Carlo Ginzburg - El Ojo Del Extranjero

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EL OJO DEL EXTRANJERO

Carlo Ginzburg

(Traducción de Justo Serna y Anaclet Pons)

Mi oficio es el de historiador, pero nunca me he dedicado a la

historia americana1. Por eso, al hablar de mi itinerario intelectual, corro el

riesgo de desviarme de lo que se me ha pedido. Creo, sin embargo, que

interpreto bien la invitación de que he sido objeto si abordo el tema de las

relaciones entre la historiografía italiana y la historiografía americana

desde un punto de vista muy limitado, el de mi experiencia personal.

Mi primer viaje a los Estados Unidos fue exactamente hace veinte

años, en septiembre de 1973. Había sido invitado a pasar tres meses en el

Davis Center for Historical Studies de Princeton, entonces dirigido por

Lawrence Stone. Tenía treinta y cuatro años. Recuerdo aquellos meses

como un período de muchísima receptividad, estimulada por la novedad

de las personas, de los paisajes y de las ideas con los que me tropezaba.

El seminario del Davis Center era muy distinto de aquellos otros en los

que había participado en Italia. Me sorprendieron allí sobre todo dos

cosas: la heterogeneidad del grupo de participantes y el estilo que

adoptaban las discusiones. Comenzaré por esta segunda sorpresa. Las

críticas eran frecuentemente ásperas, a veces incluso violentas, pero

siempre estaban dirigidas a los argumentos, a las ideas, nunca a las

personas. Ni antes ni después he encontrado nada semejante, ni siquiera

remotamente semejante, en los ambientes académicos italianos o

franceses, en donde (aunque de manera distinta) la franqueza de la

discusión está velada o sofocada por las ceremonias, por las relaciones

jerárquicas, etcétera. Sólo con el tiempo he comprendido que aquella

aspereza casi deportiva y el agonismo desinteresado de las discusiones

que tenían lugar en el Davis Center eran características más británicas

que americanas y que, sobre todo, estaban ligadas a la personalidad del

que fue su fundador y primer director, Lawrence Stone. Aunque hubiera

permanecido en Inglaterra, lo cierto es que Stone habría escrito

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igualmente sus libros (quizá de forma un tanto distinta), pero fue en los

Estados Unidos y no en su país natal en donde él ha podido llevar a cabo

su pasión de organizador intelectual.

El otro elemento que me había sorprendido del Davis Center (la

heterogeneidad del grupo de participantes en el seminario) era fruto

también de una elección deliberada por parte de Lawrence Stone. Como

se sabe, el modo de funcionamiento del Davis Center prevé un seminario

bianual dedicado a un tema muy amplio --en mi año de estancia fue la

"popular religion"-- sin limitación cronológica ni geográfica. Dada la

diversa formación de los participantes, las discusiones tenían un cariz

necesariamente comparado, que en principio acogí con estupor, casi con

sospecha. Para poder explicar los motivos de esta reacción, deberé decir

algo de cómo era yo hace veinte años, de las lecturas, de las

orientaciones y de los prejuicios con que afrontaba aquella primera

experiencia americana.

En una ocasión, el gran filólogo romanista vienés Leo Spitzer, que

pasó la última parte de su vida enseñando en los Estados Unidos, en

donde se había afincado huyendo del nazismo, sustituyó polémicamente

la expresión aristotélico-escolástica individuum est ineffabile ("de lo que

es individual no se puede hablar") por la de solum individuum est effabile

("sólo se puede hablar de lo que es individual"). Esta idea es semejante a

otra que expresara mi maestro, Delio Cantimori, quien mostraba su

obstinada desconfianza hacia la sociología y la propia historia

comparada. En todo ello reconozco las raíces idealistas de mi inicial

perplejidad frente a la elección del Davis Center de Princeton en relación

con la historia comparada.

Creo que pertenezco a la última generación que en Italia sintió a la

necesidad de acercarse a los estudios humanísticos (era entonces

cuando se empezaba a hablar de "ciencias humanas") leyendo a Croce.

Lo que a los dieciocho años había leído con entusiasmo y, a la vez, con

irritación era sobre todo al Croce filósofo: al estudioso de la estética y de

la metodología de la historiografía. Y, junto a Croce, Gramsci: más en

concreto Croce leído a través de Gramsci. Después, los principales

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representantes de aquella forma de crítica literaria conocida como "crítica

estilística": Leo Spitzer, al que ya he citado, Erich Auberbach, Gianfranco

Contini. Era ésta un constelación de autores cuya relación creía haber

construido por mi parte a finales de los años cincuenta. Sin embargo,

como ya entonces advertí, la proponía a la vez un grupo de intelectuales

reunidos en torno a la revista boloñesa Officina. Uno de ellos, Pier Paolo

Passolini, sería después muy conocido en los Estados Unidos, sobre todo

gracias a sus películas.

Uno cree deberse exclusivamente a sí mismo y después descubre,

con la distancia que le dan los años, que las elecciones que se hicimos

estaban dictadas por la pertenencia a un ambiente social, a una

comunidad lingüística, a una generación. Digo "dictadas", no que sean

inevitables: siempre hay un margen para la elección o para el azar, o

incluso para ambos a la vez. Entre las cosas que me apasionaban cuando

ingresé en la universidad --la literatura, la pintura, el cine-- no se

encontraba la historia. Los libros de historia que había leído me aburrían.

Pero entonces se me ocurrió acudir a un seminario en el que Delio

Cantimori leía y comentaba a lo largo de una semana las primeras quince

lineas de las Consideraciones sobre la historia universal de Jakob

Burckhardt. Allí descubrí a Arsenio Frugoni, que me reveló la existencia

de Marc Bloch y de los Annales. Fue entonces cuando decidí estudiar los

procesos de brujería y fue Cantimori quien me sugirió que fuera a

consultar los documentos inquisitoriales conservados en el Archivio di

Stato de Módena. Sin entrar a desentrañarla ahora, he de decir que se

trata de una trama de azares y de elecciones, de condicionamientos

próximos y remotos, una trama que me enredó y me llevó rápidamente al

oficio que después he hecho propio. En ese camino hubo dos direcciones

importantes. Por un lado, mi descubrimiento de los Annales a finales de

los años cincuenta, otro hecho previsible para mi generación. Por otro, mi

estancia durante todo el año de 1968 en Warburg Institute de Londres.

Ahora bien, a pesar de ello, cuando llegué a Princeton por primera vez en

1973 todavía estaba fuertemente marcado por las lecturas que había

hecho antes de entrar en la universidad. A aquella primera pátina debo

una formación predominantemente literaria, a la que hay que añadir

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mucha historia del arte, un poco de filosofía, un poco de antropología y

nada de sociología: en el fondo, una formación muy italiana. Y, sin

embargo, durante mucho tiempo me he sentido un tanto desplazado entre

los historiadores italianos (una sensación que, por otra parte, no es

desagradable del todo). Me parecía que me ocupaba de cuestiones que

poquísimos colegas estaban dispuestos a tomarse en serio.

Entre estos pocos estaba Delio Cantimori. Es un gran pecado que el

viejo proyecto de traducir al inglés Eretici italiani del Cinquecento, la obra

más importante de este gran historiador, no se haya materializado, al

menos hasta hoy. Para hacerse una idea de la riqueza de los libros y de

los ensayos de Cantimori, así como de la complejidad quizá casi

insondable de su autor, deberíamos extendernos ampliamente. Ahora, por

el contrario, me limitaré a exponer en pocas palabras mi deuda con él,

una deuda que es enorme. Fue precisamente Cantimori quien me

transmitió la pasión por la investigación erudita; fue él quien me

encaminó hacia el estudio de la heterodoxia religiosa del siglo XVI, y fue

él, en fin, quien me enseñó a leer y a releer un texto buscando entender

cada palabra, cada matiz.

Cantimori se ocupaba de textos muy variados: tratados teológicos,

opúsculos propagandísticos, escritos polémicos, etcétera. Casi siempre

se trataba de textos cultos. Hasta mi primer libro --I benandanti--,

aparecido en 1966, y traducido muchos años después al inglés con el

título de The Night Battles, había intentado leer lentamente los procesos

de la Inquisición: documentos que llamaríamos de "literatura

involuntaria", puesto que implicaban, además de a frailes expertos en

derecho canónico y teología, a hombres y mujeres posiblemente

analfabetos, a menudo de origen campesino. En el texto que presenté al

Davis Center aplicaba también a un material anómalo los instrumentos de

la hermenéutica literaria: dos procesos contra un desconocido molinero

friulano, un tal Domenico Sacandella llamado Menocchio, llevado a

presencia de la Inquisición en el año de 1600 por sus ideas heréticas,

como consecuencia de un intervención directa del Papa Clemente VIII.

Este texto, escrito en francés (puesto que mi inglés era entonces muy

inseguro), se titulaba Le fromage et les vers: primera redacción del libro

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que en italiano se llamó Il formaggio e i vermi y en inglés The Cheese and

the Worms2.

Me había tropezado con los procesos contra el molinero Menocchio

mucho antes, en 1963, pero hasta que decidí transcribirlos pasaron siete

años. El trabajo de la investigación erudita (identificar, por ejemplo, los

libros leídos por Menocchio) se mezcló muy pronto con dilemas de índole

literaria. Desde que empecé a aprender este oficio comprendí (en parte

porque mi madre era escritora3) que escribir historia quería decir también

contar historias. Pero fue precisamente el año anterior a mi estancia en

Princeton cuando logré ser más consciente que nunca de las

implicaciones cognoscitivas de la literatura. Fue gracias a las largas

discusiones que mantuve con dos escritores, Italo Calvino y Gianni

Celati, sobre un proyecto común que luego no llegaría a buen puerto: una

revista que debería haber reunido la literatura, la filosofía, la antropología

y la historia. Aquellas discusiones se mezclaban en mi mente con la

investigación que había comenzado sobre el molinero friulano

Menocchio. ¿Hasta qué punto --me preguntaba-- habría cambiado mi

investigación si hubiera decidido contarla de un modo distinto? Era ésta

una cuestión que estaba provocada por mi reciente lectura de los

Exercices de Style de Raymond Quenau4, en los que un acontecimiento

absolutamente banal se cuenta de noventa y nueve modos distintos, con

efectos totalmente hilarantes. (Desde un punto de vista historiográfico,

las implicaciones del libro de Queneau no pasaron desapercibidas,

algunos años después, a un estudioso como Richard Cobb, aunque sus

preocupaciones fueran muy distintas de las mías). Durante cierto tiempo

me entretuve con la idea de dividir mi libro en muchos capitulillos, cada

uno escrito de forma diferente: variando los tiempos, los estilos,

introduciendo incluso algunas parodias historiográficas. Lo intenté pero

me pareció un juego insustancial, sobre todo un juego irrespetuoso para

con mi personaje, el molinero Menocchio, y para con su trágica vicisitud.

El material me imponía sus leyes. Sin embargo, me parece que el volumen

que finalmente escribí conserva todas las huellas de aquella voluntad de

experimentación narrativa.

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Dedicar todo un libro, aunque fuera breve, a un molinero del siglo

XVI --que casi todos los historiadores que conocía habrían ignorado

tranquilamente o como mucho habrían confinado a una nota a pie de

página-- era una decisión que se la podría calificar de cualquier manera

excepto de incuestionable. Pero la transgresión de las etiquetas

historiográficas en sí misma o por sí misma no me interesaba. Mientras

transcribía los procesos contra Menocchio me atormentaba una duda: no

sabía si debía alegrarme por el hecho de haber tropezado con un caso (y

con un individuo) tan extraordinario, o, por el contrario, si debía

lamentarlo. Una pregunta de este género, bastante absurda para un

novelista, era inevitable para un historiador. Solum individuum est

effabile, "sólo se puede hablar de lo que es individual", había dicho Leo

Spitzer aludiendo a la individualidad concreta de la obra de arte. ¿Era

lícito extender --me preguntaba-- la expresión de Spitzer a un individuo en

sentido biológico, por ejemplo al molinero Menocchio? Y si éste era el

caso, ¿la extrema singularidad del individuo en cuestión lo hacía más o

menos relevante? La cosmogonía de Menocchio se basaba en la

comparación entre el mundo y un queso putrefacto, lleno de gusanos

"que eran los ángeles", ¿pero debíamos despacharla como si fuera una

extravagancia irrelevante, sólo porque lo era desde un punto de vista

estadístico?

Fue con esta clase de preocupaciones con las que me presenté al

seminario de Davis Center. Mi investigación sobre el molinero Menocchio

surgía del ámbito cultural que he intentado describir: Gramsci (la historia

de las clases subalternas); Cantimori (la historia de la heterodoxia

religiosa en el siglo XVI); Spitzer, Auerbach, Contini (la hermenéutica

aplicada a textos no literarios); y después citando sin orden de prelación

Marc Bloch, Lucien Febvre, Walter Benjamin, Raymond Quenau, etcétera,

etcétera. Excepto Bloch y Febvre, los otros eran nombres absolutamente

extraños a la atmósfera intelectual que se respiraba en el seminario del

Davis Center. De todos modos, mi investigación también podía ser

catalogada, como la de los otros participantes, bajo la rúbrica de "historia

social" (y cultural). ¿Pero con qué escala la había realizado?, ¿con qué

instrumentos? La idea de someter el texto de un proceso inquisitorial

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contra un molinero a una hermenéutica de este tipo --que llega a dedicar

dos páginas al análisis de un silencio del imputado, debidamente

registrado por el escribano del Santo Oficio-- les debió de parecer

bastante extravagante a muchos de los participantes, casi tanto como las

ideas de Menocchio.

La discusión sobre mi texto fue muy viva: era éste un testimonio de

la libertad de investigación y de la apertura intelectual con que Lawrence

Stone había caracterizado el seminario del Davis Center. Como era

previsible, se habló sobre todo de la cuestión de la relevancia: ¿por qué y

de qué modo estudiar un caso como el de Menochio? Recuerdo

vivamente que la forma en que repliqué a las objeciones que se me

habían hecho me dejó descontento. La larga introducción que precede a Il

formaggio e i vermi fue un intento, algunos años después, de dar una

respuesta más adecuada a mí mismo y a mis interlocutores. Un ensayo de

François Furet, aparecido en Annales, en el que sostenía que las clases

subalternas de la sociedad de la Europa preindustrial sólo podían ser

estudiadas desde una perspectiva cuantitativa, me aclaró la distinción

entre relevancia estadística y relevancia histórica. Me planteé la hipótesis

de que también un caso no generalizable, un caso anómalo y marginal (y

quizá precisamente por serlo), podía ser considerado revelador: una idea

sobre la que intenté profundizar en un ensayo posterior, Spie, traducido al

inglés con el título de Clues. Finalmente me vi obligado a tener en cuenta

el análisis comparativo: éste es uno de los temas sobre los que construí

Storia notturna (en inglés Ecstasies), libro sobre el aquelarre de las brujas

en el que trabajé durante más de quince años5.

Sobre todo intenté reflexionar sobre la idea misma de "relevancia".

No me parece que se haya advertido suficientemente la diferencia que hay

entre un estudio histórico que aborda un tema cuya importancia precede

al investigador (es decir, la Revolución francesa) y otro en el que deba ser

demostrada, por así decir, sobre el terreno, sobre la base de los

resultados alcanzados. En este segundo caso (del que la investigación

sobre Menocchio sería un ejemplo), las técnicas de presentación, de

argumentación y de autolegitimación son completamente distintas.

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Las modas intelectuales cambian deprisa, los cánones

historiográficos no tanto, pero también cambian. Hoy en día, un libro

sobre un molinero del siglo XVI no habría precisado tantas

justificaciones. Tampoco quiero exagerar la novedad de Il formaggio e i

vermi. El libro encontró pronto su público y encontró también, como era

de esperar, sus críticos. Citaré sólo uno, un historiador de gran valía,

tempranamente desaparecido: Rosario Romeo. En un artículo sobre la

llamada "historia desde abajo", aparecido el doce de octubre de 1978 en Il

Giornale, Romeo escribía lo siguiente: "ciertamente, podemos encontrar a

varios Carlo Ginzburg, producto de un pastiche populista-erudito que

poco tiene que ver con la cultura". Las ideas políticas e historiográficas

de Romeo no eran las mías. Su expresa repulsa de mi libro me alegró

muchísimo, porque, entre otras cosas, jamás me impuse como objetivo

contentar a todos. En cuanto al populismo y a la erudición, he de decir

que no los considero en absoluto como tales insultos, y además los

acepto ambos.

Ya he hablado de mi estancia en los Estados Unidos en 1973.

Ahora, por el contrario, intentaré imaginarme como si fuera Rip van

Winkle, el personaje Washington Irving6. Encanecido y desmemoriado, me

veo paseando por el campus de UCLA. Han pasado veinte años, todo ha

cambiado a mi alrededor, incluso el panorama historiográfico. Entre los

numerosos muros que han caído desde entonces está aquel que --como

pude constatar en Princeton en 1973-- separaba en los Estados Unidos la

literatura de las ciencias sociales. Ahora tengo la impresión de que

hemos pasado de un extremo al otro. Antropólogos, historiadores,

filósofos (aunque con importantes excepciones) se han obsesionado con

la dimensión textual de su investigación hasta el punto de rechazar la

posibilidad de establecer alguna relación entre texto y realidad

extratextual, como si postularla fuera pecar de ingenuidad culpable. La

palabra mágica "narración", narrative, lo abarca todo: es ésta una noche

en que todos los gastos son pardos, en que toda distinción entre ficción y

realidad, fiction and reality, deviene indemostrable. Todo se ha convertido

en self-referential. Los antropólogos se miran en el espejo, los filósofos

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escriben una historia de la historiografía sin historia, e incluso entre los

historiadores la inmunda palabra "realidad" sólo puede ser pronunciada

tras haber sido desinfectada, tras haberla puesto entre comillas.

Recuerdo haber profetizado que la moda del posmodernismo se

habría agotado en un par de años. Me equivoqué clamorosamente. Desde

entonces ha pasado más de una década. Y, sin embargo, a pesar de los

signos de insatisfacción que se manifiestan por doquier, la situación no

cambia, más bien empeora: la joven generación piensa que ha de

convertirse al nuevo credo para no quedar excluida del mercado

intelectual. Desde el punto de vista de la calidad del producto, los

resultados son francamente desastrosos. ¿Cómo hemos llegado a este

punto? Los motivos son quizá muchos, pero entre ellos probablemente

ha tenido un gran peso la presencia de una tradición positivista seria,

profundamente enraizada en la sociedad americana. Como el profesor

Unrath de El ángel azul, la famosa película de Joseph von Sternberg,

basada sobre una novela de Heinrich Mann, muchos positivistas han

querido sentir el escalofrío transgresor de Lola-Lola. En cambio, en Italia,

el canto de las sirenas del posmodernismo no ha tenido hasta ahora

mucho éxito. Creo que la razón es bien simple: el frágil positivismo

italiano fue abatido desde principios de este siglo por la despiadada

batalla intelectual que emprendieron Benedetto Croce y Giovanni Gentile.

Parafraseando una expresión de Bertold Brecht referida a Walter

Benjamin, podríamos decir que las cosas malas y viejas nos han

protegido en Italia de las cosas malas y nuevas7.

Y, sin embargo, como decía Brecht, es necesario empezar

precisamente desde las cosas malas y nuevas. Por esta razón, aunque

coincido plenamente con el sentido de la alarma que hizo sonar Lawrence

Stone en Past and Present8 hace unos años, creo que deberíamos intentar

identificar las preguntas a las que los seguidores del posmodernismo han

dado respuestas tan insatisfactorias, por no decir fútiles. A su desafío

escéptico no creo que se pueda contestar proponiendo de nuevo tales o

cuales viejas certezas de los positivistas. Es necesario interrogarse otra

vez sobre la relación que hay entre los documentos y la realidad a la que

se refieren. El desafío posmoderno se puede comparar (dejando aparte el

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nivel de los protagonistas) con aquel que lanzara el pirronismo histórico

entre los siglos XVII y XVIII, y que Arnaldo Momigliano reconstruyó en un

artículo memorable. También en esta ocasión una respuesta adecuada a

la ofensiva de los escépticos podría transformar en profundidad,

reforzándolo, el oficio de historiador.

Comencé a trabajar sobre este tema hace una década. Es un

desafío que procede del ambiente intelectual americano: incluso

tratándose de un desafío distinto, por no decir opuesto, a aquel con el

que me tropecé hace veinte años.

Si alguien me preguntara qué es lo más importante que he

aprendido en mis estancias --ahora ya más largas y estables-- en los

Estados Unidos, le respondería: he aprendido a discutir una serie de

jerarquías de relevancia que estaba habituado a to take for granted, es

decir, a dar por descontadas. El hecho de haber enseñado en los últimos

cinco años a estudiantes como los de la UCLA, cultural y étnicamente

heterogéneos entre sí y con una formación muy lejana a la mía, me ha

obligado a mirar de una manera distinta los temas de investigación que

me eran más familiares9 Entendámonos: no tengo ninguna duda sobre la

relevancia del humanismo italiano del siglo XV para un estudiante de

Taiwan trasplantado a Los Ángeles. Pero pienso que esa relevancia no

puede ser taken for granted. Por eso, me gustaría poder mirar siempre los

objetos que me son familiares (incluidos los objetos de investigación) con

un ojo que los desfamiliarizara: el del antropólogo o simplemente el del

extranjero.

1 Publicado originariamente en la revista italiana Passato e presente, núm. 33 (1994), vol. 12, pp. 97-

103 y dentro de una "carpeta" dedicada a los "Itinerarios de historiadores entre Europa y

América" en donde varios de ellos eran convocados a pronunciarse sobre el particular. La

publicación en castellano se hace con la autorización expresa de Carlo Ginzburg. La traducción es

de Anaclet Pons y Justo Serna. Las notas que siguen --que completan, aclaran o añaden

información al texto-- son de los traductores. Las tareas de traducción y edición forman parte del

proyecto GV 99-130-1-09, del que ambos participan.

2 La versión castellana de este volumen apareció inicialmente en 1981: El queso y los gusanos. El

cosmos según un molinero del siglo XVI. Barcelona, Muchnik. Veáse sobre este particular Justo

Serna y Anaclet Pons, Cómo se escribe la microhistoria. Ensayo sobre Carlo Ginzburg. Madrid,

Cátedra-Universitat de València, 2000. Remitimos al lector a este último texto para cualquier

ampliación sobre el itinerario y los motivos intelectuales de Carlo Ginzburg. Las notas que siguen,

pues, son escuetas y sólo documentan datos imprescindibles.

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3 Como se sabe, Carlo Ginzburg es hijo de Leone y Natalia Ginzburg (antes Levi). Esta última es la

célebre novelista y autora, entre otros, de Léxico familiar.

4 Hay traducción castellana de esta célebre obra, con el título de Ejercicios de estilo. Madrid,

Cátedra, 1991.

5 Los dos textos a los que se refiere Ginzburg son "Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias

indiciales", en Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia. Barcelona, Gedisa, 1989, pp. 138-

175. E Historia nocturna. Barcelona, Muchnik, 1991.

6 Esta obra cuenta en castellano con varias ediciones. Por ejemplo: Rip van Winkle. Palma de

Mallorca, Olañeta, 1987. Como se sabe, relata la historia de un individuo que se durmió una tarde

en las montañas de Catskill y que despertó veinte años después en un mundo que había cambiado,

en un mundo en donde ya nada era familiar, en un mundo en donde todo le resultaba extraño, poco

conocido.

7 Esta misma idea le había servido a Ginzburg para dar título a uno de sus textos, en este caso

para responder a las críticas que le había dirigido Perry Anderson en una larga reseña después

recopilada en un libro. Véanse: Carlo Ginzburg, "Buone vecchie cose o cattive cose nuove",

MicroMega, núm. 3 (1991), pp. 225-229; y Perry Anderson, Campos de batalla. Barcelona,

Anagrama, 1998.

8 Se refiere a la crítica que lanzara Lawrence Stone en "History and Post-Modernism", Past and

Present, núm. 131 (1991), pp. 217-218, y que originó una polémica en las páginas de esta revista

durante varios números.

9 Estas palabras e idénticos motivos son los que le sirven a Carlo Ginzburg para empezar Ojazos de

madera. Nueve reflexiones sobre la distancia. Barcelona, Península, 2000.