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  • Con esto ya llegamos a lo que en principio constituye el núcleo de nuestra colección con fines de liomenaje, las Bucólicas de Virgilio. Aquí el material de todo tipo nos desbordaría si no adoptáramos un estilo casi telegráfico.

    Es de justicia advertir, aun siendo aquí muy parcos en citas bibliográficas, que nos ha resultado útilísima la excelente obra del profesor maltes E. Coleiro tituladayln Introduction to Vergil s Bucolics with a Critical Edition of the Text (Amsterdam, 1979) .

    Pocos hechos de la Antigüedad son mejor conocidos, aun-que no falten dudas y discusiones, que la vida de Publio Virgilio (en latín parece más correcto Vergilius) Marón. Nacimiento, el 15 de octubre del 70 a. J. C , en Andes, aldea de la Galia Cisalpi-na cercana al río Mincio y a Mantua. Familia de origen galo; su padre, también Virgilio Marón, modesto agricultor y apicultor del que sin duda aprendió mucho; la madre. Magia Pola (cuyo nombre pudo haber dado origen a la extraña y tardía fama de hechicería por parte de su hijo), nacida de gentes acomodadas de la cercana Cremona. Tuvo dos hermanos que murieron jóve-nes y un hermanastro que le sobrevivió. Recibió buena formación en Cremona, Milán, Roma, posiblemente Ñapóles; se dice (véase lo dicho sobre el V de los Catalepta) que oyó con fruto al filóso-fo epicúreo Sirón, alabado por Cicerón, de quien terminó siendo amigo y que reaparecerá en varias de nuestras introducciones virgilianas y pseudovirgilianas. Tuvo amistad con el épico y trá-gico Lucio Vario Rufo (citado en IX 35) , Plocio Tuca y Octavio Musa, todos los cuales serán mencionados en relación con los Catalepta; entró en comunidad de estudios con Cayo Cornelio Galo y Publio Alieno Varo, de quienes hablaremos; de patria chica con escritores como Quintilio Varo y Mario Furio Bibácu-lo; de aficiones no sólo con estos distinguidos representantes de la brillante escuela poética neotérica, sino con lumbreras de la misma tendencia mayores que él, como Cayo Helvio Cina, Publio Valerio Catón, Cayo Licinio Calvo, a quienes pudo co-nocer; no así a Catulo, que murió siendo Virgilio un muchacho de unos dieciséis años.

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    Temperamento introvertido, dulce, un poco frío, al que en la introducción a las Geórgicas leeremos que atribuye su inca-pacidad para las elucubraciones filosóficas. Estudioso, pero nada lucido en la vida de relación. Extremada sensibilidad estética, que, unida a su perfecto conocimiento de la lengua y la técnica litera-ria, hace de él uno de los mayores poetas de todos los tiempos.

    La edad le va madurando y llevando, en el grado que su mala salud le permite, a los más altos círculos de la sociedad ro-mana. Tiene el don de hacerse querer. Virgilio y Horacio, cinco años menor, se tratan con el más íntimo de los afectos. Y lo mis-mo va ocurriendo, en esferas menos y menos teóricamente acce-sibles para un hombre del pueblo, con el polít ico Cayo Asinio Pollón, el gobernante Cayo Cilnio Mecenas, el propio Augusto. En una pauta simétrica, quizá demasiado bella para resultar auténtica, cada uno de estos tres amigos y favorecedores le su-giere sucesivamente la dedicación a uno de otros tres géneros que, con poemas ascendentes en cuanto a extensión, van convir-tiéndole en un maestro. Los temas, tan viejos como la Humani-dad y lo más entrañable que para un auditorio humano quepa, serán los pastos, los campos y la guerra unida a la leyenda patrióti-ca sobre la fundación de Roma. Del 42 al 37 escribe lasBucó/ícas; del 37 al 30 , las Geórgicas; hasta su misma muerte, la Eneida; de los poemas menores, probablemente apócrifos, trataremos luego. Entre tanto, su vida de perpetua soltería alterna entre Ro-ma y las meridionales Sicilia y Ñapóles, más benignas para su cuerpo quebrantado. Su fama crece sin cesar: cuéntase, entre otros muchos episodios, que todo un teatro se alzó un día para ovacionarle.

    Finalmente, el viaje a Grecia y a Asia en que tanta ilusión puso y que iba a serle fatal, y su muerte en Brundisio, la actual Brindisi, el 22 de septiembre del 19 . Sus últimos días de enfer-medad le dejaron componer un epigrama para su tumba de Ñapó-les cuya modestia es el más seguro cuño de autenticidad virgiliana :

    Me dio Mantua la vida y Calabria la muerte ; hoy me guarda Parténope; los pastos canté y campos y héroes.

    No es , pues, su vida de las más fecundas en episodios: el más conocido y triste para el poeta, su evicción de los dominios paternos, será tratado en las introducciones a varias églogas.

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    Procuramos, en efecto, no repetirnos. Son, sin embargo, precisos aquí algunos datos generales: que la obra fue llamada desde un principio Bucólicas; que, aunque el llainar de este modo a cada una resulte cómodo, la denominación de Églogas es tardía; y, por lo que toca a la cronología apuntada en cada una de las introducciones parciales, que, si bien las opiniones al respecto son muchas, parece que podemos establecer aproximadamente el orden en que, a lo largo de los mencionados cinco años, fue-ron escritos los poemas: III, II (o II, III), V, VII, IX, I (o I, IX), VI, IV (o IV, VI), VIII, X. La teoría esbozada en nuestro apén-dice sobre la composición de los idilios de Teocrito supondría que el ser diez las églogas resulta un homenaje al predecesor.

    En cuanto a contenido, una simple ojeada revelará al lector culto que Virgilio ha aprovechado hábilmente lo que su conoci-miento perfecto de la Literatura griega (y, claro está, latina tem-prana) podía, incluso en su época juvenil, ofrecerle: Homero (que al lado, por ejemplo, de Enio tanto influirá en su Eneida), Hesíodo (modelo admirado de las Geórgicas y un homenaje al cual veremos en VI), los líricos y trágicos y, sobre todo, la poesía helenística, tan de moda en su generación y , dentro de ella, con un Calimaco siempre magistral, Euforión (tan admirado por los neotéricos como para dar lugar a que Cicerón se lamente, en Tuse. III 45 , de que el viejo y recio Enio sea despreciado ab his cantoribus Euphorionis) y especialmente los bucólicos, a los que hay que agregar a los helenizantes Calvo y , hasta cierto punto, Catulo y al íntimo Galo con el que nos encontraremos varias ve-ces. También, desde luego, los filósofos, utilizados en los puntos menos abstrusos (recuérdese la limitación vocacional a que alu-díamos) de sus doctrinas: no es difícil rastrear en las Bucólicas elementos órfico-pitagóricos y dionisíacos, ecos platónicos y huellas, a través de lo más accesible de Lucrecio, a quien Virgilio leyó mucho, del atractivo epicureismo de la imperturbabilidad, la paz espiritual y el otium sin ambiciones. Pero en un eclecticis-mo bien dosificado y lejano de cualquier afán de acumulación. Todo el material mitológico o religioso en sentido más auténtico (recuérdese la obra maestra que es IV), combinado con conoci-mientos menos aparentes que sólidos de la magia, las artes plásti-cas y la ciencia, como en III; todo el andamiaje literario de la mascarada en clave, la alegoría, los sutiles mecanismos de alter-nación, como en Teocrito, de lo narrativo con lo dramático, apa-rece, y éste es su gran mérito, fundido en una creación singular.

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    llena de belleza y de colorido, encuadrada en lengua, métrica y estilo perfectos (que por desgracia sólo una lectura en latín per-mitiría apreciar totalmente), a través de la cual lo griego clásico y helenístico, lo romano y lo genuinamente virgiliano se sueldan sin mostrar apenas suturas.

    Pero para llegar al autor a través de sus églogas quizá lo más fácil sea referirnos a Teocrito, aunque no con la absurda preten-sión de resucitar hoy antiguas querellas sobre primacía de Grie-gos o Romanos y , en consecuencia, de uno u otro.

    Virgilio resulta no sólo original en la introducción de la bucólica en Roma (pues una supuesta precedencia de Mésala está descartada), sino también en su empeño de no copiar servilmen-te al genial siracusano del que hicimos un pequeño apunte esté-tico en su introducción y al que sigue más de cerca en II-III y VII, menos en V y VIII y casi nada en el resto ; y ello, por ejem-plo, en la sustitución de los escenarios itálicos (que conocía bien y en que, por tanto, sabía que no todo , ni mucho menos, era idílico) y de Cos por una Arcadia que iba a convertirse en peren-ne símbolo de lo pastoril y en su inteligente esfuerzo por no re-petir casi nunca los nombres teocriteos aplicados a personajes similares.

    Hay, pues, una originalidad de Virgilio en su utilización del entorno romano; en la dulcificación, salvo en III, de la realista grosería de los pastores de Teocrito; y , de modo especial, en ese teñirlo todo con el don inapreciable de su propia persona. En cada verso de las Bucólicas está, con su honrada sinceridad trans-parentemente retratada en la peripecia biográfica; con su pro-fundo sentido de la naturaleza, del paisaje y del hombre; con su humanismo, en suma, que tan bien podrá entender un lector sensible de hoy , todo el autor. Teocrito, aun en su sincera año-ranza de un ideal mundo pastoril, se sitúa entre bastidores, al margen de esos personajes que maneja amándolos o compade-ciéndolos, pero también sonriendo o riendo francamente ante sus humanísticas cuitas; en las Bucólicas cada pastor es Virgilio mismo, impregnado de amor hacia las personas y las cosas, toca-do de una insatisfecha, a veces angustiosa melancolía porque to-do lo del mundo pasa y porque los hombres insensatos malgas-tan sus vidas preciosas. Las figuras, nunca acartonados figurones, de Teocrito, enraizadas, con vigor desbordante, en la ardiente

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    campiña mediterránea; y las figuras, nunca amanerados figurines, de Virgilio, algo difuminadas en el encanto etéreo de la Arcadia eterna, componen sendos cuadros inmortales que excluyen toda posibilidad de preferencia a quien lea a los clásicos con el corazón.

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  • I

    Diálogo entre dos pastores. Títiro, no ya joven (27-29) , preside una bella estampa pastoril con su ocio musical y amoro-so; Melibeo, en cambio, emigra con unas cabras, lo único que ha podido rescatar de la calamidad que llena de inquietud (11-12) los campos. Su amigo, por el contrario, se ha salvado (44-45) gra-cias a un joven que ya ha empezado a ser para él como un divino Lar doméstico (6-10, 42-43) y a quien ha visto en Roma, ciudad antes desconocida y ahora admirada por él (19-25) . Melibeo le envidia (46-58) en la triste situación (64-78) que le fuerza a ún exilio injusto. Los campos en que tanto celo puso, y es amarguí-sima la nota irónica de 7 3 , pasarán a manos de soldados bárbaros e impíos. Parte, pues, lleno de tristeza mientras Títiro reitera su reconocimiento a su protector (59-63) y deja ver, en los inmor-tales versos del final (79-83) , un cierto deseo de no parecer egoís-ta a quienes han tenido menos suerte.

    Desde la misma Antigüedad se viene ya observando el carác-ter biográfico en parte de este hermosísimo canto. Aquí pueden ser útiles algunos párrafos de mi artículo Un hallazgo sensacional en Nubia: versos nuevos de Cornelio Galo (Rev. Bach., Cuad. monogr. 6, supl. del n. 15, año III, julio-sept. 1 9 8 0 , 3-10), en que quedan también vertidos, con variantes mínimas respecto a este libro, fragmentos de las églogas VI y X.

    Hacia el 4 3 , Virgilio, terminados probablemente sus estu-dios napolitanos, vivía ya en sus dominios paternos, desde luego no tan grandes como los presentan las apócrifas Dirae que luego se leerán, componiendo las primeras églogas. Debió de ser al prin-cipio una época agradable, porque aquel año fue nombrado pre-fecto de la Galia Cisalpina, con residencia en Mantua o Cremona, su citado amigo Asinio Pollón, hombre de dotes intelectuales que el 40 iba a ser cónsul, no sólo citado por el poeta en III 84 y VIII 6-10, sino también, como diremos, destinatario de la excel-sa égloga IV. En torno a Pollón se constituyó esa especie de cír-culo literario que mencionó nuestra introducción general ; pero

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    la situación debió de verse enturbiada por el hecho de que, des-pués de su triunfo en la batalla de Filipos, del 4 2 , los triunviros Octavio, Marco Antonio y Lèpido quisieron recompensar a sus combatientes con la concesión de tierras de la fértil Galia que serían expropiadas al efecto. En principio estas propiedades serían las situadas en Cremona, pero, resultando estos terrenos insuficientes, se acudió a complementarlas (IX 28) con las de la cercana Mantua. Los perjudicados, entre ellos Virgilio, pusieron el grito en el cielo; hubo, pues, que nombrar una comisión agris diuidundis ciertamente muy literaria, pues estaban en ella, con Folión, nuestros conocidos y amigos del poeta Alieno Varo y Cornelio Galo, el futuro homenajeado en VI 64-73 y X. Parecía a priori que Virgilio no tendría problemas con este organismo; pero no fue así.

    Tenemos, en efecto, un significativo complemento a esta égloga en la breve IX, de que anticiparemos aquí algo y de la cual podía ya hallarse una versión del que suscribe casi idéntica a ésta en las págs. 173-175 de la obra citada en la introducción al idilio XI de Teocrito.

    Lícidas (por una vez Virgilio, saliéndose de la norma a que aludimos, emplea el mismo nombre para un personaje parecido al del VII teocriteo) se encuentra a Meris, antiguo sirviente de Menalcas, que va a regañadientes hacia la urbe para entregar unos cabritillos al nuevo dueño extranjero de los terrenos arrebatados a aquél (1-6), y habla (7-10) del rumor de que Menalcas había conseguido conservar, gracias a sus versos, el predio bellamente descrito aquí; pero Meris le desengaña (11-16) . Los poetas no tienen influencia; se produjo, sí, una serie de litigios y enredos, pero al final una verdadera inspiración divina indujo a cortar con todo ello, pues tanto su anterior amo como él mismo habían llegado a correr verdadero peligro.

    Los antiguos contaban historias truculentas al respecto: que un tal Clodio quiso matar al poeta por una cuestión de lindes; que otro individuo, no contento con apoderarse por la fuerza de sus bienes, obligó al t ímido vate a cruzar el Mincio a nado.

    A todo esto se agregan, en medio de las citaciones poéticas de que tratará la introducción a IX, unos versos apremiantes de Menalcas a Varo (26-29, veáse lo anotado arriba sobre 28) con el ruego de que proteja a Mantua (el antiguo amigo del autor suce-dió el 41 a Folión, designado como cónsul, en su cargo de pre-

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    fecto) y otros en que se celebra la estrella del César, que asegura-rá a la descendencia de alguien la posesión de unas tierras (46-50). No es descabellado pensar que la égloga está escrita mientras Virgilio hacía gestiones en Roma con esperanza de algún éxito; Meris (67) cree incluso que su regreso será definitivo.

    En fin, la anécdota es demasiado embarullada para tratada aquí por menudo. Recuérdese que en la introducción a Virgilio apuntábamos dos posibles ordenaciones cronológicas, I-IX y IX-I. Si nos decidimos por la primera, ni sus amigos, parece que poco eficaces en general, lograron que el poeta conservara su peculio ni el propio Octavio confirmó aquellas esperanzas a Títiro ; si por la segunda, la intervención del César fue lo que decidió finalmente el pleito en favor del perjudicado. Pero, como éste parece haberse alejado definitivamente de su país natal en años sucesivos, quizás en época tan temprana como el 40 , la opinión general es (nótese lo dicho más abajo sobre el VIII de los Catalepta) que lo único que logró de Octavio fue una compensación en metálico o tierras de otro lugar. Fue, pues, casi como si Títiro hubiera de verdad recuperado sus bienes, salvo que, a juzgar por I 47-48 , losnuevos campos no reunían las condiciones de los antiguos. Las fechas respectivas de IX y I, en esta segunda hipótesis, podrían ser el verano y el otoño del 4 1 .

    Pero no es éste el único hilo que se entremezcla en la com-plicada trama de I. Sería abusivo decir que Títiro es una perso-nificación de Virgilio, que no tenía más que 29 años y había visto Roma al viajar a Ñapóles; el pastor, por otra parte, no va a la urbe solamente a obtener la restitución de lo expropiado, sino a manumitirse (27-29); sus amores (31-35) con la pródiga Calatea (que nada tiene que ver con la amada del Ciclope, como tampoco en III 64 y 71) le han resultado ruinosos; el abandono por parte de ella (29-30) y su posterior enamoramiento con la más sensata Amarilis (4-5) son lo que le han permitido redimir-se, y no sólo legalmente. Hay infinidad de discusiones sobre lo que Virgilio quiere apuntar sobre sí mismo. ¿Evolución espiri-tual por causas que se nos escapan? ¿Evolución social y literaria, pues en la deslumbradora Roma/Amarilis va a encontrar hori-zontes de uno y otro tipo que le empezaban a faltar ya en la re-vuelta y hasta antieconómica Mantua/Galatea de su juventud? No lo sabemos.

  • Melibeo

    T í t i ro , t ú , b a j o el haya copuda t end ido , con cálamo humilde en la Musa rural te ejercitas; nosotros la dulce campiña y los patr ios confines dejamos; tú yaces ocioso a la sombra y enseñas

    5 al bosque a cantar de la bella Amarihs el n o m b r e .

    T í t i ro

    Un dios, Melibeo, creóme estos ocios; por siempre como a dios le t endré y muchas veces su altar teñiráse con la sangre de un t ie rno cordero de nues t ros apriscos, líl fue, como ves, quien permite que vaguen mis bueyes

    1 0 y a m í modular cuanto quiera en mi rústica flauta.

    MeUbeo

    No lo envidio, de c ier to , mas sí me sorprende; ¡es tan grande

    la inquie tud en los campos! Yo mismo voy triste arreando a las cabras, mas ésta tan sólo arrastrarla consigo, que ha poco en el soto gemelos dejó, la esperanza

    1 5 de la grey, que pariera apoyada en la roca desnuda . Tal desgracia debió predecirnos, si torpe no fuera nuestra m e n t e , la encina que vimos tocada del r ayo . Pero cuéntanos , T í t i ro , en fin, quién fue el dios que nos

    dices.

    Tí t i ro

    Yo , t o n t o de m í , MeUbeo, creía que la urbe 2 0 a la cual Uaman Roma era igual que la nues t ra , en que a veces

    de la oveja las crías apenas nacidas vendemos . Semejante el cachorro era al can, el cabri to a su madre , y así yo comparar lo pequeño y lo grande solía. Pero ésta descueUa entre todas las urbes al m o d o

    2 5 en que suele el ciprés superar al flexible duriUo.

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    Melibeo

    ¿Cuál fue el impor tan te mot ivo que te hizo ver Roma?

    Tí t i ro

    Liber tad, q u e , aunque t a rde , acudió a socorrer mi indolencia

    cuando ya , al afei tarme, mi barba b lanqueaba ; mi róme , sin embargo , y llegó con los años , después de que me h u b o

    3 o Calatea dejado y ya tengo por dueña a Amaril is . Pues, en el t i empo en que amé a Calatea , confieso que no me cuidé del peculio ni pude ser l ibre. Aunque reses sin cuen to el redil produjera , aunque m u c h o pingüe queso encellado a la ingrata ciudad me llevara,

    3 5 jamás de dmero cargada volvía mi m a n o .

    Melibeo

    Me admiraba Amarilis, quejosa invocando a los dioses y dejando los frutos del árbol pender , pues ausente Tí t i ro estaba y l lamábate , T í t i r o , el p ino , te l lamaba la fuente y también estos mismos arbustos .

    T í t i ro

    4 0 ¿Qué pod ía yo hacer? Ni el servicio dejar de o t ro m o d o ni en otra ocasión encont rar más benignos los dioses. Allá vi, Melibeo, a aquel joven a quien doce días en mi casa da gracias el h u m o del ara cada año . Allá al p u n t o a mis súplicas dio su respuesta: "Que pazca,

    4 5 muchachos , c o m o antes , el buey y los to ros se c r í en" .

    Melibeo

    ¡Tus campos , anciano feliz, seguirán siendo tuyos ! Y son para ti suficientes, por más que los cubran el du ro roquedo y la charca y sus juncos l imosos; no hará daño a la oveja preñada el insóli to pas to

    5 0 ni el nocivo contagio que traiga el rebaño vecino. ¡Anciano feliz, que a gozar de la sombra y del fresco

    vendrás, j u n t o al r í o pa te rno y las fuentes sagradas!

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    A q u í , como siempre, a dormir te instará con su leve susurro a m e n u d o el bardal de la finca cont igua

    5 5 en que liban abejas hibleas la flor de los sauces; al pie del peñón cantará el podador a los vientos y no cesará el zurear de tus roncas palomas ni en el o lmo ventoso jamás de la tó r to la el c a n t o .

    T í t i ro

    Antes pacer en los aires podrá el ágil ciervo, 6 0 antes el mar a la costa sus peces inermes

    sacar o, t rocados sus l ími tes , ir emigrante el Parto a beber del Arar o el Germano del Tigris que de mi pecho borrarse la faz de aquel h o m b r e .

    Melibeo

    Al sediento Africano veremos noso t ros , en cambio , 6 5 o tal vez la Escitia, el Oaxes de curso gredoso

    o el br i tánico pueb lo , aislado del resto del m u n d o . ¿Podré contemplar algún día las patr ias fronteras, mi pobre cabana, el tejado cubier to de césped? ¿Espigas quizás hallaré si regreso a mi reino?

    7 0 ¡Del imp ío soldado será mi cuidado t e r ruño , del salvaje la mies! ¡Hasta dónde a las míseras gentes la discordia ha llevado! ¡Para ellos sembramos los camp ¡Injerta el peral , Melibeo, las vides ordena!

    Marchad, mi rebaño dichoso de an t año , cabrillas; 7 5 jamás desde ahora os veré, recostado en la gruta

    frondosa, a lo lejos colgar de los riscos agrestes; ya no cantaré mis canciones, cabrillas; ni el sauce amargo ante m í paceréis ni el codeso florido.

    Tí t i ro

    Sin embargo , conmigo podríais haber descansado 8 0 en la verde floresta, pues dulces manzanas t enemos

    y abundancia de leche cuajada y hay t iernas castañas. Y ya en los cortijos h u m e a n los techos lejanos y se hacen mayores las sombras que caen del m o n t e .

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  • II

    Siendo la más antigua, o la segunda en precedencia, de las églogas, revela ya calidad poética insuperable, como en la magní-fica escena veraniega de 6-13 (de los que 10-11 ya diremos que recuerdan al Moretum), pero también cierta carencia de origina-lidad en su excesivo seguir a modelos griegos como Meleagro (en un notable epigrama, 854 de nuestra colección, Ant. Pal. XII 127, aparece un admirable mozo llamado Alexis, y el nombre se repite en el 855 , XII 164) y, sobre todo , el Teocrito del III y del XI intensamente imitado.

    El pastor siciliano (21) Coridón (onomástico del IV y V teocriteos) arde por un muchacho llamado como se ha dicho que, muy solicitado (14-16) por hombres y mujeres, goza proba-blemente (2 , 57) del amor de su dueño Yolas y se muestra esqui-vo hacia su pretendiente.

    El esquema es similar al del idilio XI: Alexis desprecia lo que Coridón tiene (19-22) , lo bien que canta (22-24) , su figura no despreciable (25-27) , los regalos que ofrece (36-44) . Según una ingeniosa hipótesis, este último verso, empalmando directa-mente con 56 , iniciaría ya la reacción del infeliz amante, pero tal vez Virgilio, pensando que la égloga era demasiado corta, aña-dió 45-55, ciertamente muy buenos versos, con nuevas ofrendas. El caso es que al final Coridón, como el Ciclope ya en Filóxeno y Teocrito, decide curarse él solo de su manía (el famosísimo apostrofe de 69 refleja fielmente el XI 72 de Teocrito) y buscar el equilibrio espiritual en la calma epicúrea.

    Los antiguos contaban que Virgilio se había enamorado de Alejandro, un siervo de Yolas/Polión; pero, aparte de que resulta extraño que Propercio (II 3 4 , 73-74) no sepa nada del caso, el mantuano merece que dejemos al margen de sus versos cualquier posición personal ante un homosexualismo en que su alma deli-cada tenía forzosamente que percibir la mácula de la triste insa-tisfacción estéril. Aun más discutibles resultan otras interpreta-ciones modernas : Alexis es Octavio a quien el poeta corteja po-

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  • E G L O G A II

    liticamente, o bien el propio Virgilio que, ante las amenazas de expulsión de sus campos que ya se ciernen en el verano del 42 (véanse las introducciones a III y V sobre la cronología), es ten-tado por una Roma que le ofrece todo , u otras mil personas o cosas reales. Pero mejor es leer el poema en toda su desnuda hermosura.

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  • Ardía el pastor Coridón por Alexis el be l lo , delicias del a m o , y ninguna esperanza t en ía . Ocul tábase , pues , a m e n u d o en las sombras espesas del hayedo y allí sus lamentos sin arte y a solas

    5 con inúti l afán a los mon te s y bosques lanzaba:

    " ¿Es que nada te impor t an , Alexis cruel , mis canciones?

    ¿No te apiadas de mí? Lograrás finalmente que muera . Ahora buscan las mismas ovejas la sombra y el fresco, ahora el cambrón a los propios lagartos oculta

    1 o y Te'stilis maja el serpol y los ajos y olientes yerbas que aUvien el fuerte calor al que siega mientras y o , bajo el sol a rdoroso , tus huellas persigo y la ronca cigarra acompaña mi voz en el b o s q u e . ¿No fue suficiente el sufrir los soberbios desdenes

    1 5 de Amarilis y cóleras fieras? ¿Tampoco a Menalcas, aunque fuese tan negro cuan blanco eres tú? ¡Mozo

    he rmoso , no te ufane el color , pues marchí tase el b lanco aligustre mientras suelen las gentes coger el a rándano oscuro! Me desprecias y no me preguntas ni quién soy, Alexis,

    2 0 ni cuántos ganados y nivea leche poseo ; mil corderos yo tengo vagando en los sículos mon te s y , con frío o calor, no me falta la leche bien fresca. Sé en tona r la canción con que Anfión el dirceo solía al rebaño llamar en el át ico m o n t e Arac in to .

    2 5 Y n o soy tan feo , que ha poco me he visto en la playa, cuando plácida el agua se estaba sin v ien to , y o m u c h o me engaña la imagen o puedes con Dafnis med i rme . ¡Si quisieras al menos conmigo en los sórdidos campos

    vivir y habi tar en humilde cabana y el ciervo 3 0 cazar y llevar el rebaño de cabras al verde

    malvavisco! Y a Pan imitar en el bosque conmigo podrás , el pr imero que supo j u n t a r varias cañas

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    con cera y curar al ganado y a aquel que lo cuida. Ni te apene que el cálamo hiera tu labio ; ¿qué cosas

    3 5 Amintas no hiciera con tal de saber eso mismo? Tengo una siringa formada por siete diversos tubos , regalo que an taño al morir me dejara Dametas d ic iendo: 'El segundo eres ya al ob tener la ' . Hablaba Dametas así y envidiábalo el necio

    4 0 Amintas . Y dos cabritillos, que hallé con peligro en el valle, de blanco manchados aún sus pelajes; dejan secas al d ía dos ubres de oveja; los guardo para t i . Ya hace t i empo que TéstiUs quiere tener los y suyos serán, pues a t i te repugnan mis dones .

    4 5 ¡Ven acá, bello mozo! Cestillos repletos de lirios he aqu í que las Ninfas te t raen ; la Náyade blanca para ti con la páUda viola amapolas esbeltas recoge y narcisos y flores de eneldo oloroso y lauréolas, yerbas suaves y las maravillas

    5 o gualdas que dan su color al a rándano dulce . Yo blancos membri l los cubier tos de t ierna pelusa cogeré y las castañas que amó mi Amarihs y cul to también pienso rendir a o t ra fruta, la cérea ciruela. E igualmente a vosot ros , laureles, y el mi r to cercano

    5 5 cogeré, que a los vuestros añade sus bellos olores. ¡Coridón, eres zafio! Ni a Alexis t u s dádivas t ientan

    ni Yolas, si así rivalizas, atrás quedaráse . i Ay , ay! ¡Desgraciado de m í , que en las flores el Austro

    sin juicio m e t í y en el claro hon tana r jabalíes! 6 0 ¿De quién huyes , loco? Los dioses t ambién en los bosques

    vivieron y Paris dardan io . Que habi te Minerva su alcázar a m a d o ; a nosot ros las selvas nos placen. Sigue al lobo la torva leona y el lobo a la cabra; busca también el codeso florido la cabra;

    6 5 llévase a Coridón el deseo que a todos domina . Mira, el arado pendiente del yugo ya traen los novillos y el sol al caer multiplica las sombras ; pero a m í me enardece el amor , que medida no t iene. ¡Ah, Coridón, Coridón! ¿Qué demencia es la t uya?

    7 0 Tienes a medio podar una parra en el o lmo frondoso. ¿Por qué no te aprestas con mimbres y junco flexible a t renzar lo que tengas en casa averiado? Si éste desdeña tu amor , hallarás o t ro Alexis" .

  • Ili

    El escenario recuerda los campos cercanos a Mantua; y el ambiente (56-57, 111) es primaveral. Puesto que, como dijimos, II ofrece marcados rasgos estivales, cabria suponer que esta églo-ga fue escrita antes y la otra, aunque no resulte tan original, un poco después. Argumento menos probativo resulta, en cambio, el de que aquí Dametas vive aún como personaje de cierta edad mientras que su flauta (22) ha sido heredada (II 36-40) por Co-ridón. En todo caso, ambos poemas serían posteriores a la llega-da en el o toño del 4 3 , citada en la introducción a I, de Pollón (cuyas alabanzas en 84-89 le contraponen, 90-91 , a dos poetas-tros enemigos de Virgilio, a uno de los cuales, Mevio, maldice ferozmente Horacio en el epodo X) y anteriores a la composición de V, probablemente del verano del 4 2 , que recoge versos de una y otra en 85-87; y, por consiguiente, en un momento muy productivo de dicho año.

    Se trata de un juvenil, pero muy logrado ejercicio literario inspirado, con su alternación en 60-107 de 24 pares de hexáme-tros, en los amebeos V (también en parejas rítmicas) y VIII de Teocrito, pero no sin ecos del I (con el que comparte la falta de narrador, como el mismo V y X) , IV y VII del mismo. El tema de la invectiva, tomado igualmente a V y que imitará Calpurnio Siculo en VI, está bien tratado, con muy personales rasgos de agresividad que pudiéramos llamar catuliana; y es de observar que, a diferencia de lo que ocurre en dicho poema de Teocrito, empieza a actuar el retador, empeñado en desconcertar a su rival con cambios de tema, lo que produce incoherencias en el conte-nido. Hay también, en forma tradicional, un arbitro. Palemón (50-58), que declara empatados (108-110) a los dos concursan-tes, como ya en el VI teocriteo y después en el II de Calpurnio.

    Los personajes están, según lo usual, cuidadosamente ca-racterizados: Menalcas, a cuyas órdenes está Títiro (19-20) , no es un simple pastor, sino el hijo de un cabrero casado en segun-das nupcias (32-34) a quien su padre y su madrastra fiscalizan mucho. Más joven y de temperamento más provocador, contras-

    240

  • E G L O G A I I I

    ta con Dametas, mayor (7) y más prudente, que cuida las ovejas (5-6; tal vez habría que invertir el orden de 94-95 y 96-97 atri-buyendo estos últimos versos al cabrero y los primeros al oveje-ro) y los terneros (29-31) de Egón, viejo verde como el del IV de Teócrito (padre, por cierto, del atleta igualmente llamado) que disputa al muchacho Menalcas el amor de Neera (3-4). Pero no- acaban ahí los problemas; aparte de dos oscuros tropiezos que, cada cual por su parte, han tenido Dametas por cuestiones de rivalidad musical (17-28) y Menalcas (12-15) , la situación sentimental es complicada: Dametas ama a Galatea, que le co-rresponde (64-65, 72-73) , y a Amarilis, que le hace sufrir(80-81); Menalcas está enamorado de un mozo , Amintas, que se le ofrece hasta cierto punto (66-67, 74-75, 82-83); Filis coquetea con los dos (76 -79 ,106 -107 ) .

    Abundante es, en fin, el contenido de esta bonita obra: la tradición helenística se revela en la descripción de unas copas (35-47) que recuerdan al I de Teócrito (Alcimedonte puede o no ser un artista real); la mención allí mismo de distinguidos repre-sentantes de la ciencia alejandrina como los astrónomos Conón, del s. III, y posiblemente Eudoxo de Cnido, del IV a. J. C ; y , con un esquema muy usual en la Antología, dos adivinanzas (104-107) en que se pregunta por un mantuano derrochador lla-mado Celio, cuya ruina no le dejó más que una sepultura desde la cual sólo se veían tres codos de cielo, y la flor del jacinto, en cuyos pétalos se creía distinguir letras de los nombres de Ayante o Jacinto, personajes míticos y principescos.

    241

  • Menalcas

    ¿Quién es el dueño del ha to? ¿Tal vez Melibeo?

    Dametas

    N o , que es de Egón; hace poco que Egón me lo ha dado .

    Menalcas

    ¡Pobres ovejas y pobre ganado! Que mientras él persigue a Neera t emiendo que a m í me distinga,

    s un pastor mercenario os ordeña dos veces por hora y así qui ta el jugo a la oveja y la leche al co rdero .

    Dametas

    Piensa que aquel al que injurias es h o m b r e y que sabe quién te hizo aquello y en qué cueva fue; te miraba el cabrón de través e indulgentes reían las Ninfas.

    Menalcas

    1 o Entonces , supongo, me vieron cortar con perversa guadaña el t u to r de Micón y las jóvenes parras .

    Dametas

    O el arco de Dafnis quizá dest rozar j u n t o al viejo hayal y las flechas; supiste, Menalcas malvado , que las daban al m o z o y dolióte y , si de un m o d o u o t ro

    1 5 no las hubieses pod ido romper , te murieras .

    Menalcas

    ¿Qué hará quien posee si tal del ladrón es la audacia? ¿No te he visto yo mismo , rufián, el cabrón con argucias

    242

  • E G L O G A HI

    a Damón sustraer mientras m u c h o ladraba Licisca? Yo di voces: " ¿ A d o n d e va el hombre? ¡Recoge el ganado ,

    2 o T í t i r o ! " Y tú en los carrizos ocul to callabas.

    Dametas

    ¿Es que , vencido en la liza por m í , me pod ía negar el cabrón que mi flauta y canciones ganaron? Quizá no sabrás que aquel macho era m í o y él mismo lo admi t í a , alegando que dármelo no era posible .

    Menalcas

    2 5 ¿Tú en un concurso de canto? ¿Has ten ido una flauta encerada jamás? ¿No solías, zopenco , una pobre canción destrozar con silbato estr idente en los trivios?

    Dametas

    ¿Quieres, pues , que tú y yo en canto al terno p robemos qué vale

    cada cual? Y será esta novilla (mas n o la desprecies, 3 0 que va a la colodra dos veces y a te ta dos crías)

    mi puesta; t ú dime cuál sea la prenda que apor tas .

    Menalcas

    Del rebaño y o nada me atrevo cont igo a juga rme , pues mi padre está en casa y mi dura madras t ra y numeran a diario el ganado los dos y uno de ellos los chivos.

    3 5 Ahora b ien , si t an loco te encuent ras , pondré lo que es m u c h o

    más valioso, y podrás confesarlo tú mi smo: unas copas que en haya a cincel trabajó Alcimedonte el divino. En ellas el t répano diestro entrelaza las bayas de la pálida yedra y la vid que sinuosa Tas cubre .

    4 0 Dos figuras en medio des tacan, Conón y aquel o t ro cuya vara mostrara a los hombres el m u n d o y el t i empo favorable al que siega o se encorva en los campos a r ando . Jamás he beb ido con ellas: las tengo guardadas.

    243

  • V I R G I L I O

    Dametas

    Dos copas también para m í cinceló Alc imedonte 4 5 y en to rno a sus asas t renzó dulce acanto y a Orfeo

    rodeó de los bosques que en pos de sus pasos siguieran. Jamás he beb ido con ellas: las tengo guardadas . Pero, si es galardón la novilla, n o cuentan las copas .

    Menalcas

    No podrás escapar; tomaré cualquier cosa que digas. 5 o Que esto lo escuche ... a q u í está Palemón que se acerca.

    Haré que ya a nadie jamás a cantar desafíes.

    Dametas

    ¡Ea, pues , si lo quieres! No habrá por mi parte demoras y a nadie r e h u y o ; mas pon gran cu idado, vecino Palemón, en la lid, que el asunto por cierto no es parvo .

    Palemón

    5 5 Cantad y en la muelle pradera sen témonos j u n t o s . Ahora florecen los campos , los árboles t odos , ahora más bello que nunca está el año en el bosque . Empieza, Dametas , y t ú luego sigues, Menalcas; alternad el cantar ; las Camenas lo a l terno prefieren.

    Dametas

    6 0 Por Jove empecemos , ¡oh. Musas!, que de él está t o d o l leno; protege las tierras y cuida mis cantos .

    Menalcas

    Febo me quiere y y o siempre en mi casa le ofrendo laurel y jac in to p in tado d e rojo suave.

    Dametas

    Galatea, la niña coque ta , me tira manzanas 6 5 y se esconde en los s aucesque r i endoquep ron to l aencuen t r e .

    244

  • E G L O G A III

    Menalcas

    A m í sin rodeos mi amor se me ofrece y Amintas más familiar ya que Delia a los canes resulta.

    Dametas

    Para Venus mis dones dispuestos es tán; el paraje he encon t rado yo mismo en que anidan las aéreas palomas.

    Menalcas

    7 0 Lo que pude al muchacho envié, diez doradas manzanas

    del árbol silvestre; mañana o t ras t an tas le m a n d o .

    Dametas ¡Cuántas veces me habló Galatea y qué cosas me dijo!

    ¡Algo de ellas, o h , vientos , haced que los dioses escuchen!

    Menalcas

    ¿De qué vale que no me desdeñe t u espí r i tu , Arnintas, 7 5 si, mientras cazas, yo sólo vigilo las redes?

    Dametas

    A Fiüs env íame . Yolas, que cumplo h o y los años ; cuando y o sacrifique una res por las mieses, que venga.

    Menalcas

    A Filis yo quiero ante t odas ; l loró al despedirme y " ¡Adiós, mozo h e r m o s o ! " a lo lejos, ¡oh. Yolas! , dec ía .

    Dametas

    8 0 Los lobos del h a t o son plaga, la lluvia del grano, del árbol los vientos; tal es mi Amarilis airada.

    245

  • V I R G I L I O

    8 5

    9 0

    9 5

    Menalcas

    La lluvia deleita al sembrado , el m a d r o ñ o al cabri to ' des te tado , a la oveja los sauces y a m í solo Amintas .

    Dametas

    A Pollón nuestra rústica Musa complace ; que críen para aquel que nos lee las Piérides una ternera .

    Menalcas

    Pollón nuevos versos escribe; criadle algún to ro que sepa cornear y la arena escarbar con sus patas .

    Dametas

    Quien te a m e . Pollón, a tu altura gozosa se eleve; flúyanle mieles en la áspera zarza y a m o m o .

    Menalcas

    Quien guste de Bavio en tus cantos complázcase, Mevio,

    unza las zorras al yugo y ordeñe los machos .

    Dametas Mozos que flores cogéis y las fresas del suelo,

    ¡corred, escapad, que hay un frío reptil en la yerba!

    Menalcas

    Deteneos , ovejas, no está bien segura la orilla; ved cómo a secar sus vellones ha pues to el carnero .

    Dametas

    T í t i ro , aparta del r ío las cabras que pacen; cuando sea el m o m e n t o , yo mismo las lavo en la fuente .

    246

  • E G L O G A III

    Menalcas

    Recoged las ovejas, muchachos ; si secan las ubres , como ha poco , los soles, inútil será nues t ro o rdeño .

    Dametas

    1 0 0 ¡Ay, qué delgado rni toro en los yeros lozanos! Igualmente al pastor y a las reses amor martir iza.

    Menalcas

    De que estén en los huesos mis t iernos corderos no es causa

    el amor , que algún ojo embrujados sin duda los t iene .

    Dametas Dime, y serás para m í gran Apolo , en qué tierra

    1 0 5 no ocupa un espacio de más de tres codos el cielo.

    Menalcas

    Dime, y te quedas tú solo con Filis, en dónde llevan las flores inscritos los nombres de reyes.

    Palemón

    No me es posible arbitrar en tan a rduo cer tamen; la novilla merécesla t ú y tú también y quien t ema

    l i o del amor las dulzuras o sufra su amargo domin io . Cerrad ya las acequias; bastante bebieron los prados .

    247

  • IV

    Es la más concisa y, sin embargo, la más famosa y discuti-da de las églogas; también aquella en que el genio de Virgilio se remonta a mayores alturas de solemne formulación y un más vasto enfoque de la historia pasada y futura de la Humanidad ; y la que menos huellas de Teócrito muestra, aunque, en cambio, parecen haber influido en ella otros textos de tipo similar como el poema LXIV de Catulo (el estribillo de cuyo canto de vatici-nios para Aquiles, 323-381 , utiliza nuestro poeta en el verso 46) o el epodo XVI de Horacio, que se acababa de escribir.

    El poeta empieza (1-3) dirigiéndose a las Musas teocriteas para incitarlas a cantar en tono más elevado, dejando por una vez los humildes tarayes o tamariscos y haciendo los bosques dignos de un cónsul. Éste es Pollón, de Cuya exaltación en 40 al consulado hablamos en la introducción a I, a quien se menciona en 12 y para el cual la égloga entera constituye un amistoso ho-menaje .

    En dicho año, al que probablemente corresponde la com-posición del poema, nacerá un niño grandemente dotado por los hados que traerá una nueva época para el mundo entero. El mo-mento es favorable: se acaba de concertar, poniendo fin a las guerras civiles que duraban desde el 49 y aun a los problemas que venían arrastrándose desde el triunfo de Filipos, la paz de Brundisio entre Octavio y Marco Antonio, sellada en prenda de reconciliación por el matrimonio de éste con Octavia, hermana de aquél. Mecenas y el propio Pollón, partidarios respectivos del uno y el otro, han sido factores importantes de este aconteci-miento que realmente dio origen al pacífico período anterior a la ruptura del 32 .

    La llegada del niño es un eslabón más de la historia cíclica tal como se entendía desde Hesíodo y a través de Platón, el es-toicismo y escritores menos filosóficos como Teócrito en I 132-136 y V 124-127. Los hombres están fatalmente destinados a una alternativa de épocas nefastas, en que todo son desgracias, y una idílica edad de oro llena de bienandanzas que, según las

    248

  • E G L O G A IV

    distintas doctrinas, pasó ya por la tierra o vendrá algún día o las dos cosas. Son los reinos (6) de Saturno y de la virginal y virtuo-sa Astrea; desaparecerá, pues, la raza de hierro, sustituida (8-9) por la áurea; el joven héroe regirá un orbe apacible y virtuoso (17); la Naturaleza hará todo fácil y agradable ( 18-30 ) ; y , aunque al principio subsistan aún restos del antiguo mal (31-36) , la ma-durez del joven milagroso acabará con ellos (37-45) . ¡Ojalá el propio Virgilio (54-55) viva lo suficiente para ver tales maravillas y ser debidamente estimado como poeta en el mundo arcàdico de Pan (58-59)! ¡Ojalá la sonrisa del predestinado (60-63) cause la alegría de sus padres!

    Tal es el tenor oscuramente profético, pero vibrantemente optimista frente a los augurios de Horacio y otros, con que la noble pureza de Virgilio entrevio el futuro no sólo de Roma. Porque hace ya siglos que se viene pensando en fuentes no litera-rias (el Antiguo Testamento, los oráculos sibilinos a que parece referirse la alusión a Cumas de 4) o incluso en premoniciones so-brenaturales (en el poeta obraría subconscientemente el mesia-nismo no ya de Israel, sino de todo el Mediterráneo oriental, convencido de la próxima llegada de un hombre divino) que ex-pliquen estos sublimes versos.

    Lógicamente el problema se ha centrado en la pregunta fundamental de quién es este niño. O, mejor dicho, en la cuestión previa de cómo hay que traducir ese nascenti de 8 al cual in-tencionadamente damos traducción ambigua. ¿Está ya en el mundo su salvador cuando compone Virgilio? Hay que suponer que sí, sobre todo pensando en el tulerunt de 61 y en que la composición del canto durante el embarazo llevaba consigo el grave riesgo de que el nacido fuera hembra. Tal habría ocurrido, por ejemplo, si se estuviera aquí hablando de un presunto hijo de Antonio y Octavia que resultó ser Antonia ; o de otro de Oc-tavio y Escribonia que resultó ser Julia, cuyos padres además no se habían casado aún el 40 .

    Asinio Galo, hijo de Asinio Pollón, aiidaba diciendo por ahí que él era el protagonista de la égloga. El testimonio es inte-resante, tanto más cuanto que quien así hablaba nació en dicho año, pero ni aquí se atribuye claramente al cónsul la paternidad ni parece normal tan desmesurada profecía para un recién naci-do corriente e hijo de un padre corriente, por muy amigo de Virgilio que fuera.

    249

  • V I R G I L I O

    Hoy se tiende, pues, a creer en una criatura cualquiera que, aun no conocida por el poeta, habrá nacido en cualquier lugar para ser perfecto gobernante en el mundo perfecto que la fla-mante paz y los esfuerzos de Folión, cónsul en un momento crucial de Roma, traerán sin duda.

    Muchas más cabalas de todo orden se han hecho en torno a esta espléndida poesía; bastaría, por ejemplo, con añadirle un hipotético verso, después del 2 3 , en que se mencionaran anima-les dañinos como osos o lobos para que 4-59 se estructuraran en secciones simétricas de 7 -1-7 -t-9 + l l + 9 - ^ 7 ^ - 7 y e l poema entero tuviera 64 produciendo así un también simétrico reparto de los 752 de las nueve primeras églogas en cinco grupos de 90 (V), 181 ( i n más VII, 11 más VIII) y 150 (IV más VI, I más IX).

    250

  • Cantemos , sicélides Musas, de temas más a l tos ; los arbustos o humildes tarayes n o a t o d o s agradan; si del bosque t r a t amos , resulte condigno de un cónsul .

    Ya llega del canto cumeo la edad pos t r imera ; 5 una gran serie de siglos ya nace de nuevo ;

    vuelve la Virgen, regresan los reinos sa turnios ; un nuevo linaje desciende del cielo sublime. Tú , nacido ese niño en el t i empo que va a hacer que venga tras la férrea raza la de oro en el orbe ter res t re ,

    1 o protégele, casta Lucina; ya reina tu Apo lo .

    Tú serás cónsul cuando en t re la gloria del siglo, Pollón, y a correr grandes meses comiencen . Si algunos vestigios quedaren de nues t ro rea to , en tu m a n d o librarán cancelados al m u n d o del miedo p e r p e t u o .

    15 Él de los dioses la vida ob tendrá y con los dioses a los héroes j u n t o s verá, confundido en t re t o d o s , el orbe rigiendo con paz y virtudes pa ternas .

    A ti sin cultivo n inguno dará en abundancia sus primicias, ¡oh, n iño ! , la t ierra: las yedras ubicuas

    2 0 y el ásaro y aro enlazado al acanto r iente . Las propias cabrillas a casa vendrán con las ubres retesas y n o temerán al león los rebaños . La cuna ella misma mil flores t raerá deUcadas para t i ; morirán la serpiente y la tóxica yerba

    2 5 falaz; brotará por doquier el a m o m o de Asiria. Y, cuando ya puedas saber de tu padre y sus hechos y aprender en sus laudes heroicas qué cosa es la fama, iránse cubr iendo los campos de muelles espigas amarillas y de uvas el árido espino y con gotas

    3 0 de miel sudará de la encina la dura cor teza .

    251

  • V I R G I L I O

    Quedarán , sin embargo , vestigios del mal primitivo que a t en tar con navios a Teris, ceñir de murallas las c iudades, la tierra con surcos a hender nos induzcan . Ot ro Tifis en tonces habrá con o t ra Argo que lleve

    3 5 a los héroes selectos; vendrán igualmente o t ras guerras, de nuevo será el gran Aquiles a Troya enviado. Después, cuando en fuerte varón ya tu edad te t ransforme, cederá el mercader ante el mar y su nave leñosa, pues en toda la tierra daránse los mismos produc tos .

    4 0 Ni al suelo el arado herirá ni a la vid la guadaña; el fuerte arador librará de su yugo a los t o ro s ; no tendrá que adornarse la lana con falsos colores, que el camero su propio vellón teñirá en la pradera con concha purpúrea o gualda amarilla y él solo

    4 5 vestirá el bermellón de color los rebaños que pasten.

    "Tal sea la edad que traigáis" , a sus husos dijeron las Parcas cumpliendo del hado el decre to inmutab le . ¡Accede a los grandes honores , que el t i empo ha l legado,

    querida progenie divina, gran casta de Jove! so Mira c ó m o se mueven el orbe y su bóveda inmensa,

    la tierra y marina llanura y los cielos p rofundos , mira cómo reciben con gozo los siglos que vienen.

    ¡Résteme entonces la parte final de una vida longeva y espír i tu p ron to a decir tus loores!

    5 5 No podrá el t racio Orfeo vencernos can tando ni Lino por más que su madre o su padre a ayudarles acudan , al uno Cal íope, Apolo el hermoso al segundo. Y aun Pan, si, arbi t rando la Arcadia, luchase conmigo , confesara, arbi t rando la Arcadia, que y o le ganaba.

    6 0 Empieza a reir conociendo a t u madre , p e q u e ñ o , pues diez largos meses trajéronle grandes fatigas. Empieza, pequeño ; a quien no sonriera a sus padres , ningún dios a su mesa invitóle ni diosa a su lecho.

    252

  • V

    El propio Virgilio debía de estar muy persuadido de la ex-traordinaria calidad de esta égloga cuando, junto con IV, no me-nos admirable, la colocó en el centro de su colección.

    Realmente aquí no tenemos un certamen ortodoxo entre Menalcas y Mopso, sino un armónico torneo de mutuas galante-rías terminado en un intercambio de regalos (85-90) . No hay narrador (como en el I, V y X de Teócrito según vimos respecto a III) ni coplas amebeas, sino dos canciones largas de la misma extensión (20-44 y 56-80) y con idéntico asunto: el llanto de la Naturaleza entera por la muerte de Dafnis (24-28, 34-39) y su gozosa divinización e institución de ritos conmemorativos. En ello Virgilio se atiene al modelo de VI y IX-X de Teócrito, pero sobre todo sigue a I (con su lamento también por un Dafnis que muere de amor, motivo ausente aquí) y VII, otro idilio com-puesto de dos cantos en cuyo verso 74 vuelve a aparecer el héroe pastoril: nótense la similitud de Teócr. VII 83 y 89 , respectiva-mente, con Virg. V 49 y 45 o la aparición de un cayado en Teócr. VII 128 y Virg. V 88. Tampoco extrañará que el argumento luc-tuoso atraiga ecos del III del Pseudo-Mosco y I de Bión.

    La caracterización de los pastores quizás esté más difumi-nada que en otras églogas. El cabrero Mopso (con Títiro ejer-ciendo el mismo papel subalterno que en III) rivaliza como poeta (8) con un petulante (9) Amintas, inferior a él según Menalcas (16-18), a quien no tiene inconveniente en desafiar (13-15) y que es personaje cuya clave ni los más empedernidos alegoristas se atreven a dar, como tampoco la del músico Alcón (11) ; sobre Codro véase nuestra introducción a VII. En cuanto a Menalcas, el hecho, mencionado al hilo de III y a que en seguida volvemos, de que aduzca (85-87) los principios de las églogas II y III hace difícil, no obstante el problema planteado por su presentación en 4 como un hombre mayor, negar que aquí está Virgilio mis-mo, intencionadamente no representado por ningún tipo defini-do de pastor. Y, por lo que toca al escenario, ciertos elementos nórdicos del paisaje (3 , 7, 13-14, 16) harían pensar en Mantua.

    253

  • V I R G I L I O

    Más importante resulta la cuestión de quién es Dafnis, identificado, como de costumbre, con un montón de personas: Flaco, uno de los citados hermanos muertos del poeta, cuyo intento de divinización sería absurdo; escritores como el citado Quintilio Varo, que no murió hasta el 24-23, o Catulo, que ya no vivía desde el 54 , o el igualmente neotérico Quinto Cornificio,' asesinado por sus soldados amotinados el 4 1 , pero cuyo republi-canismo excluiría su exaltación en el círculo octaviano.

    La opinión general piensa en Julio César, muerto el 44 co-mo se sabe, y en una obra de circunstancias relacionada con las ceremonias de deificación que, el 12 de julio del 42 y con cambio de nombre del mes en cuestión, honraron su memoria en un es-fuerzo propagandístico de los triunviros que preparaban la cam-paña de Filipos: este año encajaría bien con la situación crono-lógica de la égloga, posterior evidentemente a III y II y anterior a VII, de fines del 42 . Podrían oponerse a la teorías, es cierto, argumentos como el de que Dafnis es aquí un hermoso mozo y excelente poeta según 48-49, pero a nadie chocarían estas entu-siásticas extrapolaciones; o que Julio no conocía a su madre, muerta al nacer él por medio de una cesárea, pero en 23 de quien se habla evidentemente es de Venus, la diosa protectora de la familia; o que en En. VI 826-835, versos escritos cuando, libre ya de Marco Antonio, al nuevo autócrata le hacía sombra su di-vino antecesor, Virgilio es menos entusiasta de César. Pero hay contraargumentos muy fuertes: el carácter universal de la apo-teosis cohonestado con la personificación de una Italia afligida en la romanísima Pales (35); la circunstancia de que en el nom-bre de Dafnis esté el del laurel (daphne), planta consagrada a Apolo (mencionado en 35 y 67 y al que se dedicaron solemnes juegos en el mismo 42) con que se trenzaron las coronas triunfa-les en los días de las fiestas; lo mucho que la Galia agradecía a César que en el 48 hubiera concedido ciudadanía a sus habitan-tes; la ascensión a los astros en 51-52 del divinizado, que puede conectarse con lo que a propósito de IX 46-50 , lugar en que reapa-rece Dafnis, diremos del cometa, etc.

    254

  • Menalcas

    ¿Por qué , pues unidos es tamos t ú , Mopso , que el dulce

    caramillo dominas y y o , buen cantor , no nos hemos sentado ya a q u í , ent re avellanos mezclados con olmos?

    Mopso

    Tú eres mayor y y o debo seguirte, Menalcas, 5 a las sombras que el céfiro mueve soplando en las hojas;

    o acaso una cueva es mejor ; mira aquélla y ve cómo la tapizan la agreste parriza y sus ralos racimos.

    Menalcas

    No hay en los mon tes rival para ti sino Amintas .

    Mopso

    ¿Cómo n o , si aun a Febo en el canto a retar se atreviera?

    Menalcas

    1 o Comienza t ú , Mopso, si amores de Filis tuvieres o laudes de Alcón o tal vez contra Codro dicter ios; y , en t a n t o , que Tí t i ro 'guarde los machos que pacen.

    Mopso

    No , sino quiero tañer lo que ha poco en la verde corteza de un haya escribí señalando las notas

    1 5 que al ternan, y luego tú mandas que Amintas compi t a .

    255

  • VIRGILIO

    Menalcas

    Cuanto ceden los sauces c imbreantes al pálido ol ivo, cuanto el espliego rastrero al rosal enca rnado , tal Amintas , si n o me equivoco, ante t i desmerece . Pero basta ya de el lo, m u c h a c h o , pues e'sta es la cueva.

    Mopso

    2 0 Lloraban las Ninfas la muer te violenta de Dafnis —sois, avellanos y r íos , testigos del llanto— cuando , abrazada al paté t ico cuerpo del hijo, l lamaba crueles a dioses y estrellas la m a d r e . Nadie llevó aquellos días las vacas al p rado

    2 5 ni a las frígidas aguas, ¡oh, Dafnis!, del r í o ; n inguna res bebió de él ni p robó su gramínea yerba . Hasta los peños leones gimieron, ¡oh, Dafnis!, por t u muer te y de ella hablan los m o n t e s fragosos y

    bosques . Dafnis también introdujo el uncir ante el carro

    3 0 a los tigres de Armenia y los tiasos de Baco y el uso de varas flexibles ceñidas de suave follaje. Como orna to es del árbol la vid, de la vid los rac imos, del rebaño los t o ros , la mies de los pingües sembrados , de los t u y o s así lo eres t ú . Cuando al hado te dis te ,

    3 5 Pales misma los campos dejó y la siguió el p ropio Apolo . En los surcos en q u e aha cebada a m e n u d o nac ía , b ro tan cicuta infecunda y estéril avena; en vez de la dulce viola y del rojo narciso surgen el cardo y espino de pinchos agudos.

    4 0 De frondas los suelos cubrid y las fuentes , pastores , sombread , pues as í quiere Dafnis que sean sus honras ; un t ú m u l o alzad y en el t úmulo léanse versos: "Yo soy Dafnis el rúst ico, célebre a q u í y en los as t ros , pastor que en belleza a su hermoso rebaño supera" .

    Menalcas

    4 5 Tal fue para m í la canción , ¡oh, poe ta divino! , como el sueño en la yerba del h o m b r e cansado o las aguas saltarinas y dulces que apagan la sed en verano.

    256

  • E G L O G A V

    Tu VOZ y n o sólo tu flauta al maest ro recuerda. ¡Mozo feliz, que el segundo serás desde ahora!

    so También , sin embargo , nosot ros de un m o d o o del o t ro te daremos la réplica, a Dafnis llevando a los cielos. A los astros le haremos subir y también amátanos .

    Mopso

    ¿Y qué don puede haber que a nosot ros más grato resulte?

    Digno fue cier tamente de cantos el m o z o y tus versos 5 s ya Estimicón otra vez alabó en mi presencia.

    Menalcas

    Dafnis radiante el insólito umbral del Ol impo admira y las nubes y estrellas contempla allá abajo; y una vivaz alegría los campos y bosques invade y a Pan, los pastores y jóvenes Dríades.

    6 0 Ni el lobo asechanzas ya t r ama al ganado ni al ciervo insidia la red ; trae la paz el benéfico Dafnis. Gozosos los montes intonsos al cielo sus voces lanzan; en tonan poemas los propios peñascos y losmismos arbustos : " ¡ Un dios, es un dios, oh , Menalcas!"

    6 5 ¡Sé bueno y propicio a los tuyos! A q u í t ienes, Dafnis, cuatro aras; dos son para ti y otras dos son altares de Febo . Dos vasos cada año espumeantes de leche reciente en las tuyas pondré y dos alcuzas de pingüe aceite y con mil libaciones la fiesta en invierno

    7 o sabré j u n t o al fuego alegrar o a la sombra en verano escanciando en las copas cual néctar los vinos ariusios. A cantarme Dametas vendrá con Egón el de Licto y los saltos que el Sátiro da imitará Alfesibeo. Todo esto tendrás cada vez que a las Ninfas los votos

    7 5 ofrezcamos solemnes y el campo lus t remos. Y mientras sea el r ío deUcia del pez y del puerco los mon tes y guste el tomil lo a la abeja y prefiera el roc ío la cigarra, por siempre tu gloria, tu nombre y tus laudes vivirán; c o m o a Baco y a Ceres, sus votos cada año

    8 0 los labriegos te harán y a la fuerza tendrán que cumplú los .

    257

  • V I R G I L I O

    Mopso

    ¿Qué regalo escoger para ti que a tal canto se iguale? Pues ni t an to me agrada el susurro del Aust ro que viene ni t ampoco las playas bat idas del mar ni los r íos que bajando hacia el valle recorren sus cauces guijosos.

    Menalcas

    8 5 Antes habré yo de darte este cálamo frágil que "Ard ía el pastor Coridón por Alexis el b e l l o " y "¿Quién es el dueño del h a t o ? " a cantar me ha enseñado .

    Mopso

    Y tú este cayado, Menalcas, recibe, con nudos ¡guales y cobres, m u y bel lo, que Ant ígenes , siendo

    9 0 tan digno de amor , no logró que jamás le cediera.

    258

  • VI

    259

    Existe, comò se vio en la introducción a Virgilio, un pro-blema de prioridad entre esta égloga (cuyo éxito, reflejado inclu-so en lecturas teatrales, recogen los antiguos) y IV, pero es vero-símil que la VI corresponda a los últimos meses del 41 y prime-ros del 40 precediendo, pues, aunque no mucho, a la otra.

    Se dijo en la introducción a I que_ Publio Alfeno Varo, amigo y condiscípulo del poeta, intervino'en el pleito de las fin-cas antes ya de suceder a Pollón como prefecto; en IX 26-29 lee-mos que Virgilio prepara para él versos sobre el asunto no resuel-to del todo; entre tanto al nuevo funcionario (se le sigue, por cierto, confundiendo sin razón con Quintilio Varo, también mencionado en la introducción general y en la de V) , que ha participado en alguna campaña (probablemente la de Filipos, y así el adjetivo de 7 resultaría apropiado a una guerra civil), le gustaría que el mantuano celebre sus proezas. Virgilio se lo ha prometido ya en el citado pasaje; pero aunque, como nos indica-rá lo referente a Galo, anda ya pensando en empeños más serios, no se siente aún con fuerzas, según nos manifiesta su preámbulo de tipo epistolar (1-12), para una dedicación épica o epílica. Después de haber creído que el género bucólico no era indigno (1-2), ensayó temas épicos (3) y entonces Apolo , llamándole a la razón con el nombre pastoril de Títiro, le amonestó graciosa y calimaqueamente (repásese lo dicho en las introducciones a Teó-crito y a su idilio VII y obsérvese la similitud del lugar con el final del himno II del de Cirene) con lo de que sí conviene tener ovejas gordas, pero no escribir libros gordos. Varo, que merece agradecimiento por su ayuda más o menos efectiva, habrá de contentarse con los tarayes que, si no de copuda sombra, cubren de gloria a Pollón en IV.

    Sigue (13-26) una fina escena pastoril, en tres de cuyos participantes, el sabio y el anciano Sileno y los mozos , se ha creído ver al maestro Sirón y a sus antiguos alumnos Varo y Galo, y luego un esbozo de epilio de tipo catuliano (27-86) para cuyo comentario y el de X entramos a saco en nuestro artículo de que dio noticia la introducción a I.

  • V I R G I L I O

    260

    El desarrollo del cantar de Sileno, raptado velis nolis por los mucliachos, es muy variado: una cosmología de raigambre epicúrea (30-42) , el argonauta Hilas (42-44) , Pasífae (45-60 , con copia de II 69 en 47 y quejas finales de la heroína). Atalanta (61) , las Helíades (62-63); y, después de un inciso. Escila (74-77; léase 10 que diremos sobre la Ciris) y Tereo y Filomela (78-81).

    Son oscuros los móviles que puedan haber dictado al poeta esta selección mítica, de la que tres historias son violentas o crueles y otras tres llevan consigo metamorfosis. La clave podría estar en 64-73. Si obligado estaba Virgilio a dar muestras de re-conocimiento a Varo, otro tanto sucedía con Galo, su amigo de siempre, tan sentidamente recordado en X y que había formado parte también de la comisión. Ahora bien, éste (véase la intro-ducción a Virgilio) había imitado de manera notoria a Euforión, muy dado a tales narraciones mitológicas, lo cual ha hecho pen-sar a algunos que la égloga comprime en los relatos de Sileno otros tantos poemas de Galo. Cosa verosímil si Propercio (I 20) no hubiera compuesto antes del 28 un epilio sobre Hilas que de-mostraría poca originalidad después del supuesto tratamiento tan reciente del asunto y si la aparición de la ansiada égloga co-mo, a fin de cuentas, un homenaje a otra persona todo lo amiga que se quiera no fuese una ofensa para Varo.

    En cuanto a dicho párrafo, tiene gran importancia literaria. Galo discurre todavía por los dominios ligeros de la elegía, pero una Musa le lleva a la patria de Hesíodo y allí el mítico Lino le ofrece el cálamo del antiguo poeta, induciéndole a consagrarse a poesías de más enjundia, y le aconseja que conmemore una le-yenda de que sabemos que Euforión y tal vez el propio Galo se ocuparon . Con lo cual Virgilio, recurriendo al viejo tópico de la epifanía de las Musas ante el cantor, que está en el propio Hesíodo (Teog. 23-24) y en Calimaco (fr. 2 Pf.), incita a su amigo a entrar en regiones que él, situado mentalmente en las Geórgicas si no en la Eneida y autor ya de poemas de más envergadura como IV, proyecta también pisar. Y terminaremos con una curiosa afinidad entre este pasaje y dos de Propercio : 11 10 , 25-26 (el poeta confiesa vagar todavía por las amenas y livianas orillas del Permeso sin ánimos para emular a Hesíodo) y II 13, 1-16, en que Cintia, su enamorada, persona de buen gusto, no le prohibe alguna que otra incursión por las alturas poéticas, pero sí el desdeñar la grata y leve canción erótica. El elegiaco es aquí, como en su obra entera, menos ambicioso que Virgilio.

  • Mi Talía al principio el cantar siracosio no indigno juzgó ni creyó desdorarse habitando en las selvas. Mas cante' las batallas y reyes y el Cintio tiróme de la oreja y me dijo : 'Tus reses, ¡oh, Títiro!, gordas

    5 sean y, en cambio, sutil de tus cantos el hilo". Ahora yo (pues te van a sobrar quienes quieran, ¡oh. Varo!, tus laudes decir y tratar de las guerras funestas) con flauta senciÚa a la Musa rural daré cuUo. Así quieren que cante. Si hay alguien que lea movido

    1 0 de amor estos versos, ¡oh. Varo!, serán laudes tuyas las que digan tarayes y bosque; y no habrá para Febo más placentera lectura que el nombre de Varo.

    Adelante, mis Musas. El mozo Mnasilo con Cromio vio en una cueva a Sileno dormido; sus venas

    1 5 como siempre el licor de la víspera henchía; en el suelo de su sien las guirnaldas caídas estaban y el asa desgastada del cántaro enorme su mano cogía. Entraron (pues más de una vez les había frustrado prometiéndoles cantos el viejo) y le ataron con ellas.

    2 o Asocióse les Egle, hermosísima Náyade, audacia a los tímidos jóvenes dio y, cuando él ya les veía, pintóle con moras sanguíneas frente y cabeza.

    Sileno rió del ardid y les dijo: "¿A qué viene el atarme? Sohadme, muchachos; ya verme es bastante.

    2 5 Escuchad los poemas que os gustan ; distinto el regalo será de ésta". Y sin más comenzó su canción. Vieras luego danzar a compás a los Faunos y fieras, moverse de los rígidos robles las copas; no tanto se gozan con Febo las rocas del monte Parnaso, no tanto

    3 0 fsmaro y Ródope admiran a Orfeo. Cantaba de qué modo, en efecto, se unieron los gérmenes todos de tierras y vientos y el mar y del líquido fuego en el magno vacío y crearon así estos principios

    261

  • V I R G I L I O

    la primera materia y , aun b l ando , el te r ráqueo g lobo; 3 5 cómo después quedó firme ya el suelo y Nereo

    encerrado en el p o n t o y las c o s a s t omaron sus formas y la luz de un sol nuevo miiTiba asombrada la t ierra, subieron al aire las nubes , cayeron las lluvias y a surgir empezaron las selvas y cómo vagaba

    4 0 una que o t ra alimaña en los mon te s insólita. Luego refirióse a las piedras de Pirra, los reinos saturnios , Prometeo y su robo , los buitres caucasios y a cómo por Hilas dejado en la fuente clamaban los nautas y el eco por toda la costa "Hilas, Hi las" dec ía ;

    4 5 y a Pasífae, dichosa si nunca existieran las reses, entregó al amoroso consuelo de un blanco novillo. ¡Ay, doncella infeUz! ¿Qué demencia es la tuya? Llenaron

    de falsos mugidos los campos las hijas de P re to , mas ninguna a tan to rpes , bestiales concúbi tos diose

    5 o por más que sus cuellos temieran el yugo y sus frentes a menudo tanteasen en vano buscando los cuernos . ¡Ay, doncella infeliz! Mientras t ú por los mon tes divagas,

    él, t end ido su n iveo cuerpo entre suaves j ac in tos , rumia las pálidas yerbas al pie de la encina

    5 5 oscura o se va tras alguna del vasto r ebaño . "Ninfas dicteas, cerrad ya los claros del bosque por si salta tal vez a mi vista la huella e r rabunda del t o r o ; quizá a los establos gortinios lo lleven consigo las vacas porque haya seguido al ganado

    6 0 o se haya dejado ten ta r por la yerba garr ida" . Loó luego a la moza que amara los frutos hesperios y con musgo y acerba corteza cercó a las hermanas de Fae ton te y en t ierra plantólas como altos alisos; después relató cómo a Galo, que erraba a la orilla

    6 5 del Permeso, una Musa condujo a los mon tes aonios y alzóse ante un simple mor ta l t o d o el coro de F e b o ; y cómo le dijo el pastor de los cantos divinos, Lino, adornado el cabello con flores y amargo apio ; "Las Musas te dan esta flauta que al viejo

    7 0 ascreo ofrecieron a n t a ñ o ; can tando al son de ella los rígidos fresnos hacía bajar de los m o n t e s . Relata con ésta el origen del bosque grineo y no habrá o t ro n inguno en que más se deleite ya A p o l o " . Y ¿qué más te diré que cantó? ¿De la fama de Escila,

    262

  • E G L O G A V I

    7 5 la de Niso, ceñidas sus candidas ingles por canes monstruosos, que ataca a las naves duliquias y en pleno remolino a los pávidos nautas con ellos lacera? ¿O de cómo mudara su forma Tereo o del plato que le vino a traer la infeliz Filomela en obsequio

    8 0 o sus alas, que en torno a sus propios tejados vagaban para al punto volar desde allí tras desiertos lugares?

    Y así, aquellos cantos que, habiendo escuchado el dichoso

    Eurotas de labios de Febo, enseñó a sus laureles, entonó también él, y decíanlo al cielo los valles

    8 5 mientras éste veía con pena avanzar el lucero que a amajadar y contar las ovejas obliga.

    263

  • VII

    Otro certamen poético con narrador, en imitación de los idilios VI-IX de Teócrito, y disposición amebea inspirada sobre todo (hay también ecos de VII, XI y otros) no en el V, sino en el VIII, cuyas coplas empiezan por ser de cuatro versos como las de aquí (21-68 en doce grupos). Es una novedad, en cambio, que los hechos sean contados, y los versos repetidos de memoria, por Melibeo, pequeño propietario que posee arbustos (6) , cabras (7) y corderos (15) , pero las deficiencias de cuyos servidores (14-15) le han causado dificultades con sus reses (7) . Felizmente un buen vecino, llamado Dafnis pero sin rasgos míticos, le ayuda (8-13) e invita a una competición, que él va a arbitrar, entre el cabrero (3-4) Coridón (al que en 55-56 hallamos enamorado, co-mo en II, de Alexis) y el ovejero (3 , 35-36) Tirsis, los dos famo-sos cantores (16) , los dos Árcades (5) , esto es, representantes de la más selecta escuela músico-pastoril. La atmósfera bucólica es bellísima: el escenario, como en III y V, parece ser, con su men-ción concreta del Mincio (12-13) y sus elementos menos meri-dionales (encinas, mirtos que pueden helarse, robles, jabalíes y ciervos, cisnes, paredes fuliginosas, 1, 6, 1 3 , 29-30, 38 , 49-50) , una vez más el de los campos mantuanos.

    En cuanto a cronología, la égloga parece haber sido escrita entre V y IX o I y puede así ser situada en otoño del 42.

    El premio, a primera vista no se ve bien por qué razones, es adjudicado a Coridón, lo cual ha dado lugar a una sutil inter-pretación que vería en este canto una contraposición de dos esti-los, uno más realista y grosero, representado por Tirsis, y otro más culto e idealista cuyo portavoz sería el vencedor y que gus-taría más al grupo refinado de Pollón. Esto no recibe confirma-ción muy clara en las coplas de uno y otro, más recíprocamente independientes que en los demás amebeos teocriteos y virgilianos. A la mención de Ártemis por Coridón (29-32) opone, es cierto, al rústico Priapo (33-36) su rival; las palabras de éste (41-44) so-bre lo largo que resulta un día laboral son algo vulgares; pero

    264

  • EGLOGA VI1

    tales argumentos no son suficientes. La clave podría estar en el personaje de Codro (21-28), citado ya en V 11 y que resulta anti- pático a Tirsis y admirable a su competidor, si supiéramos a quién simboliza este nombre griego.

  • Melibeo

    Bajo la encina sonora se hallaba sentado Dafnis y all í Coridón los rebaños y Tirsis llevaron, ovejas el uno y el o t ro sus cabras con ubres retesas, los dos en edad florecientes,

    s Árcades ambos , maestros en can to y respuesta. Yo protegía del frío los jóvenes mi r tos y escapóse el cabrón del rebaño hacia allá; enfrente veo a Dafnis y a m í también él y me dice: "De prisa ven a q u í , MeUbeo, está a salvo el cabrón y los chivos;

    1 o si puedes holgar un ins tan te , descansa a la sombra . A abrevarse en el p rado ellos solos irán los t e rneros ; aqu í el Mincio recubre las verdes orillas de frescas cañas y zumba el enjambre en el roble sagrado" . ¿Qué hacer? No ten ía yo a Alcipe ni a Filis que en casa

    1 s los corderos guardaran que n o necesi tan ya leche; ¡y hab ía un cer tamen sin par, Coridón cont ra Tirsis!

    Ced í , pues , al concurso de aquéllos mi e m p e ñ o más serio. A luchar empezaron los dos con canciones a l ternas , pues tales quer ían que fueran sus versos las Musas.

    2 0 Comenzó Coridón y a su vez contestábale Tirsis.

    Coridón

    Libétrides Ninfas que amamos , o dadme un poema digno de Codro , que p róx imo a Febo en su canto se mues t ra , o , si a t odos no es dado un tal a r te , que cuelgue de este p ino sagrado por siempre mi flauta sonora .

    Tirsis

    2 5 Pastores de Arcadia, con yedra adornad al poe ta que nace y a Codro el ijar se le rompa de envidia; y , si alaba en exceso , con ásaro ciñan mi frente, n o vaya el agüero a dañar a este vate fu tu ro .

    266

  • E G L O G A VII

    Coridón

    Del pequeño Micón para ti la cabeza ramosa 3 0 de un jabalí con los cuernos de un ciervo longevo,

    Delia; y, si bien te parece, alzaráste de mármol toda tú con tu pierna calzada en purpúreo coturno.

    Tirsis

    Bastante es que esperes cada afio, Priapo, este cuenco de leche con tortas; es pobre la huerta que guardas.

    3 5 De momento serás sólo mármol ; si agrega sus crías al rebaño la oveja preñada, te haremos en oro.

    Coridón

    Galatea, Nereide mejor que los suaves tomillos hibleos, que el candido cisne y la pálida yedra para mí, ven acá, si a tu fiel Coridón algo estimas,

    4 0 en cuanto busquen ahitos su establo los toros.

    Tirsis

    No, mas parézcate yo como amarga sardonia, repelente cual brusco, más vil que en la playa las algas, si no me resulta más largo que un afio este rato. Tened ya vergüenza, volved ya repletos, novillos.

    Coridón

    4 5 Fuentes musgosas y yerba más muelle que el suefio y verde madrofio de ralo follaje, al ganado defended del solsticio; ya tórrido viene el estío, ya se llena de túrgidas yemas el ágil sarmiento.

    Tirsis

    Aquí está nuestro hogar, pingües teas, hay siempre abundante

    5 0 fuego y hollín sempiterno ennegrece las jambas; aquí nos importan los fríos del Bóreas menos que al lobo el rebaño o la orilla a los ríos henchidos.

    267

  • Coridón

    Tenemos enebros e hirsutas castañas; manzanas por doquier de los árboles se hallan ca ídas ; ahora

    5 5 todas las cosas se r í en , mas deje estos cerros Alexis el bello y verás que se agostan los r ío s .

    Tirsis

    Seco está el c a m p o ; la yerba en el aire viciado se muere ; a los mon tes el pámpano umbroso deniega Líber ; vendrá nuestra Filis y hará que verdee

    6 0 t o d o el bosque y que Jove descienda con lluvias profusas.

    Coridón

    Al Alcida los álamos gustan, a Yaco las vides, los mir tos a Venus la hermosa , el laurel place a Apo lo , pero el avellano es amado por Filis y , si ella no retira su amor , vencerá a los laureles y mi r tos .

    Tirsis

    6 5 Lo más bello en la selva es el fresno y el pino en el h u e r t o ;

    el chopo a la orilla del r í o , el abeto en el m o n t e ; si t ú , bello Lícidas, más me miraras , cediera el fresno en la selva ante t i y en el hue r to los p inos .

    Melibeo

    T o d o eso recuerdo y que Tirsis sahó de r ro t ado ; 7 0 y así es Coridón Coridón para m í desde en tonces .

    268

  • v i l i

    Quizá para nuestro gusto personal sea la égloga menos lo-grada, aunque su calidad resulte la virgiliana de siempre. Con ella finaliza el ciclo de homenajes a Pollón, cuya mención o pre-sencia implícita fluye a lo largo de toda la serie (III, posiblemen-te II y VII, IV, VIII) entremezclada con las laudes de Varo (IX, VI), Galo (VI, X) y los Julios (V, IX, I). Aquí no se le cita expre-samente, otra singularidad del poeta, pero el destinatario del poema está claro: es quien sugirió a Virgilio en principio la dedi-cación bucólica y aquel cuyo canto, el presente, forma el artísti-co broche de la colección (11-13); tiene escritas tragedias que algún día deberían ser universalmente conocidas (9-10, versos imitados, con referencia a Asinio, por Horacio en Od. II 1, 11-12); acaba (6-8) de obtener, vuelto a las actividades militares después de la paz de Brundisio, de que hablábamos en la intro-ducción a IV, éxitos militares en los Balcanes que le hicieron merecedor, el 25 de octubre del 39 , de un triunfo solemne a que se asocia esta égloga cuyo autor en 56 se vuelve a identificar, de-masiado modestamente, con Títiro.

    El poema se compone de dos cantos consecutivos con na-rrador, como en VI, VII y IX de Teócrito y a diferencia del X del mismo y V virgiliano, en que los cantores empiezan ex abrupto. Los ejecutantes, no empeñados en ninguna clase de competición, son Damón y Alfesibeo, cada uno de los cuales canta una tirada de 46 hexámetros con muy distinto carácter: el primero (17-61; téngase en cuenta la intercalación a que volveremos) recoge la queja de un rústico cabrero (43-44) de Arcadia (el estribillo ha-bla constantemente de versos menalios) a quien Nisa desprecia por su indigno rival Mopso. Y, después de las usuales considera-ciones sobre lo absurda que resulta una tal preferencia y sobre el avasallador poder del cruel Amor, que hizo cometer tal fecho-ría (47-50) a Medea, la final decisión derrotista del suicidio (58-60). Cualquiera que haya seguido de cerca estas versiones reco-nocerá al punto infinitas resonancias del I, III y XI de Teócrito y el II del propio autor.

    269

  • V I R G I L I O

    Uno y otro canto toman el juego de estribillos al I y II del bucólico griego; y la intervención de Alfesibeo imita al último de modo un poco excesivo, aunque sea nueva la oposición entre la hechicera enamorada, que vive en el campo (85-89) , y su es-quivo amante Dafnis, que la dejó para marchar a la ciudad y cuyo triunfal regreso, acompañado de alegres ladridos de la perra, presenciamos en 107-109.

    Han sido varios los intentos alegóricos o no para dar uni-dad a estas canciones: quizá Virgilio ha querido contraponer el fracaso amoroso de quien no lucha con el triunfo de la que no se desanima ante la adversidad.

    Son de notar ciertas curiosidades en la estructura de estos poemas: como se ve, hemos ido con quien intercalan un simétri-camente necesario 28 a, pero también cabría, para evitar dema-siado pequeñas agrupaciones de tres (26-28, 73-75) y dos versos (29-30, 77-78) , suprimir, en cambio, el estribillo de 76 . En todo caso, con cualquiera de estas soluciones, los grupos estróficos, sin contar los estribillos (en los que, a diferencia de Teócrito, los finales 61 y 109 son distintos de los demás), resultan paralelos hasta un momento en que al 4-5-3 de 47-60 responde un irregu-lar 5-3-4, con anomalía que sería vano pretender arreglar, en 95-108.

    Pero lo más hermoso de la égloga, en nuestra opinión, son los dieciséis primeros versos, con magnífica presentación del es-cenario pastoril, un grato juego de ecos en 1 y 5 y la inspirada introducción casi heroica y muy personal que recuerda a la de VI.

    270

  • De Damón el pastor acordémonos y Alfesibeo, a quienes oyendo justar de pacer la ternera se olvidó, que dejaron a tón i to al lince can tando y pararon insól i tamente los cursos fluviales,

    5 de Damón recordemos la Musa y la de Alfesibeo. Y tú , ya a las peñas del magno l i m a v o derrotes o recorras la costa del mar de la Iliria, ¿habrá al cabo un d ía en que dado me sea loar tus proezas? ¿En que pueda mos t ra r tus canciones, las únicas dignas

    1 o de calzar sofocleo c o t u r n o , al en tero universo? Tuyos son el principio y el fin; estos cantos recibe, que inicié porque tú lo ped ías , y deja que t repe hasta el glorioso laurel de tus sienes la yedra .

    Empezaba a aclararse en el cielo la sombra noc tu rna , 1 5 a la hora en que es grato al ganado en la yerba el r o c í o ,

    y así hablaba Damón en su Usa cachava apoyado :

    "Nace ya . Lucifer, precediendo al benéfico d ía mientras me quejo engañado, pues Nisa, mi amada , rechazó mi querer , y en esta hora postrera a los dioses

    2 0 invoco, aunque nada valió que me fueran test igos.

    Comienza conmigo, mi flauta, los versos menal ios .

    En el Menalo siempre los bosques y pinos repi ten los ecos sonoros ; en él cantan siempre amorosos pastores y Pan, que el pr imero a la caña hizo artista.

    2 5 Comienza conmigo, mi flauta, los versos menal ios .

    Nisa a Mopso se da; ¿qué habrá ya que el amante n o tema?

    Caballos y grifos se mezclan; consiguen los siglos 2 8 que j u n t o s abreven los canes y t ímidos ciervos.

    271

  • V I R G I L I O

    2 8 a Comienza conmigo, mi flauta, los versos menal ios .

    2 9 Nuevas teas prepára te , Mopso, ya tienes esposa; 3 0 nueces esparce, pues Héspero sube del Eta .

    Comienza conmigo, mi flauta, los versos menalios.

    A t i , que desprecias a t o d o s , salióte un marido bien digno de t i , porque odiaste mi flauta y mis cabras, mi hirsuto entrecejo y mi barba cerrada y creíste

    3 5 que no hay ningún dios que se cuide del h o m b r e ofendido .

    Comienza conmigo, mi flauta, los versos menalios.

    En mi seto a m e n u d o te vi; con t u madre manzanas de roc ío perladas cogías, y yo con vosotras iba; doce años aún no t en ía , pero era

    4 0 ya capaz de coger el ramaje por t ierra ca ído . Te vi y perec í y una mala pasión me arrastraba.

    Comienza conmigo, mi flauta, los versos menal ios .

    Ahora ya sé lo que es el Amor ; es un hijo de gentes ajenas en raza y en sangre a nosos t ros , nacido

    4 5 en el R ó d o p e , Tmaro o las t ierras de los Garamantes .

    Comienza conmigo, mi flauta, los versos menal ios .

    Enseñó el fiero Amor con la sangre fihal a la madre a mancharse las manos ; cruel fue por cierto la madre , pero ¿no aventajóla en maldad aquel n iño divino?

    5 o Malvado de cierto aunque hubiera crueldad en la madre .

    Comienza conmigo, mi flauta, los versos menal ios .

    Rehuya ahora el lobo a la oveja, que la árida encina áureas manzanas produzca , el aliso dé flores de narciso, rezume ámbar pingüe el taray en su t r o n c o ,

    5 5 a los cisnes los buhos emulen , que Tí t i ro sea Orfeo en las selvas, Arión con su grey de delfines.

    272

  • E G L O G A V i l i

    Comienza conmigo , mi flauta, los versos menal ios .

    Todo se haga alta mar . ¡Adiós, bosques! Caeré de cabeza

    desde la cima del m o n t e ventoso a las olas; 6 0 reciba de m í cual regalo post rero esta m u e r t e .

    Deja ya , flauta m í a , conmigo , los versos mena l ios" .

    Tal dijo D a m ó n ; la respuesta que dio Alfesibeo, ¡oh. Musas!, d ic tadnos ; no t o d o s podémos lo t o d o .

    "Agua t ráeme y rodea estas aras con cintas de lana 6 5 suaves y q u é m a m e hermosas verbenas e incienso

    macho y el seso los mágicos ri tos in ten ten t rastornar de mi a m a d o ; tan sólo el encan to a q u í falta.

    De la urbe a mi casa t raeos , mis can tos , a Dafnis.

    Pueden bajar los encan tos la luna del cielo; 7 0 Circe con ellos cambiaba a los nautas de Uhses;

    cori ellos se mata en el prado a la fría culebra.

    De la urbe a mi casa t raeos , mis can tos , a Dafnis.

    Con tres Uzos de vario color ante t o d o c i rcundo tu efigie y después la paseo tres veces en t o rno

    7 5 a estas aras; el n ú m e r o impar a los dioses les gusta.

    De la urbe a mi casa t raeos , mis can tos , a Dafnis.

    Haz tres n u d o s en cada color . Amaril is , de prisa, y a tándolos d i : 'Que se liguen los hilos de Venus ' .

    De la urbe a mi casa t raeos , mis can tos , a Dafnis.

    8 0 Cual se endurece este barro y se ablanda esta cera con un mismo fuego, al amor tal suceda de Dafnis. Esparce la har ina; el be tún al laurel quebrad izo incendie; pues Dafnis me q u e m a , al laurel p rendo fuego.

    De la urbe a mi'casa t raeos , mis can tos , a Dafnis.

    273

  • V I R G I L I O

    8 5 Cual la ternera que busca al novillo en las breñas y claros del bosque y cansada a la orilla del r ío se t iende en el verde juncal extraviada y se olvida de buscar un abrigo al caer de la n o c h e , posea un amor tal a Dafnis y no seré y o quien le sane.

    9 0 De la urbe a mi casa t raeos , mis can tos , a Dafnis.

    A q u í están los recuerdos que el pérfido an taño dejara, prendas quer idas , q u e . Tierra, te entrego en el mismo umbral de la casa; procuren la vuelta de Dafnis.

    De la urbe a mi casa t raeos , mis can tos , a Dafnis.

    9 5 Éstas son tóxicas yerbas t ra ídas del Pon to que Meris me dio (nacen muchas al l í ) ; y o con ellas le he visto a m e n u d o en figura de lobo ocultarse en el bosque o las almas sacar del p rofundo sepulcro o llevarse también a o t ros campos las mieses crecidas.

    1 0 0 De la urbe a mi casa t raeos , mis can tos , a Dafnis.

    Saca, AmariUs, afuera y al agua del r ío las cenizas arroja hacia atrás y n o mires ; a Dafnis así voy a a tar , pues ni a dioses ni encan tos respeta .

    De la urbe a mi casa t raeos , mis can tos , a Dafnis.

    1 0 5 Mira, en t an to que yo la ceniza me llevo, arde solo con t rémula Uama el altar. ¡Sea propicio el agüero! No sé lo que ocur re , mas Hílace ladra a la puer ta . ¿Lo creemos? ¿O sueños son éstos que finge el amante?

    Mis canciones, cesad, que de la urbe ha venido ya Dafnis" .

    274

  • IX

    275

    La mayor parte de lo referente a esta egloga se ha incorpo-rado a la introducción a I : nos queda ahora el caracterizar breve-mente a los dos bien trazados interlocutores.

    Meris es persona (37-38, 51-54) de cierta edad a la que fa-llan la memoria y aun la voz ; hombre devoto y poco partidario del arbitrario imperio de Fortuna (2-6), supersticioso (54) como cuadra a quien tiene sus años y condición ; amante de su dueño y amigo de aprenderse sus versos y cantarlos (44) a los demás; Lí-cidas, como más joven, resulta aún capaz de indignarse (17) , es arrogante y modesto a la vez, como cuando en 32-36 se califica de poeta estimable, aunque no comparable a los maestros, y no-blemente sensible (57-58) a las bellezas naturales.

    Ambos pastores admiran a Menalcas, esto es, Virgilio, una selección de cuyos versos cantan en cuatro grupos con disposi-ción quiástica cuya serie abre y cierra Lícidas. Nótese que faltan los elogios, cosa lógica en la elegancia espiritual del poeta: sola-mente leemos que un trozo no es malo (38) y que la marcha del amo (17-20) será una pérdida literaria.

    Los cuatro pasajes en cuestión son 23-25, con cita al paso de Amarilis; 26-29, la petición a Varo que en la introducción a I se mencionó y de la que se dice que no está terminada, quizá porque el poeta espera que las cosas se vayan resolviendo solas; 39-43, esta vez sí con comparecencia de la Nereide Galatea, co-mo en VII 37-40; y 46-50, el más significativo, con mención de Dafnis y alusión a la estrella de César, o bien el cometa que apa-reció el 44 en los juegos fúnebres que honraron a Julio (recuér-dese lo apuntado en la introducción a V) o , más probablemente, puesto que ese tipo de astros no regula el calendario, la lumina-ria simbólica de Octavio que rige la vida de los labradores dándo-les paz, estabilidad y seguridad de que, contra lo que decía Meli-beo en I 73 , valdrá la pena para todos y en particular para Virgi-lio, si se le ayuda en su pleito, el planear nuevos cultivos.

  • VIRGILIO

    Y muy artísticamente, en el centro de los cuatro cantares y de la égloga, el sello que garantiza la personalidad de Menalcas: Lícidas no llega a la categoría poética de los dos amigos del autor, Vario y Cina, a quienes mencionábamos en su introducción general.

  • Lícidas

    ¿Adonde vas, Meris? ¿Por estos caminos a la urbe?

    Meris

    Lo que nunca t emimos , ¡oh, Lícidas!, vimos en vida; que un ocupan te extranjero de nues t ro t e r ruño nos diga: "Es to es m í o ; que emigren los viejos co lonos" .

    5 Ahora , vencidos y tr istes, pues t o d o For tuna lo rige, unos chivos t raemos que no le aprovechen.

    Lícidas

    Sin embargo , me hab ían con tado que desde que empiezan

    a bajar los collados en suave declive hasta el agua y las hayas antiguas, que heridas ya t ienen sus copas,

    1 o todo ello Menalcas logró conservar con sus versos.

    Meris

    Lo oíste y se di jo; mas valen tan poco enfr