kilos, y me pregunté por qué tenía un Volkswagen.

Cogí una silla y la arrastré sobre la alfombra de Keenan, que tenía el color de la arena movediza, hasta una distancia prudencial delante de ellos. Me senté y dejé reposar el arma sobre mi muslo. Keenan la miraba como un pájaro contempla a una serpiente. El sargento, en cambio, me miraba como si yo fuera un pájaro.

-¿Y ahora, qué? -preguntó en tono neutro. -Hablemos de mapas y dinero -repliqué. -No sé de qué me hablas -dijo el sargento-. Lo único que sé es que los críos no deben jugar

con armas.-¿Qué tal anda Cappy MacFarland últimamente? -le pregunté con toda tranquilidad.No obtuve ninguna reacción del sargento, pero la efervescencia de Keenan hizo que saltara

su corcho. Disparó las palabras como si fueran proyectiles:-Lo sabe, sargento, lo sabe. -¡Calla! -le gritó el sargento-. ¡Cierra tu maldita boca! Keenan cerró los ojos y gimoteó.

Aquella era la parte del trato de la que nadie le había hablado. Sonreí.-Tiene razón, sargento -le dije-. Lo sé... casi todo. -¿Quién eres, muchacho? -Nadie a quien conozcas. Un amigo de Barney. -No sé quién es -dijo el sargento con indiferencia.

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-No estaba muerto, sargento. Todavía alentaba. Sarge dirigió una mirada lenta y fulminadora a Keenan, el cual se estremeció y abrió la boca.

-Calla -le ordenó el sargento-. Debería romperte el cuello. -Keenan cerró la boca con un chasquido. El sargento volvió a mirarme-: ¿Qué significa casi todo?

-Todo menos los pequeños detalles. Sé todo lo relativo al coche blindado, la isla y Cappy MacFarland, y de qué modo tú, Keenan y un cabrón llamado Jagger liquidasteis a Barney. Y el mapa: sé lo del mapa.

-No ocurrió tal como él te lo contó. Iba a traicionarnos. -Era incapaz de hacer tal cosa. Barney era un primo que sabía conducir un coche a toda velocidad.

El sargento se encogió de hombros. Ver aquel gesto era como presenciar un pequeño terremoto.

-Muy bien. Sé tan estúpido como pareces. -En marzo pasado ya supe que Barney estaba metido en algo, pero no sabía de qué se

trataba. Entonces, una noche, vi que tenía un arma. Este revólver. ¿Cómo te pusiste en contacto con él, sargento?

-A través de alguien que estuvo en la cárcel con él. Necesitábamos un conductor que conociera bien la parte oriental de Maine y la zona de Bar Harbor. Keenan y yo fuimos a verle, y aceptó.

-Cumplí condena con él en South Portland --expliqué, y le dirigí una sonrisa al sargento-. Me gustaba. Era tonto, pero un buen muchacho. Necesitaba de alguien que cuidara de él, y parece que yo fui el elegido. No me molestó. Pensábamos atracar un banco en Lewiston, pero él no pudo esperar. Y ahora está bajo tierra.

-Vas a hacerme llorar-dijo el sargento. Alcé el arma y le apunté, y por primera vez él fue el pájaro y yo la serpiente.

-Hazte otra vez el gracioso y te meto una bala en la barriga. ¿Acaso crees que no lo haré?Sacó la lengua y la introdujo de nuevo en la boca con sorprendente rapidez, como un

lagarto, y asintió con la cabeza. Keenan estaba paralizado. Parecía como si quisiera vomitar pero no se atreviera a hacerlo.

-Me dijo que era un gran golpe, suficiente para vivir de él durante diez años. Eso es todo lo que supe. Se marchó el tres de abril. Dos días después cuatro tipos volcaron el camión de Brinks que cubre el trayecto entre Portland y Bangor, en las afueras de Carmel. Mataron a los tres guardianes. Los periódicos dijeron que los atracadores atravesaron dos barreras policiales en la carretera, en un Ford del cincuenta y ocho trucado. Barney guardaba un Ford del cincuenta y ocho y tenía la intención de convertirlo en coche de carreras. Apuesto a que Keenan le dio el dinero para que lo convirtiera en algo mejor y mucho más rápido.

Los miró a los dos. No hicieron ningún comentario. El rostro de Keenan tenía un color terriblemente pálido.

-El seis de mayo recibo un postal con matasellos de Bar Harbor, pero eso no significa nada, porque hay docenas de islotes cuyo correo se canaliza desde ese punto, y lo recoge una lancha del servicio postal. La postal dice: "Mamá y la familia bien, la tienda marcha. Nos veremos en julio". Estaba firmada con el segundo nombre de Barney. Alquilé una casita de campo en la costa, porque Barney sabía que ése sería el trato. Llega julio, termina y Barney no aparece. -Les dirigí una mirada distante y proseguí-: Se presentó a principios de agosto. Cortesía de tu compinche Keenan, sargento. Se olvidó de la bomba de sentina automática del bote. Creíste que el agujero lo hundiría en seguida, ¿eh, Keenan? Pero también creíste que Barney estaba muerto. Yo extendía a diario un manta amarilla en la Punta del Francés, y era visible desde kilómetros de distancia, fácil de localizar. Sin embargo, tuvo suerte. No pudo hablar demasiado. Tú ya le habías traicionado una vez, ¿eh, sargento? No le dijiste que el dinero era nuevo, que todos los números de serie estaban registrados. Ni siquiera uno de los chicos del "sindicato" lo habría comprado hasta dentro de diez, o quizá quince años.

-Eso fue por su propio bien -murmuró el sargento-. Dentro de diez años tendría treinta. Yo, en cambio, tendré sesenta y uno.

-¿También compró a Cappy MacFarland? ¿O ésa fue sólo otra sorpresa?-Todos teníamos que comprar a Cappy -replicó el sargento-. Era un buen hombre, un

profesional. El año pasado se le declaró un cáncer incurable. Y me debía un favor.-Así que los cuatro fuisteis a la isla de Cappy -les dije-. Cappy enterró el dinero e hizo un

mapa.

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-Fue idea de Jagger --dijo el sargento-. No podíamos escondernos de la policía durante diez años, nadie quería confiar en alguien que supiera dónde estaba el alijo... Había demasiadas posibilidades de que alguien se hiciera con todo el pastel. Y si lo repartíamos, alguno, tu compañero, por ejemplo, podía ceder a la debilidad y gastar parte del dinero. Si los polis le echaban el guante, el tipo podría cantar los nombres. Todos nos fuimos a pasar la tarde a la playa, y Cappy se encargó del dinero.

-Háblame del mapa. -Sabía que llegaríamos a eso -dijo el sargento, con una sonrisa espectral.-¡No se lo digas! -gritó Keenan ásperamente; el pánico se traslucía en su voz.-Calla -dijo brutalmente el sargento-. Lo sabe todo gracias a ti. Si él no te mata, lo haré yo.-Tu nombre está en una carta -dijo Keenan, frenético- ¡Si me ocurre algo...!-Cappy lo dibujó bien -dijo el sargento, como si Keenan no estuviera allí-. Había hecho

prácticas de dibujo en la penitenciaría de Joliet. Cortó el mapa en pedazos para darnos uno a cada uno de nosotros. Íbamos a reunimos el 4 de julio de 1982. Pero hubo problemas.

-Sí -convine, con voz distante. -Si eso hace que te sientas algo mejor, te diré que fue una cosa de Keenan y solo de él. Tenía que ser así. Jagger y yo nos largamos en el bote de Cappy. Él estaba bien cuando nos marchamos.

-¡Eres un maldito embustero! -chilló Keenan. -¿Quién guardó dos trozos del mapa en su caja fuerte empotrada en la pared? -inquirió el

sargento, y me miró de nuevo-: De todos modos, no había ningún problema, porque dos trozos del mapa no eran suficientes, y quizás era mejor quitar a tu compinche del medio. Tres partes son mejor que cuatro. Entonces Keenan me llamó y me dio su dirección. Me dijo que fuera a verle aquella misma noche. Naturalmente, había tomado precauciones: mi nombre estaba en una carta en poder de su abogado, con instrucciones de abrirla en caso de que muriese. Su idea era que el reparto entre dos sería aún mejor que entre tres. Con tres trozos del mapa en su poder, Keenan pensó que tal vez sería capaz de encontrar el sitio en el que se hallaba enterrada la pasta. El rostro de Keenan era como una luna que se deslizaba hacia alguna parte, en una alta estratosfera de terror.

-¿Dónde está la caja fuerte? -le pregunté. Keenan no dijo nada. Yo había practicado un poco con el revólver. Era una buena arma y me gustaba. La sostuve con las dos manos y disparé al brazo de Keenan justamente por debajo del codo. El sargento ni siquiera se movió. Keenan cayó del sofá y se acurrucó, apretándose el brazo y gritando.

-¿Dónde está la caja fuerte? -le pregunté.Keenan siguió gritando. -Voy a dispararte en la rodilla -le dije-. El sargento podrá llevarte a donde está la caja.-El grabado -dijo jadeando-. El Van Gogh. No me dispares más, por favor.Me miró, sonriendo, con una expresión dolorida y conciliadora. Con el arma le hice una

indicación al sargento. -Levántate y ponte de cara a la pared. El sargento obedeció y se quedó ante la pared, los

brazos colgándole fláccidos a los costados.-Ahora tú -le dije a Keenan-. Ve a abrir la caja fuerte. -Voy a morir desangrado -se quejó Keenan. Me acerqué a él y le rocé la mejilla con la

culata del arma, desgarrándole la piel.-Ahora sí que sangras -le dije-. Vete a abrir la caja o sangrarás más todavía.Keenan se levantó, sujetándose el brazo herido y llorando a lágrima viva. Descolgó el

grabado con la mano sana y apareció una caja fuerte empotrada, de color gris. Me dirigió una mirada aterrorizada y empezó a manipular el disco. Sus dos primeros intentos fallaron, y tuvo que empezar de nuevo. Al tercer intento consiguió abrir la caja, en cuyo interior había algunos documentos y dos fajos de billetes. Introdujo la mano, manoseó un poco y sacó dos pedazos de papel, de unos ocho centímetros cuadrados.

Me había propuesto atarle y dejarle allí, puesto que era bastante inofensivo; no se atrevería a salir de su casa durante una semana. Pero era tal como el sargento había dicho: tenía dos fragmentos del mapa.

Y uno de los fragmentos tenía manchas de sangre. Le disparé de nuevo, esta vez no en el brazo. Cayó al suelo como una bolsa de lavandería vacía.

El sargento no se acobardó.

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-No te he mentido. Keenan se cargó a tu amigo. Los dos eran unos aficionados. Aficionados y estúpidos.

No le repliqué. Miré los pedazos de papel y me los guardé en el bolsillo. Ninguno de ellos tenía una X que señalara el lugar donde estaba el tesoro.

-¿Y ahora qué? -preguntó el sargento. -Vamos a tu casa. -¿Qué te hace pensar que mi trozo del mapa está ahí? -No creo que ningún otro sitio te inspirara confianza. Pero si no es así, iremos a donde esté.-Tienes respuesta para todo, ¿eh? -Vámonos. Regresamos al garaje y me senté en la parte trasera del Volkswagen, en la

parte más distanciada del conductor. El tamaño del vehículo hacía que fuera casi imposible un movimiento de sorpresa por parte del conductor, Tardaría cinco minutos en dar la vuelta. Dos minutos después, estábamos en la carretera.

Empezaba a nevar y caían unos copos grandes y viscosos que se pegaban al parabrisas y se convertían en aguanieve en cuanto caían al suelo. La calzada estaba resbaladiza, pero no había mucho tráfico.

Después de viajar durante media hora por la carretera, el sargento viró para enfilar una carretera secundaria. Quince minutos después llegamos a un camino de tierra con rodadas, bordeado de pinos cargados de nieve. Avanzamos tres kilómetros más y entramos en un sendero corto y sembrado de desperdicios.

A pesar de la limitada luz de los faros del Volkswagen, pude distinguir una rústica y destartalada cabaña, con parches en el tejado y una antena de televisión torcida. En una hondonada, a la izquierda, había un viejo Studebaker cubierto de nieve. Al fondo se veía un cobertizo y un montón de neumáticos usados. Bienvenidos al Park-Sheraton.

-Hogar, dulce hogar -dijo el sargento al tiempo que paraba el motor.-Si esto es un engaño, te mataré. Parecía llenar las tres cuartas partes de le exigua parte

delantera del vehículo.-Lo sé -replicó. -Baja. El sargento se dirigió a la puerta de entrada. -Ábrela y luego quédate quieto -le ordené. Él abrió la puerta y permaneció inmóvil.

Estuvimos allí unos tres minutos, y no ocurrió nada. No había más movimiento que el de una gruesa ardilla gris que se había aventurado hasta el centro del patio para maldecirnos.

-Muy bien -dije al fin-. Entremos. Aquello era una madriguera de ratas. La única bombilla que había era de sesenta vatios e iluminaba débilmente toda la sala, dejando sombras como murciélagos muertos de hambre en los rincones. Había periódicos desparramados por todas partes. De una cuerda combada colgaban ropas puestas a secar. En un rincón había un viejo aparato de vídeo, y en el extremo opuesto una pica que estaba para caerse y una pesada bañera herrumbrosa, con patas en forma de garra. A su lado había un rifle de caza. Un gato gordísimo, de pelaje amarillento, dormía sobre la mesa de la cocina. La estancia olía a madera podrida y a sudor.

-Se carga a los roedores -dijo el sargento. Podría haber discutido la afirmación, pero no lo hice.

-¿Dónde está tu fragmento del mapa? -En el dormitorio. -Vamos a buscarlo. -Todavía no. -Se volvió lentamente, con un expresión dura en su cara de cemento-. Quiero

que me des tu palabra de que no me matarás cuando lo tengas.-¿Cómo te arreglarás para hacer que la mantenga? El me sonrió de un modo lento y

soñoliento, como una fisura abriéndose en un glaciar.-No hay manera de asegurarlo, pero te tengo calado. -Explícate. -El dinero no es lo único que te interesa, de lo contrario ya habría tratado de llegar a un

acuerdo contigo. Pero también tienes que saldar la cuenta pendiente por la muerte de Barney. Muy bien, es justo. Keenan le traicionó y Keenan está muerto. Si también quieres echarle mano a la pasta, perfecto. Quizá tres fragmentos del mapa serán suficientes..., y el mío tiene marcada una gran equis. Pero no lo vas a conseguir a menos que me prometas lo que pido a cambio... Mi vida.

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-¿Cómo sé que no irás a por mí? -Iré, hijito -dijo suavemente el sargento-. Con una buena arma. Porque entonces será un

nuevo juego de pelota.Me eché a reír. -De acuerdo. Dame la dirección de Jagger y tendrás mi promesa. Te aseguro que la

mantendré.El sargento meneó la cabeza lentamente. -Es mejor que no juegues con Jagger, amigo. Jagger te comerá vivo. -Amartillé el Colt-de

acuerdo. Está en Coleman, Massachusetts, en un albergue de esquí. ¿Puedes encontrarle?-Lo encontraré. Vamos por tu fragmento, sargento. El sargento me miró un vez más de

arriba abajo, y luego asintió. Entramos en el dormitorio.Una cama enorme con barrotes de latón, más periódicos, rimeros de revistas... Era un

duplicado de la sala de estar. Las paredes estaban empapeladas con fotografías de mujeres. Un enorme gramófono, de esos con altavoz en forma de trompa, descansaba en el suelo.

El sargento no titubeó. Cogió la lámpara de la mesita de noche y le quitó la base. Su fragmento del mapa estaba pulcramente enrollado en el interior. Me lo tendió sin mediar palabra.

-Échamelo -le ordené. El sargento sonrió y me lanzó el cilindro de papel. -Ahí va el dinero -dijo. -Voy a cumplir mi promesa. Considérate afortunado. Vamos a la otra habitación.Algo frío se agitó en sus ojos. -¿Qué vas a hacer? -Procurar que no te muevas por algún tiempo. Vamos. Volvimos a la sucia y desquiciada

cocina, un elegante desfile de sólo dos personas. El sargento permaneció bajo la bombilla desnuda, de espaldas a mí, con los hombros encorvados, consciente del cañón que pronto iba a abrirle un surco en la cabeza. Estaba alzando el arma para golpearle cuando la luz parpadeó.

De pronto, la cabaña quedó totalmente a oscuras. Me lancé a la derecha: el sargento ya se había ido. Pude oír el ruido sordo y el rumor de las hojas de periódico cuando se arrojó al suelo. Siguió un silencio profundo, total.

Esperé a que mis ojos se aclimataran a la oscuridad, pero cuando pude distinguir algo ya no había remedio. La estancia parecía un mausoleo en el que emergían mil débiles sombras, y el sargento las conocía a todas y a cada un de ellas.

Sabía quién era el sargento. Había sido difícil conseguir información sobre él. Fue sargento durante la segunda guerra mundial, y ya a nadie le importaba cuál era su verdadero nombre. Era simplemente el sargento, sanguinario y duro. Había pertenecido a un comando en la Gran Guerra.

En algún lugar de la sala, envuelto en la oscuridad, avanzaba hacia mí. Debía de conocer aquel lugar como la palma de su mano, porque no se oía ningún sonido, ni el crujido de una tabla, ni una sola pisada. Pero podía notar que se acercaba más y más, flanqueándome por la derecha o por la izquierda, o tal vez arriesgándose a aproximarse en línea recta.

El sudor de mi mano impregnaba de humedad la culata del arma, tenía que dominar el impulso de disparar frenéticamente, al azar. Era muy consciente de que tenía tres porciones del pastel en mi bolsillo, y no me molestaba en preguntarme por qué se habría apagado la luz. No me lo pregunté hasta que la potente luz de una linterna se filtró a través de la ventana, barriendo el suelo con un haz caprichoso y fortuito que reveló al sargento, inmóvil y agachado a medias, uno o dos metros a mi izquierda. Sus ojos tenían un destello verdoso en el brillante cono de luz, como ojos de gato.

Tenía una reluciente hoja de afeitar en la mano derecha. De repente recordé cómo su mano se había posado en la solapa de la chaqueta, en el garaje de Keenan. Había extraído la hoja del cuello de la prenda.

El sargento dijo una sola palabra, dirigida hacia la luz de la linterna. -¿Jagger? No sé quién le alcanzó primero. Una pistola que, a juzgar por el ruido parecía pesada

disparó una vez detrás del haz de luz, y yo apreté dos veces el gatillo del 45 de Barney, por puro reflejo. Los impactos arrojaron al sargento hacia atrás, contorsionándose, contra la pared, con fuerza suficiente para que perdiera un de las botas.

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La linterna se apagó. Disparé una vez contra la ventana, pero sólo di en el vidrio. Me tendí de lado en la oscuridad y me di cuenta de que Jagger estaba allí fuera. Y aunque tenía doce cargas de munición en el coche, no me quedaba más que una bala en el arma.

"No juegues con Jagger, amigo", había dicho el sargento. "Jagger te comerá vivo. "Ahora tenía una idea bastante exacta de aquella estancia. Me levanté y corrí agachado,

saltando sobre las piernas extendidas del sargento, y me dirigí al rincón. Me metí en la bañera y miré por encima del borde. No se oía ningún sonido. Incluso los ruidos del bosque parecían haber enmudecido. En el fondo de la bañera había una especie de arenilla, la loza desprendida en escamas del borde. Aguardé.

Transcurrieron unos cinco minutos que me parecieron cinco largas horas.Entonces la luz se encendió de nuevo, esta vez en la ventana del dormitorio. Agaché la

cabeza mientras la luz penetraba por la puerta. Tras un breve sondeo, volvió a apagarse.Silencio de nuevo, un silencio largo y pesado. En la sucia superficie de la bañera de loza

del sargento lo vi todo. Vi a Barney, con la sangre coagulada en el vientre, al sargento, paralizado bajo el haz luminoso de Jagger, la hoja de afeitar sujeta con pericia profesional entre el pulgar y el índice, y un sombra oscura sin rostro: Jagger.

De pronto, al otro lado de la puerta, se oyó una voz. Era suave y refinada, casi de mujer, pero no afeminada. Su tono me dio la impresión de que aquel hombre era implacable y muy competente.

-Eh, tú. No me moví ni dije nada. No iba a conseguir mi número sin marcar un poco.Cuando habló de nuevo, lo hizo a través de la ventana. -Voy a matarte, amigo. He venido para matarlos. Ahora sólo estás tú.Hubo una pausa mientras volvía a cambiar de posición. La próxima vez que habló lo hizo

desde la ventana, por encima de mi cabeza, sobre la bañera. Sentí que las tripas me subían a la garganta. Si le diera por encender la linterna...

-No hace falta nadie más, amigo. Lo siento. -Apenas pude oír su movimiento cuando cambió a su siguiente posición, que resultó ser de nuevo la entrada-. Tengo mi parte del mapa, amigo. ¿Quieres venir a por ella?

Me entraron ganas de toser y las reprimí. -Ven a buscarlo, amigo -dijo en tono burlón-. Todo el pastel. Ven y llévatelo.Pero no tenía necesidad de hacerlo, y él lo sabía. Los pedazos estaban en mi poder, y

ahora podría encontrar el dinero. Con su único fragmento Jagger no tenía ninguna oportunidad.Esta vez el silencio se hizo realmente largo. Pasó media hora, un hora, no sé cuánto

tiempo, la eternidad al cuadrado. La rigidez insensibilizaba mi cuerpo. Afuera soplaba el viento, imposibilitando oír nada salvo el rumor de la nieve al estamparse contra los muros. Hacía mucho frío y hacía rato que los pies se me habían quedado insensibles. Ahora empezaba a notar las piernas como si fueran bloques de madera.

Entonces, alrededor de la un y media, oí un ligero ruido, espectral, como de ratas deslizándose en la oscuridad. Mi respiración se detuvo. De algún modo, Jagger había conseguido entrar y estaba en el centro de la habitación.

No tardé en comprender de qué se trataba. El rigor mortis, azuzado por el frío, estaba colocando al sargento en su posición definitiva. Me tranquilicé un poco.

Y fue en aquel momento cuando la puerta se abrió de repente y Jagger irrumpió en la estancia, fantasmal y visible con su manto de blanca nieve, alto, larguirucho y desmadejado. Le di lo suyo y la bala le abrió un agujero a un lado de la cabeza. Y en el breve resplandor del disparo vi que había disparado a un espantapájaros sin rostro, vestido con los pantalones y la camisa abandonados de algún granjero. La cabeza de arpillera se desprendió del mango de escoba al chocar contra el suelo. Entonces Jagger empezó a dispararme.

Tenía una pistola semiautomática, y el interior de la bañera era como un gran címbalo hueco y resonante. Los fragmentos de loza saltaron por los aires, rebotaron en la pared y me golpearon el rostro. Las astillas de madera llovían sobre mí.

Cargó el arma, dispuesto a continuar. Iba a acribillarme en la bañera como a un pez en un barril. Ni siquiera podía asomar la cabeza.

Fue el sargento quien me salvó. Jagger tropezó con un pie grande y muerto, se tambaleó y acribilló el suelo en vez de disparar por encima de mi cabeza. Pude arrodillarme y le arrojé el gran revólver de Barney a la cabeza.

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El arma le alcanzó, pero no le detuvo. Salté de la bañera para ir a por él, y Jagger, atontado por el golpe, disparó dos veces a la izquierda.

La débil silueta que era Jagger retrocedió, tratando de afinar la puntería, sujetándose con un mano la oreja, donde le había golpeado el revólver. Un disparo me atravesó la muñeca. La segunda bala me hizo un desgarrón en el cuello. Entonces, increíblemente, volvió a tropezar con los pies del sargento y cayó hacia atrás. Alzó de nuevo el arma y disparó al techo. Ésa fue su última oportunidad. De una patada, le arranqué el arma de la mano, y pude oír el ruido a madera húmeda de los huesos quebrados. Le di un puntapié en la ingle, haciendo que se doblara. Volví a patearle, esta vez en la parte trasera de la cabeza, y sus pies produjeron un rápido e inconsciente tamborileo en el suelo. Ya estaba muerto, pero le golpeé un y otra vez, le di patadas hasta dejarlo convertido en pulpa y mermelada de fresas, nada que alguien pudiera identificar jamás, ni por los dientes ni por ninguna otra cosa. Le di patadas hasta que ya no pude mover más la pierna y los dedos de los pies se tornaron insensibles.

De repente me di cuenta de que estaba gritando y que no había allí nadie para escucharme, nadie salvo hombres muertos.

Me limpié la boca y me arrodillé sobre el cuerpo de Jagger.Mi cacharro estaba donde lo había dejado, en la esquina del terreno donde se alzaba la

casa de Keenan, pero ahora no era más que un espectral montón de nieve. Había dejado el Volkswagen del sargento un par de kilómetros atrás. Confiaba en que la calefacción seguiría funcionando. Estaba completamente aterido.

Abrí la portezuela y me estremecí un poco mientras me sentaba. El rasguño del cuello ya se había coagulado, pero la muñeca me dolía terriblemente.

El starter funcionó durante un buen rato, y finalmente el motor se puso en marcha. La calefacción también funcionaba, y el único limpiaparabrisas eliminó la nieve en el lado del conductor. Jagger había mentido acerca de su fragmento del mapa, desde luego. No lo llevaba encima, ni tampoco estaba en el modesto Studebaker Lark que le había llevado hasta la casa del sargento. Pero yo tenía su cartera y su dirección. No lo necesitaba.... pero no creí que tendría necesidad de aquel pedazo de papel, pues el fragmento del sargento era el que estaba marcado con una equis.

Me puse en marcha con cuidado. Durante algún tiempo tendría que ser cuidadoso. El sargento había tenido razón en una cosa: Barney fue un tipo estúpido. El hecho de que también hubiera sido mi amigo ya no importaba. La deuda había sido pagada.

Tenía muchas razones para ir con cuidado.

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EN EL SUBMUNDO DEL TERROR(Fui un profanador de tumbas adolescente)

CAPÍTULO UNO

Era como una pesadilla. Como uno de esos sueños irreales de los que te despiertas a la mañana siguiente. Sólo que esta pesadilla estaba sucediendo de verdad. Delante de mí alcanzaba a distinguir la linterna de Rankin: un gran ojo amarillo en la sofocante oscuridad estival. Me tropecé con una lápida y por poco no me desparramo de bruces. Rankin se volvió hacia mí, siseando un juramento:

—¿Es que quieres despertar al vigilante, imbécil? Susurré una respuesta y continuamos andando sigilosamente. Por fin, Rankin se detuvo y

enfocó el haz de la linterna sobre una lápida recientemente cincelada. En ella podía leerse:

DANIEL WHEATHERBY

1899–1962

Reunido con su amada esposa en una tierra mejor Sentí que me ponían una pala en las manos y, repentinamente, estuve seguro de que no

podría hacerlo. Pero entonces recordé al administrador de becas meneando su cabeza y diciendo: Temo que no podemos darte más tiempo, Dan. Tendrás que irte hoy mismo. Te ayudaría de alguna forma si pudiera, créeme...

Excavé en la todavía blanda tierra y la arrojé por sobre mi hombro. Unos quince minutos después mi pala entró en contacto con la madera. Ambos nos pusimos a ensanchar el agujero rápidamente, hasta que la linterna de Rankin reveló el ataúd. Nos metimos en el pozo y lo izamos.

Atontado, contemplé cómo Rankin le atizaba a los cerrojos con la pala. Luego de unos pocos golpes éstos se rompieron y pudimos alzar la tapa. El cadáver de Daniel Wheatherby nos miró con ojos vidriosos. Sentí que el horror se derramaba lentamente sobre mí. Siempre creí que los ojos permanecían cerrados cuando uno estaba muerto.

—No te quedes allí —susurró Rankin—; son casi las cuatro. ¡Tenemos que largarnos de aquí!

Envolvimos el cuerpo con una manta y regresamos el ataúd al pozo. Lo tapamos y reemplazamos el césped, rápido pero cuidadosamente. Dispersamos toda la tierra que nos sobró.

Para cuando cargábamos con el cuerpo amortajado de blanco ya los primeros rastros del alba comenzaban a iluminar el cielo oriental. Atravesamos la valla que bordeaba el cementerio y nos internamos en el bosque que lo limitaba por el oeste. Rankin se abrió paso expertamente durante unos cuatrocientos metros hasta que lo cruzamos y llegamos al automóvil, que seguía estacionado donde lo habíamos dejado, en una rodada abandonada y cubierta de malezas que alguna vez había sido un camino. El cadáver fue a parar al baúl. Poco después nos unimos al flujo de automovilistas que se apresuraban en alcanzar el tren de las seis.

Me contemplaba las manos como si nunca antes las hubiera visto. La mugre que tenía bajo mis uñas había estado amontonada sobre el lugar de reposo final de un hombre, menos de veinticuatro horas atrás. Se sentía inmundo.

La atención de Rankin se concentraba por entero en la conducción del coche. Al mirarlo comprendí que el repulsivo acto que acabábamos de cometer no le preocupaba en lo más mínimo; para él se trataba de un trabajo más. Nos desviamos de la carretera principal y empezamos a remontar el sinuoso, estrecho y sucio camino. Y entonces salimos al espacio abierto y pude verla, la mansión victoriana que se elevaba en la cumbre de la empinada pendiente. Rankin dió la vuelta y sin decir una palabra enfiló hacia la escarpada roca de un acantilado que se alzaba durante otros doce metros más, un poco a la derecha de la casa.

Se produjo un horrendo sonido chirriante y se abrió una parte de la colina lo suficientemente ancha como para permitir el paso del automóvil. Rankin nos condujo adentro y apagó el motor.

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Nos encontramos en una estancia pequeña, con forma de cubo, que servía como garaje oculto. En ese momento se abrió una puerta al otro extremo y un hombre alto y rígido se nos acercó.

El rostro de Steffen Weinbaum parecía una calavera; tenía unos ojos insondables y una piel que se le tensaba tanto sobre los pómulos que la carne era casi transparente.

—¿Dónde está? —su voz era profunda, ominosa.En silencio, Rankin se bajó y yo lo seguí. Rankin abrió el baúl y sacamos la figura envuelta

en la manta. Weinbaum asintió lentamente.—Bien, muy bien. Tráiganlo al laboratorio.

CAPÍTULO DOS

Mis padres murieron en un accidente automovilístico cuando yo tenía trece años. Quedé solo y tendría que haber ido a parar a un orfanato. Pero el testamento de mi padre reveló que me había dejado una sustancial suma de dinero, y yo tenía mucha confianza en mí mismo. Los de asistencia social nunca me rondaron y a los trece años me ví abandonado en el extraño rol de ser el único inquilino de mi propia casa. Pagué la hipoteca de la cuenta del banco e intenté estirar los dólares tanto como fuera posible.

El dinero escaseaba para cuando tuve dieciocho años y terminé el colegio, pero igual quise ingresar en la universidad. Vendí la casa por diez mil dólares por intermedio de un comprador de bienes raíces. A comienzos de septiembre todo se me vino encima. Recibí una carta muy amable de Erwin, Erwin y Bradstreet, Abogados. Para ponerlo en el idioma del hombre de la calle, la carta decía que el departamento comercial en el que mi padre había estado empleado había llevado una auditoria general de sus libros; parecía que faltaban quince mil dólares y que tenían pruebas de que mi padre se los había robado. El resto de la carta simplemente manifestaba que si yo no pagaba los quince mil dólares iríamos a la corte y que intentarían duplicar aquella cantidad.

Todo aquello me trastornó y, por esa razón, aquellas preguntas que se me tendrían que haber ocurrido no lo hicieron. ¿Por qué no descubrieron antes el error? ¿Por qué me estaban ofreciendo arreglar el asunto sin ir a la corte?

Fui hasta la oficina de Erwin, Erwin y Bradstreet y discutimos el tema. Para decirlo en pocas palabras, pagué la suma que me estaban pidiendo y me quedé sin dinero.

Al día siguiente busqué la firma Erwin, Erwin y Bradstreet en la guía telefónica. No figuraba. Me dirigí a su oficina y encontré un cartel de Se Alquila en la puerta. Fue entonces cuando comprendí que había sido estafado como un niño incauto; cosa que, reflexioné miserablemente, era justo lo que yo era.

A los de la universidad los engañé durante mis primeros meses, pero finalmente descubrieron que no había sido convenientemente matriculado.

Ese mismo día conocí a Rankin en un bar. Fue mi primera experiencia en una taberna. Tenía una licencia de conducir falsificada, así que pedí los whiskys suficientes como para emborracharme. Imaginé que lograrlo me llevaría algo así como dos whiskys puros, ya que nunca antes de aquella noche había tomado más que una botella de cerveza.

El primero me sentó bien; el segundo logró que mi problema pareciera más inconsistente. Me estaba zampando el tercero cuando Rankin entró en el bar.

Se sentó en el taburete junto al mío y me miró con atención.—¿Tienes algún problema? —le pregunté bruscamente.Rankin sonrió.—Sí, ando buscando un ayudante.—¿Ah, sí? —le pregunté, interesado—. ¿Te refieres a que quieres contratar a alguien?—Sí.—Bien, soy tu hombre.Comenzó a decir algo pero luego cambió de idea.—Mejor vayamos a un reservado y conversémoslo, ¿te parece?Nos dirigimos a un reservado y comprendí que me estaba arriesgando demasiado. Rankin

tiró de la cortina.—Así está mejor. Ahora, ¿quieres un trabajo?

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Asentí.—¿Te preocupa de qué pueda tratarse?—No. ¿Cuánto es la paga?—Quinientos el trabajo.Se evaporó un poco la niebla rosada que me rodeaba. Algo no andaba bien allí. No me

gustó nada la forma en que usó la palabra «trabajo».—¿A quién tengo que matar? —pregunté con una sonrisa poco jovial. —No tienes que hacerlo. Pero antes de que pueda decirte de qué se trata, tendrás que

hablar con el señor Weinbaum.—¿Quién es?—Es un... científico.La niebla se evaporó más aún. Me levanté.—Uh-uh. No tengo interés en servir de conejito de indias. Consíguete a otro flaco.—No seas idiota —me dijo—. Nadie te hará daño.—Bien, vamos —respondí, en contra de mi buen juicio.

CAPÍTULO TRES

Tras una recorrida por la casa que incluyó al laboratorio, Weinbaum se refirió al propósito de mi labor. Vestía un guardapolvo blanco y había algo en él que hacía que me estremeciera por dentro. Se apoltronó en la sala y me señaló un asiento. Rankin había desaparecido. Weinbaum me observó con esos ojos penetrantes y una vez más sentí que me atravesaba una corriente helada.

—Se lo explicaré de este modo —dijo—; mis experimentos son demasiado complicados como para describirlos con lujo de detalles, pero están relacionados con la carne humana. Con carne humana muerta.

Empecé a notar que sus ojos se iluminaban con llamaradas vacilantes. Parecía una araña lista para zamparse una mosca, y toda la casa era su tejido. El sol se inflamaba al oeste, y profundos charcos de sombras se extendían por el cuarto, ocultando su rostro, pero dejando los relucientes ojos, como si se movieran en la creciente oscuridad.

Él continuaba hablando: —A menudo, las personas donan sus cuerpos a los institutos científicos para su estudio.

Desafortunadamente soy un hombre que trabaja en solitario, de modo que tengo que recurrir a otros métodos.

El horror saltó sonriendo desde las sombras, y por mi mente se filtró la horrible imagen de dos hombres cavando a la luz de una luna imprecisa. Una pala golpeaba la madera; el ruido congeló mi alma. Me puse de pie de un salto.

—Creo que puedo encontrar el camino hasta la puerta, señor Weinbaum.Se rió suavemente.—¿Le comentó Rankin cuál es la paga por este trabajo?—No estoy interesado.—Mal hecho. Esperaba que pudiera verlo a mi manera. No le llevaría más de un año ganar

el dinero suficiente como para volver a la universidad.Me sobresalté, experimentando la extraña sensación de que aquel hombre estaba

escrutando mi alma.—¿Cuánto sabe de mí? ¿Cómo lo averiguó?—Tengo mis recursos —rió entre dientes de nuevo—. ¿Va a reconsiderarlo?Vacilé.—¿Hacemos la prueba? —me preguntó suavemente—. Estoy convencido de que ambos

podemos llegar a un mutuo entendimiento.Tuve la terrible impresión de estar hablando con el mismísimo diablo, que de algún modo

me había obligado a venderle mi alma.—Preséntese aquí a las ocho en punto, pasado mañana a la noche —me dijo.Así fue como todo empezó.

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En cuanto Rankin y yo ubicamos el cadáver envuelto de Daniel Wheatherby sobre la mesa del laboratorio se encendieron unas luces detrás de unos paneles rectangulares que parecían tanques de vidrio.

—Weinbaum —sin darme cuenta, había olvidado llamarlo «señor»—; me parece...—¿Ha dicho algo? —preguntó, con sus ojos atravesando los míos. El laboratorio pareció

alejarse. Sólo quedábamos nosotros dos, precipitándonos en un submundo repleto de horrores que estaban más allá de la imaginación.

Rankin entró vestido con una blanca chaqueta corta, y rompió el hechizo al decir:—Todo listo, profesor.Rankin me detuvo en la puerta.—El viernes, a las ocho.Un escalofrío helado y terrible me corrió por la espalda cuando miré hacia atrás. Weinbaum

había tomado un escalpelo y estaba cortando la sábana que cubría el cuerpo. Ambos me miraron de manera extraña y yo me largué de allí.

Me subí al auto y rápidamente desanduve el angosto y sucio sendero. No volví la mirada. El aire era puro y caliente, con una promesa de verano en ciernes. El cielo era azul, con algodonosas nubes blancas deslizándose por la cálida brisa estival. La noche anterior parecía una pesadilla, un sueño vago que, como todas las pesadillas, se vuelve irreal y transparente cuando resplandece la brillante luz del día. Pero cuando conduje más allá de las verjas de hierro del Cementerio Crestwood comprendí que no se trataba de un sueño. Cuatro horas atrás mi pala había removido la tierra que cubría la tumba de Daniel Wheatherby.

Un nuevo pensamiento me asaltó por primera vez. ¿Qué le estaban haciendo al cuerpo de Daniel Wheatherby en ese momento? Relegué la pregunta a un profundo rincón de mi mente y apreté el acelerador. Me concentré en manejar el auto, agradecido por haber alejado de mi mente, al menos durante un rato, la terrible acción que había llevado a cabo.

CAPÍTULO CUATRO

El paisaje de California se borroneaba a medida que aumentaba la velocidad. Los neumáticos chirriaron en una curva y, cuando salí de ella, varias cosas sucedieron al mismo tiempo.

Vi a una camioneta imprudentemente estacionada en medio de la línea blanca, a una muchacha de unos dieciocho años corriendo justo hacia mi auto, y a un hombre mayor detrás de ella. Clavé los frenos, que explotaron como bombas. Maniobré el volante y el cielo de California de repente se encontró debajo de mí. Entonces todo se acomodó y comprendí que había dado una vuelta de campana. Por un momento quedé aturdido, pero entonces un grito fuerte y chillón, penetrante, me atravesó la cabeza.

Abrí la puerta y corrí a toda velocidad por la ruta. El hombre tenía a la muchacha y estaba arrastrándola hacia la camioneta. Era más fuerte que ella, pero la chica le estaba arrancando unos centímetros de piel por cada paso que él daba.

El tipo me descubrió.—Tú te quedas donde estás, compañero. Yo soy su tutor.Me detuve y me sacudí las telarañas de mi cerebro. Era exactamente lo que él había estado

esperando. Cargó con un puñetazo que me asestó a un lado de la barbilla y me derribó al suelo. Agarró a la muchacha y prácticamente la arrojó dentro de la cabina.

Cuando logré levantarme él ya estaba en el asiento del conductor y haciendo rechinar los neumáticos. Pegué un salto y me subí al techo justo cuando arrancaba. Por poco no salí despedido, aunque tuve que arañar como cinco capas de pintura para poder sujetarme. Entonces extendí un brazo a través de la ventanilla abierta y lo sujeté del cuello; con una maldición, el tipo me agarró de la mano. Dio un volantazo, y el camión giró locamente al borde de un empinado terraplén.

Lo último que recuerdo es la trompa del camión apuntando hacia abajo. Entonces mi contrincante me salvó la vida al pegarme un tirón del brazo; salí dando volteretas justo cuando el camión se zambullía por el precipicio.

Aterricé duro, aunque la piedra en la que aterricé lo era más. Todo se desvaneció.

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Algo fresco me tocó la frente cuando recuperé el sentido. Lo primero que vi fue la luz roja que destellaba en el techo del auto de aspecto oficial, estacionado junto al terraplén. Me erguí de repente, y unas manos suaves me empujaron hacia abajo. Unas manos agradables, las manos de la muchacha que me había metido en este enredo.

Tenía a un Agente de la Policía de Carreteras sobre mí, y a una voz oficial que me decía:—La ambulancia está en camino. ¿Cómo se encuentra?—Machucado —le dije, sentándome de nuevo—. Aunque dígale a la ambulancia que se

largue. Estoy bien.Intentaba sonar impertinente. La policía era lo último que necesitaba luego del "trabajito" de

las últimas noches.—¿Qué puede decirme sobre esto? —preguntó el policía, sacando una libreta de notas.

Antes de contestarle caminé sobre el terraplén. El estómago me dio un vuelco. La camioneta estaba enterrada de trompa en el suelo de California, y mi compañero de boxeo estaba transformando a aquella buena tierra de California en un barro rojizo con su propia sangre. Yacía grotescamente, con una mitad dentro de la cabina, y con la otra mitad fuera. Los fotógrafos estaban haciendo sus tomas. Estaba muerto.

Retrocedí. El agente de policía me miraba como esperando que vomitara pero, gracias a mi nuevo trabajo, mi estómago era admirablemente fuerte.

—Yo venía conduciendo desde el distrito de Belwood —le respondí—, aparecí doblando aquella curva…

Le conté el resto de la historia con la ayuda de la muchacha. Justo cuando terminé llegó la ambulancia. A pesar de mis protestas y de las de mi todavía anónima amiga, fuimos empujados a la parte trasera.

Dos horas después teníamos el visto bueno de salud por parte del agente de policía y de los doctores, y nos pidieron que testimoniáramos en las pesquisas de la semana siguiente.

Encontré mi automóvil en el bordillo. Se encontraba un poco peor que antes, aunque las ruedas reventadas habían sido reemplazadas. ¡En el salpicadero había una factura que daba cuenta de los gastos del camión grúa, de los neumáticos, y del escuadrón de limpieza! Ascendía a casi doscientos cincuenta dólares; la mitad del cheque por el trabajo de la noche anterior.

—Pareces preocupado —dijo la chica.Me volví hacia ella.—Um, sí. Bien, ya que esta mañana casi nos asesinan juntos, ¿qué te parece si me dices

cómo te llamas y vamos a almorzar a algún lado?—De acuerdo —dijo ella—. Mi nombre es Vicki Pickford. ¿Y el tuyo?—Danny —respondí inexpresivamente mientras nos apartábamos del bordillo. Cambié de

tema con rapidez—. ¿Qué sucedió esta mañana? Le escuché decir a ese tipo que era tu tutor...—Sí —confirmó.Me reí.—Mi nombre es Danny Gerad. Te enterarás por los diarios vespertinos. Ella sonrió gravemente.—De acuerdo. Era mi custodio. También era un borrachín y un tipo despreciable.Sus mejillas se tiñeron de rojo. La sonrisa desapareció.—Lo odiaba, y me alegro de que haya muerto.Me echó una mirada cortante y por un instante vislumbré el húmedo brillo del miedo en sus

ojos; luego recuperó su autocontrol. Estacionamos y comimos el almuerzo.Cuarenta minutos después pagué la cuenta con mi dinero recientemente adquirido y

regresamos al auto.—¿Hacia dónde? —pregunté.—Motel Bonaventure —dijo ella—. Es donde estoy parando.Ella notó un sobresalto de curiosidad en mis ojos y suspiró.—Está bien, estaba huyendo. Mi tío David me encontró e intentó arrastrarme de vuelta a

casa. Cuando le dije que no iría me metió en la camioneta. Estábamos pasando esa curva cuando le arrebaté el volante de las manos. Entonces llegaste tú.

Se encerró en sí misma como una almeja y no intenté obtener más nada de ella. Había algo extraño en su historia; no quise presionarla. La acerqué hasta la playa de estacionamiento y apagué el motor.

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—¿Cuándo puedo verte de nuevo? —pregunté—. ¿Qué tal si vemos una película mañana?—Seguro —contestó.—Pasaré a buscarte a las siete y media —le dije y me alejé, reflexionando pensativamente

en los eventos que me habían ocurrido en las últimas veinticuatro horas.

CAPÍTULO CINCO

Cuando entré en el departamento el teléfono estaba sonando. Lo descolgué y tanto Vicki como el accidente y el luminoso mundo laboral de la California suburbana se fundieron en un submundo de sombras, de seres fantasmas. La voz que susurraba fríamente en el receptor era la de Weinbaum.

—¿Problemas? —inquirió con suavidad, aunque había un tono ominoso en su voz.—Tuve un accidente —le contesté.—Leí acerca de eso en el diario… —la voz de Weinbaum se arrastró. El silencio descendió

sobre nosotros durante un momento y luego dije:—¿Eso significa que me está descartando?Esperé que dijera que sí; yo no tenía la valentía suficiente para renunciar.—No —respondió con suavidad—, tan sólo quería asegurarme de que no reveló nada sobre

el... trabajo... que está realizando para mí.—Pues bien, no lo hice —le dije lacónicamente.—Mañana a la noche —me recordó—. A las ocho.Hubo un click y luego el tono de discar. Me estremecí y colgué el receptor. Tenía la

extrañísima sensación de acabar de cortar una comunicación con la tumba.La mañana siguiente a las siete y media en punto pasé a buscar a Vicki por el Motel

Bonaventure. Ella estaba ataviada con un vestido que le daba un aspecto estupendo. Le silbé por lo bajo; ella se ruborizó encantadoramente. No hablamos del accidente.

La película era buena y nos tomamos de la mano parte del tiempo, comimos palomitas de maíz parte del tiempo, y nos besamos una o dos veces. Todo aquello en una tarde agradable.

El segundo detalle importante sucedió llegando al climax de la película, cuando un acomodador bajó por el pasillo.

Se detenía en cada fila y parecía irritado. Finalmente se plantó en la nuestra. Barrió la fila de asientos con el haz de la linterna y preguntó:

—¿El señor Gerad? ¿Daniel Gerad?—¿Sí? —pregunté, sintiendo la culpa y el miedo corriendo a través de mí.—Hay un caballero en el teléfono, señor. Dice que es una cuestión de vida o muerte.Vicki me miraba sobresaltada mientras yo seguía al acomodador apresuradamente.

Alertaron a la policía. Mentalmente tomé nota de mis únicos parientes vivos. La tía Polly, la abuela Phibbs y mi tío abuelo Charlie; hasta donde yo sabía todos ellos seguían con vida.

Podrían haberme derribado con una pluma cuando levanté el receptor y escuché la voz de Rankin.

Habló rápidamente, con una cruda señal de miedo en su voz:—¡Ven aquí, ahora mismo! Necesitamos...Había sonidos de lucha, un grito ahogado, luego un chasquido y el tono vacío del discado.Colgué y regresé a toda prisa junto a Vicki.—Ven —le dije.Me siguió sin preguntarme nada. Al principio pensé en conducir hasta el motel, pero el grito

ahogado me hizo decidir que se trataba de una emergencia. Ni Rankin ni Weinbaum me gustaban, pero sabía que tenía que ayudarlos.

Nos largamos.—¿De qué se trata? —preguntó Vicki ansiosamente, mientras yo pisaba el acelerador y

hacía patinar el automóvil.—Mira —le dije—, algo me dice que tienes tus propios secretos con respecto a tu tutor; yo

también tengo los míos. Por favor, no preguntes.Ella no volvió a hablar.

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Tomé posesión de la senda de paso. El velocímetro subió de ciento veinte a ciento treinta, continuó aumentando y tembló al borde de los ciento cuarenta. Entré en el desvío en dos ruedas, y el auto se zarandeó, se aferró al piso y empezó a volar por el sendero.

Podía ver la casa, siniestra y lúgubre contra el cielo encapotado. Detuve el auto y me encontré afuera en un segundo.

—Espera aquí —le grité a Vicky por sobre mi hombro.Había una luz encendida en el laboratorio; abrí la puerta violentamente. Estaba vacío pero

arrasado. El lugar era un lío de tubos de ensayo rotos, aparatos destrozados y, sí, unas manchas sangrientas que cruzaban la puerta entornada que llevaba al garaje en sombras. Entonces advertí el líquido verde que fluía por el suelo en pegajosos riachuelos. Por primera vez noté que se había roto uno de los diversos tanques. Caminé por encima de los otros dos. Las luces que tenían adentro estaban apagadas, y los paneles que los cubrían no dejaban ver qué podrían haber tenido dentro o, ya que estamos, qué era lo que todavía tenían.

No tenía tiempo para andar mirando. No me gustó nada la vista de la sangre, todavía fresca y sin coagular, que se dirigía a la puerta delantera del garaje. Abrí la puerta con cuidado y entré en el garaje. Estaba oscuro y no sabía dónde buscar el interruptor de la luz. Me maldije por no traer la linterna que guardaba en la guantera. Me adelanté unos pocos pasos y me di cuenta de que una corriente de aire frío me soplaba contra la cara; avancé hacia ella.

La luz del laboratorio arrojaba un dorado pozo de luz a todo lo largo del suelo del garaje, aunque no llegaba a alumbrar nada en esa espesa negrura. Regresaron todos mis infantiles miedos a la oscuridad. Una vez más me introduje en esos reinos del terror que sólo un niño puede llegar a conocer. Comprendí que la sombra que me espiaba desde la oscuridad no podría disiparse con ninguna luz brillante.

De repente, mi pie derecho pisó el vacío. Adiviné que la corriente de aire provenía de una escalera en la que casi me había caído. Lo debatí durante un momento, pero luego me volví y atravesé de prisa el laboratorio y corrí hacia el auto.

CAPÍTULO SEIS

Vicki se me vino encima en cuanto abrí la puerta del auto.—¿Danny, qué estás haciendo aquí?Su tono de voz me hizo mirarla con atención. Su rostro se veía aterrorizado bajo el

enfermizo resplandor de la luz.—Trabajo en este lugar —expliqué brevemente.—Al principio no advertí donde nos encontrábamos —dijo ella, con lentitud—. Sólo una vez

estuve aquí.—¿Has estado aquí antes? —exclamé— ¿Cuándo? ¿Y por qué?—Una noche —dijo reservadamente—, le traje la comida al tío David. Se la había olvidado.El nombre hizo sonar una campanilla en mi mente. Ella comprendió que yo intentaba

recordar de quién se trataba.—Mi tutor —explicó—. Quizás lo mejor sería que te cuente toda la historia. Probablemente

sepas que no se suele designar como tutor a las personas que tienen problemas con la bebida. Bien, el tío David no siempre los tuvo. Hace cuatro años, cuando papá y mamá murieron en un choque de trenes, el tío David era la persona más amable que te puedas imaginar. La corte lo designó como mi tutor hasta que yo llegara a la mayoría de edad, con mi sustento completo.

Se quedó callada durante un momento, reviviendo sus recuerdos, y la expresión que le cruzó por los ojos no fue nada agradable; luego continuó el relato.

—Hace dos años cerró la compañía en la que trabajaba como vigilante nocturno, y mi tío se quedó sin trabajo. Estuvo desempleado durante casi año y medio. Comenzamos a desesperarnos, con tan sólo los cheques de asistencia social para alimentarnos y con la universidad amenazando con suspenderme. Entonces consiguió un trabajo. Era bien pago y originaba sumas fabulosas. Solía bromear sobre los bancos que había tenido que robar. Una noche él me miró y me dijo: «No se trata de bancos».

Sentí que el miedo y la culpa me daban golpecitos en el hombro con unos dedos fríos. Vicki siguió hablando.

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—Comenzó a volverse irritable. Empezó a traer whisky a la casa y a emborracharse. Me esquivaba en las ocasiones en que le preguntaba por su trabajo. Una noche me dijo que dejara de molestarlo y que me metiera en mis propios asuntos.

»Lo vi derrumbarse delante de mis propios ojos. Hasta que una noche se le escapó un nombre; Weinbaum, Steffen Weinbaum. Un par de semanas después olvidó llevarse su comida de medianoche. Busqué el nombre en la guía telefónica y se la llevé. Se puso terriblemente furioso, como nunca lo había visto.

»En las semanas que siguieron se quedaba más y más tiempo en esta casa horrible. Una noche, cuando volvió a casa, me pegó. Yo decidí escapar. El tío David que conocía estaba muerto, al menos para mí. Pero me atrapó... y entonces llegaste tú.

Se quedó callada.Me estremecí de la cabeza a los pies. Tenía una idea bastante aproximada acerca de qué

fue lo que hizo el tío de Vicki para ganarse la vida. La época en la que Rankin me había contratado coincidía con aquella en la que el tutor de Vicki perdiera el control. En ese instante estuve a punto de arrancar el auto y largarme, a pesar de la salvaje carnicería del laboratorio, a pesar de la escalera secreta, incluso a pesar del reguero de sangre en el piso. Pero entonces un grito lejano y débil llegó hasta nosotros. Manoteé el botón del compartimiento de la guantera, metí la mano dentro, y la revolví hasta encontrar la linterna.

La mano de Vicki me apretó el brazo.—No, Danny. Por favor, no lo hagas. Sé que algo terrible está pasando aquí. ¡Condúcenos

lejos de eso!El grito sonó de vuelta, esta vez más debilitado, y tomé una determinación: agarré la

linterna. Vicki me adivinó la intención.—Muy bien, iré contigo.—Uh-uh —dije—. Tú te quedas aquí. Tengo el presentimiento de que hay algo... suelto allí

afuera. Tú te quedas aquí.Volvió al asiento de mala gana. Cerré la puerta y regresé corriendo al laboratorio. Entré de

nuevo al garaje, sin detenerme. La linterna alumbró el agujero oscuro donde la pared se había deslizado para revelar la escalera. Con la sangre tamborileándome densamente en las sienes, me aventuré allí abajo. Fui contando los escalones, apuntando con la linterna hacia las anodinas paredes, hacia la impenetrable oscuridad de las profundidades.

—Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés...Al llegar al treinta, la escalera se convirtió repentinamente en un corto pasadizo. Empecé a

atravesarlo sigilosamente, deseando tener a mano un revólver o incluso un cuchillo que me hiciera sentir un poco menos desnudo y vulnerable.

De repente un grito, terrible y colmado de miedo, resonó en la oscuridad que tenía enfrente. Era el sonido del terror, el sonido de un hombre enfrentado con algo salido de los más profundos fosos del horror. Comencé a correr. Mientras lo hacía advertí que la fría corriente de aire me estaba soplando directamente en la cara. Supuse que el túnel debía dar al exterior. Y entonces me tropecé con algo.

Era Rankin, tirado en el charco de su propia sangre; sus ojos contemplaban el techo con un horror vidrioso. La parte trasera de su cabeza estaba aplastada.

Delante de mí escuché el disparo de una pistola, una maldición, y otro grito. Corrí hacia allí y por poco me caigo de bruces al tropezar con unos nuevos escalones. Al subirlos distinguí, allá arriba, una escalera vagamente enmarcada contra una abertura cubierta con malezas. Las hice a un lado y me encontré con un cuadro sorprendente: silueteada contra el cielo, una figura alta que sólo podía ser de Weinbaum, con un revólver colgándole de una mano, y mirando hacia el suelo en sombras. Incluso las nubes, que se habían abierto brevemente para dejar pasar la luz de las estrellas, volvieron a cerrarse.

Él me escuchó y se dio vuelta con prontitud, con sus ojos vidriosos como linternas rojas en la oscuridad.

—Oh, es usted, Gerad.—Rankin está muerto —le dije.—Lo sé —respondió—. Usted podría haberlo evitado llegando un poco más rápido.—Oh, cállese —le contesté, enojado—. Me apuré...Fui interrumpido por un sonido que, desde entonces, me ha venido persiguiendo en mis

pesadillas, un horroroso sonido maullante, como si se tratara del grito de dolor de alguna rata

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gigantesca. Por el rostro de Weinbaum vi pasar el reconocimiento, el miedo, y finalmente un parpadeo de determinación, todo en cuestión de segundos. Me sentí profundamente aterrorizado.

—¿Qué es eso? —pregunté con la voz estrangulada.Como al descuido, con toda su afectada indiferencia, barrió el fondo del pozo con el haz de

luz, y alcancé a notar que su mirada se apartaba de algo. La cosa maulló de nuevo y experimenté otro espasmo de miedo. Estiré el cuello para poder

ver qué clase de horror yacía en aquel pozo, un horror capaz de lograr que incluso Weinbaum gritara de abyecto terror. Y justo antes de que pudiera verlo, un horrible alarido de espanto se alzó y desplomó desde el difuso contorno de la casa.

Weinbaum dejó de alumbrar el pozo con su linterna y la apuntó contra mi cara.—¿Quién fue? ¿Con quién vino usted? —preguntó.Pero yo tenía mi propia linterna encendida, de modo que volví a atravesar corriendo el

pasadizo, con Weinbaum pegado a mis talones. Había reconocido el grito. Ya lo había oído antes, cuando una muchacha asustada casi se abalanza contra mi auto mientras huía de su maniático tutor.

¡Vicki!

CAPÍTULO SIETE

Escuché que Weinbaum ahogaba un grito cuando entramos en el laboratorio. El lugar estaba inundado del líquido verde. ¡Los otros dos recipientes estaban rotos! Sin detenerme, transpuse los recipientes destruidos y vacíos y salí por la puerta. Weinbaum no me siguió.

No había nadie en el coche; la puerta del lado del pasajero estaba abierta. Barrí el suelo con la luz de mi linterna. Aquí y allá se veían las huellas de una chica que calzaba tacones altos, una chica que tenía que ser Vicki. El resto de las huellas fueron borradas por algo monstruoso; vacilo al intentar considerarla una huella. Era más bien como si algo grande se hubiera arrastrado en dirección al bosque. Su enormidad quedó demostrada, además, cuando descubrí los arbolillos quebrados y la maleza aplastada.

Volví corriendo al laboratorio, donde Weinbaum estaba sentado con la cara pálida y estirada, contemplando los tres tanques vacíos y destrozados. El revólver estaba sobre la mesa; me apoderé de él y me dirigí hacia la puerta.

—¿Adónde se piensa que va con eso? —interpeló, poniéndose de pie. —Afuera, en busca de Vicki —gruñí—. Y si llega a estar herida o... —no terminé la frase.Me precipité en la aterciopelada oscuridad de la noche. Me zambullí en el bosque con la

pistola en una mano y la linterna en la otra, siguiendo el sendero trazado por algo en lo que no quería pensar. La pregunta vital que me ardía en la mente era si tenía a Vicki o si aún la estaba arrastrando. Si la tenía en su poder…

Mi pregunta fue respondida por un grito agudo que no sonó demasiado lejos de mí.Salí corriendo, más rápidamente ahora, cuando de repente aparecí en un claro.Quizás sea porque quiero olvidarlo, o tal vez sólo porque la noche era oscura y comenzaba

a ponerse brumosa, pero lo cierto es que tan solo puedo recordar cómo Vicki apareció a la luz de mi linterna, corriendo hacia mí, para enterrar su cabeza contra mi hombro y sollozar.

Una enorme sombra se me acercó maullando de manera asquerosa, volviéndome casi loco del terror. Atropelladamente, escapamos de aquel horror en la oscuridad, de regreso a las reconfortantes luces del laboratorio, lejos del nunca visto terror que acechaba en la negrura. Mi cerebro, enloquecido por el miedo, me decía que si sumabas dos y dos obtenías un cinco.

Los tres tanques habían contenido tres cosas provenientes de los más oscuros abismos de una mente retorcida. Una había escapado; Rankin y Weinbaum la persiguieron. Había matado a Rankin, pero Weinbaum la hizo caer en el pozo disimulado. La segunda cosa se debatía ahora torpemente en el bosque, y de repente recordé que, fuera lo que fuese, era muy grande y le había llevado bastante tiempo arrastrarse hasta allí. Entonces comprendí que había retenido a Vicki en una hondonada. ¡Había llegado al fondo... con mucha facilidad! Pero, ¿y volver a escalarla? Estaba casi seguro de que no podría lograrlo.

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Dos de ellas se encontraban fuera del juego. Pero, ¿dónde estaba la tercera? Mi pregunta fue respondida en ese preciso instante por un grito proveniente del laboratorio. Y por un… maullido.

CAPÍTULO OCHO

Corrimos hasta la puerta del laboratorio y la abrimos. Estaba vacío; los gritos y los terribles sonidos maullantes provenían del garaje. Llegué a la puerta, y desde aquel entonces he estado agradecido de que Vicki se quedara en el laboratorio y se ahorrara la visión que me ha despertado de mil espantosas pesadillas.

El laboratorio estaba en sombras y lo único que podía distinguir era una enorme mancha moviéndose perezosamente. ¡Y los alaridos! Gritos de terror, los gritos de un hombre que se está enfrentando a un monstruo salido de los abismos del infierno. Algo maullaba espantosamente y parecía jadear complacido.

Mi mano se movió en busca de la llave de la luz. ¡Allí estaba, la encontré! La luz inundó el cuarto, iluminando un cuadro de horror que era el resultado del asunto de la tumba en el que había participado, tanto el tío muerto como yo.

Un gusano grande y blanquecino se retorcía en el suelo del garaje, reteniendo a Weinbaum con sus ventosas extendidas, alzándolo hacia esa boca rosa y goteante de la que provenían los desagradables maullidos. Las venas, rojas y pulsantes, sobresalían bajo su carne viscosa, y millones de diminutos gusanos serpenteaban en las vasos sanguíneos, en la piel, incluso formaban un gran ojo que me miró fijamente. Un inmenso gusano, compuesto de centenares de millones de gusanos, los festejantes de la carne muerta que Weinbaum había utilizado tan desvergonzadamente.

Inmerso en el submundo del terror, disparé el revólver una y otra vez. La cosa maulló y se convulsionó.

Weinbaum gritó algo mientras era arrastrado inexorablemente hacia la boca que esperaba. Aunque no podía creerlo, logré entenderle por sobre el horroroso sonido que producía la criatura.

—¡Dispárele! ¡Por el amor del cielo, dispárele!Entonces noté los pegajosos charcos de líquido verde que, provenientes del laboratorio, se

rebalsaban sobre el suelo. Me puse a buscar mi encendedor, lo encontré y lo accioné frenéticamente. De repente recordé que había olvidado cambiarle la piedra. De modo que busqué la cajita de fósforos, saqué uno y con aquél encendí todos los demás. Lo hice justo cuando Weinbaum gritaba por última vez. Distinguí su cuerpo a través de la translúcida piel de la criatura, que aún se sacudía mientras miles de gusanos se le pegaban como sanguijuelas. Sintiendo náuseas, arrojé los fósforos encendidos en el rezume verde. Era inflamable, tal como lo imaginaba. Estalló en llamas resplandecientes. La criatura se enroscó en una asquerosa pelota de carne pulsante y podrida.

Me volví y salí a los trompicones hasta donde se encontraba Vicki, pálida y temblorosa.—¡Vamos! —le dije—; salgamos de aquí! ¡Todo el lugar va a arder!Nos abalanzamos dentro del auto y nos alejamos a toda velocidad.

CAPÍTULO NUEVE

No queda mucho por agregar. Imagino que habrán leído todo lo referente al fuego que arrasó el distrito residencial Belwood de California, y que barrió con casi veinte kilómetros cuadrados de bosques y casas residenciales. No podría sentirme demasiado mal acerca de aquel incendio. Calculo que cientos de personas habrían sido exterminadas por las gigantescas cosas-gusano que Weinbaum y Rankin estaban engendrando. Volví a aquel lugar en el auto, luego del incendio. Todo estaba lleno de ruinas carbonizadas. No quedaban restos reconocibles del horror contra el que luchamos esa última noche, y, tras buscar durante un rato, encontré un armario de metal. Adentro tenía tres cuadernos de anotaciones.

Uno de ellos era el diario de Weinbaum. Lo leí con detenimiento. Revelaba que estaban experimentando con la carne muerta, exponiéndola a los rayos gamma. Un día observaron una

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cosa extraña: algunos de los gusanos que se arrastraban sobre la carne estaban creciendo, agrupándose. Con el tiempo fueron creciendo juntos, formando tres grandes gusanos por separado. Quizás la bomba radiactiva había acelerado la evolución.

No lo sé.Además, no quiero saberlo.Supongo que, en cierto modo, tuve algo que ver con la muerte de Rankin; la carne del

cadáver cuya tumba yo mismo había profanado quizás había alimentado a la misma criatura que lo terminó matando.

Vivo con ese pensamiento. Pero creo que puede haber un perdón. Me estoy esforzando por conseguirlo. O, más bien, ambos nos estamos esforzando.

Vicki y yo. Juntos.

I WAS A TEENAGE GRAVE ROBBER, publicado por primera vez en el fanzine Comics review, 1966.

IN A HALF WORLD OF TERROR, publicado por Mary Wolfman en Stories of Suspense Nº 2, (reimpresión, historia originalmente titulada I WAS A TEENAGE GRAVE ROBBER).

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HAY QUE AGUANTAR A LOS NIÑOS

Su nombre era señorita Sydley, de profesión maestra. Era una mujer menuda que tenía que erguirse para poder escribir en el punto más alto de la

pizarra, como hacía en aquel preciso instante. Tras ella ninguno de los niños reía ni susurraba, ni picaba a escondida ningún dulce que sostuviera en la mano. Conocían demasiado bien los instintos asesinos de la señorita Sydley. La señorita Sydley siempre sabía quién estaba mascando chicle en la parte trasera de la clase, quién guardaba un tirachinas en el bolsillo, quién quería ir al lavabo para intercambiar cromos de béisbol en lugar de hacer sus necesidades. Al igual que Dios, siempre parecía saberlo todo al mismo tiempo.

Su cabello se estaba tornando gris, y el aparato que llevaba para enderezar se maltrecha espalda se dibujaba con toda claridad bajo el vestido estampado. Una mujer menuda, atenazada por constantes sufrimientos; una mujer con ojos de pedernal. Pero la temían. Su afilada lengua era una leyenda en el patio de la escuela. Al clavarse en un alumno que reía o susurraba, sus ojos podían convertir las rodillas más robustas en pura gelatina.

En aquel momento, mientras apuntaba en la pizarra la lista de palabras que tocaba deletrear, la maestra se dijo que el éxito de su larga carrera docente podía resumirse y confirmarse mediante aquel gesto tan cotidiano. Podía volver la espalda a sus alumnos con toda tranquilidad.

-Vacaciones- anunció mientras escribía la palabra en la pizarra con su letra firme y prosaica-. Edward, haz una frase con la palabra vacaciones, por favor.

- Fui de vacaciones a Nueva York - recitó Edward. A continuación, repitió la palabra con todo cuidado, tal como les había enseñado la señorita

Sydley. Muy bien Edward- aprobó la maestra mientras escribía la siguiente palabra. Tenía sus pequeños trucos, por supuesto. Estaba del todo convencida de que el éxito

dependía tanto de los pequeños detalles como de las grandes acciones. Aplicaba aquel principio en todo momento, y lo cierto era que nunca fallaba.

Uno de sus pequeños trucos consistía en el modo en que utilizaba las gafas. Toda la clase quedaba reflejada en sus gruesos cristales, y siempre tenía una leve punzada de regocijo al ver sus rostros culpables y asustados cuando los sorprendía en alguna de sus malvados jueguecitos. En aquel momento, distinguió a través de sus gafas la imagen distorsionada y fantasmal de Robert. El chico estaba arrugando la nariz. La señorita Sydley no habló. Todavía no. Robert se ahorcaría por sí solo si le daban un poco más de cuerda.

-Mañana- articuló con toda claridad-. Robert, haz una frase con la palabra mañana, por favor.

Robert frunció el ceño mientras se concentraba. La clase estaba silenciosa y adormilada aquél caluroso día de finales de septiembre. El reloj eléctrico que pendía de la puerta indicaba que todavía quedaba media hora para que sonara el timbre de las tres, y lo único que impedía que las jóvenes cabezas cayeran sobre sus libros de ortografía era la silenciosa y terrible amenaza que representaba la espalda de la señorita Sydley.

-Estoy esperando, Robert. -Mañana pasará algo malo- repuso Robert. Las palabras eran inofensivas, pero a la señorita Sydley, que había desarrollado el séptimo

sentido propio de todos los docentes estrictos, no le gustaron ni pizca. -Ma-ña-na- terminó Robert, tal como le habían enseñado. Mantenía las manos unidas sobre

el pupitre y en aquel momento volvió a arrugar la nariz. Al mismo tiempo, esbozó una pequeña sonrisa torva. De pronto, la señorita Sydley tuvo la certeza de que Robert conocía el pequeño truco de las gafas.

Muy bien, de acuerdo. Empezó a escribir la siguiente palabra en la pizarra sin regañar a Robert, dejando que su

cuerpo erguido transmitiera su propio mensaje. Mientras escribía, observaba atentamente a Robert con un ojo. El chiquillo no tardaría en sacarle la lengua o hacer aquel asqueroso gesto con el dedo que todos los niños e incluso las niñas conocían, a fin de comprobar si la maestra sabía lo que estaba haciendo. Y entonces sería castigado.

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El reflejo de Robert era pequeño, fantasmal, distorsionado. La señorita Sydley apenas prestaba atención a la palabra que estaba escribiendo en la pizarra.

De pronto, Robert se transformó. La señorita Sydley apenas entrevió el cambio, tan sólo distinguió durante una fracción de

segundos el rostro de Robert mientras se transformaba en algo... diferente. Se volvió con brusquedad, con el rostro pálido, ignorando la punzada de dolor que le

acometió en la espalda.Robert la miraba con expresión inocente y perpleja. Sus manos seguían unidas sobre la

mesa. En su cogote se apreciaban los primeros indicios de un remolino. No parecía asustado. «Ha sido fruto de mi imaginación -se dijo la maestra-. Estaba buscando algo, y mi mente

me ha jugado una mala pasada. Parece absolutamente inocente... sin embargo...» -¿Robert? Pretendía que su voz sonara autoritaria, que tuviera un timbre que impulsara a Robert a

confesar. Pero no lo logró. -¿Si señorita Sydley? Sus ojos eran de color castaño oscuro, como el lodo que yace en el fondo de un río de

cauce lento. -Nada. Se volvió de nuevo hacia la pizarra. Un murmullo apenas audible recorrió el aula. -¡Silencio!- ordenó al tiempo que se daba la vuelta-. Otro sonido y nos quedaremos todos

después de la clase. Se había dirigido a toda la clase, pero, de hecho, su mirada permanecía clavada en Robert,

quién se la devolvió con infantil inocencia. «Quién ¿yo? yo no, señorita Sydley.» La maestra se volvió a la pizarra y empezó a escribir sin espiar a través de sus gafas. La

última media hora se le antojó interminable, y tuvo la sensación de que Robert le lanzaba una mirada extraña al salir de la clase. Una mirada que parecía decir: «Tenemos un secreto ¿eh?»

No podía apartar de sí aquella mirada. Permanecía clavada en su mente, como un trocito de ternera que se le hubiera quedado entre dos muelas, un grano de arena que parecía una montaña.

Cuando se dispuso a tomar su solitaria cena, consistente en huevos escalfados y tostadas, todavía la atenazaba aquella imagen. Sabía que estaba envejeciendo, y lo aceptaba con serenidad. No sería una de aquellas maestras solteronas que patalean y gritan cuando las sacan a rastras de sus clases al llegar el momento de la jubilación. Le recordaban a los jugadores incapaces de apartarse de la mesa del juego cuando van perdiendo. Pero ella no iba perdiendo. Siempre había sido una ganadora.

Bajó la vista hacia los huevos escalfados. ¿Verdad? Pensó en los limpios rostros de sus alumnos de tercero, y decidió que el de Robert

sobresalía sobre los demás. Se levanto y encendió otra luz. Más tarde, justo antes de dormirse, el rostro de Robert apareció ante ella, esbozando una

desagradable sonrisa en la oscuridad que se extendía tras sus párpados cerrados. El rostro empezó a transformarse...

Pero antes de que pudiera distinguir en qué se estaba convirtiendo aquel rostro, se sumió en las tinieblas del sueño.

La señorita Sydley pasó una noche inquieta, por lo que al día siguiente se mostró brusca y malhumorada. Estaba a la expectativa, casi esperando que alguien susurrara, riera o tal vez pasara una nota al compañero. Pero la clase permaneció en silencio... en un profundo silencio. Todos los alumnos la miraban sin expresión, y la maestra casi sentía el peso de sus miradas sobre ella, como si se tratara de hormigas ciegas que se pasaran por su cuerpo.

«¡Basta! -se dijo con severidad-. Te estas comportando como una chiquilla asustadiza que acaba de salir de la escuela de maestros.»

Una vez más, el día se le antojó eterno, y creyó sentirse más aliviada qué sus alumnos cuando el timbre anunció el final de las clases. Los niños se alinearon en filas junto a la puerta, niños y niñas ordenados por estatura y cogidos de la mano.

-Podéis retiraos- dijo y se quedó escuchando con amargura los gritos de los niños que corrían por el pasillo y salían a disfrutar del brillante sol.

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«¿Qué era lo que vi cuando se transformó? Algo bulboso. Algo que relucía. Algo que me miraba fijamente, si, me miraba fijamente y sonreía y no era un niño, desde luego que no. Era viejo y malvado y... »

-¿Señorita Sydley? La maestra alzó la cabeza con brusquedad y de sus labios escapó una pequeña

exclamación involuntaria. Era el señor Hanning. -No pretendía asustarla- dijo el hombre con una sonrisa de disculpa. -No se preocupe- Repuso la maestra en un tono más hosco del que pretendía dar a sus

palabras. ¿En que estaría pensando? ¿Qué era lo que pasaba? -¿Le importaría comprobar si hay toallas de papel en el lavabo de chicas? -Ahora mismo voy. La maestra se incorporó mientras se llevaba las manos a la parte baja de la espalda. El

señor Hanning la contempló con expresión compasiva. «No se esfuerce-pensó la señorita Sydley-. A la solterona no le divierte esto en lo absoluto. Ni siquiera le interesa.»

Pasó junto al señor Hanning y se dirigió al lavabo de chicas. Las risas de unos chicos que llevaban maltrechos accesorios de béisbol se apagaron al acercarse ella. Los chicos salieron con expresión culpable antes de reanudar sus carcajadas y gritos en el patio.

La señorita Sydley frunció el ceño mientras pensaba que los niños habían sido distintos en sus tiempos. No más corteses, pues los niños nunca habían sido corteses, y no precisamente más respetuosos con los adultos; pero se apreciaba una suerte de hipocresía que nunca había existido. Un sonriente silencio en presencia de los adultos que nunca había existido. Una suerte de desprecio silencioso que resultaba molesto e inquietante. Como si...

«¿Se ocultaran detrás de las máscaras? ¿Es eso?» Apartó de sí aquel pensamiento y entró en el baño. Se trataba de una estancia pequeña en

forma de L. Los retretes estaban alineados a lo largo del brazo mas largo, mientras que los lavabos se extendían a lo largo de la parte más corta de la habitación.

Mientras inspeccionaba los recipientes de la toalla de papel, divisó su imagen reflejada en uno de los espejos, y quedó petrificada al contemplarse con mayor detalle. No le gustó nada lo que vio... ni pizca. Percibió una mirada que no había tenido dos días antes, una mirada temerosa, vigilante. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el reflejo borroso del rostro pálido y respetuoso de Robert se había adueñado de ella.

La puerta del baño se abrió y entraron dos niñas riendo y susurrando. Cuando estaba a punto de doblar la esquina y pasar junto a ellas, oyó que pronunciaban su nombre. Regresó a los lavabos y volvió a inspeccionar los recipientes de toallas.

-Y entonces... Risitas ahogadas. -Ella lo sabe pero... Más risitas, suaves y pegajosas como jabón fundido. -La señorita Sydley está... Se acercó un poco para ver sus sombras, difusas y borrosas a causa de la luz que se

filtraba a través de las ventanas de cristales lechosos, unidas en su infantil excitación. Otro pensamiento cruzó su mente. «Ellas sabían que estaba ahí.» Sí. Sí, lo sabían. Esas pequeñas zorras lo sabían. La zarandearía. Las sacudiría hasta que les castañearan los dientes y sus risas se

convirtieran en aullidos; les golpearía la cabeza contra la pared de azulejos hasta que confesaran que lo sabían.

En aquel momento, las sombras empezaron a transformarse. Parecieron alargarse, fluir como sebo mientras cobraban extrañas formas jorobadas que impulsaron a la señorita Sydley a retroceder hacia los lavados de porcelana, con el corazón desbocado.

Pero las niñas siguieron riendo. Las voces se transformaron; dejaron de ser infantiles y se convirtieron en sonidos

asexuados, desalmados y muy, muy malvados. Un sonido lento y turgente de humor salvaje que doblaba la esquina hacia ella como si del contenido de desagüe se tratara.

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Clavó la mirada en aquellas sombras jorobadas y de pronto, empezó a gritar. El grito siguió y siguió, hinchándose en su mente hasta adquirir proporciones dementes. Y en aquel instante, perdió el conocimiento. Las risitas, como carcajadas del diablo, las siguieron hasta las tinieblas.

Por supuesto no podía contarles la verdad. La señorita Sydley lo supo desde el momento en que abrió los ojos y distinguió los rostros

ansiosos del señor Hanning y la señora Crossen. Esta última sostenía bajo su nariz el frasco de sales procedente del botiquín del gimnasio. El señor Hanning se volvió y pidió a las dos niñas que observaban a la señora Sydley con curiosidad que se fueran a casa.

Las dos niñas le dedicaron una sonrisa... una sonrisa lenta, que indicaba que compartían un secreto con ella, y salieron de la escuela.

Muy bien, guardaría el secreto. Durante un tiempo. No permitiría que la gente creyera que se había vuelto loca, o que los primeros tentáculos de la senilidad se habían apoderado de ella antes de tiempo. Jugaría con sus reglas hasta que estuviera en posición de desenmascararlos y arrancar el problema de raíz.

-Creo que he resbalado -Explicó en tono sereno mientras se incorporaba, haciendo caso omiso del terrible dolor de la espalda que la atormentaba-. Algún charco de agua.

El señor Hanning le dirigió una mirada de gratitud. La maestra se puso en pie entre tremendas punzadas de dolor. Al día siguiente, la señorita Sydley obligó a Robert a quedarse en la escuela después de

clase. El muchacho no había hecho nada malo, por lo que se limitó a acusarlo de una falta imaginaria. No sintió remordimientos por ello. Era un monstruo, no un niño. Tenía que obligarlo a confesar.

La espalda la estaba martirizando. Se dio cuenta de que Robert lo sabía y que esperaba que eso le favorecería. Pero se equivocaba. Esa era otra de sus pequeñas ventajas. La espalda le había dolido de un modo constante durante los últimos doce años, y en muchas ocasiones el dolor había sido tan intenso como en aquel momento... bueno, casi.

Cerró la puerta para que ambos quedaran aislados del exterior. Durante un momento permaneció inmóvil con la mirada clavada en Robert. Esperó a que el

niño bajara los ojos, pero fue en vano. Robert siguió mirándola con fijeza y de pronto, una pequeña sonrisa empezó a dibujarse en las comisuras de sus labios.

Los sonidos de los demás niños en el patio parecían muy lejanos, como pertenecientes a un sueño. Solo el zumbido hipnótico del reloj de la pared era real.

-Somos bastantes -anunció Robert de pronto, como si hablara del tiempo. Ahora le tocó el turno a la señorita Sydley de permanecer en silencio. -Once en esta escuela. «Malvado -se dijo la maestra muy asombrada-. Muy malvado, increíblemente malvado.» -Los niños que dicen mentiras van al infierno - replicó con toda claridad-. Sé que muchos

padres ya no se lo explican a su... prole..., pero te aseguro que es cierto, Robert. Los niños que dicen mentiras van al infierno y las niñas también.

La sonrisa de Robert se hizo más amplia y malvada. -¿Quiere ver cómo me transformo, señorita Sydley? ¿Quiere verlo bien? Un hormigueo recorrió la espalda de la señorita Sydley. -Márchate- ordenó con brusquedad-. Y trae a tu madre o a tu padre a la escuela mañana.

Entonces arreglaremos todo este asunto. Eso es. Ya volvía a pisar tierra firme. Esperó que el rostro del niño se contrajera; esperó la

aparición de las lágrimas. En lugar de ello, la sonrisa de Robert se ensanchó aún más, se amplió hasta mostrar sus

dientes. -Será como traemos algo a clase para explicar qué es, ¿verdad señorita Sydley? A

Robert... al otro Robert... le gustaba ese juego.-Todavía está escondido en el fondo de mi cabeza- la sonrisa se curvó en las comisuras de

los labios como si de papel quemado se tratara-. A veces se pone a correr por ahí... me pica quiere que le deje salir.

-Márchate- repitió la señorita Sydley en tono impávido. El zumbido del reloj se le antojaba cada vez más cercano. Robert empezó a transformarse.

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De pronto, su rostro se difuminó como cera fundida. Los ojos se aplanaron y ensancharon como yema que alguien hubiese pinchado con un cuchillo, la nariz se amplió con un bostezo, la boca desapareció. La cabeza se alargó, y el cabello dejó de ser cabello para concertarse en una maraña desordenada y crispada.

Robert soltó una risita ahogada. El sonido lento y cavernoso procedía de lo que había sido su nariz, pero la nariz había

devorado la parte baja de su rostro; las fosas nasales se habían fundido en un solo agujero que se asemejaba a una enorme boca abierta de par en par.

Robert se levantó sin dejar de reír, y tras él, la señorita Sydley distinguió los últimos vestigios del otro Robert, el chiquillo del que aquel engendro se había apoderado y que aullaba aterrorizado, rogando que lo dejaran salir de allí.

La maestra echó a correr. Huyó gritando por el pasillo, y los pocos alumnos que quedaban en la escuela se volvieron

para mirarla con ojos inocentes y abiertos de par en par. El señor Hanning abrió su puerta de golpe en el momento en que la maestra cruzaba las amplias puertas acristaladas de la entrada, un espantapájaros loco y gesticulante dibujado contra el brillante sol de Septiembre.

El hombre la siguió a la carrera, con la nuez bailándole en la garganta. La señorita Sydley no veía ni oía nada en absoluto. Bajó a trompicones los escalones de

entrada, atravesó la acera y se abalanzó sobre la calle, dejando tras de sí una intensa estela de chillidos. De pronto, se escuchó el atronador y profundo sonido de un claxon, y una fracción de segundos más tarde, el autobús se precipitó sobre ella. A través del parabrisas, el rostro del conductor aparecía contraído en una máscara de temor. Los frenos chirriaron como dragones enojados.

La señorita Sydley cayó al suelo, y las enormes ruedas del vehículo se detuvieron humeantes a pocos centímetros de su cuerpo frágil y enclaustrado en la prótesis. Permaneció tendida en el suelo, temblando mientras el gentío se agolpaba a su alrededor.

Al volverse, comprobó que los niños la miraban con fijeza. Estaban colocados en un apretado círculo, como los asistentes a un entierro en torno a una tumba abierta. A la cabecera de la tumba se hallaba Robert, un pequeño sepulturero preparado para verter la primera palada de tierra sobre su rostro.

La señorita Sydley clavó la mirada en los niños. Sus sombras la cubrían por entero. Sus rostros permanecían impasibles. Algunos de ellos esbozaban pequeñas sonrisas enigmáticas, y la señorita Sydley supo que no tardaría en ponerse a gritar de nuevo.

En consecuencia, la señorita Sydley regresó a finales de Septiembre, dispuesta una vez más a reanudar el juego y conocedora ya de las reglas.

En una ocasión, durante una vigilancia de patio, Robert se acercó a ella con una pelota de goma y una sonrisa pintada en el rostro.

-Somos tantos que no lo creería-dijo-, ni usted ni nadie -añadió con una malvado guiño que la dejó petrificada-. Quiero decir, si intentara explicárselo a alguien...

Una niña que jugaba en los columpios del otro lado del patio la miró con fijeza y estalló en carcajadas.

La señorita Sydley dedicó a Robert una sonrisa llena de serenidad. -Pero Robert, ¿de qué estás hablando? Pero Robert siguió sonriendo mientras regresaba para incorporarse al juego. La señorita Sydley llevó la pistola a la escuela en el bolso. El arma había pertenecido a su

hermano, quien se la había arrebatado a un soldado alemán muerto poco después de la batalla de Bulge. Jim llevaba diez años muerto. No había abierto la caja que contenía el arma desde hacía al menos cinco, pero cuando la abrió la vio brillar con destellos apagados. Los cartuchos de munición seguían ahí, así que se dedicó a cargar el arma tal como le había enseñado Jim.

Dedicó una agradable sonrisa a sus alumnos, en especial a Robert. Robert le devolvió la sonrisa, y la maestra distinguió el engendro que flotaba justo debajo de su piel, aquel ser fangoso, lleno de inmundicia.

No tenía idea de qué era lo que anidaba debajo de la piel de Robert, y tampoco le importaba; sólo esperaba que el autentico Robert hubiera desaparecido por completo. No quería convertirse en una asesina. Decidió que el verdadero Robert debía de haber muerto o enloquecido por vivir dentro de aquella cosa sucia y serpenteante que había soltado una risita

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ahogada en la clase y la había obligado a lanzarse gritando a la calle. Así que, aun en caso de que estuviera vivo, liberarlo de aquel tormento constituiría un acto de misericordia.

-Hoy haremos un examen -anunció la señorita Sydley. Los alumnos no gruñeron ni se removieron inquietos de sus sillas, sino que se limitaron a

mirarla con fijeza. La maestra sentía el peso de sus ojos. Pesados, sofocantes. -Será un examen muy especial. Los iré llamando uno en uno al aula de mimeografía, y ahí

pasaréis el examen. Después les daré un caramelo y podrán irse a casa. ¿No les parece estupendo?

-Robert, tu serás el primero. Robert se levantó con su sonrisita habitual y arrugó la nariz de un modo bastante

ostensible. -Sí, señorita Sydley. La maestra tomó su bolso y ambos recorrieron el amplio pasillo, pasando juntos al apagado

sonido de los alumnos que recitaban la lección tras las puertas cerradas. La sala de mimeografía se hallaba al final del pasillo, junto a los lavados. La habían insonorizado dos años antes; la vieja máquina era muy antigua y ruidosa.

La señorita Sydley cerró la puerta con llave una vez estuvieron dentro. -Nadie puede oírte -dijo con toda tranquilidad mientras sacaba el revolver del bolso-. Ni a tí

ni a esto. -Pero somos muchos -terció Robert con una sonrisa inocente-. Muchos más de los que hay

aquí en la escuela. Posó una de sus pequeñas y limpias manos sobre la bandeja de papel del mimeógrafo. -¿Le gustaría volver a ver como me transformo? Antes de que la señorita Sydley pudiera replicar, el rostro de Robert comenzó a relucir y

convertirse en la máscara grotesca que ya conocía. La maestra le disparó. Una sola vez. En la cabeza. El niño cayó hacia atrás, sobre los estantes de papel, y a continuación se deslizó hasta el suelo, un niño muerto, con un pequeño orificio negro justo por encima del ojo derecho.

Tenía un aspecto patético. Regresó a la clase y los llevó a la sala uno a uno. Mató a doce alumnos, y los hubiera

matado a todos si la señora Crossen no hubiera llegado a la sala en busca de un paquete de papel rayado.

La señora Crossen abrió la boca de par en par y se llevó una mano a los labios. Empezó a gritar, y todavía chillaba cuando la señorita Sydley le alcanzó y le colocó una mano en el hombro.

-Tenía que hacerse, Margaret -le explicó-. Es terrible pero tenía que hacerse. Son todos unos monstruos.

La señora Crossen clavó la mirada en los cuerpos enfundados en alegres ropas que yacían esparcidos junto al mimeógrafo, y siguió gritando. La chiquita cuya mano sostenía la señorita Sydley empezó a llorar de un modo constante y monótono. Uaaaaahhh... Uaaaaahhh....

-Transfórmate -ordenó la señorita Sydley-. Enséñaselo a la señora Crossen. Demuéstrale que tenía que hacerse.

-¡Maldita sea, transfórmate! -gritó la señorita Sydley- ¡Maldita zorra, maldita zorra sucia, repugnante y asquerosa! que dios te maldiga, ¡transfórmate!

La maestra alzó el arma. La pequeña se encogió, y en un abrir y cerrar de ojos, la señora Crossen se abalanzo sobre ella como un gato. De pronto, la espalda de la señorita Sydley cedió.

No hubo juicio. Se sometió a un exhaustivo análisis, se le administraron los medicamentos más avanzados

y más tarde empezó a asistir a sesiones de terapia ocupacional. Al cabo de un año, bajo estricta vigilancia, se le permitió participar en una sesión de encuentro experimental.

Su nombre era Buddy Jenkins, de profesión Psiquiatra. Estaba sentado tras un espejo falso, con una carpeta en las manos, mientras observaba

una habitación equipada como guardería. En la pared más alejada, una vaca saltaba sobre la luna y un ratón trepaba por un reloj. La señorita Sydley estaba en una silla de ruedas, con un libro de cuentos sobre las rodillas, rodeada de un grupo de confiados niños retrasados que sonreían y babeaban. Los niños le sonreían, babeaban y la tocaban con sus pequeños dedos

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mojados, siempre bajo la vigilancia de los asistentes, que permanecían atentos ante cualquier indicio de agresividad por parte de la mujer.

Durante un rato, Buddy creyó que la señorita Sydley reaccionaba bien. Leía en voz alta, acarició la cabeza de una niña y consoló a un chiquillo que había tropezado con un bloque de madera. De pronto, el médico tuvo la impresión de que la maestra había visto algo inquietante, pues frunció el ceño y apartó la vista de los niños.

-Sáquenme de aquí, por favor -rogó en voz baja y monótona, sin dirigirse a nadie en particular.

La sacaron de allí. Buddy Jenkins observó a los niños mientras la seguían con ojos abiertos y vacuos, pero, al mismo tiempo, profundos. Uno de ellos esbozó una sonrisa, mientras que otro se introdujo unos dedos en la boca de ademán malicioso.

Aquella noche, la señorita Sydley se rebano el cuello con un trozo de espejo roto, y a partir de aquel momento, Buddy Jenkins empezó a observar a los niños con creciente atención. Al final, apenas si podía apartar la mirada de ellos.

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Hay Tigres

Charles necesitaba angustiosamente ir al lavabo. Ya era inútil engañarse diciendo que podía esperar al recreo. Su vejiga protestaba desesperadamente, y Miss Bird le había descubierto retorciéndose.

Había tres profesoras en el tercer grado de la Escuela Elemental de Acorn Street. Miss Kinney era joven y rubia y llena de vivacidad. Mrs. Trask tenía la hechura de un almohadón moruno, se peinaba con trenzas y se reía ruidosamente. Y luego, estaba Miss Bird.

Charles había sabido que terminaría con Miss Bird. Lo había sabido. Había sido inevitable.

Porque era obvio que Miss Bird quería destruirle. No permitía que los niños fueran al sótano.

El sótano, explicó Miss Bird, era donde se guardaban las calderas de la calefacción, y las señoras y los caballeros bien educados jamás irían allí, porque los sótanos eran lugares feos, viejos y llenos de hollín. Las jóvenes y los caballeros, repitió, no bajan al sótano. - Van al cuarto de baño, dijo.

Charles volvió a retorcerse. Miss Bird le miró. -Charles -dijo claramente, señalando Bolivia con el puntero-, ¿no necesitas ir al baño?

Cathy Scott, que tenía el pupitre delante de él, se rió pero cubriéndose prudentemente la boca con la mano.

Kenny Griffen hizo una mueca y dio una patada a Charles por debajo del pupitre. Charles se ruborizó. -Di algo, Charles -insistió Miss Bird, vivamente-. Necesitas... (dirá orinar, siempre dice orinar) -Si, Miss Bird. -¿Sí qué? -Que tengo que ir al só..., al baño.

Miss Bird sonrió. -Muy bien, Charles. Puedes ir al baño a orinar. ¿Es eso lo que necesitas hacer? ¿Orinar? Charles bajó la cabeza abrumado. -Muy bien, Charles. Puedes ir. Y la próxima vez, por favor, no esperes a que te lo pregunte.

Risitas generales. Miss Bird golpeó su mesa con el puntero.

Charles recorrió el pasillo hasta la puerta, con treinta pares de ojos clavados a su espalda y cada uno de esos niños, incluida Cathy Scott, sabía que iba al baño a orinar. La puerta estaba a una distancia tan larga como un campo de fútbol. Miss Bird no siguió con la clase, sino que mantuvo silencio hasta que él hubo abierto la puerta, pasado el vestíbulo milagrosamente vacío, y vuelto a cerrar la puerta. Anduvo hacia el baño de los chicos... (sótano, sótano, sótano, SI QUIERO) ... arrastrando los dedos a lo largo de la fresca tira de mosaico de la pared, dejándolos saltar sobre el tablón de anuncios con los boletines pegados con chinchetas y resbalar sobre la... (ROMPAN EL CRISTAL EN CASO DE EMERGENCIA) ...superficie roja de la caja de la alarma contra incendios. Miss Bird disfrutaba. Miss Bird disfrutaba haciéndole ruborizarse. Delante de Cathy Scott -que nunca necesitaba ir al sótano, ¿hay derecho?- y de todos los demás. P-E-R-R-A, pensó. Lo deletreó porque el año pasado había decidido que, si se deletreaba, Dios no lo consideraba pecado. Entró en el baño de los chicos.

Dentro estaba muy fresco, con un leve, aunque no desagradable, olor a cloro, colgado insistentemente del aire. Ahora, a media mañana estaba limpio y desierto, tranquilo y agradable, no como el maloliente y humoso cubículo del Star Theatre» en la ciudad.

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El baño... (¡sótano!) ... estaba construido como una L, la pata corta con una hilera de pequeños espejos cuadrados sobre palanganas de porcelana y un rollo de toallas de papel... (NIBROC) - ... y la pata más larga con dos urinarios y tres cubículos con sus tazas.

Charles dio la vuelta a la esquina después de contemplarse, aburrido; su rostro delgado y pálido en uno de los espejos. El tigre estaba echado al fondo, exactamente debajo de la ventanita blanca. Era un gran tigre, con rayas y manchas oscuras pintadas en su piel. Levantó la cabeza vivamente para mirar a Charles y sus ojos verdes se estrecharon. Una especie de gruñido suave como ronroneo escapó de su boca.

Los ágiles músculos se flexionaron y el tigre se levantó. Agitó la cola y golpeó con un ruidito contra los lados de porcelana del último urinario. El tigre parecía muy hambriento y agresivo. Charles salió precipitadamente por donde había entrado. La puerta parecía tardar años en cerrarse, neumáticamente, tras él, pero cuando lo hizo se creyó a salvo. Esta puerta solamente se abría empujándola, y no recordaba haber leído jamás, u oído, que los tigres supieran abrir puertas.

Charles se secó la nariz con el dorso de la mano. Su corazón latía con tal fuerza que podía oírlo. Seguía necesitando ir al sótano, más que nunca. Se revolvió, bailó, y apretó la mano contra el vientre. Realmente tenía que ir al sótano. Si solamente pudiera tener la seguridad de que no se acercaría nadie, podía entrar en el de las niñas.

Estaba del otro lado del vestíbulo. Charles lo miró anhelante, sabiendo que no iba á atreverse en un millón de años. ¿Y si llegara Cathy Scott? Oh... horror de los horrores... ¿Y si la que llegara fuera Miss Bird? Quizás había imaginado el tigre.

Abrió la puerta lo suficiente para acercar un ojo y miró. El tigre le miró a su vez desde el ángulo de la L, con los ojos de un verde resplandeciente. Charles imaginó que podía ver una minúscula manchita azul en aquel brillo profundo, como si el tigre se hubiera comido uno de sus ojos. Como si... Una mano rodeó su cuello. Charles lanzó un grito sofocado y sintió que tanto el corazón como el estómago se le anudaban en la garganta. Por un momento, tuvo la terrible sensación de que iba a mojarse.

Era Kenny Griffin, sonriendo complaciente: -Me ha mandado Miss Bird porque llevas años sin volver. Prepárate. -Si, pero no puedo entrar en el baño -dijo Charles medio muerto del susto que le había dado Kenny. -¡Estás estreñido! -lanzó Kenny alegremente-. ¡Espera a que se lo cuente a Caaathy! - ¡No se te ocurra! -dijo Charles asustado-. Además, no lo estoy. Hay un tigre allá dentro. -¿Y qué está haciendo? -preguntó Kenny-. ¿Pis? -No lo sé -murmuró Charles mirando a la pared-. Yo sólo querría que se fuera -y se echó a llorar. -Eh -dijo Kenny, desconcertado y un poco asustado-. ¡Eh! -¿Y qué pasa si tengo que ir? ¿Y si no puedo hacer otra cosa? Miss Bird dirá que... -Vamos -insistió Kenny, cogiéndole del brazo con una mano y empujando la puerta con la otra-. Te lo estás inventando.

Estuvieron dentro antes de que Charles, aterrorizado, pudiera soltarlo y arrimarse a la puerta. -¡Un tigre! -exclamó Kenny asqueado-. Chico, Miss Bird te matará. -Está del otro lado.

Kenny empezó a andar junto a las palanganas: -¿Gatito-gatito-gatito-gatito? ¿Gatito? -¡No lo hagas! -chilló Charles.

Kenny desapareció en la esquina.

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-¿Gatito-gatito? ¿Gatito-gatito? Gat...

Charles salió disparado por la puerta y se apoyó en la pared, esperando, con las manos apretando la boca, y los ojos cerrados con fuerza. No se oyó ningún grito. No tenía idea de cuanto tiempo permaneció allá, helado, con la vejiga a punto de reventar.

Contemplaba la puerta del sótano de chicos. Pero no le decía nada. Era sólo una puerta.

No iría.

No podría...

Pero al fin entró.

Las palanganas y los espejos seguían ordenados, y el vago olor a cloro persistía. Pero ahora parecía que había otro olor por debajo de aquél. Era un olor vagamente desagradable, como de cobre rallado.

Con gemidos de impaciencia (pero silenciosos), se acercó al ángulo de la L y miró. El tigre estaba echado en el suelo, lamiendo sus patazas con una enorme lengua color de rosa. Miró a Charles sin curiosidad. Enganchado en una de sus garras había un trozo de camisa.

Pero su necesidad era ahora pura agonía, y ya no podía esperar. Tenía que hacerlo. Charles se acercó de puntillas a la palangana más cercana a la puerta.

Miss Bird entró como un huracán cuando ya se abrochaba los pantalones. -¡Vaya, niño sucio, repugnante! -le increpó casi reflexiva.

Charles, asustado, no perdía de vista la esquina.-Lo siento, Miss Bird..., el tigre..., voy a limpiar la palangana..., lo haré con jabón..., le juro que lo haré...

-¿Dónde está Kenneth? -preguntó Miss Bird con calma. -No lo sé.

La verdad es que no lo sabía. -¿Está allá dentro? -¡No! -gritó Charles.

Miss Bird se acercó al lugar donde la habitación hacía ángulo: -Ven aquí, Kenneth. Ahora mismo. -Miss Bird...

Pero Miss Bird ya había dado la vuelta a la esquina. Iba dispuesta a atacar, pensó Charles, pero iba a descubrir lo que era un ataque de verdad.

Volvió a traspasarla puerta. Bebió agua en la fuente de la entrada. Miró la bandera americana colgada sobre la entrada del gimnasio. Miró el tablón de anuncios. El Mochuelo del Bosque, avisaba: GRITAD, PERO NO CONTAMINÉIS. El Buen Amigo, aconsejaba: NO OS VAYÁIS CON DESCONOCIDOS. Charles lo leyó todo por dos veces.

Después, volvió a la clase, recorrió el pasillo hasta su sitio con los ojos en el suelo, y se deslizó en su asiento. Eran las once menos cuarto. Sacó Caminos a todas partes y se puso a leer sobre «Bill en el Rodeo».

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HOTEL AL FINAL DEL CAMINO —¡Más rápido! —dijo Tommy Riviere—. ¡Más rápido!—Lo estoy poniendo a ciento veinte —dijo Kelso Black.—Tenemos a los polis encima nuestro —dijo Riviera—. Ponlo a ciento cuarenta. —Se asomó por la ventanilla. Detrás del automóvil que huía se encontraba un patrullero, con la sirena aullando y las luces rojas destellando.—Voy a doblar en el camino lateral de allí adelante —gruñó Black. Giró el volante y el automóvil se internó en el tortuoso camino de grava.

El policía uniformado se rascó la cabeza.—¿A dónde se fueron?

Su compañero frunció el entrecejo.—No lo sé. Simplemente... desaparecieron.—Mira —señaló Black—. Hay unas luces enfrente.—Es un hotel —se asombró Riviera—. ¡Un hotel, en este camino perdido! ¡Tiene que funcionar! La policía nunca nos buscará allí.

Black clavó los frenos sin importarle los neumáticos del automóvil. Riviera se inclinó sobre el asiento trasero y aferró una bolsa negra. Empezaron a caminar.

El hotel parecía una escena sacada de la época del 1900.

Riviera pulsó la campanilla con impaciencia. Apareció un anciano.—Queremos una habitación —exigió Black.

El hombre los contempló en silencio.—Una habitación —repitió Black.

El hombre se dio vuelta para volver a su oficina.—Mira, viejo —dijo Tommy Riviera—. Eso no se lo perdono a nadie. —Extrajo su treinta y ocho—. Ahora mismo vas a darnos una habitación.

El hombre parecía dispuesto a seguir su camino, pero por último pronunció: —Habitación cinco. Al final del pasillo.

Como no les ofreció firmar el registro, ellos subieron. El cuarto estaba vacío salvo por una cama doble de hierro, por un espejo resquebrajado y un empapelado mugriento.—Aah, qué basura de cuarto —dijo Black, asqueado—. Apostaría a que hay tantas cucarachas aquí que se podría llenar un bidón de veinte litros.

Al despertar a la mañana siguiente, Riviera no pudo salir de la cama. No podía mover ni un músculo. Estaba paralizado. Entonces el viejo se dejó ver. Tenía la aguja que acababa de aplicarle a Black en los brazos.—De modo que está despierto —dijo—. Queridos míos, ustedes dos son los primeros agregados a mi museo en veinticinco años. Pero se conservarán bien. Y no morirán. Irán a parar al resto de la colección de mi museo viviente. Unos hermosos especimenes.

Tommy Riviera ni siquiera pudo expresar su horror.

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Johnathan y las Brujas

Había una vez un muchacho llamado Johnathan. Era inteligente, atractivo y muy valiente. Pero Johnathan era el hijo del zapatero.

Un día, su padre le dijo, “Johnathan, debes irte a buscar tu destino. Ya eres lo suficientemente mayor.”

Siendo un muchacho inteligente, Johnathan sabía que lo mejor sería pedirle un trabajo al rey.

Así que partió.

En el camino, conoció a un conejo que era un hada disfrazada. La asustada criatura estaba siendo perseguida por cazadores y saltó a los brazos de Johnathan. Cuando los cazadores llegaron hasta Johnathan, él señaló en una dirección y gritó excitadamente, “¡Por allá! ¡Por allá!”

Cuando los cazadores se fueron, el conejo se convirtió en hada y dijo, “me has ayudado. Te concederé tres deseos. ¿Cuáles son tus deseos?”

Pero a Johnathan no se le ocurría nada, así que el hada acordó a concedérselos cuando los necesitara.

Así, Johnathan siguió caminando hasta que llegó al reino sin incidentes.

Entonces fue hasta el rey y solicitó trabajo.

Pero, para su suerte, el rey estaba de muy mal humor aquel día. Así que decidió ventilar su ánimo en Johnathan.

“Sí, hay algo que puedes hacer. En la Montaña contigua hay tres brujas. Si puedes matarlas, te daré 5,000 coronas. Si no puedes hacerlo, te haré decapitar! Tienes 20 días.” Y con estas palabras, despachó a Johnathan.

“¿Ahora qué voy a hacer?” Pensó Johnathan. Bien, debo intentarlo.

Entonces, se acordó de los tres deseos que le habían concedido y se dirigió a la montaña.

***

Ahora Johnathan estaba en la montaña y estaba a punto de desear tener un cuchillo para matar a la bruja, cuando escuchó una voz en su oído, “La primer bruja no puede ser apuñalada.”La segunda bruja no puede ser apuñalada o asfixiada.

La tercera no puede ser apuñalada, ni asfixiada y es invisible.

Con este conocimiento, Johnathan miró en derredor sin ver a nadie. Entonces recordó al hada, y sonrió.

Se fue en la búsqueda de la primer bruja.

Finalmente, la encontró. Estaba en una cueva cerca de la falda de la montaña, y era una vieja de aspecto maléfico.

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Él recordó las palabras del hada, y antes que la bruja pudiese hacer otra cosa que echarle una fea mirada, él deseó que pudiera ser asfixiada. Y ¡Helo ahí! Estuvo hecho.

Después subió en busca de la segunda bruja. Había una segunda cueva en lo alto. Ahí encontró a la segunda bruja. Estaba a punto de desear que pudiera ser asfixiada, cuando recordó que no podía ser asfixiada. Y antes que la bruja pudiese hacer otra cosa que echarle una fea mirada, deseó que fuera aplastada. Y ¡Helo ahí! Estuvo hecho.

Ahora solo tenía que matar a la tercer bruja y podría obtener las 5,000 coronas. Pero mientras subía la montaña, se preguntaba en la forma de hacerlo.

Entonces se le ocurrió un plan maravilloso.

Después, vio la última cueva. Esperó fuera de la entrada hasta escuchar los pasos de la bruja. Entonces recogió un par de rocas grandes y deseó.

Deseó que la bruja fuera una mujer normal. Y ¡Helo ahí! Se volvió visible y entonces Johnathan la golpeó con las piedras que llevaba.

Johnathan cobró sus 5,000 coronas y él y su padre vivieron felices para siempre.

Fin

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LA BALADA DEL PROYECTIL FLEXIBLE

Hacía ya bastante rato que habían acabado de cenar. La barbacoa era todo lo agradable que podía ser, por cierto. Chuletas a la brasa, ensalada verde con una salsa especial preparada por Meg, y bebidas. Se habían sentado hacia las cinco de la tarde y ya eran las ocho y media pasadas, casi anochecido. Era esa hora en que las reuniones empiezan a ser más ruidosas que de costumbre, aunque no fueran muchos. Tan sólo cinco personas: el agente literario y su mujer, el célebre escritor joven y la suya, más el redactor jefe de una revista que, aunque contaba con sesenta y pocos años, parecía algo mayor. Tal vez por ello había pasado la velada bebiendo sólo refrescos. Antes de su llegada, el agente le había explicado al escritor que el redactor había tenido un problema con el alcohol. Afortunadamente, el problema había desaparecido... al mismo tiempo que su mujer. Por eso eran cinco en lugar de seis.

Ocurría que la reunión, en lugar de animarse cada vez más, estaba cayendo en picado. La oscuridad empezaba a extenderse sobre el jardín, cuyo césped llegaba casi hasta el lago, detrás de la casa. La primera novela del escritor había constituido un formidable éxito de crítica y había vendido una cantidad considerable de volúmenes. Cabía decir que había tenido una suerte inmensa de lo cual él era plenamente consciente.

La conversación giró al principio sobre la fortuna de los escritores noveles, y se acabó hablando de aquellos que, habiendo disfrutado de un éxito temprano en sus carreras, habían acabado en suicidio. Se mencionó a Ross Lockridge y a Iam Hagen. La mujer del agente nombró a Sylvia Plath y a Anne Sexton, y el escritor dijo que no consideraba a la Plath una escritora de éxito. Según él, había sido precisamente a causa del suicidio que había ganado una cierta notoriedad. El agente sonrió ante el comentario.

—Por favor, ¿por qué no hablamos de otra cosa?—interrumpió la mujer del escritor, algo nerviosa.

El agente prosiguió haciendo caso omiso de ella.—Y también la locura. Algunos se volvieron locos después de alcanzar el éxito.Hablaba con el tono ligeramente afectado de un actor fuera de escena.La mujer del escritor quiso protestar de nuevo. De sobras sabía que a su marido le

encantaba hablar de aquellos temas. Así encontraba excusa para bromear sobre ellos. Y si le gustaba bromear sobre ellos, era precisamente porque no dejaba de darle vueltas. Pero en aquel preciso instante empezó a hablar el redactor, y lo que dijo fue tan sorprendente que la mujer del escritor olvidó sus protestas.

—La locura es como un proyectil flexible.La mujer del agente hizo un gesto de sorpresa ante la frase. El escritor se inclinó hacia

adelante, con una expresión irónica.—Me suena bastante —dijo.—Claro —respondió el redactor—. La frase, la imagen del proyectil flexible, es de Marianne

Moore, que utilizaba esa expresión para designar los coches. Yo siempre pensé que describía magníficamente el fenómeno de la demencia. La locura es una especie de suicidio mental. ¿Acaso no aseguran los médicos que la única medida cierta de la muerte es la muerte mental? La demencia es una especie de bala flexible dirigida al cerebro.

La mujer del escritor se levantó.—¿Quién quiere beber algo?Nadie respondió a la oferta.—Pues yo sí, si es que vamos a seguir hablando de esto —dijo, preparándose algo de

beber.—Una vez, cuando todavía trabajaba en Logan’s, me enviaron un relato —dijo el redactor

—. La revista tuvo el mismo destino que Collier’s y el Saturday Evening Post, aunque ellos tuvieron que cerrar mucho antes que nosotros —prosiguió, con un cierto tonillo orgulloso—. Publicábamos unos treinta y seis cuentos al año y, a veces, más. Cada año, tres o cuatro eran incluidos en alguna relación de los mejores relatos. Por si fuera poco, la gente los leía realmente. Pues bien, el titulo del relato era «La balada del proyectil flexible», y lo había escrito un tal Reg Thorpe, un escritor joven con tanto éxito como tú —dijo, dirigiéndose al escritor.

—Escribió también Imágenes del sub mundo, ¿verdad? —preguntó la mujer del agente.

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—Sí. Fue un éxito extraordinario para tratarse de una primera novela. Tuvo unas críticas inmejorables y las ventas no le fueron a la zaga, tanto en edición de lujo como de bolsillo. Apareció en todas las listas. Incluso la película fue bastante buena, aunque no tanto como la novela, ni mucho menos.

—Me gustó mucho ese libro —dijo la mujer del escritor, que había acabado por interesarse en el tema, a pesar de su aprensión inicial. Tenía el aspecto sorprendido y encantador de quien recuerda de pronto un tema olvidado por largo tiempo—. ¿Ha escrito algo más desde entonces? Recuerdo haber leído Imágenes del sub mundo cuando estaba en la universidad, hace ya tanto... que ni me acuerdo.

—Pues se te ve igual que entonces —dijo la mujer del agente, sonriendo, aunque en realidad pensara que la mujer del escritor usaba unos sostenes demasiado pequeños y una falda demasiado corta para su edad.

—No, no ha vuelto a escribir nada desde entonces—prosiguió el redactor—. Excepto el relato que he mencionado antes. La verdad es que se suicidó. Se volvió loco y se mató.

—¡Oh! —exclamó la mujer del escritor, decepcionada. Otra vez estaban hablando de lo mismo.

—¿Llegó a publicar el relato? —preguntó el escritor.—No, pero no porque el tipo se volviera loco y acabara matándose, sino porque el redactor

se volvió loco y estuvo a punto de matarse también.El agente se levantó de pronto para servirse algo de beber, aunque una copa más no fuera

precisamente lo que necesitaba. Sabía que el redactor había sufrido una importante depresión nerviosa en 1969, un poco antes de que Logan’s llegara a los números rojos.

—Yo era el redactor en jefe —informó a los otros el redactor—. En cierto sentido, nos volvimos locos los dos, Reg Thorpe y yo, aunque él vivía en Omaha y yo en Nueva York, y nunca llegamos a conocernos personalmente. El libro había sido publicado hacía unos seis meses y Reg se fue a vivir a Omaha para «encontrarse a sí mismo», como se decía entonces. Y ocurre que conozco su versión de la historia porque conozco a su mujer y de vez en cuando coincido con ella en Nueva York. Es pintora, y bastante buena, por cierto. Además, tuvo mucha suerte. Reg estuvo a punto de llevársela con él.

El agente volvió con su vaso y se sentó.—Creo recordar algo —dijo—. No fue sólo su mujer, ¿no es cierto? Me parece que disparó

contra un par de personas, una de ellas, un niño, si mal no recuerdo.—Exacto —replicó el redactor—. Y fue precisamente el niño el que desató su locura.—¿Que el niño desató su locura? —preguntó la mujer del agente—. ¿Qué quieres decir?El redactor prosiguió su relato, ignorando la pregunta. Estaba claro que no permitiría que

dirigiesen su discurso.—Conozco mi parte de la historia porque la viví—prosiguió—. He tenido bastante suerte. O

muchísima suerte. Hay algo interesante en la gente que trata de suicidarse apuntando una pistola a su cabeza y apretando el gatillo. Creen que es el método más seguro, mejor que tomar un frasco entero de somníferos o cortarse las venas, pero no es así. Cuando uno se dispara en la cabeza, no se sabe muy bien lo que va a pasar. La bala puede rebotar y matar a otra persona. O seguir la curva del cráneo y salir por el otro lado. O alojarse en el cerebro, dejarte ciego, y, en cambio, no matarte. Te puedes disparar en la frente con un 38 y despertarte en el hospital y, en cambio, te disparas con un 22 y te despiertas en el infierno..., si es que existe. Aunque creo que sí existe: me han dicho que está en Nueva Jersey. La mujer del escritor lanzó una carcajada estridente.

—El único método de suicidio que no falla es el salto desde un edificio muy alto, que es lo que hacen los que verdaderamente lo desean. Pero es que quedas tan cochambroso, ¿verdad...?

»Lo que quiero decir es lo siguiente: cuando te disparas un proyectil flexible en la cabeza no sabes a ciencia cierta qué es lo que va a pasar. En mi caso concreto, lo que hice fue tirarme desde un puente, y me desperté sobre un montón de basura en la margen de un río, mientras un camionero me daba unos golpes tremendos en la espalda, moviéndome los brazos como si fuera un monigote. En cambio, para Reg, la bala fue mortal de necesidad... Pero no sé si os interesa mucho lo que estoy contando...

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Miró a su alrededor. Sus amigos le miraban con un aire inquisitivo, incluso preocupado. El agente y su mujer se miraron. La mujer del escritor estaba a punto de decir que ya se había hablado bastante del asunto, cuando su marido se le adelantó.

—A mí me gustaría oírlo —dijo—. A menos que tengas alguna razón personal en contra.—Es la primera vez que hablo de todo esto —contestó el redactor—. No porque tuviera

razones personales para no hacerlo, sino, tal vez, porque nunca he encontrado a nadie que quisiera escucharlo.

—Pues, adelante —dijo el escritor.—Paul —su mujer le puso una mano en el hombro—. ¿No crees que...?—Ahora no, Meg.El redactor continuó hablando.—El relato nos llegó por correo, en una época en que la revista no aceptaba ya originales

que no hubiera solicitado previamente. Cada vez que llegaba un nuevo relato, una de las secretarias lo introducía en un sobre con una carta que decía: «Debido a los crecientes costes y a la imposibilidad creciente del personal de la revista de ocuparse del creciente número de originales recibidos, Logan’s no acepta escritos que no hayan solicitado previamente. Le deseamos muy buena suerte en sus intentos si lo remite usted a otras publicaciones». ¿Qué os parece? ¿Verdad que es una maravilla cómo te dan la patada tan finamente? Además, no es nada fácil utilizar la palabra «creciente» tres veces en la misma frase, pero se atrevían a todo.

—Estoy seguro de que el original acababa en la papelera, a menos que adjuntaran un sobre con el remite puesto y ya franqueado, ¿a que sí? —comentó Paul.

—¡Ah, absolutamente! No hay piedad en la ciudad desnuda.Un brillo incómodo se reflejó en los ojos de Paul. Sabía que se hallaba en la madriguera de

un tigre, en la que docenas de escritores tan buenos o mejores que él habían sido reducidos a migajas. Y que, aunque de momento no podía quejarse, la caída podía producirse cuando menos lo esperase.

—Como iba diciendo —dijo el redactor, sacando su pitillera—, el relato llegó a la redacción y la secretaria le había puesto ya un clip con la carta de rechazo en la primera página, cuando se fijó casualmente en el nombre del autor. Ella también había leído Imágenes del sub mundo. Aquel año, todos habían leído lo mismo. Y el que no lo había leído todavía, se lo pedía prestado a un amigo, o se lo compraba, o lo leía en una biblioteca pública...

Meg, preocupada por la expresión de su marido, le tomó la mano. Paul sonrió por toda respuesta. El redactor encendió un nuevo cigarrillo. El oro del encendedor brilló en la oscuridad con la punta del pitillo. A la luz de la débil llama todos vieron su cara gastada, las bolsas bajo los ojos, las mejillas flácidas, las facciones de un hombre en la segunda mitad de la vida. Paul pensó: «Es la faz de la vejez». Y nadie quiere llegar a ella, pero, ¿hay alguna manera de evitarla? No hay otra solución que cruzarla con toda la gracia posible.

La luz del encendedor se apagó. El redactor dio una intensa calada al tabaco.—La secretaria que pasó el relato a redacción en lugar de rechazarlo es ahora la redactora

jefe de G. P. Putnam’s Sons. No recuerdo ahora su nombre, pero carece de importancia. En cambio, lo que si la tiene es que su camino y el de Reg Thorpe se cruzaron. Ella llevaba un camino ascendente; él, descendente. En fin, la chica pasó la historia a su jefe y éste, a mí. La leí y me encantó, realmente. Tal vez fuese demasiado larga, pero se veía dónde era posible podar unas quinientas palabras sin perjuicio. Y con eso bastaría.

—¿De qué se trataba? —preguntó Paul.—No hay ni que preguntarlo —respondió el redactor—. Tiene que ver precisamente con

todo lo que hablábamos.—¿Sobre la locura?—Indudablemente. ¿Qué es lo primero que se enseña en la clase de literatura en cuanto a

redacción? Escribe sobre algo que te sea conocido. Reg Thorpe sabía perfectamente lo que significaba volverse loco porque él mismo estaba viviendo el proceso. Creo que la historia me atrajo aún más porque yo me encontraba en un camino paralelo. Aunque, ya que hablamos del tema, me parece que el público norteamericano ya está harto de libros como La locura elegante en Estados Unidos o Ya nadie habla con nadie o Esperando el fin del mundo frente a un televisor. Todo eso es tópico en la literatura del siglo veinte. Todos los grandes han tocado el tema, de una manera u otra. Pero aquel relato era realmente muy particular, muy divertido.

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Nunca había leído nada parecido con anterioridad, ni ha llegado a mis manos nada igual desde entonces. Se podía comparar con algunos de los cuentos de Scott Fitzgerald... o con Gatsby. El protagonista enloquecía de una manera muy interesante. Te hacía sonreír durante toda la acción, pero había fragmentos en los que no te quedaba más remedio que reír abiertamente, a carcajadas. Por ejemplo, cuando el héroe le tira la mermelada por la cabeza a la chica. Ése es uno de los mejores pasajes, en mi opinión. Aunque eran carcajadas de doble filo. Te ríes y luego miras por encima del hombro a ver quién te ha oído. Las líneas de tensión opuestas en la composición, eran realmente muy interesantes. Cuanto más reías, más nervioso te ponías. Y cuanto más nervioso te ponías, más reías... hasta el punto en que el protagonista se va de la fiesta que dan en su honor y mata a su mujer y a su hija.

—¿Cuál es el argumento? —preguntó el agente.—No —contestó el redactor—. No tiene la menor importancia. Es la historia de un hombre

que lucha por no perder la batalla contra el éxito. Dejémoslo así. Las Sinopsis de los argumentos suelen ser muy aburridas. Casi siempre.

—En fin, le escribí una carta diciéndole: «Querido Reg Thorpe, acabo de leer "La balada del proyectil flexible" y creo que se trata de un gran relato. Me gustaría publicarlo en Logan’s a principios del año que viene. ¿Le parecen bien 800 dólares? El pago se efectuaría a su aceptación, más o menos. Punto y aparte.»

El editor llenó el anochecer con el humo de su cigarrillo.—«El cuento es un poco largo y quisiera saber si es posible reducirlo en unas quinientas o,

al menos, doscientas palabras. En caso contrario, siempre podemos eliminar una ilustración. Punto y aparte. Puede llamar, si lo desea.» Y envié la carta a Omaha.

—¿Y la recuerdas así, palabra por palabra? —preguntó Meg.—Guardaba toda la correspondencia en una carpeta especial —contestó el redactor—. Sus

cartas y las copias de las mías. Al final reuní un considerable volumen de correspondencia contando tres o cuatro cartas de Jane Thorpe, su mujer. He releído toda la carpeta infinidad de veces. Sin resultado, a decir verdad. Tratar de comprender el Proyectil Flexible es como preguntarse por qué una cinta de Moebius tiene un solo lado. Las cosas son así en el mejor de los mundos posibles. Pues sí, lo recuerdo todo, casi textualmente. Otros se dedican a otras cosas. Hay quien conoce de memoria la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.

—Apuesto a que te llamó al día siguiente —dijo el agente, sonriendo—. A cobro revertido.—Pues no, no llamó. Poco después de la publicación de Imágenes del sub mundo, Thorpe

dejó de usar el teléfono. Esto me lo contó su mujer. Cuando se mudaron de Nueva York a Omaha decidieron no solicitar teléfono. Por lo visto, Thorpe había llegado a la conclusión de que el sistema telefónico no funciona con electricidad, sino con radio. Según él, el aumento del número de casos de cáncer se debía al radio, no a los coches, ni a los cigarrillos, ni a la polución industrial.

Creía que cada auricular tenía dentro un pequeño cristal de radio y que, cada vez que te lo ponías a la oreja, irradiaba directamente al cerebro.

—¡Jo, pues sí que estaba loco! —exclamó Paul, entre las carcajadas de los demás.—En lugar de llamarme, me escribió una carta—prosiguió el redactor, lanzando la colilla

hacia el lado del lago—. Decía: «Querido Henry Wilson (o simplemente Henry, si me lo permite). Su carta ha sido para mí un estímulo y una gran alegría a la vez. Mi mujer estaba más satisfecha que yo, si cabe. La retribución me parece correcta... Aunque, con toda honestidad, debo confesar que la idea de publicar en Logan’s me parece compensación más que suficiente. (Pero acepto el dinero, lo acepto, lo acepto.) He considerado la posibilidad de reducir la extensión del texto y estoy de acuerdo. Quizás lo mejore, y así quedará espacio para las ilustraciones. Mis mejores deseos. Reg Thorpe».

Debajo de la firma había hecho un dibujito muy divertido... algo así como un garabato. Era un ojo incluido dentro de una pirámide, como los que aparecen en los billetes de a dólar. Pero en lugar de las palabras Novus Ordo Seculorum, decía: Fornit Sorne Fornus.

—Lo mismo puede ser latín que una frase de Groucho Marx —comentó Meg.—No era más que una muestra de la excentricidad de Reg Thorpe —dijo Henry—. Su mujer

me explicó que había empezado a creer en «personitas», es decir, duendecillos o gnomos. Los llamaba Fornits. Eran enanitos de la suerte y estaba convencido de que vivían en su máquina de escribir.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Meg.

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—Según Thorpe, cada Fornit tenía un aparatito, como aquellos antiguos pulverizadores para insecticidas, pero en miniatura, y estaban llenos de... bueno, de polvos de la buena suerte, por decirlo de alguna manera. Y ese polvo lo llamaba Thorpe...

—Fornus —completó Paul, con una amplia sonrisa.—Sí. Y a su mujer todo aquello le parecía muy divertido. Al menos, al principio. De hecho,

en los primeros tiempos (Thorpe había inventado lo de los Fornits dos años antes, mientras escribía Imágenes del sub mundo), creyó que Reg le estaba tomando el pelo. Y tal vez fuera así. Pero lo que empezó siendo un chiste, pasó a ser una superstición, y acabó por convertirse en una creencia inamovible. Era... una fantasía flexible. Pero que acabó mal. Muy mal.

Todo estaba en silencio. Las sonrisas habían desaparecido de los labios de todos.—Los Fornits tenían un aspecto muy divertido—continuó Henry—. Thorpe empezó a enviar

su máquina de escribir con frecuencia a un taller de reparaciones mientras vivieron en Nueva York. Cuando se mudaron a Omaha, la máquina pasaba más tiempo en el taller que en su casa. Lo que hacía era alquilar una usada en el mismo taller mientras reparaban la suya. Después de la primera reparación, el taller le envió una carta con una factura por la limpieza de la máquina alquilada, además de la suya propia.

—¿Qué hacía con las máquinas? —preguntó la mujer del agente.—Imagino qué —intervino Meg.—Estaban llenas de migajas —respondió Henry—. Trocitos

de pastel, de galletas, hasta restos de mantequilla había dentro. Reg les daba de comer a sus Fornits. Lo malo es que también puso alimentos en la máquina de alquiler, por si se hubieran mudado a ella.

—¡Vaya! —exclamó Paul.—Como podréis suponer, yo no sabía nada de todo ello por entonces. De momento, le

contesté, diciéndole que estaba muy satisfecho. Mi secretaria pasó la carta a máquina y me la trajo para la firma, mientras ella salía a hacer no sé qué. La firmé y, sin razón alguna, hice debajo de la firma el mismo garabato que Reg había hecho en la suya, es decir, lo de la pirámide, el ojo y lo de Fornit Sorne Fornus. Era una verdadera memez. Cuando la secretaria lo vio, me preguntó cautelosamente si quería que la carta saliera tal como estaba. Me encogí de hombros y le dije que sí, que la echara al correo.

Dos días más tarde me llamó Jane Thorpe por teléfono. Me dijo que mi carta había alterado mucho a su marido. Reg creía haber encontrado un alma gemela... alguien que también creía en los Fornits. ¿Os dais cuenta del lío en que me estaba metiendo? Por lo que a mí respecta, en aquellos días, un Fornit era para mí lo mismo que un mono zurdo o un cuchillo polaco. Igual con la otra palabra, Fornus. Le dije a Jane que lo único que había hecho había sido copiar el dibujo de Thorpe. Me preguntó por qué lo había hecho. Evité darle una respuesta directa, aunque tendría que haberle dicho que estaba borracho como una cuba al escribir aquella carta.

Henry hizo una pausa. Un silencio incómodo se aposentó en el jardín. Nadie sabía qué cara poner. Empezaron a inspeccionar con verdadero interés el cielo, el lago, los árboles, que estaban exactamente igual que diez minutos antes.

—Había pasado bebiendo toda mi vida adulta. Realmente, no puedo decir en qué momento lo de la bebida empezó a salirse de control. En un sentido estrictamente clínico, sólo al final estuve completamente alcoholizado. Empezaba a beber con la comida del mediodía y volvía a la oficina dando tumbos. Aun así, funcionaba sin problemas. Después, cuando salía del trabajo, iba a beber a otros sitios. Al llegar a casa ya no controlaba mis movimientos.

»Mi mujer y yo teníamos problemas, como todas las parejas, pero la bebida los agravó muchísimo. Pasó mucho tiempo considerando si dejarme o no. Finalmente, una semana antes de que yo recibiera el relato de Thorpe, me abandonó.

Traté de adaptarme a mi nueva situación. Por si fuera poco, estaba en plena..., bueno, lo que ahora se llama la crisis de la mitad de la vida. Todo lo que sabía era que me sentía tan hundido en mi vida privada como en mi vida profesional. Me dominaba la idea de que publicar literatura de masas, de la que acaba en las antesalas de los dentistas y en las peluquerías, no era precisamente una ocupación muy noble. Además, me preocupaba mucho, lo mismo que al resto del personal de la revista, la posibilidad de encontrarme, en unos cuantos meses, tal vez no más de seis, en la calle.

En medio de este paisaje otoñal deprimente, me llega una buena historia de un escritor magnífico, una visión divertida, llena de hallazgos interesantes, del proceso de la locura. Fue como un rayo de sol en medio de aquellas negruras. Ya sé que parece un poco extraño

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referirse en esos términos a una narración cuyo protagonista acaba asesinando a su mujer y a su hija, pero cualquier redactor sabe qué alegría proporciona un material semejante. Es como un inesperado regalo de Navidad. Mirad, todos conocéis el cuento de Shirley Jackson «La lotería». Termina con uno de los pasajes más deprimentes que se puedan imaginar. Quiero decir, aniquilan a una anciana a pedradas. Su hijo y su hija participan en el crimen.., que ya está bien. Pero es una brillante pieza narrativa y estoy seguro de que el primer redactor que la leyó se fue aquella noche a casa más contento que unas pascuas.

»Lo que quiero decir es que la historia de Thorpe era lo mejor que me había ocurrido en bastante tiempo. Lo único bueno. Y, según me dijo su mujer por teléfono, el que yo hubiera aceptado el relato había sido lo mejor que le había ocurrido a él. La relación entre redactor y escritor reviste siempre ciertos rasgos de parasitismo, pero entre nosotros eso se elevaba hasta puntos inconcebibles.

—¿Y qué pasó con Jane Thorpe? —preguntó Meg.—Ah, sí, casi la dejo de lado, ¿verdad?... Pues bien, al principio, le molestó que yo hubiera

copiado el dibujito de los Fornits. Le dije que lo había hecho sin intención alguna y que, si me había excedido en algo, lo sentía mucho.

»Se le pasó el enfado y me lo explicó todo. Estaba cada vez más preocupada y no tenía a quién contárselo. Sus padres habían muerto, todos sus amigos estaban en Nueva York y Thorpe no quería que nadie entrase en su casa. Según decía, eran todos de la CIA, del FBI o de Hacienda. Poco después de trasladarse a Omaha, un día llamó a la puerta una niñita vendiendo galletas para las Girl Scouts. Reg le echó una bronca soberana, gritándole que hiciera el favor de largarse cuanto antes, que ya sabía qué estaba tramando, etcétera. Jane intentó hacerle entrar en razón. Le dijo que la niña no tenía más de diez años. La respuesta de Reg fue que la gente de Hacienda no tenía ni conciencia ni alma y que, además, la niña podía muy bien ser un androide y que los androides no estaban sujetos a las leyes laborales para niños. Según él, la gente de Hacienda era muy capaz de enviar Girl Scouts androides llenas de cristales de radio para averiguar si guardaba secretos y de paso, llenarle la casa de rayos cancerígenos.

—¡Vaya! —exclamó la mujer del agente.—Jane había estado esperando un amigo, y yo fui el primero. Me explicó la anécdota de la

niña. También lo de los Fornits, lo de la comida, su rechazo al teléfono. Me llamó desde una cabina pública, a cinco manzanas de su casa. Me dijo también que lo que más le preocupaba era que Reg no sólo temía a la CIA, al FBI y a Hacienda, sino, simplemente, a ellos, es decir, a un grupo de seres anónimos que odiaban a Reg y que le tenían celos y que no se detendrían ante nada para destruirlo. Y que, además, habían descubierto a su Fornit y lo querían destruir junto con él. Y si su Fornit moría, no habría más novelas, ni más relatos, ni nada. ¿Comprendéis? Era la esencia misma de la demencia. Ellos no hacían más que perseguirlo. Al final, ya no eran ni siquiera los de Hacienda —con los que había tenido unos cuantos problemas al publicar Imágenes del sub mundo— los causantes de todo. Al final eran sólo ellos. La fantasía paranoica por excelencia. Ellos querían asesinar a su Fornit.

—¡Dios Santo! ¿Y tú qué le dijiste? —preguntó el agente.—Traté de darle ánimos —contestó Henry—. Ahí me tenéis, después de una comida y

cinco martinis, nada menos, hablando por teléfono con una mujer que me llama desde una cabina pública en Omaha, diciéndole que no debía preocuparle tanto el que su marido creyera que las niñas de diez años eran androides que lo espiaban para robarle sus secretos, ni el que su marido creyera que los teléfonos estaban llenos de radio, ni el que su marido hubiera desconectado su talento de la mente hasta el punto de creer que había un duende viviendo en su máquina de escribir.

»No creo haber sido muy convincente.»Me pidió, no, me rogó que trabajara conjuntamente con Reg en su relato y que, por favor,

intentara publicarlo. Me dijo todo lo que pudo, excepto que «El proyectil flexible» era el último punto de contacto entre Reg y lo que ridículamente llamamos "realidad".

»Le pregunté qué quería que hiciera si Reg me volvía a hablar del Fornit. "Sígale la corriente", me contestó. Fueron exactamente sus palabras: "Sígale la corriente". Y colgó.

»Al día siguiente recibí una carta de Reg, cinco páginas escritas a máquina, a un solo espacio. El primer párrafo se refería a la publicación de su historia. La segunda redacción

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seguía su curso sin problemas, me explicaba. Creía posible eliminar setecientas de las diez mil cinco palabras originales, reduciéndolas exactamente a nueve mil ocho.

»El resto de la carta hablaba tan sólo de los Fornits y de los Fornus. Sus propias observaciones y muchas preguntas, cientos de preguntas.

—¿Observaciones? —Paul se inclinó hacia delante—. ¿Es que los veía realmente?—No —replicó Henry—. No es que los viera real mente, pero, en cierto sentido..., supongo

que sí, que los veía. Hombre, ya sabéis que los astrónomos conocían la existencia de Plutón antes de que fuese visto, simplemente porque habían estudiado la órbita de Neptuno y percibían la influencia de otro planeta sobre ella. Pues bien, Reg veía a los Fornits de la misma manera. Según él, les gustaba comer por la noche y me preguntaba si yo había observado lo mismo. Les daba de comer durante todo el día, pero había notado que la comida desaparecía hacia las ocho de la noche.

—¿Es que tenía alucinaciones? —preguntó Paul.—No —contestó Henry—. Sucedía que su mujer limpiaba la máquina cada día mientras él

se iba a dar una vuelta, por lo general alrededor de aquella hora.—Me parece que la mujer era un poco inconsecuente al cargarte a ti toda la

responsabilidad —intervino el agente, moviendo su corpulento esqueleto en la silla—. Ella alimentaba las fantasías del marido.

—Creo que no acabas de entender bien por qué me llamó y por qué estaba tan preocupada —contestó Henry lentamente—, pero estoy seguro de que tú sí lo entiendes, Meg —dijo, dirigiéndose a ella.

—Quizás —contestó Meg, mirando de reojo a Paul, un tanto incómoda—. No se había enfadado contigo porque le estuvieras siguiendo la corriente. Lo que verdaderamente temía era que la interrumpieses.

—¡Bravo! —exclamó Henry, encendiendo otro cigarrillo—. Precisamente por eso limpiaba la máquina cada día. Si la comida se hubiese acumulado en la máquina, Reg habría llegado a la conclusión lógica, dentro de su demencia, de que el Fornit se había ido o se había muerto. Es decir, si no había Fornit, no había Fornus. Lo que significaba que no habría más novelas, no podría seguir escribiendo... Sería el fin de todo.

Henry dejó morir sus palabras, contemplando las volutas de humo.—Creía probable que los Fornits fuesen seres nocturnos —prosiguió—. No les gustaba el

ruido. Por ejemplo, había notado que a él mismo le era imposible escribir después de una noche de juerga. Tampoco les gustaban la radio ni la tele, y odiaban la electricidad. Reg habla vendido el televisor por veinte dólares y hacía tiempo que se había desprendido del reloj con la esfera radial. Seguía preguntándose cómo había llegado a mi conocimiento lo de los Fornits. ¿Acaso tenía uno en mi casa? Y si era así, ¿qué era lo que pensaba de esto, de aquello y de lo de más allá? Bueno, no me parece necesario abundar en esos detalles. En fin, ya sabéis lo que pasa cuando uno tiene un perro nuevo y empieza a pedir toda clase de información sobre alimentación, hábitos, enfermedades, etc. Pues era lo mismo. Y un garabato que yo mismo no llegaba a comprender, puesto debajo de mi firma, habría bastado para abrir la caja de Pandora.

—¿Qué le contestaste? —preguntó el agente.—Es ahí donde realmente empezó el problema, tanto para él como para mí —respondió

Henry lentamente—. Jane me había rogado que le siguiera la corriente, y eso fue lo que hice. Lamentablemente, me excedí. Contesté su carta en casa, completamente borracho. Mi apartamento tenía un aspecto desolado, triste, vacío. Había peste de humo frío por todas partes, los ceniceros llenos, el fregadero lleno de platos sucios, la funda del sofá hecha un guiñapo. En fin, ya os lo podéis imaginar, desde la partida de Sandra, la casa era una pocilga. El hombre de mediana edad que nunca se ha enfrentado a los problemas domésticos.

»Así que allí estaba yo sentado, con el papel en la máquina, pensando: "Ojalá tuviera un Fornit. No uno, sino una docena y que me echaran Fornus por toda la casa, de cabo a rabo". Estaba tan borracho que envidiaba a Reg la suerte de contar con aquellos seres maravillosos.

‘Le contesté que yo también tenía un Fornit, como es natural. Y que el mío se parecía bastante al suyo. Era nocturno. Odiaba los ruidos, pero parecía adorar a Bach y a Brahms... escribía mejor después de escucharlos un rato por la noche, le dije. Le expliqué que mi Fornit se volvía loco por la mortadela... que si él lo había probado. Dejaba siempre trocitos, por la noche, junto a mi portátil, y por la mañana habían desaparecido. A menos, como él mismo decía, que hubiera habido mucho ruido la noche anterior. Le agradecí también sus

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explicaciones sobre el radio, aunque hacía mucho tiempo que yo tampoco tenía reloj de esfera luminosa. También le dije que mi Fornit había vivido conmigo desde mi salida de la universidad. En fin, me entusiasmé tanto con aquella historia que le escribí casi seis páginas. Al final añadí algo sobre su novela, en tono más bien oficial, pero muy breve, y firmé la carta.

—Y debajo de la firma... —dijo Meg.—Pues claro. Fornit Sorne Fornus —hizo una pausa—. Ahora no podéis verme, porque

estamos casi a oscuras, pero tengo la cara roja de vergüenza. Estaba tan borracho, tan destrozado... Tal vez si hubiera dejado pasar un par de horas, por la mañana habría destruido la carta, pero no fue así.

—¿La echaste al correo enseguida? —preguntó Paul.—Así es. Durante una semana y media esperé contestación, rogando a Dios que no

hubiese complicado las cosas aún más. Un día recibí el cuento, dirigido a mí, sin carta adjunta. Había hecho los cortes de los que habíamos hablado y el relato era perfecto, aunque el manuscrito.., tuve que llevármelo a casa y copiarlo íntegro. Estaba cubierto de unas manchas amarillas rarísimas... Pensé...

—¿Que eran manchas de orina? —preguntó Meg.—Eso fue precisamente lo que pensé. Pero no era eso. Al llegar a casa, me encontré con

una carta de Reg. Esta vez, nada menos que diez páginas. Entre otras cosas, me explicaba lo de las manchas. Imaginaos, me dijo que no había conseguido encontrar mortadela italiana, pero que había descubierto que a su Fornit le gustaba realmente la salchicha con mostaza.

»Aquel día apenas había probado una copa. Pero aquellas páginas con las manchas de mostaza y toda aquella carta me dieron ganas de empezar a beber otra vez. No podía contenerme, de manera que me emborraché como una cuba.

—¿Y qué más decía la carta? —preguntó la mujer del agente.Estaba cada vez más fascinada con aquella historia, inclinada sobre un vientre bastante

desarrollado, que le recordaba a Meg los dibujos de Snoopy.—Sólo dos líneas sobre la novela. Toda la carta se refería al Fornit... y a mí. Lo de la

salchicha había sido una excelente idea, según él. Rackne la adoraba y, a consecuencia...—¿Rackne? —preguntó Paul.—Era el nombre del Fornit —contestó Henry—. Rackne. A consecuencia de la salchicha,

Rackne se había retrasado un poco. El resto de la carta era un verdadero delirio paranoico, nunca habréis leído nada semejante.

—Reg y Rackne... un buen matrimonio —comentó Meg, riendo, nerviosa.—Nada de eso —respondió Henry—. Su relación era estrictamente laboral. Además,

Rackne era de sexo masculino.—Bueno, cuéntenos más sobre la carta.—Es una de las que no recuerdo de memoria. Lo que, en el fondo, es mejor para vosotros,

porque a veces la extravagancia llega a aburrir si es reiterativa. En fin, el cartero era de la CIA, el repartidor de periódicos del FBI, Reg había llegado a vislumbrar un revólver entre los diarios. Sus vecinos eran espías y tenían un equipo electrónico de vigilancia en la furgoneta. Ni siquiera se atrevía a ir a la tienda de la esquina porque el propietario era un androide. Hasta entonces, sólo lo había sospechado, pero ahora estaba absolutamente seguro porque un día, mientras le despachaba, había visto los cables que cruzaban bajo la piel de la calva. Por si fuera poco, la cantidad de radio en la casa no paraba de crecer. Una noche llegó a ver una luz fosforescente verde en las habitaciones.

»Acababa la carta diciendo: "Espero que me contestes enseguida y me digas cuál es tu situación y la de tu Fornit en lo que concierne a los enemigos, Henry. Creo que el habernos conocido está más allá de la mera coincidencia. Supongo que es un salvavidas que me ha enviado Dios, o la Providencia, o el Destino, o lo que sea, precisamente en el último momento, cuando ya empezaba a desesperar.

"Un hombre no puede luchar solo contra miles de enemigos durante mucho tiempo. Y descubrir, de pronto, que uno no está solo... ¿Acaso sea excesivo afirmar que es lo común de nuestras experiencias lo que me salva de la destrucción final? Tal vez no. Pero tengo que saber: ¿están tus enemigos tratando de destruir tu Fornit como a Rackne? Si es así, ¿qué haces contra ellos? Y, si no, ¿tienes alguna idea de por qué? Repito, tengo que saberlo."

»La carta iba firmada con aquel garabato del FORNIT SOME FORNUS y después, una posdata. Solamente una frase. Pero letal. Decía: "A veces, dudo hasta de mi mujer".

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»Leí la carta de cabo a rabo tres veces, por lo menos, mientras me bebía una botella de whisky. Estuve pensando durante mucho rato en cómo contestarla. Era evidente que se trataba del pedido de auxilio de un hombre al borde de la caída. El relato le había servido de apoyo durante algún tiempo, pero ahora lo había terminado y lo único que aún le sostenía era yo. Algo perfectamente irrazonable. Me lo había buscado.

»Empecé a pasearme por todo el apartamento, por las habitaciones vacías, desenchufándolo todo. Recordad que estaba completamente borracho y que se puede esperar lo más inimaginable de un borracho. Por eso los editores, al igual que los abogados, necesitan dos o tres martinis antes de discutir un contrato en una comida.

El agente lanzó una carcajada, pero el ambiente siguió siendo incómodo, tenso.—No olvidéis que Reg Thorpe era un escritor genial. Estaba absolutamente convencido de

todo lo que me escribía. Lo de la CIA, lo del FBI, lo de Hacienda... Ellos. Los enemigos. Algunos escritores poseen un don único: son capaces de escribir tanto más fríamente cuanto más les apasiona el tema. Era el don de Hemingway y de Steinbeck, y Reg Thorpe lo tenía. Si te deslizabas dentro de su mundo, acababas por aceptar su propia lógica, por particular que fuese. Al final, pensabas como él. Llegabas a aceptar lo del Fornit y que el chico de los periódicos se paseaba con un revólver, o que sus vecinos, los de la furgoneta, eran en realidad agentes del KGB con cápsulas de cianuro en los dientes y en misión especial subida para capturar a Rackne.

»Claro que yo no aceptaba lo del Fornit, pero me era difícil pensar con claridad y acabé por desenchufarlo todo. Primero, la tele, porque todo el mundo sabe que, efectivamente, emite radiaciones. Una vez publicamos un artículo en Logan’s según el cual —y lo había escrito un científico digno de todo crédito— las radiaciones emitidas por un televisor casero alteraban las ondas cerebrales de manera infinitesimal, pero permanente.

»El autor del artículo alegaba que tal vez ésa fuera la razón por la que el nivel de educación en este país estaba en franca decadencia, ya que, después de todo, ¿quién pasa más tiempo delante de un televisor que un niño?

»Así que desenchufé la tele y tuve la impresión de verlo todo un poco más claro. De hecho, lo veía todo tan claro, que continué desenchufando todo lo que estuviera conectado a la red. La radio, la tostadora, la lavadora, la secadora, el horno microondas... Aquel horno era uno de los primeros del mercado y era grande como un ropero. En verdad, desenchufarlo me tranquilizó muchísimo. Actualmente parecen mucho más seguros.

»Pensé en la cantidad de cosas enchufadas que hay en una casa de clase media. Era una especie de pulpo, con todos aquellos enchufes, todos aquellos cables conectados a otros cables exteriores y éstos a unas grandes centrales, controladas a su vez por el gobierno.

»Curiosamente, obedecía a una doble idea al hacer todo aquello —continuó Henry, bebiendo un sorbo de su refresco—. Básicamente, respondía a un impulso supersticioso. Hay muchísima gente que no pasa por debajo de una escalera ni abre el paraguas en casa. Hay jugadores de baloncesto que se persignan cada vez que intentan un enceste y jugadores de béisbol que se cambian de calcetines cuando les falla el juego. Creo que es la mente racional cantando a dúo con la fuerza irracional del cerebro. Si tuviese que definir el subconsciente irracional, diría que es una pequeña habitación forrada en nuestro interior, con un único mueble: una mesita con un revólver, cargado con proyectiles flexibles.

»Cada vez que se da un rodeo para no pasar por debajo de una escalera o se sale de casa con el paraguas cerrado en medio de la lluvia, se desnuda la parte irracional del cerebro de toda protección y se entra en la habitación del revólver para tomarlo en las manos. Puede que se tengan dos ideas al mismo tiempo. Por ejemplo: "Pasar debajo de una escalera no es peligroso". "No pasar debajo de una escalera tampoco es peligroso". Pero en cuanto dejas atrás la escalera o el paraguas abierto, vuelves a ser el mismo.

—Es muy interesante —interrumpió Paul—. Explícame un poco más, si no te importa. ¿En qué punto deja la mente irracional de jugar con la pistola para apuntar directamente a la sien y disparar?

—Cuando la persona en cuestión empieza a escribir cartas a todos los diarios —contestó Henry— diciendo que hay que eliminar todas las escaleras, porque es peligroso pasar por debajo de ellas.

Hubo una carcajada general.

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—Es más, creo que el yo irracional dispara el proyectil flexible al cerebro cuando esa persona va por todas partes tirando escaleras al suelo o peleándose con la gente por la misma causa, o hiriendo a los que trabajan en ellas. Puedes dar un rodeo antes que pasar bajo una escalera. Puedes incluso escribir una carta al periódico diciendo que la ciudad de Nueva York está en bancarrota por culpa de toda la gente que pasa insensiblemente bajo escaleras. Pero lo que no puedes hacer es ir por la calle derribando todas las escaleras que veas.

—Porque tienes público —murmuró el escritor.—¿Sabes? Tal vez tengas razón a este respecto, Henry —dijo el agente—. A mí, por

ejemplo, no me gusta encender tres cigarrillos con una misma cerilla. No recuerdo cuándo adquirí esa costumbre, pero hace ya mucho. Luego leí no sé dónde que es una superstición nacida en la primera guerra mundial. Se decía que los alemanes mataban a un inglés cuando tres soldados encendían un cigarrillo con la misma cerilla. El primero les permite calcular la distancia. El segundo, la dirección del viento. Al tercero le volaban la cabeza de un tiro. Pues muy bien, a pesar de todo ello, no puedo, aunque quiera, encender tres cigarrillos con el mismo fuego. Una parte de mi cabeza me dice que no tiene la menor importancia, incluso si quiero encender doscientos, pero otra parte —mi Boris Karloff interior— dice: ¡UUUUUUHHHHHH, cuidadoooooo!

—Pero la demencia no tiene nada que ver con las supersticiones, ¿no es así? —preguntó Meg.

—Ah, ¿no? —replicó Henry—. Juana de Arco oía voces celestiales. Otra gente se cree poseída por el demonio. Otros ven duendes... o diablos... o Fornits. Los términos que se utilizan para definir la demencia sugieren superstición de una forma u otra. Manías..., anormalidad..., irracionalidad..., lunatismo..., locura... Para el loco, la realidad es oblicua. La personalidad se recompone en la habitación con la pistola.

»La parte racional de mi cerebro funcionaba mal, estaba herida, dañada, pero seguía en su sitio, a pesar de todo, diciendo: "Bueno, no importa. Mañana, cuando estés sobrio, puedes volver a enchufarlo todo, gracias a Dios. Si es eso lo que deseas ahora, puedes jugar un poquito, mientras no vayas más lejos".

»Pero la voz racional tenía mucha razón en asustarse. A todos nos atrae la locura. Todos hemos sentido la loca tentación de saltar al mirar al vacío desde un edificio muy alto, o desde un acantilado. Y quien se ha apuntado a la cabeza con una pistola cargada...

—¡Oh, por favor! —exclamó Meg.—De acuerdo —prosiguió Henry—. Lo único que quiero decir es: hasta la persona más

razonable está unida a su racionalidad por un finísimo hilo. Estoy realmente convencido de ello. Los circuitos racionales en el animal humano son sumamente endebles.

»Después de desenchufarlo todo, le escribí una carta a Reg en mi estudio, la metí en un sobre y la eché al correo. En realidad, no recuerdo haber hecho nada. Estaba tan borracho... Pero supongo que es eso lo que hice, porque, al día siguiente, tenía la copia de la carta junto a la máquina, con los sobres y los sellos. La carta, como era de esperar, era la de un borracho. En resumen, venía a decirle que a los enemigos les atraía la electricidad tanto como los Fornits, y que si desenchufaba todo lo eléctrico, los enemigos desaparecerían. Al final, añadí: "La electricidad está fastidiando tus ondas mentales, Reg. ¿Por casualidad tienes una batidora en casa?".

—De hecho, tú también estabas empezando a escribir cartas a los periódicos —intervino Paul.

—Sí. Escribí la carta un viernes por la noche. A la mañana siguiente me levanté sobre las once, con sólo una vaga idea de las tonterías que había cometido la noche anterior. Sufrí una vergüenza infinita al volver a enchufar todos los aparatos. Pero más vergüenza me dio ver lo que había escrito a Reg. Empecé a buscar por toda la casa, con la absurda esperanza de no haber echado la carta al correo. Pero no apareció. Me pasé el resto del día haciendo propósitos de enmienda. No era posible...

»El miércoles siguiente recibí una carta de Reg. Una de las páginas estaba escrita a mano, toda ella llena de Fornit Sorne Fornus. Y en el centro, tan sólo: «Tenías razón. Gracias. Gracias. Gracias. Reg. Tenías razón. Reg. Todo está bien ahora. Reg. Muchas gracias. Reg. Fornit también está bien. Reg. Gracias. Reg».

—¡Qué miedo! —dijo Meg.—Supongo que la mujer estaría hecha un basilisco—intervino la esposa del agente.

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—Pues no. Porque funcionó.—¿Funcionó? —preguntó el agente.—Recibió mi carta el lunes por la mañana. El mismo lunes por la tarde fue a la compañía de

electricidad para darse de baja. Jane, por supuesto, se puso histérica. En la casa había infinidad de cosas eléctricas. No sólo tenía una batidora, sino también una máquina de coser, una lavadora, una secadora... en fin, todo lo que hay en una casa normal. Estoy seguro de que aquel día, Jane hubiera querido ver mi cabeza en una bandeja.

»Pero fue la conducta de Reg lo que la impulsó a creer que yo era un maravilloso remedio para su marido, y no otro chalado. Reg la hizo sentar en el salón y le habló de la manera más racional del mundo. Le dijo que era consciente de que se había comportado de una manera bastante rara, que sabía que estaba muy preocupada, que se sentía mucho mejor sin electricidad en la casa y que le ayudaría en todo lo necesario para superar los inconvenientes que eso acarreara. Y que, además, quería ir a la casa de al lado para saludar a aquellos chicos y charlar con ellos un rato.

—¿Los del KGB con el radio en la furgoneta?—preguntó Paul.—Exactamente. Jane no cabía en sí de asombro. Le dijo que sí, que de acuerdo, aunque

me confesó más tarde que se había preparado mentalmente para la peor de las escenas. Temía que hubiera acusaciones, amenazas, histeria... Consideraba ya la posibilidad de abandonar a su marido si las cosas no mejoraban. El miércoles por la mañana me dijo por teléfono que se había hecho una promesa a sí misma. Aquello de la electricidad era la gota de agua que había estado a punto de rebasar el vaso. Una sola cosa más y se volvía corriendo a Nueva York. Además, tenía miedo, como comprenderéis. La situación había ido empeorando poco a poco, muy lentamente, pero aun para ella, que estaba realmente enamorada de su marido, aquello iba demasiado lejos. Decidió largarse si Reg les decía la menor inconveniencia a aquellos chicos. Mucho más tarde supe que, por aquellas fechas, ya había averiguado cómo divorciarse sin consentimiento del cónyuge en Nebraska.

—¡Pobre mujer! —murmuró Meg.—Pero todo fue como una seda —prosiguió Henry—. Rey estuvo más encantador que

nunca... y, según Jane, cuando quería, era literalmente irresistible. Es más, hacía casi tres años que no lo veía de aquel talante. Había desaparecido la actitud doliente, furtiva, así como también los tics nerviosos, los sobresaltos que tenía cada vez que se abría una puerta. Se tomó una cerveza con los chicos y estuvo hablando de todos los tópicos de que se hablaba en aquel tiempo, que si la guerra, que si las manifestaciones, que si un ejército voluntario, que si las leyes sobre la marihuana...

»Cuando descubrieron en la conversación que era el autor de Imágenes del sub mundo, se quedaron viendo visiones, dijo Jane. Tres de ellos lo habían leído ya y el cuarto se lo fue a comprar aquella misma noche.

Paul sonrió, asintiendo. Sabía muy bien de qué hablaba Henry.—Así que —siguió Henry— vamos a dejar a Reg Thorpe y a su mujer por un rato, sin

electricidad, pero más felices que nunca...—Menos mal que su máquina de escribir no era eléctrica —comentó el agente.... y volvamos al redactor —dijo Henry, haciendo caso omiso del comentario—. Pasaron un

par de semanas. El verano llegaba a su fin. El redactor, por supuesto, seguía emborrachándose hasta caer al suelo con más frecuencia de la necesaria, pero se las arreglaba para mantener un exterior bastante respetable. Pasaron los días. En Cabo Kennedy se disponían a enviar un hombre a la Luna. El nuevo número de Logan’s, con John Lindsay en portada, estaba en todos los quioscos y se vendía tan mal como siempre. Yo había iniciado en el despacho las gestiones necesarias para la compra de un relato titulado «La balada del proyectil flexible», derechos sobre primera edición, para publicar en enero de 1970, a un precio de 800 dólares, que era lo que la revista pagaba por una historia de primera calidad.

»En eso estábamos cuando un día me llamó mi jefe, Jim Dohegan. Si podía pasar por su despacho. A las diez de la mañana estaba allí, sintiéndome mejor que nunca y con un aspecto, creo yo, bastante aceptable. Sólo más tarde me di cuenta de que no había visto a Jane Morrison, su secretaria.

»Me senté y le pregunté qué podía hacer por él o viceversa. No diré que no tuviera a Reg Thorpe en la cabeza. Yo estaba firmemente convencido de que el relato era sensacional y esperaba que me felicitaran. Ya os podéis imaginar el chasco que me llevé cuando Jim puso

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ante mí, sobre la mesa, dos obras rechazadas: el cuento de Reg y un relato largo de John Updike programado para el número siguiente. En los dos sobres se leía DEVUÉLVASE.

»Miré las obras rechazadas, miré a Jim, miré otra vez las obras rechazadas... No entendía. Mi cerebro se resistía a admitir lo evidente. Miré a mí alrededor y vi un calentador que la secretaria de Jim encendía cada mañana para hacer café. Hacía años que estaba allí pero yo pensé en aquel momento: si ese cacharro no estuviera enchufado, no tendría problema alguno para poder poner orden en mis ideas. Sé perfectamente que si eso estuviera desenchufado entendería lo que ocurre.

—¿ Qué sucede, Jimmy? —le pregunté.—No sabes cuánto siento tener que decírtelo precisamente yo, Henry —contestó Jim—.

Logan’s dejará de publicar obras de ficción en diciembre de 1969.Henry hizo una pausa, buscando otro cigarrillo, pero el paquete estaba vacío.—¿Alguien tiene un cigarrillo?Meg le ofreció uno mentolado.—Gracias, Meg.Henry lo encendió, apagó la cerilla y aspiró profundamente. La brasa brilló un instante en la

oscuridad.—Bueno —siguió—. Le dije a Jim: «¿Te importa?», me acerqué al calentador y lo

desenchufé. Por la forma en que me miró me di perfecta cuenta de que pensaba que yo estaba loco de remate.

»Sólo abrió la boca para decirme:—Pero, ¿qué haces, Henry?—No puedo pensar cuando hay cosas enchufadas. Interferencias —contesté.»En realidad, así me lo parecía, porque, con el aparato desenchufado vi la situación con

mucha más claridad.—¿Quieres decir que me quedaré en la calle? —le pregunté.—No lo sé —contestó—. Depende de Sam y del consejo. Realmente no lo sé, Henry.»Podía haber dicho muchas cosas. Supongo que Jimmy esperaba una apasionada defensa

de mi puesto. De repente, me encontré desnudo... era jefe de un departamento que había dejado de existir.

»Pero no defendí mi causa ni la existencia de mi sección. Sólo le rogué que publicara el relato de Reg Thorpe. Primero propuse adelantar la fecha y publicarlo en diciembre.

—¡Venga, hombre! —contestó Jimmy—. Ya sabes que el número de diciembre está cerrado. Y esa historia tiene casi diez mil palabras.

—Nueve mil ocho —rectifiqué.—Una ilustración a toda página —insistió—. Imposible.—Bien, eliminemos la ilustración —dije—. Escucha, Jimmy, es el mejor relato que hemos

recibido en cinco años.—Ya lo sé, lo he leído —contestó Jimmy—, pero no podemos publicarlo en diciembre. Es

Navidad, por Dios, Henry. ¿Quieres publicar la historia de un hombre que mata a su mujer y a su hija cuando todo el mundo está reunido alrededor de un árbol de Navidad? Debes de estar...

»Jimmy se interrumpió, pero vi cómo miraba el calentador. Hubiese dado lo mismo que lo dijese en voz alta.

Paul asintió lentamente, sin apartar los ojos del rostro en sombras de Henry.—Me empezó a doler la cabeza. Al principio, sólo un poco. Volvía a pensar con dificultad.

Recordé que Janey Morrison tenía un afilador de lápices eléctrico en su mesa. Además, todas aquellas luces fluorescentes en el techo, y los calefactores, y las máquinas de refrescos en el pasillo. Todo el maldito edificio se movía en base a electricidad y nadie hacía nada. Fue entonces cuando se me ocurrió que Logan’s se hundía porque nadie podía pensar correctamente. Estábamos presos en aquel inmenso rascacielos lleno de electricidad. Nuestras ondas mentales estaban absolutamente podridas. Recuerdo haber pensado que, de presentarse allí un médico con un electroencefalógrafo, hubiese obtenido las gráficas más raras del mundo. Llenas de esas enormes alfas agudas que caracterizan los tumores cerebrales.

»Me bastó pensar en ello para que el dolor de cabeza arreciara. Pero decidí intentarlo una vez más. Le pedí que intercediera ante Sam Vadar, el redactor en jefe, para que la historia

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apareciera en el mes de enero. Como una especie de despedida de la sección literaria de Logan’s, si fuera preciso. El último cuento de la revista.

»Jimmy asentía con la cabeza, sin dejar de jugar con un lápiz.—Bueno, lo intentaré, pero sabes que no servirá de nada. Tenemos un cuento de un

escritor novel y otro de John Updike, que es tan bueno, si no mejor que el de Thorpe...—¡El cuento de Updike no es mejor que el de Thorpe! —protesté.»Jimmy me miró fijamente. Mi dolor de cabeza se hacía más agudo. Tenía el zumbido de

los fluorescentes metido en el cerebro como un puñado de moscas atrapadas en una botella. Era un sonido realmente odioso. Y hasta creí oír a su secretaria afilando un lápiz en la maquinilla eléctrica. "Lo están haciendo a propósito. Saben que soy incapaz de pensar correctamente con todo eso enchufado. Así que..., así que...", me dije. Jim me hablaba de algo relativo a la reconsideración del tema en el siguiente consejo de redacción, tal vez la propuesta de no eliminar la sección literaria de golpe y dejar, en cambio, que se agotara por sí misma, con la publicación de las narraciones pendientes.

»Me levanté, sin escucharle, y apagué las luces.—¿Por qué apagas las luces? —preguntó Jimmy. —Ya sabes por qué, Jimmy —contesté—. Tú mismo tendrías que salir corriendo de aquí

antes de que te hicieran añicos.Jim se levantó y vino hacia mí.—Creo que deberías irte a casa, Henry —dijo—. Vete a casa y descansa. Sé que

últimamente has tenido problemas. No te preocupes, haré cuanto esté en mis manos. Estoy completamente de acuerdo contigo... bueno, casi completamente de acuerdo. Pero insisto en que te marches a casa, te eches, pongas los pies en alto, mires un poco la tele...

—¡Tele! —exclamé. No pude contener la carcajada. Era una de las cosas más divertidas que había oído en mi vida—. Mira, Jimmy. Ve a ver a Sam Vadar y dile otra cosa.

—¿Qué quieres que le diga, Henry?—Dile que necesita un Fornit. Toda la compañía necesita un Fornit. ¿Qué estoy diciendo...?

¡Cientos de Fornits!—Un Fornit... —contestó Jimmy, asintiendo—. Muy bien, de acuerdo. No te preocupes, le

diré que necesita un Fornit.»El dolor de cabeza me ocasionaba problemas de visión. En alguna parte de mi cerebro me

preguntaba cómo iba a decirle a Reg que su cuento no se publicaría y cómo se lo tomaría.—Yo mismo firmaré la orden de compra si averiguo dónde adquirir un Fornit —dije—. Tal

vez Reg me pueda informar dónde. No menos de una docena, sí, una docena de Fornits y que echen Fornus por toda la oficina, sin dejar el más mínimo resquicio. Ah, y apagar la luz. Odio la electricidad —empecé a dar vueltas por la oficina, mientras Jim me contemplaba con la boca abierta, atónito—. Hay que desconectar toda la electricidad, Jimmy, diles eso. Díselo a Sam. Nadie puede pensar correctamente con todas estas interferencias eléctricas, ¿es que no lo ves?

—Tienes toda la razón, Henry, toda la razón —dijo Jim—. Ahora, creo que sería mejor que te fueras a casa y descansaras un poco. Intenta dormir un rato, o algo.

—Además, a los Fornits no les gustan todas estas interferencias —proseguí—. Que si la radio, que si la electricidad.., todo esto les sienta fatal. Hay que darles mortadela, pasteles y mantequilla. ¿Podemos dar la orden de compra de todo eso?

»El dolor de cabeza era como una enorme bola pesada y negra encima de la nuca. Veía dos Jimmys, dos de todo. De pronto, sentía una tremenda necesidad de un trago. Si no había Fornus, y la parte racional de mi cerebro me decía que no lo había, entonces, lo único que me proporcionaría cierto bienestar era algo de beber.

—Claro que podemos dar una orden de compra—dijo Jimmy.—No crees ni media palabra de lo que estoy diciendo, ¿verdad, Jimmy? —le espeté.—Claro que sí. Y estoy completamente de acuerdo. Lo que tienes que hacer es irte a casa

y descansar un poco.—No lo crees ahora —contesté—. Pero quizá lo hagas cuando todo esto se derrumbe.

¿Cómo puedes suponer, por el amor de Dios, que tus decisiones son racionales cuando tienes a menos de cincuenta metros un montón de máquinas de venta de coca-cola, máquinas de venta de bocadillos, máquinas de venta de toda clase de tonterías? —para colmo, se me

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ocurrió algo terrible—. ¡Y hasta un horno microondas! ¡Tenéis hasta un horno microondas para calentar los bocadillos!

»Jimmy empezó a decir algo, pero no le hice caso. Me marché. Convencido de que el horno microondas lo explicaba todo. Era eso lo que me producía dolor de cabeza. Recuerdo haber visto a Janey y Kate Junger, del departamento comercial, y Mert Strong, del de publicidad, que me miraban. Debían de haberme oído gritar.

»Mi despacho estaba en el piso inferior. Bajé corriendo por las escaleras, entré en él, apagué todas las luces y agarré mi cartera. Después tomé el ascensor hasta el vestíbulo. Durante el trayecto, me puse la cartera entre los pies y me tapé los oídos. En el ascensor bajaban otras cuatro personas, que me miraron como se debe de mirar a un marciano...

Henry sonrió secamente.—Estaban asustados, por así decir. Vosotros también lo hubierais estado, atrapados en

una cajita en movimiento, con un tío evidentemente loco.—Hombre, no es una situación sencilla —comentó la mujer del agente.—En absoluto. La locura tiene que empezar en algún momento. Y si esta historia versa

sobre algo —suponiendo que los acontecimientos en la vida de un individuo tengan algún significado— es precisamente sobre la génesis de la locura. La locura debe iniciarse en algún punto e ir hacia algún otro. Como una carretera. o la bala expulsada de la recámara de una pistola. Yo estaba todavía a años luz de Reg Thorpe, pero en el mismo camino.

»No sabía dónde ir, de manera que me dirigí a un bar llamado Los Cuatro Padres, en la calle cuarenta y nueve. Recuerdo perfectamente que elegí aquel bar porque no tenía televisión, ni tocadiscos, ni demasiadas luces. Recuerdo también haber pedido la primera copa. Después, no recuerdo nada más hasta la mañana siguiente, cuando me desperté. Había vomitado en la alfombra y encontré un agujero en la sábana, producido por un cigarrillo. En mi estupor, me percaté de que había estado a punto de morir de dos interesantes maneras: asfixiado o quemado. Aunque, en honor a la verdad, lo más probable es que no me hubiese dado cuenta de ninguna de las dos.

—¡Jesús! —dijo el agente, con respeto.—Había sufrido una especie de apagón mental. Era el primero en mi vida. Pero siempre

hay una señal al final del túnel, y nunca son muchos. Pero un alcohólico sabe muy bien que no es lo mismo que desmayarse, por ejemplo. Si así fuese, habría muchos menos problemas. No, cuando un alcohólico tiene un apagón, continúa haciendo cosas. Un alcohólico que sufre un apagón es como un diablillo trabajador, una especie de Fornit maligno. Puede hacer muchísimas cosas, como llamar a su mujer al trabajo y ponerla de vuelta y media, o conducir por la izquierda en una autopista y pegársela contra un autocar lleno de niños. Puede irse del trabajo o robar en una tienda o regalar su alianza de matrimonio. Son como diablillos que trabajan afanosamente sin cesar.

»Lo que hice en aquella ocasión, aparentemente, fue irme a casa y escribir una carta. Sólo que esta vez no iba dirigida a Reg, sino a mí mismo. Y no fui yo mismo quien la escribió, para ser exactos.

—¿Quién la escribió? —preguntó Meg.—Bellis.—¿Quién es Bellis?—Su Fornit —intervino Paul, con aire ausente. Sus ojos brillaban en la sombra, mirando a

lo lejos.—Exactamente —dijo Henry, sin el menor asomo de sorpresa. Volvió a recrear la carta en

el dulce aire de la noche para sus amigos, marcando los puntos y aparte con los dedos.»"Bellis te dice hola. Siento muchísimo que tengas tantos problemas, amigo mío, pero

quiero decirte para empezar que no eres el único que los tiene. No es una tarea fácil para mí. Si lo deseas, puedo echarle Fornus a tu máquina de escribir de aquí a la eternidad, pero darle a las teclas es trabajo tuyo, no mío. Dios creó a la gente precisamente para eso. Así que siento algo de compasión por ti, pero sólo algo.

"Comprendo que estés preocupado por Reg Thorpe. Pero a mí no me quita el sueño, porque el encargado de protegerle es mi hermano Rackne. Thorpe está muy nervioso porque teme que Jane lo deje, pero es que es muy egoísta. Es la maldición del escritor: son todos unos malditos egoístas. A Thorpe no le preocupa en absoluto lo que será de Rackne si él se va. O si se convierte en un bonzo seco. Por lo visto, nunca se le ha pasado por la cabeza, tan

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inteligente, tan sensible. Pero, afortunadamente para todos nosotros, esos problemas tienen una solución muy fácil, por eso te tiendo mis pequeños brazos y te la brindo, mi borracho amigo. Tal vez lo que a TI te preocupe sean las consecuencias a largo plazo, pero te aseguro que no las hay. Todas las heridas son mortales. Toma lo que te es dado. A veces, te encuentras con un nudo en la cuerda, pero la cuerda siempre tiene un final. ¿Y qué? Bendice el nudo y no malgastes palabras maldiciendo la caída. Un corazón agradecido sabe que, al final, nos columpiamos todos.

»"Debes pagarle a Reg el cuento tú mismo. Pero no con un cheque personal. Reg tiene problemas mentales bastante graves y quizás peligrosos, pero no es un estúpido —Henry se detuvo y deletreó, e-s-t-ú-p-i-d-o. Luego, prosiguió—. Si le das un cheque personal se dará cuenta del juego en nueve segundos.

»Retira ochocientos dólares de tu cuenta privada y abre otra cuenta a nombre de Arvin Publishing Inc. Asegúrate de que el banco donde la abras te proporcione cheques que parezcan realmente profesionales, nada de fotos de perritos ni vistas del Mediterráneo. Busca un amigo, alguien de tu confianza, y autoriza su firma en tu cuenta. Cuando te remitan el talonario, haz firmar a tu amigo un cheque por ochocientos dólares. Después, se lo envías a Reg por correo. De momento, estarás a salvo."

»Acababa así. Iba firmada por Bellis. No con una holografía, sino en letra de imprenta.—¡Jo...! —exclamó Paul de nuevo.—Cuando me levanté de la cama, lo primero que vi fue la máquina de escribir. Parecía que

alguien la hubiese empleado como máquina fantasma en una película de tercera. La noche anterior era una máquina de oficina, negra, una Underwood, pero cuando me levanté (con una cabeza de las dimensiones de Dakota del Norte) era de un color próximo al gris. Las últimas frases estaban mal escritas y borrosas. Miré la carta y me dije que mi máquina estaba dando sus últimas boqueadas. Pasé un dedo por ella y me lo llevé a la boca. Después fui a la cocina. Sobre el mostrador había un paquete de azúcar abierto y una cucharilla. Había un reguero de azúcar entre la cocina y el estudio.

—Alimentando a tu Fornit —comentó Paul—. Bellis era un goloso, o a ti te lo parecía.Henry empezó a contar con los dedos.—Primero, Bellis era el apellido de mi madre. Segundo, lo del bonzo seco: era una

expresión familiar que mi hermano y yo empleábamos de niños y nos servía para decir de alguien que estaba loco.

»Tercero, y eso era lo peor, la manera de escribir la palabra estúpido. Es una de esas palabras en las que siempre me equivoco. Una vez conocí un escritor, asombrosamente culto, que, invariablemente, escribía nebera, con b, a pesar de las veces que le había corregido todo el personal de la oficina. Y para otro, doctorado en Princeton, horrendo siempre era horrendo.

Meg soltó una carcajada alegre y avergonzada a la vez.—A mí también me pasa.—Lo que quiero decir —prosiguió Henry— es que las faltas de ortografía en un escritor son

como sus huellas digitales literarias. Se lo podéis preguntar a cualquier corrector que haya revisado varios originales de un mismo autor.

»No, Bellis era yo, y yo era Bellis. A pesar de todo, el consejo era magnífico. Pero había algo más. El subconsciente también deja sus huellas, aunque, en el fondo, hay también un desconocido. Un tipo raro que sabe mucho. Nunca en mi vida había visto la palabra co-firmante... pero allí estaba. Un día me enteré de que realmente existía y de que los bancos la usaban regularmente.

»Tomé el teléfono para llamar a un amigo y una oleada de dolor me atravesó la cabeza. Pensé en Reg y en la historia de los teléfonos llenos de cristales de radio, y colgué en un segundo. Me duché, me afeité, me vestí lo mejor que pude y me miré al espejo nueve veces antes de salir; quería asegurarme de que mi aspecto era el de una persona normal. Después me fui a ver a mi amigo. A pesar de mis precauciones, el tipo no dejaba de observarme y de hacerme toda clase de preguntas capciosas. Supongo que hay cosas que una buena ducha, un perfecto afeitado y unas gárgaras interminables con Listerine no pueden borrar. Mi amigo trabajaba en un campo diferente del mío, lo cual era un gran alivio. Las noticias vuelan, ya sabéis. Y vuelan más de prisa dentro de los círculos en que uno se mueve. Además, si hubiera trabajado en el mismo negocio, se hubiera percatado de que Arvin Publishing Inc. era la empresa editora de Logan’s y le hubiera extrañado mucho y posiblemente me hubiera

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preguntado en que lío le estaba metiendo. Pero, afortunadamente, no era así. Me las arreglé para hacerle creer que Arvin era una pequeña aventura editorial mía en la que quería invertir algunos ahorrillos y publicar mi propia obra, ya que Logan’s estaba a punto de cerrar su sección literaria.

—¿No te preguntó por qué la llamabas así? —interrumpió Paul.—Sí.—¿Qué le dijiste?—Le dije —respondió Henry, con una sonrisa— que Arvin era el apellido de mi madre.Hubo una pequeña pausa. Luego, Henry continuó casi sin interrupción hasta el final.—De manera que esperé a que llegasen los cheques del banco, a pesar de que sólo

necesitaba uno. Mientras, para pasar el tiempo, me dediqué a hacer ejercicio. Ya sabéis, coges un vaso, empinas el codo, vacías el vaso, bajas el codo, dejas el vaso, llenas el vaso, empinas el codo otra vez, vacías el vaso, etcétera. Hacía esa clase de ejercicio hasta que me daba con la cabeza en la mesa y me quedaba K. O. Ocurrieron también muchas otras cosas, pero las que realmente me preocupaban eran esas dos: esperar y empinar el codo. Por lo que recuerdo. Debo repetir esto y espero que me perdonéis por aburriros con ello, pero no perdáis de vista que pasé todo aquel tiempo alcoholizado y por cada cosa que recuerdo, debe de haber por lo menos sesenta de las que no tengo la menor idea.

»Dejé el trabajo, un alivio para todos los que trabajaban conmigo, estoy seguro. Fue un alivio para ellos, porque les evité el mal trago de tener que echarme a la calle por loco, cuando en realidad lo hubieran hecho de todas formas al cerrar mi departamento. Para mí, porque nunca más volvería a ver aquel edificio, con los fluorescentes, el ascensor, los teléfonos, toda aquella electricidad.

»Le escribí un par de cartas a Reg Thorpe y otras dos a Jane en un período de unas tres semanas. Recuerdo haber escrito las dirigidas a ella, pero no las demás. Como la carta de Bellis, fueron redactadas en momentos de apagón. Pero seguía aferrado a mis propias rutinas aun en plena borrachera, como a mis viejas faltas de ortografía. Nunca dejaba de hacer copias de todo lo que escribía.., y cuando, a la mañana siguiente, volvía a la máquina, las copias estaban allá. Y era como leer cartas de un extraño.

»No es que fueran obra de un loco. En absoluto. La de la posdata acerca de la batidora era mucho peor. Comparadas con aquélla, éstas eran casi razonables.

Henry hizo una pausa y sacudió la cabeza, lentamente con dificultad.—¡Pobre Jane Thorpe! Las cosas no parecían ir tan mal hacia el final de los

acontecimientos. Debía de creer que el redactor de su marido estaba haciendo algo muy humano y muy hábil al seguirle la corriente para evitar que se fuera hundiendo paulatinamente en su depresión. Alguna vez tiene que haberse planteado la cuestión de si era o no buena idea seguirle la corriente a alguien con fantasías paranoicas (fantasías, que, por otra parte estuvieron a punto de culminar en el ataque a una niña). De ser así, decidió, sin duda, ignorarla por completo tal vez por que también ella le estaba siguiendo la corriente. De todos modos, nunca la he culpado de nada. Porque Reg no representaba para ella tan sólo el sustento, ni le tenía por un idiota al que había que exprimir hasta dejarle en los huesos. No. Estaba realmente enamorada de su marido. A su manera Jane Thorpe era una auténtica señora. Después de compartir su vida con Reg desde los Tiempos Difíciles, pasando por los Tiempos de Triunfo hasta llegar al Tiempo de la Locura, hubiera coincidido con Bellis en bendecir la cuerda y no perder el tiempo maldiciendo la caída. Naturalmente, mientras más cuerda te den más dura será la caída final, pero aun una caída puede ser una bendición, lo reconozco.

»Porque, ¿quién quiere morir estrangulado?»Recibí respuesta de los dos en el mismo período. Eran unas cartas notablemente

luminosas aunque la luz tenía ya una cualidad extraña, casi final. Daban la impresión de... bueno dejémonos de filosofía barata. Si doy con la fórmula adecuada para expresar lo que quiero decir, lo haré. Por ahora, dejémoslo así.

»Reg se llevaba divinamente con sus vecinos. Iba a verles cada noche y, para cuando las hojas empezaron a caer los chicos estaban convencidos de que Reg era Dios en persona. Cuando no jugaban a las cartas o a la pelota, hablaban de literatura, en lo que Reg les llevaba la delantera con mucha ventaja, como es natural. Reg se había comprado un perrito y lo sacaba a pasear por la mañana y por la noche, de modo que conoció mucha gente del barrio con la que se detenía a hablar del animal. La gente que al principio lo había tomado por un

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bicho raro, empezó a cambiar de opinión. Cuando Jane sugirió un día que, puesto que no disponía de electrodomésticos, necesitaba cierta ayuda, Reg accedió enseguida. Jane se maravilló de la facilidad con que había acogido la idea. No era cuestión de dinero (después del éxito de Imágenes del sub mundo, les sobraba), era cuestión, pensaba Jane, de ellos. Ellos estaban en todas partes, eran la obsesión de Reg y ¿qué mejor agente podían enviar que una mujer de la limpieza, que se metería en todos los rincones de la casa y miraría debajo de la cama y dentro de los armarios y seguramente también en los cajones, de no ser porque los tenía cerrados con llave y claveteados, para mayor seguridad?

»Pero Reg le dijo que sí, le dijo que se sentía como un animal sin sensibilidad alguna por no haber pensado en ello antes, aunque, y Jane hizo hincapié al decirme esto, la mayor parte de los trabajos pesados, como lavar a mano, los haría él mismo. Reg sólo puso una condición: la mujer de la limpieza no deberla entrar en su estudio con ningún pretexto.

»Lo mejor de todo, y lo más alentador desde el punto de vista de Jane, era que Reg había vuelto al trabajo y estaba escribiendo una nueva novela. Había leído los tres primeros capítulos y los había encontrado maravillosos. Todo había empezado, según me explicó, al aceptar yo "La balada del proyectil flexible" para su publicación en Logan’s. El período anterior había sido bastante deprimente y Jane me estaba profundamente agradecida.

»Estoy seguro de que me estaba sinceramente agradecida, pero su gratitud carecía de un punto de cordialidad Y la luminosidad de su carta se perdía en algunos pasajes... o sea, que otra vez estamos en lo mismo. La luz de su carta tenía algo de la de los días nublados en que se espera una lluvia abundante.

»Todas aquellas buenas noticias... los juegos con los vecinos, el perro, la mujer de la limpieza, la novela reciente... Jane era demasiado inteligente, a pesar de todo, para creer realmente que Reg estuviera mejorando.., al menos, eso pensaba yo, aun en mi propia niebla. Reg presentaba síntomas de psicosis. La psicosis es, en cierto sentido, como el cáncer de pulmón. Ninguno de los dos se cura, aunque tanto los cancerosos como los locos tengan días mejores y peores.

—¿Te queda otro cigarrillo, guapa? —pidió Henry.Meg le dio otro cigarrillo.—Después de todo —prosiguió, sacando el encendedor—, los signos de su idée fixe

estaban presentes. No tenían teléfono, ni electricidad. Reg había cubierto los interruptores con cinta aislante. Seguía poniéndole comida a la máquina de escribir con la misma regularidad con que se la ponía al perro. Los estudiantes de al lado creían que era un tipo genial, pero los estudiantes de al lado no le habían visto nunca por la mañana, cuando recogía el periódico con guantes de goma por miedo a las radiaciones. Ni le habían oído gemir en sueños, ni le habían tenido que calmar cuando se despertaba gritando a causa de unas horrorosas pesadillas que luego no conseguía recordar.

»Tú, Meg, te has estado preguntando por qué Jane seguía con Reg. Aunque no lo hayas dicho, lo piensas. ¿Tengo razón o no?

Meg asintió.—Sí. Y no te voy a ofrecer una larguísima tesis sobre sus motivos. Lo mejor de las historias

reales es que basta con decir «esto es lo que sucedió» y dejar que la gente se pregunte el por qué de todo ello. En general nadie sabe por qué las cosas suceden de determinada manera... especialmente quienes creen saberlo.

»Pero en términos de la propia percepción selectiva de Jane, las cosas habían mejorado notablemente. Tuvo una entrevista con una mujer negra de mediana edad para tratar la cuestión de la limpieza y le habló con toda la franqueza posible de las rarezas de su marido. La mujer, Gertrude Rulin, se rió y contestó que había trabajado para gente mucho más rara. Jane pasó la primera semana en que Gertrude trabajó en la casa, como si hubiera estado de visita en casa de un extraño, esperando que ocurriera lo peor en cada momento. Pero Reg fascinó a Gertrude, lo mismo que había fascinado a sus vecinos, hablándole de su trabajo, de la iglesia, de su marido, de su hijo menor, comparado con el cual, según Gertrude, Atila era Blancanieves. Había tenido once hijos, pero la diferencia de edad entre Jimmy y el siguiente hermano era de nueve años. Lo que creaba infinidad de problemas a la pobre mujer.

»Reg parecía mejorar, al menos si mirabas las cosas desde su mismo punto de vista. Pero estaba tan loco como siempre, lo mismo que yo. Puede que la locura sea un proyectil flexible, pero cualquier experto en balística les dirá que no hay dos balas exactamente iguales. En una

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de sus cartas, Reg dedicaba unas pocas líneas a su nueva novela y el resto a los Fornits en general, y a Rackne en particular. Especulaba sobre la posibilidad de que ellos no quisieran su Fornit para matarlo, y pretendiesen, en cambio, capturarlo vivo con el propósito de estudiarlo en profundidad. Acababa la carta con esta frase: "Tanto mi apetito como mi visión de la vida han mejorado inmensamente desde el inicio de nuestra correspondencia, Henry. Te estoy muy agradecido. Afectuosamente tuyo, Reg". Y debajo una posdata preguntando, de paso, si ya tenía ilustrador para su relato. Me sentí culpable y me metí inmediatamente en un bar, para olvidar todo aquello.

»A Reg le preocupaban los Fornits. A mí, los cables.»Le escribí una carta en la que sólo mencionaba los Fornits de pasada. Por entonces,

realmente le seguía la corriente. Ésa era la verdad. Un duende con el apellido de mi madre y mis propias faltas de ortografía no bastaban para despertar todo mi interés.

»Lo que me intrigaba cada vez más era el tema de la electricidad, las microondas, las ondas de radio y las interferencias de los electrodomésticos pequeños, las radiaciones de bajo nivel y Dios sabe cuántas cosas más... Iba a la biblioteca y me llevaba libros sobre el tema, los compraba. Había una gran cantidad de cosas inquietantes.., que era precisamente lo que yo buscaba.

»Hice desconectar el teléfono y la electricidad. Durante un tiempo, eso me ayudó, pero una noche en que entré en mi dormitorio dando tumbos, con una botella de whisky en la mano y otra en el bolsillo de la chaqueta, vi aquel ojillo rojo que me espiaba desde el techo. ¡Dios mío, por un minuto creí que iba a tener un ataque al corazón! Al principio, me pareció un inmenso gusano colgado allí arriba, un gusano enorme con un ojo brillante.

»Tenía una linterna de gas y la encendí. Enseguida entendí lo que ocurría. Sólo que, en lugar de sentirme aliviado, me sentí peor. En cuanto pude examinarlo, empecé a tener prolongados y agudos estallidos de dolor en la cabeza —como ondas de radio—. Por un momento, fue como si mis ojos se volviesen dentro de sus órbitas para ver el interior de mi cerebro, donde las células fumaban, se ponían negras y morían finalmente. El ojo pertenecía a un detector de humos, un aparato aún más nuevo en 1969 que un horno microondas.

»Cerré el apartamento y bajé por las escaleras. Aunque vivía en un quinto piso, me había acostumbrado a no usar el ascensor. Llamé a la puerta del encargado. Le dije que quería que me quitara aquella cosa de allí, que lo quitara inmediatamente, que lo quería fuera esta noche, que lo quería fuera dentro de una hora. Me miró como si me hubiera vuelto completamente (perdonadme la expresión) bonzo seco. Naturalmente, ahora entiendo por qué. El detector de incendios debía procurarme la felicidad, debía hacerme sentir más seguro. Ahora se coloca obligatoriamente y por ley, pero entonces era un Gran Paso Adelante, pagado por la asociación de vecinos.

»El portero lo retiró, lo que no tomó demasiado tiempo, pero sin quitarme los ojos de encima, y alcancé, hasta cierto punto, a percibir sus sentimientos. Llevaba barba de días, el pelo engrasado, apestaba a alcohol y mi abrigo estaba increíblemente sucio. Por otra parte, debía de saber que había dejado mi trabajo, que había renunciado al televisor y que había desconectado el teléfono y la electricidad. Con toda razón, pensaba que estaba como una cabra.

»Puede que estuviera loco, pero, al igual que Reg, no era estúpido: sustituí la falta de lógica por el encanto personal. Ya sabéis que los redactores tienen encanto a raudales cuando quieren. Además, no me era muy difícil subsanar cuantos disgustos ocasionaba con billetes de diez dólares. Por otra parte, nadie desconocía la situación y durante las dos semanas que siguieron a lo del detector de humos, las últimas que pasé en aquel edificio, por cierto, ningún miembro de la asociación de vecinos se me acercó para pedirme aclaraciones o presentarme quejas. Supongo que esperaban que les persiguiera con un cuchillo de carnicero.

»Pero todo aquello era secundario para mí aquella noche. Me senté a la luz de la lámpara de gas, la única luz de que disponía en las tres habitaciones de que constaba mi apartamento, sin contar la de Manhattan, que llegaba por las ventanas. Me senté con una botella en la mano, un cigarrillo en la otra, mirando el lugar del techo en que había estado el detector de humos con su único ojo rojo, un ojo tan poco conspicuo durante el día que ni siquiera me había dado cuenta de su presencia. Pensé que, seguro como estaba de que la electricidad había sido desconectada del apartamento, el detector había escapado a todo control y, si un objeto eléctrico había escapado al control, debía haber más.

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»Pero aun en el supuesto de que no hubiera más objetos eléctricos en mi apartamento, todo el maldito edificio estaba tan lleno de cables, como un enfermo de cáncer lo está de células mortíferas y órganos podridos. Cerraba los ojos y los veía, brillando débilmente, de un verde fosforescente. Y más allá, la ciudad toda. Un cable, inofensivo en sí mismo, conectado a un interruptor... que conectaba con otro cable, un poco más grueso, que conducía hasta el sótano, donde se conectaba con una caja unida a un cable todavía más grueso, que a su vez se unía con otros muchos en la calle, cada vez más y más gruesos...

»Cuando recibí la carta de Jane diciéndome que Reg había cubierto todos los interruptores con cinta aislante, una parte de mi mente reconocía que ella lo tomaba como un síntoma más de la locura de Reg, y esa parte sabía que había que responder como si toda mi mente dijera que sí, que estaba en lo cierto. Pero la otra parte de mi mente, que ya por entonces pesaba más que la anterior, decía: "¡Qué magnífica idea! ". Al día siguiente, hice lo mismo con todos los interruptores de mi apartamento. Y no olvidéis que de mí se esperaba que ayudase a Reg Thorpe. ¿No os parece divertido?

»Aquella misma noche decidí abandonar Manhattan. Mi familia poseía una vieja casa, deshabitada durante la mayor parte del tiempo, en los montes Adirondacks, y me pareció el lugar ideal para empezar una nueva vida. Lo único que me retenía en Nueva York era el cuento de Reg Thorpe. «La balada del proyectil flexible» era el salvavidas que mantenía a Reg a flote en un mar de demencia. Pero era también mi propio salvavidas. Me propuse publicar el relato en otra revista y, una vez hecho eso, salir de la ciudad como alma que lleva el diablo.

»Fue en este punto de la no demasiado famosa correspondencia Wilson-Thorpe cuando por fin estalló la tragedia. Éramos como un par de drogadictos en plena agonía comparando los méritos de la heroína con los de la mescalina, por ejemplo. Reg tenía Fornits en su máquina de escribir. Yo los tenía en las paredes. Y los dos, los teníamos en la cabeza.

»Además, estaban ellos, no lo olvidéis. Al cabo de un tiempo de ir con el relato a cuestas por las redacciones de otras revistas, decidí que entre ellos se contaban todos los editores de revistas de ficción de Nueva York, que, hacia finales de 1969 no eran muchos. De haberlos reunido, se los habría podido eliminar a todos con una sola bomba, idea que cada vez me parecía más brillante.

»Tardé cinco años en entender las cosas desde el punto de vista de ellos... Me peleé con el portero, al que sólo veía cuando se me estropeaba la calefacción y por Navidades, cuando subía a buscar su aguinaldo. Y los otros... Lo irónico del caso es que, en su mayoría, eran amigos míos. Jared Baker era redactor auxiliar de Squire por aquel entonces y él y yo habíamos formado parte de la misma compañía de tiro durante la segunda guerra mundial, por ejemplo. Aquellos tipos, al enfrentarse a mi nueva personalidad, no sólo se sentían incómodos: estaban estupefactos. Si me hubiera limitado a enviar el relato de Reg por correo, con una carta de presentación en términos elogiosos, es probable que hubiera logrado publicarla en poco tiempo. Pero no, eso no bastaba. Al menos, para aquel relato. Tenía que lograr lo mejor de lo mejor. En consecuencia, me dediqué a hacer visitas y ¿qué es lo que veían? Un ex redactor despeinado, sudado, apestando a alcohol, con caspa en el abrigo y un hematoma en la mejilla, producto de un encontronazo con la puerta del baño una noche en que me levanté a buscar la botella a tientas. Seguro que no les hubiese sorprendido en absoluto verme con una camisa de fuerza.

»Por si fuera poco, me negaba a conversar en sus oficinas. De hecho, no podía. El tiempo que había que pasar en un ascensor para subir cuarenta pisos me resultaba excesivo. Así que concertaba entrevistas con ellos como lo hacen los traficantes de drogas: en parques, en escaleras, en casa de Jared Baker o en una hamburguesería de la Cuarenta y Nueve. Jared, al menos, se hubiera sentido encantado de invitarme a comer en un lugar decente, pero corría el riesgo de que, por mi aspecto, nos impidieran la entrada en el restaurante del caso.

»Obtuve vagas promesas respecto del relato, seguidas por preguntas acerca de cómo me encontraba, si bebía mucho... Recuerdo, de una manera algo brumosa, haber explicado a unos cuantos redactores cómo la electricidad y las radiaciones afectaban el cerebro de la gente. Y cuando Andy Rivers, que era redactor de American Crossing, me dijo que debería ir a ver a un psiquiatra, le contesté que el que necesitaba un psiquiatra era él.

—¿Ves la gente ahí fuera? —le pregunté. Estábamos en Washington Square—. Muchos, tal vez las dos terceras partes, tienen un tumor en el cerebro. Apostaría a que no comprarás el

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relato de Thorpe, Andy. No lograrás entenderlo. Tienes el cerebro hecho papilla y ni siquiera te has enterado.

»Traía una copia del relato en la mano, enrollada como un periódico. Le di con ella en la nariz, como se le hace a un perro para castigarlo cuando se hace pipí en la alfombra, y me marché. Recuerdo que me gritó, pidiéndome que volviera y que tomásemos un café juntos para seguir hablando del asunto, y que, en la calle, pasé por delante de una tienda de discos, con toda aquella música en la acera, a pleno volumen, y los fluorescentes dentro, y poco a poco las palabras de Andy se fueron confundiendo con el ruido de dentro de mi cabeza y me dije una vez más que tenía que abandonar la ciudad lo antes posible o me encontraría yo también con un tumor en el cerebro y que lo único que deseaba, en aquel momento, era otro trago.

»Aquella noche, al entrar en el apartamento, encontré una nota que alguien había deslizado por debajo de la puerta: "Váyase de aquí. Está usted loco de remate".

La arrugué y la tiré a un rincón, sin inmutarme. ¿Sabéis? Los locos de remate tienen cosas más importantes por las que preocuparse que las notas anónimas de los vecinos.

»Estaba pensando en lo que le había dicho a Andy sobre el relato de Thorpe. Cuanto más pensaba en ello y cuanto más whisky me echaba entre pecho y espalda, más razonable me parecía. «La balada» era divertida y fácil de leer, pero, bajo esta superficie, era realmente compleja. ¿Estaba yo verdaderamente convencido de que había otro redactor en la ciudad capaz de entenderla en todos los niveles? Tal vez antes lo creyera, pero ahora, después de haber abierto los ojos... Dudaba que hubiera lugar para entender y apreciar aquella pieza literaria en una ciudad tan llena de cables como la bomba de un terrorista. ¡Dios mío, no había más que cables sueltos por todos lados!

»Me puse a leer el periódico con la poca luz diurna que quedaba, tratando de olvidar por un rato todo aquel maldito asunto, cuando mis ojos tropezaron en el Times con una información acerca de sustracciones de material radiactivo de diversas centrales nucleares.

»Allí estaba yo sentado, en la mesa de la cocina, dominado por la imagen de ellos en busca de plutonio como los buscadores de oro de 1849. Pero ellos no sólo pretendían volar la ciudad, no, sino que, no contentos con eso, trataban de fastidiar la cabeza de todo el mundo con una lluvia de plutonio. Eran los Fornits perversos y toda aquella radiactividad no era más que Fornus pernicioso, el peor de todos los tiempos.

»Decidí que no, que no quería vender el relato de Thorpe después de todo. Al menos, no en Nueva York. Pensaba largarme de la ciudad en cuanto recibiera los cheques que había pedido. Cuando estuviera en otro lugar, podría empezar a enviarlo a revistas de otras ciudades. Sewanee Review podría ser un buen punto de partida. O tal vez Iowa Review. Después, podría explicarle las cosas a Reg. Reg comprendería. Eso parecía resolver el problema y me tomé un trago para celebrarlo. Después, el trago tomó un trago. Después, el trago se tomó al hombre. Es lo que se suele decir. Me quedaba un solo apagón más.

»Al día siguiente llegaron los cheques de la compañía Arvin. Rellené uno y fui a ver a mi amigo, el co-firmante. Naturalmente, tuve que soportar un nuevo interrogatorio casi policíaco por su parte, pero mantuve la calma. Yo sólo pretendía que me firmara el cheque, cosa que al fin hizo. A continuación me dirigí a una imprenta rápida e hice hacer papel de oficina con el membrete de la nueva empresa y sobres con una dirección de remitente. Escribí las señas de Reg a máquina (con alguna dificultad, ya que, si bien el azúcar para los Fornits había desaparecido, las teclas tenían tendencia a protegerse). Agregué una breve nota personal, diciendo que nunca había experimentado mayor satisfacción al enviar un cheque a un autor, cosa que era cierta, de todas maneras. Y que todavía lo es. Esto sucedía casi una hora antes de que lograra llevarla al correo. Estaba orgulloso de mi creación y del aspecto tan oficial que tenía, y no quería perder el contacto con ella. Nadie hubiera adivinado que un borracho maloliente, que no se había cambiado la ropa interior en diez días, hubiera sido capaz de una impostura tan perfecta.

Henry hizo otra pausa, apagó el cigarrillo, miró su reloj. Entonces, con una extraña inflexión en la voz, como si fuera el revisor de un tren anunciando la llegada a una ciudad, añadió:

-Hemos llegado a lo inexplicable.»Este es el punto de mi historia que más interesó a los dos psiquiatras y a los diversos

especialistas en trastornos mentales con los que me vinculé durante los treinta meses siguientes de mi vida. Era lo único de lo que querían que me retractara, como prueba de recuperación mental. Uno de ellos llegó a decirme que era la única parte de mi historia que no

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podía ser explicada como una inducción errónea, una vez, claro está, restablecido mi sentido de la lógica. Al final me retracté porque sabía, aunque ellos no estuviesen de acuerdo, que realmente me estaba recuperando y ansiaba desesperadamente abandonar aquel sanatorio. Estaba convencido de que si no salía pronto de entre aquellas cuatro paredes, volvería a enloquecer. Así que me retracté, lo mismo que Galileo cuando le pusieron los pies en el fuego, pero jamás me retracté en mi interior. No quiero decir que todo lo que voy a relatar a continuación sucediera realmente, pero sí que creo que ocurrió. Es un pequeño matiz, pero es crucial para mí...

»Así que, amigos míos, he aquí lo inexplicable:»Me pasé los dos días siguientes haciendo preparativos para irme a vivir al campo. La idea

de conducir un coche no me molestaba en absoluto, por cierto. De pequeño, había leído que, en caso de tormenta, el lugar más seguro contra los rayos es el interior de un coche, ya que los neumáticos actúan como aislantes casi perfectos. Todo lo que anhelaba era meterme en mi viejo Chevrolet, cerrar las ventanillas y alejarme rápidamente de la ciudad, que había empezado a ver como un inmenso relámpago. A pesar de todo, una parte de los preparativos consistía en quitar la bombilla de la luz interior, poner una cinta aislante en el porta bombillas y disponer las luces del coche de manera que no deslumbraran.

»La noche antes de mi partida no quedaba en el apartamento más que la mesa de la cocina, la cama y la máquina de escribir, que había puesto en el suelo. No tenía intención alguna de llevármela conmigo. No creía que me hiciera falta y las teclas tenían toda la intención de continuar pegándose hasta el día del Juicio Final. Pensé que sería un estupendo regalo para el próximo inquilino, la máquina y Bellis en su interior.

»Se ponía el Sol y todo el apartamento aparecía bañado por un extraño color. Yo estaba bastante borracho y llevaba otra botella en el bolsillo, para casos de emergencia. Pasé por mi estudio con la intención, supongo, de dirigirme al dormitorio y tenderme en la cama a pensar en los cables y la electricidad y las radiaciones y todos aquellos interesantes temas mientras tomaba otra copa y otra más y luego otra, hasta quedarme dormido.

»Lo que yo llamo mi estudio era en realidad la sala de estar. La había convertido en mi habitación de trabajo porque tenía la mejor luz de todo el apartamento. Un gran ventanal, hacia el oeste, con una vista que se prolongaba hasta el horizonte. Era lo más parecido al Milagro de los Panes y los Peces en un apartamento en Manhattan, pero la vista era magnífica. Me encantaba, aun en días lluviosos, cuando la luz tenía un punto de melancolía.

»Pero la cualidad de la luz era aquella noche inquietante. La puesta de Sol había bañado el apartamento con un resplandor rojizo. Luz de hoguera. La habitación vacía parecía excesivamente grande. Mis tacones resonaban sobre el parquet.

»La máquina de escribir estaba en el centro del estudio y, al pasar junto a ella, advertí que había un trozo de papel arrugado en el rodillo. Me sobresalté, porque sabía que no había papel en la máquina cuando salí a comprar mi botella.

»Miré a mi alrededor, preguntándome si habría alguien más conmigo en el apartamento, algún intruso. Aunque no pensaba en intrusos, ni en ladrones, ni en delincuentes, sino.., en fantasmas.

«Vi que faltaba un trozo de papel de la pared, a la izquierda de la puerta del dormitorio. Al menos, comprendí de dónde había salido el papel de la máquina: alguien lo había arrancado de la pared.

»Estaba examinando el desgarrón en el papel, cuando oí un ruido, claro y definido, a mi espalda —,clac!—. Di un salto y giré sobre mis talones con el corazón en la boca. Estaba aterrado, aunque sabía perfectamente de dónde provenía aquel sonido. Cuando te has pasado la vida trabajando con máquinas de escribir, reconoces inmediatamente el sonido de las teclas contra el rodillo, aunque estés a oscuras.

La noche se había cerrado casi por completo. Los oyentes de Henry no eran más que unos círculos borrosos, blanquecinos. Meg había estrechado entre las suyas una mano de su marido.

—Me sentí... fuera de mí. Irreal. Tal vez era lo que se siente cuando se enfrenta uno a lo inexplicable. Me acerqué a la máquina muy, muy lentamente. Mi corazón galopaba. En cambio, tenía la cabeza más fría que de costumbre, casi helada.

»¡Clac! Otra letra golpeó el papel. Esa vez la vi moverse. Era la tercera, empezando por la izquierda, de la fila superior.

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»Me arrodillé lentamente, sin apartar los ojos de la máquina. Las piernas me flaqueaban y tuve que hacer un gran esfuerzo para no perder el equilibrio y seguir allí arrodillado, con el sucio abrigo extendido a mi alrededor, como una debutante en sociedad que hiciera su primera reverencia. La máquina se movió un par de veces más, sin detenerse, hizo una pausa y marcó otra tecla. Cada ¡clac! resonaba en la habitación vacía como mis pisadas.

»El papel estaba puesto en la máquina de modo que dejaba ver la cara encolada. Las letras eran poco claras, debido a la rugosidad de la cola, del papel y de los restos del yeso de la pared, pero pude leer: rackn. Pulsó una tecla más y la palabra quedó completa: rackne.

»Entonces... —Henry se aclaró la garganta y sonrió levemente—. Después de tantos años, aún me resulta difícil contar esta historia. Bueno. El simple hecho, sin adornos literarios, es éste: vi salir de la máquina una mano. Una mano increíblemente diminuta. Salió de entre las letras B y N, en la fila inferior, cerrada, en forma de puño, y golpeó la barra del espaciador. La máquina saltó un espacio, muy rápida, y el puño desapareció en el interior.

La mujer del agente lanzó una carcajada aguda.—¡Cállate, Marsha! —la riñó su marido con dulzura.—Las teclas empezaron a moverse un poco más de prisa —prosiguió Henry— y al cabo de

un rato creí oír jadear a la criatura que movía las palancas, jadear como quien hace un tremendo esfuerzo final, casi al borde del colapso. Pasaron unos minutos. La cinta apenas imprimía nada, los tipos se habían llenado de cola del papel, pero distinguí los caracteres. Deduje: «Rackne se está m». La letra «u» se pegó a la cola. La contemplé un momento y la levanté con mi propio dedo. No sé exactamente si no lo hizo el mismo Bellis. Creo que no. Pero no quería ver aquella mano en miniatura otra vez. Ni hablar de ver al duende entero: hubiese perdido la razón. Y no tenía fuerza en las piernas para salir corriendo.

»¡Clac-clac-clac-clac-clac-clac! aquellos sonidos, y el jadeo del esfuerzo y, después de cada palabra, aquel puñito blanco y azul de entre la B y la N para golpear la barra del espacio. No sé cuánto duró aquello. Tal vez siete minutos. O diez. O tal vez toda la vida.

»Al fin, cesó el tecleo y dejé de oír aquellos bufidos. Tal vez se hubiese desmayado... o marchado... tal vez hubiese muerto... de un ataque al corazón o algo semejante. Todo lo que sé es que el mensaje no estaba completo. Decía, todo en minúsculas: "rackne se está muriendo es el niño jimmy thorpe no lo sabe dile a thorpe el niño Jimmy está matando a rackne bel... ". Eso era todo.

»Encontré la fuerza necesaria para ponerme de pie y salir de la habitación. A grandes pasos, de puntillas, como si Bellis se hubiera ido a dormir y el ruido de mis pisadas pudiera despertarlo para que volviera a escribir... y si eso ocurriera, yo empezaría a gritar hasta que me estallara la cabeza... o el corazón.

»Tenía el coche abajo, con el depósito lleno de gasolina y con todo lo que había decidido llevarme, de manera que me senté al volante y recordé que tenía una botella. Las manos me temblaban de tal manera que, al sacarla del bolsillo, se me cayó, con tanta fortuna que cayó sobre el asiento y no se rompió. Me acordé de mis "apagones" y, amigos míos, les juro que eso era lo que deseaba en aquel momento y lo que conseguí. Recuerdo que bebí el primer trago de la botella. También recuerdo el segundo trago. Y recuerdo que puse la llave en el contacto y encendí la radio. En aquel preciso instante, Frank Sinatra cantaba Esa vieja magia negra, lo que iba como un guante a la situación. Me puse a cantar a dúo con Frank y tomé unos cuantos tragos más de la botella. El coche estaba estacionado junto a la esquina, y desde mi asiento veía cómo el semáforo cambiaba de color. No podía quitarme de la cabeza el tecleo de la máquina y el color rojo del apartamento. Y los jadeos en la máquina, como si alguien estuviera haciendo gimnasia dentro. Y el trozo de papel con la superficie rugosa y todavía llena de cola. Quería imaginar lo que había sucedido en el apartamento antes de que yo volviera, cómo había conseguido Bellis arrancar aquel trozo de papel de la pared, porque no había en todo el piso, el esfuerzo que le había costado desprenderlo y cómo se las habría arreglado para llevarlo hasta la máquina y colocarlo en el rodillo. Y nada de eso me producía el tan ansiado "apagón" y Frank había dejado de cantar, por lo que seguí bebiendo y después oí un anuncio de Eddy el Loco y después Sarah Vaugham empezó a cantar Voy a sentarme a escribirme una carta a mi misma, lo que también parecía muy adecuado a las circunstancias, porque eso era lo que creía haber estado haciendo hasta hacía poco o, al menos, hasta aquella noche, cuando sucedió todo aquello que me dio que pensar y tuve que recapacitar sobre todo lo que me había estado sucediendo últimamente y seguí cantando a dúo con la buena de Sarah y seguramente fue a

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partir de aquel momento cuando empecé a despegar, porque en medio del segundo bis sin solución de continuidad empecé a devolver hasta las entrañas porque alguien me estaba golpeando en la espalda con las palmas de las manos y luego me levantaba los codos y los ponía detrás de mí y luego me los volvía a bajar y me bombeaba la espalda otra vez y era el camionero y cada vez que me apretaba con los puños sentía una gran arcada y todo subía y tenía ganas de vomitar y luego todo quería bajar otra vez, pero ya el camionero me levantaba los codos y todo salía fuera y no era whisky, sino agua de río y cuando por fin pude levantar la cabeza y mirar a mi alrededor eran las seis de la tarde, tres días después, y estaba tendido en la margen del río Jackson en Pennsylvania, a unos sesenta kilómetros al norte de Pittsburgh. El morro del coche había desaparecido en el agua. Todavía vela la pegatina de McCarthy en la ventanilla posterior.

—¿Queda algo fresco, Meg? Tengo la garganta seca. Meg se levantó en silencio y fue a buscarle otro refresco. Dejándose llevar por un impulso se inclino y le besó en aquella mejilla arrugada de viejo cocodrilo. Henry sonrió y sus ojos se iluminaron en las sombras. Meg era una mujer bondadosa, gentil, y aquel brillo en sus ojos no logró engañarla. No es la alegría la que hace brillar así los ojos.

—Gracias, Meg.Tomó un largo sorbo. Luego tosió, rechazando un cigarrillo que le tendían.—Ya he fumado bastante para toda la semana. Además, quiero dejarlo del todo. En mi

próxima encarnación, claro.»El resto de mi historia no necesita ser contado. Tiene el único defecto que nunca debe

tener un relato: es previsible. Bien, pescaron unas cuantas botellas de whisky del coche, buen número de ellas, vacías. Yo empecé a farfullar una interminable letanía de cables y de Fornits y de radiaciones y de Fornus y de radiactividad y de electricidad y, naturalmente, llegaron a la conclusión de que estaba loco de atar, y precisamente así era como estaba entonces.

»Mientras yo conducía borracho por las autopistas de cinco estados, a juzgar por los recibos de gasolina que se encontraron en el coche, en Omaha estaban sucediendo otras cosas. Todo esto lo sé, naturalmente, porque me lo contó Jane Thorpe en sus cartas, ya que mantuvimos una prolongada y penosa correspondencia antes de vernos personalmente en New Haven, donde vive en la actualidad, poco después de que me dieran de alta en el sanatorio, tras mi retractación. Al final de aquella entrevista lloramos, el uno en brazos del otro, y fue entonces cuando empecé a creer que podría reconstruir mi vida y tal vez hasta mi felicidad.

»Aquel día, hacia las tres de la tarde, alguien llamó a la puerta de Reg. Era un repartidor de telegramas. El telegrama era mío, el último elemento de nuestra desgraciada comunicación. Decía: ME LLEGA INFORMACIÓN CONFIANZA. Alto. RACKNE ESTA MURIENDO. Alto. SEGÚN BELLIS ES EL NIÑO. Alto. SE LLAMA JIMMY. Alto. FORNIT SORNE FORNUS. HENRY.

»Si os estáis preguntando qué sabía y cuándo lo había sabido, os diré que estaba al tanto de que Jane había contratado una mujer para la limpieza. No sabía (excepto por Bellis) ésta que tuviera un hijo que era como un diablo y que se llamaba Jimmy. Ya sé que es difícil creerme, pero no puedo probar lo que digo. En honor a la verdad, debo confesar que los psiquiatras que me visitaron durante dos años y medio tampoco me creyeron nunca.

»Cuando llegó el telegrama, Jane había salido a hacer unas compras. Lo encontró en uno de los bolsillos de Reg, después de muerto. Tenía anotadas las horas de recepción y entrega, junto a una línea que decía: "Sin teléfono. Entregar original". Jane me dijo que, aunque el telegrama sólo tenía un día, estaba tan manoseado que parecía haber llegado un mes antes.

»En Cierto sentido, el telegrama, esas cuatro frases, fueron el proyectil flexible que se alojó en el cerebro de Reg y fui yo quien lo disparó, desde Paterson, Nueva Jersey. Estaba tan completamente borracho que ni siquiera recuerdo haberlo hecho.

»Durante las dos últimas semanas de su vida, Reg había llevado una vida que era el paradigma de la normalidad. Se levantaba a las seis, preparaba el desayuno para él y para su mujer y se ponía a escribir durante una hora. Alrededor de las ocho cerraba su estudio con llave y se iba a dar un largo paseo con el perro por los alrededores. Según parece, sus paseos eran de lo más apacible. Se detenía a charlar con cualquiera, llegaba a un bar cercano, ataba al animal fuera y se tomaba un café. Luego, seguía su camino. Raras veces volvía a casa antes de las doce. Muchos días, a las doce y media o la una. Al parecer, se esforzaba por no

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encontrarse mucho tiempo con Gertrude Rulin, que era una charlatana empedernida. Según Jane, su conducta nunca había sido tan rutinaria como empezó a serlo un par de días después de que Gertrude empezara a trabajar para ellos.

»Hacía una comida ligera a mediodía, se tumbaba durante aproximadamente una hora, y luego escribía otras dos o tres horas. Por las noches, solía ir a visitar a los chicos de al lado, solo o con Jane, o iban al cine juntos, o bien se quedaban en casa leyendo. Se acostaban temprano; Reg, por lo general, un poco antes que Jane. Ella me escribió una vez que hacían muy poco el amor y casi siempre era insatisfactorio para ambos. Jane dijo: "Pero el sexo no tiene demasiada importancia para la mayoría de las mujeres. Reg estaba trabajando intensamente y ése era un sustitutivo razonable para él. Diría que, vistas las circunstancias, aquéllas fueron las dos semanas más felices en cinco años". Estuve a punto de echarme a llorar al leer eso.

»Yo no sabía nada acerca de Jimmy, pero Reg, sí. Reg lo sabía todo, salvo lo más importante: que el chico había empezado a acompañar a su madre al trabajo.

»¡Qué furioso debe de haberse puesto al recibir mi telegrama! Después de todo, ellos habían llegado. Y, a juzgar por las apariencias, su propia mujer era uno de ellos, puesto que estaba en la casa cuando Gertrude y Jimmy se encontraban allí, y nunca le había mencionado la existencia del chico. ¿Qué es lo que me había escrito en una de sus primeras cartas? "A veces desconfío de mi mujer."

»El día del telegrama, cuando Jane llegó a casa, Reg había salido. Había una nota sobre la mesa de la cocina: "Cariño, voy a la librería. Volveré para la cena". Aquellas palabras no despertaron sospecha alguna en Jane. Aunque, creo que, de haber leído el telegrama, precisamente la inocuidad de la nota podría haberle dado un susto mortal. Se habría dado cuenta de que Reg pensaba que se había pasado al enemigo.

»Naturalmente, Reg no fue a ninguna librería. Fue a una armería del centro de la población. Compró un 45 automático y dos mil rondas de municiones. Habría comprado una ametralladora si hubiese estado a la venta. Pretendía proteger a su Fornit, ¿os dais cuenta?, protegerlo de Gertrude, de Jimmy e incluso de Jane. De todos ellos.

»A la mañana siguiente, todo se desarrolló según la rutina de cada día. Jane notó que Reg se había puesto un jersey excesivamente grueso para el tiempo que hacía, pero nada más. El jersey le servía, claro está, para ocultar su pistola debajo. Se fue a pasear el perro con la pistola y las municiones.

»Sólo que esta vez fue directamente al bar donde acostumbraba a tomar su café matutino, con el perro y sin detenerse en el camino para charlar con nadie. Ató el perro a la puerta trasera, donde se recibían las mercancías, y volvió a casa por calles apartadas.

»Conocía el horario de los estudiantes y sabía que, a aquella hora, estaban todos fuera. Sabía también dónde guardaban la llave. Él mismo abrió la casa, se introdujo sin ser visto, subió al piso de arriba y desde allí empezó a vigilar su propia vivienda.

»A las ocho y cuarenta vio llegar a Gertrude Rulin, que no estaba sola. La acompañaba su hijo. Jimmy Rulin, era un niño tan problemático, tan travieso, que el director de la escuela le había dicho a su madre que sería mejor que esperase otro año para empezar la enseñanza básica, con total desconsuelo de Gertrude, que hubiera deseado con toda su alma tener al niño bien lejos unas cuantas horas al día. Jimmy no tuvo más remedio que volver al jardín de infancia y durante la primera mitad del año fue a las clases de tarde. Las dos escuelas de su zona estaban llenas y no había plazas disponibles. Gertrude, por otra parte, no podía ir a casa de los Thorpe por la tarde, porque tenía otra ocupación de dos a cuatro. De manera que convenció a Jane de que le permitiera ir con su hijo al trabajo hasta que encontrara una solución. Jane accedió, no sin cierta resistencia. Sabía que a Reg no le gustaría aquel arreglo, tal como, fatalmente, ocurrió.

»Jane esperaba que Reg no le diese mayor importancia. Había estado tan amable últimamente... Pero, por otro lado, era posible que le diera un ataque. Y, si se llegaba a ese extremo, habría que introducir algunos cambios. Gertrude dijo que lo comprendía. Y Jane añadió: "Por el amor de Dios, no deje que el niño toque ninguna de las cosas de Reg". Gertrude respondió que no se preocupara, que el estudio estaba bien cerrado y que bien cerrado continuaría.

»Reg debió de cruzar los patios de las dos casas como un pistolero cruza la tierra de nadie. Al pasar, vio a Jane y a Gertrude lavando ropa de cama en la cocina. No vio al pequeño. Se

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deslizó por un lado de la casa. No había nadie en el comedor. Tampoco en el dormitorio. Por fin, encontró al niño en el estudio, precisamente donde Reg esperaba encontrarlo. El chico se lo debía estar pasando en grande y Reg debió de haber considerado indudable que tenía delante a un agente de ellos.

»El chico apuntaba al escritorio con una especie de pistola de rayos X. Reg oyó perfectamente los gritos de terror de Rackne dentro de la máquina.

»Tal vez creáis que estoy añadiendo detalles de mi propia cosecha a la historia de alguien que ya ha muerto o, para decirlo de una manera más clara, que me lo estoy inventando. Pues os juro que no es así. Jane y Gertrude oían desde la cocina el ruido de la pistola de plástico que Jimmy blandía. Hacía unos cuantos días que no hacía más que correr por toda la casa disparando el maldito invento cada cinco segundos. Jane deseaba con toda su alma que se le acabaran las pilas al juguete. Tampoco había dudas respecto del lugar del que provenía el sonido: el estudio de Reg.

»El chico era realmente una plaga bíblica, ya os lo podéis imaginar. Si se le prohibía entrar en algún sitio de la casa, no paraba hasta entrar precisamente allí, o morir de curiosidad. No tardó mucho en descubrir la llave del estudio de Reg que Jane dejaba sobre la repisa de la chimenea del comedor. Jane estaba segura de que Jimmy había entrado en el estudio varias veces. Recordó haberle dado una naranja cuando, días después, limpiando la habitación, encontró restos de la cáscara bajo el sofá. Reg no comía naranjas. Decía ser alérgico.

»Jane dejó caer la sábana que estaba lavando en el fregadero y corrió hacia el dormitorio. Oyó el tacatacataca de la pistola iónica de Jimmy. El niño gritaba:

"¡Te cogeré! ¡No puedes escaparte! ¡Te veo a través del CRISTAL!" Jane me dijo que oyó gritar algo. Un grito agudo, agudo, tan doloroso que era casi insoportable.

—Cuando oí aquello —me dijo—, supe que tenía que dejar a Reg costase lo que costase, porque, al final, los cuentos de brujas resultaban ciertos: la locura me estaba ganando. Porque era a Rackne a quien oía, aquel maldito niño estaba asesinando a Rackne con una pistola jónica de plástico que no costaba más de dos dólares.

»La puerta del estudio estaba completamente abierta, la llave todavía en la cerradura. Aquel mismo día, un poco más tarde, vi una de las sillas del comedor junto a la chimenea, con huellas de las zapatillas de Jimmy por todas partes. Jimmy se había inclinado sobre la máquina de escribir, que era una de esas antiguas, de oficina, con los lados de cristal. Apuntaba con el cañón de la pistola por uno de los cristales laterales y disparaba dentro de la máquina, taca tacataca... De la máquina surgían leves pulsaciones luminosas. De pronto, entendí todo lo que Reg me había dicho sobre la electricidad, porque, a pesar de que aquel juguete funcionaba con unas sencillas pilas, percibí que de él salían oleadas de veneno que me atravesaban el cerebro, destrozándolo.

—iYa te veo! —gritaba Jimmy con todo el entusiasmo de un chico de su edad, a la vez lleno de belleza y de horror—. ¡No te puedes escapar del Capitán Fu tu-ro! ¡Estás muerto, marciano! —y los gritos se fueron apagando, haciéndose cada vez más débiles, más lejanos...

—íJimmy, deja eso inmediatamente! —grité.»Jimmy dio un salto, asustado. Pero se volvió, me vio y me sacó la lengua. Entonces, volvió

a disparar con la pistola a través del cristal. Tacataca taca y otra vez la maldita luz violeta.Gertrude se acercaba por el pasillo gritándole a su hijo que dejara aquello inmediatamente,

que saliera del cuarto enseguida, que le iba a dar la paliza de su vida cuando, de pronto, la puerta de la casa se abrió violentamente y Reg apareció en ella vociferando como un poseso. Nada más verlo comprendí que se había vuelto loco del todo, que ya no había retroceso. Llevaba la pistola en la mano.

—¡No le dispare a mi niño! —gritó Gertrude al verlo, tratando de arrancarle el arma de las manos, pero Reg le dio un golpe, lanzándola contra la pared.

»Jimmy parecía no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Seguía disparando con la pistola iónica, a través del cristal. Yo veía aquella luz púrpura metiéndose entre los oscuros mecanismos de la máquina y pensaba en esos arcos eléctricos que hay que mirar con gafas especiales para no quedar ciego. Reg entró en el estudio y me apartó de un manotazo, tirándome al suelo.

—¡RACKNE! ¡ESTÁS MATANDO A RACKNE!—gritó.Aun cuando Reg irrumpió en el estudio, aparentemente con la intención de matar al niño —

me dijo Jane—, tuve tiempo para preguntarme cuántas veces habría entrado allí Jimmy,

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disparando sobre la máquina, mientras su madre y yo lavábamos sábanas o tendíamos ropa en el patio sin oír los gritos de desesperación de Rackne... del Fornit.

»Jimmy no se detuvo siquiera cuando Reg entró como una tromba. Disparaba sobre la máquina, como si no quisiera perder su última oportunidad. Muchas veces, recapitulando los hechos de aquel día, he llegado a preguntarme si Reg no tendría razón respecto de ellos también; sólo que tal vez ellos estén siempre por allí y de vez en cuando se metan en el cerebro de alguien y le hagan hacer el trabajo sucio y se esfumen cuando lo han conseguido. Entonces, el que ha perpetrado el hecho mira a su alrededor, sorprendido, y dice: ¿Qué? ¿Yo? ¿Que he hecho? ¿Qué?

»Y un segundo antes de la entrada de Reg en el estudio, el grito dentro de la máquina se convirtió en un chillido breve, agudísimo y vi salpicaduras de sangre en la cara interna del cristal, como si lo que hubiera allí dentro acabara de estallar, como dicen que estallaría un animal vivo si se le metiera en un horno microondas. Ya sé que parece increíble, demencial, pero te juro que vi el chorro de sangre contra el cristal, y luego su caída en un reguero lento y espeso.

—¡Lo maté! —decía Jimmy, satisfecho—. ¡Lo maté!»Reg agarró al niño y lo lanzó de un solo golpe hasta el fondo del estudio, contra la pared.

La pistola saltó de su mano, cayó al suelo y se partió en mil pedazos. Plástico y pilas, como era de esperar.

»Reg vio la máquina de escribir y empezó a gritar. No era un grito de dolor o de furia, aunque algo de furia había en él, sino un grito de auténtica desolación. Se volvió hacia el chico, que había caído al suelo. Jimmy era una plaga bíblica, sí señor, pero, en aquel momento, no era más que un niño de seis años dominado por el más intenso terror. Reg apuntó al chico con la pistola y ya no recuerdo nada más.

Henry acabó su bebida y colocó la botella a un lado, cuidadosamente.—Gertrude Rulin y su hijo recuerdan lo suficiente como para reconstruir lo que sucedió a

continuación—siguió su relato—. Jane gritó: "jReg, NO!". Reg se volvió al oírla y Jane empezó a forcejear con él para arrancarle la pistola de las manos. Reg disparó, rozándole el codo izquierdo, pero Jane no cedió. Gertrude llamó a su hijo y éste corrió hacia las faldas de su madre.

»Reg apartó a Jane y volvió a dispararle. La bala, esta vez, pasó junto al lado izquierdo de su cabeza. Un centímetro más a la derecha y la habría matado. No hay ninguna duda de que, de no haber sido por su intervención, Reg hubiera matado al niño y, con toda probabilidad, a la madre también.

»Reg realmente disparó sobre el pequeño cuando éste corría hacia los brazos de su madre, ya en el pasillo. La bala perforó la nalga izquierda del niño, en trayectoria descendente, pero sin tocar el hueso, salió y atravesó la pierna de Gertrude Rulin a la altura de la pantorrilla. Hubo muchísima sangre, pero, afortunadamente, las heridas no fueron graves.

»Gertrude cerró la puerta del estudio de golpe y salió corriendo a la calle con el niño en sus brazos.

Henry hizo una nueva pausa, pensativo.—O Jane estaba inconsciente en aquellos momentos o decidió olvidar deliberadamente

todo lo sucedido. Reg se sentó en su sillón y apoyó el cañón del 45 contra su propia frente. Después, apretó el gatillo. La bala, no atravesó su cerebro convirtiéndole en un vegetal para toda la vida, ni rodeó el cráneo para salir por el otro lado sin lesión alguna. No. La fantasía era flexible, pero la bala final era todo lo rígida que puede llegar a ser una bala. Reg cayó de bruces sobre su máquina de escribir, muerto.

»Cuando la policía irrumpió en el estudio, lo encontraron así. Jane estaba sentada en el suelo, en un rincón, semiinconsciente.

»La máquina de escribir estaba cubierta de sangre, y presumiblemente también llena de sangre por dentro. Las heridas en la cabeza son muy escandalosas y muy feas.

»Toda la sangre era del tipo O.»Ese era el tipo de Reg Thorpe.»Y ésta, señoras y caballeros, es mi historia. No puedo añadir nada más.En realidad, la voz de Henry se había convertido en un susurro grave y ronco.Hubo un silencio prolongado. Nadie se atrevió a decir una palabra, cosa que sucede a

veces, cuando se quiere ignorar una revelación no deseada, o una situación embarazosa.

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Cuando Paul acompañó a Henry hasta el coche, no pudo evitar hacerle una pregunta que le estaba rondando por la cabeza.

—El relato —dijo—. ¿Qué pasó al fin con el relato?—¿Te refieres al relato de Reg?—Sí, «La balada del proyectil flexible». La causa de tanta desgracia. Ese era el verdadero

proyectil, al menos para ti, ya que no para él. ¿Qué demonios pasó al final con un relato tan increíblemente bueno?

Henry abrió la portezuela del coche. Era un Chevette pequeño, de color azul, con una pegatina en el guardabarros que decía: No PERMITAS A TUS AMIGOS CONDUCIR BORRACHOS.

—No, nunca llegó a publicarse. Si Reg tenía alguna copia, debió de destruirla al recibir mi carta de aceptación. Teniendo en cuenta sus sentimientos paranoicos respecto de ellos, sería lo más lógico.

»Yo llevaba conmigo el original y tres fotocopias cuando caí al río Jackson. En una carpeta. Si hubiera guardado la carpeta en el maletero, ahora tendría el relato, porque sólo se hundió la mitad delantera del coche. Aunque se hubieran mojado, se podrían haber secado después. Pero quería tenerlos cerca de mí, de manera que estaban sobre el asiento. Las ventanillas estaban abiertas cuando caí al agua, supongo que salieron del coche flotando y la corriente los arrastró hasta el mar. Prefiero pensar eso a creer que se pudrieron en el fondo del río, en medio de todos los desechos, o que se los comieron los peces, o cualquier otra posible y antiestética explicación. Pensar que el río los entregó al mar es mucho más romántico y bastante más improbable, pero todavía soy muy flexible en cuanto a lo que quiero pensar.

»Por decirlo de alguna manera.Henry entró en el coche y se alejó. Paul se quedó allí, contemplando las luces traseras

hasta que desaparecieron. Meg esperaba en la entrada de la casa, sonriendo indecisa. Tenía los brazos fuertemente cruzados sobre el pecho, a pesar de la calidez de la noche.

—Se han ido todos —dijo—. ¿Vamos dentro?—Vamos.A medio camino, Meg se volvió y dijo:—Tú no tendrás ningún Fornit en tu máquina de escribir, ¿verdad, Paul?Y el escritor, que algunas veces —a menudo— se preguntaba de dónde nacían las

palabras, respondió con firmeza:—De ninguna manera.Entraron en la casa con los brazos entrelazados y cerraron la puerta a la noche.

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LA BALSA

La distancia entre la universidad de Horlicks y Cascade Lake era de setenta kilómetros, y aunque en octubre oscurece pronto en esa parte del mundo y ellos no se pusieron en marcha hasta las seis, aún había un poco de luz cuando llegaron allí. Habían ido en el Camaro de Deke, el cual no perdía nunca el tiempo cuando estaba sobrio. Después de tomar un par de cervezas hacía que aquel Camaro anduviera al paso y hasta conversara.

Apenas había detenido el coche junto a la valla de estacas entre el aparcamiento y la playa, cuando ya estaba fuera del Camaro, quitándose la camisa. Sus ojos exploraron el agua en busca de la balsa. Randy, que viajaba al lado del conductor, bajó del coche un poco a regañadientes. La idea había sido suya, era cierto, pero no había creído que Deke lo tomara en serio. Las chicas se agitaban en el asiento trasero, preparándose para bajar.

La mirada de Deke exploró el agua incansablemente, de un lado a otro (ojos de francotirador, se dijo Randy, incómodo), y entonces se fijó en un punto.

—¡Ahí está ! —gritó, golpeando el capó del Camaro— ¡Es tal como dijiste, Randy! ¡El último es un gallina!

—Deke... —empezó a decir Randy, colocándose bien las gafas en el puente de la nariz.Pero no pudo continuar, porque Deke ya había saltado la valla y corría por la playa, sin

volver la cabeza para mirar a Randy, Rachel o LaVerne; interesado sólo en la balsa que estaba anclada en el lago, a unos cincuenta metros de la orilla.

Randy miró a su alrededor, como si quisiera pedir disculpas a las chicas por haberlas metido en aquello, pero ellas sólo tenían ojos para Deke. Que Rachel le mirase estaba bien, no había nada que objetar, puesto que era su novia..., pero también LaVerne le miraba, y Randy sintió una momentánea punzada de celos que le hizo ponerse en movimiento. Se quitó la camiseta de entrenamiento, la dejó caer al lado de la de Deke y salto por encima de la valla.

—¡Randy! —gritó LaVerne, y él se limitó a agitar el brazo en la gris atmósfera crepuscular de octubre, en un gesto invitador para que ella le siguiera, detestándose un poco por hacerlo.

Ahora ella estaba insegura, quizás a punto de expresar su negativa a gritos. La idea de un baño en pleno mes de octubre en el lago desierto no formaba parte de la agradable y bien iluminada velada en el apartamento que compartían él y Deke. El muchacho le gustaba, pero Deke era más fuerte. Y vaya si se sentía intensamente atraída por Deke, lo cual hacía irritante aquella condenada situación.

Deke, todavía corriendo, se desabrochó los tejanos y los bajó por sus esbeltas caderas. De alguna manera consiguió quitárselos del todo sin detenerse, una hazaña que Randy no podría haber imitado ni en un millar de años. Deke siguió corriendo, ahora vestido sólo con unos sucintos calzoncillos, los músculos de la espalda y las nalgas trabajando espléndidamente. Randy era más que consciente de sus piernas flacuchas mientras se quitaba los Levis y los hacía pasar torpemente por los pies. Deke hacía aquellos movimientos como si fuera un bailarín de ballet; en cambio, él parecía interpretar un papel cómico.

Deke entró en el agua y gritó:—¡Qué fría está, María Santísima!Randy titubeó, pero sólo mentalmente, allá donde se consideran los pros y los contras. «El

agua está a unos siete grados, diez como máximo», le decía su mente. «Podrías sufrir un síncope.» Estudiaba el curso preparatorio para ingresar en la facultad de medicina, y sabía que era cierto. Pero en el mundo físico no lo dudó ni un momento. Se lanzó al agua y por un momento su corazón se paró realmente, o así se lo pareció. La respiración se atascó en su garganta, y con esfuerzo tuvo que aspirar una bocanada de aire, mientras su piel sumergida se insensibilizaba. «Esto es una locura», pensó, y a continuación: «Pero ha sido idea tuya, Pancho». Empezó a nadar en pos de Deke.

Las dos muchachas se miraron. LaVerne se encogió de hombros y sonrió.—Si ellos pueden, nosotras también —dijo al tiempo que se quitaba su camisa Lacoste,

revelando un sostén casi transparente— ¿No dicen que las mujeres tenemos una capa extra de grasa?

Entonces saltó por encima de la valla y corrió hacia el agua, desabrochándose los pantalones de pana. Al cabo de un momento Rachel la siguió, igual que Randy había seguido a Deke.

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Las chicas habían ido al apartamento a media tarde, pues los martes la última clase finalizaba a la una. Deke había recibido su asignación mensual —uno de los ex–alumnos, forofo del fútbol (los jugadores los llamaban ángeles) le daba doscientos dólares al mes—y había una caja de cervezas en el frigorífico y un nuevo álbum de Triumph en el desvencijado estéreo de Randy. Los cuatro se acomodaron y empezaron a achisparse plácidamente. Al cabo de un rato, la conversación giró en torno al final del largo veranillo de San Martín que habían disfrutado. La radio predecía tormentas para el miércoles. (LaVerne había dicho que a los hombres del tiempo que predicen tormentas de nieve en octubre habría que fusilarlos, y los otros no disintieron).

Rachel dijo que los veranos parecían eternos cuando era pequeña, pero ahora que era adulta («una decrépita y senil vieja de diecinueve años», bromeó Deke, y ella le dio un puntapié en el tobillo), los veranos eran cada vez más cortos.

—Tenía la impresión de que me había pasado la vida entera en Cascade Lake —comentó, mientras cruzaba el destrozado suelo de linóleo de la cocina para ir a la nevera. Echó un vistazo al interior. Encontró una Iron City Light escondida detrás de unas cajas de plástico para guardar la comida (la del medio contenía unas guindas casi prehistóricas, que ahora estaban festoneadas por un moho espeso; Randy era un buen estudiante y Deke un buen jugador de fútbol, pero, en cuanto a las labores domésticas, los dos valían menos que un pimiento) y se la apropió— Todavía puedo recordar la primera vez que logré ir nadando hasta la balsa. Estuve allí sentada casi dos horas, asustada porque tenía que regresar a nado.

Se sentó junto a Deke, el cual la rodeó con un brazo. Ella sonrió, entregada a sus recuerdos, y Randy pensó de súbito que la muchacha se parecía a alguien famoso, o semifamoso, aunque no conseguía dar con quién era. Ya se le ocurriría más tarde, en unas circunstancias menos agradables.

—Finalmente, mi hermano tuvo que ir a buscarme y remolcarme en una cámara de neumático. ¡Dios mío, qué furioso estaba! Y yo estaba increíblemente quemada por el sol.

—La balsa sigue ahí —dijo Randy, sobre todo por decir algo.Era consciente de que LaVerne había vuelto a mirar a Deke; últimamente parecía mirarle

demasiado.Pero ahora la muchacha le miró a él.—Estamos cerca del Día de Difuntos, Randy. Cascade Beach está cerrado desde el

primero de mayo.—Pues la balsa sigue ahí —insistió Randy— Hace unas tres semanas hicimos una

excursión geológica por el otro lado del lago, y vi la balsa. Parecía como... —se encogió de hombros— Era como un pedacito de verano que alguien se hubiera olvidado de limpiar y guardar en el armario hasta el próximo año.

Creyó que los otros se reirían de esta ocurrencia, pero ninguno lo hizo..., ni siquiera Deke.—El hecho de que estuviera ahí el año pasado no significa que esté todavía —dijo

LaVerne.—Lo comenté con un amigo —dijo Randy, apurando su cerveza— con Billy DeLois. ¿Te

acuerdas de él, Deke?El aludido asintió.—Jugaba en el equipo hasta que se lesionó.—Sí, el mismo. Bueno, pues él vive por ahí y dice que los propietarios de la playa nunca

retiran la balsa hasta que el lago está casi a punto de helarse. Son así de perezosos..., por lo menos, eso es lo que dice. Me dijo que algún año esperarán demasiado tiempo para retirarla y quedará bloqueada por el hielo.

Quedó en silencio, recordando el aspecto que había tenido la balsa, anclada en medio del lago: un cuadrado de madera de un blanco brillante en aquellas aguas otoñales de un azul intenso. Recordó cómo había llegado hasta ellos el sonido de los bidones que servían de flotadores, aquel nítido clanc-clanc, un sonido muy suave, pero audible porque la quieta atmósfera alrededor del lago era muy buena transmisora de sonidos. Además de aquel ruido se oían los graznidos de los cuervos que se disputaban los restos de la recolección de algún campo.

—Mañana nevará —dijo Rachel, levantándose en el momento en que la mano de Deke se deslizaba casi distraídamente hasta la protuberancia de un seno. Se acercó a la ventana y miró al exterior— ¡Qué fastidio!

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—Os diré lo que podemos hacer —dijo Randy— Vayamos a Cascade Lake. Nadaremos hasta la balsa, nos despediremos del verano, y regresaremos a nado.

De no haber estado medio bebido, nunca habría sugerido semejante cosa, y desde luego no esperaba que nadie se lo tomara en serio. Pero Deke se apresuró a aceptar la proposición.

—¡De acuerdo! —exclamó, haciendo que LaVerne se sobresaltara y derramara la cerveza; pero sonrió, y aquella sonrisa intranquilizó un poco a Randy.

—¡Sí, hagámoslo!—Estás loco, Deke —dijo Rachel, también sonriente, pero su sonrisa parecía algo incierta,

un poco preocupada.—No, yo voy a hacerlo —dijo Deke, yendo en busca de su chaqueta.Y, con una mezcla de consternación y excitación, Randy observó la sonrisa de Deke, su

rictus temerario y un poco demencial. Los dos muchachos compartían la vivienda desde hacía ya tres años, eran como uña y carne, como Cisco y Pancho o Batman y Robin, por lo que Randy reconoció aquella sonrisa. Deke no bromeaba: tenía intención de hacerlo.

«Olvídalo, Cisco... yo no voy.» Las palabras afloraron a sus labios pero, antes de que pudiera pronunciarlas, LaVerne se había levantado, con la misma expresión alegre y lunática en sus ojos (o tal vez era el efecto de un exceso de cerveza).

—¡Me apunto! —exclamó.—¡Entonces vayamos! —dijo Deke mirando a Randy— ¿Y tú qué dices, Pancho?El había mirado un momento a Rachel y vio algo casi frenético en sus ojos... Por lo que a él

respectaba, Deke y LaVerne podían irse juntos a Cascade Lake y pasarse toda la noche recorriendo penosamente los sesenta kilómetros de regreso. No le encantaría saber que estaban locos el uno por el otro, pero tampoco le sorprendería. Sin embargo, la expresión de los ojos de la muchacha, aquella mirada inquieta...

—¡De acuerdo, Cisco! —gritó, y entrechocó su palma con la de Deke.Randy había recorrido la mitad de la distancia hasta la balsa cuando vio la mancha negra

en el agua. Estaba más allá de la balsa, a la izquierda, y más hacia el centro del lago. Cinco minutos después la visibilidad se habría reducido demasiado para poder decir si era algo más que una sombra, si había visto algo en realidad. Se preguntó si sería una mancha aceitosa, mientras nadaba todavía vigorosamente oía débilmente el chapoteo de las muchachas a sus espaldas. Pero, ¿qué haría una mancha aceitosa en un lago desierto en pleno octubre? Y además tenía una extraña forma circular y era pequeña, no tendría más de metro y medio de diámetro...

—¡Venga! —gritó Deke de nuevo, y Deke miró en su dirección. Deke subía por la escalera colocada a un lado de la balsa, sacudiéndose el agua como un perro— ¿Qué tal estás, Pancho?

—¡Muy bien! —replicó Randy, redoblando sus esfuerzos.En realidad, aquello no era tan malo como había creído que sería. por lo menos una vez

que uno se ponía en movimiento. El calorcillo del ejercicio cosquilleaba su cuerpo, y ahora avanzaba como un automóvil con el motor en sobremarcha. Notaba las rápidas revoluciones del corazón calentándole por dentro. Su familia poseía una casa en el cabo Cod, y allí el agua estaba más fría a mediados de julio que la del lago en aquel momento.

—¡Si ahora te parece fría, Pancho, ya verás cuando salgas! —gritó Deke alegremente.Daba unos saltos que hacían oscilar la balsa y se frotaba el cuerpo.Randy se olvidó de la mancha aceitosa hasta que sus manos aferraron la escalera de

madera pintada de blanco, en el lado que daba a la orilla. Entonces la vio de nuevo: estaba un poco más cerca. Era un parche redondo y oscuro en el agua, como un gran lunar que subía y bajaba con las suaves olas. La primera vez que la vio, la mancha debía de estar a unos cuarenta metros de la balsa. Ahora sólo estaba a la mitad de esa distancia.

«¿Cómo es posible?», se preguntó Randy. «¿Cómo...?»Entonces salió del agua y el frío le mordió la piel, incluso más fuerte que el agua al

zambullirse.—¡Qué frío de mierda! —gritó, riendo y tiritando bajo sus pantalones cortos.—Pancho, eres un pedazo de alcornoque —dijo Deke, risueño, y le ayudó a subir a la balsa

— ¿Está lo bastante fría para ti? ¿Todavía no estás sobrio?—¡Sí, estoy completamente sobrio!

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Empezó a dar saltos sobre la balsa, como Deke había hecho, cruzando los brazos en forma de equis sobre el pecho y el estómago. Se volvieron para mirar a las chicas.

Rachel había rebasado a LaVerne, la cual nadaba de un modo parecido al chapoteo de un perro con malos instintos.

—¿Están bien las señoras? —preguntó Deke a gritos.—¡Vete al infierno, machista! —exclamó LaVerne, y Deke se echó a reír.Randy miró de soslayo y vio que la extraña mancha circular estaba aún más cerca, ahora a

unos diez metros, y seguía aproximándose. Flotaba en el agua, redonda y lisa, como la superficie de un gran tonel de acero; pero la elasticidad con que se adaptaba a las olas evidenciaba que no era la superficie de un objeto sólido. Un temor repentino, inconcreto pero poderoso, se apoderó de él.

—¡Nadad! —gritó a las chicas.Se agachó para coger la mano de Rachel cuando ésta llegó a la escalera. Al alzarla hasta

la plataforma, la muchacha se dio un fuerte golpe en la rodilla. Randy oyó el ruido de la carne delgada contra la madera.

—¡Huy! ¡Eh! ¿Qué es...?LaVerne estaba todavía a tres metros de distancia. Randy miró de nuevo hacia el costado y

vio que la mancha redonda rozaba la balsa. Era tan oscura como una mancha de petróleo, pero él estaba seguro de que no se trataba de petróleo: era demasiado oscura, demasiado espesa, demasiado lisa.

—¡Me has hecho daño, Randy! ¿Qué broma es ésta...?—¡Nada, LaVerne, nada!Ahora no sólo sentía miedo, sino también terror.LaVerne alzó la vista. Quizá no percibía el terror en la voz de Randy, pero notaba el

apremio. Parecía perpleja, pero imprimió más velocidad a su chapoteo canino, cubriendo la distancia hasta la balsa.

—¿Qué te pasa, Randy? —preguntó Deke.Randy miró de nuevo al lado y vio que aquella cosa se doblaba alrededor del ángulo de la

balsa. Por un momento se pareció a la imagen de Pac Man, con la boca abierta para comer galletas electrónicas. Entonces se deslizó alrededor del ángulo y empezó a avanzar a lo largo de la balsa con uno de sus bordes ahora recto.

—¡Ayúdame a subirla! —increpó Randy a Deke, y se agachó para coger la mano de la muchacha — ¡Rápido!

Deke se encogió de hombros, con buen humor, y extendió el brazo para cogerle la otra mano. Izaron a la muchacha y ella se sentó en la superficie de tablas apenas unos segundos antes de que la cosa negra pasara rozando la escalera, sus lados ahuecándose al deslizarse junto a los montantes.

—¿Es que te has vuelto loco, Randy?LaVerne estaba sin aliento y un poco asustada. Sus pezones eran claramente visibles a

través del sostén. Resaltaban como dos puntos fríos y duros.—Esa cosa —dijo Randy, señalándola— ¿Qué es eso, Deke?Deke localizó la mancha, que ya había llegado al ángulo izquierdo de la balsa. Se deslizó

un poco a un lado, adoptando su forma circular limitándose a flotar allí.—Supongo que es una mancha aceitosa —dijo Deke.—Me has rasgado de veras la rodilla —dijo Rachel, mirando la cosa oscura sobre el agua y

luego nuevamente a Randy — Eres un...—No es una mancha aceitosa —le interrumpió Randy — ¿Has visto alguna vez una

mancha aceitosa circular? Esa cosa parece más bien una ficha de damas.—Jamás he visto una mancha aceitosa —replicó Deke. Aunque hablaba con Randy, miraba

a LaVerne, cuyas bragas eran casi tan transparentes como los sostenes, el delta de su sexo esculpido nítidamente en seda, y cada nalga como una tensa medialuna — Ni siquiera creo que existan. Soy de Missouri.

—Me va a salir un morado —dijo Rachel.Pero el enojo había desaparecido de su voz. Había visto que Deke miraba a LaVerne.—¡Dios mío qué frío tengo! —dijo ésta, estremeciéndose intensamente.—Iba a por las chicas —dijo Randy.—Vamos, Pancho. Creía haberte oído decir que estabas sobrio.

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—Iba a por las chicas —repitió tercamente.Y pensó: «Nadie sabe que estamos aquí. Nadie en absoluto».—¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa en el agua, Pancho?Deke había deslizado un brazo sobre los hombros desnudos de LaVerne, de la misma

manera casi distraída con que había tocado el pecho de Rachel unas horas antes. No tocaba el pecho de LaVerne —por lo menos todavía no —pero tenía la mano muy cerca. Randy descubrió que eso no le importaba gran cosa, que le daba igual lo que hiciera. Aquella mancha negra y circular en el agua..., eso era lo que le preocupaba.

—Vi una en el cabo hace cuatro años —respondió Randy— Todos sacamos pájaros que estaban en el agua, sin poder levantar el vuelo, y tratamos de limpiarlos.

—Pancho el Ecologista —dijo Deke, en tono aprobatorio— Si, creo que lo tuyo es la ecología.

—Toda el agua estaba impregnada de aquella sustancia pegajosa, en franjas y grandes manchas. No tenía el aspecto de esa cosa. No era, ¿cómo diría?, compacta.

Quería decir: «Parecía un accidente, pero eso es muy distinto; eso parece hecho a propósito».

—Quiero regresar ahora mismo —dijo Rachel.Todavía miraba a Deke y LaVerne, y por su expresión Randy percibió que estaba dolida.

Dudaba de que ella supiera que era algo tan evidente. Pensándolo mejor, dudaba incluso de que ella misma supiera que tenía aquella expresión.

—Entonces vámonos —dijo LaVerne.También su rostro reflejaba algo; y Randy se dijo que era la claridad del triunfo absoluto. Si

la idea parecía pretenciosa, también parecía exacta. No era una expresión dirigida precisamente a Rachel.... pero LaVerne tampoco trataba de ocultarla a la otra muchacha.

Se acercó a Deke; no tuvo que dar más que un paso. Ahora sus caderas se tocaban ligeramente. Por un instante, la atención de Randy pasó de la cosa que flotaba en el agua a LaVerne, concentrándose en ella con un odio casi exquisito. Aunque nunca había abofeteado a una chica, en aquel momento podría haberla golpeado con auténtico placer, no porque la quisiera (había estado un poco enamorado de ella, era cierto, y se había puesto algo más que un poco caliente por ella, sí, y muy celoso cuando empezó a rondar a Deke en el apartamento, ¡oh, sí!, pero no habría llevado a una chica a la que realmente quisiera a menos de veinticinco kilómetros de donde estaba Deke), sino porque conocía aquella expresión en el rostro de Rachel..., el sentimiento interno que traslucía aquella expresión.

—Tengo miedo —dijo Rachel.—¿De una mancha aceitosa? —inquirió incrédula LaVerne, y se echaron a reír.El impulso de abofetearla acometió de nuevo a Randy. Un buen revés con la mano abierta

para borrar de su rostro aquella expresión de altivez bisoña y dejarle una señal en la mejilla, un morado con la forma de una mano.

—Entonces veamos cómo vuelves nadando —dijo Randy.LaVerne le sonrió con indulgencia.—Todavía no tengo ganas de irme —le dijo, como si diera una explicación a un niño—

Quiero ver la salida de las estrellas.Rachel era una chica más bien baja, bonita, pero con un estilo de pilluela, algo insegura,

que hacía pensar a Randy en las muchachas de Nueva York, apresurándose para llegar puntuales al trabajo por la mañana, llevando elegantes vestidos a medida con ranuras frontales o laterales, y con aquella misma hermosura un tanto neurótica. A Rachel siempre le brillaban los ojos, pero sería difícil decir si era el entusiasmo lo que les prestaba aquel aspecto de vivacidad o sólo una inquietud generalizada.

Los gustos de Deke se decantaban más hacia las muchachas morenas y de ojos negros y soñolientos, y Randy comprendió que lo que hubo entre Deke y Rachel, fuera lo que fuese, había terminado, algo simple y un poco aburrido por parte de él, y algo profundo, complicado y probablemente doloroso por parte de ella. Había terminado de un modo tan limpio y rápido que Randy casi oyó el ruido de la ruptura: un sonido como el de ramitas secas partidas sobre una rodilla.

Era un muchacho tímido, pero ahora se acercó a Rachel y la rodeo con un brazo. Ella alzó la vista y le miró brevemente, con el rostro entristecido pero agradecida por el gesto, y él se

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alegró de haber aliviado un poco su situación. Volvió a ocurrírsele aquella similitud, algo en su cara, en su aspecto...

Primero lo asoció con los programas deportivos de la televisión, luego con los anuncios de galletas saladas, barquillos o algún otro de esos condenados productos. Entonces lo vio con claridad: se parecía a Sandy Duncan, la actriz que intervino en la reposición de Peter Pan en Broadway.

—¿Qué es esa cosa? —preguntó la muchacha— ¿Qué es, Randy?—No lo sé.Miró a Deke y vio que éste le miraba a su vez con aquella sonrisa suya que era más de

vivida familiaridad que de desprecio, aunque el desprecio también estaba presente. Su expresión decía: «Aquí está el aprensivo Randy, meándose de nuevo en los pañales». Y era de suponer que Randy musitaría: «Probablemente no es nada. No te preocupes por ello; pronto desaparecerá», o algo por el estilo. Pero no lo hizo. Que Deke siguiera sonriendo. La mancha negra en el agua le asustaba. Esa era la verdad.

Rachel se apartó de Randy y se arrodilló con un bonito gesto en el ángulo de la balsa más próximo a aquella cosa; por un momento hizo que él tuviera una asociación de ideas más precisa: la chica que aparece en las etiquetas de la soda White Rock. «Sandy Duncan en las etiquetas de White Rock», corrigió su mente. Su rubio cabello, muy corto y algo áspero, yacía húmedo sobre el cráneo de línea armoniosa. Podía ver la carne de gallina en sus omoplatos, por encima de la cinta blanca del sostén.

—No vayas a caerte, Rachel —dijo LaVerne con alegre malicia.—Basta ya, LaVerne — —intervino Deke, todavía sonriendo.Randy los miró, erguidos en medio de la balsa, rodeándose sus respectivas cinturas con los

brazos, las caderas tocándose ligeramente y su mirada se posó de nuevo en Rachel. La alarma corría por su espina dorsal y a través de sus nervios como un incendio. La mancha negra había reducido a la mitad la distancia que la separaba del ángulo de la balsa donde Rachel estaba arrodillada, mirándola. Antes había estado a dos metros o dos y medio, pero ahora la distancia era de un metro o menos y Randy vio algo extraño en los ojos de la muchacha, un vacío, como una blancura redonda que se parecía extrañamente a la negrura circular de aquella cosa que estaba en el agua.

Pensó absurdamente: «Ahora es Sandy Duncan sentada en una etiqueta de White Rock y fingiendo que la hipnotiza el aroma exquisito y delicioso de la Miel de Nabisco Grahams», y sintió que su corazón se aceleraba como lo había hecho en el agua.

—¡Apártate de ahí, Rachel! —exclamó.Entonces todo sucedió con extrema rapidez. Las cosas ocurrieron con la velocidad de los

fuegos artificiales. Y, no obstante, él vio y oyó cada cosa con una claridad perfecta, infernal. Cada una de las cosas parecía encajada en su propia pequeña cápsula.

LaVerne se echó a reír. En el patio, en una hora luminosa de la tarde, podría haber sonado como la risa de cualquier colegiala de instituto, pero allí, en la creciente oscuridad, sonaba como la árida risa senil de una bruja preparando una pócima mágica.

—Rachel, será mejor que... —empezó a decir Deke, pero ella le interrumpió, casi con toda seguridad por primera vez en su vida, e indudablemente por última.

—¡Tiene colores! —exclamó con voz estremecida, llena de asombro. Contemplaba la mancha negra en el agua con absorto arrobamiento, y por un momento Randy creyó ver de qué estaba hablando: colores, sí, colores girando en numerosas espirales dirigidas hacia dentro. Entonces las espirales desaparecieron, y la cosa presentó de nuevo su negrura apagada, mate— ¡Qué preciosidad de colores!

—¡Rachel!La muchacha tendió la mano hacia abajo para tocarla, extendió un blanco brazo, al que la

piel de gallina daba un aspecto marmóreo, alargó la mano con intención de tocarla. Vio que la chica se había mordido las uñas y las tenía melladas.

—Ra. . .Randy notó que la balsa oscilaba en el agua cuando Deke avanzó hacia ellos. Tendió los

brazos hacia Rachel al mismo tiempo, con la intención de apartarla del borde, vagamente consciente de que no quería que Deke lo hiciera.

Entonces la mano de Rachel tocó el agua, primero sólo el dedo índice, produciendo una onda delicada, y la mancha se agitó sobre ella. Randy oyó resollar a la muchacha, y de repente

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aquel extraño vacío abandonó los ojos de Rachel y fue sustituido por una expresión de angustia.

La sustancia negra y viscosa se extendió como barro por su brazo, y por debajo de él; Randy vio que la piel se disolvía. Rachel abrió la boca y lanzó un grito al tiempo que empezaba a ladearse hacia fuera. Tendió frenéticamente la otra mano a Randy y éste intentó cogerla. Sus dedos se rozaron. La mirada de la muchacha se encontró con la suya, y aún seguía pareciéndose endiabladamente a Sandy Duncan. Entonces cayó torpemente hacia fuera y se hundió en el agua.

La cosa negra fluyó sobre el punto donde Rachel había caído.—¿Qué ha ocurrido? —gritaba LaVerne tras ellos— ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha caído al

agua? ¿Qué le ha pasado?Randy hizo ademán de zambullirse tras ella, y Deke le empujó hacia atrás, con más fuerza

de lo que se había propuesto.—No —le dijo en un tono asustado muy impropio de él.Los tres la vieron salir a la superficie, debatiéndose, agitando los brazos. No, no los brazos,

sino uno solo; el otro estaba cubierto por una grotesca membrana negra que colgaba en jirones y pliegues de algo rojo y unido por tendones, algo que se parecía un poco a un asado de buey enrollado.

—¡Auxilio! —gritó Rachel. Su mirada se fijó en ellos, se desvió, les miró de nuevo, volvió a apartarse. Sus ojos eran como linternas agitadas sin orden ni concierto en la oscuridad. El agua golpeada espumeaba a su alrededor— ¡Socorro, me hace daño, por favor, socorro, ME HACE DAÑOOOOO!

El empujón de Deke había derribado a Randy. Ahora se levantó de las tablas de la balsa en las que había caído y se tambaleó de nuevo hacia delante, incapaz de hacer caso omiso de aquella voz. Intento saltar y Deke le cogió, rodeando el delgado pecho del muchacho con sus grandes brazos.

—No, está muerta —susurró con voz ronca— Por Dios, ¿no te das cuenta? Está muerta, Pancho.

Una espesa negrura cubrió de pronto el rostro de Rachel, como un paño, y sus gritos quedaron primero ahogados y luego se extinguieron por completo. Ahora la sustancia negra parecía atarla con un entrelazado de cuerdas, o filamentos de telaraña. Randy pudo ver que aquello penetraba en el cuerpo de la muchacha como si fuera ácido, y cuando la vena yugular cedió y brotó a borbotones un chorro oscuro, vio que la cosa emitía un pseudópodo para recoger la sangre que se escapaba. No podía creer lo que estaba viendo, no podía comprenderlo, pero no había ninguna duda, no tenía ninguna sensación de que perdía el juicio, no había nada que pudiera hacerle pensar que sonaba o sufría alucinaciones.

LaVerne gritaba. Randy se volvió a tiempo de ver que se cubría los ojos con una mano, con gesto melodramático, como la heroína de una película muda. Pensó echarse a reír y hacerle ese comentario, pero descubrió que no podía emitir sonido alguno.

Miró de nuevo a Rachel, la cual casi ya no estaba allí.Sus esfuerzos se habían debilitado hasta el extremo de que ya no eran realmente más que

espasmos. La negrura rezumaba encima de ella, y Randy pensó que ahora era más grande; sí, no cabía ninguna duda de que era mayor, envolvía el cuerpo de la víctima con una fuerza silenciosa, muscular. Vio que la mano de Rachel golpeaba la sustancia, que se pegaba a ésta, como si tocara melaza o papel atrapamoscas y vio que desaparecía, consumida. Ahora no había más que el contorno de la forma de Rachel, no en el agua sino en la cosa negra, una forma pasiva que no se movía por si misma, sino que era movida e iba haciéndose cada vez más irreconocible, un destello blanco: «Los huesos», pensó el muchacho con una sensación de náusea, y se volvió para vomitar sin remedio por encima del borde de la balsa.

LaVerne seguía gritando. Entonces se oyó el chasquido de una bofetada. Dejó de gritar y empezó a lloriquear quedamente.

«Le ha pegado», pensó Randy. «Yo iba a hacer eso, ¿recuerdas?».Retrocedió, limpiándose la boca y sintiéndose débil y angustiado. Y asustado. Tan asustado

que sólo podía pensar con una diminuta porción de su mente. Pronto él también empezaría a gritar, y entonces Deke tendría que abofetearle, Deke no seria presa del pánico, oh, no, Deke tenía sin duda madera de héroe. «Tienes que ser un héroe del fútbol para llevarte de calle a las chicas guapas", entonó mentalmente, con incongruente regocijo. Entonces pudo oír que Deke

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le hablaba en voz baja, y alzó la vista al cielo, tratando de aclararse la cabeza, procurando desesperadamente alejar la visión del cuerpo de Rachel convirtiéndose en una masa inhumana, mientras aquella cosa negra la devoraba, y deseando que Deke no le abofeteara como había hecho con LaVerne.

Alzó la vista al cielo y vio las primeras estrellas que brillaban en lo alto, la forma de la Osa Mayor ya nítida, mientras la última claridad diurna desaparecía en el oeste. Eran casi las siete y media.

—Ah, Cisco —logró decir— Creo que esta vez estamos metidos en un buen lío.—¿Qué es eso? —una mano se desplomó sobre el hombro de Randy, aferrándolo y

torciéndolo dolorosamente— La ha devorado, ¿has visto eso? ¡La ha devorado, esa jodida cosa la ha devorado, ni más ni menos! ¿Qué diablos es eso?

—No lo sé. ¿No me has oído antes?—¡Eres tú quien tiene que saberlo! ¡Eres una dichosa lumbrera sigues todos los jodidos

cursos de ciencias!Ahora Deke casi gritaba, y eso ayudó a Randy a dominarse un poco más.—No hay nada como esa cosa en ninguno de los libros científicos que he leído en mi vida

—replicó Randy — La última vez que vi algo parecido fue en el espectáculo de horror organizado el día de Difuntos en el Rialto, cuando tenía doce años.

La cosa había recuperado su forma circular, y flotaba en el agua a tres metros de la balsa.—Es más grande —gimió LaVerne.Cuando Randy la vio por primera vez, supuso que tenía un diámetro de metro y medio.

Ahora era de unos dos metros y medio.—¡Es más grande porque se ha comido a Rachel! —exclamo LaVerne, y empezó a gritar

de nuevo.—Deja de gritar o voy a romperte la mandíbula —le dijo Deke, y ella se detuvo, aunque no

en seguida, sino poco a poco, como un disco cuando alguien corta la corriente sin quitar la aguja del microsurco.

Tenía los ojos desorbitados.Deke miró de nuevo a Randy.—¿Estás bien, Pancho?—No lo sé. Supongo que sí.—Buen chico. —Deke intentó sonreír, y Randy vio con cierta alarma que lo conseguía.

¿Acaso alguna parte de Deke disfrutaba de la situación?— ¿No tienes ninguna idea de lo que podría ser?

Randy meneó la cabeza. Tal vez, después de todo, fuese una mancha aceitosa... o lo había sido, hasta que le ocurrió algo. Quizá los rayos cósmicos le habían afectado de un modo especial. O quizás Arthur Godfrey había meado Bisquick atómico sobre ella. ¿Quién sabía?

¿Quién podía saberlo?—¿Crees que podemos pasar a nado por delante de esa cosa? —insistió Deke, sacudiendo

el hombro de Randy.—¡No! —gritó LaVerne.—Calla o te ahogo, LaVerne —dijo Deke, alzando la voz por primera vez— No bromeo.—Ya has visto con qué rapidez se apoderó de Rachel —dijo Randy.—Puede que entonces tuviera hambre —replicó Deke— Pero quizás ahora esté harto.Randy pensó en Rachel, arrodillada en el ángulo de la balsa, tan quieta y tan bonita en

bragas y sostenes, y volvió a sentir náuseas.—Inténtalo —le dijo a Deke.El muchacho sonrió con gran esfuerzo.—Ajá, Pancho.—Ajá, Cisco.—Quiero volver a casa —dijo LaVerne en un susurro furtivo— ¿De acuerdo?Ninguno de los dos le respondió.—Entonces esperaremos a que se vaya —dijo Deke— Si ha venido, tendrá que irse.—Tal vez.Deke la miró, su rostro lleno de una intensa concentración en la oscuridad.—¿Tal vez? ¿Qué significa esa mierda de «tal vez»?

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—Nosotros hemos venido, y eso ha venido también. Lo vi acercarse, como si nos oliera. Si está harto, como dices, se irá. Si tiene más ganas de comer.

Se encogió de hombros. Deke se quedó pensativo, con la cabeza inclinada. Su cabello corto aún goteaba un poco.

—Esperaremos —dijo— Dejémosle que coma pescado. Transcurrieron quince minutos sin que ninguno hablara. El frío iba en aumento. La

temperatura era quizá de diez grados, y los tres llevaban tan sólo ropa interior. Al cabo de los diez primeros minutos, Randy pudo oír el rápido e intermitente castañeteo de sus dientes. LaVerne había tratado de acercarse a Deke, pero él la rechazó suavemente, pero con suficiente firmeza.

—Ahora déjame en paz —le dijo.Ella se sentó con los brazos cruzados sobre los senos y cogiéndose los codos con las

manos, tiritando. Miró a Randy, diciéndole con los ojos que podía volver y rodearle los hombros con su brazo, que ahora estaba bien.

Pero él desvió la vista y volvió a fijarla en el círculo inmóvil en el agua, que se limitaba a flotar allí, sin acercarse más pero tampoco alejándose. Miró hacia la orilla y distinguió la playa, una media luna blanca, espectral, que parecía flotar. Los árboles detrás de la playa formaban un horizonte oscuro y voluminoso. Creyó que podía ver el Camaro de Deke, pero no estaba seguro.

—Nos hemos liado la manta a la cabeza y hemos venido aquí —dijo Deke, pensativo.—Exactamente —replicó Randy.—No se lo hemos dicho a nadie.—No.—Así que nadie sabe que estamos aquí.—No.—¡Basta! —gritó LaVerne — ¡Basta, me estáis asustando!—Cierra las tragaderas —dijo Deke en tono ausente, y Randy rió a pesar suyo. No

importaba cuántas veces Deke dijera eso, siempre le hacía destornillarse— Si tenemos que pasarnos la noche aquí, la pasamos. Mañana alguien nos oirá gritar. No estamos en medio del desierto australiano, ¿verdad, Randy? —Randy no dijo nada— ¿No es cierto?

—Ya sabes dónde estamos —respondió Randy— Lo sabes tan bien como yo. Nos desviamos de la carretera Cuarenta y uno y recorrimos ocho kilómetros de camino vecinal.

—Con casas de campo cada quince metros.—Casas de campo que sólo están habitadas en verano. Estamos en octubre y no hay nadie

en ellas. Llegamos aquí y tuviste que rodear la condenada verja, con carteles de «prohibido el paso» cada cinco metros.

—¿Y qué? Algún vigilante.Ahora Deke parecía algo irritado, un poco desconcertado. ¿Estaba un poco asustado por

primera vez aquella noche, aquel mes, aquel año, quizá por primera vez en toda su vida? Un pensamiento temible cruzó por su mente: Deke estaba perdiendo su virginidad en lo que respectaba al miedo. Randy no estaba seguro de que fuera así, pero no podía evitar la idea y le procuraba un placer perverso.

—No hay nada que robar, nada que destruir —replicó — Si hay algún vigilante, lo más probable es que se asome por aquí una vez cada dos meses.

—Cazadores...—Sí, el mes que viene —dijo Randy, y cerró la boca de golpe.También había conseguido asustarse.—Quizá nos dejará en paz —dijo LaVerne. En sus labios apareció una sonrisa patética,

indecisa— Quizá sólo... bueno..., nos dejará en paz.—Puede que los cerdos... —empezó a decir Deke.—Se está moviendo —le interrumpió Randy.LaVerne se incorporó de un salto. Deke se acercó a Randy y por un momento la balsa se

ladeó, haciendo que el corazón de Randy galopara de nuevo y que LaVerne reanudara sus gritos. Entonces Deke retrocedió un poco y la balsa se estabilizó, con el ángulo frontal izquierdo (el del lado que estaba frente a la orilla) un poco más inclinado hacia abajo que el resto de la balsa.

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La cosa llegó con una velocidad oleaginosa y aterradora, y cuando se aproximó más Randy vio los mismos colores que Rachel había visto: fantásticos rojos, amarillos y azules trazando espirales en una superficie de ébano como plástico liso u oscuro y flexible acetato. Subía y bajaba con las olas, y ese movimiento cambiaba los colores, hacía que girasen y se mezclaran. Randy se dio cuenta de que iba a caer, iba a precipitarse directamente sobre aquella cosa, notaba cómo se estaba inclinando...

Con sus últimas fuerzas se llevó el puño derecho a la nariz, con el gesto de un hombre que ahoga la tos, pero un poco más arriba y con un movimiento más brusco. Sintió el dolor del golpe y notó que la sangre le corría por el rostro. Entonces pudo retroceder, gritando:

—¡No lo mires, Deke ! ¡No lo mires! ¡Los colores te atontan!—Está tratando de meterse debajo de la balsa —dijo Deke sombríamente— ¿Qué es esa

mierda, Cisco?Randy miró con mucho cuidado y vio que la cosa rozaba el costado de la balsa,

aplanándose y adoptando la forma de media pizza. Por un momento pareció amontonarse allí, espesándose, y tuvo una alarmante visión de la negrura que se acumulaba lo suficiente para saltar a la superficie de la balsa.

Entonces se apretujó debajo. Randy creyó oír un ruido momentáneo, un ruido áspero, como un rollo de lona empujado a través de una ventana estrecha, pero quizá sólo era una figuración de sus nervios sobreexcitados.

—¿Se ha metido debajo? —inquirió LaVerne, con algo curiosamente indiferente en su tono, como si tratara con todas sus fuerzas de parecer natural, pero también gritaba— ¿Se ha metido debajo de la balsa? ¿Está debajo de nosotros?

—Sí —dijo Deke, y miró a Randy— Voy a tratar de volver a nado ahora mismo. Si está debajo, tengo una buena oportunidad.

—¡No! —gritó LaVerne— No nos dejes aquí, no...—Soy rápido —dijo Deke, mirando a Randy e ignorando por completo a la muchacha—

Pero tengo que ir mientras esté ahí debajo.Randy tuvo la impresión de que su mente corría a velocidad supersónica. De algún modo

untuoso, nauseabundo, aquello era regocijante, como los últimos segundos antes de incorporarte a la corriente de un vulgar desfile de carnaval. Tuvo tiempo de oír los barriles debajo de la balsa, entrechocando con un sonido hueco, de oír el rumor seco de las hojas de los árboles más allá de la playa, bajo la ligera brisa, de preguntarse por qué la cosa se había metido debajo de la balsa.

—Bien —le dijo a Deke— pero no creo que lo consigas.—Lo conseguiré —replicó Deke, y empezó a ir hacia el borde de la balsa.Dio un par de pasos y se detuvo.Su respiración se había acelerado, su cerebro había preparado el corazón y los pulmones

para nadar los cincuenta metros más rápidos de su vida, y ahora la respiración se detenía, como todo lo demás, se paraba en mitad de una inhalación. Volvió la cabeza y Randy vio el abultamiento de los músculos del cuello.

—¿Cisco? —dijo en tono de sorpresa, con la voz ahogada, y entonces Deke se puso a gritar.

Gritaba con una intensidad asombrosa, con grandes aullidos de barítono que se aguzaban hasta frenéticos niveles de soprano. Eran lo bastante elevados para resonar desde la orilla con seminotas espectrales. Al principio Randy pensó que sólo gritaba, pero entonces se dio cuenta de que decía una palabra, no, dos palabras, las mismas dos palabras una y otra vez.

—¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie!Randy bajó la vista. El pie de Deke había adquirido un raro aspecto aplastado. El motivo

era evidente, pero al principio la mente de Randy se negó a aceptarlo. Era demasiado imposible, demasiado demencialmente grotesco. Mientras miraba, algo tiraba del pie de Deke en el espacio entre dos de las tablas que formaban la superficie de la balsa.

Entonces vio el brillo opaco de la cosa negra más allá del talón y los dedos del pie derecho sutilmente deformado de Deke, un brillo opaco en el que se movían giratorios y malévolos colores.

La cosa se había apoderado del pie («¡Mi pie!», gritó Deke, como para confirmar esta deducción elemental. «¡Mi pie, oh, mi pie, mi PIEEE!»). Había pisado una de las grietas entre

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las tablas (Randy entonó mentalmente una cancioncilla absurda: «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado») y la cosa estaba allí, al acecho. La cosa había...

—¡Tira del pie! —gritó de súbito— ¡Tira, Deke, maldita sea, tira!—¿Qué ocurre? —vociferó LaVerne, y Randy se percató vagamente de que no sólo le

agitaba el hombro, sino que le hundía las uñas en forma de pala, como garras.La chica no iba a ser absolutamente de ninguna ayuda. Le dio un codazo en el estómago, y

ella emitió un ruido ronco y ahogado, cayó hacia atrás y quedó sentada. Randy saltó hacia Deke y le cogió de un brazo.

Era duro como mármol de Carrara, y cada músculo sobresalía como la costilla de un esqueleto de dinosaurio esculpido. Tirar de Deke era como tratar de arrancar un gran árbol del terreno donde estaba plantado, con raíces y todo. Deke miraba el cielo, de un regio color púrpura después del crepúsculo, con los ojos vidriosos e incrédulos, y seguía gritando, gritaba más y más.

Randy bajó la vista y vio que el pie de Deke ya había desaparecido hasta el tobillo por entre la grieta de las tablas. La grieta no tendría más de medio centímetro de anchura, un centímetro a lo sumo, pero el pie habla pasado por allí. La sangre corría por las tablas blancas en espesos y oscuros riachuelos; la sustancia negra, como de plástico caliente, latía en la grieta, arriba y abajo, como el latido de un gran corazón.

«Tengo que sacarle de ahí. Tengo que sacarle en seguida o no podremos sacarle nunca... Aguanta, Cisco, por favor, aguanta.»

LaVerne se puso en pie y se apartó del retorcido árbol humano que era Deke, gritando en el centro de la balsa anclada bajo las estrellas de octubre en Cascade Lake. Sacudía la cabeza, pasmada, los brazos cruzados sobre el vientre, donde le había alcanzado el golpe propinado por Randy con el codo.

Deke se apoyaba contra él, moviendo los brazos estúpidamente. Randy bajó la vista y vio la sangre que brotaba de la espinilla de Deke. ahora afilada como la punta de un lápiz, sólo que aquella punta era blanca en vez de negra: era un hueso apenas visible.

La sustancia negra se agitó de nuevo, succionando, devorando.Deke aulló.«No vas a jugar de nuevo con ese pie, pero qué pie, ja, ja», musitó la mente de Randy.

Siguió tirando de Deke con toda su fuerza, y seguía siendo como tirar de un árbol enraizado en el suelo.

Deke volvió a tambalearse, y ahora lanzó un chillido largo y perforador que hizo retroceder a Randy, el cual también gritó y se cubrió los oídos con las manos. La sangre brotó de los poros en la pantorrilla y la espinilla de Deke, y la rótula había adquirido un aspecto púrpura y prominente, como si tratara de absorber la tremenda presión que recibía mientras la cosa negra tiraba de la pierna de Deke hacia abajo, a través de la estrecha grieta, centímetro a centímetro, con una angustiosa continuidad.

«No puedo ayudarle. ¡Qué fuerte debe de ser! Ahora no puedo hacer nada por él. Lo siento, Deke, lo siento mucho.»

—Abrázame, Randy —gritó LaVerne, aferrándose a él, hundiendo la cabeza en su pecho— Abrázame, por favor, ¿quieres?

Esta vez él lo hizo.Sólo más tarde Randy comprendió algo terrible: casi con toda seguridad ellos dos podrían

haber cruzado a nado hasta la orilla, mientras la cosa negra se ocupaba de Deke, y si LaVerne no hubiera querido, podría haberlo hecho él solo. Las llaves del Camaro estaban en los tejanos de Deke, en la playa. Podría haberlo conseguido, pero se dio cuenta de ello demasiado tarde.

Deke murió cuando su muslo empezaba a desaparecer por la estrecha grieta de entre las tablas. Minutos antes había dejado de gritar. Desde entonces sólo había emitido unos gruñidos confusos, viscosos. Entonces éstos también cesaron. Cuando perdió el sentido y cayó hacia delante, Randy oyó que el resto de fémur que quedaba en su pierna derecha se quebraba como una rama tierna.

Un instante después Deke alzó la cabeza, miró vacilante a su alrededor y abrió la boca. Randy pensó que iba a gritar de nuevo, pero lo que hizo fue vomitar un gran chorro de sangre, tan espesa que era casi sólida. El cálido y viscoso líquido salpicó a Randy y a LaVerne, la cual reanudó sus gritos, ahora con voz ronca.

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—¡Aaaagh! —exclamó, con el rostro contorsionado, medio loca de repugnancia— ¡Aaaagh! ¡Sangre! ¡Aaaagh, sangre! ¡Sangre!

Se frotó frenéticamente y sólo logró extender la sangre por todas partes.La sangre brotaba de los ojos de Deke con tal fuerza que la intensidad de la hemorragia

casi los había extraído de sus órbitas. Randy pensó: «¡Para que luego hablen de vitalidad! ¡Dios mío, mira eso! ¡Es como una condenada boca de incendio humana! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!».

La sangre también brotaba de las orejas de Deke, cuyo rostro era un horrendo nabo púrpura, hinchado hasta la deformación por la presión hidrostática de alguna inversión increíble; era el rostro de un hombre bajo el brazo de un oso de fuerza monstruosa e insondable.

Y entonces, de repente, falleció.Deke volvió a derrumbarse hacia delante, el cabello colgando sobre las ensangrentadas

tablas de la balsa, y Randy vio con repugnancia y estupor que incluso el cuero cabelludo de Deke había sangrado.

Oyó unos ruidos que procedían de debajo de la balsa, unos sonidos de succión.Entonces fue cuando su mente, tambaleante y sobrecargada, tuvo la idea de que podría

nadar hasta la orilla, con buenas probabilidades de conseguirlo, mientras la cosa estaba ocupada con Deke. Pero LaVerne se había vuelto muy pesada en sus brazos, siniestramente pesada. El miró su rostro relajado, le abrió un párpado que sólo reveló el blanco del ojo, y supo que no se había desmayado, sino que sufría lo que los médicos victorianos llamaban un desfallecimiento profundo, un estado de inconsciencia por conmoción.

Randy miró la superficie de la balsa. Podría tender allí a la muchacha, naturalmente, pero las tablas no tenían más de treinta centímetros de anchura. En verano la balsa tenía un trampolín adosado, pero eso por lo menos lo habían retirado y almacenado en alguna parte. No quedaba más que la superficie de la balsa, catorce tablas, cada una de treinta centímetros de anchura y seis metros de largo. Era imposible tender a la muchacha sin que su cuerpo inconsciente estuviera encima de varias de aquellas grietas.

«Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado.»«Calla.»Y entonces su mente susurró tenebrosamente: «Hazlo de todos modos. Déjala en el suelo

e intenta salvarte a nado».Pero no lo hizo, no podía hacerlo. Aquella idea le producía un horrible sentimiento de

culpabilidad. Ella era una gran chica.Deke se derrumbó.Randy sostuvo a LaVerne en sus doloridos brazos y observó cómo su amigo era absorbido.

No quería hacerlo, y durante unos largos segundos que incluso podrían haber sido minutos, desvió el rostro por completo, pero su mirada siempre volvía allí.

Cuando Deke murió, pareció que aquello sucedía con más rapidez.El resto de su pierna derecha desapareció, y la izquierda se extendió más y más, hasta que

Deke pareció un bailarín de ballet con una sola pierna, ejecutando una imposible figura despatarrada. Se oyó el crujido de la pelvis al romperse y entonces, cuando el estómago de Deke empezó a hincharse siniestramente a causa de una nueva presión, Randy desvió la vista durante un buen rato, procurando no oír los húmedos sonidos, tratando de concentrarse en el dolor de sus brazos. Pensó que quizá podría hacerla virar, pero de momento era mejor sentir el dolor pulsátil en brazos y hombros, pues aquello le daba algo en qué pensar.

Desde atrás le llegó un sonido como de fuertes dientes mascando caramelos duros. Cuando miró atrás, vio que las costillas de Deke se introducían en la grieta. Tenía los brazos alzados, y parecía una obscena parodia de Richard Nixon haciendo el signo de la victoria que había enloquecido a los manifestantes en los años sesenta y setenta.

Tenía los ojos abiertos y la lengua fuera, como si se la estuviera sacando a su amigo.Randy apartó la vista de nuevo y miró al otro lado del lago. «Busca luces», se dijo. Sabía

que no había ninguna luz en aquellos alrededores, pero de todos modos lo dijo. «Busca luces por ahí, alguien tiene que estar pasando la semana en este lugar, alguien que no quiera perderse el color de la vegetación en otoño y haya venido con su Nikon, a la familia le encantarán las diapositivas.»

Cuando volvió a mirar, los brazos de Deke estaban rectos. Ya no era Nixon; ahora era un árbitro de fútbol indicando falta.

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La cabeza de Deke parecía sentada sobre las tablas.Los ojos todavía estaban abiertos.Aún tenía la lengua fuera de la boca.—Oh, Cisco —musitó Randy, y de nuevo desvió la vista.Ahora, Randy sentía un dolor lacerante en los brazos y los hombros, pero seguía

sosteniendo a la muchacha en sus brazos. Miró hacia el extremo más alejado del lago que estaba a oscuras. Las estrellas brillaban en el cielo negro, como fría leche derramada de algún modo allá en lo alto y suspendida en el espacio.

«Ahora desaparecerá. Ya puedes mirar. De acuerdo, sí, bueno. Pero no mires. Sólo por seguridad, no mires. ¿Convenido? Convenido. Definitivamente.»

Así que miró de todos modos y tuvo tiempo de ver los dedos de Deke que se deslizaban hacia abajo. Se movían; probablemente el movimiento del agua bajo la balsa se transmitía a la insondable cosa que había capturado a Deke, y ese movimiento se transmitía a los dedos de éste. Sí, probablemente, pero a Randy le pareció como si Deke le hiciera un gesto de despedida, como si le dijera adiós. Por primera vez notó una angustiosa sacudida en su mente, que pareció ladearse como la misma balsa se había ladeado cuando los cuatro estaban de pie en el mismo lado. Se enderezó por sí misma, pero Randy comprendió de súbito que la locura, la auténtica demencia, quizá no estaba tan lejos como había pensado.

El anillo de Deke, un trofeo futbolístico ganado en los campeonatos de 1981, se deslizó lentamente del dedo anular de su mano derecha. La luz de las estrellas perfilaba el oro y jugaba en los diminutos canales entre los números grabados, 19 a un lado de la piedra rojiza, 81 en el otro. El anillo se separó del dedo; era demasiado grande para pasar por la grieta y, naturalmente, no podía comprimirse.

Quedó allí. Era todo lo que ahora quedaba de Deke, el cual había desaparecido. No habría más chicas morenas de ojos negros, se acabaron los golpecitos rápidos en el trasero de Randy con una toalla mojada cuando salía de la ducha, no habría más escapadas desde el centro del campo, con los seguidores levantándose entusiasmados en las gradas y las animadoras histéricas dando volteretas en las líneas de banda. Se acabaron las carreras rápidas al anochecer en el Camaro, con una cinta de Thin Lizzy sonando estruendosa en el cassette. Se acabó Cisco Kid.

Volvió a oír aquel débil sonido áspero, como de un rollo de lona empujado lentamente a través de una rendija en una ventana.

Randy estaba descalzo sobre las tablas. Bajó la vista y vio las ranuras a cada lado de sus pies, súbitamente llenas de la negrura viscosa. Sus ojos se desorbitaron. Pensó en cómo la sangre había brotado de la boca de Deke en forma de una cuerda casi sólida, en cómo los ojos de Deke sobresalían como si tuvieran muelles cuando las hemorragias causadas por la presión hidrostática reducían a pulpa su cerebro.

«Me huele. Sabe que estoy aquí. ¿Puede subir? ¿Puede subir a través de las grietas? ¿Puede? ¿Puede?»

Bajó la mirada, sin notar ahora el peso muerto de LaVerne, fascinado por la enormidad del interrogante, preguntándose qué sensación produciría aquella sustancia cuando fluyera sobre sus pies, cuando se aferrara a él.

La cosa negra se irguió casi hasta el borde de las hendiduras (Randy se puso de puntillas sin tener conciencia de lo que hacía), y entonces descendió. Volvió a oírse el ruido sordo de lona restregada, y de repente Randy volvió a verla en el agua —un gran lunar oscuro, ahora quizá de cinco metros de diámetro, que subía y bajaba con las onda suaves, subía y bajaba, subía y bajaba, y cuando Randy empezó a ve los colores que latían de modo uniforme en la superficie, apartó la vista.

Tendió a LaVerne, y en cuanto sus músculos perdieron la rigidez que los atenazaba, los brazos empezaron a estremecerse frenéticamente. Dejó que temblaran. Se arrodilló junto a ella, la cabellera extendida sobre las tablas blancas, formando un oscuro abanico irregular. Se arrodilló y contempló aquel lunar oscuro en el agua, preparado para alzarla de nuevo si veía que empezaba a moverse.

Empezó a abofetearla ligeramente, primero en una mejilla y luego en la otra, adelante y atrás, como un segundo tratando de hacer volver en sí a un púgil, pero LaVerne no quería volver en sí. LaVerne no quería apostar y recoger doscientos dólares. LaVerne había visto bastante. Pero Randy no podía custodiarla toda la noche, levantarla como un saco de lona

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cada vez que aquella cosa se moviera (y, además, uno no podía mirar la cosa durante demasiado tiempo).

Pero se le ocurrió un truco, que no había aprendido en el instituto sino de un amigo de su hermano mayor. Este amigo había sido enfermero en Vietnam y sabía toda clase de trucos; cómo capturar piojos; un cuero cabelludo humano y hacerles correr en una caja de cerillas, cómo diluir cocaína en laxante de bebé, cómo coser cortes profundos con aguja e hilo ordinarios. Un día habían hablado de las maneras volver en sí a individuos abismalmente borrachos, a fin de que no se asfixiaran con sus propios vómitos y murieran, como le había ocurra Bon Scott, el dirigente de AC/DC.

—¿Quieres hacer volver en sí a alguien a toda prisa? —dijo el amigo sosteniendo el catálogo de trucos interesantes entre sus manos— Prueba esto.

Y le contó a Randy el truco que utilizó en esta ocasión.Se agachó y mordió, tan fuerte como pudo, el lóbulo de una oreja de LaVerne.La sangre caliente y amarga le salpicó la boca. Los párpados de LaVerne se abrieron como

persianas. Gritó con una voz ronca, reverberante, y golpeó al muchacho. Randy alzó la vista y sólo vio el extremo de la cosa, pues el resto estaba ya debajo de la balsa. Se había movido en el más absoluto silencio con una velocidad espectral, horrible.

Alzó de nuevo a LaVerne, aunque sus músculos lanzaban aullidos de protesta y trataban de acalambrarse. Ella le golpeaba el rostro, y uno de los golpes alcanzó su sensible nariz y le hizo ver estrellas rojas.

—¡Basta! —gritó, arrastrando los pies sobre las tablas— ¡Basta, zorra, volvemos a tenerlo encima; para ya o te tiro al agua, te juro por Dios que lo hago!

Los brazos de la muchacha dejaron de golpearle y se cerraron en silencio alrededor de su cuello, en una fatal y convulsa presa. Sus ojos parecían blancos a la luz de las estrellas.

—¡Basta! —insistió al ver que ella no le hacía caso— ¡Basta, LaVerne, me estás ahogando!Ella apretó más fuerte y Randy se sintió presa del pánico. El sonido hueco de los barriles

había adquirido una nota más apagada, más sorda, y él suponía que era debido a la cosa que estaba debajo.

—¡No puedo respirar!Ella aflojó un poco la presa.—Escucha bien. Voy a bajarte. Todo irá bien si...Pero «voy a bajarte» fue lo único que ella oyó. Sus brazos volvieron a tensarse en aquella

mortífera presa. Él tenía la mano derecha en la espalda de la muchacha; la encorvó, formando una garra y la arañó. Ella pataleó, sollozando ásperamente, y por un momento Randy estuvo a punto de perder el equilibrio. Ella lo notó. El miedo, más que el dolor, hizo que dejara de debatirse.

—Ponte de pie en las tablas.—¡No!Randy notó su exhalación cálida y frenética en la mejilla.—No puede cogerte si estás de pie sobre las tablas.—No, no me bajes, me cogerá, sé que lo hará, lo sé,...Él volvió a arañarle la espalda, y ella gritó llena de ira, dolor y temor.—Baja o te tiro, LaVerne.La bajó lenta y cuidadosamente, y la respiración de ambos producía unos silbidos breves y

agudos, de oboe y flauta. Los pies de la muchacha tocaron las tablas, y agitó las piernas, como si las tablas estuvieran calientes.

—¡Ponte de pie! —le dijo entre dientes— ¡No soy Deke y no puedo tenerte en brazos toda la noche!

—Deke...—Está muerto.Sus pies tocaron las tablas. Poco a poco Randy la soltó. Estaban uno frente al otro, como

bailarines. Él pudo ver que esperaba el primer contacto de aquella cosa. Boqueaba como un pececillo.

—Randy —susurró— ¿Dónde está?—Debajo. Mira.

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Ella lo hizo, y Randy también. Vieron la negrura que rellenaba las grietas, ahora casi en toda la extensión de la balsa. Randy percibió que la cosa estaba dispuesta a atacar, y pensó que también ella se daba cuenta.

—Randy, por favor.—Calla.Permanecieron allí, de pie.Randy se había olvidado de quitarse el reloj cuando se metió en el agua, y ahora calculó

quince minutos. A las ocho y cuarto la cosa negra volvió a salir de debajo de la balsa. Se deslizó hasta unos cuatro metros de distancia y se detuvo como lo había hecho antes.

—Voy a sentarme —dijo Randy.—¡No!—Estoy cansado. Voy a sentarme y tú vigilarás la cosa. No olvides que no debes mirarla

directamente. Luego me levantaré y tú te sentarás. Lo haremos así, por turnos. Toma —Le dio su reloj—. Quince minutos.

—Devoró a Deke —susurró ella.—Sí.—¿Qué es?—No lo sé.—Tengo frío.—Yo también.—Entonces abrázame.—Ya te he abrazado bastante.Ella dejó de insistir.Sentarse era una delicia; no tener que vigilar a la cosa era una bendición. En cambio

observaba a LaVerne, asegurándose de que sus ojos se apartaran de la cosa que flotaba en el agua.

—¿Qué vamos a hacer, Randy?Él reflexionó un momento.—Esperar.Al cabo de quince minutos se levantó y dejó que la muchacha se sentara primero y luego

permaneciera tendida durante media hora. Luego hizo que se levantara ella y permaneció en pie durante otros quince minutos. Siguieron turnándose de este modo. A las diez menos cuarto una fría tajada de luna se levantó y trazó un camino sobre el agua. A las diez y media se oyó un grito agudo y solitario que resonaba al otro lado del agua, y LaVerne chilló despavorida.

—Calla —dijo él— es sólo un somorgujo.—Me estoy helando, Randy. Estoy aterida.—No puedo remediarlo.—Abrázame. Tienes que hacerlo. Nos abrazaremos los dos. Los dos podemos sentarnos y

vigilar juntos a la cosa.El titubeaba, pero ahora sentía el frío en la médula de los huesos, y eso le decidió.—De acuerdo.Se sentaron juntos, abrazados, y sucedió algo, natural o perverso, pero sucedió. Randy

sintió que se ponía rígido. Una de sus manos encontró un seno de la muchacha, envuelto en nailon húmedo, y lo apretó. Ella emitió un suspiro, y su mano se posó sobre los calzoncillos de Randy.

Él deslizó la otra mano hacia abajo y encontró un lugar donde había algún calor. Tendió a la muchacha de espaldas.

—No —dijo ella, pero la mano en la entrepierna de Randy empezó a moverse con más rapidez.

—Puedo verlo —dijo él. Los latidos de su corazón habían vuelto a adquirir velocidad, bombeando la sangre con más rapidez, enviando calor a la superficie de su piel helada— Puedo vigilarlo.

Ella murmuró algo y él notó que el elástico se deslizaba desde sus caderas hasta los muslos. Vigilaba a la cosa. Se deslizó hacia arriba, adelante, y penetró en ella. Notó el calor; Señor, por lo menos allí había calor. Ella emitió un sonido gutural y sus dedos aferraron las nalgas frías y prietas del muchacho.

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Randy observaba a la cosa. No se movía. Él no le quitaba los ojos de encima. La vigilaba atentamente. Las sensaciones táctiles eran increíbles, fantásticas. Carecía de experiencia, pero tampoco era virgen. Había hecho el amor con tres chicas y nunca había sido así. Ella gimió y empezó a alzar las caderas. La balsa se balanceó suavemente, como la cama de agua más dura del mundo. Los barriles de debajo murmuraban huecamente.

Randy miraba la cosa. Los colores empezaron a girar, ahora lenta, sensualmente, no de un modo amenazante; no apartaba la vista y miraba los colores. Tenía los ojos muy abiertos. Los colores estaban en sus ojos. Ahora no sentía frío, sino que estaba caliente, con el calor que se siente el primer día de playa a principios de junio, cuando uno siente el sol que tensa la piel con palidez invernal, enrojeciéndola, dándole (colores) color, cierto tinte. Primer día en la playa, primer día de verano, escuchas las viejas canciones de los Beach Boys, escuchas los Ramones, los Ramones diciéndote que puedes ir en autostop a la playa de Rockaway, la arena, la playa, los colores (se mueve, está empezando a moverse) y la sensación del verano, la textura, la liga de fútbol, no hay escuela y puedo ver jugar a los Yankees cuanto me venga en gana, bikinis en la playa, la playa, la playa, pechos firmes y fragantes con aceite Coppertone, y si la braguita del bikini es bastante pequeña puedes ver un poco de (pelo su pelo SU PELO ESTA EN EL OH DIOS EN EL AGUA SU PELO)

Se retiró bruscamente y trató de levantar a la muchacha, pero la cosa se movió con untuosa velocidad y se enredó en su pelo como una membrana de espesa goma negra, y cuando Randy tiró de ella, la muchacha ya gritaba y estaba atenazada. La cosa salió del agua en forma de enroscada y horrorosa membrana de colores intensos, escarlata, bermellón, vivo esmeralda, ocre plomizo.

Fluyó sobre el rostro de LaVerne como una ola, cubriéndolo por completo.Ella agitaba pies y manos. La cosa se retorcía en el lugar donde había estado la cara de la

muchacha. La sangre corría en torrentes por su cuello. Gritando, sin darse cuenta de que lo hacía, Randy corrió hacia ella, puso un pie sobre su cadera y tiró de ella. La muchacha cayó pesadamente desde el borde de la balsa, sus piernas como alabastro a la luz de la luna. Durante unos instantes interminables el agua espumeó y lamió el costado de la balsa, como si alguien hubiera capturado allí la perca más grande del mundo y se debatiera como un demonio para librarse del anzuelo.

Randy gritó y gritó. Y luego, para variar, gritó un poco más.Una media hora después, cuando ya hacia mucho que el chapoteo y la lucha frenéticos

habían terminado, los somorgujos empezaron responder con sus gritos.La noche fue interminable.El cielo empezó a aclararse por el este hacia las cinco menos cuarto, y Randy sintió que su

estado de ánimo mejoraba. Fue una sensación momentánea, tan falsa como el alba. Estaba de pie sobre las tablas, los ojos semicerrados, el mentón en el pecho. Había estado sentado en las tablas hasta una hora antes, y le había despertado de súbito —sin que hubiera sabido hasta entonces que se había quedado dormido, ¡eso era lo más temible! —aquel inefable sonido de lona restregada. Se puso en pie de un salto antes de que la negrura empezara a succionar ansiosa entre las tablas, buscándole. Su respiración era jadeante; se mordió un labio, haciendo que sangrara.

«¡Dormido, estabas dormido, pedazo de alcornoque!»La cosa había vuelto a salir de debajo media hora después, pero él no se sentó. Temía

hacerlo, temía dormirse y que su mente no le despertara a tiempo.Tenía los pies afianzados sobre las tablas cuando una luz intensa esta vez el amanecer

verdadero, llenó el este y los primeros pájaros de la mañana empezaron a cantar. Salió el sol, y hacia las seis el día era lo bastante brillante como para poder ver la playa. El Camaro de Deke, amarillo brillante, estaba en el sitio donde Deke lo había dejado aparcado, con el morro en la valla de estacas. Camisas, jerseys y cuatro tejanos estaban desparramados, formando pequeños montones a lo largo de la playa. La visión de aquellas ropas horrorizó de nuevo a Randy, cuando creía que su capacidad de horrorizarse sin duda estaba agotada. Pudo ver sus tejanos, con una pernera al revés, mostrando el bolsillo. Qué seguros parecían sus pantalones tendidos allí, sobre la arena, esperando a que él llegara y pusiera bien la pernera, cogiendo el bolsillo al hacerlo, para que no cayera la calderilla. Casi podía sentir su susurro al enfundar en ellos las piernas, se veía abrochando el botón de latón encima de la bragueta.

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Miró a la izquierda y allí estaba la cosa, negra, redonda, como una ficha de damas, flotando liviana. Los colores empezaron a girar en su superficie, y él apartó la vista en seguida.

—Vete a casa —graznó— Vete a casa o vete a California y busca una película de Roger Corman para que te hagan una prueba artística.

Oyó el zumbido de un avión a lo lejos, y cayó en una soñolienta fantasía: «Nos han dado por desaparecidos, a los cuatro. La búsqueda ha partido de Horlicks. Un granjero recuerda haber visto pasar un Camaro amarillo que corría "como un murciélago salido del infierno". La búsqueda se centra en la zona de Cascade Lake. Pilotos privados se ofrecen voluntarios para efectuar un rápido registro desde el aire, y un individuo, que sobrevuela el lago en su bimotor Beechcraft Bonanza, ve a un muchacho que está de pie, desnudo, en la balsa, un chico, único superviviente, único.»

Se detuvo cuando estaba a punto de caer por el borde de la balsa y volvió a golpearse la nariz, gritando de dolor.

La cosa negra se lanzó de inmediato hacia la balsa como una flecha y se apretujó debajo. Quizá podía oír, o sentir, o... lo que fuera.

Randy esperó.Esta vez Pasaron tres cuartos de hora antes de que saliera.Llegó la tarde.Randy lloraba.Lloraba porque ahora se había añadido una novedad a la situación. Cada vez que trataba

de sentarse, la cosa se deslizaba debajo de la balsa. Así pues, no era totalmente estúpida; percibía o adivinaba que podía capturarle mientras estuviera sentado.

—Márchate. —Randy gimió ante la gran mancha negra que flotaba en el agua. A cincuenta metros de distancia, burlonamente cerca, una ardilla jugueteaba sobre el capó del Camaro de Deke— Vete, por favor, vete a cualquier parte, pero déjame en paz.

La cosa no se movía. Los colores empezaron a girar en su superficie visible. Randy desvió la mirada hacia la playa, buscando alguna posibilidad de ayuda, pero allí no había nadie, nadie en absoluto. Sus tejanos seguían en la arena, con una pernera al revés, el forro blanco de un bolsillo al aire. Ya no tenía la sensación de que estaban allí como Si alguien fuera a recogerlos. Parecían reliquias.

Pensó: «Si tuviera un arma, me mataría ahora mismo».Estaba de pie en la balsa.El sol se puso.Tres horas después salió la luna.No mucho más tarde los somorgujos empezaron a gritar.Poco después, Randy se volvió y miró la cosa negra en el agua. No podía suicidarse, pero

quizá la cosa lo arreglaría de manera que no sintiera dolor, tal vez los colores eran para eso.La buscó y allí estaba, flotando, meciéndose con las olas.—Enséñame algo bonito —dijo Randy con voz ronca.Los colores empezaron a adquirir forma y girar. Esta vez Randy no desvió la vista. En algún

lugar, al otro extremo del lago desierto, gritó un somorgujo.

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LA COSA AL FONDO DEL POZO

Oglethorpe Crater era un niño horrible y miserable. Adoraba atormentar a perros y gatos, arrancarles las alas a las moscas, y observar cómo se retorcían los gusanos mientras los estiraba lentamente. (Esto dejó de ser divertido cuando se enteró de que los gusanos no sienten dolor.)

Pero su madre, que era tonta como ella sola, no advertía ni sus rarezas ni sus demostraciones de sadismo. Un buen día, cuando Oglethorpe y su mamá regresaron a casa desde el cine, la cocinera abrió de un portazo, presa de un ataque de nervios.—¡Ese niño espantoso atravesó una soga en los escalones del sótano, así que cuando bajé a buscar patatas me caí y casi me mato! —gritó.—¡No le creas! ¡No le creas! ¡Ella me odia! —lloró Oglethorpe con las lágrimas saltándole de los ojos. Y el pobrecito Oglethorpe comenzó a sollozar como si le hubieran roto su pequeño corazón.

Mamá despidió a la cocinera y Oglethorpe, el pequeño y adorado Oglethorpe, subió a su cuarto a clavarle alfileres a Spotty, su perro. Cuando mamá preguntó por qué Spotty estaba llorando, Oglethorpe le respondió que se había clavado un vidrio en una pata. Dijo que se lo arrancaría. La mamá pensó: «mi pequeñín Oglethorpe es un buen samaritano».

Entonces, un día, mientras se encontraba en el campo buscando más cosas a las que poder torturar, Oglethorpe descubrió un pozo profundo y oscuro. Gritó, creyendo que escucharía un eco.—¡Hola!

Pero una suave voz le respondió:—Hola, Oglethorpe.

Oglethorpe miró hacia abajo pero no pudo ver nada.—¿Quién eres? —preguntó Oglethorpe.—Ven, baja —le dijo la voz—, y nos divertiremos mucho.

De modo que Oglethorpe bajó.

El día transcurrió y Oglethorpe no regresó. Su mamá llamó a la policía y se organizó una batida de rescate. Durante algo más de un mes buscaron al pequeño y adorado Oglethorpe. Justo cuando estaban a punto de rendirse encontraron a Oglethorpe en un pozo, y bien muerto.

¡Y vaya manera de morir!

Tenía los brazos arrancados, de la forma en que lo hacen las personas cuando le arrancan las alas a las moscas. Le habían clavado alfileres en los ojos y mostraba otras torturas demasiado horribles de describir.

Cuando envolvieron su cuerpo (o lo que quedaba de él) y se marcharon, realmente les pareció escuchar una risa proveniente del fondo del pozo.

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LA EXPEDICIÓN

- Último aviso para la Expedición 701 - anunció una agradable voz femenina en el Vestíbulo Azul de la terminal de Port Authority, Nueva York.

El edificio no había sufrido demasiados cambios en los últimos trescientos años. Seguía dando la impresión, un tanto siniestra, de estar a punto de derrumbarse. Tal vez la anónima voz femenina fuera lo único agradable allí.

- Es la Expedición para Whitehead, Marte - prosiguió la voz -. Todos los pasajeros provistos de billetes deberán reunirse en la sala de embarque del Vestíbulo Azul. Por favor, asegúrense de que todos sus documentos estén en regla. Muchas gracias.

La sala de embarque no tenía nada de tétrico. Una moqueta, color gris perla, cubría enteramente el suelo. De las paredes, de un blanco indescriptible, colgaban grabados más o menos abstractos. En el techo, una gama de colores bastante acertada conformaba un conjunto atractivo a los ojos. Había alrededor de cien tumbonas dispuestas en perfectas filas de a diez. Cinco auxiliares del Servicio de Expediciones ofrecían vasos de leche a los pasajeros, animándoles con comentarios amables, reconfortantes. En uno de los extremos de la sala, dos guardias custodiaban la puerta de entrada. Uno de los empleados de la compañía examinaba atentamente los papeles de un recién llegado, un sujeto con cara de liebre y un ejemplar del New York World-Times bajo el brazo. En el lado opuesto del recinto, el suelo iniciaba un suave descenso hasta desembocar en una especie de rampa que conducía a un túnel de unos dos metros de ancho por el doble de largo, desnudo, sin puertas.

Mark Oates, su mujer Marilys y sus dos hijos esperaban en sus tumbonas, cerca de la salida.

- Papá, ¿por qué no me explicas ahora lo de la Expedición? - preguntó Ricky -. Lo habías prometido.

- Sí, papá, lo habías prometido - añadió Patricia, con una risita estúpida.Enfrente, un individuo con todo el aspecto de dedicarse a los negocios y la misma

constitución que un toro de lidia, los miró de soslayo, sin decir palabra. Tendido en su tumbona, con unos zapatos maravillosamente lustrosos, hojeaba sus papeles.

El rumor de las conversaciones en voz baja y el apagado ajetreo de los que iban llegando acabó por llenar completamente la sala.

Mark guiñó un ojo a Marilys, que le correspondió, aunque parecía tan asustada como Patty. «¿Por qué no?», se preguntó Mark. Era la primera vez que metía a su familia en una aventura semejante. Hacía ya varios meses que la compañía para la que trabajaba, la Texaco Water, le había informado de su próximo traslado a Whitehead City. Pasaron semanas enteras, Marilys y él, discutiendo las ventajas e inconvenientes de que la familia en pleno le siguiera a su nuevo destino. Por fin, después de arduas deliberaciones, decidieron que era mejor que todos ellos se trasladaran a Marte durante los dos años que él tendría que pasar allí.

Miró su reloj: todavía faltaba casi media hora para la partida. Tenía tiempo para contar toda la historia. Se dijo que tal vez de esa manera lograra distraer a los niños y evitar que se pusieran nerviosos. Y tal vez hasta Marilys llegara a relajarse un poco.

- De acuerdo - dijo.Ricky y Pat le miraban atentamente. Ricky tenía doce años y Pat, nueve. Pensó que, para

cuando regresaran a la Tierra, el chico estaría ya en plena pubertad, y la niña probablemente tuviese senos. Casi no podía creerlo. Había decidido tras consultar con Marilys, que los niños asistirían a la escuela en Whitehead, con los hijos de los ingenieros y los otros empleados de la compañía. Ricky podría participar en una excursión geológica a Phobos, situado a pocos meses de distancia. Increíble, pero tan cierto como que estaban allí en aquel momento.

«¿Quién sabe? - se dijo -. Hasta es posible que me calme yo mismo.»- Por lo que sé, el Método de Expedición, o de Salto, como también se lo conoce, fue

inventado por un individuo llamado Víctor Carune, hacia 1987. Carune había recibido una subvención oficial, para realizar investigaciones. Finalmente, el Gobierno - o las compañías petroleras - puso las manos sobre el asunto. No se conoce la fecha exacta porque Carune era bastante excéntrico.

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- ¿Quieres decir que estaba loco? - preguntó Ricky.- Sólo un poco loco - precisó Marilys, sonriendo a Mark.- ¡Ah, ya!- Bien, el tal Carune trabajó durante un tiempo sin informar de sus hallazgos al Gobierno, y

sólo habló de ellos porque se le acababa el dinero y necesitaba una nueva subvención.- Si no es de su entera satisfacción, le devolvemos el dinero - interrumpió Pat, riendo

nuevamente.- Exacto, cariño - replicó Mark, acariciándole tiernamente el flequillo.En aquel momento, entraron silenciosamente dos nuevos auxiliares, vistiendo el mono rojo

brillante de los empleados de la empresa de viajes espaciales. Llevaban en una mesilla de ruedas un pulverizador de acero inoxidable con un tubo de goma; cuidadosamente ocultos por los faldones del mantel de la mesilla - Mark lo sabía - había dos bombonas de gas; en la bolsa sujeta a uno de los lados se guardaban un centenar de mascarillas desechables. Mark continuó hablando, con la esperanza de que su familia no reparara en los recién llegados. Si alcanzaba a relatar la historia hasta el final, su mujer y sus hijos serían los primeros en acoger el gas con los brazos abiertos. Por otra parte, tampoco tenían otra alternativa.

- Ya sabéis que el Salto no es otra cosa que un proceso de teletransporte. En los ambientes profesionales se lo llama Efecto Carune. El término «salto» fue una invención del mismo Carune, que era un fanático de las novelas de ciencia ficción. En una de ellas, llamada Destino, las estrellas, de Alfred Bester, ya se hablaba de este fenómeno. Aunque en la novela se supone que uno puede someterse a la experiencia sólo con el pensamiento, mientras que, en la práctica, no es posible.

En aquel momento los auxiliares aplicaron la mascarilla a una anciana, esta aspiró una vez y se quedó tendida, serena y laxa, sobre su tumbona. La falda se había levantado ligeramente, revelando un muslo fláccido y surcado por varices. Un auxiliar acomodó la tela con discreción mientras el otro cambiaba la mascarilla usada por una nueva, lo que llevó a Mark a pensar en los vasos de plástico que suelen hallarse en las habitaciones de los moteles.

Miró a Pat, rogando a Dios que se tranquilizara; había visto niños a los que era necesario someter por la fuerza, y algunos seguían chillando hasta que las mascarillas les cubrían el rostro. No es que no encontrara normal una reacción semejante en un niño, pero no deseaba ver a Patty en esas circunstancias. Ricky le inspiraba más confianza.

- Lo que sí se puede afirmar que el nuevo descubrimiento llegó en el momento oportuno - prosiguió. Se dirigía a Ricky, pero sostenía entre las suyas la mano de su hija. Los dedos de la niña aferraban los de su padre, rígidos por el pánico. Tenía las palmas frías y algo sudadas.

»El mundo estaba a punto de agotar las reservas de petróleo existentes, que, en su mayor parte, seguían perteneciendo a los países del Oriente Medio, los cuales lo utilizaban como arma política. Habían formado un cártel petrolero al que llamaban OPEP.

- ¿Qué es un cártel? - preguntó Patty.- Pues... un monopolio - respondió Mark.- Algo así como un club, cariño - interrumpió Marilys -. Pero sólo puedes pertenecer a ese

club si tienes muchísimo, pero muchísimo petróleo.- No me voy a detener a explicaros ahora cómo estaba el mundo en aquella época. Ya lo

estudiaréis en la escuela. Pero era un verdadero caos. Sólo se podía utilizar el automóvil dos veces por semana, y la gasolina costaba quince dólares antiguos el galón...

- ¡Diablos! - exclamó Ricky -. Ahora sólo cuesta tres o cuatro centavos, ¿no es así, papá?Mark sonrió.- Precisamente por eso vamos a donde vamos. En Marte hay petróleo para ocho mil años

más, y en Venus para otros veinte mil... De todos modos, ese combustible ya no es tan importante. Lo que realmente necesitamos ahora es...

- ¡Agua! - chilló Patty.El hombre de negocios alzó la vista de sus papeles y le sonrió durante un instante.- Exacto - replicó Mark -. Porque entre los años 1960 y 2030 contaminamos casi toda el

agua de que disponíamos. El primer envío de agua de las capas de hielo de Marte a la Tierra se conoce como...

- Operación Paja - aclaró Ricky.- Eso es. En el 2045, más o menos. Aunque mucho antes se había utilizado el mismo

procedimiento - el Salto - en la búsqueda de nuevos manantiales en la Tierra. Y ahora el agua

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representa la mayor parte de las exportaciones marcianas... el petróleo no es más que un negocio secundario. Pero entonces, era vital.

Los chicos asintieron.- El caso es que estas cosas siempre habían estado allí, pero sólo pudimos conseguirlas

cuando se inventó el teletransporte. Cuando Carune descubrió el proceso, el mundo se estaba sumiendo en una nueva Edad Oscura. Hubo un invierno tan frío que más de diez mil personas murieron congeladas en los Estados Unidos por falta de calefacción.

- ¡Caramba! - comentó Patty, flemática.En aquel momento, dos auxiliares hablaban con un hombre de aspecto tímido, con la

finalidad de que se atuviera a sus indicaciones. Finalmente aceptó la mascarilla y cayó como muerto sobre su tumbona a los pocos segundos.

«Primerizo - pensó Mark -. Se adivina enseguida.»- Para Carune, todo empezó con un lápiz, unas llaves, un reloj de pulsera y unos cuantos

ratones. Los ratones le demostraron que había un problema... Víctor Carune volvió a su laboratorio borracho de alegría. Creía saber ahora lo que habían

sentido Morse, Alexander Graham Bell, Edison..., pero su descubrimiento superaba los de sus predecesores, y en dos ocasiones había estado a punto de estrellar la furgoneta en el camino de regreso de la tienda de animales de New Paltz, donde había gastado sus últimos veinte dólares en nueve ratones blancos. Todo lo que poseía en el mundo eran los dieciocho dólares de su cuenta de ahorros y los noventa y tres centavos de su bolsillo derecho. Pero ni por un momento pensó en ello. Y, de haberlo hecho, seguramente no le hubiese importado.

Había habilitado un viejo granero como laboratorio, al que se llegaba por un camino estrecho y polvoriento. Precisamente en aquel camino había estado a punto de volcar por segunda vez. El depósito de gasolina estaba casi vacío, y no podría llenarlo antes de diez o quince días, pero eso tampoco le importaba. En su cerebro enfebrecido las ideas giraban como un torbellino.

Nada de lo que sucedió a continuación era totalmente inesperado. Una de las razones por las que el Gobierno le había asignado la mísera suma de veinte mil dólares al año era la posibilidad, hasta entonces no satisfecha, de la transmisión de partículas.

Pero que sucediera así..., de pronto... sin previo aviso... y con menos consumo de electricidad que el de un televisor en color... ¡Dios mío!

Aparcó la furgoneta frente al granero. En el asiento trasero había una caja con la leyenda VENGO DE LA TIENDA DE ANIMALES DE STACKPOLE e imágenes de perros, gatos, cobayas y peces dorados. Carune agarró la caja y corrió hacia la doble puerta de entrada al laboratorio.

Intentó abrir uno de los portones. Al comprobar que no podía, recordó que lo había cerrado con llave.

- ¡Demonios! - aulló, buscándolas en los bolsillos del pantalón.Siempre olvidaba que una de las condiciones impuestas por el Gobierno al concederle la

subvención era la de mantener su centro de investigaciones permanentemente cerrado con llave.

Cuando por fin las encontró, se quedó fascinado ante la que abría el granero.Así como el teléfono fue empleado por primera vez de una manera totalmente fortuita - Bell,

al verter un poco de ácido sobre unos papeles y quemarse, gritó al aparato: «¡Watson, venga enseguida!» -, el primer teletransporte tuvo lugar por casualidad. Sin darse cuenta, Victor Carune teletransportó dos de sus dedos hasta el otro extremo del granero, a unos ciento cincuenta metros.

Carune había instalado dos ventanillas, una a cada extremo del granero. En la de su lado había colocado una pistola iónica, de las que se venden en las tiendas de equipos electrónicos por menos de quinientos dólares. En la de la parte opuesta, de forma y tamaño aproximados a los de un libro, al igual que la primera, había instalado una cámara de gas. Entre ambas había algo parecido a una cortina de baño, suponiendo que una cortina de baño pudiera ser de plomo. La idea consistía en disparar iones a través de la primera ventanilla y observar su curso por la cámara de gas, con la cortina de plomo para demostrar que realmente estaban siendo transmitidos. En dos años, el experimento sólo había resultado en un par de ocasiones. Del porqué, Carune no tenía ni la menor idea.

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Estaba instalando la pistola iónica en su correspondiente soporte, cuando pasó dos dedos por la ventanilla, sin darse cuenta. Habitualmente no había problemas, pero, aquella mañana, Carune había accionado, al rozarlo con la cadera, el interruptor general del panel situado a la izquierda de la ventanilla. No se dio cuenta de lo que había ocurrido - el zumbido de la máquina en funcionamiento era casi inaudible -, hasta que sintió un hormigueo en los dedos.

«No tenía nada que ver con una descarga eléctrica», escribió Carune en el único artículo sobre el tema que pudo publicar antes de que el Gobierno le hiciera callar. El artículo apareció nada menos que en Mecánica Popular, y lo vendió por setecientos cincuenta dólares, en su último y desesperado intento de mantener su invento en el ámbito de la empresa privada. «No tenía nada del desagradable estremecimiento que se siente, por ejemplo, al tomar un cable deshilachado. Se parecía más a la sensación que se tiene al tocar una máquina que funciona a toda su velocidad. Las vibraciones son tan rápidas e imperceptibles, que se experimenta, literalmente, un cosquilleo.»

«Vi que mi dedo índice había desaparecido, con un corte oblicuo, a la altura del nudillo. El otro, un poco más abajo. Y no quedaba ni rastro de la uña del anular.»

Carune, profiriendo un grito, había retirado la mano instintivamente. Como escribió más tarde, creyó incluso haber visto sangre, aunque, obviamente, se trataba sólo de una alucinación. Al moverse, golpeó la pistola, que se estrelló contra el suelo.

Permaneció inmóvil. Se metió los dedos en la boca para cerciorarse de que sí, de que seguían allí. Se dijo a sí mismo que estaba trabajando demasiado, que estaba agotado. Pero le asaltó otra idea: la de que acababa de descubrir algo... muy importante.

Carune no se atrevió a pasar los dedos por la ventanilla otra vez. De hecho, sólo lo hizo dos veces en su vida.

Al principio, no hizo nada. Durante mucho tiempo, estuvo dando vueltas sin rumbo alrededor del granero, pasándose las manos por el pelo y preguntándose si debía llamar a Carson, de Nueva Jersey, o a Buffington, de Charlotte. Sabía que el tacaño de Carson jamás aceptaba conferencias a cobro revertido, pero quizás Buffington lo hiciera.

De pronto, tuvo una idea: si sus dedos habían cruzado el granero, tal vez encontrara algún indicio en la segunda ventanilla. Naturalmente, no lo había. Carune la había instalado sobre una pila de cajones de embalaje. Parecía una especie de guillotina, sólo que de juguete y sin hoja. A uno de los lados del marco de la ventanilla, de acero inoxidable, había un enchufe con un cable que conectaba con la terminal de transmisiones, que era poco más que un transformador de partículas unido a un ordenador.

Esto le recordó que...Carune miró su reloj; eran las once y cuarto. Si bien el Gobierno le daba poco dinero, le

proporcionaba tiempo de ordenador, algo infinitamente valioso. Aquella tarde, disponía de él hasta las tres; luego debería despedirse hasta el lunes siguiente. Tenía que moverse, hacer algo...

«Volví a contemplar los cajones - escribió Carune en su famoso artículo - y después examiné las puntas de mis dedos. No había duda, la prueba estaba allí. Se me ocurrió que no podría convencer a nadie, a excepción de mí mismo. Pero, en principio, ¿a quién hay que convencer, si no es a uno mismo?»

- ¿Y qué era? - preguntó Ricky.- Sí - añadió Patty -, ¿qué era?Mark sonrió. Estaban, incluida Marilys, pendientes de un hilo. Casi habían olvidado dónde

se hallaban. Mark vio por el rabillo del ojo cómo los auxiliares de la compañía desplazaban silenciosamente el carrito entre los viajeros, sumiéndolos en un sueño profundo. Nunca el proceso era tan rápido en el sector civil como en el militar. Los civiles se ponían nerviosos y discutían. El zumbido y la máscara de goma recordaba demasiado a un quirófano, donde los cirujanos, con sus bisturíes, acechaban tras los anestesistas y sus bombonas de acero inoxidable. A veces, había histeria o pánico; y siempre alguno perdía los nervios.

Dos hombres se levantaron de sus tumbonas con absoluta serenidad, se desprendieron de la solapa las etiquetas y se dirigieron hacia la salida en silencio. Tras devolver los papeles a uno de los auxiliares, se marcharon sin volver la cabeza. Los empleados de la compañía tenían instrucciones muy precisas de no discutir con los que desistían de su propósito. Siempre había

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listas de espera, a veces, de hasta cuarenta o cincuenta personas. Cuando alguien abandonaba, un nuevo viajero entraba con su etiqueta sujeta a la camisa.

- Carune encontró dos astillas en su dedo índice - continuó Mark -. Las extrajo y las guardó. Una de ellas se ha perdido para siempre, pero la otra se conserva en una vitrina herméticamente cerrada del Anexo del Instituto Smithsoniano, en Washington, muy cerca de la que contiene las piedras que trajeron de la Luna los primeros viajeros espaciales.

- ¿Qué luna, papá, la nuestra o la de Marte? - preguntó Ricky.- La nuestra - respondió Mark, sonriendo -. En Marte ha aterrizado un solo vuelo tripulado

por el hombre, Ricky, una expedición francesa, alrededor del 2030. Bueno, como iba diciendo, así fue cómo una vulgar astilla acabó en el Instituto Smithsoniano: el primer objeto teletransportado a través del espacio.

- Y después, ¿qué ocurrió? - preguntó Patty.- Pues, según cuentan, Carune echó a correr... Carune echó a correr hacia la primera ventanilla y permaneció junto a ella unos segundos,

sin aliento, el corazón saltándole en el pecho con fuertes latidos. «Tengo que serenarme - se dijo -. Concentrarme en esto. Si se actúa con precipitación, no se aprovecha el tiempo.»

Desatendiendo deliberadamente lo que ocupaba el primer plano de sus pensamientos, sacó las astillas, guardándolas en un envoltorio de chocolate. Una de las dos se perdió más tarde, la otra es la del Instituto Smithsoniano, con su vitrina rodeada de cintas de terciopelo y eternamente vigilada por un circuito interno de televisión.

Extraída la astilla, Carune se sintió un poco más tranquilo. Se le ocurrió repetir la experiencia con un lápiz. Tomó uno y lo introdujo con precaución en la primera ventanilla. El lápiz fue desapareciendo lentamente, centímetro a centímetro, como en el truco de un prestidigitador en una ilusión óptica. Llevaba impresas, sobre el barniz amarillo, unas letras en negro: Eberhard Faber, nº 2. Cuando sólo quedaban las letras Eberh, Carune fue a mirar qué pasaba en la segunda ventanilla.

Allí estaba el lápiz, como si un cuchillo lo hubiese seccionado. El corazón le golpeaba en el pecho inconteniblemente cuando lo tomó.

Lo alzó; lo observó. En un arrebato, escribió: ¡FUNCIONA! Apretó con tal fuerza que la mina acabó por quebrarse. Carune se echó a reír como un loco en el granero desierto; rió tanto que una bandada de golondrinas levantó el vuelo, desapareciendo por unos agujeros en el techo.

- ¡Funciona! - gritó, corriendo de nuevo hacia la primera ventanilla. Agitaba los brazos como un poseso, blandiendo el lápiz quebrado en una mano -. ¡Funciona! ¡Funciona! ¿Me oyes, Carson, imbécil? ¡Funciona y es obra mía! ¡es obra mía!

- Mark, no hables así a los niños - le reprochó Marilys.Mark se encogió de hombros.- Según cuentan, eso fue lo que dijo.- ¿No podrías dar una versión expurgada de los hechos?- Papá - interrumpió Patty -. ¿El lápiz también está en el Instituto?- ¿No es verdad que los osos cagan en el bosque? - replicó Mark, tapándose la boca,

fingiendo sorpresa ante su propia obscenidad.Los dos chicos se echaron a reír estrepitosamente. Las risas de Patty habían perdido aquel

tono nervioso, pensó Mark, aliviado. Marilys frunció el ceño en un gesto de reproche, pero no pudo evitar echarse a reír también.

A continuación, Carune experimentó con las llaves. Empezaba a pensar con claridad. Se

preguntó si no habría llegado el momento de averiguar si los objetos teletransportados sufrían algún cambio en el proceso.

Vio pasar las llaves por la ventanilla y, exactamente en el mismo instante las oyó caer en el otro extremo, sobre el cajón de embalaje. Se dirigió hacia la segunda ventanilla sin prisa, aprovechando esta vez para ajustar la posición de la cortina de plomo. De todas formas, ya no la necesitaba, como no necesitaba la pistola. Menos mal, porque la pistola había quedado hecha pedazos.

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Probó una de las llaves del candado que el Gobierno le había obligado a colocar en los portones. Funcionaba a la perfección. Después, hizo lo propio con la de su casa. No había problemas. Lo mismo ocurría con las llaves de los archivadores y de la furgoneta.

Carune se guardó las llaves en el bolsillo y se quitó el reloj de pulsera. Era un Seiko de cuarzo con un pequeño ordenador bajo la esfera. Veinticuatro botoncitos permitían efectuar cualquier operación matemática, desde la suma y la resta, hasta la raíz cuadrada. Además de un magnífico cronómetro, un delicado mecanismo de precisión. Carune colocó el reloj delante de la ventanilla y lo empujó suavemente con un lápiz.

El reloj reapareció instantáneamente al otro extremo. En el momento de introducirlo marcaba las 11.31.

Cuando Carune lo recogió, las 11.31.49. Perfecto. Aunque hubiese sido mucho mejor disponer de un ayudante junto a los cajones para certificar que no había alteración temporal alguna. Bueno, no importaba tanto. Muy pronto, el Gobierno lo cubriría de ayudantes.

Probó la calculadora del reloj. Dos y dos seguían siendo cuatro. Ocho dividido por cuatro continuaba siendo dos. La raíz cuadrada de once no había variado: 3,3166247..., etcétera.

Había llegado el momento de experimentar con los ratones. - ¿Qué pasó con los ratones, papá? - preguntó Ricky.Mark dudó un momento. Tendría que andar con cautela si no quería asustar a sus hijos - y

a su esposa - cuando faltaba ya tan poco tiempo para su primer salto. Lo más importante era convencerles de que el problema había sido resuelto y ahora todo estaba bien.

- Como iba diciendo, surgió un pequeño problema...Si. El horror, la locura y la muerte. ¿Qué os parece, niños? Carune colocó la caja con los ratones sobre un estante y miró la hora. Eran las tres menos

cuarto. Sólo le quedaba una hora y cuarto de ordenador. «Es increíble cómo pasa el tiempo cuando te diviertes», pensó, echándose a reír.

Abrió la caja y sacó un ratón blanco tomándolo por la cola. El animalillo chillaba desesperadamente. Lo situó delante de la ventanilla. «Vamos, ratoncito», dijo. El ratón se escurrió por un lado del cajón sobre el cual estaba instalada la ventanilla. Carune lanzó una maldición, e intentó atraparlo, pero cuando le puso la mano encima, el animal se deslizó por una grieta en el suelo, entre dos tablones.

- ¡Demonios! - gritó Carune.Volvió a coger la caja y evitó por los pelos que dos ratones escaparan. Agarró otro ratón,

esta vez por el cuerpo. Era físico, y no tenía la menor idea de cómo tratar a un ratón. Cerró la caja cuidadosamente.

El animal se prendió a la mano de Carune, pero fue inútil: éste lo introdujo en la ventanilla. Inmediatamente lo oyó caer sobre el cajón del otro extremo. Esta vez corrió, recordando cómo se le había escapado el primer ratón. No tenía por qué preocuparse. El animal estaba acurrucado sobre el cajón, los ojos apagados, respirando débilmente. Carune se le acercó despacio. No estaba acostumbrado a bregar con ratones, pero no hacía falta ser un lince para ver que algo había salido terriblemente mal.

(- El ratón no estaba, después de la experiencia, tan bien como al principio - dijo Mark, con una amplia sonrisa, que sólo Marilys percibió forzada.)

Carune tocó el ratón. Era algo inerte - como paja o serrín -, salvo por los flancos, que se movían en busca de aire. No miraba a su alrededor ni a Carune; miraba fijamente hacia adelante. Antes, era un animalillo vivaz, nervioso: lo que quedaba no era más que una copia de cera.

Carune chasqueó los dedos ante los ojillos rosados del ratón, que parpadeó varias veces.., y cayó muerto.

- Así que Carune decidió probar con otro ratón - continuó Mark.- Y al primero, ¿qué le había pasado? - preguntó Ricky.Mark volvió a forzar una sonrisa.- Se le retiró con todos los honores - dijo.Carune metió el cuerpo del ratón muerto en una bolsa de papel. Quería llevárselo al

veterinario Mosconi aquella misma noche. Mosconi podría hacer una autopsia para averiguar lo ocurrido. El Gobierno desaprobaría la inclusión de un ciudadano particular en un proyecto que

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había sido calificado como triplemente secreto. Peor para ellos, pensó. Estaba decidido a hacer cuanto estuviese en su mano para que el Gran Padre Blanco de Washington entrara en el juego lo más tarde posible. Vista la magra ayuda que le había prestado, podía esperar.

Entonces, recordó que Mosconi vivía muy lejos, más allá de New Paltz, y que no tenía suficiente gasolina en la furgoneta para ir a verle y regresar.

Pero eran las 2.03. Tenía menos de una hora del ordenador. Se preocuparía más tarde de la maldita autopsia.

Carune construyó una especie de embudo, que fijó delante de la ventanilla de partida.(- En realidad - explicó Mark -, se trataba de la primera rampa jamás construida para

realizar expediciones. - A Patty, la idea de que los ratones entraran en la ventanilla deslizándose por un tobogán le resultaba extraordinariamente divertida.)

El investigador dejó caer otro ratón al embudo. Bloqueó la entrada con un libro y, tras olisquear y pasearse durante unos pocos momentos, el ratón pasó por la ventanilla y desapareció.

Carune corrió hacia el otro extremo del granero.El animal estaba muerto.No había sangre ni edemas que indicaran que un cambio violento de la presión sanguínea

hubiese roto algún órgano interno. Carune se preguntó si tal vez la falta de oxígeno pudiera...Sacudió la cabeza, irritado. El ratón había tardado una millonésima de segundo en aparecer

en la segunda ventanilla. El reloj confirmaba que el tiempo seguía siendo una constante en el proceso. Por lo menos, aparentemente.

El segundo ratón fue a reunirse con el primero en la bolsa de papel. Carune sacó de la caja un tercer ratón (el cuarto, si se cuenta el afortunado que había huido por la grieta), preguntándose qué se acabaría antes, si los ratones o el tiempo de ordenador disponible.

Agarró firmemente el cuerpo del animal y le obligó a pasar las patas traseras por la ventanilla. Al otro lado del granero, vio reaparecer las patas... sólo las patas, que se aferraban desesperadamente al cajón.

Carune retiró el ratón de la ventanilla. Estaba rabiosamente vivo. Tan vivo, que le mordió un dedo, haciéndole sangrar. Devolvió el ratón a la caja y se desinfectó la herida con el agua oxigenada que tenía en el botiquín.

Se cubrió la herida con un apósito. Lo revolvió todo hasta encontrar un par de pesados guantes de trabajo. El tiempo corría cada vez más, cada vez más... Ya eran las 2.11.

Tomó otro ratón y lo hizo pasar por la ventanilla, íntegro. El ratón vivió casi dos minutos. Incluso llegó a corretear un poco por el cajón, aunque tambaleándose, antes de caer de lado, luchando débilmente por volver a incorporarse, sólo para caer otra vez, ahora sobre sus cuatro patas. Carune chasqueó los dedos delante del animal, que dio quizá cuatro pasos y cayó nuevamente de lado. Los flancos se agitaban cada vez más y más débilmente, hasta que quedaron inmóviles. Estaba muerto.

Carune sintió un escalofrío.Volvió a la primera ventanilla, tomó otro ratón y lo introdujo de cabeza, pero sólo hasta la

mitad. Lo vio reaparecer en el otro lado. Primero la cabeza, después el cuello y las patas delanteras. Carune aflojó la presa sobre el ratón, dispuesto, sin embargo, a sujetarlo si se ponía nervioso. No fue necesario: el animal permaneció inmóvil, con medio cuerpo en cada extremo del granero.

Carune corrió a ver el resultado en la segunda ventanilla.El ratón seguía vivo, pero sus ojillos rosados estaban opacos, velados. Los bigotes no se

movían. Al mirar desde detrás, Carune vio algo sorprendente. Como en el caso del lápiz, tenía ante sí la sección transversal del cuerpecillo del animal. Las vértebras de la minúscula espina dorsal con sus anillos concéntricos, la sangre circulando por las venas, los tejidos del esófago en movimiento, llenos de vida. Pensó que, al menos, como escribiría más tarde en su famoso y único artículo, aquello podría constituir un magnífico instrumento de diagnóstico.

Entonces advirtió que los movimientos del esófago del ratón habían cesado. Estaba muerto.Carune levantó al ratón por el hocico, venciendo su repugnancia, y lo dejó caer en la bolsa

de papel, junto a los anteriores. «Basta ya de ratones - pensó -. Mueren si los introduces íntegros, tanto si los metes de cabeza como si lo haces hacia atrás. Mueren si sólo metes la mitad anterior. Pero, si metes sólo la parte trasera, conservan toda su vitalidad.»

¿Qué demonios estaría pasando?

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Una cuestión sensorial, pensó, casi por azar. Al hacer el viaje, ven algo, oyen algo, tocan algo. ¡Dios mío!, puede incluso que huelan algo que los fulmina. Pero, ¿qué?

No tenía ni idea, pero se propuso descubrirlo.Le quedaban cuarenta minutos antes de que le desconectaran el ordenador. Descolgó un

termómetro que había en la pared, junto a la puerta de la cocina, y lo introdujo en la ventanilla. Al salir, marcaba treinta grados, la misma temperatura que al entrar. Buscó en el trastero, donde tenía juguetes para entretener a sus nietos. Encontró un paquete de globos. Infló uno, lo ató y lo lanzó igualmente a través de la ventanilla. El globo surgió intacto, sin el menor rasguño. Estaba claro que la presión no tenía nada que ver con el asunto.

Aún le restaban cinco minutos para la hora fatídica. Corrió hasta su casa, regresó con una pecera, en cuyo interior nadaban Percy y Patrick, moviendo aletas y girando agitados. Empujó la pecera hacia el interior de la ventanilla.

La pecera apareció, intacta, sobre el cajón de embalaje. Pero Patrick flotaba panza arriba; Percy nadaba lentamente cerca del fondo de la pecera, como aturdido. Segundos después flotaba también como su compañero. Carune iba a tomar la pecera cuando Percy sacudió débilmente la cola y volvió a nadar con indiferencia. Poco a poco, al parecer, superaba los efectos del proceso, fueran éstos los que fuesen, y aquella noche, a las nueve, cuando Carune regresó de la Clínica Veterinaria de Mosconi, Percy parecía más vivo que nunca.

Patrick había muerto.Carune le dio a Percy una ración doble de comida y enterró a Patrick en el jardín, con los

honores de un héroe.Cuando por fin le desconectaron el ordenador, Carune decidió llegarse hasta la clínica de

Mosconi, haciendo autostop. A las cuatro menos cuarto estaba en la carretera, con tejanos, una camisa a cuadros y bolsa de papel en la mano.

Un coche del tamaño de una lata de sardinas frenó junto a él. Carune se acomodó en el interior.

- ¿Qué llevas en la bolsa, amigo? - preguntó el conductor.- Ratones muertos - replicó Carune.Pasado un rato, otro coche lo recogió. Esta vez, cuando el conductor le preguntó por la

bolsa, Carune dijo que llevaba un par de bocadillos.Mosconi realizó la disección de uno de los ratones en el acto. Prometió a Carune llamarle

aquella misma noche para informarle sobre los resultados. Pero los primeros datos no eran muy alentadores; por lo que Mosconi podía decir, el ratón que había explorado estaba perfectamente sano, salvo por el hecho de que estaba muerto.

Deprimente. - Victor Carune era un excéntrico, pero no era ningún idiota - prosiguió Mark. Los auxiliares

de la compañía de Expediciones se hallaban muy próximos, así que tendría que apresurarse... o acabar su relato en la sala de llegada de Whitehead City -. Carune volvió a su casa aquella misma noche haciendo autostop. Aunque no tuvo más remedio que hacer a pie la mayor parte del trayecto... y mientras caminaba se dio cuenta de que era posible que hubiera compensado en una tercera parte el déficit de energía existente, de un solo golpe. Todas las mercancías que hasta entonces había que transportar por tren, camión, avión o barco, se podrían teletransportar. Se podría escribir una carta, por ejemplo, a un amigo en Londres, Roma o Senegal, y él la recibiría el mismo día, sin necesidad de gastar una sola gota de carburante. Ahora nos parece lo más natural del mundo, pero... fue un descubrimiento de extraordinaria magnitud, no sólo para Carune, sino para todos.

- Pero, ¿qué pasó con los ratones? - preguntó Ricky.- Eso era precisamente lo que Carune no dejaba de preguntarse - replicó Mark -. Porque

comprendía también que, si la gente podía ser teletransportada, la crisis energética se resolvería en su totalidad. Y que podríamos conquistar el espacio. En su célebre artículo decía que aun las estrellas serían finalmente nuestras. Con sentido metafórico, sostenía que se podría cruzar una corriente de agua sin necesidad de mojarse los zapatos. Primero, tomas una piedra y la lanzas a la corriente; después, tomas otra, y, parado sobre la primera, la lanzas a su vez; regresas a buscar una tercera... y así sucesivamente, hasta hacer un sendero de piedras para cruzar el agua... o, en este caso, el sistema solar, o quizás incluso la galaxia.

- No acabo de entenderlo - dijo Patty.

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- Porque tienes serrín en la cabeza, en lugar de cerebro - apuntó Ricky, muy pagado de sí mismo.

- ¡No, señor! Papá, Ricky dice que...- Niños, no empecéis... - intervino Marilys con ternura.- Carune presentía lo que iba a suceder - continuó Mark -. Naves espaciales para llegar a la

Luna primero. Después, tal vez, Marte, luego Venus, y las lunas exteriores de Júpiter... En realidad, todas programadas para hacer una cosa tras su aterrizaje...

- Establecer estaciones de teletransporte para astronautas - dijo Ricky.Mark asintió.- Y ahora hay estaciones científicas a lo largo y a lo ancho del sistema solar, y tal vez, algún

día, cuando nosotros ya no estemos aquí, se llegue a disponer de otro planeta. En este mismo momento hay cuatro naves viajando hacia cuatro galaxias diferentes, cada una de ellas con su propio sistema teletransportador. Pero pasará mucho, mucho tiempo, antes de que lleguen a sus destinos.

- Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones - insistió Patty, impaciente.- A la larga, el Gobierno tomó en sus manos el asunto - prosiguió Mark -. Carune se

mantuvo fuera de su control mientras pudo, pero finalmente cayeron sobre él. Carune fue el jefe nominal del Proyecto de Teletransporte, hasta su muerte, ocurrida diez años más tarde, pero nunca volvió a estar realmente a cargo de ello.

- ¡Jo, pobre tío! - exclamó Ricky.- Pero se convirtió en un héroe nacional - dijo Patricia -. Sale en todos los libros de historia,

como el presidente Lincoln y el presidente Hart.«Seguro que es un gran consuelo para Carune», pensó Mark. El Gobierno, metido en un callejón sin salida por la crisis energética, cada día más grave,

se hizo cargo del proceso. Querían comercializarlo lo antes posible, como de costumbre. La situación económica era caótica y los terribles espectros de la anarquía y del hambre se cernían sobre el mundo hacia 1990. El Gobierno y los científicos, que experimentaron con los objetos más dispares antes de certificar que el teletransporte no alteraba la naturaleza de los objetos, estuvieron enfrentados durante mucho tiempo. Finalmente, anunció al mundo, con bombo y platillos, la inauguración del nuevo sistema de teletransporte. El Gobierno, dando pruebas de inteligencia por una vez, puso el tema en manos de una agencia de relaciones públicas.

Así se elaboró el mito de Carune, un anciano bastante peculiar, que se duchaba a lo sumo un par de veces a la semana y se cambiaba de ropa cuando se le ocurría. Aquella empresa de relaciones públicas y las que la siguieron, hicieron de Carune una mezcla de Thomas Edison, Eh Whitney, Pecos Bill y Flash Gordon. Lo más macabro y divertido de todo (y Mark lo ocultó a su familia) era que, para entonces, Carune había muerto o estaba loco de remate. Dicen que el arte imita a la vida y quizás Carune hubiese leído la novela de Robert Heinlein que trata de la suplantación de personajes públicos por sus dobles en la vida real.

Victor Carune se convirtió en un problema. Un problema persistente e irritante que se resistía a cualquier solución. Era un bocazas y un vago, un vestigio del ecologismo de los años sesenta, cuando había la suficiente energía como para permitir que el andar a pie fuese un lujo. Pero se estaba en los terribles años ochenta, con sus nubes de carbón ocultando el cielo y la posibilidad de que gran parte de la costa de California fuese inhabitable durante unos sesenta años debido a una «distracción» nuclear.

Victor Carune siguió siendo un problema hasta 1991. Después, pasó a ser un sello de correos, un benévolo abuelo sonriente, una imagen vista en los noticiarios saludando desde las tribunas con el brazo. En 1993, tres años antes de fallecer oficialmente, paseó en una carroza del Desfile del Torneo de Rosas.

Asombroso. Y un poco siniestro.El anuncio oficial de la inauguración del sistema de teletransporte, el 19 de octubre de

1988, se tradujo en una explosión de entusiasmo mundial y locura económica. El viejo dólar en decadencia, repentinamente, subió como la espuma en los mercados mundiales de dinero. Gente que había comprado oro a ochocientos seis dólares la onza se encontró de la noche a la mañana con que una libra de oro les representaba algo menos de mil doscientos dólares. En un solo año, entre el anuncio oficial del teletransporte y la inauguración de las primeras

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estaciones en Nueva York y Los Ángeles, la bolsa subió por encima de los mil puntos. El precio del petróleo bajó sólo siete centavos, pero en 1994, con estaciones de teletransporte en las setenta mayores ciudades de los Estados Unidos, la OPEP había dejado de existir y el precio del petróleo empezó a descender. En 1998, con estaciones teletransporte en la mayoría de las ciudades del mundo y siendo noticia el teletransporte de mercancías entre Tokio y París, París y Londres, Londres y Nueva York, Nueva York y Berlín, el petróleo había descendido ya a catorce dólares el barril. En 2006, cuando los seres humanos empezaron a ser teletransportados regularmente, la bolsa se había situado cinco mil puntos por encima del nivel de 1987, el petróleo se vendía a seis dólares el barril y las compañías petroleras habían empezado a cambiar sus nombres. Texaco pasó a llamarse Texaco Agua/Petróleo y Mobil cambió su nombre por el Mobil Hidro-2-Ox.

En 2045, la prospección acuífera adquirió prioridad absoluta y el petróleo volvió a ser lo que había sido en 1906: una bagatela.

- ¿Qué ocurrió con los ratones? - insistió Pat, impaciente -. ¿Qué ocurrió con los ratones?Mark decidió que todo estaba tranquilo y llamó la atención de los niños sobre auxiliares del

Salto, que ya se encontraban, con su carrito, sólo tres filas más allá. Ricky se contentó con asentir, pero Patty se sobresaltó al ver que una señora, con la cabeza elegantemente afeitada y pintada a la moda, caía hacia atrás, inconsciente, después de colocarse la mascarilla.

- No se puede saltar estando despierto, ¿verdad, papá? - preguntó Ricky.Mark asintió, sonriéndole a su hija, alentadoramente.- Carune comprendió lo que sucedía antes de que el Gobierno interviniera en el asunto -

prosiguió.- ¿Y cómo se enteró el Gobierno de todo aquello? - intervino Marilys. Mark sonrió.- A través del servicio de ordenadores. Toda la información básica que Carune manejaba.

Era lo único que no podía ocultar ni disimular ni robar. La transmisión de partículas dependía del ordenador, y eso representa miles de millones de datos. Aun hoy, sigue siendo el ordenador el encargado de que no llegues al otro lado con la cabeza en medio del estómago, por ejemplo.

Un escalofrío recorrió la espalda de Marilys.- No te asustes, Mari. Hasta ahora, nunca ha ocurrido un accidente de ese tipo. Jamás.- Alguna vez tiene que ser la primera - musitó Marilys, sombría.Mark se dirigió a Ricky:- ¿Cómo se dio cuenta Carune de que para dar el salto había que estar dormido?- Porque cuando introducía los ratones al revés - repuso lentamente Ricky - no había

problema alguno. Siempre y cuando no los introdujera del todo. En cambio, cuando los metía de cabeza, salían un poco fastidiados. ¿No es así?

- Exactamente - contestó Mark.Los auxiliares del Salto se acercaban con su silencioso carro de olvido. No habría tiempo

para terminar el relato. Tal vez fuera mejor así.- Naturalmente, no le fue muy difícil a Carune dar con la causa. El sistema de teletransporte

acabó con la correspondiente industria especializada convencional, pero, al menos, los científicos respiraron más tranquilos.

Sí, el andar a pie había vuelto a ser un lujo. Las pruebas de laboratorio continuaron durante veinte años más, aunque las primeras pruebas de Carune con ratones drogados le habían convencido de que ningún animal en estado de inconsciencia sufría lo que se conoce como Efecto Orgánico, o más sencillamente, Efecto Salto.

Carune y Mosconi habían drogado varios ratones, introduciéndolos en la ventanilla, y recuperándolos al otro extremo. Esperaron pacientemente que volvieran en si... o muriesen. Volvieron en sí. Después de un breve período de recuperación, reiniciaban sus vidas ratoniles, comiendo, jugando y defecando sin consecuencias ulteriores. Fueron los primeros de una serie de generaciones estudiadas con extraordinario interés. Nunca aparecieron en ellos trastornos a largo plazo; no murieron prematuramente ni tuvieron crías con dos cabezas o pelaje verde, ni nada de nada.

- ¿Cuándo empezaron a experimentar con seres humanos, papá? - preguntó Ricky, que conocía perfectamente la respuesta, por haber leído sobre el tema en la escuela -. Cuenta eso.

- Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones - repitió Patty.

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Aunque los auxiliares habían llegado al principio de su fila, Mark hizo una pausa para reflexionar. Su hija, a pesar de saber menos, era la que hacía la pregunta clave. Precisamente por ello, decidió contestar a su hijo.

Los primeros seres humanos teletransportados no habían sido astronautas, ni pilotos de

pruebas, sino condenados a muerte que ni siquiera estaban protegidos por una preocupación por su estabilidad psicológica. De hecho, en opinión de los estudiosos del caso (Carune era tan sólo el titular del proyecto), cuanto más desequilibrados, mejor. Si un perturbado podía salir indemne de la experiencia o, al menos, no peor que antes, el proceso probablemente fuese seguro para políticos, ejecutivos y modelos.

Seis de esos voluntarios fueron trasladados a Province, Vermont, lugar que llegó a ser tan famoso a raíz de aquellos acontecimientos como antes lo había sido Kitty Hawk, Carolina del Norte. Después de dormirlos con gas, se les introdujo en unas ventanillas separadas por una distancia de exactamente tres kilómetros.

Mark contó esto a sus hijos porque, por supuesto, los seis voluntarios regresaron indemnes y de excelente humor. No les habló del séptimo voluntario. No se sabe si se trata de un mito, o de un personaje real o, lo que es muy probable, de una combinación de ambos elementos. Pero tenía un nombre: Rudy Foggia.

Foggia era un condenado a muerte en el estado de Florida, por el asesinato de cuatro viejos en una partida de bridge en Sarasota. Según las crónicas las fuerzas combinadas de la CIA y el FBI le habían hecho una oferta única, irrepetible: lo toma o lo deja. Se trataba de dar el salto en completa vigilia. Si salía bien, el gobernador Thurgood le indultaba. Quedaba en libertad para convertirse en adepto de la Única Cruz Verdadera o para seguir asesinando ancianos en partidas de bridge, con sus zapatos blancos y sus pantalones amarillos. Si, en cambio, salía de la experiencia muerto o loco, mala suerte, como dijo la gata. ¿Qué te parece, Rudy?

Foggia, que era consciente de que en el estado de Florida no se andaban con remilgos a la hora de aplicar la pena de muerte, y cuyo propio abogado le había confesado que lo más probable era que el siguiente turno para la Tostadora fuese el suyo, accedió.

El Gran Día del verano del año 2007 había en el lugar de la experiencia tantos científicos como para formar un equipo de fútbol con unos cuantos suplentes. No obstante, si la historia de Foggia era cierta - y Mark así lo creía -, resultaba difícil que hubiese transcendido por alguno de aquellos científicos. Parece más probable que se tratara de alguno de los guardias que habían acompañado a Foggia desde Raiford hasta Montpelier y de allí a Province, en un vehículo blindado.

- Si salgo de ésta con vida - dicen que dijo Foggia -, quiero un pollo para cenar antes de marcharme.

Dicho y hecho. Foggia entró en la primera ventanilla y reapareció inmediatamente en la segunda.

Salió vivo, pero no en condiciones de comerse un pollo. En el tiempo que tardó en cruzar los dos kilómetros (según el ordenador, la 0,000000000067 parte de un segundo), el cabello se le puso blanco como la nieve. Sus facciones no habían cambiado en el sentido físico - no tenía arrugas, ni barba, ni se le veía cansado -, pero daba la impresión de haber envejecido de una manera fantástica, increíble. Foggia salió disparado por la segunda ventanilla, los ojos desorbitados, la boca torcida en un rictus violento, las manos extendidas hacia delante, como queriendo asir algo. Un segundo después, empezó a babear inconteniblemente. Los científicos que se habían congregado a su alrededor, retrocedieron horrorizados. Aun así, Mark estaba convencido de que ninguno de ellos había revelado lo sucedido. Después de todo, habían experimentado con ratas, con cobayas, con hámsters. En una palabra, habían experimentado con todo tipo de animal dotado de un cerebro más complejo que el de un gusano. Debían de haberse sentido como los científicos alemanes, que habían intentado fecundar mujeres judías con el esperma de pastores arios.

- ¿Qué ha sucedido? - gritó uno de ellos (es fama que gritó). Aquélla fue la única pregunta que Foggia tuvo ocasión de responder.

- Allí está la eternidad - dijo, y cayó muerto a consecuencia de lo que se diagnosticó como ataque cardíaco.

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Los científicos allí reunidos se quedaron con un cadáver (limpiamente despachado por la CIA y el FBI) y aquella extraña e inquietante declaración: «Allí está la eternidad.»

- Papá, yo quiero saber qué pasó con los ratones - repitió Patty.El hombre del traje impecable y los zapatos lustrosos resultaba un problema para los

auxiliares. Hacía todo lo posible por impedir que le aplicaran el gas. No cesaba de charlar, les hacía preguntas sin sentido, procuraba distraerlos. Los pobres auxiliares intentaban controlar la situación haciendo uso de toda su experiencia - bromeando, sonriendo, usando razonamientos convincentes - pero llevaban retraso.

Mark suspiró. Él mismo había sacado el tema. Es cierto que su intención era distraer a sus hijos mientras esperaban. Pero ahora no le quedaba más remedio que acabar el relato, siendo tan veraz como pudiese, sin sobresaltarles ni alarmarles.

Decidió no hablar, por ejemplo, del libro de C. K. Summers, Política del Teletransporte, uno de cuyos capítulos, «El Salto bajo la Rosa», era un compendio de todos los rumores más verosímiles sobre la cuestión. La historia de Rudy Foggia, el asesino de los jugadores de bridge, el que no pudo dar cuenta del pollo que tanto le apetecía, formaba parte de él. Se incluían otros treinta relatos, más o menos, todos ellos sobre voluntarios, cobayas humanos o locos que se habían atrevido a dar el Salto completamente conscientes, durante los tres últimos siglos. En su mayoría habían llegado al otro extremo muertos. Los restantes, perdieron irremisiblemente la razón. En algunos casos, el hecho de volver a salir parecía producirles tal shock que fallecían instantáneamente.

El mismo capítulo del libro de Summers en que se narraban tales experiencias contenía otro inquietante dato. Según parece, el Salto había sido utilizado varias veces como arma homicida. Uno de los casos más célebres (y el único documentado) había tenido lugar hacía no más de treinta años. Un investigador del tema, llamado Lester Michaelson, había maniatado a su esposa con la cuerda de saltar de la hija de ambos y la empujó hacia la ventanilla en Silver City, Nevada. Previsoramente, había pulsado el botón que borraba toda información referente a las infinitas ventanillas de salida y situadas entre Reno y la estación experimental de teletransporte de lo, una de las lunas de Júpiter. Así que la pobre señora Michaelson se encontró saltando en el ozono cósmico para toda la eternidad, perdida y sin saber por dónde salir. Michaelson fue declarado mentalmente sano y apto para ser llevado ante los tribunales (aunque quizás estuviese cuerdo dentro los estrictos límites de la ley, para el sentido común estaba loco de remate). Su abogado diseñó una defensa original: no se podía juzgar a su cliente por homicidio ya que nadie podía probar concluyentemente que su esposa estuviera muerta. Durante todo el proceso, estuvo presente el espectro horrible de aquella mujer, sin cuerpo pero en alguna forma aún sintiente, aullando sin cesar en un limbo inacabable. Michaelson fue juzgado culpable y ejecutado.

Según Summers, el Salto había sido utilizado, asimismo, por varios dictadores para desembarazarse de sus oponentes políticos. Incluso se había llegado a insinuar que la propia Mafia contaba con estaciones privadas, conectadas al ordenador central de la CIA, lo cual resultaba mucho más práctico, limpio y eficaz para deshacerse de cuerpos muertos - no como el de la pobre señora Michaelson - que el tradicional bloque de cemento o el peso atado a los pies.

Todo lo cual contribuía a dar respaldo a las ideas y teorías de Summers sobre el tema y, finalmente, llevó a Patty a insistir en su pregunta acerca de los ratones.

Mark titubeó.- Bueno, pues... - Marilys le imploró prudencia con un rápido movimiento de ojos -. En

realidad, nadie lo sabe con certeza, Patty. Pero lo que los experimentos realizados con animales permiten suponer es que, si bien el Salto es instantáneo en el sentido físico, en el sentido mental, en cambio, dura mucho, muchísimo tiempo...

- No entiendo nada. Ya me lo temía - susurró Patty con aire sombrío.Fue Ricky quien tomó la palabra, con aire solemne.- Los animales con los que se han hecho experiencias continuaban pensando. Y lo mismo

nos sucedería a nosotros, si no estuviéramos inconscientes.- Eso es - añadió Mark -. Es lo que se cree en la actualidad.Los ojos de Ricky empezaron a brillar con un extraño fulgor. Tal vez horror, tal vez atracción

por lo desconocido.

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- No se trata tan sólo del teletransporte, ¿verdad, papá? ¿Verdad que es algo así como una curva en el tiempo?

«Allí está la eternidad», pensó Mark.- En cierto modo - replicó -. Pero eso no es más que una frase, Ricky, no significa nada.

Parece girar en torno de la idea de que la conciencia no es desintegrable, de que permanece íntegra y constante. También tiene que ver con cierta delirante concepción del tiempo. Pero no se sabe cómo la conciencia pura percibe el paso del tiempo, ni si el concepto mismo tiene sentido para la conciencia pura. Ni siquiera podemos imaginar la conciencia pura.

Mark enmudeció. Le preocupaba la expresión de su hijo, tensa, inquieta. Lo entiende y, sin embargo, no lo entiende, todo a la vez, pensó. La mente puede ser el mejor amigo del hombre. Puede entretenerte cuando no tienes nada que leer, o nada que hacer. Pero puede volverse en tu contra si la dejas en blanco durante demasiado tiempo. Puede volverse contra ti, o sea, contra sí misma, tornarse incontrolable, quizás incluso consumirse a sí misma, en un inconcebible acto de canibalismo intelectual. ¿Cuánto dura el Salto? Sí, 0,000000000067 segundos para el cuerpo. Pero, ¿cuánto tiempo transcurre para la conciencia? ¿Cien años? ¿Mil? ¿Un millón? ¿Mil millones? ¿Cuánto tiempo permanece inmersa en sus propios pensamientos en un infinito campo blanco? Y después, al cabo de mil millones de eternidades, el increíble retorno de la luz, la forma y el cuerpo. ¿No es para volverse loco?

- Ricky... - balbució, pero los auxiliares habían llegado.- ¿Están dispuestos? - preguntó uno de ellos.Mark asintió.- Papá, tengo miedo - susurró Patty, con un hilo de voz -. ¿Hace daño?- No, cariño. No hace ningún daño - contestó Mark con voz firme y segura, aunque el

corazón parecía querer saltársele del pecho, como siempre, a pesar de haber pasado por aquella experiencia más de veinticinco veces -. Pasaré primero. Ya verás qué fácil es.

El auxiliar aguardaba su indicación. Mark movió la cabeza y sonrió. Se colocó la mascarilla con sus propias manos y aspiró con fuerza aquella oscuridad.

Lo primero que vio fue el negro cielo de Marte a través de la cúpula que cubría Whitehead

City. En la noche, las estrellas centelleaban con un fulgor salvaje nunca soñado en la Tierra.Después se dio cuenta de que algo extraño ocurría en la sala de llegada. Murmullos, luego

gritos, por fin, un horrible alarido. «¡Dios mío! - pensó -. ¡Es Marilys!» Trató de incorporarse en su tumbona, luchando por sobreponerse al vértigo.

Entonces hubo un segundo grito y vio que varios auxiliares corrían hacia ellos. Marilys se le acercó, tambaleándose y señalando algo con la mano. En medio de otro grito desgarrador, se desplomó, arrastrando en su caída una banqueta, que salió rodando por el pasillo.

Mark miró en la dirección que le había indicado Marilys. Lo sabía. No era miedo lo que había visto en los ojos de su hijo, sino curiosidad. Debería haberse dado cuenta antes. Conocía a Ricky, Ricky, que se había roto un brazo al caer de la rama más alta de un árbol en Schenectady, a los siete años. Ricky, quien se atrevía a patinar hasta más lejos y más rápido que ningún otro chico del barrio. Ricky, siempre el primero en arriesgarse. Ricky no sabía lo que era el miedo.

Hasta aquel momento.Patty dormía plácidamente. Pero a su lado, lo que había sido su hijo, se retorcía en la

tumbona como una serpiente. Un chico de doce años con los cabellos blancos como la nieve y ojos de un amarillo enfermizo. Era un ser más viejo que el tiempo mismo, con el disfraz de un adolescente, que se convulsionaba horriblemente, con muecas de obsceno júbilo. Los auxiliares retrocedieron, aterrorizados por sus carcajadas. Dos o tres huyeron, olvidando todo lo que les habían enseñado para hacer frente a imprevistos.

Las piernas de Ricky, jóvenes y eternas al mismo tiempo, se retorcían sobre la tumbona. Las manos, casi unas garras, se agitaban en el vacío, tratando de asir algo invisible. Inesperadamente, esas garras cayeron sobre el rostro del que había sido un niño y se clavaron en él con saña.

- ¡Es mucho más largo de lo que crees, papá! - Mark apenas podía entender sus palabras en medio de aquellas carcajadas espantosas -. ¡Más largo de lo que crees! Contuve la respiración cuando me pusieron la mascarilla. ¡Quería ver! ¡Y he visto! ¡He visto! ¡Es mucho más largo de lo que tú crees!

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Entre siniestros alaridos e inhumanas carcajadas, el ser que yacía en la tumbona se arrancó los ojos. La sangre manó a borbotones. La sala de llegada estaba llena de aullidos, como una jaula.

- ¡Más largo de lo que tú crees, papá! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Ha sido un salto eterno, papá, eterno!

Dijo muchas otras cosas antes de que el personal auxiliar finalmente reaccionara y se lo llevara de la sala mientras seguía aullando y clavándose los dedos en las cuencas donde ya no estaban aquellos ojos que habían visto lo invisible de una vez para siempre. Aún aulló muchas otras cosas, pero Mark Oates no las oyó porque sus propios alaridos se lo impidieron.

FIN

Edición electrónica de Paul Atreides

Bahía Blanca, Julio de 2001

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LA EXPEDICIÓN MALDITA —Bien —dijo Jimmy Keller, mirando más allá del tren de aterrizaje, hacia donde el cohete descansaba en medio del desierto. Un viento solitario soplaba en el desierto, y Hugh Bullford dijo:—Sí. Es hora de partir hacia Venus. ¿Por qué? ¿Por qué queremos ir a Venus?—No lo sé —respondió Keller—. Simplemente no lo sé.

El cohete aterrizó sobre Venus. Bullford comprobó el aire y exclamó en tono asombrado:—¡Pero..., el aire es bueno, como el viejo aire de la Tierra! Perfectamente respirable.

Ambos salieron, y fue el turno para el asombro de Keller.—¡Caray, es como una primavera en la Tierra! Todo lujurioso y verde y bonito. ¡Caray, es... es el Paraíso!

Corrieron al exterior. Las frutas eran exóticas y deliciosas, la temperatura perfecta. Cuando cayó la noche durmieron afuera.—Voy a llamarlo el Jardín del Edén —afirmó Keller con entusiasmo.

Bullford contemplaba el fuego.—Este lugar no me gusta, Jimmy. Siento que está todo mal. Hay algo... maligno en los alrededores.—Eres feliz en el espacio —se mofó Keller—. Duérmete.

A la mañana siguiente James Keller apareció muerto.

En su rostro había una mirada de horror que Bullford esperaba no volver a ver jamás.

Bullford llamó a la Tierra luego de enterrarlo. No obtuvo respuesta. La radio estaba muerta. Bullford la desarmó y volvió a armarla. No había nada roto en ella, pero el hecho persistía: no funcionaba.

La preocupación de Bullford fue en aumento. Corrió al exterior. El paisaje era igual de agradable y feliz. Pero Bullford podía notar la maldad en él.—¡Tú lo mataste! —gritó—. ¡Lo sé!

De repente la tierra se abrió y se deslizó hacia él. Volvió corriendo a la nave, al borde del pánico. Pero no lo hizo sin antes tomar una muestra de tierra.

Analizó la tierra y entonces el terror se apoderó de él. Venus estaba vivo.

De repente la nave espacial se inclinó y cayó. Bullford gritó. Pero la tierra se cerró por encima de él y casi pareció relamerse los labios.

Luego volvió a la normalidad, esperando a la próxima víctima...

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LA IMAGEN DE LA MUERTE

—Lo trasladamos el año pasado, y fue de lo más complicado —explicó Carlin mientras subían la escalera—. Además tuvimos que hacerlo a mano. No había otra forma. Lo aseguramos de accidentes en Lloyd’s antes incluso de sacarlo de su caja, en el salón. Fue la única compañía que quiso asegurarlo por la cantidad que habíamos previsto.

Spangler no dijo nada. El hombre era un imbécil. Jonson Spangler hacía tiempo que había aprendido que la única forma de tratar con un imbécil era ignorarle.—Lo aseguramos por un cuarto de millón de dólares —terminó Carlin cuando llegaban al rellano del segundo piso—. Y nos costó un buen pico. —Era un hombrecillo regordete, con gafas sin montura y una calva morena que brillaba como una pelota de voleo barnizada. Una armadura, que guardaba la oscuridad de caoba del corredor del segundo piso, les contempló impasible.

Era un corredor largo, y Spangler miró las paredes, y lo que estaba colgado en ellas, con frío ojo profesional. Samuel Glaggert había comprado mucho, pero no había comprado bien. Como muchos de los grandes industriales, que se habían hecho a sí mismos en el pasado 1800, había resultado poco más que un amo de casa de empeños disfrazado de coleccionista, un experto en pinturas monstruosas, novelas y colecciones de poesías sin valor encuadernadas en cuero valioso, y atroces esculturas, todo ello considerado por él como arte.

En aquel piso las paredes estaban recubiertas, mejor dicho festoneadas, de tapices marroquíes de imitación, innumerables (y sin duda anónimas) maddonas sosteniendo innumerables niños nimbados, mientras innumerables ángeles revoloteaban de un lado a otro en el fondo, grotescos candelabros repletos de volutas, y una lámpara monstruosa, cursimente ornamentada y rematada por una ninfa sonriente y salaz.

Naturalmente, el viejo pirata había conseguido algunas piezas interesantes; la ley de las probabilidades lo requiere así. Y si el Museo Particular en Memoria de Samuel Claggert («centavos los niños»... ridículo) contenía un 98 por ciento de flagrante basura, el 2 por ciento restante, cosas como el rifle Coombs colgado sobre la chimenea de la cocina, la curiosa y pequeña cámara oscura en el salón, y por supuesto el...—El espejo Delver fue retirado de la planta baja después de un desgraciado... incidente —informó bruscamente Carlin, motivado aparentemente por un horrendo retrato colgado en el rellano del siguiente tramo de escaleras—. Hubo otros... (palabras agresivas, declaraciones ofensivas), pero ése fue un intento deliberado de destruir realmente el espejo. La mujer, una tal Sandra Bates, llegó con una piedra en el bolsillo. Afortunadamente tenía mala puntería y sólo estropeó una esquina del marco. El espejo no sufrió daños. Esa Bates tenía un hermano...—No necesito que me recite el recorrido de a dólar —le cortó Spangler—. Conozco bien la historia del espejo Delver.—Fascinante, ¿no le parece? —Carlin le dirigió una extraña mirada de soslayo—. Tenemos a la duquesa inglesa de 1709, y el comerciante de alfombras de Pensilvania en 1746, por no hablar de...—Conozco la historia —repitió Spangler sin inmutarse—. Lo que a mí me interesa es el trabajo. Y luego, naturalmente, la autenticidad...—¡Autenticidad! —exclamó Carlin con una seca risita que sonó como si se hubieran sacudido huesos en la alacena—. Todo ha sido examinado por expertos, señor Spangler.—Claro, también lo fue el Stradivarius de Lemlier.—Cierto —suspiró Carlin—. Pero ningún Stradivarius tuvo jamás la... jamás causó tantos incidentes como el espejo Delver.—En efecto —dijo Spangler con su dulce voz despectiva. Comprendía que no había forma de cerrarle el pico a Carlin; tenía una mente perfectamente acorde con su edad—. En efecto.

Subieron al tercer y cuarto piso. Al acercarse a la parte alta de la vieja estructura, notaron un

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calor agobiante en las oscuras galerías superiores. Con el calor, se notó un olor que Spangler conocía bien porque había pasado toda su vida de adulto envuelto en él... un olor a moscas muertas en oscuros rincones, humedad, y carcoma detrás del yeso. El olor a vejez. Era un olor común en museos y mausoleos. Imaginó que ese mismo olor podía salir de la tumba de una joven virginal que llevara cuarenta años muerta.

Allí arriba, las reliquias estaban amontonadas de cualquier modo, con la profusión típica de las almonedas. Carlin lo condujo por un laberinto de estatuas, retratos con marcos partidos, pajareras doradas y pomposas, piezas de una antigua bicicleta-tándem. Le guió hasta el fondo, a una pared a la que se había adosado una escalera debajo de una trampilla en el techo. De la escotilla pendía un viejo candado polvoriento.

A la izquierda, una imitación de Adonis les contemplaba con sus ojos sin pupilas. Uno de sus brazos se tendía y de la muñeca colgaba un letrero donde se leía: ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA.

Carlin sacó un llavero de su chaqueta, eligió una llave y subió por la escalera de mano. Se detuvo en el tercer peldaño con la calva brillando levemente en la sombra:—No me gusta el espejo —dijo—. Nunca me gustó. Me da miedo mirarlo. Temo mirar algún día y ver... lo que los demás vieron.—No vieron otra cosa que su imagen —aclaró Spangler.

Carlin masculló algo, movió la cabeza y tanteó en el techo, torciendo el cuello para meter la llave en el candado.—Habría que cambiarlo —dijo—. Es... ¡Maldición!

El candado se abrió de pronto y se soltó de las anillas. Carlin hizo un gesto brusco para recuperarlo y casi cayó de la escalera. Spangler lo sujetó oportunamente y miró hacia arriba. Carlin se agachaba tembloroso al último peldaño, pálido en la oscura penumbra.—Está nervioso, ¿verdad? —preguntó Spangler.

Carlin no contestó. Parecía paralizado.—Baje, por favor —dijo Spangler—. Baje, antes de que se caiga.Carlin lo hizo despacio, agarrándose a cada peldaño como un hombre suspendido sobre un abismo. Cuando sus pies tocaron el suelo empezó a temblar, como si el suelo transmitiera alguna clase de corriente.—Un cuarto de millón —repitió—. Un cuarto de millón de dólares de seguro para sacar... esa cosa de la planta baja y subirla aquí. Esa maldita cosa. Tuvieron que montar una polea especial para subirla al desván. Y yo tenía la esperanza, casi recé, de que las manos de alguien estuvieran resbaladizas, que el cable no sería lo bastante resistente, que esa cosa se caería y se rompería en mil pedazos...—Hechos —dijo Sprangler—. Hechos, Carlin. Déjese de historias truculentas o películas de miedo serie B. Hechos. Primero: John Delver era un artesano inglés de ascendencia normanda que fabricó espejos durante el período isabelino en Inglaterra. Vivió y murió normalmente. Nada de palabras mágicas en el suelo que tuviera que limpiar el ama de llaves, nada de documentos con olor a azufre, o manchas de sangre junto a la firma. Segundo: sus espejos son joyas de coleccionista debido principalmente a su trabajo perfecto y a que empleó un tipo de cristal de aumento levemente distorsionante, algo que los distinguía de los demás. Tercero: por lo que sabemos sólo existen cinco espejos Delver; dos de ellos en América. No tienen precio. Cuarto: este Delver, y el que fue destruido durante el bombardeo de Londres, se han ganado cierta reputación dudosa debida sobre todo a exageraciones y coincidencias...—Quinto —añadió Carlin—: es usted un cabrón, ¿verdad?

Spangler contemplo con una mueca al ciego Adonis.-Yo acompañaba al grupo del que formaba parte el hermano de Sandra Bates —prosiguió Carlin—. Tenía unos quince años y formaba parte de un grupo de estudiantes de instituto. Yo estaba contándoles la historia del espejo y había llegado a la parte que usted apreciaría (la

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hermosa factura, la perfección del cristal), cuando el muchacho levantó la mano. «¿negra que hay en el ángulo superior izquierdo?», preguntó. Y uno de sus amigos le preguntó a qué se refería, así que el chico Bates empezó a explicárselo pero calló de pronto. Miró el espejo fijamente, acercándose al cordón de terciopelo rojo que lo protegía, luego miró hacia atrás, como si lo que había visto fuera el reflejo de alguien..., de alguien vestido de negro, de pie detrás de él, dijo. Y no dijo más.—Siga —pidió Spangler—. Se relame por decirme que era la Muerte... creo que esto es lo que se dice, ¿verdad? Que algunas personas ven la imagen de la muerte en el espejo. Venga, suéltelo de una vez. ¡Al National Enquirer le encantará la historia! Cuénteme las horrorosas consecuencias y desafíeme a que pueda explicarlo. ¿Qué pasó, le atropelló un coche? ¿Se tiró por una ventana? ¿O qué?

Carlin rió con tristeza.—Debería saberlo mejor, Spangler. ¿No me ha dicho por dos veces que usted es... que está perfectamente al corriente de la historia del espejo Delver? No hubo consecuencias horribles. No las ha habido nunca. Por esa razón el espejo Delver no figura en las ediciones domingueras como el diamante Koh-i-noor o la maldición de Tutankhamón. Es manso comparado a esos dos. Cree que soy un imbécil, ¿verdad?—Sí. ¿Podemos subir ahora?—Muy bien —dijo Carlin.

Subió por la escalera de mano y empujó la trampilla. Se oyó un chirrido quejumbroso al levantar el peso en la oscuridad y Carlin se perdió en las sombras. Spangler le siguió. El Adonis ciego se quedó mirándolos mudamente. El desván estaba caliente, iluminado sólo por una ventana llena de telarañas, e un ángulo, que filtraba la luz exterior con un resplandor lechoso y sucio. El espejo estaba apoyado contra una esquina, de cara a la luz, reflejándola como una mancha blanquecina en la pared opuesta. Había sido atornillado para mayor seguridad a un armazón de madera.

Carlin no lo miró. Se esforzó todo lo que pudo por no mirar.—Ni siquiera lo ha cubierto con un trapo —protestó Spangler, repentinamente indignado.—Yo lo veo como un ojo —dijo Carlin; su voz sonaba vacía—. Si se le deja abierto, siempre abierto, a lo mejor se queda ciego.

Spangler no le prestó atención. Se quitó la chaqueta, la dobló cuidadosamente con los botones hacia dentro, y con infinita ternura limpió el polvo de la superficie convexa del espejo. Luego dio un paso atrás y lo contempló.

Era genuino. No cabía la menor duda. Era un ejemplo perfecto del genio de Delver. La habitación llena de trastos, detrás de él, su imagen reflejada, la silueta medio vuelta de Carlin... todo estaba claro, bien definido, casi tridimensional. El leve aumento del cristal daba a todas las cosas un efecto ligeramente curvo que añadía una distorsión inquietante. Era...

La idea se le fue y de pronto sintió otro arranque de ira:—Carlin.

Carlin no dijo nada.—¡Carlin, maldito sea, pensé que me había dicho que la muchacha no había dañado el espejo!

No obtuvo respuesta.

Spangler lo miró fríamente por el espejo.—Hay un trozo de esparadrapo en la parte de arriba, en el ángulo izquierdo. ¿Llegó a partirlo? ¡Por el amor de Dios, diga algo!—Está viendo a la Muerte —contestó Carlin inexpresivamente—. No hay esparadrapo en el espejo. ¡Pase la mano por encima!

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Spangler se envolvió la mano con la manga de su chaqueta, y la apoyó blandamente sobre el espejo.—¿Lo ve? No hay nada de sobrenatural. Se ha ido. Mi mano lo cubre.—¿Lo cubre? ¿Nota el esparadrapo? ¿Por qué no lo arranca?

Spangler apartó su mano y miró el espejo. Todo en él parecía algo más distorsionado; las esquinas del desván más inclinadas, como si fueran a resbalar hacia una ignota eternidad. No había la menor mancha oscura en el espejo. Estaba impecable. Sintió despertar en su interior un terror inexplicable.—Parecía él, ¿no cree? —preguntó Carlin. Su rostro estaba muy pálido y sus ojos miraban al suelo. En su cuello palpitaba un músculo—. Admítalo, Spangler.

Parecía una figura embozada, de pie detrás de usted, ¿verdad?—Parecía una cinta adhesiva cubriendo una pequeña rotura —repuso Spangler con firmeza—. Ni más ni menos...—El joven Bates era muy fuerte —dijo Carlin. Sus palabras parecían resquebrajar la atmósfera agobiante y quieta—. Era como un jugador de fútbol. Llevaba una camiseta con una gran letra y pantalones verde oscuro. Nos encontrábamos a mitad de camino de la exposición de arriba cuando...—El calor me está mareando —dijo Spangler. Había sacado un pañuelo y se secaba el cuello. Sus ojos recorrieron la superficie convexa del espejo.—... cuando dijo que necesitaba ir a beber agua. Un vaso de agua, ¡por el amor de Dios!

Carlin se volvió a mirar a Spangler, con expresión de poseso, y prosiguió.—¿Cómo iba a saberlo yo? ¿Cómo podía saberlo?—¿Hay un lavabo por aquí? Creo que voy a...—Su camiseta... vi fugazmente su camiseta mientras iba bajando la escalera... Después...—... vomitar.

Carlin sacudió la cabeza y volvió a mirar al suelo.—Naturalmente. Segundo piso, tercera puerta a la izquierda, en dirección a la escalera. —Levantó la cabeza, suplicante—. ¿Cómo iba a saberlo?Pero Spangler ya estaba bajando por la escalera de mano. Se movió bajo su peso y por un momento Carlin pensó —deseó— que se cayera. No ocurrió así. Por el recuadro abierto en el suelo, Carlin le vio bajar tapándose la boca con la mano.—¿Spangler?

Pero ya se había ido.Carlin escuchó sus pasos, el eco de sus pasos, y luego nada. Cuando ya se hubieron apagado, se estremeció. Trató de llevar sus pies hacia la trampilla, pero los tenía helados. Sólo aquella última mirada, fugaz, a la camiseta del muchacho...¡Dios...!

Era como si unas enormes manos invisibles tiraran de su cabeza, obligándole a levantarla. Aunque no quería mirar, Carlin fijó la vista en la brillante profundidad del espejo Delver. No había nada.

La habitación se reflejaba con toda fidelidad, sus polvorientos confines transformados en brillante infinitud. Unas líneas de un poema de Tensión, casi olvidado, acudieron a su mente de pronto y recitó en voz alta: «mareada por las sombras, dijo la Dama de Shalott...» Y seguía sin poder apartar la mirada, y la quietud palpitante le retenía. Junto a una esquina del espejo, una cabeza de búfalo, comida por las polillas le miró con sus ojos de obsidiana, planos.

El muchacho había querido beber agua y la fuente estaba en el vestíbulo del primer piso. Había bajado y...

Y nunca más había vuelto.

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Jamás.

A ninguna parte.

Lo mismo que la duquesa inglesa que se había detenido a admirarse en su espejo, antes de una soirée, y decidió volver al gabinete en busca de sus perlas. Como el vendedor de alfombras que había salido a pasear en coche y había dejado tras él sólo un coche vacío y dos caballos mudos.

Y el espejo Delver había estado en Nueva York desde 1897 hasta 1920, precisamente cuando el juez Crater...

Carlin miró como hipnotizado a lo más profundo del espejo. Abajo, el Adonis ciego vigilaba.

Estuvo esperando a Spangler, casi como la familia Bates debió de haber estado esperando a su hijo, como el marido de la duquesa esperaría a que su esposa volviera del gabinete. Miró al espejo y esperó.

Y esperó.

Y esperó.

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La Noche del Tigre(Night of the Tiger)

Publicada en "The best horror stories from the Magazine of Fantasy and Science Fiction", 1978, y más adelante en "More Tales of Unknown Horror", 1979, "The Year's Best Horror Stories", 1979, y "Chamber of Horrors", 1984Publicado en español en: Editorial Martínez Roca. "Lo mejor del terror contemporáneo. Horror 5", 1993

Vi por primera vez al señor Legere cuando el circo pasó por Steubenville, pero yo sólo llevaba dos semanas en el espectáculo, y tal vez él hubiera hecho indefinidamente sus visitas irregulares. Nadie quería hablar gran cosa del señor Legere, ni siquiera aquella última noche, cuando parecía que el fin del mundo estaba al caer..., la noche que desapareció el señor Indrasil.

Pero si he de explicárselo desde el principio, debería empezar diciendo que me llamo Eddie Johnston, y que nací y me críe en Sauk City. Allí fui a la escuela, tuve mi primer amor y trabaje durante algún tiempo en el almacén del señor Lillie, una vez terminados mis estudios en la escuela superior. Eso fue hace algunos años..., a veces mas de los que quisiera contar. No es que Sauk City sea un lugar tan malo. Algunas personas se contentan con sentarse en el porche de sus casas en las cálidas y perezosas noches de verano, pero a mi eso me producía una cierta comezón, como cuando te pasas demasiado tiempo sentado en la misma silla. Así que deje el almacén y me enrolé en el Circo Americano de Farnum y Williams, con sus tres pistas y sus exhibiciones secundarias. Supongo que lo hice en un momento de aturdimiento, cuando la musiquilla del circo me nubló el juicio.

Me convertí entonces en un peón nómada. Ayudaba a levantar y desmontar las carpas, limpiar las jaulas y, a veces, vender algodón de azúcar cuando el vendedor regular tenía que ausentarse, y vociferar para Chips Baily, el cual padecía malaria, y en ocasiones tenía que ir a algún sitio muy lejano. En general eran cosas que hacen los muchachos para que les regales localidades..., cosas que solía hacer yo mismo de niño. Pero los tiempos cambian, y ya no parecen presentarse como antes.

Aquel tórrido verano pasamos por Illinois e Indiana, el público era bueno y todo el mundo se sentía feliz. Todos excepto el señor Indrasil, el cual nunca era feliz. Era el domador de leones, y su aspecto me recordaba al Rodolfo Valentino que había visto en viejas fotografías. Un hombre alto, de rasgos apuestos y arrogantes y una agreste cabellera negra. La expresión de sus ojos era extraña, furiosa..., la más furiosa que he visto jamás. Casi siempre estaba callado; un par de sílabas del señor Indrasil eran todo un sermón. Todos los miembros del circo mantenían con el una distancia tanto mental como física, porque sus accesos de cólera eran legendarios. Se rumoreaba, siempre en susurros, que en una ocasión, después de una actuación especialmente difícil, uno de los peones derramó café sobre las manos del señor Indrasil, y éste estuvo a punto de matarle antes de que lograran separarle del muchacho. No se si será cierto. Lo que si se es que llegue a temerle mas que al frío señor Edmont, el director de mi escuela, al señor Lille e incluso a mi padre, el cual era capaz de frías reprimendas que te dejaban temblando de vergüenza y desaliento.

Cuando limpiaba las jaulas de los grandes felinos, las dejaba siempre impecables. El recuerdo de las pocas ocasiones en que fui objeto de las iras del señor Indrasil todavía me hace flaquear las rodillas.

Eran sus ojos, sobre todo..., grandes, oscuros y totalmente inexpresivos. Los ojos y la sensación de que un hombre capaz de dominar a siete gatazos ojo avizor en un pequeña jaula, por fuerza tenía que ser también un salvaje.

Y las dos únicas cosas a las que él temía eran el señor Legere y el único tigre del circo, una bestia enorme llamada Terror Verde.

Como he dicho, vi por primera vez al señor Legere en Steubenville, cuando el contemplaba la jaula de Terror Verde como si el tigre conociera todos los secretos de la vida y de la muerte.

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Era enjuto, moreno, sosegado. Sus ojos profundos, muy hundidos en las cuencas, tenían una expresión de dolor y cavilosa violencia en sus honduras con reflejos verdes, y siempre cruzaba las manos a la espalda mientras contemplaba taciturno al tigre.

Terror Verde era una fiera digna de verse, un enorme y hermoso espécimen con un impecable pelaje rayado, ojos verde esmeralda y grandes colmillos como escarpias de marfil. Sus rugidos solían oírse en todo el recinto del circo..., fieros, airados y absolutamente salvajes. Parecía gritar su desafío y su frustración al mundo entero.

Chips Baily, que llevaba en el circo Farnum y Williams desde Dios sabe cuando, me dijo que el señor Indrasil solía utilizar a Terror Verde en sus actuaciones, hasta que una noche el tigre saltó de repente desde su plataforma elevada y casi le arrancó la cabeza antes de que el señor Indrasil pudiera salir de la jaula. Observé que el señor Indrasil siempre llevaba el cabello largo, cubriéndole la nuca.

Todavía puedo recordar la escena aquel día en Steubenville. Hacía calor, un calor sofocante, y el público iba en mangas de camisa. Por ello destacaban los señores Legere e Indrasil. El señor Legere, que estaba de pie en silencio junto a la jaula del tigre, vestía traje y chaleco, y no tenía el rostro húmedo de sudor. El señor Indrasil llevaba una de sus bonitas camisas de seda y calzones de gruesa tela blanca, y los miraba a ambos, pálido como un muerto, con una expresión de cólera lunática, odio y temor en sus ojos saltones. Sostenía una almohaza y un cepillo, y las manos le temblaban espasmódicamente, aferradas a aquellos objetos.

De repente me vio y dio rienda suelta a su ira.–¡Tú! –Gritó –. ¡Johnston!–Sí, señor. Sentí un hormigueo en la boca del estómago. Sabía que la ira de Indrasil estaba a punto de

volcarse sobre mi, y el temor que me inspiraba aquella idea me hizo sentir débil. Me gusta pensar que soy tan valiente como cualquier hijo de vecino, y si se hubiese tratado de alguien más, creo que hubiera estado plenamente decidido a defenderme. Pero no era nadie más. Era el señor Indrasil, y tenía ojos de loco.

– Estas jaulas, Johnston. ¿Crees que están limpias?Señalo con un dedo, cuya dirección seguí. Vi cuatro trocitos dispersos de paja y un

acusador charco de agua de la manguera al fondo de una de las jaulas.–S... sí, señor –le respondí, y lo que pretendía que fuera firmeza se convirtió en una débil

bravata.Se hizo un silencio, como la pausa eléctrica que antecede a un aguacero. La gente

empezaba a mirar, y yo tenía la vaga conciencia de que el señor Legere nos observaba con sus ojos insondables.

–¿Sí, señor? –atronó de repente el señor Indrasil– ¿Sí, señor?–¿Sí, señor? ¡No te burles de mi inteligencia, muchacho! ¿Crees que no veo, que no puedo

oler? ¿Pusiste el desinfectante?–Ayer puse el desinfec...–¡No me repliques! –gritó, y entonces bajó súbitamente la voz, lo que me hizo sentir un

hormigueo en la piel– No te atrevas a replicarme –Ahora todo el mundo nos miraba. yo quería vomitar, morirme–. Ahora mismo vas a ir al cobertizo de las herramientas, vas a coger el desinfectante y fregar estas jaulas– susurró, midiendo cada palabra. De repente, tendió una mano y me agarró de un hombro–. Y nunca, nunca, vuelvas a replicarme.

No se de dónde salieron mis palabras, pero de pronto estaban allí, brotando de mis labios.–No le he replicado, señor Indrasil, y no me gusta que diga eso. Yo... me ofendo si dice una

cosa así. Ahora déjeme ir. Su rostro se puso repentinamente rojo, luego blanco y finalmente casi azafranado de ira.

Sus ojos eran llameantes umbrales del infierno.En aquel momento pensé que iba a morir. El señor Indrasil emitió un sonido gutural inarticulado, y la presión de su mano en mi

hombro se hizo insoportable. Su mano derecha subió alto, muy alto..., y entonces descendió con increíble velocidad.

Si aquella mano hubiera alcanzado mi rostro, como mínimo me habría derribado al suelo sin sentido y, en el peor de los casos, me habría roto el cuello.

Pero no me alcanzó.

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Otra mano surgió como por ensalmo en el espacio, directamente delante de mi. Ambos miembros en tensión colisionaron con un ruido sordo. Era el señor Legere.

–Deja en paz al muchacho –le dijo fríamente. El señor Indrasil se lo quedó mirando durante un largo momento, y creo que no había nada

tan desagradable en todo el asunto como observar el temor del señor Legere y la loca avidez de herir (¡o matar!) mezclados con aquella mirada terrible.

Entonces dio media vuelta y se alejó.Me volví hacia el señor Legere. –No me des las gracias. Y no era un «no me des las gracias», sino un «no me des las gracias», no un gesto de

modestia, sino una orden literal. Con su súbito relámpago de intuición –de concordancia afectiva, si usted quiere– comprendí exactamente qué quería decir con aquel comentario. Yo era un peón en lo que debía de ser un largo combate entre los dos hombres. Había sido capturado por el señor Legere más que por el señor Indrasil. Había detenido al domador de leones no para protegerme, sino porque ello le daba una ventaja, por pequeña que fuera, en su guerra privada.

–¿Cómo se llama? –le pregunte, en absoluto ofendido por lo que había deducido.Después de todo, había sido sincero conmigo. – Legere –dijo rápidamente, y se volvió para marcharse. – ¿Esta usted en el circo? –le pregunté, pues no quería que se fuera tan fácilmente–.

Parecía... conocerle. Una leve sonrisa apareció en sus labios delgados, y una llamita de afecto brilló fugazmente

en sus ojos.–No. Podríamos decir que soy un policía.Y antes de que pudiera replicarle, desapareció entre la gente que pasaba por allí.Al día siguiente desmontamos las carpas y nos marchamos.

Volví a ver al señor Legere en Danville y, dos semanas después, en Chicago. En los intervalos procuré evitar al señor Indrasil tanto como me fue posible, y mantuve impecablemente limpias las jaulas de los felinos. La víspera de nuestra partida para Saint Louis, les pregunte a Chips Baily y Sally O'Hara, la pelirroja funámbula, si los señores Legere e Indrasil se conocían. Estaba bastante seguro de que así era, porque el señor Legere difícilmente seguía al circo para saborear nuestro estupendo helado de lima.

Sally y Chips intercambiaron miradas por encima de sus tazas de café. –Nadie sabe gran cosa de lo que hay entre esos dos –dijo Sally–. Pero es algo que dura

desde hace mucho tiempo..., quizá veinte años, desde que llegó aquí el señor Indrasil, tras dejar el circo Ringling Brothers, y tal vez incluso antes de eso.

Chips asintió.–Ese tipo, Legere, llega al circo casi todos los años, cuando pasamos por el Medio Oeste, y

se queda con nosotros hasta que cogemos el tren hacia Florida, en Little Rock. Vuelve tan irritable al viejo domador de felinos como si fuera uno de sus gatos.

–Me dijo que era policía –comente–. ¿Que creéis que busca por aquí? ¿No suponéis que el señor Indrasil...?

Chips y Sally intercambiaron una mirada extraña, y ambos se levantaron tan bruscamente que estuvieron a punto de romperse la espalda.

–He de ver si esos pesos y contrapesos están bien almacenados –dijo Sally, y Chips musitó algo no muy convincente acerca de la necesidad de revisar el eje trasero de su remolque.

Y así es como solía terminar toda conversación acerca de los señores Indrasil o Legere..., apresuradamente, con muchas excusas forzadas.

Nos despedimos de Illinois y de la comodidad al mismo tiempo. Se produjo una abrumadora oleada de calor, al parecer en el mismo instante en que cruzamos el limite del Estado, y aquel calor nos acompañó durante mes y medio, mientras avanzábamos lentamente por Missouri y entrábamos en Kansas. Todo el mundo estaba nervioso, incluidos los animales. Y entre ellos, naturalmente, los felinos, que eran responsabilidad del señor Indrasil. Éste trataba a los peones en general, y a mi en particular, sin la menor consideración. Yo sonreía y procuraba aguantarlo,

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aunque el calor me ponía también muy irascible. No se puede discutir con un loco, y había llegado a la conclusión de que eso era sin lugar a dudas el señor Indrasil.

Nadie dormía muy bien, y ésa es la maldición de los artistas de circo. La falta de sueño hace que los reflejos sean mas lentos, lo cual aumenta el peligro. En

Independence, Sally O'Hara cayó a la red de nylon desde veinte metros de altura y se fracturó el hombro. Andrea Solienni, nuestra amazona a pelo, se cayó de uno de sus caballos durante un ensayo, y un casco la golpeó y la dejó inconsciente. Chips Baily sufría en silencio con su fiebre crónica, el rostro como una mascara de cera y las sienes bañadas en un sudor frío.

Y en muchas ocasiones las cosas tenían peor cariz para el señor Indrasil. Los leones estaban nerviosos e irritables, y cada vez que entraba en la Jaula de los Gatos Endiablados, como la llamábamos, ponía en peligro su vida. Alimentaba a los leones con excesiva cantidad de carne antes de entrar, algo que hacen raramente los domadores de leones, contrariamente a la creencia popular. Tenía el rostro cada vez más fatigado y ojeroso, y la mirada frenética.

El señor Legere casi siempre estaba allí, junto a la jaula de Terror Verde, mirándole. Y eso, claro, aumentaba la presión del señor Indrasil. Todo el circo empezó a ponerse nervioso cuando veía pasar a aquel personaje con camisa de seda, y supe que todos pensaban lo mismo: «Va a reventar, y cuando lo hace...»

Cuando lo hiciera, sólo Dios sabía lo que ocurriría.

La oleada de calor continuó, y las temperaturas rebasaban los treinta grados todos los días. Parecía como si los dioses de la lluvia se burlaran de nosotros. En cuanto abandonábamos una ciudad, ésta recibía la bendición de los aguaceros, y cada ciudad en la que entrábamos estaba reseca y ardiente.

Y una noche, en la carretera entre Kansas City y Green Bluff, vi algo que me trastornó mas que ninguna otra cosa.

Hacía calor..., un calor abominable. Ni siquiera merecía la pena tratar de dormir, me revolvía en mi litera como un hombre que sufre fiebre delirante sin poder conciliar nunca el sueño. Finalmente me levanté, me puse los pantalones y salí.

Nos habíamos detenido en un pequeño campo, formando un circulo. Otros dos peones y yo habíamos descargado las jaulas de los felinos, a fin de que pudieran beneficiarse del menor soplo de brisa. Allí estaban ahora las jaulas, pintadas de color plata apagado por la hinchada luna de Kansas, y una persona de elevada estatura que llevaba unos calzones de basta tela blanca se hallaba junto a la mayor de ellas. Era el señor Indrasil.

Azuzaba a Terror Verde con una pica larga y puntiaguda. El gatazo se movía en silencio en la jaula, tratando de evitar la aguda punta. Y lo aterrador era que cuando el palo punzaba la carne del tigre, este no rugía de dolor y cólera, como debería hacer, sino que mantenía un silencio ominoso, mas aterrador para quien conoce a los felinos que el rugido mas intenso.

Aquello también había surtido efecto en el señor Indrasil. –Estas tranquilo, ¿verdad, maldito? –gruñía; con los potentes brazos flexionados, empujó la

pica. Terror Verde retrocedió, abriendo horriblemente los ojos, pero no emitió ningún sonido– ¡Ruge! –dijo entre dientes–. ¡Vamos, monstruo, ruge! ¡Ruge!

Y hundía más el palo en el flanco del tigre.Entonces vi algo extraño. Pareció que una sombra se movía en la oscuridad bajo uno de los

remolques más distantes, y la luz de la luna pareció incidir en unos ojos que miraban..., unos ojos verdes.

Un viento fino pasó silenciosamente por el claro, levantando polvo y revolviéndome el pelo.El señor Indrasil alzó la vista y escuchó, con una curiosa expresión en el rostro. De repente,

dejó caer el palo, se volvió y regresó a su remolque.Miré de nuevo el lejano remolque, pero la sombra había desaparecido. Terror Verde

permanecía inmóvil entre los barrotes de su jaula, mirando el remolque del señor Indrasil. Y entonces se me ocurrió pensar que odiaba al señor Indrasil no porque fuera cruel o arisco, pues el tigre respeta estas cualidades a su propia manera animal, sino más bien porque se apartaba incluso de la norma salvaje del tigre. Era un bribón. Esa es la única forma en que puedo decirlo. El señor Indrasil no era sólo un tigre humano, sino también un tigre bribón.

La idea cristalizó en mi interior, turbadora y un tanto temible. Volví adentro, pero seguí sin poder dormir.

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El calor continuó. Por el día nos freíamos, por la noche dábamos vueltas, inquietos, sudorosos, insomnes.

Todos teníamos la piel enrojecida por el sol, y había peleas por las cosas mas triviales. Todo el mundo estaba llegando al punto de explosión.

El señor Legere seguía con nosotros, observando en silencio, superficialmente impasible, pero yo percibía que en lo más profundo de su ser fluían corrientes de... ¿de qué? ¿De odio? ¿De miedo? ¿De venganza? No podía saber qué era, pero no me cabía ninguna duda de que aquel hombre era potencialmente peligroso, tal vez más de lo que lo era el señor Indrasil, si alguien encendía alguna vez su mecha particular.

Vestido siempre con su impecable traje marrón a pesar de las elevadas temperaturas, no se perdía ninguna función del circo. Permanecía en silencio junto a la jaula de Terror Verde, al parecer en profunda comunicación con el tigre, que siempre estaba sosegado cuando aquel hombre se hallaba cerca.

De Kansas fuimos a Oklahoma, y la temperatura no se suavizaba. Era raro que pasara un día sin que tuviéramos un caso de postración debido al calor. El público empezaba a reducirse. ¿Quién quería sentarse bajo una asfixiante carpa de lona cuando había un cine con aire acondicionado a la vuelta de la esquina?

Todos estábamos tan nerviosos como los gatos, por usar una frase especialmente apropiada a la situación. Y cuando plantamos las carpas en Wildwood Green, Oklahoma, creo que todos sabíamos que estábamos a punto de llegar a alguna clase de clímax. Y la mayoría sabíamos que tendría que ver con el señor Indrasil. Había sucedido algo extraño antes de nuestra primera función en Wildwood. El señor Indrasil estaba en la Jaula de los Gatos Endiablados, adiestrando a sus irascibles leones. Uno de ellos perdió el equilibrio en su pedestal, se tambaleó y casi lo recobró. Entonces, en aquel preciso momento, Terror Verde soltó un terrible rugido que amenazaba con rompernos los tímpanos.

El león cayó, aterrizó pesadamente y, de repente, se lanzó con la precisión de una bala contra el señor Indrasil. Éste, asustado, soltó una maldición y levantó su silla para protegerse de los zarpazos. Logró salir de la jaula en el mismo instante en que el león se estrellaba contra los barrotes.

Mientras el domador se recobraba y se preparaba para entrar de nuevo en la jaula, Terror Verde lanzó otro rugido..., pero éste se parecía monstruosamente a una inmensa y desdeñosa risotada.

El señor Indrasil miró a la bestia, pálido, y luego dio media vuelta y se alejó. No salió de su remolque en toda la tarde.

Aquella tarde se alargó interminablemente. Pero a medida que subía la temperatura, todos empezamos a mirar con esperanza hacia el oeste, donde se estaban formando enormes cúmulos de nubes.

–A lo mejor llueve –le dije a Chips, deteniéndome junto a la plataforma desde la que vociferaba, ante la pista de exhibiciones secundarias.

Pero él no respondió a mi sonrisa esperanzada.–Eso no me gusta –replicó–. No hay viento y hace demasiado calor. Es señal de granizo o

de tornados –su expresión se volvió más sombría –. Mira, Eddie, salir de un tornado llevando a remolque un montón de animales salvajes enloquecidos no es una excursión de placer. Más de una vez, al cruzar la región de los tornados, he agradecido a Dios que no lleváramos elefantes. Sí –añadió tristemente–, es mejor confiar en que las nubes se queden en el horizonte.

Pero las nubes no se quedaron en el horizonte, sino que avanzaron lentamente hacia nosotros, como ciclópeas columnas celestes de base purpúrea y un temible negro azulado en los cúmulo nimbos. Cesó todo movimiento del aire, y el calor cayó sobre nosotros como una mortaja de lana. De vez en cuando, la tormenta se aclaraba la garganta en la lejanía del oeste.

Hacia las cuatro, el señor Farnum en persona, maestro de ceremonias y medio propietario del circo, se presentó y nos dijo que se suspendería la función de la noche. Sólo teníamos que asegurar las instalaciones y buscar un agujero conveniente para refugiarnos en caso de que hubiera problemas. Se habían divisado trombas en varios lugares entre Wildwood y Oklahoma City, algunas a sesenta kilómetros de nosotros.

Cuando se hizo el anuncio, había muy poco público, y la gente paseaba apáticamente por la zona de exhibiciones secundarias, o curioseaba entre las jaulas de los animales. Pero el señor Legere no había estado presente en todo el día. La única persona junto a la jaula de

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Terror Verde era un sudoroso escolar con un montón de libros bajo el brazo. Cuando el señor Farnum anunció que el Servicio Meteorológico había advertido la proximidad de un tornado, el muchacho se escabulló rápidamente.

Yo y los otros dos peones pasamos el resto de la tarde deslomándonos, asegurando los cables de las carpas, cargando los animales en los remolques y asegurándonos de que todo estaba bien atado.

Al final solo quedaron las jaulas de los felinos, y para estas había una disposición especial. Cada jaula tenía un «pasadizo» especial de tela metálica que se plegaba como un acordeón y que, cuando se extendía del todo, conectaba con la Jaula de los Gatos Endiablados. Cuando era preciso mover las jaulas mas pequeñas, se podía reunir a los felinos en la jaula grande mientras se cargaban las otras. La jaula grande rodaba sobre un gigantesco juego de ruedas que podía girar en todas direcciones, y era posible moverla a mano, colocándola en una posición que permitiera a cada felino regresar a su jaula propia. Parece complicado, y lo era, desde luego, pero esa era la única forma en que se hacia.

Primero trasladamos a los leones y luego a Terciopelo Ébano, la dócil pantera negra que casi le había costado al circo los ingresos de toda una temporada. Era bastante difícil convencer a los animales para que se levantaran y caminaran por los pasadizos, pero todos preferíamos ese trabajo a pedirle ayuda al señor Indrasil.

Cuando llegó el momento de trasladar a Terror Verde había oscurecido..., un fantasmagórico y húmedo crepúsculo amarillento se cernía sobre nosotros. El cielo había adquirido un resplandor uniforme que nunca había visto hasta entonces, y no me gustaba lo mas mínimo.

–Será mejor que nos demos prisa –dijo el señor Farnum, mientras hacíamos rodar trabajosamente la Jaula de los Gatos Endiablados para conectarla con la parte trasera de la jaula de exhibición de Terror Verde–. El barómetro esta bajando rápidamente –Meneó la cabeza, preocupado–. Esto tiene mala pinta, chicos, mala pinta.

Se escabulló a toda prisa, todavía meneando la cabeza.Conectamos el pasadizo metálico en la jaula de Terror Verde y abrimos la parte trasera.–Hala, pasa –le dije alentadoramente.Terror Verde me dirigió una mirada amenazante y no se movió.Atronó de nuevo, con mas intensidad y mas cerca. El cielo se había vuelto icterico, el color

mas feo que he visto jamás. Los demonios del viento empezaron a tirar bruscamente de nuestras ropas y arremolinar las envolturas de caramelos y los conos de algodón de azúcar que ensuciaban el suelo.

–Vamos, vamos –le urgí, empujándole con las varillas de punta roma que nos daban para obligarles a moverse.

Terror Verde lanzó un horrible rugido y agitó una pata con cegadora velocidad. Me arrebató de las manos el palo de dura madera y lo astilló como si fuera una ramita tierna. Ahora el tigre se había levantado, y sus ojos tenían una expresión asesina.

–Mirad –dije con voz temblorosa–, uno de vosotros tendrá que ir en busca del señor Indrasil. No podemos esperar aquí.

Como para subrayar mis palabras, estalló un trueno más potente, que parecía el palmoteo de unas gigantescas manos cósmicas.

Kelly Nixon y Mike McGregor se apresuraron a hacerlo. Yo quedé excluido debido a mi anterior enfrentamiento con el señor Indrasil. Se lo jugaron a cara o cruz y le tocó a Kelly, el cual nos dirigió una silente mirada en la que leímos que preferiría enfrentarse a la tormenta, y fue en busca del domador.

Tardó casi diez minutos en volver. El viento estaba adquiriendo velocidad y el crepúsculo se fundía en la noche. Estaba asustado, y no temo admitirlo. Aquel extraño cielo, los terrenos desiertos del circo, los agudos y bruscos vórtices del viento..., todo eso conforma un recuerdo que permanecerá vívido en mi memoria para siempre.

Y Terror Verde no hacia el menor ademán de moverse por el pasadizo. Kelly Nixon volvió corriendo, con los ojos muy abiertos.

–¡He llamado a su puerta durante casi cinco minutos! –jadeó– ¡No he podido levantarle!Nos miramos sin saber qué hacer. Terror Verde era una fuerte inversión para el circo. No

podíamos dejarlo a la intemperie. Perplejo, me volví en busca de Chips, el señor Farnum o cualquiera que pudiera decirme que hacer, pero todos se habían ido. Éramos responsables del

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tigre. Consideré la posibilidad de intentar cargar la jaula a pulso en el remolque, pero yo no iba a poner mis dedos en aquella jaula.

–Bueno, no tenemos más remedio que ir a buscarle... los tres. Vamos.Y corrimos hacia el remolque del señor Indrasil, a través de la oscuridad que aumentaba a

pasos agigantados. Aporreamos su puerta hasta que debió pensar que todos los demonios del infierno iban a

por él. Por fortuna, finalmente la puerta se abrió y apareció el señor Indrasil, tambaleándose y mirándonos, con ojos de loco abrillantados por el alcohol. Olía como una destilería.

–Dejadme en paz –gruñó–, malditos seáis.– Señor Indrasil... – tuve que gritar para hacer oír mi voz sobre el estruendo del viento.Aquella tormenta no se parecía a nada de lo que había oído o leído jamás. Era como el fin

del mundo.–Tú –dijo entre sus dientes apretados. Alargó una mano y me cogió por la pechera de la

camisa–. Voy a enseñarte una lección que nunca olvidarás –Lanzó una mirada furibunda a Kelly y Mike, agazapados en las sombras movedizas de la tormenta–. ¡Marchaos!

Los dos echaron a correr, y no los culpé. Ya he dicho que el señor Indrasil... estaba loco. Y no era la suya una locura ordinaria... Era como un animal loco, como uno de sus propios felinos que se hubiera vuelto majareta.

–De acuerdo –musitó, sus ojos como dos quinqués prendidos–, no hay ningún amuleto que te proteja ahora, ningún talismán. –Sus labios se contorsionaron en una sonrisa demencial, horrible–. Él no esta aquí ahora, ¿verdad? Somos de la misma clase, él y yo. Quizá los dos únicos que quedamos. Mi Dios de la venganza... y yo soy el suyo.

Desbarraba, y no trate de detenerle. Al menos no centraba su mente en mi.–Volvió aquel felino contra mi, allá por el año cincuenta y ocho. Siempre tuvo mas poder

que yo. El muy estúpido pudo ganar un millón..., los dos pudimos ganarlo, si no hubiera sido tan altanero y poderoso... ¿Qué ha sido eso?

Era Terror Verde, que había empezado a rugir aterradoramente.–¿No has encerrado a ese maldito tigre? –gritó, casi con voz de falsete, y me sacudió como

si fuera un muñeco de trapo.– ¡No quiere moverse! –me oí replicar también a gritos–. Tiene usted que...Pero él me dio un empujón. Tropecé con los escalones plegados bajo la puerta de su

remolque y caí al suelo. Con algo entre un sollozo y una maldición, el señor Indrasil pasó por mi lado, el rostro lleno de ira y temor.

Me levanté y fui tras él como hipnotizado. Alguna intuición dentro de mi me decía que estaba a punto de presenciar la representación del último acto.

Fuera del refugio que proporcionaba el remolque del señor Indrasil, la fuerza del viento era tremenda. Rugía como un tren de carga a toda velocidad. Me sentía como una hormiga, una mota, una molécula desprotegida ante aquella atronadora fuerza cósmica.

Y el señor Legere estaba en pie junto a la jaula de Terror Verde.Era como una escena de Dante. El espacio casi vacío de jaulas dentro del circulo formado

por los remolques; los dos hombres enfrentados y silenciosos, con las ropas y el cabello agitados por el viento aullador; la hirviente bóveda del cielo; los ondulantes trigales al fondo, como almas condenadas dobladas por el látigo de Lucifer.

–Ha llegado la hora, Jason –dijo el señor Legere, con una voz cortante que el viento llevó al otro lado del claro.

El cabello frenéticamente agitado del señor Indrasil se alzó alrededor de la lívida cicatriz que le cruzaba la nuca. Apretó los puños, pero no dijo nada. Yo casi podía percibir que hacia acopio de su voluntad, de su fuerza vital, de su verdadero inconsciente, se rodeaba con todo aquello como una corona profana.

Y entonces vi con horror que el señor Legere desenganchaba el pasadizo de Terror Verde... ¡Y el fondo de la jaula estaba abierto!

Grité, pero el viento ahogó mis palabras. El gran tigre saltó Y pasó como una flecha por el lado del señor Legere. El señor Indrasil se

tambaleó, pero no echó a correr. Bajó la cabeza Y miró fijamente al tigre.Y Terror Verde se detuvo.

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Volvió su enorme cabeza hacia el señor Legere, casi dio media vuelta y luego, lentamente, se enfrentó de nuevo al señor Indrasil. Había en el aire una sensación aterradoramente palpable de una fuerza dirigida, un revoltijo de voluntades en conflicto centradas alrededor del tigre. Y las voluntades eran parejas.

Creo que al final fue la propia voluntad de Terror Verde –su odio al señor Indrasil– lo que inclinó la balanza.

El felino empezó a avanzar, sus ojos como ardientes faros infernales. Y algo extraño comenzó a sucederle al señor Indrasil. Parecía plegarse sobre sí mismo, encogerse como un acordeón. La camisa de seda se deformó, el cabello negro y ondulante se transformó en un asqueroso bongo alrededor de su cuello.

El señor Legere gritó algo y, simultáneamente, Terror Verde saltó. No vi lo que siguió. Un instante después, una fuerza tremenda me derribó y caí al suelo de

espaldas. Tuve la sensación de que extraían todo el aire de mi cuerpo. Desde un ángulo absurdamente inclinado tuve un atisbo de una inmensa tromba ciclónica, y entonces descendió la oscuridad.

Cuando desperté me vi en mi camastro, detrás de los arcones para guardar el grano en el remolque que servía como almacén general. Me sentía como si me hubiera aporreado el cuerpo con mazas de gimnasia acolchadas.

Apareció Chips Baily, con el rostro cejijunto y pálido. Vio que tenía los ojos abiertos y sonrió aliviado.

–No sabía si ibas a despertar alguna vez. ¿Cómo estás?–Dislocado –le dije–.–¿Que ocurrió?–¿Cómo llegue aquí?–Te encontramos al lado del remolque del señor Indrasil. El tornado casi se te llevó de

recuerdo, muchacho.Al oír el nombre del señor Indrasil, fluyeron mis espantosos recuerdos. –¿Dónde esta el señor Indrasil? ¿Y el señor Legere?Su mirada se volvió sombría y empezó a responder con evasivas. –Habla sin tapujos –le dije, irguiéndome penosamente sobre un codo–. Tengo que saberlo,

Chips. Necesito saberlo.Algo en mi rostro debió decidirle.–De acuerdo, pero esto no es exactamente lo que les dijimos a los policías... De hecho,

apenas les contamos nada. Seria estúpido hacer creer que estamos locos. En cualquier caso, Indrasil se ha ido. Ni siquiera sabia que ese Legere estaba por aquí.

–¿Y Terror Verde?La mirada de Chips volvió a oscurecerse. –Él y otro tigre lucharon a muerte.–¿Otro tigre? No hay otro...–Si, pero encontraron a dos, tendidos en la sangre de ambos. Ha sido un endiablado

estropicio. Se desgarraron la garganta mutuamente.–¿Qué..., dónde... ?–¿Quién sabe? Les dijimos a los policías que teníamos dos tigres. Así es más sencillo todo.Y antes de que pudiera decir otra palabra, Chips me dejó.Así termina mi relato..., aunque he de añadir un par de cosas. Recordé las palabras que

gritó el señor Legere antes de que llegara el tornado.«¡Cuando un hombre y un animal viven en la misma concha, Indrasil, los instintos

determinan el molde!»La otra cosa es lo que me mantiene despierto por las noches. Más tarde Chips me lo dijo,

sin darle mayor importancia. Lo que me dijo fue que el extraño tigre tenía una larga cicatriz en la nuca.

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LA PLAYA

La nave Fed ASN/29 cayó del cielo y se estrelló. Pasado un momento, dos hombres salieron de su cráneo abierto como si fueran su cerebro. Dieron unos pasos y luego se detuvieron, con sus cascos bajo el brazo, y contemplaron el lugar donde habían ido a parar.

Era una playa que no necesitaba océano. Era su propio océano, un esculpido mar de arena, un mar como una fotografía en blanco y negro, helado para siempre en interminables crestas y hondonadas.

Dunas.

Profundas, empinadas, lisas, arrugadas. Crestas cortantes, crestas planas, dunas de crestas irregulares que parecían amontonadas sobre otras dunas...Un dominó de dunas.

Dunas. Pero océano, no.

Los valles, que eran las depresiones entre esas dunas, serpenteaban en oscuros laberintos. Si uno miraba esas líneas retorcidas y bastante largas, podía parecer que trazaban palabras... palabras oscuras flotando sobre las blancas dunas.—Joder —dijo Shapiro.—Inclínate —aconsejó Rand.

Shapiro se dispuso a escupir, pero toda aquella arena le hizo desistir. Quizá no era momento de desperdiciar líquido. Medio enterrada en la arena, la ASN/29 ya no parecía un pájaro moribundo, sino una calabaza que se hubiera abierto descubriendo la podredumbre interior. Había habido fuego. Todos los depósitos de combustible de estribor habían explotado.—Siento lo de Grimes —dijo Shapiro.—Sí. —Los ojos de Rand recorrían el mar de arena hasta la línea del horizonte y volvían otra vez.

Sí, sentía lo de Grimes. Grimes estaba muerto, no era más que una serie de trozos diseminados en la bodega de proa. Shapiro había mirado y pensado: Parece como si Dios hubiera decidido comerse a Grimes, le hubiera sentado mal y lo hubiera vomitado. Aquello había sido demasiado para el estómago de Shapiro. Eso y la visión de los dientes de Grimes esparcidos por el suelo del compartimiento. Shapiro esperaba ahora a que Rand dijera algo inteligente, pero Rand no lo hacía. Los ojos de Rand recorrían las dunas y las depresiones.—¡Eh! exclamó Shapiro—. ¿Qué hacemos? Grimes está muerto; tú mandas ahora. ¿Qué vamos a hacer?—¿Hacer? —Los ojos de Rand fueron de un punto al otro sobre las dunas silenciosas. Un viento seco levantaba el cuello impermeabilizado de su traje de protección ambiental—. Si no tienes un pelota de balonmano, no lo sé.—¿Qué estás diciendo?—¿No es lo que se supone que se hace en la playa? —repuso Rand.

Shapiro había tenido miedo en el espacio muchas veces, y pánico cuando empezó el fuego; ahora, mirando a Rand, sintió un terror demasiado grande para comprenderlo.—Es enorme —dijo Rand, y por un momento Shapiro creyó que Rand se refería a su terror—. Una playa infinita. Podrías andar cien kilómetros con la tabla de surfing bajo el brazo y seguir casi en el punto donde habías arrancado sin nada más detrás de ti que cinco o seis huellas de tus pies. Y si permanecieras cinco minutos en el mismo sitio, esas últimas seis o siete también desaparecerían.

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—¿Lograste un escáner topográfico antes de caer? —se dijo que Rand estaba conmocionado, pero no estaba loco. Si era preciso, podía darle una píldora. Si Rand continuaba divagando, podía darle una inyección—. ¿Conseguiste echar una mirada a...?

Rand le miró fugazmente.—¿Qué?—Eso era lo que iba a decirle. Parecía una cita de los Salmos y no pudo decirlo.—¿Qué? —volvió a preguntar Rand.—Un escáner topográfico —repitió Shapiro—. ¿No has oído nunca hablar de ello, idiota? ¿Dónde estamos? ¿Dónde está el océano? ¿Dónde están los lagos? ¿Dónde la franja verde más cercana? ¿En qué dirección? ¿Dónde termina esta jodida playa?—¿Termina? Oh. Ya caigo. No termina nunca. Ni franjas verdes, ni casquetes de hielo. Ni océanos. Esto es una playa en busca de un océano, amigo. Dunas y dunas que nunca terminan.—Pero ¿de dónde sacaremos el agua?—No podemos hacer nada.—La nave está hecha pedazos.—Muy listo, Sherlock.

Shapiro se calló. Ahora era el momento de callarse o de ponerse histérico. Tenía la sensación, casi la seguridad, de que si se ponía histérico Rand seguiría contemplando las dunas hasta que Shapiro encontrara la solución, o no la encontrara.

¿Cómo se llamaba a una playa que no tenía fin? ¿Un desierto? Sí, el mayor jodido desierto del universo. Mentalmente, oyó contestar a Rand: «Sherlock.» Shapiro permaneció, un momento junto a Rand, esperando a que despertara, que hiciera algo. Pero poco después se le acabó la paciencia. Empezó a deslizarse a trompicones por el flanco de la duna a la que se había subido para escudriñar el terreno. Podía sentir la arena chupándole las botas, imaginó que le decía la duna. En su mente era como la voz seca, árida, de una mujer ya vieja pero aún vigorosa: «chuparte aquí mismo y darte un gran abrazo.»

Esto le hizo recordar cómo solían turnarse dejando que los otros les enterraran en la playa, hasta el cuello, cuando eran pequeños. Aquello había sido divertido, pero ahora le asustaba. Así que apartó esos recuerdos y echó a andar por la arena con pasos cortos, dando patadas, tratando inconscientemente de destruir la perfección simétrica de su inclinación y superficie.—¿Adónde vas? —La voz de Rand tenía por primera vez un matiz de sensatez y preocupación.—El radiofaro —respondió Shapiro—. Voy a encenderlo. Seguíamos una ruta marcada en los mapas. Lo captarán los vectores. Será una cuestión de tiempo. Ya sé que las probabilidades son mínimas, pero quizá venga alguien antes de que...—El radiofaro se ha hecho añicos —dijo Rand.—¡A lo mejor puede arreglarse! —gritó Shapiro por encima del hombro.

Al entrar dificultosamente por la escotilla se sintió mejor a pesar del olor a cable quemado y a gas freón. Se dijo que se sentía mejor porque había pensado en el radiofaro. Por mal que estuviera, aquel artilugio ofrecía cierta esperanza. Pero no era esa idea lo que había levantado su moral; si Rand decía que estaba roto, probablemente estaría más que roto. Pero es que ya no veía las dunas... ya no podía ver aquella playa infinita.

Eso era lo que le hacía sentirse mejor.

Cuando volvió a la cima de la primera duna, jadeando, con las sienes latiéndole, Rand seguía allí, todavía mirando, mirando y mirando. Había transcurrido una hora. El sol caía perpendicular sobre ellos. La cara de Rand estaba cubierta de sudor y las gotas resbalaban por el cuello y se metían en su traje como goterones de aceite bajando por un bello androide.

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Le he llamado idiota, pensó Shapiro estremeciéndose. Cristo, es lo que parece... no un androide sino un idiota que acaba de pincharse con una jeringa enorme.—¿Rand?

Silencio.—El radiofaro no estaba roto. —Un destello brilló en los ojos de Rand. Pero al momento volvieron a quedar vacíos, dirigidos hacia las montañas de arena. Shapiro había creído al principio que estaban congeladas, pero ahora imaginó que se movían. El viento era constante. Se moverían. A lo largo de un período de décadas y siglos se... bueno, caminarían. ¿Dunas andarinas? Creía recordar esto de su niñez, de la escuela. O de alguna parte, pero ¿qué demonios importaba?Atisbó una delicada piel de arena deslizarse por el flanco de una de ellas. Como si le hubiera oído.(oyó lo que estaba pensando).

El sudor empapó su nuca. Estaba perdiendo la cabeza. ¿Y quién no? Estaban en un aprieto, un gran aprieto. Y Rand no parecía darse cuenta... o no le importaba.—Tenía algo de arena, y el emisor estaba roto, pero había muchos en la caja de recambios de Grimes.

¿No me oye?, se preguntó.—No sé cómo pudo meterse la arena dentro... Estaba en su sitio, en el compartimiento de almacenaje detrás de la litera, tras tres escotillas cerradas entre él y el exterior, pero...—Oh, la arena se mete por todas partes. ¿Te acuerdas cuando ibas a la playa, de niño, Bill? ¿Cuando volvías a casa y tu madre se enfadaba porque dejabas arena por todas partes? Arena en el sofá, en la mesa de la cocina, en los pies de tu cama. La arena de la playa es... —hizo un gesto vago y luego volvió a esbozar aquella sonrisa perturbadora— omnipresente.—No se ha estropeado —dijo Shapiro—. La batería de emergencia está funcionando, así que le enchufé el radiofaro. Me coloqué los auriculares por unos minutos y pedí una lectura de equivalencias a cincuenta parsecs. Suena como una sierra mecánica. Es mejor de lo que podíamos esperar.—No vendrá nadie. Ni siquiera los chicos de la playa (Beach Boys). Los chicos de la playa llevan muertos más de ocho mil años. Bienvenidos a la Ciudad de los Rompientes, Bill. Ciudad de los Rompientes, sin rompientes.

Shapiro contempló las dunas. Se preguntó cuánto tiempo llevaría la arena allí. ¿Un trillón de años? ¿Un quintillón? ¿Había habido vida allí alguna vez? ¿Quizá incluso vida inteligente? ¿Ríos? ¿Manchas verdes? ¿Océanos para hacer de aquello una verdadera playa en lugar de un desierto?

Shapiro, al lado de Rand, pensaba en todo aquello. El viento le despeinaba. Y de repente tuvo la certeza de que todo aquello había existido, y pudo imaginar por qué se había acabado.

El retroceso de las ciudades cuando sus manantiales y áreas circundantes se vieron empujadas y ahogadas por la arena deslizante. Podía ver los brillantes abanicos oscuros de barro de aluvión, al principio brillantes como pieles de foca, pero cada vez más opacos al ir extendiéndose desde las desembocaduras de los ríos. Veía el barro brillante como piel de foca transformarse en pantanos pestilentes, y al final en arenas movedizas. Podía ver las montañas a medida que la creciente y cálida arena fundía sus nieves eternas; veía los últimos picos señalando al cielo como dedos de hombres enterrados vivos; los veía cubiertos, e inmediatamente olvidados, por aquellas dunas monstruosas. ¿Cómo las había llamado Rand?

Si acabas de tener una visión, Billy era una horrible y maldita visión. Oh, pero no lo era. No era horrible, sino plácida. Era tan tranquila como una siesta en una tarde de domingo. ¿Qué puede haber más plácido que una playa? Apartó estos pensamientos y pensó otra vez en la nave.—La caballería no vendrá —dijo Rand—. La arena nos cubrirá y al poco tiempo nosotros seremos la arena y la arena será nosotros. La Ciudad de los Rompientes sin rompientes... ¿Lo entiendes, Bill?

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Y Shapiro estaba aterrorizado porque lo entendía. No se podían ver todas aquellas dunas sin entenderlo.—Jodido idiota de mierda —masculló, y regresó a la nave.

Y se escondió de la playa.

Por fin llegó la puesta de sol. La hora en que la playa, en cualquier playa de verdad, uno dejaba la pelota y se ponía el jersey y se sacaban los bocadillos y la cerveza. Todavía faltaba un poco para empezar el besuqueo con las chicas, pero muy poco. Era la hora de esperar el besuqueo.

Bocadillos y cerveza no formaban parte de las provisiones de la ASN/29.Shapiro pasó la tarde embotellando toda el agua recuperable de la nave. Utilizó un trozo de tubo para succionar la que había salido de las venas rotas del sistema de aprovisionamiento de la nave, y que había formado charcos en el suelo. Recuperó la escasa que había quedado en el fondo del tanque hidráulico. No pasó por alto ni siquiera el pequeño cilindro de las entrañas del sistema de purificación del aire que circulaba por las áreas de almacenamiento. Al final entró en la cabina de Grimes.

Grimes tenía pececillos en una pecera circular construida especialmente para las condiciones de ingravidez. El tanque era de plástico, resistente, y había sobrevivido a la caída. Los peces de colores, como su dueño, no habían resistido. Flotaban en un grupo anaranjado en la parte superior de la esfera que había ido a parar debajo de la litera de Grimes, junto con su ropa interior y media docena de vídeos porno.

Sostuvo el globo-acuario un momento, mirándolo fijamente:—Ay, pobre Yorick, le conocía bien —declamó de pronto, y lanzó una risotada enloquecida.

Luego buscó la red que Grimes guardaba en su taquilla y la metió en la pecera. Retiró los pececillos y se preguntó qué iba a hacer con ellos. Pasados unos minutos los llevó a la cama de Grimes y levantó la almohada. Había arena.

Los dejó allí, y a continuación, cuidadosamente, vertió el agua en el envase que utilizaba para recogerla. Habría que purificarla, pero incluso en el caso de que los purificadores no funcionasen, pensó que en un par de días no le molestaría beber agua de la pecera sólo porque tuviera flotando en ella alguna que otra escama y un poco de mierda de peces de colores. Purificó el agua, la repartió y llevó la parte correspondiente a Rand hasta la ladera de la duna. Rand seguía donde le había dejado, como si no se hubiera movido.—Rand, he traído tu ración de agua. —Abrió la cremallera de la bolsa delantera del traje de Rand y le metió dentro una botella plana de plástico. Se disponía a cerrar la bolsa cuando Rand le apartó la mano. Sacó la botella. En la parte delantera se leía: ASN/CLASS. BOTELLA DEL ALMACÉN DE PROVISIONES DE LA NAVE 23.196.755. ESTERILIZADA, SI EL PRECINTO ESTA INTACTO. Ahora el precinto estaba roto; Shapiro había tenido que llenar la botella.—La he purificado...

Rand abrió la mano y la botella cayó sobre la arena blandamente.—No la quiero.—Que no... Pero Rand, ¿qué te ocurre? Maldita sea, ¿quieres dejar de hacer el tonto?

Rand no contestó.

Shapiro se inclinó y recogió la botella 23.196.755. Sacudió la arena adherida a los lados como si fueran enormes e hinchados gérmenes.—¿Qué te ocurre? —repitió Shapiro—. ¿Estás conmocionado? ¿Es eso? Puedo darte una píldora... o una inyección, porque me estás contagiando. Aquí, inmóvil, mirando hacia las cuarenta siguientes millas de nada— ¡Es arena! ¡Solamente arena!—Es una playa —dijo Rand con tono soñador—. ¿Quieres hacer un castillo de arena?

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—Está bien. Voy a buscar una jeringa y una ampolla de Yellowjack. Si quieres actuar como un loco de remate, yo te trataré como tal.—No intentes inyectarme nada o te arrepentirás —advirtió Rand tranquilamente—. Te romperé el brazo.

Y podía hacerlo. Shapiro, el astrogante, pesaba unos setenta kilos y medía un metro cincuenta. El combate físico no era su especialidad. Masculló una palabra y regresó a la nave, con la botella de Rand.—Está viva —musitó Rand—. Estoy seguro.

Shapiro se volvió a mirarle, y luego observó las dunas. La puesta de sol colocaba una filigrana de oro en sus crestas, una filigrana que las sombreaba delicadamente hasta transformarse en el más oscuro ébano en las depresiones; en la duna siguiente el ébano se transformaba en oro. De oro a negro, de negro a oro. Oro a negro y negro a oro y oro a...

Shapiro parpadeó rápidamente y se frotó los ojos con la mano.—Varias veces he notado cómo esta duna se movía bajo mis pies —contó Rand a Shapiro—. Se mueve con mucha gracia. Es como sentir la marea. Puedo oler su olor en el aire, un olor como a sal.—Estás loco —le dijo Shapiro. Estaba tan asustado que su cerebro se había vuelto de cristal.

Rand no contestó; sus ojos acechaban las dunas, que pasaban del oro al negro, del negro al oro, al ponerse el sol.

Shapiro regresó a la nave.

Rand permaneció en la duna toda la noche, y todo el día siguiente. Shapiro se asomó y le vio. Rand se había despojado de su traje de protección ambiental y la arena lo cubría casi por completo. Solamente sobresalía una manga, desolada y suplicante. La arena hizo pensar a Shapiro en unos labios chupando con desdentada gula un bocado tierno. Shapiro sintió deseos de desmoronar el costado de la duna y salvar el traje de Rand. Pero no lo hizo.

Permaneció sentado en su cabina, esperando la nave de salvamento. El olor a freón se había disipado, reemplazado por el hedor de Grimes descomponiéndose. La nave de salvamento no llegó aquel día, ni aquella noche, ni al tercer día. La arena apareció, sin saberse cómo, en la cabina de Shapiro, aunque había cerrado la escotilla y parecía perfectamente hermética. Eliminó los montoncitos de arena con el aspirador, como había hecho con los charcos de agua el primer día.

Estaba sediento todo el tiempo. Su botella estaba casi vacía. Creyó oler a sal en el aire; en sueños oyó el graznar de las gaviotas. Y podía oír la arena.

El viento, incansable, acercaba la primera duna a la vera de la nave. Su cabina seguía a salvo gracias al aspirador, pero la arena se estaba apoderando de lo demás: había entrado por las mamparas destrozadas y se adueñaba de la ASN/29. Se movía como filamentos y membranas por los intersticios. En uno de los tanques reventados se estaba formando un montón.

El rostro de Shapiro parecía demacrarse por culpa de la barba incipiente. Cerca de la puesta del sol del tercer día, subió a la duna para estudiar a Rand. Pensó llevarse una aguja hipodérmica, pero finalmente desistió. Lo de Rand era bastante más que una conmoción; ahora estaba seguro. Rand estaba loco. Lo mejor sería que muriera rápidamente. Y por lo visto eso era exactamente lo que iba a ocurrir.

Shapiro estaba demacrado; Rand, extenuado. Su cuerpo era como un palo descarnado. Sus piernas, anteriormente fuertes y gruesas, hechas de músculos de hierro, eran ahora blandos colgajos. Estaba en calzoncillos de nailon rojo que parecían un absurdo bañador. Había empezado a nacerle una ligera barba, cubriendo con su pelusa, la barbilla y sus hundidas

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mejillas. La barba era del color de la arena de las playas. Su cabello, anteriormente de color castaño desvaído, se había vuelto casi rubio. Le colgaba sobre la frente. Solamente sus ojos, que miraban a través del flequillo con viva intensidad azul, seguían vivos. Estudiaban la playa. (Las dunas, maldita sea, las DUNAS.) Implacables.

Ahora Shapiro veía algo muy malo. En verdad, una cosa muy mala: el rostro de Rand se estaba transformando en una duna. Su barba y su cabello estaban ahogando su rostro.—Vas a morir —dijo Shapiro—. Si no vienes a la nave y bebes, morirás.

Rand no respondió.—¿Es eso lo que quieres?

Nada. Solo el rumor del viento. Shapiro se fijó en que las arrugas del cuello de Rand se iban llenando de arena.—Lo único que quiero —oyó decir a Rand en una voz apagada, lejana, como el viento— es mi casete de los Beach Boys. Está en mi cabina.—¡Jódete! —exclamó Shapiro, furioso—. ¿Sabes lo que quiero yo? Que llegue una nave antes de que mueras. Quiero verte debatiéndote y gritando cuando te arranquen de tu condenada playa. Quiero verlo.—La playa también se quedará contigo —dijo Rand. Su voz era vacua y sonaba como el viento dentro de una calabaza reventada... una calabaza abandonada en un campo al terminar la última cosecha de octubre—. Escucha bien, Bill. Escucha el rompiente.

Rand ladeó la cabeza. Su boca, medio abierta, dejaba ver la lengua. Estaba tan arrugada como una esponja seca.

Shapiro oyó algo.

Oyó las dunas. Cantaban canciones de tardes de domingo en la playa... siestas en la playa, sin sueños. Largas siestas. Apacible despreocupación. El triste alarido de las gaviotas. Granos de arena movedizos, desaprensivos. Dunas andarinas. Oyó... y se sintió atraído. Atraído hacia las dunas.—¿Lo estás oyendo? —dijo Rand.

Shapiro cerró los ojos; sus pensamientos volvieron a reunirse lenta y torpemente. Su corazón estaba desbocado.

Basta, gimió Shapiro en su interior.

Oh, escucha esta ola, le murmuraron las dunas.

Y Shapiro, en contra del sentido común, escuchó.

Entonces, su sentido común dejó de existir. Lo escucharía mejor si me sentara, pensó.

Se sentó a los pies de Rand, apoyó los talones contra los muslos como un indio y escuchó.

Oyó los Beach Boys, y los Beach Boys cantaban sobre diversión, diversión y diversión. Les oyó cantar que las chicas en la playa estaban todas a su alcance. Oyó...

... el hueco canto del viento, no en su oído sino en el cañón que separaba el hemisferio derecho de su cerebro del izquierdo... oyó ese canto en algún lugar de la oscuridad únicamente cruzada por el puente colgante del corpus callosum, que conecta el pensamiento consciente con el infinito. No sentía hambre, ni sed, ni calor ni miedo. Oía solamente la voz en el vacío. Y llegó una nave.

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Bajó del cielo arrastrando la larga estela anaranjada de los reactores. Su ruido atronador rompió la topografía ondulada, y varias dunas se deshicieron como la trayectoria de una bala en el cerebro. El trueno estalló en la cabeza de Billy Shapiro, que por un momento se sintió sacudido, desgarrado, rasgado...

Pero se puso en pie de un salto.—¡Una nave! —chilló—. ¡Oh, Dios! ¡Una nave!

Era una nave comercial, sucia y destartalada por quinientos —o cinco mil— años de servicio tribal. Se posó en tierra, se enderezó bruscamente y resbaló. Soltó chorros ardientes que fundieron la arena transformándola en vidrio negro. Shapiro vitoreó. Rand miró alrededor como un hombre que despierta de un sueño profundo.—Dile que se marche, Billy.—¡No lo entiendes!— Shapiro iba de un lado a otro, sacudiendo los puños al aire—. Te recuperarás...

Echó a correr hacia la nave a grandes zancadas, como un canguro huyendo de un incendio. La arena le entorpecía. Shapiro la apartó a patadas. Jódete, arena. Tengo un amor en Hansonville. La arena nunca tuvo amor. La playa nunca amó. Se abrió la escotilla de la nave mercante y asomó una pasarela, como una lengua. Un hombre bajó por ella seguido de tres androides y un individuo hecho de tiras metálicas que seguramente era el capitán; en todo caso llevaba una boina con una insignia de clan.

Uno de los androides agitó un analizador de muestras en su dirección. Shapiro lo apartó de un manotazo. Cayó de rodillas frente al capitán y abrazó las tiras metálicas que reemplazaban sus piernas muertas.—Las dunas... Rand... sin agua... vivo... lo hipnotizaron..., yo... gracias a Dios...

Un tentáculo metálico enroscó a Shapiro y lo apartó, arrastrándole sobre el vientre. La arena susurró debajo de él, como riendo.—Está bien —dijo el capitán—. Bey-at-shel ¡Me! ¡Me! ¡Gat!

El androide soltó a Shapiro y se apartó, parloteando alocadamente para sí.—¡Todo este camino para una jodida nave Fed! —exclamó el capitán con amargura.

Shapiro se echó a llorar. Le dolía la cabeza y todo el cuerpo.—Dud. ¡Gee-yat! ¡Gat! ¡Agua para el vivo!

El hombre que había bajado en cabeza le entregó una botella. Shapiro bebió de ella golosamente, dejando que la boca se le llenara de un agua fría como el cristal, que le escurría por la barbilla, y le caía sobre la descolorida túnica. Se atragantó, tosió y volvió a beber.

Dud y el capitán le observaban. Los androides seguían con su parloteo metálico. Por fin, Shapiro se secó la boca y se sentó. Se sentía mejor, pero el mareo persistía.—¿Tú Shapiro? —preguntó el capitán.

Shapiro asintió con la cabeza.—¿Afiliación o clan?—Ninguno.—¿Número de la ASN?—Veintinueve.—¿Tripulación?—Tres. Uno muerto. El otro... Rand... allí. —Señaló sin mirar.

La cara del capitán no mudó de expresión. La de Dud, sí.

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—La playa se apoderó de él —explicó Shapiro, y advirtió sus expresiones de leve curiosidad—. Conmoción... quizá. Parece hipnotizado. No deja de hablar de... de los Beach Boys. No importa, no lo entenderían. No quiso beber ni comer. Está muy mal.—Dud, llévate a uno de los androides y bajadlo de ahí. —Ordenó el capitán y sacudió la cabeza—. ¡Maldita sea, nave Fed, sin botín!

Dud inclinó la cabeza. Al poco rato se encaramaba a la duna con uno de los androides. Éste parecía un surfista de veinte años de los que se ganan un dinerillo extra distrayendo a viudas aburridas, pero la forma de andar le delataba mucho más que los tentáculos articulados que le servían de brazos. El paso, común en todos los androides, era el paso lento, reflexivo, casi doloroso, de un anciano mayordomo inglés aquejado de hemorroides.

El transmisor del capitán zumbó.—Adelante.—Soy Gómez, capitán. Tenemos una lectura de situación. El escáner topográfico y la telemetría de superficie nos muestran una superficie sumamente inestable. No hay base rocosa donde afianzarnos. Descansamos sobre nuestro propio tubo de escape y ahora mismo puede que sea lo más firme de todo el planeta. Lo malo es que el tubo está empezando a ceder.—¿Recomendación?—Largarnos.—¿Cuándo?—Ahora mismo.—Estás loco, Gómez.

El capitán pulsó un botón y el transmisor enmudeció. Los ojos de Shapiro giraban en sus órbitas:—Olvídense de Rand. Está tocado.—Los recojo a los dos o a ninguno —respondió el capitán—. No he conseguido botín pero la Federación me pagará algo por ustedes dos... y no porque valgan algo. Él está loco y usted muerto de miedo.—No... Es que no lo comprende... Usted...

Los ojos amarillentos y astutos del capitán se animaron:—¿Llevaban contrabando? —preguntó.—Capitán... por favor...—Porque si lo llevaban sería una tontería dejarlo aquí. Dígame de qué se trata y dónde está. Lo repartiremos setenta-treinta. Es la tarifa establecida para el rescate. Sabe bien que no conseguiría nada mejor. Lo que...

El tubo de escape se inclinó de pronto. Una inclinación visible. Una bocina empezó a sonar dentro de la nave mercante, con sorda regularidad. El transmisor del capitán volvió a dispararse.—¡Oigan! —chilló Shapiro—. ¿No se han dado cuenta de lo que les espera? ¿Quieren hablar de contrabando ahora? ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!—Cierre el pico, o haré que uno de esos tíos te calme —advirtió el capitán. Su voz sonaba serena pero su expresión había cambiado. Pulsó el comunicador.—Capitán, leo diez grados de inclinación y va en aumento. El elevador está bajando paulatinamente. Tenemos tiempo, pero poco, antes de que la nave se vuelque de lado.—Las riostras la sostendrán.—No, señor, no la sostendrán.—Empiece el encendido de las secuencias de despegue, Gómez.—Muy bien, señor. —El alivio en la voz de Gómez era evidente.

Dud y el androide regresaban por la duna. El androide Ran se iba quedando rezagado y venía por detrás de ellos. Y de pronto ocurrió una cosa extraña: el androide cayó de bruces. El capitán frunció el entrecejo, sorprendido. No había caído como se supone que cae un androide, es decir, más o menos como un ser humano. Fue como si alguien hubiera empujado un

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maniquí en unos grandes almacenes. Cayó tieso, y levantó una nubecita de arena. Dud retrocedió y se arrodilló a su lado. Las piernas del androide seguían moviéndose como si imaginara, en sus millones de microcircuitos de freón refrigerado que formaban su mente, que seguía caminando. Pero el movimiento de las piernas era lento y mecánico. Cesó. Empezó a salir humo de sus poros y sus tentáculos se estremecieron sobre la arena. Era terrible, era como ver morir a un ser humano. De su interior salió un crujido; ¡Craaaaaagggg!—Se llenó de arena —murmuró Shapiro—. Es lo que dice una canción de los Beach Boys.

El capitán lo fulminó con la mirada:—No sea ridículo. Esta cosa podía andar a través de una tormenta de arena sin que le entrara un solo grano.—No en este mundo.

El tubo de escape volvió a moverse. La nave estaba ahora claramente escorada. Se oyó una especie de gemido al tener que soportar más peso las riostras.—¡Déjelo! —gritó el capitán a Dud—. Maldita sea, ¡déjelo!

Dud regresó dejando al androide que se moviera boca abajo en la arena.—¡Maldito desastre! —masculló el capitán.

Él y Dud se lanzaron a una conversación en una jerga que Shapiro sólo podía entender hasta cierto punto. Dud explicó al capitán que Rand se había negado a marcharse. Ya entonces se movía a sacudidas y de su interior salían extraños ruidos. También había empezado a recitar una letanía, una mezcla de coordenadas galácticas y un catálogo de las cintas de música folk del capitán. El propio Dud había tenido que enfrentarse con Rand. Lucharon brevemente. El capitán dijo a Dud que si había permitido a un androide que llevaba tres días expuesto al sol que le dominara, tal vez sería mejor buscarse otro primer oficial. El rostro de Dud se ensombreció, avergonzado, pero su expresión grave y preocupada no se alteró. Volvió lentamente la cabeza descubriendo así cuatro marcas profundas en la mejilla. Iban hinchándose lentamente.—Him-gat big indics —explicó Dud—. Strong-for-Cry. Him-gat for umby.—¿Umby-him for-Cry? —El capitán miró severamente a Dud. Este asintió:—Umby. Beyat-shel. Umby-for-Cry.

Shapiro se había concentrado, forzando su mente cansada y aterrorizada en busca de la palabra. Por fin la encontró: Umby quería decir loco. Dios. Fuerte porque está loco. Tiene grandes medios, gran fuerza. Porque está loco.» Grandes medios... quizá quería decir grandes rompientes. No estaba seguro. En cualquier caso venía a ser lo mismo. Umby.

El suelo volvió a moverse bajo los pies de Shapiro, y la arena pasó por encima de sus botas.

Por detrás de ellos se oyó el sordo ka-tud, ka-tud, ka-tud de los tubos de ventilación. Shapiro pensó que aquello era el ruido más hermoso que había oído en su vida.

El capitán estaba sentado, sumido en sus pensamientos, como un fantástico centauro, cuya parte inferior fueran cables y chapas en lugar de caballo. Después levantó la cabeza y volvió a pulsar el transmisor.—Gómez, envíe a Montoya con una pistola tranquilizante.—Entendido.

El capitán miró a Shapiro y le dijo:—Ahora, por si era poco, he perdido un androide cuyo valor equivale a diez años de su sueldo. Me siento estafado, así que me propongo llevarme a su compañero.—Capitán... —Shapiro no pudo evitar mojarse los labios. Sabía que era algo inoportuno en aquel momento; no quería parecer loco, o histérico, y el capitán, al parecer, había decidido que era las dos cosas a la vez. Pasarse la lengua por los labios añadiría fuerza a la impresión, pero

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sencillamente no podía evitarlo—. Capitán, es necesario salir de este mundo tan pronto como sea pos...—Cierre el pico, idiota —le interrumpió el capitán.

De la duna cercana se elevó un alarido:—No me toquen. No se me acerquen. Déjenme en paz. ¡Déjenme todos!—Big indics gat umby —declaró Dud gravemente.—Ma-him, yeah-mon —respondió el capitán, y volviéndose a Shapiro—: Está mal de la cabeza, ¿verdad?

Shapiro se estremeció.—No lo sabe usted bien. Usted sólo...

La nave se escoró un poco más. Las riostras protestaron quejumbrosamente. El transmisor zumbó. La voz de Gómez sonó estridente, un poco insegura:—¡Tenemos que largarnos inmediatamente, capitán!—Muy bien. —Un hombre de tez oscura apareció en la pasarela, empuñando una pistola de largo cañón.

El capitán le señaló a Rand:—¿Ma-him, for-Cry, Can?

Montoya, impávido ante la tierra inclinada, que no era tierra sino arena fundida a vidrio (e incluso éste empezaba a agrietarse, según vio Shapiro), imperturbable ante los crujidos de las riostras o la impresionante visión del androide que ahora parecía cavar su propia sepultura, estudió la delgada silueta de Rand por un instante:—Can —aseguró.—¡Gat! Gat-for-Cry! —Y el capitán escupió a un lado—. Dispárale a la cabeza, no me importa, siempre y cuando respire aún cuando lo subamos a bordo.

Montoya levantó la pistola, con gesto aparentemente casual, pero Shapiro, incluso en su estado de pánico, se fijó en cómo Montoya ladeaba la cabeza al apuntar. Como muchos miembros de los clanes, la pistola formaba casi parte de él, como señalar con el dedo. Se oyó un sordo puf cuando apretó el gatillo y el dardo tranquilizante salió disparado.

Una mano surgió de la duna y cogió el dardo. Era una enorme mano parda, temblorosa, hecha de arena. Se alzó en el aire, sencillamente, y apagó el brillo momentáneo del dardo. Luego la arena volvió a caer pesadamente. Ya no había mano. Imposible creer que la hubiera habido. Pero todos la habían visto.—Giddy-hump —comentó el capitán.

Montoya cayó de rodillas:—Aidy-May-for Cry, ¡bit-gat come! ¡Saw-hoh got belly-gat-for-Cry…!

Shapiro, como atontado, se dio cuenta de que Montoya estaba rezando el rosario en su extraña lengua. Sobre la duna, Rand daba saltos, elevando los puños al cielo, chillando débilmente por su triunfo.—Una mano. Fue una MANO. Tiene razón, está viva, viva...—¡Indic! —gritó el capitán a Montoya—. ¡Cannit! ¡Gat!

Montoya se calló. Sus ojos rozaron la figura saltarina de Rand y los apartó al instante. Su rostro reflejaba un terror supersticioso.—Está bien —dijo el capitán—. Ya he tenido bastante. Nos vamos.

Apretó dos botones de su traje. El motor que debía haberle girado de cara a la nave, frente a la pasarela, no funcionó. El capitán blasfemó. La nave volvió a moverse.—¡Capitán! —gritó Gómez presa del pánico.

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El capitán apretó otro botón y los cables y placas empezaron a moverse, hacia atrás, pasarela arriba.—Guíenme —pidió el capitán a Shapiro—. Me falta el jodido retrovisor. Fue una mano, ¿verdad?—Sí.—Quiero salir de aquí —insistió el capitán—. Hace más de catorce años que no he tenido una erección y ahora siento como si me estuviera mojando. Una duna se desplomó de pronto sobre la pasarela. Sólo que no era una duna, sino un brazo.—Joder, oh, joder —barbotó el capitán.

Rand seguía dando saltos y chillando encima de su duna. Ahora, las piernas de la parte inferior del capitán empezaron a rechinar, y siguieron deslizándose hacia atrás.—Qué...

Las piezas se trabaron. La arena las había invadido.—¡Levántenme! —gritó el capitán a los dos restantes androides—. ¡Ahora mismo!

Sus tentáculos se enroscaron en los engranajes para levantarle. Su aspecto era ridículo, parecía un estudiante a punto de ser objeto de una novatada por un grupo de brutos. Iba pulsando sus botones.—¡Gómez! ¡Encienda la secuencia final! ¡Ahora!

La duna situada al pie de la escalerilla se transformó en una mano. Una enorme mano oscura que empezó a trepar por la pendiente.

Con un alarido, Shapiro consiguió escapar.

El capitán, soltando maldiciones, fue alejado de ella.Se retiró de la pasarela. La mano cayó y volvió a convertirse en arena. La escotilla irisada se cerró. Los motores empezaron a rugir. Shapiro se dejó caer, al suelo, y la aceleración lo aplastó contra una de las mamparas. Antes de perder el sentido, le pareció sentir la arena agarrando la nave con brazos musculosos, oscuros, esforzándose por retenerles en tierra...

Por fin se elevaron y se alejaron.

Rand les contempló marcharse. Se había sentado. Cuando el rastro de vapor de los reactores desapareció finalmente del cielo, volvió de nuevo sus ojos a la placidez de las dunas.—Tenemos un coche del 34 y lo llamamos carro —canturreó a la arena vacía y movediza—. No es muy divertido, pero es un buen viejo carro.

Lenta y reflexivamente, empezó a meterse puñado tras puñado de arena en la boca.

Tragaba... tragaba... tragaba. Pronto su vientre fue como un barril hinchado y la arena empezó a subirle por las piernas.

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LAS REVELACIONES DE BECKA PAULSON(1984 - The revelations of Becka Paulson)

Lo que pasó fue muy simple, por lo menos al principio. Lo que pasó fue que Rebecca Paulson se disparó en la cabeza con el revólver del calibre 22 de Joe, su marido. Ocurrió durante la limpieza anual de primavera, es decir, más o menos a mediados de junio (como todos los años). Becka solía atrasarse en estas cosas.

Estaba subida a una escalera revolviendo los trastos acumulados en el estante más alto del armario del vestíbulo de la planta baja, mientras el gato de los Paulson, un macho grande y de piel rayada que se llamaba Ozzie Nelson, la vigilaba desde la puerta de la sala de estar. De la sala llegaban las voces nerviosas de otro mundo que brotaban del gran televisor Zenith de los Paulson, que más tarde sería mucho más que un televisor.

Becka cogió un puñado de objetos y los revisó, con la esperanza de que todavía sirvieran, pero sin creerlo en el fondo. Había cuatro o cinco gorros invernales de punto, todos apolillados y deshilachados. Los tiró al suelo. También dio con las Novelas condensadas del Reader's Digest del verano de 1954: «Corre en silencio», «Corre a las profundidades» y «Con los ojos desorbitados». El volumen estaba tan hinchado por el agua que tenía el tamaño de la guía telefónica de Manhattan. Lo tiró hacia atrás. ¡Ah! Allí había un paraguas que parecía recuperable... y una caja con algo dentro.

Era una caja de zapatos. Becka no sabía lo que había dentro, pero era algo pesado. Cuando cambió la caja de sitio, el objeto se movió en el interior. Quitó la tapa y también la tiró hacia atrás (casi golpeó a ozzie Nelson, que decidió marcharse de allí). Dentro de la caja había un revólver de cañón largo y cachas de madera.

--Vaya—exclamó--. Era esto.—Lo sacó de la caja sin darse cuenta de que estaba cargado y sin seguro, y le dio la vuelta para mirar por el cañón, pensando que si había una bala dentro la vería.

Se acordaba del revólver. Hasta hacía cinco años, Joe había sido miembro de los Derry Elks. Hacía unos diez años (o tal vez quince), había comprado quince boletos de la rifa de los Elks en un momento en que estaba borracho. Becka se había enfadado tanto con él que durante dos semanas no le había dejado que le metiera el canario. El primer premio había sido un Bombardier Skidoo; el segundo, un motor Evinrude. El revólver del calibre 22 había sido el tercero.

Joe había estado disparando con él en el patio, rompiendo latas y botellas durante un tiempo, hasta que Becka se quejó del ruido y Joe se llevó el revólver al hoyo de grava del final del camino; Becka se había dado cuenta de que su marido ya estaba perdiendo el interés, aunque seguiría disparando durante varios días para que ella no pensara que le había ganado la partida. Después, el revólver desapareció. Becka pensó que Joe lo había cambiado por otra cosa, llantas para la nieve, quizás, o una batería... pero allí estaba.

Becka escudriñó el cañón del revólver en busca de la bala. No vio más que negrura. Por lo tanto, debía de estar descargado.

Voy a hacer que se deshaga de esto de una vez por todas, pensó mientras bajaba de la escalera. Esta misma noche. Cuando vuelva de correos, me pondré en jarras frente a él y le diré: «Joe, no está bien tener un arma en casa, aunque no haya niños y esté descargada. Y además, ni siquiera la usas, así pues, ¿para qué la quieres?». Eso es lo que voy a decirle.

Era un pensamiento agradable, pero en el fondo sabía que no lo haría. Claro que no. En casa de los Paulson, Joe era el que llevaba los pantalones. No, pensó que lo mejor sería que se librara de aquel chisme ella misma; lo metería con el resto de los trastos en una bolsa de basura y lo guardaría en el armario. El revólver iría a parar al vertedero con todo lo demás la próxima vez que pasara Vinnie Margolies a recoger los desechos. Joe no echaría de menos un objeto que ya había olvidado, pues la tapa de la caja estaba cubierta de polvo. No lo echaría de menos, salvo que ella fuera lo bastante estúpida para llamarle la atención al respecto.

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Becka llegó al final de la escalera. Después dio un paso atrás y pisó las Novelas condensadas del Reader's Digest. La cubierta resbaló hacia atrás. Becka se tambaleó con el revólver en una mano mientras agitaba la otra en el aire para recobrar el equilibrio. Apoyó el pie derecho en el montón de gorros de punto, que también se deslizó hacia atrás.(AQUÍ) Mientras caía, se dio cuenta de que parecía más una mujer a punto de suicidarse que un ama de casa en día de limpieza.

Bueno, no está cargado, tuvo tiempo de pensar, pero el revólver estaba cargado y amartillado, como si llevase años esperándola. Becka cayó al suelo y, con el golpe, el percutor se lanzó hacia delante. Se oyó un ruido seco, no más fuerte que el de una lata golpeada por un niño, y una bala Winchester del calibre 22 penetró en el cerebro de Becka Paulson justo encima del ojo izquierdo. Hizo un pequeño agujero negro cuyos bordes eran del color azul pálido de los lirios recién florecidos.

La cabeza cayó hacia atrás golpeando la pared con un ruido sordo y un reguero de sangre se deslizó desde el agujero hasta la ceja izquierda. EL revólver, aún humeante, cayó en el regazo de Becka. Sus manos tamborilearon en el suelo durante unos cinco segundos, la pierna derecha que tenía flexionada se estiró de repente. La pantufla voló a través del vestíbulo y golpeó la pared opuesta. Sus ojos permanecieron abiertos durante treinta minutos; las pupilas se contraían y se dilataban, se contraían y se dilataban.

Ozzie Nelson fue hasta la puerta de la sala de estar, maulló y empezó a lavarse.

Becka servía la cena cuando Joe advirtió la tirita encima del ojo. Llevaba en casa alrededor de hora y media, pero últimamente no se fijaba mucho en ella, la mayor parte del tiempo parecía estar pensando en otra cosa. A Becka esto apenas le molestaba, no tanto como podría haberla molestado en otra época. Por lo menos así no la buscaba para meterle el canario en la jaula.

--¿Qué te has hecho en la cabeza? --preguntó a su mujer cuando ésta puso en la mesa un plato de judías y otro de salchichas.

Becka se tocó la tirita con gesto vago. Sí, ¿qué le había hecho a su cabeza? No podía acordarse. La primera mitad del día estaba velada por un vacío oscuro y extraño, como si contuviera una mancha de tinta. Recordaba haberle servido el desayuno y haberse quedado en el porche cuando Joe había salido hacia correos con la camioneta. Respecto de aquello no cabía la menor confusión. Recordaba haber lavado la ropa blanca en la nueva lavadora Sears mientras La rueda de la fortuna sonaba en el televisor. Tampoco con esto había confusión. Era entonces cuando empezaba la mancha de tinta. Recordaba haber puesto la ropa de color en la lavadora y haber elegido el programa en frío. Recordaba vagamente haber metido un par de comidas congeladas en el horno—Becka Paulson comía mucho--, pero después nada. Hasta que se despertó sentada en el sofá de la sala de estar. Se había cambiado el pantalón y la camisa por un vestido y unos zapatos de tacón alto y se había trenzado el cabello.

Tenía algo pesado en la falda y sobre los hombros, y sentía un cosquilleo en la frente. Era ozzie Nelson. ozzie tenía las patas traseras apoyadas en el vientre de su dueña y las delanteras en sus hombros, mientras le lamía la sangre que le salía de la frente y la ceja. Becka se lo quitó de encima y consultó el reloj. Joe llegaría en una hora y ni siquiera había empezado a preparar la comida. Después se tocó la cabeza, que le latía ligeramente.

--Becka.--¿Qué? --Se había sentado y comenzaba a servirse las judías.--Te he preguntado qué te has hecho en la cabeza.--Un golpe—respondió, aunque cuando había ido al baño y se había mirado en el

espejo, no parecía un golpe. Parecía un agujero--. Me he dado un golpe.--Ah—dijo él y se olvidó del tema. Abrió el Sports Illustrated que había llegado aquel

mismo día y se puso a contemplar una fantasía. En ella acariciaba lentamente el cuerpo de Nancy Voss, actividad (junto con todas las actividades parecidas que probablemente habría a continuación) a la que se había estado abandonando durante las últimas seis semanas. Bendita fuera la Dirección General de Correos de los Estados Unidos por trasladar a Nancy Voss de Falmouth a Paradiso; era 1ó único que podía decir. Lo que Falmouth había perdido lo había ganado Joe Paulson. Había días en que estaba totalmente convencido de que había muerto y había ido al cielo; la verdad es que no tenía el pájaro tan exigente desde que a los

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diecinueve años había recorrido Alemania occidental con el Ejército de los Estados Unidos. Becka habría tenido que hacer algo más que ponerse una tirita en la frente para que Joe le hiciera caso.

Becka se sirvió tres salchichas, lo pensó un momento y se sirvió una cuarta. Roció las salchichas y las judías con salsa de tomate y lo revolvió todo. El resultado se parecía un poco a lo que queda tras un accidente de carretera. Se sirvió un vaso de mosto Kool-Aid (Joe bebía una cerveza) y se tocó la tirita con la punta de los dedos. Había estado haciéndolo desde que se la puso. Nada, sólo un poco de plástico frío. Así estaba bien... pero notaba el hueco que había debajo. El agujero. Y eso no estaba tan bien.

--Sólo un golpe—murmuró de nuevo, como si al decirlo lo hiciera más real. Joe no levantó la vista y Becka empezó a comer.

Sea lo que fuere, no me ha quitado el apetito, pensó. No es que haya muchas cosas capaces de quitármelo, claro, probablemente nada. El día que digan por la radio que hay un montón de misiles surcando el cielo y que ha llegado el fin del mundo, seguramente seguiré comiendo hasta que alguno caiga en Paradiso.

Cortó un pedazo de pan y lo mojó en la salsa de las judías.Verse aquello... aquella marca en la frente, la había puesto nerviosa, muy nerviosa. No

tenía sentido engañarse al respecto, como no tenía sentido hacerse ilusiones de que sólo era una señal, una magulladura. En caso de que alguien quisiera saberlo, pensó Becka, afirmaría que mirarse al espejo y ver un agujero de más en la cabeza no es una experiencia divertida. Después de todo, en la cabeza está el cerebro. Y en cuanto a lo que había hecho después...

Intentó no pensar en ello, pero era demasiado tarde.Demasiado tarde, Becka, dijo una voz en su interior... una voz que se parecía a la de su

padre muerto.Ella había mirado el agujero con insistencia y luego había abierto el cajón del lavabo

donde se encontraban sus escasos productos de maquillaje, revolviéndolos con manos que parecían no pertenecerle. Sacó el lápiz de cejas y volvió a mirarse al espejo.

Entonces levantó el lápiz, se acercó el extremo romo a la cara y empezó a introducírselo poco a poco en el agujero. No, se dijo con un gemido, no, basta, Becka, no quieres hacerlo...

Pero al parecer una parte de ella sí quería, porque siguió haciéndolo. No era doloroso y el lápiz entraba sin ninguna dificultad. Lo introdujo unos tres centímetros, después seis, después diez. Se miró en el espejo: una mujer con un vestido de flores y un lápiz que le salía de la cabeza. Lo introdujo dos centímetros más.

No queda mucho, Becka, ten cuidado, no querrás perderlo ahí dentro, haría ruido cuando te movieras por la noche, despertaría a Joe...

Se rió con nerviosismo histérico.Quince centímetros y el extremo romo del lápiz encontró resistencia. Era algo duro, pero

con un leve empujoncito proporcionaba una sensación esponjosa. De repente el mundo entero se volvió de un verde brillante y un montón de recuerdos acudió a su mente: un viaje en trineo con el equipo de esquiar de su hermano mayor; una limpieza de pizarras en el instituto; un Impala del 59 que había tenido su tío Bill; el olor del heno recién cortado.

Se sacó el lápiz de la cabeza, impresionada, aterrorizada ante la idea de que saliera sangre del agujero. Pero no salió sangre y tampoco la había en la brillante superficie del lápiz de cejas. Ni sangre, ni... ni...

Pero no podía pensar en aquello. Arrojó el lápiz al cajón y lo cerró de un golpe. Su primer impulso, tapar el agujero, volvió a ella con más fuerza que antes...

Abrió el botiquín del cuarto de baño y sacó la caja de tiritas. Esta escapó de sus dedos temblorosos y cayó al lavabo con un ligero golpe. Becka gritó al oír el ruido; tenía que tranquilizarse. Taparlo, hacerlo desaparecer. Eso era lo que debía hacer, ése era el truco. Lo del lápiz de cejas no importa, olvídalo. No tenía ninguna de las lesiones cerebrales que había visto en los noticiarios vespertinos y en Marcus Welby, doctor en Medicina; eso era lo importante. Ella estaba bien. Y en cuanto al lápiz de cejas, lo olvidaría.

Y lo había olvidado, sí, por lo menos hasta ese momento. Contempló su cena a medio comer y se dio cuenta, con cierta amargura, de que se había equivocado con respecto al apetito: no podía tragar ni un bocado más.

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Tiró a la basura lo que había dejado, mientras Ozzie se restregaba contra sus piernas. Joe no levantó la vista de lo que estaba leyendo. En su imaginación, Nancy Voss le preguntaba de nuevo si su lengua era tan larga como parecía.

Despertó en plena noche de un sueño confuso en el que todos los relojes de la casa hablaban con la voz de su padre. Joe, en calzoncillos, roncaba a su lado.

Se tocó la tirita. El agujero no dolía ni palpitaba, pero escocía. Se lo frotó despacio; tenía miedo de provocar otro relámpago verde y deslumbrante. Nada.

Se dio la vuelta. Tienes que ir al médico, Becka, pensó. Para que te lo mire. No sé lo que te habrás hecho, pero...

No, se contestó a sí misma. Nada de médicos. Volvió a darse la vuelta pensando que estaría despierta durante horas, inquieta, preguntándose cosas que le daban miedo. Pero al poco rato se durmió.

Por la mañana, el agujero ya casi no le escocía y así era más fácil no pensar en él. Preparó el desayuno para Joe y salió a despedirlo cuando se fue al trabajo. Terminó de lavar los platos y sacó la basura. La guardaban en un pequeño cobertizo construido por Joe detrás de la casa y que apenas era más grande que una caseta de perro. Tenían que cerrarla con llave para que los mapaches del bosque no entraran y lo pusieran todo patas arriba.

Así que entró, arrugando la nariz por el olor, y puso la bolsa verde junto a las otras. Vinnie llegaría el viernes o el sábado y ventilaría bien el cobertizo. Justo en el momento en que salía, vio una bolsa sin atar de la que sobresalía una empuñadura curva, como la de un bastón.

Tiró del mango con curiosidad y descubrió que se trataba de un paraguas. Unos cuantos gorros deshilachados y apolillados salieron con él.

En la cabeza de Becka sonó una alarma lejana. Durante un momento, casi le pareció ver lo que había detrás de aquella mancha de tinta, lo que le había pasado (el fondo está en el fondo objeto pesado objeto en una caja de la que Joe no se acuerda ni irá a) el día anterior. Pero ¿quería saberlo realmente?

No.No quería.Quería olvidar.Salió del cobertizo y cerró la puerta con manos temblorosas.

Una semana después (se cambiaba la tirita todas las mañanas aunque la herida ya se estaba cerrando y podía ver el tejido rosado que se le formaba en el interior cuando se iluminaba la frente con la linterna de Joe y se miraba en el espejo), Becka descubrió lo que la mitad de Paradiso ya sabía, que Joe la engañaba. Se lo había dicho Jesús. En los tres últimos días, Jesucristo le había contado las cosas más sorprendentes, terribles e inquietantes que se puedan imaginar. Cosas que la trastornaban, turbaban su sueño y estaban acabando con su cordura... ¿no era un milagro? ¿Y no era verdad lo que le decía? ¿Acaso podía cerrar los oídos a Jesús, darle unas palmaditas en la cabeza, gritarle que cerrara la boca? Claro que no. En primer lugar, era el Salvador. Por otra parte, era una especie de repugnante obligación enterarse de las cosas que Jesús le contaba.

Becka no relacionó el comienzo de las comunicaciones divinas con el agujero de la cabeza.

Hacía 20 años que Jesús estaba sobre el televisor Zenith de los Paulson. Antes había estado encima de dos RCA ( Joe Paulson siempre compraba productos nacionales). Se trataba de un hermoso cuadro tridimensional que les había enviado la hermana de Rebecca, que vivía en Portsmouth. Jesús vestía una sencilla túnica blanca y llevaba un cayado de pastor en la mano. Como el cuadro se había creado (Becka consideraba que fabricado era una palabra demasiado vulgar para un cuadro tan realista que incluso se habría podido entrar en él) antes de los Beatles y de los cambios que habían introducido éstos en el peinado masculino, Jesús llevaba el pelo algo corto, limpio y muy bien peinado. El Cristo del televisor de Becka Paulson se peinaba más bien como Elvis Presley al salir de la mili. Tenía los ojos castaños, apacibles y amables. Tras El, en perfecta perspectiva, unas ovejas tan blancas como la ropa de los teleanuncios de detergentes se perdían poco a poco en la distancia. Becka, su hermana Corinne y su hermano Roland habían crecido en una granja de New Gloucester y Becka sabía

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por experiencia propia que las ovejas nunca eran tan blancas ni tenían la lana tan suave como nubes que hubieran caído a la tierra. Pero, razonaba, si Jesús podía transformar el agua en vino y resucitar a los muertos, no había razón por la que no pudiera hacer desaparecer todas las cagarrutas de un rebaño de ovejas si tal era Su deseo.

Joe había intentado un par de veces quitar el cuadro de encima del televisor y ahora sabía por qué, vaya que sí, vaaaaaya que sí. A Joe, como es natural, no le faltaban razones.

--No me parece bien tener a Jesús encima del televisor mientras vemos Tres son compañía o Los ángeles de Charlie—argumentaba--. ¿Por qué no lo pones en tu tocador, Becka? Mejor aún. ¿Por qué no lo dejas en el tocador hasta que acabe Domingo y luego lo vuelves a poner encima de la tele mientras ves a Jimmy Swaggart, Rex Humbard y Jerry Falwell? Seguro que a Jesús le gusta más Jerry Falwell que Los ángeles de Charlie.

Ella se negaba.--Cuando montamos la timba de póquer los jueves, los chicos se quejan—protestaba el

marido--. Nadie quiere que Jesucristo le mire mientras se tira un farol o sube la apuesta.--Tal vez se sienten incómodos porque saben que el juego es obra del Diablo—decía

Becka.Joe, que era un buen jugador de póquer, se encrespaba.--Entonces, tu secador de pelo y tus rulos también son obra del Diablo. No sé por qué

no los devuelves y das el dinero al Ejército de Salvación. Espera, creo que tengo las facturas en el estudio.

Becka acabó por ceder y dejó que Joe pusiera el cuadro de Jesús de cara a la pared, pero sólo una vez al mes, el jueves en que invitaba a jugar al póquer a aquellos amigotes que no paraban de beber cerveza...

Pero ahora sabía la verdadera razón por la que él quería librarse del cuadro. Seguramente sabía desde el principio que el cuadro era mágico. Bueno... la palabra indicada era sagrado, porque la magia era cosa de paganos: cortadores de cabezas, católicos e individuos por el estilo, ya que en el fondo todos se parecían, ¿verdad? Seguramente Joe había notado desde el principio que era un cuadro especial, un cuadro por mediación del cual se descubriría su pecado.

Ah, tenía que haber imaginado la razón de las recientes preocupaciones de su marido, tenía que haber sabido que había un motivo concreto por el que ya no la buscaba por la noche. Pero en realidad, para ella había representado un alivio; la sexualidad era exactamente lo que su madre le había dicho que sería; algo desagradable y brutal, a veces doloroso y siempre humillante. ¿No había percibido además, de vez en cuando, cierto olor a perfume en la camisa de Joe? De ser así, la verdad es que no había hecho caso y nunca le habría dado importancia si el cuadro de Jesús no hubiera empezado a hablarle el 7 de julio. Entonces se dio cuenta de que había pasado por alto otro detalle; más o menos cuando habían terminado los achuchones nocturnos y había comenzado ella a percibir el perfume, el viejo Charlie Eastbrooke se había jubilado y para sustituirlo en la estafeta de correos habían mandado a una mujer llamada Nancy Voss, que hasta entonces había trabajado en Falmouth. Becka se daba cuenta de que la tal Voss (a quien ella llamaba la Golfa), tenía por lo menos cinco años más que ella y que Joe, es decir que era ya una cincuentona, pero una cincuentona elegante, maciza y guapa. Becka, por su parte, había engordado un poco desde que había contraído matrimonio y había pasado de cincuenta y siete kilos a ochenta siete y medio, sobre todo desde que Byron, su único hijo, se había ido de casa.

Mejor habría sido seguir haciendo la vista gorda. Si la Golfa disfrutaba realmente de la animalidad del contacto carnal, con los gruñidos y empujones que comportaba y aquel pegajoso chorro final que olía levemente a bacalao y parecía un lavavajillas barato, era evidente que la Golfa era una bestia, lo cual, dicho sea de paso, liberaba a Becka de una obligación ocasional pero fastidiosa. Claro que cuando el cuadro de Jesús empezó a hablar y a decirle exactamente lo que pasaba, Becka supo que había que hacer algo.

El cuadro se puso a hablar exactamente el martes a las tres de la tarde. Ocho días después de haberse disparado en la cabeza y cuatro días después de surtir efecto su resolución de olvidar que era un agujero y no sólo una señal. Becka acababa de volver a la sala de estar con algo para comer (medio pastel de moka y una jarra de mosto) y dispuesta a

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ver Hospital General. Ya no creía que Luke pudiera encontrar a Laura, pero no conseguía que su corazón abandonara la esperanza.

Estaba a punto de encender el Zenith cuando Jesús dijo:--Becka, Joe se cepilla a la Golfa todos los días en los lavabos a la hora de la comida y

a veces por la tarde a la hora de salir. Una vez estaba tan caliente que se la enseñó cuando en teoría tenía que ayudarla a clasificar la correspondencia. ¿Y sabes qué? Ella ni siquiera dijo: «Espera por lo menos a que ponga los certificados en su sitio».

Becka dio un grito y derramó la jarra de mosto por la pantalla del televisor. Fue un milagro, pensó más tarde, que el tubo del aparato no estallara. El pastel de moka acabó en la alfombra.

--Y eso no es todo—prosiguió Jesús. Paseó por el cuadro con la túnica agitándose alrededor de Sus tobillos y se sentó en una roca que sobresalía. Sujetó el cayado con las piernas y la miró con amargura--. Pasan muchas cosas en Paradiso. No vas a poder creerlo, te lo aseguro.

Becka chilló de nuevo y cayó de rodillas. Una de sus piernas aterrizó sobre el pastel y proyectó parte del relleno de frambuesa sobre la cara de Ozzie Nelson, que se había deslizado hasta allí para ver qué ocurría.

--¡Señor! ¡Señor! --exclamó Becka. Ozzie echó a correr, furioso, hacia la cocina; se metió debajo de la nevera mientras la masa roja y pegajosa le goteaba de los bigotes y no volvió a salir en todo el día.

--Nunca hubo un Paulson bueno—dijo Jesús. Una oveja se acercó a El y Él la alejó con el cayado, con una actitud abstraída y al mismo tiempo intransigente que hizo que Becka, a pesar de su petrificación, se acordara de su difunto padre. La oveja se alejó, ligeramente distorsionada por un efecto de la tridimensionalidad. Desapareció del cuadro como si se curvara para caerse por el borde... pero era sólo una ilusión óptica, estaba segura--. Ni uno bueno—prosiguió Jesús--. El abuelo de Joe era un chuloputas de pura raza, como ya sabes. Toda su vida se rigió por el canario. Y cuando llegó aquí, ¿sabes lo que le dijimos? «No hay sitio». Jesús se inclinó hacia delante con el cayado todavía en la mano--. «Ve allá abajo y habla con el Señor Machocabrío», le dijimos. «Seguro que encontrarás casa en su Paraíso. Aunque tal vez descubras que tu casero es un tirano», le dijimos.—Aunque parezca mentira, Jesús le guiñó un ojo... y Becka salió de la casa corriendo y gritando.

Se detuvo en el patio jadeando; el cabello, de un rubio parduzco, le caía sobre la cara. El corazón le latía con tanta fuerza que se asustó. Nadie había oído sus chillidos ni sus alaridos, gracias a Dios; ella y Joe vivían lejos del pueblo, en la carretera de Nista, y los vecinos más cercanos eran los Brodsky, unos polacos que habitaban en una sucia caravana. Los Brodsky estaban a kilómetro y medio. Si alguien la había oído, creería que había una loca en casa de Joe y Becka Paulson.

Pero hay una loca en casa de los Paulson, ¿no es cierto?, pensó. Si realmente crees que ese cuadro de Jesús ha empezado a hablarte, debes estar loca, Beck.. Papá te molería a golpes por pensar algo así... Tres buenos golpes por lo menos: uno por mentir, otro por creerte la mentira y otro por gritar. Becka, ESTAS loca. Los cuadros no hablan.

No... pero si no ha hablado, le dijo otra voz de pronto. La voz provenía de tu cabeza, Becka. No sé cómo ha podido ocurrir... cómo podías saber esas cosas... pero eso es lo que ha sucedido. Puede que tenga algo que ver con lo de la semana pasada y puede que no, pero has hecho que el cuadro de Jesús expresara tu propio interior. No habló en realidad, no más de lo que habla el Topo Gigio en el Show de Ed Sullivan.

Pero de alguna manera, la idea de que pudiera tener algo que ver con el... (agujero) asunto aquel, la asustaba más que la idea de que el cuadro hubiera hablado, porque tales eran las cosas que a veces pasaban en Marcus Welby, como aquel episodio sobre un tipo que tenía un tumor cerebral y el tumor le hacía ponerse las medias de nailon y las bragas de su mujer. Becka no quería admitirlo. Tal vez era un milagro. Después de todo, había milagros. Estaban la Sábana Santa de Turín, las curaciones de Lourdes y el mejicano que había encontrado un retrato de la Virgen María impreso en un rollo de primavera, en una ensalada o en algo parecido. Por no hablar de los niños que habían salido en primera plana, los niños que lloraban piedras. Esos eran milagros auténticos (el de los niños que lloraban piedras, había que admitir

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que daba dentera), tan edificantes como un sermón de Jimmy Swaggart. Oír voces era sólo locura.

Pero eso es lo que ha ocurrido. Y además hace bastante tiempo que oyes voces, ¿no es cierto? Hace tiempo que oyes SU voz La voz de Joe. Y de ahí procedía, no de Jesús, sino de Joe, de la cabeza de Joe.. .

--No—gimió Becka --. No, no he oído voces.Fue junto al tendedero y miró sin ver el bosque del otro lado de la carretera de Nista. Se

retorció las manos y empezó a llorar.--No he oído voces.Loca, replicó la implacable voz de su padre muerto. Loca por culpa del calor, es eso.

Ven aquí, Becka Bouchard, te voy a moler a golpes por decir locuras.--No he oído voces—sollozó Becka--. El cuadro hablaba, en serio, lo juro. No soy

ventrílocua.Mejor creer en el cuadro. Si era el agujero, se trataba de un tumor cerebral, de eso no

había duda. Si era el cuadro, se trataba de un milagro. Los milagros venían de Dios. Los milagros venían del Exterior. Un milagro podía volver loco a cualquiera (y Dios sabía que ella se sentía como si fuera a volverse loca), pero ello no significaba que la persona estuviera loca realmente ni que el cerebro sufriera trastornos. Y en cuanto a creer que se podía oír los pensamientos de otras personas... eso sí que era una locura.

Becka se miró las piernas y vio que le salía sangre de la rodilla izquierda. Volvió a chillar y corrió hacia la casa para llamar al médico, a urgencias, a quien fuese. Estaba de nuevo en la sala, tratando de marcar un número con el auricular pegado a la oreja, cuando Jesús dijo:

--Es relleno de frambuesa del pastel de moka, Becka. ¿Por qué no te tranquilizas antes de que te dé un ataque al corazón?

Becka miró hacia el televisor y el teléfono cayó en la mesa con un ruido metálico. Jesús todavía estaba sentado en la roca. ¿No había cruzado las piernas? Era sorprendente lo mucho que se parecía a su difunto padre... sólo que Él no parecía autoritario, ni propenso a enfurecerse y a repartir leña en el momento menos pensado. La miraba con una especie de paciencia exasperada.

--A ver, comprueba si me equivoco—insistió.Becka se tocó la rodilla con cuidado, con los ojos cerrados, esperando el dolor. No hubo

dolor. Vio las semillas de las frambuesas del relleno y se tranquilizó. Se lamió lo que le había quedado en los dedos.

—Además—dijo Jesús—, tienes que quitarte de la cabeza eso de oír voces y volverte loca. Soy Yo, eso es todo. Yo puedo hablarle a quien quiera y de la manera que quiera.

—Porque eres el Salvador—murmuró Becka.—Sí—asintió Jesús y bajó la vista. Debajo de Él, dos ensaladeras bailaban en la

pantalla para agradecer la Guarnición Rancho del Valle Escondido que estaban a punto de recibir--. Y me gustaría que por favor apagaras ese trasto. No lo necesitamos. Me hace cosquillas en los pies.

Becka se acercó al televisor y lo apagó.--Señor—susurró.

Era el domingo 10 de julio. Joe estaba profundamente dormido en la hamaca del patio, con Ozzie cruzado sobre su estómago, como una piel de lujo, blanca y negra. Ella estaba en la sala, apartando la cortina con una mano y mirando a Joe. Durmiendo en la hamaca. Soñando con la Golfa, sin duda, soñando con tumbarla sobre un montón de catálogos de Carroll Reed y de correo comercial para... ¿cómo lo dirían Joe y sus asquerosos amigotes del póquer? «Cepillársela».

Becka sostenía la cortina con la mano izquierda porque tenía un puñado de pilas de nueve voltios en la derecha. Las había comprado el día anterior en la ferretería. Dejó caer la cortina y fue a la cocina para proseguir el bricolaje del día anterior. Jesús le había explicado cómo se hacía lo del bricolaje. Becka dijo que no sabía construir nada. Jesús le replicó que no fuera tonta. Si podía seguir las instrucciones de una receta de cocina, también podía montar aquel artilugio. Becka se dio cuenta con alegría de que El tenía razón. No sólo era fácil, sino además divertido. Mucho más divertido que cocinar, desde luego: a ella nunca le había gustado cocinar, nunca había tenido talento culinario. Sus tartas casi nunca subían y los panes tampoco. Había empezado a hacer aquello el día anterior. Trabajaba con la tostadora, el motor

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de la licuadora Hamilton-Beach y un extraño tablero lleno de puñetitas electrónicas que había pertenecido a una vieja radio que se guardaba en el cobertizo de la basura. Pensaba que terminaría mucho antes de que Joe se despertara y fuera a la sala a ver el partido de las dos.

La verdad es que estaba sorprendida por la abundancia de ideas que había tenido en los últimos días. Algunas se las había dicho Jesús y otras se le ocurrían en los momentos más inesperados.

La máquina de coser, por ejemplo; siempre había querido uno de esos aparatos que hacían las costuras en zigzag, pero Joe le había dicho que tendría que esperar hasta que él pudiera comprarle una máquina nueva (y eso, conociendo a Joe, probablemente sería el día de nunca jamás). Cuatro días antes había advertido que si movía el interruptor y ponía otra aguja en el mismo sitio, en un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto a la primera, podía hacer todos los zigzags que quisiera. Lo único que necesitaba era un destornillador (incluso una tonta como ella sabía utilizarlo) y funcionaba de maravilla. También se dio cuenta de que el eje del prensatelas se desnivelaría en poco tiempo por el cambio de peso, pero ya lo arreglaría cuando sucediera.

Después vino lo de la Electrolux. Jesús se lo había explicado. Para prevenirla contra Joe, tal vez. Había sido Jesús quien le había dicho cómo utilizar el soplete de butano de Joe y así había sido más fácil. Había ido a Derry para comprar tres juegos electrónicos Simon en la juguetería KayBee. Al llegar a casa, los abrió y sacó los circuitos. Siguió las instrucciones de Jesús: los conectó y después empalmó los cables a las pilas Eveready. Jesús le dijo cómo programar la Electrolux y cómo cargarla (esto último ya lo había adivinado, pero decírselo a Él habría sido como faltarle el respeto). El aparato limpiaba ahora la sala, la cocina y el cuarto de baño de la planta baja. Tenía tendencia a quedarse encallado bajo la banqueta del piano o en el cuarto de baño (donde tropezaba como un tonto con la taza y Becka tenía que correr para darle la vuelta) y a Ozzie le ponía los pelos de punta, pero era un gran adelanto. Mucho mejor que arrastrarlo por toda la casa como si fuera un perro muerto de quince kilos. Así tenía suficiente tiempo para ver las noticias de la tarde y comprobar que contenían las verdades que le contaba Jesús. La nueva Electrolux gastaba mucha electricidad, eso era cierto, y a veces se enredaba con el cable. Uno de aquellos días le quitaría las pilas y le conectaría la batería de una moto. Habría tiempo... Cuando hubiera resuelto el problema de Joe y la Golfa.

O... la noche anterior, sin ir más lejos. Había permanecido despierta, pensando en números, hasta mucho después de que Joe empezara a roncar. Se le ocurrió (a Becka, que nunca había pasado de Contabilidad I durante el bachillerato) que si daba valor de letras a los números, podía descongelarlos, convertirlos en algo parecido a la gelatina. Cuando los números son letras, se les puede moldear como se quiera. Y entonces se vuelven a pasar a números; era como poner la gelatina en la nevera para que cuaje y mantenga la forma del molde hasta que llega el momento de vaciarla en una fuente.

Así siempre se podrían calcular las cosas, había pensado Becka con complacencia. No se había dado cuenta de que tenía los dedos encima del ojo izquierdo ni de que se frotaba sin parar el punto que había allí. Por ejemplo, mira... Podrías poner todo en una línea diciendo ax + bx + c = O. y esto lo demuestra. Siempre funciona. Es como el Capitán Marvel cuando dice ¡Shazam! Bueno, está lo del factor cero. «A» no puede ser cero porque si no, se estropea todo, pero por lo demás...

Había estado despierta un buen rato, pensando en lo anterior y después se había dormido sin darse cuenta de que había reinventado las ecuaciones de segundo grado, los polinomios y el álgebra entera.

Ideas. Muchas, últimamente.

Becka cogió el soplete de Joe y lo encendió con una de las cerillas de la cocina. Unos días antes se habría reído si alguien le hubiera dicho que iba a trabajar con algo así. Pero era fácil. Jesús le había dicho exactamente cómo soldar los cables al tablero electrónico de la vieja radio. Igual que arreglar la aspiradora, pero esta idea en particular era mucho mejor aun.

Jesús le había dicho muchas más cosas en los tres últimos días. Cosas que le habían hecho perder el sueño (y el rato que podía dormir estaba plagado de pesadillas), cosas que le hacían tener miedo de asomar la cara por el pueblo (siempre sé si has hecho algo malo, Becka, le había dicho su padre, porque no sabes guardar un secreto. Se te nota en la cara), cosas que le habían quitado el hambre. Joe, totalmente concentrado en su trabajo, en los

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encuentros televisados y en la Golfa, no notaba nada... aunque unas noches antes, mientras veían la televisión, había advertido que Becka se mordía las uñas, cosa que no había hecho hasta entonces; además, era una de las pocas cosas que Becka le reprochaba a él. Pero ahora lo hacía ella, sí, estaban mordisqueadas hasta la carne. Joe Paulson lo pensó durante unos diez segundos antes de volver a concentrarse en la televisión y perderse en una fantasía protagonizada por los blancos y turgentes senos de Nancy Voss.

He aquí ahora algunas de las noticias vespertinas que Jesús le había contado y que habían sido responsables de que Becka durmiera tan mal y empezara a comerse las uñas a la avanzada edad de cuarenta y cinco años:

En 1973, Moss Harlingen, uno de los amigotes de Joe, había matado a su padre. Estaban cazando ciervos en Greenville y supuestamente había sido uno de tantos accidentes de caza. Pero el tiro que acabó con Abel Harlingen no había sido un accidente. Moss se había escondido con el rifle detrás de un árbol caído y esperado a que su padre cruzara el arroyo que discurría a unos cincuenta metros por debajo de él. Le disparó cuidadosa y deliberadamente a la cabeza. El propio Moss creía que lo había hecho por dinero. La empresa de Moss, Constructora de Acequias, tenía que saldar dos deudas con dos bancos diferentes y ninguno quería alargar el plazo a causa del otro. Moss fue a ver a Abel, pero Abel se negó a ayudarle, aunque habría podido hacerlo. Así pues, Moss mató a su padre y heredó un buen fajo de billetes en cuanto el juez de primera instancia dictaminó que había sido muerte accidental. Moss Harlingen pagó la deuda y creyó realmente que había cometido un homicidio con ánimo de lucro (excepto, tal vez, en sus sueños más profundos). El verdadero motivo había sido otro. Hacía mucho tiempo, cuando Moss tenía diez años y su hermanito Emery solamente siete, la mujer de Abel se había ido al sur, a Rhode Island, a pasar todo el invierno. El tío de Moss y de Emery había muerto súbitamente y su mujer necesitaba ayuda para ir tirando. Mientras la madre estuvo ausente, hubo unos cuantos episodios de sodomía en la casa de los Harlingen, a la que habían puesto el nombre de Troya. Los actos de sodomía terminaron cuando la madre regresó y no volvieron a repetirse. Moss se había olvidado de ellos por completo. No volvió a acordarse de su insomnio en medio de la oscuridad, del miedo que sentía mientras, acostado en la cama, miraba la puerta para ver si aparecía la sombra de su padre. No guardaba el menor recuerdo de haber estado acostado, con la boca apretada contra el antebrazo paterno, con lágrimas ardientes de rabia y vergüenza en los ojos abiertos y las mejillas mientras Abel Harlingen se untaba el miembro con manteca de cerdo y lo introducía por la portezuela trasera del hijo entre gruñidos y suspiros. La experiencia le había dejado una huella tan superficial que no recordaba haberse mordido el brazo hasta sangrar para reprimir los gritos, como tampoco recordaba las exclamaciones entrecortadas que su hermano Emery lanzaba en la otra cama: «Por favor, papá, por favor, a mí no, esta noche no, a mí no, papá, por favor, por favor>,. Los niños, ya se sabe, olvidan fácilmente. Pero algún recuerdo subconsciente debió de quedar, porque cuando Moss Harlingen apretó el gatillo, tal como había soñado todas las noches de los últimos treinta y dos años de su vida, y mientras los ecos del disparo se perdían entre los troncos para desaparecer en el silencio de la inmensidad de los bosques del norte de Maine, Moss susurró: «Tú no, Em, esta noche no». Que Jesús se lo hubiera contado dos horas después de que Moss se presentara para devolver a Joe una caña de pescar fue un dato en el que no reparó Becka.

Alice Kimball, maestra de la escuela de Paradiso, era lesbiana. Jesús se lo dijo a Becka el viernes, poco después de que la señora en cuestión, vestida con un traje pantalón verde que le daba un aire muy puesto y respetable, hubiera llamado a la puerta para pedir dinero para la campaña contra el cáncer.

Darla Gaines, la bonita joven de diecisiete años que repartía el periódico dominical, tenía quince gramos de «hierba cojonuda» entre el colchón y el somier de la cama. Quince minutos después de que Darla fuera a cobrar las cinco últimas semanas (tres dólares más una propina de cincuenta centavos de la que Becka se arrepintió después), Jesús le dijo que Darla y su novio se fumaban la marihuana en la cama después de hacer lo que llamaban «el rebote horizontal». Casi todos los fines de semana, de dos a tres, hacían el rebote horizontal y fumaban hierba. Los padres de Darla trabajaban en Derry, en El Zapato Soberbio, y no llegaban a casa hasta pasadas las cuatro.

Hank Buck, otro de los amigotes de Joe, trabajaba en un gran supermercado de Bangor y odiaba tanto a su jefe que el año anterior le había echado media caja de laxantes en

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un batido de chocolate cierto día en que él, el jefe, lo había mandado a McDonald's por la comida. El jefe se había cagado en los pantalones a las tres y cuarto de la tarde, mientras cortaba un filete en la charcutería. Hank se las arregló para aguantarse hasta la hora de salir, después se sentó en el coche y se rió tanto que casi se cagó encima también él. «Se rió, ¿entiendes?», le dijo Jesús a Becka. «Se rió. ¿Te lo imaginas?»

Y aquello era sólo la punta del iceberg, por decirlo de alguna manera. Parecía que Jesús sabía cosas desagradables o turbadoras de todos los habitantes del pueblo... por lo menos de todos los que estaban en contacto con Becka.

Era imposible vivir con aquellos secretos.Pero tampoco sabía Becka si podría vivir sin ellos.De una cosa sí estaba segura: tenía que hacer algo. Algo.--Ya haces algo—le dijo Jesús. Hablaba desde detrás de ella, desde el cuadro que

estaba encima del televisor, por supuesto que sí, y la idea de que la voz surgiera de su propio interior y de que fuese una mutación fría de sus propios pensamientos... no era más que un espejismo horrible y pasajero--. En realidad, ya casi has terminado esta parte, Becka. Lo único que te falta es soldar el cable rojo al punto que hay detrás de ese chisme... no, ése no, el otro, el que está al lado... eso es. ¡No tanta soldadura! Es como el fijador, Becka. Con un poquito basta.

Resultaba extraño oír a Jesús hablar de fijadores...

Joe despertó a las dos y cuarto, se quitó a Ozzie de encima y fue hasta el fondo del patio, regó la hiedra con una larga meada y enfiló hacia la casa para ver a los Yankees contra los Red Sox. Abrió la nevera de la cocina, miró de reojo los pedacitos de cable que había en el estante y se preguntó en qué andaría metida su mujer. Dejó estar el asunto y cogió una botella grande de cerveza.

Fue a la sala. Becka estaba en la mecedora, fingiendo leer un libro. Unos diez minutos antes de que entrara Joe había terminado de soldar los cables del artilugio a la consola del Zenith, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Jesús.

«Hay que tener cuidado cuando se quita la tapa trasera de un televisor, Becka», le había dicho Joe. «Ahí dentro hay más voltios que una tienda de electrodomésticos.»

--Creía que ibas a calentar algo para mí—apuntó Joe.--Puedes hacerlo tú—replicó Becka.--Sí, supongo que sí—dijo Joe, dando por terminada la última conversación que

tendrían.Apretó el interruptor del televisor y más de dos mil voltios le recorrieron el cuerpo. Se le

abrieron los ojos de par en par. Cuando sufrió la sacudida, la mano se le contrajo con tanta fuerza que la botella de cerveza se rompió y el vidrio se le hundió en los dedos y en la palma. La cerveza espumeó y se derramó.

--¡IIIIIUUUUUAARRRREEEMMMMM! --gritó Joe.La cara empezó a ponérsele negra. Un humo azul le salía del cabello. Su dedo parecía

pegado al interruptor del Zenith. Apareció una imagen en la pantalla. Mostraba a Joe y Nancy Voss jodiendo en el suelo de la estafeta de correos, sobre una alfombra de catálogos, boletines oficiales y publicidad de las carreras de caballos.

--¡No! --aulló Becka y la imagen cambió. Entonces vio a Moss Harlingen detrás de un pino caído, apuntando con un rifle 30-30. La imagen volvió a cambiar y vio a Darla Gaines y a su novio practicando el rebote horizontal en el dormitorio de Darla, mientras Rick Springfield les miraba fijamente desde la pared.

La ropa de Joe Paulson se incendió.La sala de estar se había llenado de olor a cerveza cocida.Un momento después explotó el cuadro tridimensional de Jesús—¡No! --chilló Becka, al comprender de pronto que desde el principio había sido ella y

sólo ella quien lo había pensado todo, quien de alguna manera había leído los pensamientos de aquellas personas; había sido el agujero en la cabeza y el agujero le había hecho algo en el cerebro; se lo había vigorizado, como quien dice. La imagen de la pantalla cambió de nuevo y Becka se vio bajando de la escalera con el revólver calibre 22 en la mano, apuntándose con él... parecía una mujer a punto de suicidarse más que un ama de casa en día de limpieza.

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Su marido se estaba poniendo negro delante de sus propios ojos.Corrió hacia él, le cogió la mano carbonizada y húmeda... y también ella recibió la

descarga eléctrica. No pudo apartarse, como el conejo de los dibujos animados que no pudo despegarse del muñeco de brea a quien había dado una bofetada por insolente.

Jesús, Jesús, pensó cuando la corriente la fulminó y la hizo poner de puntillas.Y una voz enloquecida, como un maullido, la voz de su padre, se elevó en su cabeza.

Te he engañado, Becka. ¿A que sí? Y has picado como una tonta.La tapa trasera del televisor, que Becka había vuelto a poner en su sitio después de

hacer los cambios (por si acaso a Joe se le ocurría echar una mirada), salió despedida hacia atrás con un gran relámpago de luz azul. Joe y Becka Paulson cayeron sobre la alfombra. Joe ya estaba muerto. Y cuando el papel humeante de la pared de detrás del televisor empezó a quemar las cortinas, Becka también.

Edicion española: Editorial ¿...?Título: Caricias de HorrorEdicion Original: I Shudder At Your TouchCopyright ¿...?Posteriormente apareció una revisión de esta historia como un capítulo del libro "Tommyknockers", bajo el título "Becka Paulson".

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Los chicos del maíz

Titulo original: Children of the cornDel libro: Las mejores historias de terror 5Traducción: Hernan Sabaté© 1978 by DAW Books, inc.© Ediciones Martínez Roca, S. A., 1985Gran vía, 774, 7.°, 08013 BarcelonaISBN 84-270-0960-7Edición digital de Sugar Brown

Stephen King apareció un par de veces a fines de los años sesenta en Startling Mystery Stories, compañera de Magazine of Horror bajo la dirección de Robert A. W. Lowndes. Startling fue una revista que presentaba las primeras obras de ficción de autores como Ramsey Campbell, Eddy Berrín, Gerald Page o Richard Lupoff; sin embargo, King aparecería pronto como gran novelista con títulos como Carrie y El resplandor, ambas llevadas a la pantalla cinematográfica con gran éxito, Salem's Lot y otras, convirtiéndose probablemente en el autor actual de fantasía y terror de más éxito en el mundo. Los chicos del maíz expone claramente la razón de esta buena acogida: King escribe un tipo de terror muy fuerte. En la actualidad, King vive en Inglaterra; según se dice, en una casa encantada. Su agente literario, Kirby McCauley, nos ha dicho que se encuentra «especialmente feliz».

Burt elevó demasiado el volumen de la radio y no volvió a bajarlo porque estaban al borde de otra discusión, y él no quería que eso ocurriera. Se resistía desesperadamente a que ocurriera. Vicky dijo algo. —¿Cómo?—gritó él. —¡Baja el volumen! ¿Quieres romperme los tímpanos? Mordió con fuerza lo que podría haber brotado de sus labios y bajó el volumen. Vicky se abanicaba con el pañuelo de cabeza a pesar de que el Tunderbird tenía aire acondicionado. —¿Dónde estamos, al fin y al cabo? —En Nebraska. Ella le clavó una mirada fría y neutral. —Sí, Burt. Sé que estamos en Nebraska, Burt. ¿Pero dónde demonios estamos? —Tú tienes el mapa de carreteras. Míralo. ¿O acaso no sabes leer? —Muy ingenioso. Para esto abandonamos la autopista. Para poder contemplar quinientos kilómetros de plantaciones de maíz. Y para poder disfrutar de la chispa y la sabiduría de Burt Robeson. Él apretaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Resolvió que lo apretaba así porque si aflojaba la presión era posible que una de esas manos saliera disparada y se estrellara contra los morros de la ex Reina de la Promoción. «Estamos salvando nuestro matrimonio —pensó—. Si empleamos el mismo método que nuestros soldados utilizaban para salvar aldeas durante la guerra.» —Vicky —dijo cautelosamente—. Desde que salimos de Bostón he conducido más de dos mil kilómetros por autopistas. Durante todo ese trayecto tú te has negado a conducir. Después... —¡Yo no me he negado! —exclamó Vicky vehementemente—. Sólo ocurre que me atacan las jaquecas cuando conduzco durante demasiado tiempo... —Cuando te pedí que me orientaras por algunas de las carreteras comarcales tú dijiste claro que si, Burt. Esas fueron textualmente tus palabras. Claro que sí, Burt. Entonces... —A veces me pregunto cómo llegué a casarme contigo. —Lo que hiciste fue pronunciar dos palabritas.

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Ella le miró un momento, con los labios exangües, y después cogió el mapa de carreteras y pasó las páginas con gesto iracundo. Había sido un error dejar la autopista, pensó Burt morosamente. Y además era una lástima, porque hasta entonces se habían entendido bastante bien. y se habían tratado el uno al otro casi como seres humanos. A veces había tenido la impresión de que ese viaje a la costa, emprendido con el pretexto de visitar al hermano y el cuñado de Vicky, pero que en verdad era una tentativa desesperada de salvar su propio matrimonio, iba a culminar con éxito. Pero desde el momento en que abandonaron la autopista todo había vuelto a empeorar. ¿Hasta qué punto? Bien, en verdad, hasta un punto límite. —Dejamos la autopista en Hamburg, ¿no es cierto? —Sí. —No hay ninguna otra población hasta Gatlin —anunció ella—. Faltan treinta kilómetros. Un pueblo atravesado sobre la carretera. ¿Crees que podremos detenernos allí para comer algo? ¿O tu soberano programa estipula que hemos de seguir viajando hasta las dos, como ayer? Apartó los ojos de la carretera para mirarla. —Estoy harto, Vicky. Por lo que a mí concierne, podemos dar media vuelta aquí y volver a casa e ir a entrevistarnos con ese abogado con el que querías hablar. Porque esto ya no funciona... Ella había vuelto a mirar hacia delante, impasiblemente. De pronto apareció en su rostro una expresión de sorpresa y de miedo. —Cuidado Burt, vas a... Él dirigió nuevamente su atención hacia la carretera justo a tiempo para ver que algo desaparecía debajo del parachoques del Tunderbird. Un instante después, cuando sólo estaba empezando a pasar la presión del acelerador al freno, sintió que algo se aplastaba tétricamente, primero bajo las ruedas delanteras y después bajo las traseras. Fueron despedidos hacia delante cuando el automóvil frenó sobre la línea de separación central, pasando de setenta y cinco a cero kilómetros por hora a lo largo de las huellas negras de los neumáticos. —Un perro —exclamó él—. Dime que ha sido un perro. Las facciones de ella estaban pálidas, del color del requesón. —Un niño. Un crío pequeño. Salió corriendo del maizal y... Te felicito, campeón. Vicky abrió dificultosamente la portezuela, se encorvó hacia afuera y vomitó. Burt estaba muy erguido detrás del volante del T-Bird, sujetándolo sin fuerza. Durante un largo rato sólo tuvo conciencia del olor exuberante del abono. Entonces descubrió que Vicky había desaparecido y cuando miró por el espejo exterior vio que se acercaba tambaleándose torpemente hacia un bulto que parecía un montón de harapos. Por lo general, era una mujer garbosa, pero ahora su apostura se había esfumado. Es un caso de homicidio. Así es como lo llaman. Aparté los ojos de la carretera. Cortó el contacto y se apeó. El viento susurraba suavemente entre el maíz que había alcanzado la estatura de un hombre y seguía creciendo, y al susurrar producía un soplo extraño, como el de una respiración. Ahora Vicky estaba junto al bulto de harapos, y él la oyó sollozar. Se hallaba a mitad de trayecto entre el coche y el lugar donde se hallaba Vicky, cuando vislumbró algo a la izquierda, un manchón llamativo de color rojo, muy brillante, en medio del verde. Se detuvo y miró fijamente hacia el maizal. Pensó (cualquier cosa con tal de desentenderse de esos harapos que no eran harapos) que ésa debía de haber sido una excelente temporada de cultivo para el maíz. Crecía muy apretado, casi a punto de dar fruto. Si uno se internaba entre esas pulcras hileras umbrías, podría pasar todo un día buscando nuevamente la salida. Pero ahí mismo se quebraba la pulcritud. Varios tallos altos estaban rotos y ladeados. ¿Y qué era eso que se ocultaba en el fondo de las sombras? —¡Burt! —le gritó Vicky—. ¿No quieres venir a mirar? ¡Así podrás contar a tus compañeros de póquer lo que cazaste en Nebraska! No... Pero el resto de la frase se ahogó entre nuevos sollozos. Su sombra formaba un charco nítido alrededor de sus pies. Era casi mediodía.

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La sombra se cerró sobre él cuando entró en el maizal. La pintura roja para paredes de granero era sangre. Se oía un zumbido bajo, soñoliento, a medida que las moscas se posaban, saboreaban, y volvían a remontarse bordoneando... quizá para ir a alertar a sus compañeras. Más adentro, las hojas también estaban salpicadas de sangre. Seguramente no podía haber saltado tan lejos. Y entonces vio a sus pies el objeto que había divisado desde la carretera. Lo alzó. Allí era donde se truncaba el orden de las hileras. Varios tallos se ladeaban como si estuvieran borrachos, y dos de ellos estaban netamente cercenados. La tierra había sido hendida. Había sangre. El maíz susurraba. Con un ligero estremecimiento, volvió a la carretera. Vicky era presa de un ataque de histeria y le gritaba palabras ininteligibles, llorando, riendo. ¿A quién se le habría ocurrido pensar que el final sería tan melodramático? La miró y comprendió que él no tenía una crisis de identidad ni pasaba por una etapa difícil de transición. No se trataba de ninguna de esas contingencias que estaban tan de moda. La aborrecía. Le pegó una fuerte bofetada. Ella se calló bruscamente y apoyó una mano sobre la marca cada vez más roja de sus dedos. —Irás a la cárcel, Burt —dictaminó solemnemente. —No lo creo —respondió él, y depositó a sus pies la maleta que había encontrado en el maizal. —¿Qué...? —No lo sé. Supongo que era de él. Señaló el cuerpo despatarrado que yacía boca abajo sobre la carretera. A juzgar por su aspecto no tenía más de trece años. La maleta era vieja. El cuero marrón estaba maltratado y desgastado. Dos trozos de cuerda para tender la ropa habían sido enroscados alrededor de ella y asegurados con grandes y grotescos nudos marineros. Vicky se inclinó para desatarlos, vio la sangre apelmazada y retrocedió. Burt se arrodilló y volteó cuidadosamente el cuerpo. —No quiero mirar —dijo Vicky, mirando a su pesar con expresión impotente. Y cuando el rostro de desorbitados ojos ciegos se torció hacia ellos, Vicky volvió a chillar. La cara del chico estaba sucia, convulsionada por una mueca de terror. Lo habían degollado. Burt se levantó y rodeó a Vicky con los brazos cuando ella empezó a oscilar. —No te desmayes —murmuró quedamente—. ¿Me oyes, Vicky? No te desmayes. Lo repitió una y otra vez y por fin ella se recuperó un poco y lo abrazó con fuerza. Parecían estar bailando en la carretera bañada por el sol de mediodía, con el cadáver del niño a sus pies. —¿Vicky? —¿Qué? —Su voz estaba sofocada por la camisa de Burt. —Vuelve al coche y métete las llaves en el bolsillo. Quita la manta del asiento posterior y coge mi escopeta. Tráelas aquí. —¿La escopeta? —Alguien lo degolló. Quizá nos está vigilando. Ella alzó violentamente la cabeza y sus ojos desencajados escudriñaron el maizal. Éste se extendía hasta donde alcanzaba la vista, ondulando a lo largo de pequeñas depresiones y protuberancias del terreno. —Sospecho que se ha ido. Pero no debemos arriesgarnos. Vete y haz lo que te digo. Vicky caminó en silencio hasta el coche, seguida por su sombra, una mascota oscura que no se separaba de ella a esa hora del día. Cuando Vicky se inclinó sobre el asiento posterior, Burt se acuclilló junto al cadáver. Un varón de tez blanca, sin marcas distintivas. Arrollado, sí, pero el T-Bird no le había cercenado el cuello. El tajo era mellado e ineficiente —ningún sargento del ejército le había enseñado al homicida los detalles más sutiles de la lucha cuerpo a cuerpo— pero el efecto había sido letal. Había corrido o lo habían empujado a través de los diez metros del maizal, muerto o mortalmente herido. Y Burt Robeson lo había embestido. Si el muchacho estaba vivo cuando le había atropellado el coche, el accidente le había restado, a lo sumo, treinta segundos de vida. Respingó cuando Vicky le dio un golpecito en el hombro.

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Ella tenía doblada sobre el brazo izquierdo la manta militar marrón, y sostenía con la mano derecha la escopeta enfundada. Miraba en otra dirección. Burt cogió la manta y la desplegó sobre la carretera. Hizo rodar el cuerpo hasta depositarlo sobre el rectángulo de tela. Vicky emitió un gemido de desesperación. —¿Estás bien? —La observó—. ¿Vicky? —Estoy bien —asintió con voz estrangulada. Burt plegó los bordes de la manta sobre el cadáver y lo alzó, aborreciendo su peso muerto. El cuerpo intentó doblarse en U entre sus brazos y resbalar al suelo. Burt lo apretó con más fuerza y se encaminaron hacia el Thunderbird. —Abre el maletero —gruñó él. El maletero estaba lleno de artículos de viaje: maletas y recuerdos. Vicky lo transportó casi todo al asiento posterior y Burt deslizó el cuerpo en el espacio desalojado y cerró enérgicamente. Dejó escapar un suspiro de alivio. Vicky lo esperaba junto a la portezuela del lado del conductor, sin soltar el arma enfundada. —Colócala atrás y sube. Consultó su reloj y comprobó que sólo habían transcurrido quince minutos. Hubiera dicho que habían pasado varias horas. —¿Y la maleta? —preguntó ella. Burt trotó por la carretera hasta donde la maleta descansaba sobre la línea blanca de separación de la calzada, como el punto focal de un cuadro impresionista. La levantó por el asa destartalada y se detuvo un momento. Tenía la acuciante sensación de que los estaban vigilando. Era una sensación de la que se hablaba en los libros, sobre todo en las novelas baratas, y siempre había puesto en duda su existencia. Ahora no. Era como si en el maizal hubiera gente, quizá muchas personas, que se preguntaban fríamente si la mujer podría sacar el arma de la funda y utilizarla antes de que pudieran cogerlo a él, arrastrarlo hasta las hileras sombrías, degollarlo... Corrió de vuelta, con el corazón palpitante, arrancó las llaves de la cerradura del maletero, y montó en el coche. Vicky estaba llorando nuevamente. Burt arrancó, y antes de que hubiera pasado un minuto ya no pudo localizar en el espejo retrovisor el tramo donde había sucedido. —¿Cómo dijiste que se llama la próxima ciudad? —preguntó. —Oh. —Ella volvió a inclinarse sobre el mapa de carreteras—. Gatlin. Llegaremos dentro de diez minutos. —¿Parece suficientemente grande para tener un destacamento de policía? —No. Es sólo un punto. —Quizás haya un alguacil. Viajaron un rato en silencio. Pasaron frente a un silo que se levantaba a la izquierda. Nada más que maíz. No se cruzaron con ningún vehículo que fuera en dirección contraria. Ni siquiera con el camión de una granja. —¿Nos cruzamos con algo desde que salimos de la autopista, Vicky? —preguntó él. Vicky reflexionó un momento. —Con un coche y un tractor. En la intersección. —No, digo desde que entramos en esta carretera. La carretera 17. —No, creo que no. Probablemente antes éste habría sido el prefacio de algún comentario cáustico. Ahora Vicky se limitó a mirar, por su mitad del parabrisas, la carretera que se desplegaba ante ellos y la interminable línea de separación de los dos carriles. —Vicky, ¿puedes abrir la maleta? —¿Crees que eso importa? —No lo sé. Quizá sí. Mientras ella aflojaba los nudos (con un talante especial, inexpresivo pero de labios apretados, tal como el que Burt recordaba que tenía su madre cuando vaciaba las vísceras del pollo de los domingos), él encendió la radio. La emisora de música pop que habían estado escuchando quedó casi eclipsada por la estática y Burt hizo correr lentamente la aguja roja a lo largo de la banda. Informaciones agrícolas. Buck Owens. Tammy Wynette. Todo lejano, deformado y casi reducido a jerigonza. Hasta que, cerca del final, el altavoz rugió una sola palabra, tan potente y clara como si los

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labios que la habían pronunciado se hallaran directamente detrás de la radio, en el tablero de instrumentos. —¡EXPIACIÓN! —bramó la voz. Burt lanzó un gruñido de sorpresa. Vicky respingó. —¡SÓLO NOS SALVARÁ LA SANGRE DEL CORDERO! —tronó la voz, y Burt bajó apresuradamente el volumen. Sin duda la emisora se hallaba cerca. Tan cerca que... sí, ahí estaba. Un trípode aracnoideo rojo, asomando del maizal en el horizonte y recortándose contra el cielo azul. La torre de la radio. —La palabra es expiación, hermanos y hermanas —proclamó la voz, con un tono más coloquial. En el fondo, fuera del alcance del micrófono, otras voces murmuraron amén—. Están aquellos que piensan que es honesto internarse en el mundo, como si pudieras trabajar en él y marchar por él sin que te contamine. Pero ¿es esto lo que nos enseña el verbo divino? Lejos del micrófono, pero siempre con fuerza. —¡No! , —¡JESÚS BENDITO! —vociferó el predicador, y ahora sus palabras adquirieron una poderosa cadencia acompasada, casi tan compulsiva como la de un ritmo frenético de rock-and-roll—. ¿Cuándo aprenderán que ese camino conduce a la muerte? ¿Cuándo se convencerán de que el salario de este mundo se paga en el otro? ¿Eh? ¿Eh? El Señor ha dicho que hay muchas moradas en Su casa. Pero no hay lugar para el fornicador. No hay lugar para el codicioso. No hay lugar para el profanador del maíz. No hay lugar para el homosexual. No hay lugar... Vicky apagó la radio. —Esos desvaríos me enferman. —¿Qué dijo? —le preguntó Burt—. ¿Qué dijo del maíz? —No lo oí. Vicky estaba tirando del nudo de la segunda cuerda para tender la ropa. —Dijo algo acerca del maíz. Lo sé. —¡Ya está! —exclamó Vicky, y la maleta se abrió sobre su regazo. Pasaban frente a un cartel que decía: «GATLIN 7 KM. CONDUZCA CON CUIDADO. PROTEJA A NUESTROS NIÑOS». El cartel había sido colocado por el Rotary. Estaba agujereado por proyectiles calibre 22. —Calcetines —dijo Vicky—. Dos pantalones..., una camisa.... un cinturón..., una corbata con un... —Se interrumpió, mostrándole el sujetador de corbata de metal descascarado—. ¿Quién es éste? Burt lo miró de reojo. —Supongo que Hopalong Cassidy. —Oh —murmuró ella. Volvió a guardar el chisme. Estaba llorando nuevamente. Al cabo de un momento, Burt dijo: —¿Hubo algo que te llamó la atención en ese sermón radiofónico? —No. Con las filípicas de esa naturaleza que escuché cuando era niña ya tengo suficiente hasta el fin de mis días. Ya te he hablado de eso. —¿No crees que parecía una persona muy joven? Me refiero al predicador. Vicky lanzó una risita desprovista de humor. —Quizás era un adolescente. (,Y qué? Es lo que más me horroriza en toda esta pantomima. Les gusta pillarlos cuando todavía tienen el cerebro maleable. Saben cómo implantarles toda clase de controles emocionales. Deberías haber estado en algunas de las asambleas religiosas a las que me arrastraron mis padres..., esas mismas donde me «salvaban». Se celebraban en grandes tiendas. Deja que recuerde. Una de las estrellas era Baby Hortense, la Maravilla Cantora. Tenía ocho años. Aparecía en escena y cantaba Leaning on the Everlasting Arms mientras su padre pasaba el cepillo, diciéndoles a todos que fueran generosos, «para no decepcionar a esta criatura». Otra estrella era Norman Staunton. Éste prometía el fuego y el azufre del infierno vestido con su trajecito de pantalones cortos. Tenía apenas siete años. Vicky hizo un ademán de asentimiento al ver que él la miraba con expresión incrédula.

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—Y tampoco eran los únicos. Había muchos otros. Eran buenos señuelos. —Pronunció esta última palabra como si la hubiera escupido—. Ruby Stampnell. Era una curadora por la fe, de diez años de edad. Las hermanas Grace. Salían a escena con unos pequeños halos de papel de aluminio sobre las cabezas y... ¡oh! —¿Qué sucede? Él se volvió bruscamente para mirar a Vicky y lo que sostenía en la mano. Vicky contemplaba absorta el objeto. Sus manos lo habían palpado, al hurgar el fondo de la maleta, y lo habían extraído mientras hablaba. Burt detuvo el coche para inspeccionarlo mejor. Ella se lo entregó en silencio. Era un crucifijo confeccionado con vainas de maíz retorcidas, en otra época verdes y ahora secas. Una mazorca de maíz enano estaba atado a ellas con barbas de maíz entretejidas. La mayoría de los granos habían sido cuidadosamente extirpados, probablemente de uno en uno, con un cortaplumas. Los granos restantes formaban una tosca figura cruciforme en un altorrelieve amarillento. Ojos de granos de maíz, con sendos cortes transversales que sugerían las pupilas. Brazos estirados de granos de maíz, las piernas juntas. terminando en un grosero simulacro de pies desnudos. Arriba, cuatro letras también talladas en el zuro blanco como un hueso: I N R I. —Es una fantástica obra de artesanía —comentó él. —Es abominable—respondió Vicky, con voz apagada y tensa—. Tíralo. —Vicky, es posible que la policía quiera verlo. —¿Por qué? —Bien, no sé por qué. Quizá... —Tíralo. ¿Quieres tener la gentileza de hacerme ese favor? No lo soporto en el coche. —Lo dejaré atrás. Y apenas hayamos hablado con la policía, nos libraremos de él, de una manera u otra. Te lo prometo. ¿De acuerdo? —¡Oh, haz lo que se te antoje! —le gritó Vicky—. Al fin y al cabo eso es lo que harás, de todas maneras. Ofuscado, él arrojó el crucifijo al asiento trasero, donde aterrizó sobre una pila de ropa. Los ojos de granos de maíz miraban extáticamente la luz del techo del Tunderbird. El volvió a arrancar, y los neumáticos despidieron una andanada de grava. —Entregaremos a la policía el cadáver y todo lo que había en la maleta —prometió Burt—. Después nos desentenderemos de este asunto. Vicky no contestó. Se miraba las manos. Un kilómetro y medio más adelante, a los interminables maizales los sustituyeron una serie de granjas y cobertizos junto a la carretera. En un solar vieron unas gallinas sucias que picoteaban distraídamente la tierra. Sobre los techos de los graneros se veían desteñidos anuncios de gaseosas y de tabaco para mascar. Pasaron frente a un alto cartel que decía: «SÓLO JESÚS SALVA». También pasaron frente a una cafetería con unos surtidores de gasolina Conoco, pero Burt resolvió entrar en el centro de la ciudad, si la había. En caso contrario, podrían volver a la cafetería. Sólo después de dejarla atrás se le ocurrió pensar que el aparcamiento estaba vacío, exceptuando una vieja camioneta mugrienta que parecía descansar sobre dos neumáticos pinchados. De pronto Vicky se echó a reír, con una risa aguda y sofocada que a Burt le pareció peligrosamente próxima a la histeria. —¿Qué es lo que te parece tan gracioso? —Los carteles —respondió ella, resollando e hipando—. ¿No los has leído? Verdaderamente, no bromeaban cuando designaron a esta zona con el nombre de Cinturón Bíblico. Cielos, ahí hay más. Tuvo un nuevo estallido de risa histérica, y se cubrió la boca con ambas manos. Cada cartel, ostentaba una sola palabra. Descansaban sobre estacas blanqueadas que habían sido implantadas en el borde arenoso de la carretera. De eso hacía mucho tiempo, a juzgar por su aspecto. Se acercaban a trechos de veinte o treinta metros y Burt leyó: UNA... NUBE... DE... DÍA... UNA... COLUMNA... DE... FUEGO... POR...LA...NOCHE. —Sólo se olvidaron un detalle —dijo Vicky, sin poder contener su risita. —¿Cuál? —preguntó Burt, frunciendo el ceño. —La loción Burma.

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Vicky apretó los nudillos contra la boca abierta para ahogar la risa, pero los sonidos semihisté ricos siguieron fluyendo como burbujas de ginger-ale efervescente. —¿Te sientes bien, Vicky? —Se me pasará. Apenas estemos a mil quinientos kilómetros de aquí, en la soleada y pecaminosa California, separados de Nebraska por las Montañas Rocosas. Apareció otra serie de carteles y los leyeron en silencio. TOMA... ESTO... Y...CÓMELO... DICE. . EL...SEÑOR. «¿Por qué he de asociar inmediatamente ese pronombre indefinido con el maíz? —pensó Burt—. ¿No es lo que dicen cuando te dan la comunión?» Hacía tanto tiempo que no iba a la iglesia que en verdad no lo recordaba. No le sorprendería que en ese lugar usaran pan de maíz a manera de hostias consagradas. Abrió la boca para comentarlo con Vicky, pero después lo pensó mejor. Llegaron a la cresta de una ligera pendiente y Gatlin apareció a sus pies, con sus tres manzanas de casas, semejante al decorado de una película sobre la época de la depresión. —Debe de haber un alguacil —dijo Burt, y se preguntó por que la aparición de ese pueblo campesino que dormitaba al sol le había obturado la garganta con un mazacote de miedo. Dejaron atrás un cartel que advertía la prohibición de transitar a más de cuarenta y cinco kilómetros por hora, y otro letrero, carcomido por la herrumbre, que decía: «ESTA ENTRANDO EN GA TLIN. 1.1. PUEBLO MÁS BELLO DE NEBRASKA... ¡Y DEL MUNDO! POBLACION: 5.431 HABITANTES». A ambos lados de la carretera se levantaban unos olmos polvorientos, secos en su mayor parte. Pasaron frente al aserradero Gatlin y frente a una gasolinera donde los carteles de los precios se mecían lentamente a merced de la tibia brisa del mediodía: «NORMAL 35,9 SUPER 38,9», y otro que decía: «GASÓLEO PARA CAMIONES AL FONDO». Cruzaron Elm Street. y después Birch Street. y divisaron la plaza del pueblo. Las casas que flanqueaban las calles eran de madera común, y tenían galenas protegidas por mamparas. Angulosas y funcionales. El césped era amarillo y apático. Delante de ellos un perro mestizo se adelantó lentamente hasta la mitad de Maple Street, los miró un momento, y después se tumbó sobre la calzada con el hocico entre las patas. —Para —ordenó Vicky—. Detente aquí mismo. Burt aparcó obedientemente junto a la acera. —Da la vuelta. Vamonos a Grand Iland. No está muy lejos, ¿verdad? Salgamos de aquí. —¿Qué sucede, Vicky? —¿Cómo me lo preguntas? —exclamó ella, elevando la voz atiplada—. Este pueblo está vacío, Burt. Aquí no hay nadie, excepto nosotros. ¿No te das cuenta? El había intuido algo, y seguía intuyéndolo. Pero... —Eso es sólo lo que parece —respondió—. Claro que es un pueblo con una sola boca de riego. Probablemente estén todos en una fiesta de beneficencia o jugando al bingo. —Aquí no hay nadie. —Repitió las palabras con un énfasis extraño, tenso—. ¿No te has fijado en la gasolinera que dejamos atrás? —Sí, junto al aserradero. Burt tenía la mente en otra parte, mientras escuchaba el monótono bordoneo de una cigarra que chirriaba en uno de los olmos próximos. Olía el maíz, las rosas polvorientas, y el abono... por supuesto. Por primera vez estaban fuera de la autopista y en un pueblo. Un pueblo de un estado que nunca habían visitado (aunque lo habían sobrevolado de cuando en cuando en los 747 de United Airlines) y que le producía una sensación desagradable y cautivante a un tiempo. Más adelante encontrarían un drugstore con una fuente de gaseosa, un cine llamado Bijou y una escuela llamada John Fitzgerald Kennedy. —Burt, los carteles indicaban que la gasolina normal costaba 35,9 céntimos y la super 38,9. ¿Cuánto tiempo hace que no se pagan esos precios en este país? —Por lo menos cuatro años —confesó él—. Pero, Vicky... —¡Estamos en el centro del pueblo, Burt, y no hay ni un coche! ¡Ni un coche! —Grand Island está a más de cien kilómetros de aquí. Llamaríamos la atención si lo lleváramos allí. —No me importa. —Escucha, iremos hasta el edificio de los tribunales y... —¡No!

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«Eso es, maldita sea, eso es. Ahí está, bien sintetizada, la razón por la cual nuestro matrimonio se va al diablo. No quiero. No señor. Y además, si no me dejas hacer lo que se me antoja, aguantaré la respiración hasta ponerme morada.» —Vicky —dijo él. —Quiero irme de aquí, Burt. —Escúchame, Vicky. —Da la vuelta. Vámonos. —Vicky, ¿quieres callarte un momento? —Me callaré cuando enderecemos en dirección contraria. Vámonos. —¡Llevamos un muchacho muerto en el maletero del coche! —vociferó él, y se regocijó al ver cómo respingaba, cómo sus facciones se descomponían. Continuó con voz más baja—: Lo degollaron y lo arrojaron a la carretera y yo lo arrollé. Ahora iré hasta el edificio de los tribunales o lo que tengan aquí, y comunicaré lo que ha sucedido. Si quieres empezar a caminar hacia la autopista, hazlo. Te recogeré en el trayecto. Pero no me pidas que dé la vuelta y me dirija a Grand Island, que está a más de cien kilómetros de aquí, como si sólo transportáramos un saco de basura y no un cadáver. Ese niño tiene madre, y denunciaré lo ocurrido antes de que quien lo mató se haya ocultado en las montañas. —Hijo de puta —murmuró ella, llorando—. ¿Qué hago aquí contigo? —No lo sé —dijo él—. Ya no lo sé. Pero la situación tiene remedio, Vicky. Burt arrancó y se alejó de la acera. El perro levantó la cabeza al oír el breve chirrido de los neumáticos y después volvió a apoyarla sobre las patas. Recorrieron la manzana que los separaba de la plaza. En la esquina de Main y Pleasant, la primera se bifurcaba. Había realmente una plaza urbana, una parcela de césped con un pabellón de música en el centro. En el otro extremo, donde Main Street constituía de nuevo una sola calle, se levantaban dos edificios de aspecto oficial. Burt alcanzó a distinguir el letrero de uno de ellos: «AYUNTAMIENTO DE GATLIN». —Ahí es —exclamó. Vicky no contestó. Al llegar al centro de la plaza, Burt volvió a detener el coche. Estaban frente al Gatlin Bar and Grill. —¿Adonde vas? —le preguntó Vicky, alarmada, cuando él abrió la portezuela de su lado. —A preguntar dónde está la gente. En el escaparate hay un cartel que dice «Abierto». —No quiero quedarme sola. —Pues entonces ven conmigo. ¿Quién te lo impide? Vicky abrió también su portezuela y se apeó mientras Burt pasaba frente al coche. Él vio que estaba muy pálida y experimentó un fugaz sentimiento de compasión. De compasión irremediable. —¿Lo oyes? —inquirió Burt, al reunirse con él. —¿Si oigo qué? —El silencio. Ni coches, ni gente, ni tractores. Nada. Y entonces, una manzana más adelante, estallaron unas tuertes y alegres risas infantiles. —Oigo a los niños—manifestó él—. ¿Tú no? Ella le miró, inquieta. Burt abrió la puerta del restaurante y se introdujo en un calor seco, antiséptico. El piso estaba cubierto de polvo. Las superficies cromadas estaban empañadas. Las paletas de los ventiladores del techo estaban inmóviles. Mesas vacías. Taburetes vacíos. Pero el espejo de detrás de la barra estaba hecho trizas, y había algo más... Todos los grifos de la cerveza habían sido rotos. Descansaban sobre la barra como extravagantes ormanetos. La voz de Vicky sonó burlona y próxima a quebrarse. —Claro. Pregúntaselo a cualquiera. Disculpe, señor, ¿puede decirme...? —Oh, cállate. —Pero habló en un tono opaco y débil. Estaban en medio de un rayo de sol polvoriento que entraba por el gran ventanal del restaurante, y él volvió a experimentar la sensación de que los vigilaban, y pensó en el chico que llevaban en el maletero y en las estridentes risas infantiles. Inexplicablemente se le ocurrió una frase, una frase de connotación legal, y empezó a repetirla místicamente para sus adentros: «Algo nunca visto. Algo nunca visto. Algo nunca visto».

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Sus ojos recorrieron las tarjetas clavadas con chinchetas detrás de la barra y amarilleadas por el paso del tiempo: «HAMBURGUESA CON QUESO 35 centavos — PASTEL DE FRESA Y RUIBARBO 25 centavos — HOY ESPECIAL JAMÓN Y SALSA RED EYE CON PURÉ DE PATATAS 80 centavos». ¿Cuánto tiempo hacía que no veía tales precios? Vicky encontró la respuesta. —Mira esto —exclamó con voz chillona, señalando un almanaque colgado de la pared—- Supongo que están en la fiesta de beneficencia desde hace doce años. Lanzó una risa crepitante. Burt se acercó. La ilustración mostraba a dos niños que nadaban en un estanque mientras un simpático perrito se llevaba sus ropas. Debajo de la ilustración se leía: «GENTILEZA DE CARPINTERÍA Y FERRETERÍA GATLIN. Usted lo rompe, nosotros lo reparamos». El mes a la vista era el de agosto de 1964. —No entiendo —balbuceó Burt—, pero estoy seguro... —¡Estás seguro! —aulló Vicky histéricamente—. ¡Seguro que estás seguro! Eso forma parte de tu problema, Burt. ¡Has pasado toda tu vida estando seguro! Él se volvió hacia la puerta y Vicky lo siguió. —¿Adonde piensas ir? —Al ayuntamiento. —Burt, ¿por qué tienes que ser tan terco? Sabes que aquí pasa algo malo. ¿No puedes admitirlo, sencillamente? —No soy terco. Sólo quiero librarme de lo que llevo en el maletero. Pisaron la acera y Burt volvió a sentirse azotado por el silencio del pueblo y por el olor del abono. «Quién sabe por qué, nunca pensabas en ese olor cuando untabas el maíz con mantequilla y le echabas sal y le hincabas el diente.» Obsequio del sol, de la lluvia, de toda clase de fosfatos de factura humana y de una buena y saludable dosis de estiércol de vaca. Pero ese olor era curiosamente distinto del que él se había acostumbrado a respirar en la zona rural de Nueva York. Podía despotricar cuanto quisiera contra el abono orgánico, pero tenía una cualidad casi fragante cuando el labriego lo esparcía por los campos. No era uno de los más deliciosos perfumes, claro que no, pero cuando la brisa primaveral de la tarde lo recogía y lo diseminaba sobre la tierra recientemente roturada, se convertía en un olor con asociaciones agradables. Significaba que el invierno había terminado de una vez por todas. Significaba que las puertas de la escuela se cerrarían al cabo de seis semanas y que los críos se zambullirían en el verano. Era un olor que estaba irrevocablemente unido en su sensibilidad a otros aromas que si eran perfumados: el de la hierba forrajera, el del trébol, el del humus fresco, el de la malva, el del cornejo. Pero allí debían de emplear otro sistema, pensó. El olor era parecido, pero no el mismo. Tenía un substrato morbosamente dulzón. Casi cadavérico. Él había sido enfermero en Vietnam y estaba muy familiarizado con ese olor. Vicky estaba callada en el coche, y miraba con una expresión fascinada, que a Burt no le gustó, el crucifijo de maíz que sostenía sobre el regazo. —Deja eso —ordenó. —No —contestó ella, sin levantar la vista—. Tú jugarás tus juegos y yo jugaré los míos. Arrancó y siguió hasta la esquina. Un semáforo apagado colgaba sobre sus cabezas, mecido por la suave brisa. A la izquierda había una pulcra iglesia blanca. El césped estaba recortado. Junto al camino de losas que conducía hasta la puerta crecían flores bien cuidadas. Burt aparcó. —¿Qué haces? —Entraré y echaré una mirada —anunció Burt—. Es el único edificio del pueblo donde no parece haberse acumulado el polvo de los últimos diez años. Y mira la vitrina de los sermones. Vicky miró. Las letras blancas, cuidadosamente insertadas de- bajo del cristal, anunciaban: «EL PODER Y LA GRACIA DEL QUE MARCHA DETRÁS DE LA HILERAS». La fecha era la del 24 de julio de 1976. Una semana atrás. —«El Que Marcha Detrás De Las Hileras» —dijo Burt, apagando el motor—. Uno de los nueve mil nombres de Dios que sólo se emplea en Nebraska, supongo. ¿Vienes? Ella no sonrió. —No entraré contigo.

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—Excelente. Haz lo que quieras. —No he pisado una iglesia desde que me fui de casa, y no quiero estar en esta iglesia, y no quiero estar en este pueblo, Burt. Me siento aterrorizada. ¿Es que no podemos irnos, sencillamente? —Sólo tardaré un minuto. —Tengo mis llaves, Burt. Si no has vuelto dentro de cinco minutos, me iré y te dejaré aquí. —¡En, un momento! —Eso es lo que esperaré. Un momento. A menos que estés dispuesto a atacarme como un vulgar asaltante para quitarme las llaves. Supongo que podrías hacerlo. —Pero no crees que lo haga. —No. El bolso de ella descansaba sobre el asiento, entre los dos. Él lo cogió. Vicky gritó y tironeó de la correa. Burt lo puso fuera de su alcance. Sin molestarse en hurgar, se limitó a dar vuelta al bolso y a volcar todo su contenido. El llavero refulgió en medio de los Kleenex, los cosméticos, las monedas y las viejas listas de compras. Vicky se arrojó sobre las llaves pero él se le adelantó nuevamente y se las metió en el bolsillo. —No debiste hacer eso —sollozó Vicky—. Devuélvemelas. —No —contestó Burt, y le sonrió cruel e inexpresivamente—. Ni en sueños. —¡Por favor, Burt! ¡Tengo miedo! Ella tendió la mano, suplicante. —Esperarías dos minutos y resolverías que ya habías esperado lo suficiente. —No podría... —Y después te irías riéndote y diciendo para tus adentros: «Así Burt aprenderá a no contrariarme cuando deseo algo». ¿No ha sido ese tu lema durante nuestra vida de casados? Así Burt aprenderá a no contrariarme. Se apeó del coche. —¡Por favor, Burt! —gritó ella, deslizándose por el asiento—. Escucha... Saldremos del pueblo y telefonearemos desde una cabina pública, ¿te parece bien? Tengo montones de monedas. Sólo que... Podemos... ¡No me dejes sola, Burt, no me dejes sola aquí! Él le cortó el grito con un portazo y se recostó un momento contra la carrocería del T-Bird, apretándose con los pulgares los ojos cerrados. Ella aporreaba la ventanilla del lado del conductor y gritaba el nombre de él. Produciría una excelente impresión cuando finalmente encontrara una autoridad para entregarle el cadáver del chico. Oh, sí. Se volvió y empezó a caminar por el camino de losas que conducía a la puerta de la iglesia. Dos o tres minutos, sólo una mirada en torno, y volvería a salir. Probablemente ni siquiera encontraría la puerta abierta. Pero cuando la empujó, cedió silenciosamente sobre los goznes bien aceitados (reverentemente aceitados, pensó, y eso le pareció gracioso sin ningún motivo concreto) y entró en un vestíbulo tan fresco que casi resultaba glacial. Sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la penumbra. Lo primero que vio fue un montón de letras de madera acumuladas en el rincón más alejado, cubiertas de polvo y revueltas al azar. Se acercó a ellas, impulsado por la curiosidad. Parecían tan viejas y olvidadas como el almanaque del restaurante, a diferencia del resto del vestíbulo, que estaba barrido y ordenado. Las letras medían un poco más de medio metro de altura y obviamente formaban parte de una secuencia. Las desparramó sobre la alfombra —eran veintitrés— y las cambió de lugar como si estuviera armando un anagrama. AUTA GILES AIDE... NO. TÍA RATA LESBIA... ESO tampoco tenía ningún sentido. Luego construyó rápidamente la palabra IGLESIA. Aquello era absurdo. Estaba acuclillado jugando como un idiota con un montón de letras mientras Vicky enloquecía en el coche. Empezó a levantarse, y entonces lo vio claramente. Compuso la palabra BAUTISTA y alterando el orden de las letras restantes resultó DE GRACIA. IGLESIA BAUTISTA DE GRACIA. Aquellas letras debían de haber estado en la fachada. Las habían quitado y las habían arrojado indiferentemente en el rincón, y entre tanto habían pintado la iglesia de modo que ya no se veían sus marcos. ¿Por qué? Porque aquella ya no era la Iglesia Bautista de Gracia. Y entonces, ¿qué clase de iglesia era? Por algún motivo, esta pregunta le produjo un cosquilleo de miedo, y se levantó rápidamente, limpiándose el polvo de los dedos. ¿Qué importaba que hubieran desmontado un

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montón de letras? Quizás aquella se hubiese convertido en la Iglesia Flip Wilson de lo Que Está Ocurriendo Ahora. ¿Pero qué había ocurrido antes? Apartó impacientemente la idea y atravesó las puertas interiores. Ahora estaba en el fondo de la iglesia propiamente dicha, y cuando miró hacia la nave sintió que el terror se ceñía sobre su corazón y lo estrujaba fuertemente. Aspiró profunda y ruidosamente, en medio del silencio que impregnaba el recinto. El espacio situado detrás del pulpito estaba dominado por un gigantesco retrato de Cristo, y Burt pensó: «Si el resto del pueblo no hubiera impresionado a Vicky, esto le habría puesto los pelos de punta». Era un Cristo sonriente, vulpino. Sus ojos desorbitados, de mirada fija, le recordaron desagradablemente a los de Lon Chaney en El fantasma de la ópera. Dentro de cada una de las grandes pupilas negras alguien (presumiblemente un pecador) se ahogaba en un lago de fuego. Pero lo más extraño era que ese Cristo tenía una cabellera verde..., que según revelaba un estudio más minucioso estaba confeccionada con una masa enroscada de maíz estival. El retrato era tosco, pero impresionante. Parecía un comic mural dibujado por un niño con talento.... un Cristo del Antiguo Testamento o un Cristo pagano capaz de masacrar a sus ovejas a manera de sacrificio en lugar de guiarlas. Al pie de la hilera de bancos de la izquierda había un órgano, y al principio Burt no entendió qué era lo que hacía aparecer extraño al instrumento. Caminó por la nave de la izquierda y vio con creciente espanto que las teclas habían sido arrancadas, que los registros habían sido extirpados..., y que los tubos habían sido obturados con mazorcas de maíz. Sobre el órgano había un letrero cuidadosamente escrito que decía: «NO HABRÁ MAS MÚSICA QUE LA DE LA LENGUA HUMANA ORDENA EL SEÑOR». Vicky tenía razón. Allí pasaba algo espantoso. Contempló la posibilidad de suspender la exploración y de volver junto a Vicky, montar en el coche y abandonar el pueblo inmediatamente, sin hacer caso del ayuntamiento. Pero la idea le irritó: «Sé sincero —pensó—. Quieres poner a prueba su Prohibición número 5.000 antes de volver y confesarle que ella estaba en lo cierto desde el principio» . Se iría más o menos dentro de un minuto. Se encaminó hacia el pulpito, pensando: «Constantemente debe de pasar gente por Gatlin. En los pueblos vecinos debe de haber personas que tienen amigos y parientes aquí. La policía del estado de Nebraska debe de patrullar de vez en cuando...» ¿Y la compañía de electricidad? El semáforo estaba apagado. Si la corriente estaba cortada desde hacía doce largos años, seguramente lo sabían. Corolario: lo que parecía haber sucedido en Gatlin era imposible. Pese a todo, sentía escalofríos. Subió los cuatro escalones alfombrados que conducían al pulpito y miró los bancos vacíos, que brillaban en la penumbra. Le pareció sentir el peso de aquellos ojos macabros y resueltamente paganos que le perforaban la espalda. Sobre el atril descansaba una gran Biblia, abierta en el capítulo 38 de Job. Burt bajó la vista y leyó: «Entonces respondió el Señor a Job desde un torbellino, y dijo: "¿Quién es ése que oscurece el consejo con palabras sin sabiduría?... ¿Dónde estabas tú cuando yo fundabala tierra?"». El Señor. El Que Marcha Detrás De Las Hileras. Házmelo saber si tienes inteligencia. Y por favor pásame el maíz. Volvió las páginas de la Biblia y éstas produjeron un seco susurro en medio del silencio: el ruido que probablemente harían los fantasmas si existieran de verdad. Y en semejante lugar casi podías creer en ellos. Algunos fragmentos de la Biblia habían sido cercenados. Sobre todo del Nuevo Testamento. Alguien había resuelto enmendarle la plana al buen rey Jacobo con un par de tijeras. Pero el Antiguo Testamento estaba intacto. Se disponía a abandonar el pulpito cuando vio otro libro sobre un estante más bajo y lo cogió, pensando que podía ser un registro de bodas, confirmaciones y entierros. Hizo una mueca al leer las palabras estampadas en la cubierta, torpemente recortadas con láminas de oro: «ARRASAD A LOS INICUOS PARA OUE LA TIERRA VUELVA A SER FÉRTIL DICE EL SEÑOR DE LOS EJÉRCITOS». Allí parecía imperar una idea obsesiva, y a Burt no le gustaban mucho sus connotaciones.

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Abrió el libro en la primera página ancha, rayada. En seguida se dio cuenta de que había sido escrito por un niño. En algunos lugares había usado escrupulosamente una goma de borrar, y si bien no había errores de ortografía, las letras eran grandes y habían sido trazadas por una mano infantil que las había dibujado en lugar de escribirlas. La primera columna decía:

Amos Deigan (Richard), n. 4-9-1945 4-9-1964Isaac Renfrew (William), n. 19-9-45 19-9-1964Zepeniah Kirk (George), n. 14-10-1945 14-10-1964MaryWens(Roberta),n. 12-11-1945 12-11-1964Yemen Holis (Edward), n. 5-1-1946 5-1-1965

Burt frunció el ceño y siguió volviendo las páginas. Cuando faltaba una cuarta parte de las hojas para completar el libro, las dobles columnas se interrumpían bruscamente:

Rachel Stigman (Donna), n. 21 -6-1957 21 -6-1976Moses Richardson (Henry), n. 29-7-1957Malachi Boardman (Craig), n. 15-8-1957

El último asiento del libro correspondía a Ruth Clawson (Sandra), n. 30-4-1961. Burt inspeccionó el estante donde había encontrado aquel libro y descubrió otros dos. El primero tenía la misma leyenda de «ARRASAD A LOS INICUOS» y continuaba la misma lista, registrando fechas de nacimiento y nombres en la única columna. A comienzos de septiembre de 1964 encontró a Job Gilman (Clayton), n. el 6 de septiembre, y el siguiente asiento correspondía a Eve Tobin, n. el 16 de junio de 1965. Sin un segundo nombre entre paréntesis. El tercer libro estaba en blanco. Detrás del pulpito, Burt reflexionó. Algo había sucedido en 1964. Algo asociado con la religión, el maíz... y los niños. «Dios amado, te suplicamos que bendigas el maíz. En nombre de Jesús, amén.» Y el cuchillo en alto para inmolar el cordero... ¿Pero había sido un cordero? Quizá se había apoderado de ellos una manía religiosa. Solos, aislados del mundo exterior por centenares de kilómetros cuadrados de secretos maizales susurrantes. Solos bajo treinta y cinco millones de hectáreas de cielo azul. Solos bajo el ojo vigilante de Dios, que ahora era un extraño Dios verde, un Dios de maíz, envejecido, extravagante y hambriento. El Que Marcha Detrás De Las Hileras. Burt sintió que le recorría un escalofrío... Vicky, deja que te cuente una historia. Es la historia de Amos Deigan, que nació el 4 de septiembre de 1945 y se llamaba Richard Deigan. En 1964 optó por el nombre de Amos, un bello nombre del Antiguo Testamento, Amos, uno de los profetas menores. Bien, Vicky, lo que sucedió —no te rías— es que Dick Deigan y sus amigos —Billy Renfrew, George Kirk, Robería Wells y Eddie Hollis, entre otros— se hicieron religiosos y mataron a sus padres. A todos. ¿No te parece alucinante? Los acribillaron en la cama, los apuñalaron en la bañera, les envenenaron la comida, los ahorcaron o tal vez los destriparon. ¿Por qué? Por el maíz. Quizá se estaba secando. Quizá se les ocurrió la idea de que se secaba porque la gente pecaba demasiado. Porque no había suficientes sacrificios. Y los hubo. En el maizal, en las hileras. Y de alguna manera, de eso estoy seguro, Vicky, de alguna manera decidieron que nadie debía vivir más de diecinueve años. Richard «Amos» Deigan, el protagonista de nuestra historia, cumplió diecinueve años el 4 de septiembre de 1964..., la fecha que figura en el libro. Pienso que tal vez lo mataron. Lo sacrificaron en el maizal. ¿No te parece una historia tonta? Pero ahora veamos qué le sucedió a Rachel Stigman, que hasta 1964 se llamó Donna Stigman. Cumplió diecinueve años el 21 de junio, hace más o menos un mes. Moses Richardson nació el 29 de julio... y dentro de sólo tres días cumplirá diecinueve años. ¿Sospechas lo que le ocurrirá el 29 al viejo Moses? Yo lo imagino. Burt se humedeció los labios. Los sentía muy secos. Hay algo más, Vicky. Observa esto. Tenemos a Job Gilman (Clayton) que nació el 6 de septiembre de 1964. No hubo más nacimientos hasta el 16 de junio de 1965. Un vacío de diez

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meses. ¿Sabes lo que pienso? Mataron a todos los padres, incluyendo a las madres embarazadas. Eso es lo que pienso. Y una de ellas quedó embarazada en octubre de 1964 y alumbró a Eve. Una muchacha de dieciséis o diecisiete años. Eve. La primera mujer. Hojeó febrilmente el libro en sentido inverso y encontró el asiento de Eve Tobin. Debajo: «Adam Greenlaw, n. 11 de julio de l965». Ahora sólo debían de tener once años, pensó, y se le empezó a poner la carne de gallina. Y quizás están ahí fuera. En alguna parte. Pero ¿cómo podían haber ocultado eso? ¿Cómo era posible que continuara? ¿Cómo, a menos que el Dios implicado lo aprobara? —Jesús —murmuró Burt en medio del silencio, y fue entonces cuando el claxon del T-Bird empezó a sonar en la tarde, con un largo toque continuo. Burt saltó del pulpito y corrió por la nave central. Abrió la puerta exterior del vestíbulo, dejando que el sol caluroso, cegador, entrara a raudales. Vicky estaba erguida detrás del volante, con ambas manos apoyadas sobre el aro del claxon, sacudiendo frenéticamente la cabeza. Los niños se acercaban desde todas las direcciones. Algunos reían alegremente. Blandían cuchillos, hachas, tubos de hierro, piedras, martillos. Una niña, de unos ocho años, con una larga y hermosa cabellera rubia, empuñaba una manivela. Instrumentos rurales. Ni una sola arma de fuego. Burt sintió un incontenible deseo de gritar: ¿Cuáles de vosotros sois Adam y Eve? ¿Cuáles son las madres? ¿Cuáles las hijas? ¿Los padres? ¿Los hijos? Házmelo saber, si tienes inteligencia. Salían de las calles laterales, de los jardines del pueblo, por el portón del cerco de cadenas que rodeaba el campo de juegos de la escuela, situado una manzana más al este. Algunos de ellos miraron con aire indiferente a Burt, que estaba petrificado en la escalinata de la iglesia, y otros intercambiaron codazos y señalaron y sonrieron. .. Las dulces sonrisas de los niños... Las niñas usaban largos vestidos de lana marrón y cofias desteñidas. Los niños vestían trajes totalmente negros, como los párrocos cuáqueros, y sombreros de copa redonda y ala lisa. Avanzaban hacia el coche por la plaza, por los parterres, y unos pocos atravesaron el césped de lo que había sido la Iglesia Bautista de Gracia hasta 1964. Uno o dos pasaron tan cerca que podría haberlos tocado. —¡La escopeta! —vociferó Burt—. ¡ Vicky, coge la escopeta! Pero desde la escalinata vio que ella estaba paralizada por el pánico. Incluso dudaba de que lo oyera a través de las ventanillas cerradas. Convergieron sobre el Thunderbird. Las hachas y hachuelas empezaron a subir y a bajar rítmicamente. «Dios mío, ¿es que veo realmente esto?», pensó, alelado. Una flecha de cromo se desprendió de la carrocería del coche. El ornamento del capó salió volando. Los cuchillos dibujaron espirales a través de las bandas laterales de los neumáticos y el coche se sentó sobre el pavimento. El claxon seguía sonando y sonando. El parabrisas y las ventanillas laterales quedaron hechos trizas por efecto de la embestida..., y entonces el cristal de seguridad cayó pulverizado hacia adentro y pudo ver nuevamente. Vicky estaba acurrucada, con una sola mano sobre el aro del claxon, y la otra levantada para protegerse la cara. Unas ansiosas manos infantiles tantearon en el interior, buscando el dispositivo de seguridad de la portezuela. Ella las golpeó vehementemente. El toque de bocina se hizo intermitente y después enmudeció por completo. La portezuela maltratada y abollada del lado del conductor se abrió bruscamente. Intentaban sacarla a rastras, pero ella estaba aferrada al volante. Entonces uno de los niños se inclinó, empuñando un cuchillo, y... Su parálisis se disipó y se precipitó escalera abajo, a punto de caerse, y corrió hacia ellos por el camino de losas. Un muchacho de unos dieciséis años, cuyos largos cabellos rojos caían en cascada debajo del sombrero, se volvió hacia él, casi displicentemente, y algo cruzó por el aire. El brazo izquierdo de Burt se convulsionó hacia atrás y por un momento se le ocurrió la absurda idea de que lo habían golpeado a larga distancia. Después sintió el dolor, tan agudo y súbito que el mundo se tornó gris. Examinó su brazo con un asombro estúpido. Un cortaplumas Pensy de un dólar y medio asomaba de él como un raro tumor. La manga de su camisa deportiva J. C. Penney se estaba tiñendo de rojo. Miró el cortaplumas durante lo que pareció una eternidad, tratando de entender cómo podía estar allí... ¿Era posible?

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Cuando levantó la vista, el muchacho pelirrojo estaba casi encima de él. Tenía una expresión sonriente, confiada. —¡Cerdo! —le espetó Burt, con voz quebrada, atónita. —Encomienda tu alma a Dios, porque en seguida comparecerás ante Su trono —dijo el pelirrojo, y estiró las garras hacia los ojos de Burt. Burt retrocedió, arrancó el cortaplumas Pensy de su brazo, y lo clavó en el cuello del pelirrojo. La sangre saltó inmediatamente, a borbotones. Salpicó a Burt. El pelirrojo empezó a gorgotear y a caminar en círculo. Manoteó el cortaplumas, tratando de desprenderlo, pero no lo logró. Burt lo observaba, con la mandíbula desencajada. Nada de aquello sucedía realmente. Era un sueño. El muchacho pelirrojo gorgoteaba y caminaba. Ahora ese ruido era el único que se oía en la tarde calurosa. Los otros lo miraban pasmados. «Esa parte no figuraba en el guión —pensó Burt aturdido—. Vicky y yo sí figurábamos. Y el niño del maizal, que trataba de huir. Pero no uno de ellos.» Los miró ferozmente, con ganas de gritar: «¿Os gusta?». El muchacho pelirrojo lanzó un último y débil graznido, y se desplomó sobre las rodillas. Miró un momento a Burt y después apartó las manos del mango del cortaplumas y se tumbó hacia delante. Los niños congregados en torno del Thunderbird dejaron escapar un suspiro. Miraron a Burt. Éste les devolvió la mirada, fascinado..., y fue entonces cuando se dio cuenta de que Vicky había desaparecido. —¿Dónde está? —preguntó—. ¿Adonde la habéis llevado? Uno de los muchachos alzó hasta su propio cuello un cuchillo de caza salpicado de sangre e hizo un rápido movimiento transversal. Sonrió. Ésa fue la única respuesta. —A él —ordenó la voz de un chico mayor, desde atrás. Los niños empezaron a avanzar. Burt retrocedió. Ellos avanzaron más de prisa. Burt retrocedió más de prisa. La escopeta, ¡la condenada escopeta! Fuera del alcance de sus manos. El sol recortó oscuramente sus sombras sobre el césped verde de la iglesia..., y entonces él bajó a la acera. Se volvió y corrió. —¡Matadle! —rugió alguien, y emprendieron la persecución. Corrió, pero no al azar. Rodeó el ayuntamiento —allí no encontraría ayuda, y lo acorralarían como a una rata—, y enderezó por Main Street, que dos manzanas más adelante se ensanchaba y se convertía nuevamente en la carretera. Si hubiera hecho caso, él y Vicky se hallarían ahora en esa carretera y lejos. Sus mocasines golpeaban rítmicamente la calzada. Delante de él vio algunos otros edificios comerciales, incluyendo la heladería Gatlin y, por supuesto, el Bijou Theater. Las letras polvorientas de la marquesina anunciaban: «HOY STRENO OR POC DÍAS ELI A TH TAYLOR CLEOPA RA». Después de la intersección siguiente existía una gasolinera que marcaba el límite del pueblo. Y más allá el maizal, que se cerraba a ambos lados de la carretera. Una marea verde de maíz. Burt corría. Ya le faltaba el aliento y le dolía la herida del brazo. Y dejaba un rastro de sangre. Sin dejar de correr extrajo el pañuelo del bolsillo trasero y lo metió bajo la camisa. Corría. Sus mocasines repiqueteaban sobre el cemento resquebrajado de la acera y el aliento cada vez más caliente le raspaba la garganta. El brazo empezaba a palpitarle fuertemente. Un tramo cáustico de su cerebro intentó preguntarle si pensaba que podía correr hasta la próxima ciudad, si podía resistir treinta kilómetros de carretera de dos carriles. Corría. Los oía a sus espaldas, quince años más jóvenes y más veloces que él, ganando terreno. Sus pisadas restallaban sobre el pavimento. Intercambiaban alaridos y gritos. Burt pensó amargamente que se divertían más que con una alarma general de incendio. Hablarían de eso durante años. Burt corría. Pasó frente a la gasolinera que marcaba el límite del pueblo. El aire siseaba y rugía en su pecho. La acera desapareció bajo sus pies. Y ahora sólo le quedaba un recurso, una sola alternativa para librarse de ellos y escapar con vida. Ya no había casas ni pueblo. El maíz había vuelto a cerrarse como una plácida onda verde sobre los bordes de la carretera. Las hojas verdes, afiladas, susurraban suavemente. Allí el maizal debía de ser profundo, profundo y fresco, umbrío entre las hileras de tallos altos como hombres. Pasó frente a un cartel que

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proclamaba: «ESTA SALIENDO DE GATLIN, EL PUEBLO MÁS BELLO DE NEBRASKA... ;Y DEL MUNDO! ¡VUELVA CUANDO QUIERA'». «No faltaría más», pensó Burt con la mente embotada. Pasó frente al cartel como un corredor a punto de llegar a la meta, y después giró hacia la izquierda, cruzó la carretera y se desprendió de los mocasines. En seguida estuvo entre el maíz, y éste se cerró detrás y encima de él como las olas de un mar verde, absorbiéndole. Ocultándolo. Experimentó una inesperada sensación de alivio, y al mismo tiempo recuperó el aliento. Sus pulmones, que se habían estado comprimiendo, parecieron dilatarse y aumentar su capacidad respiratoria. Puso rumbo hacia el fondo de la primera hilera por la que se había introducido, con la cabeza gacha, apartando las hojas con los hombros y haciéndolas temblar. Después de internarse veinte metros giró hacia la derecha, nuevamente en sentido paralelo a la carretera, y siguió corriendo, encorvado para que no vieran su cabellera negra asomando entre las mazorcas amarillas. Por fin se dejó caer sobre las rodillas y apoyó la frente contra la tierra. Sólo oía su propia respiración jadeante, y el pensamiento que daba vueltas y vueltas por su cabeza era siempre el mismo: «Gracias a Dios que dejé de fumar, gracias a Dios que dejé de fumar, gracias a Dios...». Entonces los oyó. intercambiando gritos, tropezando a veces entre sí («¡Eh, ésta es mi hilera!»), y el ruido lo estimuló. Estaban muy lejos, a su izquierda, y parecían estar muy mal organizados. Sacó el pañuelo de debajo de la camisa, lo dobló y volvió a introducirlo en el bolsillo trasero después de examinar la herida. La hemorragia parecía haberse detenido a pesar de que él la había maltratado mucho. Descansó un poco más, y se dio cuenta de que se sentía bien, mejor, físicamente, que en muchos años... si exceptuaba las palpitaciones de su brazo. Su cuerpo estaba bien ejercitado, y de pronto debía abordar un problema claro (aunque demencia!) después de dos años en los que sólo había tenido que lidiar con los demonios que succionaban la savia vital de su matrimonio. No era correcto que se sintiera así, pensó. Corría peligro de muerte y habían secuestrado a su esposa. Era posible que ella ya estuviera muerta. Trató de recordar el rostro de Vicky y de disipar así, en parte, la estrafalaria sensación de placer que le embargaba, pero no consiguió evocar sus facciones. En cambio, acudió a su mente la imagen del muchacho pelirrojo con el cortaplumas clavado en el cuello. En ese momento tomó conciencia de la fragancia del maíz que lo rodeaba, impregnando su olfato. El viento que soplaba entre los penachos de las plantas sonaba como voces. Voces sedantes. Poco importaba lo que se hubiera hecho antes en nombre del maíz: ahora éste era su protector. Pero se acercaban. Corrió agazapado por la hilera donde se hallaba, cruzó a otra, retrocedió, y atravesó más hileras, pero a medida que avanzaba la tarde aquello era cada vez más difícil de lograr. Las voces se habían debilitado, y a menudo el crujido de los tallos las eclipsaba por completo. Corría, escuchaba, volvía a correr. La tierra era dura, y sus pies descalzos, tan sólo cubiertos por los calcetines, dejaban pocas huellas o ninguna. Cuando se detuvo mucho más tarde, el sol se cernía sobre los campos, a su derecha, rojo e inflamado, y cuando consultó el reloj vio que eran las siete y cuarto. El sol había salpicado los penachos del maíz con un dorado rojizo, pero allí las sombras eran oscuras y espesas. Inclinó la cabeza y escuchó. Al caer el crepúsculo el viento había amainado totalmente y los tallos estaban inmóviles, exhalando el aroma de su maduración en la atmósfera cálida. Si aún estaban en el maizal, se hallaban lejos, o agazapados y con el oído alerta. Pero Burt no creía que una pandilla de chicos, aunque estuvieran locos como aquellos, pudieran permanecer tanto tiempo callados. Sospechaba que habían optado por la conducta más infantil, sin pensar en las consecuencias que ésta podría tener para ellos: se habían dado por vencidos y habían regresado a casa. Se volvió hacia el sol poniente, que se había sumergido entre las nubes alineadas sobre el horizonte, y echó a andar. Si avanzaba en diagonal entre las hileras, cuidando de que el sol poniente permaneciera siempre delante de él, llegaría tarde o temprano a la carretera 17.

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El dolor de su brazo se había reducido a una palpitación sorda que era casi placentera, y aún le acompañaba la sensación agradable. Resolvió que mientras estuviera allí podría disfrutar sin remordimientos de aquella sensación agradable. Los remordimientos volverían a aflorar cuando tuviera que enfrentarse con las autoridades para comunicarles lo que había sucedido en Gatlin. Pero aún faltaba mucho para eso. Avanzaba entre el maíz, pensando que nunca se había sentido tan alerta. Quince minutos más tarde el sol fue sólo un hemisferio que asomaba sobre el horizonte, y se detuvo otra vez, con su llamante sensibilidad encuadrada en un esquema que no le gustó. Era vagamente... Bien, vagamente alarmante... Inclinó la cabeza. El maíz susurraba. Hacía un rato que Burt había tomado conciencia de ello, pero había asociado el hecho con alguna otra cosa. No corría viento. ¿Cómo era posible que el maíz susurrara? Miró cautelosamente en torno, casi preparado para ver cómo los sonrientes muchachos, vestidos con sus ropas de cuáqueros, salían sigilosamente del maizal, empuñando cuchillos. Nada de eso. Sólo se oía el susurro. Hacia la izquierda. Empezó a caminar en aquella dirección, sin tener que abrirse paso ya entre los tallos. La hilera lo llevaba hacia donde él quería ir, con la mayor naturalidad. La hilera terminaba más adelante. (Terminaba? No, se vaciaba en una especie de claro. El susurro provenía de allí. Se detuvo, súbitamente asustado. El aroma del maíz era tan intenso que se hacia pegajoso. Las hileras conservaban el calor del sol y Burt descubrió de pronto que estaba embadurnado de sudor y paja y barbas de maíz finas como telas de araña. Los insectos tendrían que haber pululado sobre él..., pero no había ninguno. Se quedó inmóvil, mirando hacia el lugar donde el maizal se abría en lo que parecía ser un vasto círculo de tierra desnuda. Allí no había jejenes ni mosquitos, ni moscardones ni niguas..., aquellos que, durante su noviazgo, él y Vicky llamaban «insectos de autocine», pensó con una súbita e inesperada nostalgia afligida. Y no había visto ni un cuervo. Qué cosa tan insólita: ¿un maizal sin cuervos? Paseó los ojos atentamente sobre la hilera de maíz de su izquierda, iluminada por los rayos postreros del sol, y tan sólo vio tallos y hojas perfectos, lo cual era sencillamente imposible. Ni añublo amarillo, ni hojas roídas, ni huevos de oruga, ni madrigueras, ni... Sus ojos se dilataron. —¡Dios mío, no hay malezas! Ni un solo rastrojo. Las plantas de maíz brotaban del suelo a intervalos regulares de cuarenta y cinco centímetros. Ni una mata salvaje. Nada. Burt miró el terreno, con los ojos desencajados. La luminosidad del oeste se disipaba. Las nubes se habían cohesionado. Debajo de ellas, el resplandor dorado se había tornado rosa y ocre. Muy pronto estaría oscuro. Era hora de adelantarse hasta el claro del maizal para investigar lo que había en él. ¿Y no sería eso lo que ellos habían planeado desde el principio? Mientras él creía avanzar hacia la carretera, ,,no le habrían estado impulsando hacia este lugar? Con el estómago crispado por el miedo, avanzó a lo largo de la hilera y se detuvo en el borde del claro. La escasa luz bastó para mostrarle lo que allí había. No pudo gritar. No parecía quedarle suficiente aire en los pulmones. Se tambaleó sobre unas piernas débiles como estacas de madera astillada. Sus ojos estaban desorbitados en la cara sudorosa. —Vicky—susurró—. Oh, Vicky, Dios mío... La habían colgado de una barra horizontal como si fuera un vil trofeo, sujetándole los brazos a la altura de las muñecas, y las piernas a la de los tobillos, con alambre de espino, del que se compraba a setenta centavos el metro en cualquier ferretería de Nebraska. Le habían arrancado los ojos, y habían llenado las cavidades con barbas de maíz. Sus maxilares estaban desencajados en un alarido silencioso, y tenía la boca llena de mazorcas. A la izquierda de Vicky había un esqueleto vestido con una sobrepelliz cubierta de moho. La mandíbula desnuda sonreía. Las cuencas oculares parecían mirar jocosamente a Burt, como si el otrora pastor de la Iglesia Bautista de Gracia le estuviera diciendo: «No está tan mal, no está tan mal que unos demoníacos niños paganos te sacrifiquen en el maizal, no está tan mal que te arranquen los ojos del cráneo como estipulan las Leyes de Moisés...».

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A la izquierda del esqueleto de la sobrepelliz había otro, vestido con un uniforme azul corroído por la podredumbre. Sobre su calavera descansaba una gorra que le ocultaba los ojos, en la parte superior de la cual había una placa manchada de verde donde se leía: «JEFE DE POLICÍA». Fue entonces cuando Burt oyó que se acercaba. No eran los niños, sino algo mucho más grande, que se desplazaba entre el maíz en dirección al claro. No, no eran los niños. Los niños no se habrían aventurado en el maizal durante la noche. Ese era el lugar sagrado, la morada de El Que Marcha Detrás De Las Hileras. Burt se volvió bruscamente para huir. La hilera por donde había entrado en el claro había desaparecido. Estaba cerrada. Todas las hileras se habían cerrado. Ahora estaba más cerca y Burt lo oía abrirse paso entre el maíz. Lo oía respirar. Un éxtasis de terror supersticioso se apoderó de él. Se acercaba. El maíz del otro extremo del calvero se había oscurecido, como si lo hubiera cubierto una sombra gigantesca. Se acercaba. El Que Marcha Detrás De Las Hileras. Empezó a entrar en el claro. Burt vio algo descomunal, que se empinaba hacia el cielo... Algo verde con espantosos ojos rojos del tamaño de balones de fútbol. Algo que olía como mazorcas de maíz secas conservadas durante años en un granero oscuro. Empezó a gritar. Pero su grito no duró mucho. Poco después, se levantó una tumefacta luna anaranjada de tiempos de cosecha.

Los chicos del maíz estaban congregados en el claro a mediodía, contemplando los dos esqueletos crucificados y los dos cadáveres.... los dos cadáveres que aún no eran esqueletos, pero que lo serían. A su tiempo. Y allí, en el corazón de Nebraska, en el maizal, no había más que tiempo. —He aquí que un sueño se me apareció en la noche, y el Señor me enseñó todo esto. Todos, incluso Malachi, se volvieron para mirara Isaac, sobrecogidos y maravillados. Isaac tenía sólo nueve años, pero era su vidente desde que el maíz se había llevado a David, hacía un año. David tenia diecinueve años y se había internado en el maizal en el día de su cumpleaños. en el momento justo en que la penumbra caía sobre las hileras estivales. Ahora, con una expresión circunspecta en su pequeño rostro rematado por el sombrero de copa redonda, Isaac continuó: —Y en mi sueño el Señor era una sombra que marchaba detrás de las hileras, y me habló con las palabras que empleó para dirigirse a nuestros hermanos mayores hace muchos años. Está muy disgustado con este sacrificio. Todos dejaron escapar algo que era una mezcla de suspiro y sollozo, y pasearon la vista sobre la muralla verde que los circundaba. —Y el Señor dijo en verdad: ¿Acaso no os he dado pruebas de benevolencia? Pero este hombre ha incurrido en blasfemia dentro de mí, y yo mismo he completado su sacrificio. Como los del Hombre Azul y el falso pastor que huyeron hace muchos años. —El Hombre Azul..., el falso pastor —susurraron todos, e intercambiaron miradas inquietas. —De modo que ahora la Edad del Favor se reduce, de diecinueve siembras y cosechas, a dieciocho —continuó Isaac implacablemente—. Mas en verdad os digo que fructifiquéis y os multipliquéis como se multiplica el maíz, para que mi gracia os sea concedida y se derrame sobre vosotros. Isaac calló. Los ojos se volvieron hacia Malachi y Joseph, los dos únicos miembros del grupo que tenían dieciocho años. Los otros estaban en la ciudad, y quizás eran en total veinte. Esperaban la respuesta de Malachi. Malachi, el mismo que había encabezado la cacería de Japheth, al que en el futuro conocerían por el nombre de Ahaz, el abominado de Dios. Malachi había degollado a Ahaz y había arrojado su cuerpo fuera del maizal para que sus carnes corrompidas no lo contaminaran ni lo apestaran. —Obedezco la palabra de Dios—susurró Malachi. El maizal pareció lanzar un suspiro de aprobación.

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En las semanas por venir, las niñas confeccionarían muchos crucifijos con mazorcas para alejar todo nuevo maleficio. Y aquella noche, todos aquellos que ahora habían pasado la Edad del Favor se internaron silenciosamente en el maizal, para hacerse acreedores a la eterna benevolencia de El Que Marcha Detrás De Las Hileras. —Adiós, Malachi—gritó Ruth. La niña agitó la mano en un gesto de desconsuelo. Su vientre estaba dilatado por el hijo de Malachi, y las lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas. Malachi no se volvió. Marchaba con la espalda erguida. El maizal lo devoró. Ruth dio media vuelta, sin dejar de llorar. Dentro de ella había germinado un odio secreto contra el maíz, y a veces soñaba que caminaba por las hileras con una antorcha en cada mano, cuando empezaba la sequía de septiembre y los tallos estaban muertos y eran más combustibles. Pero también le temía al maíz. Allí, en el campo, algo marchaba por la noche y lo veía todo..., incluso los secretos ocultos en los corazones humanos. La penumbra se espesó para transformarse en noche. El maíz crujía y susurraba furtivamente alrededor de Gatlin. Estaba muy satisfecho.

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Los Misterios del Gusano

2 de octubre de 1850Querido Bones:

Fue estupendo entrar en el frío vestíbulo de Chapelwaite, poblado de corrientes de aire, con todos los huesos doloridos a causa del viaje en ese abominable carruaje, ansioso por desahogar inmediatamente mi vejiga distendida... Y ver sobre la obscena mesita de madera de guindo vecina a la puerta una carta en la que aparecían escritas mis señas con tus inimitables garabatos. Te aseguro que me dediqué a descifrarla apenas me hube ocupado de las necesidades de mi cuerpo (en un frío y decorado cuarto de baño de la planta baja donde veía cómo el aliento se remontaba delante de mis ojos).

Me alegra la noticia de que te has recuperado de las miasmas que te habían atacado hace tanto tiempo los pulmones, aunque te aseguro que comprendo el dilema moral que te ha creado el tratamiento. ¡Un abolicionista enfermo, que se cura en el clima soleado del territorio esclavista de Florida! Pese a ello, bones, este amigo que también ha marchado por el valle de las sombras, te pide que te cuides y que no vuelvas a Massachussets hasta que el organismo te lo autorice. Tu inteligencia sutil y tu pluma incisiva no nos servirán si te reduces a arcilla, y si el Sur es el lugar ideal para tu curación, ¿no te parece que hay en ello un elemento de justicia poética?

Sí, la casa es tan bella como me habían dicho los albaceas de mi primo, pero bastante más siniestra. Se levanta sobre un colosal promontorio situado unos trece kilómetros al norte de Pórtland. Detrás de ella se extiende un parque de alrededor de hectárea y media, donde la Naturaleza ha vuelto a imponerse con increíble ferocidad: enebros, malezas, arbustos y muchas variedades de enredaderas que trepan, exuberantes, por los pintorescos muros de piedra que separan la propiedad del territorio municipal. Unas espantosas imitaciones de estatuas griegas espían ciegamente entre el follaje, desde lo alto de varias lomas, y en la mayoría de los casos parecen a punto de abalanzarse sobre el caminante. Los gustos de mi primo Stephen parecían recorrer toda la gama que va desde lo inaceptable hasta lo francamente horroroso. Hay una extraña glorieta casi sepultada en zumaques escarlatas y un grotesco reloj de sol en medio de lo que antaño debió de ser un jardín. Éste constituye el último toque lunático.

Pero el paisaje que se divisa desde la sala compensa con creces todo lo demás. Se domina un vertiginoso panorama de las rocas que se levantan al pie de chapelwaite Head, y también del Atlántico. Un inmenso ventanal combado se abre sobre este espectáculo y junto a él descansa un enorme escritorio inflado como un escuerzo. Será un buen lugar para dar comienzo a esa novela de la que te he hablado durante tanto tiempo (sin duda hasta hartarte).

Hoy tenemos un día gris, con lluvia intermitente. Cuando miro hacia fuera, todo parece un estudio en color pizarra: las rocas, viejas y desgastadas como el Tiempo mismo; el cielo; y, por supuesto, el mar, que se estrella contra las fauces graníticas de abajo con un ruido que más que ruido es como una vibración. Mientras escribo, las olas repercuten bajo mis pies. La sensación no es totalmente desagradable.

Sé que desapruebas mis hábitos de hombre solitario, querido Bones, pero te aseguro que me siento bien y dichoso. Calvin me acompaña, tan práctico, silencioso y confiable como siempre, y estoy seguro de que a mitad de semana, entre ambos habremos puesto las cosas en orden y habremos concertado un acuerdo para que nos envíen desde el pueblo todo lo que necesitamos. Además, habremos contratado una legión de criadas que se encargarán de quitar el polvo de esta casa.

Es hora de poner punto final. Todavía tengo que ver muchas cosas, tengo que explorar muchas habitaciones, y sin duda estos delicados ojos deberán posarse aún sobre un millar de muebles execrables. Nuevamente te agradezco el toque familiar que me trajo tu carta, y tu permanente afecto.

Cariños a tu esposa de quien os quiere a ambos.Charles

6 de octubre de 1850Querido Bones:

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¡Qué lugar tan extraño es éste!Continúa maravillándome, lo mismo que la reacción de los habitantes de la aldea vecina

ante mi presencia en la casa. Dicha aldea es un lugar insólito, que ostenta el pintoresco nombre de Preacher’s Corners, o sea, esquinas de los predicadores. Fue allí donde Calvin se aseguró el envío de las provisiones semanales. También hizo otra diligencia, que consistió en comprar una cantidad de leña que creo nos bastará para todo el invierno. Pero Cal volvió con un talante lúgubre, cuando le pregunté qué le sucedía respondió hoscamente:-¡Piensan que usted está loco, señor Boone!

Me reí y dije que quizás habían oído hablar del acceso de fiebre encefálica que había sufrido después de la muerte de mi Sarah... Claro que entonces divagaba como un demente, como tú bien puedes atestiguarlo.

Pero Cal replicó que lo único que sabían acerca de mi persona era lo que había contado mi primo Stephen, quien había utilizado los mismos servicios que yo acabo de contratar.

-Lo que dijeron, señor, es que en Chapelwaite sólo puede vivir un lunático o alguien que se arriesga a enloquecer.

Esto me dejó perplejo, como te imaginarás, y le pregunté quién le había dado esa asombrosa información. Me contestó que le habían puesto en contacto con un huraño y bastante embrutecido plantador llamado Thompson, que posee cien hectáreas pobladas de pinos, abedules y abetos, y que los corta con la ayuda de sus cinco hijos para venderlos a los aserraderos de Pórtland y a las familias de la comarca.

Cuando Cal, que desconocía su raro prejuicio, le informó a dónde debía transportar la lepa, Thompson le miró boquiabierto y dijo que enviaría a sus hijos con la madera, en pleno día, y por el camino que bordea el mar.

Calvin, que aparentemente confundió mi desconcierto con aflicción, se apresuró a aclarar que el hombre apestaba a whisky barato y que luego se había explayado en una serie de desvaríos acerca de una aldea abandonada y las relaciones de mi primo Stephen... ¡con los gusanos! Calvin cerró el trato con uno de los hijos de Thompson que, según parece, se mostró bastante insolente y tampoco estaba demasiado sobrio ni olía bien. Creo que en la misma aldea de Preacher’s Corners se produjeron algunas reacciones análogas, por ejemplo en el almacén donde Cal habló con el propietario, aunque allí el tono fue más confidencial.

Nada de esto me ha inquietado mucho. Ya sabemos que a los rústicos les encanta enriquecer sus vidas con los aires del escándalo y el mito, y supongo que el pobre Stephen y su rama de la familia fueron un blanco adecuado. Como le dije a cal, un hombre que encontró la muerte al caer prácticamente desde el porche de su casa es un excelente candidato para inspirar habladurías.

La casa no cesa de despertar mi asombro. ¡Veintitrés habitaciones, Bones! Los paneles de madera que recubren las plantas superiores y la galería de cuadros están un poco mohosos pero conservan su grosor. Mientras me hallaba en el dormitorio de mi difunto primo, arriba, oí las ratas que correteaban detrás de esos paneles, y deben de ser muy grandes, a juzgar por el ruido que hacen..., casi como si se tratara de pisadas de seres humanos. No me gustaría toparme con una de ellas en la oscuridad. Ni, a decir verdad, en plena luz. De todas formas, no he visto cuevas ni excrementos. Es curioso.

A lo largo de la galería superior se alinean unos feos retratos cuyos marcos deben de valer una fortuna. Algunos de esos rostros tienen un aire de semejanza con Stephen, tal como yo lo recuerdo. Creo haber identificado a mi tío Henry Boone y a su esposa Judith, pero los otros no despiertan en mí ninguna evocación. Supongo que uno de ellos puede ser el de mi famoso abuelo, Robert. Pero la rama de la familia de la que forma parte Stephen me resulta prácticamente desconocida, cosa que lamento de todo corazón. Estos retratos, a pesar de su escasa calidad, reflejan el mismo buen humor que chispeaba en las cartas que Stephen nos escribía a Sarah y a mí, la misma irradiación de refinada inteligencia. ¡Qué estúpidas son las razones por las cuales riñen las familias! Un escritorio desvalijado, unas injurias intercambiadas entre hermanos que han muerto tres generaciones atrás y se produce un distanciamiento injustificado entre descendientes inocentes. No puede dejar de alegrarme de que tú y John Petty consiguierais comunicaros con Stephen cuando todo parecía indicar que yo seguiría a mi Sarah al otro mundo..., al mismo tiempo que me apena que el azar nos haya privado de un encuentro personal. ¡Cómo me habría gustado oírle defender las estatuas y los muebles ancestrales!

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Pero no me dejes denigrar exageradamente esta casa. Es cierto que el gusto de Stephen no coincide con el mío, mas debajo de sus agregados superpuestos hay auténticas obras maestras (algunas de ellas cubiertas por fundas en las habitaciones superiores). Hay camas, mesas, y pesadas tallas oscuras en teca y caoba, y muchos de los dormitorios y antecámaras, el estudio de arriba y una salita, tienen un austero encanto. Los pisos son de sólido pino y lucen con un resplandor íntimo y secreto. Aquí encuentro dignidad, dignidad y el peso de los años. Aún no puedo decir que me gusta, pero sí me inspira respeto. Y estoy ansioso por ver cómo el lugar se transforma a medida que pasamos por los cambios de este clima septentrional.¡Qué prisa, Señor! Escribe pronto, Bones. Háblame de tus progresos y cuéntame qué noticias tienes de Petty y los demás. Y por favor no cometas el error de inculcar tus ideas en forma demasiado compulsiva a tus nuevas amistades sureñas... Entiendo que allí no todos se conforman con responder sólo con la boca, como lo hace nuestro locuaz amigo, el señor Clhoun.Afectuosamente,Charles

16 de octubre de 1850Querido Richard:Hola, ¿cómo estás? He pensado muchas veces en ti desde que me instalé aquí, en Chapelwaite, y no perdía la esperanza de recibir noticias tuyas... ¡pero ahora Bones me comunica por tu carta que olvidé dejar mis señas en el club! Puedes estar seguro de que de todas maneras te habría escrito, porque a veces me parece que mis auténticos y leales amigos son lo único seguro y absolutamente normal que me queda en el mundo. ¡Y, ay Dios, cómo nos hemos dispersado! Tú estás en Boston, y escribes consecuentemente en The Liberator (al que, te advierto, también le he enviado mi dirección). Hanson está en Inglaterra, en una de sus condenadas correrías, y el pobre viejo Bones está en la mismísima guarida del león curando sus pulmones.

Aquí todo marcha bien, dentro de los límites de lo previsible, y no dudes que te suministraré una reseña completa cuando no esté tan apremiado por lo que ocurre a mi alrededor. En verdad creo que algunos hechos que se han sucedido en Chapelwaite y en la comarca circundante estimularían tu sensibilidad jurídica.

Pero entretanto debo pedirte un favor, si es que puedes dedicarme un poco de tiempo. ¿Recuerdas al historiador que me presentaste en la cena que organizó Clary para recaudar fondos para la causa? Creo que se llama Bigelow. Sea como fuere, comentó que su hobby consistía en reunir leyendas históricas sobre la región donde estoy viviendo. El favor que te pido, pues, es el siguiente: ¿Puedes ponerte en contacto con él y preguntarle qué datos, testimonios folklóricos o rumores generales ha recogido, si es que ha recogido alguno, acerca de una pequeña aldea abandonada cuyo nombre es JERUSALEM’S LOT, próxima al pueblo denominado Preacher’s Corners, sobre el Royal River? Este río es tributario del Androscoggin, y vierte sus aguas en él aproximadamente dieciocho kilómetros antes de su desembocadura en las cercanías de Chapelwaite. Me complacería mucho recibir esta información que, sobre todo, podría tener bastante importancia.

Al releer esta carta siento que he sido un poco parco contigo, Dick, y lo lamento sinceramente. Pero puedes estar seguro de que pronto seré más explícito, y hasta que llegue ese momento os envío mis saludos más cordiales a tu esposa, a tus dos maravillosos hijos y, por supuesto, a ti. Afectuosamente,Charles

16 de octubre de 1850Querido Bones:

Debo contarte una historia que nos parece un poco extraña (e incluso inquietante) a Cal y a mí... Veremos qué opinas tú. ¡En el peor de los casos, te servirá para distraerte mientras lidias con los mosquitos!

Dos días después de que te hube enviado mi última carta, llegó aquí un grupo de cuatro jovencitas de Corners, supervisadas por una dama madura, de aspecto intimidatoriamente

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idóneo: la señora Cloris. Venían a poner la casa en orden y a eliminar el polvo que me hacía estornudar constantemente. Todas parecían un poco nerviosas mientras realizaban sus faenas. Incluso, una damisela arisca lanzó un gritito cuando entré en la salita de arriba mientras ella limpiaba.

Le pedí una explicación a la señora Cloris (que quitaba el polvo del vestíbulo con una implacable tenacidad que te habría asombrado, con el cabello protegido por un pañuelo desteñido) y ella se volvió hacia mí con aire resuelto.

-No les gusta la casa, señor, y a mí tampoco, porque siempre ha sido un lugar siniestro.Cuando oí tan inesperado aserto se me desencajó la mandíbula, y la mujer prosiguió

con un tono más amable:-No quiero decir que Stephen Boone no fuese una excelente persona, porque lo era.

Mientras vivió aquí le limpiaba la casa todos los jueves, así como antes había estado al servicio de su padre, el señor Randolph Boone, hasta que él y su esposa fallecieron en 1816. El señor Stephen era un hombre bueno y afable, como parece serlo usted, señor (y le ruego que disculpe mi tono tan directo, pero no sé hablar de otro modo), mas la casa es siniestra y siempre lo ha sido, y ningún Boone ha sido dichoso en ella desde que su abuelo Robert y el hermano de éste, Philip, riñeron en 1789 [al decir esto hizo una pausa casi culpable] por un robo.

¡Qué memoria tiene la gente, Bones!La señora Cloris continuó:-La casa fue construida en una atmósfera de desdicha, ha sido habitada en una

atmósfera de desdicha [no sé si sabes o no, Bones, que mi tío Randolph estuvo implicado en un accidente, en la escalera del sótano, que le costó la vida a su hija Marcella, y después él se suicidó en un acceso de remordimiento. Stephen me contó el episodio en una de sus cartas, en la triste circunstancia del cumpleaños de su difunta hermana], y en ella se han producido desapariciones y accidente.

He trabajado aquí, señor Boone, y no soy ciega ni sorda. He oído ruidos espantosos en las paredes, señor, ruidos espantosos: golpes y crujidos y una vez un extraño aullido que era mitad risa. Aquello me congeló la sangre. Éste es un lugar sórdido, señor.

Al decir esto calló, quizá tenía miedo de haberse excedido.En cuanto a mí, no sabía si sentirme ofendido o divertido, curioso o sencillamente

indiferente. Temo que la socarronería se impuso sobre mis otros sentimientos.-¿Y qué sospecha, señora Cloris? ¿Que los fantasmas hacen rechinar las cadenas?Pero ella se limitó a dirigirme una mirada enigmática.-Es posible que haya fantasmas. Pero no en las paredes. No son fantasmas los que

aúllan y sollozan como condenados y chocan y tropiezan en la oscuridad. Son...-Vamos, señora Cloris –la azucé-. Si ha llegado hasta este punto, ¿por qué no completa

lo que empezó?En su rostro asomó la expresión más rara de terror, resentimiento y, lo juraría, respeto

religioso.-Algunos no mueren –susurró-. Algunos viven en las sombras crepusculares, entre los

dos mundos, para servirlo... ¡a Él!Y eso fue todo. Seguí acosándola con mis preguntas durante unos minutos, pero ella se

empecinó aún más y se resistió a agregar una palabra. Por fin desistí, temiendo que recogiera sus trastos y abandonara la casa.

Éste fue el fin de un incidente, pero a la noche siguiente se suscitó otro. Calvin había encendido la chimenea, en la planta baja, y yo estaba sentado en la sala, aletargado sobre un ejemplar de The Intelligencer y oyendo el ruido que producían las trombas de lluvia al azotar el amplio ventanal. Me sentía tan a gusto como sólo puedes sentirte en una noche como ésa, cuando fuera reina la inclemencia y dentro todo es tibieza y comodidad. Pero Cal apareció un momento después en la puerta, excitado y un poco nervioso.

-¿Está despierto, señor? –preguntó.-Apenas –respondí-. ¿Qué sucede?-Arriba he descubierto algo que creo que usted debería ver –explicó, con el mismo aire

de excitación reprimida.Me puse en pie y le seguí. Mientras subíamos por la ancha escalera, Calvin dijo:

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-Estaba leyendo un libro en el estudio de arriba, un lugar bastante extravagante, cuando oí un ruido en la pared.

-Ratas –comenté-. ¿Eso es todo?Se detuvo en el rellano y me miró solemnemente. La lámpara que tenía en la mano

proyectaba sombras estrafalarias y acechantes sobre las cortinas oscuras y sobre fragmentos de retratos que ahora parecían hacer muecas en lugar de sonreír. Fuera, el viento aumentó de intensidad hasta trocarse en un breve alarido y después amainó renuentemente.

-No son ratas –dictaminó Cal-. De detrás de los anaqueles brotaba una especie de ruido torpe y sordo, seguido por un gorgoteo. Horrible, señor. Y algo arañaba la pared, como si tratara de salir..., ¡de echarse sobre mí!

Te imaginarás mi sorpresa. Bones. Calvin no es propenso a las fantasías histéricas. Empecé a pensar que aquí hay un misterio, al fin y al cabo..., y quizás un misterio realmente pasmoso.

-¿Qué ocurrió, después? –le pregunté.Habíamos reanudado la marcha por el pasillo, y vi que la luz del estudio se derramaba

sobre el piso de la galería. Lo miré con cierto sobresalto: la noche ya no me parecía tan confortable.

-Los arañazos cesaron. Al cabo de un momento se repitieron los ruidos sordos, deslizantes, esta vez alejándose de mí. Hicieron un alto, ¡y juro que escuché una risa extraña, casi inaudible! Me acerqué a la biblioteca y empecé a tirar, pensando que quizás había un tabique, o una puerta secreta.

-¿Encontraste alguna?Cal se detuvo en el umbral del estudio.-No... ¡Pero hallé esto!Entramos y vi un agujero negro y cuadrangular en el anaquel de la izquierda. Allí los

libros no eran tales sino imitaciones, y lo que Cal había descubierto era un pequeño escondite. Alumbré su interior con la lámpara y no vi más que una espesa capa de polvo, que debía de haberse acumulado durante década.

-Sólo contenía esto –dijo Cal parsimoniosamente, y me entregó un folio amarillento.Era un mapa, dibujado con trazos aracnoideos de tinta negra, el mapa de un pueblo o

una aldea. Había quizá siete edificios, y uno, nítidamente marcado con un campanario, ostentaba esta leyenda al pie: El Gusano Que Corrompe.

En el ángulo superior izquierdo, una flecha señalaba hacia lo que debería haber sido el noroeste de la aldehuela. Debajo de ella estaba escrito: Chapelwaite.

-En el pueblo, señor –dijo Calvin-, alguien mencionó con aire bastante supersticioso una aldea abandonada que se llama Jerusalem’s Lot. Es un lugar que todo el mundo elude.

-¿Y esto? –pregunté, mostrando la extraña leyenda que figuraba al pie del campanario.-Lo ignoro.Por mi mente cruzó el recuerdo de la señora Cloris, inflexible pero asustada.-El Gusano... –murmuré.-¿Sabe algo, señor Boone?-Quizá... Sería divertido salir mañana hacia esta aldea, ¿no te parece, Cal?Hizo un ademán afirmativo, con los ojos brillantes. Después pasamos casi una hora

buscando una abertura en la pared, detrás del compartimiento que había descubierto Cal, pero fue en vano. Tampoco se repitieron los ruidos de los que había hablado Cal.

Esa noche nos acostamos sin más incidentes.A la mañana siguiente Calvin y yo iniciamos nuestra expedición por el bosque. La lluvia

de la noche había cesado, pero el cielo estaba oscuro y encapotado. Vi que Cal me miraba dubitativamente, y me apresuré a asegurarle que si me cansaba, o si la caminata se prolongaba demasiado, no vacilaría en desistir. Llevábamos con nosotros los víveres adecuados para un picnic, una excelente brújula «Buckwhite» y, por supuesto, el singular y antiguo mapa de Jerusalén’s Lot.

Era un día raro y melancólico. Mientras avanzábamos hacia el Sur y el Este por el espeso y tenebroso bosque de pinos no oímos el gorjeo de ningún pájaro ni observamos el movimiento de ningún animal. El único ruido era el de nuestras pisadas y el rítmico romper de las olas contra los acantilados. El olor del mar, de una intensidad casi sobrenatural, nos acompañó constantemente.

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No habíamos recorrido más de tres kilómetros cuando encontramos un camino cubierto de vegetación, de esos que según creo reciben la denominación de «estriberones». Seguía más o menos el mismo rumbo que nosotros y nos internamos por él, acelerando el paso. Hablábamos poco. La jornada, estática y ominosa, pesaba sobre nuestro espíritu.

Aproximadamente a las once oímos el ruido de un torrente. Los vestigios del camino torcieron de repente hacia la izquierda, y del otro lado del arroyuelo turbulento, gris, surgió, como una aparición, Jerusalem’s Lot.

El arroyo tenía quizá dos metros y medio de ancho y era atravesado por un puente para peatones cubierto de musgo. Del otro lado, Bones, se levantaba la aldehuela más perfecta que puedas imaginar, lógicamente deslucida por la intemperie, pero asombrosamente conservada. Varias casas, construidas en el estilo austero pero imponente por el que los puritanos conquistaron justa fama, se apiñaban junto al escarpado barranco. Más allá, flanqueando una calle poblada de malezas, se levantaban tres o cuatro edificios que quizá correspondían a las primitivas tiendas, y más lejos aún, se alzaba hacia el cielo gris el campanario marcado en el mapa, indescriptiblemente tétrico con su pintura descascarada y su cruz herrumbrada, ladeada.

-Jerusalem’s Lot. El destino de Jerusalén –comentó Cal en voz baja-. Han elegido bien el nombre.

Nos encaminamos hacia la aldea y empezamos a explorarla... ¡Y aquí es donde mi relato se torna un poco extravagante, Bones, de modo que prepárate!

Cuando marchamos entre los edificios la atmósfera nos pareció pesada. O cargada, si te parece mejor. Las construcciones estaban decrépitas, con los postigos desquiciados y los techos vencidos bajo el peso de las copiosas nevadas que habían tenido que soportar. Las ventanas polvorientas remedaban muecas maliciosas. Las sombras de las esquinas irregulares y los ángulos combados parecían agazaparse en charcas siniestras.

Primeramente visitamos una antigua taberna descalabrada, porque por algún motivo no nos pareció correcto invadir una de las casas donde la gente se había refugiado en busca de intimidad. Un viejo cartel emborronado por los elementos y atravesado sobre la puerta astillada, anunciaba que ésa había sido la BOAR’S HEAD INN AND TAVERN. La puerta chirrió con gran estridencia sobre la única bisagra que le quedaba, y entramos en el recinto sombrío. El olor de descomposición y moho estaba volatilizado y era casi insoportable. Y debajo de él parecía flotar otro aún más concentrado, un hedor viscoso y pestilente, una fetidez que era producto de los siglos y de su corrupción. Era un tufo semejante al que podría desprenderse de ataúdes putrefactos o tumbas profanadas. Me llevé el pañuelo a la nariz y Cal hizo otro tanto. Inspeccionamos el local.

-Válgame Dios, señor... –musitó Cal.-No ha sido tocado jamás –dije, completando su frase.Y en verdad no lo había sido. Las mesas y las sillas estaban apostadas como centinelas

espectrales, polvorientas, combadas por los cambios de temperatura que han hecho célebre el clima de Nueva Inglaterra, pero por lo demás en perfectas condiciones..., como si hubieran esperado durante décadas silenciosas y reiteradas que quienes se habían ido hacía mucho tiempo volvieran a entrar, pidiendo a gritos una jarra de cerveza o un vaso de aguardiente, para luego tomar los naipes y encender una pipa de arcilla. Junto al reglamento de la taberna había un espejito, intacto. ¿Entiendes lo que quiero decir, Bones? Los niños son famosos por sus exploraciones y sus actos de vandalismo. No hay una sola casa «embrujada» que tenga las ventanas intactas, aunque corra el rumor de que está ocupada por seres macabros y feroces. No hay un solo cementerio tenebroso donde los jóvenes bromistas no hayan derribado por lo menos una lápida. Ciertamente debía de haber una veintena de gamberros de Preacher’s Corners, que estaba a menos de tres kilómetros de Jerusalem’s Lot. Y sin embargo el espejo del tabernero (que debía de haber costado bastante) seguía intacto..., lo mismo que otros elementos frágiles que exhumamos durante nuestros huroneos. Los únicos deterioros que se observaban en Jerusalem’s Lot habían sido causados por la Naturaleza impersonal. La connotación era obvia; Jerusalem’s Lot ahuyentaba a la gente. ¿Pero por qué? Tengo una hipótesis, pero antes de atreverme siquiera a insinuarla, debo llegar a la inquietante conclusión de nuestra visita.

Subimos a los aposentos y encontramos las camas tendidas, con las jofainas de peltre pulcramente depositadas junto a ellas. La cocina también estaba indemne, únicamente alterada por el polvo de los años y por ese horrible y ubicuo hedor de putrefacción. La taberna habría

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sido un paraíso para cualquier anticuario: el artefacto fabulosamente estrafalario de la cocina habría alcanzado, por sí solo, un precio exorbitante en una subasta de Boston.

-¿Qué opinas, Cal? –pregunté, cuando volvimos a salir a la incierta luz del día.-Creo que éste es un mal asunto, señor Boone –respondió con su tono melancólico-, y

pienso que tendremos que ver más para saber más.Prestamos poca atención a los otros locales: había una fonda con mohosos artículos de

cuero colgados de ganchos herrumbrados, una mercería, un almacén donde todavía se apilaban las tablas de roble y pino, una herrería.

Mientras nos dirigíamos hacia la iglesia situada en el centro de la aldea, entramos en dos casas. Ambas, de perfecto estilo puritano, estaban llenas de objetos por los que un coleccionista hubiera dado su brazo, y además ambas estaban abandonadas e impregnadas de la misma pestilencia putrefacta.

Allí nada parecía vivir o moverse, excepto nosotros dos. No vimos insectos ni pájaros. Ni siquiera una telaraña tejida en el ángulo de una ventana. Sólo polvo.

Por fin llegamos a la iglesia. Se alzaba sobre nosotros, hosca, hostil, fría. Sus ventanales estaban ennegrecidos por las sombras interiores, y hacía mucho tiempo que habían perdido todo vestigio de divinidad o santidad. De ello estoy seguro. Subimos por la escalinata y apoyé la mano sobre el gran tirador de hierro. Calvin y yo intercambiamos una mirada decidida, lúgubre. Abrí la puerta. ¿Cuánto tiempo hacía que no la tocaban? Me atrevería a afirmar que yo era el primero que lo hacía en cincuenta años, o quizá más. Los goznes endurecidos por la herrumbre chirriaron cuando la abrí. El olor de podredumbre y descomposición que nos ahogó era casi palpable. Cal cuto arcadas y volvió involuntariamente la cabeza para respirar aire fresco.

-Señor –dijo-, ¿está seguro de que...?-Me siento bien –respondí con tono tranquilo.Pero mi serenidad era fingida, Bones. No estaba tranquilo, como no lo estoy ahora.

Creo, igual que Moisés, que Joroboam, que Increase Mather, y que nuestro propio Hanson (cuando está de humor filosófico) que hay lugares espiritualmente aviesos, edificios donde la leche del cosmos se ha puesto agria y rancia. Esta iglesia es uno de esos lugares. Podría jurarlo.

Entramos en un largo vestíbulo equipado con un perchero polvoriento y con anaqueles llenos de libros de oraciones. No había ventanas. De trecho en trecho había lámparas de aceite empotradas en nichos. Un recinto vulgar, pensé, hasta que oí la exclamación ahogada de Calvin y vi lo que él había visto.

Era una obscenidad.Me resisto a describir ese cuadro primorosamente enmarcado, y sólo diré que estaba

pintado en el estilo opulento de Rubens, que se trataba de una grotesca parodia de la Madona y el niño, y que unas criaturas extrañas, parcialmente envueltas en sombras, retozaban y se arrastraban por el fondo.

-Dios mío –susurré.-Aquí no está Dios –contestó Calvin, y sus palabras parecieron quedar flotando en el

aire.Abrí la puerta que conducía a la iglesia propiamente dicha, y el olor se convirtió en una

miasma casi asfixiante.Bajo la media luz reverberante de la tarde, los bancos se extendían, fantasmales, hasta

el altar. Sobre ellos se elevaba un alto púlpito de roble y un retablo penumbroso en el que refulgía el oro.

Calvin, ese devoto protestante, se persignó con un débil sollozo, y yo le imité. Porque el elemento de oro era una gran cruz, bellamente..., pero que colgaba invertida, simbolizando la Misa de Satán.

-Debemos conservar la calma –me oí decir-. Debemos conservar la calma, Calvin. Debemos conservar la calma.

Sin embargo, una sobra había aleteado sobre mi corazón, y estaba más asustado que nunca lo había estado antes en mi vida. He marchado bajo el palio de la muerte y pensaba que no había ningún otro más negro. Pero lo hay. Sí que lo hay.

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Avanzamos por la nave, oyendo el eco de las pisadas sobre nuestras cabezas y alrededor de nosotros. Las huellas de nuestro calzado quedaban marcadas sobre el polvo. Y en el altar encontramos otros tenebrosos objects d’art. Pero no quiero volver a pensar en ellos.

Empecé a subir al púlpito-¡No, señor Boone! –exclamó súbitamente Cal-. Tengo miedo...Mas ya había llegado. Un libro inmenso descansaba abierto sobre el atril. Estaba escrito

en latín y en un jeroglífico rúnico que mi ojo inexperto catalogó como druídico o precéltico. Te adjunto una tarjeta con varios de estos símbolos, dibujados de memoria.

Cerré el libro y leí las palabras estampadas sobre el cuero: De Vermis Mysteriis. Mis conocimientos de latín casi se han desvanecido pero me bastan para traducir: Los misterios del gusano.

Cuando toqué el volumen, la iglesia maldita y las facciones de Calvin, blancas y levantadas hacia mí, parecieron fluctuar ante mis ojos. Tuve la impresión de oír voces apagadas, que entonaban un cántico impregnado de miedo y al mismo tiempo abyecto y ansioso... Y debajo de este sonido otro, que llenaba las entrañas de la Tierra. Una alucinación, sin duda..., pero en ese mismo momento la iglesia se pobló con un ruido muy concreto, que sólo puedo describir como una colosal y macabra convulsión bajo mis pies. El púlpito tembló bajo mis dedos; la cruz profanada se estremeció en la pared.

Cal y yo salimos juntos, dejando la iglesia librada a su propia oscuridad, y ninguno de los dos se atrevió a mirar atrás después de haber cruzado los toscos maderos que unían las dos márgenes del arroyo. No diré que echamos a correr, mancillando los mil novecientos años que el hombre ha pasado tratando de superar su condición de salvaje intimidado y supersticioso, pero mentiría si dijera que caminábamos plácidamente.

Ésta es mi historia. No ensombrezcas tu recuperación pensando que ha vuelto a atacarme la fiebre. Cal ha sido testigo de todo lo que narro en estas páginas, incluyendo el pavoroso ruido.

Pongo fin a esta carta, agregando sólo que anhelo verte (seguro de que si te viera gran parte de mi perplejidad se disiparía inmediatamente) y que sigo siendo tu amigo y admirador,Charles

17 de octubre de 1850De mi mayor consideración:

En la última edición de vuestro catálogo de artículos para el hogar (o sea, el que corresponde al verano de 1850), figura una sustancia llamada Veneno para Ratas. Deseo comprar una lata de un kilogramo de este producto al precio estipulado de treinta céntimos. Adjunto franqueo de retorno. Enviar a: Calvin McCann, Chapelwaite, Preacher’s Corners, Cumberland County, Maine.

Agradezco vuestra atención, y os saludo muy atentamente,Calvin McCann

19 de octubre de 1850Querido Bones:

Novedades inquietantes.Los ruidos de la casa de han intensificado, y estoy cada vez más convencido de que las

ratas no son las únicas que se mueven dentro de nuestras paredes. Calvin y yo practicamos otra búsqueda infructuosa de recovecos o pasadizos ocultos. No encontramos ninguno. ¡qué mal encajaríamos en una de las novelas de la señora Radcliffe! Cal alega, sin embargo, que buena parte de los ruidos proceden del sótano, y esa parte de la casa es la que pensamos explorar mañana. No me tranquiliza el saber que allí es donde encontró su trágico final la hermana del primo Stephen.

Entre paréntesis, su retrato cuelga de la galería de arriba. Marcella Boone era una joven de triste belleza, si el artista supo captar sus rasgos con fidelidad, y sé que nunca se casó. A veces pienso que la señora Cloris tenía razón, que ésta es una casa siniestra. Ciertamente, no ha traído más que desventuras a sus anteriores ocupantes.

Pero debo agregar algo más acerca de la formidable señora Cloris, porque hoy estuve hablando otra vez con ella. Puesto que la considero la persona más sensata de Corners de

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cuantas he conocido hasta ahora, la busqué esta tarde, después de una desagradable entrevista que describiré a continuación.

Esta mañana deberían haber traído la leña, y cuando llegó y pasó el mediodía sin que apareciese la madera, resolví encaminarme hacia el pueblo en mi paseo cotidiano. Mi propósito era visitar a Thompson, el hombre con quien Cal había cerrado el trato.

Éste ha sido un hermoso día, impregnado por la incisiva frescura del otoño radiante, y cuando llegué a la propiedad de los Thompson (Cal, que se quedó en casa para seguir hurgando en la biblioteca del primo Stephen, me había descrito el itinerario preciso) me sentía de mejor humor que en todos los días pasados, y estaba predispuesto para disculpar la tardanza del proveedor.

Me encontré ante una multitud de malezas enmarañadas y construcciones destartaladas que necesitaban una mano de pintura. A la izquierda del establo, una puerca descomunal, lista para la matanza de noviembre, gruñía y se revolcaba en una pocilga lodosa, y en el patio lleno de basura que separaba la casa de las dependencias anexas, una mujer que usaba un astroso vestido de algodón alimentaba a las gallinas con el maíz acumulado en el hueco de su delantal. Cuando la saludé, volvió hacia mí un rostro pálido y desvaído.

Fue asombroso ver cómo su expresión absolutamente estólida se transformaba en otra de frenético terror. Sólo se me ocurre pensar que me confundió con Stephen, porque hizo el ademán típico para ahuyentar el mal de ojo y lanzó un alarido. Los granos de maíz se desparramaron a sus pies y las gallinas se alejaron aleteando y cacareando.

Antes de que yo pudiera articular una palabra, un hombre gigantesco y encorvado, cuya única vestimenta eran unos calzoncillos largos, salió tambaleándose de la casa con un rifle para cazar ardillas en una mano y un porrón en la otra. Al ver sus ojos inyectados en sangre y su porte inseguro, llegué a la conclusión de que era el leñador Thompson en persona.

-¡Un Boone! –bramó-. ¡Maldito sea! –Dejó caer el porrón y él también hizo la señal.-He venido –dije, con la mayor ecuanimidad posible, dadas las circunstancias-, porque

no recibí la madera. Según lo convenido con mi acompañante...-¡Maldito sea también su acompañante, es lo que digo! –Y por primera vez me di cuanta

de que pese a su actitud fanfarrona tenía un miedo atroz. Empecé a preguntarme seriamente si su ofuscación no lo induciría a dispararme con el rifle.

-Como testimonio de cortesía... –empecé a decir cautelosamente.-¡Maldita sea su cortesía!-Muy bien, pues –manifesté, con la mayor dignidad posible-. Me despido hasta que

recupere el control de sus actos.Di media vuelta y eché a caminar hacia la aldea.-¡No vuelva! –chilló a mis espaldas-. ¡Quédese allí con su maldición! ¡Maldito! ¡Maldito!

¡Maldito!Me arrojó una piedra que me golpeó en el hombro, porque no quise darle la satisfacción

de agacharme.De modo que fui en busca de la señora Cloris, resuelto a elucidar por lo menos el

misterio de la hostilidad de Thompson. Es viuda (y olvida tus condenados instintos de casamentero, Boones; me lleva quince años y yo no volveré a ver los cuarenta) y vive sola en una encantadora casita a orillas del mar. La encontré tendiendo su colada, y pareció sinceramente complacida al verme. Esto me produjo un gran alivio: es muy irritante que te traten como un paria sin ninguna justificación.

-Señor Boone –dijo, con una mínima reverencia-, si ha venido a pedirme que le lave la ropa, debo comunicarle que no hago ese trabajo después de setiembre. El reumatismo me hace sufrir tanto que a duras penas puedo lavar la mía.

-Ojalá fuera ése el motivo de mi visita. He venido a pedirle ayuda, señora Cloris. Quiero que me cuente todo lo que sabe acerca de Chapelwaite y Jerusalem’s Lot y que me explique por qué la gente del lugar me mira con tanta desconfianza y miedo.

-¡Jerusalem’s Lot! De modo que también sabe eso.-Sí –contesté-. Visité el pueblo con mi acompañante hace una semana.-¡Válgame Dios! –Se puso pálida como la leche, y trastabilló. Extendí la mano para

sostenerla. Sus ojos giraron espantosamente en las órbitas y por un momento me sentí seguro de que se iba a desmayar.

-Señora Cloris, discúlpeme si he dicho algo que...

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-Entre –me interrumpió-. Tiene que saberlo. ¡Jesús, han vuelto los malos tiempos!No quiso pronunciar una palabra más hasta que terminó de preparar un té cargado en

su cocina luminosa. Cuando la taza estuvo frente a mí, se quedó mirando el océano un rato, con expresión pensativa. Inevitablemente sus ojos y los míos se dirigieron hacia el promontorio de Chapelwaite Head, donde la casa se alza sobre el mar. El amplio ventanal refulgía como un diamante al reflejar los rayos del sol poniente. El espectáculo era hermoso pero producía una enigmática inquietud. Se volvió de pronto hacia mí y exclamó vehementemente:

-¡Debe irse en seguida de Chapelwaite, señor Boone!Quedé perplejo.-Desde que se instaló allí flota un hálito siniestro en el aire. Durante la última semana, a

partir del momento en que pisó aquel lugar maldito, se han sucedido los presagios y portentos. Un velo sobre la faz de la luna; bandadas de chotacabras que anidan en los cementerios; un parto anómalo. ¡Debe irse!

Cuando recuperé el uso de la palabra, hablé con la mayor afabilidad posible:-Señora Cloris, todo esto son fantasías. Usted debe saberlo.-¿Es una fantasía que Bárbara Brown haya dado a luz un niño sin ojos? ¿O que Clifton

Brocken haya encontrado un huella lisa, aplastada, de un metro y medio de ancho, más allá de Chapelwaite, donde todo se había marchitado y blanqueado? Y usted, dice que ha visitado Jesusalem’s Lot, ¿puede afirmar sinceramente que no hay algo que sigue viviendo allí?

No atiné a contestar. Lo que había visto en esa iglesia inicua reapareció ante mis ojos.La mujer juntó sus manos nudosas, en un esfuerzo por calmarse.-Sólo me he enterado de estas cosas porque se las oí contar a mi madre, y, antes, a la

madre de ella. ¿Usted conoce la historia de su familia en lo que concierne a Chapelwaite?-Vagamente –respondí-. La casa ha sido la morada del linaje de Philip Boone desde la

década de 1780. Su hermano Robert, mi abuelo, se instaló en Massachussets después de una reyerta por papeles robados. Sé poco acerca del linaje de Philip, excepto que lo cubrió una sombra infausta, transmitida de generación en generación: Marcella murió en un accidente trágico y Stephen se mató en una caída. Stephen quiso que Chapelwaite se convirtiera en mi hogar, y en el de los míos, y que así se enmendara la división de la familia.

-Nunca se enmendará –musitó ella-. ¿Sabe algo acerca del altercado originario?-A Robert Boone le sorprendieron en el momento en que registraba el escritorio de su

hermano.-Philip Boone estaba loco –afirmó la señora Cloris-. Se dedicaba a un tráfico impío.

Robert Boone intentó despojarle de una Biblia profana escrita en lenguas antiguas: latín, druídico, y otras. Un libro infernal.

-De Vermis Mysteriis.Respingó como si la hubieran golpeado.-¿Lo conoce?-Lo he visto... lo he tocado. –Nuevamente me pareció que estaba a punto de

desmayarse. Se llevó una mano a la boca como si quisiera ahogar un grito-. Sí, en Jerusalem’s Lot. Sobre el púlpito de una iglesia corrompida y profanada.

-De modo que está aún allí, aún allí. –Se meció en su silla-. Confiaba en que Dios, con Su sabiduría, lo habría arrojado al foso del infierno.

-¿Qué relación tuvo Philip Boone con Jerusalem’s Lot?-Una relación de sangre –dijo la señora Cloris con tono lúgubre-. Llevaba la Marca de la

Bestia, aunque lucía las vestiduras del Cordero. Y el 31 de octubre de 1789, Philip Boone desapareció..., junto con toda la población de esa condenada aldea.

No agregó mucho más. En verdad, no parecía saber mucho más. Sólo atinó a reiterar sus súplicas de que me fuera, argumentando algo sobre «la sangre que llama a la sangre» y murmurando acerca de «los que vigilan y los que montan guardia». A medida que se acercaba el crepúsculo pareció más agitada, y no menos, para aplacarla le prometí que prestaría atención a sus deseos.

Marché de regreso a la casa entre sombras cada vez más largas y tétricas. Mi buen humor se había disipado por completo y la cabeza me daba vueltas, poblada de dudas que aún me atormentan. Cal me recibió con la noticia de que los ruidos de las paredes se habían intensificado..., como yo mismo puedo atestiguarlo en este momento. Procuro convencerme de que solo oigo ratas, pero enseguida veo el rostro aterrorizado y grave de la señora Cloris.

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La luna se ha levantado sobre el mar, tumefacta, redonda, roja como la sangre, y salpica el océano con un reflejo repulsivo. Mi pensamiento vuelve hacia aquella iglesia y (aquí hay un renglón tachado)

Pero tú no verás eso, Bones. Es demasiado demencial. Creo que es hora de que me vaya a dormir. No me olvido de ti.Saludos,Charles(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin MacCann.)

20 de octubre de 1850Esta mañana me tomé la libertad de forzar la cerradura que impide abrir el libro. Lo hice

antes de que el señor Boone se levantara. Es inútil. Está todo él escrito en clave. Una clave sencilla, me parece. Quizá me resultará tan fácil descifrarla como forzar la cerradura. Estoy seguro de que se trata de un Diario. La escritura tiene un asombroso parecido con la del señor Boone. ¿A quién puede pertenecer este volumen, arrumbado en el rincón más oscuro de la biblioteca y con sus páginas herméticamente cerradas? Parece antiguo, ¿pero quién podría afirmarlo con certeza? El papel ha estado bastante bien protegido de la influencia corruptora del aire. Más tarde me ocuparé de él, si tengo tiempo. El señor Boone está empeñado en explorar el sótano. Temo que estos fenómenos macabros sean nefastos para su salud aún inestable. Debo tratar de persuadirle...

Pero aquí viene...

20 de octubre de 1850Bones:

Todavía (sic) no puedo escribirte yo, yo, yo

(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann).

20 de octubre de 1850Tal como temía su salud se ha quebrantado...¡Dios mío, Padre Nuestro que estás en el Cielo!No soporto ese recuerdo. Sin embargo está implantado, grabado en mi cerebro como

un ferrotipo. ¡El horror del sótano!Ahora estoy solo. Son las ocho y media. La casa está silenciosa pero...Lo encontré desvanecido sobre su escritorio. Aún duerme. Sin embargo, durante esos

breves momentos, ¡con cuanta gallardía se comportó mientras yo estaba paralizado y descalabrado!

Su piel está cérea, fría. Gracias a Dios no ha vuelto a tener fiebre. No me atrevo a moverlo ni a dejarlo ir a la aldea. Y si fuera yo, ¿quién volvería conmigo para ayudarle? ¿Quién vendría a esta casa maldita?

¡Oh, el sótano! ¡Los monstruos del sótano que han invadido nuestras paredes!

22 de octubre de 1850Querido Bones:

Me he recuperado, aunque todavía estoy débil, después de pasar treinta y seis horas sin conocimiento. Me he recuperado... ¡Qué broma tan amarga y macabra! Nunca volveré a recuperarme. Jamás. Me he enfrentado con una locura y un horror indescriptibles. Y el fin aún no está a la vista.

Si fuera por Cal, creo que terminaría con mi vida ahora mismo. Cal es una isla de cordura en este mar de demencia.

Lo sabrás todo.Nos habíamos equipado con velas para la exploración del sótano, y sus llamas

proyectaban un fuerte resplandor que era harto suficiente..., ¡diabólicamente suficiente! Calvin intentó disuadirme con el argumento de mi reciente enfermedad, y dijo que lo más que encontraríamos, probablemente, serían unas grandes ratas a las que luego habría que envenenar.

Sin embargo, me empeciné. Calvin lanzó un suspiro y dijo:

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-Hágase entonces su voluntad, señor Boone.Al sótano se entra por un escotillón implantado en el piso de la cocina (que Cal jura

haber tapiado sólidamente) que sólo conseguimos levantar después de muchos forcejeos y tirones.

De la oscuridad brotó un olor fétido, asfixiante, no muy distinto del que saturaba la aldea abandonada allende el Royal River. La vela que yo sostenía arrojaba su fulgor sobre una escalera empinada que conducía a las tinieblas. La escalera estaba en pésimas condiciones de conservación –faltaba incluso un escalón íntegro, sustituido por un boquete negro- y en seguida comprendí cómo la desventurada Marcella había encontrado allí la muerte.

-¡Tenga cuidado, señor Boone! –exclamó Cal.Le contesté que eso era lo que más tendría, y bajamos.El piso era de tierra, y las paredes de sólido granito apenas estaban húmedas. Eso no

parecía en absoluto un refugio de ratas, porque no se veía ninguno de los materiales que éstas utilizan para construir sus nidos, tales como cajas viejas, muebles abandonados, pilas de papel y cosas por el estilo. Levantamos las velas, ganando así un pequeño círculo de luz, pero pese a ello nuestro radio visual seguía siendo muy reducido. El piso tenía un declive gradual que parecía pasar debajo de la sala y el comedor principal, o sea que se extendía hacia el Oeste. Ése fue el rumbo que tomamos. Todo estaba sumido en un silencio absoluto. La pestilencia del aire era cada vez más intensa y la oscuridad circundante parecía comprimirse como una envoltura de lana, como si estuviera celosa de la luz que la desbancaba momentáneamente después de tantos años de hegemonía indiscutida.

En el extremo final, los muros de granito eran remplazados por una madera pulida que parecía totalmente negra y desprovista de propiedades reflectoras. Allí terminaba el sótano, aislando lo que parecía ser un compartimiento separado del recinto principal. Estaba sesgado de manera tal que era imposible inspeccionarlo sin contornear el recodo.

Eso fue lo que hicimos Calvin y yo.Fue como si un corroído espectro del pasado siniestro de la mansión se hubiera alzado

delante de nosotros. En ese compartimiento había una silla solitaria y, sobre ésta, sujeto a una de las gruesas vigas del techo, colgaba un podrido lazo de cáñamo.

-Entonces fue aquí donde se ahorcó –murmuró Cal-. ¡Dios mío!-Sí..., con el cadáver de su hija postrado al pie de la escalera, detrás de él.Cal empezó a hablar. Pero sus ojos se desviaron hacia un punto situado a mis

espaldas. Entonces sus palabras se trocaron en un alarido.¿Cómo narrar, Bones, el cuadro que contemplaron nuestros ojos? ¿Cómo describir a

los abominables inquilinos que tenemos entre nuestras paredes?El muro más lejano giró sobre sí mismo, y desde aquellas tinieblas nos sonrió un

rostro..., un rostro de ojos tan negros como el mismo Estigia. En su boca desmesuradamente abierta se formó una mueca desdentada, atormentada. Una mano amarilla, descompuesta, se estiró hacia nosotros. Emitió un sonido repulsivo, como un maullido, y avanzó un paso, tambaleándose. La luz de mi vela cayó sobre él...

¡Y vi la laceración amoratada de la cuerda en su cuello!Algo más se movió, detrás de él, algo con lo que soñaré hasta el día en que se extingan

todos los sueños: una chica de facciones pálidas, agusanadas, y sonrisa cadavérica; una chica cuya cabeza se ladeaba en un ángulo lunático.

Nos deseaban, lo sé. Y sé que si no hubiera arrojado la vela directamente contra lo que se alzaba en la abertura, y si no le hubiera lanzado inmediatamente después la silla que descansaba debajo del nudo corredizo, nos habrían arrastrado a la oscuridad y se habrían apoderado de nosotros.

Después de eso, todo se condensa en oscuridad confusa. Mi mente ha corrido la cortina. Me desperté, como he dicho, en compañía de Cal.

Si pudiera partir, huiría de esta casa de horror con el camisón flameando sobre mis tobillos. Pero no puedo. Me he convertido en el instrumento de un drama más profundo, más tenebroso. No me preguntes cómo lo sé. Lo sé, y eso es todo. La señora Cloris tenía razón cuando habló de los que vigilan y los que montan guardia. Temo haber despertado una Fuerza que pasó medio siglo aletargada en la siniestra aldea de Jerusalem’s Lot, una Fuerza que ha asesinado a mis antepasados y los ha subyugado diabólicamente, convirtiéndolos en nosferatu:

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muertos vivientes. Y alimento temores aún peores que éstos, Bones, pero sólo tengo vislumbres. Si supiera..., ¡si por lo menos lo supiera todo!

CharlesPosdata – Y por supuesto esto lo escribo sólo para mí. Estamos aislados de Preacher’s Corners. No me atrevo a llevar allí mi corrupción, y Calvin no quiere dejarme solo. Quizá, si Dios es misericordioso, esta carta te llegará de alguna manera.

C.

(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann).

23 de octubre de 1850Hoy está más vigoroso. Hablamos brevemente sobre las apariciones del sótano.

Convinimos que no eran alucinaciones ni entes de origen ectoplásmico, sino reales. ¿Pero el señor Boone sospecha, como yo, que se han ido? Quizá. Los ruidos se han acallado. Sin embargo, todo sigue siendo ominoso, y pesa sobre nosotros un palio oscuro. Parece como si estuviéramos esperando en el engañoso Ojo de la Tempestad...

En una alcoba de la planta alta he hallado una pila de papeles, guardados en el último cajón de un viejo escritorio con tapa de corredera. Algunas cartas y facturas pagadas de Robert Boone. Sin embargo, el documento más interesante consiste en unas pocas anotaciones al dorso de un anuncio de sombreros de copa para caballeros. Arriba está escrito:

Benditos sean los mansos.

Abajo, el siguiente texto aparentemente absurdo:

b k n d i h o e s m a h l s s a a f s g se e m d o t r s r e s n a o d m d n r o h

Creo que ésta es la clave del libro cerrado y cifrado que encontré en la biblioteca. La clave de arriba, muy simple, es la que se empleó en la Guerra de la Independencia. Cuando se eliminan las «letras neutras» que componen la segunda parte de la escritura, queda lo siguiente:

b n i o s a l s a s se d t s e n o m n o

Leyendo De arriba abajo, en lugar de hacerlo transversalmente, se obtiene la cita originaria de las Bienaventuranzas.

Antes de atreverme a mostrárselo al señor Boone, debo verificar el contenido del libro...

24 de octubre de 1850Querido Bones:

Ha ocurrido algo prodigioso. Cal, que siempre mantiene un silencio hermético hasta que está seguro de sí mismo (¡singular y admirable rasgo humano!) ha encontrado el Diario de mi abuelo Robert. El documento estaba escrito en una clave que el mismo Cal ha descifrado. Él afirma modestamente que el hallazgo fue casual, pero pienso que en realidad fue producto de su perseverancia y afán.

Sea como fuere, ¡qué tétrica es la luz que arroja sobre nuestros misterios!La primera anotación corresponde al 1º de junio de 1789, y la última, al 27 de octubre

de 1789: cuatro días antes de la desaparición cataclísmica de la que habló la señora Cloris. Narra la historia de una obsesión creciente, o mejor dicho, de una locura, y da una imagen repulsiva de la relación que existía entre el tío abuelo Philip, la aldea de Jerusalem’s Lot, y el libro que descansa en la iglesia profanada.

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Según Robert Boone, la aldea misma es anterior a Chapelwaite (construida en 1782) y a Preacher’s Corners (conocida en aquella época por el nombre de Preacher’s Rest y fundada en 1741). Fue erigida por una secta que se escindió de la fe puritana en 1710 y cuyo jefe era un adusto fanático religioso llamado James Boon. ¡Qué sobresalto me produjo su nombre! Me parece difícil poner en duda que este Boon perteneció a mi estirpe. La señora Cloris no se equivocó al enunciar su convicción supersticiosa de que en este asunto tiene una importancia crucial el linaje de sangre, y recuerdo despavorido la respuesta sobre la relación que existió entre Philip y Jerusalem’s Lot. «Una relación de sangre», dijo, y mucho me temo que sea así.

La aldea se convirtió en una comunidad estable construida alrededor de la iglesia donde Boon predicaba..., o recibía a sus feligreses. Mi abuelo insinúa que también tenía comercio carnal con muchas damas de la localidad, a las que aseguraba que ésa era la ley y la voluntad de Dios. En razón de ello la aldea se transformó en una anomalía que sólo pudo existir en aquellos tiempos de aislamiento y extravagancia en que era posible creer simultáneamente en las brujas y en la Inmaculada Concepción: una aldea religiosa de ayuntamientos consanguíneos, bastante degenerada, controlada por un predicador medio loco cuyos evangelios gemelos eran la Biblia y el siniestro Demon Dwellings de De Gouge; una comunidad donde se celebraban regularmente los ritos del exorcismo, y donde proliferaban el incesto la locura y los defectos físicos que acompañan tan a menudo a este pecado. Sospecho (y creo que Robert Boone debió de pensar lo mismo) que uno de los hijos bastardos de Boon huyó de Jerusalem’s Lot (o fue sacado de allí) para buscar fortuna en el Sur... Y así fundó nuestro actual linaje. Sé, porque mi propia familia lo ha confesado, que nuestro clan se originó en aquella región de Massachussets que posteriormente se transformó en este Estado soberano de Maine. Mi bisabuelo, Kenneth Boone, se enriqueció gracias al entonces floreciente tráfico de pieles. Fue su fortuna, acrecentada por el tiempo y las buenas inversiones, la que levantó esta mansión ancestral mucho después de que él muriera en 1763. Sus hijos, Philip y Robert, edificaron Chapelwaite. La sangre llama a la sangre, como dijo la señora Cloris. ¿Acaso Kenneth, hijo de James Boon, huyó de la locura de su padre y de la aldea de éste, sólo para que después sus hijos, totalmente ajenos a lo sucedido, construyeran la mansión de los Boone a menos de tres kilómetros del lugar donde Boon había iniciado su carrera? Y si fue así, ¿no hay motivos para pensar que nos ha guiado una Mano gigantesca e invisible?

Según el Diario de Robert, en 1789 James Boon era anciano... y así debió de ser. Si contaba veinticinco años cuando se fundó la aldea, en 1789 debía de tener ciento cuatro, una edad prodigiosa. Lo que sigue lo copio textualmente del Diario de Robert Boone:

4 de agosto de 1789Hoy he visto por primera vez a este Hombre por el que mi Hermano siente una admiración tan malsana. Debo admitir que este Boon posee un extraño Magnetismo que me alteró inmensamente. Es un verdadero Anciano, de barba blanca, y viste una Sotana negra que por alguna razón me pareció obscena. Era más inquietante aún el Hecho de que estuviese rodeado de Mujeres, como un Sultán lo estaría por su Harén, y P. me asegura que todavía está activo, aunque por lo menos es Octagenario...En cuanto a la Aldea propiamente dicha, yo sólo la había visitado una vez, anteriormente, y no volveré a ella. Sus Calles son silenciosas y están pobladas por el Miedo que el Anciano inspira desde su Púlpito. También temo que se hayan multiplicado los Acoplamientos incestuosos, porque hay demasiadas Caras parecidas. Tenía la impresión de que no importaba hacia donde mirara, me encontraba con el rostro del Anciano..., todos están muy pálidos; parecen Desvaídos, como si les hubieran succionado toda la Vitalidad, y vi Niños sin Ojos ni Narices, Mujeres que lloraban y farfullaban y señalaban el Cielo sin ningún Motivo, y que mezclaban citas de las Escrituras con discursos sobre Demonios..., P. me pidió que asistiera a los Servicios, pero la idea de ver a este siniestro Anciano me repugnó y di una Excusa...

Las anotaciones anteriores y posteriores a ésta describen el comportamiento de Philip, cada vez más fascinado por James Boon. El 1º de setiembre de 1789, Philip fue bautizado en el seno de la iglesia de Boon. Su hermano dice: «Estoy atónito y horrorizado..., mi Hermano ha cambiado delante de mis propios Ojos..., ahora creo que incluso se parece cada Día más a ese Hombre nefasto.»

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La primera mención del libro aparece el 23 de julio. El Diario de Robert sólo lo cita brevemente: «P. ha vuelto esta noche de la Aldea menor con un Talante que me pareció bastante alterado. Se negó a hablar hasta la Hora de acostarse, cuando dijo que Boon había preguntado por un libro que se titula Misterios del gusano. Para complacer a P. le prometí que consultaría por carta a Johns and Goodfellow. P. mostró un agradecimiento casi servil.»

El 12 de agosto escribió esta anotación: «Hoy he recibido dos cartas... una de ellas de Johns and Goodfellow, de Boston. Tienen Noticia del Volumen por el cual P ha manifestado Interés. Sólo hay cinco Ejemplares en este País. La Carta es bastante fría, lo cual me extraña bastante. Hace Años que conozco a Henry Goodfellow.».

13 de agosto:P. muestra una excitación anormal por la carta de Goodfellow; se niega a explicar por qué. Sólo dice que Boon está desmedidamente ansioso por conseguir el Ejemplar. No entiendo la Razón, pues el título sólo parece ser el de un inofensivo Tratado de jardinería...Estoy preocupado por Philip. Cada día le encuentro más extraño. Ahora lamento que hayamos regresado a Chapelwaite. El Verano es caluroso, asfixiante, y está lleno de Presagios...

En el Diario de Robert sólo hay otras dos menciones del libro infame (aparentemente no comprendió su verdadera importancia, ni siquiera al final). De sus anotaciones del 4 de setiembre:

Le he pedido a Goodfellow que actúe como Agente de P. en la cuestión de la Compra, aunque mi prudencia clama contra esta Operación. ¿Qué Pretexto puedo emplear para resistirme? ¿Acaso no podría comprarlo con su propio Dinero, si yo me negara a ayudarlo? Y a cambio de ello le he arrancado a Philip la Promesa de abjurar de este infame Bautismo... Y sin embargo está tan Ofuscado, casi Afiebrado, que no confío en él. Respecto de esta cuestión estoy totalmente en Ayunas...

Por fin, el 16 de setiembre:

Hoy ha llegado el Libro, junto con una Nota de Goodfellow en la que dice que no quiere seguir interviniendo en mis Transacciones... P. se mostró anormalmente excitado y casi me arrancó el Libro de las Manos. Está escrito en Latín y con Caracteres Rúnicos que no sé descifrar. Parece casi caliente al Tacto y tuve la impresión de que vibraba en mis Manos, como si contuviera una inmensa Energía... Le recordé a P. su promesa de Abjurar y se limitó a lanzar una Risa desagradable, demencial, mientras blandía el Libro delante de mi Cara y gritaba una y otra vez: «¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos! ¡El Gusano! ¡El Secreto del Gusano!» Ahora se ha ido corriendo, supongo que al encuentro de su Benefactor loco, y no he vuelto a verle en el resto del Día...

No vuelve a hablar del libro, pero he hecho ciertas deducciones que parecen por lo menos plausibles. En primer término, tal y como ha dicho la señora Cloris, este libro fue el motivo de la ruptura entre Robert y Philip; en segundo término, es un compendio de hechizos impíos, posiblemente de origen druida (los conquistadores romanos de Gran Bretaña conservaron por escrito muchos de los ritos de sangre druidas, en nombre de la erudición, y muchos de estos recetarios infernales forman parte de la literatura prohibida del mundo); en tercer término, Boon y Philip se proponían utilizar el libro para sus propios fines. Quizá, por alguna vía tortuosa, tenían buenas intenciones, pero lo dudo. Lo que sí creo es que mucho antes se habían asociado con las potencias misteriosas que existen más allá de la urdimbre misma del Tiempo. Las últimas anotaciones del Diario de Robert Boone confirman ambiguamente estas especulaciones, y los deja hablar por sí mismos:

26 de octubre de 1789Hoy reina una terrible Conmoción en Preacher’s Corners. Frawley, el Herrero, me ha cogido por el Brazo y me ha preguntado: «Qué traman su Hermano y ese Anticristo loco allá arriba.» Godoy Randall afirma que en el Cielo ha habido Presagios de un gran Desastre inminente. Ha nacido una vaca con dos Cabezas.

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En cuanto a Mí, ignoro qué nos amenaza. Quizá la Demencia de mi Hermano. Su Cabello ha encanecido casi de un Día a otro, sus Ojos son grandes Círculos inyectados en Sangre de los cuales parece haberse desvanecido la atractiva luz de la Cordura. Sonríe y susurra y, por alguna Razón Particular, ha empezado a frecuentar nuestro Sótano cuando no está en Jerusalem’s Lot.Las Chotacabras se congregan alrededor de la Casa y sobre la Hierba. Su Clamor conjunto desde la bruma se mezcla con el del Mar hasta modular un Chillido sobrenatural que quita el Sueño

27 de octubre de 1789Esta Noche seguí a P. cuando partió rumbo a Jerusalem’s Lot, manteniéndome a una Distancia razonable para evitar que me descubriera. Las condenadas Chotacabras vuelan en bandada por el Bosque, llenándolo todo con una Melopea fatal, de ultratumba. No me atreví a cruzar el Puente. Toda la Aldea estaba a oscuras, excepto la Iglesia, que se hallaba iluminada por un tétrico Resplandor rojo que parecía transformar las altas ventanas ojivales en los Ojos del Infierno. Las Voces fluctuaban entonando la Letanía del Diablo, riendo a ratos, sollozando luego. La Tierra misma pareció hincharse y gemir bajo mis pies, como si soportara un Peso atroz, y yo huí, asombrado y despavorido, oyendo cómo los Graznidos demoníacos y estridentes de las Chotacabras reverberaban dentro de mi Cabeza mientras corría por ese Bosque sombrío.Todo apunta hacia un Clímax aún imprevisto. No me atrevo a dormir porque me asustan los posibles Sueños, y tampoco a permanecer despierto porque no sé qué Terrores lunáticos me aguardan. La Noche está poblada de Ruidos sobrecogedores y temo...Y sin embargo siento la necesidad de volver allí, de mirar, de ver. Tengo la impresión de que Philip en persona me llama, y el Anciano.Los Pájaros.Malditos malditos malditos.

Aquí termina el Diario de Robert Boone.Observa, Bones, que cerca del final alega que el mismo Philip parecía llamarlo. Estas

líneas, las palabras de la señora Cloris y los demás, pero sobre todo las espantosas figuras del sótano, muertas y sin embargo vivas, son las que me llevan a deducir una última conclusión. Nuestra estirpe sigue siendo infortunada, Bones. Sobre nosotros pesa una maldición que se resiste a dejarse sepultar: vive en un avieso mundo de sombras, dentro de esta casa y aquella aldea. Y se aproxima nuevamente la culminación del ciclo. Soy el último de los Boone. Temo que haya algo que lo sabe, y que yo sea el nexo de una abyecta empresa que nadie que esté en sus cabales podría entender. Dentro de una semana se cumple el aniversario, en la Víspera de Todos los Santos.

¿Qué debo hacer? ¡Si por lo menos tú estuvieras aquí para aconsejarme, para ayudarme!

Necesito saberlo todo, debo volver a la aldea que todos rehuyen. ¡Que Dios me dé fuerzas para ello!Charles.

(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann).

25 de octubre de 1850El señor Boone ha dormido durante casi todo el día de hoy. Su rostro está pálido y

mucho más demacrado. Temo que la repetición de la fiebre sea inevitable.Mientras refrescaba su botellón de agua vi dos cartas dirigidas al señor Granzón de

Florida, que no han sido despachadas. Se propone volver a Jerusalem’s Lot. Si se lo permitiera, eso le costaría la vida. ¿Me atreveré a escabullirme hasta Preacher’s Corners para alquilar un carruaje? Debo hacerlo, pero qué sucederá si se despierta? ¿Si al volver descubro que se ha ido?

Han reaparecido los ruidos en las paredes. ¡Gracias a Dios él aún duerme! Mi mente tiembla al pensar en lo que significa todo esto.

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Más tardeLe llevé la comida en una bandeja. Se propone levantarse dentro de un rato, y a pesar

de sus evasivas qué es lo que planea. Sin embargo, iré a Preachers Corners. Conservo en mi equipaje varios de los polvos somníferos que le recetaron durante su enfermedad. Bebió uno de ellos con su té, sin saberlo. Duerme nuevamente.

Me espanta dejarle con las Cosas que se deslizan detrás de nuestras paredes, pero me espanta aún más que permanezca otro día entre estos muros. Le he encerrado bajo llave.

¡Dios quiera que esté todavía aquí, a salvo y durmiendo, cuando yo vuelva con el carruaje!

Más tarde aún¡Me apedrearon! ¡Me apedrearon como si fuera un perro salvaje y rabioso! ¡Monstruos

depravados! ¡Éstos que se dicen hombres! Estamos prisioneros aquí... los pájaros, las chotacabras, han empezado a congregarse.

26 de octubre de 1850Querido Bones:Está casi oscuro y acabo de despertarme, después de haber dormido casi veinticuatro

horas seguidas. Aunque Cal no ha dicho nada, sospecho que echó en mi té unos polvos somníferos cuando descubrió mis intenciones. Es un buen y fiel amigo, que sólo desea lo mejor, de modo que no le reprenderé.

Sin embargo estoy resuelto. Mañana es el día. Estoy sereno, decidido, pero también me parece sentir el retorno de la fiebre. En ese caso, tendrá que ser mañana. Quizá sería aún mejor esta noche, pero ni siquiera los fuegos del mismo Infierno podrían inducirme a pisar esa aldea en la oscuridad.

Si no volviera a escribirte, que Dios de bendiga y te dé muchos años de vida, BonesCharles.

Posdata – Los pájaros han empezado a graznar y se reanudaron los horribles deslizamientos. Cal cree que no los oigo, pero se equivoca.

C.

(El texto que sigue ha sido extraído del Diario de bolsillo de Calvin McCann).

27 de octubre de 18505 de la mañana

Se ha empecinado. Muy bien. Iré con él.

4 de noviembre de 1850Querido Bones:Débil pero lúcido. No estoy seguro de la fecha, pero mi calendario me asegura que debe

ser la correcta, por el horario de la marea y la puesta del sol. Estoy sentado frente a mi escritorio, en el mismo lugar desde donde te escribí mi primera carta de Chapelwaite, y contemplo el mar oscuro del que se borran rápidamente los últimos vestigios de luz. Nunca volveré a verlo. Esta noche es mi noche. La cambiaré por las sombras que me aguardan, cualesquiera sean éstas.

¡Cómo rompe contra las rocas, este mar! Despide nubes de espuma hacia el cielo tenebroso, sacudiendo el suelo bajo mis pies. En el cristal de la ventana veo reflejada mi imagen, pálida como la de un vampiro. No como desde el 27 de octubre, y tampoco habría bebido si ese día Calvin no hubiera dejado un botellón de agua junto a mi lecho.

¡Oh, Cal! Le he perdido, Bones. Ha sucumbido en mi lugar, en lugar de esta ruina con brazos esqueléticos y rostro cadavérico que veo reflejarse en el cristal oscurecido. Y sin embargo es posible que él sea el más afortunado de los dos, porque no le atormentan sueños como los que me han atormentado a mí durante estos días: formas contorsionadas que

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acechan en los corredores de la pesadilla delirante. Mis manos tiemblan todavía, he manchado el papel con tinta.

Calvin salió a mi encuentro aquella mañana, precisamente cuando me disponía a escabullirme... Y yo que creía haber sido tan astuto. Le dije que había resuelto irme con él de aquí, y le pedí que fuera a alquilar un carruaje en Tandrell, situado a unos quince kilómetros donde éramos menos conocidos. Accedió a hacer la larga caminata y le vi partir por el sendero de la costa. Cuando le perdí de vista me equipé rápidamente con un abrigo y una bufanda (porque hacía mucho frío, y los prolegómenos del invierno inminente se manifestaban en la brisa cortante de la mañana). Lamenté por un momento no tener una pistola, y después me reí de mi propia idea. ¡Para qué sirve un arma en estas circunstancias?

Salí por la puerta de la despensa y me detuve un momento para echar una última mirada al mar y al cielo; para inhalar el aire fresco y acorazarme con él contra el hedor pútrido que, lo sabía muy bien, no tardaría en respirar; para disfrutar del espectáculo que brindaba una gaviota voraz al revolotear bajo las nubes.

Me volví... y allí estaba Calvin McCann.-No irá solo –dijo, con una expresión implacable que no le había visto nunca.-Pero, Calvin... –empecé a protestar.-¡No, ni una palabra! Iremos juntos y haremos lo que sea necesario, o le arrastraré por

la fuerza a la casa. Usted no se encuentra bien. No irá solo.Es imposible describir las emociones encontradas que se apoderaron de mí: confusión,

irritación, gratitud..., pero la más intensa de todas fue el afecto.Pasamos en silencio delante de la glorieta y del reloj de sol, recorrimos el sendero

cubierto de malezas y nos internamos en el bosque. Reinaba una paz absoluta: no se oía el gorjeo de un pájaro ni el chirrido de un grillo. El mundo parecía cubierto por un manto de silencio. Sólo flotaba el olor ubicuo de la sal y, desde lejos, llegaba el tenue aroma del humo de leña. El bosque era una inflamada sinfonía de colores, pero, a mi juicio, parecía predominar el escarlata.

El olor de la sal no tardó en dispersarse y lo sustituyó otro, más siniestro: el de la descomposición a la que ya he hecho referencia. Cuando llegamos al puente para peatones que unía las dos márgenes del Royal, pensé que Cal volvería a pedirme que desistiera, pero no lo hizo. Se detuvo, miró el torvo campanario que parecía burlarse de la bóveda celeste, y después me miró a mí. Seguimos adelante.

Nos encaminamos con paso rápido pero temeroso hacia la iglesia de James Boon. La puerta seguía entreabierta, tal como la habíamos dejado después de nuestra última salida, y la oscuridad interior parecía hacernos muecas. Mientras subíamos por la escalinata sentí que mi corazón se trocaba en bronce y mi mano tembló cuando entró en contacto con el picaporte y tiró de él. Dentro, el olor era más intenso y más mefítico que antes.

Entramos en el vestíbulo envuelto en penumbras y, sin detenernos, pasamos al recinto principal.

Estaba en ruinas.Algo descomunal se había desenfrenado allí, produciendo una terrible destrucción. Los

bancos estaban volcados y apilados como briznas de paja. La cruz nefasta descansaba contra la pared oriental, y un agujero mellado que se veía en el revoque, encima de ella, atestiguaba con cuánta violencia la habían arrojado. Las lámparas habían sido arrancadas de sus soportes, y la pestilencia del aceite de ballena se mezclaba con la fetidez que impregnaba la ciudad. Y a lo largo de la nave central se extendía un rastro de jugo negro, mezclado con fibras sanguinolentas, de modo que el conjunto remedaba una macabra alfombra nupcial. Nuestros ojos siguieron ese rastro hasta el púlpito, que era lo único que permanecía intacto dentro de nuestro radio visual. Desde lo alto de aquel, un cordero inmolado nos miraba con ojos vidriosos por encima del Libro blasfemo.

-Dios –susurró Calvin.Nos acercamos, evitando pisar la franja viscosa. Nuestros pasos reverberaban en el

recinto, que parecía transmutarlos en el estruendo de una risa gigantesca.Subimos juntos al púlpito. El cordero no había sido descuartizado ni comido. Más bien,

tuvimos la impresión de que lo habían estrujado hasta reventarle los vasos sanguíneos. La sangre formaba charcos espesos y malolientes sobre el mismo atril, y alrededor de su base...,

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¡pero era transparente donde cubría el libro, y a través de ella se podían leer los jeroglíficos rúnicos, como si se tratara de un cristal coloreado!

-¿Es necesario que lo toquemos? –preguntó Cal, con tono resuelto.-Sí, es mi deber.-¿Qué hará?-Lo que tendrían que haber hecho hace sesenta años. Lo destruiré.Apartamos el cadáver del cordero de encima del libro y cayó al suelo con un

abominable y fluctuante ruido sordo. Ahora las páginas manchadas de sangre parecieron cobrar vida con su propio fulgor escarlata.

Mis oídos empezaron a resonar y zumbar. Un cántico apagado parecía brotar de las mismas paredes. Al ver el rostro convulsionado de Cal comprendí que oía lo mismo que yo. El piso se estremeció debajo de nosotros, como si aquello que embrujaba esa iglesia se estuviera acercando para proteger lo suyo. La urdimbre del espacio y el tiempo lógicos pareció retorcerse y desgarrarse; la iglesia pareció llenarse de espectros e iluminarse con el resplandor infernal del eterno fuego frío. Creí ver a James Boon, repulsivo y deforme, retozando alrededor del cuerpo supino de una mujer. Y a mi tío abuelo Philip detrás de él, transformado en un acólito enfundado en una capucha negra, con un cuchillo y un cuenco en la mano.

«Deum vobiscum magna vermis...»Las palabras tremolaron y se enroscaron sobre la página que tenía frente a mí,

empapadas en la sangre del sacrificio, en aras de una criatura que se arrastra más allá de las estrellas...

Una congregación ciega, incestuosa, meciéndose al son de una alabanza absurda, demoníaca; rostros deformes en los que se leía una expectación anhelante, innombrable...

Y el latín fue remplazado por una lengua más antigua, que ya era arcaica cuando Egipto estaba en sus albores y las pirámides aún no habían sido construidas, que ya eran arcaicas cuando la Tierra aún flotaba en un firmamento informe y bullente de gas vacío.

-¡Gyyagin vardar Yogsoggoth! ¡Verminis! ¡Gyyagin! ¡Gyyagin! ¡Gyyagin!El púlpito empezó a partirse y seccionarse, pujando hacia arriba...Calvin lanzó un alarido y alzó un brazo para cubrirse el rostro. La bóveda osciló con un

movimiento descomunal, tenebroso, semejante al de un barco zarandeado por la borrasca. Manoteé el libro y lo mantuve alejado de mí: parecía impregnado por el calor del Sol y pensé que me calcinaría, que me cegaría.

-¡Corra! –gritó Calvin-. ¡Corra!Pero yo estaba paralizado y la emanación sobrenatural me llenó como si mi cuerpo

fuera un cáliz antiguo que había esperado durante años..., ¡durante generaciones!-¡Gyyagin vardar! –aullé-. ¡Siervo de Yogsoggoth, el Innombrable! ¡El Gusano de

allende el Espacio! ¡Devorador de Estrellas! ¡Cegador del Tiempo! ¡Verminis! ¡Llega la Hora de Colmar, la Hora de Tributar! ¡Verminis! ¡Alyah! ¡Alyah! ¡Gyyagin!

Calvin me empujó y trastabillé. La iglesia giraba a mí alrededor y caí al suelo. Mi cabeza se estrelló contra el borde de un banco volcado, se llenó de un fuego rojo..., que sin embargo pareció despejarla.

Manoteé las cerillas de azufre que había traído conmigo. Un trueno subterráneo pobló el recinto. Cayó el revoque. La campana herrumbrada de la torre hizo repicar un ahogado carillón diabólico por vibración simpática.

Mi cerilla chisporroteó. La acerqué al libro en el mismo momento en que el púlpito se desintegraba en medio de un desquiciante estallido de madera. Debajo de él quedó al descubierto un inmenso boquete negro. Cal se tambaleó hasta el borde con las manos extendidas y con el rostro desfigurado por un clamor incoherente que resonará eternamente en mis oídos.

Entonces emergió una mole de carne gris y vibrante. La pestilencia se convirtió en una marea de pesadilla. Fue una erupción formidable de gelatina viscosa y supurante, una masa enorme y atroz me pareció alzarse desde las entrañas mismas de la tierra. Y sin embargo, con una súbita y espantosa lucidez que ningún ser humano puede haber experimentado, ¡me di cuenta de que eso no era más que un anillo, un segmento, de un gusano monstruoso que había vivido a ciegas durante años en la oscuridad encapsulada que reinaba debajo de la iglesia maldita!

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El libro se inflamó en mis manos, y Eso pareció lanzar un alarido mudo sobre mi cabeza. Calvin recibió un golpe rasante y fue despedido al otro extremo de la iglesia como un muñeco con el cuello roto.

Se replegó... Eso se replegó y dejó sólo un boquete descomunal y mellado, rodeado de baba negra, y un portentoso chillido ululante que pareció disiparse a través de distancias colosales y que al fin se acalló.

Bajé la vista. El libro había quedado reducido a cenizas. Comencé a reír y, después, a aullar como una bestia herida.

Perdí hasta el último vestigio de cordura y me senté en el suelo, sangrando por la sien, gritando y farfullando en esas sombras blasfemas, mientras Calvin, despatarrado en un rincón, me miraba con ojos vidriosos, despavoridos.

No sé cuánto tiempo pasé en ese estado. No podría determinarlo. Pero cuando recuperé mis facultades, las sombras habían trazado largos senderos alrededor de mí y me envolvía el crepúsculo. Un movimiento atrajo mi atención, un movimiento en el boquete abierto al pie del púlpito.

Una mano se deslizó a tientas sobre las tablas claveteadas del suelo.Una carcajada demencial se me atascó en la garganta. Toda la histeria se fundió en un

aturdimiento exangüe.Una carroña se alzó de las tinieblas con escalofriante y vengativa lentitud y vi que me

espiaba la mitad de una calavera. Los escarabajos se arrastraban sobre su frente descarnada. Una sotana podrida se adhería a los huecos sesgados de sus clavículas mohosas. Sólo los ojos estaban vivos: cavidades enrojecidas y vesánicas que me escudriñaban con algo más que demencia. En ellas brillaba la vida vacía de los páramos sin rumbo que se extienden más allá de los confines del Universo.

Venía a arrastrarme a la oscuridad.Fue entonces cuando huí, chillando, dejando desamparado el cuerpo de mi viejo amigo

en este antro de iniquidad. Corrí hasta que el aire pareció estallar como magma en mis pulmones y mi cerebro. Corrí hasta llegar de nuevo a esta casa poseída y contaminada, y a mi habitación, donde me dejé caer y donde he permanecido postrado como un muerto hasta hoy. Corrí porque a pesar de mi enajenación había visto un aire de familia en los pingajos de esa figura muerta pero animada. Mas no se trataba de Philip ni de Robert, cuyas imágenes cuelgan en la galería de arriba. ¡ese rostro putrefacto era el de James Boon, Guardián del Gusano!

Él vive todavía en algún lugar de los tortuosos y oscuros recovecos que se enroscan debajo de Jerusalem’s Lot y Chapelwaite... y Eso todavía vive. Al quemar el libro se frustraron los planes de Eso, pero hay otros ejemplares.

Sin embargo yo soy el portal, y soy el último de los linajes de los Boone. Por el bien de toda la Humanidad debo morir..., cortando definitivamente la cadena.

Ahora me voy al mar, Bones. Mi viaje concluye, como mi relato. Que Dios te proteja y te conceda la paz.Charles.

Este extraño cúmulo de papeles llegó por fin a manos del señor Everett Granzón, a quien habían sido dirigidos. Se supone que una recidiva de la infortunada fiebre encefálica que le había atacado originariamente después de la muerte de su esposa, en 1848, desencadenó la locura de Charles Boone y le indujo a asesinar a su acompañante y amigo de mucho años, el señor Calvin McCann.

Las anotaciones del Diario del señor McCann son un fascinante modelo de falsificación, y es indudable que Charles Boone los escribió él mismo para reforzar sus propios delirios paranoides.

Sin embargo, se ha comprobado que Charles Boone se equivocó respecto de dos cuestiones. En primer término, cuando «redescubrieron» (empleo el término en el sentido histórico, por supuesto) la aldea de Jerusalem’s Lot, el piso del púlpito, aunque carcomido, no mostraba huellas de una explosión o de grandes daños. Y si bien los antiguos bancos estaban volcados y había varias ventanas rotas, es lícito suponer que estos actos de vandalismo fueron perpetrados por gamberros de las poblaciones vecinas, a lo largo de los años. Los habitantes más viejos de Preacher’s Corners y Trandrell siguen repitiendo algunos rumores ociosos acerca de Jerusalem’s Lot (quizás, antaño, fue una de aquellas inofensivas leyendas

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tradicionales la que omnibuló la mente de Boone y la llevó por la senda fatal), pero esto no parece pertinente.

En segundo término, Charles Boone no era el último de su linaje. Su abuelo, Robert Boone, engendró por lo menos dos bastardos. Uno murió en la infancia. El segundo asumió el apellido Boone y se instaló en la ciudad de Central Falls, Rhode Island. Yo soy el último vástago de esta rama del tronco de los Boone, primo segundo de Charles Boone en tercera generación. He sido depositario de estos documentos durante diez años, y ahora los hago publicar aprovechando la circunstancia de que me he instalado en el hogar ancestral de los Boone, Chapelwaite. Espero que el lector se compadezca de la pobre alma descarriada de Charles Boone. Por lo que veo, sólo acertó en una cuestión: esta casa necesita urgentemente los servicios de un exterminador.

A juzgar por el ruido, en las paredes hay unas ratas enormes.

Firmado:James Robert Boone2 de octubre de 1971

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Los reploides

Nadie sabía exactamente durante cuánto tiempo había estado ocurriendo. No mucho. Dos días, dos semanas; no podía haber sido mucho más que eso, razonaba Cheyney. No es que importara, claro, pero permitió que la gente viera un poco más del espectáculo disfrutando de la emoción añadida de saber que el espectáculo era real. Cuando los Estados Unidos y el mundo entero se enteraron de la existencia de los reploides lo hicieron de una forma bastante espectacular. Quizá fuese mejor así. En estos tiempos si algo no resulta espectacular puede seguir y seguir eternamente sin que nadie se entere. Ni se cree en ello ni se deja de creer. Es, sencillamente, otra parte de ese extraño mantra cuasi divino que forma el cada vez más rápido flujo de acontecimientos y experiencia de este siglo que se va aproximando a su fin. Cada vez es más difícil atraer la atención de la gente. Necesitas ametralladoras en un aeropuerto atestado o una granada arrojada por el pasillo de un autobús cargado de monjas detenido en un bloqueo de carretera de algún país centroamericano donde hay demasiada vegetación y demasiadas armas. Los reploides pasaron a ser noticia nacional -e internacional- la mañana del 30 de noviembre de 1989, después de lo que ocurrió durante los dos primeros y caóticos minutos del Show de la noche que iba a ser grabado en Burbank, California, la noche anterior.

El encargado del estudio no apartaba los ojos del segundero rojo que iba subiendo hacia las doce. El público que llenaba el estudio observaba el reloj con tanta concentración como el encargado. Cuando la manecilla roja del segundero alcanzara el doce serían las cinco y habría llegado el momento de empezar a grabar la enésima edición del Show de la noche.

La manecilla del segundero dejó atrás el número ocho y el público se removió y empezó a murmurar sintiendo su propia variedad especial del pánico al escenario. Después de todo, ellos representaban a la nación americana, ¿no? ¡Sí!

-Un poco de silencio, por favor -dijo con amabilidad el encargado del estudio, y el público se calló como un niño obediente.

El batería de Doc Severinsen ejecutó un veloz redoble en su tambor y se quedó quieto sosteniendo despreocupadamente los palillos entre los pulgares y los índices, observando al encargado y no al reloj, tal y como siempre hacía toda la gente del espectáculo. Para el equipo técnico y los que iban a actuar en el programa el encargado era el reloj. Cuando el segundero dejó atrás el número diez el encargado empezó su cuenta atrás en voz alta. «Cuatro», dijo, y luego alzó tres dedos, dos dedos, un dedo... y acabó apretando el puño del que sobresalía un dedo que apuntaba dramáticamente al público. Un letrero de APLAUSOS se encendió pero el público del estudio ya estaba condicionado para aplaudir; el letrero podría haber estado escrito en sánscrito y ellos habrían aplaudido igual.

Todo empezó tal y como se suponía que debía empezar, en el segundo preciso. Aquello no tenía nada de sorprendente: si el equipo técnico del Show de la noche trabajara en el departamento de policía de Los Ángeles ya podrían haberse jubilado con pensión completa y todos los honores. El grupo de Doc Severinsen, una de las mejores bandas de todo el mundo del espectáculo, empezó a interpretar el familiar tema del programa Ta-da-da-Da-da..., y la potente voz de Ed McMahon hizo vibrar la atmósfera del estudio con su entusiasmo de siempre.

-¡Desde Los Ángeles, capital mundial de la diversión y el entretenimiento, el Show de la noche, en vivo con Johnny Carson! ¡Esta noche Johnny Carson tiene como invitada a la actriz Cybill Shepherd, de Luz de luna! -Aplausos emocionados del público-. ¡El mago Doug Henning! -Aplausos todavía más potentes-. ¡Pee Wee Herman! -Una nueva oleada de aplausos, esta vez acompañados por los gritos de alegría lanzados por la claque de Pee Wee-. ¡Desde Alemania, los Schnauzers Voladores, los únicos acróbatas caninos del mundo! -Aplausos más fuertes mezclados con risas-. ¡Y, naturalmente, no hay que olvidar a Doc Severinsen, el único director de orquesta volador del mundo, y su banda canina!

Los miembros del grupo que no tocaban instrumentos de viento ladraron obedientemente. El público rió más fuerte y aplaudió con más entusiasmo.

En la sala de control del Estudio C nadie se reía.Un hombre vestido con una chillona chaqueta deportiva y un rizado mechón de cabello

negro sobre la frente estaba de pie en la parte de atrás, chasqueando distraídamente los dedos mientras contemplaba a Ed, pero eso era todo.

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El director hizo por enésima vez la señal de que la Cámara Número Dos tomara un plano medio de Ed, y éste apareció en los monitores de EN PANTALLA. Tuvo el tiempo justo de oír como alguien murmuraba «¿Dónde diablos está?» antes de que la ampulosa voz de Ed anunciara, también por enésima vez:

-¡Y ahora aquí eeeeeees-tá Johnny! Aplausos enloquecidos del público.-Cámara Tres -ordenó secamente el director del programa.-Pero es que...-¡Cámara Tres, maldita sea!La Cámara Tres mandó su imagen al monitor de EN PANTALLA, mostrando la pesadilla

particular de cada director de televisión, un decorado espantosamente vacío... y un instante después alguien, un desconocido, entró con paso confiado en ese espacio vacío como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí, llenándolo con una indiscutible presencia, encanto y autoridad. Pero, fuera quien fuese, estaba claro que no era Johnny Carson.∗ Y tampoco era ninguno de los otros rostros familiares a los que el público de la televisión y el estudio se habían acostumbrado durante las ausencias de Johnny. Este hombre era más alto que Johnny y en vez de la familiar cabellera plateada tenía un exuberante casquete de rizos negros que casi parecían dignos del dios Pan. El cabello del desconocido era tan negro que en algunas zonas daba la impresión de brillar con unos reflejos azules, como el cabello de Supermán en las historietas. La chaqueta deportiva que llevaba no era lo bastante chillona para encuadrarle en la categoría del vendedor de coches pueblerino que habla con acento nasal, pero Carson no la habría tocado ni con un palo de cinco metros.

El público siguió aplaudiendo pero el tono de los aplausos no tardó en volverse algo vacilante y éstos pronto empezaron a disminuir de potencia.

-¿Qué coño está pasando? -preguntó alguien en la sala de control.El director se limitó a seguir con los ojos clavados en el escenario, fascinado.En vez del familiar balanceo del palo de golf invisible, puntuado por un redoble de

tambor y los entusiásticos gritos de aprobación lanzados por el público del estudio, aquel desconocido de oscuros cabellos, anchos hombros y chaqueta chillona empezó a mover las manos arriba y abajo, con los ojos yendo rítmicamente desde sus palmas hasta un punto situado justo encima de su cabeza: estaba imitando a un malabarista que tiene suspendido en el aire un montón de objetos frágiles y lo hacía con la despreocupada gracia de quien lleva mucho tiempo en el espectáculo. La única pista de que los objetos eran huevos o algo parecido y que si caían al suelo se romperían estaba en su rostro, y era tan sutil como una sombra. De hecho, era algo muy parecido a la forma en que los ojos de Johnny seguían la bola invisible que se alejaba hacia el hoyo igualmente invisible, dándose cuenta de que el golpe había sido bueno..., a menos, naturalmente, que decidiera optar por otro número, cosa que podía hacer y hacía de vez en cuando sin que el esfuerzo le produjese ni el más leve jadeo.

El desconocido se tomó su tiempo para dejar caer el último huevo, o lo que fuese, y sus ojos lo siguieron hasta el suelo con una exagerada expresión de abatimiento y horror. Después se quedó quieto durante un instante, como paralizado. Luego miró hacia la Cámara Tres Izquierda..., hacia Doc y el grupo, en otras palabras.

Tras haber visto la cinta varias veces Dave Cheyney llegó a lo que le parecía una conclusión irrefutable, aunque muchos de sus colegas -su compañero incluido- no compartían tal conclusión.

-Estaba esperando una respuesta del grupo -dijo Cheyney-. Fijaos, se le nota en la cara. Es algo tan viejo como el vodevil.

-Yo creía que el vodevil era eso donde una chica con traje de heroína se quitaba la ropa mientras el tipo que se pinchaba heroína tocaba la trompeta --comentó Pete Jacoby, su compañero.

Cheyney movió la mano en un gesto de impaciencia.-Bueno, pues entonces piensa en la señora que solía tocar el piano acompañando a las

películas mudas. O el tipo que hacía arpegios al órgano en los seriales de la radio.Jacoby le miró con los ojos muy abiertos.

Para poder captar la magnitud del estupor que produciría lo narrado en el relato, el lector español debería sustituir a Johnny Carson por un hipotetico combinado de Jesús Hermida, José María García y Luis del Olmo. (N. del T.)

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-Papi, ¿cuando tú eras niño ya tenían todas esas cosas? -le preguntó con voz aflautada.-¿Quieres tomarte esto en serio por una vez? -le preguntó Cheyney-. Lo digo porque

creo que estamos enfrentándonos a algo muy serio.-No, es algo muy sencillo. Se trata de un chalado, y nada más.-No -dijo Cheyney y volvió a accionar el botón de rebobinado del videocassette con una

mano mientras encendía un nuevo cigarrillo con la otra-. Lo que tenemos es un tipo con mucha experiencia en el mundo del espectáculo más cabreado que una mona porque el tipo del tambor se ha olvidado de lo que debía hacer. -Hizo una pausa, puso cara pensativa y añadió-: ¡Cristo, Johnny lo hace continuamente...! Y si el tipo que se supone ha de responderle se olvidara de hacerlo creo que pondría la misma cara.

A esas alturas ya no importaba. El desconocido que no era Johnny Carson había tenido el tiempo suficiente para recuperarse, mirar al perplejo Ed McMahon y decir:

-Esta noche debe de haber luna llena, Ed... ¿Crees que...? -Y en ese momento los guardias de seguridad de la NBC irrumpieron en el estudio y cayeron sobre él-. ¡Eh! ¿Quién coño creen que son...?

Pero ya estaban sacándole del estudio.En la sala de control del Estudio C reinaba el silencio más absoluto. Los monitores del

público recogían el mismo silencio. La Cámara Cuatro enfocaba al público y mostraba ciento cincuenta rostros asombrados y silenciosos. La Cámara Dos, la que se usaba para los planos medios de Ed McMahon, mostraba a un hombre tan patidifuso que su expresión casi resultaba cómica.

El director sacó un paquete de Winston del bolsillo de su pecho, cogió un cigarrillo, se lo puso en la boca, se lo sacó, le dio la vuelta dejando el filtro al aire y le atizó un feroz mordisco que partió el cigarrillo en dos mitades. Arrojó la mitad con el filtro en una dirección y escupió la mitad que no tenía filtro en otra dirección distinta.

-Id a la biblioteca y coged un programa de Rickles -dijo-. Nada de Joan Rivers. Y si veo a Totie Fields alguien acabará despedido.

Después se alejó con la cabeza gacha. Cuando salía de la sala de control le dio tal empujón a una silla que ésta chocó contra la pared, rebotó y estuvo a punto de fracturarle el cráneo a un novato recién salido de la universidad del sur de California que estaba muy pálido: la silla acabó volcándose y cayendo al suelo.

-No te preocupes -tranquilizó uno de los ayudantes de producción al novato en voz baja-. Es su forma de cometer un seppuku honroso, nada más.

El hombre que no era Johnny Carson fue llevado a la comisaría de Burbank y se pasó el trayecto gritando que hablaría, no con su abogado, sino con su equipo de abogados. En Burbank, como en Beverly Hills y Hollywood Heights, la comisaría tiene un departamento conocido sencillamente como «funciones especiales de seguridad». Eso puede cubrir muchos aspectos del a veces un tanto enloquecido mundo de quienes hacen cumplir la ley en Ciudad Oropel. A los policías no les gusta y no sienten un gran respeto hacia él..., pero soportan su presencia. No cagas donde comes. Regla Número Uno.

«Funciones especiales de seguridad» puede ser el sitio al que es enviada una estrella de cine que esnifa coca y cuya última película alcanzó una recaudación bruta de setenta millones de dólares; también es el sitio donde se aparca a la maltrecha esposa de un productor de cine extremadamente poderoso y fue el sitio donde llevaron al hombre de los rizos oscuros.

El hombre que apareció en el escenario del Estudio C la tarde del 29 de noviembre ocupando el lugar de Johnny Carson se identificó a sí mismo como Ed Paladin. Pronunció el nombre con la expresión de quien espera ver como todos los que lo oyen caen de rodillas y algunos o algunas hasta le hacen una reverencia. Su permiso de conducir del Estado de California, su tarjeta de la Cruz Azul-Escudo Azul y sus tarjetas de la Amex y el Diner's Club también le identificaban como Edward Paladin.

El trayecto iniciado en el Estudio C terminó, al menos temporalmente, en la zona de «seguridad especial» de la comisaría de Burbank. Las paredes estaban recubiertas con paneles de un plástico muy duro que casi parecía caoba y la habitación contaba con un diván y unas sillas de bastante buen gusto. Sobre el cristal de la mesita de café había una cigarrera llena de Dunhills y el muestrario de revistas incluía Fortune, Variety, Vogue, Billboard y GQ. La alfombra del suelo no era tan espesa como para que se te hundieran los tobillos en ella pero lo

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parecía, y sobre la gran pantalla del televisor había una guía de la televisión por cable. Había un bar (que ahora estaba cerrado) y un precioso cuadro estilo neoJackson Pollock colgado en una de las paredes. Pero las paredes tenían un aislamiento especial de corcho y el espejo situado encima del bar era un poco demasiado grande y un poquito demasiado brillante: evidentemente, estaba hecho de un cristal especial que permitía observar sin ser visto.

El hombre que se llamaba a sí mismo Ed Paladin metió las manos en los bolsillos de esa chaqueta deportiva suya un poco demasiado chillona, miró a su alrededor con cara de disgusto y dijo:

-Un cuarto de interrogatorios sigue siendo un cuarto de interrogatorios se le llame como se le llame.

El detective de primera Richard Cheyney le observó tranquilamente en silencio durante unos instantes. Cuando habló usó el tono de voz suave y cortés que le había ganado un sobrenombre aplicado mitad en broma y mitad en serio, «El detective de las estrellas». Hablaba así en parte porque sentía un auténtico aprecio y respeto hacia las gentes del espectáculo y, en parte, porque no le inspiraban ni la más mínima confianza. La mitad de las veces mentían sin ni tan siquiera saberlo.

-Señor Paladin, por favor, ¿podría decirnos cómo llegó al escenario del Show de la noche y dónde está Johnny Carson?

-¿Quién es Johnny Carson?Pete Jacoby -Cheyney solía pensar que cuando llegara a mayor quería ser Henny

Youngman- le lanzó una rápida y seca mirada tan conseguida y eficaz como la famosa cara de palo de Jack Benny. Después se volvió hacia Jacoby y dijo:

-Johnny Carson es el tipo que hacía de Mr. Ed. Ya sabe, el caballo parlante... Verá, lo que intento explicarle es que mucha gente conoce a Mr. Ed, el famoso caballo parlante, pero una cantidad de personas realmente tremenda no sabe que fue a Ginebra para que le hiciesen una operación de cambio de especie y cuando volvió era...

Cheyney solía permitir que Jacoby hiciera sus numeritos (realmente, no había otra palabra con que definirlos, y Cheyney recordaba una ocasión en la que Jacoby consiguió que un hombre acusado de haber golpeado a su esposa y su bebé hasta matarlos acabara riéndose con tal entusiasmo que cuando firmó la confesión que permitiría encerrar a ese bastardo en la cárcel durante todo el resto de su vida el tipo estaba llorando, y no de remordimiento), pero esta noche no pensaba permitirlo. No necesitaba ver la llama que ardía bajo su trasero; podía sentirla, y la llama iba aumentando de potencia. Pete podía ser un poco lento a la hora de entender las cosas y quizá ésa fuera la razón por la que necesitaría dos o tres años más para llegar a detective de primera.... si es que alguna vez lo conseguía.

Unos diez años antes ocurrió algo realmente terrible en un pueblecito perdido llamado Chowchilla. Dos personas (al menos caminaban sobre dos piernas, si podías creer a los noticiarios) secuestraron un autobús lleno de niños, los enterraron vivos y pidieron una enorme suma de dinero. De lo contrario, dijeron, los críos se quedarían donde estaban y se dedicarían a intercambiarse cromos de béisbol hasta que se les acabara el aire. Aquella historia tuvo un final feliz pero podía haber sido una pesadilla. Y bien sabía Dios que Johnny Carson no era un autobús cargado de niños, pero el caso poseía ese mismo atractivo enloquecido: se trataba de un acontecimiento raro que tanto el Los Angeles Times-Mirror como el National Enquirer harían figurar en sus primeras planas. Lo que Pete no comprendía era que les había ocurrido algo extremadamente raro: vivían en el mundo del trabajo policial cotidiano, un mundo donde casi todo tiene alguna de las tonalidades del gris y, de repente, se habían visto colocados en una situación de los más feroces contrastes. Ofrecednos algún resultado dentro de veinticuatro horas, treinta y seis como mucho, o sentaros a ver cómo los federales se encargan de todo..., y empezad a decirle adiós a vuestros traseros.

Las cosas habían ocurrido tan deprisa que ni tan siquiera después pudo estar completamente seguro, pero Cheyney creía que hasta ese momento los dos habían estado actuando guiados por la presunción, no pregonada en voz alta, de que Carson había sido secuestrado y aquel tipo había tomado parte en el asunto.

-Bien, señor Paladin, vamos a hacerlo siguiendo el manual -dijo Cheyney.Aunque se dirigía al hombre que le escuchaba atentamente desde una de las sillas (se

negó a sentarse en el sofá nada más verlo), la mirada de Cheyney se clavó durante una

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fracción de segundo en Pete. Llevaban casi doce años siendo compañeros y le bastó con lanzarle aquella rápida mirada de soslayo.

Se acabaron los numeritos de comedia barata, Pete.Mensaje recibido.-En primer lugar, el Aviso Miranda -prosiguió Cheyney con voz afable-. Estoy obligado a

informarle de que se encuentra bajo la custodia de la policía de Burbank. Aunque no estoy obligado a hacerlo ahora mismo, añadiré que una acusación preliminar de intrusión ilegal...

-¡Intrusión ¡legal! -El rostro de Paladin enrojeció a causa de la ira.-...en una propiedad de la que la National Broadcasting Company es tanto dueña como

inquilina ha sido presentada contra usted. Soy el detective de primera clase Richard Cheyney y este hombre es mi compañero, el detective de segunda clase Peter Jacoby. Me gustaría hablar con usted.

-Quiere decir que desean someterme a un jodido interrogatorio.-En todo caso, se trata de un interrogatorio limitado a una sola pregunta -arguyó

Cheyney-. Por lo demás, de momento sólo quiero hablar con usted. En otras palabras, tengo que hacerle una pregunta relacionada con la acusación que ha sido presentada; el resto está relacionado con otros asuntos.

-Bueno, ¿cuál es la jodida pregunta?-Oh, eso sería ir en contra del manual -intervino Jacoby.-Estoy obligado a informarle de que tiene derecho a... -dijo Cheyney.-A que esté presente mi ahogado, ¿no? -cortó Paladin-. Y acabo de decidir que antes

de responder a una sola de sus jodidas preguntas, y eso incluye donde he almorzado hoy y lo que he comido, él va a estar presente. Su nombre es Albert K. Dellums.

Pronunció aquel nombre como si el oírlo debiera hacer que los dos detectives se tambalearan sobre sus pies, pero Cheyney nunca lo había oído, y la cara que puso Pete le hizo darse cuenta de que él tampoco lo conocía.

Aquel Ed Paladin quizá acabara resultando ser alguna especie de loco pero no era ningún idiota. Captó las veloces miradas que se intercambiaron los dos detectives y supo descifrar fácilmente su significado. ¿Le conoces?, le preguntaron los ojos de Cheyney a los de Jacoby, y los de Jacoby replicaron: Jamás he oído hablar de él.

Y, por primera vez, una fugaz expresión de perplejidad -no era miedo, todavía no- cruzó por el rostro del señor Edward Paladin.

-Al Dellums -dijo, alzando la voz como hacen algunos norteamericanos cuando viajan al extranjero, aparentemente convencidos de que lograrán hacerse comprender por el camarero si hablan muy despacio y casi gritando-. Al Dellums, de Dellums, Carthage, Stoneham y Tayloe. Supongo que no debería sorprenderme tanto el que no hayan oído hablar de él... No es más que uno de los abogados mejor conocidos y de mayor importancia de todo el país. -Paladin tiró secamente del puño izquierdo de su chaqueta deportiva un poco demasiado chillona y le echó una mirada a su reloj-. Caballeros, si le llaman a su casa se enfadará bastante. Si llaman a su club, y creo que ésta es su noche de club, se pondrá tan furioso como un oso cabreado.

A Cheyney no le impresionaban las fanfarronadas. Si se pudieran vender a veinticinco centavos el kilo habría podido dejar de trabajar para el resto de su vida, pero aunque sólo había podido verlo durante una fracción de segundo, ese instante había bastado para que se diera cuenta de que el reloj de Paladin no sólo era un Rolex, sino que era un Rolex Estrella de Medianoche. Podía ser una imitación, naturalmente, pero su instinto le decía que era auténtico en parte porque tenía la firme convicción de que Paladin no estaba intentando impresionarle..., quería ver qué hora era, nada más y nada menos que eso. Y si el reloj era auténtico..., bueno, había modelos de yate que costaban menos dinero. ¿Qué estaba haciendo un hombre que podía permitirse el lujo de comprar un Rolex Estrella de Medianoche metido en un asunto tan raro como éste?

Y ahora debía ser Cheyney quien había puesto una cara de perplejidad lo bastante expresiva para que Paladin se diera cuenta de ella, pues le vio sonreír: sus labios se tensaron en una seca mueca desprovista de todo buen humor, revelando dientes protegidos por pulcras fundas.

-Esta habitación tiene un aire acondicionado estupendo -dijo, cruzando las piernas y poniéndose bien la raya del pantalón con un distraído papirotazo de los dedos-. Disfrútenlo

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mientras puedan. Patrullar la calle en Watts resulta bastante caluroso incluso en esta época del año.

-Cierre el pico, listo -ordenó Jacoby, con un tono de voz seco, ronco y algo gutural que no se parecía en nada al que empleaba para sus numeritos de comedia barata.

-¿Qué ha dicho?-He dicho que cierre el pico cuando el detective Cheyney esté hablando con usted.

Déme el número de su abogado. Me ocuparé de que le llamen. Mientras tanto, creo que debería tomarse la molestia de sacar la cabeza del trasero durante unos segundos y mirar a su alrededor: así se dará cuenta de dónde está y hasta qué punto es serio el lío en que se ha metido. Creo que debería reflexionar un poco sobre el hecho de que por el momento sólo hay una acusación contra usted pero quizá acaben cayéndole encima las suficientes para tenerle entre rejas hasta bien entrado el siglo próximo..., y puede que le caigan encima antes de que salga el sol mañana por la mañana.

Jacoby sonrió. La sonrisa que empleó tampoco se parecía en nada a la sonrisa hola-chicos-¿hay-aquí-alguien-de-Duluth? perteneciente a su repertorio de numeritos de comedia barata. Como la de Paladin, fue un breve tensarse de los labios, nada más.

-Tiene razón..., el aire acondicionado de aquí no está nada mal. Además, la televisión funciona y, cosa rara, la gente que sale en ella no tiene la cara verde como si estuvieran muriéndose de mareo. El café es bueno..., hecho con percolador, no instantáneo. Y ahora, si tiene ganas de contarnos dos o tres chistes más, puede esperar a su genio de las leyes en una de las celdas de retención temporal que hay en el quinto piso. En el quinto la única diversión es oír a los chicos que lloran llamando a sus mamás y a los borrachos que vomitan encima de sus playeras. No sé quién se cree que es y no me importa porque en lo que a mí concierne usted no es nadie. No le había visto jamás, no había oído hablar de usted en mi vida y si continúa jorobándome me encargaré de ensancharle la raja del culo gratis.

-Es suficiente -dijo Cheyney en voz baja.-Se lo dejaré tan bien arreglado que podrá usarlo para aparcar una camioneta Ryder,

señor Paladin... ¿Me entiende? ¿Capta, amigo?Los ojos de Paladin no habrían podido estar más desorbitados ni aunque poseyeran

zarcillos conectados a las cuencas. Se había quedado boquiabierto. Después, sin decir nada, se sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta («alguna especie de piel de lagarto -pensó Cheyney-. Dos meses de sueldo, quizá tres»). Encontró la tarjeta de su abogado (Cheyney vio que el número de su casa estaba anotado a mano en el reverso de la tarjeta, y no formaba parte de lo impreso en el anverso) y se la entregó a Jacoby. Sus dedos mostraban los primeros indicios de un leve temblor.

-¿Pete?Jacoby le miró y Cheyney se dio cuenta de que no estaba fingiendo; Paladin había

logrado irritar considerablemente a su compañero, lo que casi era una hazaña.-Haz personalmente la llamada.-De acuerdo.Jacoby salió de la habitación.Cheyney miró a Paladin y le asombró darse cuenta de que estaba empezando a sentir

pena por aquel hombre. Antes había parecido perplejo; ahora parecía estar asombrado y asustado, como el hombre que despierta de una pesadilla para descubrir que la pesadilla no ha desaparecido.

-Observe con atención -dijo Cheyney en cuanto la puerta se hubo cerrado-, y le mostraré uno de los misterios del Oeste. Es decir, del oeste de Los Angeles.

Apartó el neoPollock colgado en la pared y reveló, no una caja fuerte, sino un conmutador. Lo accionó y dejó que el cuadro se deslizara volviendo a quedar en su sitio.

-Cristal de un solo sentido -explicó Cheyney, señalando con el pulgar hacia aquel espejo excesivamente grande que había encima del bar.

-No me sorprende demasiado -dijo Paladin.Cheyney pensó que aquel hombre quizá poseyera algunos de los molestos hábitos

egocéntricos de los Super Ricos y Muy Conocidos de Los Ángeles, pero también era un actor francamente soberbio: sólo un hombre de tanta experiencia como Cheyney podría haberse dado cuenta de que a Paladin le faltaba muy poco para echarse a llorar.

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Pero no llorar porque se sintiera culpable de algo, y eso era lo sorprendente, lo que resultaba tan condenadamente... inexplicable.

No, le faltaba muy poco para llorar de perplejidad.Volvió a sentir aquella absurda pena hacia él, absurda porque eso presuponía que el

tipo era inocente: Cheyney no quería ser la pesadilla de Edward Paladin. No quería ser el mandamás de una novela de Kafka donde de repente nadie sabe quién es o por qué se encuentra allí.

-No puedo hacer nada respecto al espejo -le informó. Fue hacia la mesita de café y tomó asiento enfrente de Paladin-. Pero acabo de quitar el sonido, así que si me dice algo nadie se enterará, y viceversa. -Sacó un paquete de Kent del bolsillo de su pecho, se metió uno en la comisura de los labios y le ofreció el paquete a Paladin-. ¿Fuma?

Paladin cogió el paquete, lo examinó y sonrío.-Qué casualidad: yo también fumaba Kent... No he fumado un cigarrillo desde la noche

en que murió Yul Brynner, señor Cheyney. Creo que no tengo ganas de volver a empezar ahora.

Cheyney volvió a meterse el paquete en el bolsillo.-¿Podemos hablar? -le preguntó.Paladin puso los ojos en blanco.-Oh, Dios mío; es Joan Raiford.-¿Quién?-Joan Raiford. Ya sabe: «Llevé a Elizabeth Taylor a Marinelandia y cuando vio a Shamu

la Ballena me preguntó si la servían con guarnición de verduras...». Se lo repito, detective Cheyney: basta de niñerías. No tengo ni una sola razón para pensar que ese conmutador de allí sea auténtico. Dios mío, ¿tan inocente me cree?

¿Joan Raiford? ¿Es realmente eso lo que ha dicho? ¿Joan Raiford? -¿Qué ocurre? -le preguntó Paladin con afabilidad. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas al revés que antes-. ¿Cree haber visto alguna salida limpia a todo esto? ¿Piensa que voy a derrumbarme, cree que acabaré contándolo todo, absolutamente todo, pero, por favor, poli, no deje que me frían?

-Creo que aquí está ocurriendo algo muy raro, señor Paladin -aventuró Cheyney poniendo toda la fuerza de su personalidad detrás de esas palabras-. Usted no entiende lo que ocurre y yo tampoco lo entiendo. En cuanto llegue su abogado quizá consigamos aclaramos y quizá no lo consigamos. Lo más probable es que no lo consigamos, así que escúcheme y use su cerebro, por el amor de Dios. Ya le he soltado el Aviso Miranda. Usted dijo que deseaba contar con la presencia de su abogado. Si hubiera algún magnetófono registrando lo que decimos, acabo de quedarme sin caso. A su abogado le bastaría decir que yo he intentado engañarle para conseguir una confesión y usted quedaría libre, sea lo que sea lo que le haya ocurrido a Carson, y yo podría irme preparando para trabajar como guardia de seguridad en uno de esos pueblecitos llenos de pulgas que hay junto a la frontera.

-Parece usted muy seguro de lo que dice -replicó Paladin-, pero yo no soy abogado.Pero... Convénzame, decían sus ojos. Sí, hablemos de esto, veamos si podemos

aclarar las cosas porque tiene razón: aquí está pasando algo muy raro. Así que..., bueno, convénzame.

-¿Vive su madre? -le preguntó de repente Cheyney.-¿Qué...? Sí, pero ¿qué tiene que ver eso con...?-¡O habla conmigo o yo personalmente me encargaré de buscar a dos policías de la

patrulla motorizada y los tres iremos mañana a violarla! -aulló Cheyney-. ¡Se la meteré hasta el fondo del trasero! ¡Luego le cortaremos las tetas y las dejaremos encima del césped de su jardín, así que será mejor que hable!

El rostro de Paladin se había puesto tan blanco como la leche, de una blancura tan blanca que casi parecía azul.

-Y ahora, ¿está convencido? -le preguntó Cheyney en voz baja y suave-. No estoy loco. No voy a violar a su madre. Pero con semejante afirmación en una cinta magnetofónica, usted podría decir que era el tipo que estaba en esa loma de Dallas∗ y la policía de Burbank jamás exhibiría la cinta como prueba. Quiero hablar con usted, amigo. ¿Qué está pasando aquí?

Según la versión oficial, Kennedy fue asesinado en Dallas por Lee Harvey Oswald, pero algunas teorías afirman que hubo un segundo tirador que jamas ha sido identificado. (N. del T.)

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Paladin meneó la cabeza con expresión de cansancio.-No lo sé -concluyó.Jacoby entró en la habitación situada al otro lado del cristal, reuniéndose con el teniente

McEachern, Ed McMahon (que aún tenía cara de asombro) y un grupito de técnicos sentados tras una mesa llena de equipo electrónico muy sofisticado. Se rumoreaba que el jefe de policía del departamento de policía de Los Ángeles y el alcalde estaban compitiendo para ver quién llegaba antes a Burbank.

-¿Ha hablado? -preguntó Jacoby.-Creo que va a hacerlo -dijo McEachern.Sus ojos le habían lanzado una breve mirada a Jacoby cuando entró pero volvían a

estar clavados en la ventana. El cristal de un solo sentido hacía que la piel de los hombres sentados al otro lado se volviera de un leve color amarillento: Cheyney estaba fumando y parecía relajado, Paladin estaba tenso pero intentaba controlarse. El sonido de sus voces brotaba con una limpidez perfecta y sin la más mínima distorsión de los altavoces incrustados en el techo: n cada esquina del cuarto había un Bose del último modelo.

-¿Ha conseguido hablar con su abogado? -preguntó McEachern sin apartar los ojos de los dos hombres.

-El número de su casa, anotado en la tarjeta, pertenece a una mujer de la limpieza llamada Howlanda Moore -explicó Jacoby.

McEachern le lanzó otra breve y rápida mirada.-Negra, por su forma de hablar, y yo diría que nacida en el delta del Mississippi. Había

niños gritando y peleándose como ruido de fondo. No llegó a decirles: «¡O arrancaré la pié a tiraz zi no callái», pero poco le faltó. Hace tres años que tiene ese número de teléfono. Volví a marcarlo dos veces.

-¡Jesús! -exclamó McEachern-. ¿Ha probado con el número de su despacho?-Sí -replicó Jacoby-. Hablé con una cinta magnetofónica. Teniente, ¿cree que comprar

acciones de la Confederada de Teléfonos es una buena inversión?Las grises pupilas de McEachern se volvieron nuevamente hacia Jacoby.-El número que hay en el anverso de la tarjeta pertenece a un agente de bolsa bastante

importante -informó Jacoby en voz baja-. Busqué en la sección de abogados de las páginas amarillas. No encontré ningún Albert K. Dellums. El que más se le aproximaba era un tal Albert Dillon, sin inicial intermedia. El bufete de abogados de la tarjeta no figura en la guía telefónica.

-Cristo, apiádate de nosotros -dijo McEachern, y un instante después la puerta se abrió con un golpe seco y un hombrecillo con cara de mono entró en la habitación.

Al parecer, el alcalde había ganado la carrera a Burbank. -¿Qué está pasando aquí? -le preguntó a McEachern. -No lo sé -concluyó McEachern.-Está bien -dijo Paladin con voz cansada-. Hablemos de ello. Detective Cheyney, me

siento como el hombre que se ha pasado un par de horas subido a una atracción de feria que le ha dejado bastante desorientado. O como si alguien me hubiese metido LSD en la bebida... Dado que nadie nos oye, ¿cuál era esa única pregunta de su interrogatorio? Empecemos con eso.

-De acuerdo -accedió Cheyney-. ¿Cómo logró entrar en el complejo de la emisora y cómo llegó al Estudio C?

-Eso son dos preguntas.-Le pido disculpas.Paladin le dirigió una leve sonrisa.-Entré en el complejo y en el estudio de la misma forma que he estado entrando en ese

complejo y en ese estudio desde hace más de veinte años -le contó-. Con mi pase. Eso, añadido al hecho de que conozco a todos los guardias de seguridad del edificio. Mierda, llevo allí más tiempo que la mayoría de ellos...

-¿Puedo ver ese pase? -le preguntó Cheyney. Habló con voz tranquila pero una vena bastante grande había empezado a latir en su garganta.

Paladin le contempló con cierta cautela durante un par de segundos y acabó volviendo a sacarse la cartera de piel de lagarto del bolsillo. Hurgó en ella unos instantes y acabó arrojando un pase artístico de la NBC perfectamente correcto sobre la mesa.

Correcto en todo salvo en un detalle.

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Cheyney apagó su cigarrillo, cogió el pase y lo examinó. El pase estaba laminado. En una esquina había el pavo real de la NBC, algo que sólo figuraba en los pases de los veteranos. El rostro de la foto era el de Edward Paladin. La talla y el peso eran correctos. Naturalmente, no había casilla para el color de los ojos, el de la cabellera o la edad; cuando tratas con grandes personalidades todo eso sobra. Camina con cuidado, forastero, pues aquí puede haber tigres...

Lo único que no encajaba del pase era su color: rosa salmón. Los pases artísticos de la NBC eran de color rojo.

Cheyney había visto otra cosa mientras Paladin buscaba su pase. -Por favor, ¿podría sacar un billete de dólar de su cartera y ponerlo sobre la mesa? -le pidió en voz baja y suave.

-¿Por qué?-Enseguida se lo explicaré -contestó Cheyney-. Uno de cinco o uno de diez también

valdrían.Paladin le observó en silencio y volvió a abrir su cartera. Cogió su pase, se lo guardó y

extrajo cuidadosamente un billete de dólar de la cartera. Le dio la vuelta y lo dejó de cara a Cheyney. Éste sacó su cartera del bolsillo de la chaqueta (era una vieja y sobada Lord Buxton que estaba empezando a romperse por las costuras; tendría que sustituirla por otra pero le resultaba más fácil pensarlo que hacerlo) y extrajo uno de los billetes de dólar que llevaba dentro. Lo puso junto al de Paladin y les dio la vuelta para que Paladin pudiera verlos del derecho..., y para que pudiera examinarlos.

Cosa que Paladin hizo en silencio durante casi un minuto. Su rostro se fue volviendo de un color rojo oscuro... y el color fue esfumándose poco a poco. Después Cheyney pensó que probablemente habría tenido intención de gritar ¿QUÉ COÑO ESTA PASANDO AQUÍ?, pero lo que salió de sus labios fue un débil jadeo ahogado.

-... qué...-No lo sé -concluyó Cheyney.El billete de un dólar de Cheyney estaba a la derecha, un papel gris verdoso que ya no

era de un nuevo flamante pero sí seguía siendo lo suficientemente nuevo como para no tener ese aspecto arrugado y fláccido opio de los billetes que han cambiado de mano en muchas ocasiones. Un número 1 grande en las esquinas de arriba, un número 1 más pequeño en las de abajo, BILLETE DE LA RESERVA FEDERAL escrito en letras mayúsculas no muy grandes entre los números 1 de arriba y LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA en letras de mayor tamaño, con la letra A rodeada por una orla a la izquierda de la efigie de Washington, orla que iba acompañada por la afirmación de que ESTE BILLETE ES MONEDA LEGAL PARA TODAS LAS DEUDAS, PÚBLICAS Y PRIVADAS... Era un billete de la serie de 1985, y estaba firmado por James A. Baker III.

El billete de Paladin no se le parecía en nada.Los números 1 de las cuatro esquinas eran iguales; la frase LOS ESTADOS UNIDOS

DE AMERICA también era igual; la afinación de que el billete podía ser usado para pagar todas las deudas públicas y privadas era idéntica.

Pero el billete de Paladin era de un color azul celeste.En vez de BILLETE DE LA RESERVA FEDERAL llevaba escrito MONEDA DEL

GOBIERNO.En vez de la letra A había una F.Pero lo que más le llamó la atención a Cheyney fue la imagen del hombre que había en

el billete, igual que le ocurrió a Paladin con el billete de Cheyney.El billete gris verdoso de Cheyney lucía la efigie de George Washington.El billete azul celeste de Paladin la de James Madison.

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Nona

PRESENTACIÓNCuando alguien se halla esclavizado por una intensa emoción tiende a perder la perspectiva, el control... O, en vez de eso, entrega el control a otra persona. Pero, a pesar de la momentánea satisfacción de ese acto, tarde o temprano se llega a la comprensión de que se ha entregado lo único que una persona posee realmente: la libertad. Y la reacción es variable: disgusto con uno mismo, autocompasión, horror..., y algo peor. El éxito de Stephen King se basa menos en las historias que narra que en el cuidado hacia los personajes sobre los que escribe. Dicho cuidado hace reales a los personajes, y con ello los relatos se hacen igualmente reales. En cuanto eso sucede, no hay escape posible, tanto si uno quiere como si no.

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No sé cómo explicarlo, ni siquiera ahora. No sé decir por qué hice aquellas cosas. No supe decirlo en el juicio, tampoco. Y aquí hay mucha gente que se interesa por ello. Hay un psiquiatra. Pero yo guardo silencio. Mis labios están sellados. Excepto aquí, en mi celda. Aquí no guardo silencio. Me despierto dando gritos.

En el sueño la veo andando hacia mí. Viste una túnica blanca, casi transparente, y su expresión es de deseo y triunfo combinados. Llega hasta mí cruzando una oscura habitación con suelo de piedra y yo huelo a secas rosas de octubre. Sus brazos están abiertos y yo voy hacia ella con los míos extendidos para abrazarla.

Siento pavor, repugnancia..., e indecible nostalgia. Pavor y repugnancia porque sé qué clase de lugar es éste, y nostalgia porque amo a esa mujer. Siempre la amaré. A veces deseo que la pena de muerte existiera todavía. Un corto paseo por un oscuro corredor, una silla de recto respaldo provista de un casco de acero, grapas..., luego una rápida sacudida y estaña con ella.

Conforme nos aproximamos en el sueño, mi temor aumenta, pero me es imposible alejarme de ella. Mis manos aprietan el liso plano de su espalda, su piel cercana bajo la seda. Ella sonríe con esos hondos, negros ojos. Su cabeza se inclina hacia la mía y los labios se separan, preparados para el beso.

Ahí es cuando ella cambia, se arruga. Su cabello se vuelve áspero y enmarañado, pasa de negro a un horrible tono pardo que se derrama por la cremosa blancura de sus mejillas. Los ojos menguan y se convierten en cuentas. El blanco de los ojos desaparece y ella me mira con ojos tan minúsculos como dos pulidos fragmentos de azabache. La boca se transforma en unas fauces en las que sobresalen torcidos dientes amarillentos.

Trato de chillar, intento despertarme.No puedo. Estoy atrapado de nuevo. Siempre estaré atrapado. Estoy apresado por una

inmensa y fétida rata de cementerio. Las luces oscilan ante mis ojos. Rosas de octubre. En alguna parte una campana toca a muerto.

–Mío –musita este ser–. Mío, mío, mío.El olor a rosas es su aliento mientras se abalanza sobre mí, flores muertas en un osario.Entonces grito, y despierto.Creer que lo que hicimos juntos me ha vuelto loco. Pero mi mente sigue funcionando de un

modo u otro, y jamás he desistido de buscar las respuestas. Sigo deseando saber cómo fue todo..., y qué fue...

Me permiten tener papel y una pluma con punta de fieltro. Y voy a poner todo por escrito. Responderé todas las preguntas y quizás al hacer eso pueda encontrar la respuesta a otras dudas personales. Y cuando haya terminado, hay otra cosa. Algo que no me permitieron tener. Algo que cogí. Está ahí, debajo del colchón, un cuchillo del comedor de la cárcel.

Debo empezar hablándoles de Augusta.Mientras escribo es de noche, una magnífica noche de agosto perforada por relumbrantes

estrellas. Las veo a través de la reja de mi ventana, que da al patio de ejercicios y permite ver un trozo de cielo que puedo tapar con los dos dedos. Hace calor, y estoy desnudo si se exceptúan los calzoncillos. Oigo el suave ruido veraniego de ranas y grillos. Pero no puedo

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recuperar el invierno simplemente cerrando los ojos. El amargo frío de aquella noche, la desolación, las duras e insociables luces de una ciudad que no era la mía. Era el catorce de febrero. Fíjense, recuerdo todos los detalles.

Miren mis brazos..., cubiertos de sudor, con carne de gallina.Augusta...

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Cuando llegué a Augusta estaba más muerto que vivo, tanto frío hacía. Había elegido un buen día para decir adiós al escenario de la universidad y viajar en autostop al oeste. Pensé que iba a morir congelado antes de salir del estado.

Un policía me había echado a patadas en el enlace interestatal, amenazando con detenerme si me sorprendía con el pulgar extendido otra vez. La lisa extensión de autopista con cuatro carriles había sido como la pista de aterrizaje de un aeropuerto; el viento aullaba y arrastraba membranas de nieve polvo, chirriaba en el pavimento. Y para los anónimos Ellos sentados detrás de las vidrieras de seguridad, todos los que están de pie en el enlace en una noche oscura son violadores o asesinos, y si tienen cabello largo puede añadirse además una acusación de pederastas y maricas.

Lo intenté un rato en la carretera de acceso, pero en vano. Y hacia las ocho menos cuarto comprendí que, si no llegaba pronto a un sitio caliente, acababa desmayándome.

Anduve dos kilómetros y medio antes de encontrar un bar gasolinera en la 202, justo dentro de los límites de la ciudad. COMILONAS JOE, decía el anuncio luminoso. Había tres grandes camiones estacionados en el aparcamiento de grava, y un sedán nuevo. Había una marchita guirnalda navideña en la puerta que nadie se había molestado en retirar, y junto a ella un termómetro con el mercurio situado bajo la raya del cero. No tenía nada para taparme las orejas aparte del cabello, y mis guantes de cuero estaban rotos. Las puntas de mis dedos parecían objetos de adorno.

Abrí la puerta y entré.El calor fue lo primero que me sorprendió, acogedor y magnífico. Después, una canción

montañesa que sonaba en el tocadiscos automático, con la inconfundible voz de Merle Haggard: «No dejamos que nuestro pelo sea largo y desgreñado, como hacen los hippies en San Francisco.»

El tercer detalle que me sorprendió fue La Mirada. Te enteras de lo que es La Mirada cuando dejas que el pelo te caiga por debajo de los lóbulos de las orejas. En ese mismo momento la gente sabe que no eres de los Leones, ni de los Alces, ni de la Asociación de Veteranos de Guerra. Sabes qué es La Mirada, pero nunca te acostumbras a ella. En ese instante las personas que estaban dedicándome La Mirada eran cuatro camioneros que ocupaban una sola mesa, otros dos en la barra, un par de ancianas con sencillos abrigos de piel y el cabello teñido de azul, el encargado de las comidas rápidas y un torpe muchacho con burbujas de jabón en las manos. Había una mujer sentada en el extremo más alejado de la barra, pero solamente miraba el fondo de su taza de café.

Ella fue el cuarto detalle que me sorprendió.Todos tenemos edad suficiente para saber que no existe el flechazo. Es algo que

inventaron los poetas para poder hablar del influjo erótico de la luna. Algo para chicos que se cogen la mano en el baile de fin de curso, ¿de acuerdo?

Pero ver a esa mujer me hizo sentir algo. Pueden reírse, aunque no lo harían si la hubieran visto. Era casi insoportablemente hermosa.

Comprendí que sin duda alguna todos los clientes del establecimiento pensaban lo mismo que yo. Del mismo modo que sabía que ella habría sufrido La Mirada antes de llegar yo. Tenía un cabello negro como el carbón, tan negro que parecía casi azul bajo los fluorescentes. Le caía sueltamente sobre las hombreras del caído abrigo color canela. Su piel era blanca como la leche, con una suavísima pincelada de sangre que subsistía bajo la epidermis..., el frío que había traído consigo. Oscuras, tiznadas pestañas. Ojos solemnes ligeramente rasgados en las comisuras. Una boca carnosa y móvil bajo una nariz recta, aristocrática. No pude averiguar qué aspecto tenía su cuerpo. No me preocupé por ello.

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Ustedes tampoco lo habrían hecho. Lo único que precisaba ella era aquella cara, aquel cabello, aquella apariencia. Era exquisita. Es la única palabra de mi idioma que conozco para definirla.

Nona.Me senté a dos taburetes de distancia de ella, y el camarero se acercó y me miró.–¿Qué?–Café solo, por favor.Marchó a prepararlo.–Es igual que Jesucristo, ¿no? –dijo alguien a mi espalda.El torpe lavaplatos se echó a reír. Un fugaz sonido, «jiu-jiu». Los camioneros de la barra lo

imitaron.El camarero me trajo el café, lo dejó bruscamente en el mostrador y derramó un poco sobre

la casi helada carne de mi mano, que retiré al momento.–Lo siento –dijo en tono indiferente.–¡Él mismo se la curará! –gritó uno de los camioneros de la mesa.Las gemelas del pelo azul pagaron la cuenta y salieron apresuradamente. Uno de los

caballeros de la carretera anduvo hasta el tocadiscos e introdujo otra moneda. Johnny Cash empezó a cantar «Un chico llamado Susie». Soplé para enfriar mi café.

Alguien me dio un tirón en la manga. Volví la cabeza y allí estaba ella: se había trasladado al taburete vacío. Mirar de cerca aquella cara era casi cegador. Derramé más café.

–Lo lamento.Su voz era baja, casi atonal.–Es culpa mía. Todavía no he recuperado el tacto.–Yo...Se interrumpió, al parecer falta de palabras. De pronto comprendí que estaba asustada.

Noté que la primera reacción que había experimentado al verla por primera vez me abrumaba de nuevo: protegerla, cuidarla, conseguir que no tuviera miedo.

–Necesito que me lleven en coche –concluyó precipitadamente–.No me atrevía a pedírselo a los otrosHizo un gesto apenas perceptible en dirección a los camioneros de la mesa.¿Cómo hacerles entender que yo habría dado cualquier cosa, «cualquier cosa», por poder

decirle, «Naturalmente, termina tu café, tengo el coche aparcado aquí mismo»? Parece una locura afirmar que me sentía así después de oír cuatro palabras salidas de su boca, e idéntico número de la mía, pero es cierto. Es cierto. Mirarla era como ver a la «Mona Lisa» o la «Venus de Milo» cobrar palpitante vida. Y había otra emoción: como si una luz repentina y potente se hubiera encendido en la confusa oscuridad de mi mente. Sería más fácil si pudiera decir que ella era una conquista callejera y yo un hombre rápido con las mujeres, rápido, buen actor y con muchísimo palique, pero ni ella ni yo éramos tal cosa. Lo único que comprendía yo es que no tenía lo que ella necesitaba, y eso me torturaba.

–Estoy haciendo autostop –le expliqué–. Un policía me echó a patadas del enlace interestatal y he venido aquí sólo para protegerme del frío. Lo siento.

–¿Eres universitario?–Ya no. Me fui antes de que me echaran.–¿Vas a casa?–No tengo casa donde ir. Estaba bajo tutela del estado. Fui a la universidad gracias a una

beca. La desaproveché. Ahora no sé dónde voy a ir.Mi biografía en cinco frases. Me deprimió.Ella se echó a reír (ese sonido me provocó calor y frío) y bebió un poco de café.–Somos gatos escapados del mismo saco, me parece.Me disponía a adoptar mi mejor talante conservador, decir algo ingenioso como «¡No me

digas», cuando una mano cayó sobre mi hombro.Volví la cabeza. Era uno de los camioneros de la mesa. Tenía vello rubio en el mentón y

una cerilla de cocina asomaba por su boca. Oía a gasolina.–Creo que ya has terminado tu café –dijo.Sus labios se abrieron alrededor de la cerilla para esbozar una mueca. Tenía muchísimos

dientes muy blancos.–¿Qué?

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–Estás dejando mal olor en el local, chico. Porque eres un chico, ¿no? Es difícil asegurarlo.–Usted tampoco huele a rosas –repuse–. Huele a cárter.Me propinó una fuerte palmada en la mejilla. Vi minúsculos puntos negros.–Nada de peleas aquí –dijo el camarero–. Si quiere pelea con él, hágalo afuera.–Vamos, maldito comunista –ordenó el camionero.Es el momento donde se supone que la chica debe decir algo como «Suéltelo» o «Es usted

un bruto». Pero ella no dijo nada. Estaba observándonos con febril concentración. Alarmante. Creo que fue la primera vez que reparé en el tamaño real de sus ojazos.

–¿Hace falta que te dé otro guantazo, marica?–No. Vamos, sinvergüenza de mierda.No sé cómo brotó eso de mi boca. No me gusta pelear. No soy buen luchador. Incluso soy

peor insultando. Pero estaba enfadado, en ese momento. Tuve ese impulso y deseé golpear, matar al camionero. Quizás él lo presintió. Una breve sombra de duda fluctuó en su semblante, la incertidumbre inconsciente sobre si había elegido el peor hippie posible. Pero la sombra desapareció. El camionero no iba a dar marcha atrás ante un esnob de pelo largo, elitista y afeminado que usaba la bandera para limpiarse el culo... Al menos no delante de sus compañeros. No un fornido camionero hijo de perra como él.

La cólera palpitó de nuevo en mi interior. ¿Marica? ¿Marica? Me sentía trastornado, y me alegraba de sentirme así. Mi lengua estaba desbocada. Mi estómago era una losa.

Nos acercamos a la puerta, y los amigos de mi rival casi se partieron la espalda al levantarse para ver la pelea.

¿Nona? Pensé en ella, pero de un modo vago, en las profundidades de mi mente. Sabía que Nona estada allí, que me protegería. Lo sabía de la misma forma que sabía que hada frío afuera. Era extraño saber eso de una mujer a la que conocía desde hacía cinco minutos. Extraño, pero no pensé en ello hasta más tarde. Mi mente estaba casi dominada... no, casi anulada por la gruesa nube de rabia. Mis impulsos eran homicidas.

El frío era tan notable y tan puro que parecíamos cortarlo con nuestros cuerpos a modo de cuchillos. La helada grava del aparcamiento chirriaba ásperamente bajo las peladas botas de mi rival y bajo mis zapatos. La Luna, llena e hinchada, nos contemplaba con un insulso ojo tenuemente lloroso a causa de la humedad de la alta atmósfera, en un cielo tan negro como la noche en el infierno. Proyectábamos menudas sombras enanas detrás de nuestros pies bajo el monocromo destello de la solitaria luz de sodio dispuesta en lo alto de un poste más allá de los camiones aparcados. Nuestro aliento humeaba en el aire en forma de breves ráfagas. El camionero se volvió hacia mí, con las enguantadas manos cerradas.

–Muy bien, hijo de puta –dijo.Yo pensé estar inflándome..., todo mi cuerpo parecía inflarse. No sé cómo, vagamente,

comprendí que mi intelecto iba a quedar eclipsado por algo inmenso e invisible que jamás había sospechado estuviera en mi interior. Era terrorífico..., pero al mismo tiempo lo acepté con agrado, lo deseé, lo anhelé. En ese último momento de pensamiento coherente creí que mi cuerpo era una pétrea pirámide de violencia personificada, o un turbulento y asesino ciclón capaz de barrer cualquier cosa que se pusiera por delante. El camionero parecía pequeño, débil, insignificante. Me reí de él. Reí, y el sonido fue tan tétrico y desolado como aquel cielo perforado por la Luna.

El se acercó agitando los puños. Paré el derecho, noté el izquierdo en mi mejilla y acto seguido le di una patada en el vientre. El aire brotó del hombre con blanca y humeante precipitación. Trató de retroceder, agarrándose la parte golpeada y tosiendo.

Me situé a su espalda, todavía riendo igual que un perro de campo ladra a la Luna, y le golpeé tres veces antes de que él pudiera dar un cuarto de vuelta: en el cuello, en el hombro y en una enrojecida oreja. El camionero lanzó un alarido, y una de sus chapuceras manos rozó mi nariz. La furia que me dominaba se multiplicó (¡a mí! ¡ha intentado pegarme!) y le propiné otra patada, levantando mucho el pie, como si pateara una pelota en el aire. El hombre chilló en la noche y oí el crujido de una costilla al partirse. Quedó encogido y salté sobre él.

En el juicio uno de los camioneros declaró que yo actué como un animal salvaje. Y era cierto. No recuerdo muchos detalles, pero sí que yo bufaba y gruñía como un perro rabioso.

Me puse a horcajadas encima de él, le agarré con ambas manos su grasiento cabello y le froté la cara en la grava. Bajo el insulso destello de la lámpara de sodio su sangre parecía negra, como sangre de escarabajo.

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–¡Dios mío, basta ya! –exclamó alguien.Varias manos asieron mis hombros y me apartaron. Vi caras que remolineaban y empecé a

repartir golpes.El camionero estaba intentando alejarse a rastras. Su cara era una fija máscara de sangre y

asombrados ojos. Continué dándole patadas mientras esquivaba a los demás, gruñendo de satisfacción siempre que conectaba un golpe.

Él no podía defenderse ya. Sólo pensaba en huir. Tras las patadas sus ojos se entrecerraban como los de una tortuga, y su cuerpo dejaba de moverse. Luego continuaba arrastrándose. Pensé que era un estúpido. Decidí matarlo. Iba a darle patadas hasta matarlo. Después acababa con todos los demás, con todos excepto con Nona.

Le di otra patada y el camionero quedó tendido de espaldas y me miró confusamente.–Me rindo –gimió–. Me rindo. Por favor. Por favor...Me arrodillé junto a él y noté que la grava me mordía las rodillas a través de mis delgados

tejanos.–Aquí voy, bastardo –musité–. Toma rendición.Aferré su cuello con mis manos.Tres hombres saltaron sobre mí al momento y me separaron a golpes del camionero. Me

levanté, todavía risueño, y corrí hacia ellos. Retrocedieron los tres, varones fornidos, todos blancos de miedo. Y la furia se apagó.

Así mismo, se apagó y quedé sólo yo, de pie en el aparcamiento de «Comilonas Joe», jadeante, sintiéndome mareado y horrorizado.

Volví la cabeza y miré el bar. La chica estaba allí, con sus hermosas facciones iluminadas por el triunfo. Alzó un puño a la altura del hombro a modo de saludo.

Contemplé al hombre tendido en el suelo. Aún trataba de arrastrarse, y cuando me acerqué a él sus ojos se revolvieron de espanto.

–¡No lo toque! –pitó uno de sus amigos.Los miré, confuso.–Lo siento... No pretendía..., hacerle tanto daño. Si me dejan ayudar a...–Váyase de aquí, eso es lo que ha de hacer –dijo el camarero.Estaba junto a Nona al pie de la escalera, con una espátula llena de grasa en la mano–.

Voy a llamar a la policía.–¿Olvida que fue él el que empezó? Él...–No me venga con monsergas, asqueroso maricón –repuso él. Se irguió–. Lo único que sé

es que usted ha armado un lío y por poco mata a ese tipo. ¡Voy a llamar a la policía!Dio media vuelta y entró rápidamente en el local.–Vale –dije, a nadie en especial–. Vale, vale.Había dejado dentro mis guantes de cuero, pero no era buena idea ir a recogerlos. Metí las

manos en los bolsillos y eché a andar hacia el enlace interestatal. Calculé que mis posibilidades de que un coche me recogiera antes de la llegada de la policía eran de una contra diez. Tenía las orejas heladas y el estómago revuelto. Vaya nochecita.

–¡Espera! ¡Eh, espera! Me volví. Era ella, que corría hacia mí con el cabello al viento.–¡Has estado estupendo! –dijo–. ¡Estupendo!–Lo he dejado mal herido –dije tristemente–. Nunca había hecho algo parecido.–¡Ojalá lo hubieras matado!Parpadeé ante ella bajo la rígida iluminación.–Oí las cosas que decían de mí antes de que tú llegaras. Lanzaban esas risotadas

asquerosas... Ja, ja, mirad, la jovencita ha salido a dar una vuelta en plena noche. ¿Dónde vas, guapa? ¿Te llevo a algún sitio? Puedes montarte si me dejas montarte. ¡Malditos!

Lanzó una furiosa mirada por encima del hombro como si pudiera matarlos con un repentino rayo surgido de sus ojos oscuros. Luego dirigió esos ojos hacia mí, y de nuevo creí que aquel reflector se encendía en mi mente.

–Te acompaño.–¿Adónde? ¿A la cárcel? –Tiré de mi pelo con ambas manos–. Con esto, el primer tipo que

nos deje subir a su coche será un polizonte. Ese granuja hablaba en serio cuando ha dicho que llamaba a la policía.

–Yo pararé un coche. Tú quédate detrás de mí. Siendo yo, algún coche parará.

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No podía discutírselo y tampoco queda hacerlo. ¿Un flechazo? Lo dudo. Pero había algo.–Toma –dijo ella–. Los habías olvidado.Me dio mis guantes.Ella no había vuelto a entrar, y eso significaba que los había tenido en la mano desde el

principio. Sabía que iba a venir conmigo. Noté una misteriosa sensación. Me puse los guantes y caminamos por la carretera de acceso hasta la entrada de la autopista.

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Ella no se había equivocado. Paró el primer coche que venía hacia la autopista. Antes de eso yo le había preguntado cómo se llamaba.

–Nona –fue su escueta respuesta.No dijo nada más, pero eso bastaba. Me satisfacía.No hicimos más comentarios mientras aguardábamos, aunque pareció como si habláramos.

No voy a amargarles con una charla sobre facultades extrasensoriales y cosas similares. No hubo nada de eso. Pero no nos hacía falta. Lo habrán notado ustedes también en compañía de una persona a la que aprecian mucho, o si han tomado alguna de esas drogas con iniciales en vez de nombre. No es preciso hablar. La comunicación parece desarrollarse en una banda emotiva de alta frecuencia. Un movimiento de la mano y basta. No hacen falta modales sociales. Pero nosotros no nos conocíamos. Yo sólo sabía el nombre de pila de ella y, ahora que lo pienso, creo que no le dije el mío. Pero nos entendíamos. Era amor. Me repugna tener que repetirlo, pero lo considero preciso. No me atrevería a ensuciar esa palabra después de todo lo que pasamos, no después de lo que hicimos, no después de Blainsville, no después de los sueños.

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Un agudo y plañidero lamento interrumpió el frío silencio de la noche, un sonido creciente y decreciente.

–Es la ambulancia, creo –dije.–Sí.Silencio de nuevo. La luz de la Luna estaba desapareciendo tras una gruesa membrana

nubosa. Pensé que nevaría antes del amanecer. Unos faros brotaron en la colina.Permanecí detrás de Nona sin necesidad de que ella me lo dijera.La mujer se arregló el cabello y alzó su hermoso rostro. Al ver que el vehículo se dirigía

hacia la entrada de la autopista, me abrumó una sensación de irrealidad. Irreal que aquella preciosa chica me hubiera elegido compañero de viaje, irreal que yo hubiera golpeado a un hombre hasta el punto de ser precisa una ambulancia, irreal pensar que podía encontrarme en la cárcel por la mañana. Irreal. Me sentía atrapado en una telaraña. Pero ¿quién era la araña?

Nona alzó el pulgar. El coche, un Chevrolet, pasó junto a nosotros y pensé que iba a continuar su camino. Después las luces traseras se encendieron y Nona me cogió de la mano.

–¡Vamos, ya tenemos coche!Ella me sonrió con infantil deleite y yo le devolví la sonrisa. El entusiasmado conductor

había extendido el brazo para abrir la puerta a Nona. Cuando la lámpara del techo se encendió pude ver al tipo: un hombre bastante fornido con un elegante abrigo de lana de camello, con canas bajo las alas de su sombrero y prósperas facciones suavizadas por años de buenas comidas. Un hombre de negocios o un viajante. Solo. Al verme tuvo una reacción tardía, pero unos segundos demasiado tarde para arrancar y huir de allí. Y de este modo era mejor para él. Más tarde podría engañarse, creer que nos había visto a los dos, que él era un alma bondadosa dando una oportunidad a una joven pareja.

–Fría noche –dijo mientras Nona se acomodaba junto a él y yo al lado de ella.–Desde luego –repuso dulcemente Nona–. ¡Gracias!–Sí –dije yo–. Gracias.–No hay de qué.Y arrancamos, dejando atrás sirenas, camioneros frustrados y Comilonas Joe.

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Me habían echado del enlace interestatal a las siete y media. Sólo eran las ocho y media. Es asombroso cuántas cosas se pueden hacer en poco tiempo, o cuántas cosas pueden hacer por ti.

Estábamos acercándonos a las luces amarillas intermitentes que señalaban la posición de las cabinas de peaje de Augusta.

–¿Adónde van? –preguntó el conductor.Una pregunta a bocajarro. Yo esperaba llegar a Kittery y hacer una inesperada visita a un

conocido que era maestro allí. Aún parecía una respuesta tan buena como cualquier otra y estaba abriendo la boca cuando Nona se adelantó.

–Vamos a Blainsville. Es un pueblo situado al sur de Lewiston-Auburn.Blainsville. El nombre me hizo sentir raro. En tiempos yo había estado en buenas relaciones

con Blainsville. Pero eso fue antes de que Ace Carmody me metiera en un lío.El conductor frenó, sacó un ticket de peaje y poco después proseguimos nuestro viaje––Yo sólo voy a Gardner –dijo él, mintiendo tranquilamente–. La siguiente salida. Pero

habrán recorrido un buen trecho.–Desde luego –repuso Nona, con la misma dulzura que antes–. Ha sido muy amable

parándose en una noche tan fría.Y mientras hablaba yo captaba su enojo en aquella emotiva longitud de onda, furia pura y

llena de veneno. Me asusté, tanto como podía asustarme un tic-tac en un envoltorio.–Me llamo Blanchette –dijo el conductor–. Norman Blanchette.Agitó la mano en dirección a nosotros para que la estrecháramos.–Cheryl Craig –dijo Nona mientras le daba un delicado apretón de manos.Yo me dejé guiar por ella y dije un nombre falso.–Mucho gusto –balbuceé.Su mano era blanda y fofa. Era como una botella de agua caliente en forma de mano. El

pensamiento me repugnó. Me repugnaba habernos visto forzados a implorar auxilio a un hombre tan paternalista que había aprovechado la oportunidad de recoger a una guapa autostopista solitaria, una mujer que podía acceder o no a pasar una hora en una habitación de motel a cambio de dinero para comprar un billete de autobús. Me repugnaba saber que él iba a dejarnos en la salida de Gardner para volver a la autopista por la entrada del sur, felicitándose por su tacto para resolver una enojosa situación. Todos los detalles de aquel hombre me repugnaban. Los porcinos bultos de sus carrillos, sus peinadas patillas, su olor a colonia...

¿Y qué derecho tenía él? ¿Qué derecho?La aversión se espesó y las flores de la rabia florecieron de nuevo.Los faros de su magnífico sedán Impala perforaban la noche con suma facilidad, y mi furia

ansiaba soltarse y estrangular todo lo que rodeaba a aquel hombre. La clase de música que yo sabía escuchaba él cuando se tumbara en su elegante sillón con el periódico de la tarde en las botellas de agua caliente que eran sus manos, el tinte azul del cabello de su mujer, los niños a los que siempre mandaban al cine, a la escuela o de excursión (la cuestión era que no estuvieran en casa molestando), sus esnobistas amigos y las fiestas de borrachos a las que acudiría con ellos...

Pero quizá su colonia fuera lo peor. Llenaba el coche con el dulce y enfermizo hedor de la hipocresía. Olía al desinfectante perfumado que usan en los mataderos al acabar los turnos.

El coche rasgaba la noche con Norman Blanchette sosteniendo el volante en sus hinchadas manos. Sus aseadas uñas brillaban tenuemente con las luces del tablero de mandos. Sentí el deseo de bajar por completo la ventanilla y asomar la cabeza al frío y purificador aire nocturno, revolcarme en su frígida frescura... Pero yo estaba paralizado, paralizado en las ateridas fauces de mi mudo e inexplicable odio.

Fue entonces cuando Nona puso la lima de uñas en mi mano.

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Cuando tenía tres años padecí un caso grave de gripe y fui al hospital. Estando yo allí, mi padre se durmió con el cigarro encendido en la cama y la casa ardió sin que pudieran salvarse mis padres y mi hermano mayor, Drake. Conservo sus fotos. Parecen actores en una antigua película de terror de 1958, rostros no tan conocidos como los de las grandes estrellas, más

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parecidos a Elisha Cook, Mara Corday y cierto actor infantil que ustedes tal vez no recuerden, Brandon Dewilde.

No tenía familiares con los que ir, y estuve cinco años en un orfanato de Portland. Luego pasé a ser pupilo del estado. Eso significa que una familia te recoge y el estado paga treinta dólares mensuales por la manutención. No creo que jamás haya existido un pupilo del estado aficionado a la langosta. Normalmente un matrimonio acepta dos o tres pupilos como práctica forma de inversión. Si un niño está bien alimentado puede ganarse su manutención haciendo quehaceres en la localidad y esos escasos treinta dólares se transforman en una ganga. Mis padres adoptivos se apellidaban Hollis y vivían en Falmouth. No en la zona elegante próxima al club de campo y el muelle deportivo, sino más lejos, hacia el límite de Blainsville. Poseían una casa de campo de tres pisos y catorce habitaciones. En la cocina el carbón proporcionaba calor que ascendía escalera arriba como podía, y en enero te acostabas con tres mantas y a pesar de eso ninguna seguridad tenías de encontrar tus pies al despertar por la mañana, hasta que los apoyabas en el suelo y podías verlos. La señora Hollis era gruesa. El señor Hollis tenía un carácter hosco, raramente hablaba, y durante todo el año llevaba puesto un gorro de caza a cuadros rojos y negros. La casa era una confusión sin orden ni concierto de muebles más voluminosos que útiles, artículos comprados en ventas benéficas, colchones mohosos, perros, gatos y piezas de motor envueltas en papel de periódico. Tenía tres «hermanos», los tres pupilos como yo. Nos conocíamos de vista, como viajeros de autobús abonados.

Obtuve buenas notas en la escuela y abandoné los estudios para jugar a béisbol cuando era alumno de segundo año en un centro de enseñanza secundaria. Hollis insistió machaconamente en que olvidara el deporte, pero yo continué hasta el incidente con Ace Carmody.

Después perdí los deseos de seguir jugando, no con la cara hinchada y llena de heridas, no con los chismes que Betsy Dirisko iba contando por allí. Abandoné el equipo, y Hollis me consiguió un empleo en los almacenes locales.

En febrero de mi penúltimo curso presenté la solicitud de ingreso en la universidad, pagando por ella doce dólares que había escondido en el colchón. Me aceptaron con una pequeña beca y una buena combinación de trabajo y estudio en la biblioteca. La expresión de los Hollis cuando les enseñé los documentos de ayuda económica es el mejor recuerdo de mi vida.

Uno de mis «hermanos», Curt, se fue de casa. Yo era incapaz de hacer lo mismo. Era demasiado pasivo para dar un paso de esa índole. Habría vuelto al cabo de dos horas de caminata por la carretera. La universidad era la única salida para mí, y la aproveché.

Lo último que me dijo la señora Hollis cuando partí fue: «Escribe, ¿me oyes? Y envíanos algo cuando puedas». Nunca volví a ver a ninguno de ellos. Obtuve buenas calificaciones en primer curso y aquel verano conseguí un empleo fijo en la biblioteca. Les envié una felicitación de Navidad el primer año, pero fue la única.

En el primer semestre de segundo curso me enamoré. Era lo más importante que me había sucedido hasta entonces. ¿Guapa? Les habría hecho retroceder dos pasos. Hasta la fecha no tengo la menor idea de qué vio ella en mí. Después fui un simple hábito difícil de abandonar, como fumar o conducir con el codo asomado por la ventanilla. Ella me retuvo algún tiempo, quizá porque no queda abandonar la costumbre. Tal vez me conservó como cosa rara, o quizá simplemente por vanidad. Buen chico, échate, levántate, coge el papel. Toma un beso de buenas noches. No importa. Durante cierto tiempo fue amor, luego algo parecido a amor y finalmente se acabó.

Me había acostado con ella dos veces, en ambas ocasiones después de que otras cosas hubieran ocupado el lugar del amor. Eso fomentó la costumbre durante algún tiempo. Después ella volvió tras la festividad del Día de Acción de Gracias y dijo que se había enamorado de un chico de Delta Tau Delta. Un tipo nacido en su mismo pueblo. Intenté recuperarla y casi lo conseguí una vez, pero ella poseía algo que no había tenido hasta entonces: perspectiva. La cosa no resultó y cuando terminaron las vacaciones de Navidad los dos estaban comprometidos. Fuera cual fuera mi progreso, todos esos años desde que el incendio borrara del mapa a los actores de películas de la serie B que antaño formaran mi familia, ese detalle lo interrumpió. Aquel alfiler que ella llevaba en la blusa, regalo de su novio.

Y después, volví a las andadas..., impotente otra vez con las tres o cuatro chicas más complacientes. Podría culpar de ello a mi infancia, decir que nunca tuve modelos sexuales,

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pero no sería cierto. Jamás había tenido un solo problema con aquella chica. Pero ella se había ido.

Empecé a tener miedo a las mujeres, un poco. Y no tanto con las que era impotente como con las que no lo era, con las que podía hacer el amor. Me ponían nervioso. Me preguntaba una y otra vez dónde ocultaban las hachas que les gustaba afilar y cuándo iban a consentirme disfrutar con ellas. No soy tan extraño en ese aspecto. Muéstrenme un hombre casado o un hombre con una mujer fija y les demostraré que están preguntándose (quizás únicamente en las primeras horas de la mañana, o los viernes por la noche, cuando ella ha salido a comprar): ¿Qué hace ella cuando no está conmigo? ¿Qué piensa realmente de mí? Y quizá, sobre todo, se pregunten, ¿Cuánto ha conseguido de mí? ¿Cuánto queda? En cuanto empecé a pensar en estas cosas, no pude olvidarlas un momento.

Me consolé con la bebida y mis calificaciones iniciaron una bajada en picado. Al terminar el primer semestre de aquel curso recibí una carta advirtiéndome que, si no había una mejora antes de seis semanas, retendrían el pago de la beca del segundo semestre. Yo y otros habíamos ido por ahí borrachos y continuamos así durante todas las vacaciones. El último día fuimos a un burdel y yo funcioné muy bien. Había tanta oscuridad que no se veían las caras.

Mis notas siguieron prácticamente igual. Llamé por teléfono una vez a la chica y grité. También ella gritó, y de un modo que creo la complació. Ni la odié entonces ni la odio ahora. Pero me asustó mucho.

El 9 de febrero recibí una carta del decano de Artes y Ciencias diciendo que yo había suspendido dos de cada tres asignaturas. El 13 de febrero llegó una vacilante misiva de la chica. Quería que todo se arreglara entre nosotros. Pensaba casarse con el tipo de Delta Tau Delta en julio o agosto, y yo estaba invitado si quería asistir. Eso era casi divertido. ¿Qué regalo de boda podía hacerle? ¿Mi pene con una cinta roja atada al prepucio?

El día 14, san Valentín, decidí que era hora de cambiar de escenario. Nona apareció después, pero ustedes ya conocen los detalles. Si quieren que todo esto sirva de algo, deben comprender cómo la juzgaba yo. Ella era más guapa que la chica, pero no se trataba de eso. Las caras guapas abundan en una nación próspera. Era su personalidad interna. Había erotismo, pero el erotismo que emanaba de ella era como el de una enredadera..., sexo ciego, algo así como un sexo que se aferra, imposible rechazarlo, que no tiene tanta importancia porque es tan instintivo como la fotosíntesis. No como un animal (eso implica lujuria) sino como una planta. Yo sabía que hacíamos el amor, que lo hacíamos como lo hacen los hombres y las mujeres, pero que nuestra cópula sería tan insulsa, distante y sin sentido como la hiedra que asciende poco a poco por un enrejado bajo el sol de agosto.

El sexo era importante sólo porque no carecía de importancia.Creo... no, estoy seguro de que la violencia fue la verdadera fuerza motriz. La violencia fue

real y no un simple sueño. La violencia de Comilonas Joe, la violencia de Norman Blanchette. Y hubo un rasgo ciego y vengativo en ello. Quizás ella fuera una trepadora enredadera al fin y al cabo, ya que la dionea de Venus es una especie de enredadera, pero esa planta es carnívora y ejecuta movimientos animales cuando una mosca o un trozo de carne cruda es puesto en sus fauces. Y todo fue real. La esporulante enredadera sólo puede soñar que fornica, pero estoy seguro que la dionea saborea esa mosca, paladea los esfuerzos cada vez más débiles conforme sus fauces se cierran.

La última parte fue mi pasividad. Yo no podía rellenar el agujero que había en mi vida. No el agujero dejado por la chica cuando dijo adiós (no deseo hacerla responsable de ello) sino el agujero que siempre había existido, el remolineo oscuro y confuso que nunca cesaba en mi interior. Nona llenó ese hueco. Hizo de mí su brazo. Me obligó a moverme y actuar.

Me hizo noble.Ahora ya pueden comprenderlo un poco. Por qué sueño en ella. Por qué la fascinación

perdura pese al remordimiento y la aversión. Por qué la odio. Por qué la temo. Y por qué incluso ahora sigo amándola.

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Había doce kilómetros desde el peaje de Augusta hasta Gardner y los cubrimos en pocos minutos. Aferré rígidamente la lima de uñas junto a mi costado y contemplé el verde aviso

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luminoso que se encendía y apagaba en la noche: CONSERVE LA DERECHA PARA SALIDA 14. La Luna había desaparecido y el cielo escupía nieve.

–Ojalá fuera más lejos –dijo Blanchette.–No se preocupe –repuso Nona cordialmente, y noté que su furia zumbaba y se enterraba

en la carne inferior de mi cráneo igual que una taladradora–. Déjenos en lo alto de la rampa.Blanchette redujo la velocidad al observar el disco de cincuenta kilómetros por hora. Yo

sabía qué iba a hacer. Pensé que mis piernas se habían convertido en ardiente plomo.La parte superior de la rampa estaba iluminada por un elevado foco. A la izquierda vi las

luces de Gardner sobre un fondo nuboso cada vez más espeso. A la derecha, nada aparte de negrura. No había tráfico en ningún sentido en la carretera de acceso.

Me apeé. Nona se deslizó en el asiento y ofreció una última sonrisa a Norman Blanchette. Yo no sentía inquietud. Ella estaba colaborando en la comedia.

Blanchette esbozó una irritante sonrisa porcina, aliviado porque casi se había librado de nosotros.

–Bien, buenas no...–¡Oh, el bolso! ¡No se vaya con mi bolso!–Yo lo cogeré –le dije.Me agaché dentro del coche. Blanchette vio el objeto que yo llevaba en la mano y la porcina

sonrisa se esfumó.En ese momento aparecieron luces en la colina, pero era demasiado tarde para volverse

atrás. Nada me habría detenido. Cogí el bolso de Nona con la mano izquierda. Con la derecha introduje la lima de acero en la garganta del conductor, que gimió brevemente.

Salí del automóvil. Nona estaba haciendo señas al coche que se acercaba. No lo vi con claridad debido a la oscuridad y la nieve. Lo único que distinguí fueron los brillantes círculos de los faros. Me agazapé detrás del vehículo de Blanchette y atisbé por las ventanillas traseras.

Las voces casi se perdían en el absorbente cuello del viento.– ¿... problema, señorita?–... padre –Viento–... ; Un ataque al corazón! ¿Podría...?Di la vuelta sigilosamente al Impala de Norman Blanchette, me agaché. Entonces los vi, la

esbelta figura de Nona y una silueta más alta. Al parecer se hallaban junto a una camioneta. Se acercaron hacia la ventanilla del conductor del Chevrolet, donde Norman yacía sobre el volante con la lima de Nona en el cuello. El conductor de la camioneta era un jovencito abrigado con lo que parecía un anorak de las Fuerzas Aéreas. Metió la cabeza en el coche. Yo me levanté detrás de él.

–¡Dios mío, señorita! –dijo él–. ¡Este hombre tiene sangre! ¿Qué...?Pasé el brazo derecho en torno a su cuello y agarré mi muñeca con la mano del otro brazo.

Tiré hacia arriba. La cabeza chocó con el borde de la puerta y produjo un hueco ¡chok! Quedó fláccido en mis brazos. Pude conformarme con eso. El no había visto bien a Nona, no sabía nada de mí. Pude conformarme con eso. Pero él era un entremetido, un estorbo, alguien que obstruía nuestro camino, que intentaba perjudicarnos. Ya estaba harto de que me fastidiaran. Lo estrangulé.

Después alcé la mirada y vi a Nona iluminada por los opuestos faros del coche y la camioneta. Su expresión era un extravagante rictus de odio, amor, triunfo y alegría. Extendió sus brazos hacia mí y yo corrí hacia ellos. Nos besamos. Sus labios estaban fríos, pero no su lengua. Introduje ambas manos en los secretos huecos de su cabello y el viento bramó alrededor de los dos.

–Ahora arregla esto –dijo ella–. Antes de que venga alguien más.Lo arreglé. Fue una chapuza, pero no hacía falta más. Precisábamos un poco más de

tiempo. Después de eso nada importada. Estábamos a salvo.El cuerpo del jovencito era ligero. Lo cogí con ambos brazos, lo llevé al otro lado de la

carretera y lo eché al barranco por encima de las vallas. Su cadáver rebotó fláccidamente hasta llegar al fondo, daba vueltas, como el espantapájaros que el señor Hollis me ordenaba poner en el maizal todos los años en el mes de julio. Volví a por Blanchette.

Éste era más pesado, y para colmo sangraba como un cerdo colgado. Intenté levantarlo, retrocedí tres pasos, me tambaleé y el cuerpo se soltó de mis brazos y cayó a la carretera. Le di la vuelta. La nieve recién caída se había pegado a su cara, transformándola en un espeluznante rostro de esquiador.

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Me agaché, lo cogí por las axilas y lo arrastré hasta el terraplén. Sus pies dejaron surcos en la nieve. Lo lancé abajo y lo vi deslizarse sobre su espalda por el terraplén, con los brazos por encima de la cabeza. Sus ojos estaban desorbitados, contemplaban embelesados los copos que caían ante ellos. Si seguía nevando, los cadáveres serían dos vagos bultos cuando llegaran los quitanieves.

Volví al otro lado de la carretera. Nona había subido ya a la camioneta sin necesidad de decírselo. Vi la pálida mancha de su cara, los oscuros agujeros de sus ojos, pero nada más. Subí al coche de Blanchette, me senté en las franjas de sangre formadas sobre el nudoso forro de vinilo del asiento y llevé el coche hacia el barranco. Apagué los faros, encendí todos los intermitentes y salí. Para cualquier persona que pasara por allí se trataba de un conductor que había tenido problemas con el motor y se había dirigido a la ciudad para buscar un garaje. Sencillo pero práctico. Me complació mucho mi improvisación. Como si hubiera pasado toda mi vida asesinando. Corrí hacia la solitaria camioneta, me situé ante el volante y lo giré hacia la entrada de la autopista.

Ella se acercó más a mí, sin tocarme pero muy cerca. A veces, cuando se movía, notaba un mechón de su pelo en mi cuello. Como si me tocara un minúsculo electrodo. En otra ocasión tuve que extender la mano y palpar su pierna, para asegurarme de que era real. Ella se rió en silencio. Todo era real. El viento bramaba en torno a las ventanillas, arrojaba nieve en grandes y aleteantes ráfagas.

Nos dirigimos hacia el sur.

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Al otro lado del puente de Gretna, al entrar en la 126 en dirección a Freeport, se encuentra una inmensa granja renovada que exhibe el risible nombre de la Liga Juvenil de Blainsville. Tienen doce boleras de bolos ahusados con torcidos recogedores automáticos que normalmente están averiados tres días a la semana, algunos viejos sillones, un tocadiscos con los grandes éxitos de 1957, tres mesas de billar y una barra para tomar Coca Cola y patatas fritas donde también puedes alquilar zapatos para las boleras con la apariencia de haber acabado de quitárselos de los pies algún borrachín muerto. El nombre del lugar es risible porque casi todos los jóvenes de Blainsville van por las noches al autocine de Gretna Hill o a las carreras para turismos de Oxford Plains. Las personas que pasan por aquí suelen ser rufianes de Gretna, Falmouth, Freeport y Yarmouth. Por término medio hay una pelea por noche en el aparcamiento.

Yo empecé a visitar el lugar cuando era alumno de segundo curso en la escuela de enseñanza secundaria. Uno de mis amigos, Chris Kennedy, trabajaba allí tres noches por semana, y si no había nadie esperando mesa me dejaba jugar gratis al billar. No era mucho, pero mejor que volver a la casa de los Hollis.

Allí conocí a Ace Carmody. Era de Gretna, y nadie dudaba que era el tipo más rudo de las tres localidades próximas. Conducía un astillado y estriado Ford y se rumoreaba que era capaz de empujarlo varios kilómetros si tenía que hacerlo. Se presentaba igual que un rey, con el cabello peinado hacia atrás con fijador, brillante y con un copete sobre la frente, jugaba alguna partida de billar (era un experto, por supuesto), compraba a Shelley un refresco cuando ella llegaba y después se iba con la chica. Casi se escuchaba un suspiro de alivio por parte de los presentes cuando la rayada puerta de entrada gruñía antes de cerrarse. Nadie salió nunca a pelear con Ace Carmody en el aparcamiento.

Nadie, es decir, excepto yo.Shelley Roberson era su chica, la más guapa de Blainsville, supongo. No creo que ella

fuera terriblemente inteligente, pero eso no importaba después de mirarla. Tenía la tez más perfecta que yo conocía, y no era debido a mejunjes y cosméticos. Cabello negro como el carbón, ojos oscuros, boca generosa y un cuerpo que no desentonaba..., y que a ella no le importaba exhibir. ¿Quién se atrevía a darle conversación e intentar avivar el fuego de su locomotora mientras Ace se hallaba cerca? Nadie cuerdo, esa es la respuesta.

Yo estaba chiflado por ella. No como con la chica y no como con Nona, aunque Shelley parecía una versión más joven de la segunda, pero mi amor era, a su manera, tan desesperado y tan serio. Si alguna vez han padecido algún caso grave de amor pueril, comprenderán cuáles eran mis sentimientos. Ella tenía diecisiete años, era dos años mayor que yo.

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Empecé a ir allí cada vez con más frecuencia, incluso las noches que Chris no venía, sólo para verla un momento. Yo me sentía como un observador de pájaros, con la excepción de que el juego era desesperado para mí. Al regresar a casa mentía cuando los Hollis me preguntaban dónde había estado y subía a mi cuarto. Escribía largas y apasionadas cartas a mi amada, explicándole todo lo que me habría gustado hacerle, y después las rompía. En las aulas de estudio del instituto soñaba que le pedía que se casara conmigo y huyéramos a México. Ella debía de barruntar lo que pasaba, y tenía que sentirse halagada, porque era muy amable conmigo cuando Ace no estaba cerca. Se acercaba y hablaba conmigo, me permitía comprarle un refresco, nos sentábamos en dos taburetes y su pierna rozaba la mía. Eso me volvía loco.

Una noche, a principios de noviembre, yo me encontraba fantaseando, jugando una partidita de billar con Chris, aguardando la llegada de Shelley. El local estaba desierto porque aún no eran las ocho, y un solitario viento soplaba en el exterior, portando la amenaza del infierno.

–Será mejor que te apartes –dijo Chris mientras metía la bola número nueve en el rincón.–Qué me aparte ¿de qué?–Ya lo sabes.–No, no lo sé.Me rasqué la cabeza.Chris puso otra bola en la mesa. Dispuso las seis y mientras lo hacía fui al tocadiscos y

eché una moneda.–Shelley Roberson. –Apuntó cuidadosamente al uno y lo envió paralelo al borde de la

mesa–. Jimmy Donner ha comentado con Ace tu forma de ir como un perro detrás de ella. Jimmy piensa que es muy divertido, porque ella tiene más años que tú y todo eso, pero Ace no se ha reído.

–Ella no significa nada para mí –dije con unos labios que no eran los míos.–Mejor que no lo sea –repuso Chris.Y en ese instante entraron dos tipos y mi amigo fue al mostrador y les entregó una bola

pinta.Ace se presentó cerca de las nueve, solo. Nunca antes se había fijado en mí, y yo casi

había olvidado las palabras de Chris. Cuando eres invisible acabas creyendo que eres invulnerable. Yo estaba jugando en una máquina, muy concentrado. Ni siquiera noté que el local iba quedando en silencio conforme la gente dejaba de jugar a los bolos o al billar. Lo siguiente que supe es que alguien me había echado contra la máquina. Caí al suelo hecho un ovillo. Me levanté sintiéndome asustado y aturdido. Ace había movido la máquina, dejándome sin las tres partidas que me quedaban. Estaba de pie allí, mirándome, sin un pelo desarreglado, con la cremallera de su chaqueta militar medio bajada.

–Si no dejas de molestar –dijo en voz baja– te haré una cara nueva.Se fue. Todos estaban mirándome y yo deseé que el suelo me tragara hasta que descubrí

algo así como reacia admiración en los semblantes de casi todos los presentes. Me quité el polvo de la ropa, impasible, y puse otra moneda en la máquina. La señal de FALTA se encendió. Un par de tipos se acercaron y me dieron unos golpecitos en la espalda antes de marcharse, sin decir nada.

A las once, hora de cierre del local, Chris se ofreció para llevarme a casa.–Vas a caerte si no andas con cuidado.–No te preocupes por mí –dije.Chris no contestó.Dos o tres noches después Shelley entró sola hacia las siete. Había otro tipo allí, un rollizo

joven llamado John Dano, pero apenas reparé en su presencia. Era más invisible incluso que yo.

Shelley vino derecha hacia la máquina donde yo estaba jugando, y se puso tan cerca que olí el aroma de jabón de su piel. El olor me aturdió.

–Me enteré de lo que Ace te hizo –dijo–. Se supone que no debo hablar contigo y no pienso hacerlo, pero tengo algo que hará más fáciles las cosas.

Me besó. Después se fue, antes de que yo pudiera despegar mi lengua del paladar. Seguí jugando mareado. Ni siquiera vi a John Dano cuando salió a difundir la noticia. Yo no veía otra cosa aparte de aquellos ojos tan oscuros.

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Y esa noche acabé en el aparcamiento con Ace Carmody, y me dio una señora paliza. Hacía frío, muchísimo frío, y al final me eché a llorar, sin importarme quiénes estaban mirándome o escuchándome, que eran todos. La solitaria lámpara de sodio contempló la escena despiadadamente. Ni uno solo de mis puñetazos tocó a Ace.

–Muy bien –dijo él, acuclillado junto a mí. Ni siquiera jadeaba. Sacó una navaja automática de su bolsillo y apretó el cromado botón. Quince centímetros de plata bañada por la Luna emergieron en el mundo–. Esto te espera la próxima vez. Grabaré mi nombre en tus pelotas.

Se levantó, me dio una última patada y se fue. Quedé tendido allí quizá diez minutos, estremeciéndome en el duro pavimento. Nadie vino en mi ayuda, nadie me dio unas palmaditas en la espalda, ni siquiera Chris. Shelley no se presentó para hacer más fáciles las cosas. Finalmente me puse de pie y volví a casa en autostop. Expliqué a la señora Hollis que me había cogido un coche conducido por un borracho y que el coche se había salido de la carretera. Jamás volví a la bolera.

Ace murió dos años más tarde en una montaña al estrellarse con su elegante Ford contra un volquete de una brigada de reparación de carreteras. Tengo entendido que había abandonado a Shelley por entonces y que ella había ido realmente cuesta abajo a partir de entonces, incluido un caso de gonorrea durante el descenso. Chris dijo que la había visto una noche en una cafetería de las afuera de Lewiston, incitando a beber a los hombres. Había perdido casi todos los dientes y se había partido la nariz en algún punto de su carrera, me explicó Chris. Dijo que yo no la reconocería si la viera. Pero por aquel entonces Shelley ya no me interesaba, en ningún sentido.

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La camioneta no llevaba neumáticos para nieve, y antes de llegar a la salida de Lewiston empezamos a resbalar en el polvo recién caído. Tardamos más de tres cuartos de hora en recorrer los treinta y cinco kilómetros.

El encargado de la cabina de peaje de Lewiston cogió el ticket y los sesenta centavos.–Un viaje resbaloso, ¿eh?Ninguno de los dos le contestamos. Estábamos cerca del lugar al que deseábamos ir. De

no haber tenido ese curioso contacto mudo con ella, lo habría deducido igualmente por su forma de sentarse en el asiento lleno de polvo de la camioneta, sus manos dobladas con fuerza en su regazo, los ojos fijos en la carretera con feroz intensidad. Noté un escalofrío que me recorría el cuerpo.

Proseguimos por la carretera 136. No había muchos coches circulando. El viento era fresco y la nieve estaba alcanzando alturas sin precedentes. Al otro lado de Gretna Village pasamos junto a un enorme Buick Riviera que tras patinar se había subido a la cuneta. Todos sus intermitentes estaban encendidos y yo vi una espectral imagen doble del Impala de Norman Blanchette. Aquel coche debía de estar ya cubierto de nieve, reducido a un bulto fantasmal en la oscuridad. El conductor del Buick trató de hacerme parar, pero yo pasé junto a él sin reducir velocidad y lo dejé atrás salpicado de barro. Los limpiaparabrisas estaban atascados a causa de la nieve acumulada. Extendí una mano y di un golpe al que tenía delante. Parte de la nieve se soltó y conseguí ver con algo más de claridad.

Gretna era un pueblo desierto, todo estaba a oscuras y cerrado. Conecté el intermitente de la derecha para cruzar el puente que conducía a Blainsville. Las ruedas traseras intentaron eludir mi control, pero evité el patinazo. Delante, al otro lado del río, vi la oscura sombra que era el local de la Liga Juvenil de Blainsville. Tenía un aspecto abandonado y solitario. De pronto me sentí apenado, apenado por tanta violencia. Y por tanta muerte. En ese momento Nona habló por primera vez desde la salida de Gardner.

–Tenemos a la policía detrás.–¿Nos... ?–No. Llevan las luces apagadas.Pero el detalle me puso nervioso y quizá por eso ocurrió lo que ocurrió. La carretera 136

tiene una curva de noventa grados en la orilla del río donde está Gretna y luego sigue en línea recta por el puente y entra en Blainsville. Tomé la curva, pero había hielo en el lado de Blainsville.

–Maldita sea. ..

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La parte trasera de la camioneta patinó y, antes de que yo pudiera dominar la situación, chocó con uno de los gruesos puntales de acero del puente. Dimos varias vueltas como en un coche loco de parque de atracciones, y lo siguiente que vi fue el brillo de los reflectores del vehículo policial que iba detrás de nosotros. El coche frenó (vi los reflejos rojos en la nieve que caía) pero el hielo también le afectó. Se echó encima de la camioneta. Topamos de nuevo con los puntales del puente y hubo un estridente chirrido. Caí sobre el regazo de Nona e incluso en esa confusa fracción de segundo tuve tiempo de saborear la lisa firmeza de su muslo. Después todo quedó quieto. El vehículo policial tenía encendida la luz giratoria. Proyectaba azuladas e inquietas sombras que cruzaban el techo de la camioneta y las ristras llenas de nieve del puente de Gretna–Blainsville. La luz interior del coche se encendió en el momento en que el policía se apeaba.

Si él no hubiera ido detrás de nosotros no habría pasado nada. Ese pensamiento daba vueltas y más vueltas en mi cabeza, como una aguja de tocadiscos confinada a un surco defectuoso. En mi semblante había una tensa mueca fija cuando busqué a tientas en el suelo de la camioneta. Buscaba algo para golpear al policía.

Había una caja de herramientas abierta. Encontré una llave de cubo y la dejé en el asiento entre Nona y yo. El policía asomó la cabeza por la ventanilla. Su rostro se alteraba como el de un diablo con la intermitente luz azul.

–Circula con demasiada velocidad dadas las condiciones, ¿no le parece, amigo?–Usted iba demasiado cerca, ¿no le parece? –pregunté–. Dadas las condiciones.Quizá se sonrojara. Difícil asegurarlo con las fluctuaciones de la luz.–¿Está acusándome de algo, hijo?–Sí, si es que piensa cargarme con la culpa de las abolladuras de su coche.–Enséñeme su carnet de conducir y los documentos del vehículo.Saqué la cartera y le di el carnet.–¿Y la documentación del vehículo?–Es la camioneta de mi hermano. La documentación la tiene él.–¿Ah, si? –Me miró fijamente, intentando hacerme bajar los ojos. Cuando comprendió que

iba a tardar demasiado, miró a Nona. Le había arrancado los ojos por la expresión que vi en ello–. ¿Cómo se llama usted?

–Cheryl Craig, señor.–¿Y que hace usted en la camioneta del hermano de este hombre en plepa tormenta de

nieve, Cheryl?–Ibamos a ver a mi tío.–¿En Blainsville?–Sí.–No conozco ningún Craig en Blainsville.–Se llama Barlow. Vive en Bowen Hill. –¿Ah, sí?Se acercó a la parte trasera de la camioneta para mirar la matrícula. Abrí la puerta y asomé

la cabeza. El policía estaba anotando el número. El hombre volvió y yo seguía inclinado hacia fuera, iluminado de cintura para arriba por el destello de los faros del coche policial.

–Voy a... ¿Qué lleva por toda la ropa, hijo?No tuve que mirar qué llevaba yo por toda la ropa. También lo llevaba Nona en su ropa. Lo

había olido en el abrigo color canela de ella cuando la besé. Hasta ahora yo creía que aquel gesto, inclinarme con la puerta abierta, había sido un acto impensado. Pero después de escribir esta crónica he cambiado de opinión. No creo que fuera un acto impensado, ni mucho menos. Creo que deseaba que el policía lo viera. Agarré la llave de tubo.

–¿A qué se refiere?El dio dos pasos hacia mí.–A usted le pasó algo... Se ha herido, eso parece. Será mejor...Blandí la llave. Había perdido la gorra en el choque y su cabeza estaba descubierta. Le

golpeé en el cráneo, por encima de la frente. Jamás he olvidado el sonido del golpe, igual que medio kilo de mantequilla que cae a un suelo duro.

–De prisa –dijo Nona.

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Apoyó su tranquilizadora mano en mi cuello. La tenía muy fría, como el ambiente de un húmedo sótano. Mi madre adoptiva, la señora Hollis..., tenía un sótano para guardar alimentos...

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Es curioso que recuerde ese detalle. La señora Hollis me mandaba allí en invierno a buscar conservas que ella misma preparaba. No en latas de verdad, naturalmente, sino en gruesos potes de vidrio con gomas bajo la tapa.

Bajé allí un día a fin de coger una lata de judías en conserva para la cena. Todas las conservas estaban en cajas, con letreros escritos pulcramente por la señora Hollis. Recuerdo que ella siempre deletreaba mal la palabra frambuesa, y eso me hacía sentir secretamente superior.

Aquel día pasé junto a las cajas señaladas con el letrero «franvuesas» y me dirigí al rincón donde estaban las judías blancas. El lugar estaba frío y oscuro. Las paredes eran de tierra oscura y cuando el tiempo era húmedo exudaban agua que formaba goteantes y torcidos regueros. El olor era un secreto y siniestro efluvio compuesto de seres vivos, tierra y alimentos en conserva, un olor notablemente similar al de las partes íntimas de una mujer. En una rincón había una vieja y destrozada prensa que estaba allí desde mi llegada a la casa, y a veces yo jugaba con la máquina y fingía que podía hacerla funcionar de nuevo. Me encantaba aquel sótano. En aquellos tiempos (yo tenía nueve o diez años) era mi lugar favorito. La señora Hollis se negaba a poner los pies allí, y la dignidad de su marido se resentía si tenía que bajar a buscar conservas. Por eso iba yo, y olía aquel peculiar aroma secreto y gozaba de la intimidad de su uterina reclusión. Estaba iluminado por una solitaria bombilla llena de telarañas colgada por el señor Hollis, seguramente antes de la guerra con los bóers. De vez en cuando yo retorcía las manos y obtenía enormes y alargados conejos en la pared.

Cogí las judías y me disponía a salir cuando oí crujidos bajo una de las viejas cajas. Me acerqué y la levanté.

Había una rata parda, de costado. Movió su cabeza hacia mí y me miró. Su lomo se agitó con violencia y sus dientes asomaron. Era la rata más grande que había visto yo, y me acerqué más. Estaba alumbrando. Dos de las crías, peladas y ciegas, mamaban ya en la barriga del animal. Otra estaba saliendo al mundo.

La madre me miró, desesperada, preparada para morder. Sentí deseos de matarla, de acabar con las crías, de aplastarlas, pero no pude. Era lo más horrible que había visto. Mientras observaba, una araña de color marrón (un falangio, creo) se arrastró con rapidez por el suelo. La rata la atrapó y se la comió.

Huí. Al subir la escalera caí y rompí el pote de judías. La señora Hollis me zurró, y jamás volví a bajar al sótano salvo por obligación.

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Estaba mirando al policía mientras recordaba.–De prisa –repitió Nona.Aquel cuerpo era mucho más ligero que el de Norman Blanchette, o tal vez mi adrenalina

estaba fluyendo con más libertad. Lo cogí con ambos brazos y lo llevé al borde del puente. Las cataratas de Gretna apenas eran visibles corriente abajo, y al otro lado el puente de caballetes del ferrocarril era una solitaria sombra, igual que un patíbulo. El viento nocturno aullaba y bramaba, y la nieve golpeaba mi cara. Por un momento sostuve al policía contra mi pecho como si fuera un dormido niño recién nacido, y luego recordé quién era realmente y lo lancé por la barandilla hacia la oscuridad.

Volvimos a la camioneta y subirnos, pero el vehículo no arrancaba. Lo intenté una y otra vez hasta que olí el dulzón aroma a gasolina en el desbordado carburador, y me detuve.

–Vamos –dije.Fuimos al coche policial. El asiento delantero estaba repleto de impresos para multas, y

había dos tablillas con sujetapapeles. La radio de onda corta situada bajo el tablero crujió y crepitó.

–Unidad cuatro, adelante, cuatro. ¿Me recibe?

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Bajé la mano y apagué el aparato, no sin antes golpearme los nudillos con algo mientras buscaba el interruptor apropiado. Era una escopeta de caza. Seguramente propiedad personal del policía. La desenganché y la entregué a Nona, que la puso en su regazo. Di marcha atrás al coche. Estaba abollado pero no averiado. Tenía neumáticos para nieve que se aferraban perfectamente al hielo causante de los desperfectos.

Y llegamos a Blainsville. Las casas, aparte de algún remolque vivienda apartado de la carretera, habían desaparecido. La misma carretera estaba sin hollar todavía y no había marcas aparte de las que dejábamos nosotros. Monolíticos abetos sobrecargados de nieve se alzaban imponentes alrededor de nuestro coche, y me hicieron sentir minúsculo e insignificante, un pequeño bocado atrapado por la gigantesca garganta de la noche. Eran más de las diez.

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No hice mucha vida social durante mi primer año en la universidad. Estudié mucho y trabajé en la biblioteca, guardando libros, reparando encuadernaciones y

aprendiendo a catalogar. En la primavera jugué en el equipo suplente de béisbol.Casi al final del año académico, poco antes de los exámenes, se celebró un baile en el

gimnasio. Yo no tenía nada que hacer, estaba bien preparado para los dos primeros exámenes finales, y bajé a dar una vuelta. Había pagado ya el dólar de la entrada, y fui al gimnasio.

El lugar estaba a oscuras, atestado, lleno de sudor y frenesí como sólo un baile universitario antes del hacha de los exámenes finales puede estar. Había erotismo en el ambiente. No hacía falta olerlo. Casi podías extender los brazos y asirlo en ambas manos, como un grueso trapo mojado. Podías prever que se haría el amor más tarde, o algo similar a hacer el amor. La gente lo hacía bajo las gradas, en el aparcamiento de la planta generadora de vapor y en los dormitorios. Harían el amor desesperados hombres-niños a punto de ir al servicio militar y bonitas universitarias que abandonarían los estudios ese año para volver a casa y fundar una familia. Lo harían con lágrimas y risas, ebrios y sobrios, tensamente y sin ninguna inhibición. Pero, sobre todo, lo harían rápidamente.

Había algunos varones solos, pero no muchos. No era una noche para salir solo. Pasé junto a la tarima del conjunto. Al acercarme al sonido, el ritmo, la música se convirtió en algo palpable. El conjunto tenía detrás un semicírculo de amplificadores de metro y medio de altura, y podías notar la fluctuación de tus tímpanos siguiendo el ritmo de la signatura del bajo.

Me apoyé en la pared y miré. Los bailarines ejecutaban los movimientos prescritos (como si fueran tríos en vez de parejas, con un tercer elemento invisible pero entre los otros dos, encorvado por delante y por detrás) y agitaban los pies sobre el serrín esparcido anteriormente en el barnizado piso. No vi a nadie conocido y empecé a sentirme solitario, placenteramente solitario. Me hallaba en esa fase de la noche donde imaginas que todo el mundo está mirándote, a ti, el romántico desconocido, por el rabillo del ojo.

Media hora más tarde salí y pedí un refresco en el vestíbulo.Cuando volví a entrar alguien había iniciado un baile circular y me obligaron a participar.

Mis brazos se apoyaron en los hombros de dos chicas hasta entonces desconocidas. Dimos vueltas y más vueltas. Tal vez había doscientas personas en el círculo, y éste ocupaba medio gimnasio. Luego una parte del círculo se deshizo y veinte o treinta personas formaron otro en el centro del primero y se movieron en dirección contraria. Me mareé. Vi una chica parecida a Shelley Roberson, pero comprendí que se trataba de una fantasía. Cuando quise localizarla de nuevo, ni la vi a ella ni a nadie que se le pareciera.

En cuanto el numerito terminó, me sentí débil y no muy bien. Pasé otra vez junto al conjunto y me senté. La música sonaba con excesiva fuerza, el ambiente era empalagoso. Oí los latidos de mi corazón en la cabeza, igual que sucede después de la peor borrachera de tu vida.

Hasta ahora pensaba que lo que sucedió a continuación se debió a que yo estaba cansado y un poco mareado después de tantas vueltas, pero tal como he dicho antes, este relato ha aportado mayor claridad.

No puedo seguir pensando lo mismo.Alcé los ojos otra vez hacia los bailarines, hacia las maravillosas personas que corrían en la

penumbra. Pensé que todos los varones estaban aterrorizados, con la cara alargada hasta componer grotescas máscaras que se movían a cámara lenta. Era comprensible. Todas las

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féminas (universitarias con suéters, faldas cortas o pantalones acampanados) estaban transformándose en ratas. Al principio ese detalle no me asustó. Incluso me reí. Sabía que estaba presenciando una alucinación, y durante un rato contemplé la escena con práctico desapasionamiento.

Luego una jovencita se puso de puntillas para besar a su compañero, y ya no aguanté más. Un rostro peludo y retorcido con negros ojos que parecían postas se alzó con la boca abierta, dejando ver los dientes...

Me fui.Permanecí en el vestíbulo un momento, medio distraído. Había un cuarto de aseo al final

del pasillo, pero pasé junto a él y subí la escalera.El vestuario se hallaba en la tercera planta y tuve que echar a correr en el último tramo de

escalera. Abrí la puerta de un empujón y corrí hacia uno de los retretes. Vomité entre los combinados olores de linimento, sudorosos uniformes y cuero aceitado. La música de abajo quedaba muy lejos, y el silencio del vestuario era virginal. Me sentí aliviado.

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Habíamos llegado a una señal de «Stop» en Southwest Bend. El recuerdo del baile me había excitado por alguna razón incomprensible para mí. Estaba temblando.

Nona me miró, me ofreció la sonrisa de sus oscuros ojos.–¿Ahora?No pude responderle. Temblaba demasiado para hablar. Ella hizo un lento gesto de

asentimiento.Me dirigí hacia un desvío de la carretera 7 que debía de ser un camino forestal en verano.

No me introduje demasiado porque tenía miedo de perderme. Apagué los faros y escamas de nieve empezaron a amontonarse en silencio en el parabrisas. Algo así como un sonido escapaba, era arrastrado fuera de mi boca. Creo que debió de ser una imitación oral de los pensamientos de un conejo atrapado en un cepo.

–Aquí –dijo Nona–. Aquí mismo.Fue un éxtasis.

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Casi no pudimos volver a la carretera principal. El quitanieves había pasado por allí, con sus anaranjadas luces parpadeando con brillantez en la noche, dejando un enorme muro de nieve en nuestro camino.

Había una pala en el maletero del coche. Tardé media hora en apartar la nieve, y por entonces ya era medianoche. Nona conectó la radio policial mientras yo hacía eso, y el aparato nos informó de lo que debíamos saber. Habían encontrado los cadáveres de Blanchette y el jovencito de la camioneta. Sospechaban que nosotros habíamos robado el vehículo policial. El policía se llamaba Essegian, un apellido curioso. Había un importante jugador de rugby llamado Essegian..., creo que jugaba con los Dodgers. Quizá yo había matado a un familiar suyo. No me inquietó enterarme del apellido del policía. El había estado siguiéndonos demasiado cerca y nos había molestado.

Salimos a la carretera principal.Noté la excitación de Nona, intensa, caliente, ardiendo. Me detuve el tiempo suficiente para

limpiar el parabrisas con el brazo y luego proseguimos nuestro camino.Atravesamos la parte oeste de Blainsville y supe por dónde girar sin necesidad de que me

lo dijeran. Un letrero cubierto de nieve informaba que ésa era la carretera de Stackpole.El quitanieves no había pasado por allí, pero un vehículo nos había precedido. Las huellas

de sus neumáticos continuaban marcadas en la turbulenta nieve.Dos kilómetros; después menos de dos kilómetros. La brutal ansiedad, la urgencia de Nona

llegaba hasta mí y de nuevo me sentí nervioso. Doblamos una curva y allí estaba el camión de la empresa eléctrica, carrocería de brillante tono anaranjado y luces de aviso que vibraban con el color de la sangre. Estaba bloqueando la carretera.

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No pueden imaginar la rabia de Nona (de los dos, en realidad, porque después de todo lo ocurrido éramos una sola persona). No pueden imaginar la abrumadora sensación de intensa paranoia, la convicción de que todo el mundo pretendía fastidiarnos.

Había dos hombres. El primero era una sombra acurrucada en la oscuridad. El segundo sostenía una linterna y se acercó a nosotros haciendo oscilar la luz como un espeluznante ojo. Y había algo más aparte de odio. Había miedo..., miedo de que todo saliera mal en el último momento.

El hombre estaba gritando, y yo abrí la ventanilla.–¡No puede pasar por aquí! ¡Vaya por la carretera de Bowen! ¡Tenemos un cable cargado

aquí mismo! ¡No puede...!Salí del coche, alcé la escopeta y disparé los dos cartuchos. El hombre salió forzosamente

despedido hacia atrás y chocó en el anaranjado camión y yo me tambaleé y caí contra el coche. El herido fue deslizándose hacia el suelo centímetro a centímetro, sin dejar de mirarme incrédulamente, y por fin se derrumbó en la nieve.

–¿Hay más cartuchos? –pregunté a Nona.–Si.Me los dio. Abrí la escopeta, expulsé los cartuchos usados y puse los nuevos.El compañero del muerto se había incorporado y estaba observándome con enorme

incredulidad. Me gritó algo que se perdió en el viento. Parecía una pregunta, pero no importaba. Yo iba a matarlo. Me acerqué a él y el hombre permaneció inmóvil, mirándome.

No se movió, ni siquiera cuando alcé la escopeta. Creo que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Creo que pensó estar soñando.

Disparé, demasiado bajo. Un torbellino de nieve hizo erupción y cubrió al desgraciado. Después el hombre chilló, lanzó un enorme chillido de terror y echó a correr, pasando con un gigantesco salto sobre el cable eléctrico extendido en la carretera. Disparé el segundo cartucho y fallé de nuevo. El hombre se perdió en la oscuridad y yo me olvidé de él. Ya no nos molestaba. Volví al vehículo policial.

–Tendremos que ir a pie –dije.Pasamos junto al cadáver, saltamos sobre el chisporroteante cable y seguimos caminando

por la carretera, siguiendo las espaciadísimas huellas del fugado. La nieve acumulada alcanzaba a veces las rodillas de Nona, pero ella se mantuvo siempre por delante de mí. Ambos jadeábamos.

Llegamos a una elevación y bajamos por una estrecha pendiente. A un lado se alzaba una torcida y abandonada cabaña con ventanas sin vidrios. Nona se detuvo y asió mi brazo.

–Allí –dijo, y señaló hacia el otro lado.Me tenía agarrado el brazo con fuerza, dolorosamente a pesar de estar mi abrigo en medio.

Su semblante estaba fijo en un feroz rictus de triunfo.–Allí. Allí.Era un cementerio.Resbalamos y caímos al cruzar la cuneta y trepamos por una pared de piedra cubierta de

nieve. Yo también había estado allí, por supuesto. Mi madre real había nacido en Blainsville, y aunque ella no había vivido allí con mi padre, el terreno de la familia había estado ubicado allí. Mi madre lo recibió como regalo de sus padres, que habían vivido y muerto en Blainsville. Durante el incidente con Shelley Roberson yo había ido con frecuencia al cementerio para leer poemas de John Keats y Percy Shelley. Supongo que pensarán que hacer tal cosa es una condenada extravagancia, pero yo no pensaba lo mismo.

Ni siquiera ahora lo juzgo así. Me sentía cerca de ellos, consolado.Después de que Ace Carmody me diera aquella paliza jamás regresé al cementerio. No

hasta que Nona me condujo allí.Resbalé y caí en el suelto polvo de nieve, y me torcí el tobillo. Me levanté y continué

andando con esa pierna levantada y la escopeta a modo de muleta. El silencio era infinito e increíble. La nieve caía formando suaves líneas rectas, se amontonaba sobre las inclinadas lápidas y cruces, enterraba todo excepto las puntas de los oxidados mástiles, que sólo sostenían banderas el Día de los Veteranos y la festividad dedicada a los soldados muertos en campaña. El silencio era impío por su intensidad, y por primera vez sentí terror.

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Nona me condujo hacia una construcción de piedra que se alzaba en la arrugada pendiente de la colina, detrás del cementerio. Una cripta. Ella tenía la llave. Yo sabía que ella tendría una llave, y así fue.

Nona sopló para apartar la nieve de la cerradura y localizó el agujero. El ruido de las guardas al girar pareció extenderse por la oscuridad. Nona se apoyó en la puerta y ésta giró hacia adentro.

El olor que brotó del interior fue frío como el otoño, frío como el ambiente del sótano de los Hollis. Sólo pude ver una pequeña parte de la cripta. Había hojas secas en el suelo de piedra. Nona entró, se detuvo, me miró por encima del hombro.

–No –dije.Ella se rió de mí.Permanecí en la oscuridad mientras percibía que todo iba confluyendo: el pasado, el

presente y el futuro. Sentí deseos de correr, de correr y chillar, de correr con la suficiente rapidez para anular todo lo que había hecho.

Nona seguía mirándome, la mujer más hermosa del mundo, la única cosa que había sido mía en toda mi vida. Me hizo un gesto con las manos sobre el cuerpo. No voy a explicarles el significado. Lo habrían sabido si lo hubieran visto.

Entré. Ella cerró la puerta.La cripta estaba a oscuras pero yo veía perfectamente. El lugar estaba iluminado por un

fuego verde que ardía despacio. Se extendía por las paredes y serpenteaba por el suelo cubierto de hojas como si fueran retorcidas lenguas. Había un féretro en el centro de la cripta, pero estaba vacío. Pétalos de marchitas rosas yacían diseminados alrededor. Nona me llamó por gestos y señaló la puertecilla situada en la parte trasera. Una puerta pequeña, sin letrero alguno. Me produjo pavor. Creo que en ese momento lo comprendí. Ella me había utilizado y se había reído de mí. Iba a destruirme.

Pero no pude contenerme. Me acerqué a la puertecilla porque debía hacerlo. Aquel telégrafo mental seguía emitiendo algo que yo consideraba gozo, un gozo terrible, demente, y triunfo. Mi mano se extendió trémula hacia la puerta. Estaba cubierta de verde fuego.

La abrí y vi lo que había dentro.Era la chica, mi chica. Muerta. Sus ojos contemplaban inexpresivos aquella cripta de

octubre, miraban los míos. Oía a besos furtivos.Estaba desnuda y la habían rajado desde el cuello hasta las ingles. Su cuerpo era un estéril

útero. Y sin embargo algo vivía allí. Las ratas. No pude verlas pero las escuché, oí sus murmullos allí dentro, en las entrañas de ella. Sabía que al cabo de un momento la reseca boca de la chica se abriría y me hablaría de amor. Retrocedí, con todo el cuerpo entumecido y el cerebro flotando en una oscura nube de espanto.

Miré a Nona. Ella estaba riéndose, con los brazos extendidos hacia mí. Y en una repentina llamarada de comprensión lo comprendí, lo comprendí, lo comprendí. Había pasado la última prueba. ¡Estaba libre!

Volví la cabeza hacia la puertecilla y naturalmente no era más que un vacío armario de piedra con hojas muertas en el suelo.

Me acerqué a Nona. Me acerqué a la vida.Sus brazos me rodearon el cuello y yo atraje su cuerpo hacia el mío.En ese momento ella empezó a cambiar, a fluctuar y derretirse como cera. Los oscuros

ojazos se volvieron pequeños, como cuentas. El cabello se hizo burdo, perdió color. La nariz se acortó, las ventanas nasales se dilataron. Su cuerpo se aterronó y encogió junto al mío.

Me estaba abrazando una rata.Su boca sin labios se extendió hacia la mía.No chillé. No me quedaban chillidos. Dudo que vuelva a chillar.

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Qué calor hace aquí.No me importa el calor, realmente no. Me gusta sudar si después puedo ducharme, siempre

he considerado el sudor como una virtud masculina, pero a veces hay bichos que pican..., arañas, por ejemplo.

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¿Sabían que las hembras de las arañas pican y devoran a sus compañeros? Lo hacen, inmediatamente después del apareamiento. Y además oigo ruidos presurosos en las paredes. No me gusta eso.

Tengo el calambre de los escribientes, y la punta de fieltro de la pluma está blanda y espumosa. Pero ya he terminado. Y las cosas parecen distintas. No las veo igual que antes.

¿Saben que durante algún tiempo casi me convencieron de que yo había hecho todas esas cosas horribles? Aquellos hombres del bar para camioneros, el tipo del camión de la empresa eléctrica que huyó. Dijeron que yo iba solo. Yo estaba solo cuando me encontraron, casi muerto de frío en aquel cementerio, junto a las lápidas de mi padre, mi madre y mi hermano Drake. Pero eso sólo significa que ella se fue, es evidente. Cualquier tonto lo comprendería. Pero me alegra que ella se fuera. De verdad. Aunque deben saber que ella estuvo conmigo siempre, en todas las etapas del viaje.

Voy a suicidarme. Será mucho mejor. Estoy harto de culpabilidad, agonía y pesadillas, y además no me gustan los ruidos de las paredes.

Ahí dentro puede haber cualquier cosa. O nada.No estoy loco. Yo lo sé y confío en que ustedes lo sepan también. Si afirmas que no estás

loco, eso se supone que significa que sí lo estás.Pero me aburren esos jueguecillos. Ella me acompañó, fue real. La amo. El amor auténtico

no muere jamás. Así firmaba yo todas mis cartas a Shelley, las cartas que luego rompía.Nunca he hecho daño a ninguna mujer, ¿verdad que no?Jamás hago daño a ninguna mujer.Ella fue mi único amor auténtico.Qué calor hace aquí. Y no me gustan los ruidos de las paredes.El amor auténtico no muere nunca.

FIN

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NUNCA MIRES DETRÁS DE TI

George Jacobs estaba cerrando su oficina cuando una anciana entró resueltamente.

Casi nadie atravesaba su puerta en esos días. Las personas lo odiaban. Durante quince años le había vaciado los bolsillos a la gente. Nunca nadie había logrado engancharlo con ninguna acusación. Pero mejor volvamos a nuestra pequeña historia.

La anciana que entró tenía una fea cicatriz en su mejilla izquierda. Sus ropas consistían en su mayor parte en trapos sucios de tela burda. Jacobs estaba contando su dinero. —¡Bien! Cincuenta mil novecientos setenta y tres dólares con sesenta y dos centavos.

A Jacobs siempre le gustó ser preciso. —De hecho, mucho dinero —dijo ella—. Estaría muy mal que no pudiera gastarlo.

Jacobs se dio vuelta. —Pero... ¿quién es usted? —preguntó, sorprendido a medias—. ¿Qué derecho tiene a espiarme?

La mujer no contestó. Levantó su huesuda mano. Se produjo una llamarada de fuego en su garganta... y un grito. Luego, con un borbotón final, George Jacobs murió. —Me pregunto qué —o quién— pudo haberlo matado —dijo un joven. —Me alegra que haya muerto —dijo otro.

Aquel fue afortunado.

No miró detrás de él.

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Pelotón D

(Escrito para Visiones Peligrosas #3)Traducción de Larry Underwood

Billy Clewson murió de inmediato, con nueve de los diez miembros del Pelotón D el 8 de Abril de 1974. Le tomó a su madre dos años morirse, pero, de hecho empezó en el instante que llegó el telegrama anunciando que su hijo estaba muerto. Dale Clewson simplemente se sentó en el banquillo del vestíbulo por cinco minutos, la débil hoja de papel amarillo colgando de sus dedos. No se sabía si iba a desfallecer, vomitar, gritar o lo que sea. Cuando fue capaz de levantarse, fue a la sala de estar. Estuvo a tiempo de ver a Andrea bajar el último trago de la primera bebida y verter el segundo trago de la era pos Billy. Muchos tragos siguieron. Era realmente asombrosa la cantidad de tragos que esa pequeña y aparente frágil mujer fue capaz de tomar en un período de dos años. La causa de su muerte, que apareció en su certificado de defunción, fue disfunción de hígado y fallo renal. Ambos, Dale y el médico de cabecera, sabían que era la cubierta formal de un pastel de alcohol. Pastel de ron, tal vez. Pero sólo Dale sabía que había un tercer nivel. Los Vietcongs mataron a su hijo en un lugar llamado Ky Doe, y la muerte de Billy mató a su madre.

Fueron tres años, casi tres años al día, después de la muerte de Billy en el puente cuando Dale Clewson comenzó a creer que estaba volviéndose loco.

Nueve, pensó. Había nueve. Siempre hubo nueve. Hasta ahora.¿Los había? Su mente le contestó. “¿Estás seguro?” “Tal vez realmente no los contaste”.

La carta del teniente decía que había nueve, y la carta de Bortman también. Así que ¿cómo puedes estar tan seguro? Tal vez lo asumiste.

Pero no lo había hecho y podía estar seguro porque sabía que había nueve, y allí habían sido nueve chicos en la fotografía del Pelotón D que llegó por correo, junto con la carta del teniente Anderson.

Puedes estar equivocado, su mente insistió con una convicción ligeramente histérica. Has estado pensando demasiado este último par de años, perdiendo a Billy y luego a Andrea. Puedes estar equivocado.

En realidad era sorprendente, pensó, hasta que punto de locura la mente humana protegería su propia salud.

Puso su dedo en la nueva figura, un chico rubio de la edad de Billy, pero con corte militar, aparentando no más de diecisiete años, seguramente muy joven como para estar en el campo de batalla. Estaba sentado cruzado de piernas delante de Gibson, que, de acuerdo a las cartas de Billy, tocaba la guitarra; y Kimberley, que contaba muchísimos chistes verdes. El chico rubio estaba con los ojos entrecerrados debido al sol. Como varios de los otros. Pero ellos siempre habían estado allí antes. La sudadera del chico nuevo estaba abierta, sus chapas de identificación descansando contra su pecho lampiño.

Dale fue hacia la cocina, buscó dentro de lo que él y Andrea siempre llamaron "La gaveta del desorden," y volvió con una vieja, y raspada lupa. Tomó la lupa y la fotografía que se encontraba sobre la ventana de la sala de estar, inclinó la foto pará que no reflejara, y sostuvo el vidrio sobre las chapas de identificación del chico nuevo. No pudo leerlas. De hecho, ambas chapas estaban vueltas y descansando cara abajo contra su piel.

Y con todo, una sospecha se había aclarado en su mente, hizo tic allí como el reloj en la repisa. Estaba por dar cuerda al reloj cuando notó el cambio en el cuadro. Ahora devolvió el cuadro a su lugar entre una fotografía de Andrea y otra de la graduación de Billy, encontró la llave del reloj y le dio cuerda.

La carta del teniente Anderson fue bastante simple. Dale la encontró en el escritorio de su estudio y la leyó de nuevo. Líneas mecanografiadas en papel del ejército. La formula repetida del telegrama, supuso Dale. Primero: Telegrama. Segundo: Carta de condolencia del Teniente. Tercero: Ataúd, un chico dentro. Lo había notado entonces y lo notaba ahora: la máquina de escribir de Anderson uso una "o" en vuelo. Clewson se había vuelto Clewson.

Andrea quería romper la carta. Dale insistió en que se la quedaran. Ahora él estaba satisfecho.

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El pelotón de Billy y otros dos se vieron envueltos en un flanco de acción de un cuadrante de jungla en el cual Ky Doe era el único pueblo. El contacto enemigo podría haberse anticipado, decía la carta de Anderson, pero allí no había nadie. El Cong reportado en el área simplemente había desaparecido dentro de la jungla – era un truco con el cual los soldados americanos se habían familiarizado en los últimos años.

Dale pudo imaginarlos volviendo a su base en Homan, felices, aliviados. El Pelotón A y C vadearon a través de río Ky, el cual estaba casi seco. El Pelotón D usó el puente. A mitad de camino, voló en pedazos. Posiblemente fue detonado desde río abajo. Probablemente, alguien, quizás Billy, pisó en la tabla equivocada. Los nueve murieron. Ni un sobreviviente.

Dios, si realmente existe tal ser, usualmente es más bondadoso que eso, pensó Dale. Puso la carta del teniente Anderson al revés y sacó la de Josh Bortman. Había sido escrita en papel de renglones azules parecida a una pizarra de niño. La escritura de Bortman era casi ilegible, los garabatos eran peores debido al instrumento de escritura: un lápiz blando. Obviamente desafilado desde un principio, no debe haber sido más que una protuberancia al poner Bortman su firma al final. En muchos lugares Bortman había presionado con bastante dureza su instrumento hasta rasgar el papel.

Fue Bortman, el décimo hombre, quien envió a Dale y Andrea la fotografía del escuadrón, ya enmarcada, el vidrio sobre la foto milagrosamente no se rompió en el largo viaje de Homan a Saigon, hasta San Francisco y finalmente a Binghamton, New York.

La carta de Bortman era angustiante. Llamó a los otros nueve "los mejores amigos que tuve en mi vida”. “Los quería como si fueran mis hermanos.”

Dale sostuvo el papel de renglones azules en su mano y miró inexpresivamente a través de la puerta de su estudio hacia el sonido del reloj sobre la repisa de la chimenea. Cuando la carta llegó, en los primeros días de Mayo de 1974, había estado metido de lleno en su propia angustia para realmente considerar a Bortman. Ahora supuso que podía entenderlo un poco, de cualquier manera. Bortman había estado sintiendo una profunda e inarticulada culpabilidad. Nueve cartas desde su cama de hospital en la base Homan, todas en ese atormentado garabato, todas probablemente escritas con el mismo lápiz blando. El gasto considerando que nueve ampliaciones de la fotografía del Pelotón D fueron hechas, enmarcadas, y enviadas por correo. Ritos de expiación con un lápiz blando, pensó Dale, plegando la carta otra vez y colocándola en la gaveta con la de Anderson. Como si los hubiese matado tomando su fotografía. Aquello era realmente lo que estaba entre líneas, ¿no es cierto?. "Por favor no me odie, señor Clewson, por favor no piense que mate a su hijo y a los otros tom..."

En la otra habitación el reloj de la chimenea comenzó a señalar las cinco.Dale volvió a la sala de estar, y tomó el cuadro otra vez.Lo que estás diciendo es una locura.Miró otra vez al chico del pelo rubio.Los quería como si fueran mis hermanos.Dio vuelta el cuadro.Por favor no piensen que maté a su hijo, a sus hijos, tomándoles su fotografía. Por favor no

me odien porque estaba en el hospital de la base Homan con hemorroides en lugar de estar en el puente Ky Doe con los mejores amigos que tuve en mi vida. Por favor no me odien, porque finalmente los alcancé, me tomó diez años lograrlo, pero finalmente los alcancé.

Escrito en el reverso, en el mismo trazo suave, estaba esta anotación:Jack Bradley Omaha, Neb. Billy Clewson Binghamton, NY.Rider Dotson Oneonta, NYCharlie Gibson Payson, NDBobby Kale Henderson, IAJack Kimberley Truth o Consequences. NMAndy Moulton Faraday, LA Staff Sgt. IJimmy Oliphant Beson, Del.Asley St. Thomas Anderson, Ind.*Josh Bortman Castle Rock, Me.Había puesto su propio nombre al último, observó Dale. Lo vio antes, por supuesto, y lo

notó... pero, quizás, nunca lo había hecho realmente hasta ahora. Había puesto su nombre al último, fuera de orden alfabético, y con un asterisco.

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El asterisco significa "aun con vida”. El asterisco significa "no me odien."Ah, pero lo que estás pensando es una locura, y lo sabes bien.No obstante, fue hacia el teléfono, marcó 0, y averiguó que el código de Maine era 207.

Marcó el número de asistencia de Maine, y verificó que había una sola familia Bortman en Castle Rock.

Agradeció al operador, escribió el número, y miró el teléfono.¿Realmente no pretendes llamar a esa gente, no?No respondió. Solo el sonido del reloj. Había puesto la foto en el sofá y ahora la miraba.

Miró primero a su hijo, su cabello tirado hacia atrás, un pequeño bigote tratando de crecer sobre su labio superior, congelado pará siempre a la edad de veintiuno; y luego al chico nuevo en esa vieja fotografía, el chico del cabello corto y rubio, el chico que estaba con sus chapas de identificación torcidas, imposibles de leer, contra su pecho. Pensó en la manera en que Josh Bortman estaba cuidadosamente separado de los otros, pensó en el asterisco, y de pronto sus ojos se llenaron de cálidas lágrimas.

Nunca te odié, hijo, pensó. Ni tampoco Andrea, por todo su dolor. Quizás debería haber cogido una lapicera y escribirte una nota diciéndotelo, pero honestamente, la idea no cruzó por mi mente.

Recogió el teléfono y marcó el número de los Bortman en Castle Rock, Maine.Ocupado.Colgó y se sentó por cinco minutos, mirando hacia la calle donde Billy había aprendido a

manejar primero un triciclo, luego una bicicleta con rueditas, y después a dos ruedas. A los dieciocho trajo a casa el progreso final: una Yamaha 500. Por sólo un momento pudo ver a Billy con claridad paralizante, como si pudiera cruzar la puerta y sentarse.

Marcó el número de los Bortman otra vez. Esta vez sonó. La voz del otro lado logró emitir una inconfundible impresión de cautela en solo dos sílabas. "¿Ho-la?" Al mismo momento, los ojos de Dale cayeron en el dial de su reloj pulsera y leyeron la fecha, no por primera vez en el día, pero era la primera vez que caía en ello. Era 9 de Abril. Billy y los otros habían muerto ayer, once años atrás. Ellos -

—¿Hola? —la voz repitió repentinamente—. ¡Respóndame, o estoy colgando! ¿Cuál de todos es usted?

¿Cual de todos es usted? Permaneció en la sala de estar, frío, escuchando las palabras graznando de esa boca.

—Mi nombre es Dale Clewson, señor Bortman. Mi hijo...—Clewson. El padre de Billy Clewson —. Ahora la voz era aplastada, sin inflexión.—Sí, eso es...—Dígame.Dale no encontró respuesta. Por primera vez en su vida, realmente no podía hablar.—¿Y también tiene su foto del Pelotón D cambiada?—Sí —salió como un jadeo estrangulado.La voz de Bortman permaneció sin inflexión, pero no obstante estaba llena de salvajismo. —Escúcheme, y dígale a los otros. Va a haber un localizador de llamadas en mi teléfono

para esta tarde. Si es una broma, sus compañeros van a ir riendo camino a la cárcel, se lo puedo asegurar.

—Señor Bortman…—¡Cállese! Primero alguien haciéndose llamar Peter Moulton telefonea, supuestamente de

Louisiana, y le dice a mi esposa que nuestro hijo de pronto aparece en una fotografía que Josh les mandó del Pelotón D. Ella todavía tenía ataques de histeria cuando llama una mujer dando a entender que es la madre de Bobby Kale con la misma historia demente. ¡Después, Oliphant! ¡Cinco minutos atrás, el hermano de Rider Dotson! —dijo—. Ahora usted.

—Pero, señor Bortman…—Mi esposa se encuentra arriba sedada, y si todo esto es un caso de “Tiene al príncipe

Albert en una lata”8, le juro por Dios…—Usted sabe que no es una broma —murmuró Dale. Sus dedos estaban fríos y

entumecidos. Helado de dedos. Miró la fotografía a través de la habitación. Al chico rubio. Sonriendo, entrecerrando los ojos hacia la cámara.

Silencio del otro lado.

8 No tengo la menor idea que puede significar esta expresión

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—Sabe que no es una broma, ¿qué esta pasando?—Mi hijo se suicido ayer por la tarde —dijo Bortman con uniformidad—. Por si no lo sabía.—No lo sabía. Lo juro.Señaló Bortman —¿Y realmente está llamando de larga distancia, no?—De Binghamton, New York.—Sí. Se puede notar la diferencia... local de larga distancia, digo. La larga distancia tiene...

un...un zumbido... Dale cayó en la cuenta, tarde, que esa expresión se arrastró en su voz. Bortman estaba

llorando.—Estaba deprimido de vez en cuando, desde que volvió de Nam, a finales de 1974 —dijo

Bortman—, siempre empeoraba en la primavera, alrededor del 8 de Abril cuando los otros chicos... y su hijo...

—Sí, dijo Dale.—Este año, simplemente no lo hizo... no empeoró.Un ruido ahogado. Bortman usando su pañuelo.—Se colgó en el garaje, señor Clewson.—Jesucristo— murmuró Dale. Cerró los ojos muy fuerte, tratando de protegerse de la

imagen. Obtuvo una que era aun peor. Aquella cara sonriente, la sudadera abierta, las chapas de identificación torcidas—. Lo siento.

—El no quería que la gente supiera por qué no estaba con los otros ese día, pero por supuesto la historia salió a la luz —una larga y meditativa pausa del lado de Bortman—. Historias como esa siempre lo hacen.

—Sí. Supongo que sí.—Joshua no tenía muchos amigos, señor Clewson. No creo que él tuviera verdaderos

amigos hasta que fue a Nam. Quería a su hijo, y a los otros.Ahora es él. Consolándome.—Lo siento por su pérdida —dijo Dale—. Y siento haberlo molestado en un momento como

éste. Pero entenderá... tenía que hacerlo.—Sí. ¿Él está sonriendo, señor Clewson? Los otros... dicen que estaba sonriendo.Dale miró hacia la fotografía, al lado del reloj. —Está sonriendo.—Por supuesto. Josh finalmente los alcanzó.Dale miró por la ventana hacia la acera donde Billy había montado su bicicleta con rueditas.

Supuso que él diría algo, pero no parecía pensar en nada. Su estómago le dolía. Sus huesos estaban fríos.

—Tengo que irme, señor Clewson. En caso de que mi esposa despierte... —hizo una pausa—. Creo que desconectaré el teléfono.

—Esa no sería una mala idea.—Adiós, señor Clewson.—Adiós. Una vez más, mis condolencias.—Y las mías también.Click.Dale cruzó la habitación y tomó la fotografía del Pelotón D. Miró al chico rubio que sonreía,

cruzado de piernas delante de Kimberley y Gibson, sentado de manera despreocupada y confortable en el suelo como si nunca hubiese tenido hemorroides en su vida, como si nunca hubiese estado encima de una escalera en un oscuro garaje con una soga al cuello.

Josh finalmente los alcanzó.Permaneció de pie mirando fijamente la fotografía por un largo tiempo, antes de darse

cuenta que la profundidad del silencio en la habitación se había hecho mas profunda. El reloj se detuvo.

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POPSY

Sheridan conducía con lentitud frente a la larga fachada lisa del centro comercial cuando vió al chiquillo salir por las puertas principales, situadas bajo el cartel iluminado. Era un niño, de tal vez algo más de tres años, aunque, sin duda, no pasaba de los cinco. En su rostro se leía una expresión a la que Sheridan se había tornado muy perceptivo. Estaba intentando contener las lágrimas, pero no tardaría en echarse a llorar.

Sheridan se detuvo un instante mientras le acometía la familiar sensación de disgusto..., aunque cada vez que se llevaba a un niño, la sensación se hacía menos acuciante.

Sheridan estacionó la furgoneta en unas de las plazas más cercanas al centro comercial y reservadas a los inválidos. En la parte trasera de la furgoneta llevaba una matrícula especial que el estado concede a los inválidos. La matrícula valía su peso en oro, porque impedía que los guardias de seguridad sospecharan y, además, porque esas plazas resultaban muy prácticas y casi siempre estaban vacías.

Se apeó de la furgoneta y caminó hacia el niño, que miraba en derredor con una expresión de creciente pánico. Sí, señor, pensó Sheridan, unos cinco años, tal vez seis, pero muy menudito. Bajo las estridentes luces fluorescentes que emanaba el interior del edificio, el niño aparecía blanco como la nieve, no sólo asustado, sino realmente enfermo. Sheridan supuso que su aspecto se debía al miedo. Por lo general, reconocía aquella expresión cuando la veía, porque había visto un gran terror reflejado en su propio espejo durante el último año y medio.

El niño alzó los ojos esperanzado hacia las personas que pasaban junto a él, personas que entraban en el centro comercial ansiosas por comprar, que salían cargadas de paquetes, con el rostro soñador, casi como drogado, impregnado de algo que probablemente tomaban

por satisfacción. El niño, enfundado en vaqueros Tuffskin y una camiseta de los Penguins de Pittsburgh,

buscaba ayuda, buscaba a alguien que le mirara y comprobara que algo andaba mal, buscaba a alguien que le formulara la pregunta adecuada.

«Aquí estoy yo -pensó Sheridan mientras se acercaba-. Aquí estoy yo. »Cuando estaba a punto de alcanzar al niño, divisó a uno de los guardias del centro

comercial. Avanzaba despacio por el pasillo central en dirección a las puertas principales. Tenía la mano metida en un bolsillo, sin duda buscaba un paquete de cigarrillos. Dentro de un momento saldría y al diablo con el golpe de Sheridan.

Sheridan retrocedió unos pasos y fingió rebuscar en sus bolsillos para asegurarse de que todavía llevaba las llaves. Su mirada pasó del niño al guardia de seguridad y otra vez al niño. El pequeño se echo a llorar. No a aullar, todavía no, pero gruesas lágrimas, que parecían rosadas, empezaron a rodar por sus mejillas.

Al fin Sheridan decidió ir hacia donde el chiquillo estaba.-¿Has perdido a tu padre?- preguntó Sheridan.-Mi papito- repuso el niño mientras se secaba las lágrimas-. No lo encuentro.De pronto el niño estallo en sollozos, y una mujer se volvió con una expresión de vaga

preocupación.La mujer siguió su camino. Sheridan rodeó los hombros del chico en ademán de consuelo y

tiró de él hacia la derecha... en dirección a la furgoneta. A continuación echó otro vistazo al interior del centro comercial.

-Quiero a mi papito- Sollozó el pequeño.-Claro que sí- Lo consoló Sheridan. Y lo encontraremos.Empezó a dirigirse a la entrada principal, olvidadas ya las lágrimas, y Sheridan tuvo que

hacer un gran esfuerzo para no agarrar al pálido chiquillo en aquel preciso instante.Primero tenía que conseguir que subiera a la furgoneta.Llevó al chico a la furgoneta, que tenía cuatro años y estaba pintada de un desvaído color

azul. Abrió la portezuela y dedicó una sonrisa al niño, quien lo miró con expresión de duda. Los ojos verdes parecían nadar en su pequeño rostro pálido, ojos tan grandes como los de un niño extraviado de una de esas fotos que anuncian en los semanarios sensacionalistas baratos.

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Sheridan salió del estacionamiento principal del centro comercial, se detuvo para comprobar que no venían coches. El niño estaba sentado en el borde del asiento, con las manos sobre las rodillas de los téjanos y los ojos completamente atentos.

-¿Por qué vamos por detrás?- quiso saber el niño.-Hay que dar la vuelta para ir a las otras puertas- explicó Sheridan.La expresión atormentada del pequeño se transformó en otra de sublime alivio, y por un

instante, Sheridan sintió compasión por él. Al fin y al cabo, no era un monstruo ni un maniaco, por Dios. Pero las deudas iban aumentando un poco más cada vez. Y era la única forma que tenía para pagarlo.

Sheridan extrajo unas esposas de la guantera sin que el niño lo notara.El chico se inclinó por un momento, Sheridan se acercó a él y cerró una de las esposas

sobre la mano extendida del niño con toda la facilidad del mundo, y entonces empezaron los problemas. El crío peleaba como un lobezno, retorciéndose con una fuerza a la que

Sheridan nunca habría dado crédito de no estar experimentando sus consecuencias en aquel mismo instante.

Sheridan agarró al niño por el cuello redondo de la camiseta y tiró de él hacia dentro. Intentó cerrar la segunda esposa en torno a la riostra especial que había junto al asiento del copiloto, pero falló. El niño le mordió la mano dos veces hasta hacerle sangrar. Dios, tenía los dientes como cuchillas de afeitar. Le acometió un intenso dolor que le ascendió por el brazo. Asestó al niño un puñetazo en la boca. El niño cayó sobre el asiento, medio atontado, con la sangre de Sheridan sobre los labios, la barbilla y el cuello de la camiseta. Sheridan cerró la esposa sobre la riostra y se hundió en su propio asiento mientras se succionaba la sangre de la mano.

El dolor era terrible. Se sacó la mano de la boca y observó las heridas a la mortecina luz del salpicadero. Distinguió dos hileras de orificios superficiales, de unos cinco centímetros de longitud, que avanzaban hacia la muñeca desde los nudillos. la sangre brotaba en pequeños hilillos. Pese a todo no sentía deseos de volver a golpear al muchacho, y eso no tenía nada que ver con dañar la mercancía.

-Se arrepentirá- Anunció el niño.Sheridan miró en derredor con impaciencia.-Mi papito es muy fuerte, señor. Me encontrará.-Ajá- dijo Sheridan-Puede olermeSheridan no lo dudaba. El mismo podía oler al crío. El miedo despedía un olor con el que se

había familiarizado en sus expediciones anteriores, pero el olor de este niño era irreal, una mezcla de sudor, barro y ácido sulfúrico hervido. Cada vez estaba mas convencido de que al niño le pasaba algo grave.

Siete kilómetros más adelante, Sheridan tomó un camino de tierra apisonada que rodeaba el lado norte de una laguna. Ocho kilómetros más adelante y hacia el oeste, tomaría la carretera 41.

Echó un vistazo a la laguna, una extensión plateada a la luz de la luna... y de pronto la luna dejó de brillar. Desapareció.

Sobre la furgoneta se oyó un ruido parecido al que producen las sábanas al ondear al viento.

-¡Abuelito!- gritó el niño.-Cierra el pico, es un pájaro.Pero de pronto sintió que un gran escalofrío le recorría el cuerpo. Un escalofrío tremendo.

Miró al pequeño. Había vuelto a abrir los labios, mostrando todos los dientes. Tenía dientes blancos, muy blancos y grandes.

Algo aterrizó sobre el techo de la furgoneta con un gran golpe sordo.-¡Papito!- Volvió a gritar el pequeño, casi loco de alegría.De pronto Sheridan dejo de ver la carretera... una enorme ala membranosa, sembrada de

venas palpitantes, cubrió toda la extensión del parabrisas.-El abuelito sabe volar.Sheridan lanzó un grito y pisó el freno con la esperanza de que aquella cosa saliera

despedida del techo.-¡Me ha raptado abuelito!

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De pronto, una mano, que parecía más una garra que una auténtica mano, atravesó el vidrio de la ventanilla y le arrebató dos dedos. Al cabo de un instante, el abuelito arrancó toda la portezuela de cuajo, convirtiendo las bisagras en brillantes birutas de metal inútil.

El abuelito sacó a Sheridan del coche de un solo tirón, y sus garras se le clavaron en la chaqueta, después en la camisa y a continuación, en lo más profundo de la carne de sus hombros. De repente los ojos verdes del abuelito adquirieron un color rojo oscuro como la sangre.

-Hemos ido al centro comercial para comprar juguetes articulados- susurro el abuelito.El aliento le olía a carne plagada de cresas.-Todos los niños los quieren. Debería haberlo dejado en paz.Zarandeó a Sheridan como si de un muñeco se tratara. Cuando el hombre gritó, lo

zarandeo un poco más. Sheridan oyó que el papito le preguntaba al niño con toda amabilidad si todavía tenía sed; oyó al niño responder que sí, que tenía mucha sed, que el hombre malo lo había asustado y que tenía la garganta muy seca. Vio la uña del pulgar de su abuelito una fracción de segundo antes de que desapareciera bajo su barbilla; una uña mordida y gruesa que le rebanó el cuello antes de que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, y lo último que vio antes de sumergirse en las tinieblas fue al niño, con las manos formando un cuenco para recoger en ellas el río de sangre.

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SLADESLADE

"Slade", The Maine Campus, junio-agosto de 1970. En ciertos aspectos, Slade es el más excitante de los primeros trabajos de King que no han sido recopilados, una atractiva explosión de humor disparatado, de pastiche literario y de crítica cultural, todo ello enmascarado en forma de "western": cuenta las aventuras de Slade en su búsqueda de la señorita Polly Peachtree9 de Paduka.

Publicado en varias entregas en el periódico de la universidad de UMO durante el verano siguiente a la graduación de King, la historia cobra cierta importancia ya que nos muestra a un King que se regodea con el placer de la escritura.

— extraído de "La Guía Anotada a Stephen King", pag. 45.

Ya casi había anochecido cuando Slade entró cabalgando en Dead Steer Springsen10.

Estaba muy erguido en su montura: era un hombre de rostro austero vestido completamente de negro. Hasta las culatas de las dos siniestras pistolas calibre 45, que le colgaban bajas de las caderas, eran negras. Incluso en aquellos primeros años de la década de 1870, cuando el nombre de Slade había empezado a meter miedo en los más robustos corazones del oeste, se habían rumoreado varias leyendas sobre su vestimenta. Una de esas historias decía que él vestía de negro a manera de perpetuo símbolo de luto por su novia de Illinois, la señorita Polly Peachtree de Paduka, quien se marchó trágicamente de este valle de lágrimas cuando un globo Montgolfer incendiado se estrelló contra el granero de los Peachtree mientras Polly ordeñaba las vacas. Aunque algunos decían que Slade vestía de negro porque era un agente del Horrendo Segador en el sudoeste americano: el fontanero del diablo. Y también había algunos que pensaban que era más rarito que una moneda de tres dólares. Aunque nadie, sin embargo, era capaz de comentarle esta última idea en la cara.

Ahora Slade detuvo su enorme semental negro frente al Brass Cuspidor Saloon11 y se apeó. Amarró su caballo y sacó del bolsillo del pecho uno de sus famosos cigarros mexicanos. Lo encendió y dejó escapar una bocanada de humo acre hacia el aire del crepúsculo. Desde detrás de las puertas batientes del Brass Cuspidor le llegó el alboroto de los borrachos. Un piano con ritmo honkytonk estaba tocando «Oh, Sus Botas Doradas».

Un ruido lánguido y débil llegó hasta los agudos oídos de Slade, y éste giró en redondo, desenfundando sus dos siniestras pistolas calibre 45 en un único y borroso movimiento.

—¡Tenga cuidado con eso, señor!Slade enfundó sus pistolas en sus cananas con un gruñido de desprecio. Se trataba de un

anciano que llevaba puesta una maltratada gorra de confederado y unos polvorientos vaqueros con tirantes. «En este pueblo o están borrachos o son idiotas», conjeturó Slade. El viejo cloqueó, despidiendo una ola de mal aliento sobre Slade.

—Creí que iba a aserme un agu'ero, forastero. Slade sólo fumaba, observándolo. —¿Usté es Jack Slade, no, compañero? —El viejo dejó ver sus encías sin dientes cuando

volvió a sonreir—. Supongo que lo contrató la señorita Sandra del Barra-T, ¿verdá? Ella ha estado teniendo un par de problema con Sam Columbine desde que murió su papá y la dejó a cargo del lugá.

Slade sólo fumaba, observándolo. De repente, el anciano hizo rodar sus ojos.—¿O é que usté está trabajando para el mimísimo Sam Columbine... es eso? He oído que

está contratando a un montón de auténtico buscapleito que lo ayuden a echá a la señorita Sandra del Barra-T. Es que...

—Viejo —lo interrumpió Slade—, espero que pueda correr tan rápido como abre la boca. Porque si no es así, se va a ganar una parcela de un metro ochenta de largo por uno de ancho.

El antiguo buscador de oro empezó a hacer muecas con un temor repentino.—Usté-usté no sería capá de...

9 Melocotonero.10 Los Manantiales del Buey Muerto.11 Taberna "La Escupidera de Latón".

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Slade desenfundó una siniestra calibre 45.El vejestorio comenzó a correr con unos grotescos brincos saltarines. Slade le apuntó

cuidadosamente con el cañón de su siniestra calibre 45 y le acertó al primer disparo, por suerte. Luego devolvió la pistola a su cartuchera, se volvió y caminó hacia el Brass Cuspidor, empujando las anchas puertas batientes.

Cada ojo del lugar se volvió para contemplarlo fijamente. Los rostros empalidecieron. El mozo dejó caer el cuchillo que estaba utilizando para cortar la espuma de la cerveza. El elegante jugador de la última mesa dejó caer tres ases de la manga: dos de ellos eran bastos. El pianista se cayó de su taburete, se revolvió y salió corriendo por la puerta trasera. El perro del mozo, el General Custer, gimió y se arrastró bajo la mesa de juego. Y parado junto a la barra, tomando serenamente un trago de whisky, estaba John "Backshooter"12 Parkman, uno de los más peligrosos pistoleros de Sam Columbine.

Un cuchicheo horrorizado recorrió la multitud:—¡Slade! ¡Es Jack Slade! ¡Es Slade! Se produjo una súbita prisa por alcanzar las puertas. Afuera, alguien bajaba corriendo por

la calle, gritando. —¡Slade está en el pueblo! ¡Atranquen las puertas! ¡Jack Slade está en el pueblo y que

Dios ayude a quienquiera que ande buscando! —¡Parkman! —gruñó Slade.Parkman se volvió para enfrentar a Slade. Tenía un fósforo entre sus horribles dientes y

una mano cerca de la culata llena de muescas de su siniestra calibre 41. —¿Qué te trae por Dead Steer, Slade? —Estoy trabajando para una amable señora llamada Sandra Dawson —dijo Slade,

lacónicamente—. ¿Y qué hay de tí, "Backshooter"? —Yo trabajo para Sam Columbine, y puedes irte al infierno si no te gusta cómo suena eso,

compañero.—No me gusta nada —gruñó Slade, y tiró su cigarro. El mozo, que estaba tratando de

esconderse en un agujero del suelo, gimoteó. —Se dice que eres rápido, Slade. —Bastante rápido.Backshooter le sonrió con un gesto malvado.—También se dice que eres más rarito que un billete de tres dólares.—¡Desenfunda, pringosa culebra hija de perra! —gritó Slade. Backshooter buscó su pistola,

pero incluso antes de que pudiera tocar la culata, las dos siniestras calibre 45 de Slade ya estaban fuera y eructando plomo. Backshooter fue arrojado contra la barra, donde quedó encogido.

Slade enfundó sus armas y pasó por encima de Parkman, con las espuelas tintineando. Lo miró desde arriba. En el fondo, Slade era un amante de la paz y, ¿qué cosa había que fuera más amante de la paz que un cadáver? El pensamiento lo inundó de una tranquila alegría y de un triste anhelo por su novia de la infancia, la señorita Polly Peachtree de Paduka, Illinois.

El mozo se apresuró en dar vuelta a la barra para mirar los restos mortales de John "Backshooter" Parkman.

—¡No es posible! —jadeó—. ¡Le disparó en el corazón seis veces y se le podría tapar los seis agujeros con una moneda de oro de veinte dólares!

Slade extrajo uno de sus famosos cigarros mexicanos del bolsillo del pecho y lo encendió.—Mejor llame al funebrero para que se lo lleve antes de que comience a apestar.El mozo compuso una mueca nerviosa en dirección a Slade y salió a toda prisa por las

puertas batientes. Slade fue hasta detrás de la barra, se sirvió un trago de Digger's Rye13 (de 190º) y caviló en lo solitaria que era la vida de un pistolero alquilado. La mano de cada hombre se volvía contra ti y nunca estabas del todo seguro si tenías el arma cargada, siempre esperando que una bala te pegara en la espalda o en la vesícula, que era incluso peor. Seguramente era muy difícil dedicarte a tus asuntos con una bala en la vesícula. Las puertas batientes del Brass Cuspidor oscilaron y Slade volvió a sacar sus dos siniestras calibre 45 con un movimiento rápido y fluido. Pero era una muchacha: una bonita rubia con una silueta que habría hecho que Ponce de Leon se olvidara de la fuente de la juventud. «Hubba-hubba»,

12 El que dispara por la espalda.13 Whisky del Sepulturero.

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pensó Slade para sí mismo. Sus labios se torcieron en una sonrisa delgada y triste cuando enfundó sus armas. Semejante muchacha no era para él; se mantenía fiel a la memoria de Polly Peachtree, su único amor verdadero.

—¿Usted es Jack Slade? —le preguntó la rubia separando sus encantadores labios rojos, que eran del color que alcanza la cereza madura en el mes de mayo.

—Así es, señora —respondió Slade, tragándose su vaso de Digger's Rye y sirviéndose otro.

—Soy Sandra Dawson —se presentó ella, acercándose a la barra. —Me lo figuraba —dijo Slade. Al avanzar, Sandra miró el cuerpo tirado de John "Backshooter" Parkman con ojos

ardientes.—¡Éste es uno de los hombres que asesinaron a mi padre! —exclamó— ¡Uno de los

infames cerdos asesinos que contrató Sam Columbine! —Le creo —dijo Slade.El pecho de Sandra Dawson subió y bajó al exhalar un suspiro. Slade mantenía un ojo fijo

en él, sólo por una cuestión de seguridad.—¿Lo despachó usted, señor Slade? —Así es, señora. Y fue un placer.Sandra pasó los brazos alrededor del cuello de Slade y lo besó, sus labios llenos

quemando contra los suyos.—Usted es el hombre que he estado buscando —jadeó, con el corazón acelerado—.

Cualquier cosa que pueda hacer por ayudarlo, cualquier...Slade la empujó hacia atrás, inhalando profundamente su famoso cigarro mexicano para

poder recobrar la calma.—Me parece que se está equivocando conmigo, señora. Yo soy fiel a la memoria de mi

único amor verdadero, la señorita Polly Peachtree de Paduka, Illinois. Pero si hay algo que pueda hacer para ayudarla...

—¡Sí que lo hay, ya lo creo que sí! —murmuró—. Por eso mismo le escribí. ¡Sam Columbine está tratando de quitarme mi rancho, el Barra-T! ¡Él asesinó a mi padre, y ahora está intentando echarme de mis tierras para poder comprarlas baratas y venderlas a buen precio cuando el Gran Ferrocarril del Sudoeste decida pasar un ramal por aquí! ¡Ha contratado a un montón de buscapleitos como éste —empujó a "Backshooter" con la puntera de su zapato—, y está tratando de atemorizarme! —miró suplicante a Slade—. ¿Puede ayudarme?

—Calculo que sí —dijo Slade—. Simplemente no haga demasiado alboroto, señora. —¡Oh, Slade! —susurró ella. Justo se estaba echando en los brazos de él cuando el mozo

entró apurado en la taberna, con el sepulturero a la saga. Para ese entonces el perro del mozo, el General Custer, ya se había arrastrado desde abajo de la mesa de juego y se estaba comiendo el chaleco de John "Backshooter" Parkman.

—¡Señorita Dawson! ¡Señorita Dawson! —gritó el mozo—. ¡Acaba de llegar al pueblo Mose Hart, su jefe de peones! ¡Dice que el barracón del Barra-T está ardiendo!

Pero Slade ya estaba en camino antes de que Sandra Dawson pudiera contestar. Había pasado menos de un minuto y ya galopaba hacia el incendio del rancho Barra-T de

Sandra Dawson. Stokely, el enorme semental negro de Slade, lo llevó rápidamente por el Winding Bluff

Road14 hacia el siniestro resplandor del fuego en el horizonte.Mientras cabalgaba, una horrenda determinación se derramó sobre él, como si fuera

mantequilla caliente: ¡encontrar a los pistoleros de Sam Columbine y darles su merecido!Cuando llegó al rancho Barra-T de Sandra Dawson el barracón era una bola roja y ardiente.

Y parados frente a ella, riendo malignamente, se encontraban tres de los pistoleros de Sam Columbine: Sunrise15 Jackson, Shifty16 Jack Mulloy, y Doc Logan. De Doc Logan se rumoreaba que había despachado a doce criadores de ovejas a Boot Hill17 en la sangrienta batalla de la cordillera de Abeliene. Pero en esa época Slade había estado pasando sus días en un bonito deslumbramiento con su único amor verdadero, la señorita Polly Peachtree de Paduka, Illinois.

14 El Tortuoso Camino Escarpado.15 Amanecer.16 Inquieto.17 La Colina de las Botas.

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Ella había muerto tiempo después en un terrible accidente, y ahora Slade estaba hecho de acero frío y sangre caliente... por no mencionar su ropa interior de seda con bonitas flores azules.

Bajó de su semental y extrajo uno de sus famosos cigarros mexicanos del bolsillo.—¿Qué andan haciendo por aquí, chicos? —preguntó tranquilamente. —¡Estamos asando algunas almejas! —exclamó Sunrise Jackson mientras dejaba caer una

mano junto a la culata de su siniestra pistola mata-caballos calibre 50— ¡Jua, jua, jua!Un vaquero herido salió corriendo de las fluctuantes sombras rojas. —¡Ellos prendieron fuego el barracón! —gritó—. ¡Y aquél —señaló a Doc Logan— dijo que

están bajo las órdenes de ese canalla asesino de Sam Columbine!Doc Logan desenfundó y abrió tres nuevos agujeros en el magullado vaquero, quien quedó

tumbado en el suelo.—Me pareció que se veía demasiado acalorado por todo ese fuego —le dijo Doc a Slade—,

de modo que lo ventilé un poco. ¡Jua, jua, jua!—Siempre se puede reconocer a un pobre asesino de panza fláccida por la manera en que

ríe —dijo Slade, apoyando las manos sobre las culatas de sus siniestras calibre 45.—¿Es eso cierto? —preguntó Doc—. ¿Y cómo ríen?—Jua, jua, jua —gruñó Slade.—¡Desenfunda, canalla republicano! —aulló Shifty Jack Mulloy y fue a por su arma. Slade

extrajo sus dos siniestras calibre 45 con un límpido movimiento y destrozó a Shiftly Jack antes de que el fierro de Mulloy hubiera incluso abandonado la funda. Sunrise Jackson ya estaba disparando, y Slade sintió que una bala le rozaba la sien. Slade mordió el polvo y se lo hizo morder a Jackson. Éste retrocedió dos pasos y se desplomó, tan muerto como una tortuga con viruela.

Pero Doc Logan se le estaba escapando. Se subió de un salto a la silla de montar de un potro indio que tenía un ojo bizco y lo espoleó. Slade le disparó dos veces, pero la luz estaba muy tramposa, el potro de Logan saltó la empalizada de la propiedad, y ya desaparecía en la oscuridad... para volver e informar a Sam Columbine, sin duda alguna.

Slade caminó por encima de Sunrise Jackson y lo giró con una bota. Jackson tenía un agujero justo entre los ojos. Luego se acercó a Shiftly Jack Mulloy, quien estaba dando su último aliento.

—¡Me atrapaste, compañero! —boqueó Shifty Jack—. Me siento peor que una tortuga con viruela.

—Nunca me digas republicano —le gruñó Slade. Le mostró a Shifty Jack su botón de Gene McCarthy y luego le pegó un tiro.

Slade enfundó sus siniestras calibre 45 y tiró a un lado la colilla apagada de su famoso cigarro mexicano. Se encaminó hacia la ennegrecida casa del rancho para asegurarse de que no hubiera más hombres de Sam Columbine escondidos allí dentro. Casi había llegado cuando se abrió la puerta delantera y alguien salió corriendo.

Slade desenfundó con un movimiento deslumbrante y disparó, con las llamaradas de los cañones de sus siniestras calibre 45 iluminando la oscuridad con luminosos fogonazos. Slade se adelantó y encendió un fósforo. Se había cargado a Sing-Loo, el cocinero chino.

—Bueno —se lamentó Slade tristemente, al tiempo que enfundaba su arma y experimentaba una gran ola de anhelo por su único amor verdadero, la señorita Polly Peachtree de Paduka—, imagino que no se puede ganar siempre.

Empezó a estirar una mano para alcanzar otro de sus famosos cigarros mexicanos, cambió de idea y se preparó un porro. En cuanto comenzó a ver en el cielo todo tipo de interesantes luces azules y verdes, volvió a montar en su siniestro semental negro y se dirigió hacia Dead Steer Springs.

Cuando estuvo de regreso en el Brass Cuspidor Saloon, Mose Hart, el capataz del Barra-T, salió a toda prisa, sosteniendo en una mano la botella de Digger's Rye con la que había estado apaciguando sus castigados nervios.

—¡Slade! —gritó—. ¡La señorita Dawson ha sido secuestrada por Sam Columbine! Slade bajó de su enorme semental negro, Stokely, y encendió un famoso cigarro mexicano.

Aún estaba digiriendo lo de Sing-Loo, el cocinero chino del Barra-T al que había agujereado por equivocación.

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—¿No piensa ir a salvarla? —le preguntó Hart, mientras los ojos le rodaban salvajemente—. ¡Sam Columbine puede intentar violarla... o incluso robarla! ¿No va a seguirles la pista?

—Ahora mismo —gruñó Slade— me voy a registrar en el Hotel de Dead Steer Springs para pasarme una buena noche de sueño. Desde que llegué a este maldito pueblo me he tenido que cargar a tres pistoleros y a un cocinero chino, y estoy sumamente cansado.

—Sí —convino Hart, conprensivo—, realmente debe de sentirse terrible, habiendo liquidado cuatro vidas humanas en el transcurso de seis horas.

—Así es —convino Slade, enlazando a Stokely al poste de los caballos—, y encima me saqué ampollas en el dedo del gatillo. ¿Sabe dónde puedo conseguir algo de Solarcaine?

Hart negó con la cabeza, de modo que Slade comenzó a bajar hacia el hotel, con sus espuelas tintineando bajo los tacones de sus botas de vaquero de Bonanza (tenían unas doble suelas dentro de los tacos: Slade era muy sensible con respecto a su altura). Los ancianos y las mujeres embarazadas se cruzaban a la vereda de enfrente cuando le veían venir. Un niño pequeño llegó junto a él y le pidió un autógrafo. Slade, quien no quería alentar ese tipo de cosas, le disparó en una pierna y siguió caminando.

Una vez en el hotel pidió un cuarto; el tembloroso empleado le dijo que la suite del segundo piso estaba disponible y Slade subió. Se desnudó, luego volvió a ponerse las botas y se metió en la cama. Al momento siguiente ya estaba dormido.

Alrededor de la una de la mañana, mientras Slade soñaba dulcemente con su novia de la infancia, la señorita Polly Peachtree de Paduka, Illinois, la ventana se fue abriendo poco a poco, sin el más mínimo chirrido que pudiera alertar los perspicaces oídos de Slade. La silueta que se arrastró era de hecho espantosa; si Jack Slade era el más temido pistolero del sudoeste americano, el Jorobado Fred Agnew era el asesino más odiado. Era un enano de unos sesenta centímetros de altura que tenía en su encorvada espalda una giba lo bastante grande incluso para un camello mediano. En una mano blandía una cuchilla árabe para desollar de noventa centímetros (y aunque el Jorobado Fred nunca había desollado a un árabe con ella, se había hecho conocido por haberla puesto a trabajar y cambiarle las caras a tres comisarios americanos, a dos alguaciles de condado y a una vieja señora de Boston que se dirigía a Arizona para recuperarse de la enfermedad de Parkinson). En la otra mano llevaba una caja grande hecha de cañas de río entrelazadas.

Se deslizó por el piso en un silencio absoluto, con su cuchillo árabe de desollar preparado, y sin despertar a Slade. Entonces apoyó la caja cuidadosamente sobre la silla junta a la cama. Sonriendo diabólicamente, abrió la tapa y extrajo una pitón de tres metros y medio llamada Sadie Hawkins. Sadie había sido íntima compañera del Jorobado Fred durante los últimos doce años, y en muchas ocasiones había salvado de la muerte al espantoso hombrecito.

—Haz lo tuyo, cariño —susurró Fred afectuosamente. Sadie casi parecía sonreírle mientras el Jorobado Fred la besaba en su boca negra y mortal. La serpiente se deslizó hasta la cama y empezó a arrastrarse hacia la cabeza de Slade. Riéndose tonta y diabólicamente, el Jorobado Fred se retiró a un rincón para poder disfrutar de la escena.

Sadie trepó por la cama culebreando en lentas curvas de S, y se echó hacia atrás para atacar. En ese momento, el débil siseo que hacían las escamas sobre la sábana llegó a oídos de Slade.

¡Una mujer estaba en la cama con él! Ése fue su primer pensamiento cuando rodó del lecho y cayó al suelo, alcanzando la siniestra derringer que siempre llevaba ceñida a su pantorrilla derecha. Sadie golpeó la almohada, justo donde había estado su cabeza tan sólo un segundo antes.

El Jorobado Fred gritó con desilusión y arrojó su cuchilla árabe de desollar de noventa centímetros, que rebanó uno de los lóbulos de la oreja de Slade y cayó al suelo vibrando.

Slade abrió fuego con la derringer y el Jorobado Fred golpeó contra la pared, volcando el cuadro de las Cataratas del Niágara de la cómoda. Su siniestra carrera llegaba a su fin.

Evitando la pitón cuidadosamente (que parecía haberse dormido sobre la cama), Slade se vistió. Era hora de salir hacia el rancho de Sam Columbine y acabar de una vez por todas con ese coyote limoso.

Slade bajó las escaleras asegurándose las pistoleras gemelas de sus siniestras calibre 45. El empleado del mostrador lo miró todavía con más nerviosismo que antes.

—¿O-oyó un disparo? —tartamudeó.

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—La verdad que no —respondió Slade—. Pero va a ser mejor que suba y cierre la ventana junto a la cama. Al salir la dejé abierta...

—Sí, señor Slade. Por supuesto. Por supuesto.Y entonces Slade se largó, estrictamente decidido en encontrar a Sam Columbine y darle

su merecido de una vez por todas.Slade llegó atropelladamente al Brass Cuspidor, donde Mose Hart, el capataz del Barra-T

de Sandra Dawson, se apoyaba sobre la barra con una botella de Digger's Rye (de 206º) en una mano.

—Okay, tú, borrachín limoso —gruñó Slade, dándole vuelta a Hart y quitándole de un tirón la botella de la mano—. ¿Dónde queda el rancho de Sam Columbine? Me voy a encargar de ese podrido comedor de hígado; acaba de enviar al Jorobado Fred Agnew contra mí.

—¿El Jorobado Fred? —se asombró Hart, poniéndose tan blanco como un papel—. ¿Y usted todavía está vivo?

—Lo llené de plomo —respondió Slade con severidad—. Tendría que haber sabido que no estaba nada bien ponerme una serpiente sobre la cama.

—El Jorobado Fred Agnew —susurró Hart, todavía atemorizado—; se rumoreaba que podría ser el próximo vicepresidente del sudoeste americano.

Slade soltó una risa áspera que hizo que hasta el General Custer, el perro del mozo, se acurrucara.

—¡Bueno, supongo que ahora puede ser el vicepresidente del infierno! —bromeó Slade. Le hizo una seña al mozo, quien estaba parado al otro extremo de la barra leyendo una novela del oeste.

—¡Mozo! ¿Qué bebidas tiene para prepararme un trago? El mozo se acercó prudentemente, guardándose el ajado ejemplar de Las Novias

Sangrientas de Toro Sentado en su bolsillo trasero. —Bien, señor Slade, tenemos las de siempre... el Gerónimo, el Fuerte Bragg Backbreaker,

Revientacráneos Pete, el Sobaco del Vejete...—¿Y qué hay de un trago de Digger's Rye (de 206º)? —sugirió Hart con una mueca vítrea. —Cállese —gruñó Slade. Se volvió hacia el mozo y sacó una de sus siniestras calibre 45. —Si no me prepara un trago que nunca haya tomado antes, amigo, va a estar criando

margaritas antes del amanecer. El mozo empalideció.—B-bien, tenemos una bebida de mi propia invención, señor Slade. Pero es tan potente

que he dejado de servirla. Me cansé de tener tanta gente desmayada sobre la mesa de la ruleta.

—¿Cómo se llama? —Le decimos el zombi —explicó el mozo.—Bien, prepáreme tres, ¡y hágalo rápido! —ordenó Slade. —¿Tres zombis? —dijo Mose Hart con los ojos desorbitados—. Mi Dios, ¿usted está loco? Slade se volvió hacia él fríamente.—Amigo, cuando lo dice, dígalo con una sonrisa. Hart sonrió y tomó otro trago de Digger's Rye.—Okay —dijo Slade cuando le pusieron las tres bebidas enfrente. Estaban servidas en

enormes porrones de cerveza y apestaban como la ira de Dios. Apuró la primera de un solo trago, contuvo la respiración, se tambaleó un poco, y encendió uno de sus famosos cigarros mexicanos. Luego se volvió hacia Mose.

—Y ahora ¿dónde está el rancho de Sam Colombine? —preguntó. —Tres millas al oeste, cruzando el vado —le indicó Mose—. Se llama el Rancho del Buitre

Podrido. —Me lo imaginaba —acotó Slade, vaciando su segunda bebida hasta dejar los cubitos de

hielo. Estaba comenzando a sentirse un poco mareado. «Probablemente tenga algo que ver con lo tarde de la hora», pensó, y se dedicó a su tercera bebida.

—Mire —comentó Mose Hart con timidez—, sinceramente no creo que usted esté en condiciones de enfrentarse a Sam Columbine, Slade. Sería capaz de darle a usted su merecido.

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—Non me diga lo que tengo que asher —respondió Slade, tambaleándose sobre el General Custer para darle unas palmaditas. Respiró en la cara del perro y el General Custer se durmió de inmediato—. Y apártese de mi camino shi no quiere que lo parta en dó.

—La salida queda para el otro lado —dijo el mozo prudentemente. —Porshupesto que sí. ¿Se cree que no me sé por donde etoy yendo?Slade se tambaleó a lo largo de la barra, pisándole la cola al General Custer (el perro ni se

despertó) y atravesó las puertas batientes, donde estuvo a punto de caerse a la acera. Justo entonces un brazo de acero lo sujetó del codo. Slade echó un vistazo alrededor con la mirada nublada.

—Soy Hoagy Charmichael, el ayudante del Marshall —se presentó el extraño—, y lo estoy arrestando por...

—¿De qué she me acusa? —articuló Slade. —Intoxicación en la vía pública. Ahora vámonos. Slade eructó.—Todo me tiene que pashar a mí —se lamentó. Ambos se dirigieron hacia la cárcel de

Steer Springs.Una vez que Slade estuvo en chirona, fue Mose Hart, el capataz de Sandra Dawson, quien

pagó su fianza. Slade llenó de plomo tanto a Hart como a Hoagy Charmichael, el ayudante del Marshall (como reprimenda de su terrible resaca). Luego, una vez montado en Stokely, su enorme semental negro, Slade salió hacia el Rancho del Buitre Podrido para vérselas de una vez por todas con Sam Columbine.

Pero Columbine no se encontraba allí. Estaba fuera, torturando a los ex guardias fronterizos, y había dejado a Sandra Dawson bajo la vigilancia de tres secuaces de confianza: "Big" Fran Nixon, "Quick Draw"18 John Mitchell, y Shifty Ron Ziegfeld. Luego de un acalorado tiroteo, Slade tumbó a los tres sobre sus huellas limosas y liberó a la hermosa Sandra.

El acre y sofocante olor del humo de las pistolas inundó el cuarto donde la encantadora Sandra Dawson había permanecido encerrada. Cuando ella vio a Slade allí de pie, tan alto y victorioso, con una siniestra calibre 45 en cada mano y un cigarro mexicano apretado entre sus dientes, los ojos se le colmaron de amor y pasión.

—¡Slade! —suspiró, saltando sobre sus pies y corriendo hacia él—. ¡Estoy a salvo! ¡Gracias al cielo! ¡Sam Columbine pensaba usarme como alimento para sus caimanes cuando regresara de torturar a los guardias mexicanos de la frontera! ¡Llegaste justo a tiempo!

—Jodidamente justo —gruño Slade—. Siempre lo hago. Steve King se encarga de eso. Su firme, flexible, sedoso y descarnado cuerpo se desmayó entre sus brazos, y sus labios

lujuriosos buscaron la boca de Slade con una madura y húmeda pasión. Slade la aporreó rápidamente en la cabeza con una siniestra calibre 45 y tiró su cigarro mexicano mientras un gruñido se escapaba de sus labios.

—Mi mamá siempre me decía —gruñó— que me cuidara de las chicas como usted. —Y marchó en busca de Sam Columbine.

Slade abandonó el dormitorio dejando a Sandra Dawson en aquella cámara repleta de humo y frotándose el chichón que tenía en la cabeza, justo donde él la había golpeado con el cañón de su siniestra calibre 45. Montó a Stokely, su enorme semental negro, y se dirigió hacia la frontera, donde Sam Columbine estaba torturando a los hombres de la aduana mexicana con la ayuda de su pistolero No.1: "Pinky"19 Lee. Los únicos dos hombres en todo el sudoeste americano que podrían compararse a "Pinky" eran el malvado "cazador de ratas" Jorobado Fred Agnew (a quien Slade acribillara tres semanas atrás) y el mismísimo Sam Columbine. "Pinky" se había ganado su infame apodo durante la Guerra Civil, cuando acompañaba al capitán Quantrill y a sus Reguladores. Mientras yacía desmayado en la cocina de un elegante burdel en Bleeding Heart20, Kansas, un oficial de la Unión llamado Randolph P. Sorghum dejó caer una bomba de fabricación casera por la chimenea de la cocina. "Pinky" perdió todo el pelo, las cejas y los dedos de su mano izquierda, salvo el pulgar y el más pequeño. El pelo y las cejas le volvieron a crecer, pero los dedos no. Sin embargo seguía siendo más rápido que un relámpago lubricado y más malo que el infierno. Había jurado encontrar algún día a Randolph P. Sorghum y estaquearlo sobre el hormiguero más cercano.

18 Rápido para desenfundar.19 Dedo meñique.20 Corazón Sangrante.

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Pero a Slade no le preocupaba Lee, porque su corazón era bravo y su vigor estaba como para un diez. Muy pronto, los gritos agonizantes de los funcionarios de la aduana mexicana le dijeron que se estaba aproximando a la frontera. Se apeó, ató a Stokely a un poste de estacionamiento y avanzó a través de los matorrales de salvia tan silencioso como un gato. La noche estaba oscura y sin luna.

—¡Ya basta, amigo21! —gritaba el guardia—. ¡Confieso! ¡Confieso! Yo soy... ¿quién diablos soy?

—Eres un bastardo olvidadizo ¿eh? —dijo Pinky—. Eres Randolph P. Sorghum, el chivato que me voló el 90% de mi mano durante la Guerra Civil.

—¡Lo admito! ¡Lo admito!Ahora Slade ya se había arrastrado lo bastante cerca como para ver lo que estaba

pasando. Lee tenía el funcionario de aduana atado a una silla de respaldo recto, con los pies descalzos sobre un almohadón. Ambos pies estaban untados de miel, y Whomper, el oso amaestrado de Lee, se los estaba lamiendo con su larga lengua.

—¡No puedo soportarlo más! —gritaba el guardia—. ¡Soy este "comoquieraquesellame", Sorghum!

—¡Por fin lo entendiste! —se regodeó Lee. Desenfundó su siniestra Buntline Special y se preparó para hacer volar al pobre compañero hasta Trinidad. Sam Columbine, parado entre las sombras del fondo, se disponía a traer al siguiente guardia.

Slade se levantó de repente.—¡Bien, ustedes dos, vómitos de calavera! ¡Quédense quietos! Pinky Lee se dejó caer sobre el pecho, abanicando el martillo de su siniestra Buntline

Special. Slade sintió cómo las balas le pasaban a su alrededor. Disparó dos veces, pero ¡maldición!... los martillos de sus dos siniestras calibre 45 sólo chasquearon sobre recámaras vacías. Había olvidado recargarlas luego de cargarse a los tres tipos malos del Buitre Podrido.

Lee rodó hasta escudarse tras un barril de taco chips. Columbine ya estaba agachado detrás de un frasco gigante de mayonesa que habían abandonado un mes antes, luego del peor desastre de inundaciones en la historia del sudoeste americano (¿por qué abandonar una mayonesa luego de un desastre? No es ningún maldito negocio).

—¿Quién está allí? —aulló Lee.Slade pensó con rapidez.—Soy Randolph P. Sorghum —vociferó—. ¡El auténtico McCoy, Lee! ¡Y esta vez voy a

volarte mucho más que tres dedos! Su astuto desafío obtuvo el efecto deseado. Pinky saltó imprudentemente (o se

imprudenció saltadamente, si lo prefieres) de su escondite, con su siniestra Buntline Special escupiendo fuego.

—¡Voy a destruirte! —gritaba— ¡Voy a...Pero en ese momento Slade le atravesó la cabeza con una bala, cuidadosamente. Pinky

Lee se derrumbó; sus días de maldad habían terminado.—¿Lee? —lo llamó Sam Columbine—. Pinky, ¿estás allí? —Podía advertirse una nota de

cobardía en su voz. —¡Acabo de cargármelo, Columbine! —gritó Slade—. ¡Y ahora estamos solo tú y yo... y

estoy yendo a por tí! Con sus siniestras calibre 45 disparando y un cigarro mexicano apretado entre los dientes,

Slade empezó a bajar la colina en busca de Sam Columbine.A mitad de camino de la ladera, Sam Columbine soltó semejante descarga de disparos que

Slade tuvo que agacharse detrás de un cactus. No podía bajar de un tiro preciso a Columbine porque el taimado bribón se había escondido detrás de un oportuno y gigantesco tarro de mayonesa.

—¡Slade! —gritó Columbine—. ¡Es hora de que arreglemos este asunto como dos hombres! ¡Enfunda tu pistola y yo guardaré la mía! ¡Luego nos dejamos ver y nos enfrentamos! ¡El mejor de nosotros se irá caminando!

—¡Okay, rastrera serpiente de cascabel! —bramó Slade en respuesta. Enfundó sus siniestras calibre 45 y salió del abrigo del cactus.

21 En español en el original.

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Columbine emergió del tarro de mayonesa. Era un hombre alto con un cutis oliváceo y una mueca malvada. Su mano se posaba sobre la culata de la siniestra pistola Smith & Wesson que le colgaba de la cadera.

—¡Bien, con que ése eres tú, compañero! —declaró Slade, sonriendo con desprecio. Tenía un cigarro mexicano apretado entre los dientes cuando se dirigió hacia Columbine—. ¡Saluda a todos en el infierno por mí, Columbine!

—Eso lo veremos —Columbine también sonrió con desprecio, pero le temblaban las rodillas cuando se puso en guardia, listo para el duelo.

—¡Okay! —anunció Slade—. ¡Saca tu pistola!—¡Esperen! —chilló alguien—. ¡Esperen, esperen, ESPEREN! Ambos se dieron vuelta. ¡Era Sandra Dawson! Estaba corriendo hacia ellos, sin aliento. —¡Slade! —gritó—. ¡Slade! —¡Agáchese! —gruñó Slade—. Sam Columbine está... —¡Tenía que decírtelo, Slade! ¡No podía dejar que continuaran con esto, podrías resultar

muerto! ¡Y nunca te enterarías! —¿Enterarme de qué? —preguntó Slade. —¡De que soy Polly Peachtree!Slade abrió la boca, estupefacto.—¡Pero usted no puede ser Polly Peachtree! ¡Ella fue mi único amor verdadero y resultó

muerta por un globo Montgolfer que se estrelló mientras ordeñaba sus vacas! —¡Logré escapar, pero con amnesia! —lloraba ella—. Esta noche acabo de recordarlo todo.

¡Mira! —Y se sacó la peluca rubia que había estado llevando. ¡En efecto, ella era la hermosa Polly Peachtree de Paduka, volviendo de la muerte!

—¡¡¡POLLY!!! —¡¡¡SLADE!!!Slade se abalanzó sobre ella y se abrazaron, olvidándose de Sam Columbine. Slade estaba a punto de preguntarle cómo le había ido cuando Sam Columbine, como

buena rata infame que era, se arrastró a sus espaldas y le disparó a Slade tres veces en la espalda.

—¡Gracias a Dios! —susurró Polly cuando ella y Sam se abrazaron—. Por fin. ¡Él ha muerto y nosotros estamos libres, querido!

—Sí —gruño Sam—. ¿Cómo te ha ido, Polly?—Ni te imaginas lo terrible que fue —sollozó ella—, no solo porque los estuvo matando a

todos, sino porque además es más rarito que un billete de tres dólares.—Pues bien, ya se acabó —afirmó Sam.—¡Como la diversión! —irrumpió Slade. Se incorporó y los acribilló a ambos—. Fue bueno

que llevara mi ropa interior a prueba de balas —agregó, encendiendo un nuevo cigarro mexicano. Contempló los cuerpos helados de Sam Columbine y de Polly Peachtre, y una gran ola de tristeza rompió sobre él. Arrojó su cigarro y encendió un porro. Luego caminó hacia donde había atado a Stokely, su semental negro. Rodeó con sus brazos el cuello de Stokely y lo abrazó firmemente.

—Por fin, querido —susurró Slade—. Estamos solos. Luego de un largo rato, Slade y Stokely se adentraron en el ocaso en busca de nuevas

aventuras.

SLADE fue publicado a lo largo de ocho entregas, desde el 11 de junio al 6 de agosto de 1970, en el Maine Campus.

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Soy la Puerta

Un cuento de la recopilación "El Umbral de la Noche" ("Night Shift")

Richard y yo estábamos sentados en el porche de mi casa, mirando las dunas del Golfo. El humo de su cigarro se enroscaba mansamente en el aire, alejando a los mosquitos. El agua tenía un fresco color celeste y el cielo era de un color azul más profundo y auténtico. Era una combinación agradable.

-Tú eres la puerta -repitió Richard reflexivamente-. ¿Estás seguro de que mataste al chico... y de que no fue todo un sueño?

-No fue un sueño. Y tampoco lo maté... ya te lo he explicado. Ellos lo hicieron. Yo soy la perta.

Richard suspiró.-¿Lo enterraste?-Si.-¿Recuerdas dónde?-Si. -Hurgué en el bolsillo de la pechera y extraje un cigarrillo. Mis manos estaban torpes

con sus vendajes. Me escocían espantosamente-. Si quieres verla, tendrás que traer el "buggy" de las dunas. No podrás empujar esto -señalé mi silla de ruedas-, por la arena.

El "buggy" de Richard era un "Wolkswagen 1959" con neumáticos grandes como cojines. Lo usaba para recoger los maderos que traía la marea. Desde que había dejado su actividad de agente inmobiliario en Maryland, vivía en Key Caroline y confeccionaba esculturas con los maderos de la playa, que luego vendía a los turistas de invierno a precios desorbitados.

Le dio una chupada a su cigarro y miró el Golfo..-Aún no. ¿Quieres volver a contarme la historia?Suspiré y traté de encender mi cigarrillo. Me quitó las cerillas y lo hizo él. Di dos chupadas,

inhalando profundamente. El prurito de mis dedos era enloquecedor.-Está bien -asentí-. Anoche a las siete estaba aquí afuera, contemplando el Golfo y

fumando, igual que ahora, y...-Remóntate más atrás -me exhortó.-¿Más atrás?-Háblame del vuelo.Sacudí la cabeza.-Richard, lo hemos repasado una y otra vez. No hay nada...Su rostro arrugado y fisurado era tan enigmático como una de sus esculturas de madera

pulida por el océano.-Es posible que recuerdes -dijo-. Es posible que ahora recuerdes.-¿Te parece?-Quizá sí. Y cuando hayas terminado, podremos ira buscar la tumba.-La tumba -repetí-. La palabra tenía un acento hueco, atroz, más tenebroso que todo lo

demás, más tenebroso que todo lo demás, más tenebroso aún que aquel tétrico océano por donde Cory y yo habíamos navegado hacía cinco años. Tenebroso, tenebroso, tenebroso.

Bajo las vendas, mis nuevos ojos escrutaron ciegamente la oscuridad que las vendas les imponían. Escocían.

Cory y yo entramos en la órbita impulsados por el Saturno 16, aquel que los comentaristas denominaban el cohete Empire State Building. Era una mole, sí señor. Comparado con él, el viejo Saturno 1-B parecía un juguete, y para evitar que arrastrase consigo la mitad de Cabo Kennedy había que lanzarlo desde un silo de setenta metros de profundidad.

Sobrevolamos la Tierra, verificando todos nuestros sistemas, y después nos disparamos. Rumbo a Venus. El Senado quedó atrás, debatiendo un proyecto de ley sobre nuevos presupuestos para la exploración del espacio profundo, mientras la camarilla de la NASA rogaba que descubriéramos algo, cualquier cosa.

-No importa qué -solía decir Don Lovinger, el niño prodigio del Proyecto Zeus, cada vez que tomaba unas copas de más-. Tenéis todos los artefactos, más cinco cámaras de TV

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reacondicionadas y un primoroso telescopio con un trillón de lentes y filtros. Encontrad oro o platino. Mejor aún, encontrad a unos bonitos y estúpidos hombrecillos azules, para que podamos estudiarlos y explotarlos y sentirnos superiores a ellos. Cualquier cosa. Para empezar, nos conformaríamos con el fantasma de Blancanieves.

Cory y yo estábamos ansiosos por complacerle, a poco que fuera posible. El programa de exploración del espacio profundo había sido siempre un fracaso. Desde Borman, Anders y Lovell que habían entrado en órbita alrededor de la Luna, en 1968, y habían encontrado un mundo vacío, hostil, semejante a una playa sucia, hasta Markhan y Jacks, que se posaron en Marte quince años más tarde y encontraron un páramo de arena helada y unos pocos líquenes maltrechos, el programa había sido un fiasco costoso. Y había habido bajas. Pedersen y Lederer, que girarían eternamente alrededor del Sol porque todo había fallado en el penúltimo vuelo Apolo. John Davis, cuyo pequeño observatorio en órbita había sido perforado por un meteorito a pesar de que sólo existía una posibilidad entre mil de que se produjera semejante accidente. No, el programa espacial no prosperaba. Tal como estaban las cosas, el vuelo orbital alrededor de Venus sería nuestra última oportunidad de cantar victoria.

Fue un viaje de dieciséis días -comimos un montón de concentrados, jugamos muchas partidas de naipes, y nos contagiamos mutuamente un resfriado- y desde el punto de vista técnico fue un paseo. Al tercer día perdimos un transformador de humedad atmosférica, recurrimos al dispositivo auxiliar, y eso fue todo, con excepción de algunas nimiedades, hasta el regreso. Vimos cómo Venus crecía y pasaba del tamaño de una estrella al de una moneda de veinticinco céntimos y luego al de una bola de cristal lechoso, intercambiamos chistes con el control de Huntsville, escuchamos cintas magnetofónicas de Wagner y los Beatles, vigilamos los dispositivos automáticos que lo abarcaban todo, desde las mediciones del viento solar hasta la navegación del espacio profundo. Practicamos dos correcciones de rumbo a mitad de trayecto, ambas infinitesimales, y después de nueve días de vuelo Cory salió de la nave y martilleó la AEP retráctil hasta que ésta se decidió a funcionar. No pasó nada raro hasta que...

-La AEP -me interrumpió Richard-. ¿Qué es eso?-Un experimento frustrado. La jerga de la NASA para designar la Antena de Radio

Profundo... Irradiábamos ondas pi a alta frecuencia para cualquiera que se dignara escucharnos. -Me froté los dedos contra los pantalones pero fue inútil. En todo caso empeoró el prúrito-. El mismo principio del radiotelescopio de West Virginia..., tú sabes, el que escucha a las estrellas. Sólo que en lugar de escuchar, trasmitíamos, sobre todo a los planetas del espacio profundo: Júpiter, Saturno, Urano. Si hay vida inteligente en ellos, en ese momento se estaba echando una siesta.

-¿El único que salió fue Coy?-Si .Y si introdujo una peste interestelar , la telemetría no la detectó.-Igualmente...-No importa -proseguí, irritado-. Sólo interesa el aquí y el ahora. Anoche ellos asesinaron a

ese chico, Richard. No fue agradable verlo... ni de sentirlo. Su cabeza... estalló. Como si alguien le hubiese ahuecado los sesos y le hubiera introducido una granada de mano en el cráneo.

-Termina el relato -dijo Richard.Lancé una risa hueca.-¿Qué quieres que te cuente?

Entramos en una órbita excéntrica alrededor del planeta. Una onda radical, declinante, de noventa por ciento quince kilómetros. En la segunda pasada nuestro apogeo estuvo más alto y el perigeo más bajo. Disponíamos de un máximo de cuatro órbitas. Recorrimos las cuatro. Le echamos una buena mirada al planeta. Más de seiscientas fotos y Dios sabe cuántos metros de película.

La capa de nubes está formada en partes iguales por metano, amoniaco, polvo y mierda voladora. Todo el planeta se parece al Gran Cañón en un túnel de viento. Cory calculó que el viento soplaba a unos novecientos por hora cerca de la superficie. Nuestra sonda transmitió durante todo el descenso y después se apagó con un gemido. No vimos vegetación ni rastros de vida. El espectroscopio sólo detectó vestigios de minerales valiosos. Y eso era Venus. Nada de nada..., con una sola salvedad: me asustó. Era como girar alrededor de una casa embrujada en medio del espacio. Sé que ésta no es una definición muy científica, pero viví sobrecogido

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por el miedo hasta que nos alejamos de allí. Creo que si se nos hubieran parado los cohetes, me habría degollado en medio de la caída. No es como en la Luna. La Luna es desolada pero relativamente antiséptica. El mundo que vimos era totalmente distinto de cuantos se habían visto antes. Quizá sea una suerte que esté cubierto por el manto de nubes. Parecía una calavera descarnada... Ésta es la única analogía que se me ocurre.

Durante el vuelo de regreso nos enteramos de que el Senado había resuelto reducir a la mitad el presupuesto para la exploración espacial. Cory dijo algo así como "parece que volvemos a la época de los satélites meteorológicos, Artie". Pero yo estaba casi contento. Quizás el espacio no es un buen lugar para nosotros.

Doce días más tarde Cory estaba muerto y yo había quedado lisiado para toda la vida. Todas las desgracias me ocurrieron durante el descenso. Falló el paracaídas. ¿Qué te parece esta ironía? Habíamos pasado más de un mes en el espacio, habíamos llegado más lejos que cualquier otro ser humano, y todo terminó mal porque un tipo con prisa por tomarse un descanso dejó que se enredaran unos cordeles.

La caída fue violenta. Un tripulante de uno de los helicópteros dijo que nos precipitamos del cielo como un bebé gigantesco, con la placenta flameando atrás. Cuando nos estrellamos me desvanecí.

Recuperé el conocimiento mientras me transportaban por la cubierta del Portland. Ni siquiera habían tenido tiempo de enrollar la alfombra roja que teóricamente deberíamos haber recorrido. Yo sangraba. Sangraba y me llevaban a la enfermería sobre una alfombra roja que no estaba ni remotamente más roja como yo...

-...Pasé dos años en el hospital de Bethesda. Me dieron la Medalla de Honor y una fortuna y esta silla de ruedas. Al año siguiente vine aquí. Me gusta ver cómo despegan los cohetes.

-Lo sé. -Richard hizo una pausa-. Muéstrame las manos.-No. -La respuesta fue inmediata y vehemente-. No pudo permitir que ellos vean. Te lo he

advertido.-Han pasado cinco años -dijo Richard-. ¿Por qué ahora, Arthur? ¿Me lo puedes explicar?-No lo sé. ¡No lo sé! Quizás eso, sea lo que fuere, tiene un largo período de gestación. ¿Y

quién puede asegurar, además, que me contaminé en el espacio? Eso, lo que sea, pudo haberse implantado en Fort Lauderdale. O tal vez en este mismo porche. Qué se yo.

Richard suspiró y contempló el agua , ahora enrojecida por el sol del crepúsculo.-Procuro creerte, Arthur, no quiero pensar que estás perdiendo la chaveta.-Si es indispensable, te mostraré las manos -respondí. Me costó un esfuerzo decirlo-. Pero

sólo si es indispensable.Richard se levantó y cogió su bastón. Parecía viejo y frágil.-Traeré el "buggy" e las dunas. Buscaremos al chico.-Gracias, Richard.Se encaminó hacia la huella accidentada que conducía a su cabaña: veía el tejado de ésta

asomando sobre la Duna Mayor, la que atraviesa casi todo el ancho de Key Caroline. El cielo había adquirido un feo color ciruela, sobre el agua, en dirección al Cabo, y el fragor del trueno me llegó débilmente a los oídos.

No sabía cómo se llamaba el chico pero lo veía de vez en cuando, caminando por la playa al ponerse el sol, con l acriba bajo el brazo. El sol le había bronceado y estaba moreno, casi negro, y siempre vestía unos vaqueros deshilachados, tijereteados a la altura del muslo. Del otro lado de Key Caroline hay una placa pública, y en una jornada nada propicia un joven emprendedor puede reunir hasta cinco dólares, tamizando pacientemente la arena en busca de monedas enterradas. A veces le saludaba agitando la mano y él contestaba de igual manera, ambos con displicencia, extraños pero hermanos, eternos habitantes de ese mundo de derroche, de "Cadillacs", de turistas alborotadores. Supongo que vivía en la pequeña aldea apiñada alrededor de la estafeta, a casi un kilómetro de mi casa.

Cuando pasó esa tarde ya hacía una hora que yo estaba en el porche, inmóvil, alerta. Hacía un rato que yo estaba en el porche, inmóvil, alerta. Hacía un rato que me había quitado las vendas. El prurito había sido intolerable, y siempre se aliviaba cuando podían ver con sus ojos.

Era una sensación que no tenía parangón en el mundo: como si yo fuera un portal entreabierto a través del cual espiaban un mundo que odiaban y temían. Pero lo peor era que

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yo también podía ver, hasta cierto punto. Imaginad que vuestra mente es transportada al cuerpo de una mosca común, una mosca que mira vuestra propia cara con un millar de ojos. Entonces quizás empezaréis a entender por qué tenía las manos vendadas incluso cuando no había nadie cerca, nadie que pudiera verlas.

Empezó en Miami. Yo tenía que tratar allí con un hombre llamado Cresswell, un investigador del Departamento de Marina. Me controla una vez al año, porque durante un tiempo tuvo todo el acceso que es posible tener a los materiales secretos de nuestro programa espacial. No sé qué es exactamente lo que busca. Tal vez un destello taimado en mis ojos, o una letra escarlata en mi frente. Dios sabe por qué. La pensión que cobro es tan generosa que se vuelve casi embarazosa.

Cresswell y yo estábamos sentados en la terraza de su habitación, en el hotel, discutiendo el futuro del programa espacial norteamericano. Eran aproximadamente las tres y cuarto. Empezaron a picarme los dedos. No fue algo gradual. Se activó como una corriente eléctrica. Se lo mencioné a Cresswell.

-De modo que tocó una hiedra venenosa en esa islita escrofulosa -comentó sonriendo.-El único follaje que hay en Key Caroline es un arbusto de palmito -respondí-. Quizás es la

comezón del séptimo año.- Me miré las manos. Manos absolutamente vulgares. Pero me picaban.

Más tarde firmé el mismo viejo documento de siempre ("Juro solemnemente que no he recibido ni revelado ni divulgado ninguna información susceptible de...") y volví a Key Caroline. Tengo un antiguo "Ford", equipado con freno y acelerador de mano. Lo adoro..., me hace sentirme autosuficiente.

El trayecto de regreso es largo, por la Autopista 1, y cuando salí de la carretera y doblé por la rampa de salida de Key Caroline ya estaba casi enloquecido. Las manos me escocían espantosamente. Si alguna vez habéis la cicatrización de un corte profundo o de una incisión quirúrgica, quizás entenderéis la clase de comezón a la que me refiero. Algo vivo parecía estar arrastrándose por mi carne y horadándola.

El sol casi se había ocultado y me estudié cuidadosamente las manos bajo el resplandor de las luces del tablero. Ahora en las puntas de los dedos había unas pequeñas manchas rojas, perfectamente circulares, un poco por encima de la yema donde están las impresiones digitales y donde se forman callos cuando uno toca la guitarra. También había círculos rojos de infección entre la primera y segunda articulación de cada pulgar y de cada dedo, y en la piel que separaba la segunda articulación del nudillo. Me llevé los dedos de la mano derecha a los labios y los aparté rápidamente, con súbita repulsión. Dentro de mi garganta se había formado un nudo de horror, algodonoso y asfixiante. Los puntos donde habían aparecido las marcas rojas estaban calientes, afiebrados y la carne estaba blanda y gelatinosa, como la pulpa de una manzana podrida.

Durante el resto del trayecto traté de convencerme de que en verdad había tocado una hiedra venenosa sin darme cuenta. Pero en el fondo de mi mente germinaba otra idea chocante. En mi infancia había tenido una tía que había pasado los últimos diez años de su vida encerrada en un desván, aislada del mundo. Mi madre le llevaba los alimentos y estaba prohibido pronunciar su nombre. Más tarde me enteré de que había padecido la enfermedad de Hansen, la lepra.

Cuando llegué a casa telefoneé al doctor Flanders, que vivía en tierra firme. Me atendió su servicio de recepción de llamadas. El doctor Flanders estaba participando de un crucero de pesca, pero si se trataba de algo urgente el doctor Ballenger...

-¿Cuándo regresará el doctor Flanders?-A más tardar mañana por la tarde. ¿Le parece...?-Sí.Colgué lentamente el auricular y después marqué el número de Richard. Dejé que la

campanilla sonara doce veces antes de colgar. Permanecí un rato indeciso. La comezón se había intensificado. Parecía emanar de la carne misma.

Conduje la silla de ruedas hasta la biblioteca y extraje la destartalada enciclopedia médica que había comprado hace muchos años. El texto era exasperantemente vago. Podría haber sido cualquier cosa, o ninguna.

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Me recosté contra el respaldo y cerré los ojos. Oí el tictac del viejo reloj marino montado sobre la repisa, en el otro extremo de la habitación. También oí el zumbido fino y agudo de un reactor que volaba hacia Miami. Y el tenue susurro de mi propia respiración.

Seguía mirando el libro.El descubrimiento se infiltró lentamente en mí y después se implantó con aterradora

brusquedad. Tenía los ojos cerrados pero seguía mirando el libro. Lo que veía era algo desdibujado y monstruoso, una imagen deformada, cuatridimensional, pero igualmente inconfundible, de un libro.

Y yo no era el único que miraba.Abrí lo ojos y sentí la contracción de mi músculo cardíaco. La sensación se atenuó un poco,

pero no por completo. Estaba mirando el libro, viendo con mis propios ojos las letras impresas y las ilustraciones, lo cual era una experiencia cotidiana perfectamente normal, y también lo veía desde un ángulo distinto, más bajo, y con otros ojos. No lo veía como un libro sino como algo anómalo, algo de configuración aberrante e intención ominosa.

Alcé las manos lentamente hasta mi rostro, y tuve una macabra imagen de mi sala transformada en una casa de horrores.

Lancé un alarido.Unos ojos me espiaban entre las fisuras de la carne de mis dedos. Y en ese mismo instante

vi cómo la carne se dilataba, se replegaba, a medida que esos ojos se asomaban insensatamente a la superficie.

Pero no fue eso lo que me hizo gritar. Había mirado mi propia cara y había visto un monstruo.

El "buggy" de las dunas bajó por la pendiente de la lona y Richard lo detuvo junto al porche. El motor ronroneaba intermitentemente. Hice rodar mi silla de ruedas por la rampa situada a la derecha de la escalinata común y Richard me ayudó a subir al vehículo.

-Muy bien, Arthur -dijo-. Tú mandas. ¿A dónde vamos?Señalé en dirección al agua, donde la Duna Mayor finalmente empieza a menguar. Richard

hizo un ademán de asentimiento. Las ruedas posteriores giraron en la arena y partimos. Yo solía burlarme de Richard por su manera de conducir, pero esa noche no lo hice. Tenía demasiadas cosas en las cuales pensar... Y demasiadas cosas para sentir. Ellos estaban disgustados con la oscuridad y me daba cuenta de que hacían esfuerzos por espiar entre las vendas, exigiéndome que se las quitara.

El "buggy" se zarandeaba y rugía entre la arena en dirección al agua, y casi parecía levantar vuelo desde la cresta de las dunas más bajas. A la izquierda, el sol se ponía con sanguinaria espectacularidad. Directamente enfrente y del otro lado del agua, las nubes oscuras avanzaban hacia nosotros. Los rayos zigzagueaban sobre el mar.

-A tu derecha -dije-. Junto a esa tienda.Richard de tuvo el "buggy" junto a los restos podridos de la tienda, despidiendo un surtidor

de arena. Metió la mano en la parte posterior y extrajo una pala. Respingué cuando la vi.-¿Dónde? -preguntó Richard inexpresivamente.-Allí -respondí, señalando.Se apeó y se adelantó despacio por la arena, vaciló un segundo, y después clavó la pala en

el suelo. Me pareció que excavaba durante un largo rato. La arena que despedía por encima del hombro tenía un aspecto húmedo. Las nubes eran más negras y estaban más altas, y el agua parecía furiosa e implacable bajo su sombra y en el reflejo rutilante del crepúsculo.

Mucho antes de que dejara de excavar me di cuenta de que no encontraría al chico. Lo habían cambiado de lugar. La noche anterior no me había vendado las manos, de modo que habían podido ver... y actuar. Si habían conseguido servirse de mí para matar al chico también podían haberlo hecho para trasladarlo, incluso mientras dormía.

-No hay nada aquí, Arthur.Arrojó la parte sucia en la parte posterior del "buggy" y se dejó caer, cansado, en el asiento.

La tormenta en ciernes proyectaba sombras movedizas, semicirculares, sobre la playa. La brisa cada vez más fuerte hacía repicar la arena contra la carrocería herrumbrada del vehículo. Me picaban los dedos.

-Me usaron para transportarlo -dije con voz opaca-. Están asumiendo el control, Richard. Están forzando su puerta para abrirla, poco a poco. Cien veces por día me descubro en pie

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delante de un objeto que conozco como una espátula, un cuadro, o un a lata de guisantes, sin saber cómo he llegado allí, y tengo las manos alzadas, mostrándoselo, viéndolo como lo ven ellos, como algo obsceno, como algo contorsionado y grotesco...

-Arthur -murmuró-. No, Arthur. Eso no. -Bajo la luz menguante su rostro tenía una expresión compungida-. Has dicho que estabas en pie delante de algo. Has dicho que transportaste el cuerpo del chico. Pero tú no puedes caminar, Arthur. Estás muerto de la cintura para abajo.

Toqué el tablero de instrumentos del "buggy" de las dunas.-Esto también está muerto. Pero cuando lo montas puedes hacerlo marchar. Podrías

hacerlo matar. No podría detenerse aunque quisiera. -Oí que mi voz aumentaba de volumen histéricamente-. ¿Acaso no entiendes que soy la puerta? ¡Ellos mataron al chico, Richard! ¡Ellos transportaron el cuerpo!

-Creo que será mejor que consultes a un médico -dijo con tono tranquilo-. Volvamos.-¡Investiga! ¡Pregunta por el chico, entonces! Averigua...-Dijiste que ni siquiera sabes cómo se llama.-Debía de vivir en la aldea. Es un pueblo pequeño. Pregunta...-Cuando fui a buscar el "buggy" telefoneé a Maud Harrington. No conozco a una persona

más chismosa que ella, en todo el Estado. Le pregunté si había oído el rumor de que un chico no había vuelto anoche a su casa. Contestó que no.

-¡Pero tenía que vivir es esta zona! ¡Tenía que vivir aquí!Arthur se dispuso a hacer girar la llave del encendido, pero le detuve. Se detuvo para

mirarme y yo empecé a quitarme las vendas de las manos.El trueno murmuraba y gruñía desde el Golfo.

No había consultado al médico ni había vuelto a llamar a Richard. Pasé tres semanas con las manos vendadas cada vez que salía. Tres semanas con la ciega esperanza de que desaparecieran. No eran un comportamiento racional, lo confieso. Si yo hubiera sido un hombre sano que no necesitaba una silla de ruedas para sustituir sus piernas, o que había vivido una vida normal, quizás habría recurrido al doctor Flanders o a Richard. Aun en mis condiciones podría haberlo hecho si no hubiera sido por el recuerdo de mi tía, aislada, virtualmente convertida en una prisionera, devorada en vida por su propia carne enferma. De modo que guardé un silencio desesperado y le pedí al cielo que me permitiera descubrir un día, al despertarme, que todo había sido una pesadilla.

Y poco a poco los sentí. A ellos. Una inteligencia anónima. Nunca me pregunté qué aspecto tenían ni de donde provenían. Habría sido inútil. Yo era su puerta, y su ventana abierta sobre el mundo. Recibía suficiente información de ellos para sentir su revulsión y su horror, para saber que nuestro mundo era muy distinto del suyo. La información también me bastaba para sentir su odio ciego. Pero igualmente seguían espiando. Su carne estaba implantada en la mía. Empecé a darme cuenta de que me usaban, de que en verdad me manipulaban.

Cuando pasó el chico, alzando la mano para saludarme con la displicencia de siempre, yo ya casi había resuelto llamar a Cresswell, a su número del Departamento de Marina. Había algo cierto en la teoría de Richard: estaba seguro de que lo que se había apoderado de mí me había atacado en el espacio profundo o en esa extraña órbita alrededor de Venus. La Marina me estudiaría pero no me convertiría en un monstruo de feria. No tendría que volver a ahogar un grito cuando me despertaba en la oscuridad crujiente y los sentía vigilar, vigilar, vigilar.

Mis manos se estiraron hacia el chico y me di cuenta de que no las había vendado. Vi los ojos que miraban en silencio, en la luz crepuscular. Eran grandes, dilatados, de iris dorados. Una vez había pinchado uno con la punta de un lápiz y había sentido que un olor insoportable me recorría el brazo. El ojo pareció fulminante con un odio impotente que fue peor que el dolor físico. No volví a pincharlo.

Y ahora estaban mirando al chico. Sentí que mi mente se disparaba. Un momento después perdí el control de mis actos. La puerta estaba abierta. Corrí hacia él por la arena, moviendo velozmente las piernas insensibles, como si éstas fueran maderos accionados por algún mecanismo. Mis propios ojos parecieron cerrarse y sólo vi con aquellos ojos extraterrestres: vi un monstruoso paisaje marino de alabastro rematado por un cielo semejante a una gran franja purpúrea, y vi una cabaña ladeada y corroída que podría haber sido la carroña de una desconocida bestia carnívora, y vi un ser abominable que se movía y respiraba y llevaba

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debajo del brazo un artefacto de madera y alambre, un artefacto compuesto por ángulos rectos geométricamente imposibles.

Me pregunto qué pensó él, ese pobre chico anónimo con la criba bajo el brazo y los bolsillos hinchados por una insólita multitud de monedas arenosas perdidas por los turistas, qué pensó él cuando los rayos postreros del sol cayeron sobre mis manos, rojas y fisuradas y fulgurantes con su carga de ojos, qué pensó cuando las manos batieron súbitamente el aire un momento antes de que estallara su cabeza.

Sé qué fue lo que pensé yo.Pensé que había atisbado por encima del borde del universo y había visto ni más ni menos

que los fuegos del infierno.

El viento tironeó de las vendas y las transformó en pequeños gallardetes flameantes a medida que las desenrollaba. Las nubes habían ocultado los vestigios rojos del crepúsculos, y las dunas estaban oscuras y cubiertas de sombras. Las nubes desfilaban y bullían sobre nuestras cabezas.

-Debes hacerme una promesa, Richard -dije, levantando la voz por encima del viento cada vez más fuerte-. Si tienes la impresión de que intento..., hacerte daño, corre. ¿Me entiendes?

-Si.El viento agitaba y ondulaba su camisa de cuello abierto. Su rostro permanecía impasible,

con los ojos reducidos a poco más que dos cavidades en la prematura oscuridad.Cayeron las últimas vendas.Yo miré a Richard y ellos miraron a Richard. Yo vi una cara que conocía desde hacía cinco

años y que había aprendido a querer. Ellos vieron un monolito viviente, deforme.-Los ves -dije roncamente-. Ahora los ves.Se apartó involuntariamente. Sus facciones parecieron dominadas por un súbito pavor

incrédulo. Un rayo hendió el cielo. Los truenos rodaban sobre las nubes y el agua se había ennegrecido como la del río Estigia.

-Arthur...¡Qué inmundo era! ¿Cómo podía haber vivido cerca de él, cómo podía haberle hablado? No

era un ser humano sino una pestilencia muda. Era...-¡Corre! ¡Corre, Richard!Y corrió. Corrió con grandes zancadas. Se convirtió en un patíbulo recortado contra el cielo

imponente. Mis manos se alzaron, se alzaron sobre mi cabeza con un ademán aullante, aleteante, con los dedos estirados hacia el único elemento familiar de ese mundo de pesadilla: estirados hacia las nubes.

Y las nubes respondieron.Brotó un rayo colosal, blanco azulado, que pareció marcar el fin del mundo. Alcanzó a

Richard, lo envolvió. Lo último que recuerda es la fetidez eléctrica del ozono y la carne quemada.

Me desperté en mi porche, plácidamente sentado, mirando hacia la Duna Mayor. La tormenta había pasado y la atmósfera estaba agradablemente fresca. Se veía una tajada de luna. La arena estaba virgen, sin rastros del "buggy" de Richard.

Me miré las manos. Los ojos estaban abiertos pero vidriosos. Se hallaban extenuados. Dormitaban.

Sabía bien qué era lo que debía hacer. Tenía que echar llave a la puerta antes de que pudieran terminar de abrirla. Tenía que clausurarla definitivamente. Ya empezaba a observar los primeros signos de un cambio estructural en las mismas manos. Los dedos empezaban a acortarse... y a modificarse.

En la sala había una pequeña chimenea, y en verano me había acostumbrado a encender una fogata para combatir el frío húmedo de Florida. Prendí otra ahora, moviéndome de prisa. Ignoraba cuánto tardarían en captar mis intenciones.

Cuando vi que ardía vorazmente me encaminé hacia la cuba de queroseno que había en la parte posterior de la casa y me empapé ambas manos. Se despertaron de inmediato, con un alarido de dolor. Casi no pude llegar de vuelta a la sala, y a la fogata. Pero lo conseguí.

Todo eso sucedió hace siete años.

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Aún estoy aquí, contemplando el despegue de los cohetes. Últimamente se han multiplicado. Éste es un gobierno que da importancia a la exploración espacial. Incluso se habla en enviar otra serie de sondas tripuladas a Venus.

Averigüé el nombre de chico, aunque eso ya no importa. Tal como sospechaba, vivía en la aldea. Pero su madre creía que pasaría aquella noche en tierra firme, con un amigo, y no dio la alarma hasta el lunes siguiente. En cuanto a Richard..., bien, de todos modos la gente opinaba que Richard era un bicho raro. Piensan que tal vez volvió a Maryland o se fugó con alguna mujer.

A mí me toleran, aunque tengo fama de ser excéntrico. Al fin y al cabo, ¿cuántos exastronautas les escriben regularmente a los funcionarios electos de Washington para decir que sería mejor invertir en otra cosa el dinero que se asigna a la exploración espacial?

Yo me apaño muy bien con estos garfios. Durante el primer año los dolores fueron atroces, pero el cuerpo humano se acostumbra a casi todo. Me puedo afeitar e incluso me ato los cordones de los zapatos. Y como véis, escribo bien a máquina. Creo que no tendré problemas para meterme la escopeta en la boca ni para apretar el gatillo. Veréis, esto empezó hace tres semanas.

Tengo sobre el pecho un círculo perfecto de doce ojos dorados.

FIN

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SUPERVIVIENTE

Más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un médico: ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock traumático? Según las teorías, hay diferentes respuestas, pero, básicamente, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?

26 de eneroHace dos días que la tormenta me arrojó a esta playa. Me he estado paseando por la isla

toda la mañana. ¡Qué isla! Mide 190 pasos de ancho por 267 pasos de punta a punta.Además, por lo que veo, no hay nada que comer.Me llamo Richard Pine y éste es mi diario. Si me encuentran (o mejor, cuando me

encuentren), puedo destruirlo fácilmente. No me faltan cerillas. Cerillas y heroína. De las dos cosas tengo enormes cantidades, aunque ninguna de las dos valga nada aquí, ja, ja. De modo que escribiré. Al menos, para pasar el tiempo.

Para decir toda la verdad —¿y por qué no?, ¡tengo todo el tiempo del mundo!— debería empezar por aclarar que, cuando nací, en Little Italy, el barrio italiano de Nueva York, me llamaron Richard Pinzetti. Mi padre, que era un desgraciado, procedía del Viejo Mundo. Yo quería ser cirujano. Mi padre se reía a mandíbula batiente, me llamaba chalado y me mandaba a buscar otro vaso de vino. Murió de cáncer a los cuarenta y seis años. Me alegró.

Empecé a jugar al fútbol en el instituto. Fui el mejor jugador de la historia local. Jugaba de defensa. Durante los dos últimos años recorrí todas las ciudades de los Estados Unidos. Odiaba el fútbol. Pero si eres un chaval pobre, que vive en una casa barata y quiere ir a la universidad, tu única oportunidad es el deporte. Así que jugué y conseguí una beca para atletas.

En la Universidad seguí jugando hasta conseguir una beca de estudios completa. Entonces, lo dejé. Iba a estudiar medicina. Mi padre murió seis semanas antes de mi graduación. No me importó. ¿Acaso creéis que me hubiera gustado subir a la tarima para recoger el diploma y ver aquella bola de sebo allí sentada? ¿Les gusta a las gallinas viajar en metro? Además, ingresé en un club estudiantil. No uno de los mejores, con un nombre como Pinzetti, pero, después de todo, era un club.

¿Por qué escribo todo esto? Es bastante divertido. No, me rectifico. Es extraordinariamente divertido. El gran doctor Pine, sentado en una roca, en pantalones de pijama y camiseta, en medio de una isla que se puede cruzar con un salivazo, escribiendo la historia de su vida... ¡Tengo hambre! No importa. Escribiré la maldita historia de mi vida, si me da la gana. Al menos, así no pensaré en mi estómago. Espero.

Cambié mi apellido por el de Pine antes de empezar los estudios de medicina. Mi madre me dijo que le había partido el corazón. ¿De qué corazón estaría hablando? Al día siguiente al del entierro del viejo, le estaba guiñando el ojo al judío de la tienda de la esquina. Para tratarse de alguien que adoraba su nombre de aquella manera, corría como un diablo para cambiarlo por el de Steinbrunner.

Todo lo que yo anhelaba en la vida era ser cirujano. Desde los días del colegio. Ya entonces me vendaba las manos antes de empezar un partido y me las lavaba después con agua y jabón. Si quieres ser cirujano, tienes que tener cuidado con las manos. Algunos de mis compañeros me tomaban el pelo y me llamaban mariquita. Nunca llegué a enfrentarme con ninguno de ellos. Ya es bastante peligroso jugar al fútbol. El que realmente llegó a ponerme los nervios de punta fue Howie Plotsky, un estúpido gigantón con la cara llena de cicatrices. Por aquel entonces, yo repartía periódicos y aprovechaba para vender un poco de lotería, lo cual me permitía conocer gente, establecer contactos... No te queda más remedio, si quieres sobrevivir. Cualquier imbécil sabe cómo caerse muerto, pero lo realmente difícil es sobrevivir, ¿comprendéis? Pues eso fue lo que me decidió a pagar a Ricky Brazzi, que era el tío más grande del instituto, para que le partiera la boca a Howie Plotsky. Sí, eso es lo que he dicho: partirle la boca. Le prometí un dólar por cada diente que me trajera. Rico vino con tres dientes

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envueltos en papel de periódico. Se dislocó un par de nudillos en el trabajito. Podéis imaginar en qué lío me hubiese metido.

En la facultad de medicina, mientras los otros memos se mataban tratando de ganar un centavo para llenar el puchero con un poco de carne —no con sobras de quirófano, ¿eh?— trabajando como camareros, vendiendo corbatas o limpiando suelos, yo me saqué de la manga un sistema de apuestas y, con unos cuantos trucos que conocía, me ganaba algún dinerillo en las apuestas de caballos, de billar o de lo que fuera. Además, tenía excelentes relaciones con el vecindario y cursé mis estudios sin ningún problema.

No me metí en la cuestión de las drogas, hasta que empecé mi residencia en un hospital, uno de los más grandes de Nueva York. Al principio, sólo fueron recetas en blanco. Vendí un cuadernillo de cien a un chico del barrio, y él falsificó las firmas de cuarenta o cincuenta médicos, por cuyos nombres yo también le cobraba. El muchacho, a su vez, las ofrecía en la calle por diez o veinte dólares cada una, lo que hacía las delicias de los fanáticos drogotas que iban cada vez más acelerados, y los partidarios de los sedantes, que se pasaban el día dando tumbos por las esquinas.

Al poco tiempo de trabajar en el hospital me di cuenta del desbarajuste que había en la farmacia del mismo. Nadie tenía la menor idea de lo que entraba ni de lo que salía. Había gente que sacaba de allí píldoras a puñados, cosa que yo me guardé muy bien de hacer. Siempre he tomado todo tipo de precauciones y nunca he tenido problemas hasta que me descuidé... y la suerte me volvió la espalda. Pero sé que caeré de pie; siempre ha sido así.

Me duele la muñeca y el lápiz se ha quedado sin punta. No puedo seguir escribiendo. No sé por qué me preocupo tanto. Es probable que me encuentren pronto.

27 de eneroEl bote salvavidas se hundió anoche en unos tres metros de agua, al norte de la isla. ¿Qué

importa? De todos modos, después de arrastrarse por todo el arrecife, el fondo parecía un colador. Además, ya había rescatado todo lo que valía la pena salvar, a saber, cuatro galones de agua, un cajita de costura para viajes, un botiquín y este libro en el que estoy escribiendo, que es, en realidad, un cuaderno de inspección del bote. ¡Qué risa! Por cierto, ¿cómo es que a nadie se le ocurrió poner comida de reserva en el bote? El último informe que aparece en el cuaderno lleva fecha 8 de agosto de 1970. Ah, además, he conseguido salvar dos cuchillos, uno mellado y el otro afilado, y un juego de cuchara y tenedor que voy a usar esta noche para la cena: asado de piedras. Ja, ja. Bueno, al menos, le he sacado punta al lápiz.

Cuando salga de esta isla, cubierta de excrementos de pájaros, les voy a sacar hasta el hígado a los de Paradise Lines Inc. Sólo por eso vale la pena seguir viviendo. Y pienso seguir viviendo y salir de ésta, no os quepa la menor duda. Voy a salir de ésta.

(más tarde)Olvidé una cosa al hacer el inventario: dos kilos de heroína pura, algo así como 350.000

dólares en las calles de Nueva York, aunque aquí no valga más que un puñado de cacahuetes. Ja, ja. ¿Verdad que es cómico?

28 de eneroBueno, he comido..., si es que a eso se le puede llamar comer. Una gaviota vino a posarse

en una de las rocas del centro de la isla, un montículo también cubierto de excrementos de pájaros. Agarré una piedra que tenía a mano y me acerqué a ella todo lo posible. No se movía, observándome con sus ojos negros y brillantes. Me sorprendió que no la asustara el ruido de mis tripas.

Arrojé la piedra con todas mis fuerzas y le di de lleno. La gaviota lanzó un graznido y trató de volar, pero le había roto el ala derecha. Trepé en su busca, pero se alejó a saltos. La sangre manchaba sus plumas. Me dio bastante trabajo. Metí el pie en un agujero entre dos rocas y estuve a punto de partirme el tobillo. Finalmente, cuando empezaba a cansarme, logré darle alcance al otro lado de la isla. La gaviota se había metido en el agua y se alejaba. La atrapé por la cola, pero se volvió y me dio un picotazo. Le agarré una de las patas y, con la otra mano, le retorcí el cuello. El sonido de las vértebras al romperse me llenó de satisfacción. La cena está servida, caballero. ¿Os acordáis? ¡Ja! ¡Ja!

Me la traje al «campamento», pero antes de desplumarla y cortarla a trozos, me limpié la herida con yodo. Los pájaros llevan toda clase de gérmenes y sólo me faltaría una infección.

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La operación de la gaviota fue de perlas, pero, que pena, no había manera de cocinarla. No hay vegetación en la isla, ni maderas a la deriva y, por si fuera poco, el bote se ha hundido. Así que me la comí cruda. El estómago quiso devolverla inmediatamente. Aunque yo estaba de acuerdo con él, no se lo podía permitir. Así que empecé a contar hasta cien al revés hasta que pasaron las náuseas. Es un sistema que funciona casi siempre.

¿Os dais cuenta del bicharraco, que casi me rompe el tobillo y después me da un picotazo en la mano? Si cazo otra gaviota mañana, la torturaré. A ésta la he dejado escapar sin castigo. Mientras escribo, veo su cabeza cortada en la arena. Sus ojillos negros, aun velados por la muerte, parecen mirarme.

¿Tienen cerebro las gaviotas?¿Son comestibles? 29 de eneroHoy no hay comida. Una gaviota aterrizó en el macizo, pero voló antes de que me

aproximara lo suficiente para hacerle un «pase». ¡Ja, ja! Me estoy dejando la barba. Pica como un demonio. Si la gaviota vuelve y consigo darle caza, le sacaré los ojos antes de matarla.

Creo haber dicho ya que era un cirujano de primera. Me expulsaron. Realmente ridículo. Todos los médicos hacen lo mismo y luego se ponen tan estirados cuando le atrapan a uno. ¡Peor para ti! ¡Yo ya tengo mi parte! El Segundo Juramento de Hipócrates y de Hipócritas.

Había acumulado ya bastante de mis correrías como interno y como residente (se supone que, de acuerdo con el Juramento de Hipócrates, eres un funcionario y un caballero, pero nadie cree tal cosa). Tenía lo necesario para abrir mi consulta privada en Park Avenue. Lo necesitaba. No tenía un papá rico ni un protector con influencias, como muchos de mis colegas. Cuando me instalé, mi padre llevaba nueve años criando malvas. Mi madre murió un año antes de que me revocaran la licencia.

Pasó lo siguiente: yo tenía un trato con media docena de farmacéuticos del East Side, además de un par de laboratorios y al menos, otros veinte médicos. Los pacientes iban y venían de uno a otro. Yo operaba y después prescribía los medicamentos postoperatorios adecuados. No todas las operaciones eran necesarias, pero nunca actué contra la voluntad del paciente. Y jamás sucedió que un paciente le echara un vistazo a la receta y me dijera que no quería aquello. Escuchadme: hay gente a la que se le hizo una histerectomía en 1965 o una tiroides parcial en 1970 y que seguirían engullendo pastillas si el médico se lo permitiera. Y era lo que hacía algunas veces. Además, yo no era el único. Si podían pagarse el vicio, ¿por qué no? Cuando no era un paciente que padecía de insomnio después de alguna operación, era alguien que quería adelgazar, o quería Librium. Todo tenía arreglo. ¡Ja! Sí. De no haber sido yo, hubiera sido cualquier otro.

Hasta que los de Sanidad fueron a ver a Lowenthal, ese gallina. Le asustaron diciéndole que le iban a echar cinco años y el tipo cantó media docena de nombres, uno de los cuales era el mío. A mí me estuvieron observando durante bastante tiempo y, en realidad, cuando me echaron el guante, cinco años eran pocos para mí. Por ejemplo, no había dejado del todo lo de las recetas en blanco, algo muy divertido, pero que no necesitaba en absoluto. Lo seguía haciendo por costumbre; además, a nadie le amarga un dulce.

El caso es que yo conocía a mucha gente. Probé con algunos. Y arrojé un par de individuos a los leones. Nadie que me gustara, sin embargo. Todos auténticos cerdos.

Dios, tengo hambre. 30 de eneroHoy no hay gaviotas, lo que me recuerda los letreros de las tiendas de comestibles del

barrio: HOY NO HAY TOMATES. Me metí en el agua hasta la cintura, con un cuchillo afilado en la mano. Permanecí inmóvil durante casi cuatro horas, mientras el sol caía de pleno sobre mis espaldas. Creía desmayarme un par de veces, pero conté hasta cien al revés hasta que desapareció la sensación. No vi un solo pez. Ni uno.

31 de eneroHoy he matado otra gaviota tal como lo hice con la primera. Tenía demasiada hambre para

torturarla como me había prometido a mí mismo. Así que la abrí y me la comí. Vacié las tripas y me las comí también. Es extraño ver cómo se recobra la vitalidad. Empezaba a preocuparme.

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Tendido a la sombra del montículo central, creí oír voces. Mi padre. Mi madre. Mi esposa, de la que me divorcié... Y, lo peor de todo, la voz del chino que me vendió la heroína en Saigón. Ceceaba, probablemente a causa de un paladar hendido.

«Vamos —me decía la voz desde lo alto—. Vamos, esnifa un poco. Te olvidarás del hambre. Es tan buena…» Pero nunca tomé drogas, ni siquiera para dormir.

Lowenthal se suicidó. El muy gallina. ¿No os lo había dicho? Se colgó en el que había sido su consultorio. Desde mi punto de vista, hizo un favor al mundo.

Yo quería recuperar mi título. Algunos de los tipos con los que hablé me dijeron que no era imposible... pero costaba mucho dinero, más del que podía imaginar. Yo tenía 40.000 dólares en una caja de seguridad y decidí arriesgarme para doblar o triplicar la cantidad.

Me fui a ver a Ronnie Hanelli, compañero mío de equipo en los años de la universidad, a cuyo hermano menor había conseguido una residencia en un hospital cuando resolvió estudiar medicina. Ronnie estudiaba Derecho. ¿Verdad que es gracioso? En el barrio se le conocía por el apodo de Ronnie el Árbitro, porque se metía en todos los juegos y, sin que nadie se lo pidiera, empezaba a pitar faltas a todo el mundo. Si no te gustaba, tenías dos opciones: callarte la boca o tragarte unos cuantos dientes. Los portorriqueños le llamaban Ronniewop, o algo así. A él le hacía gracia Ronnie. Ronnie estudió Derecho, pasó los exámenes sin problemas y abrió un bufete en su propio barrio, justo encima del bar La Pecera. Aún le veo pasar por allí, cuando cierro los ojos, con su gran Continental blanco. Era el usurero más grande de toda Nueva York: un tiburón.

Sabía que Ronnie tendría algo para mí.—Es peligroso —dijo—. Pero tú sabes cuidarte. Y, si traes la mercancía, te presentaré un

par de individuos. Uno de ellos es funcionario del Estado.Me dio dos nombres. El de Henry Li-Tsu, el chino, y el de Solom Ngo, un químico

vietnamita. El vietnamita probaba la heroína del chino a cambio de dinero. El chino era conocido por sus «bromas». Por ejemplo, llenaba las bolsitas de plástico con talco, o detergente, o almidón. Ronnie decía que un día, una de aquellas «bromas» le iba a costar la vida.

1 de febreroHe visto un avión. Pasó de largo sobre la isla. Intenté subir al montículo central para llamar

su atención y metí el pie en el mismo agujero del día en que cacé la primera gaviota. Me rompí el tobillo. Fractura compuesta. Fue como un disparo. El dolor era insoportable. Grité y perdí el equilibrio. En vano, agité los brazos como un molino de viento. Caí y me golpeé la cabeza. Todo se puso negro. Cuando volví en mí, se había puesto el sol. Había perdido un poco de sangre. El tobillo se me había hinchado como un neumático y tenía una buena insolación. Creo que, de haber habido una hora más de sol, tendría todo el cuerpo llagado.

Me arrastré como pude hasta aquí y pasé la noche temblando y llorando de rabia. Me he desinfectado la herida de la cabeza, situada encima del lóbulo temporal derecho, y me la he vendado como he podido. Es una herida superficial en el cuero cabelludo con una pequeña contusión, creo, pero el tobillo, es una mala fractura, en dos puntos, quizá tres. ¿Cómo voy a cazar las gaviotas ahora?

El avión debía de estar en busca de supervivientes del Callas. En medio de la oscuridad y la tormenta, el bote salvavidas ha de haber recorrido kilómetros. No creo que vuelva por aquí.

¡Dios mío, cómo me duele el tobillo!

2 de febreroHe puesto una señal en la playa de guijarros del lado sur de la isla, donde se hundió el

bote. Me llevó todo el día, con algún descanso en la sombra. Aun así, me desmayé dos veces. Calculo haber perdido unos ocho kilos, en su mayor parte, por deshidratación. Desde aquí veo las cinco letras que tardé el día entero en componer; rocas oscuras sobre la arena blanca, dicen AYUDA en letras de metro y medio. El próximo avión no va a pasar de largo.

El pie palpita constantemente. Todavía está hinchado y se ha puesto sospechosamente blanco alrededor de la fractura. Cada vez más blanco. Si me lo vendo con la camisa, apretando mucho, el dolor cede, pero aun así duele tanto que, más que dormirme, me desmayo.

Empiezo a pensar que tal vez haya que amputar.

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3 de febreroLa hinchazón y la pérdida de color son todavía mayores. Esperaré hasta mañana. Si la

operación es imprescindible, creo que podré llevarla a cabo. Tengo cerillas para esterilizar el cuchillo y aguja e hilo de la cajita de costura. Como vendaje, la camisa.

Tengo además dos kilos de «analgésico», aunque no precisamente del que prescribía a mis pacientes. Pero lo hubieran empleado, de haber dispuesto de él. Podéis apostar. Esas señoras de pelo azul serían capaces de esnifar un ambientador de pino si les hiciera efecto, creedme.

4 de febreroHe decidido amputar el pie. Hace cuatro días que no como. Si espero más, corro el riesgo

de desvanecerme en medio de la operación por la acción combinada del shock traumático y el hambre. En ese caso, podría morir desangrado. Y, a pesar de lo desdichado que soy, aún tengo ganas de seguir viviendo. Recuerdo lo que Mockridge decía en Anatomía básica, el viejo Mocki, le llamábamos: más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un médico. ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock traumático? Y entonces, señalaba con el puntero el dibujo del cuerpo humano, el hígado, los riñones, el bazo, los intestinos. Básicamente, caballeros, decía, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?

Creo poder hacerlo.De verdad.Supongo que estoy escribiendo para aplazar lo inevitable, pero se me ocurre que no acabé

de contar por qué me encuentro aquí. Tal vez deba hacerlo por si la operación no sale bien. Tardaré sólo unos minutos y estoy seguro de que todavía habrá claridad para la operación, ya que, según mi reloj, son las nueve de la mañana. ¡Ja!

Fui a Saigón como turista. ¿Os extraña? No sé por qué. Hay miles de personas que van allí cada año, a pesar de la guerra de Nixon. También hay gente a la que le gusta presenciar accidentes o peleas de gallos. Mi amigo chino tenía la mercancía. Se la llevé a Ngo, quien me ratificó que era de primera clase. Me contó también que Li-Tsu había gastado una de sus bromas hacía cuatro meses, y que su mujer había saltado hecha pedazos por los aires al poner la llave de encendido en su automóvil. Desde entonces no había vuelto a hacer bromas.

Me quedé en Saigón tres semanas. Había reservado pasaje de regreso a San Francisco en un crucero, el Callas. Primera clase. Subir a bordo con la mercancía no representó problema alguno. Ngo arregló el asunto, sobornando a dos oficiales de aduana que se limitaron a saludarme y hacer pasar las maletas. La heroína iba en una bolsa de viaje que ni siquiera vieron.

—Pasar la aduana en los Estados Unidos será mucho más difícil —me dijo Ngo— pero ése es problema únicamente suyo.

No tenía la menor intención de pasar aquello por la aduana. Ronnie había contratado un buzo que haría el trabajo por tres mil dólares. Tenía que encontrarme con él (ahora que lo pienso, hace dos días) en una especie de corral llamado Regis Hotel en San Francisco. El plan consistía en poner la mercancía en una lata a prueba de agua. Sujetos a la tapa, un reloj y un sobre de tinte rojo. Antes de atracar, había que tirar la lata al agua, cosa que no iba a hacer yo mismo, naturalmente.

Estaba todavía buscando un cocinero o un camarero al que no le viniera mal un dinero extra y que fuera lo bastante listo —o lo bastante idiota—, como para mantener la boca cerrada, cuando el Callas se hundió.

No tengo ni la menor idea de cómo sucedió, ni de por qué. Se nos había echado encima un buen vendaval, pero el crucero parecía capaz de capearlo. Pero el día 23, alrededor de las ocho de la noche, hubo una fuerte explosión bajo cubierta. Yo estaba en el salón en aquel momento y el Callas se escoró casi inmediatamente. A la izquierda, ¿cómo se llama: babor o estribor?

La gente empezó a gritar y a correr en todas direcciones. Las botellas cayeron de la estantería del bar y se estrellaron contra el suelo. Un hombre salió de una de las escaleras, con la camisa quemada y la piel asada. Los altavoces empezaron a decir a la gente que se dirigiera a los botes salvavidas que se les habían asignado al principio del viaje, durante un simulacro. Los pasajeros echaron a correr sin rumbo. Muy pocos se habían molestado en comparecer durante el simulacro. Yo, no sólo estuve allí, sino que fui más temprano, para estar en primera

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fila y ver bien todo, ¿comprendéis? Siempre pongo mucha atención en lo que se refiere a mi pellejo.

Bajé a mi camarote, saqué las bolsitas de heroína y me puse una en cada bolsillo. Después, me dirigí al Bote Salvavidas 8. Mientras yo subía las escaleras, hubo otras dos explosiones y el barco se inclinó aún más peligrosamente, si cabe.

En cubierta, todo era confusión. Vi una mujer que corría por la cubierta resbaladiza, gritando y con un niño en brazos. Según se inclinaba el buque, ella ganaba velocidad. Finalmente, golpeó contra la borda a la altura de los muslos, saltó por encima de ella, dio dos vueltas de campana y desapareció de mi vista. Había un hombre de mediana edad, sentado en medio del puente, que se arrancaba los cabellos con las manos. Otro, con ropas blancas de cocinero, la cara y las manos horriblemente quemadas, se daba contra las paredes y gritaba: «¡Socorro! ¡No veo! ¡Socorro! ¡No veo!»

El pánico era total y se había contagiado del pasaje a la tripulación como una epidemia. Tenéis que tener en cuenta que entre la primera explosión y el hundimiento del barco, pasaron solamente veinte minutos. Algunos de los botes iban repletos de gente que aullaba, y otros, totalmente vacíos. El mío, que estaba en la zona más próxima al agua, estaba casi desierto. Nadie más que yo y un marinero, con la cara muy pálida y llena de espinillas.

—Echemos al agua enseguida este condenado barreño —dijo, con los ojos desorbitados—, porque la maldita bañera se va a pique sin remedio.

Maniobrar un bote no es nada difícil, pero, con los nervios, el marinero se hizo un lío con las maromas de su lado. El bote bajó unos dos metros y quedó colgado, yo más cerca del agua que él.

Fui hacia su lado para ayudarle cuando empezó a gritar. Había logrado deshacer el nudo; pero, al mismo tiempo, se había pillado la mano. La soga se deslizó sobre la palma, dejándosela en carne viva; finalmente, salió despedido de la embarcación.

Acabé de deshacer el lío y libré el bote, que bajó al agua. Empecé a remar como un condenado. Remar era algo que siempre había hecho por placer en las casas de veraneo de mis amigos, pero ahora, por primera vez, lo hacía para salvar mi vida. Si no me alejaba del Callas antes de que se hundiera, me arrastraría con él.

Cinco minutos más tarde, se hundió. No escapé del todo a la succión, tuve que remar desesperadamente sólo para permanecer en el mismo lugar. Se hundió muy de prisa. Todavía había gente aferrada a la borda, gritando. Parecía una banda de monos.

La borrasca empeoró. Perdí un remo. Pasé la noche en una especie de pesadilla, achicando agua del bote, primero, y maniobrando con el único remo que me quedaba, después, para mantener la proa contra el oleaje.

Antes del amanecer del 24 las olas empezaron a empujarme por la popa. El bote adquirió una cierta velocidad, lo cual es aterrador, pero, al mismo tiempo, constituye un alivio. De pronto, los tablones fueron arrancados de debajo de mis pies, pero el bote no se hundió: había encallado a este montón de piedras olvidado del mundo. Ni siquiera sé dónde estoy; no tengo la menor idea. La navegación no es mi punto fuerte. Ja, ja.

Pero sí sé qué tengo que hacer. Éstas pueden ser mis últimas notas, pero algo me dice que saldrá bien. ¿Acaso no he conseguido siempre lo que me he propuesto? Además, hoy se hacen maravillas con las prótesis y podré moverme con un solo pie con toda comodidad.

Ha llegado el momento de ver si soy tan extraordinario como creo. Buena suerte.

5 de febreroLo hice.El dolor era lo que menos me preocupaba, porque puedo soportarlo, pero temía que la

debilidad, el hambre y el dolor combinados me hicieran perder el conocimiento antes de acabar.

Pero la heroína resolvió el problema maravillosamente.Abrí una de las bolsitas y aspiré dos generosas dosis sobre una roca plana, primero la

ventanilla derecha, luego, la izquierda. Era una especie de hielo deslumbradoramente anestésico que invadía mi cerebro íntegro. Aspiré la heroína al dejar de escribir, ayer, a las 9.45. Cuando volví a mirar la hora, las sombras se habían movido, dejándome parte del cuerpo al sol, y eran las 12.41. Me había adormilado. Nunca había imaginado que fuese tan fantástico

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y no comprendo por qué le tenía tanta manía. El dolor, el miedo, la infelicidad... todo desaparece, dejando sólo una calma eufórica.

Operé en esas condiciones.Como era de esperar, sentí un dolor agudísimo, especialmente en la primera parte de la

operación. Pero el dolor parecía desconectado de mí, como si fuera de otro. Me molestaba, pero me resultaba extraordinariamente interesante. ¿Podéis entender lo que digo? Si alguna vez habéis empleado un calmante con una fuerte base de morfina, sabréis de qué hablo. Hace algo más que mitigar el dolor. Induce un estado mental. Una cierta serenidad. Entiendo por qué la gente se queda colgada, aunque ésa sea una palabra horrorosamente fuerte y que usa, en general, la gente que nunca lo ha probado.

A media operación, el dolor empezó a ser algo más personal. Oleadas de desfallecimiento me acometían. Miré con ansia la bolsita de heroína, pero me obligué a apartar la vista. Si volvía a adormilarme, moriría desangrado con la misma seguridad que si me desmayara. Conté hasta cien al revés.

La pérdida de sangre era el factor más crítico. Como cirujano, era vitalmente consciente de ello. No debía perder una gota más que lo imprescindible. Si un paciente sufre una hemorragia durante una operación en un hospital, se le puede suministrar sangre. Yo carecía de esos medios. Todo lo que se había perdido —la arena debajo de mi pie estaba ya negra— estaba perdido hasta que mi propia fábrica lo repusiera. No tenía hemostáticos, ni hilo de sutura, ni grapas.

Empecé la operación exactamente a las 12.45. Acabé a la 1.50 e inmediatamente me atonté con heroína, una dosis mayor que la anterior. Me dormí en un mundo gris, indoloro, y permanecí así hasta alrededor de las cinco. Cuando me espabilé, el sol estaba cerca del horizonte occidental, trazando un camino de oro sobre el azul del Pacífico que llegaba hasta mí. Nunca he visto algo tan increíble. Tanto, que me compensó del dolor en un segundo. Una hora más tarde aspiré un poquito más, para seguir disfrutando de la puesta de sol.

Poco después de hacerse de noche, yo...Yo...Esperad un segundo. ¿Os he dicho que no he comido absolutamente nada durante cuatro

días? ¿Y que lo único que tenía a mi alcance para recuperar mis energías agotadas era mi propio cuerpo? Después de todo, ¿no se ha dicho, una y otra vez, que la supervivencia es una cuestión mental? ¿De una mente superior? No voy a justificarme diciendo que cualquiera hubiera hecho lo mismo. En primer lugar, hay que ser cirujano. Y aun conociendo la técnica de la amputación, es posible hacer una carnicería y desangrarse de todos modos. Y, aun en el caso de poder sobrevivir a la amputación y al shock traumático, jamás se le ocurriría algo semejante a alguien convencional. No importa. Nadie tiene por qué enterarse. Lo último que haré antes de abandonar la isla será destruir este libro.

Tuve mucho cuidado.Lo lavé muy bien antes de comérmelo.

7 de febreroEl dolor del muñón es intensísimo -en ocasiones, realmente intolerable—. Pero creo que el

escozor profundo del proceso de cicatrización es todavía mucho peor. Esta tarde me he acordado de los pacientes que me tenían harto con lo mucho que les picaba la carne remendada, que era horrible y que no se podían rascar.

Yo sonreía y les decía que se sentirían mejor al día siguiente, pensando que se quejaban sin razón, que eran débiles e ingratos. Ahora los comprendo perfectamente. Varias veces he estado a punto de arrancar la camisa que sirve de vendaje y rascarme la herida, hundir los dedos en la carne cruda y tierna, quitarme los puntos, dejar que la sangre corriera en la arena, cualquier cosa, cualquier cosa con tal de no sentir ese horrible y enloquecedor hormigueo.

Entonces contaba hasta cien al revés y aspiraba heroína.No tengo idea de cuánta he llegado a tomar, pero sí sé que he estado casi

permanentemente dopado desde la operación. Como sabéis, quita el hambre. Ni siquiera sé si tengo hambre. Siento algo extraño, fantasmal, en la barriga, eso es todo. Por otra parte, puedo ignorarla con toda facilidad y, sin embargo, sé que no debo hacerlo, ya que la heroína no tiene un valor calórico fácilmente calculable. De manera que me he puesto a prueba para medir mi energía, arrastrándome de aquí para allá, y es agotador.

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Dios mío, espero que no..., pero temo que sea necesaria una nueva operación.(más tarde)Pasó otro avión. Demasiado alto. Tanto, que todo lo que podía ver era el alerón de popa

dibujándose contra el cielo azul. Hice señales, por si acaso, y grité como un energúmeno. Cuando desapareció, me eché a llorar.

Está muy oscuro y es difícil seguir escribiendo. Comida. He estado pensando en cantidad de platos. La lasaña de mi madre, pan de ajo, caracoles, langosta, chuletas, melocotones, asado, la gran porción de pastel de mantequilla y el helado de vainilla hecho en casa que te sirven en Mother Crunch en la Primera Avenida, pretzels calientes, salmón ahumado, cangrejos ahumados, jamón ahumado con rodajas de piña, aros de cebolla fritos, salsa de cebolla con patatas chip, té frío en largos sorbos, patatas fritas, y te relames los labios de gusto...

100, 99, 98, 97, 96, 95, 94Dios, Dios, Dios.

8 de febreroEsta mañana ha aterrizado otra gaviota en el montículo, grande, gorda, mientras yo

reposaba a la sombra de mi roca, la que considero mi campamento particular, con el muñón apuntando al cielo. En cuanto el pájaro se posó, empecé a salivar igual que los perros de Pavlov. Se me caía la baba como a un bebé. Como a un bebé.

Busqué una piedra del tamaño de mi mano y empecé a arrastrarme hacia el pájaro. Queda tan sólo un cuarto, ya hemos escalado tres. Tres y pico. Pinzetti pasa hacia atrás (Pine, quiero decir Pine). No tenía demasiadas esperanzas. Estaba seguro de que saldría volando, pero había que intentarlo. Si atrapara un ave tan gorda y tan insolente como ésa, tal vez pudiese posponer la segunda operación indefinidamente. Continué, aunque, de vez en cuando, me golpeaba el muñón contra el canto afilado de una roca y veía las estrellas con todo el cuerpo, obligándome a reposar hasta que el dolor se calmara.

La gaviota no escapó. Daba saltitos de aquí para allá, con el pecho hinchado, como un general pasando revista a las tropas. De vez en cuando me miraba con sus ojos pequeños, negros y malignos, y no me quedaba más remedio que quedarme inmóvil como una piedra y contar hasta cien a la espera de que volviera a moverse. Cada vez que agitaba las alas, el hielo me invadía el estómago. Más no dejaba de salivar. Se me caía la baba como a un niño.

No sé cuánto tiempo estuve al acecho. ¿Una hora? ¿Dos? Cuanto más me acercaba, más fuerte me latía el corazón y más apetecible parecía la gaviota. Daba la impresión de estar burlándose de mí y empecé a temer que, antes de que la tuviese a mi alcance, echara a volar. Me temblaban las piernas y los brazos. Tenía la boca seca. El muñón, por su parte, me daba unas punzadas asesinas. Ahora pienso que debo haber sentido también dolores de abstinencia. ¿Tan pronto? No he tomado heroína más que una semana.

No importa. La necesito. Y hay mucha, muchísima. En cuanto llegue a los Estados Unidos, me someteré a una cura de desintoxicación en la mejor clínica de California. Pero ahora no se trata de eso, ¿verdad?

Cuando la tuve al alcance, no quise arrojar la piedra. Estaba irracionalmente seguro de que erraría, probablemente por unos pocos centímetros. Tenía que acercarme. Así que seguí arrastrándome, con la cabeza alta, el sudor cayendo a chorros por mi cuerpo maltrecho de espantapájaros. Por cierto, creo que se me están pudriendo los dientes, ¿lo he dicho ya? Si fuera supersticioso, diría que es porque comí...

¡Ja! Pero no debe de ser ésa la razón, ¿verdad?Me detuve otra vez. Estaba mucho más cerca de esta gaviota que de cualquiera de las

anteriores. No conseguía obligarme a tirar la piedra. La agarré con toda mi alma, hasta que me dolieron los dedos, pero ni siquiera así pude hacerlo. Porque sabía perfectamente lo que no dar en el blanco significaba.

No me importa emplear toda la mercancía. Les voy a poner un pleito que se van a acordar toda la vida. ¡Viviré como un rey durante el resto de mi vida! ¡Mi larga, larga vida!

Estoy convencido de que hubiera escalado hasta poder tomarla con la mano si finalmente no hubiera levantado el vuelo. La hubiera estrangulado. Pero extendió las alas y echó a volar. La insulté, me hinqué de rodillas y le lancé la piedra con las pocas fuerzas que me quedaban. ¡Y le di!

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El pájaro soltó un graznido y cayó al otro lado del montículo. Entre risas y temblores, sin preocuparme por los golpes en el muñón ni por si se me abría la herida, llegué a la cima y empecé a descender por la otra vertiente. Perdí el equilibrio y me di en el suelo con la cabeza. En aquel momento ni siquiera lo advertí, aunque tengo un magnífico chichón como recuerdo. Sólo podía pensar en la gaviota y en cómo le había dado, suerte fantástica, aun volando, ¡le había dado!

La gaviota se arrastró hasta la playa, el ala rota, el cuerpo ensangrentado. Me arrastré tras ella todo lo rápido que me era posible, pero ella era más veloz. ¡Una carrera de lisiados! ¡Ja! ¡ Ja! Podría haberla capturado, ya estaba muy cerca, de no haber sido por mis manos. Tengo que cuidar mis manos. Puedo volver a necesitarlas. A pesar del cuidado tenía las palmas llenas de tajos cuando por fin llegamos a la playa. Por si fuera poco, golpeé mi reloj contra una roca y saltó hecho añicos.

La gaviota entró en el mar cojeando, graznando como una endemoniada. La atrapé, pero sólo me quedó un puñado de tristes plumas. Entonces me caí y tragué agua, tosiendo y atragantándome.

Pero seguí arrastrándome y hasta traté de nadar tras ella. La venda del muñón acabó por caérseme en el agua, empecé a hundirme y no tuve más remedio que regresar a la arena. No sé cómo, pero salí del agua, temblando, exhausto, encogido de dolor, llorando, gritando y maldiciendo a la gaviota. Todavía estaba a la vista, allá lejos, cada vez más lejos. Creo recordar que en un momento le rogué que volviera. Eso sí, cuando salió al arrecife, juraría que estaba muerta.

No es justo.Me llevó casi una hora arrastrarme hasta el campamento. He tomado mucha heroína, pero

aun así, continúo enfadado con la gaviota. Si no iba a dejarse cazar, ¿para qué burlarse así de mí? ¿Por qué diablos esperó tanto?

9 de febreroMe he amputado el pie izquierdo y lo he vendado con mis pantalones. Extraño. Durante

toda la operación se me cayó la baba. ¡Se me cayó la baaaaaba! Como cuando descubrí la gaviota, se me caía la baba sin parar... Pero me obligué a esperar hasta la noche. Conté hasta cien al revés veinte o treinta veces. ¡Ja! ¡Ja!

Entonces...Tenía que repetirme: rosbif frío, rosbif frío, rosbif frío.

11 de febrero (?)Ha llovido durante dos días, con mucho viento. Cambié algunas rocas de lugar, hice una

especie de escondrijo con ellas y me guarecí allí dentro todo el tiempo. Sorprendí una pequeña araña, la tomé con los dedos antes de que escapara y me la metí en la boca. Muy buena, muy gustosa. Empecé a temer que las rocas que tenía encima de la cabeza se vinieran abajo y me sepultaran. No importaba.

Me pasé toda la tormenta muy dopado. Tal vez haya llovido tres días, y no dos. O sólo uno. Aunque creo recordar que oscureció en dos ocasiones. Me encanta dormir, no siento ni el dolor ni el picor. Sé que voy a sobrevivir, no puede ser que tenga uno que pasar por todo esto para nada.

Había un cura en la Sagrada Familia cuando yo era niño, un enano que adoraba hablar del infierno y del pecado mortal. Les tenía verdadero cariño. No hay retorno del pecado mortal, ése era su punto de vista. Me pasé la noche soñando con él, el Padre Hailley, con su sotana y su nariz de whisky, sacudiéndose el dedo y diciendo: «Qué vergüenza, Richard Pinzetti..., un pecado mortal..., condenado al infierno..., condenado al infierno…

Me reí de él. Si esto no es el infierno, ¿qué es? El único pecado mortal es darse por vencido.

La mitad del tiempo la paso delirando; el resto me pican los muñones; la humedad hace que me duelan todavía más.

Pero no voy a ceder. No me voy a dar por vencido. No pasaré por todo esto para nada.

12 de febrero

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Hace un día magnífico y el Sol brilla otra vez en todo su esplendor. Espero que se estén helando en Nueva York.

Es un buen día, en la medida de lo posible. La fiebre parece haber bajado. Estaba débil y temblaba cuando salí de mi madriguera, pero después de dos o tres horas al sol, vuelvo a sentirme casi humano otra vez.

Me arrastré hasta el sur de la isla y encontré varios trozos de madera arrojados por la tormenta, además de varios tablones de mi propio bote. Había quelpo y algas en uno de los tablones y me lo comí todo. Me dieron ganas de vomitar. Es como comerse la cortina de plástico del baño, pero me siento mucho más fuerte esta tarde.

Llevé la madera a la arena para que se secara. Todavía me queda una caja completa de cerillas a prueba de humedad y podré hacer una fantástica señal de humo si pasa alguien pronto. Si no, me servirá para cocinar. Voy a aspirar heroína.

13 de febreroHe encontrado un cangrejo, que maté y cocí en una pequeña hoguera. Esta noche casi

vuelvo a creer en Dios.

14 de febAcabo de darme cuenta de que la tormenta se llevó casi todas las piedras de mi señal de

AYUDA. Pero la tormenta terminó... ¿hace más de tres días? ¿He estado drogado todo ese tiempo? Tengo que tener más cuidado y bajar la dosis, porque ¿qué ocurriría si pasara un barco y yo estuviera durmiendo?

Reconstruí la señal, pero me llevó casi todo el día y estoy exhausto. Busqué un cangrejo donde encontré el otro, pero nada. Me corté las manos con varias de las piedras de la señal, pero me desinfecté con yodo, a pesar de mi debilidad. Debo cuidar mis manos. Por encima de todo.

15 de febHoy se posó otra gaviota en el montículo. Levantó el vuelo antes de que yo me acercara. La

conminé a irse al infierno, a picotear los ojillos rojizos del Padre Hailley para toda la Eternidad.¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Ja.

17 de feb (?)Me he cortado la pierna derecha a la altura de la rodilla, pero he perdido mucha sangre. El

dolor era inenarrable, a pesar de la heroína. Sólo el shock hubiera matado a un hombre menos hombre que yo. Déjame contestar con una pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir? ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?

Me tiemblan las manos. Si me traicionan, estoy perdido. No tienen ningún derecho a traicionarme. ¡Ningún derecho! Las he cuidado durante todas sus vidas. Las he mimado. Mejor que no me traicionen. O se van a arrepentir.

Por lo menos, no siento hambre.Uno de los tablones del bote se partió por la mitad. Una de las partes tenía una punta

bastante afilada, que fue la que usé. Se me caía la baba, pero me hice esperar pensando en... ¡aquellas barbacoas! Aquella casa que Will Hammersmith tenía en Long Island, con una barbacoa donde se podía asar un cerdo entero. Acostumbrábamos a sentarnos al atardecer, con tragos largos en la mano, hablando de nuevas técnicas quirúrgicas o de golf o de cualquier otra cosa. Y la brisa nos traía el olor del cerdo asado. Madre mía, el olor del cerdo asado.

Feb ?Me he cortado la otra pierna a la altura de la rodilla. He estado dando cabezadas todo el

santo día:«Doctor, ¿la operación era necesaria?». Ja, ja. Me tiemblan las manos como las de un

viejo. Las odio. Tengo sangre debajo de las uñas, costras. ¿Recuerdas el modelo de la facultad, con la barriga de vidrio? Pues me siento igual, pero no quiero mirar. De ninguna de las maneras. Recuerdo que Dom decía eso, se paraba a charlar contigo en la calle con la chaqueta del Hiway Outlaws Club. Tú le decías: «Hombre, ¿cómo hiciste para conseguirla?». Y

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Dom respondía de ninguna de las maneras. Viejo Dom. Caramba, ojalá me hubiera quedado en el barrio. Esto tiene tan mala pinta, como decía Dom. Ja ja.

Pero me han dicho, sabes, que con la terapia adecuada y unas prótesis, volvería a estar como nuevo, podría volver a la isla y decirle a la gente: «Aquí es donde ocurrió».

¡Ja-ja-ja!

23 de febrero (?)Encontré un pez muerto, podrido y apestoso. Es igual, me lo comí. Me doblaban el cuerpo

las arcadas, pero no me lo permití. Sobreviviré. Estoy tan bien con heroína, las puestas de sol.

FebreroNo me atrevo, pero tengo que hacerlo. ¿Pero, cómo haré para ligar la arteria femoral tan

arriba? Es amplia como una maldita autopista a esa altura.A pesar de todo, tengo que hacerlo. He marcado la parte alta del muslo, la parte donde

todavía hay carne, con lápiz.Desearía poder dejar de babear.

FeTe... mereces... un descanso hoy... también... así que... levántate y vete.., a McDonald’s...

dos hamburguesas... salsa especial... lechuga... pepinillos.., cebollas... en... un panecillo...Da... dada... dadada...

FebbeHoy me he visto la cara en el agua. Una calavera cubierta de piel. ¿Me he vuelto loco ya?

Debo de estar loco. Ahora soy un monstruo. Un engendro. No me queda nada bajo las ingles. Un verdadero monstruo. Una cabeza atada a un torso que se arrastra por los codos en la arena. Un cangrejo. Un cangrejo dopado. Eh, tú, soy un pobre cangrejo dopado, dame una moneda.

Jajajaja.Dicen que de lo que se come se cría, así que ¡TODAVÍA SOY EL MISMO! Querido Dios

shock traumático shock traumático shock traumático NO EXISTE NADA QUE SE PAREZCA A UN SHOCK TRAUMÁTICO.

JA.

40/Fe ?He soñado con mi padre. Cuando se emborrachaba, olvidaba el inglés. No es que tuviera

nada interesante que decir de todos modos. Condenado cerdo, me alegré tanto de irme de tu casa, papito, condenado cerdo, chapucero, nada, no vales para nada, nada, cero. Sabía que lo lograría. Me alejé de ti, ¿verdad? Me fui andando sobre las manos.

Pero ya no puedo cortar nada más con ellas. Ayer me corté las orejas.la mano izquierda lava la derecha no dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la

derecha pito pito colorito donde vas tú tan bonito... jajaja...Qué importa, una mano u otra, buena comida, buena carne, buen Dios comamos... pies de

cerdo saben igual que manos de cerdo.

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¡TENGO QUE ESCAPAR!

«¿Qué estoy haciendo aquí?», me pregunté de repente. Estaba terriblemente asustado. No podía recordar nada, pero aquí estaba yo, trabajando en la línea de montaje de una central atómica. Todo lo que sabía era que me llamaba Denny Phillips. Era como si me acabara de despertar de un sueño apacible. El lugar estaba vigilado y los guardias portaban pistolas. Tenían la apariencia de ser de negocios. Había otros trabajadores y parecían zombis. Parecían prisioneros.

Pero no importaba. Tenía que descubrir quién era yo… qué estaba haciendo.

¡Tenía que escapar!

Empecé a cruzar el piso, y uno de los guardias gritó:—¡Vuelve aquí!

Corrí por la habitación, me abalancé sobre el guardia y salí por la puerta. Oí el estallido de las pistolas y supe que me estaban disparando. Pero el pensamiento persistía:¡Tengo que escapar!

Había un nuevo grupo de guardias bloqueando la otra puerta. Pareció que estaba atrapado, hasta que vi una pértiga balanceándose. Me agarré de ella y fui proyectado cien metros hasta que aterricé. Pero no terminó bien. Había un guardia allí. Me disparó. Me sentí débil y mareado… me sumergí en un abismo grande y oscuro…

Uno de los guardias se quitó la gorra y se rascó la cabeza.—No sé Joe, no sé. El progreso es una gran cosa… pero que x-238a… Denny Phillips…, son unos buenos robots… pero se desorientan una y otra vez, y parece como si estuvieran buscando algo… casi humano. Oh, está bien.

Pasó un camión que en un costado decía: REPARACIÓN DE ROBOTS ACME.

Dos semanas más tarde, Denny Phillips estaba de nuevo en el trabajo… con una mirada ausente en sus ojos. Pero de repente…

Sus ojos se aclararon… y el persistente pensamiento volvió a él:

¡¡TENGO QUE ESCAPAR!!

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UNA TARDE EN LO DE DIOS

Una obra de un minuto, 1990

ESCENARIO EN PENUMBRAS. Acto seguido un reflector ilumina un globo de papel maché que gira sobre sí mismo en el medio de la oscuridad. Poco a poco, las luces del escenario SE ENCIENDEN y podemos ver una desnuda representación de una sala de estar: una silla común y corriente junto a una mesa (hay una botella de cerveza abierta sobre esa mesa) y un televisor al otro lado del cuarto. Hay un refrigerador de picnic lleno de cerveza bajo la mesa, además de cierta cantidad de botellas vacías. DIOS la está pasando en grande. Se advierte una puerta a la izquierda del escenario. DIOS —un tipo corpulento de barba blanca— está sentado en la silla, leyendo un libro (Cuando las cosas malas le suceden a las personas buenas) y mirando la pantalla alternadamente. Cada vez que quiere mirar la tele tiene que estirar el cuello porque el globo flotante (que imagino que en realidad cuelga de un hilo) se encuentra justo en la línea de su visión. Por la tele están pasando una comedia. De vez en cuando DIOS se ríe entre dientes junto a las risas grabadas. Suena un golpe en la puerta. DIOS (con la voz bien amplificada):¡Adelante! ¡Pase, pase que está abierto! La puerta se abre. SAN PEDRO entra en escena, vestido con una moderna túnica blanca. Además está llevando un maletín. DIOS: ¡Pedro! ¡Creí que estabas de vacaciones! SAN PEDRO: Salgo en una hora y media, pero pensé en traerle los papeles para que los firme. ¿Y usted cómo se encuentra, DIOS? DIOS: Mejor. Ahora sé lo que es comer esos ajíes picantes. Me hacen salir fuego por ambos extremos. ¿Trajiste las cartas de las transmisiones del infierno? SAN PEDRO: Sí, por fin. Gracias a DIOS. Si es que me disculpa el juego de palabras. Saca algunos papeles de su cartera. DIOS los examina y luego tiende una mano con impaciencia. SAN PEDRO se había quedado observando el globo flotante. Luego vuelve la mirada, descubre que DIOS lo está esperando, y le coloca una lapicera sobre la mano extendida. DIOS garrapatea su firma. Mientras lo hace, SAN PEDRO vuelve a mirar fijamente al globo. SAN PEDRO: ¿De modo que la Tierra sigue allí, eh? Después de todos estos años. DIOS (le devuelve los papeles y la contempla. Luce bastante irritado). DIOS: Sí, la mujer de la limpieza es la perra más olvidadiza del universo.

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Una EXPLOSIÓN DE RISAS suena en la televisión. DIOS estira el cuello para poder ver, pero es demasiado tarde. DIOS: ¡Maldición! ¿Ese era Alan Alda? SAN PEDRO: Puede que haya sido, señor; en realidad no logré verlo. DIOS: Yo tampoco. Se inclina hacia adelante y aplasta al globo flotante, reduciéndolo a polvo. DIOS (inmensamente satisfecho): Bien. Hace bastante tiempo que andaba con ganas de hacerlo. Ahora puedo ver la televisión tranquilo. SAN PEDRO (observa con tristeza los restos aplastados de la Tierra). SAN PEDRO: Umm... me temo que ése era el mundo de Alan Alda, DIOS. DIOS: ¿En serio? (risitas en la televisión) ¡Robin Williams! ¡Yo AMO a Robin Williams! SAN PEDRO: Me parece que Alda y Williams se encontraban allí cuando... bueno... cuando usted pronunció el Juicio Final, señor. DIOS: Oh, no hay problema: tengo todos los vídeos. ¿Quieres una cerveza? Cuando SAN PEDRO acepta una, las luces del escenario comienzan a bajar de intensidad. Un reflector se concentra sobre los restos del globo. SAN PEDRO: Realmente me caía bien, DIOS; la Tierra, quiero decir. DIOS: No estaba tan mal, pero hay más de esas por ahí. Y ahora... ¡Brindemos por tus vacaciones! Ambos no son más que dos sombras en la penumbra, aunque DIOS es el más fácil de distinguir porque tiene un débil halo de luz alrededor de su cabeza. Hacen entrechocar sus botellas. En la tele suenan varias carcajadas. DIOS: ¡Mira! ¡Es Richard Pryor! ¡Ese tipo me mata! Aunque imagino que también estaba... SAN PEDRO: Ummm... así es, señor. DIOS: Mierda. (Una pausa). Tal vez fuera mejor que dejara de beber. (Otra pausa). Aunque de todas formas... iba a terminar de esa manera. La escena se funde en negro, salvo por el reflector que ilumina las ruinas del globo flotante.

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SAN PEDRO: Sí señor. DIOS (murmurando): ¿Mi hijo volvió, no? SAN PEDRO: Así es señor, hace ya algún tiempo. DIOS: Bueno. Entonces está todo al pelo. EL REFLECTOR SE APAGA. (Nota del Autor: La VOZ DE DIOS debe sonar tan alta como sea posible.)

King escribió esta pequeña obra de teatro por motivos benéficos, y fue representada el 23 de abril de 1990. El manuscrito original fue subastado luego de la función.

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