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1 CASTILLA HEROICA, CASTILLA CULPABLE: CUESTIONES DEL NACIONALISMO ESPAÑOL*. Juan Sisinio Pérez Garzón, UCLM. Fue sobre todo en las décadas bisagra del cambio del siglo XIX al XX, cuando, al socaire del regeneracionismo y de la fuerte irrupción política del catalanismo, se consumó la hipóstasis de Castilla con España y se expandió esa unión como referente para interpretar el devenir de España como Estado- nación, tanto en sus relaciones con el resto de la península ibérica como en su protagonismo en el concierto internacional. Ortega y Gasset sintetizó de forma rotunda esa perspectiva y ese sentir: "Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho"1. Pero no sólo se pensaba así desde quienes se identificaban con un nacionalismo español castellanocéntrico, sino también se lanzaba idéntico mensaje desde los nacionalismos que se abrían paso en la política estatal. Joan Maragall lo expresaba con las siguientes palabras, tan rotundas como las de Ortega. "El espíritu castellano ha concluido su misión en España – escribía el intelectual catalán- [fue el que] dirigió y personificó el Renacimiento... [luego] vino el siglo XIX que hicieron el prestigio del parlamentarismo y sus hombres, prolongaron la misión de la brillante y sonora Castilla en España. Pero todo eso está muriendo y Castilla ha concluido su misión. La nueva civilización es industrial, y Castilla no es industrial; el moderno espíritu es analítico, y Castilla no es analítica; los progresos materiales ind¹ucen el cosmopolitismo, y Castilla, metida en el centro de naturaleza africana, sin vista al mar, es refractaria al cosmopolitismo europeo... Castilla ha concluido su misión directora y ha de pasar su cetro a otras manos"2. * Capítulo de libro publicado en P. Carasa, coord.., La memoria histórica de Castilla y León. Historiografía castellana en los siglos XIX y XX, Junta de Castilla y León, 2003, pp.330-351. 1 José Ortega y Gasset, España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos, Madrid, Revista de Occidente en Alianza editorial, 1998, p. 48. 2 Publicado en La Lectura, 1902. Es justo en este aspecto rescatar un sugerente y denso artículo escrito sobre el significado y las reacciones que se catalizan en torno al concepto de

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CASTILLA HEROICA, CASTILLA CULPABLE: CUESTIONES DEL

NACIONALISMO ESPAÑOL*.

Juan Sisinio Pérez Garzón, UCLM.

Fue sobre todo en las décadas bisagra del cambio del siglo XIX al XX,

cuando, al socaire del regeneracionismo y de la fuerte irrupción política del

catalanismo, se consumó la hipóstasis de Castilla con España y se expandió

esa unión como referente para interpretar el devenir de España como Estado-

nación, tanto en sus relaciones con el resto de la península ibérica como en su

protagonismo en el concierto internacional. Ortega y Gasset sintetizó de forma

rotunda esa perspectiva y ese sentir: "Castilla ha hecho a España y Castilla la

ha deshecho"1. Pero no sólo se pensaba así desde quienes se identificaban

con un nacionalismo español castellanocéntrico, sino también se lanzaba

idéntico mensaje desde los nacionalismos que se abrían paso en la política

estatal. Joan Maragall lo expresaba con las siguientes palabras, tan rotundas

como las de Ortega. "El espíritu castellano ha concluido su misión en España –

escribía el intelectual catalán- [fue el que] dirigió y personificó el

Renacimiento... [luego] vino el siglo XIX que hicieron el prestigio del

parlamentarismo y sus hombres, prolongaron la misión de la brillante y sonora

Castilla en España. Pero todo eso está muriendo y Castilla ha concluido su

misión. La nueva civilización es industrial, y Castilla no es industrial; el moderno

espíritu es analítico, y Castilla no es analítica; los progresos materiales

ind¹ucen el cosmopolitismo, y Castilla, metida en el centro de naturaleza

africana, sin vista al mar, es refractaria al cosmopolitismo europeo... Castilla ha

concluido su misión directora y ha de pasar su cetro a otras manos"2.

* Capítulo de libro publicado en P. Carasa, coord.., La memoria histórica de Castilla y León. Historiografía castellana en los siglos XIX y XX, Junta de Castilla y León, 2003, pp.330-351. 1 José Ortega y Gasset, España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos, Madrid, Revista de Occidente en Alianza editorial, 1998, p. 48. 2 Publicado en La Lectura, 1902. Es justo en este aspecto rescatar un sugerente y denso artículo escrito sobre el significado y las reacciones que se catalizan en torno al concepto de

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No es necesario reiterar la tesis que nos sirve de punto de partida, que

España se crea como nación en el siglo XIX y el historiador es artífice decisivo

en la configuración de ingredientes del nacionalismo español. Pero añadiría

otra, el historiador y teórico de la literatura, porque tan importante para

configurar un mercado nacional era la disolución de los obstáculos políticos y

sociales para la libre circulación de los individuos, como borrar la diversidad

lingüística y cultural para construir la homogeneidad nacional. Y en estos

aspectos, el idioma todavía hoy conserva su valor de referente nacional, de tal

modo que sería interminable la relación de hechos y medidas que desde el

Estado se despliegan a favor del castellano, cuando constitucionalmente habría

que plantearse que tan españolas son las lenguas catalana, vasca y gallega

como la castellana. Sin embargo, a estos idiomas se les recluye en manos

exclusivas de sus respectivos gobiernos autonómicos, como si sólo fuera

responsabilidad de éstos y como si el bilingüismo sólo fuera una obligación

para vascos, catalanes y gallegos, pero nunca para quienes hablamos y nos

expresamos en castellano. Subrayar semejante asimetría es de justicia para

comprender la situación de convivencia cultural que se produce en España y

para desentrañar cómo funciona todavía el nacionalismo español, por más que

a éste se le quieran atribuir supuestas debilidades o incapacidades para

españolizar a todos los ciudadanos, como si la única fórmula de tal

españolización consistiera en la castellanización cultural. De hecho, hoy se

podría confirmar que el nacionalismo español adquiere su expresión más

beligerante y excluyente en el aspecto lingüístico cultural, porque las máximas

instancias del Estado, sin atenerse a la pluralidad reconocida en la Constitución

de 1978, proclaman la cultura escrita en castellano como la exclusiva expresión

de lo español. Así, desde las instituciones de rango estatal se silencian

sistemáticamente las aportaciones culturales escritas en otros idiomas

españoles, y se concentran todas las energías en defender el castellano en los

ámbitos internacionales, con argumentos de mercado (los más de 300 millones

de hispanohablantes), mientras se descuida o se obvia el fomento de las otras

Castilla, el publicado por Julio Carabaña, "De Castilla como nación, región y desolado paisaje", Negaciones, 4 (1978), pp. 97-136

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lenguas, como si éstas fueran la exclusiva responsabilidad de los

correspondientes gobiernos autonómicos y nada más.

El hecho es que en España, sobre el territorio del Estado liberal

construido en el siglo XIX a partir de las herencias de una monarquía

transoceánica, se produjo la nacionalización del Estado en un largo proceso

que pretendía disolver los sentimientos de identidades previas en una única de

pertenencia política a una misma nación. Sin embargo, circunstancias y fuerzas

que no es el caso de explicar ahora, lograron mantener vivas identidades

culturales que a lo largo del siglo XX se expresaron como exigencias de

nacionalidad política, y eso es lo que ha desembocado en una realidad plural

de España que, incluso como Estado, tiene que reconocerse en distintas

culturas, por más que se propague y exhiba sólo el castellano como lo propio

de la identidad española. En cualquier caso, el nacionalismo español no se ha

articulado sólo como un conjunto de personas que se sienten como nación,

sino que se ha revestido de un elemento cognitivo diferenciador, el de

caracterizarse paradójicamente como algo no político para lograr así su

legitimidad por encima de las demás comunidades culturales existentes en

España. Sólo atribuyéndose ese carácter no político se presenta como

expresión cultural incuestionable, anterior al mismo Estado, que cumple ese

papel de legitimación histórica y que le permite cumplir funciones políticas y

simbólicas, como vemos hoy en los actos en los que el idioma castellano se

convierte en paradigma de la nación y en orgullo no sólo de las élites culturales

y políticas, sino también de la ciudadanía a la que se le desinforma del valor de

otras lenguas o se le propaga la idea de una supremacía lingüística

incuestionable. Los estudios sobre el papel del Estado en la creación de una

comunidad cultural son contundentes para todos los nacionalismos. Sin

embargo, no se aplican al caso español, cuando es igualmente se corrobora

que las ideas de unidad cultural y la función política de la unidad cultural no

calan entre la ciudadanía hasta que el Estado las extiende e inculca, por más

que sea frágil el sistema educativo, y que esa tarea hoy la prolongan los

medios de comunicación que despliegan una importante tarea de exaltación del

castellano como exclusivo idioma de España.

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En definitiva, en la castellanización del nacionalismo español se pueden

diferenciar dos niveles: el político, que ha hecho de la monarquía castellana

medieval y moderna el eje de la historia estatal, y el cultural, que ha fraguado

una unidad lingüística sobre el olvido o marginación de otros idiomas. Ambos,

estrechamente relacionados desde el mismo Estado, pero cada cual con

diferentes artífices intelectuales. Si el historiador elaboró, desde los cronistas

hasta los liberales del siglo XIX, la preeminencia de la corona de Castilla, han

sido sobre todo los estudiosos de la literatura del siglo XX los que han hecho

del castellano la expresión por antonomasia de la cultura española. Por otra

parte, tampoco se puede olvidar que, tanto en los siglos de la edad moderna

como en las décadas de la construcción del Estado liberal, se produjo una

proceso de normalización de las lenguas vernáculas en Cataluña, Euskadi y

Galicia por parte de clérigos y filólogos que cimentó unas redes públicas de

interacción regional, cuya reproducción en espacios públicos como las iglesias

y los intercambios mercantiles, o en los medios familiares, transformaron el

idioma en ideología catalizadora de un sentimiento de identidad interclasista.

Así, dentro de España, frente a los propósitos del Estado que implantaba el

castellano como único idioma oficial desde el siglo XVIII y sobre todo desde el

siglo XIX, se arraigaba y fortalecía el contraste entre un "nosotros", los que

hablamos de modo inteligible, y "ellos", los forasteros o inmigrantes a quienes

nadie entiende3.

Conocer, por tanto, esta perspectiva, también es necesario para

contextualizar las relaciones del castellano con los otros idiomas, y las

reacciones de los otros idiomas frente al castellano, en lugar de debates

estériles sobre la supuesta debilidad del Estado4. Por lo demás, las páginas

que siguen se ceñirán al análisis del proceso por el que se fraguó una

perspectiva histórica en la que la corona de Castilla y su idioma se identificaron

3 Un análisis completo de estas cuestiones en el reciente libro de José Luis de la Granja, Justo Beramendi y Pere Anguera, La España de los nacionalismos y las autonomías, Madrid, Síntesis, 2001. 4 Por eso, no responden a la realidad histórica y son totalmente refutables las palabras que el 23 de abril de 2001 pronunció el rey, Juan Carlos, en la entrega del premio Cervantes a F. Umbral, cuando afirmó rotundamente: “ Nunca fue la nuestra una lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano; fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyos por voluntad libérrima el idioma de Cervantes. Se sabe hoy que es a

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con lo español como su más genuina y exclusiva expresión y representación.

No entraremos, sin embargo, en los aspectos de ese nacionalismo cultural que

hoy se polariza en torno al idioma, pero sin duda el conocimiento del proceso

político de castellanización de la historia de España puede arrojar luz sobre el

modo en que enfoca la coexistencia, convivencia o dominio de unos idiomas

sobre otros en las distintas comunidades culturales de España5.

1.- Las ambiciones de los monarcas y su confusión con proyectos

de nación.

El fenómeno ocurrió con bastantes similitudes en todos los reinos

medievales de la cristiandad europea construidos sobre las estructuras

administrativas de un imperio romano en el que se asentaron los pueblos

godos y cuyas castas guerreras, tras las sucesivas consolidaciones políticas,

forjaron lazos de identificación con los territorios dominados. Desde esos siglos

altomedievales, las muy escasas élites intelectuales de clérigos cristianos

elaboraron en cada reino la legitimidad de cada monarquía a partir de la

correspondiente continuidad con las estructuras romanas y agregaron el origen

divino del poder para justificar incluso el parricidio contra supuestos traidores a

las encomiendas divinas. Eso ocurrió también en la monarquía visigoda, pero la

expansión de la dominación musulmana por la península ibérica diversificó

posteriormente el proceso de legitimación ideológica del poder de las diferentes

dinastías cristianas que emergieron frente el califato de Córdoba. La

peculiaridad de los reinos cristianos de la meseta peninsular consistió en

recurrir a los siglos visigodos para justificar sus avances y sobre todo para

legitimar el derecho a ocupar y distribuir las tierras6. Así ocurrió desde los

partir del siglo XIX cuando el castellano comienza verdaderamente su extraordinaria expansión, que no ha cesado de crecer”. (Ver EL PAIS, 24 de abril de 2001, p. 36). 5 En cualquier caso, las páginas que siguen, pronunciadas como conferencia en la Universidad de Valladolid, están endeudadas con los trabajos que he publicado sobre estas cuestiones: ver J. Sisinio Pérez Garzón, “El nacionalismo español en sus orígenes: factores de configuración”, Revista AYER, núm. 35, Marcial Pons, Madrid, 1999; “El debate nacional en España: ataduras y ataderos del romanticismo medievalizante”, Revista AYER, núm.36, Marcial Pons, Madrid,1999; y también en J. S. Pérez Garzón et alii, La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder, Barcelona, Crítica, 2000. 6 Es justo recordar, para comprender este proceso, las obras imprescindibles de Abilio Barbero y Marcelo Vigil, Sobre los orígenes sociales de la Reconquista, Barcelona, Ariel, 1974; y La formación del feudalismo en la península ibérica, Barcelona, Crítica, 1978.

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momentos originarios del reino astur-galaico-leonés hasta el reinado de Alfonso

X. Es más, con este rey, a la altura ya del siglo XIII es cuando se posterga el

latín en las crónicas y se escribe una historia en castellano, el idioma de esos

nobles que se estaban repartiendo las tierras ocupadas a los musulmanes y

sobre las que establecían sus señoríos, porque además, tal y como explicaban

los autores de las crónicas, se sentían con derecho a poseer la península

entera. Los afanes de dominio hegemónico sobre todas las tierras no se

escondían, y se encontraban precedentes en épocas godas o se remontaban a

siglos romanos o épocas míticas, si era necesario. Así se pasó de los

cronicones latinos a la general y universal historia escrita en castellano bajo el

mandato de Alfonso X, lógicamente calificado como “el Sabio”.

Ese proceso adquirió un despliegue inusitado en los siglos XIV y XV,

cuando una misma familia se aposentó en las dos coronas más importantes de

la península, cuando los Trastámaras, dinastía bastarda por más señas7, se

adueñó primero de la corona de Castilla y luego de la de Aragón hasta alcanzar

con el matrimonio de Isabel y Fernando el expansionismo que venía

preconizando la jerarquía eclesiástica que los apoyaba y que había expandido

la primera gran mitificación del reino godo. Es más, se justificaba no sólo la

aspiración de los Trastámara a reinar en toda la península, sino algo novedoso,

el derecho a expandirse fuera de la península para atribuirse tareas de

hegemonía en toda la cristiandad europea8. En cualquier caso, esas mismas

justificaciones expansionistas se desplegaban simultáneamente en los demás

reinos de la cristiandad europea. En el reino portugués, por ejemplo, sin ir más

lejos. Eran los siglos bajomedievales en que se formaron las familias dinásticas

europeas. Éstas se encontraban enfrascadas en una permanente disputa por

territorios y riquezas, y recurrían lo mismo a cruentas guerras que a pactos

matrimoniales. En semejante contexto europeo hay que entender el papel

desempeñado por sucesivas generaciones de servidores de los Trastámaras.

7 Así reza el título de la última obra de Julio Valdeón Baruque, Los Trastámaras. El triunfo de una dinastía bastarda, Madrid, Temas de Hoy, 2001. 8 Referencias imprescindibles son las obras de José Manuel Nieto Soria, Fundamentos ideológicos del poder real en Castilla (siglos XIII-XVI), Madrid, 1988, e Iglesia y génesis del estado moderno en Castilla (1369-1480), Madrid, 1993; y de Luis Suárez Fernández, Nobleza y monarquía. Puntos de vista sobre la historia castellana del siglo XV, 2ª edición, Valladolid, 1975.

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Desde Alfonso García de Cartagena, Palencia o Pulgar, hasta el humanista

Antonio de Nebrija. La intelectualidad de la corte castellana adjudicó a la

dinastía de los Trastámaras no sólo el dominio de aquella remota y deslizante

demarcación de la Hispania romana, o de un reino godo que apenas había

logrado controlar toda la península, sino que además le insufló metas

imperialistas, y así los Trastámaras fueron presentados como los predestinados

para implantar la monarquía católica universal, los nuevos mesías del orbe

cristiano9. Fue coherente, por tanto, que los Austrias culminaran semejante

tarea, y no fue anecdótico que Felipe II lograra del papado la santificación de

un rebelde como el príncipe Hermenegildo, justo a los mil años de su muerte,

en 1582, transformando las causas de su muerte en martirio católico y

premonición del destino de una corona.

Sin que sea éste el lugar para desglosar tales argumentaciones, lo más

relevante no es tanto su contenido, sino que esas atribuciones se hicieron

moneda corriente y quedaron intactas ideológicamente en manos de las

sucesivas generaciones de intelectuales que escribieron al dictado de las

siguientes dinastías. Así, el papel hegemónico adjudicado a la corona

castellana quedó como referente incuestionable en las sucesivas historias de

reinados, lo recogió el padre Mariana en su magna historia, escrita en el

momento en que los Austrias habían logrado englobar el reino de Portugal, y se

prolongó el mismo argumento cuando los planes castellanizadores del conde-

duque de Olivares, hasta alcanzar la máxima concordancia con las decisiones

políticas en el siglo XVIII bajo los Borbones. Lo que fue justificación del afán

expansionista de una familia y de una dinastía, se transmitió como proyecto de

un pueblo, el castellano, al que además, desde Felipe II, se le identificó con el

catolicismo en un proyecto ideológico que evidentemente no traspasó las

reducidas barreras de las minorías cultas, protagonistas exclusivas de tal

proyecto ante el resto de las monarquías europeas. Lo significativo fue que

además persistió como referente incuestionable en las siguientes generaciones

de esas minorías intelectuales hasta introducirse en el corazón mismo de la

construcción del Estado liberal. Y eso mismo lo recogió luego la mayoría de los

9 Ver P. B. Tate, Ensayos sobre la historiografía peninsular del siglo XV, Madrid, Gredos, 1970.

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historiadores liberales y románticos del siglo XIX. La inercia de unos

argumentos de autoridad, reproducidos entre una muy restringida élite cultural,

se transformó con el Estado liberal en soporte para articular un sentimiento de

nacionalidad española que, a través de la prensa, de la propaganda política y

de la escuela, se expandió ante todo entre las nuevas clases medias a lo largo

del siglo XIX hasta adquirir rango de expresión interclasista en el siglo XX.

Durante siglos se han acumulado argumentos para justificar el poder de

la corona castellana, transformada en hispánica por los Austrias y luego en

española por los Borbones. Esos mismos argumentos sirvieron en el siglo XIX

para implantar la continuidad histórica de algo tan revolucionario como era en

sí mismo el Estado liberal cuyo principio de soberanía nacional no sólo no se

quería presentar como la ruptura con el pasado sino que, por el contrario, se

exhibía como la prolongación natural de un mismo Estado que regeneraba y

rescataba las esencias propias de esa nación que en las Cortes de Cádiz se

definía por primera vez como España. De este modo, el Estado liberal y la

intelectualidad que lo cimentó, argumentó y razonó, asumió como propios

cuantos argumentos y hasta cuantas polémicas se habían amasado en torno al

poder de la monarquía que ahora se concebía como definitivamente unitaria y

española. Así, por ejemplo, cuando en los siglos XVI y XVII el poder

intercontinental de la monarquía católica hispánica fue cuestionado en el resto

de Europa, esa polémica, que no fue nunca de carácter ni de calibre nacional

(tal y como hoy se aplica este adjetivo a los asuntos políticos), se integró como

parte de la historia política e ideológica que, con una perspectiva nacionalista y

nacionalizadora, se elaboró sobre España a lo largo del siglo XIX. De hecho,

había sido una polémica en la que, por más que aparecían los adjetivos

geográficos de “español” y “españoles” aplicados a las tropas de los Austrias y

a sus decisiones políticas, lo que se estaba discutiendo era el poder de la

familia de los Habsburgos en Europa. Sobre todo, la política expansiva de una

monarquía calificada oficialmente como católica, como era la hispánica, que se

había hecho transoceánica con la conquista de América.

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Por eso, por más que se comenzara a aplicar el adjetivo geográfico de

español a una dinastía y a sus tropas, y aunque aparezcan comentarios sobre

el carácter de un pueblo cuyas ínfulas de poder provocaba el rechazo en otros

pueblos o nationes, se trataba en realidad de escritos propagandísticos de

unas u otras dinastías. En definitiva, tanto la leyenda negra como la leyenda

rosa fueron expresión de una guerra ideológica y de propaganda entre las

casas dinásticas europeas; de ningún modo lo que hoy entendemos por

disputas nacionales o nacionalistas. La pugna en aquellos siglos se dirimía no

entre naciones sino entre príncipes católicos y protestantes, entre los poderes

reformistas modernizadores protoburgueses, instalados con sólido empuje en

los Países Bajos y en Inglaterra, por un lado, y por otro los poderes del

absolutismo católico representado por los Austrias. El contenido del debate,

conviene reiterarlo, no era nacionalista, sino que se aplicaban adjetivos

geográficos para señalizar los ámbitos de poder y los súbditos donde actuaban

las respectivas dinastías. Así hay que entender importantes contribuciones

culturales como, por ejemplo, el poema La Austriada de Juan Rufo, bien

revelador en su título, o las composiciones de Alonso de Ercilla , Cristóbal de

Virués, Fernando de Herrera, Argensola o del mismo Lope de Vega, en las que

se exaltaba directamente al rey Felipe II, o se ensalzaban y propagaban sus

victorias militares y sus conquistas. Es importante a este respecto recordar que

la obra Monarquía Hispánica de Campanella, tan usada para justificar la

existencia de una monarquía definible y perfilada como española, está

nítidamente definida por el dominico calabrés como "un monstruo con tres

cabezas: la de la esencia en Germania, la de la existencia en España y la del

valor en Italia", con lo cual difícilmente podemos seguir diciendo hoy que es un

tratado sobre nuestra España porque el concepto de poder tiene una estructura

geográfica radicalmente opuesta a nuestra actual perspectiva nacionalista de lo

español. Pero es más, Campanella, por si no se recuerda, tras su cautiverio de

27 años en prisiones napolitanas y tras recibir el apoyo de Urbano VIII, escribió

en 1632 el Diálogo político tra un Veneziano, Spagnolo e Franceses circa le

rumori passati di Francia para defender a la dinastía rival, al Borbón Luis XIII, y

para proclamar como potencia segura a Francia.

Con independencia del valor cultural de cada obra en concreto, no se

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puede olvidar el carácter propagandístico de unas creaciones intelectuales que

posteriormente se incluirían en la cadena de la historia de una cultura nacional

española, definida como tal en el siglo XIX con los parámetros del Estado-

nación y desde los sentimientos de exaltación romántica propios de ese siglo.

No es el momento de desglosar las características de tales escritos, de

exaltación o de denigración, aunque posteriormente se resuciten bastantes de

sus argumentos, de uno u otro signo, cuando en el siglo XIX se plantee la

polémica sobre el progreso de las ciencias en España, por ejemplo, o sobre el

atraso económico con respecto al norte protestante. También se recuperaron

en el siglo XIX parte de las críticas que, por otra parte, desde el interior de la

propia monarquía, se habían planteado cuando la crisis del siglo XVII, cuando

una pléyade de arbitristas fustigó el expolio tributario con el que los reyes

empobrecían a sus súbditos. Tampoco se trató de un debate específicamente

nacional, sino de la conciencia contra unos gastos bélicos ajenos totalmente a

los intereses de los vasallos de la dinastía.

Es cierto que los primeros atisbos de la conceptualización de la nación

se dieron con el Renacimiento y el Humanismo, cuando se codificaron en

Europa las lenguas con cuyo uso ya se enorgullecían las minorías cultas de la

población. Eran los años de expansión de la imprenta, por un lado, y de la

Reforma de Lutero, por otro, cuando se comenzó a anudar la relación lengua y

nación, aunque se trate de una trabazón entre élites y no de un sentimiento de

masas, porque, por otra parte, el latín permanecía como lengua dominante

tanto en gran parte de la cultura, en los tratados internacionales y, por

supuesto, en el culto católico. La identificación de la lengua con un origen o

nacimiento –esto es, con una nación- procedía ya de los siglos medievales,

pero en los siglos XVI y XVII nunca fue símbolo de pertenencia a un Estado o a

una monarquía. Fueron siglos muy importantes para fijar las lenguas y sus

correspondientes creaciones culturales, pero, en el caso español hasta el siglo

XVIII, con el establecimiento de la Academia, no aparecen los primeros

diccionarios y luego los periódicos, así como la expansión de las gramáticas.

Por lo demás, no todos los escritos fueron unánimes ni aquellas minorías

cultas abordaron con idénticas perspectivas las actuaciones del poder

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monárquico. Fueron muy restringidas, pero plurales en sus planteamientos

dentro de la monarquía hispánica. Es justo recordar que no hubo unanimidad

en lo que refiere al tema de estas páginas, que, por ejemplo, los autores

castellanos de los siglos XV y XVI usaban el término de España para designar

la corona de Castilla o el conjunto de reinos peninsulares bajo el poder de los

reyes de Castilla, de modo que en las Crónicas de España o en las historias

publicadas en esos siglos no se refieren para nada a los sucesos de la corona

de Aragón anteriores a los Reyes Católicos. Por su parte, los cronistas

catalano-aragoneses del s. XVI otorgaron al término de España el sentido

humanista de sinónimo de la Hispania romana, abarcando así a Portugal, tanto

antes de su unión a la dinastía de los Austrias, en 1580, como después de su

separación en 1640, porque entre los autores catalanes se mantuvo tal

acepción que coincidía con la península ibérica, o que incluso alcanzaba bajo

la denominación de España otros territorios europeos, como el de Cerdeña y

Sicilia, pero no las Canarias, por ejemplo. Por eso, extrapolar a los autores de

los siglos XV al XVII el concepto que hoy tenemos de España es un

anacronismo político, por más que se eche mano de la etiqueta de "rey de

España" que desde él resto de Europa se aplicó a Fernando el Católico.

Sin que desglosemos ahora la realidad de una "monarquía pluriestatal",

por más que tuviera importantes organismos comunes, conviene subrayar que

de ningún modo se trataba de un Estado-nación español, porque baste

recordar que el derecho, ese factor decisivo en la constitución de un estructura

estatal, siempre se mantuvo diferenciado y así, la Nueva Recopilación que

aparece en 1567 y que se mantuvo vigente, con sucesivos incrementos, hasta

la Novísima de 1805, era para Castilla, mientras que en 1588 y 1589 se

editaban las Constitucions e altres drets de Catalunya, y en 1596 el Cedulario

de Encinas trataba de organizar las abundantísimas y contradictorias

disposiciones sobre el gobierno de las Indias. No obstante, sobre esa situación

política de coexistencia de reinos o estados dentro de una misma monarquía,

se sobrepuso la voluntad de la dinastía de mantener juntas sus posesiones,

con la lógica de un poder familiar que no podía dejarse arrebatar las conquistas

amasadas por sus antepasados. En esa voluntad monárquica, es cierto, hubo

una hegemonía de la corona castellana, tal y como se plasmó en el testamento

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de Felipe II, cuyas palabras no dejaron lugar a la duda: "declaro expresamente

que es mi voluntad que los dichos reynos ayan siempre de andar unidos con

los de Castilla sin que jamás se puedan dividir ni apartar los unos de los

otros"10.

Llegados a este punto, el proceso de castellanización adquirió un nuevo

rumbo con los Borbones. Con esta dinastía se tomó la decisión política de

organizar todos los reinos con el criterio y bajo el dominio de la corona

castellana, porque consideraron como tierras conquistadas a cuantos se les

opusieron en la sucesión a los Austrias. Los tan citados y conocidos decretos

de Nueva Planta fueron rotundos al explicar que los reinos rebeldes no sólo

habían perdido sus derechos, sino que estaban sometidos al nuevo rey por “el

dominio absoluto” que le era propio a la monarquía a lo que se añadía ahora el

“justo derecho de conquista”. Por eso, si, tal y como se explicaba en el decreto,

“uno de los principales atributos de la soberanía es la imposición y derogación

de leyes”, resultaba pertinente para el monarca, por tanto, “reducir todos mis

Reynos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y

tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla tan loables

y plausibles en todo el Universo”. Es más, el soberano reiteraba que “siendo mi

voluntad que éstos [reinos rebeldes] se reduzcan a las leyes de Castilla, y al

uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en ella y en sus

tribunales sin diferencia alguna en nada, pudiendo obtener por esta razón mis

fidelísimos vasallos los castellanos oficios y empleos en Aragón y Valencia”.11

No se analizará con detalle la política de castellanización desplegada

desde la corte borbónica a lo largo del siglo XVIII, porque desbordaría éstas

páginas. Es imprescindible en este aspecto recordar la obra de Ernest Lluch12,

10

Testamento de Felipe II, en la colección Testamentos de los reyes de la casa de Austria, ed. M. Fernández Alvarez, p. 23.

11 Entrecomillados sacados del texto del decreto de 29 de junio de 1707, promulgado por Felipe V para los reinos de Valencia y Aragón, reproducido en Francisco Tomás y Valiente, Manual de historia del derecho español, Madrid, Tecnos, 1986, 4ª ed., pp. 371-372.

12 Ernest Lluch, Las Españas vencidas del siglo XVIII. Claroscuros de la Ilustración, Barcelona, Crítica, 1999. Por lo que se refiere a las instrucciones secretas, dadas a los corregidores en 1717, para la aplicación en Cataluña del Decreto de Nueva Planta, se ordenaba literalmente:

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13

para no olvidar que hubo un plan consciente de eliminación gradual del catalán,

por ejemplo, en la vida pública, desde el decreto de Nueva Planta que impuso

el castellano en la Real Audiencia de Barcelona, o las "Instrucciones secretas"

de 1718 exhumadas por J. Mercader en las que se conminaba a los

corregidores a imponer el castellano, hasta las numerosas prohibiciones

impartidas bajo Carlos III, prohibiendo el catalán en la escuela, en 1768, o en

1772 prohibiéndolo en los libros de contabilidad, o luego con Carlos IV

prohibiéndolo en las representaciones teatrales. Sin embargo, estas medidas

sólo lograron que las clases altas fueran bilingües, porque las clases populares,

al ser en su mayoría analfabetas, se mantuvieron en un monolingüismo que

tenemos que rescatar como dato sociocultural para comprender el

nacionalismo catalán que se articularía a lo largo del siglo XIX, tal y como han

puesto de relieve suficientes y documentados estudios13

Por otra parte, se produjo un hecho que no puede pasar desapercibido

para nuestra exposición. Que si el rey tenía la soberanía política por herencia y

conquista para imponer y derogar leyes en los reinos de la corona catalano-

aragonesa, la pauta explícita del absolutismo también se expresaba

manteniendo instituciones y fueros en otros reinos, como las Cortes de Navarra

y las Juntas vascas, por haberles sido fieles. Así, lo que hoy se podría

catalogar de hecho diferencial vasco-navarro emerge con fuerza política por

una decisión absolutista de la corona, porque si el resto de las Cortes de los

demás reinos fueron disueltas y se subsumieron en las de Castilla con rango

de estatales, sin embargo eso no se aplicó para Navarra y Vascongadas.

“Pondrá el mayor cuidado en introducir la lengua castellana, a cuyo fin dará las providencias más templadas y disimuladas para que se consiga el efecto sin que se note el cuidado”.

13 Baste traer a colación, para el caso de Cataluña,obras de referencia inexcusable como las de JosepTermes, Les arrels populars del catalanisme, Barcelona, Empúries, 1999; y del mismo, Història del catalanisme fins al 1923, Barcelona, Barcelona, 2.000; las de Pere Anguera, Els precedents del catalanisme, Catalanitat i anticentralisme, 1808-1868, Barcelona, Empúries, 2000; y también de J. Termes i Jordi Casassas, (dirs.).Equip CETC: El nacionalisme com a ideología, Barcelona, Barcelona, 1995; y de J. Albareda et alii, Del patriotisme al catalanisme. Societat i política (segles XVI-XIX), Vic, Eumo, 2001..

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14

2.- El papel de los intelectuales: la literatura castellana como

expresión del alma española.

En este recorrido por los procesos que han desembocado en la

reducción de lo español a lo castellano, no sólo han sido factores políticos los

principales determinantes, sino que han desplegado igual o mayor fuerza si

cabe los factores y argumentos culturales protagonizados por unas élites que,

sobre todo desde el siglo XVIII, redujeron la pluralidad de lo que se calificó

como “pueblo español” a unos arquetipos que nos siguen condicionando

incluso en nuestro vocabulario cotidiano. En la elaboración de esos tópicos

hicieron aportaciones tan relevantes los autores extranjeros como los propios

españoles. Así, podríamos remontarnos a aquellos primeros viajeros, en su

mayoría italianos y diplomáticos, que en el s. XVI destacaron la aridez de las

tierras peninsulares y el escaso poblamiento en el interior, salvo en la periferia

marítima, o cuando los viajeros franceses en el siglo XVII agregaron

caracterizaciones como la belicosidad, el orgullo, la galantería y la indolencia.

Se extendió esa imagen en el siglo XVIII, cuando ya hubo viajeros franceses,

ingleses, alemanes e italianos como Casanova, pero sobre todo fue la

conjunción de racionalismo ilustrado y de romanticismo lo que desde finales del

siglo XVIII puso el acento en escudriñar caracteres psicológicos de un pueblo al

que unos –los ilustrados como Voltaire- consideraron fanático y atrasado, por la

persistencias, entre otros motivos, del tribunal de la inquisición, obstáculo para

el progreso, mientras que otros, como Herder y los hermanos Schlegel, teóricos

del romanticismo, encontraron en la literatura castellana la expresión del

espíritu nacional español.

Significativamente la figura del príncipe Carlos, el hijo de Felipe II, sirvió

a unos y otros para expresar tanto el alma de un pueblo rebelde como la lucha

contra la opresión. Así lo capitalizaron los dramas ingleses desde fines del siglo

XVII, también los italianos en el siglo XVIII hasta que en 1783 Schiller dio a luz

la obra que hizo clásica a la figura del príncipe castellano. Además, fueron

autores europeos los que sobre todo mantuvieron la valía de la obra de

Cervantes, a quien tanto admiraban Fichte y Humboldt. Otro tanto ocurría con

el romancero castellano. Por eso cabe atribuirles a los románticos europeos la

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15

capacidad de haber extendido la perspectiva de la literatura castellana como la

señal de identidad de esa nación que se estaba constituyendo culturalmente

como española. De hecho, se puede catalogar como el primer gran debate

nacional el provocado en 1782 por Nicolás Masson de Marvilliers cuando, en la

nueva Encyclopedie Methodique, se preguntaba: "Que doit-on à l'Espagne?”, y

fue desde la misma Francia donde dio respuesta el botánico Cavanilles en

1784, le siguió Juan Pablo Forner en 1786 con una obra significativamente

titulada como Oración apologética por la España y su mérito literario, porque,

en efecto, se centraron excesivamente los méritos de la nación en las

creaciones literarias, lo que, a su vez, provocó críticas dentro de España con

una extensa polémica en la que participaron Samaniego, Iriarte, Masdeu y

García de la Huerta para perfilar los valores y aportaciones de lo que se definía

como cultura española14.

Es cierto que el debate tuvo más contenidos, se discutió el régimen

colonial y el modo en que había operado la corona hispana en América, se

rescataron aportaciones científicas o se depuraron y reeditaron textos clásicos.

En cualquier caso, ya en aquel entonces se discutieron los perfiles de una

nación y sobre todo los contenidos y caracteres de una supuesta alma cuya

máxima expresión se radicaba en las creaciones literarias. La polémica, por

supuesto, no rebasó los reducidos márgenes de una intelectualidad muy

escasa y además, eso hay que subrayarlo, muy vinculada en problemas e

inquietudes a la del resto de Europa. De ningún modo se puede valorar como

una polémica de amplio calado social, ni siquiera con ciertos ecos entre la

población, pero lo cierto es que lanzó unos argumentos de carácter

protonacional que sedimentaron culturalmente entre las minorías dirigentes.

Esas razones y sentimientos adquirieron nuevo relieve y mayor calibre social

cuando a partir de 1808 no sólo se levantaron las juntas ciudadanas contra las

tropas de Napoleón, sino que además se convocaron unas Cortes que

revolucionaron la vida política creando la soberanía nacional de España, nada

menos que con argumentos medievalizantes sobre unas Cortes que nunca

14 Una síntesis ajustada de esta polémica en Ricardo García Cárcel, La leyenda negra. Historia y opinión, Madrid, Alianza, 1992, donde se recoge además la bibliografía al respecto.

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tuvieron ni los poderes ni las funciones que se arrogaron los diputados reunidos

en Cádiz.

En efecto, los intelectuales no sólo hicieron de la literatura castellana la

máxima expresión del alma española, sino que también hubo un sector, que se

puede personificar en Martínez Marina, que hizo de las instituciones políticas

de la corona de Castilla, como las Cortes, el referente para justificar las

innovaciones abordadas por los liberales. No todos pensaron de igual modo, y

Canga Arguelles, por ejemplo, consideró inútil remontarse a las Partidas y a la

edad media, mientras que también hubo otros intelectuales, como el

conquense León de Arroyal que lanzó la mitificación de la “admirable

Constitución de Aragón”. En cualquier caso, la misma comisión de las Cortes

gaditanas, encargada de la redacción constitucional, presentó su proyecto

como extraído de las "antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía",

citando como apoyos desde el Fuero Juzgo, el Fuero municipal de Toledo, una

costumbre de Ibiza, y sobre todo los Fueros de Aragón y Castilla. Es más, el

Discurso preliminar en el que se explicaba el carácter de la Constitución no

dejaba de ser en gran medida un paradójico envoltorio histórico de una total

ruptura con esa historia que presumía reencarnar y regenerar. Semejante

razonamiento que usaba la historia para justificar una realidad radicalmente

revolucionaria, se mandó editar como folleto independiente15, para extender la

idea de la coherencia de los principios democrático-liberales con el ser de la

nación española.

Por eso, cuando se elaboraron a mediados del siglo XIX las historias

generales de la nación española, una preocupación general consistió en perfilar

los factores de la unificación española. Es un asunto que ya se ha tratado en

15 Se trata del texto de A. Argüelles, Discurso Preliminar a la Constitución de 1812, Introducción de L. Sánchez Agesta, Madrid, 1981. También, sobre el entrelazamiento de la historia como soporte para la revolución, ver las obras de Miguel Artola, Los orígenes de la España contemporánea, Madrid, 2 vols., Instituto de Estudios Políticos, 1959; Santiago SUANCES, Tradición y liberalismo en Martínez Marina; y del mismo, Santiago VARELA SUANCES, La Teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico. Las Cortes de Cádiz, Madrid, CEC, 1983; y la de M. Artola, ed., Las Cortes de Cádiz, monográfico de AYER, Marcial Pons, 1991.

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17

otro trabajo16. Sólo reiterar que fueron los historiadores los que se dedicaron

con más empeño a la tarea de ensamblar el pasado peninsular en una

coherencia de evolución estatal polarizada en torno al reino de Castilla. No

todos, por supuesto, porque hubo historiadores iberistas y foralistas,

regionalistas e incluso con tonos que hoy podríamos catalogar de catalanistas,

vasquistas o galleguistas17. En todos los casos Castilla y la evolución de su

corona se convertían en ejes explicativos de la historia de un Estado que, por

primera vez, a mediados del siglo XIX, se podía clasificar auténticamente como

central y centralista, unitario y homogeneizador. No viene al caso referirse

ahora a las consideraciones sobre la unidad de fe, soporte igualmente para

valorar los avances en la unidad nacional, sino destacar que, cuando los

historiadores liberales y románticos situaron el derecho como factor de unidad,

estaban operando como sus congéneres europeos que también desde finales

del siglo XVIII venían catalizando en torno a la legislación y al derecho el

proceso de articulación nacional, porque tales reflejaban el espíritu de un

pueblo a lo largo de los siglos. Se consideraba que el legislador interpretaba el

subconsciente de un alma nacional, y así, en el siglo de las codificaciones

liberales, paradójicamente se exaltó historiográficamente el Fuero Juzgo, como

también se elevó la monarquía al papel de protagonista de la unificación

nacional. Porque el liberalismo doctrinario, que fue el dominante en España,

identificó nada más y nada menos que al Estado con la corona, y de ese modo

la evidencia era clara, que había sido la corona de Castilla la que desde el siglo

XVI había protagonizado las decisiones más relevantes en la historia política.

Simultáneamente, en el mismo proceso de articulación intelectual del

nacionalismo español y de organización política de España como un Estado-

nación unitario y homogéneo, el romanticismo dio el definitivo impulso a la

fijación de los caracteres de una cultura que, aunque plural, se polarizó en la

mayoría de los autores en torno a la cultura escrita o expresada en castellano.

16 Ver P. Cirujano, T. Elorriaga y J. S. Pérez Garzón, historiografía y nacionalismo español, 1834-1868, Madrid, CSIC,1985, pp. 85-100, y 135-142. 17 Ibid., pp. 125-150. Es oportuno recordar a este respecto que un autor como Víctor Balaguer, en su Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón, 1860-1863 (5 vols.), escribió que "Castilla es España para los historiadores generales... escriben muy satisfechos la historia de Castilla creyendo escribir la de España. Es un grave error. España es un compuesto de diversas nacionalidades. Hoy son provincias las que, hace pocos siglos aún, eran reinos y naciones".

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18

Es importante recordar que fueron las Cortes de Cádiz las que por primera vez

con carácter nacional establecieron la necesidad de emplear en los medios

universitarios la lengua castellana, definiéndola como “lengua nativa”, frente al

latín, que se había conservado como lengua de cultura. Además, debía ser

lengua obligatoria en la enseñanza primaria y secundaria, aunque el latín se

incluía en la secundaria como elemento de distinción para las nuevas clases

medias y profesionales de la nación. El castellano se implantaba de modo

obligatorio para toda la ciudadanía española, y el latín se reservaba como

factor simbólico de diferenciación social para las élites del Estado18.

A partir de ese momento, y en un largo proceso cultural que todavía no

está perfectamente acabado en España, se produjeron situaciones de

competencia en ámbitos de uso entre lenguas. Al margen del latín como

distinción cultural, el castellano se convirtió definitivamente en lengua

política19. Era la lengua del Estado, y aunque había precedentes del siglo

XVIII, fue el sistema liberal el que le dio el carácter de lengua políticamente

nacional al ser la única y exclusiva en el sistema educativo que se generalizó

desde el siglo XIX, por más que el proceso de alfabetización fuese precario y

desigual20. Frente al castellano, sin embargo, se mantuvieron las lenguas

societarias de Cataluña, País Vasco y Galicia. No contaron nunca con el apoyo

de la estructura política estatal, y no es el objeto de este trabajo analizar las

causas de su conservación ni el modo en que se desplegó el castellano, ni

tampoco desglosar las evoluciones y rupturas en el uso de la lengua como

18 Para el proceso legislativo de implantación del sistema educativo con rango de sistema nacional español por parte del Estado libral, ver Antonio Viñao Frago, Política y eduación en los orígenes de la España contemporánea, Madrid, Siglo XXI,1982, cap. 4. 19 Es necesario recordar la política de la dinastía de los Borbones a lo largo del siglo XVIII. Además de los casos citados supra, cuando se decreta la Nueva Planta, esas medidas se reiteraron posteriormente. Así, cuandose volvió a insistir en decretar la enseñanza en castellano (art. VIII de real cédula del 23 de junio de 1768), que los sermones fuesen también en castellano, u otra cédula de Carlos III exigiendo que los libros de contabilidad de los comerciantes por mayor y menor fuesen en idioma castellano (1772), o con Carlos IV, que “en ningún Teatro de España se podrá representar, cantar, ni bailar piezas que no sean en idioma castellano” (11 de marzo de 1801), cit. en Francesc Ferrer i Gironès, La persecució política de la llengua catalana, Barcelona, Edicions 62, 1985, p. 60.

20 No sólo en el sistema educativo. Es necesario recordar que la Ley del Notariado, de 1862, en su artículo 25 ordenaba lo siguiente: “Los instrumentos públicos se redactarán en lengua castellana y se escribirán en letra clara, sin abreviaturas y sin blancos”. Ver F. Ferrer i Gironès, op. cit., p. 70

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objeto de conflicto lingüístico, porque, en los tres casos citados, habría que

adentrarse en el tránsito del monolinguismo cultural de las capas populares a

un bilinguismo expandido por exigencias estatales, a partir sobre del segundo

tercio del siglo XIX.

El hecho es que el Estado liberal, en sus primeros momentos, tuvo que

avanzar desde la oficialidad de una lengua institucional hasta alcanzar la

sustitución lingüística de las capas populares que no conocían el castellano. En

ese proceso, las leyes educativas, cuyo colofón se estableció en 1857 con la

ley del ministro Moyano, hicieron del idioma castellano un factor de

movilización cultural y política. Son aspectos poco divulgados y que conviene

subrayarlos. Es importante, por eso, recordar que la citada ley Moyano de

Instrucción Pública establecía en su artículo 88 que 'la Gramática y Ortografía

de la Academia Española serán texto obligatorio y único en la enseñanza

pública'. Y recordar también, por ejemplo, cómo en el caso catalán, a tenor de

las investigaciones de Pere Anguera, la ausencia progresiva del catalán de la

enseñanza, su marginación en usos públicos y su desprestigio como lengua de

cultura y la aceptación del castellano, fueron desencadenantes para la

concienciación y articulación de una catalanidad cultural y política21. En fechas

más tardías, por recordar el caso vasco, en 1894, el navarro Herminio de Olóriz

expresaría con rotundidad el conflicto: “¿Quiénes son los Profesores de

primeras letras –promovidos desde la Restauración por el Gobierno Central-

para imponer a los niños, fuera de las aulas, el uso de determinado idioma?

¿En virtud de qué ley, de qué derecho prohíbenles el habla de sus padres?”22.

En cualquier caso, no basta con situar en el Estado todas las decisiones

sobre el proceso de homogeneización cultural. Hubo factores de construcción

de la identidad española en torno al castellano como los desplegados por la

una intelectualidad, y esto no sólo fue cosa de unos intelectuales más o menos

conservadores, sino también de una sólida nómina de intelectuales

21 Pere ANGUERA, El Català al segle XIX. De llengua del poble a llengua nacional, Barcelona, Empúries, 1997, p. 97-112.

22 En la obra La cuestión foral, Tafalla, Txalaparta, 1994, p. 190, citado en José Ignacio Lacasta-Zabalza, España uniforme, Pamplona, Pamiela, 1998, p. 123.

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demócratas. En este aspecto cabe insistir en que la generación de 1868,

protagonista de la primera experiencia democrática en España, fue la que

impulsó definitivamente la definición de la cultura nacional española a partir de

las creaciones culturales escritas en castellano. Los Giner de los Ríos, Pérez

Galdós, Juan Valera, Azcárate, Salmerón y ese sólido ámbito de influencia

krausopositivista en el medio académico, político y periodístico, no sólo

apuntaló el esencialismo cultural español, sino que fueron el eslabón sin el cual

no se comprende el posterior despliegue de las inquietudes y planteamientos

de los autores que hoy conociemos bajo los rótulos de las generaciones de

1898 y de 1914. Así, lo español, definido sobre todo por cuestiones y aspectos

culturales y psicológicas, se hizo sinónimo de una manera de ser, de un

carácter nacional que, forjado históricamente por Castilla y por la cultura

castellana, era el talismán explicativo para análisis tan variados y dispares,

aunque sugerentes y valiosos, como, por ejemplo, los literarios de Azorín,

Machado y Unamuno, los políticos de Ortega y Maeztu, los estéticos del mismo

Ortega, de Cossío y Gómez Moreno, o los científico-sociales de Altamira,

Azcárate, Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz o Américo Castro... En todos

ellos estaba la idea de lo castellano como factor de expresión y también de

unificación de toda España. No fue casual, desde luego, que Unamuno hiciera

de don Quijote un icono de lo español, o que Azorín situara a Castilla en el eje

de la identidad colectiva de lo español. Por eso, desde la generación de 1868,

aunque se trataba de autores realistas y demócratas, asumieron el legado

romántico de establecer lo literario como expresión del alma nacional.

Por otra parte, tras la experiencia del sexenio democrático, el sistema

canovista no escatimó, desde 1874, recursos para reforzar las capacidades

interclasistas del concepto de España, y los ingredientes emocionales de

unificación y de movilización españolista. El entramado intelectual propiciado

por Cánovas y por las élites conservadoras de la Restauración alfonsina no

sólo buscaba antídotos contra lo acaecido en los seis años del sexenio

democrático (contra el impulso del federalismo, contra la implantación del

republicanismo y frente a las exigencias populares), sino que además tuvieron

que vérselas con formas rivales de identidad. En efecto, aunque habían

derrotado al republicanismo federal y al foralismo tradicionalista, desde 1880

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adquirió un florecimiento inusitado el regionalismo, que culturalmente se

reforzaba por toda la península, pero que sobre todo evolucionaba hacia un

nacionalismo con pretensiones exclusivas en Cataluña, Galicia y Euskadi. Se

produjo así el tránsito definitivo del nacionalismo español a términos

predominantemente esencialistas, con planteamientos defensivos e incluso

excluyentes, y esto se desplegó desde distintos sectores intelectuales. Si los

liberales conservadores recurrieron a los argumentos que les aportaban los

integristas católicos, porque la militancia católica y clerical fue un soporte

decisivo del españolismo exclusivista, por otro lado también se produjo una

importante transformación sustancialista del nacionalismo español con la

paradójica aportación de la intelectualidad demócrata23.

Así, en las dos décadas de fines del siglo XIX y a principios del siglo XX,

se produjo la paradoja de que, en respuesta a las evoluciones nacionalistas de

las aspiraciones federales y de los tradicionalismos particularistas, el

nacionalismo español derivó hacia una definitiva mitificación de lo castellano

como levadura y eje de la construcción de España. Semejante proceso ocurrió

no sólo desde las filas que podríamos catalogar como españolistas, sino que

también se produjo desde los nacionalismos rivales, y desde los regionalismos,

pues éstos concentraron su mirada en Castilla como la culpable de las

respectivas situaciones culturales o políticas. Proliferó la imagen de una

Castilla heroica para unos, culpable para otros. La llamada generación del 98

concentró todas las argumentaciones al respecto. 24

23 Frente al providencialismo de los liberales moderados o conservadores que desde Lafuente hasta Cánovas sirve para avalar el destino unitario de España, los demócratas como Miguel Morayta, catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid desde 1878, prolongaron la alternativa racionalista de la Ilustración, esto es, que “ni la Providencia lleva de la mano a la Humanidad, ni menos la dirige al acaso. La Historia -escribió el citado autor- es obra exclusivamente humana, donde no cabe ningún factor distinto del hombre. Y como el hombre es por naturaleza perfectible, la ley de la historia, que como ley se cumple inexorablemente, es el progreso”, en su Historia General de España desde los tiempos antehistóricos hasta nuestros días, Madrid, 3ª ed. en 1893, p. 13. Se trataba de una perspectiva que hacía de España una unidad incuestionable cuyos caracteres democráticos la empujaban desde la prehistoria caminaba hacia su perfección por senderos de racionalismo organizativo estatal y con los retos de la modernización social y económica, tal y como había ocurrido en las naciones europeas más avanzadas.

24 Ver al respecto Inman FOX, La invención de España. Nacionalismo liberal e identidad nacional, Madrid, Cátedra, 1997.

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3.- La definitiva mitificación de Castilla.

En efecto, llegados a este punto, es necesario recordar la rotundidad de

la perspectiva planteada nada menos que por el influyente Ortega y Gasset,

indudable liberal donde los haya, para quien “sólo cabezas castellanas tienen

órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral”25.

Por eso llegaba a la conclusión de que “la ‘España una’ nace así en la mente

de Castilla, no como una intuición de algo real -España no era, en realidad,

una-, sino como un ideal esquema de algo realizable, un proyecto incitador de

voluntades, un mañana imaginario capaz de disciplinar el hoy y de orientarlo, a

la manera que el blanco atrae la flecha y tiende el arco”26. Pero en semejante

planteamiento coincidían no sólo quienes apostaban por un nacionalismo

español fraguado desde Castilla, sino que además los argumentos rebotaban

en regionalistas y nacionalistas de Cataluña, Euskadi o Galicia para hacer de

Castilla la culpable tanto de los males generales como de los particulares de

cada región o nacionalidad. En todo caso, Castilla como referente inexcusable

para explicar la historia de España y para plantear el futuro de un Estado, fuese

unitario, federal o con aceptación del pluralismo exigido por los regionalistas.

Es oportuno recordar en este sentido que Valentí Almirall, intelectual

demócrata, procedente de las filas del republicanismo federal, cuando en 1886

publica la obra fundacional de Lo Catalanisme, no sólo rescata los distintos

renacimientos literarios que ensanchan la historia cultural de España, por

encima del exclusivismo castellanocéntrico, sino que le exige a Castilla,

concebida como barroca, aventurera y voluble, su unión con las capacidades

reflexivas y pragmáticas de “la raza catalana y aragonesa” para impulsar la

25 J. Ortega y Gasset, España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos, Madrid, Revista de Occidente en Alianza editorial, 1998, p. 39. 26 Ibid., p.40. Es cierto también que en el pensamiento de Ortega había una concepción de España que puede parecer pluralista, pero que no se presta a dudas sobre el motor castellano como catalizador del resto de los pueblos, y así escribía también que es “errónea idea presumir, por ejemplo, que cuando Castilla reduce a unidad española a Aragón, Cataluña y Vasconia, pierden estos pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman. [...] la fuerza de independencia que hay en ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder centrífugo por la energía central que los obliga a vivir como partes de un todo y no como todos aparte.” De nuevo, la conclusión recaía en Castilla, al añadir que “basta con que la fuerza central, escultora de la nación –Roma en el Imperio, Castilla en España, la Isla de Francia en Francia-, amengüe, para que se vea automáticamente reaparecer la energía secesionista de los grupos adheridos” ( Ibid., pp. 30-31).

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23

regeneración de España y situarla a la altura de “las naciones cultivadas"27. De

este modo, en la coyuntura del 98, cuando el regeneracionismo político se

plantea el modo de organizar la existencia nacional de España, es Castilla el

talismán de todo intelectual. Es conocido sobradamente cómo incluso Castilla

se transforma en referencia literaria en las obras de Machado, Azorín y sus

compañeros de generación, al igual que ocurriría con los autores encasillados

en la siguiente generación del 14, con Azaña y Ortega al frente.

Basten algunas referencias, como, por ejemplo, la idea que proyecta

Azorín sobre Cervantes como una combinación de idealismo y practicismo,

porque eso es lo que valora como esencia del "genio castellano"28. Esa misma

proyección se encuentra en historiadores como Rafael Altamira y Ramón

Menéndez Pidal, o en la obra de Manuel Bartolomé Cossío, cuya Historia de la

pintura española, publicada en 1885 fue el primer texto didáctico que estudió la

pintura española para descubrir lo genuinamente nacional, y eso lo descubrió

en El Greco, Ribera, Zurbarán, Velázquez y Murillo, los autores que mejor

habían expresado el “genio” de España. Por su parte, un pintor del 98 como

Zuloaga, divulgaba dentro y fuera de España una Castilla que aparecía en sus

cuadros como el símbolo de la decadencia nacional. Simultáneamente, la

intelectualidad catalana que se desenvolvía en la esfera de un nacionalismo

pujante políticamente, también diagnosticaba que los males de España

procedían de la primacía castellana, por haberse construido España sobre las

virtudes y los defectos castellanos. De ese modo, que Castilla fue el patrón

dentro del cual se había encajado al resto de España se convirtió en idea de

circulación corriente, y eso se encontraba por igual entre los galleguistas y

entre el incipiente nacionalismo vasco, así como en los diferentes

regionalismos.

En cualquier caso, sobre los aspectos políticos, culturales y nacionalistas

de aquellos intelectuales del 98 y del 14 se ha escrito lo suficiente y con tanto

27 Ver Juan Trías Vejarano, Almirall y los orígenes del catalanismo, Madrid, Siglo XXI, 1975. 28 Expuesto en el artículo El genio castellano, diario ABC, 16-enero de 1912, recogido en Lecturas españolas.

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tino, que basta remitirnos a la correspondiente bibliografía29. Parece más

oportuno centrar estas páginas en recordar sobre todo la vertiente

historiográfica de ese nacionalismo español al que la amplia y excelente

nómina de intelectuales englobados en las citadas siglas del 98 y del 14,

progresistas y demócratas en su mayoría, trasegó a mito cultural. Fueron

quienes afianzaron la idea de España como una “realidad histórica”

incuestionable, como una realidad cuya existencia era irreversible y era capaz,

por tanto, del consenso nacionalista de opciones políticas encontradas. Que

esa idea sirviera políticamente para que otros tratasen de integrar a las masas

populares en una misma conciencia nacional, es asunto que ahora no se

analiza. En todo caso, es justo señalar que hubo diferencias muy notables

entre los planteamientos, por ejemplo, de un Altamira, de un Unamuno, de un

Costa o de un Menéndez Pelayo, al que lógicamente no se le puede obviar en

esta nómina, o entre Machado, Azorín, Maeztu, Ortega, Azaña, Menéndez

Pidal y Bosch Gimpera. Pero en todos ellos hubo un despliegue de

razonamientos que versaron sobre la articulación de España como nación, de

forma que aquellos ingredientes propuestos por la historiografía liberal y

romántica de las décadas centrales del siglo XIX, se transformaron ahora en

”realidades históricas”.

Se trataba de realidades incuestionables, datos históricos, hechos

comprobables. Todos ellos agrupados bajo el concepto de “civilización”. Con

tales fórmulas conceptuales –las de civilización y la de realidad histórica- se

mitificó el análisis del pasado para justificar no tanto el presente como las

aspiraciones de futuro que anidaban en los intelectuales del 98 y del 14.

Además, se recurrió a métodos y análisis científicos para explicar la existencia

de esa realidad histórica, de una civilización fraguada por un carácter o por una

29 Aunque una referencia bibliográfica justa debería ser más amplia, son libros imprescindibles, junto al citado supra de Inman Fox, los siguientes: J. C. MAINER, Modernismo y 98, en F. Rico, dir., Historia y crítica de la literatura española, t. VI, Barcelona, Crítica, 1980; J. C. MAINER, La Edad de Plata (1902-1939). Ensayo de interpretación de un proceso cultural, Madrid, Cátedra, 1981; J. PORTOLÉS, Medio siglo de filología española (1896-1952). Positivismo e idealismo, Madrid, Cátedra, 1986; Diego NÚÑEZ, La mentalidad positiva en España: desarrollo y crisis, Madrid, Júcar, 1976; Alfonso ORTÍ, “Estudio introductorio” a J. Costa, Oligarquía y caciquismo..., Madrid, Ed. Revista del Trabajo, 1976; M. TUÑÓN DE LARA, Medio siglo de cultura española, Madrid, Tecnos, 1970; Jon JUARISTI, Vestigios de Babel. Para una arqueología de los nacionalismos españoles, Madrid, Siglo XXI, 1992.

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psicología del pueblo español, con una intrahistoria, o también para argumentar

sobre el papel de Castilla, sobre su inventiva espiritual o sobre sus

capacidades democráticas. En cada autor se subrayaron unos aspectos, pero

todos pretendieron darle el carácter de realidades asentadas en la historia, y

fue recurso generalizado el uso de términos y análisis revestidos del cientifismo

y del positivismo al uso30. Se debe a Rafael Altamira la introducción del

concepto de civilización para explicar la historia de España, un concepto que,

renovando el clásico término manejado desde Voltaire, permitía integrar

elementos de análisis procedentes del positivismo, el evolucionismo, la

psicología y la sociología. Fue el historiador que convirtió el concepto de

civilización española en paradigma historiográfico de la intelectualidad

progresista31.

En efecto, Altamira hizo de la civilización española todo un proyecto o

programa de investigación historiográfica que se plasmó en 1910 en el Centro

de Estudios Históricos. Pero además, en su obra colocó la meseta como eje del

poder, de la raza y psicología de un pueblo, al que agregó el interés

centralizador de la monarquía, para explicar la trayectoria nacional de España,

porque Altamira le otorgó a la cultura castellana la capacidad de asimilar a

cuantas culturas tocaba, fuese la clásica, la italiana, la mudéjar o la francesa.

Mitificó el genio castellano y eso estuvo subyacente en las tareas que

desarrolló el Centro de Estudios Históricos. Explícitamente este organismo fue

el primero que se creó en España para abordar el estudio del pasado con

métodos y procedimientos científicos, y desde su fundación desplegó un

30 Para comprender este momento intelectual y científico, ver las obras de J. López Morillas, El krausismo español, México, FCE, 1956; Francisco Villacorta, “Pensamiento social y crisis del sistema canovista, 1890-1898" en J. P. Fusi y A. Niño, eds, Vísperas del 98. Orígenes y antecedentes de la crisis del 98, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, pp. 237-256. Para la perspectiva de la historiografía en esas décadas ver la introducción de Pedro Ruiz Torres, ed., Discursos sobre la historia. Lecciones de apertura de curso en la Universidad de Valencia (1870-1937), València, Publicacions de la Universitat de València, 2000, donde se recogen los discursos de José Villó y Ruiz, Luis Gonsalvo y Paris, José Deleito y Piñuela, Rafael Altamira, André D. Tolédano, Juan de Contreras y el famoso de Pedro Bosch Gimpera, sobre España.

31 Sobre la relevancia y los contenidos de la importante obra y personalidad de este intelectual, ver Armando Alberola, ed., Estudios sobre Rafael Altamira, Diputación Provincial de Alicante, 1987, así como las propias obras de R. Altamira, La enseñanza de la historia, 1891, con Adiciones en 1898 [reeditada, Akal, 1996] y la de Filosofía de la Historia y teoría de la Civilización,1915.

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programa científico coherentemente articulado en torno al concepto de

civilización española. Su objetivo fue investigar todos aquellos contenidos y

aspectos que se albergaban en dicho concepto de civilización, y por eso se

estudió e investigó tanto la lengua y literatura, el arte y el folclore, como el

derecho consuetudinario y las instituciones que expresaban la auténtica

realidad española, en cuya regeneración política estaban todos

comprometidos. Todos comprometidos, y en su mayoría desde planteamientos

democráticos. A los intelectuales del Centro de Estudios Históricos les

preocupaban tanto el atraso económico con respecto a Europa como la falta de

democracia y la incultura, y por eso trataron de armonizar las características y

permanencias tradicionales con las necesidades de renovación de una

herencia que tenía que situarse a la altura de las naciones más civilizadas.

Una vez más era la historia la disciplina que ofrecía mejores argumentos

para el nacionalismo. Fuese la historia de la literatura, del arte, de las

instituciones, del derecho o de la lengua. Se trataba, en efecto, del primer gran

proyecto de construir una historia nacional de España con rango científico y de

carácter interdisciplinar, porque el concepto de civilización así lo exigía, y por

eso se investigó con denuedo el idioma castellano y la primera literatura escrita

en castellano, porque era la lengua y la cultura por antonomasia de la

civilización española. Ahí estaban las mejores aportaciones del genio español a

la cultura universal. Todo ello enfocado desde la configuración mítica de

España como nación unitaria y como pueblo con una trayectoria vital común.

Se trataba, de todos modos, de un proceso concomitante con lo que estaba

ocurriendo en el resto de los nacionalismos europeos32, e incluso con lo que

se estaba fraguando dentro de la propia España en los casos de los

nacionalismos catalán, gallego y vasco. Los nacionalismos recurrieron en

estas décadas del cambio de siglo a las ideas científicas en boga, ya al

darwinismo social para justificar la supuesta primacía de un pueblo, ya al

32 Es imprescindible el análisis evolutivo e interpretativo de Eric J. HOBSBAWN, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1991; del mismo y de Terence RANGER, L’invent de la tradició, Vic, Eumo ed., 1988; de Anthony SMITH, Las teorías del nacionalismo, Barcelona, Península, 1976, o La identidad nacional, Madrid,Trama, 1997, y Nacionalismo y Modernidad, Madrid, Istmo, 2000; Ernest GELLNER, Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza, 1988, y Cultura, identidad y política, Barcelona, Gedisa, 1998.

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organicismo positivista para fundamentar la coherencia evolutiva de una

colectividad, e incluso también se recurrió a las filosofías irracionalistas del fin

de siglo, en especial al vitalismo, para explicar las entrañas espirituales de

cada pueblo o nación33. Así, tal y como hacían los demás nacionalismos por

estas fechas, también el español convirtió la lengua, la literatura, el arte, la

música, el folklore en las más sólidas y permanentes manifestaciones del alma

nacional. En esta dirección fue igualmente decisiva la posterior tarea

desplegada por la siguiente generación, la de 1927, que amplió notablemente

el concepto de cultura popular.

Por lo demás, es justo subrayar que no todo fue unanimidad en el Centro

de Estudios Históricos. Que convivieron la perspectiva castellanocéntrica de

Menéndez Pidal, por ejemplo, y la pluralista de Bosch Gimpera, heredera del

federalismo democrático de Pi y Margall. Por un lado, en ambos autores se

produjo una coincidencia en el análisis, y ambos concebían los pueblos como

seres vivos que evolucionaban desde un sustrato primitivo, determinado por el

medio físico y por las diversidades acumuladas por la historia de modo que

iban forjando a lo largo de los siglos una personalidad cuyas cualidades eran

inmutables en el tiempo. Era, sin duda, una herencia asumida de aquellos

historiadores liberales y románticos de mediados del siglo XIX que habían

diagnosticado el carácter del pueblo español desde la prehistoria hasta la

construcción del Estado-nación de las Cortes de Cádiz. Sin embargo, las

diferencias eran importantes. En Menéndez Pidal los españoles eran un “ser”

colectivo que permanecía fiel a una esencia vertebrada a partir de un centro

celtíbero, precedente del pueblo castellano que luego organizaría la nación y la

civilización española. A esa idea trataba de responder su proyecto de Historia

de España, editorialmente continuado hoy por Jover Zamora. Para Bosch

Gimpera, sin embargo, la “raíz de toda evolución ulterior” se encontraba justo

en la pluralidad y diversidad de lo que calificó como “España primitiva”, esos

siglos prehistóricos en que se había producido la “constitución natural de los

33 Es oportuno recordar la obra citada de J. Ortega y Gasset, España invertebrada..., como máximo exponente de ese vitalismo organicista cuando considera la nación como una “empresa incitadora” impulsada por élites selectas que articulen al resto de los miembros de esa sociedad.

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pueblos hispánicos” y que luego reaparecerían, cada uno con su peculiaridad,

de forma “perpetua”34.

Bosch Gimpera refutaba abiertamente el castellanocentrismo de Pidal.

Además el rector republicano se adscribía públicamente a las tesis de Azaña,

porque estaba comprometido como historiador en la tarea de reorganizar la

convivencia de los distintos pueblos y nacionalidades que se cobijaban bajo el

Estado democrático perfilado por la Constitución de 1931. Eso sí, ambos fueron

intelectuales totalmente alejados de sus coetáneos integristas, no sólo en el

compromiso político sino en la finalidad social de la historia porque nunca

pretendieron hacer de este saber la coartada para exterminar al contrario

ideológico, como hizo luego el integrismo católico cuando la dictadura de

Franco. Con diferentes perspectivas, ambos, Bosch Gimpera y Menéndez

Pidal, estaban implicados en la construcción de una España abierta,

modernizada y democrática -castellanocéntrica o no-, con los argumentos de la

historia de un pueblo que concibieron siempre como libre y plural.

Precisamente por eso quienes compartían esa visión de España fueron los

derrotados en 1939, y así, unos, desde el exilio exterior, y otros, desde el

silencio interior, sufrieron el paradójico desgarro de sentirse españoles

perseguidos por una dictadura que los acusaba de antiespañoles porque no

compartían el integrismo nacionalista del nuevo Estado.

Es justo, por tanto, recordar que la tragedia de la derrota de los

demócratas y el exilio provocado por la dictadura en 1939 supuso no sólo un

corte radical en la vida intelectual de España, sino que además provocó un

reforzamiento del sentimiento patriótico entre la brillante pléyade de

intelectuales exiliados como plataforma de lucha por las libertades. Hay que

aludir al menos a la prolongación, por parte de los demócratas exiliados, del

debate que sobre España se venía planteando desde la generación del 98. Los

intelectuales en el exilio no cejaron de desentrañar las causas de tan

34 Ver las ediciones de unos textos ya clásicos: R. Menéndez Pidal, Los españoles en la historia, Madrid, Espasa Calpe, 1991, con introducción de Diego Catalán; y de Pedro Bosch Gimpera, El problema de las Españas, Málaga, ed. Algazara, 1996, que incluye su España, texto de la lección inaugural del curso 1937-38 de la Universidad de Valencia, en plena guerra. Está editado también en P. Ruiz Torres, ed., Discursos sobre la historia..., obra citada supra.

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inesperada tragedia y tan desconcertante retroceso histórico, tal y como se

contemplaba desde la perspectiva de unos demócratas para quienes la historia

de la humanidad, y por tanto la de cualquier nación, como la española, era un

continuo progreso de las libertades. Los demócratas, los republicanos en su

conjunto, por saberse derrotados, quedaron literalmente traumatizados por esa

singularidad española que había desembocado en una cruenta guerra y en una

inesperada dictadura. Así, los Ramos Oliveira, Madariaga, Sánchez Albornoz o

Américo Castro, sin olvidar a los poetas y también a los partidos políticos y

sindicatos perseguidos y prohibidos, todos siguieron sintiendo España, y

derrocharon emoción y reflexión con la oculta esperanza de desentrañar la

clave para modernizar y democratizar esa España cuya bota militar los había

lanzado al exilio35.

35 Recordar tanto la obra de Salvador de Madariaga, España, como la Historia que desde el exilio elabora A. Ramos Oliveira, así como el debate entre los también exiliados C. Sánchez Albornoz -España, un enigma histórico- y Américo Castro -España en su historia. Cristianos, moros y judíos, de 1948; o el posterior Origen, ser y existir de los españoles, de 1959- que estaban en las antípodas del falangista Laín Entralgo, con su España como problema (1949), y la respuesta nacionalcatólica de R. Calvo Serer en España, sin problema (paradójico premio nacional de literatura en 1949). Por lo demás, para un esbozo de la recuperación historiográfica en los años sesenta, ver J. S. Pérez Garzón, “Sobre el esplendor y la pluralidad de la historiografía española”, en J. L. De La Granja, ed., Tuñón de Lara y la historiografía española, Madrid, Siglo XXI, 1999.